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La primera edición de esta obra se publicó en 1845.

La versión que sirvió de


base para la traducción corresponde a la edición revisada Nº 43 de la edición original
(Edición de Rudolstädter, 1927) aparecida en el año 1996 en la Editora Hubert
Freistühler. Ésta variante fue censurada parcialmente conforme al Art. 166 del Código
Penal Alemán, conforme a una sentencia de fecha 28 de marzo de 1927, de la Cámara
Penal superior del Tribunal Estatal Nº 2 de Berlín.
En el prefacio de la Edición de Freistühler se lee:
De la (edición de Rudolstädter) se ha eliminado aquellas líneas, que por ésta
sentencia fueron consideradas como contrarias al Art. 166 del Código Penal, y que sólo
se refiere a pocas líneas del texto. También de los prefacios y de la introducción del
autor se ha desechado algunas partes.
Mediante la ayuda de Jürgen Kurz el autor de la versión publicada en Internet
pudo reconstruir algunas partes en los prefacios y en la introducción.
Comentarios con relación al primer capítulo: Corvin tuvo que presumir, que los
acontecimientos descritos en la Bíblia habrían ocurrido efectivamente. Y por lo tanto
trata de explicarlos. Pero hoy día ya se sabe que tanto el antiguo como el nuevo
testamento son una colección de falsificaciones y adulteraciones obscuras. El supuesto
infanticidio de Herodes, por ejemplo, es una mentira descarada.
También la afirmación de que grandes partes del mundo hayan sufrido
bajo el “yugo romano”, es falsa. En realidad muchos de los países conquistados por
Roma quitaron provecho de la cultura romana. Esto también vale para Israel, donde eran
ante todo fundamentalistas violentos, que se opusieron a la creciente secularización
mediante la ocupación romana.
Con relación a la persona de Jesús sólo se obtuvo algunas informaciones más
concretas con la descubierta en la mitad del siglo 20 de los escritos de Qumran, vea para
ello Michael Baigent, Richard Leight: “Verschlussache Jesus.
En lo concerniente al artículo 166 del Código Penal, éste aún subsiste hoy día, y
se llama “Insulto de confesiones, sociedades religiosas y asociaciones de ideologías del
mundo.
(De Erik Möller, del 19 de diciembre de 2004, quien ha publicado la versión
de Internet).

¡Pío Nono!
Para el caso, Santísimo Padre, que éste librito encuentre su agrado y caso me lo
quiera hacer saber públicamente, pugnaré a fin de presentarle otros regalos semejantes.”
Ulrich von Hutten
Introducción para la Primera Edición
(1845)

Ya muchas veces se comparó el mundo con una casa de locos. La comparación


no nos favorece, sin embargo, le da al ojo. ¡Miremos a la vuelta! Adonde echemos la
vista, encontraremos las marcas propias de una casa de locos:
En todas partes nos vemos ante puertas cerradas, ventanas enrejadas, y látigos
amenazantes manejados por guardias, siempre que tratamos de emprender algo, que
contraríe el orden de la casa.
Aquí encontramos imbéciles empecinados, que se consideran dueños del mundo,
creyendo que Dios lo creó con toda su gente para la sola diversión particular de ellos; y
ante éstos se postran millones en el polvo, aun más desubicados, quienes les creen con
absoluta ingenuidad y humildad.
Allá está sentado otro, y se dice Vice- Dios. Ama al dinero como un antiguo
patricio romano, y la multitud se acerca para llenarle los bolsillos de oro, a cambio del
cual les entrega boletos de entrada al cielo. Allí millares se postran en veneración ante
una estatua, más allá ante una serpiente, allí ante un buey. Aquellos adoran al sol, estos a
la luna, otros al agua.
Miren con más atención a esta gente, pues de ellos trata este libro. Encontrarán
entre ellos dementes de todas las graduaciones, desde el loco rabioso, hasta el pobre
idiota, que reza temeroso y trémulo su rosario, recelando constantemente que el diablo
venga a llevarlo. Qué variadas no son las manifestaciones de la demencia, a veces
horripilantes, a veces ridículas, a veces causando aversión y odio, a menudo lástima.
Esta locura religiosa ya se merece una atención más profunda, pues se halla esparcida
por toda la tierra, habiendo cargado mucha miseria sobre la humanidad.
¿Acaso es enfermedad incurable? ¡Por supuesto que no! Pero los médicos que
podrían curar, no son honestos, pues explotan las pestes de la raza humana en su propio
provecho, temiendo perder su poder, caso se libre al mundo de este mal. Otros tienen
fines honestos, pero los poderosos los mantienen atados, no sólo de manos, sino que les
sellan la boca.
Hace aproximadamente dos mil años, nació un salvador para la redención de la
humanidad. Era un gran médico, quien aplicaba sus remedios, sanaba de la locura
religiosa, que ya reinaba furiosa desde los principios de la historia humana. Pero fue
víctima de su amor a la raza humana, siendo clavado a la cruz. Sus discípulos
redactaron las enseñanzas del maestro, en cuanto fuesen capaces de entenderlas, pero lo
hicieron en el lenguaje exagerado y figurado del medio oriente, y justamente esto dejó
al occidente aún más estupidificada de lo que ya lo estaba antes. Aquí se era incapaz de
entender el espíritu del lenguaje, la gente se atuvo al sentido textual, dándole vueltas e
interpretaciones, y en todo el método de cura se mezcló desorden absoluto. La buena
intención del gran medico, de librar a la humanidad de las ataduras de la demencia, se
echó a perder, la antigua penumbra se hizo cada vez más oscura, y luego de dos mil
años la demencia humana es peor que nunca.
Pero dejemos el lenguaje figurado para cederla a quienes saben chismear de
montón del romantismo. No pondré traba a la boca, sino que dejaré mi opinión de forma
alemana, directa.
¡Es de mi honesta opinión que el cristianismo acarreó miseria inmensurable para
el mundo! Lo poco bueno que trajo ciertamente se habría producido de forma más
sublime por otros medios, y está en total desproporción con el mal, que fue su causa…
Roma y Grecia se extendieron, crecieron sin cristianismo, y, ¿cuál Estado
cristiano podrá presentar tan bellos ejemplos de ciudadanía y verdadero heroísmo? ¡Qué
no se podría haber hecho del espectacular y prendado pueblo alemán, caso se hubiese
desarrollado de forma similar como el griego, o aún, cuando las enseñanzas de Cristo se
les hubiese trasmitido en su versión original! ¡Sin embargo, que tiene en común la
Iglesia con Cristo! Éste predicaba libertad – La otra predicaba esclavitud. ¿Qué ganaron
los alemanes con el cristianismo estropeado por los curas? – Ellos, que estaban libres, se
trasformaron en esclavos por obra del mismo, y continúan a serlo hasta nuestros días.
En sustitución de sus ídolos de piedra y madera, que no les causaban daños, fueron
obsequiados con curas vivientes.
Los defensores del cristianismo ensalzan que civilizaron a los bárbaros. Admitiré
que esto ocurrió algún momento, ¡pero qué pronto el papismo estrujó las débiles
florcitas de la nueva cultura, sumergiendo a toda Europa en una barbarie, mucho más
tenebrosa que jamás ha habido en tiempos anteriores! Los prusianos tan tontos no
fueron, cuando le garrotearon a muerte al “santo” Adalberto, haciéndose mucho más
merecedores del monumento, que ahora le levantarán a éste.
El Papa Alejandro VI. Dijo: “Toda religión es buena; pero la más torpe es la
mejor”. Pronunció lo que todos los Papas pensaron antes y después. “Roma sólo puede
imperar, mientras el mundo sea mediocre” estaba escrito como fundamento principal en
sus almas, y a este efecto mandaban apóstolos, de la mano de los cuales la humanidad
debía entorpecer…
Pueblos y príncipes se postraban ante el Papa. El imperio mundial que crearon, y
su permanencia hasta nuestros días, es el mayor milagro conocido por la historia. El
Imperio del gran Alejandro cayó; el de los antiguos romanos y el de Napoleón se
destrozaron, pues estaban asentados en la fuerza de las armas. Pero el imperio de la
nueva Roma ya se mantiene a casi mil quinientos años, pues descansa sobre el más
sólido fundamento: La estupidez humana.
Uno se avergüenza por la condición de Ser humano, cuando rememorizamos por
qué medios el Papa consiguió forjar los grilletes que colocó a las almas humanas. La
estafa descarada, el degradante provecho propio traspiraba tan abiertamente, que resulta
incomprensible, de cómo aún la estafa más torpe pasaba inadvertida cuando los curas
siquiera intentaban encubrir sus peripecias. Con desvergonzada insolencia la cristiandad
idiota-creyente fue saqueada, pues, ¡Dinero! ¡Dinero! fue la consigna de Roma.
Rebaños de monjes y religiosas rechonchudas engordaban a costa del escaso dinero de
los pobres, quienes tanto más se prestaron a llenar a los cofres de los curas, cuanto más
sufrimientos pasaban en la tierra, y pretendiendo asegurarse por lo menos un rincón
agradable para después de la muerte.
El clero tomó sonriente el buen dinero, que le pagaba la credulidad humana,
pasandole pagarés, letras para el más allá, conservando hasta hoy su crédito, visto que
los muertos generalmente son mudos. Los crímenes más horrendos, aquellos que la
boca se niega pronunciar, podían ser expiados con dinero, ¡pero quien ponía en duda la
fe, expiaba por el fuego!
El éxito inesperado, y la increíble credulidad del rebaño cristiano les dejaron
excesivamente confiados a los Papas y curas. Su codicia y sus excesos ultrapasaron
todas las fronteras. Algunos pocos preveían que el arco distendido en exceso se
rompería, pero sus avisos eran inútiles. Cardinal Juan, un inglés, dijo a Inocencio IV:
“El burro de Bileán se dejó maltratar por mucho tiempo, pero finalmente empezó a
hablar.” Había profetizado con acierto. El burro habló, pero habiendo hablado, calló
nuevamente, continuando a ser lo que ya era: un burro.
De todos lados se levantaron voces contra el aberrante proceder de los curas; a
aquéllas se las quemó en el fuego, y príncipes de poca monta se prestaron fielmente a
eliminar a los herejes. Pero cada gota de sangre derramada le hizo nacer un nuevo
enemigo a los papistas, y ahora empezó la lucha de Roma con la inteligencia, la razón, a
la cual hace mucho pretendía ahogada.
Como un gigante el grosero alemán Lutero despedazó las tretas italianas; “Sin
embargo”, dice su contemporáneo Gaspar de Schwenkfeld, “Lutero nos quitó de Egipto,
nos hizo pasar el mar rojo, pero nos dejó sentado en el desierto, sin llevarnos a la tierra
prometida.” Y hoy, pasados trescientos años, todavía no nos apareció ningún Josué.
¡Quien pretenderá desconocer los merecimientos de Lutero! La reforma que ha
iniciado tuvo inmensa influencia en la moralidad del mundo. Los números hablan de
por sí. Wilberforce demuestra, que, apenas pasados treinta años desde la reforma, ¡las
ejecuciones en Inglaterra se redujeron de 2.000 a 200 por año! Lutero ciertamente hizo
bastante, le abrió un camino a sus seguidores. (Pero…)
También Lutero la luz se encendió paulatinamente; había sido monje, había
subido y bajado las escaleras de la catedral de San Pedro a rodillas. Hasta el fin de su
vida su espíritu no logró libertarse completamente del hábito monástico.
Dejó a sus discípulos la misión de construir sobre los fundamentos puestos, pero
les pasó como a los cristianos de los primeros siglos: se encontraban pegados a las
palabras de su maestro, permaneciendo luteranos. El mismo Lutero se lamentaba: “Este
rígido aferramiento a la palabra ya nos ha dañado inmensamente.”
La victoria obtenida por la razón en la reforma ciertamente no es completa,
como lo pretenden los celosos luteranos. La mejor prueba de ello nos ofrece la
confesión de la fe luterana, pronunciada en cada confirmación. Los disparates más
grotescos desaparecieron de ella, pero quedó lo suficiente de aquello que la razón no
puede aceptar, para no pronunciarlo de una manera más grosera. Lutero dijo: “A la
razón la hay que meter debajo del tapete” ¡Pues, métanse la razón debajo del tapete! ¡Es
la fórmula mágica que engrandeció a Roma! A los curas protestantes les apetece el
mismo poder en su jurisdicción, “pues no hay cura tan insignificante, que no haya en él
un pequeño Papa.” Por esto se baten con todos los medios cuando la razón ataca a sus
principios. Es por esto que el erudito, infeliz Abelardo alega: “Cuanto más elevadas las
cuestiones divinas, cuanto más alejadas de los sentidos, más se tiene que orientar la
búsqueda de nuestra razón por ellas; El hombre es comparado a la imagen de Dios por
la inteligencia que le es inherente: por lo tanto el hombre no la deberá orientar por nada
más que por Aquél, a cuya imagen representa.”
El sabio Séneca dice: “No nos permitamos seguir, como el ganado, a los pastores
que lo guían, y, en vez de ir adonde tenemos que llegar, seguir a quienes siguen, hacia
donde todos se van.” Los eruditos hace mucho ya tienen una sola religión; ¡pues
abandonemos la hipocresía indigna, y vistamos abiertamente la bandera de la razón!
¡Qué católicos, qué protestantes, qué Papa, qué Lutero! La razón que sea nuestro Papa,
sea el reformador del siglo XIX. Seamos todos protestantes, protestantes contra toda
estupidez mística, contra todo sectarismo. Jesús, el sabio de Nazareth, sea nuestro guía,
y luego de él, el más antiguo documento que poseemos: la razón.
El gran Federico dijo: “En mi Estado, cada uno puede ser bienaventurado según
su creencia:” ¿Será que Prusia se arruinó debido a su libertad religiosa? ¿Será que con
su “Postdamer Wachparade” se mostraba menos impresionante que otros imperios
mayores y más poderosos? ¿Porqué los grandes príncipes son tan raros, y por qué
aparecen tan raramente en los momentos oportunos? Todos los príncipes buscan
reconocimiento, poder y honores; deberían dedicarse más a la Historia, para descubrir
que aquellos príncipes que se opusieron al espíritu del pueblo nunca se hicieron
grandes. Si el Rey Carlos V se hubiese puesto frente a la reforma en vez de combatirla,
habría sido el mayor príncipe conocido por la Historia. No era sólo el camino al honor
máximo, sino también al poder máximo; Inició el camino contrario, y a los cuarenta
años de su reinado los resultados le enseñaron, que había combatido en vano, que la
verdad auténtica se puede demorar, pero no oprimir. ¿Por qué el rey sueco Gustavo
Adolfo se hizo tan grande? ¿Por qué su nombre tan grande vive todavía hoy en la boca
de las personas agradecidas, mientras el pueblo ya nada sabe del Rey Carlos V, en cuyo
reino “el sol no se pone”?
Si hoy un rey fuera magnánimo lo suficiente para descartar viejos prejuicios,
suficientemente sabio para reconocer el espíritu de los tiempos, determinado lo
suficiente para ponerse como un segundo Gustavo Adolfo a la punta de un movimiento
– todos los corazones se le acercarían, todos los brazos se armarían por la buena causa,
se haría el mayor y más poderoso Rey, y su trono estaría mejor fundado que cualquier
otro que se funda en el ejercito y en pergaminos carcomidos, pues estaría edificado para
la eternidad en los corazones de millones de personas agradecidas.
Pero las camas matrimoniales de la realeza se parecen al aloe, de la cual, como
se dice, sólo cada cien años emerge una flor, y mientras tanto sólo produce espinas y
hojas amargas. Prusia tuvo a su Federico, Austria a su José – ¡Y nosotros alemanes
tenemos que esperar! Por ahora no veo esperanza por ningún lado.
Políticos que no tienen buenas intenciones para con el pueblo, siempre le
tuvieron a la Religión de esta manera: Fe arriba, inteligencia abajo, así se reina mejor, es
el viejo principio de los déspotas. Los movimientos de los nuevos tiempos les
desagradan, temen que el espíritu de los tiempos se maree con la libertad, buscan ahogar
al fruto o abortarlo antes que se haga tarde.
Pero lastimosamente, para el despotismo la limitación a la libertad de prensa es
el más poderoso puntal, y el nuncio del Papa Adriano VI sabía muy bien lo que hacía,
cuando insistió en la censura en Nurenberg. “Grandes hombres como nuestros Josés y
Federicos no temieron a la libertad de prensa – pero cuanto más mediocre el poderoso,
más odia a la luz.”
Cuando los gobiernos se hallan ofuscados a tal manera, que se oponen a los
deseos razonables del pueblo, pues es cuando cada uno se ve obligado a ayudarse a sí
mismo como pueda, sin herir las leyes. Si hacia el exterior está obligado a cumplir lo
que de él exige la autoridad, en su hogar podrá mantener libre a su familia del veneno,
que un viento maligno trajo en su brisa, pasando los Alpes hasta llegar a Alemania.
La Iglesia Católica Romana sigue siendo la misma de hace mil años, y
justamente esta inmutabilidad es su orgullo. Sigue persiguiendo los mismos objetivos, y
aún cuando asustada por la reforma, hace mucho se ha recuperada – visto que quedamos
dormidos por trescientos años. Los antiguos métodos de estupidificación de la gente, ya
antes testados con tanto suceso, son notorios, expeliendo su “bendición” sobre la tierra.
Pues, en la obra que sigue, me limitaré en relatar conforme a la verdad aquellos
acontecimientos de la Historia, en los cuales la intolerancia del fanatismo se muestra en
su luz más ofuscadora. Pero como para el entendimiento del cuadro histórico es
necesario tener algún conocimiento sobre la formación de la Iglesia Cristiana durante
los siglos, y como a los pocos se introdujo reformas, me veo obligado a preparar de ello
un esbozo, a manera de introducción, visto que no puedo presumir tal conocimiento en
mis lectores. No se espere un relato completo, ordenado y seco, que sólo serviría para
aburrir al lector, al contrario, temo acercarme demasiado al ridículo, aún que pretenda
limitarme a relatar, lo que Santos, Papas y otros Padres no se avergonzaron a hacer y
decir. Si los hechos y los dichos son ridículos y no siempre decentes: pues, culpa mía no
es.

La primera edición de esta obra se publicó en 1845. La versión que sirvió de


base para la traducción corresponde a la edición revisada Nº 43 de la edición original
(Edición de Rudolstädter, 1927) aparecida en el año 1996 en la Editora Hubert
Freistühler. Ésta variante fue censurada parcialmente conforme al Art. 166 del Código
Penal Alemán, conforme a una sentencia de fecha 28 de marzo de 1927, de la Cámara
Penal superior del Tribunal Estatal Nº 2 de Berlín.
En el prefacio de la Edición de Freistühler se lee:
De la (edición de Rudolstädter) se ha eliminado aquellas líneas, que por ésta
sentencia fueron consideradas como contrarias al Art. 166 del Código Penal, y que sólo
se refiere a pocas líneas del texto. También de los prefacios y de la introducción del
autor se ha desechado algunas partes.
Mediante la ayuda de Jürgen Kurz el autor de la versión publicada en Internet
pudo reconstruir algunas partes en los prefacios y en la introducción.
Comentarios con relación al primer capítulo: Corvin tuvo que presumir, que los
acontecimientos descritos en la Bíblia habrían ocurrido efectivamente. Y por lo tanto
trata de explicarlos. Pero hoy día ya se sabe que tanto el antiguo como el nuevo
testamento son una colección de falsificaciones y adulteraciones obscuras. El supuesto
infanticidio de Herodes, por ejemplo, es una mentira descarada.
También la afirmación de que grandes partes del mundo hayan sufrido
bajo el “yugo romano”, es falsa. En realidad muchos de los países conquistados por
Roma quitaron provecho de la cultura romana. Esto también vale para Israel, donde eran
ante todo fundamentalistas violentos, que se opusieron a la creciente secularización
mediante la ocupación romana.
Con relación a la persona de Jesús sólo se obtuvo algunas informaciones más
concretas con la descubierta en la mitad del siglo 20 de los escritos de Qumran, vea para
ello Michael Baigent, Richard Leight: “Verschlussache Jesus”.
En lo concerniente al artículo 166 del Código Penal, éste aún subsiste hoy día, y
se llama “Insulto de confesiones, sociedades religiosas y asociaciones de ideologías del
mundo.
(De Erik Möller, del 19 de diciembre de 2004, quien ha publicado la versión de
Internet).

¡Pío Nono!
Para el caso, Santísimo Padre, que éste librito encuentre su agrado y caso me lo
quiera hacer saber públicamente, pugnaré a fin de presentarle otros regalos semejantes.”
Ulrich von Hutten

Del prefacio para la Segunda Edición

Ahora ya han trascurrido más de veinte años, desde que apareció la primera
edición de éste libro en Leipzig. Aquella vez todo empezaba a moverse. El espíritu de la
humanidad, que finalmente se sintió emancipado, se rebeló contra las formalidades que
le fueron impuesto por el despotismo de siglos pasados, y los gobernantes hicieron uso
frecuente de los medios experimentados, para volver a esclavizarlo. La censura actuó
con rigor santurrón; periódicos eran sofocados en contra del derecho y los escritores
eran condenados y encancerados, pues por medio de ellos hablaba el espíritu de los
tiempos al pueblo, el cuál no debía saber que se había emancipado de la adolescencia.
La Iglesia no quedó atrás. Los viejos dogmas, ya abandonados, y las reliquias
volvieron a aparecer de los trasteros, y con ira compasiva el genio del siglo diecinueve
vio a al devoto rebaño peregrinar de a centenas de millares a Trier, fin de adorar a un
manto de Cristo, expuesto en éste lugar por el obispo de la localidad.
La viaje del manto a Trier incluso exasperó al mundo católico. En las patrióticas
páginas sajones, inspiradas en Robert Blum apareció la afamada epístola declinatoria de
Johannes Ronge. Se produjo un gran movimiento, del cuál se esperaba mucho, y que
también habría tenido consecuencias formidables, si el dirigente del mismo hubiera sido
más competente para la el trabajo. Tenían buena voluntad, pero demasiado poco talento.
Compartí la esperanza de muchos, y resolví, dar mi contribución a su
realización. Mis estudios de fuentes históricas me dejaron más a la par sobre aquellas
cosas, que los sacerdotes trasmitían al pueblo previo desmentido, o mutilación
cuidadosa o arreglado clerical, cuya educación era celosamente controlada por aquellos.
Yo tenía a mi disposición los escritos de los “Padres de la Iglesia” y de los más
renombrados escritores clericales, y cuánto más yo investigaba, tanto más se me
quedaba clara la infamia del horrendo crimen, que la Iglesia Romana había cometido
contra la humanidad, con la cuál fue cometido, y con la cuál sigue siendo cometido.
Siempre más me convencía, que la esclavitud, bajo la cuál suspira la raza humana,
radicaba en la Iglesia, y que todos nuestros esfuerzos para la obtención de la libertad
serían inútiles, si antes no nos librásemos de las ataduras, que la Iglesia ha puesto al
espíritu de las personas. Este entendimiento correspondía a la decisión de escribir un
libro, que fuera capaz de quitarle la venda de los ojos al pueblo engañado y seducido
por los sacerdotes, y de darles la posibilidad de dar una ojeada en el taller, en el cuál
fueron forjados sus grilletes.
El fanatismo que surgía de la fe religiosa, se mostró por todas las partes al como
el peor enemigo de la libertad, y para combatirlo y destruirlo, me parecía necesario, no
sólo hacerle notar al pueblo las consecuencias horrendas del fanatismo mediante
ejemplos históricos, sino también demostrarlas directamente de las mismas tristes
fuentes de la fe, cuya consecuencia es. Como ahora ésta fe basa en supuestos hechos, en
cuya verdad el Pueblo no pone en duda, aunque contrarían la experiencia y la razón,
sólo porque fueron relatados por sacerdotes, en cuya inteligencia superior, amor a la
verdad, desinterés y carácter moral el pueblo cree: así yo creí de igual importancia para
el combate a ésta creencia en la autoridad, aclarar históricamente la naturaleza de éstas
autoridades, esto es, de los Papas y Sacerdotes, y demostrar, que en este sentido, el
pueblo devoto fue puesto ante presupuestos absolutamente falsos.
A fin de alcanzar estos distintos objetivos, resolví exponer en una introducción,
de cómo se desarrolló el poder de los Papas y sacerdotes en el transcurso del tiempo,
qué medios utilizaban para ello, y qué efectos estos medios tuvieron sobre la sociedad
en general e incluso sobre los propios sacerdotes.
La introducción ofreció grandes dificultades, pues, un material acopiado durante
siglos debió ser reducido al espacio reducido de un tomo mediano. Además las
circunstancias exigían extremo cuidado y esmero en la selección de éste material. La
censura aún existía, y, aparte a estas limitaciones sólo podía hacer uso y exponer tales
hechos, cuya verdad no sólo me parecía incontestable, y que tampoco podía ser atacada
por los propios sacerdotes romanos.
El censor de aquellos tiempos en Leipzig era un Profesor Hardenstein. Varias
veces me devolvió mi manuscrito, tachado en varias partes con trazos anchos, pero, la
mayoría de las veces tenía que liberar nuevamente las partes indeseables, cuando yo le
demostraba, que fueron extraídas del libro aprobado por la Iglesia Romana, de algún
Santo, o de alguna otra autoridad eclesiástica.
De esta manera, por lo tanto, la introducción a mi obra se vio de alguna manera
confirmada por el gobierno sajón, en cuya cúspide se encontraba un rey católico-
romano. Así el libro tampoco fue confiscado en ninguna parte, sino en Austria, y
ninguna de los hechos citados en el mismo fueron contestados, y mucho menos
desmentidos por el clero romano, pese a que, comprensiblemente, hayan condenado éste
libro.
De parte de la crítica mi libro fue recibido de manera extremamente favorable,
dedicándose a mi aplicación y esfuerzo pleno reconocimiento.
Algunos amigos bien- intencionados llegaron a comentarme, que el libro hubiera
producido un efecto aún mejor, si yo hubiera callado los hechos más escandalosos,
utilizando más moderación en el enjuiciamiento de los hechos citados.
Contra éste parecer me tengo que manifestar vigorosamente. Caso yo actuase,
como lo reclaman los bienintencionados, estaría actuando como los jesuitas. Una línea
que no es recta, es torcida, y la verdad desfigurada es mentira.
Ciertamente es posible, que a algunos católicos los hechos referidos aparezcan
tan increíbles, que los consideren invención maldosa, en lo cuál ciertamente se verán
apoyados por su clero, pero, ¿acaso es por éste motivo que yo tendría que deshacerme
justamente de mis armas más eficientes? Quien me acusa de falsedad, que lo haga
públicamente; le he de probar, que, aquello que llama de mentira, fue extraído
textualmente de los escritos de santos venerados, obispos o prelados.
Y en cuanto a mis juicios dice respecto, estos ciertamente a menudo fueron
expresados en palabras amargas y ásperas, pero, pregunto, ¿qué derechos puede
reclamar la Iglesia Romana a un tratamiento delicado? Decir la verdad de hecho no es
tan bruto, como quemarle a alguien, ¡por el sólo hecho de que le es imposible creer en
una mentira notoria! ¡No! lo que considero malo, también llamaré de malo.
La Iglesia Romana no es en absoluto amiga de la humanidad, y por lo tanto, el
desvelar y execrar de sus debilidades y achaques no me podrá ocasionar deshonra. Al
contrario, sería necedad y debilidad, no utilizar los puntos flacos que ofrece el enemigo
mortal de la libertad, en una disputa honesta: Lo espeto con toda la fuerza, y si puedo,
directamente en el corazón.
El libro no es destinado al el erudito, tampoco al salón, fue escrito para el
pueblo, y a fin de que el mismo lo lea, fue escrito como fue escrito. Si los hechos y las
palabras que contiene ni siempre son decentes, entonces que se acuse a aquellos santos,
Papas o sacerdotes, que cometían tales actos inmorales, o utilizaban tales palabras
indecentes.
El segundo volumen, “Los Azotadores” se siguió prontamente al primero; pero
antes de que pudo publicarse el tercero, se desató la tormenta de 1848, que me encontró
en Paris, donde fui testigo de la revolución de febrero. Ahora el tiempo de escribir había
pasado definitivamente, y con miles de personas que comparten mis ideas, tomé la
espada. Peleé en las primeras líneas hasta el final. El poder real ya había vencido en
todas las partes en Alemania, cuando entregamos el fuerte de Rastatt, cuya defensa yo
había presidido como jefe del Estado Mayor.
Fui condenado a muerte, pero no de manera unánime. La voz disidente, la
aplicación de una ley sancionada al respecto de los hechos, y la coincidencia de otras
circunstancias favorables me salvaron de la muerte; pero me encontré enterrado vivo
durante seis años en una celda solitaria de una cárcel en Pensilvania.
A quien la soledad en una tal cárcel no desfallece síquicamente, lo purifica y
robustece. Varios de mis compañeros de sufrimiento murieron, otros volvieron
desvalidos, destruidos en cuerpo y alma a éste mundo. Era en el otoño de 1855, cuando
dejé mi tumba. Ni mi espíritu, ni mi salud habían sufrido consecuencias, al contrario, lo
que destruyó a otros, me había fortalecido.
¡A quién le importan hoy día las personas, que plantaron árboles, que nos rinden
sombra y beneficios!
Yo estaba satisfecho con lo que veía en Alemania. La sangre de los mártires de
1848 y 1849, y las lágrimas de sus mujeres e hijos no se derramaron en vano. Pues los
cambios en la sociedad humana se producen de manera similar que en la naturaleza –
gradualmente, y despacio, y sería irracional de parte de aquellos, que en lo demás
niegan los milagros, reclamarlos aquí.
Pero, a las consecuencias políticas de los años 48 y 49, nada pretendo referir
aquí; nada tengo que ver con ellos, sólo quiero considerar el progreso espiritual.
De nuestro encargo es aprovechar las ventajas ganadas por la sangre, y el camino
más indicado para ello es, divulgar el conocimiento en el pueblo, y principalmente tratar
de quitar de las manos de los curas con o sin tonsura la educación de la juventud.

1868, mes de octubre. Corvin.


Del prefacio para la tercera Edición
Yo estaba plenamente convencido de que mi Espejo de Cura fuese un libro
adecuado a nuestros tiempos; pero aún así me sorprendió agradablemente, que ya pocas
semanas después se hizo necesaria una tercera edición, que, espero, no sea la última.
Una circunstancia favorable aún apoyó la cosa buena defendida en el libro, por
el hecho de que justamente en la época de su lanzamiento aquél trajo a la luz del día,
que apoyan las afirmaciones hechas en el mismo, que han ocurrido en tiempos
anteriores dentro de la Iglesia Romana, principalmente en los monasterios; que las
infamias y los crímenes horrendos en realidad no son cosa de un pasado lejano y
barbárico, sino que son una consecuencia natural del principio inamovible que gobierna
en la Iglesia Romana, y ocurren hoy día de la misma manera como hace mil años,
quizás sólo con una más asustadora y refinada infamia.
Cuando la Iglesia Romana aún gobernaba ilimitadamente sobre imperadores,
reyes y pueblo, los curas apenas creían necesario ocultar sus brutalidades, visto que la
Iglesia raramente tenía la voluntad, y la ley secular el poder, para impedir o castigar las
aberraciones cometidas bajo el manto de la religión. Esto cambió desde la reformación
y de la revolución que ésta provocó. Incluso imperadores y reyes, que aún estaban muy
inclinados de permitir la libre actuación de la Iglesia, - porque la estupidificación y el
despotismo que la misma promueve le es de utilidad – fueron constreñidos por la
opinión pública, que a veces destruye tronos juntamente con sus cabezas, de la mano del
pueblo, a renunciar solemnemente a su poder absoluto, y a esconder sus aspiraciones
despóticas detrás de así llamadas constituciones, de las cuáles podrán burlarse, pero a
las cuáles el pueblo ciertamente hará respetar, al momento en que finalmente se libere
de la esclavitud de la Iglesia, eliminando con ello definitivamente la esperanza de volver
al viejo esplendor despótico de los príncipes.

Rorschach en Bodensee, Agosto de 1869. Corvin

Del prefacio para la cuarta Edición

La necesidad de una cuarta edición del “Espejo de Curas” en tan corto tiempo es
la mejor y más práctica prueba, que éste libro cumple con el objetivo que yo me
propuse, cuando lo escribí. De distintos países rigurosamente católicos del mundo,
como España, Italia, América del Sur, yo recibí cartas de aprobación y aliento, como
asimismo tuve la alegría, de recibir un escrito de mano propia del viejo héroe Garibaldi,
en el cuál se expresa en reconocimiento abierto sobre la tendencia de mi libro.
Para las clases instruidas de la Sociedad, el poder del Papa, en cuanto se refiere a
su fe, es letra muerta en toda parte; pero éste poder aún tiene una importancia práctica
sensible, mientras se mantiene razonablemente intacto el fundamento sobre el cuál fue
construido, o sea, la estupidez del pueblo – o, para expresarlo de manera más amena, “la
fe ciega” del pueblo en su justificación. El abierto objetivo de éste libro es, destruir este
fundamento de manera honesta y directa, en tanto demuestra de manera auténtica e
histórica, que ésta fe, que es exigida por la Iglesia Católica como condición, se asienta
en evidentes mentiras y falsificaciones, que fueron ofrecidas al pueblo como verdades y
hechos incontestables por embaucadores concientes e inconscientes, y que curas
egoístas siempre han explotado esta “fe piadosa” del pueblo a su propio provecho y en
perjuicio de la humanidad.
Me parece una obra merecedora, contribuir con todas las fuerzas a la aceleración
de éste hundimiento, en cuanto revelo al pueblo creyente y confiante la verdadera
naturaleza de la Iglesia Romana, como se presenta, desnudada de los cachivaches de la
mentira y falsedad.

Londres, en la primavera de 1870 Corvin

Del prefacio para la quinta Edición

La obra fue recibida, tanto por el público como por la prensa de manera
extremamente favorable, si bien algunos críticos sensitivos tacharon mi vocabulario de
vez en cuando demasiado directo y grosero. Pero tengo para cada uno de mis libros un
estilo especial, dependiendo de cuál creo conveniente para el asunto tratado, y la clase
del público, al cuál el libro se halla destinado. El suceso ha demostrado, que yo, en
cuanto se refiere a “monumentos históricos, etc.”, he dado al punto.

Bad Elgersburgo, en Julio de 1885. Corvin.


Introducción
“Cuanto más sublime las cosas divinas, cuanto más alejadas del mundo
de los sentidos, más se debe iluminar en ellos nuestra búsqueda por
razón; el hombre es comparado con la imagen de Dios debido a su
inteligencia característica, por lo tanto el hombre no se debe guiar por
nada mejor, que por aquél, a cuya imagen representa.”
Abelardo

Cuando una persona débil se ve abatido por los golpes del infortunio, sin
encontrar consuelo ni ayuda en su íntimo, ni en los demás, ni en cualquier otra parte
sobre la tierra, entonces su propensión le impele a dirigir su petición expresada en
sentimientos, pensamientos y palabras, al por todos presentido, aún que no comprendido
Poder, a quien atribuye el principio y la conservación de todo lo existente en el mundo,
indicado genéricamente por el vocablo “Dios”.
Sólo puede haber un motivo de la existencia del mundo, uno sólo Dios, pero el
Ser – la índole y el tipo de esta fuerza creadora y conservadora es el gran secreto nunca
revelado, y que tampoco nunca vendrá a ser revelado.
Cada persona capaz de algún pensamiento, se hace su propia imagen interior de
este Ser, acorde al desarrollo de la inteligencia que le es dada por nacimiento. Ésta
representación es su Dios, y de esta forma cada persona es la creadora de su propio
Dios.
La inteligencia se desarrolla en forma distinta, conforme a influencias variadas.
Como apenas habrá dos personas de constitución física absolutamente igual, tampoco
habrá dos con desarrollo intelectual igual. De ello sigue, a rigor, que hay tantos dioses
como hay personas: o sea, representaciones de Dios.
La distinta percepción de las personas con relación a la naturaleza del sol, no
cambia al sol, y Dios sigue el mismo, por extraña que sea la imaginación que de Él se
haga el hombre. El africano, que se postra ante un fetiche por él esculpido,
personificación de su representación divina, así como el indiano, el adorador del fuego,
el mahometano, judío o cristiano: todos ruegan a un mismo Dios, asimismo los así
llamados materialistas y ateístas, que no levantan plegarias, sino que sólo tienen una
percepción distinta a la de la generalidad. Los negadores de Dios, en efecto no niegan la
existencia de Dios, lo que sería estupidez, sino que sólo se oponen a la figuración de un
Dios personal.
Todas las representaciones de Dios fueron tomadas de una misma fuente
original, pero por las influencias de distintas condiciones se desarrollaron a tan distintas
y extrañas formas, que aún al más versado investigador le queda difícil demostrar el
origen común. Y como la representación de Dios es el fundamento de toda religión, se
explica por un lado la existencia de tantas religiones distintas, y por el otro la
circunstancia de que pueblos en condiciones similares profesen religión idéntica.
La demostración del origen común de las distintas religiones demandaría una
obra propia, y por ser suficiente para el presente propósito, me limito a hacer un
bosquejo de la evolución general de todas las religiones.
Cuando la Tierra en su evolución había alcanzado el punto apropiado, surgió el
ser humano. Éste sintió las influencias agradables y desagradables de los fenómenos
naturales por primera vez, y como estaba provisto de inteligencia, en seguida empezó a
investigar, haciendo reflexiones sobre su origen.
Las influencias más inmediatas sobre los seres humanos estaban en clima, y la
lluvia, viento, tormenta, calor y frío eran fenómenos tanto más propensos para causar su
curiosidad, cuanto les eran desconocida su origen.
Los cambios que se dibujaban en el cielo por la lluvia y la tormenta, si, lo podían
ver, y como la lluvia y el rayo procedía de las nubes, les resultaba evidente presumir al
causante “en el cielo”, o sea, en las nubes.
El sol, del cual dependían día y noche, calor y frió con sus consecuencias,
ciertamente habrá sido otro objeto principal de sus deslumbradas observaciones.
También el cambio de las estaciones, con sus conveniencias e inconveniencias
debería constituir cuestión sobre sus orígenes.
Como la observación, madre de toda ciencia, todavía se encontraba en su niñez,
la fantasía, el juego descontrolado de la razón, sólo se movía dentro del limitadísimo
círculo de lo visible, agregando conclusiones sobre lo encubierto. Como seres obrantes
sólo se conocía a los animales y al ser humano, así las criaturas de la fantasía, a las
cuáles se pensaba causadores de los fenómenos naturales, sólo podían ser seres con
formas humanoides o animalescas.
En algunas personas la fantasía es más activa que en otras, y aquéllos
comunicaban lo que pensaban del obrar y de las relaciones de aquellos seres entre sí,
inventando supuestas expresiones y actividades. Así surgieron leyendas y cuentos, que
eran ampliados siempre más por personas, especialmente proveídas de vívida fantasía, y
entretejidos en alguna relación más o menos razonable, poblándolos con personajes.
Tales fábulas, creados en la cuna de la raza humana, se trasmitían como si
efectivamente habrían acontecido, de generación en generación, y sus rastros se
encuentran aún millares de años después, y aún en los pueblos más desarrollados,
ejerciendo su influencia hasta nuestros días. Esto será comprensible a cualquiera, que se
permite prestar cuentas de sus sentimientos e impresiones. Aún el más esclarecido e
instruido hombre encontrará aún al fin de su vida resquicios de las impresiones
recibidas en la niñez; nadie logrará separarse absolutamente de tales leyendas de niñera.
Como los primeros seres humanos se imaginaban a los causadores de tales
fenómenos naturales como siendo habitantes de las nubes u otros lugares inalcanzables
(Dioses), sólo como animales poderosos o personas, también les adjudicaban
sentimientos similares, como rabia, odio, venganza, bienquerer, bondad, etc. Y como es
posible apaciguar la rabia humana, desviando sus consecuencias, fácil quedaba
pretender los mismos artificios con los dioses, naciendo así las ofrendas.
Estas ofrendas se constituían en objetos, que eran agradables al ser humano, y
cómo los dioses habitaban los cielos, y no se bajaban para llevar estas ofrendas, estas
debían ser enviadas al cielo, lo que no podía ocurrir, sino por su quema, para que por lo
menos el olor y el humo puedan alcanzar al cielo.
La fantasía así ocupada rápidamente formuló alguna teoría sobre el efecto de
estas ofrendas, y como nunca se abandonaba la posición del ser humano, se llegó a la
conclusión de que aquello especialmente agradable al ser humano, lo raro y por lo tanto
difícil de obtener, debería también ser la ofrenda más agradable a los dioses.
Pero como el rencor de los dioses era difícil de aplacar, o sea como los
fenómenos naturales desagradables generalmente se extendían en el tiempo, y se
necesitaba de muchas ofrendas, hasta perder sus efectos, y las ofrendas raras y
especialmente agradables a los dioses eran de difícil obtención, faltando a menudo al
individuo, se unieron varios al efecto de acumular lo necesario a los dioses, visto que
todos compartían el deseo de conciliarlos. Así se crearon las sociedades de ofrendas,
que talvez podrán ser llamados de los inicios de la religión.
Las provisiones reunidas debían ser guardadas y conservadas para finalmente ser
ofrecidas a los dioses, siendo que a seguir se encargó a personas especiales con este
oficio. Así aparecieron los sacerdotes.
Como los sacerdotes eran las personas que ofrecían las ofrendas a los dioses
(siempre comparados a seres humanos idealizados), se presumía que e encontraban en
contacto inmediato con los mismos. Apremiaba la presunción de que los dioses les
serían especialmente favorables como verdaderos donantes, trasmitiéndoles en primer
lugar sus deseos. De esto se sigue que se les adjudicaba una determinada influencia
sobre las decisiones divinas, buscándose a su vez sus favores, a fin de que utilicen su
influencia a favor de éstos que se sabían granjearse su protección.
Pero el vicio por el poder es inherente a toda persona, y es comprensible que a
los sacerdotes era agradable tal influencia, y por lo tanto trataron de conservar y
extenderla. Por cierto sabían que las presunciones sobre sus relaciones con los dioses
eran equivocadas, pero era de su interés propio, conservar y aumentar tal equivocación.
En la niñez de la humanidad ciertamente los propios sacerdotes creían en tales
dioses, teniendo igual concepción de los mismos que las demás personas, creyendo
acertada y coherente la presunción de una relación inmediata con los mismos, y sueños
y visiones, sobre cuya naturaleza y origen las certidumbres eran pocas, habrán reforzado
la idea de una convivencia con los dioses en ellos, no sólo como una posibilidad, sino
como una realidad.
Así, en consecuencia de tales engaños involuntarios y voluntarios sobre las
relaciones entre dioses, sacerdotes y otras personas, se formó un sistema, basado en la
credulidad que el pueblo ofrecía a las afirmaciones de los sacerdotes. Estos,
familiarizados con los dioses, sabían lo que les debería ser agradable o desagradable,
lograban descifrar su lenguaje, que luego trasmitían a los hijos de la tierra. Los
sacerdotes determinaban la forma de cómo se debía presentar las ofrendas, y que en
todo ello no olvidaban a si mismo, se subentiende. Así creció el respeto a los sacerdotes
de una generación a otra, siempre en aumento, y se constituían en los verdaderos
gobernantes del pueblo.
Aparte de los dioses que vivían en el cielo, o sea, en las nubes, también había
fuerzas sobre la tierra, más o menos temibles a la humanidad; primero animales feroces,
y luego personas que utilizaban su fuerza superior en desmedro de los demás. Contra
ellos era necesario protegerse, y resulta comprensible, que aquellos, que por su fuerza
superior, su coraje y destreza mayor resaltaban en la caza y en la guerra, obtenían
influencia y poder sobre sus conciudadanos. Se hacían caciques – príncipes.
Inteligencia y fuerza corporal raramente se reúnen en medida similar en una
misma persona, y cuando, con el pasar del tiempo las relaciones de la sociedad se
hicieron más complejas, también se hizo más complejo el oficio de gobernar, y
príncipes y sacerdotes encontraron apropiado respaldarse mutuamente, donde, acorde a
las circunstancias una vez prevalecía la fuerza del príncipe, otra vez la del sacerdote.
Así de la religión se hizo el pilar del despotismo, y al revés.
Muchos son más fuerte que uno, y como los intereses del uno ni siempre se
comportan con los intereses de la mayoría, así habría ocurrido con más frecuencia de lo
que fue y es el caso, que la mayoría obliga al uno a gobernar según sus intereses, no
fuera la religión, fundada en el temor contra los dioses ocultos y poderosos, que
proclamaba por intermedio de sus representantes reconocidos, los sacerdotes, que tal
levantamiento contra el poder constituiría crimen contra el poder. Esto lo hacían los
sacerdotes, temerosos a su vez de que una disminución del poder de los déspotas
también pondría en riesgo el poder de ellos, mientras aquellos también lo utilizaban
para combatir al más peligrosos enemigo de la religión por ellos inventada.
Este enemigo es la inteligencia, el razonamiento y el conocimiento que de ello se
sigue, la ciencia.
El poder de los sacerdotes y de todas las religiones se basa en la fantasía, que
creó a los dioses en la cuna de la humanidad. La especulación de los sacerdotes
desarrolló esta su fe tradicional a un sistema complejo, compuesto de engaños y
invenciones desde sus orígenes.
Cuanto más se desarrolla la razón en las personas, y cuanto más empezaron a
observar y a pensar, esto es, a quitar conclusiones de sus experiencias, más se
percataban que las cosas dadas como verdades positivas por los sacerdotes, eran
justamente lo contrario, lo que a su vez naturalmente generó desconfianza contra otras
afirmaciones, bases del poder sacerdotal. Cada paso dado por la ciencia, golpeaba a
alguna mentira sacerdotal.
Por lo tanto era cuestión de vida para el buen nombre de los sacerdotes, o de
aquello con que solían identificarse, la religión, frenar con todas las fuerzas el desarrollo
de la razón, e impedir la expansión de los resultados indestructibles de la ciencia, lo que
a principio podía ser obtenido mediante el poder despótico.
Pero como a menudo hubo conflictos entre la voluntad de dominio de los
sacerdotes y de los príncipes, así los primeros buscaron una mejor fundamentación para
su poder, que la ofrecida por el interese común con los déspotas, común sólo hasta
determinados límites. El procedimiento de los sacerdotes, para obtención de tal objetivo
egoísta, era tan práctico como destructivo para el desarrollo intelectual de la humanidad;
el intelecto humano debía ser mantenido tan alejado, y prensado desde su niñez en un
molde, que le obligase a desarrollarse de la manera deseada. A este objetivo se
adueñaron de la educación de la juventud.
Pero no era suficiente a su prevención. Esta relación de profesor – alumno
debería ser mantenido de por vida, y el poder de los sacerdotes sobre el alma de las
personas debería ser extendido de tal manera, que a estas no le pueda ocurrir ninguna
idea, desde la cuna hasta la muerte, de la cual los sacerdotes no tomasen conocimiento.
El medio para obtener tal resultado en forma perfecta fue la de crear en las
personas el temor de peligros extremos (originados únicamente en el cerebro de los
sacerdotes), y contra los cuales sólo los sacerdotes conocían los remedios.
No pretendemos que los sacerdotes eran estafadores concientes. El sistema bien
elaborado y consecuentemente implementado no dejó de tener sus efectos sobre los
propios sacerdotes, salidos del pueblo y educados de una manera que se mostró tan
adecuada como necesaria. Gran parte de los sacerdotes creía fielmente en sus propias
enseñanzas, y quienes no creían, rápidamente comprendían las ventajas que les
proporcionaba, mantener tales creencias en el pueblo.
La fe era el puntal central de la edificación religiosa de los sacerdotes, y como
una destrucción de la fe echaría asimismo al edificio, era preocupación principal de
todos los sacerdotes, colocar a la fe como lo más sagrado y intachable, y calificar como
siendo el crimen más odioso la sola duda puesta por la razón, “pecado” castigado
horrendamente por los dioses.
Esta idea, impuesta desde milenios por los sacerdotes de todas las religiones,
trasmitida de generación en generación, se impuso entre el pueblo con tal poder, que
aún hoy, - cuando la razón y la ciencia persisten pese a la insulsez de todas las religiones
fundadas en la fe – ni siquiera los incrédulos pueden permitirse a decir: ‘no creo en
Dios’, sin crear tumulto entre millones, aún que con estas palabras apenas nada se dice
sino: La percepción, que yo, criatura del siglo diecinueve, tengo de la causa de la
existencia del mundo, de Dios, es completamente otra que aquella, que tuvo la mayoría
de las personas hace millares de años, y que sigue siendo base de la religión reinante
hoy día.
Como la fe se manifestó como siendo el enemigo principal del desarrollo de la
humanidad, y sigue siéndolo, y es objeto de este libro, contribuir a la eliminación de
este entorpecedor tan poderoso, se hará necesario examinar la naturaleza de la misma.
Lo que conozco de experiencia, no lo necesito creer, pues lo sé; Sólo necesito
creer o no creer, lo que de la experiencia deduzco, o lo que me contaron otros como
siendo de su experiencia, o como deducciones de ella.
Hay dos tipos de creencia: la razonable y la irrazonable, y su explicación ya se
encuentra en la palabra adjunta. Lo que mi razón ve como posible, lo puedo creer sin ser
irrazonable, aún cuando el hecho comunicado no sea verdadero; pero si creo en el
acontecimiento de algo que mi razón reconoce como imposible, entonces mi creer es
irracional. La escala tenida por la razón para la posibilidad de una cosa, a principio es
únicamente la experiencia. Ejemplos esclarecerán mejor mi opinión que definiciones.
Me cuente alguien, que vio florecer al castaño en octubre y le creo, mi creencia
es razonable, aún cuando, quien me lo cuenta, esté mintiendo. Yo mismo he visto
florecer a los castaños y a otras plantas en esta estación, aún que generalmente sólo
florecen a principios de año, y lo mismo me contaron otras personas, de las cuales no
tengo motivos para dudar.
Se dice que el sol se encuentra a una distancia de veintiún millones de millas. Lo
creo, y mi creencia no es irrazonable, aún que no haya medido la distancia, por faltarme
para ello los medios, o sea, los conocimientos. Sin embargo tengo conocimientos
suficientes para medir vía cálculo la distancia de puntos, a los cuales puedo llegar por la
proporcionalidad, y no raras veces comprobé con medición la autenticidad de mi
cálculo, cuando eventualmente más tarde se quitó del camino el obstáculo que me
impedía medir la distancia. Conozco por lo tanto, que la ciencia ofrece medios para
calcular distancia entre puntos, a los cuales no se tiene acceso. Así mi creencia se basa
en experiencia, y por lo tanto es razonable.
Alguien me dice que una persona voló desde Liverpool a Nueva York. Si lo creo,
se me puede tildar de cándido, sin embargo mi creencia no es absolutamente irracional,
pues de mi experiencia conozco, que la diferencia de peso del cuerpo y del aire puede
ser suprimido por distintos medios, además, miren los pájaros, que vuelen mediante
dispositivo mecánico: las alas.
Pero si se me dice, que una persona creó un cuerpo por l fuerza de la palabra, o
sea, sin utilizarse de sustancias existentes, creado desde la nada, y le creo, mi creencia
será irracional, pues por mi sola voluntad no puedo crear siquiera un granito de polvo,
ni nunca se ha demostrado, que tal habría sido producido por alguna persona.
Si se cree que un diseño o una estatua de piedra ha hablado o hecho algún
movimiento voluntario, esta creencia es irrazonable, por contradecir a toda experiencia.
Aún así no se puede presumir absolutamente que personas que lo afirman sean
mentirosas, pues la experiencia enseña que existen estados de espíritu, durante los
cuales una persona se imagina profundamente ver o escuchar cosas, a tal punto de
tenerlas por verdaderas, cuando en realidad sólo se trata de ilusiones.
El alcance de nuestra experiencia personal sólo puede ser limitadísimo, aún en la
persona más ilustrada, dada la brevedad de la vida, y nos tendríamos que colocar en la
situación desesperada de los primeros seres humanos, si pretendiésemos tener por
verdadero, o creer aquello que, por experiencia propia o por las deducciones resultantes
resulta imposible. La experiencia de nosotros, observadores vivos, es la más preciosa
herencia de la generación viva.
La razonabilidad de la fe en realidades basadas en la experiencia depende de las
razones que tenemos para aceptar la credibilidad de las personas, que las narraron, como
también del grado de su desarrollo intelectual, su carácter, o si son capaces de
pronunciar una mentira deliberada cuando conviene a sus intereses, además, si es relato
aislado, o si fue observado por otros, si contrarían a las leyes naturales concretas y
conocidas, y de otras razones más. Por lo tanto la credibilidad del hecho relatado
depende en primer lugar de la autoridad de la persona que lo relata, y si es narrado lo
que se ha visto o experimentado personalmente, o creído, o si lo relata por haberlo
escuchado.
En la experiencia se basa la ciencia; los hechos son peldaños de la escalera, que
lleva nuestra razón al reconocimiento de la verdad, y por lo tanto la ciencia es enemiga
mortal de la fe irracional, porque enseña a reconocerla y destruirla como tal.
A la fe irracional generalmente se la denomina superstición, y por el ensayo que
he dado del origen de la religión, puedo llamar sin reparos de superstición a la fe
religiosa. Esto vale, no sólo para la religión de los primeros seres humanos, sino de
todas las religiones aún subsistentes en la tierra, de las cuales se puede demostrar sin
dificultades, que apenas son una versión modificada de la religión originada por la
observación del “cielo”, o sea, en las nubes.
“El milagro es el hijo preferido de la fe.”
Si examinamos las religiones pasadas y subsistentes, encontramos que todas
ellas, sin excepción, se encuentran fundadas en milagros, llamados acertadamente por el
poeta de hijos de la fe (religiosa). Generalmente se denomina “milagro” todo fenómeno,
acción o hecho, cuya causa la ciencia no pueda citar y demostrar; asimismo ampliamos
el sentido de la palabra a fenómenos, cuya causa sí conocemos, pero que nos resultan
especialmente raras, y en este sentido hablamos de milagros de la naturaleza.
Si bien también la religión, o sea los sacerdotes, han utilizado tales milagros
naturales para su beneficio, cuando su causa aún era desconocida al pueblo, el milagro
religioso es de tipo completamente diferente, y se caracteriza, por ser contra la
naturaleza, o sea desconsidera las leyes naturales conocidas.
Para los pueblos de antes el eclipse solar o lunar, o aún un cometa era un
milagro, y lo mismo ocurría con buena cantidad de fenómenos, cuya causa la ciencia, no
sólo conoce claramente, sino que es capaz de prever con exactitud. A muchos pueblos
salvajes una cerilla todavía representa un milagro, y aún nuestras clases sociales
inferiores consideran milagros a muchos acontecimientos, que para los ilustrados son
fenómenos corrientes.
Los sacerdotes, que se dedicaban principalmente a las relaciones con los dioses y
al estudio de su voluntad, que, como visto, para ellos se manifestaba en los fenómenos
naturales, por intermedio de su experiencia deberían obligatoriamente constatar la
existencia de ciertas leyes naturales. Pasando estas observaciones de generación en
generación de sacerdotes, a los pocos, por intermedio de la ciencia, llegaban a
conocimientos de cosas que preferían guardarse par sí, por encontrar tales
conocimientos especialmente útiles para incrementar su respeto ante el pueblo. Una
prueba de ello encontramos en el comportamiento de los sacerdotes egipcios, muy
avanzados en el conocimiento de la naturaleza y propiedades de las cosas existentes,
haciendo invenciones y descubrimientos, que sólo se volvió a descubrir millares de años
después por otros medios, siendo ahora generalmente conocidos. Por ejemplo se
encontró en los túmulos egipcios elementos metálicos, cuyo proceso de fabricación no
se podía explicar, hasta que, en el presente siglo, por intermedio de la reinvención de la
galvanoplastía se descubrió, que fueron fabricados por este método. Pero esta arte ya
incluye otros conocimientos y descubrimientos importantes en el área de las
propiedades de las sustancias naturales.
Que los sacerdotes utilizaban a la ciencia para el objetivo arriba indicada, lo
sabemos con certeza. Realizaban actos, tenidos como milagros por los demás, y muchos
autores antiguos hablan de las artes egipcias y la ciencia egipcia.
Menciono a la ciencia egipcia principalmente, por ser la madre de los milagros
relatados en la Biblia, que a su vez fueron la fuente para los milagros de la Iglesia
Católica Romana, los cuales raramente fueron producidos mediante utilización de las
ciencias, sino inventados por los sacerdotes. Milagros, como los producidos por los
egipcios, presumen conocimientos de difícil obtención, sin embargo los sacerdotes
romanos pensaban, que se podía inventar cosas aún más sorprendentes, que, al objeto de
su finalidad, producían los mismos efectos, por ser admitidos por la fe, por ser relatadas
por personas, en cuya autoridad no se dudaba, y en parte ellos mismos creían
verdaderos.
Milagros reales, o sea cosas que afrontan las leyes naturales, no pueden existir,
lo que ocurre, ocurre de modo natural, nace de causas naturales, y si no podemos
reconocer estas causas, por lo limitado de nuestros conocimientos de las propiedades y
fuerzas de la naturaleza; aún así la presunción es razonable, como se demuestra de lo
que sigue.
Muchos lectores ilustrados se preguntarán del por qué tanto hablo de los
milagros, visto que, para citar un lugar común, se trata de “una posición hace mucho
superada”, pero, aún que sea el caso con relación a los ilustrados, el pueblo en general
todavía no ha superado esta posición, y aún la mayor parte de aquellos, que se
consideran ilustrados, se percatarán de lo que diré a seguir, que creen en milagros.
Los defensores de los milagros, por ejemplo dicen: Dios es todopoderoso, del
nada creó el mundo, y millones lo toman por una verdad indestructible, a punto de
considerar un crimen horrendo cuando alguien dice: “Dios no es todopoderoso. Dios no
creó el mundo del nada, pues tal creencia es irracional.”
Que el universo, constituido de cuerpos separados, relacionados de acuerdo con
leyes propias, y donde, pese a las características propias de cada cuerpo, se reúnen en un
todo grandioso, debe tener un origen, una causa, lo debe admitir cualquier persona
prendada con inteligencia. La causa, o poder que mueve y preserva aquello que es, es
Dios, y lo que digo en lo que sigue, se limita a este concepto y no a alguna suposición
de la origen del universo, tal como aparece en alguna religión existente o pasada.
Tampoco hablo de del concepto que yo tengo de Dios, pues, por más razonable
que sea o aparezca, sólo tiene valor subjetivo, como cualquier otra percepción de Dios;
con mi razonar sólo investigo, a que punto la idea de un todopoderoso, y la creación del
nada se comporta con el concepto de Dios arriba definido. La aspiración de reconocer la
naturaleza Divina ciertamente es el uso más sublime que el ser humano puede hacer de
su inteligencia, que le ha sido dada por este mismo Dios.
Reconocemos las propiedades de una causa sólo de sus efectos, y a principio, así
nos presenta ahora el universo con sus leyes, que lo conservan y mueven. No tenemos
puntos de partida desde los cuales pudiésemos juzgar tales fuerzas, que unen a la
materia en cuerpos orgánicos, sino nuestros propios razonamientos, mediante los cuales
somos capaces, de hacer composiciones, desde material existente, cuyas características
conocemos de experiencia, y de cuyas reacciones se obtiene un determinado resultado,
como ocurre en una máquina, o en un producto químico.
Si comparamos una trampa para pajaritos, hecha con ladrillos por una criatura, y
una máquina a vapor, que mueve un navío, queda evidente que se necesita de un
intelecto mucho más desarrollado, para inventar lo segundo, pero la actividad o la
fuerza, por la cual ambos fueron creados, la causa, es similar.
Sin embargo, si comparamos el organismo más primitivo, que es parte del
grande todo, el universo, por ejemplo una flor o un árbol, con la máquina más perfecta
creada por la razón humana, también el observador más superficial verá, que ambos, en
cuanto se refiere a la perfección, aún se encuentran extremamente diferenciados de la
trampa del niño o la máquina a vapor; aún así la conclusión es razonable, que el
organismo que admiramos, tiene su origen en una actividad parecida a aquella que
montó la trampa y la máquina a vapor.
Pero si observamos el conjunto admirable del universo, hasta donde lo podemos
reconocer, concluimos de su perfección encontrada en todas las partes, que el espíritu, al
cual este organismo agradece su origen, debe ser la máxima potencia de la perfecta
inteligencia.
Varias cosas en el mundo ciertamente le parecen inapropiados e irracionales al
observador, por lo tanto imperfectas; pero la experiencia nos enseña, que una
universidad de instituciones y cosas, que así parecían a las personas, luego fueron
reconocidas como admirables y perfectas, cuando descubierto su finalidad. Este
resultado es frecuente, y las personas han sido sorprendidas en su error con tanta
frecuencia, que es razonable presumir, que el organismo del universo es perfecto, que es
la razón aplicada de la absoluta inteligencia, y que todo lo que existe, es razonable.
Llegamos a la conclusión, que la causa espiritual de la organización del
universo, del cual somos parte nosotros, y por lo tanto semejante a Dios, quien sería
semejante al espíritu humano, y por lo tanto nos encontramos habilitados por la razón, a
seguir concluyendo desde esta premisa.
La inteligencia humana puede unir sustancias existentes para determinados
objetivos, pero es incapaz para crear cualquier cuerpo desde el nada por intermedio de
sus pensamientos o voluntad, aún que sea el menor granito de polvo. Y como nuestro
espíritu es el único punto de partida para la comprensión de la fuerza del espíritu, y que,
de la similitud del espíritu humano con el Divino, sólo podemos concluir a partir de
aquellas capacidades que nosotros poseemos, llegamos a la conclusión lógica, que Dios
no puede haber creado al universo, o sea, a la materia.
Pero como sabemos, que todo lo que ocurre y es, tiene causa, internamente en
este mundo (de lo que ocurre fuera de sus límites no podemos tener ninguna
concepción), entonces preguntamos: ¿cuál es la causa de la materia? Y para resolverlo,
nuevamente debemos hacer uso de nuestra experiencia e inteligencia, que fundamentan
indefectiblemente todo juicio.
Nadie puede crear un cuerpo del nada, tampoco nadie es capaz de destruir la
materia. A la forma en la cual la materia se encuentra temporalmente, la vemos
destruida diariamente, asimismo nosotros lo logramos hacer; sin embargo de la materia
misma de la cual es compuesto cualquier cuerpo, no se pierde ni la menor partícula,
como lo sabe cualquier químico que se ocupa diariamente en reducir cuerpos a sus
diversos componentes.
Nuestro propio cuerpo vuelve “a la tierra” luego de su muerte. O sea, las
sustancias que lo componen se reducen para volver a ser componentes de otros cuerpos.
Si introducimos plata en ácido nítrico, el metal se disuelve, trasformándolo en un
líquido en el cual la plata no puede ser reconocida por el ojo, sin embargo sabemos que
la contiene, y poseemos medios para devolverle su forma metálica. Si quemamos un
cuerpo, destruimos su forma por intermedio del fuego, aquél se descompone en ceniza,
humo y gases, en otros cuerpos, pues aún que el gas sea invisible, es perceptible por
otros sentidos, como por ejemplo el olor, y lo podemos medir y pesar, e incluso formar,
por combinación de gases, otros cuerpos visibles, siendo el agua el ejemplo más
conocido.
Como nuestra experiencia no conoce ningún cuerpo creado del nada y tampoco
conoce de la destrucción absoluta de alguno, llegamos a la conclusión, que la sustancia,
lo corporal, la materia, no ha sido creada, ni puede ser destruida, o sea, es eterna, hacia
el pasado y hacia el futuro.
El concepto de eternidad nos es inconcebible, por disponer para su evaluación
solamente la percepción de tiempo, concepto finito. Si a la eternidad agregamos un
minuto o un millón de años, es inefectivo, pues siempre seguirá siendo eternidad.
Aún más inconcebible, por no contar para ello siquiera de un principio de punto
de referencia, es para nosotros, un espíritu absoluto, o una fuerza espiritual absoluta,
pues todo espíritu y toda manifestación espiritual que conocemos, está en conexión con
un ente corpóreo, y de la misma forma nuestro cuerpo es inconcebible sin influencia
espiritual, pues aún la piedra está sujeta a determinadas leyes.
Llegamos por lo tanto a la conclusión, que la materia y el espíritu que la vivifica
estaban eternamente vinculados, y que un Dios separado del universo es impensable e
imposible.
Como Dios es la máxima potencia de la razón y la materia fundida en un
universo la obra de la misma, así todo lo que es, es razonable, perfecto, inmejorable, no
sujeto a cambio alguno, que no se produzcan según leyes eternas y perfectas. Y como un
milagro, conforme a la explicación arriba es una acción o un acontecimiento contrario a
las leyes naturales, así es igualmente imposible a Dios, pues la Suprema razón no se
puede equivocar.
Por lo tanto Dios no puede hacer milagros, no puede crear materia del nada, y
por lo tanto no es omnipotente, y la figuración o concepción de un Dios milagrero y
todopoderoso se destruye por si mismo. Quienes piensan dar con ello a su veneración
ante el Ser sublime su expresión máxima, se encuentran en equivocación, como
demostrado, por ser esta concepción de Dios excesivamente mezquina.
Ésta, en general no tendría mayor trascendencia para el mundo que cualquier
otra, si no fuera base de una religión, tenida como apoyo principal del despotismo, y
habiendo sido utilizado desde hace siglos para este objetivo.
Los gobiernos aún de los Estados tenidos como “esclarecidos” siempre parten de
la idea que a principio unía sacerdotes y déspotas, que sólo el miedo de la fuerza
invisible, factor principal de la religión de los religiosos, sea capaz, para sostener el
respeto a la ley y al príncipe. Por este motivo la educación de la juventud está siendo
supervisada con todo rigor por el Estado, y entregada al control de los sacerdotes, para
que envenenen desde ya en el alma del niño con la fe, absolutamente necesaria para la
conservación de la religión.
El fundamento de este esmero con la religión, el cuidado del sentido religioso
por parte de los gobiernos es disposición más o menos conciente de los deseos y de las
tendencias despóticas, y la excusa, de que el sentido religioso es sostenido con tanto
rigor al objeto del bienestar de los súbditos, es notoria hipocresía y evidente mentira.
La reina Cristina de Suecia, hija de Gustavo Adolfo, se hizo católica, pasando
temporadas en Roma. Cuando le invitó al anciano Oxenstierna para acompañarle a
Roma, se sobresaltó el protestante otordoxo, suponiendo que el Papa pretendía su alma.
Cristina, quien conocía mejor al Papa y sus intenciones, respondió con risas: “Créame,
el Papa no daría cuatro pesos por tu alma.” No creo que algún gobierno daría siquiera
cuatro centavos por la suerte de un alma, a partir del momento que su dueño se haya
separado del grupo de sus vasallos por la muerte.
No tengo necesidad de agregar más palabras sobre esta excusa para justificar la
presión religiosa, pudiendo afirmar directamente: con cuanto más cuidado un gobierno
sostiene la religión por intermedio de normas de cumplimiento obligatorio, con cuanto
más temor reserva la educación a los sacerdotes, más despóticas serán sus pretensiones.
La afirmación de que las imposiciones religiosas siguen siendo necesarias para
el logro de los objetivos razonables de Estado, que sin ellas las leyes no serían
suficientes para impedir crímenes, es falsa, como ha demostrado la experiencia.
Esta enseña, que en los países, en los cuales por la reforma se ha desechado una
parte de la mezcolanza de la fe, dando más espacio al esclarecimiento por intermedio de
la ciencia, se han cometido mucho menos crímenes, que en los católicos. “Wilberforce”
nos demuestra que, ya a los treinta años de introducida la reforma la cantidad de
criminosos ejecutados se ha reducido de 2000 a 200 por año.
Desde que la reforma abrió camino a la libertad, han pasado más de tres siglos, y
aún que los príncipes y sacerdotes reformados tienen las mismas opiniones sobre la
utilidad de las imposiciones religiosas, aún así la iglesia reformada no se presenta tan
apropiada para hacer tropezar al desarrollo de la ciencia, si bien no falte honesto
esfuerzo de los sacerdotes. La ciencia ha sobrellevado el actuar acorde a la superstición,
y pese a toda aplicación de los personajes obscuros, pese a todos los remedios caseros
de los déspotas, como censura, enseñanza impuesta, etc., gana cada día más influencia
en el pueblo, y éste, a cada día se convence más que ha sido víctima desde siglos de la
mentira más grande conocido por la Historia, y que el egoísmo de sacerdotes y déspotas
cometió un crimen contra la humanidad, que ultrapasa en maldad y sadismo a cualquier
otro.
Fuese correcta la apreciación, de que la fe es necesaria para mantener el respeto
a la ley, entonces la mayor parte de los criminosos tendría que provenir de las clases
instruidas, que, en introspección honesta, deberán reconocer, que apenas nada o muy
poco creen en el catequismo exigido por la Iglesia.
La persona erudita no viola la ley, no por temer algún castigo post. mortem, sino
sencillamente porque la percepción de lo cierto y de lo errado se le hizo carne y uña.
Cuanto más iluminada la razón de una persona, menos estará sujeto a tentaciones para
cometer un delito, y por incentivo a los medios que crean instrucción, los gobiernos
lograrían de manera óptima el objetivo de crear una situación de observación de las
leyes necesarias a la existencia del Estado, como ya ocurre con las normas de la ética.
Aún que la policía lo permitiera, apenas entre mil habría una persona que se pasearía
desnudo en las calles, y cuando alguien lo hace, mayormente no necesita de la fuerza
pública para impedirlo o para castigarlo, pues ya lo hace la sociedad por sí misma.
La religión habrá tenido buenas influencias en siglos anteriores, quizás incluso
habrá sido útil para limitar el despotismo, y en general, a la orden social; en el siglo
actual no es solamente inútil a los objetivos del Estado, sino incluso perjudicial, por
impedir el desarrollo de la ciencia, y de la instrucción por ella obtenida.
La experiencia diaria enseña, que hoy día las personas, aún en las clases
desprovistas de instrucción, no son alejadas de los crímenes por el temor. Se lo pregunte
a un policial o a un detective, que responda con honestidad, y cada uno confesará, que,
con rarísimas excepciones, aún el más estúpido campesino le teme más al gendarme, o
sea a la Ley y al castigo dictado por ella, que a Dios o al Diablo. Todo lo que producen
los gobiernos por normas impuestas en relación a la religión, por un lado es un relativo
desinterés, sino odio y desprecio contra los objetivos despóticos perseguidos por el
gobierno, o se trasformó en hipocresía desmoralizante hecha costumbre, que ha
ensopado todas las clases de la sociedad.
Lo que exigimos de nuestros gobiernos, es que no tome conocimiento de la
religión, y que no difundan la superstición, buscando su desarrollo, como ahora es el
caso en casi todas las partes. Quien tiene necesidad de religión, que la practique, y se
reúna con otros al mismo objeto; la ley le protegerá en su práctica, sólo
inmiscuyéndose, frenando, cuando por la práctica de la religión se limite el ejercicio de
derechos legales de terceros. Si la religión es fuerte en forma aislada, no necesitará
apoyo y subsidio gubernamental; pero si tiene motivos para temer a la ciencia, se
encuentra fundada en la superstición, y cuanto antes sucumbe ante ella, tanto mejor
para la humanidad.
Así como paulatinamente obligamos a los príncipes a abandonar el despotismo,
o por lo menos a reconocer su desautorización de tal forma que la escondan debajo de
una máscara constitucional u otras, así también serán obligados por el poder de la
opinión pública a quitar su mano protectora de la superstición, encargando su
destrucción a la ciencia.
Sabemos bien que la separación entre Iglesia y Estado no se produce sin
problemas, y podemos determinar la naturaleza de los mismos, ante los problemas
enfrentados en este momento por el gobierno austriaco, por haber sido obligada a poner
en su lugar a su “empleada doméstica.” La oposición no surgió sólo de los curas, sino
que se vio apoyado por el pueblo mantenido en su superstición por aquellos. Ahora la
“maldición del delito” de gobierno ejerce su venganza, el cual, cuando todavía podía
arriesgarse al despotismo, ayudó a los curas a forjar las armas, que éstos ahora utilizan
contra aquél.
La lucha contra el atrevimiento de las pretensiones naturalmente lógicas de la
Iglesia Romana llegaría sin dificultades a su objetivo, si los gobiernos pudiesen
resolverse a romper definitivamente con la superstición, pero desean conservársela, para
el provecho de las tendencias despóticas de sus líderes, quienes admiten instituciones
más liberales, no por reconocer el derecho del pueblo a la libertad y al autogobierno,
sino porque sencillamente se ven obligados a hacer concesiones, y a renunciar a parte de
su poder, para no perderlo todo. Sienten, que la superstición religiosa y política son
ramas del mismo tronco, por lo tanto cultivan cuidadosamente sus raíces.
La experiencia enseña, que el conocimiento destruye la superstición de cualquier
índole, y que es imposible impedir completamente su diseminación, pues tal como aire
y luz, el conocimiento ingresa por poros imperceptibles en el cuerpo espiritual del
pueblo, desarrollándose conforme a sus propias y naturales fuerzas latentes, que
disuelven la superstición y la eliminan.
Hubo tiempos, cuando la resistencia contra la penetración del conocimiento ha
sido mucho más fuerte que ahora, y donde hombres, que pusieron como objetivo de
vida su divulgación tuvieron que pagarlo con la vida y la libertad, y aún así no se
resignaron, y el conocimiento avanzaba. Sería torpe cobardía no continuar la lucha,
visto que la victoria del conocimiento sobre la superstición ya no puede ser puesta en
duda por ninguna persona con salubre inteligencia. Si bien cada uno puede actuar en
general a favor de la divulgación del conocimiento, sigue siendo apropiado, que los
luchadores dirijan sus armas a puntos específicos de la línea del frente, dominada por
otras situaciones.
Uno de los puntos cardinales de la posición enemiga es la influencia personal de
los sacerdotes católicos sobre el pueblo, pues la superstición del mismo radica
originariamente en la fe a la autoridad. El pueblo cree, que los hombres que les explican
las enseñanzas de la Iglesia Romana, sean personas honorables, que no sólo creen lo que
dicen, sino también tienen por objeto el bien de la humanidad, cuando exigen de ella
una fe incuestionable y la observación de las normas exigidas por la Iglesia Romana.
Será por lo tanto obra meritoria demostrarle al pueblo, en cuanto es posible por
intermedio de la historia, que los sacerdotes honestos, o sea aquellos que efectivamente
creen, han sido engañados por sacerdotes deshonestos, que dichos y hechos, relatados
como auténticos, fueron inventados por éste o aquél motivo egoísta y que todo el
edificio de la Iglesia está fundamentada en notorias mentiras. Será por lo tanto meritorio
demostrar históricamente, que la mayoría de los Papas y sus sacerdotes han sido
embaucadores, quienes ni de lejos tenían por objetivo el bien de la humanidad, sino
solamente el provecho propio, y para alcanzar tan vil objetivo, utilizaban los medios
más despreciables.
Esta demostración histórica es el objeto especial del libro que se sigue. No me
impulsa ningún objetivo egoísta, ¿pues que provecho propio podría alcanzar? Me
impulsa solamente el amor a la verdad y el deseo, de talvez liberar algunas personas
oprimidas por la superstición, haciéndoles ver, que tales ataduras son imaginación, y
con éste conocimiento el espíritu se hace libre.
Como no puedo unir ningún objetivo egoísta con la divulgación de la verdad,
ciertamente puedo tener por lo menos tanta credibilidad como cualquier sacerdote, que
por más honesto que sea, sigue siendo parte de aquella clase, que quita ventaja de lo que
expongo como mentira. Aún así no requiero fe; cada uno cuenta con las fuentes, de
donde quito los hechos incontestables que me sirven de prueba, y a las cuales doy fe,
por carecer de motivos razonables para dudar de ellos; quien presume que yo sería
capaz de citar falsamente algún dicho de algún santo o honorable maestro católico, se
podrá convencer fácilmente, leyendo las obras reconocidas y publicadas por esta misma
Iglesia.
Sacerdotes católicos, interpelados por personas que leen este libro,
probablemente calificarán de mentiras a las indicaciones hechas, y muchos les creerán,
como creen otras cosas. Muchos sacerdotes tendrán efectivamente por mentiras mis
aseveraciones, por ser igualmente ignorantes. Si son capaces de vencer su pereza, y
tienen interés en la verdad, pues que se instruyan. Este libro, que demandó inmenso
empeño y aplicación, es asimismo escrito para sacerdotes iletrados honestos y
aplicados, como para los que éstos han engañado, tal como ellos mismo lo fueron por
mentirosos inconscientes y concientes.
El Concilio del cuál tanto se habla en Roma podría dar lugar a la creencia que
sería intención del Papa, adecuar la Iglesia a las necesidades de la actualidad.
Pero esta impresión rápidamente se revelará equivocada. Todo el proceder, tanto
del anterior, como del Papa actual, presenta prueba clara de que justamente buscan al
contrario, restablecer la belleza de la fe del medioevo, y que incluso se alimenta las
esperanzas, de hacer volver al regazo de la “iglesia única salvadora” a todos los
protestantes. Esta esperanza se basa en una curiosa ilusión, un desconocimiento total del
espíritu de los tiempos, y alimentamos la esperanza, de que esta reunión de iglesia, que
llamará la atención aún del más desatento en asuntos religiosos, le dará a ésta un golpe
más fuerte a las estupideces de la fe de la Iglesia Católica Romana, de lo que ocurrió por
intermedio de la ciencia en los últimos años.
De Cómo Se Originaron Los Curas.
Cuídese de la parte trasera del burro, de la parte frontal de
la mujer, de los costados de las carruajes y de todos los
lados del cura.
Dicho antiguo

A los tiempos, en que Augusto se hizo imperador de Roma, todo el


mundo conocido sufría bajo el yugo del gobierno romano. Gobernadores, ávidos por
dinero y violentos, representantes del César explotaban los países del Oriente,
quitándoles a los ciudadanos lo poco que les dejaban sus propios príncipes, a los cuales
los romanos no removían en todas las partes, por razones de sensata política. Libertad,
vida y propiedad de las personas se encontraban expuestos al arbitrio de los
gobernantes: su situación era desesperante, y el aplastado oriente ansiaba liberación del
pesado yugo.
Todas las naciones esclavizadas del oriente anhelaban por el héroe que los
liberase, el Mesías, persona a la cual imaginaban un tipo como un Washington, o un
Garibaldi, que les rescatase del pesado jugo romano.
Estas esperanzas en un Mesías eran tanto más fuertes cuanto no encontraban
esperanza o consuelo en ninguna otra parte, estando plenamente convencidos de de su
incapacidad para ayudarse a sí mismas. Aún en el más allá de la Tierra sus corazones
desesperanzados no encontraban apoyo. Los Dioses perdieron su crédito, y la fe en su
ayuda y justicia imparcial nunca había sido grande. El Olimpo poco se relacionaba con
la plebe, sino que se unía a la aristocracia. Los dioses inventados por Homero y
Hesíodo, a los cuales los griegos y sus vasallos construían templos, siempre fueron
motivo de burla para la clase instruida. La fe del pueblo en su ayuda a lo mejor tenía el
alcance que tiene la fe del católico del norte alemán en los santos.
Las esperanzas en el Mesías era aún más vívida e impaciente entre los judíos,
para quienes el gobierno de Roma era aún más odiado que a las otras naciones. Tenían
un pasado que recordaban con orgullo, creían ser el pueblo elegido de Jehová, que era
tenido como su Rey invisible, quien, ya desde Moisés, se relacionaba con ellos por
intermedio de los profetas. A la esclavitud en que cayeron, la tomaban como un castigo
impuesto por Jehová, y como ya había durado tiempo suficiente y su peso se había
hecho sentir duramente, era natural que sus poetas, las voces del pueblo, fuesen ricas en
profecías. A los romanos, por su condición de paganos, los judíos los abominaban
especialmente; presumían que su miseria y humillación no podría llegar a ser peor, y
que por lo tanto debía estar cerca el tiempo para la aparición del Mesías. David y su hijo
fueron sus mayores reyes, y los profetas habían anunciado que el Mesías surgiría del
linaje de David. La religión de los judíos, que desde sus comienzos se basaba en la
observación de determinadas normas, dadas por Moisés con claro objetivo de la
regeneración del pueblo judío, presentándolas como mandamientos inmediatos de
Jehová, se había degenerado durante los siglos a un ceremonial vacío. Había llegado el
tiempo para la aparición del Mesías. Y el Salvador apareció; pero lo hizo en forma
diferente de la soñada por el pueblo; el pueblo no lo reconocía, y la aristocracia lo
despreció, persiguió y crucificó; pues caso sus principios fuesen aplicados, además de
que no destruirían el dominio romano, pondrían fin a sus propios poderes. Jesús era un
revolucionario, quien aún en nuestro tiempo, si no crucificado, sería debidamente
fusilado, o encerrado en una cárcel.
El Jesús, que se presentaba como el Mesías prometido por los profetas, hijo de
un pequeño artesano del interior, enseñó: “Sólo existe un Dios, que es un Dios de amor,
y no una criatura del rencor, sino un benévolo padre de todas las personas. La vida en
esta tierra no es sino una preparación para la vida eterna con Dios, y está dado a cada
uno, hacerla soportable y llena de alegrías. Reyes y esclavos son iguales ante Dios, y Él
no recompensa a las personas según su prestigio en la tierra, sino conforme a sus actos e
intenciones. Los últimos y más humildes, que cargan sus sufrimientos con más
paciencia, permaneciendo virtuosos, serán los primeros, los más felices en la vida
eterna.”
Esta enseñanza era bálsamo para los corazones desesperados de los pobres;
quien creía en ella, de todo corazón, a éste le daba fuerza, no sólo para soportar aún los
sufrimientos más graves, sino soportarlos con alegría, enfrentando la muerte sin miedo,
por ser la redención, la puerta a la vida eterna llena de alegrías. La creencia en esta
enseñanza en realidad le quitaba “la espina a la muerte”, redimía a la humanidad.
Cuán alentadora sonaba la promesa, tan poco se podía probar su verdad; Pues a
la razón examinadora es tan insostenible como cualquier otra que se extiende más allá
de la muerte. Jesús sólo sustituyó una afirmación por otra, pero como la fe en la
afirmación hizo más feliz a la humanidad, que cualquier otra, como los liberaba del
sufrimiento de la Tierra y del miedo de la muerte, su creación fue una obra merecedora.
El consuelo contenido en la enseñanza hizo que esta creencia fuese aceptable para la
humanidad, pero la antigua fe de los judíos se basaba en la autoridad de hombres,
reconocidos como profetas, quienes decían estar en contacto directo con Dios,
sosteniendo tales afirmaciones en actos “milagrosos”.
Toda fe es fe en la autoridad; si el hijo del carpintero de Nazarea, cuyos padres
y hermanos eran conocidos, pretendía obtener fe en su autoridad, y como profeta,
pretendía ser reconocido como Mesías, tendría que producir actos, cómo los practicaban
los profetas. Todos los profetas desde Moisés hicieron “milagros”; por lo tanto Jesús
también tenía que hacer milagros, y los hizo.
Aún hoy día la verdad asentada en investigación racional no se acepta, si no
viene acompañada de circunstancias exteriores que la apoyan, y vestida en ropaje
contemporáneo, cuando al mismo tiempo hiere a muchos interesases, y aún la
superstición tiene más probabilidades de suceso inmediato, cuando lisonjea éstos
intereses.
La fe que Jesús quiso implantar, si bien prometía salvación a los subyugados,
hería los intereses de la clase dominadora. Jesús no podía contar con su apoyo, y no se
la podía traer a la fe por intermedio de milagros, pues los eruditos sabían qué pensar de
los milagros. La propiedad salvadora de la fe para el pueblo, predicada por Jesús, no
podía hacer con que la apoyen, aún cuando la reconociesen; al contrario, su egoísmo les
impelía a tratar de sofocar esta fe aún en su germinación, y a destruir a su generador.
Los sumo sacerdotes y fariseos de hoy día actúan igual como entre los judíos en
aquellos tiempos.
Por lo tanto Jesús tuvo que apoyarse plenamente en el pueblo. Lo hizo de
manera práctica, yo diría, matemática, de lo que no se podría esperar éxito inmediato,
pero sí éxito seguro. Escogió como “discípulos” a doce personas sencillas, sin
instrucción, de entre el pueblo, a quienes supo influenciar por su actuar, su manera recta
de ser, su amor personal, obteniendo plena confianza, creando de esta forma en ellos la
firme fe en todo lo que decía o prometía. Si cada uno de estos discípulos procedía de
modo similar, propagando el sistema, entonces la cantidad de los creyentes tendería a
multiplicarse de acuerdo a una determinada progresión.
Estos discípulos veían los milagros de Jesús; creían en él, y por ello en sus
promesas, y vivían según sus reglas; Él confiaba en la palabra viva de los discípulos, en
cuyos corazones plantaba su enseñanza.
El mismo camino adoptado por Jesús para propagar su enseñanza, ya manifestó
su practicidad seis siglos antes del aparecimiento de Jesús. Buda, el reformador de la
religión hindú, lo había adoptado. El éxito era el mismo, y como lo podemos observar
ahora, incluso en sus excesos y consecuencias. Europeos, que entran por primera vez en
un templo budista moderno en China, quedan impresionados con la semejanza, que
encuentran con los usos de la Iglesia Católica Romana. Los budistas tienen sus rosarios,
reliquias y claustros, al igual que los católicos romanos.
Pero Buda era hijo de un rey. Jesús el hijo de un artesano, y esta diferencia
constreñía a una forma diferente de proceder. Mientras al príncipe le bastaba con una
vida virtuosa ante los brahmanes para asegurar éxito a su enseñanza revolucionaria, que
eliminaba las castas, el hijo del artesano que se presentaba ante los judíos como profeta
quedaba obligado además a producir “milagros”, y para que “se cumplan las profecías
de los profetas”, morir por su enseñanza.
Esta ofrenda de su vida le parecía a Jesús como una necesidad; Era un acto
nacido en maduro raciocinio. Que esta ofrenda era muy pesada, y Jesús pensaba en ello
con terror, buscando otro camino, resulta notorio de la lectura de los evangelios. En el
monte de los olivos rezaba: “Padre, si lo deseas, quite este cáliz de mí; pero se cumpla
no mí, sino tu voluntad.”
Estamos acostumbrados, cuando pensamos en Jesús, imaginarlo en la Gloria,
con la cuál lo recompensó el éxito de diecinueve siglos; aún, si bien merecía la atención
de sus contemporáneos, o sea, de los judíos y de los romanos que se encontraban en el
país, rápidamente fue olvidado por el pueblo, y su recuerdo sólo vivía en el limitado
círculo de sus discípulos y adherentes. Philo, quien murió aproximadamente veinte años
después de la muerte de Jesús, siquiera lo cita. Josephus, nacido algunos años después y
quien escribió su obra histórica en los últimos años del primer siglo, apenas citó, con
pocas palabras, su ejecución; aún seguía tan limitada e insignificante la adherencia a sus
enseñanzas, que éste historiador, que nombraba a todas las sectas conocidas en su
tiempo, siquiera citó a los cristianos. Sólo en las escrituras de siglos posteriores se cita a
Jesús como el fundador de la religión cristiana.
Todo lo que sabemos de Jesús, lo sabemos por intermedio de los escritos de sus
discípulos, quienes anotaban desde sus recuerdos, sobre lo que el pueblo contaba de la
juventud de Jesús, y lo que experimentaron con él, o lo que habría dicho en esta o
aquella ocasión. Estos discípulos eran gente del pueblo, sin instrucción especial o
talentos, que amaban Jesús y creían en él, pero sólo lo entendían en forma deficiente,
sin tener idea de la grandeza de su espíritu. Los evangelios fueron escritos muchos años
después de su muerte, y aún el de Mateo, el más antiguo, se redactó aproximadamente
cuarenta años después de la muerte de Jesús. Así se comprende fácilmente que no fue
posible repetir las declaraciones de Cristo, como él las expresó, sino que mayormente
fueron reproducidas de tal forma como las entendían sus discípulos. La consecuencia es,
no sólo que los relatos sean contradictorios, sino que también se encuentran cargados de
equívocos y contrasentidos, dando lugar mas tarde a aberrantes interpretaciones y
deducciones, de las cuales encontraremos cuantiosos ejemplos en esta obra.
Acá nos limitamos a considerar dos momentos principales, a los cuales la
iglesia católica pone el mayor valor, por estar más basada en ellos, que en la enseñanza
de Jesús. Se refieren a divinidad que se le imputa, y en los milagros por él consumados.
En la introducción nos expresamos sobre los milagros. Si las deducciones allí
expresadas son correctas, Jesús no podía hacer milagro alguno, y los actos que se le
imputa ocurrieron en forma natural. Los discípulos, al hacer sus relatos sobre los
mismos, decían la verdad, o sea, contaban lo que veían, tal como lo comprendían. No
conocían los métodos mediante los cuales se producían estos hechos, pues si esto fuese
el caso, los milagros no les habrían parecido como tales, y habrían fallado justo en el
objetivo, crear la fe en Jesús. Por lo tanto, todo lo que se refiere a lo relatado por los
discípulos sobre lo acontecido, se lo comprenderá fácilmente, cuando se escucha los
relatos de una persona sin instrucción, por ejemplo de un campesino que vuelve a su
colonia que presenció en alguna residencia las artes de un “mago” que impresiona a su
público por hábil empleo de fuerzas naturales más o menos conocidas.
La referencia a tales artes “mágicas” en relación a los milagros hechos por
Jesús, tiene sobre los cristianos el efecto de algo repugnante; pero esto más se debe al
aspecto especial, que se ha manifestado en relación a la persona de Jesús, y en la baja
estima en que se encuentran los magos en un tiempo en que la ciencia ha avanzado a tal
punto, que sus manoseos sólo pueden ser utilizados como simple juguetería, para la
diversión del público, sin engañarlo efectivamente.
Lo que a los nietos le parece infantil y trivial, había sido tratado por nuestros
abuelos con el mayor respeto y seriedad, de lo que la caza de brujas muestra tan triste
prueba, que victimó a cientos de miles de personas.
Si aceptamos por verdadero, que Jesús podía producir actos milagrosos,
llegando a la conclusión que en realidad no eran milagros, también debemos admitir que
los producía al efecto de determinado objetivo, y por otro lado, que fueron producidos
por medios naturales.
El objeto evidentemente consistía en convencer a sus discípulos y a terceros, de
que Jesús tenía poderes mayores que las personas normales, lo que era necesario, para
legitimarlo como profeta, como Mesías, y crear la fe en su misión divina, sin la cual la
gran obra la salvación de la humanidad no podría ser realizado en absoluto, y para cuyo
objetivo mayor Jesús incluso entregó su vida.
Y, por lo tanto, si estos milagros se producían por medios naturales, Jesús debe
haber adquirido el conocimiento de tales medios en forma natural, visto que no los pudo
obtener de una manera milagrosa, contraria a la naturaleza.
Estos conocimientos de fuerzas naturales ocultas son resultado de ciencia
investigativa, que nos impone la pregunta: ¿donde el hijo de un artesano pudo haber
adquirido estos conocimientos, ignorados inclusive por los judíos más eruditos?
Un escritor romano, que menciona sin segundas intenciones, que en Judea se
ejecutó un hombre de nombre Jesús, quien realizó actos milagrosos aprendidos en
Egipto, nos da un punto de partida, visto que los Evangelios se callan sobre su
educación, dejándonos en absoluta oscuridad sobre su vida entre sus doce y treinta años.
Ya mencionamos en la introducción, que los sacerdotes egipcios se encontraban
más avanzados en las ciencias naturales, y mantenían sus conocimientos en secreto,
visto que esta ciencia les aseguraba el gobierno sobre el pueblo. Esta ciencia
naturalmente también les daba otra visión sobre la naturaleza de Dios y de la religión, y
aquella que practicaban para sí, era completamente distinta a aquella que creían
adecuada para el pueblo, y que le enseñaban.
Las artes egipcias eran conocidas en todo el ancho del mundo de entonces, y se
daba este nombre a casi todos los actos “milagrosos” que no pudiesen ser explicados
mediante conocimientos naturales. Por lo tanto, si el escritor romano dice, que Jesús
aprendió sus artes milagrosas en Egipto, ciertamente no puede ser considerado todavía
prueba de que Jesús fue educado en Egipto, pero la probabilidad de tal afirmación se ve
apoyada fuertemente por otras circunstancias, - y finalmente Jesús en alguna parte debe
haber sido educado, para haber sido el hombre que fue, y lo que, desde luego no habrá
sido posible en Nazarea, donde vivían sus padres.
Las similitudes con los milagros realizados por Moisés, y después de él los
profetas, con los de Jesús, hacen presumir que procedían de la misma fuente, Egipto.
Moisés fue salvo por la hija del Faraón, siendo, mediante su intervención y el
permiso real por los sacerdotes educado tan profundamente como lo pudiera desear sólo
un hijo del propio Rey. Como lo relata el escritor judío, Josephus, el varoncito demostró
un espíritu vivaz, y surge probable, que se le haya instruido con todo cuidado y cariño
en las ciencias egipcias, y que en estas artes superaba inclusive a los sacerdotes
egipcios, que le fueron opuestos por el Rey, cuando aplicó sus conocimientos para la
liberación de los judíos de la esclavitud egipcia.
Desde aquellos tiempos tal ciencia se trasmitían por herencia entre los judíos, si
bien sólo entre pocos, entre profetas, visto que de lo contrario, habrían fallado en su
objetivo. Cuando los reyes de los judíos empezaron a tiranizar a su propio pueblo, y
veían que los profetas se oponían, los perseguían y eliminaban donde los encontraban,
así como a sus escuelas. Las ciencias secretas entraron en decadencia por esta
persecución, haciéndose prácticamente imposible su enseñanza. Inclusive las leyes de
Moisés se perdieron, siendo conservados apenas parcialmente por medio de la tradición
entre reyes y sacerdotes. El sacerdote Hilkia, bajo el reinado del rey Josías, finalmente
encontró una copia de los libros de Moisés por pura casualidad, en el templo.
El nacimiento provocó remolino pasajero debido a las circunstancias
relacionadas, que motivaron al desconfiado y tiránico Herodes, a mandar asesinar a
todos los niños nacidas en Belén con menos de dos años. José, el padre de Jesús, (se
dice) huyó con su esposa e hijo a Egipto, una tierra visitada desde tiempos antiquísimos
por comerciantes hebraicos, y donde vivía buena cantidad de judíos, de los cuales
muchos peregrinaban a Jerusalén para las festividades de pascuas.
José habría quedado en Egipto aproximadamente dos años, o sea, hasta la
muerte de Herodes, y es de presumir que entre los amigos, que ayudaron en la huída, y
lo apoyaban en Egipto, se comentase con frecuencia el motivo de la fuga, guardándose
un interés todo especial por la suerte del niño.
Cuando Jesús tuvo doce años, encontramos al niño en el Templo, donde
sorprende a los sacerdotes con sus preguntas perspicaces. El espíritu despierto del niño
habría de generar el interés de algunas personas más distinguidas, despertando
preguntas sobre sus orígenes, por lo que ciertamente volvieron al tapete las
circunstancias de su nacimiento. No es improbable, que alguno de los nobles se hallase
inducido a tomar a su cargo la educación de Jesús, y que esto habría ocurrido en
consecuencia de las amistades hechas en Egipto en consecuencia de la huída.
Las calidades vistas en Jesús habrán sido la causa para el papel especial que le
impuso la providencia, que buscaba la liberación de los judíos del yugo romano, tal
como Moisés en su oportunidad los liberó del yugo egipcio.
La manera singular en la cual se desarrolló el carácter de Jesús, le habrá dado,
como a otros, la idea muy superior de encarar la liberación en una forma más espiritual,
de, mediante la creación de una fe nueva, liberar a la humanidad de la carga de la vida y
del miedo de la muerte.
Para alcanzar este objetivo, encontró imprescindible ofertar su vida y sufrir
grandes penurias. Para ello encontró fuerzas en su amor a la humanidad, pero resulta
comprensible que se encontrase tentado de utilizar su fuerza espiritual y su
conocimiento de otra manera menos penosa, apareciendo como héroe y libertador del
pueblo de la soberanía romana. El relato de las tentaciones, a las cuáles se vio sometido
por el diablo, quien lo llevó a una montaña alta, mostrándole todos los reinos de la
tierra, difícilmente puede haber tenido otro sentido.
Pretender explicar los milagros de Moisés, de los profetas y Jesús contenidos
en la Biblia sería empeño infructuoso.
Ciertamente la Iglesia y otros creyentes en milagros dispensarán igualmente
tales explicaciones; dicen que Jesús era hijo de Dios, Dios mismo, y Dios es
Todopoderoso. A ello ya respondimos con anterioridad, pero será necesario referirse a
esta divinidad con más detalles, antes de encerrar esta desviación del real objetivo
histórico de este capítulo.
Cuando apareció Jesús, la fe en los dioses griegos entre los extraños que vivían
en el vecindario de los judíos no habrá estado extinta del todo, y desde siempre existía
la creencia, de que los dioses se relacionaban íntimamente con los humanos. El hijo de
un dios no le parecía extraño a los paganos. Mediante esta fe los grandes héroes y reyes
se veían trasformados en hijos divinos.
Aún entre los judíos no era extraña la idea, y aún que a Moisés le pareció
provechoso dar al pueblo la imagen de un dios invisible, la percepción de Jehová en los
antiguos judíos era bastante distinta del dios de los judíos de hoy, más esclarecidos.
Según la Biblia, Adán había visto a Dios, y a Moisés apareció en diversas formas, por lo
tanto era una existencia personal, prácticamente corporal. Como los judíos tenían
constante contacto con los paganos, y hubo extensos períodos de idolatría aún entre
ellos, tal como lo encontramos en la Biblia, resulta comprensible que muchos en el
populacho consideraban ser hijo de Dios a una persona como Jesús, que realizaba
hechos milagrosos.
Si bien Jesús se decía hijo de Dios, utilizaba el mismo predicado en relación a
todas las personas, y aún en la plegaria que les ha dado, lo llama de padre, - La mayoría
de los primeros adeptos de Jesús lo tenían por una simple persona, y cuando algunos
fanáticos entre ellos manifestaron que era Dios que sólo tomó la forma de un humano,
fueron criticados por su amigo y alumno Juan.
Pero la divinidad de Jesús es la piedra angular de la Iglesia Romana, y toda la
(así llamada) ciencia teológica basa en esta insulsez, que se encuentra también en varias
otras religiones, como la hindú, y nada más es, que una alegoría de la religión natural.
Me alejaría por demás de mis propósitos, si me empeñaba a una demostración
más profunda; ya lo hicieron de sobra otros pesquisidores e historiadores. Me limitaré a
demostrar con pocas palabras, que la enseñanza de la divinidad de Jesús, está destinada
a elevar su respeto en el pueblo, sin considerar que constituye una estupidez en si
misma, que aniquila los merecimientos del Salvador.
Los profesores de la Iglesia se expresan en la explicación de tal enseñanza con
más nebulosas de lo normal, envolviéndose en una copiosidad de palabras, que
impresionan al pueblo no razonante, por no entender, cosa que éste pueblo tiene en
común, no sólo con los pensadores, sino incluso con los mismos expositores, “pues
donde faltan ideas, se presenta oportunamente una palabra”.1 Por más dignidad y
exasperación con que se presenten los expositores, cuando busco aclaraciones sobre este
artículo de la fe, nunca me ha sido posible encontrar una idea claramente lógica en la
base de sus fundamentaciones. Los clérigos protestantes más esclarecidos, a los cuales
he escuchado, buscaban limitar la cuestión, llamando a Jesús un “Dios hombre”; que no
es ninguna raza humana especial, sino sólo un humano cuyo espíritu se ha elevado a la
más sublime perfección que pueda ser alcanzada por un humano.
Pero tal explicación es una abominación a los ojos de la Iglesia, pues ésta
pretende que creyéramos que Jesús era un cuerpo humano animado y gobernado, no por
un espíritu humano, sino por Dios, la máxima potencia de la perfección.
Desde la vida de Jesús, existieron personas que vivieron existencia igualmente
pura e intachable, como lo eran sus discípulos, quienes lo observaron por tres años,
hablaban de él, y otros, que aguantaron sufrimientos mucho mayores que aquellos
sufridos por Jesús, y soportándolos con aún más determinación que aquÉl, por la causa,
considerada grandiosa y buena. Su virtud y su fuerza fueron sus merecimientos, en todo
caso, resultado de una instrucción superior del espíritu humano imperfecto. Pero el
espíritu que habitaba el cuerpo de Jesús, era Dios, según las enseñanzas de la Iglesia, la
máxima potencia de la perfección de espíritu, o sea, inmejorable. Tal espíritu,
aprisionado en un cuerpo humano, no está sujeto a ningún apremio, visto que no admite
la idea de tentación. Virtud y fuerza espiritual en el sufrimiento sólo existe para el
hombre, o sea para el espíritu imperfecto desde su origen, que habita un cuerpo humano.
La idea de un Dios pasible de tentaciones y sufrimientos presume una tan baja
percepción de de la idea de Dios, que debería parecer una abominación a cualquier
persona que profese fe personal en Dios. Un Dios que se desespera en la cruz, sería
ridículo.
¡Pero en que luz distinta nos aparece Jesús, si lo observamos como un humano,
cuyo cuerpo delicado se encontraba habitado por un espíritu puramente humano! La
vida pura de tal Jesús, sí la podemos admirar y imitar con la esperanza de alcanzar tan
elevado ejemplo, pues Jesús era humano; podemos acompañar sus sufrimientos con
lágrimas, y al sacrificio de su vida dado a toda la humanidad, lo acompañamos con la
más profunda pasión, por haber brotado del más puro y desinteresado amor.
La tentación, y las muestras de debilidad, o sea, los señales de su humanidad,
que en Él encontramos, lo hacen aún más querido. Qué persona con sentimientos se
puede librar de las lágrimas, cuando se pone virtualmente en la situación de Jesús en el
monte de los olivos. La hora de la culminación se aproxima, el sacrificio es inminente, y
el instinto puramente humano de conservación de la vida y de sus alegrías se hace sentir
con toda la fuerza. Todos los terrores de la muerte a la cuál se aproxima se presentan
ante su espíritu, y más una vez busca con todo empeño por otro camino, que lleve a su
gran objetivo. Lucha con la muerte, y “un ángel baja del cielo para fortalecerlo”, la idea
de la redención de la humanidad que se realizará por su muerte, la grandeza de este
objetivo es el ángel, que le ayuda a vencer la muerte.
1
Ver Schopenhauer, “Die Kunst Recht zu behalten”.
¡Qué emocionante la humana actitud de Cristo al instituir la santa comunión!
Cuando sus discípulos rompen el pan y toman el vino al cenar, lo deben hacer para
recordarse de él y de su ofrenda de amor, con todo cariño. Él sabe que se acerca la hora
de su muerte, conoce la maldita persona que servirá de instrumento para entregarlo a los
verdugos; el pensamiento lo entristece.
El cuento de sus penurias nos conmueve solamente porque lo imaginamos
humano, pues Dios se encuentra tan superior al escarnio de los soldados, que no lo
siente, y en cuanto se refiere a los maltratos físicos, éstos incluso son sobrellevados por
los comunes, los criminosos crucificados junto a él, a tal punto que incluso éstos se
mofaban de él; un dios ciertamente deberá tener fuerza de espíritu suficiente para no
sentir tales dolores corporales. Pero los sufrió con mucho dolor, y cuando en sus
penurias de muerte le abandona su fuerza, y le asalta la idea terrorífica de que el
sacrificio para la salvación de la humanidad podría haber sido inútil, grita: “!Dios mío,
Dios mío, por qué me abandonaste!” – Qué corazón humano no tiembla acá en su más
íntimo, y quién no honra el recuerdo a esta persona sublime, que, con absoluta
conciencia de lo que le esperaba, por amor a la humanidad se impuso a si mismo tan
pesado sacrificio.
La Iglesia no perdió oportunidad para aprovecharse de nuestra compasión por
estos sufrimientos, presentando luego a Dios como completamente humano. Para los
curas una vez Jesús es Dios, otra vez hombre, conforme lo necesitan para su
charlatanismo.
La enseñanza reconfortante de Jesús se esparció con gran velocidad. Los
Apóstolos y sus discípulos la difundían, no solo en Judea y países limítrofes, sino que
también hicieron largos viajes llevando la “buena nueva” (evangelio) del Salvador del
mundo a tierras distantes. La cantidad de adeptos era enorme, principalmente entre la
población más pobre, de la cual surgieron igualmente Jesús y los Apóstolos.
Después que Jerusalén fue destruida, setenta años después del nacimiento de
Jesús, por el Imperador de Roma, Tito, los judíos, siempre prontos para una revolución,
fueron esparcidos por todo el imperio romano, y con ellos los Cristianos – así se
llamaban a los seguidores de Jesús -, tenidos como una secta judía más, de las cuales
había varias. Esto colaboró enormemente para la expansión del cristianismo, y
ciertamente había muchos cristianos en las legiones romanas, que llevaban la guerra,
una vez a éste, luego a aquél país.
En los tiempos de los Apóstolos y los que seguían inmediatamente, los
cristianos llevaban una vida digna de las enseñanzas del Maestro, pero rápidamente la
euforia que los motivaba, y sin la cuál nada bueno se produce, se degeneró en fanatismo
religioso, tomando el carácter de una enfermedad mental. Pretendían superarse en
religiosidad, llegando a las interpretaciones más exóticas de las distintas enseñanzas de
Jesús, recogidas por los Apóstolos. Donde Él recomendaba moderación, allí se presumía
seguir sus enseñanzas mediante la abstención total, naciendo finalmente la opinión
generalizada y desvirtuada, que las alegrías de la vida son reprochables, indignas de un
cristiano. Al evitar todos los goces de la vida, cargándose voluntariamente con
sufrimientos y torturas, se creía dominar la pecaminosidad de la naturaleza humana, y
asegurarse mayores alegrías para la vida después de la muerte.
A esta percepción luego se unió una clase de petulancia, oculta bajo humildad
simulada. Quien no profesaba la fe cristiana, por más culto y virtuoso que fuese, era
considerado un depravado, aún por el más brutal cristiano, es más, creía hacerse impuro
por cualquier contacto más directo con tal pagano. Por este motivo los cristianos
rápidamente se apartaron del contacto con los demás, rompiendo los vínculos familiares
y de amistad, huyendo a toda diversión y fiesta como a un crimen. En una palabra, pese
a toda la virtualidad y corrección de vida rápidamente empezaron a no ser más que
locos amargados.
La cantidad de cristianos, que crecía rápidamente, su manera de ser
misantrópica y distanciada, sus reuniones misteriosas, a las cuáles la difamación de los
sacerdotes judíos y paganos rápidamente atribuían objetivos políticos y criminales, su
manera hostil frente a los paganos, - todo ello llamó la atención del gobierno romano;
pero este seguía la muy sana política de no meterse en las religiones de sus vasallos,
mientras ella no fuera excusa para actos de enemistad contra las instituciones del Estado
y sus leyes. Por lo tanto los cristianos podrían haber vivido sin trastornos bajo el
régimen romano, pudiendo haberse desarrollado, si se hubiesen mantenido lejos de
contravenciones que ningún Estado puede dejar impune. Pero esto no lo hacían, sino
que en su euforia fanática desafiaban incluso al gobierno. Por principios religiosos se
negaban a cumplir con las obligaciones de ciudadano, negándose a ir a la guerra, o a
asumir cargos públicos, demostrándoles desprecio en vez de los honores de costumbre.
Por lo tanto era natural que el gobierno declarase al cristianismo como una religión
enemiga del Estado, tomándose la decisión de obligarle a subyugarse a las leyes del
Estado, y de castigarle por su violación. Cuanto a esto los Imperadores se encontraban
en pleno derecho, y creo que fueron justamente los mejores y más sabios entre ellos
perseguían a los cristianos rebeldes con más rigor.
Pero no obtuvieron éxito, sino que justamente lo contrario de lo que pretendían.
El desprecio por la vida y sus sufrimientos avanzó tanto entre los cristianos fervorosos,
a punto de considerarse el martirio como altamente codiciado. Se entregaban en masa a
la mano de sus perseguidores instigándolos de esta forma a las mayores brutalidades.
Cuanto mayores los sufrimientos que los cristianos aguantaban en nombre de Jesús,
tanto mayor sería la recompensa, que según su parecer, los aguardaba en la prometida
vida eterna.
La persistencia con que los sacrificados aguantaban la muerte más tortuosa, y
los honores religiosos ofrecidos por la comunidad religiosa al recuerdo de los mártires,
atizaba toda la fe cristiana hasta el fanatismo absoluto. La muerte de mártir parecía ser
la coronación de la felicidad, por creerse que eliminaba todo pecado, conduciendo
inmediatamente a la presencia de Jesús en el paraíso. Este fanatismo de mártir llegó a tal
punto, que los más recatos entre los cristianos, que percibían la inmoralidad de tal
desprecio por la vida, lo combatían en vano.
Los paganos, testigos de la perseverancia y alegría con la cual los cristianos
aguantaban los peores tormentos, se llenaban de admiración por tal religión, que daba
tanta fuerza, y se adherían en masa a ella. La cantidad de cristianos crecía día a día,
infiltrándose cada vez más en las clases más elevadas, inclusive en la corte del César.
Finalmente, el Imperador Constantino, quien reinó de 324 a 337, creyó oportuno hacer
de la religión cristiana la religión de Estado.
Los cristianos de los tiempos de los Apóstolos no se habían apartado de la
convivencia con los judíos, pues en realidad creían ser los verdaderos israelitas, y Jesús
sería el Mesías hace mucho esperado. Pero finalmente la enemistad de los judíos los
obligó a crear su propia comunidad.
Los estatutos de esta primera comunidad cristiana fueron como de cualquier
sociedad consistente en miembros igualitarios, pues todos los cristianos se decían
hermanos. Nadie tenía privilegios, eran iguales en obligaciones y derechos.
Para su dirección la comunidad eligió algunos hombres, merecedores del rspeto
general, a quienes llamaban presbíteros, o también obispos (episcopi, custodio). Su
oficio consistía en mantener orden y la concordia en la comunidad, sin que ellos mismos
pudieran pretender un rango superior, salvo el reconocimiento natural de los hermanos.
Los presbíteros tenían diáconos (ayudantes) a su lado, quienes tenían a su encargo la
distribución de las hartas limosnas entre los miembros más pobres de la comunidad,
como los otros asuntos pequeños, que no fuesen llevados a cabo por los presbíteros.
Las primeras comunidades cristianas eran repúblicas perfectas, y aún los
Apóstolos, que fundaron varias de ellas, y de alguna forma llevaban su supervisión, no
se arrogaban poderes para decidir sobre sus instituciones, sino que se limitaban a
asistirlas con consejos y acciones. El Apóstol Pablo insistió en la obligación de los
presbíteros, de no gobernar sobre las comunidades, sino de guiarlas con ejemplo
intachable. Y esto hacían los presbíteros de los viejos tiempos, se consideraban
servidores de la comunidad, que le agradecía con remuneración voluntaria.
No se conocía misa religiosa, las reuniones de los cristianos apostólicos se
llevaban a cabo sin cualquier ceremonia o uso destinado a los sentidos. La gente se
reunía en algún salón amplio, sin decorarlo especialmente para la ocasión ni someterlo a
cualquier consagración previa, pues le parecía a los cristianos una estupidez pagana.
Las reuniones estaban designadas únicamente a la reflexión y edificación. En
ellas se leía las cartas de los Apóstolos viajantes, o pasajes de las santas escrituras
judías. Seguía exposición reflexiva, probablemente bajo dirección de algún presbítero u
otro integrante de la comunidad, que sintiese vocación para ello. Luego lo escuchado
era puesto a discusión, y explicado a quienes no comprendían su sentido. Así las
reuniones de los cristianos de los tiempos apostólicos eran las primeras escuelas
populares. Terminada la exposición, se reunían en mesa común – a la llamada cena de
amor -, y a su término, o también a su comienzo, se hacía recorrer entre los comensales
vino y pan, para recordarse con amor y agradecimiento de Jesús, muerto por la
humanidad, probablemente repitiéndose las palabras utilizadas en la introducción de tan
bello uso. El final consistía en una colecta a favor de los pobres.
Lastimosamente esta costumbre sencilla de las comunidades cristianas cambió
rápidamente, para finalmente adquirir las formas de la actual Iglesia Católica. Será
suficiente para nuestros objetivos, hacer leve reseña, para explicar tan llamativa
modificación, contraria al espíritu cristiano.
Señalé hace poco que los presbíteros estaban encargados de la dirección de las
cuestiones de la comunidad. En sus consejos, el más antiguo tomaba la presidencia,
pero muchas veces, debido a su edad, no era el más adecuado para ello, y así los
presbíteros preferían elegir el más apropiado entre ellos para la dirección, a quien, por
llevar la dirección general, y al objeto de distinción entre los demás colegas – de igual
rango – se solía llamar de obispo.
Estos obispos rápidamente se auto arrogaron rango superior, y los encontramos
en las reuniones en una silla más elevada, mientras los demás presbíteros continuaban
en sillas normales al derredor de aquellos, detrás de ellos los diáconos, como los
hermanos sirvientes en las sinagogas. Y las comunidades rápidamente se acostumbraron
a ver en la persona del obispo así resaltada, su superior espiritual.
Situaciones especiales provocaron el aumento del prestigio de estos obispos.
Los cristianos del campo a principio se unieron a las comunidades de las
ciudades, pero viendo aumentar su número, deseaban sus propias comunidades, aún que
no pretendiesen interrumpir las relaciones con las comunidades de las ciudades, que les
servían de protección principalmente en los tiempos de las persecuciones. Solicitaban
por lo tanto a los obispos de las ciudades, que les provean de instructores y conductores,
y éstos generalmente mandaban a uno de sus presbíteros.
Este obispo del interior tenía sobre su comunidad el mismo poder que el obispo
de la metrópoli sobre la suya; pero de la naturaleza de las cosas se explica, que en
muchos aspectos los primeros dependían de los últimos. Así el obispo de la ciudad
obtenía una diócesis, o parroquia.
Así, ya en la primera mitad del segundo siglo desde el nacimiento de Jesús se
creó la base para la aristocracia clerical.
Una vez que se comenzó a utilizar instituciones judaicas en el cristianismo, esta
tontería se alastró, y tanto más como era útil a la vanidad y afán de dominar de los
obispos, quienes rápidamente supieron adueñarse de la conducción de todas las
cuestiones de la comunidad.
Al comienzo del siglo tercero ya se llegó a un punto, en el cuál se explicaba el
poder de los obispos desde los derechos de los sacerdotes previstos en el antiguo
testamento, y todo lo dispuesto por Moisés en relación a los sacerdotes, era trasferido
sin más con relación a los obispos y presbíteros. Hasta ahí se les tenía sencillamente
como sirvientes a la comunidad, lo que eran efectivamente; pero su orgullo se levantaba
contra ello, y a partir del siglo tres se había difundido hábilmente la creencia, que
habían sido nombrados, no por la comunidad, sino directamente por Dios, para su
instructor y guardián; por lo tanto ya no eran sirvientes de la comunidad, sino sirvientes
de Dios, y en consecuencia, tanto la instrucción, como el servicio de la nueva religión
sólo podría ser llevado a cabo por ellos, motivo por el cual deberían constituir una orden
separada y superior a la comunidad.
Para vencer definitivamente toda oposición de quienes consideraban a esta
situación como contraria a las enseñanzas de Jesús, los obispos utilizaron otro medio,
para hacer que sus pretensiones fuesen más aceptables.
Pues cuando los Apóstolos designaban instructor o presbítero, le colocaban la
mano en la cabeza, invocando a Dios, a fin de que le conceda la sabiduría necesaria para
el cargo. Esta costumbre había sido tomada del ritual judaico, sin que los Apóstolos se
percatasen del abuso que de ello harían sus sucesores. Pues ahora los obispos afirmaban,
que mediante esta imposición de manos el espíritu santo que habitaba a los mismos
pasaba al consagrado, y que éstos adquirían de esta forma el poder, para trasmitir por su
vez el espíritu a otros. En esta argumentación obtuvieron éxito entre los cristianos, y al
fin del tercer siglo la creencia se generalizó, empezándose a ver en los presbíteros y
obispos personas de rango superior.
Por más significativa que era la influencia de los obispos sobre las
comunidades, todavía seguía vigente la constitución democrática de las mismas. Los
obispos no podían gobernar a su gusto las cuestiones religiosas, sino que estaban atados
a la conformidad de los presbíteros y de toda la comunidad. Esto les era muy incómodo,
pues buscaban el poder absoluto, y a fin de obtenerlo, utilizaron los “sínodos
provinciales”.
Antes ya anotamos, de cómo las enseñanzas de Jesús fueron malinterpretadas
por los cristianos. Rápidamente se iniciaron disputas sobre su interpretación, y ya en el
segundo siglo encontramos que varias comunidades se reunían a fin de llegar a
consenso mediante debates conjuntos. Cuando tales disputas se multiplicaban con el
paso del tiempo, se hizo sentir la utilidad y necesidad de tales debates, acabando siendo
previstas para las comunidades de determinada región en forma regular, o por lo menos
anual. Así se originaron las reuniones de las iglesias provinciales. En las mismas las
comunidades se hacían representar por delegados, consistentes en obispos, presbíteros y
diáconos y algunos otros miembros de la comunidad.
Por más importancia que tuviese la influencia de los obispos sobre las
determinaciones tomadas por estos consejos de iglesia, siempre se veían contrarrestados
por los demás delegados de la comunidad, aún muy representativa, y los obispos
trataron de alejarlos de tales consejos. En esto tuvieron suceso, primero con los
integrantes de la comunidad que no cumplían oficios sacerdotales, luego con los
diáconos, y finalmente los presbíteros, de manera que la única representación de las
comunidades en los sínodos eran sus obispos.
Era victoria importante, pues ahora podían decidir lo que les parecía conforme
a sus intereses; pero seguían necesitando de la aprobación de la comunidad. Para alejar
este inconveniente, se inventó medio exótico, al cual llamaríamos torpe estafa – si no
hubiesen obtenido suceso.
Se había hecho costumbre entre los cristianos, iniciar cada reunión con una
súplica a Dios, a fin de que alumbre a los comparecientes mediante su espíritu, y los
guíe en sus deliberaciones. Esta costumbre seguía observándose en los consejos de
iglesia, y ahora los obispos crearon la creencia entre los cristianos, que mediante esta
plegaria el Espíritu Santo se hacía presente en cada sínodo, guiándolo, de manera que
sus dictados fuesen tomados como dictados del Espíritu Santo, o sea, provenientes de
Dios, y por lo tanto se hacía innecesaria cualquier aprobación posterior. Por esta astucia
se tomó el último resto de la libertad a las comunidades cristianas, quedando expuesta a
la arbitrariedad de los obispos.
Llegado a este punto, avanzaban con sus usurpaciones, llegando rápidamente al
tiempo en que los tan distinguidos dirigentes de las comunidades cristianas se
trasformaron – en su gran mayoría – en los más egoístas, desvergonzados y
despreciables personajes que se pueda imaginar. “Los instrumentos sacros de madera, se
trasformaron en dorados, y los antes dorados obispos, se trasformaron en madera.”
Cuando Constantino hizo de la religión cristiana la religión de Estado, todas las
relaciones canónicas sufrieron importante modificación. El Emperador pretendía la
supremacía clerical, no sólo dirigía a su bel placer los sínodos, dirigía la elección de los
obispos, o directamente los nombraba, sino que también resolvía las disputas religiosas
según su criterio particular. Así, por el momento se perdieron muchos de los poderes
adquiridos por los obispos, pero las ventajas obtenidas en cambio, eran de tal
importancia, que se mostraron muy humildes y dóciles, y así se hizo que todo en la
iglesia funcionaba conforme las indicaciones del Imperador.
El Imperador era la fuente, desde donde fluían honores y riquezas para sus
protegidos, disputadas por obispos y clérigos mediante las más infames adulaciones. La
pobreza de la Iglesia y de sus asistentes tuvo fin. Ya el propio César Constantino destinó
una parte del presupuesto estatal al mantenimiento del clero, concediéndole además
importantes privilegios. La más rentable entre ellas era la Ley que les permitía aceptar
donaciones, hechas vía disposición testamentaria, cosa no permitida a ninguna otra
institución, por las leyes vigentes.
Se había abierto un panorama amplio al clero. Se utilizó los medios más bajos
y despreciables para incentivar a los cristianos, ya empapados en supersticiones de toda
índole, a hacer copiosas donaciones, y apenas diez años más tarde ya nadie se arriesgaba
a fallecer, sin previo legado al clero. Éste ejercía su negocio de manera tan
desvergonzada, que poco después los Emperadores Graciano y Valentiniano se vieron
obligados a expedir leyes penalizando la obtención fraudulenta en herencias, a fin de
poner límites al clero.
Hierónymus, secretario secreto del obispo romano, Damasus, testigo de la
escandalosa práctica de los curas, exclamó, al publicarse la Ley: “¡No deploro la Ley
del César, sino el hecho de que mis hermanos lo hayan hecho necesario!” Describe a
estos sus hermanos de manera poco lisonjera, al decir: “A los ancianos sin hijos, y a las
viejas matronas les pasan el orinal, con sus propias manos cogen sus excrementos, y las
viudas ya no casan; son más libres, y los sacerdotes les sirven por dinero.” Incluso el
obispo de Hierónymo, Damasus, lucía el apodo de “mordisqueador de orejitas de
damas”.
Cuando Juliano (361 D. C) llegó al gobierno, todo el enjambre de curas cayó
en gran angustia, pues al erudito Emperador, - conocedor de las filosofías de su tiempo,
habiendo sido creado en ellas, - ya le parecía ridículo e insulso el cristianismo,
desfigurado por supersticiones y fábulas de todo tipo. Por lo tanto “renegó la fe”, como
reza la frase clerical, mereciéndose de los historiadores cristianos el apodo Apostata
(renegado).
La pura y simple enseñanza de Jesús, en realidad ya había sufrido triste
cambio, desfigurada por cuentos y fábulas. Antes del primer concilio general de las
iglesias en Nicea (335 D. C.), se contaban cerca de cincuenta evangelios, de los cuáles
la Iglesia sólo conservó aquellos contenidos en la Biblia, teniendo en cuenta que los
demás eran excesivamente ridicularizados por los paganos. Contenían los cuentos más
insulsos, las historias más triviales, y aún que no se encontraban tan familiarizados con
la madre de Jesús, como aquél Portugués, que escribió una “Vida en el Abdomen de
María”, relataban entre otras cosas, que a cualquier persona insolente, que se arriesgase
a tocar Maria en forma obscena, se le secaría de inmediato la mano. Igualmente cuentan
milagros, supuestamente realizados por Jesús en su infancia: Habría estado jugando con
otros niños, moldeando aves de arcilla, y que aquellas hechos por Jesús, inmediatamente
salían volando apenas las había terminado; Siendo un poco mayor, habría hecho una
mesa, y siendo reprendido por el padre, por ser demasiado baja, habría estirado la mesa,
hasta adquirir el tamaño deseado por el padre.
El Emperador Juliano trató de derrocar al cristianismo, si bien no los persiguió,
y cuando, después de dos años murió en la guerra contra los persas, su muerte causó
gran alegría.
Su protegido, el filósofo Libanius, cierta vez, mofándose, preguntó a un
educador cristiano en Antioquia: “¿Qué hace el hijo del carpintero?” recibiendo como
respuesta: “Una ataúd para tu alumno.” Poco después murió el Emperador, y Libanius
presumió, quizás por esta respuesta, que cayó de mano de algún cristiano fanático. En
sus últimos suspiros, el Emperador conversaba sobre la sublimidad del espíritu humano,
pero los cristianos afirman, que habría salpicado al cielo con una mano llena de sangre,
gritando: “Tu, Galileu, venciste.”
Con Juliano murió el último Imperador pagano, y bajo sus herederos, el poder
de los curas se alastró.
Los Buenos y Queridos Santos
En viejos tiempos se señalaba santo,
Quien comía moscas, saltamontes,
O acaso con su santo trasero
Se sentaba en nido de hormiga
Para circunspectita hibernación.
Hubieras de Butler

Todavía la ciencia no resolvió completamente el problema, de establecer cómo


surgen las epidemias, tal como la peste, la cólera y otros males horrendos, que afligen a
la especie humana de tiempos en tiempos. Más inexplicables son las epidemias del
espíritu, tan frecuente, que ya no les damos atención, y siquiera la percibimos como una
disfunción espiritual.
¿Cómo puede ser que una canción necia da vuelta a la tierra, sin que sea
posible huirle en ninguna parte, ni aún cuando uno se encuentra sólo, pues lo entona uno
mismo? Lo mismo ocurre con malo chiste, o dicho insulso, o un modismo, donde más
tarde incluso espanta el hecho de su existencia. Innecesario citar ejemplos, pues toda
persona podrá citar alguna canción, dicho, o modismo, de aparición epidémica.
Lo singular en estas epidemias espirituales es, que el aislamiento contra ellas
no constituye remedio infalible, pues conocemos usos, que se propagan por ejemplo en
monasterios de países enteros, aún que entre ellos no haya ningún tipo de conexión. En
uno de los próximos capítulos daremos algunos ejemplos curiosos de ello.
Los brotes de las epidemias espirituales más horrendas los contiene la religión,
y ninguna más que la malentendida religión cristiana. Trasformó a Europa en un triste
manicomio durante siglos, y la locura que ha creado hizo millones de víctimas.
Éste capítulo trata de los santos de la Iglesia Romana, pues la protestante los ha
suprimido, manteniendo sólo a los santurrones. Todos estos santos – salvadas pocas
excepciones – no pasaban de personas enloquecidas por la religión, que, si viviesen hoy
día, serían encerradas en manicomios. Todo lector, no poseído por la misma demencia,
será convencido de la veracidad de esta afirmación al final de éste capítulo.
La enseñanza de Jesús, de que esta vida no es más que preparación para la vida
futura, y que todo aquél que cargue con los sufrimientos terrenales con sumisión divina,
será recompensado en la vida eterna, tenía por objeto consolar y dar esperanza a la
sufrida y subyugada humanidad. Cuanto mayor el sufrimiento inmerecido de un fiel,
mayor la esperanza de una feliz vida eterna. Así resulta comprensible que se encontrase
personas, que recibían las accidentales penurias como una gracia, visto que le daba
oportunidad para merecerse el cielo.
Esta interpretación, del carácter merecedor de las penurias, no constituía gran
desvío, más que se sustentaba en varias supuestas expresiones de Jesús relatadas por los
Apóstolos. Y así sucedió que las personas creaban sus propios sufrimientos, por creerse
que así garantizaban la salvación de sus almas. Y no se apercibían lo egoísta e inmoral
de tal concepción.
La idea de que soportar tormentos corporales con alegría sería meritorio, y de
crearlos uno mismo, sólo tomó importancia después de que los cristianos ejecutados
durante las persecuciones de los Imperadores Diocesano y Decio obtuvieron tan altos
honores por su perseverancia. Aún que los escritores eclesiásticos hubiesen exagerado
sus relatos, en cuanto se refiere a los sufrimientos de los mártires, generalmente
merecen fe, pues es hecho conocido, que personas en alto grado de exaltación espiritual
no sienten el dolor, como lo pueden atestiguar varios soldados experimentados, que en
el calor de la batalla a menudo no se apercibían de sus heridas.
Este delirio obtuvo el punto más alto principalmente en el siglo IV, y lo que
dijo Zeno, obispo de Verona (cerca del año 380), refleja la creencia común: “El mayor
honor de la virtud cristiana es, pisar a la naturaleza con los pies.”
Esta percepción obscura se propagaba aflicción sobre todo el mundo cristiano,
haciendo de la Tierra un vale de lamentaciones. Los cristianos devotos no se creían
merecedores del calor solar, cualquier disfrute les parecía un paso hacia le infierno, y
todo sufrimiento un paso en el camino al cielo.
Mas tarde todo se hizo más divertido en la Iglesia Cristiana, tan divertido, que
resultaron en escándalo, horror y la reforma, pero Lutero les hizo conocer a la gente la
Biblia otra vez, que le había sido privada por la Iglesia Romana, y la lectura de la
misma trajo efectos semejantes a la lectura de los Evangelios por los cristianos de los
primeros siglos.
Pruebas de ello encontramos de sobra en la Historia, como también en las
prédicas, como en otras escrituras espirituales de los tiempos pos-reforma. Abarrotado
de ello se encuentran en los libros de cánticos, en los cuales ocasionalmente se
encuentra versos singulares como el que sigue, tomado textualmente de un libro de
canciones de Breslau, aún no muy antiguo:
Ich bin ein altes Raben-Aas, (Soy vieja carniza de cuervo,
Ein rechter Sünden-Knüppel, Verdadero garrote de pecados,
Der seine Sünden in sich fraß, Que se tragó sus pecados,
Als wie den Rost der Zwibbel. Como la herrumbre de cebolla.
O Jesus, nimm mich Hund am Ohr. O Jesús, tome a mi, perro, por la oreja
Wirf mir den Gnadenknochen vor, Tíreme el hueso de su gracia,
Und schmeiß mich Sündenlümmel Y tíreme, pecador grosero
In deinen Gnadenhimmel En el cielo de tu gracia.)
Como Jesús creyó necesario ir por catorce días al desierto – por qué motivo no
lo dijo a nadie -, así también creyeron los exaltados, tener que correr al desierto, y
purificar su cuerpo con ayunas y torturas, pues Jesús dijo: “Hay quienes fueron
castrados desde su nacimiento, por otros, pero algunos, que se castraron a sí mismo en
espera del cielo. Si alguien me quiere seguir, niéguese a si mismo, alce su cruz y me
siga” y, “Si quieres ser perfecto, vaya y te deshaga de todo lo que tengas, délo a los
pobres, así tendrás un tesoro en el cielo – venga y sígame.”
Alguno, que ya había estado castrado de nacimiento – en su masa cerebral–
habiendo sido loco por naturaleza, habrá llegado a la santidad por coincidencia, pero la
mayor parte de los santos se trasformaron en locos debido a tales pasajes bíblicos.
Los desiertos de Siria y Egipto se poblaron con delirantes cristianos, que
pretendían seguir a Cristo, y, como éste había sufrido, creyeron merecedor
autoimponerse libre y espontáneamente tormentos aún mayores. Cada uno de ellos
buscaba pisar a la naturaleza con los pies, y muchos lo consiguieron de una manera tal
que se nos eriza la piel. Este fanatismo se hizo epidémico, y los normalmente desolados
desiertos, se poblaban como ciudades.
La imagen más ejemplar de la vida de estos “padres del desierto” nos da el
siguiente relato de un hombre, que por un mes quedó observando esta vida y conducta
como testigo inmediato: “Algunos imploran piedad, con la vista levantada al cielo, con
suspiros y gemidos; otros, con manos atados a espaldas, no se consideran dignos de
mirar al cielo; otros, sentados en la tierra, sobre cenizas, ocultan la cara entre las
rodillas, golpeando con la cabeza al suelo, otros chillan a altas voces como ante la
muerte de entes queridos, otros se hacen reprimendas por ser incapaces de derramar
suficientes lágrimas. Su cuerpo se encuentra, como lo dice David, lleno de pus y llagas;
mezclan su agua con lágrimas, y su pan con cenizas, su piel cuelga de los huesos, seca
como la hierba. No se escucha sino ¡ay, ay! ¡Perdón! ¡Misericordia! Algunos apenas
arriesgan mojar sus labios ardientes con algunas gotas de agua, y apenas probaron un
pedacito de pan, tiran el resto, en sentimiento de desmerecimiento. ¡No piensan sino
muerte, eternidad y juicio! Tienen rodillas endurecidas, mirada y mejilla hueca, el
pecho sangriento de los golpes, y muchas veces escupen sangre; visten trapos sucios
llenos de parásitos, como criminosos en las mazmorras, o como personas poseídas.
Algunos solicitan, que no sean enterradas, sino tiradas al aire libre para pudrirse como
los animales”.
Quien de estos habitantes del desierto todavía no se encontraba loco,
ciertamente lo sería después de una vida en tales circunstancias. El ejemplo atiza la
vanidad, y uno trataba de superar al otro en rigor y autoflagelación.
Uno de estos pobres perdidos y desconcertados - ¡santos! – ¡vivió por
cincuenta años en una caverna subterránea, sin nunca volver a ver la luz del sol! Otros
se dejaban enterrar hasta el cuello en el mayor calor, y otros se costuraban dentro de
pieles, de manera a dejar libre sólo un pequeño agujero para respirar; adecuado traje de
verano para el calor africano, aún más tolerable que el cubículo que otro se excavó en
un pedazo de peñasco y que cargaba consigo como un caracol su casita.
Muchos se cargaban con pesadas cadenas de hierro y pesas. Santo Eusebio
cargaba constantemente ciento y treinta quilos de hierro en su cuerpo. Uno de estos
locos, de nombre Taleleus, se prendió en un aro de carro, permaneciendo en esta
posición por diez años, luego de lo que, en retribución de esta hazaña, se retiró a una
jaula. ¡Ciertamente un raro pajarraco!
Algunos hicieron la promesa – me parece que las mujeres no lo hacían – a no
decir palabra por años, no mirarle a nadie, o saltar sobre una sola pierna, o comer sólo
pasto, y lo que más estupideces uno pueda imaginar.
A San Bernabé se incrustó una piedra puntiaguda en el pie; sufrió los peores
dolores, pero no permitió que se le quite la piedra. Otros dormían sobre espinas, otros
intentaban quedar sin dormir, eran capaces de pasar hambre cómo los educadores o
poetas alemanes; pero con la ventaja de que eran santos locos, y está comprobado que
tales locos pueden pasar mucho tiempo sin alimentación. Simeón, hijo de un pastor
egipcio, sólo comía a los domingos, manteniendo atado y comprimido su cuerpo con
una soga tan apretada, que hacia por todos los lados emergían llagas tan hediondas, que
nadie lo aguantaba en su proximidad.
Este Simeón siempre creía, que no se castigaba lo suficiente, inventando algo
nuevo, o por lo menos todavía no utilizado por los cristianos (adoradores de la gran
abuela, Kybele, en Siria ya hicieron cosa semejante). ¡Se trepó a la cima de una
columna, quedando parado sobre ella durante años! El primer puntal utilizado para el
ejercicio, apenas medía cuatro pies, pero cuanto más se incrementaba su locura, tanto
más subía la altura de su columna. Cuando su delirio alcanzó el colmo, la columna
medía cuarenta pies, y sobre esta se mantuvo parado ¡treinta años!
Como se lo hacía para no caerse, cuando sucumbía al sueño, no se lo puede
imaginar, pero probablemente se acostumbró a dormir parado como burros y caballos.
Una de sus diversiones predilectas consistía en bajarse hasta los pies durante sus
plegarias. Habrá tenido una espalda más flexible que la de un camarero, pues un testigo
inmediato relata haber contado 1244 de tales inclinaciones, y que el santo aún siguió
continuando indefinidamente con tales movimientos.
¡Por su lado, Sirenón logró quedar sin comer durante cuarenta días! Cuando
finalmente a su cuerpo cadavérico le faltaron fuerzas para mantenerse en pie, mandó
atarse en un puntal montado sobre su columna, y se hizo atar con cadenas en posición
parada.
Esta locura de columnas encontró muchos imitadores, principalmente en las
cálidas tierras del amanecer. En Europa sólo se ha conocido un santo de columnas, y la
piadosa ciudad de Trier le cupo el honor de haber sido uno de sus hijos. Pero el entonces
obispo todavía no se había sumergido de forma tan completa en el espíritu de la Iglesia
Católica como el obispo Arnoldo, quien hace aproximadamente veinte años mostró la
vestimenta supuestamente sin costuras de Jesús mediante pago, pues de lo contrario no
habría mandado echar la columna y expulsar al despistado – digo, santo – de la ciudad.
Como el objetivo supremo de éstos locos consistía en autotorturarse por la
salvación de sus almas, “pisar a la naturaleza con los pies”, y subyugar todo impulso de
la carne, así naturalmente también se combatió y maldijo todo impulso sexual, como
absolutamente anticristiano. Sin embargo la lucha contra este poderosísimo instinto les
costó el mayor esfuerzo, teniendo asimismo, como veremos a seguir, las peores
consecuencias para la autodenominada humanidad cristiana.
Sto. Hidrónimo (nacido 330, fallecido 422) relata fríamente, que este duelo con
la naturaleza produjo infección cerebral, y muchas veces locura en jóvenes y señoritas.
Los pobres idiotas, que mortificaban el cuerpo, para humillar su impudicia, no sabían
que con esto empeoraban el mal, pues el diablo – que notoriamente mete mano en todas
las cuestiones – infestaba sus fantasías con los cuadros más opulentos.
Algunos, al objeto de facilitar la lucha desigual, untaban sus miembros rebeldes
con zumo de cicuta, otros daban fin definitivo al mal, mediante extirpación del mal por
la raíz. Así naturalmente se terminaba con todo, inclusive la tentación, y si hay
merecimiento en la superación, pues, hubo merecimiento. El patriarca de iglesia
Orígenes, normalmente tan comedido, lo hizo igualmente; pero su acto no era original,
visto que los sacerdotes de la Kybele se auto infligían esta operación con cierta
frecuencia. Leoncio, sacerdote de Antioquia, Jacobo, monje sirio, y muchos otros
sacerdotes, y diáconos siguieron el ejemplo, de lo que surgió la necesidad de emitir una
ley contra la fiebre de castración. ¡Gracias a Dios estamos a salvo del retorno de tal
fanatismo!
Otros, que no se pudieron animar a cura tan radical, o que la rechazaban debido
a su devoción, sufrían torturas infernales. Al santo Pachónimo el fuego interior impulsó
hacia el desierto, pensando que aquí lo iba a asfixiar más fácilmente que en un mundo
donde abundaba la tentación a dos piernas. A menudo se encontraba a punto de dar fin a
sus tormentas insoportables mediante el suicidio. En determinada oportunidad se acostó
desnudo en una gruta habitada por hienas. Las bestias lo husmeaban, pero sin causarle
daño – a lo mejor por intuir su santidad.
Un día se acercó al atormentado hombre una bella señorita Etíope, se sentó en
su regazo, excitándole a tal punto, que creyó estar haciendo, lo que cualquier persona
menos santa sin falta habría hecho en su lugar. Cuando lo imperdonable sucedió, le pasó
como a muchos en situaciones similares, reconoció la mano del tentador, y le agradeció
a la chica con una bofetada. Y su presunción era verdadera; la niña era el diablo en
persona, pues, debido al contacto, la mano de Pachónimo apestó durante un año a tal
punto, que prácticamente perdía el conocimiento cada vez que acercaba la mano a la
nariz.
Disgustado por haber sido sorprendido por el diablo de esta forma, deambulaba
por el desierto. Encontró una serpiente, y en su delirio, la acercó a aquél miembro que
Orígenes se había cortado. Pero la víbora, igual que las hienas, no quizo morder.
Pachónimo entendió que era un gran milagro, y una voz interior le dijo para dejarse en
paz, y así parece que la niña del diablo lo curó.
Estupidez unida al misticismo, y el fanatismo resultante contaminan y se
alastran como la peste y la cólera. Toda la cristiandad fue contaminada por este
fanatismo ascético. En multitudes corrían al desierto, de tal manera que los santos se
pisaban los pies, viéndose obligados a crear enormes comunidades – monasterios.
Santo Pachónimo, el efectivo fundador de los mismos, aglomeraba en el suyo a
mil cuatrocientos monjes, teniendo la supervisión sobre más siete mil. En el siglo
cuarto, hubo como mínimo cien mil monjes y religiosas en Egipto, pues que las
mujeres, fácilmente excitadas y enloquecidas no pudiesen quedar lejos de tal locura, es
fácil de imaginar. En los desiertos mejor situados empezó a faltar lugar, y empezó a
crearse “desiertos” artificiales, o sea, monasterios en las ciudades. La ciudad de
Oxyrrhinchus albergaba más monasterios que viviendas, y en ella rezaban y trabajaban
nada menos de treinta mil monjes y religiosas.
Que se burlasen los paganos, al objeto de extinguir este santo fuego, sin
resultado, pues los más honrados educadores de la Iglesia alababan la vida monástica y
eremiteña, llamándola de vía rápida al paraíso. Las más santas uniones naturales se
deshacían. Jóvenes abandonaban sus novias, como el Sto. Alexius, quien huyó al
desierto en su noche de nupcias. ¡Ammo le leyó a su novia las epístolas de Paulo a los
Coríntios! Por ello, su novia se encantó a tal punto que le acompañó al desierto, donde
juntos habitaban una choza miserable, castos como una gallina que vive con un perro.
Juan Colybita, hijo de distinguidos padres, también fue consumido en su noche
de nupcias por la fiebre loca, huyó a la tentación yendo al desierto. Una añoranza
insuperable le hizo volver a su ciudad natal. Aquí vivió diecisiete años como
mendicante en una perrera, al costado de la casa de sus padres, a los cuales sólo se dio a
conocer en su lecho de muerte. Estos eran los frutos de las enseñanzas de personas
como San Hidrónimo, quien dijo: “Y aún que tus hermanos se aferren a tu cuello, y tu
madre, con lágrimas y cabello revuelto te muestre su seno en ropas harrapientas, y tu
padre, quien te alimentó se acueste en el portal, apártelos con los pies y siga de ojos
secos a la bandera de la Cruz.”
Muchos fueron llevados asimismo a la vida ascética debido a ambición y
vanidad, pues los eremitas y monjes eran objeto del mayor respeto. Si llegaban a alguna
ciudad, tenían recepción triunfal, y si pasaban por alguna, de ella salían millares a
solicitar su consejo y bendición.
Si algún lugar era habitado por un “santo” especialmente extravagante, se
consideraba especialmente bendecido, y estos santos acostumbraban ser disputados y
capturados por moradores de otras localidades, como si fueran monos.
Salamanio, de Kapersana, población del Eufrates, se hizo encerrar en una casa
sin ventanas ni puertas. Una vez al año abría esta jaula, al efecto de recibir alimentos,
que la gente le acercaba, pero sin hablar con nadie. Los habitantes de su población natal
pensaban tener derechos sobre esta flor de santidad, motivo por el cual lo secuestraron.
Apenas lo tuvieron algunos días, les fue robado por vecinos de otra localidad. Y todos
estos acontecimientos no fueron suficientes para quitarle una sola palabra e este santo.
La veneración a estos chiflados del desierto llegó a tal punto, que incluso el
Imperador Teodosio les confió la educación de sus hijos Honorius y Arcadius. Por
supuesto nada útil se hizo de los dos, pues Honorio quedó prácticamente chiflado,
siendo que su mayor placer era alimentar a las gallinas. Inocente ocupación para un
César, aún que fuera imperador moderno, con tal que los pájaros cacareen en el debido
tono.
Teodosio siempre fue buen amigo de los monjes, y tanto él como otros
imperadores, los consultaban como oráculo. Imitaba al gran Alejandro, diciendo, “No
fuera Teodosio, me deleitaría ser monje.” Su pueblo tuvo razones suficientes para
lamentarse por ser él Teodosio.
Entre los “padres del desierto” varios obtuvieron un especial reconocimiento de
santidad, en parte por tormentos increíbles que se auto infligían, en parte por los
milagros, que se les adjudicaba. Debido a las operaciones asustadoras con las cuáles
flagelaban al cuerpo, también sufría el espíritu, y así no nos debe sorprender que estas
personas tuvieran apariciones y visiones, que tomaban por verdaderas, sirviendo
solamente para confundir aún más su razón debilitada. Los autores clericales que relatan
estos milagros, eran personas serias, y lo hacen con la firme convicción de la verdad de
lo que relatan. Sólo más tarde la ambición habrá llevado a la mentira deliberada.
Habría descartado todos estos milagros por excesos momentáneos, si hubiesen
merecido crédito sólo en aquellos tiempos obscuros, pero aún hoy son tenidos como
auténticos por millares de católicos romanos.
El católico común, en los países auténticamente católicos, poco sabe de Dios;
no entiende la concepción filosófica de la divina Trinidad, que tampoco le calienta los
sesos, sólo conoce a sus santos milagrosos y al diablo.
No nos queremos demorar mucho en esta sociedad, en parte ridícula, en parte
digna de lástimas. Quien quiere conocer toda la estupidez de los milagros, que lea los
libros de los santos, recomendados y divulgados por la curia en los países católicos.
El mayor reconocimiento como santos del desierto lo recibieron San Pablo, San
Pachónimo, San Antoni, San Hilario y San Marcario Nº 1 y Nº 2. Las batallas
combatidas con el diablo por estos guerreros del cielo, fueron incontables, y la
impresionante actividad del “enemigo mayor” no puede sorprender, visto que estos Don
Quijotes veían en cada mono, en cualquier animal, y, por supuesto, en cada mujer que
encontraban imprevistamente, no sólo a infernales molinos de viento, sino al mismo
molinero del infierno.
Todo mal, resultado de su estado de enfermedad física y mental, era
considerado consecuencia de la actividad del diablo. Antonio dormía sobre la tierra
desnuda, y en zanjas húmedas, siendo evidentemente atacado por la gota, tal como
habría ocurrido a cualquier no-santo; pero creía que los dolores que sentía, provenían de
la lucha corporal con el diablo – si bien probablemente tuvieron que vencer a menudo
peleas con los primates de fuerza considerable, que habitaban el sur de Egipto, talvez
antecedentes del diablo. A las lindas doncellas que habitaban sus sueños, las confundía
directamente con el diablo, porque lo tentaba de la forma más cruel, y la tal “tentación
del Santo Antonio” se ve retratada con más frecuencia, por atizar la fantasía de los
pintores.
Varios de estos eremitas habrán sido llevados por su vanidad a simular
apariciones, para aumentar su merecimiento ante los hombres. ¿Quien podrá distinguir
las fronteras entre las manifestaciones de la demencia y lo inventado? ¿Cuánto tiempo
hace desde que terminaron los procesos contra las brujas? Quizás en estos últimos
hayan ocurrido algunas exageraciones deliberadas, pero ciertamente, aún hace cien años
muchos de los más notables teólogos y juristas creían en la posibilidad de apariciones
diabólicas y acceso carnal con el diablo y otros malos espíritus; pues caso no fuese así,
se deberá tener como asesinos deliberados a los jueces que mandaron quemar a las
brujas por centenas de millares. Los procesos contra las brujas aún continuaban en el
siglo pasado, y el ciudadano común, y no sólo en los países de religión católica romana
creen firmemente en su existencia.

A San Antonio se adjudica muchos milagros. Los escritores de la iglesia


relatan, que los animales del desierto le obedecían como perritos adiestrados. A menudo
cercaban su gruta, esperando que termine su reza, para recibir su bendición, saliendo
luego con cristianos pensamientos a asaltar otros animales. Cuando enterró a San Pablo,
fallecido en su año ciento y trece, dos piadosos leones le ayudaron a cavar la tumba.
Cuando terminaron, volvieron a las profundidades del desierto, coleando y con
conciencia limpia.
San Marcario, quien, al efecto de vencer su instinto carnal, se sentó de trasero
desnudo en un nido de hormigas, fue honrado igualmente con la confianza de las
bestias. Una vez una hiena se presentó a su puerta, llamando humildemente. Cuando
atendió el santo, la piadosa madre puso a sus pies una cría ciega, así como una piel de
oveja en paga de sus servicios. “¡La mataste, no la quiero! le regañó San Marcario a la
devota hiena, que quedó tan resentida que sus ojos se llenaron con lágrimas. Esto
conmovió al santo, quien le dijo a la bestia arrepentida: “Si prometes no matar más a
ninguna oveja, tomaré a la piel, y curaré.” La hiena asiente, y el santo cura. Éste vuelve
a su habitación, y aquélla vuelve al desierto, y nunca más mató a una sola oveja, sino,
posiblemente cabras.
El primer milagro realizado por Hilário, no es tan espectacular. Una joven
señora, despreciada por su marido por no darle hijos, buscó consejo del santo de
veintidós años. Rezó a solas con ella, y a los nueve meses le nació un pequeño santo,
concebido mediante la reza diaria.
¿Para que citar más milagros? – Acá un santo cabalga un cocodrilo sobre el río
Nilo, allá otro conduce a un dragón atado con piolín, acá uno hace que se queme la
nieve, flotar al hierro, y crecer frutas en el sauce, allá otro santo utiliza a un falcón vivo
como sombrilla, o tiene atado al diablo frente al arado, - en fín, los santos no sólo
confundían al hombre, sino también a la misma naturaleza. Y todas estas estupideces
eran creídas, pues nadie dudaba de que tan santas personas pudieran cambiar e
interrumpir las leyes de la naturaleza a su arbitrio.
Las exaltaciones surgidas en el oriente también tuvieron resonancia en Europa.
Para ello cooperó Santo Ambrosio, obispo de Milano, a quien agradecemos el Te Deum
Laudamus, y Santo Hierónimo, ya mencionado. Ambos actuaban por ejemplo propio,
como por escritos. El propio Hierónimo vivió varios años en el desierto sirio, habiendo
escrito obra intitulada “alabanza a la vida solitaria”, tenido como obra maestra de la
persuasión. Aún me veré obligado a citar más tarde partes de la misma. Nacido en 331
en Strydon de Dalmácia, residió por mucho tiempo en Roma, falleciendo en 422 en un
monasterio de Belén.
La adicción a la vida ascética rápidamente se esparció en Europa, santos y
monasterios nacían como hongos. San Martín fue el primero a establecer monasterios en
Francia, Nació en 316 en Panónia, habiendo tomado las profesiones de la guerra.
Cuando en cierta oportunidad dio la mitad de su manto a un pobre, le pareció escuchar
la voz de Jesús, quien le dijo: “Lo que hiciste al otro, lo hiciste a mí.” Debido a ello,
abandonó su regimiento, a ingresar en la fila de los santos. Su reputación se ensanchó
rápidamente, se hizo obispo de Tours, y santo muy orgulloso. Cuando compareció ante
el Imperador Valenciano, éste no quiso levantarse de su trono para saludar a San Martín.
A éste le enojó tal petulancia, rezó, y – según cuenta la “Historia” – llamas fogosas
salieron del asiento real, de tal forma que su Majestad tuvo que levantarse
inmediatamente, para no quemar su noble trasero.
La suma de los santos europeos es muy alta, y me gustaría seguir relatando de
su santa vida y de todos sus milagros; pero carezco de tiempo y espacio para tan
extendida obra, y me limitaré hablando solamente de aquellos considerados fundadores
de las órdenes de los monjes, o que se hicieron importantes como apóstolos, y aún así el
número es tan grande, que es necesario limitarme.
Pero antes que siga, pretendo mostrarle a los cristianos devotos, que lo que
significa en realidad un tal santo, y para qué sirve aún hoy día. Se sabe – así lo enseña
naturalmente la Iglesia Romana – que un santo no sólo es bienaventurado, sino que
también ocupa un lugar especial, superior en el cielo, que de cierta forma pertenece a la
familia de Dios, estando en permanente contacto con Jesús, la virgen María, la madre de
la ahora “concepción pura”, el Espíritu Santo, los ángeles más distinguidos y los
apóstolos. Fácil entender que tal santo tiene influencia directa o indirecta ante el Amado
Señor, y difícilmente peticiona en vano. Los santos especialmente están ocupados con
muchos quehaceres, pues no sólo protegen a las personas que viven en la tierra, cuyos
guardianes son, sino que asimismo representan ramas especiales de la ciencia de los
santos. Además son representantes ante Dios de naciones enteras, o de ciudades
específicas, y así se entiende fácilmente que su función en el Cielo no es sinecura. Y
para que cada uno, que, atacado por un hinchazón religioso o mal corporal, cuya cura
pretenda a precio inferior que lo ofertado por doctor terrenal, sepa lo que hacer, voy a
citar algunos santos principales junto con sus funciones.
La nobleza goza de la protección especial de los tres santos San Gregorio, San
Mauricio y San Michael. El patrono de los teólogos es curiosamente el vacilante Sto.
Tomás. El guardián de los chanchos es Sto. Antonio. La jurisdicción sobre los juristas la
tiene San Ivo, sobre los médicos San Cosme y San Damián; sobre los cazadores San
Humberto. Los ebrios gozan de la protección de San Marín. Así también cada oficio
tiene su protector específico, a los cuales los artesanos católico-romanos seguramente
encargan sus negocios, cuando los muchos feriados, o la peregrinación hacia el santo
guardarropa les impide cuidarlos ellos mismos.
Igualmente cada nación tiene su patrono específico. Los portugueses tienen a
San Antonio (quien además protege a los cerdos), los españoles a San Jacob; los
franceses a San Denis, los ingleses a San Jorge, los venecianos San Marcos, y los
alemanes tendrán su propio protector cuando sean una nación; mientras son los patronos
de las demás naciones, cuidan sus negocios diplomáticos en el Cielo.
Así también algunos santos, menos ocupados con la representación de naciones
o ciudades específicas, pasan su tiempo en el cielo para estudiar a profundidad algunos
males que afectan a nosotros, gusanos de la tierra, y el Amado Señor, que no puede
hacerlo todo por si mismo, les permitió, según la creencia de muchos católicos, a darle
una mano acá otra mano allá.
San Aja estudió la ciencia jurídica y ayuda en procesos; San Cipriano en la gota
San Florián protege contra incendio, Sto. Nepomuceno contra mareas y contra
difamación; San Benedicto contra veneno; San Huberto contra rabia canina, Santa
Petronella en la fiebre, San Roque contra la peste, San Ulrique contra ratones y ratas,
Santa Apolonia contra dolor de diente, siempre que su origen no sea el embarazo, pues
en tal doloroso caso uno debe dirigirse a Sta. Margarita, que también auxilia en partos
difíciles. San Blas espanta el dolor de garganta, y San Valentín contra la tisis; Sta. Lucía
contra males del ojo, y veterinario del Cielo es San Leonardo.
San Benedicto es padre de los numerosos monjes benedictinos. Nació en el año
480 en Nursia en Umbría, falleciendo en 543. La leyenda cuenta cosas raras. Ya en el
seno materno cantaba salmos, y cuando, siendo niño lloraba, un ángel le traía varilla de
obispo, gorra de obispo y breviarios para jugar, y hacían música sobre instrumentos
inventados sólo varios siglos después entre los hombres. ¡Su primer milagro consistió
en reconstruir una fuente despedazada por medio de la oración!
En la reza estos santos – si damos crédito a los autores de la Iglesia, poseían
una lúgubre persistencia e intimidad. Algunos, de tanta devoción, se levantaban algunos
pies por encima de la tierra, levitando así en el aire. Un santo irlandés, de nombre
Kewten, rezó tan insistentemente y por tanto tiempo, ¡que una golondrina puso huevos
en sus manos unidas, y los empolló!
Es notorio que San Benedicto fue arduamente perseguido por el diablo, quien,
cuando el santo hombre se había enterrado en la soledad, revoleteaba al derredor de él
en la forma de un mirlo. Cuando él (el santo, no el diablo), se hizo Abad de un
monasterio, el Diablo sedució a un cura, y éste introdujo a siete lindas muchachas en
uniforme natural al jardín del monasterio, de manera que casi todos los monjes
quedaron enloquecidos. Intentaron reiteradas veces envenenar al severo Abad,
lógicamente sin suceso, pues éste, o despedazaba al vaso del berberaje mediante la reza,
o entonces venía un cuervo que inmediatamente llevaba el pan envenenado al desierto.
Benedicto fundó gran cantidad de monasterios, entre ellos el famoso de Monte
Casino, y dio a sus monjes una norma, muy sensata para un santo de su tiempo. Sus
monjes debían trabajar; nada dispuso sobre autoflagelación y cosas similares. Su norma
monástica rápidamente sirvió de base para todos los demás, y los monasterios
benedictinos se trasformaron en refugio para las artes de las ciencias, que sin ellos a lo
mejor habrían sido tragados por el cristianismo del rudo medioevo. Por ello debemos
honrar a San Benedicto como uno de los santos más merecedores, sin cargarle con los
milagros disparatados que le imputan veneradores posteriores.
De sus normas monásticas se apartan considerablemente aquellas del monje
terrenal Columbanus; En su libro disciplinario llovían docenas de cachiporrazos por la
menor falta. Quien contradecía a un hermano, sin adicionar; “Si bien te acuerdas,
hermano”, recibía cincuenta garrotazos, y a quien se antojaba a hablar con una mujer –
doscientos, bien contadas.
El monje inglés Winfried, después llamado San Bonifacio, normalmente es
llamado Apóstol de los Alemanes. Introdujo los monasterios en Alemania, y con ello,
toda la bendición de Roma. Los frisones adquirieron el merecimiento de haberle
azotado a muerte junto con cincuenta y tres curas (el 5 de junio de 759). Si lo hubiesen
hecho antes, quizás no sabríamos nada del celibato de los sacerdotes, peregrinajes,
idolatría de cuadros y reliquias, y cosas similares, cosas que introdujo en Alemania.
San Adalberto, el así llamado Apóstol de los Prusianos, fue obispo de Praga, y
muy buen hombre, sólo le faltaba juicio. Cual habrá sido su patria, no lo sé, pero
presumiblemente era alemán, pues era tan humilde, que en la corte de su amigo Rey
Otto XI limpiaba furtivamente las botas del personal.
Añoraba la corona de mártir, y ciertamente buscó el camino más corto para
obtenerla, si bien en santa simplicidad. Con dos compañeros recorría la tierra de los
salvajes y paganos prusianos, cantando salmos. Éste pueblo feroz, al principio no lo
tenían por santo, sino por loco, siendo reforzados en esta percepción, cuando Adalberto
ultrajaba sus ídolos, dándoles en cambio la Cruz, la hostia, imágenes de Maria y otras
utilidades del hogar cristiano-romano. Cuando los prusianos se burlaban de él, injuriaba
a los obstinados y se colerizó, y antes de haberse dado cuenta, se le habían incrustado
siete lanzas paganas en el santo cuerpo, que de él hicieron un mártir.
Bruno, benedictino de Magdeburgo, corrió igual suerte algunos años después,
los prusianos lo aporrearon a muerte, junto con dieciocho de sus compañeros.
De igual importancia como patrocinador del quehacer monástico y como santo,
pero mucho más importante como persona es Santo Bernardo. De él, Lutero dice: “Si
alguna vez hubo un monje temiente a Dios, entonces lo fue Bernardo; como él nunca
escuché, ni leí, y a él le tengo más alto concepto que a todos los monjes y curas de toda
tierra.”
Bernardo procedía de una familia de la nobleza Borgoñesa, nacido e 1091 en
Fontaines a Dijon. Era un entusiasta, pero persona íntegra, seriamente preocupado en
rehabilitar al clero corrompido, como igualmente regenerar a la raza humana. Castigaba
su cuerpo en forma cruenta, mediante alimentación que a menudo consistía solamente
en hojas de haya y pan de el peor harina de cebada. Cuando, esporádicamente reforzaba
esta alimentación con un poco de pasta de harina con aceite y miel, lloraba
desconsoladamente su debilidad.
Su fe y su razonamiento despierto rápidamente le hicieron adquirir muy buena
fama. Cuando cierta vez entró en Milán, sus manos y brazos quedaron hinchados de
besos, que le brindaban los creyentes importunos. Podría haberse hecho arzobispo, sí,
Papa, pero rechazó todos los honores; pero como simple hermano de Citeaux ejerció la
más importante influencia. Mediaba conflictos entre soberanos y vasallos rebeldes, y el
más bravo guerrero temblaba ante el poderoso monje. Ni Imperador ni Papa arriesgaba
adentrar montado a caballo en el monasterio de Citeaux, andaban humildemente a pie.
Era el alma de la segunda cruzada – esta grandiosa estupidez que costó la vida
de siete millones de personas – pero fomentada por Bernardo. Vencía aún al más
obstinado oponente por su persuasión, como por ejemplo al Imperador Conrado III,
quien desvistió su manto imperial para alzar al santo sobre sus hombros, llevándolo
entre la muchedumbre. Su lenguaje seductor despoblaba las ciudades de hombres, de tal
manera que en algunas apenas había un hombre por cada siete mujeres, pues “todo lo
que hacía pis por la pared” tomaba la Cruz.
San Bernardo es merecedor de libro propio, aún lo tendré que citar más tarde
aquello que pone sus merecimientos en mejores luces. Aquí sólo pretendo citar algunos
milagros, que le adjudica la leyenda, y sin los cuales difícilmente figuraría en el
calendario de los santos, pese a todos sus méritos.
Los cuentos de sus victorias sobre el diablo, obtenidas por la fuerza de sus
preces, son incontables. Su plegaria era tan espiritual, que causaba lástimas a las
piedras. Determinada vez un Cristo de piedra se soltó de la cruz y bajó de ella, para
abrazar al piadoso rogante. Más lejos llegó una figura pétrea de Maria. Le dio su pecho
al santo, ¡y éste tomó de la piedra la más dulce leche de mujer! Más admirable esta
bondad de la Santa Madre de Dios, considerando que San Bernardo generalmente le
maltrataba, ¡y siquiera quería creer en su virginidad! Cuando una vez entró en la
catedral de Séller, saludó la imagen de María que allí encontró: “¡Seas saludada, ó
reina!” ¡Cómo quedaron consternadas las personas presentes, cuando la Maria pétrea,
agradablemente sorprendida y lisonjeada abrió sus labios y exclamó: “Le agradecemos
muchísimo, nuestro querido Bernardo”!, pero aún más se consternaron cuando el
malhumorado santo retrucó con las palabras del Apóstol: “Mujeres se callan en las
reuniones”.
Bernardo murió en 1153. Le apareció frecuentemente a los monjes en
esplendor celeste – y escarnecedores se lo tomen ad notam – en el medio del cuerpo
exhibía mácula desagradable, justamente por haberse resistido a creer en la virginidad
de la Madre del niño Jesús.
El mismo San Bernardo fundó 160 monasterios, que tuvieron numerosa
descendencia, pues apenas a 10 años desde la muerte del santo ya había 500, y cien años
después había cerca de 2000 monasterios bernardinos o cistercienses. Por mucho tiempo
los monjes de esta orden se destacaron por la pureza de sus costumbres, de manera que
reyes y príncipes entraban en su comunidad.
La bendición que estos monjes y benedictinos podrían haber traído al crudo
medioevo rápidamente fue destruida por las órdenes de los monjes pordioseros, que
enseñaban servil sumisión de la razón a la fe ciega, sabiendo unir a ello la inmoralidad
más desenfrenada. Diseminaron una gruesa camada de oscuridad espiritual sobre la
tierra, que los Papas y sus aliados tanto sabían aprovechar, de manera a poner todo
cuidado para conservarla hasta nuestros días.
La idea de la orden de los pordioseros nació de los sesos de Juan Bernardoni,
hijo pervertido de comerciante de Asís en Umbrien. Es conocido por el nombre de San
Francisco de Asís, o del padre Serafín – como el joven no servía para el oficio de
comerciante, se hizo soldado, fue aprehendido y adoleció de grave enfermedad. Al
curarse, ¡era santo! O sea, a principio nada más que un simple idiota, que deambulaba
entre leprosos y mendigos, besaba sus llagas, se vestía con sus trapos, y robó a su padre
para utilizar lo robado en la recuperación de una iglesia ruinosa. El obispo de Asís
concedió protección al turbado joven, y prontamente vagaba por el país, mendigando al
objeto de la construcción de la citada iglesia. La colecta resultó tan prodigiosa, que fue
tomado por la idea de crear un orden de pordioseros. Si bien el Papa Honorio dijo de él:
“Usted es un tolo”, el papa Inocencio III, inspirado por un sueño, confirmó la regla
establecida por Francisco, que al principio llamó de orden para cerdos, no para
humanos.
Al principio la gente se burlaba de Francisco, pero en el plazo de tres a cuatro
años su renombre se elevó a tal punto, que, cuando se acercaba a ciudades, el clero y el
pueblo salían a recibirlo festivamente, y se hacía sonar todas las campanas. (1211)
Su orden prohibía con rigor la tenencia de patrimonio, y la humildad externa
era ley de los monjes. “las limosnas”, dijo Francisco, “¡son nuestra herencia, limosna
nuestra justicia, el mendigar nuestro objetivo y nuestro honor real! La vergüenza y el
desprecio nuestro honor y nuestra gloria en el día del juicio.”
Él mismo tomaba la delantera con su ejemplo, pues era humilde como un perro.
Cuanto más se burlaban de él los rufianes de la calle, más le gustaba, y quedaba feliz
cuando le tiraban fango. De tan humilde, a menudo permitía que le pateasen. Cuando
deambulaba por Asís, metía todo lo comestible en una sola olla, y cuando sentía
hambre, comía de esta mezcla asquerosa. Una vez Francisco fue invitado a la mesa por
un cardinal, pero dejó todos los platos sin tocar, y sin importarle la repugnancia de los
delicados comensales comió del guisote de cerdos que había juntado.
Amaba mucho a los animales, llamándolos hermanos y hermanas. A menudo
predicaba a gansos, patos y gallinas, y, cuando una vez le interrumpían las golondrinas y
los gorriones con su gorjeo, pidió silencio a las “queridas hermanas”. A un campesino,
que llevaba dos ovejas al mercado, le preguntó: “¿Porqué maltratas a mis queridos
hermanos?” – A un piojo, que se perdió sobre su hábito, lo agarró cuidadosamente entre
sus dedos, lo besó y dijo: “¡Querido hermano piojo, alabe conmigo al Señor!” Luego lo
volvió a su cabeza, desde donde vino.
A su cuerpo lo llamaba “hermano burro”, y cuando a este burro le atacaban los
bajos instintos, lo castigaba con dedicación. Se daba vueltas sobre espinas, desnudo,
como lo hizo San Benedicto, o entraba hasta el cuello en un lago congelado, hasta que
todo instinto bestial desapareciera. En determinada oportunidad se hizo, por broma,
mujer e hijos de nieve, abrazándolos íntimamente hasta que quedasen completamente
derretidos.
Su orden se multiplicaba con increíble rapidez, pues ya en el año 1216, cuando
llamó a una asamblea general en Asís, se reunieron aquí 5 000 franciscanos, aún que
muchos de ellos no eran sino delegados de monasterios. Su cantidad creció rápidamente
como la arena en el mar. El general franciscano en cierta oportunidad ofreció a 40 000
franciscanos para la guerra contra los turcos, ofreciendo además garantías, de que las
tareas espirituales no sufrirían menoscabo por ello. Durante la peste del 1348 murieron
sólo en Alemania 6 000 franciscanos, y siquiera se notó la disminución.
La reforma destruyó incontables monasterios suyos, y aún en el comienzo del
siglo pasado se estimaba su número en 7 000 monasterios de monjes, y 900 monasterios
de religiosas.
Francisco falleció en 1226, y como era santo, naturalmente también hizo buena
cantidad de milagros. Los milagros de Jesús desaparecen ante los milagros que sus
monjes cuentan de él.
Cierta vez se retiró a los Apeninos, pasando hambre durante cuarenta días.
Entonces le apareció un serafín, que le imprimió las cinco llagas de Jesús, de manera tal
que sangraban. Por ello Francisco es conocido también como el Padre serafín, y su
orden el orden de los Serafines. Los veneradores de este santo llegaron a tal punto de
venerarle más que a Jesús, y le atribuían los milagros más absurdos.
El sucesor de Francisco como general de la orden fue hermano Elías, un
avispado y taimado patrón, quien supo aprovecharse brillantemente de la simplicidad de
Francisco. Él y sus sucesores supieron “interpretar” a perfección las normas del orden
de Francisco, y con ello sus monasterios se hicieron ricos como ningún otro.
Los enemigos jurados y contrarios de los franciscanos, eran los dominicanos,
nacidos aproximadamente al mismo tiempo, conocidos por esta denominación debido a
su fundador, Dominicos. Se llamaba Dominicos Guzmán, nacido en 1170 en Castilla.
Fue enviado a Francia para la conversión de los valdenses, donde le surgió la idea de
crear una orden de monjes, que tuviese especial actuación sobre el pueblo, que debía
pasar el tiempo con prédicas y educación, además del rentable oficio de la mendicancia,
para su sustento. Obtuvo reconocimiento del Papa, y este horrendo orden se vio creado,
a fin de agraciar a la humanidad con la inquisición y la censura. Dominico
personalmente organizó las primeras cacerías a los herejes.
Pretendía unir su orden a la de San Francisco; pero éste no tenía interés para
ello. Aún así, ambas órdenes se apoyaban al principio; pero rápidamente se hicieron
feroces enemigos por motivos de competencia en el oficio; asimismo los cultos
dominicanos siempre pretendían ser de clase superior a los de los franciscanos, de los
cuales no se exigía ninguna instrucción. La orden de los dominicanos creció con igual
rapidez, y en 1494 ya había 4143 monasterios de los mismos.
A San Dominico el mundo de los monasterios agradece un gran invento, o sea,
las nueve posiciones en la plegaria, entre los cuales se podía variar, para que la reza se
haga menos aburrida. Se podía rezar: parado, de rodillas, de espaldas, de panzas,
acostado de costado, los brazos extendidos en cruz, pararse inclinado, una vez en
rodillas, luego levantándose de salto. Él mismo rezaba con tal fervor, que levitaba a un
pie del piso en el aire. Falleció en 1221 en Boloña. De sus hechos extraterrenales, o sea,
de sus milagros, queremos callarnos, tenemos lo suficiente en los milagros terrenales.
¡Huyamos de la proximidad con este verdugo lívido! Y a quien le permite su
cristianismo, ¡que le maldiga al padre de la inquisición de todo corazón, le acompañaré
de alma plena!
Quizás mis lectores ya se hartaron de estas estupideces, relatadas acorde a lo
que cuentan los autores de la iglesia de estos más honorables entre los santos, y no
quiero consumir más su paciencia, visto que en todo caso tendré que referirme más
tarde a éste o aquél santo. Si tuviera la intención de ridicularizar a los santos y sus
milagros, habría hecho elección completamente diferente, ciertamente hubiera elegido a
Santo Antonio de Papua, llamado de bestia por el mismo Francisco de Asís, y sus
consortes.
Me falta nombrar a algunas mujeres santas; su número no es menos amplio que
el de los hombres santos, y sus exaltaciones y milagros aún son más increíbles. No es el
lugar para discutir sobre las causas, por las cuales la especie femenina está mucho más
propensa a las exacerbaciones que la masculina, y por las cuales pierden la razón con
facilidad aún mayor. La experiencia se lo nos enseña día a día. De hombres sonámbulos
aún no he escuchado nada, pero señoritas – no señoras – afectadas por este mal hay de
montón. Buena parte de las señoritas santas ciertamente eran sonámbulas.
Una de las primeras santas es Sta. Afra. Su madre mantenía un burdel en
Augsburgo, y ella fue una de las sacerdotisas actuantes de dicho local. La coincidencia
(naturalmente) llevó en cierta oportunidad al obispo Narciso a esta casa. Convirtió a las
sacerdotisas de Venus al cristianismo, y de Afra, a quien más se dedicó, hizo una santa.
Mas tarde fue quemada como mártir.
Santa Teresa era española de familia noble, nacida en 1515 y fallecida en 1582.
Sus admiradores le daban los títulos más extraños: arca de la sabiduría, amazona
celestial, jardín de bálsamo, órgano y secretario de gabinete del Espíritu Santo, etc. Ya
de criatura fue tomada por la exaltación y pretendía ir a África, para buscar la muerte de
mártir. Finalmente cuando cumplió diecisiete años, sus padres no aguantaron más y la
llevaron a un monasterio de las carmelitas de Ávila. Empezó inmediatamente a tener
apariciones de toda clase, y cuando en determinada ocasión la hostia de la mano del
obispo voló por motus propio a su boca, la santa estaba hecha. Llegó a ser abadesa en
monasterio propio en Pastrana, donde pudo liberar sus instintos de santidad.
Jesús quedó tan impresionado de su santidad, que cierta vez le pasó la mano y
la eligió para su novia, diciendo: “De ahora en adelante soy toda tuya y tú toda mía.”
Cierta vez le apareció un serafín que le tocó algunas veces con “una flecha en brasas”;
pero el dolor era tan dulce, que deseó ser tocada de esta forma por toda la eternidad.
Aún hoy los españoles festejan la fiesta del toque con la flecha, en el día 27 de agosto.
Las religiosas de la Santa Teresa tuvieron que andar descalzas, y sufrir la más
severa disciplina. La obediencia ciega era su ley, y el menor desvío era castigado
brutalmente. Una monja, que hizo cara fea ante un pan pasado, fue atada desnuda al
comedero del burro, donde fue obligada a comer durante diez días avena y heno. Tan
bárbara severidad lógicamente tuvo por consecuencia el inmediato cumplimiento de
cualquier orden estúpida por parte de las monjas. Una religiosa le preguntó cierta vez a
Sta. Teresa quién debería cantar la misa vespertia. La santa estaba mal humorada y
respondió: “el gato”. La religiosa agarró entonces el gato, lo llevó al altar, y lo pellizcó
en la cola, de manera que el animal acusó en miserable canción a la cristiandad.
La autoflagelación estaba en el orden del día en este monasterio. Las religiosas
necesitaban de una enorme cantidad de varas. Dormían sobre espinas o en la nieve,
bebían de la escupidera, metían ratas muertas y otras cosas asquerosas en la boca,
bebían sangre y mojaban el pan en huevos podridos, y perforaban la lengua con agujas
cuando rompían el voto de silencio.
Muy rara antipatía tenía la santa Teresa contra hombres con pantalones, y caso
hubiese tenido el poder, habría quitado todos los pantalones de todos ellos. Hasta donde
alcanzaba su poder, lo hacía efectivamente. Los monjes carmelitanos a sus órdenes lo
tuvieron que hacer efectivamente, debiendo usar un delantalcito de lana marrón. Pero
sólo consideraba contrario al cristianismo los pantalones de los hombres, pues sus
religiosas fueron obligadas, sí, a utilizar pantalones; si la propia los usaba, de ello los
monjes carmelitanos no dejaron noticias.
Sta. Teresa también fue escritora de libros, que a muchas pobres señoritas
retorcieron los sesos. Después de su muerte apareció a una de sus monjas más allegadas,
confesándole que murió más por el calor del amor que por la gravedad de su
enfermedad. Aparentemente esta enemiga de pantalones entendía más del amor, de lo
que normalmente se esperaría de una abadesa, pues en algún lugar escribió: “El diablo
es un infeliz, que nada ama, y el infierno es un lugar, donde tampoco se ama”;
pensamiento digno de un poeta.
En aproximada contemporaneidad con Teresa vivía en Italia Catarina de
Cardone. Era loca por amor, vivía en una gruta y vestía atuendo de retama traspasado de
púas y alambres. Engullía hierba como un animal, sin utilizar la mano, y cierta vez
quedó de ayunas durante cuarenta días. Así vivió durante tres años.
Santa Catarina de Genua estaba tan inflamada de amor – por Jesús
naturalmente – que quedó loca. Ardía como un horno, y a menudo se retorcía en la tierra
gritando: “¡Ó, amor, amor, ya no lo aguanto!”
Santa Pasidea, monja cisterciense de Sirena, se torturaba, aún antes de ir al
convento, aún más que los santos padres del desierto. Se golpeaba con espinas para
lavar luego las heridas con vinagre, sal y pimienta, dormía sobre granos de cerezas y
arvejas, cargaba una cota de mallas de treinta quilos y entraba en lagunas a temperaturas
congelantes, a fin de congelar junto con el agua. Cuando se hizo religiosa, le apareció
Jesús en cierta oportunidad y le imprimió sus cinco llagas. Dos monjas la habrían
observado por el agujero de llave, mientras Jesús la apretaba desapareciendo luego,
¡viendo como sangraba de las llagas!
Santa Clara era de Asís, y se extasiaba con San Francisco. Corrió junto a él y
pidió, que la haga monja, y tenga hijos e hijas con ella – naturalmente espiritualmente.
Su hermana Agnes fue atacada poco después por éxtasis similar, y sus padres quedaron
completamente desdichados. Los parientes buscaron quitar a las dos por la fuerza del
convento, pero en este momento – así lo cuenta la leyenda – Agnes se hizo
repentinamente tan pesada que siquiera doce hombres fueron capaces de moverla del
lugar.
Santa Clara vivió con severidad. De atuendo vestía la piel de un chancho, o
también un tejido de crina de caballo, y en su humildad besaba los pies de la pastora
más sucia, para lavarlos enseguida, como si el beso los hubiera ensuciado. Cuando
murió, encontraron en su corazón todos los instrumentos de la pasión, y en su vejiga tres
misteriosas piedras, todas del mismo peso, ¡pero de las cuales una era tan pesada como
las tres, dos no pesaban más que una, y la menor de ellas era tan pesada como las tres
juntas! – Santa Clara fue la madre de las franciscanas mujeres, y a ella cerca de 900
monasterios agradecen su existencia.
Asimismo la Santa Catarina de Siena fue prometida como novia a Jesús, que le
puso un precioso anillo de diamantes en su dedo, que nadie podía ver sino ella. Asistía a
los enfermos más asquerosos, en retribución de lo que fue abrevada en la sangre de la
llaga lateral de Jesús. Desde entonces ya no se alimentaba desde miércoles de cenizas
hasta el día de Ascensión, salvo con la hostia de la comunión. A ella Jesús también
imprimió sus llagas, cosa que aparentemente era condecoración pour le mérite de la
clase religiosa de los santos. Debido a esta condecoración se produjo desentendimiento
entre franciscanos y dominicanos, que duró cuarenta años y fue decidido por el Papa
Urbano VIII en el sentido que las llagas de Santa Catarina no sangraron como las de San
Francisco. Asimismo se ordenó a los pintores representarla con sólo cinco radiaciones.
A Santa Agnes el juez de la Ciudad ordenó llevarla desnuda al burdel, por
haberse negado a casar con su hijo; pero repentinamente le creció tan largo el cabello,
que pudo cubrirse con el mismo como si fuera un tapado, y trasformó a la casa de
perdición en casa de oración.
A Santa Paula, de la cual quizo abusar un mancebo, le nacieron, por intermedio
de la plegaria, unas barbas tan desagradablemente largas, que el amante huyó
desesperado.
Santa Brígida fue salva por una doncella napolitana del diablo, que se
encontraba acostado sobre ella en la personificación de un mancebo.
Encerraremos la hilera de las santas con la Santa Rosa de Lima, una
dominicana, que dormía en cima de maderos llenos de nudos y cascotes de vidrio,
tomando antes de acostarse un trago de bile. Jesús quedó tan extasiado por su santidad,
que en domingo de palmas le apareció en la forma de un ayudante de albañil, que se le
prometió en casamiento, diciendo: “Rosa, tesoro de mi vida, serás mi novia.” Maria
estaba coincidentemente acompañándolo, y la felicitó diciendo: “Vea que gran honor te
concede mi hijo.” Si la santa leía, le aparecía Jesús sobre la hoja y le sonreía; si cosía, se
sentaba en su almohada de alfileres y chisteaba con ella. Si Jesús visitaba a otra monja –
pues tenía demasiado muchas novias -, Rosa salía de sí por celos hasta tanto volviera a
ella.
Su santa suegra, la virgen María, le sirvió durante veintiún años como
camarera, y cuando llegaba la hora de la misa matinal, le despertaba: “Levántese,
querida hija, es hora.”
El monasterio pululaba de pulgas, pero ninguno de estos insetos incontrolados
tuvo el atrevimiento de punzar a la novia de Jesús. – ¡Así consta en la bula papal que
contiene la santificación!
Además de los santos nombrados en este capítulo y cientos de otros, que no he
nombrado, los católicos romanos aún rezaban a otros, que nunca vivieron y deben su
origen a una fábula ridícula, como San Critóforo, San Gregorio, San Maricio y 6.600
compañeros, los siete durmientes, Ursula con sus 11.000 vírgenes y San Guineforte,
¡que fue un perro de cuatro patas!
Todo buen católico, que pretenda tener el honor de ser incluido entre los santos
después de su muerte, lo podía obtener durante el gobierno de Gregorio XVI (+ 1846) –
de sus herederos no me consta - , quien canonizaba al muerto por el valor de 100 000
florines. Los milagros se encontraban, visto que nadie puede hacerse santo sin milagros.
La cristiandad de los primeros siglos nada sabía de santos. Naturalmente
honraba a mártires o testigos de hechos de sangre, muertos por su fe, los citaban en sus
reuniones y los presentaban como ejemplos; y esto se puede aprobar. Sólo cuando
Constantino pasó al cristianismo, y muchos usos paganos pasaron a la Iglesia, también
tuvo acogida el servicio a los santos. Los paganos estaban acostumbrados en brindar
ofrendas a sus héroes; y los sacerdotes cristianos adoptaron esta costumbre para sus
héroes de la fe.
Mientras cada persona creía estar igualmente cerca de Dios, la veneración de
los santos tenía que ser considerada estupidez; a partir del momento en que el cura se
puso como negociador entre Dios y el resto de la humanidad, ya se estaba a un sólo
paso de la necia creencia, de que los santos en el Cielo componen la corte en carácter de
ministros y camareros, y que, si alguien pretendía obtener algún favor de la Majestad
Divina, ¡la obtendría solamente mediante plegaria y ofrendas en soborno de los
integrantes de la Corte Celeste!
Más que esto no se podían burlar los curas de la religión cristiana que por esta
veneración a los santos, que se hace aún más indigna, de lo que ya es por su naturaleza
interior, por el hecho de que muchos de estos santos, como nos lo enseña la Historia,
fueron los más depravados, viciosos personajes, sí, prácticamente perversos. Aún los
mejores no regulaban bien de la cabeza, siendo, o personajes extasiados, o dementes.
Aún hoy día suelen circular un montón de tales santos entre protestantes y católicos, con
la diferencia que ya no son adorados, sino metidos en casas de locos.
Veneración de Reliquias
El mundo lo comprendió
Que antaño la Fe en mano de Sacerdote
En mil años más males causó
Que en seis mil la inteligencia.

“Dinero es Poder.” Esto nadie sabe mejor que la Iglesia Romana, que busca
ambos, y lo uno por intermedio del otro.
Como la forma más lucrativa de estafar utilizada, inventaron el comercio de
“reliquias” y de “indulgencias”. Un comercio, que durante siglos fue ejercido con gran
éxito, y que aún hoy no ha terminado. Para mantenerlo, se explotó descaradamente la
superstición más notoria, implantada en el corazón del pueblo en forma deliberada e
inescrupulosa.
Escribir la Historia del comercio llevado a cabo por la Iglesia Romana, sería
trabajo gigantesco, que sobrepasaría lejos los límites que necesariamente debo
imponerme; apenas puedo dar un rápido boceto del mismo, que será suficiente para dar
a conocer la monstruosa amplitud de la estafa e insolencia practicada por la misma.
De las debilidades y tendencias humanas los curas entienden a maravilla, y a este
conocimiento agradecen su riqueza y poder. No les podía pasar desapercibido que todas
personas tienen alguna tendencia fetichista, y hicieron de esta idiotice una mina de oro,
que hasta hoy no se ha agotado.
Estoy convencido que toda persona da importancia a alguna reliquia, sea una
mecha de cabello de la amada, un monedero en croché, una flor seca o una cinta, que
evoca bellos recuerdos. Así es imposible dejar de sentir algún interés por objetos
utilizados alguna vez por personajes históricos.
Tanto los griegos como los romanos antiguos tenían sus preciadas reliquias, y
algunas de ellas eran casi católico-romanas, como el ¡huevo de Leda! El Paladión
evidentemente también era reliquia, inclusive milagrosa; como también el santo escudo
caído del cielo y otros más. Los indianos batían sangrientas batallas por un diente
descomunal de Buda, y los mahometanos conservan bandera, armas, vestimentas, las
barbas y dos dientes de su profeta, y así encontramos reliquias en todo culto y en
cualquier pueblo.
En la Historia de la Iglesia Cristiana no encontramos huella alguna de fetichismo,
antes de que Constantino se hiciera cristiano. De él se cuenta, que durante la batalla en
la puente mílvica, vio una cruz brillante en el Cielo, con la inscripción griega, que,
traducida al castellano significa “en Éste venza”. Mandó hacerse una bandera con cruz,
y sus soldados, mayormente cristianos, le seguían con entusiasmo.
Desde entonces la Cruz se hizo moda, y poco después la madre del Imperador,
Helena, encontró la cruz verdadera, en la cual Jesús fue crucificado hace trescientos
años, como también el sepulcro, en el cual quedó su cuerpo hasta la resurrección. Los
escritores contemporáneos en realidad nada relatan sobre este hallazgo; incluso el
contador de fábulas Eusebio, que describe el viaje de Helena a Palestina no se refiere al
curioso hallazgo con ninguna palabra; pero en algún momento este cuento fue admitido
como verdadero, y la Iglesia Romana festeja la “celebración del hallazgo de la Cruz”.
En realidad todo es inventado.
Pero la bendición encontrada por Helena, era realmente enorme: No sólo encontró
la Cruz de Cristo, sino también aquellas de los dos criminales. La inscripción clavada
por Pilatos en burla a los judíos, ya no se estaba; ¿Cómo hacer para diferenciar la Santa
Cruz de las demás? Los curas siempre son ingeniosos, y aquí tampoco encontraron
problemas. Se acostó a un enfermo sobre una de las cruces, y empeoró su mal. Se
supuso, entonces, que debería ser la cruz del criminal blasfemo, que se burló de Jesús.
Se puso al enfermo sobre otra cruz; mejoró considerablemente, y finalmente, cuando
fue trasferido de esta cruz – del criminal arrepentido – a la tercera, inmediatamente se
levantó completamente curado. ¡Fue hallada la Cruz de Jesús!
Poco después se halló los sepulcros de los apóstolos, y sus cuerpos, si mal me
recuerdo, se conservan todos intactos. Si no se sabía donde fallecieron y fueron
sepultados, se tenía revelaciones divinas. De la misma manera se obtuvo los restos de
todo tipo de mártires y santos, y, por supuesto, todos hacían milagros. Tales
revelaciones, por supuesto solamente las tenían monjes y sacerdotes; pero a personas
especialmente devotas les fue posible – mediante ayuda de los curas – entrar en
conexión directa con los santos.
Una santa Madre en Santo Mauricio eligió como santo preferido a San Juan
Bautista. Durante tres años imploró al Santo por un sólo pedacito de su cuerpo (al cual
evidentemente éste ya no necesitaba), sea que parte fuese; - ¡pero el desalmado Juan no
se quizo compadecer! Se empecinó la señora, jurando que nada iba comer, hasta tanto el
Santo atendiese su petición. Siete días había ayunado, ¡y finalmente! Se encontró sobre
el Altar un pulgar del Bautista. Tres obispos, en acto de profunda devoción pusieron
esta preciosa reliquia sobre lienzo, y tres gotas de sangre cayeron del pulgar, de manera
que sobró algo para cada uno de ellos.
¡Qué difícil se está haciendo, para encontrar los restos de Schiller y Weber! Y
ambos fallecieron como personas honradas y reconocidas, en tiempos de paz, y en
Estados, en los cuales cada nacido y cada fallecido es inscripto en un registro especial;
más es de admirar, que en aqué tiempo, y después de siglos no se encontró sólo los
restos mortales, sino también las vestimentas de santos, ejecutados como delincuentes, y
cuyos cadáveres se había soterrado en cualquier parte. ¡Y aún es más admirable, que de
algunos santos se encontró tantas partes del cuerpo, que serían suficientes para montar
seis y más esqueletos completos! San Dionisio por ejemplo existe en dos ejemplares
completos en San Denis y en San Emmeran, y además se exhibe sus cabezas en Praga y
en Bamberg, y en Munich una mano. ¡Por lo tanto el Santo tiene dos cuerpos completos,
cinco manos y cuatro cabezas!
Los cristianos de los primeros siglos nada sabían de adoración a la Virgen María o
de los santos, al contrário, se burlaban de los paganos con sus muchos dioses inferiores,
que integraban igualmente la corte de Júpiter, y debido a la veneración divina del César,
que en todo caso no era tan grave. Se le concedió el aditivo “el divino”, colocaban su
nombre en el calendario y le erguían estatuas. En tiempos de Ludovico XIV los
cristianos practicaron la idolatría de manera mucho más intensa.
Los primeros santos generalmente eran personas desconocidas, y extraña que sólo
más tarde se inició la veneración a María, pues una virgen, elegida por Dios entre
millones de doncellas para ser la “vasija de gracia”, ciertamente sería más merecedora
de veneración que un chiflado, sucio eremita, que se baña sentándose en nido de
hormigas.
Aún en el siglo IX la gente no pensaba en rendir veneración divina a la Virgen
Maria, al contrario, se encontraba en el mejor camino para declararla hereje. Se le
imputaba actos, que según la percepción de los cristianos de aquellos tiempos eran
anticristianos. El famoso padre de Iglesia Tertuliano la acusó, ¡de no haber creído en
Jesús! Orígenes y Basilio le imputan dudas insantas en el momento del sufrimiento de
su hijo, y Crisóstomo la creía capaz de suicidio, cuando cuenta, que el Ángel le anunció
la concepción Divina antes de ella misma percatarse de su gestación, para impedir que
ponga fin a su vida por su vergüenza.
Es solo en el siglo V que comienza la veneración a Maria, y en poco tiempo
sobrepujó, no sólo a la todos los santos, sino incluso a Dios y a Jesús.”Quien no adora a
María, no tendrá perdón” anunciaban los curas.
Al amor le ocurren los más extraños apodos, y mi palomita, mi ratoncito, mi
corderito, mi angelote, etc., lo dice aún hoy mucho mancebo a su amada, pero los
apodos amorosos dados a la Virgen María muchas veces son tan raros y curiosos, que ya
no se puede entender de cómo los católicos pueden pronunciar la letanía mariana sin
explotar en risas. Entre otros apodos, se le dice: vasija espiritual, vasija venerable,
excelente vasija de la veneración, rosa espiritual, torre de David, torre de marfil, casa
dorada, arca de la alianza, trono de Salomón, zarza ardiente, tortilla de miel de
Sansón, templo de la Trinidad, tierra consagrada, puerto marítimo, reloj solar, ventana
del cielo, etc. El nombre “Madre de Dios”, ahora tan rutinero, causó escándalo en el
siglo V; El Santo Padre de Iglesia Nestorio lo tituló de ridículo e inadecuado,
expresándose a favor de “Madre de Cristo” por ser más razonable. Pero la Asamblea de
Iglesias de Éfeso se decidió por “Madre de Dios”.
La consecuencia inmediata fue que también se empezó a adorar a la “Abuela de
Dios”; pero el Papa Clemente XI puso límites, y sin él los católicos talvez seguirían
rogando a todos los tíos y tías de Dios.
Jesús es hijo de Dios según enseñanza de la Iglesia Cristiana, y aún así es otra vez
humano por la encarnación; pero es uno con Dios Padre y Dios Espíritu Santo. Debido a
esta encarnación de Dios y la esencia de la Trinidad, ya varios se hicieron simplones. La
encarnación divina es explicada por San Bernardo en forma tan original como elegante,
cuando dice: “De Dios y hombre se hizo una loción sanadora para todos; estas dos
especies fueron mezclados en el cuerpo de la Virgen María como en un mortero, y el
Espíritu Santo era el pisador”.
Menos creativa, pero de similar sencillez, es la explicación de aquél franciscano
sobre la Trinidad, quien la compara con pantalones, que si bien tienen tres aberturas,
aún así son una sola pieza.
María fue causa de muchas disonancias entre letrados y curas. Especialmente
violento fue la disputa sobre “la maculada o inmaculada concepción de la virgen”; o
sea, no con relación al tema de si María concibió a Jesús sin pérdida de su virginidad –
sobre este punto había razonable coincidencia – sino sobre si ella misma también fue
concebida por su madre “sin pecado original”. Los Dominicanos decían que con y los
franciscanos afirmaban que sin pecado original, peleándose debido al tema durante
siglos con armas de toda especie. Aún en el año 1740 hombres eruditos hicieron de esta
estupidez tema de serias investigaciones, ¡y Papa Pío VII lo elevó a un dogma
eclesiástico!
La Santa Virgen es muy sensible con respecto a esta cuestión, y se vengó de
aquellos que se atrevieron a dudar de su concepción innatural. Un caso de tal venganza
es relatado con triunfo por los franciscanos. Un dominicano predicaba con ímpetu
contra la concepción inmaculada, desafiando la “Reina del Cielo” para dar una señal, si
no fuese verdad lo que predicaba. Mal había pronunciado la blasfemia, cuando se
rompió la base del púlpito, y el padre gordinflón desapareció hasta la mitad de su
cuerpo. La parte superior de su cuerpo mas el hábito quedaron arriba, de manera que la
parte frontal y trasera desnuda de la parte inferior del religioso quedaron expuestos a la
contemplación y burla de su congregación.
La manera por la cual Maria concibió a Jesús, también fue objeto de mucho dolor
de cabeza. Unos opinaban, que habría ocurrido por el oído, otros, a través del costado.
También se discutían sobre si María continuó siendo virgen después del nacimiento de
Jesús. San Ambrosio defendió esta opinión férreamente exponiendo para ello
argumentos curiosos. Dice entre otras cosas: “Cómo Él (Jesús) dijo: Yo hago todo
nuevo, así también fue nacido de una virgen en forma inmaculada, para que sea
considerado aún más como siendo aquél, que es Dios con nosotros. Ellos dicen: como
virgen ha concebido, pero no nacido de virgen. Si el primero es posible, también lo es lo
segundo. Pues la concepción ocurre primero, y el alumbramiento sigue. Se debería creer
a las palabras de Jesús, y a las palabras de los ángeles, que a Dios ninguna cosa es
imposible (Lucas 1, 37). Se debería creer al símbolo apostólico. Pues dice el Profeta,
una virgen no sólo lo concebirá, sino también lo alumbrará (Isaías 7, 14). Aquella puerta
del santuario, que queda cerrada, por la cual nadie pasará, sino el Dios de Israel
(Exequias 44, 1.2.), ¿que otra cosa es sino Maria, mediante la cual el Salvador ingresó
en este Mundo? Acaso no ocurrieron tantos milagros contra las leyes de la naturaleza,
¿y se espantan, cuando una virgen alumbró a un ser humano contra el curso natural?
Etc.
María fue puesta como el más elevado, inalcanzable modelo de vida virginal por
todos los educadores de la Iglesia que predicaban supresión del instinto sexual, para
prontamente ser adorado más por las doncellas y mujeres que el propio Dios. Esta
idolatría naturalmente era una aberración para quienes pretendían mantener pura la
enseñanza de Jesús, y – surge la oposición contra María.
Helvidio escribió (383) para defensa del cristianismo un libro, en el cual afirma de
paso, que María después del nacimiento de Jesús todavía tuvo algunos hijos con José,
haciendo hincapié en Mateus 1, 25, donde dice: “José no cohabitaba con María, hasta
cuando nació su primer hijo”, como también en otros pasajes bíblicos, donde se habla
de hermanos y hermanas de Jesús.
Hierónimo se exacerbó por tanta insolencia. Escribió contra Helvidio e invoca al
Espíritu Santo, “que Él proteja la habitación del Santo Cuerpo, en el cual vivió diez
meses contra toda sospecha de cohabitación” y a Dios Padre, “que haga pública la
virginidad de la Madre de su Hijo”.
Enseñanzas parecidas como la de Helvidio presentaba un monje romano,
Joviniano, y ahora se inició una pelea arrecida al derredor de la virginidad de María,
que terminó con la expulsión de Joviniano y sus seguidores de la comunión en la
Iglesia, ¡y se condena de su enseñanza por hereje!
¡No es posible permanecer serio, cuando se lee, sobre qué estupideces escribía y
disputaba el clero! Padre Suárez trata con erudición al tema, “si María nació con o sin
placenta”, y relata, ¡que religiosos se servían platos diversos en forma de la placenta! –
A propósito, era un anti- placenta, pues el Profeta Ezequiel habría profetizado: “Esta
puerta estará cerrada y no será abierta.”
Pero no se crea que esta asquerosa estupidez sea la mayor, sobre la cual peleaban
los curas, y que no se atrevan de burlarse de los rabinos judíos, que investigaban con
seriedad, ¿si Adán ya hizo fuego con acero y piedra? ¿Si el huevo, que la gallina puso
en día santo, puede ser consumido? Puedo presentar toda una galería de tales cuestiones
cristianas, que nada pierden de ridículas ante las mencionadas, pero eran disputadas con
ardor absoluto llegándose a golpizas y hechos de sangre.
Los curas disputaban por temas como: ¿Si Adán tenía ombligo? ¿A que especie de
golondrinas perteneció aquella que le hizo un ojo a Tobías? ¿Si Pilatos se lavó con
jabón, cuando dictó la sentencia contra Jesús? ¿Qué árbol habrá sido, sobre la cual se
subió el pequeño Zaqueo, cuando quizo ver a Jesús? ¿Con que crema María Magdalena
ungió al Señor? ¿Si la vestimenta sin costura, sobre el cuál los soldados jugaron a los
dados, era su único guardarropa? Cuanto vino se habrá tomado durante el casamiento en
Canaán? ¿Qué habrá sido que Jesús escribió, cuando escribió con el dedo en la arena?
¿De cómo Jesús podría haber llevado a cabo el acto de salvación, caso hubiese llegado
al mundo en forma de zapallo? ¿Si Dios puede ladrar como un perro? ¿Si no habría sido
suficiente derramar una única gota de sangre por el pecado del mundo? ¿Si Dios Padre
suele estar parado o sentado? ¿Si es capaz de hacer una cordillera sin un valle, una
criatura sin padre, trasformar una desflorada en virgen? ¿Si los ángeles danzan minueto
o vals? ¿Si cantan con voz de contralto o de bajo? ¿Qué se estaría haciendo en el
infierno, y a qué grado subiría allá la temperatura? Cantidad de cuestiones debo callar
debido a la obscenidad, limitándome a citar dos en voz latina: An Christus cum
genetalibus in coelum ascenderit, et S. Virgo semen emiserit in commercio cum Spiritu
sancto?
Las enseñanzas sobre la Santa Comunión y el bautismo también dieron
oportunidad suficiente para peleas. Se disputaba sobre ¿si el diablo había sido
debidamente bautizado? ¿En caso de urgencia, se puede bautizar con vino, cerveza,
arena, etc.? ¿O sería suficiente la simple escupida? ¿Si una rata, que haya tomado del
agua bautismal, debe ser considerada bautizada? ¿Que hacer cuando un bebé ha
contaminado el agua bautismal? Esto lo hizo en cierta oportunidad el Rey Wenzel, y por
ello le profetizaron todo tipo de desventuras.
Pero la investigación de la virginidad de la Madre de Dios me hizo desviar del
tema; volvamos al mismo.
Alberto Magno (Alberto de Launigen), obispo de Regensburgo, fallecido en 1280
en Colonia, se ocupó a profundidad con la Virgen María, investigando si ha sido rubia o
castaña, de ojos negros o azules, gorda o magra, alta o baja. Los resultados que
eventualmente habría producido su investigación, no los he encontrado en ninguna
parte, y no tengo las menores ganas de ponerme a la lectura de los veintiún tomos, que
se conserva aún de los 800 libros que ha producido. Juzgando por los restos de su
cabello, habrá sido manchado, pues se exhibe mechas rubias, castañas, negras y rojizas.
En todos los casos, aquellas mechas de cabello con las cuales cosió de mano propia la
camisa del Arzobispo Santo Tomás eran maliciosamente rubias.
En todo caso María era bella, pues aún que no se haya encontrado ningún retrato
auténtico, todos los santos padres de la Iglesia coinciden sobre el punto, teniendo en
cuenta que a éstos santos obviamente la “Reina del Cielo” aparecía a menudo.
San Damián, fallecido en 1059, relata, “que el mismo Dios se inflamó en amores
ante la belleza de la Santa Virgen. En un concilio celestial convocado a seguir Él habría
informado a los maravillados ángeles sobre la salvación de la humanidad y la
renovación de todas las cosas, dándoles noticias de María. El ángel Gabriel fue
encargado inmediatamente de llevar una carta a María, que contenía un saludo a María,
la encarnación del Salvador, el tipo de salvación, la abundancia de la gracia, la amplitud
del esplendor, y la amplitud de las alegrías. Gabriel llegó a María, y apenas había
hablado con ella, ésta sintió en sus entrañas la entrada de Dios y de su Majestad
encerrada en la estrechez de su abdomen virginal.
El Corán relata que María se hallaba parada debajo de una palmera, cuando el
ángel se le acercó y le dijo: “Te quiero regalar un niño puro”
La suma de los milagros imputados a la Santa Virgen es muy amplia, y nos queda
difícil hacer elección. A lo mejor más tarde habrá oportunidad para contar lo uno y lo
otro.
La leyenda relata, que ángeles cargaron y llevaron toda la casa de María desde
Belén a Italia. Al principio la hacían quedar en Tersatto, cerca de Fiume; pero en el año
1294 la llevaron a Loretto.
Cuando pasaban con la casa entre los árboles, ¡éstos se inclinaban ante la misma!
Muy sorprendente es, que durante dos siglos ningún autor escribe nada sobre este
transporte singular. La inscripción en la santa casa dice: “Casa de la Madre de Dios,
donde la Palabra se hizo Carne.” Encima de la casa insignificante, que, según nuevas
investigaciones no se distinguiría en material y forma de las demás chozas de
campesinos al derredor de Loreto, se levanta una iglesia majestosa, y millares de
peregrinos buscan por ella, a fin de bañar sus rosarios en el plato de pasta de Jesús, y, lo
que era esencial a la Iglesia, ofrendar una suma más o menos generosa. De esta manera,
¡mediante una estafa, evidente para cualquier persona razonable, la Iglesia se hizo de un
tesoro inmensurable!
Pero los católicos estaban tan bien entrenados por sus curas, que preferían creer al
Padre que a sus propios ojos. El monje Eiselin circuló en 1500 en la zona de Aldingen
en Württemberg con una pluma del ala del ángel Gabriel. Quien la besaba, decía, estaría
inmune a la peste. Tal beso, por supuesto no era gratis. ¡Y la preciosa pluma fue robada
al cura! Pero Eislin tenía solución. En presencia de la dueña del albergue llenó su cajita
con paja, que probablemente había crecido en campo de la misma, y la hizo pasar por
paja del pesebre, en la cual fue acostado Jesús en Belén; Quien la besaba, estaría libre
de la peste. Todo se aglomeraba para el beso, incluso la dueña besó, de manera que
Eiselin, sorpresa, susurró: “¿También tú, tesoro?”
Los santos señores sacerdotes y monjes practicaban la más infame estafa con las
reliquias. Cada altar cristiano debía tener su reliquia, y cuanto más santa era esta, tanto
mayor la utilidad que producía; pues las reliquias no estaban para ser vistas
gratuitamente, ni se las regalaba. El comercio de reliquias muy pronto se hizo rentable.
Por supuesto se encontraba huesos viejos, trapos y objetos similares a doquier, no se
necesitaba de capital inicial, ¡y el precio que se hacía pagar era alto!
Cuando los obispos de Roma se hicieron Papas, comenzaron a regular este
comercio, pero sólo al efecto de garantizarse las mayores ventajas. Las reliquias debían
ser fiscalizadas en Roma, y sólo eran declaradas auténticas, si el poseedor sabía arrimar
prueba “sonante”. Una buena reliquia constituía un verdadero tesoro para un
monasterio, y ni todas las abadesas las trataban con tanto descuido como las hermanas
de Macon.
Aquél monasterio poseía la piel de San Doroteo, que fue vejado en aquél lugar;
Simón, el curtidor, había curtido la santa piel, y, después de haber pasado por varias
manos, llegó a ser posesión de las monjas de Macon. Éstas rellenaron la piel con
algodón, reconstruyendo al Santo como si estuviera vivo. Pero debido a su extrema
devoción descarriaron a tan curiosos jueguitos, que la Abadesa encontró más razonable,
regalar la reliquia a los Jesuitas.
Éstos rápidamente descubrieron el tesoro, y fundaron una hermandad de la santa
piel, mediante la cual ganaron mucho dinero. ¡Ahora se les abrió la vista a las monjas!
Se quejaron ante el Papa, reclamaron devolución del objeto sagrado, lo que también les
fue prometido. Grande fue el júbilo de las hermanas, pero, ¡qué susto! Los Jesuitas
maliciosos le quitaron toda la alegría a las santas vírgenes, ¡al haber mutilado al Santo
de manera irresponsable! Ahora le parecía a San Bernardo, cuando apareció
transfigurado a los Monjes.-
Las vírgenes indignadas volvieron a peticionar al Papa, a fin de que ordene a los
jesuitas la restitución de la parte faltante. Pero el Papa no consideró relevante el defecto,
más para un monasterio de monjas, ¡y remitió a las peticionantes en reemplazo dos
nueces moscada consagradas! – ¡imagínense la humillación y el resentimiento de las
buenas hermanitas!
Al tiempo de las cruzadas Europa fue inundada de reliquias. Se traía objetos
sagrados de toda clase. Cuando se conquistaba una ciudad, primero se buscaba reliquias,
pues valían más que oro y piedras preciosas.
Ludovico el Santo, Rey de Francia, realizó dos cruzadas fracasadas; pero le sirvió
de consuelo haber conseguido comprar por suma exorbitante algunas astillas de la Cruz,
unos clavos, la esponja, el manto de púrpura de Jesús y la corona de espinas. Cuando
llegaron estos objetos sagrados, ¡salió al encuentro de los mismos, descalzo, hasta
Vicennes!
Enrique el León trajo gran cantidad de reliquias a Braunschweig. La corona entre
ellas era un pulgar de San Marco, por el cual los venecianos le ofrecieron sin suceso
100.000 ducados.
La fe en estas reliquias es tan inaudita como el precio pagado por ellas. Los curas
tendrían que haber sido ángeles, si no hubiesen aprovechado la estupidez humana.
Todo el guardarropa de Jesús, de la Virgen Maria, de San José y de muchos otros
santos vino a la luz. Se encontró la Santa Lanza, con cual el soldado romano Longinus
punzó el flanco de Jesús; el sudario, con el cual Santa Verónica secó el sudor de Jesús,
cuando se iba a Gólgota, y en el cual, para recuerdo, ¡dejó impreso su rostro! De ésta
tela había tantos pedazos, que habrían medido en su conjunto unos veinticinco metros.
También se encontró la fuente de esmeraldas, que Salomón regaló a la Reina de
Saba, y de la cual Jesús cenó su cordero de pascuas. Los cántaros de vino del
casamiento de Canaán también se encontró, y en ellos todavía había vino, que nunca
menguó. Al principio sólo eran seis, pero se multiplicaban, y se los exhibió en Colonia y
en Mageburgo. – Astillas de la cruz había tantas, que podría haberse construido con su
madera una nave de guerra, y clavos de la cruz hay varios centenares de quilos. Espinas
de la corona de espinas se encontraban a montones (en cada seto); algunos sangraban
cada viernes santo.
Asimismo se encontró el cáliz, del cual bebió Jesús, cuando instituyó la Santa
Comunión, así como restos de pan de la cena. Además los dados, con los cuales los
soldados jugaron por el manto de Jesús. Tales mantos sin cosedura se exhibía a
montones, entre otros en Trier, Argenteuil, San Jago, Roma, Friaul, etc. El que presenta
más posibilidad de autenticidad está guardado en Moscú, que supuestamente fue llevado
por el soldado, un georgiano, a su casa. La exposición de la antigua vestimenta en Trier,
en el año 1845, escandalizó a todo mundo, fue objeto de sin fin de investigaciones sobre
estos mantos santos, y aparecieron varios folletos, que aún se encuentran en librerías, y
son, en parte, muy interesantes. Cada uno de estos santos mantos presenta una bien
pagada bula papal a su favor, que acredita su autenticidad. Pero como sólo uno puede
ser auténtico, se tiene probado que la certificación de la autenticidad de las demás, es
una estafa.
Se encontró blusas de María, tan holgadas, que podrían servir de saco a un hombre
corpulento. Una alianza valiosa de María, exhibida en Persua; graciosas pantuflas,
además de un colosal par de zapatos de color rojo, que utilizó cuando le visitó a Santa
Elisabet. Si, se encontró cabello de la Santa Virgen en todos los colores, juntamente con
sus peines. Pero un sepillo de dientes no fue encontrado. En compensación se encontró
tan grande cantidad de su leche, que difícilmente podría haber sido producida por veinte
amas de leche de Altburgo durante un año entero. Sangre de Jesús se encontraba, a
veces en cántaros, a veces envasado en botellas. Parte de ella, cuenta la leyenda, fue
juntado por Nicodemo, cuando bajó a Jesús de la Cruz, haciendo con la misma muchos
milagros.
Pero los judíos lo perseguían, y se vio obligado a ocultar la sangre en el pico de
un pájaro (!), y tirarlo al mar juntamente con una nota. Este pico llegó a tierra
(imagínense el viaje) en Normandia. Un grupo de caza, súbitamente dio por la falta de
perros y ciervo. Se los buscó, y encontró – todos arrodillados ante el pico milagroso. El
duque de la Normandia mandó construir inmediatamente un monasterio en el lugar, que
fue llamado Bec (pico) y a cual la santa sangre rindió millones.
Pañales de Jesús se encontró en montones; también unos pantaloncitos tan
miserablemente chicos de San José, juntamente con sus instrumentos de carpintería. Se
encontró una de las treinta monedas de plata, juntamente con la cuerda inmensamente
gruesa de aproximadamente diez pies, con la cual se colgó Judas; un monedero chico
también apareció, junto con la linterna con la cual estaba alumbrando, cuando delató a
Jesús.
Apareció inclusive la vara sobre cual estaba sentado el gallo que con su cacareo
despertó la conciencia de Pedro, además de algunas plumas de éste pájaro; además la
piedra, con la cual el diablo tentó Jesús en el desierto; la fuente, en el cual Pilatos lavó
sus manos; los huesos del burro, que llevó Jesús en domingo de palmas, como también
algunas de las palmas utilizadas en este día. Además se encontró las piedras con las
cuales se apedreó a San Estefano – bellas ágatas; la inmensa garganta de San George; un
sin fin de huesos de las criaturas muertas en Belén; la cadena de Pedro y un brazo
resecado de Antonio, que más tarde se descubrió que era el falo de un ciervo!
¡Inclusive se encontraron reliquias del antiguo testamento! De acuerdo a ello,
algunas esperaron milenios por su devota descubierta. Se encontró el bastón con el cual
Moisés partió el Mar Rojo, Maná del desierto, las barbas de Noé, la serpiente de bronce,
un pedazo de la roca de la cual Moisés quitó agua a golpe, con cuatro agujeros del
tamaño de arvejas; Espinas del arbusto ardiente, el taburete del cual cayó Elí y se
rompió el cuello; el cuchillo de esquilar, con el cual Dalila cortó el cabello de Sansón; el
diapasón de David, que fue exhibido en Erfurt, etc.
Una reliquia de buenísimo renombre era la vestimenta de San Martín (capa o
capella), que fue llevada en carácter de bandera a las batallas. Los religiosos encargados
de llevar este objeto sacro eran llamados de Capellán, y la Iglesia, donde esta era
guardada, Capella. El nombre rápidamente tuvo uso más extendido, y de ahí las capillas
y los capelanes.
La creencia del pueblo en tales reliquias era tan fuerte, que los curas podían
arriesgarse a mostrar objetos como tales, que eran absurdos o imposibles, ¡y si enumero
algunos de ellos, el lector creerá que estoy bromeando! Pero no es el caso; En
determinada época se las exhibía, y posiblemente sigue exhibiéndose en países
auténticamente católicos.
Se veía una pluma de la ala del ángel Gabriel, el puñal y escudo del arcángel
Michael, de los cuales hacía uso al combatir al diablo; algo del aliento de Cristo en una
caja; una botella llena de la oscuridad egipcia, algo del sonido del sino que fue repicado
cuando Jesús entró en Jerusalén; una chispa de la estrella, que alumbró a los reyes
magos; algo de la palabra hecho carne; algunos suspiros lanzados por José, cuando tenía
maderas nudosas para cepillar; la estaca en la carne, que tanto incomodó a San Pablo, y
otro montón de sandeces más.
El descaro de los curas no conocía límites, pues la estupidez de las personas era
ilimitada. Más arriba dejé pequeña muestra, tanto del descaro como de la estupidez en la
Historia del monje Eiselin; que siga otra muestra, contada por Poggio Braciolini, quien
durante casi cuarenta años desempeñó cargo de secretario secreto papal, y murió en
1459 como canciller de la República de Florencia.
Un monje se enamoró de una linda mujer, y buscó seducirla por todos los medios.
Tuvo éxito. Ella se hizo pasar por muy enferma, solicitando la presencia del monje para
confesar. Éste compareció, y conforme a las costumbres quedó sola con ella para
tomarle la confesión, y fue correspondido. Al día siguiente volvió, y para mayor
comodidad, bajó sus pantalones sobre la cama de la señora. El marido entendió que la
confesión se extendía demasiado; quedó curioso y entró inesperadamente en la
habitación. El monje absolvió lo más rápido posible, y se dio a la fuga – pero – se
olvidó de llevar sus pantalones. Éstos ahora cayeron en manos del marido sediento de
venganza. Éste salió corriendo a la calle con la prueba material del hecho en la mano, y
los mostró a los vecinos, a los cuales hizo enardecer en cólera, atropellando con ellos el
monasterio. Un viejo y circunspecto padre procuró en vano calmar al colérico
campesino, quién ya se arrepintió del escándalo, y habría olvidado silenciosamente la
cuestión si todavía fuera posible. De esto se dio cuenta el padre, y le dijo: que se había
apresurado demasiado al quitar conclusiones con referencia a los pantalones, pues eran
los pantalones de San Francisco, indicados para curar enfermedades como aquellas de
las cuales sufría su esposa. Para su tranquilidad volvería a la casa para retirar los
pantalones con toda solemnidad.
A seguir unos cuantos monjes, armados de cruz y bandera, en santa procesión,
volvieron a la casa del buen mentecato, arrumaron los pantalones sobre una almohada
de seda, la exhibían para su veneración, haciendo pasar los pantalones entre los fieles
para el besuqueo. Luego fueron devueltas en santa procesión al monasterio, y se los
guardó junto con las demás santas reliquias.2
En éste capítulo de las reliquias también debe citarse las imágenes de santos y su
veneración. Los curas no tenían suficiente en los negociados con trapos y huesos. En
poco tiempo se encontraban retratos de Jesús y de la Virgen María, supuestamente
dibujados por el evangelista Lucas. No daban testimonio ni de la arte del pintor, ni de la

2
No es anécdota inventada o chiste del mencionado autor. El cuento se encuentra en obra seria, en la cual
Poggio habla de la perversidad de los sacerdotes. Me repudiaría burlarme a costas de verdades
históricas, y todas las anotaciones hechas en esta obra puedo demostrar históricamente, por más extrañas
que suenen.
belleza de las personas que representaban, eran horribles. Otros retratos, nada mejores,
caían del cielo, y finalmente se los hizo dibujar directamente por pintores.
Los retratos eran venerados como reliquias, y la veneración rápidamente se
trasformó en adoración. Con relación a la adoración de retratos se iniciaron peleas
sangrientas, siendo finalmente motivo de la cisma de la Iglesia, en griega y latina. Estas
disputas por los retratos tardaron aproximadamente dos siglos. César Constantino V, que
falleció en 741, declaró a toda veneración de los retratos como siendo idolatría, y
despejó toda la tierra de retratos y reliquias. Trasformó los monasterios de
Constantinopla en casernas, y expuso al ridículo a monjes y religiosas, obligándoles a
desfilar a pares en el circo.
En el oeste esta veneración a retratos y reliquias al principio también encontró
muchos opositores. El obispo Claudius de Turín opinó: “Si se venera a la Cruz, en la
cual murió Jesús, también se debe venerar al burro, sobre el cual cabalgó”, ¡cosa que
más tarde efectivamente aconteció! Otros consideraban de suma importancia esta
veneración a retratos. Un monje, a fin de aplacar al diablo de la lascivia, prometió
omitir la plegaria diaria ante los retratos de su claustro. En su duda, sobre si con esto
cometía un pecado, lo confesó al obispo, y éste le dijo: “Antes que dejes la oración ante
los santos retratos, es preferible que frecuentes todos los burdeles de la ciudad.” – Así
conservamos en Europa el departamento de los retratos, y la Iglesia griega lo recuperó
igualmente, con rapidez.
Apenas fue encontrado el Santo Sepulcro, era inundado por fervorosos cristianos;
comenzaron las peregrinaciones a la Tierra Santa, y a todos los lugares de la misma, que
tuviesen significado especial acorde a la Biblia. ¡Inclusive era objeto de peregrinación el
montón de estiércol, en el cual estuvo sentado Job!
Por otro lado, no les agradaba en absoluto a los curas, que el buen dinero era
llevado tan lejos, y sus retratos de santos y reliquias hacían milagros sobre milagros, a
fin de atraer a las masas fieles. Horrendos eran los cuentos de castigos, sufridos por
infieles y burlones. Los santos tuvieron que resguardar sus honores, como por ejemplo
San Gangulf. Éste fue asesinado a golpes por un sacerdote, amante de su esposa, y
repentinamente empezó a hacer milagros desde su tumba. La mujer depravada, que
sabía perfectamente que su viejo no hacía milagros, se rió a carcajadas cuando lo
escuchó, y dijo: “Si aquél hace milagros, mi trasero canta” y – ¡qué horror! – ¡éste
empezó a cantar!
Pero las peregrinaciones se multiplicaron cuando fueron combinadas con las
indulgencias. El exceso del abuso en esta arbitrariedad fue motivo de la reforma, a la
cual tenemos que observar con más detención. El indulto es hijo del purgatorio y de la
confesión auricular.
En los primeros tiempos de la Iglesia Cristiana, la persona que hubiera sido
expulsa de la comunión por falta grave, debía confesar todos sus pecados abiertamente
ante toda la comunidad cristiana; A esta penitencia se llamaba confesión. Cuando los
curas se hicieron poderosos, rápidamente trasformaron esta confesión pública en
secreta, a fin de aumentar su poder. Luego el Papa Inocencio III ordenó (1215) que cada
cristiano confesara por lo menos una vez al año, en privado, y a un sacerdote, debiendo
cargar con la penitencia impuesta. Quien no lo hacía, era excluido de la iglesia, y no
recibía cristiana sepultura.
Cada uno comprende el tamaño del poder que obtuvieron los sacerdotes por esta
institución, pues, a parte de que servía para conocer las cosas más íntimas de los fieles,
que podían utilizar a su favor, también tenían el poder de liberar o no al confesante, y
sabían utilizar perfectamente este poder, mediante liberación – absolución – según el
pago del pecador.
El purgatorio fue invento del obispo romano Gregorio el Grande (590 – 604).
Purgatorio se llamaba el lugar, donde, según sus explicaciones, eran purificadas las
almas humanas, para que puedan entrar puras en el cielo; por lo tanto un cierto tipo de
lavadero celestial de almas. Quien se balanceaba entre cielo e infierno, tenía que contar
con larga y sudorosa estadía en el purgatorio – pues el fuego era el elemento de
purificación – si los curas, íntimos de los lavadores diabólicos, no lo expedían más
tempranamente por dinero y buenas palabras al cielo. El reglamento del purgatorio sólo
era conocido a los curas, y así sólo ellos podían juzgar cuantas misas se hacían
necesarias para librar al alma del purgatorio; - y por supuesto, estas misas no eran
gratuitas.
Federico el grande llegó una vez al monasterio en Kelvin, fundado por una vieja
duquesa, para que allí se rece la misa de liberación del purgatorio de la misma duquesa.
“Pues, cuando será que finalmente las preces liberarán a mis primos del purgatorio?”
Preguntó con alguna seriedad al padre Guardián. Éste se inclinó profundamente, y
respondió: “que no es posible saberlo así nomás, pero que lo haría saber de inmediato
a su Majestad, cuanto le llegase la noticia del cielo.”
En realidad las cruzadas nada más eran, que peregrinaciones armadas. Los Papas
favorecían a las mismas, pensando extender su poder hacia el oriente, perdido frente al
mahometismo. Por ello se utilizaban de todos los métodos para incentivar a las personas
a “tomar la cruz”; y el principal era la indulgencia. Pues el Santo Papa mandó predicar,
que todos los pecados cometidos por una persona, por mayores que eran, estarían
perdonados a partir del momento que se haya puesto la cruz en su vestimenta. Esta
invención de indulgencia fue luego utilizado por los curas de todas las maneas
imaginables, y se trasformó en mina de oro, tan inagotable como la estupidez humana.
Algunos se resistían a creer en el poder del Papa de perdonar pecados; pero
Clemente VI puso fin a las reclamaciones dando las explicaciones sobre su derecho a
ello, y sobre el derecho de conceder indulgencias mediante la bula de 1342. “Toda la
humanidad” dice la bula, “podría haber sido rescatada por una única gota de sangre de
Jesús; pero derramó en tal cantidades, que esta sangre, que ciertamente no fue
derramada en vano, constituye tesoro inmensurable de la Iglesia, multiplicado por los
merecimientos, tampoco superfluos, de los mártires y santos. Ahora el Papa tiene la
llave para este tesoro, y puede ceder cuanto quiera para la salvación de la humanidad,
sin miedo de agotarlo alguna vez.
Más tarde volveré a la teoría de la indulgencia, y demostrar de que manera
maravillosa se ha desarrollada, pero ahora volvamos a las peregrinaciones. Cuando,
como dije, se las combinó con las indulgencias, éstas se radicaron definitivamente.
Quien peregrinaba a éste o aquél lugar de gracia, y – nóteselo bien – ofertaba el dinero
necesario en el Altar, recibía indulgencia, no sólo por los pecados ya cometidos, sino
incluso por algunos años más.
En Alemania había a lo mejor unos cien retratos de María, hacia donde se dirigían
las peregrinaciones, y en otras tierras muchas más. Un único escritor cuenta 1200
retratos de María con efectos milagrosos. Probablemente el más renombrado era el de
Loreto, en la casa de María, supuestamente tallado toscamente por San Lucas. El humo
de millones de velas ha ennegrecido paulatinamente al retrato, que quedó color a
carbón, pero esto no menoscaba el poder milagroso, que se limita principalmente a
quitar el dinero del bolsillo de las personas. El mármol al derredor de la casita se
encuentra tan gastado por los peregrinos, que prácticamente se creó un canal en él.
Antiguamente llegaban anualmente hasta 200.000 cristianos fieles a Loreto, pero en los
últimos tiempos este número se redujo a menos de la décima parte.
Cuando los franceses vinieron a Loreto, se adueñaron de todo el tesoro, en cuanto
no pudo ser ocultado por los curas. Si la Santa Virgen les regaló el tesoro, no lo sé, pero
imposible no lo es, conforme prueba la siguiente historia.
Cuando Federico el Grande estuvo en Schlesien, desaparecieron poco a poco
todos los objetos preciosos, y los curas finalmente encontraron al ladrón, un soldado,
que fue denunciado ante el Rey. El soldado se disculpó, diciendo que no era ladrón,
pues la Santa Madre de Dios le regaló todas las cosas que se buscaba. Luego Federico
el Grande preguntó al Señor religioso, ¿si tal cosa era posible? “Ciertamente es posible”
respondió el cura sorprendido “pero muy improbable”. El ladrón se libró de su castigo,
pero ahora Federico le prohibió bajo amenaza de castigo de muerte, aceptar en el futuro
tales regalos de la Santa Virgen.
Después de Loreto, probablemente fue San Jago de Compostella el lugar de gracia
más renombrado, y en feriados especiales se veía aquí más de 30.000 peregrinos.
En suiza es conocida Einsiedeln. El retrato de gracia allí exhibido es tan miserable
como la obra en madera de Loreto, pero tanto como aquél, se encuentra decorado de
joyas.
En Alemania hay infinitos lugares de gracia, pero apenas citaré algunos.
Waldbüren en Baden al Main- y Taubenkreis es famosa por el teniente milagroso. Pero
no es un teniente austriaco con el hace-milagros a su costado, que era menos venerado y
más temido con el nombre de Hassling en Austria; tampoco es un teniente prusiano del
Wuppertal, sino un paño, utilizado para poner en él el cáliz y plato de hostias, y que es
llamado Korporale. En el año 1330 un padre derramó un poco del vino sobre éste
Korporale. El vino se trasformó inmediatamente en sangre, y cada gota sobre el paño en
una cabeza de Cristo coronado con espinas. Según los cuentos de los curas, éste
Korporale produce inmensa cantidad de milagros, y antes y luego del día de Todos los
Santos peregrinan multitudes de fieles a Waldhüren, para buscarse hilos rojos pasados
por el Korporale, que curan la peste, - con tal que se tenga conciencia limpia y profese
la fe verdadera. La cantidad de peregrinos sumaba hasta 40.000 al año.
Semejantes lugares de peregrinaje hay en todos los distritos de Alemania, y no me
voy a detener en ellos.
Más rentables para los curas son aquellos peregrinajes, realizadas a lugares donde
se encuentran reliquias muy santas, que sólo se exponen cada siete años. Esta institución
económica no tiene su motivo en la necesidad de las reliquias de descansar de sus
milagros hechos durante el tiempo de exposición, sino únicamente en la perspicacia de
los curas. Si los santos objetos etabam expuestos continuamente, rápidamente se perdía
el interés por ellos. Por la raridad de sus apariciones atraen a las personas, y al dinero de
sus bolsillos – el único milagro jamás realizado por cualquier reliquia.
El tesoro más precioso de este tipo se guarda en Aachen. Las mayores raridades
entre los mismos son el monstruoso manto de Maria, los pañales de Jesús, de fieltro
marrón-amarillento, y el paño, sobre el cual había reposado la cabeza cortada de Juan
Bautista.
En el año 1496 concurrieron 142.000 fieles a Aachen, para ver a los santos trapos,
y la cosecha fue fantástica. 1818, cuando después de larga pausa las reliquias volvieron
a ser exhibidas, sólo se presentaron 40.000 peregrinos. ¡La reforma, la revolución y el
maldito esclarecimiento habían abierto tremenda brecha en la fe!
Desde entonces mucho se remendó en este boquete, y la fe remendada casi se ve
tan fuerte como en el más oscuro medioevo, gracias a la decisión de los gobiernos, de
dejas las escuelas bajo control de los curas. Con admiración asistimos, como aún en el
año 1844 un millón de personas peregrinaron a Trier, para besar a la santa bata, dada por
el manto de Jesús, y por el cual los soldados jugaron a los dados al costado de la Cruz.
Actualmente esta peregrinaje a Trier por motivo de este manto causó escándalo en
todo el mundo culto, y personas muy cultas y sensatas trataron de demostrar en
innecesario esfuerzo que este “manto santo” en nada se distingue de los veinte otros aún
existentes, sino que es absolutamente falso, y una torpe treta. Las pruebas más
contundentes para ello las presentaron los profesores Gliedemeister y Von Sybel, y no
encuentro necesario perder siquiera una palabra más sobre el tema.
Que los Papas esquilaban a sus ovejas cristianas, lo saben todos, pero menos
conocido será, que el Santo Padre – a parte de toda alegoría – se ocupaba con la cría de
ovejas, alcanzando un precio por la lana obtenida, como nunca pagado, aún por las
mejores lanas – Pues el Papa mantiene pequeño grupo de corderos, consagrados sobre
los túmulos de los Apóstolos, y de cuya lana se teje las Pallien.
El Pallium es originalmente un manto romano. Los Imperadores regalaban tal
vestimenta, hecha de púrpura y bordada en oro, a los patriarcas y obispos distinguidos,
para demostrarles contento y gracia, similar a las condecoraciones que reciben hoy día
los religiosos en algunos Estados, cuando saben adecuarse al espíritu del gobierno.
Fue Papa Gregorio I quien por primera vez, sin consultar al Imperador, mandó
tales Pallium a los obispos, a veces en señal de contentamiento, otras veces de la
confirmación. En la usurpación de riquezas los Papas son grandes, sí, todo su poder está
fundado en ello, y así rápidamente llegaron al punto de que se auto-otorgaron el derecho
exclusivo de conceder tales Pallien, y finalmente obligaron a cada arzobispo como
también a algunos obispos superiores, a buscarse el Pallio de Roma – pues el regalo se
había trasformado en un objeto de comercio. Un tal Pallio costaba 30.000 florines, y
esta renta tanto les agradaba a los Papas, que se tenía por depuesto al arzobispo que no
buscaba su Pallium de Roma en el plazo de tres meses.
Los Papas eran tan avaros, y tan acostumbrados a hacer dinero del nada, que, pese
a tan alto precio el coso de confección del manto les era demasiado elevado. Éste en
poco tiempo disminuyó al tamaño de tirantes para pantalones, a cuatro dedos de ancho,
fajas de lana, proveídas de una cruz roja, que cuelgan de las espaldas y sobre el pecho.
Estas fajas, hechas a la mano de las religiosas, de la lana consagrada, talvez lleguen a
pesar ciento ochenta gramos. De manera que los Papas vendían cada cinco quilos de su
lana por 5.000.000 de florines.
Estas ventas le proporcionaban a los Papas sumas federales, pues los arzobispos
en general son señores de edad avanzada, y se sustituyen constantemente, y cada nuevo
arzobispo está obligado a comprar un Pallium nuevo; inclusive lo debe hacer cuando es
trasferido. Y así como algunos consejeros secretos tienen Excelencia, de la misma
manera algunos obispos alemanes tenían el costoso derecho de Pallium, como los de
Würzburg, Bamberg y Passau.
Salzburgo pagó en el espacio de nueve años 97.000 escudos (aproximadamente 5
marcos) en pago de Pallium. El arzobispo Markulf de Mainz tuvo que vender la pierna
izquierda del Jesús dorado, para pagar su Pallium. ¡Así probablemente obtuvo más por
esta pierna, que el delator Judas por el Jesús entero! –
El arzobispo Arnoldo de Trier quedó en una situación muy incómoda, cuando le
fueron remitidos dos Pallien de dos Contra-Papas, por supuesto, con doble factura.
Cómo se desenredó de la situación no lo sé, quizás mediante el Manto Santo. Su
sucesor, Obispo Arnoldi, quien expuso en 1844 este manto viejo, ciertamente no se
habría encontrado en dificultades por estos míseros 60.000 florines. Un millón de
peregrinos, tajados a cinco monedas de plata, suman 166.666 táler prusianos, o 300.000
florines.
Al paso que los arzobispos eran extorsionados de esta manera por los Papas, es
evidente, que por su vez extorsionaban a sus vasallos o súbditos, pues el pueblo es la
oveja del velo de oro, a quien se arranca un pedazo detrás del otro de para satisfacer las
necesidades de los grandes señores, sean llamados arzobispos o príncipes.
Los Papas tenían plata como paja, pero la mayoría de ellos sabía darse a la buena
vida. Sixto VI. (1471-1484) ya despilfarró como cardinal 200.000 ducados (a casi 10
marcos) en dos años, que, de acuerdo al valor actual del oro, pasa lejos del doble. Uno
de sus banquetes llegaba a costar 20.000 florines; pero que importaba, apenas consumía
los pecados de la cristiandad, pues sabía igualmente hacerse de ingresos adicionales. Así
permitió a algunos cardinales – mediante buen tributo – ¡la sodomía! durante los meses
junio julio y agosto. También fundó burdeles públicos en Roma, que le rendían
anualmente el así llamado “interés lácteo” de 40.000 ducados. – Bueno, conoceremos
más tarde algunos Papas aún más santos.
Una idea verdaderamente dorada tuvo el papa Bonifacio VIII.; ¡Inventó el año
jubilar! Los romanos celebraban el inicio de un nuevo siglo con grandes festividades,
igualmente los judíos su año de júbilo y reconciliación. Ciertamente esto le llevó al
citado Papa a la idea, de introducir tales años jubilares en la cristiandad. Quien
peregrinaba a Roma en el año jubilar, y depositaba su ofrenda en el Altar, recibía perdón
perfecto de todos los pecados cometido en la vida, volviendo a ser inocente como si
fuera criatura recién nacida, o aún más inocente, pues en éstos, según la enseñanza de la
Iglesia todavía habita el diablo, que sólo es expulsado mediante bautismo.
A quien no le gustaría verse libre de sus pecados. ¡Un simple asesinato puede
amargar toda la vida! ¿A quien no le gustaría obtener la certeza, de que este pequeño
desliz no sería recordado en el día del juicio? Pues, de todos lados fluían pecadores a
Roma. El año 1300 200.000 extraños pasaron el año en Roma, y la ganancia que
tuvieron en ello los ciudadanos de Roma, como también el tesoro del Papa, fue
inmensurable.
Lo que fue ofrendado por personas pudientes en oro y plata, no tuvo por bien
publicarlo el Tesoro Papal; sólo en monedas de cobre entraron este año 50.000 florines
de oro. Acorde a una estimación aproximada, las ganancias de este año jubilar sumó 15
millones. Para aquellos tiempos, una suma exorbitante, aberrante.
Esta cosecha espectacular naturalmente les dio ganas a los Papas para una
repetición en tiempo razonable. Cien años es largo tiempo, y Papa Clemente tuvo la
inigualable bondad de disponer, que el año jubilar debería ser festejado cada cincuenta
años, pues le apareció un anciano con dos llaves, probablemente San Pedro, quien lo
intimó en tono amenazador diciendo: “!Abra el portón!” Así tuvo que obedecer.
Urbano VI bajó este tiempo aún a 33 años, ¡en recordación a los años de vida de
Jesús! Nunca les faltaron buenos motivos a los Papas. Sixto IV fue, “debido a la
brevedad de la vida humana” aún más clemente, y bajó este tiempo a 25 años.
El segundo año jubilar bajo Clemente VI (1350) aún fue más provechoso que el
primero. En la bula jubilar “encomienda a los ángeles del paraíso también las almas
libradas del purgatorio de aquellos, que murieron durante el viaje a Roma, a hacerlas
ingresar en las alegrías del paraíso”.
Tan profusa gracia naturalmente se mostraba muy atractiva para la muchedumbre
estúpida. Roma fue inundada de tal manera por extraños, que los hoteleros, que
normalmente conocen tan bien el arte de ganar dinero, no pudieron con ellos.
Frente al Altar de San Pablo se turnaban día y noche dos curas con horquillas de
crupier, al sólo efecto de embolsar el dinero, siendo que casi sucumbieron bajo el peso
de su oficio. La apretura era tanta en la iglesia, que muchos fieles fueron aplastados.
Diez mil peregrinos tuvieron la oportunidad inmediata de probar la utilidad de la
absolución, muertos debido a la peste, pero siquiera se notó su falta, pues su número fue
dado en un millón y algunos cientos de miles, ¡y la renta de este año jubilar sumó más
de veintidós millones!
Es realmente simpático asistir, como a partir de ahora cada Papa inventó nuevos
métodos, para hacer aún más rentable la invención de su antecesor Bonifacio, pues –
preti, frati e pollo non son mai satolli (sacerdotes, monjes y gallinas nunca se sacian).
Bonifacio IX calculó, que muchos cristianos no iban a Roma por el alto costo del
viaje, o talvez, por no poder abandonar sus negocios. A estos enviaba la gracia a sus
casas, mediante el envío de personas, dotadas del poder de conceder absolución ¡por un
tercio de los costos de viaje a Roma! – Pese a estas facilidades los extranjeros seguían
fluyendo a Roma, y en el año jubilar bajo Nicolau V. la puente sobre el Tigre no pudo
aguatar el peso de las personas; se derrumbó, y doscientos fieles perdieron la vida.
Papa Alejandro VI tuvo idea aún más útil. A él se agradece el portón de oro de la
Iglesia de San Pedro. Al comienzo del año jubilar el Papa, con martillo dorado daba tres
golpes a esta puerta; entonces era abierta, para ser nuevamente cimentada a final del
año. Quién traspasaba estas puertas, estaba libre de pecados; más, mediante suma
apropiada también era posible traspasarlos en representación de tercera persona, y librar
a éste de sus pecados. Esta regla fue muy rentable.
Los Papas se hacían cada vez más codiciosos ante estos éxitos alcanzados. A
menudo no aguantaban esperar los 25 años, y por motivos especiales, que siempre les
ocurrían, instituían un año jubilar extra, o viajeros, encargados a conceder indultos, eran
enviados al mundo. Eran más inoportunos que vendedores de vino, de manera que en
algunas comunidades eran expulsadas del pueblo, con el cura parroquial en la punta.
La reforma prácticamente puso fin a esta estafa de jubileos, pues los ingresos de
los años jubilares posteriores ya no produjeron como antes. Aún el año 1825 fue elevado
a año jubileo; pero poca gente más que lo normal llegó a Roma, mayormente sólo del
populacho italiano, que nada tenían para aportar. Asimismo los príncipes tomaran
medidas que dificultaban las peregrinaciones a Roma, pues necesitaban ellos mismos el
dinero de sus vasallos. Inclusive el gobierno austriaco de entonces le prohibía a sus
súbditos italianos a peregrinar a Roma, sin pasaportes expedidos en Viena. Quien no
solicitaba a tiempo su pasaporte, fácilmente perdía el año jubilar.
Según cálculos, probablemente subvalorados, los años jubilares produjeron cerca
de 150 millones a los Papas.
El embuste de los indultos fue llevado al colmo por León X. Los inmensos
ingresos, que fluían al tesoro Papal de toda Europa, ¡aún no satisfacían a éste opulento y
suntuoso Papa, aún siendo prácticamente inmensurables! Algunas minas de oro que
supieron abrirse los Papas, ya he nombrado; nombrarlos a todos se haría demasiado
extenso, pero citaré algunas.
Un ingreso nada despreciable de los Papas son las Annatas. Así se denomina el
primer sueldo anual del nuevo obispo, que debe ser pagado al Papa. Se la puede
calcular en promedio a 12.000 táler, y calculando por bajo que por lo menos 2.000
obispos pagaron su Annata a la silla Papal, esto hace 30 millones de táler.
La cuota de dispensa por falta de edad, seis ducados; la dispensa de las ayunas y
los permisos para casamiento entre parientes de sangre aportaban considerables sumas.
Los últimos tenían que ocurrir a menudo, visto que los Papas prohibieron casamientos
entre parientes hasta el décimo cuarto grado. Alguien una vez se dio al trabajo de
calcular, cuantos de tales parientes de sangre se puede presumir vivos para cada
persona, y – los calculó en dieciséis mil. Si se calcula todos los tipos de parentesco, la
suma sube a 1.048.576. Así naturalmente no faltaba dinero de dispensas. Además se
exigía dinero por impuesto de cruzadas e impuesto de turcos, y por sinfín de otros
conceptos.
Especialmente hábil en este milagro era Papa Juan XXII. Es el inventor de la
abominable lista de las tasas a ser pagadas por dispensas y absoluciones, de las cuales
hablaré más tarde. Este Papa juntó tanto dinero, que él, pobre hijo de zapatero, - ¡dejó al
sucesor dieciséis millones en moneda de oro, más diecisiete millones en barras de oro!
Pero como ya dicho, todos estos ingresos no fueron suficientes para cubrir las
“necesidades” del Papa León X. Sus hijos, parientes, payasos, comediantes, músicos,
como su amor por las artes consumían sumas inmensurables, y el opulento Papa entró
en serias dificultades.
Para salir del embrollo, resolvió utilizar la absolución para sistemática extorsión
de dinero. Un impuesto a favor de la guerra contra los turcos y para la continuación de
la construcción de la Catedral de San Pedro, ya iniciada por su antecesor sirvieron de
excusa. El Impuesto turco, ya muy desgastado, ya no producía más, y Cardinal
Ximenes, el sabio ministro español incluso prohibió las recolecciones a este fin, “por
poseer noticia incontestable, que ya nada había para temer de los turcos”. Por lo tanto
el Papa dictó una bula por la cual, todos aquellos que mediante dinero apoyasen la
construcción de la Catedral de San Pedro, obtendrían indulto.
Ahora toda la tierra cristiana fue dividida en distintos distritos, adonde fueron
enviados viajeros de la gran casa de comercio romana, bajo título de legado o comisario
Papal. Las cartas de indultos que vendían estos voyageurs del Gobernador de Dios,
contenían cuanto sigue:
“En nombre de nuestro Santísimo Padre, representante de Cristo Jesús, en primer
término te libero de toda censura de la Iglesia, de la cuál te puedas haber hecho culpado,
además de todas las maldades y crímenes, cometidos hasta este momento, por más
grandes y graves que sean; también de aquellos, que normalmente sólo pueden ser
perdonados por el Papa, hasta donde se extienden las llaves de la Iglesia Madre. Te
perdono perfectamente todos los castigos, que sufrirías debido a tus pecados en el
purgatorio. Te hago merecedor otra vez de los sacramentos de la Iglesia y de la
comunidad con los fieles, y te reasiento en el estado de inocencia en el cual te
encontrabas a tu bautismo, de manera tal que, cuando mueras, los portones del infierno,
donde se ingresa para sufrimiento y castigo, se deben encontrar cerrados, para que
puedas ir camino directo al paraíso. Pero caso no mueras ahora, esta gracia te quedará
intacta.”
En la tasación ministerial papal estaba fijado el precio, por el cual se perdonaba
los más aberrantes pecados. Parricidio, incesto, asesinato de criaturas, aborto, adulterio
de todo tipo, abusos sexuales de todo tipo, perjurio – o sea todo lo que se llame pecado
o crimen, tenía aquí su precio. Yo consideraría a este documento aberrante como
invención de los enemigos del Papa, si su autenticidad no hubiese sido comprobada en
forma incuestionable.
Pero la parte más descarada, desvergonzada está contenida en la parte final de este
indulto; Dice: “De ello no podrán disfrutar los pobres, pues no tienen dinero, ¡luego
deben carecer de este consuelo!”.
Mediante pago de doce ducados era permitido a los religiosos, ¡cometer a su gusto
la prostitución, adulterio, incesto y sodomía con animales!
La especulación Papal se vio colmada de éxito; sumas exorbitantes migraban a
Roma; son incalculables. Un legado Papal quitó, tan sólo de la pequeña Dinamarca dos
millones mediante venta de indultos.
León X. encontró rentable alquilar el indulto en algunos distritos a grandes
compañías por determinada suma de dinero. Éstos a su vez, tenían sublocatarios, a fin
de posibilitar el desangramiento más completo de los países.
Uno de estos locatarios era el Conde Albrecht de Brandenburgo, obispo de
Halberstadt, arzobispo de Magdeburgo, ¡y finalmente arzobispo de Mainz y Cardinal!
Adeudaba sus 30.000 ducados por el Pallien, y asumió el indulto en algunos países, en
la esperanza, de ganarse con ello el dinero que le fue prestado por el Conde Fugger de
Augsburgo.
El noble príncipe, cardinal y arzobispo fungió en su negocio con gran aplicación y
capacidad comercial, y muy interesante es la instrucción dada a sus vendedores de
indultos, motivo por el cual explicaré aquí su contenido.
“Primero los predicadores del indulto deben jurar al príncipe, que no lo estafarán.
Luego les dará poderes, para que, luego de fijado la Cruz y la insignia Papal, se vayan a
anunciar en las iglesias el indulto, y concederlo a aquellas personas, que han sido
colocados en proscripción por sus párrocos regulares, o cargados con otros tipos de
castigos religiosos.”
Luego se ordenaba a los predicadores del indulto, a explicarle al pueblo dos o tres
pasajes de la bula de indulto del Papa, conforme a su capacidad, y exaltarlo, a fin de que
la gracia papal no caiga en desprecio, y el pueblo no quede asqueado ante el indulto.
Además pretende el príncipe, que se diga al pueblo, que en los siguientes ocho
años no valdrá indulto sino el suyo, que ya había recibido, o aún estaría por recibir; y
que esto no sólo garantizaba completo perdón de los pecados, sino que también protegía
del purgatorio, a ser sufrido después de la muerte.
A los enfermos, que no podían ir a la Iglesia, se concedería el indulto en sus
hogares, pero por suma superior. Cuando el predicador haya terminado de explicar el
tamaño del indulto, y llegue el momento de determinar el monto a pagar, debería
preguntar, ¿cuanto dinero ofrecería por el absoluto perdón de sus pecados? Esto lo
debería adelantar para mayor incentivo a las personas para la compra de sus indultos.
Cuando ahora los predicadores del indulto hubiesen hecho comprensible la
utilidad de la Iglesia de San Pedro, y convencido a los confesantes, que una tan alta
gracia jamás puede ser demasiado cara, a fin de motivarlos para una contribución lo más
elevada posible, sigue diciendo el príncipe: Como la constitución de las personas es
demasiado distinta, y no es posible determinar ciertas tasas, consideramos que las tasas
pueden ser sentadas conforme sigue: Grandes príncipes dan 25 florines de oro. Abades,
prelados mayores, príncipes, condes y sus señoras pagan 10 florines de oro por persona.
Mujeres y artesanos uno, personal inferior medio florín.
Si bien las mujeres no pueden contribuir nada de los bienes de sus esposos, sí lo
pueden hacer de sus dotes y bienes parafernales, aún contra la voluntad de sus esposos.
Si mujeres e hijas pobres consiguen juntar las tasas mediante limosneo de otros,
también deben ofrecer éstas a la caja de los indultos.
Cuando alguien contribuye tanto por un alma en el purgatorio cuanto debe pagar
por sí mismo, ¡no será necesario que se arrepienta en su corazón, o que confiese con la
boca! Pues el indulto se basa en el amor, con el cual falleció quien se encuentra en el
purgatorio, y en las contribuciones de los vivos.
Quien compra la carta de indulto de los predicadores de indulto, se hará
merecedor de todas las dádivas, ayunas, peregrinajes al santo túmulo, misas,
purificaciones y buenas obras, que se realizan en toda la Iglesia Cristiana, aún que no se
haya arrepentido, ni cargue con la penitencia.
De la necesidad de un hábil vendedor, tiene conciencia todo comerciante, y el
arzobispo estaba empeñado encontrar tal personaje para colocación de su mercadería.
Lo encontró en el monje dominicano Johann Tetzel de Pirna. En su juventud éste había
dedicado algunos años al estudio, y su fervor religioso le rindió título de doctor de
teología. En Innsbruck fue flagrado cuando – como dice la crónica – plantó su semilla
espiritual en campo ajeno. El Imperador Maximiliano I dio la orden, de enfriar la
calentura del padre enamorado en el agua, o sea, de ahogarlo en una bolsa. Sólo
mediante insistente intervención del príncipe Federico se salvó la vida. Éste descarado,
obeso sinvergüenza, cuyo bien dibujado grabado tengo ante mí, es el verdadero ideal de
un cura. El sinvergüenza tiene apariencia tan descarada y burlona, que casi me veo
obligado a suponer, que conseguiría venderme uno de sus papelotes de indulto. ¡Qué
suceso habrá tenido entre los fieles!
Llevaba consigo una caja de hierro, decorada con la insignia papal, vagueando de
mercado a mercado, cantando: “Sowie das Geld im Kasten klingt, die Seele aus dem
Fegefeuer springt!”3 En todas partes juntaba multitudes, y efectivamente sus elogios al
indulto eran muy divertidos, si bien cristianos fieles los titulaban de blasfemos.
Se vanagloriaba haber salvado más almas del purgatorio, de lo que había
convertido paganos el Apóstol Pablo mediante prédica del Evangelio. Podía perdonar,
no sólo pecados ya cometidos, sino también tales, que aún pretendía cometerse, y la
fuerza de su indulto era tan grande, que no había pecado, que no purgase; incluso si
alguien hubiese “violado a la Madre de Dios, empreñándola”, lo que es imposible –
mediante su indulto podría ser librado del merecido castigo.

3
N. del Traductor. Tal como suena el dinero al caer en la caja, salta la alma del purgatorio.
Este Tetzel era tan descarado, que el contemporáneo Johann von Meissen presagió,
que éste monje sería el último comerciante de indultos.
Se relata de él montón de arterías, que dejan testimonio de su descaro sin límites.
En Annaberg, donde en aquellos tiempos había ricas minas de plata, le hacía creer a la
gente, que todas las colinas circundantes se trasformarían en plata pura, si pagaban
sin reclamos. Aparentemente le gustó la ciudad, pues quedó durante dos años. En
Freiburg juntó dos mil florines en dos días; pero cuando después de un tiempo volvió al
lugar, Lutero ya había esclarecido a la población, y los mineros estaban tan enfurecidos,
que Tetzel encontró prudente retirarse inmediatamente.
En Zwickau pidió cama al párroco lugareño; pero éste se excusó por su pobreza. A
seguir le pidió para que verifique en el calendario, si había algún santo para el día. Pero
el cura sólo encontró el nombre pagano Juvenal.
“No importa” dijo Tetzel, “ya levantaremos a honores al santo; convoque mañana
al pueblo mediante todas las campanas de la iglesia, tal como suele hacer para los
mayores días de fiestas.”
El cura hizo como ordenado, y los moradores de la ciudad concurrieron en masas
a la iglesia. Tetzel predicaba. “Los antiguos santos”, dijo, “están viejos y cansados de
ayudarnos; pero este San Juvenal, cuyo recuerdo festejamos hoy, aún es poco conocido;
si piden a él, y le hacen ofrendas, ciertamente se apresurará a ayudarles.” Luego
recomendó la generosidad, recomendando principalmente a los nobles a dar buen
ejemplo.
Quedó parado ante la Caja de Dios”, y controlaba cuanto cada uno depositaba, y
los buenos moradores de Zwickau ¡contribuían a gusto al honor del Santo Juvenal!
Tetzel susurró al oído del cura: “Ahora es suficiente de ofrendas, hagamos una banquete
de las mismas.”
En Suiza Tetzel absolvió a un rico campesino por homicidio, y cuando éste le
confió que tenía aún otro enemigo que le gustaría asesinar, ¡se lo permitió el desalmado
cura por una pequeña suma de dinero!
Pero pese a toda picardía, una vez le pasaron la pierna a Tetzel. – En Magdeburgo
compareció un Señor de Schenk, y le ofreció suma no despreciable, si le absolviese de
un pecado que todavía pensaba cometer. Sonriente el cura embolsó el dinero y le dio la
carta de absolución solicitada.
Cuando días después Tetzel se mudó de Magdeburgo a Braunschweig, cargado
con algunos miles de florines, fue asaltado desde un monte de Helmstedt por el Señor
Schenk, quien se adueñó de todo su efectivo. El cura presentó denuncia, acusando al
Señor Schenk de asalto; pero Schenk mostró su carta de absolución y dijo: “O el proceso
no tiene fundamento, o la mercancía es estafa”. Schenk quedó con el dinero, y Tetzel se
quedó con las ganas.
Este monje infame conocía las artimañas apropiadas para quitar plata del bolsillo
de la gente, y recaudaba más que otros vendedores de indultos, que se limitaban a
pronunciar dichos conocidos como:
“Miren que el Cielo les sigue abierto. ¿No quieren ingresar ahora, pues, cuándo
entrarán? Ó gente estúpida y obstinada, parecida a los animales salvajes, que no
consigue apreciar el desperdicio y derrame de la gracia Papal.
¡Miren! ¡Tantas almas se pueden liberar del fuego del purgatorio! ¡Ó ustedes
obstinados y desidiosos! Con doce céntimos podrían arrancar a su padre del purgatorio,
y siguen tan ingratos, que no les socorren a sus padres de tan profundo apuro. No quiero
asumir la culpa en el juicio final.” Etc.
Tetzel sabía hacer la cosa mucho más “tragable” a la gente, y no había prostituta
que no le pagase algún céntimo por el pecado que aún pretendía cometer. Con que
rapidez conseguía reunir dinero, prueba lo siguiente: En Görlitz se construyó la Iglesia
de San Pedro, y aún faltaba el techo de cobre, par lo cual se necesitaba 90 toneladas de
cobre, que en aquél entonces costaban 48.000 Táler. Se solicitó la ayuda de Tetzel, y en
tres semanas había reunida la suma correspondiente.
Las 95 tesis de Lutero arruinaron todo este negocio del padre. Talvez ha sido el
enfado sobre ello que lo hizo caer enfermo en Leipzig, de donde no se levantó más.
Murió, y se encuentra enterrado en la ciudad de Paulino, adonde posiblemente aún se
puede ver su monumento.
Las cuentas del indulto son bastante curiosas, y es difícil comprenderlas. Había
personas que compraban indultos por varios centenares de años, cuando en lo máximo
podían contar con vivir unos cien años. ¡Pero se adicionaba los años en el purgatorio, y
así se cambiaba la cuenta! Por éste pecado, según indicaciones de los curas, el pecador
tendría que “hornear” veinte años, por el otro incluso treinta, así que un pecador
competente fácilmente llegaba a algunos centenares de años de purgatorio. Si aún así
pretendía ingresar directamente al Cielo, se veía obligado a comprar indultos para tantos
años cuanto le correspondían a cuenta de sus pecados.
Esto en realidad no era carga tan pesada, pues quien besaba a una reliquia, y
principalmente quien pagaba por ello, obtenía indulto por tres y más años, acorde al
grado de santidad de la reliquia. El arzobispo Albrecht poseía tan opulento tesoro de
reliquias, que mediante ellas se podía obtener indultos por “treinta y nueve veces mil,
doscientas veces mil, cuarenta y cinco mil, ciento y veinte años, doscientos y veinte
días.”
Por supuesto entre las reliquias, que mandó llevar desde Halle a Mainz, ¡se
encontraban piezas muy raras y santas!
Ocho veces del cabello de la virgen María; cinco veces de su leche; luego la
camisa, en el cual le nació Jesús, una media mandíbula de San Pablo con cuatro dientes,
etc.
Que no se crea que tales cuentas de indulto son cosas del pasado, desechadas con
el medioevo; aún hoy son pregonadas por los sacerdotes romanos, y ofrecidos a los
creyentes. En la publicación “geistlichen Neujahrsgeschenken” de la diócesis Mans de
Francia, publicado ha aproximadamente veinte años, presentan el siguiente cálculo de
indultos: Si se tiene un rosario consagrado, dijo Santa Brígida, se obtiene cien días de
indulto, cada vez que se rezaba el Credo, la Gloria Patri, el Padre Nuestro y el Ave. De
manera que, si se rezaba el rosario común, constituido de 53 Ave, 6 Padrenuestros, 6
Gloria Patri y un Credo, se obtiene indulto por 6.600 días, que pueden ser consagrados a
las almas en el purgatorio. Si se pronuncia el rosario de 150 rezas, se obtiene 19.000
días de indulto, ¡además de 7 años y 7 cuarentenas de aplazamientos! – Por un cuarto de
hora de introspección devota, se obtiene 7 años y 289 días de indulto; por el
acompañamiento del santísimo cuando es llevado a los enfermos, 5 años y 200 días;
pero cuando se lo acompaña con una vela, se obtiene 2 años y 83 días más.
Las sumas obtenidas por el clero mediante este comercio, son incalculables, y sólo
se pueden estimar superficialmente desde datos aislados. Cuando se lee tales datos,
queda difícil de creer de como puede haber sido posible juntar tanto dinero, teniendo en
cuenta su alto valor en aquellos tiempos.
Cuando durante la revolución francesa se pretendía cerrar los monasterios, y
confiscar sus bienes, el clero ofreció a la Convención Nacional la suma de cuatrocientos
millones de francos en dinero sonante! – Los venecianos calculaban el patrimonio de su
clero en 206 millones de Ducados.
De los ingresos del clero, que pretendía vivir en esplendor y alegrías, y gastaba
mucho, sólo una pequeña parte ingresaba a las arcas del Papa; y por ello la indicación
de esta suma dará el mejor punto de partida de lo que se extorsionó mediante mentiras
del pueblo, ya castigado al exceso por otras causas.
De la zona de Venecia, que sólo contaba con dos millones y medio de habitantes,
dentro de diez años se llevó 2.760.164 Skudi a Roma, y de Austria, bajo Maria Teresa,
durante el plazo de diez años, 110.414.560 Skudi! Si estos datos son auténticos – fueron
quitados de fuentes confiables -, aparece muy ínfimo el cálculo, por el cual en el plazo
de 600 años de cristianismo católico sólo se habría pagado 1.019.690.000 Florines a
Roma.
¿Y en concepto de qué se pago este dinero? Por cosas que más contribuyeron a la
miseria y desmoralización del pueblo que cualquier otra cosa en el mundo, ¿y a quien se
pagaba estos 1 019 millones? – A un obispo italiano, que a nosotros interesa tan poco
como el micado japonés, y que se dice representante de Cristo con el mismo derecho
con el cuál yo podría hacerlo, y quien bajo este título, en su tiempo, afirmaba ser “dueño
de todo el mundo”, del cual aquél, del cual afirmaba ser representante, ¡no poseía lo
suficiente para descansar su cabeza! – Pero que tipo de gente eran estos “representantes
de Cristo en Roma”, y lo poco que merecían el respeto y adoración, que les tributaban
los cristianos, lo descubriremos con asco en el próximo capítulo.
La Gobernación de Dios en Roma
“Cuando las personas dormían y eran completamente
necias, el archienemigo, el diablo, ¡creó el Papismo!”

Con insolencia objetiva se puede obtener todo en el mundo, por más absurdo e
insulsa parezca al principio. Prueba de ello la Historia ofrece en cantidad, pero la prueba
más contundente y humillante es la del Papismo.
Una Historia del Papismo extralimitaría mis intenciones; pretendo, solamente a
manera de borrador, como hasta aquí, mostrar que el Papismo se basa en aberrante
desfalco, los caminos infames que los Papas siguieron, qué medios criminales
utilizaron, para obligarle al mundo a rendirles tributo, y el valor moral de aquellas
personas, que fueron puestas a la cabeza de la Iglesia Romana como representantes de
Dios.
Escribo con la abierta intención de destruir la fe religiosa caracterizada por la
superstición, y como aquella se basa en la autoridad de los Papas y sacerdotes romanos,
trato en primer lugar a destruir esta autoridad, mediante demostración histórica de las
fuentes impuras de sus principios de fe y mediante relatos de los actos de los Papas, y
demostrar a los creyentes que confiaron en los dichos de personas absolutamente
indignas de confianza.
Este objetivo declarado abiertamente, me impone la necesidad de manejar con
extremo cuidado la citación de datos, obligándome a relatar solamente aquellos que
fueron demostrados históricamente con toda claridad, de tal manera a dejar imposible su
contestación. De lo que sigue el lector entenderá el motivo por el cual he encontrado
necesario hacer esta observación.
En el primer capítulo me referí sucintamente de cómo surgieron los curas, y de
cómo los obispos usurparon el poder supremo sobre las comunidades cristianas.
Los obispos no se contentaron con el poder obtenido, y cuanto más tuvieron
éxito en subyugar a sus hermanos, más libertinos se tornaron en sus pretensiones. El
poder de los Sumo Sacerdotes judíos, sus ideales, es lo que pretendían, y el retrato del
sacerdote Samuel era el objetivo a ser alcanzado.
Algún estafador forjó documentos falsos, cuya autoría luego acreditó a los
apóstolos, conocidos como las Constituciones Apostólicas. Su objetivo era, aumentar el
reconocimiento y poder de los obispos, y contenían lo más absurdo que hasta hoy se
haya dicho del honor de los obispos. En estos escritos eran llamados de “Dioses
Terrenales, Padres de los Creyentes, Jueces en Lugar de Cristo y Mediadores entre
Dios y los Hombres”. En sentido similar hablaban de los obispos muchos reconocidos
padres de la Iglesia.
Cuando los césares romanos pasaron al cristianismo, éstos aún seguían
imponiendo su dignidad como Sumo Sacerdotes (Pontifices maximi), pero al mismo
tiempo promovían el prestigio de los obispos frente a sus respectivas comunidades. Sí,
algunos césares estaban tan ofuscados y eran tan imprudentes, que encargaron la
educación de sus propios hijos a estos obispos, lo que tuvo por consecuencia
absolutamente natural, que éstos hayan sido educados en el “temor a Dios”, o sea, temor
a los curas, y cuando se hicieron césares a su vez, se arrodillaban ante los mismos y les
besaban las manos. Que aquellos se hinchaban más y más en su prepotencia, es parte de
la naturaleza humana, y no nos debe sorprender cuando ya el obispo Leontius de Trípoli
exigía, que Eusebia, consorte del César Constantino, se levantase ante él y se incline,
para recibir su bendición.
Los obispos protestantes de los nuevos tiempos con gusto habrían seguido el
mismo camino. Cuando Federico Guillermo III de Prusia se bajó del carro en
Magdeburgo, inclinándose al bajarse, inmediatamente el obispo Dräseke alzó sus manos
y su voz, a fin de concederle su bendición. Para la gran decepción del obispo, el
generalmente tan devoto Rey lo apartó, bajo un disgustado comentario: “¡Cosa
estúpida! – ¡no la soporto!
La aspiración principal de los obispos estaba dirigida a excluir la interferencia
del poder “mundano” en las cuestiones de la Iglesia, y de posible subyugar inclusive al
Emperador al poder de ella. El obispo de Milano, Ambrosio, dio inicio bien descarado
de ello. Se hizo del poder de “excomulgar al César Teodosio”, o sea, apartarlo de la
comunión de la Iglesia.
Algunos emperadores, amenazados por los curas con el infierno, eran débiles lo
suficiente para callarse ante la petulancia de los curas, y cuando el pueblo asistía ahora,
como sus temidos gobernantes se portaban de forma tan humilde frente a los obispos,
sin duda tenían la impresión que se trataría de seres sobrehumanos. En algunas partes
ocurrió entonces, que los obispos eran recibidos por los cristianos con el hosanna
evangélica.
Así crecía el orgullo de los curas año tras año. Ya en 341 D. C., en el sínodo de
Antioquia, se prohibió a los sacerdotes dirigirse al Emperador en cuestiones
eclesiásticas, sin el permiso de los obispos. El clero inferior era oprimido siempre más,
y los obispos del interior, que a principio ejercían el mismo derecho en sus
congregaciones que los obispos de las ciudades, fueron suprimidos completamente en el
año 360 por decisión del concilio de Laudicea.
El refrán corriente dice: “Un cuervo no le arranca los ojos a su par”; pero los
curas aniquilaron este dicho, pues, no sólo se arrancaban los ojos, sino que se cortaban
las cabezas, cuando podían y les convenía. Se peleaban por las más estúpidas cuestiones
religiosas, llenando por ellas al mundo con disturbios y homicidios.
Buena participación en las disputas teológicas tenían los incontables monjes,
que defendían sus apreciaciones religiosas no sólo con armas espirituales, sino con amas
mucho más mundanas, como palos, – y con mucho más eficacia. Llegaban a formar
corporaciones libres, utilizadas por obispos fanáticos para cometer excesos de los más
horrendos. Un general, Vitalianus, se vio obligado a entrar en el año 314 en
Constantinopla, para proteger la ciudad de los monjes enfurecidos.
El segundo concilio de iglesias, de Éfeso en 449 D. C., recibió el nombre de
Asamblea de Asesinos, porque aquí los monjes enloquecidos imponían la aceptación de
los dogmas de la fe que creían convenientes, con espada en mano. Uno de los mayores
fanáticos fue el obispo Cyrillo de Alejandría. Su odio se dirigió contra los judíos que
vivían en esta ciudad hace setecientos años. Instigaba a los monjes y al populacho
contra los mismos, mandaba echar sus sinagogas, y matar a todo judío que caía en sus
manos. ¡Así Alejandría perdió cuarenta mil de sus ciudadanos!
El Prefecto romano Orestes pretendió poner límites a los excesos, tentativa que
casi le costó la vida, una vez que fue herido gravemente en la cabeza con una piedra
tirada por un monje rabioso. El gobierno romano se calló, por no tener coraje para
castigar los responsables. A este punto ya se había elevado el poder de los curas.
Pero las más deplorables crueldades cometieron estos monjes cristianos contra
la amante del citado prefecto, hija del matemático Theon, la amable filósofa Hypatia.
Durante la cuaresma estos monjes arrancaron a esta hermosa mujer de su carruaje, la
desnudaron completamente y la arrastraron hacia la iglesia, como si fuera cordero de
sacrificio. Aquí fue asesinada de manera cruenta: curas canibalescos le arrancaron la
carne de los huesos, y tiraron el esqueleto aún tremulante al fuego.
Orgullo, afán de poder y codicia ocuparon en los corazones de los sacerdotes
cristianos el lugar del amor cristiano, y la igualdad democrático- cristiana hace rato
había sido marcada como anticristiana. Cada obispo solamente buscaba alzarse por
encima de los demás obispos, y así surgieron entre ellos los diversos grados y rangos.
Los obispos de las capitales y provincias de los países en poco tiempo
obtuvieron una clase de poder superior sobre las demás ciudades y se hacían llamar de
metropolitas. Incluso entre estos algunos se autoadjudicaban rangos superiores,
sabiendo subyugar a su poder superior los obispos de varios países. Primero se hacían
llamar de Exarcas, luego de Patriarcas.
Al tiempo del César Teodosio II había cinco de estos patriarcas: en
Constantinopla, Antioquia, Jerusalén, Alejandría y Roma. Eran completamente
independientes entre sí, y completamente iguales en rango y privilegios.
Roma era la capital del mundo de aquella época; de ella salían todas las
órdenes que lo regía. Los pastores de las congregaciones romanas, que se percataron de
la facilidad con la cual se podía reinar desde Roma, codiciaban este poder, pretendiendo
reinar el mundo cristiano de manera parecida como lo hacía el Emperador con el mundo
político.
Los demás dirigentes de Iglesia, los obispos, con razón lo encontraban muy
abusivo, y se escandalizaron sobre las mentiras, mediante las cuales sus colegas en
Roma trataban de aumentar su cuota de poder. Cuando analizamos estas mentiras, no
sabemos si debemos asombrarnos más por lo estúpido y descarado de las mismas, o por
la estupidez de las personas, que permitían ser engañados de manera tan evidente.
Los obispos de Roma decían: “Jesús hizo de San Pedro el superior entre los
Apóstolos; estos le estaban subordinados. Pedro fue obispo en Roma por 24 años, 5
meses y 10 días; nosotros somos sus sucesores, luego – ¡todos los obispos y príncipes
de la cristiandad se encuentran bajo nuestra soberanía!”
Aún que Jesús hubiese obrado de manera tan anticristiana, dándole a Pedro
primacía ante sus demás discípulos; aún que Pedro efectivamente hubiera sido obispo
en Roma, aún así sigue siendo una afirmación rara, ¡que sus sucesores fuesen
representantes de Dios sobre la Tierra! Pero esta afirmación y arrogación se hace aún
más insolente, cuando se considera que nunca se le antojó a Jesús darle privilegio
alguno a Pedro, y finalmente, que Pedro nunca estuvo en Roma, ¡y por lo tanto jamás
pudo haber sido obispo en aquél lugar!
Lo primero apenas necesita de comprobación. Jesús manifestó reiteradas veces
ante sus discípulos que ninguno de ellos tiene primacía ante los demás, y tampoco le
antojó jamás a Pedro, autoarrogarse tales privilegios, como resulta claramente de sus
epístolas. En una de las mismas dice: “A los ancianos, que hay entre ustedes, les exhorto
como co-anciano”, etc. (I Pedro, 5, 1). Tampoco Pablo no dice palabra alguna sobre el
avance de Pedro y se considera a sí mismo igual que los demás apóstolos (2. Corintias
11 – 12,5)
Además, luego de Judas, ciertamente era Pedro quién menos merecía entre los
discípulos, encontrarse a su cabeza. Era más débil que cualquier otro, visto que negó a
Jesús tres veces, y siquiera fue capaz de vigilar una hora por Jesús, después de haber
anunciado orgullosamente que daría su vida por él.
Pedro era colérico e irreflexivo, dado a la precipitación, de lo que hacen parte
el golpe efectuado contra Malcus – que en realidad no le tomo mal – y el asesinato de
Ananías y su esposa. Aparte era persona esquiva, reprimida por Paulo por su hipocresía
(Gálatas 2, 11 – 13), sí, que cierta vez sacó de su normal ternura y tranquilidad al propio
Jesús, a punto de que éste lo llame un Satanás (Mateo 16, 23).
Que Pedro haya fundado la congregación cristiana en Roma, sí, que haya sido
obispo en esta ciudad por casi 25 años, es una mentira aún mayor, que de cierta manera
se puede demostrar matemáticamente desde la misma Biblia, motivo por el cual los
Papas no quieren permitir a los católicos su lectura.
Los Actos de los Apóstolos avanzan hasta el año 61 después del nacimiento de
Cristo. Acorde a los historiadores Papales, Pedro ya habría ido 20 años antes a Roma;
pero los Actos de los Apóstolos que al comienzo habla tanto y tan detalladamente de
Pedro – ¡no dice palabra alguna de tan importante misión!
Está absolutamente probado, que Paulo estuvo en Roma, y murió la muerte de
mártir bajo el Emperador Nero, entre los años 66-68, juntamente con Pedro, añaden
falsamente los historiadores Papales. Paulo estuvo dos años en Roma y escribió desde
allí epístolas a variadas congregaciones cristianas, en las cuales cita varios de sus
amigos y discípulos; ¡pero de Pedro no escribe una palabra!
Si éste hubiese sido obispo de Roma, Paulo no podría haber omitido alguna
citación, aún que fuera solamente para quejarse de él, que no le amparaba en su obra,
pues dice expresamente de aquellos que cita, “que son los únicos de la circuncisión que
me ayudan en el reino de Dios, y han sido para mí un consuelo.” (Colosenses 4, 7 – 15).
Luego, Paulo nada escribe sobre cualquier estadía de Pedro en Roma.
Aún que éste, completamente contrario a su profesión como apóstol, hubiera
sido párroco de alguna cantidad de cristianos perseguidos en Roma, ¿será que se puede
concluir de ello que los obispos posteriores de Roma tenían el derecho de proceder con
naciones, emperadores y reyes como si fueran chusma? – ¡Aún que los Papas se digan
sucesores de Pedro o Pablo, que no pretendan más privilegios que éstos!
Donde murió Pedro, no se sabe para la suerte de los Papas, y así les fue posible
inventar una historia conmovedora y bonita, sin cualquier respaldo histórico. Según sus
relatos, Paulo fue decapitado como ciudadano romano; por su lado el judío Pedro fue
azotado y luego crucificado, - cabeza hacia abajo, como – según la leyenda – lo solicitó
por humildad y para diferenciarlo de Cristo. ¡En esta humildad los Papas no son sus
sucesores!
Posiblemente la congregación de los cristianos en Roma, en los tiempos en los
cuales Paulo estaba por allí, todavía no tenía suficientes adherentes a punto de necesitar
un supervisor, y de un obispo en el sentido posterior no se puede hablar de todas las
maneras. El reconocimiento de haber fundado la Iglesia en Roma, por lo tanto le
pertenece exclusivamente a Paulo; jamás a Pedro.
De manera que todos los derechos, que los obispos romanos que se dicen
Papas, fundan en el hecho de ser sucesores de Pedro – se deshacen en la nada. – A
principio estas mentiras sobre Pedro sólo fueron inventados al efecto de que sus voces
sean consideradas decisivas en las disputas eclesiásticas. Cuando obtuvieron esto,
ansiaban por más, pues “l‘appetit vient mangeant”4.
Ahora, de manera consecuente, los Papas inician su secuencia con Pedro.
Luego de él se cita una serie de nombres, en parte completamente productos de la
imaginación, apenas para cerrar las lagunas; pues la historia más antigua de los obispos
romanos es aún más obscura que la historia de los reyes romanos. Es inútil tratar de
enumerar nominalmente a estos señores párrocos de la ciudad – que otra cosa no fueron;
me limitaré a sacar a la lumbre a aquellos que contribuyeron en mayor grado para
acercarse a la cima, a la cual todos aspiraban.
La secuencia de los emperadores romanos, la de los déspotas asiáticos, en fin,
ninguna secuencia de príncipes en todo el mundo – siquiera la cámara de horrores de
Madam Toussant en Londres ofrece monstruosidades morales como la secuencia de los
Papas, que se dicen representantes de Dios. – Pero por más infame que era su proceder,
no conseguía abrir los estúpidos ojos a las personas abobadas. Príncipes y naciones se
dejaron estafar por estos malvados asquerosos, y para colmo besaban agradecidos y
humildes sus zapatillas.
Si alguna vez un príncipe sensato les ponía una mano en la calva, el populacho
estúpido ponía el grito al cielo, y si alguna vez el populacho era suficientemente sensato
para oponerse a los atrevimientos de Roma – indefectiblemente aparecía un estúpido
príncipe con espada consagrada y sombrero, y se tiraba sobre los malditos herejes.
Así se siguió, que los Papas ejercen hasta nuestros días un derecho que nadie
les ha concedido. Mediante descaro inaudito, mediante inteligente explotación de la
estupidez humana se pusieron en poder del mismo, paso a paso; pues los cristianos de
los primeros siglos estaban muy lejos de concederles tales poderes. Pero una injusticia
jamás puede trasformarse en derecho, aún que haya subsistido “de facto” por milenios, e
incluso haber sido reconocido por la Ley; aquellos que sufren bajo la misma tienen toda
razón en tratar de liberarse del yugo así que sea posible. Y esto pude hacer cualquiera, a
partir del momento que pare de creer; si lo hace, estará libre sin más esfuerzos.
Como ya dicho más arriba, antes del fin del primer siglo la congregación
romana probablemente no tenía ni un obispo especial, ni una iglesia especial. Los
pobres cristianos tenían que tratar de sobrevivir como podían, y sus ancianos
ciertamente eran personas de costumbres intachables, quienes llevaban en serio las
enseñanzas de Jesús. El martirio les era prácticamente seguro en el clima de
persecuciones, y de ello se sigue con absoluta certeza que eran persona de talla diferente
que sus sucesores, que ciertamente no eran pretendientes de coronas de mártir.
El primer obispo romano, del cual sabemos que pretendía ser más que sus
colegas, se llamaba Víctor (192 a 201). Exigía de manera muy prepotente, que todos los
demás cristianos comiesen el cordero de pascuas al mismo tiempo que se lo hacía en
Roma, o sea, el día de la resurrección de Cristo, y no en el día del Passah judío, en el
cual también lo había consumido Cristo.
Los demás obispos pensaban que el señor colega en Roma sufría de algún
trastorno debajo de su gorra, y de su referencia a Pedro, quien supuestamente habría
introducido tal uso en Roma, sólo tomaron suficiente noticia, a fin de que el obispo
4
Francés: El apetito aparece mientras se come.
Polykrapes de Éfeso le respondiera: “que no Pedro, sino Juan ha estado al pecho de
Jesús”. De una superioridad de Pedro sobre los demás apóstoles aparentemente no se
sabía todavía nada en aquellos tiempos, tan cercanos a la fuente, pero mil años más
tarde la persistente mentira se regateó la fe generalizada.
Cuando los cristianos de Roma se reunieron en cierta oportunidad a los efectos
de elegir un obispo, el simple destino hizo que se sentara una paloma sobre la cabeza de
un hombre de nombre Fabianus, y con auténtica fe milagrosa pagana, digna de la
antigua Roma, gritaron los cristianos: “¡Éste deberá ser obispo!” Desde entonces se
presumía que el Espíritu Santo estaba presente en cada elección de obispo, y la presidía.
Esto era adecuado, pues ahora cualquier elección desastrosa podía ser imputada a Él.
Stephanus, quien se hizo obispo en 253, fue el primero, que afirmaba: “Él es
más que los demás obispos, pues sería el sucesor del Santo Apóstol Pedro”. Pues, éste
proyecto de Papa llegó al punto de suspender la comunión eclesiástica de los obispos
asiáticos, porque no querían obedecer a sus reglamentos.
Éstos se mostraron sorprendidos por la petulancia de su señor hermano en
Cristo, y el obispo Frimiliano de Kappadocia se expresó en una circular remitida a los
obispos como sigue: “Con justa razón tengo que irritarme en este punto por tan notoria
y evidente estupidez del Stephanus, quien se jacta de su obispado y se hace pasar por
sucesor del Apóstol Pedro.”
Cuando el emperador Constantino hizo de la religión cristiana religión de
Estado, esta circunstancia fue aprovechada inmediatamente por los obispos romanos
para aumentar su poder. Mediante baja adulación y modos serviciales consiguieron del
mismo, que siempre les daba oídos, aumentar constantemente sus privilegios. En esto
no se mostraban estúpidos; agarraban todo lo que podían conseguir, como ya
comentamos en el primer capítulo. Así se enriquecieron y con la riqueza se hicieron más
altivos, año tras año.
Ahora la posición de obispo en Roma se hizo muy requerida y envidiada. El
gobernador pagano de Roma, Praetextatus, dijo: “Háganme obispo de Roma, e
inmediatamente me haré cristiano.” Los candidatos a este puesto batían los más
sangrientos combates, en los cuales centenares de personas dejaron sus vidas.
De la devoción y santidad de los obispos romanos ya no había restado nada, y
ya vemos en la silla del obispado a asesinos y adúlteros. Pero no debemos retenernos
con estas bagatelas y tampoco en las batallas ambiciosas entre los obispos de Roma y
de las demás ciudades.
Aún siendo divertido observar, de cómo con la aplicación de mentiras
consecuentes, insolentes, mediante astucia y fuerza, el poder de los obispos romanos se
extendía cada vez más, tal exposición extendería demasiado esta obra, y me limitaré a
caracterizar la posición de los obispos romanos en los distintos siglos, ya en relación a
los demás obispos, como en relación al poder mundano, y solamente citaré a algunos de
estos Hombres de Honor a efectos de ejemplo.
Ya en el siglo cuarto los obispos romanos exigieron, que se les reconociese
rango privilegiado entre los patriarcas, o sea, también entre todos los demás obispos.
Pero esto no ocurría por arrogarse la sucesión de Pedro, sino por tener su asiento en lo
que entonces era la capital del mundo. Pero aún no se pensaba en concederles rango
superior a los demás patriarcas.
Tampoco obtuvieron más que esto en los siglos quinto, sexto y séptimo, si bien
ya empezaban a auto arrogarse posiciones superiores, y afirmaban que, mediante el
poder que les fue conferido por Pedro, habían sido encargados de los cuidados de la
Iglesia en general.
Ésta auto arrogación, sin embargo, no fue reconocida por nadie. Durante estos
siglos aún se consideraba como única autoridad a los concilios de Iglesia, las cuales
debería encargarse de la unidad en la Iglesia. De la observancia de las normas generales
de la Iglesia tenía que encargarse cada obispo en su diócesis y preferentemente cada
patriarca en su comarca.
Comprensiblemente las iglesias fundadas por los apóstolos servían de línea
guía a las demás, y como Roma era la única de estas características en el occidente (por
haber sido fundada por Paulo), era natural, que los obispos occidentales eventualmente
en casos disputados se dirigían colegialmente a los obispos de Roma para pedirles
consejos.
En tales casos estos siempre buscaban dar a su consejo el ropaje de una orden,
y quizás incluso agregar: “Así le agrada a la Silla Apostólica.” Si bien algunos obispos
se callaban ante tales arrogaciones, silencio sobre el cual los romanos inmediatamente
trataban de fundar algún derecho, se hacían escuchar protestas de todos los lados, y en
una primacía de la Silla Romana nadie pensaba, salvo talvez los propios obispos
romanos. – El Emperador Justiniano llegó a declarar mediante una Ley, que la Iglesia de
Constantinopla sería la cabeza de todas las iglesias cristianas, y otros concedieron al
patriarca de aquél metrópoli el título de Obispo General, lo que causó el enfado de los
obispos romanos.
Aún en el occidente, donde el obispo romano aún se encontraba en alta
reputación, no se le asignaba ningún título en especial. Todos los obispos se hacían
llamar Papa (de papa, padre), o también sumo sacerdote, o incluso representante de
Jesús, y se asignaban este título entre sí, o sea, también al obispo de Roma, quien
eventualmente era llamado Papa de la Ciudad de Roma, otras veces, sencillamente
Papa.
Incluso el título de patriarca no era concedido en el occidente exclusivamente
al obispo de Roma; era como se llamaba a la mayoría de los metropolitas, y aún en el
año 883 el obispo de Lyon, quien tuvo la presidencia del sínodo de Macon, fue llamado
de patriarca. Con ello se prueba, que siquiera en el occidente no se pensaba en dar al
obispo de Roma un rango superior.
Sobre la relación de los obispos romanos con los emperadores ya hablé en el
primer capítulo. Sigue siendo la misma en los siglos quinto, sexto y séptimo. Si algunos
emperadores se mostraban más maleables frente a los obispos, esto se debía a su
personalidad. El obispo romano, como cualquier otro funcionario público estaba sujeto
a la superioridad del emperador, y éste, como sus representantes, eran los jueces de
aquellos. Los concilios del imperio eran convocados por los emperadores, y estos
presidían a los mismos por intermedio de sus comisarios, y si en el concilio de
Calcedonia el legado del obispo romano Leo tuvo la presidencia, esto ocurría en
consecuencia de una gracia especial concedido por el emperador al citado obispo, a su
petición. Las resoluciones de estos sínodos no eran confirmadas por el obispo de Roma,
sino directamente por los emperadores, y aún que una tal asamblea de iglesias fuese
instaurada contra la voluntad del obispo romano, no perdía nada de su vigencia general.
En la elección reñida de obispos siempre decidía el emperador, y ningún obispo
podía asumir su cargo sin la aprobación imperial. Aún que el orgullo de lo obispos
eventualmente enloquecía a alguno entre ellos, no se arriesgaban a levantarse por
encima del emperador.
Aún Gregorio I. (590 – 604), en quien ya trasgueaba el espíritu de los Papas
posteriores, era humilde como un perro ante los emperadores. En sus epístolas al
emperador Mauricio utilizaba las expresiones más rastreras, y dijo por ejemplo: “Quien
soy yo, que hablo a mi Señor, sino polvo y gusano.”
Llama al emperador su “devoto Señor, a quien fue dado el Poder sobre todas
las Personas desde el Cielo”, y a sí mismo se llama un “sirviente indigno”. – Esto lo era
ciertamente, pues era, de cabeza a pies, chusma hipócrita y llena de vicios. Su
comportamiento frente al tirano Phokas lo demuestra en suficiencia.
El emperador Mauricio, una de las personas más dignas que ya han sentado en
algún trono, fue destronado por aquél Phokas, uno de sus dignatarios principales. Aún
Nero es personaje inocente frente a este monstruo sanguinario. Phokas mandó matar
cruelmente a cinco hijos de Mauricio frente a sus ojos, y luego al propio Mauricio.
Extirpó la familia imperial, y seguía asesinando hasta el fin de su vida.
Gregorio sólo recibió buenos tratos de Mauricio; él mismo lo llamaba su
bienhechor, y aún así calumnió al noble emperador con segundas intenciones ante
Phokas. Escribió al tirano sanguinario: “Hasta ahora fuimos duramente probados. Pero
el Dios Todopoderoso eligió a Vuestra Majestad, y lo puso en el trono imperial, para,
mediante Vuestra Majestad y misericordia, poner fin a toda nuestra miseria y tristeza.
Por lo tanto que se alegren los cielos, y la tierra sea feliz, y todo el pueblo deberá dar
gracias por tan feliz innovación.”
Y así Gregorio se vendió, a fin de recibir los favores de Phokas y de su mujer
igualmente inmoral, a fin de que sea preferido al obispo de Constantinopla, quien, para
el mayor descontento de Gregorio adoptó el título de “obispo general”. Pero tendré que
limitar mi desprecio contra este cura miserable, sino ¿dónde encontraré palabras para
describir los actos aún más despreciables de sus aún más infames sucesores?
Este Gregorio I. merece honores especiales dentro de la Iglesia Romana, pues a
él se debe la introducción de una cantidad de ceremoniales sin sentido, o, mejor dicho,
estúpidas, que conservan su vigencia hasta nuestros días. Fue él quien extirpó de la
Iglesia Romana los últimos signos de verdadero cristianismo, tal como lo entendían el
propio Jesús y ciertamente sus Apóstolos. Fue el inventor del purgatorio, esta institución
de estafa Papal, que rendía mucho más que cualquier otro tipo de artificio estafador
realizado por judío, circunciso o no. Fue asimismo el más empeñado patrocinador de los
monasterios. Legó a la posterioridad un montón de escrituras, cargadas de las
estupideces más impresionantes. En ellas también están contenidas reglas para el clero,
de los cuáles citaré una muestra, a fin de que los lectores pertenecientes a la Iglesia
Romana pueda averiguar, si su obispo se adecua a ellas. “Un obispo no deberá tener una
nariz pequeña – pues debe saber diferenciar entre bueno y malo, así como la nariz
diferencia olores hediondos y agradables, por ello dicen los Cánticos: ‘Tu nariz es igual
a una torre sobre el Líbano.’ Pero un obispo tampoco deberá tener una nariz
desmesuradamente grande o torcida, para no ser avivado, o oprimido por
preocupaciones; no deberá tener ojos lacrimeantes, pues debe ver bien claro; tampoco
deberá ser sarniento, o gobernado por la carne.”
En el siglo VII se produjo un cambio, que si bien golpeó fuertemente al
cristianismo, fue extremamente provechoso para reforzar el prestigio de los obispos
romanos. Mahoma apareció como fundador de una nueva religión.
Mahoma enseñó: “Sólo hay un único Dios, que gobierna todo el mundo;
pretende ser venerado por las personas mediante virtud. Virtud consiste en sumisión a la
voluntad divina, devotas oraciones, buenas acciones a favor de pobres y extraños,
honestidad, castidad, sobriedad, pureza, defensa valiente de la cosa de Dios hasta la
muerte. Quien cumple con estos deberes, es un creyente y recibirá la recompensa de la
vida eterna.”
Tal enseñanza debía encontrar gran aceptación en aquellos tiempos, pues era
sencilla y comprensible, mientras los cristianos se apartaron a tal punto de la enseñanza
de Jesús, que ésta se hizo incomprensible, borrosa, mística y más irracional, como jamás
la fue la enseñanza de los paganos en todos los tiempos. A esto se sumaba el invento de
un “Cielo” muy práctico, basado en figuraciones sensoriales y por ello irresistible,
mientras una persona con sana razón no le puede encontrar seducción al cielo descrito
por los monjes, ni hacerse una figuración material del mismo.
El valor práctico del islamismo, en comparación con la religión que hacía las
veces de cristianismo en aquél tiempo, se hizo sentir principalmente entre los pueblos
del oriente, y la enseñanza de Mahoma se esparcía con impresionante rapidez en toda
Asia y África del Norte, destruyendo la iglesia cristiana en estos países. Debido a ello
desparecieron los patriarcas de Antioquia, Jerusalén y Alejandría, y con ellos los
adversarios más peligrosos de loa petulancia romana. Así Mahoma y los califas obraron
a favor de los Papas romanos.
Pero estos, a los finales del siglo VII aún estaban muy lejos de sus objetivos. El
Emperador aún no besaba las zapatillas de aquellos, como lo hicieron más tarde, sino
que los manipulaba de la misma forma como ahora lo hace el gobierno prusiano con sus
obispos evangélicos, o sea, los trata como si fueron nada más que funcionarios públicos.
El obispo Liberius, quien se negaba a ceder en cuestiones religiosas, fue
destituido por el Emperador Constantino, y expatriado. El orgulloso obispo León “el
Grande” (452) tuvo que permitir que el Emperador Valentiniano le mandase como
enviado al rey de los hunos, y el obispo Agapet fue enviado a efectos similares por el
rey de los ostrogodos Teodosio junto al Emperador Justiniano.
De la humildad de Gregorio ya hablamos, y esto ciertamente demuestra su
inteligencia, pues los emperadores ni siempre permitían que se bromease con ellos,
como lo demostró Constantino al obispo Martín (649 a 655).
Martinus se permitió contrariar a los mandatos del Emperador, sí, se metió en
proyectos de alta traición. Por ello el Emperador mandó aprisionarlo por su
representante en Roma, y llevarlo a la isla Naxos, que se hizo más famosa por Adriadne
que por este Martinus, quien pasó un año en la cárcel en este lugar.
De aquí se llevó al Santo Padre a Constantinopla, se lo encerró por 39 días,
para llevarlo luego ante un tribunal, presidido por el máximo tesorero. El Papa romano
sufría del mal Papal, la podagra, en sus piernas – sus sucesores lo tenían a menudo en la
cabeza – y apareció sentado en una silla. Pero el juez le ordenó que aguardase en pie su
indagatoria, y como no podía hacerlo, fue atajado en pie por dos hombres.
La culpa era evidente, y por ello en poco tiempo dictaron sentencia: “Has
obrado en forma traicionera contra el Emperador”, dijo el tesorero, “abandonaste a
Dios, y Dios de abandonó a su vez, y te puso en nuestras manos.” Luego entregó al
obispo de Roma al Gobernador de Constantinopla con la indicación, de mandar
despedazarlo sin consideraciones, si lo quería.
Al Papa romano, que había cometido alta traición, ahora se puso un anillo de
hierro al cuello, y fue arrastrado en cadenas por toda la ciudad. A su frente iba el
carrasco con espada blandida, en señal de que el criminoso había sido condenado a
muerte. Luego Martín fue llevado a la cárcel, encadenado a un banco, y dejado en
espacio abierto, tal como se hacía con todos los criminosos en vísperas de la ejecución.
Nadie se compadeció del Rey alemán Enrique, cuando se encontraba parado
semidesnudo en el patio del castillo de Canossa, en la nieve, pero Martín encontró
almas piadosas. Los guardia cárceles lo llevaron a la cama, y el camarero del Emperador
le mandó llevar alimento. Si, el patriarca Paulo de Constantinopla, que se encontraba en
su lecho de muerte, hombre piadoso, quien fue maldecido por Martín bajo acusación de
herejía, pidió al Emperador, en su lecho de muerte, por la vida de su enemigo. ¡Y le fue
concedido! Martín fue extraditado. ¿Dónde se habrá escuchado alguna vez que un Papa
romano haya pedido por la vida de su enemigo? No pude encontrar ningún caso
parecido en la historia, y agradecería a cualquiera que me pudiese demostrarlo, aún que
sea uno solo caso.-
El sucesor del Martinus no se destacó por otra cosa, sino por el hecho de que
dejó morir de hambre a aquél.
En el siglo octavo los Papas hicieron un salto hacia delante, para el cual al
principio del mismo no tenían aún la menor esperanza. Cuando los Langobardos se
hicieron señores de Italia, el poder de los obispos se limitaba a las diócesis, pues los
reyes bárbaros siquiera reconocían en ellos el patriarcado italiano, y otros obispos del
país mantenían su independencia.
Pero esto cambió rápidamente, cuando el reino langobardo cayó en el poder de
los francos. Mediante ellos los obispos de Roma se hicieron los mayores dueños de
tierra en Italia, y esto, así como el apoyo de los reyes francos, les elevó a la primacía en
Italia.
Si bien perdieron durante este período toda influencia sobre España, se
acercaron otra vez a Galicia, y sentaron las bases para su largo reinado en Alemania. En
Inglaterra ya sentaron pie al final del siglo VI, donde se fundaron iglesias cristianas
mediante su iniciativa.
Desde 715 hasta 735 Gregorio II quedó ocupando la silla obispal de Roma.
Bajo él se inició la disputa relativa a las imágenes, de la cual ya he hablado, pelea que
debilitó aún más el imperio romano oriental, ya desequilibrado debido a disputas por el
trono.
En realidad ya había pungas desde los primeros siglos del cristianismo por la
adoración de los retratos, y los más reconocidos y devotos profesores de la Iglesia
habían condenado la adoración a los retratos como horrenda idolatría. Para citar sólo
uno de los infinitos ejemplos, citaré aquí a Tertuliano: “Cada retrato es según la Ley de
Dios un ídolo, y toda adoración, prestada ante el mismo, es idolatría.”
Gregorio II era apasionado por retratos, y cuando el Rey de la Roma oriental,
Leo el Insauriano, pretendía hacer desaparecer a los retratos mediante la fuerza de Italia,
se iniciaron peleas sangrientas, aprovechadas por el rey lombardo, Luitprand para
aumentar cada vez más su poder en este país.
Gregorio instigaba a todos contra todos, y al pueblo contra el Emperador. A
éste escribió una carta descarada, en la cual lo llama de “ignorante, un torpe, una
persona estúpida y loca, un pagano impío”. El honrado Emperador, en vez de mandar
castigar al cura petulante acorde a lo que mandaba la Ley, respondió con comedimiento,
pero con ello instigó aún más al descaro de Gregorio, y en una de sus epístolas escribió
a su Emperador y Señor: “Que Jesús Cristo mande a un diablo a habitar tu cuerpo, a fin
de que tu Alma llegue a la Gloria.”
Ahora Leo tomó al obispo rebelde por el pelo; le quitó todo su patrimonio en
Sicília y Calabria, y lo subyugó al patriarca de Constantinopla. Con ello Gregorio perdió
ingresos por el valor de 224.000 Libreas anuales. Pero en compensación la Iglesia
Romana venera a este Gregorio II como santo.
Su sucesor, Gregorio III, siguió por el mismo camino, e instigó al pueblo a fin
de que se levante abiertamente contra el Emperador. Pero cuando también ofendió al
Rey lombardo, éste se presentó ante Roma. El obispo amedrentado, a quien ya no
podían proteger todos los huesos santos, y temía por los suyos, pidió a Carlos Martel,
mayordomo franco, por ayuda, y se retorcía ante el mismo como un gusano. Finalmente
los francos le concedieron ayuda y protección, cuando prometió separarse del
Emperador, y ceder Roma.
Después de la muerte de Gregorio y Martel, el obispo que le siguió, Zacarías,
nuevamente fue asediado por el Rey lombardo, y no encontró consuelo y ayuda sino en
los francos. Aquí el hijo de Martel, Pipin, manejaba la espada del Reino y tenía ganas,
para destronar al débil Rey Childerich II. Ahora Zacarías supo manejar las cosas de tal
manera que la burguesía franca le preguntase: “¿No se debe quitar el trono a un rey
cobarde y incompetente, para poner a uno más digno en su lugar?” El obispo respondió
“Si”, y de esta manera se hizo de amigo de Pipin.
Pero Zacarías no tuvo oportunidad para cosechar los frutos de su política. Aún
merece mencionarse de él, que impuso el destierro a un obispo de nombre Virgilius,
maldiciéndolo como hereje, por haber tenido la petulancia de afirmar, “que la tierra es
una esfera, y que en su otro lado vivían personas, con sus piernas vueltas hacia
nosotros.”
El obispo Stefanus II. (752-757) cosechó lo que sembraron sus antecesores.
Asediado por los lombardos, se presentó en persona ante Pipin. Éste le envió a su hijo
Carlos, para que lo reciba, a treinta millas, y el propio cabalgó una milla para saludarle.
No permitió que el obispo baje del caballo, sino que él mismo lo acompañó a pie, como
un mozo de cuadra. Así lo afirman los historiadores Papales.
Pipin se dejó ungir por el Papa en París, y éste lo libró solemnemente del
juramento que hizo a su Rey, amenazando a los francos, en el caso de que no
reconocieran a Pipin y sus sucesores como Rey, con la excomunión. El pueblo valiente
ya estaba tan tomado por la superstición Papal, que no se escandalizaron por el
atrevimiento de Stephanus, sino que, al contrario apoyaron al poder de Pipin. Éste se
mostró agradecido, y regaló al obispo romano el Exarchat, que constituyen hoy la
Romagna y Ancona, ¡un País que Pipin no podía siquiera regalar, porque no le
pertenecía!
Cuando Estéfan volvió a Roma, y los francos tardaron demasiado en librarlo de
los lombardos, escribió una epístola tras otra a Pipin, y cuando éste aún así no
compareció, se utilizó de un engaño tan desvergonzado como estúpido, pero aún así
sensato, por obtener suceso entre el pueblo franco supersticioso. Pues mandó una
“epístola” del Apóstol Pedro a Pipin, su hijo, y la nación de los francos, en el cual el
Apóstol reñía a los lombardos, rogando socorro, pero al mismo tiempo diciéndole al
Rey franco, “que, si se negaba a latir, sería excluido del Reino de Dios”.
Tomarse con el portero del cielo era cosa seria, y los francos optaron por
invadir Italia. Los lombardos fueron obligados a abandonar el Exhachat, y obispo
Stephanus fue puesto en posesión de este país, ¡que pertenecía al Rey de de Roma
oriental, cuyo vasallo era Stephanus!
Mientras los obispos romanos trataban de hacerse de poder en Italia, en
Alemania obraba en su provecho el obispo Bonifacio, digno de su protector. Ya he
hablado de éste apóstol de la desgracia, a quien Alemania debe todos los males, que la
Iglesia Romana echó sobre ella. Éste Bonifácio vino a Roma, y prestó juramento a
Gregorio II sobre el sepulcro inventado de los Apóstolos, por el cual se sometía al
Papismo, no así al cristianismo, con cuerpo y alma.
Guarnecido con huesos santos de toda índole, se fue a Alemania, y utilizó todos
los medios e instrumentos que había aprendido de su maestro en Roma, para subyugar a
los obispos alemanes a la Silla Romana.
El cristianismo hace mucho hincó pie en Alemania, pero Bonifácio lo extirpó
con el calificativo de herejía, regalándole en cambio el paganismo moderno, ya llamado
en aquél tiempo de religión cristiana en Roma. Fundó como legado del Obispo Romano
una cantidad de iglesias en Alemania, subyugando todas al mismo, y se debe a sus
esfuerzos que en el año 744 todos los obispos alemanes juraron eterna obediencia a la
Silla Romana.
También sobre los obispos francos el Señor de Roma obtuvo una clase de
superioridad, pero tanto acá como en Alemania la misma aún sufría de límites estrechos,
y aún se estaba muy lejos de concederle el poder legislativo sobre toda la Iglesia. Pero
ya era suficiente que se le reconozca cierta autoridad; con mentiras y engaños los Papas
avanzaban rápidamente, como veremos.
Si bien Pipin se mostraba muy humilde, no le ocurrió jamás a su hijo, Carlos el
Grande, si bien fue ungido Rey en Roma, someterse al Papa; se consideraba a sí propio
el primero obispo del Reino, pues asumía todos los derechos, que de otra manera habría
ejercido el Emperador romano. Pero también este hombre, generalmente sensato, quien
reprendía con vehemencia al clero debido a su codicia, suntuosidad y falta de buenas
maneras, cometió la estupidez de reconocer a los curas un derecho importante, que sólo
sirvió para reforzar su poder, mediante el cual los sucesores de Carlos fueron
maltratados; confirmó el derecho del diezmo.
Mientras los sacerdotes cristianos se moldeaban completamente al ejemplo del
judío, reclamaban, como aquellos la décima parte de la cosecha, etc. para sí. Antes de
ello supieron persuadir a los cristianos creyentes a pagar este tributo, y si bien al final
del siglo VII el sínodo francés haya declarado al diezmo como una disposición divina,
amenazando a todos con la excomunión que se negase a pagarlo, nada era sino la prueba
de la astucia clerical, de lo que tenemos tantas.
Carlos el Grande fue quien elevó a status legal al diezmo, y pronto los curas lo
extendieron a un sinfín de cosas. Reclamaban no sólo el diezmo de las frutas del campo,
ovejas, cabras, terneros, gallinas y de los salarios, sino también lo querían de cosas que
poco honraban al clero. A título de demostración servirá el siguiente relato:
En Brescia un cura recomendó a las señoras durante la confesión, que también
debían pagar el diezmo – de los abrazos maritales. Una de las señoras, que se dejó
convencer de la legitimidad de los derechos clericales, fue reprimida por su esposo por
motivo de su larga ausencia, y, acorralada por éste, le relató su limpio secreto de
confesión. El marido urdió revancha. Organizó una gran fiesta, a la cuál también invitó
al cura hambriento de diezmos. Cuando se encontraban en buena conversa, el anfitrión
le contó a los comensales sobre la infamia del cura, dirigiéndose inesperadamente a
éste, y diciéndole: “¡Como has exigido de mi esposa el diezmo de todas las cosas, tome
también éste!” Con ello entregó al cura un vaso lleno de orina etc., y obligó al sacerdote
mortificado a vaciarlo ante la asistencia de todos los presentes. Ciertamente a partir de
entonces le habrán pasado el apetito a los diezmos.
Los sucesores indignos de Carlos el Grande cometieron la estupidez, de dejarse
entronar también por los Papas, y así rápidamente se formó la idea en el pueblo, de que
al Papa correspondía el derecho de distribuir coronas, y que el príncipe sólo se hacía
Rey mediante el coronamiento por el Papa. Pero la confirmación Real de la cual
necesitaban los Papas, se llevaba a cabo con absoluto silencio para que el pueblo no
percibiera nada de ello.
El propio Papa Eugenio redactó el juramento, que ofreció a “mi Señor, el Rey
Ludovico y Lothar”, y que también tuvieron que jurar sus sucesores a los Reyes. Este
juramento, que no quiero transcribir, también se encuentra en los diplomas, que fueron
encontrados por los Reyes Otto I. y Henrique I. en el Fuerte de Los Ángeles en Roma.
De manera que se halla bien probado, que los propios Papas se consideraban vasallos
del Rey.
¡Uno se exaspera ante la insolencia ilimitada, con la cual los Papas trataron de
negar esto! Grande en ello fue Nicolau I. (858-868). Afirmó: “que los Reyes, cuando
creían necesaro convocar un sínodo, siempre se dirigieron a Roma, no para ordenar,
sino para solicitar, que se llame a un sínodo, para luego aprobar o desaprobar aquello
que Roma encontrase necesario”.
Este Nicolau era descarado lo suficiente para afirmar: “que los vasallos no le
deben obediencia a aquellos Reyes que no cumplen la voluntad de Dios (o sea, del
Papa)”. Colocaba su nombre en los escritos siempre antes del de los reyes, sí, tuvo la
coraje de excomulgar a Lothar, ¡y éste, - efectivamente pidió humildemente por
absolución!
Los arzobispos Teutgaud de Trier y Günther de Colonia enfrentaron con
audacia al gallo descarado: “Eres un lobo entre ovejas” le decían, “obras contra tus
colegas obispos no como un Padre, sino como un Júpiter; te llamas un siervo de los
siervos y procedes como señor de los señores, eres una avispa – ¿pero crees, que puedes
hacer todo lo que te guste? No te conocemos, ni a tu voz, y no tememos a tu truenar – la
ciudad de Dios, de la cual somos ciudadanos, es mayor que Babilonia, que se jacta ser
eterna, que se jacta, como si nunca pudiera equivocarse!”
¿Pero qué sirven estos esfuerzos aislados? ¡La fuerte araña crucera en Roma
seguía tejiendo su tela de mentiras sobre toda Europa y con ello finalmente encantó a
reyes, obispos y pueblo! Pero aún la cosa iba demasiado despacio para los Papas, e
inventaron un ardil, que los llevaría más rápido a la meta y, gracias a la estupidez
humana, ¡funcionó!
Ya nadie quería creer en la legitimidad de todos los derechos que los Papas
habían usurpado poco a poco. Esto les fue fatal en muchos casos, y tuvieron que desear
ardientemente que pudiesen demostrar que ya los primeros obispos romanos poseían
similar poder absoluto, como ellos mismos lo reclamaban.
A este fin a finales del siglo noveno un falsificador Papal preparó los
documentos apócrifos conocidos bajo el nombre de Decretos Pseudo-Isidorianos.
Fueron divulgados bajo el nombre del bien- respetado Isidoro de Sevilla, fallecido en
año 636, y comenzaron con sesenta epístolas de los primeros obispos de Roma, a los
cuales se seguían una cantidad de decretos obispales posteriores, auténticos y falsos.
El principal objeto de estas falsificaciones era, deshacerse de todo sistema de
control externo a la Iglesia, y levantar al obispo de Roma a la posición de monarca
ilimitado de la Iglesia, y someter al Papa directamente todos los obispos, mediante
destrucción de todo poder metropolitano y sinódico; liberar a la Iglesia de toda
jurisdicción secular y destruir todo poder del Estado sobre las cuestiones y relaciones
internas.
En esta obra de falsarios también se encuentra contenida un título de donación,
por el cual el ¡Imperador Constantino regala al Apóstol Pedro todo el imperio
occidental y su capital Roma!
Lo falso en estas epístolas es tan evidente, que no se puede entender de cómo
los obispos en aquél tiempo le pudiesen conceder crédito. Pero la mayoría de ellos era
gente sin instrucción, que siquiera conocían la historia de su Iglesia. Si a una persona
inteligente ocurría preguntarles sobre los originales de estos decretos, que deberían
hallarse guardadas en Roma, y de los cuales supuestamente se hizo copias, se sabía
responder con astucia, y como la mayoría de los obispos prefería depender de un obispo
lejano en Roma que de su metropolitano, demasiado cercano y por lo tanto apto para
ejercer control, preferían “creer” que dos mas dos es cinco.
En estas epístolas, supuestamente escritas por los obispos de los primeros
siglos, se cita cosas que aún no se conocían en aquél tiempo. Sí, el mentiroso e
ignorante falsificador, que redactó aquél libro, les hace citar a los obispos fragmentos
bíblicos conforme a la traducción de San Hierónimo, que vivió muchísimo más tarde, es
más, hizo citaciones de libros que fueron escritos en el siglo VII! Peor, ¡incluso hay
pasajes del sínodo de Paris del año 829 en esta desastrada obra!
Pero por ridículo que parezca, estos decretos seudo- Isidorianos, esta
falsificación notoria, constituyen el fundamento del Papado. Mediante ellos los Papas se
hicieron legisladores irrefutables en cosas espirituales y mundanas, mediante ellos se
levantaron encima de príncipes y pueblos, se hicieron adorar como semidioses,
disponían arbitrariamente sobre grandes imperios, sí regalaban pedazos del mundo.
Por lo tanto el título, que un asesino traicionero concedió a Phocas; el regalo de
un bien que no le pertenecía, hecho por un usurpador, Pipin, y una falsificación
desastrosa, los decretos seudo- Isidorianos, formaron la trinidad nada santa, sobre la
cual se asienta el poder Papal. ¡Asesinato, robo y falsificación! ¡Qué santo fundamento!
El edificio erigido sobre el mismo se sostiene hasta nuestros días, levantado
con la estupidez humana, y las rajaduras, que de tiempos en tiempos le causó la razón,
¡fueron masilladas con la sangre de millones! Los decretos seudo- Isidorianos ya dieron
muestra de su poder bajo el ya citado Nicolau I, y aún más bajo Juan VIII., que se sentó
en la Silla Romana en 872. Ya se portaba como un Papa auténtico, diciendo del Rey
Carlos Calvo: “como pretende ser coronado Rey por Nosotros, debe ser antes
convocado por Nosotros, y escogido.” Fue el primero a exigir capitulación total a los
candidatos a la corona, antes de permitirles que vayan a Roma.
A Carlos el gordo, quien regaló algunos bienes monásticos a sus nobles
vasallos, escribió: “Si no los devuelves dentro de sesenta días, serás proscrito, y si esto
tampoco ayuda, te harás sabio por golpes aún más duros.”
En un escrito a los obispos alemanes expresó con palabras secas el objetivo de
las intenciones papales: “¿Para qué estaríamos luchando en la Iglesia en nombre de
Jesús, si no luchamos con Jesús contra la petulancia de los príncipes? Tenemos que
luchar, dice el Apóstol, no contra carne y sangre, sino contra los príncipes y poderosos.”
Stephanus V. (885 – 891) ya no se contentaba con ser un humano, pues dijo:
“Los Papas, al igual que Jesús, son concebidos por sus madres bajo la sombra del
Espíritu Santo; de manera que todos los Papas son algo como Dios-hombre, para poder
ejercer tanto mejor la mediación entre Dios y los hombres, por ello también les es
concedido todo poder en el Cielo como en la Tierra.”
Pero no sólo los Papas de los viejos tiempos se auto- adjudicaban tal naturaleza
semi- divina; pero sí todos los sacerdotes romanos lo hacen hasta los tiempos actuales, y
en prueba de ello quiero citar un pasaje de un sermón, dado en la Iglesia de Ebersberg
por el cooperador de Oberdorfen, Anton Häring, el 16 de Agosto de 1868. Este Häring-
Dios dice: “Con el poder de la absolución Jesús dio al clero un poder que hace temblar
incluso el infierno, al cual ni el mismo Lucifer puede resistir; un poder, que incluso
trasciende a la eternidad inmensurable, donde en otro caso todo poder terrenal tendría su
límite: Un poder, digo, capaz de romper grilletes forjados para toda eternidad, mediante
los graves pecados cometidos. ¡Sí, por Dios! Este poder de perdonar los pecados hace
del sacerdote de algún modo un segundo Dios, pues – perdonar pecados es
exclusivamente función divina. Y aún así no es el ápice del poder clerical, el poder va
más allá; ¡Es capaz de someter al propio Dios! ¿Por qué? Cuando el sacerdote se
encamina al altar para ofrecer el santo oficio, se levanta el propio Jesús Cristo, quien se
encuentra asentado a la derecha de Dios, de su trono, para ponerse en sobre aviso para
atender al llamado del sacerdote en la tierra. Y apenas el sacerdote empieza la
consagración, Jesús ya se baja, rodeado de multitudes celestiales, del Cielo a la tierra,
acomodándose sobre el altar de sacrificios, y trasforma, mediante las palabras del
sacerdote aquí, el pan y el agua en su bendita carne y sangre, y se deja manipular de las
manos del sacerdote, aún que sea el más pecaminoso e indigno. Ciertamente, tal poder
es mayor aún que el poder de los más altos príncipes del cielo, sí, aún que el poder de
las reinas del cielo. Es por ello que San Francisco de Assis dijo con razón: ‘Si me
encontrase al mismo tiempo con un sacerdote y un ángel, saludaría primero al sacerdote,
y después recién al ángel, pues el sacerdote posee un poder mucho mayor que los
ángeles.’
Sólo cito este fragmento de una prédica, aún bastante reciente, para probar que
la creencia estúpida todavía no es un mal superado entre los cristianos católicos-
romanos, como lo creen muchas personas al norte de Alemania. – Pero volvamos a los
Papas.
El torrente de indignidad y obscenidad ahora se ensancha siempre más, y se
hace más hedionda. Con el siglo X comienza el tiempo, conocido en la historia como el
“régimen de prostitutas romanas”. Prostitutas ordinarias gobiernan al cristianismo, y
obran a su gusto sobre la silla apostólica.
Fácilmente se me podría considerar parcial, caso caracterizase este período
vergonzoso en su cruda realidad, por ello es mejor que hable por mí un autor
absolutamente Papal, o sea, Cardenal Baronius. Dice: “En este siglo en el templo y
sacrosanto del Señor se vio la abominación de la devastación, y en la silla de San Pedro
se sentaron las personas más impías, no Papas, sino monstruos. Qué horrenda se vio la
imagen de la Iglesia Romana, cuando prostitutas lascivias e impúdicas gobernaban todo
en Roma, manejaban a su antojo a las sillas obispales, y sentaban a sus galanes y
amantes sobre la silla de San Pedro.”
Pero que no se crea que sólo los Papas llevaban una vida tan deshonrosa, no,
putrefactos como la cabeza, también estaban las extremidades. El Rey Edegardo dijo en
una charla sobre el clero inglés: “No se encuentra en el clero sino opulencia, vida
licenciosa, gula y prostitución. Infamaron a sus casas, trasformándolas en pensiones de
prostitutas. Día y noche se bebe, danza y juega. Sus malvados, ¿es de esta manera que
deben utilizar los legados de reyes y las limosnas de los príncipes?” – Más tarde haré
menciones suficientes, que demuestran que el Rey Edegardo dice la verdad, y que su
reproche no sólo afecta al clero inglés, sino también el de todos los demás países.
No fue el Espíritu Santo, sino la amante del margrave Adalberto de Toscaza,
Marozia, que levantó a Sergius III sobre la silla Papal, donde engendró con él un
varoncito, que más tarde se hizo igualmente Papa. Cuando murió Sergius, Marozia y su
hermana Teodora le dieron como reemplazante a Anastasius II. A éste se siguió en poco
tiempo (pues la pareja de hermanas consumía muchos Papas”, Juan X, quien no supo
honrar a las protectoras, motivo por el cual Marozia lo mandó encarcelar y asfixiar.
León VI, quien le siguió, fue asesinado igualmente algunos meses después.
Finalmente Marozia alzó al Papado a su hijo Juan XI, concebido con el Papa
Sergio III, que era aún casi un niño. Asesinatos y homicidios llenaban Roma. Uno de los
enemigos del Papa se apoderó de su persona, y lo mandó envenenar en la cárcel.
El manejo alocado que regía en Roma, como en toda Italia en estos tiempos, es
excesivamente espectacular y confuso, como para que me pierda en hechos particulares.
Al año 956 un nieto de Marozia, de nombre Octavio, pudo hacerse de la Silla
Papal, si bien recién contaba con 19 años, y nunca había sido del clero. Se hizo llamar
Juan XII, y es una verdadera preciosidad de Papa, que manejaba al Papado de manera
aún más alocada que su contemporáneo griego, el patriarca Theophylaktus – ¡un
varoncito de apenas dieciséis años!
Juan XII vendía obispados y cargos clericales al mejor postor, y gastaba
fortunas en caballos y perros. De los primeros nunca poseía ni mantenía menos de
2.000, y a éstos alimentaba, por simple gusto al derroche, con pistachos, uvas pasas,
almendras e higos, que antes se había ablandado en un buen vino. Ciertamente habrían
preferido buena avena y heno.
Bajo su gobierno el cristianismo era muy divertido, y se reía y danzaba en la
iglesia, al ritmo de músicas profanas. El palacio Papal fue trasformado en un harén por
el Papa Juan XII. “Ni una mujer era tan corajuda a punto de mostrarse en la calle, pues
Juan XII lo violaba todo, niñas, mujeres y viudas, incluso encima de los túmulos de los
Santos Apóstolos.” Así lo cuenta el Obispo de Cremona, Luitprand.
Este manejo finalmente le exasperó al Rey Otto I. Convocó un concilio, donde
fue informado de hechos extremamente “insantos” del “Santo Padre”. Los obispos más
renombrados se presentaron para acusarlo. Uno dijo, que había visto como el Papa
ordenó a obispo a un ciudadano en la caballeriza. Otros demostraron, que vendía cargos
de obispo por dinero, y que incluso llegó a nombrar obispo de Lodi a una criatura de
diez años. Sus abusos sexuales no los citaré aquí, pues tomarían demasiado lugar. Se lo
acusó igualmente, de haber castrado al subdiácono del cardinal, de haber puesto fuego
en varias casas, haber brindado con vino a la salud del diablo, y de haber invocado a
Venus y a Júpiter en el juego de dados.
Luego de que la convención haya jurado solemnemente la verdad de estas
acusaciones, se le pidió al Rey que no se le condene al Papa sin habérsele escuchado
antes. Se le citó a San Juan, pero en vez de él vino una carta, en la cual escribió:
“Hemos escuchado, que pretenden elegir a otro Papa. De ser ésta vuestra intención,
entonces les excomulgo a todos ustedes en el nombre del Dios Todopoderoso, a fin de
que seáis desapoderado, tanto para condenar un Papa, como para celebrar una misa.”
Ahora Otto I no hizo muchas ceremonias con el descarado Juan, lo destronó, y
puso en su lugar a Leo VIII, elegido por el pueblo, nobleza y clero. Juancito desapareció
de vista con los bienes de la Iglesia de San Pedro.
Cuando el Rey Otto salió de Roma con sus alemanes, las damas romanas
reclamaron por su predilecto Juan, y supieron manejar los hechos de tal manera que éste
volvió triunfalmente a Roma. Leo pudo esquivarse, pero varios de sus amigos cayeron
en la mano de Juan, quien los mando descuartizar de manera horrenda. Otgar, obispo de
Séller, uno de estos amigos, que aún se encontraba en Roma, ¡fue azotado hasta caer
muerto!
El santo Padre, Juan XII, no aprovechó por mucho tiempo el nuevo poder. Le
secuestró a una bella dama, siendo sorprendido por el marido en flagrante, y muerto en
la ciudadela invadida. ¡Extraña almohada de muerte para un Santo Papa!
León VIII y Benedicto V fueron desechados prontamente, y subió a la Silla
Papal Juan XIII (965 – 972), quien fue arrojado de allí, por su soberbia y brutalidad, y
en su lugar se hizo papa a Benedicto VI. También éste fue arrojado a la cárcel y muerto
por asfixia, por un hijo de Marozia con el Papa Juan X.
Juan XIV también fue encarcelado y envenenado por uno de sus Contra- Papas,
Bonifacio VII; Pero su envenenador murió poco después, y su cadáver fue arrastrado
por todas las pozas de lama por los romanos exasperados, para luego ser abandonado en
la calle como una carroña cualquiera. Algunos clérigos lo alzaron clandestinamente, y lo
enterraron.
Juan XV (985 – 996), se apropió con exclusividad del derecho de beatificación
y de santificación, derecho que antes era ejercido por cualquier obispo a su antojo.
Juan XVI fue hecho prisionero por su adversario Gregorio V (996 – 998), y
tuvo un fin miserable. Gregorio mandó mutilar de manera horrenda sus ojos, orejas y
nariz, lo hizo pasear por las calles sobre un burro, sentado de espaldas y con las manos
puestas en el rabo del burro, en vestimenta sacerdotal embarrada, para luego dejarlo
morir miserablemente de hambre en un calabozo.
No debo olvidar de citar un cuento, repetido innumeras veces por los enemigos
del Papado, si bien nuevas escrituras lo toman por invención. Es la mal afamada historia
de la Papisa Juana.
Pues se cuenta, que entre León III y Benedicto IV una mujer se habría sentado
en la Silla Papal bajo el nombre de Juan VIII. A veces se hace de ella una dama inglesa
otras veces una dama alemana, y se la llama de Johannna, Guta, Dorotea, Gilberta,
Martgaretha o Isabella. Habría ido a París con su amante, disfrazada de mancebo, donde
habría estudiado y alcanzado tal grado de ilustración que, cuando más tarde se fue a
Roma, se la eligió Papa.
Ésta Papa, así se cuenta, estuvo más familiarizada con el camarero que con el
Espíritu Santo, y el “Santo Padre”, en un momento dado, se percató que se trasformaría
en una “Santa Madre”. Se le apareció un ángel – en aquellos tiempos los ángeles aún
revolaban por ahí al igual que los gorriones -, quién le dejó la elección entre ser
maldecida por eternidad, o ser deshonrada públicamente. Eligió lo último, y dio a luz a
un pequeñito Papa durante una procesión entre el coliseo y la Iglesia de San Clemente.
Cada corte tiene su historia secreta, y las aberraciones que suelen ocurrir, en
general son tan bien disimuladas, que los historiadores auténticos y sinceros posteriores,
que también suelen aparecer de vez en cuando, se encuentran forzados a desechar
cuentos que generalmente son contradictorios. Leí títulos de libros que prometían
demostrar la autenticidad de la Papa Juana a partir de más de cien bulas Papales; pero
otros títulos, que suenan igualmente profundos y respetables, prometen justamente lo
contrario. La cosa en sí no es de tanta importancia, por ello no he malgastado mi tiempo
en hacer una investigación histórica, que ciertamente sería un trabajo muy fatigoso, y lo
tendré que dejar a la creencia o descreencia del lector.
Desde esta incómoda ocurrencia, continúa el cuento, cada recién- elegido Papa
tenía que sentarse sobre una silla perforada, ante clero reunido y ante el pueblo. Luego
el diácono tenía que poner su mano bajo la silla, y certificarse mediante el sentido del
tacto, si el Papa tenía lo que le faltó a Juana, y de lo que un Papa de aquellos tiempos no
podía prescindir en absoluto. Caso encontrase todo en orden, exclamaba con voz
solemne: “¡Él tiene, él tiene, él tiene!” (¡habet, habet, habet!) Y el pueblo jubilaba:
“¡Dios sea bendito!” Esta silla era llamada la silla de la inspección, o también sella
stercoraria. Recién León X habría dado fin a este uso.
Gregorio V, el último Papa del siglo X, fue el primero que lanzó un interdicto
sobre un país, y esto sobre Francia. “El interdicto fue la más temida y eficiente táctica
de los déspotas de la Iglesia, y la palanca por excelencia de la monarquía clerical
universal.”
Ahora el Papa puede proscribir e interdictar cuanto quiera, ya no le calienta a
nadie; pero en aquellos tiempos obscuros a un Estado no le podía ocurrir nada peor que
el interdicto. Se esparcía tristeza y desesperación sobre el mismo, como si fuera atacado
por la peste. El campesino abandonaba su trabajo, pues creía que la tierra maldecida
sólo produciría malas hierbas en vez de frutos; el comerciante no se arriesgaba a hacer
navegar sus buques, pues temía que los mismos serían destruidos por rayos; el soldado
se hizo cobarde, pues creía que Dios estaba contra él.
¡No había más peregrinaje, bautismo, casamiento, misa, ni entierro! Todas las
iglesias se encontraban cerradas, los altares y pupitres desnudados, las imágenes y las
cruces yacían sobre la tierra; ninguna campana sonaba, ya no se concedía sacramento:
los muertos eran soterrados como animales, ¡en tierra no consagrada! – Los casamientos
sólo eran consagrados sobre tumbas, no ante el altar – todo debía dar noticia, de que la
maldición del Santo Papa pesaba sobre el País. En fin, todo el clero, con todo lo que lo
acompaña, estaba suspendido. Era una situación la cual – descontada la estupidez del
pueblo – la deseo de todo corazón al pueblo alemán.
La proscripción o la excomunión ya aparece mucho antes en la Iglesia
cristiana, pero ésta siempre se dirigía contra una persona en particular, y ésta sufría
intensamente sus consecuencias, aún cuando personalmente no le importaba al
directamente afectado. El pueblo lo trataba como abandonado al diablo, y huía a su
compañía como a la peste. Los restos de sus alimentos, aún cuando eran de príncipes, ni
el más pobre tocaba: eran quemados.
Con la excomunión era declarada al mismo tiempo la muerte civil. No podía
defender ninguna causa judicial, ni ser testigo, no podía dar un bien en locación o
usufructo, etc. Frente a la puerta del proscrito se depositaba un féretro, y su cuerpo no
podía ser enterrado en tierra consagrada. De esto se puede entender porque incluso los
reyes temblaban ante la excomunión.
Silvestre II, sucesor de Gregorio V, es el único Papa, del cual los historiadores
Papales afirman decisivamente que habría sido llevado por el diablo. Pues era
excepcionalmente inteligente, practicaba las matemáticas, incentivaba las ciencias y
otras “brujerías” similares. A él debemos los números arábicos, o sea, los actuales.
A éste Papa inteligente, así se dice, el diablo habría ofrecido las honras Papales,
prometiéndole de no llevarlo al infierno antes de que haya leído la misa en Jerusalén.
Para ello había pocas esperanzas, pues la ciudad estaba ocupada por los sarracenos, y
Silvestre pensó no correr riesgo alguno al celebrar el pacto. Cómo el diablo se lo
manejó para manipular al Espíritu Santo, a quien corresponde guiar las elecciones
papales, no lo sé; en todo caso, se eligió a Silvestre, y éste no tuvo la menor voluntad de
leer misa en Jerusalén. Pero el diablo es pícaro. Había una capilla en Roma, que llevaba
el nombre Jerusalén; aquí el Papa leyó la misa, sin darse por enterado del nombre, y el
diablo lo llevó conforme acordado. La tumba de Silvestre habría traspirado durante
mucho tiempo, mientras matraqueaba su osada. ¡Horrible!
Las Decretales Seudo-Isidorianos ya habían desabrochado sus flores venenosas
en el siglo X; pero estas empezaron a producir frutas abundantes en el siglo XI. Durante
el mismo vimos al Papismo en el ápice de su poder y a Gregorio en la cima del mismo.
Antes de hablar de este Papa poderosísimo, es dado comentar, que ya antes de
su tiempo el colegio de los cardinales llegó a hacerse muy significativo. Al principio
sólo había siete cardinales (de cardo, bisagra de puerta), y éstos eran los clérigos más
distinguidos de Roma. Como ahora la influencia de estos señores se ensanchaba más y
más, y todos los sacerdotes ansiaban estos honores, los Papas se vieron forzados a
aumentar la cantidad de estas “bisagras de la Iglesia” bajo diversos grados, hasta subir
su cantidad a la de setenta, por haber Jesús tenido esta cantidad de discípulos.
Imperceptiblemente se había retirado de los clérigos y del pueblo el derecho al
sufragio Papal, lo que, en castellano menos diplomático se llama de robado, y los
cardinales se auto- adjudicaron el derecho exclusivo de esta elección. Este colegio,
desde y mediante el cual se elegía ahora al Papa, tenía un interés directo en promover la
reputación de la silla Papal de todas las maneras, pues había la posibilidad para
cualquier integrante del mismo de hacerse Papa.
Los cardinales no tardaron en proporcionarse los mayores privilegios.
Reclamaron un rango inmediatamente inferior a los reyes, reclamando el privilegio ante
cualquier príncipe elector o duque. Ellos, que no eran más que sirvientes particulares del
Papa, se encontraban en rango muy superior a los arzobispos y obispos, que a principio
eran lo mismo que el propio Papa. Pero también en varios de nuestros Estados alemanes
los camareros, encargados de llevar las lunetas del príncipe, tienen rango de mayor.
Los cardinales vestían púrpura. Si encontraban a un criminoso en su vía a la
horca, lo podían liberar. Ellos mismos, como lo veremos, a menudo se hacían merecer
esta horca; pero no creo que jamás un cardinal haya sido condenado legítimamente a la
muerte, pues era prácticamente imposible demostrarles cualquier crimen, visto que para
ello eran necesarios nada menos que setenta y dos testigos. Los cardinales tenían el
derecho de besarle en la boca a cualquier reina o princesa, y ninguno de ellos podía
tener un ingreso menor a 4.000 Scudi. El cargo de cardinal es el más cómodo en toda la
cristiandad.
Gregorio VII (1073 – 85) fue el hijo de un artesano, y en realidad se llamaba
Hildebrando. Era de estatura corta, pero el mayor y más fuerte de espíritu, que jamás ha
sentado en la silla Papal. Su contemporáneo, Cardinal Damián, lo llamaba el Santo
Satanás, y los autores, más tarde reformistas, nunca le intitularon de otra manera sino
“Höllenbrand”5
Ya como cardinal comandaba, bajo los Papas que le habían precedido, la “Silla
Apostólica”, y mediante intrigas y hipocresías supo llevar las cosas al punto de que se le
hizo sentar a él sobre esta misma silla, y que el Emperador Enrique IV, pese a todas las
advertencias, lo haya confirmado.
Este hijo de herrero Hildebrando forjó una cadena, bajo la cual el mundo sufre
hace ochocientos años. Es en realidad el verdadero fundador del Papismo.
Insistentemente trataba de realizar su idea de una monarquía universal, y efectivamente
lo logró su auténtico genio Papista, que no descalificaba ningún medio para ello.
Apenas se hizo Papa, afirmó que “todo el mundo sería una vida de la Silla
Papal”. Una serie de príncipes fueron tolos a punto de confirmar esta posición, y tomar
en usufructo sus dominios de su persona. A aquellos príncipes, ante los cuales todas sus
mentiras y artificios indignos no prosperaban, los excomulgaba, y mostré más arriba lo
que una tal excomunión significaba en aquél tiempo. Un rey excomulgado se
encontraba depuesto de poderes y honores, según los principios de Gregorio, y todos los
súbditos eran dispensados del juramento de fidelidad al mismo. Como la gente ya se
había acostumbrado a ver en el Papa el gobernador de Dios, no le fue difícil imponer su
arrogación ante la multitud abobada.
Para realización de sus planos ambiciosos, Gregorio creyó necesario separar al
clero de todas las amarras que lo ligaban a la sociedad burguesa y al Estado; no debían
tener otro interés sino la Iglesia, y pertenecer a ella de cuerpo y alma. Como las amarras
familiares son las más cautivas y de mayor influencia, se encargó de eliminar
definitivamente el casamiento entre todo el clero.
Gregorio VII es el creador de la soltería impuesta, o del celibato entre los
sacerdotes.
Quien conoce la dulzura y la bendición de la vida familiar, ciertamente podrá
imaginarse que es aquí donde el clero puso más resistencia al Papa. La disputa de los
sacerdotes por sus mujeres llevó dos siglos, finalmente sucumbieron. A seguir me
explanaré con más detalles sobre esta pugna, en la cual el fanatismo estúpido del
populacho apoyaba fuertemente a los Papas, así como sobre las consecuencias fatales
que tuvo el celibato sobre la sociedad humana.
Otro paso dado por Gregorio para alcanzar sus fines, fue la destrucción del
derecho de investidura.
El clero superior era sobrecargado por los príncipes con riquezas, se le
adjudicaba propiedades y personas, honores y derechos principescos; pero arzobispos,
obispos y abades continuaban siendo vasallos del reino. Como tales, los príncipes les
entregaban, en la investidura, un anillo en señal del casamiento del obispo con la iglesia,
un cayado en señal del cargo de pastor. El sacerdote no entraba en los honores de su

5
“Höllenbrand” = Fuego del infierno, por su parecido con Hildebrando. (Nota del traductor)
cargo, mientras esta ceremonia no fuese llevada a cabo, que fue denominada
investidura. Era la amarra, que ataban a los obispos a los príncipes seculares.
Esta amarra pretendía deshacer Gregorio, a fin de retirar todo el poder secular
sobre la Iglesia y sus sirvientes. En un sínodo (1075) dictó un decreto, que prohibía a
todos los sacerdotes, bajo sanción de perder sus cargos, de recibir la investidura de la
mano de una persona que no sea del clero, y que prohibía a los laicos a conceder
aquella, bajo sanción de la excomunión.
Los sacerdotes se sorprendieron ante esta nueva arrogación del cura petulante
de Roma, y hacían caso omiso a sus órdenes. Pero Gregorio sabía muy bien hasta donde
podía arriesgarse, pasaba en alto a los príncipes menores; les pretendía mostrar su poder,
enfrentándose al más poderoso entre ellos, al Emperador.
Enrique IV tenía muchos enemigos entre los poderosos de Alemania. Gregorio
atizó las refriegas con los mismos, haciendo suya las causas de los enemigos del
Emperador. Finalmente tuvo la petulancia de citarle al Emperador a Roma, ¡a fin de que
se defienda ante él!
Enrique, cuyo padre aún destronó a tres Papas, se exasperó ante esta petulancia,
y llamó a un sínodo en Worms, por el cual Gregorio fue excomulgado y depuesto por
unanimidad.
Mientras esto ocurría en Worms, también en Roma estalló una mina contra
Gregorio. Se conjuró una multitud de excomulgados, lo asaltó en la iglesia cuando
justamente estaba celebrando la misa, y lo arrastraron por los cabellos a la cárcel; pero
el populacho cegado de Roma lo puso nuevamente en libertad.
Gregorio ansiaba por venganza. En respuesta al decreto de deposición
respondió excomulgando a Enrique y todos sus adherentes, librando a sus súbditos de su
juramento, ¡y destronando al Emperador! Al mismo tiempo los monjes, serviles
ayudantes del Papa, invadieron a toda Alemania y empezaron a presionar al pueblo.
Al principio aquí el grito era casi unánime contra el Papa petulante, pues en
gritar los alemanes ya eran grandes en aquél entonces, pero los adversarios de Enrique
actuaron. Confundidos por las intrigas de Hildebrando, a los pocos Enrique perdía sus
adherentes, sólo el Duque Gottfied von Lothringen le permaneció fiel; Gregorio lo quitó
del camino mediante asesinato.
Los deplorables príncipes alemanes se reunieron en Tibur, y explicaron al
Emperador que “¡su reino estaría terminado, si no se liberaba de su excomunión dentro
del plazo de un año!”
Aplastado por el espíritu oscuro de su tiempo, abandonado de todo mundo –
apenas algunos pocos soldados permanecieron con él, - el Emperador alemán resolvió
irse a Roma y a conciliarse con el adversario que se hizo tan poderoso por la estupidez
del pueblo. – En el frío insoportable, en un cortejo miserable cruzó los Alpes. Los
italianos lo recibieron y le pidieron que se ponga a la punta de un ejército para hacer
frente al Papa rebelde, pero la deserción de los alemanes había quebrado el coraje del
Emperador. Pretendía solicitar humildemente la gracia de Gregorio.
Éste no soñaba nada más que esto. Se encontraba a vísperas de un viaje a
Augsburgo, habiendo llegado ya a la Lombardía. Cuando supo de la llegada del
Emperador, se ahuyentó inmediatamente al castillo fortificado de Kanossa, que
pertenecía a su amante, la condesa Matilde de Toscana.
Aquí compareció el Emperador alemán. En una camisa de penitencia de lana,
cabeza descubierta, pies descalzos, se encontraba parado en la habitación ante la muralla
interior del castillo – ¡tres días y tres noches, en mediados de enero, temblando de frío y
debilitado de hambre y sed!
Desde las ventanas del castillo, al lado de su amante, el Papa bajaba la mirada
hacia su enemigo, y con gusto lo habría visto morir. La inhumana insensibilidad Papal
provocó reclamaciones en todos los habitantes de la casa, y finalmente cedió a los
pedidos de la condesa, que en realidad era enemiga de Enrique, pero no desalmada
como Gregorio, y llevó al Emperador al altar. Aquí Gregorio rompió una hostia. “Caso
sea culpado de los crímenes de los cuales me has acusado en Worms”, le dijo,
“entonces que Dios el Señor me juzgue, y me castigue mediante una muerte súbita” –
Luego tomó la mitad de la hostia. Gregorio no era supersticioso, ni sufría de los nervios:
quedó con vida.
Se quitó ahora la excomunión de Enrique, pero con las condiciones más
degradantes. “caso” dijo Gregorio, “te puedas justificar ante el congreso a ser
convocado, y de serle devuelto la corona, me deberás ser fiel y obediente.” Volviendo a
Alemania, el Emperador tomado de desgracias de toda clase, puso su mirada sobre la
catedral de Speyer, construida por él, y dijo a su viejo amigo, al obispo: “Mire, perdí al
reino y a la esperanza, concédame una prebenda, puedo leer y cantar”. El obispo
respondió: “¡Por la madre de Dios! ¡Esto no lo haré!”
Las ciudades y los príncipes de la Lombardía se exasperaron ante la
humillación de Enrique, y le dijeron directamente su opinión. Entonces se recuperó el
Emperador mortificado y se puso a la frente de un ejército que se formó rápidamente.
Pero los príncipes alemanes, olvidados sus votos de fidelidad, eligieron un nuevo
Emperador en el barón Rodolfo de Schwaben.
Gregorio se mantenía imparcial mientras no ocurría nada decisivo; pero cuando
Enrique fue vencido en una batalla, le mandó al Anti- Emperador una corona con la
soberbia inscripción: La roca (de la Iglesia) dio San Pedro, San Pedro le dio a Rodolfo
la corona. Y sobre Enrique se dictó nueva horrible excomunión.
Pero el Emperador había vuelto a encontrar su coraje. En un sínodo volvió a
destronar a Gregorio, y Guibert, arzobispo de Rabean, fue electo Papa como Clemente
III. Gregorio volvió a intentar sus viejos artificios. Le profestizó a los rebeldes, que aún
en el mismo año vendría a morir, antes de los festejos de San Pedro, un emperador
usurpador. Para cumplir con sus profecías en la persona de Enrique, encargó de ello a
algunos asesinos; pero las malas intenciones del Papa se trasformaron en bendición para
Enrique. En fecha 15 de Junio de 1080 venció a Rodolfo, el cual murió en consecuencia
de una herida recibida durante la batalla.
Ahora Enrique se dirigió contra Roma, destruyó a la prostituta Matilde, ocupó
la ciudad y cercó a un Hildebrando exasperado en Engelsburgo. Los normandos,
llamados por éste en su socorro, que reinaban en aquél entonces en la baja Italia,
lograron libertarlo; pero Gregorio se vio forzado a huir ante la rabia de los romanos. Se
fue a Salermo, donde estaban los normandos, y donde terminó su vida cargada de
blasfemias.
Gregorio fue el primer verdadero Papa. En un sínodo dio la orden de que a
partir de ahí sólo uno podría ser llamado de Papa en toda la cristiandad, pues hasta
entonces todos los obispos se hacían llamar así. Un autor contemporáneo ya decía:
Utilizar el término “Papa” en plural es tan blasfemo como utilizar el término “Dios” en
plural. Gregorio pretendía trasformar en sus súbditos a todos los príncipes y reyes, y no
tolerar ningún otro poder sobre la tierra que no fuese el suyo. Por ello escribió a
Germano, obispo de Metz: “El diablo inventó la monarquía.”
Para poder gobernar con más facilidad a la Iglesia, Gregorio dispuso que en las
misas se utilizase las costumbres romanas y la lengua latina. En la mayoría de las
iglesias alemanas esto ya había instituido el siervo romano Bonifacio.
En una de sus cartas dejadas a la posteridad, Gregorio hizo asentar sus
principios6. Son 27, pero apenas citaré a algunos:
Sólo el Papa puede vestir los adornos reales. – Todos los príncipes deben besar
los pies del Papa, y no pueden dar esta demostración de honor a ninguna otra persona. –
El Papa tiene la potestad de destituir a los reyes. – Su sentencia no puede ser revocada
por ninguna persona, pero él puede revocar toda y cualquier sentencia. – La Santa
Iglesia Católica nunca se equivocó, y tampoco se equivocará jamás, acorde a las Santas
Escrituras. – No hay católico fuera de la Iglesia Romana. – El Papa puede liberar a los
súbditos del juramento de fidelidad, que hayan prestado a un príncipe malo.
Me parece innecesario agregar más observaciones sobre Gregorio. Obispo
Thierry de Verdun dice de él: “Su vida lo acusa, su hipocresía lo condena, su terca
maldad lo maldice.”
Seguí ahora al Papado hasta el ápice de su poder. El espacio no me permite
seguir por el mismo camino, y tendré que limitarme a caracterizar biográficamente a
algunos Papas de cada siglo, y demostrar de cómo todos trataron de seguir en los pasos
de Gregorio, y de fortificar la monarquía universal por él instituida. A todos les apetecía
la representación: “Verse a sí mismo como Jesús, a los regentes como el burro que él
cabalgó, y al pueblo como la cría del burro.” El burro ya murió, pero su cría se hizo
burro viejo, que permite pacientemente verse cabalgado.
En el siglo XI la Iglesia Griega se separó definitivamente de la occidental, visto
que aquella afirmaba que ni la enseñanza ni la disciplina de la última concordaban con
las Santas Escrituras ni con las santas costumbres, y por lo tanto serían paganas. Al
gobierno de la Silla Papal lo condenó como una institución anticristiana.
Bajo Adriano IV, quien ocupó la “Silla Apostólica” en 1153, se inició la disputa
de los Papas con los emperadores alemanes de la dinastía de los Hohenstaufen.
Frederico I, el Barbarroja, se opuso violentamente a la prepotencia Papal, y las
demostraciones de honor que aquél le reclamaba, llevaba al ridículo, aún cuando las
concedía. Frederico le atajó al Papa el estribo (a éste punto ya habían llegado los
emperadores), pero del lado derecho, por el cual se sube el diablo al caballo, y, a una
observación sobre la circunstancia, le respondió al Papa: “Nunca fui caballerizo,
Vuestra Santidad quiera perdonar”.
Su posición más difícil tuvo Frederico con Alejandro III (1159 – 1181). Éste
era uno de los Papas más inteligentes y valientes, que nunca desanimaba en la desdicha,
ni se hacía descuidado en la suerte, siempre tratando de mantener las conquistas de sus
antecesores. El gran Emperador Frederico se encontró con él por primera vez en 1177
en Venecia – y le besó la zapatilla.
Se cuenta que, al momento de este beso, el Papa habría puesto el pie sobre el
cuello del Emperador, diciendo: “Sobre serpientes y víboras has de andar, y pisar sobre
jóvenes leones y dragones”. Pero ciertamente Alejandro era suficientemente perspicaz,
6
Se llegó a dudar de la autenticidad de esta carta, pero, como me parece, sin motivos razonables.
como para no irritar al Emperador, de inteligencia y perspicacia similar, y Frederico
demasiado soberbio como para permitir tal abuso. Más creíble es la versión según la
cual el Emperador haya dicho en el momento del beso: “No está dedicado a usted, sino
a San Pedro”, y Alejandro respondió: “A mi y a San Pedro.”
Asimismo el poderoso Rey Henrique II de Inglaterra se tuvo que arrodillar ante
las palabras del potente Papa. Henrique había sobrecargado de gracias a su favorito,
Thomas Becket, terminando en nombrarlo arzobispo de Canterbury. Ahora este
delincuente había alcanzado su objetivo. Se unió con el Papa contra su Señor y
bienhechor, a quien amargó la vida con vilezas de toda índole. En su exasperación cierta
vez exclamó el maltratado Rey: “¡Que infeliz soy, que en mi propio reino no pueda estar
en paz debido a un único sacerdote! ¿No se encuentra nadie que me libere de esta
plaga?”
Estas palabras fueron escuchadas por cuatro caballeros, dedicados fielmente al
Rey; se pusieron inmediatamente en camino, encontraron al arzobispo frente al altar que
había mancillado, le partieron la cabeza, y lo trasformaron de esta manera en santo,
pues se relataban milagros. Algunos caballerizos del Rey en cierta oportunidad habían
cortado el rabo de un caballo del arzobispo, y debido a este abuso, a seguir engendraban
hijos – ¡todos ellos con rabos!
Los curas urgían por venganza por este homicidio. Alejandro amenazó con el
interdicto, y Henrique, que no quería ver sufrir a su pueblo, se sometió a todos los
castigos que le fueron impuestos por el Papa. El rey juró solemnemente, que no había
pretendido la muerte del arzobispo; no le sirvió. Tuvo que peregrinar pie descalzo hasta
el túmulo del nuevo santo, arrodillarse devotamente, ¡y dejarse azotar por ochenta
sacerdotes! Cada uno le aplicó tres golpes – hace un total de doscientos y cuarenta.
Ahora los Papas empezaron a manejar a menudo emperadores como si fueran
perros. Cuando Colestino III (1191 – 1198) le coronó al hijo de Frederico I, muerto en
Palestina, Henrique VI, y éste le besó la zapatilla, aquél le quitó la corona de la cabeza
con una patada, en señal de que él podía tanto conceder, como también quitarla.
El más poderoso de todos los Papas fue Inocencio III (1198 – 1215). Todos los
derechos que Gregorio pretendía tener, éste pujante Papa los ejerció efectivamente.
Cuando se subió a la Silla Papal, estaba en plena fuerza de vida, pues apenas contaba
con 37 años. Los reyes temblaban ante él, como un escolar ante un profesor riguroso. A
todos les hizo sentir su azote. Juan de Inglaterra cierta vez exclamó a la vista de un
ciervo bien rollizo: “Qué animal gordo y rollizo, y aún así nunca leyó misas”. Pero
también éste burlón tuvo que arrodillarse ante la Cruz, cuando la Santa Bestia de Roma
le desnudó sus dientes apostólicos.
Inocenico III es el inventor de la aberrante enseñanza sobre la
transubstanciación, o sea, de la enseñanza de que, mediante la consagración el pan y el
vino se trasforman efectivamente en la carne y sangre de Jesús.
Aquí se me ocurre la respuesta de un indio, al cual el misionario, luego de
haberle servido la santa comunión, preguntó: “¿Cuantos Dioses existen?” – “Ninguno”,
respondió el indio, “pues has acabado de darme a comerlo.”
Una similar apreciación material de la Santa Comunión tenía un agricultor
luterano. El señor pastor era viciado en el juego de Whist, y por descuido una de las
fichas blancas, de marfil, fue a parar en el platillo de hostias. “Tomen y coman, pues
éste es mi cuerpo”, dijo el sacerdote, y colocó la ficha en la boca del infeliz colono. El
agricultor mordió con fuerza; pero cuando no pudo despedazar la ficha, exclamó: “No
sé que pasa, señor Pastor, parece que me quedé con un hueso!”
Inocencio III también creó la confesión auricular, de la cual ya he hablado
antes, y a la cual me referiré aún al final de éste libro; además el más obsceno tribunal,
que alguna vez ha mancillado a la humanidad – la inquisición.
El peor enemigo del Papismo surgió con el gran Frederico II de los
Hohenstaufen, cuando éste ocupó la silla imperial alemana. En su juventud se había
encontrado bajo la tutela de Inocencio, pero aún así nunca fue un siervo del Papa, por lo
contrario, un hombre, cuyas percepciones religiosas se encontraban significativamente
avanzados a su tiempo. Si hubiera tenido el apoyo del pueblo, quizás ya en su tiempo se
habrían recortado las alas del Papismo. Su adagio era: “Deje alborotar, amenazar, y
gritar a los burros”. Su primer ministro Petrus de Vineo lo apoyó con coraje, y en 1240
escribió, entre otras cosas, contra la jurisdicción del Papa.
Su disputa más dura tuvo el Emperador Frederico II con Gregorio IX (1227 –
1241). Éste le impuso una y otra vez la excomunión, acusándolo de crímenes que lo
deberían marcar como el más obsceno pagano. Se le acusó de haber dicho: El mundo
fue engañado por tres estafadores, de los cuales dos murieron en honores, el tercero en
el patíbulo: Moisés, Mahomé y Cristo. – Además se habría reído sobre la afirmación de
que el todo poderoso Señor del Cielo y de la Tierra habría nacido de una virgen, y
afirmado, que no se debía creer lo que no se puede demostrar por naturaleza y razón.
Naturalmente una enseñanza tan infame como peligrosa, capaz de romper el cuello a
todas las mentiras de los curas, caso se impusiese.
Además, esta última afirmación tiene la cara del Emperador, quien trajo
opiniones muy liberales desde el cercano oriente, hasta donde fue obligado a llevar a
cabo una cruzada. En cierta oportunidad dijo: “Si el Dios de los judíos hubiera visto a
Nápoles, ciertamente no habría escogido a Palestina”; y a la vista de la hostia exclamó:
“¡Cuánto tiempo más durará esta estafa!?” Cuando cierta vez llegó a un campo de
trigo, le retuvo a su séquito y dijo: “Atención, aquí crecen nuestros dioses.” Pues la
hostia es hecha de harina de trigo.
Gregorio había llegado a amar a la orden de los caballeros alemanes, y le
regaló Prusia, visto que le pertenecía toda la tierra. Pero los caballeros no se mostraron
muy agradecidos frente a la Silla Papal y frente al todo el clericalismo. Uno de sus
maestros, Reuβ de Plauen, dijo: “No se debe dar bienes a los sacerdotes, sino solamente
sueldo, como a cualquier otro funcionario público; se deben atener a la sencillez del
texto del evangelio.” El maestro Wallenrode dijo: “Un cura en cada Estado es suficiente,
y a éste se debe encerrar, libertándolo solamente para el ejercicio de su cargo.”
Innocencio IV (1243 -1255) continuó la disputa con Frederico II. Había sido un
Conde Fiesco y amigo del Emperador. Cuando se le felicitó a éste por la elección de su
amigo, Frederico respondió: “Fiesco fue mi amigo, Innocencio IV será mi enemigo;
ningún Papa es Ghibelline” o sea, liberal.
Fue como lo dijo el Emperador, quien poco después fue excomulgado,
situación que Frederico empezó a considerar como su condición normal. No se mostró
compungido, sino que le atacó al Papa, y el Santo Padre, disfrazado como soldado, hizo
una cabalgada de huída de 54 millas italianas en una corta noche de verano, para
escapar a la prisión.
El Papa huyó a Lyon, donde convocó un sínodo en 1245, por el cual Frederico
fue excomulgado y destronado nuevamente. Frederico peleó como un hombre; pero las
personas aún seguían tolas, y se le ató de manos por todo lado. Principalmente los
príncipes alemanes mostraron poca honorabilidad ante el Emperador. ¡Miserables
sirvientes clericales! Sólo en Suiza encontró apoyo, pese a interdicto y excomunión.
Varios cantones mandaron tropas de auxilio, Y Lucierna y Zurique lo sustentaron hasta
el fin.
El Emperador Frederico murió por veneno Papal. Inocencio triunfó, se le abrió
nuevamente el camino a Roma. Volvió luego de agradecerles a los lyonenses por la
buena acogida. Éstos no tenían motivo alguno para agradecer al Papa, el Cardinal Hugo
dijo en su escrito de despedida, con auténtico cinismo clerical: “Les hemos dado,
amigos, desde nuestra presencia en esta ciudad, una contribución de caridad. A nuestra
llegada apenas encontramos tres a cuatro prostitutas; a nuestra retirada les dejamos una
única casa de citas, que se alarga desde el portón oriental hasta el portón occidental de
la ciudad.” Por lo tanto Lyon tiene parecido con una capital católica alemana, de la cual
su Rey dijo la misma cosa, y que fue llamada por el Papa Pio VI la “Roma- Alemana”.
La referencia se hace a Munique.
Inocencio IV les legó a los cardinales - como condecoración - sombreros rojos.
A él se siguieron unos cuantos Papas irrelevantes. Urbano IV, hijo de un zapatero, legó
la fiesta de Corpus Cristi, a honor de la hostia, o mejor, de la Santa Comunión. Una
religiosa desatinada había visto un agujero en la luna, que fue remendado por el
zapatero Papal con una nueva fiesta religiosa.
Martín V, un francés, era enemigo mortal de los alemanes. Deseó “que
Alemania fuera una gran laguna, los alemanes todos pescaditos y él un tiburón, para que
los pueda devorar como la cigüeña los sapos.”
Los Hohenstaufen sucumbieron en la lucha contra el Papado. Los Habsburgos
tomaron en ello una advertencia: prefirieron acompañarlo, y quitarle la piel al pobre
populacho, en común acuerdo. Por éste motivo ambos tendrán duración similar.
Inocencio V fue el primer Papa elegido en conclave. Pues su antecesor,
Gregorio X había ordenado que a su muerte todos los cardinales fuesen encerrados en
una habitación, con una celda especial para cada uno, y sin ninguna otra salida. Cada
cardinal podía llevar un solo camarero. La habitación no podía ser abandonada antes de
la elección de un nuevo Papa. Si esto no ocurría después de tres días, los cardinales
recibirían en los días siguientes, como alimentación, sólo pan, vino y agua. ¡Ésta dieta
fomentaba considerablemente la comunión con el Espíritu Santo!
Bajo el reinado clerical de Nicolau IV (1288 – 1292) gobernaba en Tirol el
valiente Conde Meinardo. Éste mantenía a los curas desaliñados en sus debidos límites,
atrayendo en consecuencia sobre sí la ira del Papa, quien lo excomulgó. Meinardo se
batió valientemente; dijo: “No soy yo la fiera, sino mis obispos, que no son pastores,
sino lobos. En vez de enseñar, sólo buscan enriquecerse, engendrar bastardos, y
dedicarse a la gula y a bebedera. ¿Es ésta la manera de pastorear las ovejas de Jesús?
Invierten descaradamente la palabra: “Dadles la chaqueta”; aún toman el capote, y son
peores que judíos, trucos y tártaros. Ofuscan al pueblo con ceremonias, y no se limitan
en ordeñar sus ovejas y en esquilarlas; las matan.”
Colestin V, de ingenuo eremita se trasformó en Papa aún más ingenuo, y
cuando el cardenal Cayetano gritó a través de un megáfono oculto en su dormitorio:
Colestin, Colestin, Colestin! – renuncie al cargo, pus esta carga te es demasiado
pesada”, el tonto creyó que Dios en el Cielo le honró con una entrevista personal, y
renunció.
Cardinal Cayetano asumió como Bonifacio VIII (1295 – 1303) en su
reemplazo. Sobre un caballo blanco, pomposamente embridado, conducido por los reyes
de Apulia y de Húngria, cabalgó a la coronación. A la vuelta de la iglesia, oportunidad
en la cual cuarenta personas tuvieron la suerte de recibir la “salvación” prematura,
pisoteados por la muchedumbre, banqueteó públicamente, mientras los dos reyes se
encontraban parados detrás de su silla, en carácter de camareros.
Le disgustó extremamente al Papa, que muchos consideraban nula la renuncia
de Colestin, quien era visto como santo por todos los lados. Para dar fin a la cosa,
Bonifacio lo mandó arrestar. El pobre simplón suplicó de rodillas, que se le permita
volver a su gruta, pero todo clamor fue inútil. Fue encarcelado en el castillo fortificado
de Fumone, en un cubículo minúsculo, donde recibió tan poco de comer que finalmente
murió miserablemente de hambre.
Este Bonifacio era tan soberbio como Gregorio VII e Inocencio III. En una
Bula de 1294 dijo: “Declaramos, decimos, disponemos y resolvemos aquí, que toda
criatura humana se encuentra subyugado al Papa, y que no se puede alcanzar la
salvación sin creer esto.” Esta soberbia exagerada en poco tiempo le rindió confrontos
hostiles de monarcas seculares tan orgullosos como él. Felipe IV, el bello, de Francia, se
enfrentó violentamente con Bonifacio. Pero el Rey no era ningún Henríque IV, sus
grandes no eran alemanes, y el Papa ningún Hildebrando. Si bien llegó a escribir a
Felipe: “Obispo Bonifacio a Felipe, Rey de Francia. Tema a Dios y observe sus leyes.
Con esto deberás saber que nos está sometido tanto en lo espiritual como en lo secular. –
A quien cree otra cosa, nosotros lo tenemos como un pagano.”
A ello respondió Felipe, bravamente amparado por su parlamento: “Felipe, por
la Gracia Divina, Rey de Francia a Bonifacio, quien se dice Papa, ¡pocos, o ningún
saludo! Tú debes saber, necio por excelencia, (maxima Tua Fatuitas), que no estamos
sometidos a nadie en las cosas mundanas. A quien cree otra cosa, los tenemos por tolos
y maníacos.” – Qué miserable se vio, en comparación, el Rey Érico de Dinamarca,
quien, castigado con la excomunión, escribió: “¡Clemencia, clemencia! ¿Qué hicieron
mis ovejas? Todo lo que me imponga Vuestra Santidad, lo cargaré. – Habla, que vuestro
siervo escucha.”
Pero el soberbio “necio por excelencia” no tardó en ser humillado. El enviado
por Felipe, Nogaret, coligado con Sciarra Colonna, contra la familia del cual el Papa
había cometido las atrocidades más feroces, lo asaltó en el castillo de Anagni,
tomándolo prisionero. “¿Quieres devolver la tiara que has robado?” le increpó
enfurecido Colonna. Bonifacio respondió altanero. Entonces el muy maltratado hidalgo
romano no pudo mas contener su odio, le dio una bofetada, gritando: “¡Quieres cerrar la
boca, hijo de los infiernos! ¡Pecador! Con dificultades Nogaret contuvo al furibundo, a
fin de que no consuma la venganza, y el malvado aún tuvo coraje de responderle:
“¡Aquí está el cuello y aquí la cabeza!”
Luego se le hizo sentar al Vice- Dios sobre un caballo sin silla ni frenos, la cara
hacia el rabo, para llearlo a una cárcel miserable, donde, por miedo de ser envenenado,
no comió nada por tres días y tres noches, sino un poco de pan y tres huevos, que le
pasó una ancianita. – Es para dar lástima la situación del viejo. Pero era un malvado, y
se recuerde al pobre Colestin, al cual dejó morir de hambre.
El pueblo de Anagni libertó a Bonifacio y lo hizo volver triunfalmente a Roma.
Pero la humillación sufrida turbó el espíritu del viejo petulante. Ordenó a sus camareros
que se alejen, y se encerró en su habitación. A la mañana se lo encontró muerto. Su
cabello blanco estaba manchado de sangre; en su boca había espuma, y el palo, que traía
en la mano, se veía roído con sus dientes. Así terminó Bonifacio VII, como se había
profetizado: “Se introducirá furtivamente como un zorro, gobernará como un león, y
morirá como un perro.”
Él murió como un perro y vivió como un chancho. Declaró públicamente que
prostitución, lascivia no sería pecado, porque Dios hizo mujeres y hombres para ello.
Vivió con una mujer casada y su hija al mismo tiempo, y abusó de sus pajes en sexo
antinatural, de tal manera que éstos se llamaban entre sí de “prostitutas del Papa”.
Lo que se puede decir de su fe, surge de la siguiente expresión, de la cuál le
acusa Felipe ante Clemente V: “Que Dios me de una buena vida en este mundo, cuanto
a la otra, me preocupa menos que un poroto. – Los animales tienen tan buena alma
como los humanos. Es de mal gusto, creer en un Dios Único y en la Trinidad. En Maria
creo tan poco como en un burro, y en su hijo tan poco como en la cría del burro. María
era una virgen, tal como lo era mi madre. Sacramentos son payasadas”, etc.
Filósofos y otros espíritus libres ciertamente a menudo han utilizado
expresiones similares; pero suenan tanto más extrañas de la boca de un Papa, cuando se
hacía quemar millares de la mano de la inquisición por expresiones muchísimo más
inocentes. Pero Clemente V le declaró a Bonifacio como siendo un buen cristiano,
católico y creyente, y ahora ya sabemos de qué material debe ser tal, para agradar a los
Papas.
Bonifacio VIII fue el Papa que inventó el año jubileo. También fue el primer
Papa que llevaba un escudo, y que, además de la tiara, o del birrete Papal, se hizo poner
una segunda corona. Antes los obispos romanos vestían el así llamado birrete phrígio, el
sacerdote la cybele, llamada mitra. Un obispo, Hormidas, agregó la corona recibida del
Rey Clodovil. La tercera corona se acrecentó recién con Juan XXII, o con Benedicto
XII, a las gorras de bufón Papales.
Con Clemente V empezó la así llamada prisión babilónica de los Papas (de
1305 – 1372). Pues el Rey Felipe el bello, encontró provechoso, tenerles a la mano a los
Papas para sus finalidades, y mediante una serie de promesas, los sedujo para que tomen
morada en Avignon, donde residieron por veinte años. Aquí se encontraban
absolutamente dependientes de los reyes franceses, si bien que, bajo su protección, se
encontraban mucho más seguros que en Roma. Aprovechaban el tiempo en exilio para
urdir nuevos métodos de extorsión, y para desmoralizar los territorios vecindarios con
su propia inmoralidad y la de su corte.
Acorde al testimonio de los más respetados historiadores, la inmoralidad
posterior en Francia tiene su principal causa en la permanencia por setenta años de los
Papas en Avignon.
Clemente V se presentó tan firme como Bonifacio, si bien no tan violento, por
lo tanto con más inteligencia, inteligencia que le hizo ganar mucho más. En el
Emperador alemán Henrique VII, de Luxemburgo, le habría nacido al Papismo un
enemigo tan terco como Frederico II, caso no hubiese “sido fallecido”, como se lo dice
en Rusia. El dominicano Bernardo de Montepulciano, así se cuenta, le pasó una hostia
envenenada, y el Emperador era excesivamente religioso, como para seguir el consejo
de su médico, y tomar un vomitivo. Así murió debido a su religiosidad.
El mayor monumento de vergüenza ha puesto Clemente V mediante el proceso
indigno contra la orden de los caballeros templarios, y su asesinato judicial. En realidad
no era sino el tercero, que prestó su mano para hacer el trabajo sucio a favor de Felipe el
bello. Efectivamente la inmoralidad de los templarios era enorme; ¿pero, acaso eran
mejores los demás señores clericales, o los Papas?
En todo caso, la inmoralidad difícilmente habría costado el cuello de los
templarios; su crimen consistía en tener opiniones religiosas más razonables y liberales
que el resto del populacho clerical, y – además – eran inmensamente ricos. Al hacerles
el proceso, se mató, como se suele decir, “dos moscas en un solo golpe.”
Juan XXII, hijo de zapatero, ya era chusma y estafador antes de asumir la Silla
Papal, y una vez ocupando la misma, perfeccionó sus virtudes pícaras. Ya mencioné
hechos edificantes de él en el capítulo anterior, y sólo agregaré más algunos.
Se encontraba en eterna disputa con el emperador alemán Ludovico de Bavaria,
y con el Rey de Francia. El primero se defendía valientemente, pero finalmente encogió
la cola, pues, “tenía dos almas, una imperial y otra bavariana”.
Pero Felipe el bello mandó decir al Papa petulante: “le haría quemar como
pagano”. Lastimosamente esto no se hizo realidad; murió a los 90 años. Dejó, además
de sus 33 millones, que eran digeridos por la Iglesia, la bien afamada canción: “Stabat
mater dolorosa”.
Su sucesor Benedicto XII era un buenísimo hombre, y no se le puede acusar de
otra cosa, a no ser que fue Papa. Pero aún esta mácula trató de mitigar en lo posible, al
declarar por lo menos que “un Papa no tiene parientes”, de manera a avergonzar sus
antecesores y sucesores, que no acababan de gratificar suficientemente a sus “sobrinos”
etc. Personas de la alta sociedad peticionaron a su sobrina en casamiento; pero dijo: “A
tal caballo no le asienta tal silla”, y la dio en casamiento a un comerciante de Toulouse.
Clemente VI, que siguió a Bendicto XII, era, conforme expresiones de un
historiador contemporáneo, “muy caballeresco y poco devoto”, siendo que lo último
ciertamente se podía decir de varios “Santos Padres”. Tenía carácter altanero frente al
Emperador Luldovico, y tuvo juego fácil con su adversario, el “Rey de los curas” Carlos
IV. Si bien vivía holgadamente y sin muchas consideraciones morales, creyó necesario
criticar al clero superior por su vida libertina, diciéndoles entre otras cosas en una
prédica de reprimendas: “¡Ustedes causan estragos como una manada de toros contra las
vacas del pueblo!”
A Clemente le gustaba el lujo, y con pompa inaudita coronó a Don Sanchez,
segundo hijo del Rey de Castilla, como Rey de las Islas Felices, como en aquél tiempo
se llamaba a las canarias. Durante el cortejo cayó un aguacero, en señal de malos
presagios, que empapó a Papa y Rey hasta la piel; y efectivamente también se hizo agua
el reinado, pues los valientes normandos tomaron posesión del mismo.
Con éste Sanchez Clemente tenía finalidades grandiosas. Prometió ponerlo a
frente de una cruzada, y darle el título “Rey de Egipto”. El príncipe no se contuvo de su
alegría y exclamó: “¡Bueno, entonces le nombro a Vuestra Santidad Califa de Bagdad!”
– Así nos cuenta el afamado poeta Petrarco.
El ejemplo de Felipe el bello le produjo frutas podridas a los Papas, pues estaba
declinando la fuerza de la excomunión. Esto lo sintió Urbano V. Un arzobispo se negó a
consagrar a un monje, que le fue recomendado por su Señor, Barnabo Viskonti de
Milano. Éste hombre impío mandó citar al arzobispo y le dijo: “¿No sabéis, viejo
prostituto, que yo soy Rey, Papa y Emperador en mi propio Reino!” ¡Por éste crimen
horrendo Urbano le impuso la excomunión, y a su reino el interdicto!
Cuando los legados del Papa le presentaron en Milano la bula de la
excomunión, Visconti los escoltó, junto con el papelucho hasta sobre la puente de
Naviglio, preguntándoles con toda seriedad; “¿Prefieren comer o beber?” Los legados
miraron de caras largas hasta el río, y pidieron para comer. “¡Bueno, entonces coman el
papelucho ahí!” – Los señores legados comieron.
Gregorio XI volvió a instalar el Gobierno de Dios en Roma. Ya antes me he
referido a las consecuencias desmoralizadoras tuvo la residencia de los Papas para
Avignon, e inclusive para Francia como un todo. Los historiadores de aquél tiempo no
consiguieron terminar de retratar el libertinaje que había tomado cuenta de la localidad,
y la mayor parte de los hechos los callan por vergüenza.
Un bello ejemplo Papal era Urbano VI (1378 – 1389), pero más era tigre que
mono. Su crueldad era indignante. Mandó torturar cruelmente a cinco cardinales, que no
habían votado por su persona, y varios prelados que no habían lo habían apoyado, para
luego, en parte mandar meterlos en bolsas y tirar al mar, en parte quemar vivos, asfixiar
o decapitar. Al sexto cardinal, tan agotado por la tortura que no pudo caminar, lo hizo
asfixiar ya en el camino. Cuando los cardinales fueron arrestados a los efectos de la
tortura, el Gobernador de Dios dijo a los carrascos: “Torture de tal manera que yo
escuche los gritos.” Luego se fue a pasear en su parque, a leer el breviario.
Éste Papa carrasco mandó secar a cadáveres de dos cardinales en hornos y
luego moler a polvo. Este polvo mandó ensacar, y a las bolsas, más los bonetes de los
cardinales las hizo llevar en burros delante de él en sus viajes, a efectos de terrorífico
ejemplo.
Al final del siglo XIV, y comienzos del siglo XV, encontramos como mínimo
dos, en la mayoría de las veces tres Papas al mismo tiempo, siendo cada uno
considerado por sus seguidores como el verdadero Gobernador de Dios.
Me he cansado absolutamente en relatar los hechos de estas personas que
hicieron del término “Gobernadores de Dios” una expresión de aberrante sarcasmo;
pero me agotaría definitivamente, caso pretendía relatar las infamias y los crímenes de
los diversos “antipapas”. Váyase la gente a pasear por un Bagno o por cualquier
penitenciaria, y se haga relatar por cada condenado, los crímenes que han cometido, y
apenas se tendrá un registro incompleto de los crímenes que fueron cometidos por los
Papas en este período.
El pésimo ejemplo de los Papas, y del clero en general tuvo las peores
consecuencias. Del libertinaje que reinaba durante aquél tiempo en el pueblo, y
principalmente entre las clases gobernantes, hoy día apenas se puede tener idea, por más
que se condene la inmoralidad de nuestros tiempos. Todas las leyes de la moral y de las
buenas costumbres fueron derogadas por el mal ejemplo de los curas. La necesidad de
terminar con esta situación fue sentida por todos aquellos que aún tenían alguna noción
de lo bueno, y se convino a llamar a un gran concilio, a los efectos de tratar de reponer
el orden en la Iglesia.
Éste concilio fue instalado en el año 1414 en Consanza, y fue uno de los más
espectaculares jamás llevado a cabo. En él se vio, además de un Papa y del Emperador,
todos los príncipes electores, 153 príncipes, 132 condes, más que 700 caballeros, 4
patriarcas, 29 cardinales, 47 arzobispos, 160 obispos, más de 200 abades, un ejército de
monjes, sacerdotes de toda índole y doctores de derecho y – el cortejo costumbrero de la
Corte Papal, cerca de 1000 prostitutas, sin contar con aquellas de uso particular.
Los Papas se peleaban por la tiara. Juan XXIII, un Gregorio y un Benedicto.
Juan era suficientemente descarado para aparecer en el concilio, pero cuando se empezó
a investigar su curriculum vitae, el Santo Padre creyó más conveniente, escabullirse,
disfrazado como mozo de correo, con la ayuda del Duque Frederico de Tirol.
Se condensó sus crímenes en 70 artículos, que fueron entregados al Santo
Padre para la revisión. Pero no sintió ganas para leer el registro de sus pecados,
encontrando preferible sabotear el concilio mediante su fuga, pero sin éxito. Los hechos
de Juan fueron leídos públicamente, o sea, sólo 54 de los artículos, pues tuvieron
vergüenza en hacer públicos el resto de ellos. 37 testigos probaron, que Juan no sólo se
hizo responsable de prostitución, adulterio, incesto, sodomía, simonía, libre
pensamiento, ratería y asesinato, sino también de haber seducido o violado a 300
religiosas, para luego nombrarlas abadesas o prioras como remuneración.
Su secretario, Niem, cuenta que el Papa mantenía en Bologna un harén de 200
chicas. También se le acusaba de haber envenenado a su antecesor, Clemente V.
Juan fue depuesto. Gregorio renunció voluntariamente; pero el viejo Benedito
se hacía pasar por Vice- Dios, en un lugar retirado de España, hacia donde había huido;
pero a nadie calentaban sus maldiciones y excomuniones. Finalmente el recién electo
Papa, Martín V, mandó quitar del camino a Benedicto, ya de noventa años, mediante uso
del veneno.
No se puede explicar cómo un Papa tan libertino pudo llegar a una edad tan
avanzada. Predicadores famosos a menudo castigaban en sus prédicas a su vida
aberrante, y uno de los mismos dijo: “J’aime mieux baiser le derrière d’une vielle
maquerelle, qui aurait les hemmoroîdes, que la bouche de ce Pape là!”
El concilio de Constanza condenó a Juan Hus y Hierónimo de Praga, por
paganismo, a la muerte por el fuego, iniciando por ello guerras sangrientas, pero el
objetivo del concilio, una reforma en la cabeza y miembros de la Iglesia, no fue
alcanzado.
En el año 1418 los señores reformadores se separaron. La ciudad de Constanza
tuvo buenos ingresos durante cuatro años, por intermedio de los 100.000 extraños con
40.000 caballos, que fueron albergados durante este tiempo. Por su buen
comportamiento la burguesía recibió del Emperador una remuneración invaluable, que
no le costó nada, o sea, el derecho de llevar a cabo una misa de 14 días, de sellar con
cera roja, tener sus propios trompetista en el campo de batalla, y hacer lucir en su
estandarte – una cola roja, quizás para hacerles acordar de los cardinales; no me
encuentro lo suficientemente versado en el tema de la heráldica, como para poder
explicar el significado de este extraño pájaro en el estandarte. El intendente fue
nombrado caballero, visto que la cambio chico de los honores de los príncipes, las
condecoraciones, aún no era usual.
De Eugenio VI, Calixto III y Pius II, que se maquillaba y llevaba una corona
que valía 200.000 ducados, asimismo del horrendo asesino Sixto IV, que instaló los
burdeles públicos en Roma, distribuyendo a cada cardinal los ingresos de 20 a 30
prostitutas, que, por dinero concedía el derecho de tomar el lugar del hombre en la cama
de una señora de marido ausente, que engendró un hijo con su hermana, abusó de sus
dos hijos en actos de sodomía, y cometió un sinfín de otras aberraciones; de todos estos
Papas me callo, aún que su historia sería ciertamente muy instructiva y reconfortante.
Inocencio VIII (1484 – 1492) cuidó con ternura paternal por el bien de sus
hijos, y juntó una inmensidad de dinero. Pero esto lo hacían todos los Papas. Además de
ello sólo se hizo notar por su Tasación de Pecados, que contenía, en 42 capítulos, 500
artículos de tasas. Ya hablé antes de ello; aquí sólo pretendo citar algunos otros
ejemplos de este documento de la vergüenza: Si un sacerdote comete deliberadamente
un homicidio, entonces paga dos florines ocho monedas imperiales. Homicidio de
padre, madre, hermano y hermana ¡está tasado en un florín doce monedas! Pero si un
pagano busca absolución, tendrá que pagar catorce florines y ocho monedas. Una misa a
domicilio en una ciudad excomulgada cuesta cuarenta florines.
Este Papa Inocencio VI dedicaba atención especial a la brujería, y puede ser
considerado fundador de los procesos a las brujas, que costó la vida de tantas mujeres,
jóvenes y viejas. En la insulsa bula que dictó al respecto, ¡fantaseaba sobre espíritus
malos, que se acuestan sobre, y debajo de las personas!
Alejandro VI (1492 – 1502) fue sucesor de Inocencio, y si bien no era peor ni
más libertino que sus antecesores, sus hechos se hicieron más conocidos que los de
otros Papas, y normalmente es considerado quintaesencia de la podredumbre Papal.
Nació en Valencia, con el nombre de Roderico Landolo; pero su padre cambió
su nombre a Borgia. Roderico estudió, luego se hizo soldado, y sedujo a una viuda de
nombre Vanozza y sus dos hijas. De la misma tuvo cuatro hijos. Francisco, César,
Ludovico y Gotofredo, y una hija Lucrecia.
Su tío, Alfonso Borgia, se hizo Papa bajo el nombre Calixto III, y Roderico
inmediatamente se mudó a Roma. El Papa sobrecargó a su sobrino con honores y
regalos, acabando en nombrarlo cardinal. Finalmente éste último puso sus ojos sobre la
corona Papal. Cuando murió Inocencio VIII, sobornó a 22 de 27 cardinales mediante
promesas, y se hizo Papa. Al llegar a su meta, reprimió a los cardinales sobornados,
eliminándolos paulatinamente mediante los tan afamados remedios caseros papales.
Tiernamente Alejandro VI veló sobre el destino de sus hijos. Los casó
espléndidamente, y cuidó de su porvenir. César Borgia fue hecho cardinal, y tuvo la
alegría de ver casado a su hermano Gotofredo con Sanzia, hija del Rey Carlos VIII de
Francia, quien tuvo que pagar aún ofrendas mucho más costosas, para moverle al Papa a
apoyarlo en sus pretensiones sobre el Reino de Nápoles. Carlos tuvo que ofrecer un
sinfín de ducados, pues dinero era la consigna de Alejandro VI.
Para obtener dinero, éste Papa no ahorraba medios. Una prueba de su modus
operandi la tenemos en su comportamiento frente al infeliz príncipe Dschem. Éste se
había enojado contra su hermano, el Sultán Bajazet, fue preso, y entregado al Papa
Inocencio, para que lo mantenga en prisión contra una suma anual de 40.000 Ducados.
Para ganar dinero, Alejandro VI le hizo creer al Sultán que Carlos VIII, luego de ocupar
a Nápoles, pretendería iniciar campaña contra él, y que ya habría peticionado a su
hermano Dschem, que se ponga a la cabeza de la campaña. Al mismo tiempo solicitaba
los 40.000 Ducados, que estaban en mora.
El Sultán, efectivamente preocupado, mandó inmediatamente 50.000, y
escribió al “honorable Padre de todos los cristianos”, era como llamaba a Alejandro, una
carta muy amable, en la cual lo animaba a “libertar a su hermano de la miseria de esta
vida lo más rápido posible, y proporcionarle una vida más feliz”. Si el Papa consentía en
concederle esta petición, le prometió en solemne juramento 300.000 ducados, además la
invalorable reliquia de la túnica de Jesús, además de amistad eterna.
Pero Alejandro pretendía quitar aún más provecho del pagano que se
encontraba en su poder; lo entregó a Carlos VIII por 20.000 ducados, pero ya con una
pócima en el cuerpo, que lo envió al paraíso de Mahomé. Uno de los historiadores
escribió: “Murió en un alimento, o en una bebida, que no le hizo bien.” – Bajazet era tan
honesto como el Papa, y pagó alegremente el dinero de sangre.
Alejandro elevó su hijo mayor, Francisco, Duque de Gandia, su predilecto, a
Duque de Benevent. Esto fue su muerte, pues su hermano celoso Cesar lo mandó matar.
Se retiró el cadáver, adornado con nueve golpes de puñal, del Tibre, y los romanos
decían en tono de mofa: “Alejandro es el más digno sucesor de San Pedro, pues incluso
pesca a sus hijos en el Tibre.” – Alejandro se conmovió profundamente con la muerte de
su predilecto; pero al poco tiempo perdonó a Cesar el pequeño homicidio, y transfirió a
éste digno vástago todo su cariño paternal.
A fin de no ser impedido a llegar al poder, boda mediante, el cardinal Cesar
Borgia abandonó las vestimentas sacerdotales – cosa que nunca había ocurrido hasta
ésta fecha -, fue nombrado por el Rey de Francia duque de Valence en la Daupinea,
acabando poco después a contraer nupcias con la hija de la Reina de Navarra.
Sus hijos no fueron olvidados por el padre cariñoso. Lucrecia ya había casado
por todos los lados, cuando finalmente llegó a Alfonso, Duque de Bisceglia, pero quien
acabó asesinado, dando lugar al príncipe de Ferrara.
La familia Papal llevaba una muy cómoda vida familiar. Los hermanos y el
padre se revezaban durmiendo con la linda Lucrecia, y el último tuvo la alegría de
engendrar con ella un hijo, llamado Roderico, y que por lo tanto era hermano de su
madre e hijo y nieto de su feliz padre, quien hizo de éste maravilloso hijo Duque de
Sermonata.
Los príncipes italianos, que fueron vilmente saqueados por el Santo Padre y su
hijo Cesar, se unieron contra éstas injusticias, pero acabaron mayormente, y contra
mejor saber, remitidos al más allá. Una media docena de ellos fueron mandados a la
tumba por Cesar y otro, mediante el Señor Papa. Ciertamente
Cesar habría reunido bajo el protectorado de su Santo Padre un bello reino, si
éste Papa ejemplar no hubiera fallecido por engaño. Esto ocurrió de la siguiente manera.
Alejandro tenía la costumbre de mandar a un mejor mundo a las personas pudientes de
los cuales pretendía heredar, y uno de sus medios preferido para ello era el veneno, que
solía llamar cómodamente de “Requiescat in pace”. – El Cardinal Corneto, un hombre
pecaminosamente rico, debía ser apaciguado de esta manera, y fue invitado a éste objeto
por el Papa para una cena. Por equivocación el camarero le pasó el vino “condimentado
en el infierno”, y que era destinado al Cardinal, al Papa, y éste terminó al día siguiente
su Santa Vida a sus 72 años de vida. Cesar, que también había probado el vino, sufrió
por ello durante un año.
Con las infamias de éste Papa se podría llenar todo un libro, pero sólo
trasmitiré algunas pocas a los lectores.
Del poder y de la posición de los Papas Alejandro tenía los más sublimes
conceptos, pues decía: “El Papa se encuentra tan alto sobre el Rey como el hombre
sobre el animal”, y con la religión, que en aquél tiempo se llamaba cristiana, se
encontraba plenamente satisfecho, pues decía: “Toda religión es buena, pero la mejor –
es la más torpe”, y ciertamente habría sido difícil encontrar en aquellos tiempos algo
más necio que el cristianismo de la Iglesia Católica. Alejandro personalmente, no tenía
religión.
Muy original fue una entrevista, que tuvo el erudito Príncipe Piko di Mirandola
con el Papa luego del embarazo de Lucrecia con Roderico. Alejandro le preguntó:
“Pequeño Piko, ¿a quién crees padre de mi nieto?”
“¡Pues, vuestro yerno!”, haciendo referencia a Alfonso, conocido por su
impotencia.
“¿Cómo lo puedes creer?”
“Pues la fe, Vuestra Santidad, consiste en creer en lo imposible”, y luego el
Príncipe empezó a enumerar un sinfín de absurdos en los cuales se creía, que el Papa
casi murió de risa.
“Si, si”, dijo el Papa, “sé perfectamente que me podré salvar sólo por la fe, no
por mis actos.”
“Vuestra Santidad”, respondió el Príncipe, “poseen las llaves para el Cielo;
pero yo – qué me pasaría caso hubiera dormido con mi hija, y utilizado con tanta
desenvoltura el puñal y la Cantarella (veneno).
“Dígame con sinceridad”, continuó el Papa, “¿cómo puede Dios tener placer en
la fe? ¿Pues no es que llamamos de mentiroso a aquél que cree lo que es absolutamente
increíble?”
“¡Santo Dios!” exclamó el Príncipe e hizo la señal de la cruz, “¡me parece que
Vuestra Santidad no es cristiano!”
“Bueno, hablando con sinceridad, ciertamente no lo soy.”
“¡Ya lo imaginaba!” dijo el Príncipe, y con ello terminó la entrevista más
extraña de la cual se tiene noticia entre un Papa y un laico.
El desaliño de Alejandro mal puedo describir en nuestro casto lenguaje; sólo es
comparable a la de Cesar Borgia y su hermana Lucrecia. Todo desvío de la sexualidad,
que nosotros, los alemanes siquiera conocemos por nombre, y que fue practicado uno a
uno por los Papas anteriores, sirvieron a la diversión de éste Papa.
Burghard, maestro de ceremonias de Alejandro VI, describió en su diario la
vida en la Corte Papal, y la más opulenta fantasía no puede inventar, lo que se
practicaba aquí. Burkhard dice: “Del palacio apostólico se hizo un burdel, y un burdel
mucho más infame, de lo que lo puede ser jamás un prostíbulo público.
“Cierta vez”, así lo cuenta Burghard, “se invitó a una cena en el palacio
apostólico, en la cual también estaban presente cincuenta prostitutas, que tuvieron que
danzar, terminada la cena, con los camareros y otras personas presentes, primero en
ropas, luego desnudas. Luego se puso veladores con velas prendidas sobre el piso, al
cual se echó castañas, que las mujeres desnudas juntaban, arrastrándose sobre los cuatro
miembros en el piso, mientras asistían Su Santidad, Cesar y Lucrecia. Finalmente se
esparció buena cantidad de ropas para aquellos que pretendían prostituirse públicamente
con varias de estas prostitutas, que luego fueron distribuidas como premio. Esta bella
escena tuvo lugar en la vigilia de Todos los Santos de 1501.”
Cierta vez Alejandro mandó exhibir a caballos y yeguas en celos ante su
ventana, y se divirtió con Lucrecia ante este espectáculo. – Esta mujer era
indescriptiblemente depravada, pero si merece el predicado de prostituta acorde al
derecho Papal, no lo sé, pues algunos glosadores escribieron que sólo se puede llamar
de una verdadera prostituta, ¡quien pecó por lo menos 23.000 veces!
Lucrecia se había merecido la plena confianza de su padre; durante su ausencia,
abría todas las cartas, las respondía en caso de urgencia, y reunía a todos los cardinales a
su gusto. Se le dedicó la siguiente inscripción en la tumba: “Aquí yace, quien se llamaba
Lucrecia y era una Thais, mujer de Alejandro, hija y nuera”; lo último, porque uno de
sus tantos maridos había sido otro hijo del Papa, o sea, su medio hermano.
La, en aquél tiempo renaciente ciencia, y la arte de la impresión, cada vez más
usada, le dejaron al Papa muy preocupado. Temía que la libre imprenta pusiese fin a la
infame vida de los Papas, y esto no sin motivos. Por ello introdujo una censura de
libros, que quedó hasta días contemporáneos, cuando finalmente tuvo que ceder ante la
opinión pública, pasando a la fase casi peor, de los procesos contra la prensa, que
muchas veces son llevadas a cabo en el sentido de Richeleu, quien afirma que ningún
autor puede escribir cinco palabras sin cometer un crimen que lo lleve a la Bastilla. La
persona a quien dijo esto, escribió: “¡Dos y uno hacen tres!” – “¡Infeliz!” Exclamó el
Cardinal, “¡Usted acaba de negar la Trinidad!” Situaciones similares se encuentran en
varios procesos modernos.
Julio II (1502 -1513) también se hizo de la Silla Papal mediante astucia y
soborno. Era soldado eficiente, único y extraño elogio que se puede hacer a éste
Gobernador de Dios. Instigaba a todos los príncipes contra todos, hacía marchar a
ejércitos, los comandaba en persona y sitiaba y conquistaba ciudades.
Sus adversarios llamaron a un concilio en Pisa, a fin de poner fin a las
actividades marciales del Hijo de la Iglesia. En ésta convención él fue declarado
“perturbador de la paz pública, patrocinador de la discordia entre el Pueblo de Dios,
rebelde y tirano sangriento, y persona perseverante en la maldad”, siendo depuesto de
toda administración espiritual y secular.
A Julio no le importó esta sentencia; sólo sirvió para atizar su odio contra sus
enemigos, principalmente contra el excelente Rey de Francia, Ludovico XII, al cual
depuso del cargo. Asimismo impuso el interdicto sobre toda Francia, pero las chispas
disparadas desde el Vaticano ya no incendiaban. Julio II obraba acorde a la expresión
del afamado historiador Mezeray “como un sultán turco y no como un Gobernador del
Príncipe de la Paz y Padre de todos los cristianos”. En las guerras, que emprendía en su
sed de venganza y sangre, doscientas mil personas perdieron la vida. Murió durante la
preparación de nuevas hostilidades.
Fue tan libertino como Alejandro VI, y a éste le ganaba en cuanto a su
borrachera. El Emperador Maximiliano I dijo cierta vez: “¡Dios Eterno, qué pasaría con
el mundo, si Vos no tuviera un cuidado especial sobre él, bajo un Emperador como yo,
que no soy más que un miserable cazador, y bajo un Papa borrachín y tan lleno de
vicios, como lo es Julio!”
El maestro de ceremonia de este Papa, De Grassis, relata, que el Santo Padre en
cierta ocasión estaba tan tomado del mal llamado por el caballero Bayard “le mal de
celui qui l’a”, que en Viernes Santo quedó impedido de realizar el beso de pie.
Igualmente libertino era su sucesor León X. (1513 – 1521), quien agradece su
nombramiento a Papa a la misma enfermedad. Cuando apareció en el conclave para la
nueva elección papal, sufría de una infección venérea en su trasero, que esparcía un olor
putrefacto. Los demás cardenales, que temían ser contaminados, consultaron a los
médicos del conclave, y éstos aseguraron que León ciertamente moriría en poco tiempo.
A fin de verse libre lo más rápidamente posible del olor insoportable, los cardenales lo
eligieron Papa.
León X, hijo de la afamada familia de príncipes de los Médicis, era persona
inteligente, que amaba a las artes y a las ciencias, además de otras virtudes que le
caerían bien a cualquier príncipe secular. Vivía “alegre como un Papa”, y se preocupaba
tan poco por la cristiandad como por la administración, mientras no se veía forzado a
ello debido a sus inmensas necesidades de fondos.
Dicen haber gastado durante los ocho años de su gobierno 14 millones de
Ducados, lo que es creíble, visto que gastaba el dinero con la misma facilidad con la
cual lo ganaba. Durante su coronación regaló 100.000 Ducados. Poetas y retratistas
recibían sumas imponentes de él, mientras los buenos cristianos seguían cubriendo todo
gasto. Cierta vez León dijo al Cardinal Bambus: “Cuanto nos rindió, y a los nuestros, la
fábula de Cristo, es conocido mundialmente.”
Su corte era la más espléndida que existía, el dinero se tiraba de manos llenas,
tal como en las cortes de los antiguos emperadores romanos. Así no sorprende, que pese
al floreciente negocio de indulgencias, legó a la posteridad deudas respetables.
León vendía todo para lo que encontrase comprador, y su ministro de finanzas
Armellino era vampiro descarado. Cierta vez Colonna dijo con relación al último: “Se le
quite a éste demonio la piel por la cabeza, y se la exhiba por dinero, lo que rendirá más
de lo que necesitamos.”
León fue arrancada de su vida lujuriosa por una muerte súbita, que siquiera le
dejó tiempo para recibir los sacramentos religiosos. Esto le dio a un poeta el incentivo
para un epigrama, que, traducido dice: “¿Ustedes preguntan el motivo por el cual León
no pudo recibir los sacramentos en su última hora de vida? – Él los había vendido.”
Los negocios de indulgencias de León, a los cuales ya me he referido, dieron el
motivo inmediato para la reforma. La historia de la misma fue escrita innumeras veces y
se encuentra en la mano del pueblo; por lo tanto la creo conocida.
La situación peligrosa de la Silla Papal habría requerido un Papa valiente y
resoluto; pero el sucesor de Leo, Adriano VI (1521 – 1523), no lo fue en absoluto. Era
un erudito de mira estrecha, más indicado para “instruir a los jóvenes y a sí mismo”, que
para mantener a flote el barquito averiado de Pedro, aún que su padre haya sido
carpintero de buques en Utrecht.
Debido a su erudición se lo nombró profesor de Carlos V, y cuando su alumno
se hizo Emperador, se lo nombró rector de la Universidad de Löwen. Lutero dice de él:
“El Papa es Magister Noster de Löwen, allí se corona a tales burros.” Uno se ve
inclinado a confirmar esta sentencia sumaria, cuando se lee que Adriano pasaba ante las
más espléndidas obras de arte de Roma, como Laokoon, Apolo de Belvedere, etc., con
mirada lejana, diciendo: “son viejas imágenes de ídolos.”
Cuando éste “bárbaro alemán” llegó a Roma a pie, y no gastaba más de doce
táler en sus expensas diarias y – horrible dictu – prefirió la cerveza al vino, los
cardenales hicieron cara larga, llegando a la conclusión, “que el Espíritu Santo no
entiende a otro que a un romano”. Adriano era un pedante empedernido, y demasiado
honesto como para ser tolerado por mucho tiempo en la Silla Papal. Los satíricos lo
atacaban constantemente. El poeta Berni caracteriza al gobierno de este Papa de manera
muy refrescante. La citación pertinente dice traducida: “Un gobierno lleno de cuidados,
consideraciones y habladurías, lleno de sinos y peros, asimismos y quizás, y palabras en
cantidad sin fuerza ni jugo, lleno de fe, amor, esperanza, esto es, lleno de ingenuidad –
harán de Adriano ciertamente un Santo.
Adriano cometió un crimen horrendo, desde el punto de vista de los cardinales
y sacerdotes; confesó que Lutero no estaba tan desubicado en su búsqueda por una
reforma, cuando fue suficientemente honesto como para escribir: “Dios permitió la
persecución por motivo del pecado; el pecado del pueblo tiene origen en los sacerdotes,
a los cuales por lo tanto Jesús buscó primero en el templo, y sólo después entró en la
ciudad. Aún de ésta nuestra Silla Santa se ha vertido tanta cosa profana, que no es
milagro que la enfermedad se ha esparcido de la cabeza a los miembros, de Papas a
prelados. Utilizaremos toda diligencia, a fin de que sea reformado primero ésta corte, de
la cuál se vertió tanta desgracia, considerada la ansiedad con la cual el mundo espera
estas reformas.
Tal situación era insoportable, y Adriano “fue fallecido”. El júbilo de los
Romanos a su muerte era inmenso, a punto de cometer la indiscreción de poner una
corona de flores a la puerta del médico particular del Papa, con la inscripción:
Liberatori Patriae S.P.Q.R. (El senado y el pueblo romano al libertador de la patria).
A fin de que no se sea tentado de llorar en exceso el destino de éste honesto y
erudito imbécil, dejo constancia de que ha sido supremo inquisidor en España, donde
mandó quemar vivo a 1020 personas y 560 en imagen, y que 21 845 más fueron
condenados a la confiscación de sus bienes, deshonra etc.
Clemente VII (1523 – 1534), otra vez un Médici, siguió al “Magister Noster
Burro” y supo mejor que éste, representar al monarca de la Iglesia; pero tampoco
consiguió suprimir los efectos de la reforma. – Se vio en serios aprietos, pues Carlos de
Bourbon asaltó con su ejército de voluntarios a Roma. Si bien el General fue muerto por
un tiro durante el asalto, éste hecho sólo sirvió para atizar aún más la furia de los
soldados sedientos de botín. Entre ellos se encontraban 14.000 alemanes bajo Jorge de
Frondsberg, quién había lanzado su mirada especialmente sobre el Papa, y llevaba
consigo una cuerda de oro, a fin de trasportarle personalmente a Su Santidad al cielo.
El Papa huyó a Engelsburgo, y no se tuvo compasión con Roma. Los cardinales
pasaron por tiempos difíciles, pues aún los españoles católicos no les tenían compasión.
Las damas tomaron los hechos por el mejor lado; estaban curiosos para conocer los
robustos soldados alemanes, y los historiadores relatan de manera cruel, cómo
esperaban extasiadas ser violadas por los mismos.
Los soldados robaban todo lo que encontraban; pues cuando los guerreros de
aquellos tiempos husmeaban dinero, suspendían toda religión, robaban y asesinaban a
gusto, para luego recibir la absolución. El botín en oro, plata y piedras preciosas pasaba
de los diez millones oro, y en dinero sonante, era una suma aún mayor.
Tengo aquí ante mi un viejo libro de 1569, en el cual Adam Reiβner, quien se
encontraba a servicio de Frondsberg en Roma, describe de manera muy simple y directa
la anarquía a la cuál allí se dedicaban los soldados durante nueve meses. Trascribo un
pasaje del mismo tal como la leo:
“Los lansquenetes se pusieron los sombreros de los cardinales, se vistieron con
sus tapados rojos, y se paseaban sobre burros en la ciudad, teniendo mucha diversión y
espectáculo circense. Guillermo de Sandezell aparecía frecuentemente con su grupo,
como Papa romano, con tres coronas, a Engelsburgo, luego los demás soldados, en sus
vestimentas de cardinales prestaban reverencias a su Papa, levantando los tapados largos
en frente con las manos, dejando al arrastre la cola del mismo a las espaldas, y hacían
profundas reverencias, se arrodillaban, a besar pies y manos. Luego el supuesto Papa
Clemente trajo un berberaje, los cardinales disfrazados estaban postrados sobre sus
rodillas, cada uno tomando un vaso de vino, mientras gritaban, que a partir de ahora
pretendían hacer Papas y cardinales muy piadosos, obedientes al Emperador, y no como
los anteriores, rebeldes, instigadores de guerra y derramamiento de sangre.”
Por último empezaron a gritar ante Engelsburg: “¡Queremos coronarle Papa a
Lutero! Quien esté de acuerdo, que levante la mano, a lo que todos levantaron la mano y
gritaron: - Lutero, Papa - y hicieron muchas cosas parecidas y ridículos discursos
burlescos.”
Grünewald, un lansquenete grita a altas voces ante el fuerte Engelsburg. Quería
arrancarle al Papa un pedazo del cuerpo, por ser enemigo de Dios, del Emperador y de
todo el mundo”, etc.
Luego de que el Papa Clemente pagó a las tropas cerca de 400.000 ducados, se
le facilitó la fuga, disfrazado como paje.
Clemente no tuvo suerte, pero tampoco destreza. Por lo menos se debería haber
percatado, aún con su inteligencia limitada, que el tiempo de la inocencia ya había
pasado; pero no tenía suficiente noción política, por ello se desentendió con el despótico
Henrique VII de Inglaerra, al cual excomulgó, y el cual en consecuencia renegó a Roma
con todo su reino. Debido a ello la Silla Papal perdió la moneda de San Pedro, que se
había estado pagando a Roma desde el año 740 de cada casa inglesa, y que había
rendido hasta entonces cerca de 38 millones de florines.
La reforma, bajo estos últimos Papas se hizo cada vez más fuerte, y los nobles
reunidos en el congreso de Nurenberg en 1522 declararon: “que no pueden cumplir con
las disposiciones Papales y imperiales, porque el pueblo, muy dado a las enseñanzas de
Lutero, podría fácilmente sospechar que se estaría pretendiendo reprimir la verdad
evangélica y apoyar las situaciones precarias, lo que fácilmente podría degenerar y dar
motivos para levantamientos.”
Esta vez los príncipes en la convención no limitaron sus palabras, y en las”cien
quejas de la Nación Alemana” hablaban directamente de las mentiras Papales, lo que
siquiera se arriesgarían hacer en nuestros días. Además los defensores de la reforma
usaban vocablos, bajo el aplauso de los príncipes, que hoy siquiera se diría en lenguaje
decente, por temor a procesos interminables. Se dejó pasar las “Sátiras” de Lutero sin
comentarios, aún que en realidad no pasaban de ofensas vulgares.
El “hombre de Dios Lutero” mostró poco respeto ante Papas y príncipes,
siempre que se trataba de la defensa de su lucha. Los trataba como si fueran mendigos,
y les decía la verdad en la cara tanto al Rey de Inglaterra como al Duque Jorge de
Sajonia. Al Duque de Braunschweig sólo lo llamaba de “payaso”, pero la peor parte se
llevaba el Papa.
En su libro: “El Papismo, fundado por el Diablo” llama a la Iglesia “la cotovia”
y al Papa “el cuco, que come los huevos y en su reemplazo caga cardinales”. Llama a
Su Santidad “un prestidigitador, la iguaría de Roma, infernalidad Papal y bribón,
chancho epicúreo, nacido del diablo por el trasero, y que quiere que se le bese el trasero,
un burro papal cagado y cagón, ante cuyos pedos temen los emperadores, que pretende
haber encerrado a todos los pedos de los burros, y quiere ver adorados a sus propios
pedos, y que al tiempo de que se le lame su trasero”.
Si hoy día algún escritor se atrevería a escribir de esta manera contra el Papa o
contra un príncipe, media Europa se desmayaría, y a su autor le esperaría un proceso de
prensa y una penitenciaría, tan larga cuanto el purgatorio.
Sin embargo, sus adversarios no quedaron en deuda con Lutero, y Dr. Eck,
quien siempre fue llamado de Dreck7 por el reformador, le devolvió en moneda similar.
Los títulos más comunes que se le atribuía eran doctor Dreck-Märten, Doctor Saubund
von Wittnberg y otros similares. El Jesuita Weislinger dijo de él, con referencia a sus
discursos de banquete: “Lutero es maestro de ceremonia en la corte donde se carga
estiércol, abogado en el chiquero, para no decir juez en el paso de los puercos; Caso
habría lugares llamados de Estiércolandia, o Loma de miereda, sería el lugar del
chancho Lutero.” Esto era, como ya dicho, “sátira” en el siglo XVI.
Clemente era un gran amigo de los monjes. Bajo su gobierno aparecieron los
capuchinos, una desmembración de los franciscanos, que sólo se distinguían de aquellos
por su torpeza aún mayor, y por sus porquerías. Los birretes de punta que visten, y que
se parecen mucho a un apagador de velas, pueden servirles al mismo tiempo de
estandartes, pues Clemente esperaba apagar, mediante ellos, la luz encendida por
Lutero.
Paulo III (1539 – 1549), que se hizo Papa después de Clemente, ya se hizo
cardinal a los 26 años, y esto, por haber entregado su hermosa hermana Julia Farnese a
Alejandro VI. Fue uno de los Papas más libertinos. Incesto, asesinato y crímenes
similares le eran cosa común y corriente. ¡Envenenó tanto a su madre como a su
hermana!
Pero estas son cuestiones internas de familia que no nos dicen respeto. Mucho
más importante para el mundo era que Paulo, el 27 de setiembre de 1540 confirmó a la
orden de los Jesuitas. Aún llegaremos a conocer más de cerca de estos murciélagos,
oportunidad en la cuál les diremos lo que fueron y lo que son; pues ellos mismos no
querían y no podían esclarecer el punto, y decían que eran “tales cuales”; o sea: aquellos
que…
Julio III era un Papa que aún valía menos que su antecesor. Mantenía
concubinas en sociedad con el cardinal Crescencio, y los hijos que ellos concebían, los
educaban también en sociedad, visto que ninguno de los dos sabía cuál era el padre. A
su domador de monos - un chico feo de dieciséis años – lo nombró cardinal, y cuando
los demás cardinales lo reprimieron por ello, exclamó: “¡Potta di Dio! ¿Qué es lo que
vieron en mi persona cuando me hicieron Papa?”
Una vez en Roma, el Santo Papa mandó censar a todas las prostitutas, y se
encontró no menos de 40.000 en la ciudad. Bajo un Papa tan libertino como Julio
naturalmente la profesión más antigua del mundo prosperaba. Su nuncio, Juan a Casa,
arzobispo de Benevento, escribió un libro sobre la sodomía, en el cual la defiende
arduamente. El libro fue impreso en 1552, - ¡y fue dedicado al Papa!
Paulo IV era un idiota de ochenta años, parcialmente enloquecido por el
orgullo, además de viciado en asesinatos. Bajo su gobierno la inquisición no conseguía
producir suficientes víctimas. Escuchemos lo que dice Pasquino sobre él. Pero antes
algunas palabras sobre Pasquino.
Según se cuenta, éste era un pícaro sastre en Roma, cuyos chistes atraían a
multitudes a su negocio. En frente al mismo se encontraba una estatua descuartizada, a
la cuál con frecuencia se encontraba adheridas sátiras, cuya autoría se adjudicaba a
Pasquino. De allí la palabra Pasquill. Pero también hay otras versiones. A poco tiempo
de ello se había elegido a otra estatua frente al capitolio, para dar respuestas a las

7
Dreck: Barro, lodo, suciedad. Nota del traductor
preguntas que se encontraba en la primera estatua, y así se inició un juego de preguntas
y respuestas, que no era solamente divertido, sino también de gran utilidad.
Era el diario de chismes romano en su forma primitiva.
Cuando Paulo V murió en 1559, el Pasquino recomendó la siguiente
inscripción sepulcral: “Aquí yace Caraffa (de esta familia nació el Papa), maldito en el
cielo como en la tierra, cuya alma está en el infierno, y cuya carroña bajo tierra;
desalmado, destruyó a clero y pueblo; ante los enemigos se arrastraba, ante los amigos
era infiel; ¿quieren saberlo todo de una vez? – ¡Era Papa!”
El término Papa había degenerado en Roma a una palabra injuriosa. Pasquino
respondió a una pregunta: “¿Por qué tanto te lamentas?” – “¿Ah, pues la vergüenza me
rompe el corazón!” – “¿Y, qué es?” – “¿No lo adivinas? – Me han”, exclama entre
lamentos, “me han llamado de Papa.”
Paulo era el peor enemigo del Emperador Carlos V, y no quería reconocer la
elección del Emperador Ferdinando, a la renuncia del primero, porque su hijo y
consecuente heredero del trono, Maximiliano, había sido criado y educado mayormente
entre luteranos.
Al Emperador poco le importó lo del Papa, apoyado a ello por el vice- canciller
del reino, Dr. Seld, el Beust de Ferdinando I. Éste ministro dijo en un dictamen: “Se ríe
ahora la gente ante la excomunión, ante la cuál antes se temblaba; se creía santo y
divino todo lo que procedía de Roma, ahora todos escupen, sean de vieja o nueva
religión, sobre ello. Los viejos emperadores tomaban a los Papas por la cabeza, los han
estaqueado y destronado; nosotros mismos hemos visto cómo procedió Carlos con
Clemente; Vuestra Excelencia siquiera necesita de tanto rigor. Además se sabe que Su
Santidad ha reprimido a los cardinales que decían la verdad, llamándolos de bestias y
tolos, golpeándolos con palo, de lo que se puede deducir que los mismos, quizás por la
edad o por otras circunstancias, ciertamente no se encuentran en el pleno uso de su
razón.”
Bajo Pío IV se encerró el afamado concilio de Trento (en diciembre de 1563),
que estuvo deliberando por dieciocho años, al objeto de empezar la largamente
necesaria reforma de la Iglesia en “cabeza y miembros”.
El concilio se encontraba bajo la supervisión inmediata del Papa. Cardinal Del
Monte fungía constantemente de correo entre Trento y Roma, y las instrucciones del
Papa tenían influencia determinante en todas las decisiones. Todo mundo gritaba que el
concilio no podía estar en uso de su razón, pero nadie podía cambiarlo.
El obispo Dudith de Tina en Dalmácia, y otros más decían: “El Santo Espíritu,
que instruye a los Padres reunidos en Trento, cayó en la trampa romana.”
Los Santos Padres no se esforzaban excesivamente. Cada mes una sesión, caso
no habían vacaciones o fiestas que interrumpían las mismas, y si por mala suerte alguna
vez se llevaba a cabo una sesión, ésta solía perderse en habladurías inútiles.
Se disputaba con toda seriedad, que se merecen cuestiones tan importantes,
como los son el rango de los diputados, las vestimentas, sellos, etc. Luego se
preguntaba, ¿si se empezaría con la fe o con la reforma? Finalmente se decidieron por la
fe, visto que había algunos desubicados ¡que llegaron a manifestar que la reforma
debería empezar por la cabeza!
Los franceses, así como los alemanes, generalmente tan pasivos, perdieron la
paciencia. Un delegado imperial incluso llegó a afirmar que al Papa y sus delegados “se
habrían puesto al revés la herradura, para dar la impresión de que estaban caminando
hacia delante, cuando en realidad retrocedían.”
Cuando el pueblo, que, luego de tantas promesas, ansiaban por las decisiones
del concilio como los niños por la navidad, empezaba a insistir, delegados mediante,
recibían como respuesta, “que el dictamen aún no se encontraba listo”.
Cuando finalmente se concluyó el dictamen, todo el mundo se consideró
estafado, y se exaltó. Al cierre del concilio se levantó el cardinal de Guise y exclamó:
“¡Maldichos sean todos los paganos!” “¡Maldichos! ¡Maldichos! ¡Maldichos!”
prorrumpieron los Señores delegados en coro, y el “Santo Espíritu” en Roma se burlaba
a escondidas. Ciertamente no era el camino indicado para hacer volver a los protestantes
al regazo de la Iglesia, lo que había sido el objetivo principal del interminable concilio.
No hay necesidad de grandes capacidades proféticas para predecir que el
concilio que se pretende llevar a cabo este años (1868), tendrá desarrollo similar al de
Trento. El viejo que ahora carga la tiara carcomida (Pío XI), sufre la ilusión que estamos
en el año 1368, y obra en conformidad. Es una suerte que prácticamente no tiene
importancia lo que decida el concilio, visto que a nadie le importará, y que los días del
Gobernador de Dios están contados:
Haga tu cuenta con el Cielo, Gobernador
Tendrás que irte, tu reloj marcó las doce.
El concilio de Trento fue el último que se llevó a cabo, y sus decisiones son
hasta hoy día la Ley de la Iglesia Romana. Hume dice sobre el tema a la Reina Elisabeth
de Inglaterra: “El concilio de Trento es el único llevado a cabo en un siglo de incipiente
esclarecimiento y pesquisa; la ciencia tendrá que degenerar bruscamente, si la raza
humana vuelve a ser víctima de tal estafa”.
El escritor protestante Haidegger comparó al Papismo con una prostituta, que
se hace cada vez más descarada con cada día de profesión. Ciertamente ésta
comparación no es muy educada; pero cuando uno hojea las decisiones de Trento, uno
se ve obligado a coincidir con él. Todas las estupideces que se habían introducido
furtivamente en la Iglesia Cristiana fueron sancionadas solemnemente en el concilio, y a
todo desvío de las fórmulas de fe de Trento, esperaba “la pérdida de la salvación”.
Lo poco que se podía esperar del concilio era evidente, pues los Jesuitas se
apadrinaron de la misma, y aconsejaban al Espíritu Santo.
Éste concilio tuvo consecuencias grandiosas, y la más destructiva fue
probablemente que los Papas, que antes habían hecho constante oposición al poder
secular, a partir de ahí hicieron cosa común con él, a fin de paralizar las tendencias
visibles a la búsqueda de condiciones mejores, y de libertad política.
Pío IV, “expiró su alma por la parte del cuerpo por el cual la había recibido”.
Le siguió Pío V, antes supremo- inquisidor. A su elección habría manifestado: “como
monje esperaba ser salvo; como cardinal lo dudaba; y como Papa lo creo imposible”.
Éste Pío V., que tuvo una escuela apropiada como supremo- inquisidor, fue el
más sanguinario de todos los Papas. Sólo le movía una idea: Eliminación de los herejes.
Fue el maquinador del casamiento de sangre de París, las persecuciones horrendas en
Holanda bajo el Duque Alba, quien se yactaba de haber hecho ejecutar a 18.000
personas en seis años.
El motivo de la crueldad de éste Papa no era solamente su fanatismo religioso.
Por ejemplo mandó colgar da Nicolau Franco ¡debido a un inocente dístico, que hizo en
el recién contraído retrete en Latern (palacio del Papa)!:
Papa Pío V, teniendo compasión de las barrigas cargadas,
Construyó éste retrete, una noble obra.
Es la traducción de estas líneas que llevaron al poeta a la horca. El pobre
hombre gritó con razón: “¡Es demasiado castigo!” y aún en la escalera pensaba que se
trataba de una escenacíón, y preguntó: “¿Cómo, Nicolau a la horca?”
Cuando Pio, bajo horrendas dolores vesiculares exhaló su alma diabólica, hubo
manifestaciones generalizadas de alegría. Las prostitutas públicas, prácticamente
pensionadas durante su gobierno, se agruparon en júbilo al derredor de su cadáver, e
incluso el sultán turco organizó festejos de alegría por razón de su muerte.
Pero no puedo dejar de mencionar lo bueno de que se tiene noticia de éste
Papa, y tanto menos como es una rareza en la “Silla Apostólica”. Llevó una vida sin
lujos, de eremita, vestía un cinto de alambre con púas del ancho de una mano (llamado
Zizilium) sobre el cuerpo desnudo, y ninguna camisa. Su alimentación eran hortalizas y
su bebida agua.
Gregorio XIII siguió el camino del fanático odio anti- hereje de su antecesor, si
bien no sus valores morales. Le explicó al pícaro general jesuita Aquaviva, que sería
permitido a los protestantes, principalmente eruditos, príncipes y funcionarios
superiores, mediante gracia Papal especial, para el caso de que volviesen a la fe católica,
de negar la recién adquirida fe, y seguir en todas sus costumbres protestantes, o sea,
portarse antes como después como protestantes.
Luego de Gregorio, Sixto V (1585 – 1590) ocupó la Silla Papal. Su padre era
viticultor, su madre una criada, y él mismo, en su adolescencia, cuidaba a los chanchos.
Por ello bromeaba a menudo: “Soy de una noble casa; Sol, viento y lluvia tenían libre
acceso a la casa de mis padres.”
Su nombre fue Felice Peretti, y nació en el año 1521 en Grotta a Mare, cerca de
Montalvo en Anakona. Un franciscano, a quien le gustó el muchacho, lo quitó de los
chanchos, llevándolo al monasterio, y con ello, al pie de la escalera, que acabaría
dejándolo sobre la Silla Apostólica. – Ascendió meteóricamente. Papa Pío V le era
favorable, y lo hizo Cardinal de Montalvo; pero Gregorio no lo soportaba, y por ello
prefirió retirarse plenamente, y dar las apariencias de un franciscano de cuerpo y alma.
Jugó tan bien su papel, que todos los cardenales fueron engañados. Se mostraba
extremamente humilde, simple y corporalmente débil, aguantaba callado cuando se le
llamaba de “burro de la Mark”, pensando que, quien ríe por último, ríe mejor.
Los cardinales se vieron divididos en seis grupos a la hora de elegir al Papa, y
como ninguno de ellos quería ceder a las pretensiones de los otros grupos, la mayor
parte de los cardinales exclamó: “que sea Papa el burro de la Mark”. Apenas el
montaltense, que se movía en muletas, se percató que sumaba la mayoría de los votos,
cuando inmediatamente tiró las muletas y se empertigó como una vela, escupió hasta el
techo de la capilla, y empezó a cantar un Tedeum en voz de barítono, que hacía tremolar
las ventanas.
Uno se puede imaginar el susto de los cardinales. Cuando el maestro de
ceremonias preguntó al Papa, conforme la costumbre, si aceptaba el honor, éste
respondió: “Aún tendría fuerzas para soportar un segundo Papado”, y cuando uno de los
más soberbios cardinales lo felicitó por sus buenas apariencias, dijo, riéndose: “Si, si,
como cardinales buscábamos agachados las llaves del cielo; nosotros las encontramos y
miramos en pie hacia el cielo, visto que ya nada tenemos que buscar sobre la tierra.”
Uno de los cardinales, que siempre se había interesado por su persona, quería
arreglar su birrete, pero Montalvo lo rechazó con las palabras: “No simule tanta
familiaridad con el Papa.”
Cardinal Farnese, que nunca confió mucho en la persona que ahora se
trasformó en Papa, al cual siempre había llamado de tragador de Padre Nuestro, se
expresó ahora de ésta manera ante sus colegas: “Pensaban, haber hecho Papa a un tonto;
¡han hecho Papa a uno, que nos tratará a todos como tontos!” Pasquino apareció con un
plato lleno de escarbadientes.
Sixto V siguió su vida severa de monje también como Papa, y agarró con
energía las riendas del gobierno, hasta tanto manejadas al descuido. Primero trató de
librar al país de las bandas de ladrones, que se habían multiplicado bajo Gregorio XIII,
de tal manera que ya nadie estaba seguro de su vida. Quinientos criminales esperaban la
libertad al momento de su asunción; pero Sixto les mandó hacer el proceso, y las horcas
no se vaciaban. “Prefiero ver llenas a las horcas que a las cárceles”, solía decir.
Toda Roma se aterrorizó, pues su castigo alcanzaba tanto ricos como pobres,
cosa a la cual hasta ahora no se estaba acostumbrada. Conde Pepoli, quien había dado
protección a los bandidos, fue decapitado en Boloña, y la villa del prelado Cetrino el
Papa mandó echar a tierra, por haber sido un conocido aguantadero de bandidos.
“Perdono”, dijo, “lo que ocurrió bajo Montalto; pero como Sixto tengo que
echar ésta casa y poner una horca en su lugar.” Cesarion se hizo cartujo por temor.
Uno de los bargellos (policiales campestres) los cuáles en excesivas ocasiones
hacían cosa común con los bandidos, trató de esconderse cuando avistó a Sixto. Éste
mandó encadenarlo, libertándolo sólo bajo la condición de que dentro de ocho días
debería proporcionarle una cierta cantidad de cabezas de bandidos.
Sí, el Papa, en su cruel amor por la justicia llegó al punto de mandar revisar
viejos expedientes penales, a la búsqueda de criminales. A un tal Blaschi, que ya había
escapada a Florenza hace 36 años debido a un asesinato, mandó requerir y decapitar.
Su severidad le dio material más que suficiente a Pasquino. En cierta
oportunidad se veía retratado en la estatua la puente de los ángeles, con estatuas
antepuestas de los Apóstolos Pedro y Paulo. Pedro se encontraba vestido con botas y
tapado de viaje. Paulo expresaba su extrañeza, preguntando por el motivo de la
vestimenta, y Pedro respondió: “Quiero esconderme, pues hace 1500 años le corté la
oreja a Malchus.”
Sixto administraba su justicia con pasión extrema, y en cierta oportunidad,
luego de una ejecución, manifestó durante la cena: “Nunca tengo más apetito como
después de tal acto de justicia.” – Pasquino apareció otra vez con una fuente llena de
pequeños patíbulos, hachas etc., y dijo: “Éste caldo le dará apetito al Santo Padre.”
Las madres ahora empezaron a asustar a sus niños con el Papa, y cuando éste
aparecía en las calles, todos trataban de escabullirse. Clara señal, de que en Roma había
muchos bribones y otros personajes, que tenían motivos para temer el rigor del Papa.
No solo perseguía a bandidos, sino también a los comerciantes de carne humana, o los
alcahuetes, que acostumbraban a vender a cardinales y ricos libertinos sus mujeres e
hijas. A una prostituta famosa, Pignaccia, que sólo era llamada de princesa, mandó
asesinar, y hacer un bello hospital con su patrimonio.
Cuidó paternalmente de los pobres en tiempos de dificultades, y no sólo mandó
distribuir alimentos y bajar el precio de los mismos, sino también mandó construir
fábricas de seda y paños; obligaba a la nobleza a pagar sus deudas, lo que costaba
mucho a ésta.
Una característica loable en Sixto fue, que se recordó de regalos y favores
recibidos con anterioridad. A un zapatero pagó en cierta oportunidad sólo seis Paoli,
diciendo: “Lo demás le pagaré cuando sea Papa”. Ahora pagó su deuda con intereses,
entregándole al hijo del zapatero – un obispado. De la misma forma agradeció a un
prior, que le había prestado cuarenta años antes cuatro Skudi.
Tampoco se olvidaba de sus parientes, pero pese a estos gastos extraordinarios,
y los ingresos ahora perceptiblemente reducidos de la Silla Papal, llegó a depositar tres
millones de skudi en el tesoro papal, mientras otros Papas solían hacer deudas.
Sixto era dotado de inteligencia y picardía, pero era muy sensible ante la
picardía ajena. Pasquino, en cierta oportunidad secó su camisa en día domingo. – “¿Por
qué no esperas hasta el lunes?” “La seco antes que se venda el Sol”, y su camisa sin
lavar excusó diciendo: “El Papa hizo de mi lavandera, (su hermana Camilla) una
princesa.”
Estas burlas insultaron gravemente al Papa. Prometió mil ducados al autor de
estos versos, al mismo tiempo de garantizar la vida al último. Un pícaro pensó ganarse
él mismo ésta recompensa, y fue estúpido lo suficiente para denunciarse a sí mismo.
Sixto lo dejó con vida, como prometido, pero le mandó arrancar la lengua y cortar las
manos, luego le pagó los mil ducados prometidos.
Pese a algunas de sus buenas calidades, y su odio contra los jesuitas y contra el
tirano español Felipe II, siguió siendo un monje fanático, que creía de buena costumbre
hacer quemar a los herejes. El asesinato de Enrique III de Francia fue aprobado por Su
Santidad, y cuando la vengativa Reina Elisabeth de Inglaterra mandó ejecutar a Maria
Stuart, exclamó: “¡Feliz reina! ¡Una cabeza coronada a sus pies!”
Además supo reconocer el valor del rey Enrique IV y de la Reina Elisabeth
diciendo cierta vez: “Sólo conozco un hombre y una mujer dignos de la corona.”
Elisabeth lo supo, y bromeó: “Si alguna vez me caso, lo haré con Sixto.” Éste exclamó,
cuando se le informó de ello: “¡Seríamos capaces de Engendrar un Alejandro!”
Los jesuitas pretendían convencer a Sixto, a tomar a un jesuita como confesor,
pero éste alegó: “Sería mejor para la Iglesia, si los Jesuitas querrían confesar al Papa.”
Hizo mucho para embelezar a Roma, creando varias instituciones útiles. Bajo
su administración también se volvió a levantar el gran obelisco egipcio en la Piazza del
Popolo, que tiene dos inscripciones muy extrañas: “Cesar Augusto subyugó Egito y lo
dedicó al Sol” en uno de sus lados, y sobre el otro: “Sixto V Pontífice máximo dedica
éste obelisco, luego de la purificación, a la Cruz.”
Sixto V era demasiado severo para los conceptos de los cardinales y de los
romanos, y así no es de extrañar que prontamente empezara a enfermarse. Su médico
particular le sintió la nariz, pero éste se empertigó rabiado y exclamó: “¡Cómo! ¿Te
atreves a tocar la nariz de un Papa?” El pobre doctor se enfermó del susto.
En el año 1590 murió este último Papa temido. Podría haber vivido más
tiempo, posiblemente por el bien de la humanidad, pues empezó a disolver la mayoría
de las órdenes de monjes. Quizás murió debido a esta intención.
Los Romanos jubilaron al verse libre de éste carrasco, haciendo pública su
alegría al romper en pedazos la estatua del Papa que se encontraba sobre el capitolio.
Pasquino dijo: “Si alguna vez vuelvo a nombrar un monje como Papa, que eternamente
me quede el nabo en el trasero.”
El primer Papa del siglo XVII fue Paulo V, quien fue electo después de las más
complicadas intrigas en el conclave. Habría pretendido remedar a Sixto V, pero la
reforma había disminuido enormemente el prestigio de los Papas. Paulo quería mostrar
su poder en Venecia, pero al Senado de ésta República no le importaba el rayo de la
excomunión Papal, que ya había degenerado a un rayo de teatro.
El Papa se retozó, exigiendo obediencia ciega; pero el delegado savoyano le
esclareció sobre su punto de vista en relación a gobiernos y príncipes y le dijo
directamente: “La palabra obediencia es indecorosa, cuando se trata de un príncipe.
Todo el mundo consideraría razonable, si Vuestra Señoría utilizaría un poco de
moderación.
Los jesuitas trataban en vano a incitar al pueblo veneciano a la indignación,
para finalmente, junto con una multitud de otros monjes, abandonar la ciudad. El pueblo
envió detrás de ellos una serie de maldiciones. El senado principalmente se dedicó a
combatir los excesos de los sacerdotes con mucha energía; todos los sacerdotes le
obedecían, y no les afectaba el interdicto Papal. Sólo el vicario mayor del obispado de
Papua mandó responder al Senado por la prohibición del interdicto, que haría lo que
Dios le mandaría hacer, pero cuando se le respondió que Dios había sugerido al Senado
a que mandase colgar a cualquier desobediente, el corajudo cura se calmo rápidamente.
En esta lucha entre Venecia y el poder Papal brilló el monge Paul Sarpi,
también llamado padre Paolo, quien combatía con ágil pluma y habilidad las
usurpaciones papales. Los cardinales Gellarmin y Baronius martirizaban inútilmente su
inteligencia, tratando de combatir a Sarpi, aún cuando podían tenían a disposición todo
el armamento de mentiras Papales.
A fin de librarse del peligroso adversario, se resolvió asesinar a Sarpi. Una
noche (1607) fue atacado por dos bandidos, que le asentaron quince golpes de puñal.
Mientras los recibía el mártir de la verdad, exclamó: “¡Conozco la letra de la curia
Romana!”
Pero Sarpi no murió a causa de sus heridas, y la simpatía que le brindaron
todos los venecianos en su desgracia, le sirvieron de plena gratificación por lo que había
sufrido. Y como se conocía al “estilo de la curia romana”, Sarpi tuvo que andar
acompañado de un agente de seguridad cuando salía, y el médico que lo había curado,
fue nombrado caballero de la orden de San Marco.
Urbano VII, que murió en el año 1644, era un pequeño tirano, visto que le
faltaban fuerzas para ser uno grande. Odiaba de corazón a herejes de toda clase, y
trataba de todas las maneras atizar el fuego del fanatismo contra los mismos. Publicó la
bula demente, que comienza con In coena Domini, y en la cual todas las ramificaciones
de los herejes fueron maldecidos hasta el más profundo del infierno, “en nombre del
Dios Todopoderoso, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta bula está siendo
leída públicamente hasta los días de hoy, todos los años en jueves santos en todas las
Iglesias romanas.
Además éste amable Papa era lo que se puede llamar de “picapleitos”; trataba
cualquier insignificancia con total dedicación. Así prohibió bajo amenaza de pesado
castigo, que se masque, aspire o fume tabaco en las iglesias. Pero Inocencio XII,
posterior, fue más lejos, ¡al amenazar con excomulgar a cualquier persona que aspire
tabaco en la Iglesia de San Pedro! – Asimismo Urbano ordenó, que los señores del coro
de San Antonio – no se hagan mas cosquillas en broma, y que, para la fiesta de San
Marco – ya no se deje entrar a los bueyes en la iglesia. Entretanto entran tantos bueyes
más en los demás días de fiesta, pues ordenó que, además de los 52 domingos también
se festeje otros 34 días de fiesta, bajo sanción de pecado capital.
Juntó 20 millones de Skudi, pero que en su mayoría fueron distribuidos entre
sus familiares y parientes, legando a la posteridad una deuda de 8 millones.
Inocencio X fue un Papa miserable, que se dejó manejar al antojo por Donna
Olympia, la viuda de su hermano, y su amante. Esta mujer impúdica gobernó a la
Iglesia cristiana y negociaba abiertamente cargos y prebendas. Al sólo objeto de hacerse
de dinero, secularizó dos mil conventos, o sea, los cerró e incautó sus bienes. Aún en los
últimos diez días antes de la muerte del Papa habría desviado medio millón de scudi.
Cuando cierta vez perdió una suma de importancia en el juego, habría dicho
entre risas: “Si no son más que los pecados de los alemanes.” Expresión similar se
atribuye a Alejandro VI.
El Papa protestó contra la Paz de Westfalia, que volvió a darle la paz al mundo
luego de 30 años de guerra, porque acorde a la misma, diez fundaciones serían
secularizadas. Inclusive Austria se escandalizó ante tal infamia, y la bula, que el Nuncio
Apostólico mandó encolar en todas las iglesias austriacas fueron arrancadas, y el dueño
de la gráfica en la cual había sido impresa, fue encarcelado y castigado con multa de
1000 Táler.
Inclusive el Emperador Fernando, santurrón como era, dijo al Nuncio Melzi:
“El Papa no tiene nada a reclamar; En el reino las cosas van arriba y abajo, mientras él
se deja acariciar por Olimpia.”
El último Papa del siglo XVII fue Inocencio XII, un hombre, que, comparado
con los demás Papas puede ser llamado de relativamente sensato. Vivió la alegría de
verle al Príncipe del país en el cual había comenzado la reforma, volver al regazo de la
Iglesia Católica, “única salvadora”, o sea, Frederico Augusto, príncipe elector de
Sajonia, quien se vio obligado a hacerlo para ser nombrado Rey de Polonia, y el cual, al
igual que el Rey Henrique IV de Francia pensó, “que una corona de Rey vale una misa”.
En su íntimo Frederico Augusto no era católico romano, o sea, era liberal en
cuanto se refería a cuestiones religiosas. Como príncipe tuvo relaciones frecuentes e
Viena con el posterior Emperador José I. Éste se quejaba por que le había aparecido un
fantasma en su castillo, que le había advertido para cuidarse de las herejías,
amenazándolo con volver en tres días caso no cambiase de actitud.
El príncipe sajón le pidió a José, autorización para dormir en su habitación,
pues tenía interés particular en conocerle más de cerca al fantasma. Y efectivamente éste
volvió a aparecer, pero Frederico Augusto lo agarró con tal fuerza, que el fantasma en su
temor empezó a gemir: “¡Jesús, Maria, José!” El Príncipe tiró al fantasma por la
ventana, y, sorpresa, ¡era el Señor Reverendo, el Confesor!
Poco más se puede decir de los Papas del siglo XVIII, a no ser que
mayormente se sometían a los deseos de los jesuitas, al mismo tiempo de que trataban
de recuperar sus poderes muy menguados, por caminos rastreros, tratando de socavar el
fundamento del Estado mediante los jesuitas, los topos de la corte, pero los cuáles sólo
acompañaban a los intereses de los Papas, mientras coincidían con los suyos.
En general ahora incluso los Santos Padres empezaban a hacerse más
humanizados; esto quiere decir que las desviaciones animalescas con las cuales se había
ensuciado la Corte Papal, se empezaban a practicar más en secreto, visto que ya se tenía
más motivos para temer el escándalo público. Antiguamente a Roma no le preocupaba
la opinión pública, pero finalmente la reforma enseñó, que no se podía hacerlo sin
castigo, y que incluso a los Vice- Dioses ya no estaba permitido vivir como los
chanchos.
Benedicto XIV (1740 – 1758) fue el Papa más erudito y humorístico, que había
sentado hasta entonces en la supuesta Silla de San Pedro. Evidentemente, debido a su
posición estaba obligado a apoyar y defender las viejas autoarrogaciones de los Papas,
principalmente aquellas que producían dinero; pero hasta donde estaba en sus manos,
trató de amenizar y conciliar.
Sólo contaré dos anécdotas que lo caracterizan bastante bien como persona.
Luego de haberle mostrado todas las singularidades del Vaticano al Duque de
York, o sea, a un hereje, lo abrazó y dijo: “Ya sé que no le importa mi absolución, pero
la bendición de un hombre viejo no le hará daño.”
Un viejo capitán del mar, de nombre Mirabeu, se presentó con sus oficiales
ante el Papa. Los jóvenes no pudieron contener la risa ante la ceremoniosa etiqueta. El
capitán balbuceó algunas palabras de disculpas, pero Benedicto lo interrumpió:
“Tranquilícese usted, pues, si bien soy Papa, no está en mi poder impedir la risa a los
Franceses.”
Clemente XIII (1758 – 1768) fue nuevamente un fanático. No podía olvidarse
de los tiempos en los cuales los emperadores se arrastraban sobre rodillas ante los
Papas, y en los cuales todos los pueblos se dejaban descuartizados vivos. Todas las auto
arrogaciones Papales, inclusive aquellas que fueron condenadas por este motivo, para él
eran instituciones santificadas para la conservación de la Iglesia; le eran religión y
cuestión divina.
Esperaba toda salvación de los Jesuitas, y los aglomeraba al derredor de su
trono. Lo que dio a Pasquino suficientes motivos para la burla: Cierta vez el sátiro de
piedra romano se expresó así: “He plantado un viñedo, en la esperanza de que cosechar
uvas, pero coseché sardinas. Clemente puso precio a la cabeza del burlón; en la misma
mañana Pasquino respondió: “¡Es el Profeta Jeremías!”
Al mismo tiempo el Papa vivió la desgracia, de que el tan piadoso Portugal, sí,
incluso Francia, le mandaron a los Jesuitas a su padre, o sea, al diablo, declarándolos
“enemigos del poder secular, de todos los soberanos, y de la paz pública”.
Pero Clemente no entró en razón; volvió a confirmar a los Jesuitas, pero sin
suerte. Su bula respectiva fue quemada en Francia a la mano de un carrasco, y su
publicación prohibida en Portugal bajo amenaza de ejecución. España, tan santurrona,
incluso tomó un paso más decisivo. Todos los Jesuitas del país fueron alzados en
carrozas durante una linda mañana de primavera, - y trasportados al Estado de la Iglesia.
En fin, por todos los lados empezó la cacería contra estos insectos peligrosos. El Papa,
devorado a la medias por éstos vampiros negros, - ¿a los cuáles ahora tuvo que
alimentar!, - llevó las cosas a tal punto que le dio ganas a Francia a tomarle
personalmente por el cuello al Testarudo de Roma; pero la muerte lo salvó de éste
destino.
Su sucesor, Clemente XIV, finalmente se vio obligado a dar oídos a las voces
de protesta generalizadas. En fecha 21 de julio de 1773 se suprimió a la Orden Jesuítica.
El acto causó júbilo inmenso y generalizado en Europa. Clemente, al firmar la
respectiva bula, dijo: “Este acto me costará la vida.” Conocía su gente. Murió de la
pócima Jesuita. Un poderoso de Viena preguntó inocentemente a un ex- Jesuita:
“¿Clemente está muerto, cierto, lo han perdonado? – “¡Si, así como perdonamos a todos
los culpados!” respondió con semblante tierno el digno discípulo de Loyola.
Clemente XIV fue el mejor entre 200 Papas. Ocupó la “Silla de Pedro” desde
1768 a 1774, y ya que deben existir Papas, yo querría que aún continuase ocupándola.
Con placer cuento la historia de la vida de éste hombre, y siento no poder seguir con
ella hasta el final de ésta obra.
Su nombre auténtico era Ganganelli. Escaló, debido a sus virtudes, hasta los
más altos honores clericales, y cuando, sin buscarlo, se hizo Papa, continuó siendo
persona tan sencilla como lo fue en sus tiempos de monje. Su almuerzo era simples
como de un campesino, y cuando los cocineros de la Corte se lamentaban de esta
sencillez, dijo: “Quédense con su sueldo, pero no me exijan que pierda la salud a causa
de su arte.”
Todos los Papas trataban de enriquecer a sus “népotas” – o sea, a sus primos -,
pero él se ocupó del bienestar de sus vasallos. Cuando se le preguntó, “si no se debía
enviar noticia por correo a su familia de su elección como Papa”, respondió: “Mi
familia son los pobres, y éstos no acostumbran recibir noticias por un correo.”
Ganganelli fue una persona de primera categoría en todos los sentidos, una de
las pocas excepciones del antiguo adagio, “de que todos y cualquiera se transfigura al
momento de hacerse Papa”. De su poder Papal, hasta donde le fue posible, sólo hizo uso
caritativo, y su filantropía y beneficencia eran ilimitadas.
Dos soldados fueron condenados a la muerte, y finalmente uno de ellos fue
condonado. Ahora se les obligó a jugar los dados por la vida, pero el Papa no lo
permitió, sino que perdonó a ambos, diciendo: “Si fui yo que prohibí el juego de azar.”
– Un Lord inglés se vio tan maravillado por el Papa, que exclamó: “Si le estaba
permitido casar al Papa, le daría mi hija.”
Luego que Clemente haya investigado cuidadosamente la cuestión de los
Jesuitas por tres años, suscribió la famosa Bula: Dominus ac redemptor (las bulas
siempre son denominadas acorde a sus primeras letras), por la cual se había suprimido
la orden jesuítica, y con ello, como bien lo sabía, su sentencia de muerte. Ya en la
semana santa de 1774 el veneno empezó a destruir el cuerpo de este buen hombre. No
había remedio que lo pudiera curar. Murió el 22 de septiembre. El cuerpo se vio tan
destruido por el veneno, que siquiera el acto de embalsar sirvió para nada. Perdió los
cabellos, y la piel se separaba de la cabeza, de manera que la misma tuvo que ser
cubierta con una máscara para el velorio.
Aún me falta decir de éste Papa, que consideró inapropiado la blasfemia contra
los herejes que se practicaba a cada jueves santo, y que por ello levantó la bula antes
citada “In coena Domini”. Protegió a todos los hombres de valor, ya hayan sido
protestantes o católicos. Consideraba la inquisición una aberración, y aún antes de haber
sido Papa, libertó a muchos de sus garras.
El agradecido locador de habitación del Papa, Giorgi, le sentó un memorial
elaborado por el famoso escultor Canova, pero uno muchísimo más espléndido e
indestructible sentó Clemente XIV personalmente con su propia vida en la historia.
Después de una violenta disputa en el conclave, los Jesuitas impusieron su
voluntad, nombrando Papa a uno de sus amigos, de nombre Braschi, como Pio VI (1775
– 1799). Era ignorante, astuto, intolerante, soberbio, orgulloso, libertino, terco,
codicioso, despótico, colérico, ladrón, presumido, y vanidoso. – Una bella galería de
pésimas virtudes; pero en compensación, la lista de las buenas es tanto menor, de
manera que apenas vale la pena citarlas: Era un buen comediante y un bello, viejo
Señor; estas son todas sus virtudes.
Tal persona efectivamente no era indicada para dar sostén al Papismo
tambaleante. Se desprendía y perdía un pedazo tras el otro del mismo, y una buena parte
de esta degradación agradecemos a la obra de un alemán, el obispo auxiliar de Trier, J.
R. de Hontheim. Trataba “sobre la situación de la Iglesia, y del legítimo poder del
Papa”, y en ella demostraba, que la situación de la Iglesia es deplorable, y el poder del
Papa usurpado.
Éste libro espléndido, obra de veintitrés años de aplicación, traducido a varios
idiomas, causó daño inmenso al Papado, siendo el punto de partida para varios escritos
parecidos. Mientas tanto Hontheim, de ochenta años, fue obligado mediante diversas
torturas a retractarse; lo hizo para tener paz en su edad avanzada; pero esto en nada
perjudica las pruebas contenidas en su libro; nadie las pudo contestar.
El Emperador José II hizo pocas ceremonias con el Papa y los curas. Cerró
muchos monasterios, creyendo más razonable mantener el dinero de su población
dentro del país, en vez de remitirlo a Roma. Los jugosos giros de Viena se hacían
esperar, y como Pío VI no podía carecer de ellos, resolvió viajar a la citada capital, a
efectos de deshacer el atascamiento. Si bien el Emperador le manó decir, “que
prontamente viajaría a Roma, para pedir el consejo de Su Santidad” – Pío hacía que no
entendía el mensaje.
Los vienenses se exasperaron ante la presencia del Papa en la ciudad. Desde el
concilio de Constanza no apareció más Papa en Alemania, ¡y ahora inclusive llegó a
Viena! Y además uno que era excelente comediante. Las damas quedaron alocadas por
la diversión, y se apiñaban para besar las zapatillas de Su Santidad, expuestas en la
antesala.
El emperador José se encogió de hombros frente al entusiasmo de sus
vienenses, le hizo todos los honores al Papa, pero destruyendo totalmente el objetivo del
viaje del mismo. Pues cuando Pío trató de tocar el tema por el cuál vino, José le pidió
que lo ponga todo por escrito, pues nada entendía de teología, remitiéndolo al canciller
de estado Kaunitz.
Ahora el Papa esperó por lo menos por la visita de éste Ministro; pero esperó
en vano, y el Santo Padre tuvo que decidirse en comparecer personalmente, bajo la
excusa de apreciar sus obras de arte. Pío le pasó la mano al canciller para el beso, pero
éste se limitó a tomarla en un cordial saludo, lo que dejó al Santo Padre completamente
perplejo. Lo quedó aún más, cuando Kaunitz lo empujaba de un lado a otro, sin
cualquier ceremonia, frente a sus hermosos cuadros, “a fin de que encuentre el mejor
punto de vista”. Pero esto no acababa de lograr Pío en Viena, y el millón de Skudi, que
le costó el viaje, se fue al tacho.
El Emperador le regaló al Papa una bella carruaje vienense de viaje – ¡quizás
otra señal diplomática! – y una cruz de diamantes, al valor de 200.000 florines, como
premio de consolación por la herida sufrido en su Honor Papal.
A la vuelta del viaje Pío pasó por Munique, donde se olvidó de las
humillaciones sufridas. Llamó a la ciudad “la Roma alemana”, un nombre que no le
envidian las demás urbes alemanas.
“Aún trato de convencer mi pueblo, que puede permanecer católico, sin hacerse
romano”, dijo uno de los mejores emperadores una vez en Azura. ¡Pobre emperador!
Tuvo la misma suerte que su antecesor Frederico II de Hohenstaufen; el estúpido
populacho lo abandonó.
Pío experimentó no solamente un Emperador renegado de Austria, sino
también vivió la grande revolución, que limpió la casa de los curas. En 1798 Berthier
entró en Roma, y los nuevos republicanos romanos cantaban:
Non abbiamo Pazienza,
non vogliamo Erninenza,
non vogliamo Santita,
ma - Egualianza e Liberta.
(No tenemos paciencia, no queremos eminencia, ninguna santidad, sino
libertad e igualdad.)
Se había especulado que el Santo Padre, de edad ya avanzada, tomase
rápidamente el camino al cielo, por disgusto; pero como no daba ninguna señal de ello,
los republicanos urdieron una manera para quitarlo por lo menos de Roma. El general
Ceroni se fue junto a él y le dijo: “¡Sumo Sacerdote! El gobierno tiene fin; el pueblo
tomó su propia soberanía.”
Luego se le quitó al Papa sus alhajas e incluso su anillo, exigiéndole que vista
al emblema tricolor. Pero el viejo Pío se negó, diciendo: “Mi uniforme es el uniforme de
la Iglesia.” Visto que nada había que hacer con el viejo, se lo alzó a un carruaje,
llevándolo bajo escolta segura a Siena, y finalmente a Florenza, hasta la allí instalada
cartuja.
Los piadosos católicos lo apoyaron con abundancia, y el viejo hombre
humillado habría expirado tranquilamente su vida en este lugar; pero esto no le fue
concedido. Luego que su népota (primo) le causó el disguusto de escaparse con el resto
de sus bienes, los republicanos lo obligaron a viajar a Francia, ante la presencia del
enemigo.
Pío estaba enfermo, y le mostró a los médicos sus pies hinchados, y con
abolladuras, con las palabras de Pilatos: ¡Ecce Homo! Pero aquello que el pueblo tuvo
que aguantar por tanto tiempo en la mano de Papas y Príncipes, hizo que los corazones
de los republicanos se hiciesen insensibles ante el sufrimiento del viejo Papa. Tenían
que vengar la opresión de siglos y la sangre de millones, derramado por los Papas “por
la fe”. Y Pío tuvo que emprender viaje, pasando los Alpes, surcando hielo y nieve,
mayormente de noche, para impedir agolpamiento de católicos, hasta llegar a Valencia a
la Rhone.
Nosotros alemanes somos idiotas de corazón derretido, y los sufrimientos de un
viejo y enfermo, humillado enemigo, aún cuando rabioso, nos causan lástima. Me pasa
lo mismo, y a fin de no hacerme sentimental, me obligo a recordar al Emperador alemán
Henrique IV, como, enfermo de cuerpo y alma, cruzó los Alpes en el más duro invierno,
con nieve y hielo, para humillarse ante un Papa en el patio del castillo de Canossa, casi
desnudo; veo las víctimas de la inquisición contorciéndose en el palo de la tortura – y
me alegra que la sed de venganza no haya caído por mala suerte sobre un Papa bueno,
sino que le alcanzó a uno libertino.
Pío cargó sus sufrimientos como un hombre, y no habría sido justo dejar de
reconocerlo. Se pretendía llevarlo desde Valence, más adelante hasta Dijon, cuando
murió en 29 de Agosto de 1799. No dejó nada sino un pequeño guardarropa, al valor de
50 Livres, declarado patrimonio nacional por la Maire. – Las revoluciones a menudo
hieren a las personas en particular; pero con más frecuencia causan un bien a la
humanidad. – ¿Dónde estaríamos sin 1848?
Pío había intentado eternizarse mediante varios edificios insulsos, a los cuales
siempre hizo tallar su nombre y su escudo, asimismo pretendió secar los pantanos de
Pontinio, si bien sin suceso. Con ello perdió sumas inmensas de dinero, además de que
el intento le rindió el mote de Il Seccatore, lo que significa secador, pero al mismo
tiempo una persona extremadamente incómoda.
A la muerte de Pío, Pasquino tuvo mucho que hacer. Respondió a la pregunta:
“¿Cómo se encontró el cadáver del Santo Padre?”- En la cabeza estaban sus népotas, en
el estómago la orden clerical de José, y en los pies los pantanos de Pontino.
Quién habría pensado jamás, que Francia, que creó hace mil años el poder del
Papa, alguna vez habría de poner bajo pensión al Vice- Dios. Pero el tiempo de los
milagros había vuelto, sólo que el hacedor de milagros no fue ningún santo, sino
Napoleón I.
El gran Bonaparte traicionó a la libertad, y era mezquino lo suficiente como
para pretender ser emperador, y esto sólo era posible, mientras promoviese la estupidez
de la humanidad, y para ello necesitaba nuevamente de un Papa; pues curas y déspotas
se necesitan el uno al otro como el mango y el martillo.
El nuevo Papa Pío VII le ungió a Napoleón. Pasquino no pudo cerrar su boca;
respondió a la pregunta; “Por qué está tan caro el aceite” – “Por que se ha ungido tantos
reyes, y cocinados tantas repúblicas.”
Temblando y temiendo Pío se fue a Francia, pero los leones salvajes de la
República ya se hicieron nuevamente tiernas ovejas de la Iglesia, y el mismo Papa
declaró: “Cuento con ser recibido como hombre honesto, pero no como Papa.”
Pero los parisienses eran – parisienses filtrados por el impulso de la
Revolución. El cortejo de coronación no era para ellos un espectáculo santo, sino una
farsa, y cuando Pío VII impartió su bendición, los burlones gritaron: ¡bis! ¡bis!
Especial motivo de mofa era el burro, sobre el cuál el portaestandarte con la
cruz le precedía al Papa en su carruaje Papal: “¡Pues, miren la caballería Papal! ¿Y, el
burro apostólico: el santo burro, el burro de la Virgen!” y se escucharon resonantes
carcajadas frente a la Catedral de Notre-Dame.
El Rey le hizo esperar al Papa durante una hora en la Iglesia, y luego se puso él
mismo la corona, con su esposa. Pío VII tuvo que limitarse a desempeñar un papel
subalterno de figurante.
Con cólera en el corazón, el Santo Padre volvió a Roma. Quizás la burla de los
parisienses lo enloqueció un poco. Empezó a equivocarse en el calendario, pensando
vivir ocho siglos antes, pues pensaba seriamente en disponer nuevamente la someter al
Papismo a todos los príncipes e iglesias. Le tomó la fiebre Papal.
Mientras tanto, Napoleón había logrado lo que pretendía, y el Papa ya le tenía
sin cuidados. El 2 de Febrero de 1808 el General Miollis ocupó Roma. Pío fue en su
encuentro, y preguntó: “¿Eres católico?” – “Si, Santo Padre”, balbució el General,
completamente turbado. Pío le dio la bendición en silencio y volvió a su gabinete.
Aún que nos quedamos a reír sobre las usurpaciones del Papa, tenemos que
confesar que desempeñó bien su función frente al todopoderoso Emperador. El pueblo
romano se mostró tan irritado contra los franceses ante el duro trato, que asignaron a
cardinales e incluso al Papa, que a éste no habría quedado difícil armar una segunda
víspera siciliana. Que haya tenido voluntad para ello, se puede imaginar; pero la cosa
era un poco riesgosa, y Pío resolvió hacer buena cara frente a la situación.
Pero Napoleón pretendía tenerlo en Francia bajo vigilancia directa. Una noche
los soldados invadieron el Vaticano, y el Santo Padre fue bajado por la ventan en una
silla, y llevado a Francia. Aquí el vice- Dios no vivía como “el bondadoso Dios en
Francia” sino retirado y humildemente, limitándose a protestas contra el abuso de poder.
No cedió una sola pulgada ante el Emperador, y esto es valentía. En una entrevista
particular, que había sido espiada casualmente, le llamó a Napoleón, con desdén de
“¡Comediante!”, lo que le encolerizó a tal punto a Napoleón, que, para descargar su ira,
tiró un precioso vaso de porcelana al piso.
Cuando Napoleón fue exilado a Elba, Pío VII (en mayo 1814) volvió a Roma, y
se portó como un verdadero Papa. Había visto, cómo el poder volvió nuevamente, de las
manos del clero a las manos seculares. No había como recuperarla a la fuerza, para ello
se sentía impotente, pero había otros medios, ocultos, secretos, y la humanidad seguía
estúpida.
Su primer acto fue, restablecer la orden jesuítica (7 de Agosto de 1814). Se
siguió la resurrección de las demás órdenes religiosas, como también de la Bula In
coena Domini, que maldice a todos los herejes. Sí, incluso la inquisición y la tortura
volvieron a ser practicadas, y utilizada contra unos cuantos carbonari infelices. Todos
los disparates de los siglos anteriores fueron restablecidos. Pío abrió el depósito de la
basura Papal, cerrada hace años, y de ella volaban lechuzas y murciélagos medioevales.
– Procesiones, peregrinajes, imágenes de santos, y como más se llaman los aparatos de
simulación, volvieron a su antiguo valor; la nueva luz debía ser extinguida a la fuerza.
Pío VII cayó sobre el piso de mármol de su habitación, se rompió un muslo, y
murió el 20 de Agosto de 1823, a la edad de 81 años.
Su recuerdo aún debe ser más odiada a cada amigo que la de cualquier otro
Papa del medioevo antiguo, por que Pío vivió en el siglo diecinueve, volviendo a soltar
a los bichos romanos sobre la tierra, por codicia y despotismo, sin importarse de la
desdicha que con ello causaba; al igual que aquél muchachote, del cuál relatan los
periódicos, que prendía fuego a los galpones, para hacerse de los clavos y venderlos.
León XII, quien lo sustituyó, era un vividor alegre, del cuál mucha dama
alemana puede relatar sus acedotas. Asimismo era cazador fanático, o sea, un sujeto
bien divertido. Pasquino opinó: “Si el Papa es cazador, los cardinales son los perros, las
Provincias los campos de caza, y los súbditos la caza.” – ¡Ah, buen Pasquino, los
súbditos siempre fueron la caza, y esto sólo cambiará, cuando se hagan efectivamente
salvajes!8
Cuando León se hizo Papa – ¡pues se hizo Papa otra vez! Proclamó un jubileo
para el año 1825, invitando a los piadosos, para “mamar la leche de la fe directamente
de los pechos de la Iglesia Romana”. ¡Bon appetit!
Este León fue un tal – Papa, que llegó a prohibir la vacunación contra la viruela
como siendo impía, ¡porque se mezclaba el pus del animal con la sangre humana! –
Ante Papas anteriores incluso se había permitido la sodomía con animales por dinero, ¡y
los Papas se arrogan la calidad de infalibles! León siguió las huellas de su antecesor, y
la Iglesia, respaldada por los gobiernos, y principalmente por el gobierno austriaco, con
amor despótico, se recuperaba siempre más del golpe que le había asentado la
revolución. En el año 1827 el Estado Mayor Papal estaba compuesto de 55 cardinales,
10 nuncios, 118 arzobispos y 642 obispos. El ejército de los sacerdotes comunes,
monjes y jesuitas no lo puedo evaluar.
León murió en 1829, y le siguió Pío VIII, que murió a su vez el 30 de
Noviembre de 1830, luego de haber promovido al oscurantismo con todas sus fuerzas.
Quien duda de ello, pues que lea el edicto general del santo oficio del 14 de Mayo de
1829, en el cual, en conformidad con la santa obediencia, y bajo sanción de la exclusión
y del destierro entre otros castigos, que ya habían sido dictadas por los santos decretos,
constituciones y bulas de los Papas, a todos aquellos sujetos a la jurisdicción del
Inquisidor General, se dispone: “que dentro del plazo de un mes deberán denunciar
judicialmente a todo lo que se sabe y llegan a saber, con respecto a todos y cada uno de
aquellos que son sospechosos de la herejía o de ser herejes, o hayan sido infectados por
aquellos, o sean sus patrocinantes o adeptos – que se hayan alejado de la fe católica -,
que se han opuesto a las decisiones de la Santa Inquisición, o se oponen a ellas, que, o
personalmente o también mediante otros, de la forma que fuere, hayan ofendido, o
ofenden, o hayan amenazado a ofender a un sirviente, acusador, un testigo durante un
Santo Juicio, en su persona, honor o prerrogativas -, que, en su propio domicilio, o en
el de otros, poseen o hayan poseído libros de autores herejes, escritos que contienen
herejías o objetos religiosos sin la autorización de la Santa Silla.”, etc., etc.
El 2 de Febrero de 1831 el Cardinal Mauro Capellari subió a la Silla Papal bajo
el nombre de Gregorio XVI. En realidad se llamaba Bartolommeo Alberti Capellari,
nacido en 1765 en Belluno, en la República Veneciana. En el año 1783 entró en la orden
de los Kamaldulenses con el nombre de Mauro, y luego de hacerse abad en el año 1801,
y General en 1823 de su orden, se le hizo cardenal en el año 1826.
El descontentamente en el Estado Clerical era grande, y poco después de haber
ocupado la Silla Papal se iniciaron insurrecciones, pero que pudieron ser reprimidas
bajo apoyo de tropas austriacas y francesas. En vez de alivianar el yugo que pesaba
sobre sus infelices súbditos, como había prometido, aún tensó más las riendas de su
gobierno, siguiendo el consejo de sus cardinales, y cualquier libre expresión dentro del
Estado Clerical estaba siendo castigada con más rigor que incluso en Austria o Prusia
durante el mismo tiempo.
Ya bajo Pío VIII se le había obligado a Gregorio XIV a realizar negociaciones
políticas, y principalmente presidía aquellas que se llevaban a cabo en Prusia por
motivo de los matrimonios mixtos. Como Papa entró en conflicto con todos los
gobiernos, pues trataba de restituir el poder sacerdotal en su antiguo esplendor. Todas
8
Aquí el autor utiliza un juego de palabras donde “Wild” significa al mismo tiempo caza y “wild”,
significq salvaje. N. del traductor.
las auto arrogaciones de los Papas y de su jerarquía estaban siendo apoyados con
obstinación, todo lo que se oponía a él, era combatido, y se fomentaba todas las
instalaciones e instituciones, que habían servido desde hace siglos de respaldo de estas
aspiraciones. Las ciencias fueron reprimidas, los jesuitas fomentados, y se construyó y
reformó monasterios.
Entró en disputa con España y Portugal, asimismo con Prusia a causa de los
Arzobispos Droste de Vischering y Dunin; asimismo con Rusia, como con Suiza debido
al cierre de los monasterios de Aargau.
Murió el 1º de Junio de 1846, y el mundo se deleitó al verse libre de un
hombre, cuya única aspiración fue la de hacer retroceder el reloj del mundo, mientras
fermentaba el progreso en todas las partes.
Se eligió sucesor a Pío XI, del cual se esperaba que fuese el último auténtico
Papa. Su nombre fue Giovanni Maria Conde Mastari-Ferretti. Nació el 13 e Mayo de
1792 en Sinigaglia. Se hizo joven aplomado, muy querido entre las damas, cuando
resolvió ingresar en la guardia Papal; pero no pudo ser admitido, porque sufría de
epilepsia. Por ello decidió tomar la carrera sacerdotal, empezando con estudiar la inútil
ciencia denominada teología, pero que tiene la ventaja relativa, de que puede llevar a
altos honores y altas funciones.
Pero un sacerdote Católico Romano no puede sufrir de achaques corporales, y
la Iglesia tiene buenos motivos para ello, de manera que el joven Conde Ferretti habría
sido rechazado igualmente debido a sus ataques epilépticos, si no hubiesen intervenido
los Cielos con un milagro. Un sacerdote de Loreto, de nombre Strambi, lo curó del
monstruoso mal mediante magnetismo, o sea, mediante imposición de manos – una
fuerza, de la cuál disponen, y es utilizada asimismo muchos herejes.
Como ahora ya no había empiecillo alguno para su coronamiento como
sacerdote, fue ordenado sacerdote en Roma en el año 1823, siendo enviado a Chile en
América del Sur. De allí volvió al cabo de dos años, se hizo arzobispo de Spoleto en
1827, obispo de Ímola en 1833 y Cardinal en 1840. El 16 de Junio de 1846 se lo eligió
Papa, siendo coronado como Pío IX el 21 de Junio.
Raras veces un Papa asumió gobierno bajo tan buenas circunstancias, pues la
severidad de su antecesor dejaba parecer cualquier reglamentación reconciliadora
doblemente preciosa. Como Pío IX era apacible, y bastante liberal, considerada su
posición de Papa, los italianos le respondieron con un amor que se aproximaba al
entusiasmo. Pero se esperaba más de él de lo que podía o quería proporcionar en su
posición de Papa, y las decisiones que esperaba de él el partido revolucionario
ultrapasaban este límite.
Empezó el año 1848; también el Papa se vio obligado a ceder ante el remolino,
y firmar la constitución del marzo de 1848, si bien no sin oposición. Pero el gobierno
constitucional era cosa a la cual los Papas no se podían acostumbrar, y para limitar a sus
fronteras al espíritu invocado por la revolución, él nombró ministro al Conde Pelegrino
de Rossi, quién quedó encargado de mantener al pueblo bajo control mediante medidas
severas. Esto no era posible en el año 1848, y las consecuencias fueron levantamientos
en Roma y el asesinato del ministro antipático. Crecía el descontentamente, y el
populacho, dirigido por una comisión popular, se presentó ante el Quirinal, para exponer
sus reclamos. El Papa “no pretendía ser influenciado”, pero cuando se lo confrontó con
el derecho “canónico” – o sea, con cañones metálicos – tuvo que ceder y nombrar un
Ministerio democrático, a cuya cabeza se puso al Conde Mamiani della Rovere. Pero
como Pío se vio despojado de todo poder, encontró aconsejable huir de Roma
disfrazado de abad, bajo la protección del enviado de Bavaria, conde Spaur, el 24 de
Noviembre de 1848, y ponerse bajo la protección del Rey de Nápoles en Gaêta. Como
consecuencia Roma fue declarado República.
La historia política de Roma está fuera del propósito de este escrito, que tiene
menos a ver con el príncipe del Estado Canónico que con la cabeza de la cristiandad
Católica Romana. Que el mismo era al mismo tiempo príncipe secular, y como tal
metido en negociados políticos, es circunstancia lamentada inclusive por los católicos,
visto que menguaba la dignidad de la cabeza de la Iglesia. Como su calidad de príncipe
seguía siendo mantenida artificialmente bajo la protección de las bayonetas francesas, es
conocido, como también la esperanza, de que, al término de ésta protección, el Papa sea
redimido de sus preocupaciones seculares de gobierno.
Cuán cargada de conmociones y triste era la carrera del Papa Pío IX como
príncipe, tan favorables fueron sus éxitos como cabeza de la Iglesia. Siguió las huellas
de su antecesor, pero de manera más brusca que éste. Consiguió cerrar acuerdos con
casi todos los poderosos, por los cuáles se restauró el poder y el respeto a la Iglesia
Romana. Especialmente llena de suceso fueron sus esfuerzos en relación a Francia y
Austria, donde la Iglesia recuperó toda su influencia perniciosa sobre las escuelas.
Los príncipes, asustados por los sucesos del año 1848, creyeron necesario
volver a apoyar la influencia estupidificadora y esclavizante de la Iglesia sobre el
pueblo, para apoyo de sus propias aspiraciones despóticas, mientras en otras partes la
Iglesia Católica, principalmente en Alemania, trataba de liberarse de la influencia
secular. A este efecto se creó los “círculos de Pío”, siendo el primero creado en 1848 en
Mainz, y cuyo número creció rápidamente, de tal manera que ya en octubre del mismo
año se llevó a cabo una convención general en la cual participaron 83 de estas
asociaciones. De estas asociaciones surgieron otras tantas bajo distintas
denominaciones, todas ellas buscando la resurrección del Esplendor Romano de manera
envolvente y práctica.
El objetivo oficial de éstas organizaciones es, buscar mediante todos los medios
legales, apoyar la libertad del culto y de la fe romana, y educar al efecto del respeto al
derecho divino y de la Iglesia; por relaciones ilimitadas entre obispos y congregaciones,
y entre ambas y el Papa; por la remediación de las situaciones de emergencia, y por la
libre administración y aplicación del patrimonio clerical. En cuanto a las relaciones
políticas, sólo pretendían dar apoyo al Poder Público y el fomento de los objetivos
estatales; pero en efecto no se limitaron a ello, pues se metían, por donde podían, en los
asuntos políticos.
Pío XI estaba lejos de admitir lo anacrónico de las enseñanzas de la Iglesia
Católica Romana, al contrario, se esforzaba a hacer revivir la Fe en todos los dogmas
del medioevo, y el Mundo vivió el hecho milagroso de su parte, de que, el 8 de
Diciembre de 1854, elevó la enseñanza demente de la concepción inmaculada de la
Virgen María, en la Catedral de San Pedro, a la categoría de dogma.
Mientras la actividad de la Iglesia Romana obtenía éstos éxitos, perdía siempre
más espacio en Roma y en toda Italia principalmente en Gardenia, y en el actual reino
de Italia, cuyo gobierno constitucional se oponía resolutamente a las arrogaciones de la
Iglesia.
Pero el golpe más duro sufrió la Iglesia Romana, o mejor el Poder Papal, por el
cambio de 1866. La proclamación del Reichstag austriaco, que levantó parcialmente el
acuerdo, sustrayéndole el control sobre la educación así como el control sobre los
matrimonios, y con ello dos de las más importantes palancas del poder.
La actividad reforzada, que empezó la Iglesia mediante las asociaciones, y
otros medios a su disposición, y la actuación siempre más atrevida de la misma, no sólo
provocó el recelo de varios gobiernos, sino que también motivaba a los hombres de
ciencia, e inclusive a aquellos que nunca se ocupaban de la religión, a protestar con
todas las fuerzas contra el efecto turbador e inhibidor del progreso, de las aspiraciones
de la Iglesia. Sin considerar cualquier aspiración sanguinaria que hubiera tenido el Papa
Pío XI frente al concilio convocado en el años 1869, para quien observa la situación sin
prejuicios, percibe con claridad absoluta, que una institución a la medida para el
medioevo, como la Católica- Romana, prontamente haría parte de las cosas pasadas, si
no fuera del interés de príncipes ávidos del retorno del despotismo, tomarla bajo su
protección, pese a los incómodos relacionados. Su influencia maldita sólo terminará con
la obtención de constituciones honestas, incompatibles con una posición ahora asumida
por la Iglesia, y que haga absolutamente necesaria la separación entre Iglesia y Estado.-
El Papa Pío IX murió el 7 de Febrero de 1878, “como pobre prisionero del
Vaticano”·, como pretendía hacer creer al mundo. Le siguió en el cargo León XIII
(Pecci), cuyo gobierno y política clerical dejaremos sin comentarios, pues aún no
conocemos su término, y tenemos motivos para mantener en reserva nuestra opinión en
relación a personas aún en vida. Sólo tanto quede dicho, que ciertamente tampoco León
XIII jamás cederá honestamente, pues cada concesión hecha por un Papa, es la pérdida
de una piedra en la estructura artificial de la Iglesia Católica Romana, y por lo tanto un
acto suicida.
Sodoma y Gomorra
“No hay vida más delicada sobre la tierra,
que poseer cierto rédito de la vida, una ramera al costado,
y servirle a Nuestro Señor Dios.”

En realidad la reforma fue provocada por la vida libertina de los curas católico-
romanos, pues la tontería de las indulgencias sólo fue la segunda causa. Por lo tanto vale
la pena echar un vistazo en esta cloaca clerical, a descubrir el motivo, por el cual
justamente aquellos llamados por su posición a ser modelo de moralidad para la gente,
se ensuciaron por su desenfrenado libertinaje sensual a tal punto, que con ello
provocaron la aversión generalizada.
La fuerza o poder creador y conservado, que llamamos Dios, le dio a toda
criatura viva el instinto sexual. Hizo de él el instinto más fuerte, pues con el mismo
había asociado la procreación, a la cual dio especial atención en todas las creaciones
orgánicas; es más, no dejó bajo la libre voluntad el atender o no al instinto sexual, sino
que inclusive forzaba a ello, al castigar sensiblemente la represión del mismo. El
instinto sexual reprimido forzosamente enloquece a los animales y trasforma a las
personas en bufones, como lo hemos visto en algunos ejemplos en el capítulo sobre los
“Santos”.
Por lo tanto la satisfacción del instinto sexual es una obligación natural, y a
principio tan libre y aprobado como la satisfacción de la sed. Juzgado desde el punto de
vista moral, la gula y la bebedera merecen nuestro reproche en igual grado que todo
exagero en el amor sensual, y el punto de vista adulterado, por el cual incluso la
satisfacción natural del instinto sexual es considerado un crimen o en todo caso un acto,
del cuál uno debe avergonzarse, agradecemos únicamente a la mal comprendida y
desfigurada religión cristiana.
La convivencia social lo hizo absolutamente necesario, que las pasiones
humanas fueran reguladas, ya sea mediante las así llamadas costumbres, o por la Ley. Si
todos pretendiesen dar riendas libres a sus pasiones, en poco tiempo el Estado y la
sociedad se disolverían en una anarquía. Para que cada ciudadano, aún el más débil, sea
protegido en el disfrute de su vida y patrimonio, aún contra el más fuerte, cada uno está
obligado a poner a sus pasiones naturales un límite impuesto por la Ley, que deberá ser
custodiada y protegida por sus guardianes, detrás de los cuáles se encuentra el apoyo de
la totalidad del pueblo.
La experiencia enseña, que el instinto sexual a menudo produce los resultados
más violentos y destructivos, y por ello debe ser objeto de atención redoblada de los
legisladores. Encontraron en el matrimonio el remedio ideal, para reprimir los
resultados de los abusos sexuales, y todos los pueblos civilizados de los viejos y de los
tiempos recientes vieron en el matrimonio la base más segura del Estado, además de ser
un instituto extremamente benéfico y ennoblecedor del hombre.
La Iglesia Cristiana no desconoció en absoluto la importancia del matrimonio,
y como estaba en constantes esfuerzos, para obtener el mayor poder posible sobre las
personas, también se apropió del matrimonio, si bien el mismo no atañe más a la Iglesia
que cualquier otra institución social, y afirmó, que para su realización la bendición
sacerdotal era indispensable; sí, llegó al punto de declarar al matrimonio un sacramento,
a éste convenio meramente social, sobre el cuál máxime al Estado corresponde el
control.
Vimos en el capítulo anterior que incluso los Papas no huían a las mentiras más
vergonzosas, cuando se trataba de aumentar su poder, y así no nos puede sorprender
mayormente, cuando demostramos, que también cometían inconsecuencias ridículas
con relación al matrimonio.
El casamiento, éste sacramento, fue prohibido por los sacerdotes, ¡porque
manchaba! – Al verdadero motivo de ésta prohibición lo cité en el capítulo anterior, al
hablar de Gregorio VII, y el motivo citado fue alcanzado, aún cuando con ello se
produjeron consecuencias, que le causaron a la Iglesia Romana casi tantas desventajas
como a la humanidad en general.
Los sacerdotes fueron aislados completamente mediante el celibato – así se
llama la soltería forzosa – y desgarradas sus relaciones con las demás personas y el
Estado, al mismo tiempo de ser encadenadas con tanta más fuerza a la Iglesia, o sea al
Papa; pues es de éste que todo sacerdote Católico- Romano debe esperar su bienestar
secular en última instancia. El viejo vice- Dios en Roma le es familia y patria. Un
auténtico sacerdote Católico- Romano no puede ser un buen patriota o ciudadano.
Qué les importa a los Papas las consecuencias horrendas del celibato. Quieren
gobernar ilimitadamente, a cualquier precio, aún cuando debido a su egoísmo infame se
arruinara todo el mundo conjuntamente con el cristianismo. Los Santos Padres en Roma
fueron movidos por nada más que por el lucro propio, pese a todas las palabras sublimes
que hayan invocado para la disimulación de los mismos.
Ni tonsura ni consagración consiguen quitarle a los sacerdotes las “debilidades
humanas” como suele llamarse a menudo los impulsos naturales. La naturaleza respeta
tan poco al cuerpo consagrado de un cura como de cualquier otra criatura animal, y
lucha por su derecho. Éstas riñas a menudo acaban en suicidio o locura, o en
satisfacción antinatural del instinto sexual, o en auto mutilaciones cuando se trata de
sacerdotes escrupulosos, que toman en serio sus votos de castidad. – La parte más
inmoral de los sacerdotes, a los cuales me refiero generalmente como curas, por su parte
ve en el matrimonio un encadenamiento, del cual el buen Gregorio los ha liberado, y
hace como aquél monje, que, luego de larga lucha, aceptó al consejo de un viejo
práctico: “Cuando el diablo me está tentando, hago lo que quiere, y luego se desvanece
la tentación.” Saben mantenerse libre del matrimonio, en cuanto se refiere a la
satisfacción del deseo sexual, al “rabiar como toros contra las vacas del pueblo”, como
lo expresó Clemente VI.
A éstos curas San Bernardo llama “raposas” que estropean el viñedo del Señor,
y que sólo se utilizan de la abstinencia como cobertura de la vergüenza, de la cual ya ha
advertido el Apóstolo Pedro: “Se debe”, sigue diciendo “ser un animal, para no darse
cuenta, que se abre puertas y portones a todos los vicios, cuando se condena al
matrimonio legítimo.”
Jesús no estuvo casado, pero se expresó en diversas ocasiones sobre el
casamiento, reconociéndolo como una institución santificada por Dios;9 sí, sabemos que
estuvo en un casamiento en Canaán, Galilea10, cosa que no habría hecho, caso hubiera
visto en el casamiento una unión inmoral.

9
Mateo 5, 31, 32; 19, 3-7, 9
10
Juan 2, 2
Los apóstolos defendían posición similar. Paulo denomina al matrimonio un
estado honorable en todos los sentidos11, llegando incluso a declarar a la denegación del
mismo una enseñanza diabólica12. En fin, conforme a todas las enseñanzas contenidas
en la Biblia, el ligamiento con el cuál el matrimonio ata a hombre y mujer, es
absolutamente respetable.
Los cristianos de los primeros tiempos también estuvieron muy alejados de
considerar al matrimonio de los sacerdotes como algo prohibido, sino que inclusive les
era condición para el ejercicio del cargo. Incluso Pedro, cuyos sucesores y herederos
pretenden ser los Papas, y la mayoría de los apóstolos estaban casados. Paulo exigió de
obispos y diáconos, que vivieran en estado matrimonial. Escribió a Timóteo: “Una
palabra verdadera: quien busca un cargo de obispo, aspira una función digna. Por ello
un obispo debe ser intachable, marido de una mujer, sobrio, serio, de buenas
costumbres, profesor virtuoso; ningún beberrón, no pendenciero (no dado a la codicia),
sino tierno, amante de la paz, libre de la avaricia; quien preside bien su casa, que crea a
sus hijos en la obediencia con toda gravedad: pues quien no sabe presidir a su casa,
¿cómo podrá gobernar a la comunidad de Dios?13 Los diáconos sean los maridos de una
mujer, buen ejemplo para sus hijos y en sus casas.”14
A Tito escribe: “Por ello te dejé en Kreta, para que pongas perfectamente en
orden lo que aún falta, y para que pongas sacerdotes en cada ciudad, tal como te
encomendé; pues si alguien es de moral intachable, es el marido de una mujer, que tenga
hijos piadosos.15
Estas citaciones, que podrían ser ampliadas por muchas más, hablan con tal
claridad, que parece incomprensible, de cómo los Papas pudieron arriesgarse, a
pretender demostrar la legitimidad del celibato a partir de la Biblia. Tampoco jamás
habrían tenido éxito con esta disposición, caso no hubiese dado vueltas, ya en los
primeros tiempos de la iglesia cristiana, la idea de los méritos de la vida celibataria.
Exponer de cómo esta idea absolutamente extraña al cristianismo sobre el
matrimonio llegó a tomar pie, demandaría mucho espacio, y cómo no lo puedo hacer
aquí, me limitaré a hacer un delineamiento sucinto.
Al tiempo cuando apareció Jesús, la fe en los viejos Dioses en realidad ya había
desaparecido hace mucho. El culto público consistía en ceremonias vacías, y el lugar de
la religión fue ocupado por los filósofos. Incluso el pueblo participó parcialmente en
éstas disputas filosóficas, como lo hace hoy día en las religiosas, siguiendo parcialmente
a ésta, parcialmente a la inmensa cantidad de sistemas filosóficos.
Cuando ahora surgió el cristianismo, y se multiplicó la cantidad de sus
seguidores, también se importó las antiguas ideas filosóficas, de las cuales no era
posible liberarse en tan poco tiempo, y se trató, de la mejor manera posible, unificarlas
con la enseñanza cristiana.
La filosofía pura, - ciencia de la razón, enseñanza del conocimiento – nunca
podrá producir fanatismo, enemiga decisiva de la razón; pero si se le agrega
ingredientes religiosos, no sólo lleva al fanatismo, sino fácilmente al fanatismo más
funesto. Pero prácticamente todos los sistemas filosóficos de aquellos tiempos habían
integrado componentes religiosos, en parte griegas, orientales, egipcias o judías, y sus
11
Hebreus 13, 4
12
I Timóteo 4, 3
13
I Timóteo 3, 1-5
14
Timóteo 1, 3 y 12
15
Tito 1, 5-6
adeptos y sus confesores en su mayor parte eran gnósticos, o sea, estudiosos de las
revelaciones. A éstos sistemas se agregó ahora el elemento cristiano, y el resultado de
ésta unión a menudo eran doctrinas sublimes, pero aún más a menudo doctrinas muy
insulsas con relación a Dios, la creación del mundo, la persona de Jesús, el origen del
mal, la naturaleza del ser humano, etc. Aquí solamente nos interesan sus pareceres con
relación al matrimonio.
Prevalecía entre los filósofos de la revelación el parecer de que la materia, - lo
corporal – sería la fuente de todo mal y que el mundo fue creado, no por Dios, sino por
un ser que le era subordinado e imperfecto – Demiurg (maestro de obras). El cuerpo de
las personas se encontraría bajo el gobierno de la materia y por lo tanto bajo Demiurgo,
imaginado más o menos maligno, y la salvación del espíritu humano consistiría en
librarse de las amarras de la materia y de Demiurgo, a fin de volver al Dios altísimo.
Con otras palabras esto significa: el ser humano debe llevar una vida puramente
espiritual, y combatir a todas las tendencias o instintos corporales como a un enemigo.
De esto ya se sigue claramente que los pareceres de éstos fanáticos no podían
ser favorables a la unión sexual, o al matrimonio. Antes de especificar algunas de éstas
opiniones, me veo compelido a citar desde la epístola de Paulo a los corintios, que tuvo
especial influencia sobre esta “filosofía”.
Los cristianos de corinto no conseguían unificar sus pareceres sobre el
matrimonio, pidiendo enseñanzas al apóstol Paulo. Éste accedió, y la respuesta dada la
puede leer cualquiera en la Biblia (I Corintos Cap. 7). De éste escrito se sigue, que
Paulo entendió preferible, quedar soltero; pero aclara expresamente, que con este
consejo no pretendía armar lazo a los cristianos, y que aquellos que entendían mejor
casarse, con ello no cometían pecado alguno. (1º Corintio 7, 32)
Comparemos los consejos dados en esta epístola con sus demás expresiones
sobre el matrimonio, contenidas en otras partes, se quiere exclamar con el gobernador
romano Festus: “Paulo, tu conocimiento te hace rabioso” Aún en la misma epístola está
contenida la llave para su manera de actuar. “Yo pretendía protegerlos de
preocupaciones.”
A los cristianos en aquél tiempo esperaba un período tormentoso de
persecuciones y tristeza, asimismo esperaban el pronto retorno de Jesús parel juicio
final, y ésta creencia tenía influencia incontestable en la respuesta de Paulo. Un soltero
soportará con menos sufrimiento los males de la vida que un padre de familia; esto lo
entenderá cualquiera que tiene familia.
La carta de Paulo sirvió a los defensores del celibato de los sacerdotes como
apoyo principal; al mismo tiempo se olvidaron de las circunstancias especiales, bajo las
cuales fue escrita, y que fue escrita a todos los cristianos de Corinto, y no solamente a
los religiosos; y si se pretende que sus consejos con relación al matrimonio sean una
orden, el Cristianismo habría acabado prontamente, al fallecer todos sus adherentes. –
Pues, cuando Paulo dice: quien casa, hace bien; quien no casa, hace mejor, también
dice: Es bueno para el hombre, que no toque ninguna mujer. De esto también deberían
haber tomado conocimiento los sacerdotes que defienden el celibato, y tenerlo como
una orden. Matrimonio es mejor que prostitución, y lo que Paulo pensaba sobre el
punto, resulto de lo que sigue:
Debido a los consejos del apóstol, quizás seducidas por el hecho de que
mujeres, que juraban celibato, eran mantenidas por la comunidad cristiana, y a menudo
electas para oficios subalternos – diaconisas – una razonable cantidad de viudas de
Corinto prometieron no casarse otra vez. Pero las jóvenes mujeres habían
sobreestimadas sus fuerzas. El celibato se les hizo demasiado incómodo, y la mayoría
de ellas habría casado gustosamente, si no estuviera de por medio el juramento. Pero al
“diablo de la carne” (a fin de también utilizar este término predilecto de los curas) no le
importa ningún juramento, y torturaba a las pobres mujeres enamoradas a tal punto, que
finalmente procedieron como el citado monje, concediendo el deseo del diablo, a fin de
recuperar la tranquilidad. – Pero eran difíciles de tranquilizar, y la vida indigna empezó
a causar escándalo público. Y Paulo se vio forzado por ello a ordenar, que éstas mujeres,
caso fueran propensas a ello, volvieran a casarse en vez de dedicarse a la vida impúdica,
“a fin de que los enemigos del Cristianismo no obtengan una razón justa y propicia,
para difamarlo.”
Pero los Papas obraban de manera absolutamente distinta que los Apóstolos.
Ellos pretendían eliminar el matrimonio entre sacerdotes, llegando inclusive a
permitirles aberraciones sexuales mediante paga, sin preocuparse de los escándalos que
causaban; es más, ¡acompañaban tales actos con los peores ejemplos!
Con relación a ellos vale lo que dijo Paulo lleno de presentimientos: “Con
determinación dice el espíritu, que en los últimos tiempos algunos se alejarían de la fe,
cuídense de los espíritus engañosos y de las enseñanzas diabólicas, que esparcían
mentiras hipócritas, marcados a fuego por su propia conciencia, que prohíben casar y
comer ciertos alimentos, que Dios creó al objeto de ser consumidos con gratitud, por los
creyentes, y por aquellos que han reconocido la verdad.”
Pero volveré nuevamente a nuestros tontos de la revelación, y relatar lo que
algunas sectas pensaban del matrimonio.
Julio Casiano, un tonto por excelencia, declaró al matrimonio como siendo
prostitución, y toda la numerosa secta de los Encartitos huía directamente a las mujeres,
como al pecado. Hacían parte de ellos los Abelonitas en la región de Hippo en África,
que se abstenían totalmente de las relaciones sexuales. Pero para seguir al pie de la letra
las direcciones de Paulo (1º Corinto 7, 29), que “aquellos, que tienen esposas, sean,
como si no las tuvieran”, los hombres tomaban una chica, y las mujeres tomaban un
chico como compañía constante, a fin de vivir en relación con el sexo contrario, pero
aún así fuera del casamiento.
Un tal Marzion, quien se convirtió del paganismo al cristianismo, exageró en la
abstención a los deseos carnales, de ello da testimonio su filosofía de vida
hipocondríaca. Acostumbraba a saludarle a sus compañeros con: ¡Compañeros del odio
y compañeros del sufrimiento! Éste tonto melancólico declaró pecado a toda diversión;
exigió que cada uno viviera de los peores alimentos, y no quería saber nada del
matrimonio, pues le parecía una prostitución privilegiada. Exigía de sus seguidores,
cuando eran casados, que se separasen de sus esposas, o en todo caso que jurasen no
mirarlas como mujeres. – Esta secta existió hasta meados del siglo cuarto bajo obispos
especiales.
Varios profesores de estas sectas filosófico- cristianas llevaron a la disolución
de toda orden moral. Kapokrates, que vivió aproximadamente al tiempo del Cesar
Adriano en Alejandría, enseñó: que la satisfacción de los instintos naturales nunca podrá
estar prohibida, y que las mujeres fueron destinadas por naturaleza al disfrute común.
Quien se somete a la orden moral, permanece bajo el poder del espíritu de la tierra; por
otro lado, entregarse a todos los placeres sin pasión significa luchar contra él, y
resistirlo.
Un otro fanático de nombre Marzius realizaba ceremonias misteriosas, a las
cuales asistían principalmente mujeres, debido a las cuales perdían todo sentimiento de
vergüenza.
De los adherentes del Kapocrates se relata, que apagaban las luces en sus
reuniones, para practicar entre ellos aquellos actos, durante los cuáles no le gusta a
nadie ser observado. Frente a su templo, al cual llamaban de paraíso, había un tinglado
cubierto. Bajo éste se desnudaban y marchaban luego, desnudos y en parejas, a la
reunión. Aquí cada macho tomaba una señorita – y esto se llamaba de unificación
mística. Al igual que en nuestras buenas reuniones protestantes de los Mucker. Las
novias del alma son una invención antiquísima.
Otros herejes – así se llamaba toda la clase de aquellos filósofos extraños –
permitían el casamiento, pero impedían la concepción, haciendo lo que hacía Onán,
arzopadre del onanismo.
Montanus, que vivió en Prygia a la mitad del siglo segundo, dijo: que Jesús y
los apóstolos habían sido excesivamente condescendientes con las flaquezas humanas.
Despreciaba todo lo mundano, y ponía el mayor énfasis al celibato.
Los valesianos, una secta del siglo tercero, obligaban a sus adeptos a practicar
la castración, es más, la practicaban con tanto ardor, que a menudo hacían ingresar a
extraños en sus casas mediante argucias, para practicar también en aquellos esta
operación desagradable.
Las enseñanzas de éstos fanáticos, principalmente sobre los méritos del
celibato, hallaban beneplácito absoluta en la Iglesia Cristiana, y principalmente eran las
de Montanus, que encontraron aprobación tanto entre laicos como entre sacerdotes. Y si
bien la Iglesia Romana cortó tempranamente todo contacto con los montanistas,
conservó sus enseñanzas sobre las ayunas y los méritos del celibato.
El concepto de que todo lo mundano debería ser despreciado, rápidamente se
trasformó en principio generalizado entre los cristianos otordoxos. Al igual que los
adeptos del Montano, Jesús y sus discípulos les parecían demasiado condescendientes, y
a que excesos llevaba su fanatismo ascético, lo vimos en el primer capítulo.
Cuanto más fuerte era el instinto del sexo, y cuanto más placer causaba su
satisfacción, tanto más meritorio parecía su combate, y quienes lo lograban a plenitud,
eran objeto de la admiración generalizada.
Los padres de la Iglesia en sus primeros siglos defendían generalmente la idea,
de que las almas de espíritus caídos fueron aprehendidas dentro del cuerpo humano por
castigo, y que la libertad moral de la persona consistiría en la capacidad, de escapar de
las esferas inferiores mediante el triunfo sobre la carne. El equívoco estaba en el
exagero; si se pone gobierno, en vez de triunfo o mortificación, ciertamente toda
persona racional estará de acuerdo con la enseñanza.
No es que consideraban al matrimonio como efectivamente “malo”; lo
consideraban un mal necesario para la procreación humana, y para el control de los
abusos, del cuál se debía hacer uso mínimo; se redujo a ésta bella relación al status de
una fábrica de criaturas.
La preferencia por el estado de celibato se generalizó siempre más, llegando al
fanatismo, de manera que uno de los más antiguos profesores de la Iglesia, Ignacio, se
vio forzado a la siguiente declaración: que es pecaminoso, sustraerse al matrimonio por
odio.
El filósofo Justino, que murió como mártir, consideró muy meritorio, la
supresión total del instinto sexual, alegando que con ello la persona se acercaba a la
condición del resucitado. Por ello condenó totalmente al matrimonio, y se remitió a
Jesús, que sólo fue nacido de una virgen para demostrar que Dios también puede crear a
personas sin actos sexuales. Alabó efusivamente a un joven que se castró a sí mismo.
Atenágoras y otros, que no eran tan severos, sólo aceptaban al matrimonio a
efectos de la concepción. Clemente de Alejandría, si bien defendía el matrimonio,
haciendo referencia a los apóstolos, pretendía más perfectos a aquellos que se abstenían
del mismo.
Orígenes, que se castró a sí mismo, su discípulo Hierax y Methodius
condenaban al matrimonio, y sus enseñanzas encontraron aplauso entre los monjes
egipcios.
Uno de los mayores fanáticos contra el matrimonio fue Quintus Septimus
Florenzo Tertulliano, sacerdote en Cartago. Si bien no declaró al matrimonio como
institución deplorable, pero sí como impura, de manera que el ser humano se tendría
que avergonzar de la misma. Al segundo matrimonio llamaba directamente de adulterio.
A la pregunta, que sería de la humanidad, si terminaba el matrimonio, respondió: “Poco
le importaba, si se extinguía la humanidad; se debería desear, que los hijos mueran
pronto, visto que estaba a la puerta el fin del mundo. – Y el propio Tertuliano estaba
casado.
Las enseñanzas de éste, ya muy respetado Padre de Iglesia fueron de influencia
incontestable. Los sacerdotes, que diseminaban estas opiniones sobre los méritos de la
abstención, por supuesto se veían obligados a dar el ejemplo, y en aquel tiempo tenían
motivos prácticos más que razonables para huir al matrimonio, visto que eran ellos las
principales víctimas de la persecución.
Así ocurrió que paulatinamente, los padres de Iglesia casados cayeron en una
clase de desprecio, y este motivo era otro más para que los religiosos se abstuviesen del
casamiento. Obispos fanáticos supieron imponer a sus sacerdotes subordinados el
celibato por el uso de la fuerza, de la coacción, y el pueblo cada vez más se
acostumbraba a ver en el estado de soltería el grado máximo de santidad.
Esta posición ya era bastante generalizada en el siglo V, y aquellos religiosos,
que no permanecían célibes por convicción, lo hacían por hipocresía, y aquellos que
estaban casados, supieron crear la creencia, de que vivían con sus mujeres como con
hermanas. La auto mutilación sexual era frecuente; pero pese a ello en este tiempo el
celibato entre sacerdotes no era generalizado, ni mucho menos impuesto por la Iglesia.
El primer intento en este sentido ocurrió en el cuarto siglo, en el sínodo de
España, llevado a cabo entre diecinueve obispos, en Elvira (entre 305 – 309). Aquí no
sólo se prohibió que se nombre sacerdotes a personas casadas, sino también se prohibió
las relaciones sexuales con sus esposas a aquellos que ya estaban casados.
Otros sínodos siguieron el mismo ejemplo, y como se empezó a dar preferencia
a sacerdotes solteros, esto inducía a muchos a la vida célibe, y se abrieron puertas y
portones a la hipocresía y simulación.
En la primera asamblea general en Nicea (325) un obispo español propuso
prohibir el matrimonio de manera general a los sacerdotes; pero entonces se levantó
Paphnutius, obispo de Alta- Tebas, un soltero octogenario, de la mayor respetabilidad, y
defendió el casamiento con tal calor y con tanta convicción, que la asamblea se limitó
en prohibirle a los sacerdotes a convivir con concubinas. Pero aún la permisión para
casar traía poca ventaja a los sacerdotes propensos a ello, pues el espíritu del tiempo se
había declarado contra el casamiento.
Una importante influencia sobre este fanatismo celibatario tuvo la monastería.
Para los monjes fanáticos tanto el matrimonio, como todo contacto sexual era una
aberración; sí, en su ardor fanático llegaban a punto de maldecir a las mujeres,
declarando, que se las debía huir como a una peste infecciosa o como a víboras
venenosas. Se hacían aclamaciones mutuas, cuando se encontraban, destinadas a
recordarles siempre que la mujer debía ser despreciada, tal como: “La mujer es la
estupidez, que instiga a las almas razonables a la injusticia” y otras semejantes.
Y lo que los monjes, generalmente venerados al máximo, conceptuaban como
reprochable, ahora también les parecía así a los laicos, y aún que no todos se
consideraban suficientemente resistentes para iniciar una vida de monje, se trató de
adquirir tantos derechos cuanto posibles sobre la santidad ascética, aún viviendo en este
mundo.
Esta aspiración a la santidad provocó decisiones heroicas, que, si bien
subjetivamente son admirables, llenan de lástima, por la cantidad de energía moral
desperdiciada. Jóvenes y vírgenes se exacerbaban a favor de la castidad.
Pelagio, obispo posterior de Laodicea, también indujo a su propia novia, aún en
el lecho nupcial a una vida ascética; otros fueron convencidos, en situación similar, por
sus propias novias a ello. Ya he citado anteriormente algunos ejemplos.
Algunas sectas aisladas, como los Eustatianos y los Armenios, ahora llegaban a
declarar, que ningún casado podría alcanzar la salvación, y se negaban a recibir la Santa
Comunión de sacerdotes casados, o a tener cualquier relación con ellos. Pero como
también declararon pecaminoso el acto de comer carne, afirmando que los ricos no
podían salvarse caso no abdicaban a todo su patrimonio, sus enseñanzas fueron
condenadas por equivocadas en un concilio.
La expansión posterior del monasterismo generó prejuicios siempre más
generalizados contra el matrimonio, y los sacerdotes casados se veían en situación cada
vez más difícil.
Muchos de los padres de Iglesia, cuyos escritos se difundían de manera
generalizada, habían crecido con ideas ascéticas y se exacerbaban contra el matrimonio.
Esto lo hicieron Eusebio y Zeno, obispo de Verona, el miso que aclaró, que el desprecio
absoluto de los instintos naturales sería el mayor honor de la virtud cristiana.
Ambrosio, gobernador romano de la provincia de Ligúria y Amelia, pasó al
cristianismo, siendo declarado obispo de Milano ocho días después de su bautismo.
Apenas conocía las enseñanzas cristianas, y cómo no podía aspirar a ser resaltado por su
limitada erudición, lo intentó con la vida ascética. – Como aún se consideraba
paganismo la condena del matrimonio – pues los apóstolos habían estado casado -, aún
le reconocía algunas virtudes, pero no podía dejar de alabar a la vida célibe, poniendo
todos sus esfuerzos en el sentido de conservarles la virginidad a las vírgenes. Siempre
les colocaba como ejemplo a Maria, relatando los milagros más extraños que habrían
ocurrido, para convencer a las doncellas a permanecer vírgenes Incluso llegó al punto de
incitar a las señoritas a la desobediencia contra sus padres, cuando en un llamado a las
vírgenes dijo: “¡Primero supere el respeto a tus padres! Si superas a tu casa, también
superarás al mundo.”
Creó en Milano tal fanatismo a favor del celibato entre las señoritas, que los
hombres jóvenes cayeron en desesperación, y que padres razonables se vieron obligados
a prohibir a sus hijas a visitar sus sermones. Su reputación se había expandido a tal
punto, que se le mandaba doncellas desde África, a fin de que las seduzca a la castidad.
Augustino, que, luego de una vida salvaje pasó al cristianismo, y finalmente se
hizo obispo de Hippo, tampoco llegó al punto de maldecir al matrimonio, pero, por sus
escritos contribuyó mucho al fanatismo de celibato. Enseñaba que los hijos e hijas
solteros eran mucho mejores que sus padres casados, diciendo: “En el cielo la hija
soltera ocupará una posición mucho más elevada que su madre casada: su comparación
resultará ser como la entre una estrella brillante y otra apagada.”
Puso como ejemplo el matrimonio entre José y Maria, pues, si bien vivían en
relación matrimonial, se habrían jurado mutuamente la castidad. Antes el matrimonio
habría sido necesario, para propagar al pueblo de Dios, pero ahora, que el cristianismo
se hallaba propagado, también se tenía que recomendar la castidad a aquellos que
pretendían engendrarse hijos. Se debería desear que todos queden célibes, a fin de que
la Ciudad de Dios se llene más rápido que la tierra, y a fin de acelerar el fin del mundo.
– En fin, Augustino no exigía en absoluto el celibato de los sacerdotes.
De la mayor influencia sobre el celibato y sobre la vida monástica, fue el ya
conocido Hierónimo. Había conocido de experiencia propia el poder del instinto sexual,
relatando su lucha de manera tan vívida, que ha causado horror.
“Yo”, escribió a Eustaquio, “que me condené a tal cárcel por temor al infierno,
que me encontraba sólo en compañía con escorpiones y animales salvajes, me encontré
aún así a menudo en los coros de las doncellas. Mi cara se encontraba lívida por las
ayunas, y aún así el espíritu ardía de concupiscencia en el cuerpo frío, y en la carne ya
muerta ante los hombres ardía el fuego de la pasión. Abandonado de todo socorro, me
tiré a los pies de Jesús, mojándolos con mis lágrimas y secándolos con mis cabellos, y a
la carne reticente subyugué por ayunas de semanas.”
También Hierónmio se dedicaba de cuerpo y ama a convencer las mujeres a
llevar una vida celibataria. Y esto le salió a perfección, pues mediante su covivencia con
las damas nobles de Roma había obtenido conocimiento bastante confiable relativo al
corazón femenino y sus debilidades.
Un pasaje en una de sus epístolas lo deja en evidencia, y prueba que las
mujeres de hace mil años no eran diferentes de las de hoy. Pues escribe a una joven
dama, a la cuál la casa maternal se hacía pequeña:
“¿Qué es lo que tú, una doncella de cuerpo saludable, delicado, rollizo, mejillas
rosadas por el disfrute de la carne y del vino, y excitada por el uso de los baños, quieres
hacer entre los esposos y los mancebos? Aún que no hagas aquello que de ti se exige,
aún así es un malísimo testimonio de ti, cuando tales cosas te son requeridas. Un ánimo
voluptuoso reclama con tanto más ardor las cosas indecentes, y de aquello que no está
permitido, uno se hace ideas tanto más tentadoras.
Aún tu vestido marrón y raído irradia señales de tu temperamento oculto,
cuando no tiene pliegues, cuando es arrastrado sobre la tierra, a fin de hacerte parecer
mayor, cuando es desgarrado con astucia en alguna parte, a fin de que lo repugnante se
encuentre cubierto y lo bello hiera la vista. Asimismo tus pantalones negruscos y
brillantes atraen a los mancebos cuando caminas, por sus crujidos.
Tus mamas se aprietan en ataduras, y los pechos reducidos son levantados por
la cinta. Los cabellos caen con suavidad, o por sobre la frente o por sobre las orejas. El
minúsculo abrigo se cae de tanto en tanto, para dejar a la vista las hombros albos, para
que luego vuelvas a encubrirlos con prisa, como si no debería haber sido visto aquello
que has denudado deliberadamente.”
Para seducir a las doncellas, a tomar a Jesús como novio, solía utilizar los
medios más exóticos, al describir esta tierna relación de manera muy opulenta y grosera.
Así, por ejemplo, escribe a Eustoquio: “Le es difícil al alma humana no amar a nada;
alguna cosa debe ser amada. El amor carnal es superado por el amor espiritual. Suspire,
por lo tanto, y diga en tu lecho: a la noche busco a aquél que ama mi alma. Tu novio
sólo puede bromear contigo en la cama. Por favor, hable a tu novio, y él hablará
contigo. Y si te venció el sueño, él pasará por la pared, pondrá su mano en el orificio, y
tocará tu regazo.”
La soltería casta era lo más sublime para Hierónimo, y sólo sabe valorar en el
matrimonio, ¡que el mismo sirve para concebir a monjes y religiosas!
Tuvo un altercado violento con Jovian, quien defendía al matrimonio.
Combatía sus enseñanzas con absoluta destreza, aún que a nosotros los argumentos
utilizados a menudo nos causen la riza.
En uno de estos sus escritos de disputa, le simula a Jovian hablando. Le hace
preguntar, ¿para qué Dios habría creado los miembros genitales, y porque Dios habría
puesto en la persona humana el anhelo a la unificación sexual? Luego Hierónimo
responde, que estas partes del cuerpo fueron creadas, ¡para darle salida a los líquidos
con los cuáles son regados los vasos del cuerpo!
A un imaginario “pero los órganos sexuales en sí, la construcción de las partes
de la concepción, las diferencias entre hombre y mujer, y el útero, apropiado para la
concepción y para alimentar al fruto, muestran diferencias sexuales”, respondió
prontamente.
“¿Es que no queremos dejar de ceder a la lujuria, a fin de que nunca carguemos
inútilmente estos miembros? ¿Por qué entonces deberá quedar soltera la viuda, si sólo
nacimos a los efectos de vivir como los animales? ¿Qué daño podría haber, si otro
duerme con mi mujer? – ¿Qué es lo que pretende el apóstol, que reclama castidad,
cuando es contraria a la naturaleza? Ciertamente el apóstol, que nos pide castidad,
merece escuchar: ¿Por qué cargas con tu miembro de la vergüenza? ¿Por qué te
distingues del sexo de las mujeres por tu barba, cabellos y otra constitución de los
miembros, etc.? Déjennos seguir a Jesús, que no utilizaba sus miembros de concepción,
aún que los tenía.”
Pero la manera por la cual Hierónimo combatía al matrimonio encontró poca
aprobación, aún que muchos compartían con él la convicción sobre el fondo de la
cuestión, y se vio obligado a defenderse.
“En los escritos de polémica”, dijo, “se tiene más libertad que en un seminario
oral, e incluso uno puede hacer uso en ellos de algún tipo de imaginación, a fin de
vencerle con tanto más aplomo al enemigo.”
Así escribió contra un monje, quien le acusaba, de que condenaba
absolutamente al matrimonio, en su viejo estilo, terminando: “¡Afuera a Epicurio,
afuera Aristippus! Si los porquerizos ya no están, tampoco gruñirá la cerda preñada. Si
no quiere escribir contra mí, pues que escuche mi griterío sobre tantos países, mares y
pueblos: ¡No condeno al matrimonio! Quero que cada uno, que eventualmente no pueda
acostarse sólo, debido a ansiedades nocturnas, se tome una mujer.”
En el primer capítulo relaté, de cómo la república de la congregación cristiana
de los primeros tiempos se trasformó paulatinamente en despotismo. Este cambio, en
conexión con la poderosa influencia del monasterismo, tuvo consecuencias desastrosas
para el matrimonio sacerdotal. Sus adversarios se manifestaban cada vez con más ardor,
y, apoyado por la opinión pública, siempre más concilios siguieron al ejemplo del de
Elvira.
Pero hasta el final del siglo IV no se había producido una prohibición
generalizada del matrimonio sacerdotal, pero pese a ello deben su subsistencia menos al
reconocimiento de su legitimidad, sino más a una condescendencia por parte de los
obispos, que tenía sus motivos en parte en puntos de vista particulares, parte en el
reconocimiento de la inaplicabilidad de principios severos, mientras se seguía en las
intenciones, de darle un término definitivo.
Una motivo muy importante para la represión al matrimonio sacerdotal de parte
de los poderosos de la Iglesia, era la avaricia y la codicia de los mismos. Si se permitía
casar a los sacerdotes, su patrimonio caía legalmente en las manos de sus hijos a su
muerte, y todo lo que se había juntado mediante ardiles y engaños, se perdía para la
Iglesia.
Como no escribo una historia sobre la lucha por el matrimonio sacerdotal, sino
pretendo demostrar lo nefasto del celibato, y también he relatado sucintamente de cómo
la idea de los merecimientos del celibato entre los cristianos paulatinamente estaba
tomando cuerpo, me puedo limitar tanto más en el esclarecimiento de este punto, cuanto
me veré obligado todavía a retornar al anterior en el capítulo siguiente.
La Iglesia griega había llegado a la convicción, que una norma tan antinatural
como el celibato no seria realizable sin las peores consecuencias, y en un sínodo llevado
a cabo bajo Justiniano II en el Palácio imperial de Trullus (692), se decidió, que los
sacerdotes podrían casar y vivir con sus mujeres como antes. Esta decisión razonable
mantuvo su validez hasta los días actuales. Pero el sínodo de Trullus no se limitó a
permitir sin más conturbaciones al matrimonio sacerdotal, como lo hizo el de Nicea,
pues esto habría sido de poca utilidad, sino que se dispuso, que cualquiera, que se
arriesgase a denegar a los sacerdotes y diáconos luego de su ordenación la comunión
matrimonial, debería ser destituido. Además, que aquellos, que fuesen ordenados, y
ahora, bajo la excusa de su devoción abandonasen a sus mujeres, fuesen excomulgados.
Los Papas Constantino y Adriano I fueron suficientemente razonables, como
para aprobar las decisiones del sínodo de Trullus, y Papa Adriano II (867 873) era
casado personalmente. Aún al comienzo del siglo XI se podía tener como regla, que en
todas las partes la partida más decente de los sacerdotes vivían en legítimo matrimonio,
o por lo menos en una condición, que fuese considerada de igual valor como el
matrimonio.
Pero los Papas Victor II, Estéfano IX y Nicolau II, continuaron con las
tentativas de suprimir al matrimonio sacerdotal; pero el enemigo principal del mismo
era Gregorio VII; lo prohibió directamente, obligando a los sacerdotes casados a
abandonar a sus mujeres.
La disputa de los sacerdotes por sus derechos como personas humanas, se
extendió por dos siglos. Finalmente fueron vencidos, pero esta victoria no trajo ninguna
bendición a la Iglesia Romana. Las tristes consecuencias del celibato provocaron, como
ya observado al comienzo, la Reforma. Pero aún esta no pudo romper la obstinación de
los Papas. Los príncipes, en la convención de Trento, insistieron en la abolición del
celibato, considerado la raíz de todos los males; pero en vano; el celibato fue
confirmado en este concilio, y sus decisiones vigoran hasta los días actuales.
El prejuicio sobre los merecimientos de la autoflagelación, y las ventajas que
obispos fanáticos concedían a sacerdotes solteros, llevaron a muchos de ellos a la vida
célibe, aún que ello no coincidía con sus tenencias naturales. Pero aún así supieron
simular la santidad, mientras, en secreto, se consagraban al diablo insaciable de la carne.
Oportuno para ello era la curiosa costumbre, por la cuál sacerdotes solteros, como
también laicos, albergaban en sus casas a vírgenes, que también habían jurado celibato.
A éstas vírgenes se llamaba Agapetinas o hermanas del amor. Con ellas los sacerdotes
vivían “en intimidad espiritual y amor platónico”. Se encontraban siempre juntos, y
además la mayoría de las veces dormían en la misma cama, si bien afirmaban, que –
nada más hacían que dormir juntos.
Creerlo – bueno para ello está la fe. De algunos se sabe con certeza, que, en el
medio del ardor de la lujuria, quedaron incólumes. San Adelmo, por ejemplo, se acostó
con una bella doncella, que utilizó todos los ardiles femeninos, para hacer con que se
rebele la carne sacerdotal. Pero el santo se portó como los tres hombres en el horno
ardiente, y exorcizó al diablo de la lujuria, cantando salmos ininterruptamente.
Conocí a un soldado de la caballería de unos veinte años, quien consiguió
realizar esta hazaña sin cantar salmos. Posiblemente le pasó a él y a San Adelmo, lo que
le pasó a aquél Abade en Baden, del cuál nos cuenta Hämmerlin, canónico en Zurique y
abad en Solothurn (murió 1860), el cuál se hizo traer a dos bellas prostitutas, y cuando
éstas llegaron, exclamó disgustado: “¡Éstas desgraciadas tentaciones, justo ahora no se
presentan!”
La vida de pereza que llevaban los curas, y los ejercicios ascéticos que
practicaban, en nada favorecían a la castidad. De los más respetados y honrados
educadores de la Iglesia de los primeros siglos, de los cuáles sabemos que llevaban en
serio la lucha contra los instintos sexuales, sabemos cuánto éstos los atacaban, y qué
contiendas se vieron forzados a enfrentar.
Basilio se había retirado a un bello lugar desierto; pero confesó, que sí podía
huir al tumulto del mundo, pero no a sí mismo. “Lo que hago en esta soledad día y
noche”, escribe a un amigo, “casi me avergüenzo de decir; - al cargar con las pasiones
internas, me encuentro igualmente en apretura. Por ello ésta soledad, en síntesis no me
ha sido de mucho provecho.”
Gregorio de Naziante trató su cuerpo de la manera más dura, pero aún así se
quejó sobre sus tendencias invencibles a la lujuria, sobre los ataques del diablo y sobre
su propia debilidad. Amenazó a su carne rebelde, que la debilitaría de tal manera
mediante dolores de toda índole, hasta que se quede más inanimada que un cadáver.
Pero justamente estas mortificaciones lo hacían tan inflamable, que cierta vez, cuando
un pariente con algunas mujeres se mudó a la cercanía de su domicilio, ¡huyó del
mismo sólo para salvar a su castidad!
Ejemplos parecidos ya conocimos en el segundo capítulo. Todos estos hombres
santos son inflamables como una cerilla, y se asemejan a aquél honorable sacerdote de
la zona de Nursia, quien fue suficientemente conciente y perseverante para huir a su
mujer luego de su ordenación. Cuando llegó a edad avanzada, adoleció por alguna
fiebre, y estaba a punto de exhalar su vida, cuando su esposa se reclinó amorosamente
sobre él para ver si aún respiraba. Entonces el moribundo juntó sus últimos suspiros y
exclamó: “¡Fuera, fuera, querida mujer, quite a la paja, aún vive el fuego!”
Asimismo Climacus sabía de experiencia, que el “diablo de la carne” era el más
difícil para vencer. Dijo: “Quien venció a la carne, venció a la naturaleza, está sobre la
naturaleza, es un ángel. Puedo decir con David, que he conocido en mí al impío, que en
su rabia hacía temer al alma, mediante ayunas y mortificación perdió su calor, y cuando
lo busqué otra vez, ya no encontré ningún señal de su fuerza en mí.” Pero el motivo por
el cuál el Santo hombre volvió a buscarlo, esto se olvidó a decirnos.
Asimismo San Bernardo fue suficientemente honesto para reconocer el poder
de éste “impío”. “A éste enemigo no podemos huir, ni vencer, aún que Hierónimo
aconseja a huir de la mujer como de la puerta del infierno, de la ruta al vicio – el
hombre es un estopín, si se acerca, quema.”
Las cosas curiosas practicadas por ciertos Santos a fin de vencer al ardor
quemante del amor, ya lo hemos visto antes. El Santo Abade Wilbelm se acostó sobre
una cama – de brasas ardientes ¡e invitó a su seductora a que se acueste a su lado! Sí,
éste santo hizo que se abra el túmulo de su amante fallecida, porque no podía suprimir
sus pensamientos en ella, y llevó a su cuerpo en putrefacción a su celda, para ponerlo
como “fortificante” debajo de su nariz, cuando lo tentaba el diablo de la carne.
De manera que incluso los santos tuvieron que combatir tales peleas, y
confesaron su debilidad; ¡pero qué pocos santos hay entre los religiosos! Ciertamente la
mayoría se asemeja a San Agostín, obispo de Hippo, quién confesó, que cierta vez pidió
a Dios: “Que le confiera el don de la castidad, pero no inmediatamente, pues pretendía
que sus deseos libidinosos sean saciados primero.” En este caso la castidad
evidentemente no presenta grandes problemas.
Por fuerte que haya sido la fe en los primeros tiempos del cristianismo, aún así
le significaba un abuso, no pensar en nada malo cuando un hombre joven y una dama
joven dormían en una cama, y muchos educadores de la Iglesia trataron de combatir esta
escandalosa y sospechosa vida común.
Esto, entre otros ya hacía San Crisóstomo. Escribió: “Celebro la felicidad de
aquellos, que viven con doncellas sin salir heridos, y desearía inclusive, tener tal fuerza;
asimismo quiero creer, que sea posible encontrarla. Pero asimismo desearía que aquellos
que me critican, me pudiesen convencer, que un hombre joven, que vive con una
doncella, se encuentra a su lado, come con ella en una mesa, habla con ella el día todo,
sonríe, bromea con ella, para evitar de decir la otra cosa, intercambia palabras cariñosas,
pueda mantenerse lejos de la concupiscencia. – He escuchado que muchos han sentido
atracción ante estatuas y piedras. ¿Si tanto puede una obra de arte, cuanto más no podrá
un cuerpo viviente y delicado?”
En todo caso tal convivencia tenía que dar a las criaturas del mundo materia
para la burla y para las sospechas, y cuando se quería atacar a un cura, primero se lo
atacaba por su hermana en amor. Muchas doncellas sospechadas insistían en que su
virginidad sea inspeccionada por una comadrona; pero San Cipriano comentó con
razón: “Los ojos y las manos de las comadronas también pueden ser engañados.”
Lo más seguro era ciertamente cuando el religioso podía probar su inocencia,
como el Patriarca Acacio, que fue acusado de lujuria ante la convención de Iglesias de
Seleucia (489). Levantó su hábito, demostrando con ello que la lujuria en su caso era
cosa imposible.
Ya Tertuliano nos relata que la preñez era común entre tales “doncellas”, y de
los medios criminales que utilizaban para ocultarla, pues en aquellos tiempos aún no se
las podía exculpar con el argumento de que estrían por dar a la luz a un Papa, como
ocurrió a menudo en la posteridad, cuando se generalizó la enseñanza de que el Papa
sería el – ¡Espíritu Santo!
En el sínodo de Elvira ya se encontró necesario poner un ojo sobre las uniones
platónicas, y se ordenó, que obispos y religiosos sólo pudieran convivir con hermanas o
hijas (de matrimonio anterior), que hubiesen hecho el juramento de la castidad. Pero en
las reglamentaciones dadas por Egberto de York (aproximadamente en 750),
encontramos castigos para obispos y diáconos, que cometían actos de lujuria con
madres, hermanas, etc., ¡sí con animales de cuatro patas! Es la prueba de que esto solía
ocurrir.
Más tarde se trató de controlar el mal, imponiendo una edad avanzada que
deberían tener estas mujeres del amor. Ya Teodosio II se vio obligado a disponer, que las
diaconisas a servicio de la Iglesia deberían tener más de sesenta años, pues había
ocurrido que un diácono había violado a una noble señora en la Iglesia de
Constantinopla. Pero esta edad no protegía de la lujuria, y un obispo no nombrado, que
se manifestaba públicamente contra ello, conocía la naturaleza lasciva de los gorriones
clericales – así se llamaban después a los franciscanos a diferencia de los dominicanos,
que eran llamados de golondrinas. Escribió: “Ni una mujerzuela vieja y fea deben llevar
los religiosos a su casa, porque es allí donde se está más protegido de la sospecha, que
se peca más rápido; tampoco la lujuria no se importa de la fealdad, mientras el diablo
hace bello en ella, lo que es aberrante.”
La prueba de cuán temprano se evidenció las consecuencias del prejuicio
contra el matrimonio clerical, ya nos dan las resoluciones de los primeros concilios. Ya
el concilio de Elvira se vio obligado, a estatuir castigos para los religiosos lujuriosos.
“Cuando contra un obispo que se encuentra en el cargo, un sacerdote o un diácono”, se
lee en una de éstas resoluciones, “sea demostrado que ha realizado actos de lujuria,
tampoco deberá ser admitido al final de su vida a la comunión.”
El concilio de nueva- Cesaria determinó, que tal religioso deberá depuesto del
cargo, y sufrir penitencias. Sí, estas disposiciones ya hablaban de violación de niños y
de la sodomía con animales. Pero de qué sirven todas las disposiciones penales,
mientras se dirijan contra una cosa absolutamente necesaria por naturaleza; apenas
podrán tener como resultado, que los amenazados con penas se tomen la molestia de
ocultar sus actos; y ya las convenciones de Iglesia aquí mencionadas hacen mención a
mujeres de sacerdotes, que mataban a sus hijos concebidos en adulterio.
Una buena cantidad de religiosos, que no querían separarse de sus mujeres
después de la ordenación, juraron celibato, pero dice San Bernardo: “Tener una mujer y
no pecar con ella, es más que resucitar a los muertos.” ¡Cuántas veces no se habrá
violado éste juramento, y cuántas veces no fue dado justamente con ésta intención! Si
un sacerdote era escrupuloso, esto le provocaba los mayores perjuicios, pues, la mujer,
disgustada con el celibato de su marido, buscaba sustituto, y cuando se hacían evidentes
las consecuencias de éstas relaciones, se sospechaba que el marido, inocente, habría
violado su juramento.
Que las mujeres de los religiosos a menudo buscaban satisfacción de esta
manera, e incluso a veces bajo conocimiento o aprobación del marido, también se ve
probado en las disposiciones del ya citado concilio de Elvira. Una de las mismas
dispone: “Cuando la mujer de un religioso se prostituye, y su marido lo sabe, y no la
repudia de inmediato, tampoco deberá recibir la comunión al final de su vida.”
Pero no sólo los matrimonios entre religiosos, también los laicos fueron
vigilados cuidadosamente por la Iglesia. Al momento no encuentro prueba de ello,
anterior a la dada en el libro de las penas eclesiásticas, escrito por Regino, Abade de
Prüm, en el año 909 por orden del arzobispo Rathbod de Trier. Allí se dice: “El consorte
matrimonial, que, durante 40 días antes de Pascuas, Pentecostés o Navidad, en cada
noche de domingo, el miércoles o viernes, no se abstiene de su mujer, deberá hacer
penitencias, cuando nace un hijo, por 30 días, cuando nace una hija, por 40 días. Quien
convive con su mujer durante la cuadragésima (los cuarenta días de ayunas antes de
pascuas) deberá hacer penitencias durante un año, o pagar 16 Sólidos a la Iglesia, o
distribuir entre los pobres. Si lo hace en borrachera, y descuidadamente, ésta pena podrá
ser reducida a 40 días. – Cada uno deberá abstenerse de su mujer antes de la comunión,
siete, cinco o tres días.”
La Iglesia sólo agradece al gran esplendor de San Iso en San Gallen solamente
a la circunstancia, de que había sido concebido por sus padres nobles en la noche de
Páscuas, quienes por arrepentimiento lo consagraron a la Iglesia.
Ya antes comenté que el egoísmo de los obispos tuvo gran influencia en la
condena del matrimonio clerical. Si un sacerdote casado no tenía hijos – bueno, se
perdonaba. La consecuencia fue que la mujeres impedían la concepción, o haciendo lo
que hacía Onan, o buscando remedios peligrosos.
Dicen que existe una tribu indígena sudamericana, que conoce un remedio sin
efectos colaterales, para evitar la concepción en las mujeres, que a menudo es utilizado
por mujeres que no quieren constituir familia de inmediato. Me extraña que aún nadie
haya buscado este remedio, y traído a Europa; podría alcanzar grandes méritos en la
Iglesia Católica, y también en otras partes.
La prueba de cómo a la Iglesia le importaba principalmente, en impedir que los
religiosos tuviesen hijos, que pudieran ser sus herederos, la tenemos en un concilio,
llevado a cabo por el Arzobispo Juan de Tours en el año 1278 en Londres.
Allí se lee en una norma: “Como la lujuria deshonra de múltiplas maneras al
clero, principalmente cuando son concebidos hijos, disponemos, que los clérigos,
principalmente los que se encuentran consagrados hoy, no se atrevan en legarles nada
por testamento a sus hijos concebidos en el estado de religiosos, ni a sus concubinas.
Tales legados pertenecerán a la Iglesia del testador.
Podemos conocer a perfección la vida de los religiosos en los primeros siglos
de los escritos de los Padres de Iglesia, que trataron de combatir la perdición reinante en
la misma. A menudo resulta increíble que la religión enseñada por Jesús haya llevado a
tan horrendos vicios, como se cuenta en estos escritos. Que los sacerdotes buscasen
satisfacer sus deseos prohibidos de otra manera, pues, esto se puede perdonar por ser
debilidad humana. En estos casos no se debe condenar a la persona débil, sino a la
prohibición antinatural, que obliga a la violación de las leyes de las costumbres; pero
otra cosa son las aberraciones cometidas por obispos, y los crímenes, que tenían su
razón en la avaricia, en el despotismo y otras pasiones condenables.
Basilio escribe a Eusebio, obispo de Samasota: “Sólo en las personas más
despreciables se ha puesto ahora los honores obispales”; en una epístola, dirigida por él
y otros treinta y dos obispos, a todos los obispos de Galia e Italia, se relata la
vergonzosa situación de la Iglesia con grandes pesares: “La maldad de los obispos y
directores de Iglesia”, se lee en ella, “es tan grande, que los moradores de muchas
ciudades ya no visitan ninguna iglesia, sino que prefieren salir de la ciudad con mujer e
hijo, para realizar sus oraciones en el campo.”
Gregorio de Nazianza, Crisóstomo, Cirillo de Jerusalén, etc., no consiguen
relatar con suficiente claridad la inmoralidad de los religiosos. Estos llegaron a tal punto
de considerar a la lujuria como algo natural en los curas, y por lo tanto como no siendo
delito. ¡Los sínodos africanos se vieron forzados a disponer que ningún religioso se
vaya sólo a la casa de una doncella o viuda!
El relato más vívido de la pérdida de la moral en aquellos tiempos tenemos en
el ya varias veces citado Hierónimo. Escribe en una epístola a Eustoquio:
“Mire, la mayoría de las viudas, que estuvieron casadas, esconden su
conciencia infeliz bajo vestimenta de mentiras. Cuando no las delata el vientre
fecundado, o el griterío de los niños, andan por ahí con cuello erguido o en pasos de
danza. – Pero otras saben hacerse infecundas, y matan al ser humano no- nato. Cuando
se sienten encintas por su falta de vergüenza, abortan al fruto mediante veneno. A
menudo mueren ellas mismas por el veneno, y llegan con triple crimen al mundo
inferior, como suicidas, como adúlteras en Jesús, como asesinas del hijo aún no nacido.
¡Me avergüenza decirlo, ó abominación! Es triste, pero es cierto.
¿De donde surgió la peste de las Agapetinas en nuestra Iglesia? ¿De dónde otro
término para las esposas con otro nombre, sin casamiento? ¿Sí, de donde la nueva
generación de concubinas? Quiero decir más, ¿de dónde la prostituta de un hombre?
Una casa, un dormitorio, a menudo una sola cama las abraza, y a nosotros se dice
personas recelosas, cuando sospechamos de algo malo.”
Y sigue en la misma epístola:
“Hay otros, hablo de personas de mi posición, que se candidatan al presbiterio
y diaconato, para poder ver a las mujeres con tanta más libertad. Todo su cuidado se
concentra en las vestimentas, que huelan bien, y que sus pies no se hinchen en la piel
ancha. Se hacen rizar los cabellos, los dedos relucen de anillos, y a fin de que sus pies
no se mojen en un camino húmedo, apenas lo tocan con la punta. Si los ves así, antes
deberás presumir que sean novios en vez de sacerdotes. Algunos dedican toda la vida
sólo a conocer los nombres, casas y costumbres de las matronas. Uno de ellos, el más
virtuoso en estas artes, describiré cortamente, a fin de que con más facilidad reconozcas
a los alumnos por su profesor.
Se levanta celoso con el amanecer, establece el orden de sus visitas, consulta
por el camino más corto, y el viejo incómodo casi llega a entrar los dormitorios de los
adormecidos. Cuando ve un paño o una almohada delicada en la casa, lo alaba, admira y
toca; mientras se lamenta de que le hace falta, lo extorsiona más que lo exige, pues toda
mujer teme ofenderlo. Le repugna el ayuno y la castidad, a una comida juzga conforme
el aroma delicado, y el engorde y la juventud del pájaro. Tiene una boca bárbara y
desvergonzada, siempre llena de palabras de lisonja. Dándote la vuelta por donde
quieras, primero le notarás a éste.”
Tales personajes religiosos siguen existiendo en nuestros días, y le podría citar
varios al valiente Hierónimo, que se encuadran perfectamente en su descripción.
Tales relatos, por supuesto, le rendían a Hierónimo una buena cantidad de
enemigos, que se vengaban, calumniándolo. Muchos problemas tuvo con un diácono de
nombre Sabiniano. Éste había llevado a cabo un peregrinaje a todas las casas de lujuria
de Italia, al mismo tiempo de violar una cantidad de doncellas y seducir esposas, de las
cuales unas cuantas fueron ejecutadas públicamente por este motivo. Finalmente
también sedujo a la mujer de un goto noble, que descubrió la vergüenza, enojándose de
manera típicamente gótica, persiguiéndole a vida o muerte al cura desvergonzado. –
Finalmente éste se refugó con una carta de recomendación a Hierónimo en Belén, dónde
fue enclaustrado. Aquí vio un día a una religiosa del claustro de Paula, se enamoró de la
misma, le escribió cartas de amor y recibió la promesa, de que todos sus deseos serían
satisfechos. – cuando la cosa fue descubierta, y salva la castidad de la monja. Sabiniano
se tiró a los pies de Hierónimo, y recibió perdón bajo la promesa, que cumpliría las
penitencias impuestas. Prometió todo, y no cumplió nada, vivía feliz y alegre como
antes, y calumnió a Hierónimo donde podía. – ¡Tales frutos del infierno ya producía el
árbol navideño de la Iglesia en aquellos tiempos!
La legislación de Justiniano no favorecía en nada el matrimonio clerical, pues
en una disposición del año 528 se lee: “Siguiendo las disposiciones de los Santos
apóstolos, disponemos, que apenas se libere una silla obispal en una ciudad, se reúnan
los moradores de la misma, sobre tres personas de vida virtuosa y fe pura, para elegir
entre ellos el más digno. Pero sólo se elija a uno, que desprecie al dinero, y dedica toda
su vida a Dios, que no tiene ni hijos ni nietos. – El obispo no debe ser impedido por su
amor a los hijos carnales, a hacerse Padre espiritual de todos los creyentes. Por este
motivo prohibimos, que se consagre obispo a quien tiene hijos y nietos.” En la misma
disposición se prohíbe a los obispos, legarles alguna cosa a sus parientes en el
testamento, que hayan adquirido como obispos.
Las disposiciones siguientes son aún más duras, y en una disposición del año
531 Justiniano ordena, que nadie sea consagrado obispo, a no ser que no conviva con
una mujer y que no tenga hijos. En sustitución de la mujer, le sirva la Santísima Iglesia.
– Y ésta, según el relato voluptuoso de Ambrosio es ¡una novia desnuda y atractiva,
cuya bella y encantadora imagen llena a Jesús de concupiscencia, llevándolo a tomarla
como su esposa!
Que no se consiguió hacer respetar todas estas duras leyes, se puede demostrar
por varias pruebas. Todos los sínodos se ocuparon en dictar disposiciones aún más
duras, y en uno de ellos, llevado a cabo en el año 751, se dispuso: “El sacerdote, que
practica la lujuria, deberá ser puesto en una cárcel, luego de haber sido azotado y
fustigado.”
Raterio de Verona, quien vivió a principio del siglo X, se lamentó: “Ó, que
depravado es la multitud de los tonsurados, mientras entre ellos no hay uno, que no sea
un adúltero o un sodomita.”
Bajo tales circunstancias es comprensible que muchos cristianos se
preguntaban, si sería decente tomar la comunión, que consideraban santa, de manos tan
embarradas.
A una pregunta hecho en este sentido al Papa Nicolau I, éste respondió: “Nadie
puede mancillar a los Santos Sacramentos, que son productos de limpieza para toda
clase de impurezas. Pues, el rayo de sol, que pasa por cloacas y retretes, ni por esto
puede quedar manchado. Por ello el sacerdote, sea como sea, no puede manchar a lo
Santo.” De ésta comparación tranquilizante y bien escogida se percibe además, ¡que el
Papa no consideraba que los curas tenían un olor muy agradable!
Pero los puntos de vista de la Iglesia sobre el matrimonio no sólo ejercieron su
influencia desmoralizadora sobre los propios curas; la respetabilidad en general del
matrimonio sufrió debajo del mismo, pues era apenas natural, que una relación, que era
despreciada por los profesores altamente respetados, tampoco podría esperar mucho
reconocimiento entre los laicos. Por ello los desaliñados aprovechaban el espíritu del
tiempo, para permanecer solteros, y seguir de ésta manera sus pasiones sin sufrir
presiones; y los casados, que se habían hartado de sus mujeres, encontraban fácilmente
un pretexto santo, para abstenerse de ellas, y buscar reemplazo fuera de casa.
La vida de los Papas en este tiempo, principalmente durante el siglo XI, era
poco adecuada, para influir positivamente en la moralidad del clero. Me remito en este
lugar al capítulo anterior.
Un gran fanático contra el matrimonio clerical, si bien también contra la lujuria
de los curas, fue el Cardinal Pedro Damián, quien ejerció una memorable influencia por
intermedio de sus escritos; esto significa, con relación al celibato, pero no con relación a
la readaptación de los religiosos. Nación en el año 1002 en Rabean de padres
extremamente pobres, que ya tenían tantos hijos, que no sabían que hacer con el
neonato. La madre resoluta tomó la decisión, de deshacerse del varoncito, pero fue
impedido en ello por la esposa de un sacerdote.
Pedro se dedicó a la Iglesia, y finalmente se hizo obispo cardinal de Ostia en
1058 o 1059. Sólo aceptó el cargo con reluctancia, y, escandalizado con la podredumbre
de los curas, en poco tiempo renunció al cargo, y se retiró al monasterio, donde murió
en el año 1069.
Damian, en su “Liber Gomorrhianus” bosquejó un triste retrato sobre la vida
vergonzosa de los curas. Lamenta y describe en él su prostitución, su lujuria antinatural,
principalmente su sodomía, sus actos libidinosos con mancebos y niños, sus porquerías
con los animales; la lujuria de curas y monjes entre sí, con sus penitentes, y describe,
como los delincuentes mancomunados, para poder seguir en pecado, se absolvían
mutuamente en la confesión.
Damián, en su exaltación contra las mujeres de los sacerdotes a menudo
llegaba al ridículo, y su manera de nombrarlos era verdaderamente original. “Además
también hablo de ustedes, tesoritos de los clérigos, ustedes, carnada del diablo, ustedes,
excrementos del paraíso, veneno de los espíritus, lechetrezna, veneno para los que
comen, fuente de los pecados, motivos de la perdición. A ustedes, les digo, los estoy
nombrando, casas del placer del viejo enemigo, abubillas, lechuzas, lechuzas nocturnas,
lobas, sanguijuelas, que, sin descanso siguen buscando por más. Vengan pues, y me
escuchen, ustedes prostitutas y amantes, chicas del placer, charcos de excrementos de
chanchos gordos, lechos de espíritus impuros, ustedes ninfas, sirenas, brujas, prostitutas
y cuanto más motes injuriosos pueda haber, que se les quiera adjudicar.
Pues son alimento de los diablos, destinados al fuego de la muerte eterna. En
ustedes se deleita el diablo como en comidas escogidas y se engorda en la plenitud de
vuestra opulencia. Ustedes son los vasos de la cólera y de la ira de Dios, guardados
hasta el día del juicio. Ustedes son tigresas furiosas, a cuyas fauces sólo apetece sangre
humana, harpías, que revuelan sobre el sacrificio del Señor y roban, y se tragan con
violencia a aquellos que fueron consagrados a Dios.
También los llamaré de leonas, acertadamente, ustedes que rizan sus melenas al
ejemplo de lo animales salvajes, y le envuelven en abrazos sangrientos a personas
descuidadas. Ustedes son las sirenas y caribdas, que, mientras dejan sonar encantadoras
canciones, preparan el inevitable naufragio. Ustedes son cría enfurecida de la víbora,
que en sus ataques de lujuria asesina a Jesús, quien es la cabeza de los clérigos.”
Damián debe haber sido un tipo curioso, y en la riqueza de sus improperios le
podría envidiar cualquier mujer de pescador. No menos curiosas son sus comparaciones.
Así, por ejemplo, compara a los sacerdotes con sus esposas a las raposas, que Sansón
ató por la cola, metiendo una antorcha en el medio, prendiéndola, para luego tocarlos a
las plantaciones de los filisteos, a fin de explicarle a la condesa Adelaida de Turín las
desventajas del matrimonio clerical.
Fue principalmente Damián, quién le abrió el camino al Papa Gregorio VII.
Mediante él y otros fanáticos finalmente se había llegado al extremo, cuando los
otordoxos creían mucho menos delictivo el acto de la lujuria extramatrimonial que el
casamiento, y al tiempo de Enrique IV muchos maridos repudiaron a sus esposas, tanto
religiosos como laicos, y se juntaban a doncellas, que como ellos, habían jurado
castidad. En fin, se renovaron la tontería con las hermanas del amor, que en realidad
nunca termina entre los religiosos, sólo que se deshicieron de la castidad simulada, para
vivir en honesta y abierta prostitución.
Otros maridos, en su desesperación por no poder ser salvos debido a su
condición de casados, repudiaron igualmente a sus esposas, y se pusieron bajo la
protección de los monjes con todos sus bienes, para llevar una vida canónica común.
Pero aún así la ley del celibato de Gregorio encontró decidida oposición.
Lamberto de Aschaffenburgo relata, que, cuando se dio a conocer ésta Ley, todo el
conjunto de los curas habría reclamado. Todos habrían opinado, que sería mejor casar,
que sufrir de los celos, y que mediante la prohibición del matrimonio se abría puertas y
portones a la prostitución. Si Gregorio pretendía mantener su posición, preferían
renunciar a los cargos clericales, y entonces él, que es hediondo a los hombres, podrá
ver, desde donde conseguir ángeles para el gobierno del pueblo en la Iglesia.”
Varios adeptos de Gregorio, que pretendían imponer la ley del celibato por la
fuerza, casi perdieron la vida debido a ello. Cuando el obispo Altmann de Passau
proclamó la orden del Papa desde el púlpito, le tuvieron que proteger los laicos nobles
presentes de los sacerdotes rabiosos, que lo querían despedazar. – El obispo Enrique de
Chur también pasó por una situación de peligro debido a su fanatismo por el celibato.
Cuando el arzobispo Juan de Rouen leyó la ley en un sínodo, se inició un tumulto; se
bombardeó al arzobispo con piedras, de manera que tuvo que abandonar la iglesia con
urgencia.
Asimismo la ley de Gregorio encontró considerable resistencia en Inglaterra;
pero uno de los prelados de más edad se consoló diciendo: “Se le puede quitar las
mujeres a los sacerdotes, pero no se puede quitar los sacerdotes a las mujeres.”
Hasta la muerte de Enrique IV de Alemania, se perseguía a los sacerdotes con
esposas de la manera más cruenta, y como el Papa pretendía extirpar el matrimonio
sacerdotal, a menudo se castigaba la lujuria extramatrimonial, y los crímenes derivados
de ello, con menos rigor.
A la pregunta del Abad Rodolfo de Saëz, sobre qué debería hacerse con un
monje, que había tratado de envenenar a un hombre casado, respondió Anselmo,
arzobispo de Canterbury – ¡que no se le debería ascender al diaconado o al presbiterio!
Los religiosos ingleses se destacaron principalmente por su desaliño, y para
salvar las apariencias, el Papa finalmente se vio obligado a intervenir. En el sínodo de
Londres (1125), por lo tanto se prohibió a los sacerdotes con sanción del relevo del
cargo, la convivencia con mujeres. El legado Papal, Cardenal Juan de Crema, tuvo
grandes problemas para imponer esta disposición, y aún en la misma noche en que lo
consiguió, se lo flagró con una prostituta. Fue lo suficientemente descarado para
exculparse diciendo, “que sólo era un “disciplinador” de los sacerdotes.”
Obispo Arnulfo de Durham, llamado Flambard o Passaflaberer, quizás era el
más desaliñado religioso del mundo. Vivía como un sultán turco. Bellas damas, en
opulenta desnudez le servían el vino a la mesa, y para que no le falten los recursos para
vivir alegremente, oprimía y robaba a sus hijos espirituales.
Su fama también había llegado al legado Papal. Éste lo mandó citar ante el
sínodo de Londres; pero Ranulpo no encontró ventajoso atender a tal llamado, y el
Cardinal Juan resolvió ir personalmente a Durham, para convencerse personalmente de
la verdad de los rumores.
Arnulfo sabía vivir. Recibió al legado de Su Santidad con extrema amabilidad,
organizó un gran banquete, en el cuál se sirvieron todas las golosinas del mundo y los
vinos más finos, y el Cardenal se vio sentado, atontado de sorpresa, principalmente por
que una “sobrina” del obispo, preparada para la actuación, no economizó esfuerzos para
entretenerle de la mejor manera, y finalmente aceptó dormir con el legado Papal.
Luego que éste entró en la trampa como un tonto, el obispo reunió a sus
clérigos y muchachos, que llevaban copas y luces, y se dirigieron en festiva procesión a
la cama. Y el coro exclamó: ¡Bienaventurado! ¡Bienaventurado!
El legado confundido, preguntó sorprendido: “¿Acaso esto sería una
demostración de honor a San Pedro?” “Mi señor”, respondió el obispo, “es costumbre
en nuestro país, que, cuando un noble se casa, se le conceda todos los honores.
Levántese y tome lo que está en ésta copa. Si acaso te resistes, tomarás una copa, que
aplacará tu sed para siempre.”
El legado se vio obligado a aceptar la mala broma, y se levantó, “desnudo hasta
la mitad de su cuerpo”, y tomó la copa que se le pasó, en salud a su compañera de cama.
Luego se alejó la procesión con el obispo, quién ya no temía por su obispado.
El motivo del desentendimiento entre el Rey Enrique de Inglaterra y Tomás
Beckert fue también un desaliñado sacerdote de Vorcestershire, que había violado la hija
de un arrendatario, y asesinado a éste, y al cual el Rey pese a todas las protestas del
Arzobispo llevó ante la justicia secular.
En Francia los religiosos procedían en forma prácticamente similar a los de
Inglaterra. El Arzobispo de Besançon, por ejemplo, se hizo responsable de un sinfín de
crímenes. Para aplacar a su avaricia, vendía todo lo que pudiese encontrar compradores,
y desvalijaba de tal manera a los religiosos, que sólo podían vestirse miserablemente,
como los campesinos. A monjas y religiosos permitía el casamiento mediante dinero. Él
mismo vivía con una pariente, la Abadesa de Reaumair Mont, además de tener una hija
con una monja, además tenía como concubina a la hija de un sacerdote; o sea, se
permitía todo tipo de excesos sexuales, y sus religiosos mantenían concubinas.
El Arzobispo de Bordeaux mantenía una banda de asaltantes, a la cuál enviaba
en expediciones criminosas para su propio provecho. Cierta vez fue a parar con una
cantidad de prostitutas y sujetos desaliñados en la abadía de San Eparquio, donde vivió
por tres días en festanzas, para finalmente abandonar el lugar, luego de haber hurtado
todos los bienes del monasterio. “La vergüenza prohíbe citar a sus voluptuosos
crímenes”, dice el Papa Inocencio III en sus cartas. A éste Papa se contó tantos, que
dentro de poco tendría que haber leído la misa solitariamente, caso hubiera insistido en
castigarlas todas conforme merecido; por ello creyó mejor, mostrare apacible, por más
que esta apacibilidad le tenía que exasperar a menudo.
Un sacerdote había tenido convivencia prohibida con una doncella. Cuando la
ramera quedó encinta, la tomó por la cintura, cómo si pretendiese bromear, pero la
apretó con tanta fuerza que abortó. El caso fue a parar ante Inocencio III, y éste decidió:
“que, si el feto aún no tuvo vida, el monje podría seguir en las celebraciones ante el
altar, pero si ya había tenido vida, se debería abstener del servicio religioso.”
Ya en el año 428 el Papa Cölestin encontró necesario, disponer sanciones para
el caso de que religiosos seducían a sus penitentes. Tales casos ocurrían con mucha
frecuencia, y aún me detendré más en el tema en el último capítulo.
Era menos peligroso para una mujer acercarse a un mono gigante en una jaula,
como entrar en contacto con un cura. Como estos llevaban una vida sedentaria,
calentaban sus fantasías día y noche con imágenes opulentas, y no pensaban en otra
cosa, sino buscar forma cómo satisfacer sus impulsos sexuales. Los casos de violación
eran innumerables.
Bajo Enrique VI los religiosos de Inglaterra solicitaron dispensa de las
sanciones por violaciones. – En Basilea, en el año 1297 un religioso había violado a una
doncella a la fuerza. Como castigo se lo castró, exhibiendo el “corpus delicti” en el
medio de la ciudad, en un cruce muy frecuentado, como ejemplo para otros curas. –
Más tarde los venecianos hicieron descuartizar a un agustino en Brecia, que había
violado y luego asesinado a una niña de once años.
Sodomía y violación de niños era cosa común entre los religiosos, y esto ya
desde los más antiguos tiempos de la Iglesia Cristiana, como lo prueban las resoluciones
de concilios, de las cuales he citado algunas. En el año 1212 se prohibió en un concilio a
los monjes y canónicos, a acostarse junto en una cama, y practicar la sodomía.
En el año 1409 se colgó en una jaula de madera, hasta que se murieron de
hambre, por orden del consejo de Augsburgo, a cuatro sacerdotes y un laico, por
violación de niños. – En el capítulo siguiente, de los monasterios, mostraré que la
sodomía sigue siendo usual entre los curas, como consecuencia del celibato.
De lo que he relatado hasta aquí, resulta que los obispos generalmente
precedían con su ejemplo en inmoralidad a sus religiosos, aún que no todos llevaban
una vida tan inmoral como el obispo Enrique de Lüttich, que tenía una Abadesa como
amante, y en su jardín un harén completo, y quién se jactó de haber concebido en 22
meses a catorce hijos.
Bajo circunstancias tan movidas, los ciudadanos se consideraban con suerte,
cuando se le permitía a estos toros clericales a mantener concubinas, con tanto que sus
esposas e hijas se encontrasen seguras de ellos. Sí, los frisones llegaron al punto de no
permitir presencia de sacerdotes que no tuviesen concubinas. “Tampoco toleran
sacerdotes, sin esposas (o sea concubinas), a fin de que no mancillen las camas de otras
personas, cuando consideran, que esto no sea posible, y contra la naturaleza, que una
persona pueda abstenerse”, se lee en la crónica.
Ya mencioné antes, que a los Papas interesaba más la destrucción de los
matrimonios clericales, que la manutención de la castidad, y no querían que hijos
legítimos hereden los bienes, considerados propiedad de la Iglesia. Y aún que en los
concilios se trataba de poner fin al concubinato, bajo promoción de unos pocos, en
cuanto emitían disposiciones contra el concubinato, no se buscaba el riguroso
cumplimiento de las disposiciones de referencia.
Sí, a muchos obispos no les habría gustado, si un Papa hubiese ordenado
medidas definitivas, pues estas concubinas eran excusa para la extorsión. A menudo,
cuando necesitaban dinero, se acordaban de prohibir con todo rigor a sus religiosos el
concubinato, visto que lo único que les interesaba, era el dinero de la multa.
Enrique de Hewen, quien fue obispo de Constanza a mediados del siglo XV,
llevaba él mismo una vida opulenta, y las gabelas que le pagaban sus religiosos por sus
concubinas, le aseguraban un ingreso anual de 2.000 florines.
Al tiempo de la reforma, los sacerdotes en Irlanda tenían que pagar por cada
uno de los hijos concebidos con las concubinas, la suma de ocho a doce Táleres.
En tales circunstancias no sorprende cuando el concubinato, pese a todas las
prohibiciones, que eran articuladas en cada sínodo, pero sin suceso, quedase en pleno
vigor, y finalmente los Papas se percataron, que era un mal inevitable, y por lo tanto
trataron de quitar ventajas ellos mismos de la situación. Decretaron, que cada religioso,
tenga o no concubina, debería pagar una gabela de prostitución, anual, y determinada.
Como prueba de que el concubinato era generalizado entre los religiosos del
siglo XV, asimismo como para conocer las costumbres del clero en general, por la boca
de un contemporáneo, citaré a la obra de Nicolau de Clemansis, quien vivió en los
primeros decenios del siglo XV, y fue por un tiempo secretario secreto del Papa, además
de tesorero y canónico de la Iglesia en Langres, y que murió en el año 1440 como
cantor y archidiácono en Liseur.
Su relato sobre los obispos es horrendo. Según él, permitían y practicaban
cualquier vicio por dinero. Principalmente son personajes podridos los cónegos y sus
vicarios. Se dedican a la codicia, al orgullo, a la pereza y a la gula. Mantienen sin
vergüenza a sus hijos y rameras como si fueran sus esposas en sus casas, y son la
abominación de la Iglesia.
Los sacerdotes y clérigos viven públicamente en concubinato y pagan al obispo
su gabela de prostitución. Los laicos en muchas partes no saben poner otro freno a la
violación de sus doncellas y esposas, como obligándole al sacerdote a vivir en
concubinato.
“Si hay alguien hoy”, escribe Clemansis, “perezoso, y con inclinación a la
opulencia, se apura para hacerse sacerdote. Luego visitan con asiduidad a las casas de
prostitución y a las bodegas, donde pasan todo su tiempo, bebiendo, comiendo y
jugando, gritando ebrios, y haciendo ruidos, blasfemando sobe el Nombre de Dios y de
sus Santos, hasta finalmente llegar al Altar desde los brazos de sus rameras.”
Clemancis también cita aquí las bebederas de los sacerdotes. En esto eran
especialmente valientes, y se esforzaban a superar en ello a los laicos. Ya en el primer
siglo encontramos obispos, que eran borrachines insalvables. Uno de ellos,
Droctigisilus, cayó en la locura de borrachines. Los curas decían de sí mismo, cuando
estaban de buen humor: “Somos la sal de la Tierra, pero se la debe mojar, pues no hay
buen espíritu que vive en lo seco.” Principalmente en los monasterios se bebía bien.
Pero de ello más tarde.
A una buena bebida, por supuesto debe acompañar una buena mesa, y hoy día
lo saben todos, que los religiosos católicos llevan una mesa ejemplar. Obispos hacen
pasar sumas inmensas por su garganta, y para darle un ejemplo a la sobria actualidad,
pongo acá la lista de compras para el banquete en el día de la instalación de Jorge
Nevils, arzobispo de York.
Para ésta fiesta se encomendó: 300 cuartos de trigo, 330 toneladas de cidra, 104
toneladas de vino, 1 tonel de vino condimentado, 80 bueyes engordados, 6 toros
salvajes, 1004 carneros, 300 chanchos, 300 terneros, 3000 gansos, 3000 capones, 300
lechones, 100 pavos reales, 200 grullas, 200 cabritos, 2000 gallinas jóvenes, 4000
palomas jóvenes, 4000 conejos, 4000 patos, 200 faisanes, 500 perdices, 4000 chochas,
400 fojas, 100 codornices, 1000 garzas, 200 corzos y 400 venados, 1506 pasteles de
caza, 5400 fuentes de jalea, 4000 custards fríos, 2000 custards calientes, 300 lucios, 8
focas, 4 delfines, y 400 tortas. – 62 cocineros y 515 ayudantes de cocina se dedicaron a
la preparación de estos alimentos, y a la mesa sirvieron 1000 mozos.
Pero volvamos otra vez a la gula y la prostitución de los curas. – El sínodo de
Basilea (1431 – 1448) se tomó la inútil molestia, de emitir disposiciones serias contra el
concubinato; pero no pudieron decidirse por el único medio para poner fin al mismo,
por más que personas muy respetadas en el sínodo, como el secretario secreto y maestro
de ceremonia del mismo, Clemente Silvio Piccolomini, se manifestaron a favor del
matrimonio de los sacerdotes. Dijo: “Hubo, como lo saben, Papas casados, y también
Pedro, el príncipe de los Apóstolos, tenía una mujer. Quizás sería bueno, si se les
permitiese el casamiento a los sacerdotes, porque muchos sacerdotes casados
promoverían la salvación de sus almas, que ahora se pierden solteros.”
Grandes detractores del concubinato en este tiempo eran el obispo Bertoldo de
Srassburgo y obispo Estéfano de Brandenburgo. El último se lamenta amargamente
sobre los religiosos de su diócesis y dijo, de los cuáles muchos mantenían amantes, y
que “debido a su vida desaliñada no sólo enfadaban a la gente común, sino también a
los príncipes y a los grandes.”
“Y estos sacerdotes”, dice en un sínodo en Brandenburgo, “tienen tal descaro
de prostitutos, que tienen por poca cosa, practicar la lujuria y el adulterio. Pues cuando
debido a la debilidad de la carne sus cocineras y doncellas son empreñadas por ellos, o
quizás por los otros, no niegan el pecado, sino consideran un gran honor, ser los padres
de los niños concebidos en la condenable convivencia. – Sí, incluso invitan a los
religiosos vecinos y a los laicos de ambos sexos para ser padrinos, y preparan
grandiosos banquetes ante el nacimiento de tales niños. ¡Maldichos sean aquellos, que,
por su propia confesión hacen público, lo que aún pretenden poner en duda por
negación, para eludirse aún así más o menos a la mano de la justicia!” Buen ejemplo
de la moral obispal.
Los gobiernos de varios países reconocieron que sólo permitiendo el
concubinato entre religiosos, prácticamente equiparado al matrimonio, se podría evitar
incómodos mayores. Esto hicieron por ejemplo varios gobiernos en Suiza, y aquí el
régimen protegía a las concubinas de los religiosos contra la codicia de los superiores
espirituales, declarando válidos los legados testamentarios a favor de las primeras.
Al obispo de Tarento, quien era legado del Papa en Suiza, alguien dijo, que allí
las monjas podían hacer lo que querían, nada sería investigado, etc., pero si les nacían
hijos, les esperaba calabozo horrendamente oscuro. A esto respondió el legado:
“¡Bienaventurados los estériles!
Pero aún no hablamos de los monasterios, sino solamente de los curas
mundanos. – El concubinato de los mismos, aún cuando protegido de alguna manera por
la Ley, jamás podía sustituir al casamiento, y sólo servía para exponer el clero al
escándalo y al ridículo. Era de la naturaleza de estas relaciones, que difícilmente
mujeres de algún valor aceptaban entrar en tal condición. Si bien a las veces ocurría que
alguna doncella decente hiciera caso omiso a tales preconceptos por amor, en la mayoría
de las veces eran rameras vulgares, que sólo trataban de desvalijar a los religiosos.
“Patrimonio de cura fluye hacia el dedal”, dice un recitado antiguo.
Esta relación medianamente consentida nunca podría ser respetada, y siempre
será una deshonra. Si bien ocurría que algunos religiosos dedicaban todo respeto a sus
concubinas, conforme corresponde a una esposa, pero en la mayoría de las veces, y
principalmente por parte de los eruditos eran mantenidas como cocineras u otro tipo de
personal en la casa. Estas personas sabían utilizar perfectamente a su propio favor tales
ventajas. No se avergonzaban de la relación, pero sí el religioso erudito, que era su
señor, y que dejaba pasar mucha cosa, sí, a las veces era dominado totalmente, con tal
de que la gente no conociera sus debilidades mundanas; pues el populacho no tardaba
en inventar sus chistes sobre las “cocineras de los curas”, y cuántos religiosos no se
veían impelidos a abandonar silenciosamente un lugar, cuando los muchachos cantaban:
Muchacha, si tienes que ser mucama,
Solamente al cura servirás,
Puedes ganar el sueldo en la cama,
Y poco trabajo tendrás.

Muchos religiosos perversos estaban felices; el casamiento no los prendía a una


mujer, podían satisfacer sus deseos por variedad, sencillamente echando a la ramera que
no les gustaba, y tomando una nueva. Tales concubinatos, que solían ser muy comunes,
eran simple prostitución, y mediante ellas se creaba entre los curas una vulgaridad y
brutalidad, que se manifestaba principalmente en su manera de pensar sobre los temas
sexuales, como difícilmente puede ocurrir dentro del matrimonio. Tales curas no hacían
secreto de su desaliño; incluso se jactaban de la misma, y escritores contemporáneos
muy creíbles relatan, que en los banquetes y borracheras estos “fanfarrones
parroquiales”, y “caballos de hábito”, como los llama Fischart hacían apuestas con los
campesinos, cuyo objeto era tan obsceno, que no lo quiero indicar más detalladamente,
por más lejos que me esté toda mojigatería.
Sí, estos curas no se avergonzaban de citar su comportamiento libidinoso desde
el púlpito, y a menudo empeoraban esta indiscreción, haciendo cualquier chiste verde
con referencia al tema.
En las consagraciones de iglesias ellos festejaban las orgías más descaradas.
Todos los curas vecinos con sus cocineras visitaban al religioso, que estaba en su fiesta
de consagración, y luego se comía, bebía y realizaba actos libidinosos.
Cuando el obispo de Mainz le visitó cierta vez al obispo de Merseburgo, y
trasnochó durante el camino en la casa de un padre, que justamente estaba festejando la
consagración de iglesia, le acompañó su médico de cabecera, que nos relata el siguiente
cuento gracioso.
“El obispo se baja, y se acerca a la casa parroquial, para su oficio. Ocurrió que
el padre había invitado a diez otros padres para la consagración, y cada uno había traído
a una cocinera. Pero cuando vieron llegar a extraños, todos los padres corren con sus
rameras hacia un galpón, para esconderse. En este momento un conde, que se
encontraba en el patio del obispo, ingresa en el galpón, para aliviarse, y cuando se
encontraba en el galpón, hacia donde habían huido las rameras y los mancebos, grita la
cocinera del padre: ¡No, joven, no! Hay perros violentos allí, le podría morder. Pero no
desiste, entra, y encuentra un montón de rameras y mancebos en el galpón.
Cuando el conde entró en la sala, se le había servido al obispo un ganso rollizo,
y el conde comienza a contarle la historia al obispo; a la noche llegan a Merβburgo,
donde el obispo de Mentz cuenta la historia al obispo de Merβburgo. Cuando el Santo
Padre escucha el relato, se entristeció, no porque los curas tengan rameras, sino porque
la cocinera haya llamado de perro a los mancebos en el galpón, y dice, Óh Dios, que
Dios perdone a la mujer, que ha llamado a los ungidos de Dios de perros. Esto lo
cuento, a fin de que se entienda, porque nosotros alemanes nos aferramos tanto al dicho:
no hay pueblito tan chico, que no haya kermés cada año en el mismo. Pero que está
escrito, ni un prostituto entrará en el Cielo, esto no lo observamos.”
“Y como ahora nos detuvimos suficientemente en la prostitución”, se dice en
una prédica, “vayámonos al adulterio.”
El concubinato, a final, era la consecuencia más inocente de la ley de celibato.
Una influencia mucho más perniciosa sobre la moralidad del pueblo tenían las otras
consecuencias de la misma.
Se puede tener por regla, que aún seguía siendo la parcela mejor de los curas,
que vivía con concubinas permanentes en una relación parecida al matrimonio. Pero los
curas auténticos les tenían a las esposas e hijas de los laicos como caza, contra la cuál
desplegaban sus cacerías, tratando de atraparla en sus redes con las artes de seducción
más descaradas.
Estas artes tendrían que tener un resultado tanto más prometedor, como su
cargo de curas los llevaba a constantes contactos con las mujeres, y cuanto más la
estupidez de los hombres facilitaba éstas relaciones. Pese a todos los ejemplos, y las
infamias diarias que se practicaban bajo sus ojos, los hombres no aprendían, pues los
curas sabían darse una apariencia tan santa, que los torpes esposos siquiera se permitían
mostrar alguna sospecha.
Todos los relatos sobre la lujuria, naturalmente los curas alegaban ser mentiras
descaradas, y si alguna vez hubo un caso demasiado evidente, prohibían seriamente
hablar de él, remitiéndose al ejemplo del Imperador Constantino, que cierta vez, cuando
flagró a un sacerdote, lo cubrió con su manta imperial, e inculcaron en sus penitentes, lo
que dijo San Rabanus Maurus: “Cuando se ve a un religioso, con la mano sobre el
pecho de una mujer, ¡se debe presumir que bendice!” – ¡Es cierto que después de tal
bendición, aquélla a menudo se encontraba en “estado de bendición”!
Uno de los escritores de tiempos anteriores, que descubría sin consideraciones
las infamias de los curas, fue Pogio Bracciolino, ya mencionado anteriormente. Todo el
mundo de los hábitos se alarmó, y su famoso bienhechor Cosme de Medici le
recomendó el mayor cuidado. En el capítulo siete, donde hablaremos del abuso del
confesorio, mencionaremos algunos de los casos que él nos ha relatado.
Félix Hämmerlin, fallecido en 1457, corista en Zurique y Zofingen y prior de
Soloturno, relata especialmente la corrupción de los monjes, pero también de los padres
se conocen varios hechos, que se consideraría absolutamente increíbles, si no hubieran
sido confirmadas por hombres serios, amantes de la verdad, de aquellos tiempos. – La
brutalidad bestial de muchos curas pasa de todos los conceptos. Aún las resoluciones de
los concilios ofrecen pruebas de ello. Aquí se les prohíbe en los mismos, a rezar misa en
chaquetas o pantalones rotos; más allá, se prohíbe hacer muecas obscenas en el Altar, y
no cantar canciones sucias.
Esto lo debo adelantar, para dar crédito al relato siguiente, narrado por
Hämmerlin: Un sacerdote vivía en relación prohibida con una señora muy respetada. La
cosa se hizo pública, y él fue obligado a huir de su parroquia. Cuando vagueaba
desesperado en el monte, lo encontró un monje, que le preguntó lo que le pasaba. El
sacerdote contó francamente su pesar. Pero el supuesto monje era el diablo – quizás un
pícaro en hábito – y le contestó: “No es que, si no tuvieras al miembro malvado,
¿podrías vivir tranquilamente en tu parroquia?” – “Así es, mi señor”, respondió el padre
– “Bueno, entonces levante tu hábito, a fin de que lo toque, así como ella también lo ha
tocado, entonces te podrás mostrar sin temor a la congregación, y habrá desaparecido en
el momento.” El religioso hizo lo que le pidió el monje, y volvió corriendo en alegría a
su congregación, hizo sonar las campanas, reunió a sus parroquianos, y subió al púlpito.
Confiante levantó sus vestimentas - et mox membrum suum abundantius quam prius
apparuit.
Recomendables son los escritos de Juan Busch, el prior de los coristas de
Soltau, cerca de Hildesheim, y visitador del arzobispado de Magdeburgo. Persiguió con
gran euforia a los sacerdotes que mantenían concubinas, y no los castigaba con gabelas,
como estaban acostumbradas, sino con sanciones canónicas.
Cierta vez invitó a un padre con su concubina a su casa. Al primero hizo entrar
al monasterio, pero a la ramera dejó afuera. Inquirido con todo rigor, el padre negó
rotundamente, y juró, que vivía en castidad con su empleada. Ahora Busch salió hacia
donde se encontraba la chica y dijo: “He escuchado, que sueles dormir con tu amo”,
pero ella desmintió, diciendo que sólo trataba a las vacas, terneros y chanchos. Pero
cuando Busch afirmó que su amo ya había confesado, ella también confesó, y el Santo
Padre había cometido perjurio.
De los poetas satíricos de aquellos tiempos no quiero siquiera hablar, pues es
posible que hayan inventado aquí y allí alguna cosa, para exponer a los curas al ridículo.
Pero sus escritos eran leídos con aprobación, pues todo el mundo estaba escandalizado
por la descarada falta de moral de los curas.
Juan Francisco Piko, príncipe de Mirandola, quien tuvo una curiosa entrevista
con el Papa Alejandro VI, describe, en una petición al Papa León X (1513), la
degeneración del clero, y se escandaliza principalmente, que se educaba para el servicio
religioso a tales criaturas que han servido a la satisfacción de la libido antinatural de los
religiosos superiores.
Geiler de Kaiserberg (falleció en 1510) fue profesor de la teología en Friburgo
y luego se hizo predicador en Strassburgo. Cierta vez explicó al obispo: que, si una
persona no célibe no podía celebrar misa, él se vería obligado a suspender al clero de
toda región de Sprengel, pues la mayoría vivía en escandaloso concubinato.
Éste hombre original, de tan limpia moral como erudito, narra en sus prédicas
acertadas la vida de los curas y monjes. En una de ellas, “Del árbol humano”, se puede
leer:
“Pero si el fruto de la castidad matrimonial debe crecer en las ramas del árbol,
vigílese, tenga cuidado, tome providencias, averígüese. En primer lugar, cuídese de los
monjes. Éstos pícaros no salen de la casa, sin llevar algo de los frutos.
¡Pero cómo los podré conocer! En primer lugar los reconozco, que cuando uno
entra en tu casa, lleva consigo una pequeña novicia, apenas del tamaño de un puño, que
queda sentada en una esquina, a la cuál se le da una manzana, hasta que la mujer lo haya
hecho ver toda la casa. Por otro lado, mire por sus manos, suele traer regalos, esto para
usted, esto a la mujer, aquello para los hijos, aquello a la empleada.
La tercera señal es, cuando te concede honores amplios. Si eres artesano, te dice
noble. – Cuando ves a un monje color de galleta, haga la señal de la cruz, y si el monje
es negro, será el diablo, si es blanco, es su madre, si es ceniza, tiene parte con ambos.
Por otro lado, cuídese de los curas, que nada hacen en secreto, principalmente
los confesores, padres, ayudantes y capelanes. Sí, caso digas, que mi esposa odia a
monjes y curas, jura, que no los quiere. Es cierto, lo tira tan lejos, que no se lo podía
alcanzar en tres días a caballo. No le crea, pues el diablo tienta a las mujeres, a que
quieran a los hombres consagrados.”
Documentación interesante para el desaliño de los religiosos contienen los
escritos de los médicos. De ellos se aprende las peores consecuencias del celibato, en el
propio cuerpo de los curas. Era solo un inmenso accidente, que éstos trasmitían éstas
consecuencias a los demás, arruinando también físicamente a personas que ya habían
arruinadas espiritualmente. Todos los médicos se lamentaban, que la peste de la lujuria,
que soldados alemanes habrían traído desde Francia, estaba siendo propagado por los
curas de manera horrenda.
Inútil todos los pedidos de contención. Kásper Torella, primer Cardinal en la
Corte de Alejandor VI, obispo de Santa Justa en Sardenia y medico de cabecera del
Papa, pidió a los cardinales y a todos los religiosos, “a que no practiquen la lujuria a la
mañana, pasada la misa, sino a la tarde, luego de la digestión, caso contrario su
pecaminosidad sería castigada con debilitación, salivación y otras enfermedades, y la
Iglesia sería desvalijada de su más bella decoración.”
Algunos médicos eran suficientemente malvados, a punto de expresar la
preocupación, que los religiosos también trasplantarían las enfermedades venéreas al
cielo, y el médico Vendelin Hock le intima al Duque de Württernberg, a poner fin al
desaliño de los curas, caso contrario todo el país sería víctima de la peste. Ésta
preocupación no se quitó del nada, pues las enfermedades venéreas se multiplicaban a
tal punto, que en la mayoría de las ciudades se construyó hospitales especializados,
llamados de casas francesas.
Bartolomeu Montagna, profesor de medicina en Padua, tuvo las mejores
oportunidades , para estudiar a las enfermedades venéreas en los males de sus amigos
religiosos, y luego escribió un libro, en el cuál narraba horrendamente algunas de las
enfermedades cardenales. El propio Alejandro VI sufría bárbaramente, y el obispo
cardinal de Segovia, que tenía la supervisión sobre las casas de prostitución en Roma,
les dedicaba tal atención, que le costó la vida.
Al tiempo de la reforma, salieron a la luz un sinfín de indignidades de los curas.
Cuando Lutero empezó a hacer escándalo, obtuvo eco por todos los lados, y aparecieron
escritos contra el clero en cantidad interminable, que inundaban toda Europa.
Lutero, Melanchton, Zwingli y otros reclamaban a altas voces el derecho al
matrimonio para los sacerdotes, y los últimos dirigían muchos escritos, y en nombre de
muchos religiosos a sus superiores, pero que no llevaron a nada. De uno de estos
escritos citaré lo que sigue:
Un profesor, que era casado, pretendía hacerse padre, y fue consagrado con
aprobación de su mujer. Pero se había atribuido fuerza de espíritu que no poseía, cuando
pensó que podría mantener el voto de castidad. Se batió por mucho tiempo, y con gusto
habría vuelto a su esposa, pero como no lo podía hacer, se buscó una ramera, abandonó
la parroquia de su esposa, para no humillarla, llegando al obispado de Constanza. La
mujer, que escuchó que tenía una empleada, lo siguió. El marido, que la amaba,
despidió a su empleada, volviendo a recibir a su mujer, alegando que así sería mejor,
visto que sin el “cuidado femenino” no se podía mantener una casa. Pero el Vicario
General y el Consejo Consistorial no compartían su punto de vista; le ordenaron, bajo
pérdida de sus funciones, a rechazar a su esposa. El pobre sacerdote se ofreció a pagar
las gabelas anuales de concubina; pero, fue inútil, ella tuvo que dejarlo. Luego volvió a
recibir a su concubina anterior, y todo estaba bajo perfecta orden clerical; ¡el Vicario
General nada tenía a obstar!
El consejo de Zurique permitió poco después de una disputa, en la cual Zwingli
defendió valientemente el matrimonio, a que se casen los sacerdotes. Varios hicieron
uso inmediato del derecho, y proclamaron su decisión desde el púlpito. El pueblo
aprobó ruidosamente la decisión, y durante el casamiento de un sacerdote de
Strassburgo, donde poco después se siguió al buen ejemplo, se exclamaba desde el
pueblo, que este hizo bien, y se le deseó mil años de felicidad.
Erasmo de Rotterdam, quien con sus escritos contribuyó bastante en socavar el
poder de los Papas, llamó a la reforma de “fiebre luterana”, o un teatro romántico, pues
terminaba en casamiento. Cuando escuchó del casamiento de Lutero, bromeó: Es un
viejo cuento, que el anticristo vendrá de un monje con una religiosa. Escribió asimismo
contra el celibato, pero alegando, que los Papas difícilmente conseguirían abolirlo, visto
que la gabela de prostitución les rendía demasiado mucho.
En el sínodo de Trento, donde se volvió a calentar todo el puchero romano,
también volvió a confirmarse el celibato, decretando rígidas normas contra el
concubinato. Pero tampoco estas disposiciones ayudaron mucho. En Polonia, durante el
tiempo de la reforma, casi todos los religiosos vivían en matrimonio secreto, e incluso
muchos lo confesaban públicamente. Esta situación tampoco cambió con el sínodo de
Trento, y que el concubinato continuaba, nos enseñan las infinitas disposiciones
posteriores.
En aquello países, en los cuáles la reforma había arraigado, los religiosos
trataban de ocultar siempre más su vida escandalosa a los ojos del mundo; pero como se
comprenderá, con ello no se ganaba nada para la mejora de la moral, sino por el
contrario, se peligraba aún más. Los curas, pese a todas decisiones de los concilios,
seguían siendo hombres, necesitados del amor humano, para exponer la cosa de manera
amena, y como, ante el disfrute descuidado había amenaza de castigos severos, se veían
impelidos a mejorar las artes de la disimulación y de la hipocresía. El oficio de la
seducción de mujeres ahora se hizo más jesuítico, y esto no representaba en absoluto
ningún progreso.
Mientras, en los países auténticamente católicos, la gente se preocupaba menos,
y el Cardinal Bellarmin, por ejemplo, llevaba una vida, como si nunca hubiese habido
una reforma. Se cuenta de él, que habría tenido 1624 amantes ¡además de haber
mantenido a cuatro cabras para la sodomía! Más de esto, naturalmente no se puede
exigir de un cardenal.
En el siglo XVII aún aparecían montones de disposiciones, relativas a la
inmoralidad de los curas, y como era imposible eliminar al concubinato, por más que se
tratase, se determinó que la edad de las cocineras y mucamas tenía que ser mayor de 50
años, y aún con esta edad, que por lo menos salvaba de la concepción desenfrenada, que
era el objeto principal, las aspirantes a cocinera de cura se tenían que someter a un
examen riguroso.
En el siglo XVIII y XIX los sínodos provinciales se hacían cada vez más raros, y
esto es el motivo, por el cuál se pierden las recordaciones a las leyes de castidad, que
sólo de vez en cuando aparecen en las epístolas obispales.
Se había comprendido, que la carne de los curas no se deja matar, y se volvió
más diplomático. En vez de hacer públicas las violaciones a la castidad, se las ocultaba,
tratando de divulgar la opinión, de que la castidad andaba a las mil maravillas. Si se
encontraba necesario una recordación, se impedía que la noticia se esparciera entre el
pueblo, y en un escrito de José Konrad, obispo de Freisingen y Regensburgo, dirigido al
clero de Regensburgo, del 7 de enero de 1796, se puede leer: “Además queremos, que
de éstos estatutos no se sepa nada entre el pueblo, a fin de que el clero no sea
despreciado y escarnecido. Por ello también nos utilizamos del idioma latín, a fin de
tener debido cuidado por el honor del clero, y mantener al pueblo en su buena opinión,
visto que algunos entre ellos piensan, que siquiera debe caer la sospecha de un crimen
sobre padres y sacerdotes.”
Una circular del obispo Ignacio Alberto de Augsburgo del 1º de Abril de 1824
es, en general, extremamente diplomática, y tanto más sorprende en el miso el siguiente
pasaje: “Sí, sabemos, que entre los padres se hizo costumbre, aparecer en las fiestas
canónicas y en las ferias con las cocineras, y hacer entrada en la casa parroquial y en
las bodegas, par volver borrachos, tarde en la noche, a sus casas.”
En España se veía muy degenerada la moral de los religiosos en las primeras
décadas de éste siglo, y el inquisidor mayor, Bertram declaró: que se necesita de todo el
rigor de la inquisición para impedir los crímenes de clérigos y monjes, y para impedir,
que el confesorio se trasforme en prostíbulo. – Lo que pasa con la moralidad de los
religiosos en Suiza, sabremos en algunas partes del próximo capítulo. – En América del
Sur los curas traspasan a todos los otros oficios en desaliño, lo que allí significa
bastante. En Perú el concubinato sigue en plena florescencia.
Y como se encuentra la moralidad del clero romano en Alemania, no lo quiero
referir en esta parte. Lectores, que viven en distritos católicos de nuestra patria, lo
saben. El celibato aún persiste, pero aún que la erudición superior de nuestros tiempos
no permite, que la desvergüenza de los curas aparezca con el mismo descaro de antes,
las consecuencias del celibato siguen las mismas. Sus consecuencias fueron, casi en
igual medida que la codicia de los curas, que provocaron la reforma; y si ahora un
nuevo concilio debe decidir sobre los medios, para rehabilitar a la religión católica en
los países en donde tambalea, no debe olvidarse, que el levantamiento del celibato sería
la medida más eficaz.
El Monasterismo
En el tumulto del mundo vive
La impúdica opulencia del pecado
En Santas murallas reina
Paganería en recato.

Como surgió el monasterismo, ya lo mencioné antes. Monasterios surgían en el


medioevo como hongos de la tierra. Hasta la reforma se había construido 14.993, ¡sólo
de frailes mendicantes! Mediante la reforma, y la guerra que se siguió, se echaron a
perder 800 monasterios en Alemania, sólo en Sajonia 130; pero pese a ello el Imperador
José X II aún encontró 1565 monasterios de monjes y 604 monasterios de monjas en su
Estado, cundo asumió el gobierno. A tiempos de Lutero, la suma de los monjes
alcanzaba 2.465.000, ¡y sólo el ejército de frailes mendicantes sumaba el millón!
Casi es imposible citar a todas las variedades de estos monjes y religiosas, y
por ello evito hacerlo, al igual que Marnix de San Aldegonde en su famoso “colmena de
abejas del Santo enjambre romano de zánganos etc.”, y sólo cito sus palabras: “Como
algunos, que andan por ahí vestidos de blancos como nieve, algunos negros como el
carbón, otros en ceniza color de burro, verde hierba, rojo fuego, azul celeste, colorido o
salpicado, donde unos llevan una boina clara, otros una oscura, algunos oscurecidos en
el humo del fuego del purgatorio, otras con la lividez de la muerte, debido al réquiem.
Un monje ceniza como el gorrión, otros color ceniza claro como un gato de convento;
algunos mezclado el negro y blanco como gusanos y piojos, los otros color de azufre y
de lobos, los terceros color de fresno y de madera, algunos con muchas chaquetas
sobrepuestas, otros sólo con el hábito. Algunos con la camisa sobre la chaqueta, o la piel
de camello de San Juan sobre la piel desnuda; algunos tonsurados a la mitad, otros
completamente; algunos de barbas, otros sin barbas y sin maneras; Algunos andan de
cabeza descubierta, muchos descalzos, pero todos ellos haraganes; Algunos vestidos en
lana, otros en lino, algunos hechos ovejas, otros hechos chanchos: Algunos llevan
anillitos en el pecho, otros dos espadas cruzadas, los terceros un crucifijo, los cuartos
dos llaves. Los quintos estrellas, los sextos coronas: los séptimos espejos del
Eulenspiegel16, los octavos el sombrero de obispo, los novenos lazos, los décimos
pañoleta, los décimos primeros el cáliz, los décimos segundos conchas y el bastón de
Jacob, los décimos terceros látigos, los décimos cuartos escudo y otros otras extrañas
figuras, desde Padrenuestro, anillos y anteojos. Miren, ya se ha distribuido las insignias
de campaña, sólo falta la consigna, así marchan por ahí, armados para la guerra.”
Era este un enorme poder, principalmente por sus riquezas, a las cuáles habían
llegado mediante los regalos de idiotas piadosos, y mediante – engaños. Si alguna
Iglesia o algún monasterio tenía interés en algún bello pedazo de tierra, rápidamente se
encontraba metido en los archivos de claustro un documento en pergamino amarillento,
expedido por éste o aquél príncipe de antaño, que regalaba éstas tierras al claustro. En el
monasterio de San Medardi en Soisson había prácticamente una fábrica de documentos
falsos. El monje Guernon relata en su lecho de muerte, que había viajado por toda
Francia, preparando documentos falsos para monasterios e iglesias. Así no resulta
extraño, que al tiempo de la revolución el patrimonio del clero fue tasado en Francia en
3.000 millones de francos.

16
Hace referencia a un personaje bufón en un cuento infantil, me parece de la autoría de Wilhelm Busch.
Los curas no desperdiciaban medios para hacerse ricos, pues hace mucho se
habían percatado, que dinero es poder, y – querían vivir bien. Con ello sabían asociar
perfectamente sus votos, y aquello que los fundadores fanáticos de los monasterios
habían instituido para el bien común, siempre fue tergiversado de tal manera por los
descendentes, que se trasformó en fuente de adquisición y de la buena vida.
Por ejemplo los cartujos, a los cuáles la norma prohibían el consumo de carne,
cultivaban a los árboles frutales y a la pesca a tal punto, que también podían vivir en
pleno lujo de estas cosechas, sin necesidad de carne. Las frutas de los cartujos son
conocidas en todo mundo. La escuela de agricultura fructífera en París producía
anualmente 30.000 Livres. ¡Era suficiente para que un prior consumiera durante su
enfermedad 15.000 Livres en caldo de lucio!
La misa era, como lo enseñaban los monjes, el único refresco para pobres
almas en el purgatorio, el peor espantapájaros para el diablo, y podía ser comprada por
30 monedas, es más, los frailes mendicantes la leían por la mitad el precio, y
prosperaban tanto más.
Algunos monasterios enriquecieron extremamente mediante la indulgencia,
para la cuál el Papa les había concedido privilegio especial. La indulgencia de
Portiunkula rendía millones a los franciscanos. Un monasterio hieronimita en Valladolid
con ochenta frailes ostentaba el privilegio exclusivo, de vender la Bula de la Cruz, lo
que le rendía 12.000 Ducados anuales.
Tanto cuanto a los frailes les gustaba recibir, tanto les repugnaba donar, y cada
uno que se arriesgaba a obligarles a dar, era maldicho hasta el confín de los infiernos,
como lo demuestra la siguiente fórmula, que hacía parte de cada documento de
donación: “¡Su nombre está exterminado del libro de la vida; que sufra todas las plagas
de los faraones; - el Señor que lo eche de su patrimonio, y del de a sus enemigos – su
parte esté con el traidor Judas – con Dattam y con Abiram – sus campos se hagan como
Sodoma, y azufre destruya su casa como Gomorra, - que le aire mande legiones de
diablos sobre él – que sea maldicho desde el pie hasta la cabeza, que le devoren los
gusanos con hedor, y que derrame sus entrañas como Judas – su cadáver sea devorado
por los pájaros y animales salvajes, y su recuerdo exterminado de la tierra – maldichas
todas sus obras, maldicho cuando va y viene, maldicho en la muerte como un perro,
quien lo entierre, que sea exterminado. ¡Maldicha la tierra, donde sea enterrado, y que
se quede con los diablos, y sus ángeles en el fuego infernal!” ¡Con esto a cualquier
cristiano le tenían que pasar las ganas de poseer bienes monasteriales!
Si ahora el negociado principal de los monjes era el comercio con mercancía
espiritual, esto no los impedía a que también lo hagan con mercadería terrenal, cuando
las primeras empezaron a caer en la cotización. Muchos claustros supieron hacerse del
derecho, de expender vino y cerveza, ganando mucho dinero con ello. En Nurenberg
uno llegó a vender 4.500 baldes de cerveza anuales. Cada mendigo que aparecía en su
bodega, recibía un centavo, pero el vaso de cerveza se le vendía a 10 centavos.
Pero en general, los monjes se dedicaban más a la bebida, que a su venta, y las
bodegas de los claustros se encontraban en el mejor recuerdo de todos los borrachines.
Los Padres piadosos guardaban barriles en sus bodegas, que eran mayores que las
celdas de sus antepasados, los pobres ermitaños.
Cuando se cerró los monasterios en Austria, se encontró incluso en los
conventos de las monjas bodegas de vino espléndidamente dotadas. Las canónicas de
Himmelspforten en Viena tenían en el suyo aún 6.800 baldes de vino, y lugar para el
doble. Había allí una bodega Dios Padre, otra, Dios Hijo y otra, Espíritu Santo, una
Madre de Dios, San Juan, San Javier y Nepomuceno. La mayor bodega, Dios Hijo,
estaba vacía, excepto por un único barril. – ¡Qué cantidades no se habrá encontrado en
los monasterios de los frailes!
Un religioso protestante muy respetado, en Caen, Francia, fue acusado de haber
hablado mal de la confesión de oídas de los católicos. El hecho fue investigado
rigurosamente, pero no se pudo encontrar culpa en el religioso, y fue absuelto. El júbilo
sobre ello fue inmenso en Caen, y cada uno trató de expresar de alguna manera esta
alegría. Esto también lo hizo un caballero, de muy mala reputación. Invitó a los
capuchinos, y “el vino fluía en chorros”. Se empezó una bebedera por apuestas, que
terminó con un monje muerto. – Éste noble protestante ahora se dirigió a la casa del
religioso, y dijo: “Que estaba muy satisfecho con su sobreseimiento, y había ponderado,
que no había mejor manera de mostrarlo, que sacrificándole un monje a su amigo. En
realidad debería haber sido un jesuita; pero como no pudo hacerse de uno, que el
religioso se contente con un capuchino.”
Aún que los monasterios no estaban suficientemente poderosos para
defenderse, siempre había un príncipe que consideraba cuestión de honor protegerlos,
en contraprestación a tales o cuáles derechos de parte de los frailes. Pero no todos los
protectores hacían de ello un uso tan intenso como el Duque Julio de Braunschweig.
Éste mandó llevar a la Abadesa de Gandersheim, nacida de Warberg, que se había
familiarizado excesivamente con el mayordomo del claustro, a Stauffenburg, ¡y la
mandó encerrar viva entre murallas de mampostería en 1587!
En general los monasterios no necesitaban de protección, los abades y prelados
eran grandes señores, que tenían vasallos, que les estaban sometidos a cualquier
servicio, como esclavos. Muchas veces estos servicios se limitaban a una mala broma,
que solía ser bastante grosera.
El vasallo del monasterio de Boloña tenía que traer anualmente una fuente con
arroz y una gallina, y atajarla bajo la nariz de Su Excelencia, pues, sólo debía sus
vapores.
Una propiedad rural en Soest, Westfalia tenía la obligación, de llevar cada año
un huevo sobre un carruaje a cuatro caballos. En Quedlinburgo las novias tenían que
pagarle a sus señores curas el “Stech- oder Bunzengroschen”, y en Paderborn tenían que
ofrecer una piel de carnero. – A muchos monasterios de Suábia las novias tenían que
llevar a los monasterios una olla de cobre, “tan grande que les permitiera sentarse en
ella”, y por supuesto la demostración de que efectivamente cabían en ella, era la
diversión principal para los puritanos señores.
Los matrimonios sin hijos tenían que sacrificar en el monasterio de Hildesheim
cada año un “gallo de la paciencia”, por la pérdida del dinero del bautismo, para que se
tenga paciencia con su incompetencia.
La naturaleza de raposa de los curas se revelaba en sus deseos por gallinas, y
sus vasallos tenían que proveerles de cuántas podían. ¡Había gallinas principales,
gallinas corporales, gallinas ahumadas, gallinas impuesto a la sucesión, gallinas de
carnaval, de Pentecostés, verano, otoño, cosecha, monte, huerta, heno, y honores!
Audubon ha olvidado estas gallinas en su historia natural de los pájaros; pero es cierto
que sólo existían en Europa, y Gloger, cuando escribió su obra espectacular, debería
haberse ocupado de ellas.
Algunos abades y obispos mantenían ejércitos, como no lo podían hacer los
príncipes. El obispo Galen de Münster tenía 42.000 hombres de infantería, 18.000 de la
caballería, y una bellísima artillería, y la mayoría de los monasterios estaban
confederados a los efectos de poder remitir un contingente mayor o menor a las tropas
del obispo del país. Cuando la reforma y la revolución perjudicaron sustancialmente a
los monasterios, la vida se hizo difícil en muchos de ellos, y una abadesa escribió a la
dirección distrital: “que fueron reducidas a tal puno en la última guerra y por los
franceses, que no eran capaces de hacerle subir a caballo siquiera a un medio hombre.”
Antes de echar ahora un vistazo en los monasterios, volvamos a examinar la
utilidad que los monjes traían al mundo.
Lastimosamente veremos, que éste se encontraba tan disminuido al mal, del
cuál eran la causa, que desaparece casi por completo.
Los defensores del monasterismo alegaban, que el cristianismo fue llevado a
los confines del mundo por los monjes. Es merecimiento muy dudoso, pues el
cristianismo de los frailes trajo más maldiciones que bendiciones, adonde fuera que
haya llegado, y principalmente entre las poblaciones que se habían formado en América
bajo un cielo eternamente ameno, y para las cuales el horrendo cristianismo de los
monjes con sus pareceres ascético-tristones eran una utopía moral. El primer monasterio
fue construido en 1525, o sea cuatro años después de la conquista.
De efectos similares era el cristianismo divulgado por los monjes en casi todas
las partes. Las islas marianas antes estaban habitadas por 150.000 hijos felices de la
naturaleza, y con el curso del tiempo fueron reducidos a 1.500 miserables sujetos
llamados cristianos, diezmados por enfermedades cristianas, vicio del alcohol y por el
evangelio franciscano.
Para concederle por lo menos al diablo lo que se merece, quiero mencionar, que
los Jesuitas, que se ocupaban mucho de las obras de la misión, a parte de todos los
males de los cuales son la causa, en algunas partes de la Tierra han sido de bendición, de
manera que el naufragio de sus misiones es de lamentar, como en América del Sur, a las
márgenes del Amazonas y del Orinoco.
La obra misionera, tal como fue practicada por los católicos y protestantes, y en
parte aún es practicado, es una injusticia cometida contra la humanidad que grita a los
cielos, que yo llamaría de crimen, si, no tuviera como causa, por lo menos en gran parte,
el sincero- estúpido fervor religioso. Los misionarios protestantes, principalmente
aquellos, que emigraron desde la Inglaterra puritana, sólo han ofrecido ventaja sobre los
monjes, en el sentido de haber sido menos sanguinarios. Los habitantes de las Islas de la
Amistad nos ofrecen las más contundentes ilustraciones para esta afirmación, que debe
convencer a cada uno que lee los relatos de los indígenas, antes y después de la
introducción del cristianismo. – Hombres como Livingstone son raras entre los
misionarios. Él y algunas personas de carácter similar son una bendición para la
humanidad; pero su cristianismo purificado encontraría poca conmiseración ante los
ojos de la Inquisición, o incluso ante los cristianos ingleses otordoxos. Cito aquí a
Livingston y a los hombres de carácter similar, pues sería una gran injusticia incluirles
en la crítica, que hiere a la mayoría de aquellos, que se hacían llamar, y se hacen llamar
de misionarios.
A los monjes agradecemos, siguen los defensores del monasterismo, la
conservación de las artes y de las ciencias, como también la de la mayoría de los
clásicos antiguos. En esto efectivamente hay algo de verdadero, principalmente los
benedictinos merecen créditos en este sentido; pero otra pregunta es, si sin la presencia
de los monjes, si, completamente sin el cristianismo, las artes y las ciencias no se
habrían desabrochado antes y con mucho más esplendor.
Los viejos griegos nos sirven aún hoy en varias ramas de las artes como
maestros inalcanzables, ¿y acaso alguna vez las ciencias se ahondaron tanto en el pueblo
bajo el régimen de la Iglesia Romana como con ellos? Todos los resultados espléndidos
que alcanzaron, los alcanzaron sin el cristianismo, sin monjes, y es una realidad que las
ciencias sólo empezaron a desabrochar efectivamente en Europa cuando empezó a
extinguirse el monasterismo. Es más, ¿no es así que hasta nuestros días las ciencias
prácticamente son nulas en los países patria de los curas y de los monasterios?
En la pintura, escultura y arquitectura los monjes aún producían más; pero, que
falta de buen gusto no se encuentra en los productos de los frailes en cuanto a las citadas
artes. Quizás alcanzaron algunas capacidades técnicas; pero en la composición de sus
retratos, como de sus esculturas siempre se veían limitados por la ignorancia, y
producían cosas que no encuentran igual en falta de buen gusto. Los que vieron cuadros
antiguos, principalmente aquellos que salieron de las manos de monjes, me darán razón.
De la infinidad de ejemplos de la falta de gusto y estrechez de los monjes,
como aparece en los retratos, sólo dos: En Erfurt se encontraba – o quizás aún se
encuentra – un cuadro, que pretende exaltar la transubstanciación. Los cuatro
evangelistas tiran pequeños retazos de papel en un molino de mano, y en los papeles se
lee las palabras: “Éste es mi cuerpo.” Los cuatro grandes educadores eclesiásticos atajan
un cáliz en su canilla, y Jesús chorrea molido del molino al cáliz.
En un lugar se encuentra una representación del sacrificio de Abraán. Isaac se
arrodilla miserable sobre un montón de leña, y su padre le toca con la pistola sobre el
pecho. El gatillo está armado, y se nota, de cómo el archí- judío quiere detonar el arma;
se tiembla, pero finalmente, arriba, en las nubes ya levita el salvador, un ángel, que
orina con tanta puntería desde arriba, que se moja la pólvora el detonador, e Isaac es
salvo.
Me llevaría demasiado lejos, si pretendía llevar más adelante la demostración
la influencia del cristianismo de los monjes sobre la pintura y las artes en general; lo
encargaré a especialistas sin prejuicios, y me limito a referirme a los productos que se
hallan colgados en los museos, que deben su existencia a estas contemplaciones sobre la
religión. Ciertamente ha entre ello mucha cosa espléndida; pero compáreselo a lo
producido por artistas, que remontan a un tiempo, del cuál en realidad se emancipó el
cristianismo romano.
A los monjes también agradecemos las piezas de teatro, gritan los amigos de
los monasterios. – Bueno, sobre éstos merecimientos los señores piadosos, para los
cuáles los espectáculos son una abominación, no han de estar muy orgullosos; pero la
cosa tiene su verdad. Nuestros espectáculos teatrales se desmembraron paulatinamente
de los así llamados misterios, que se exhibían en los monasterios; ¡pero e Shakespeare,
Lessing, Schiller, Goethe y consortes, que abandonaron los modelos cristianos, y se
ocuparon en demasía con los viejos paganos, los estropearon completamente!
En los espectáculos teatrales de los monasterios la estupidez de los frailes
alcanzó el colmo, y a quien gustaría reírse una vez de todo corazón, trate de hacerse de
tales obras, y quien no lo puede hacer, que lea la espectacular obra de Carlos Julio
Weber, “El monasterismo”. El buen hombre está muerto; pero caso aún le interesa este
mundo, ciertamente se alegrará en que aprovecho en éste libro sus conocimientos
fabulosos.
Un tema favorito de los monjes parece haber sido la creación, pues fue
representada a menudo, y es muy edificante, verle aparecer a Dios, de peluca, anteojo y
bata, teniendo ante si a Adán, que le pide sobre rodillas – ¡a fin de que lo haga!
En un teatro de la pasión, presentado en 1782 en Ingolstadt bajo el título “El
Diluvio”, Dios Padre se lamenta sobre la vida pecaminosa de los hombres:
¡Es ésta, ó hombre, la vida tuya!
Quee sea Dios Padre el verdugo,
Hasta la muerte me enfada,
Que a ustedes inútiles he tenido que hacer.

Ahora Netuno y Aloisio le ofrecen sus servicios a Dios, para exterminar a la


raza pecaminosa, y el primero dice con gran enfado:
Si Él sigue siendo misericordioso
Aún nos romperán la boca
Un ejemplo Él deberá estatuir
Sino aún llegarán a ocupar Nuestra casa.

Finalmente se termina la construcción del Arca, y lista para el viaje. El ángel


toma una botella de vino con Noé; finalmente éste entra en el Arca, el ángel cierra el
pasador, y se inicia el trueno, la lluvia y la tormenta, a tal punto que las personas salen
volando por el aire.
Cuando finalmente termina la historia, y Noé ofrece sacrificio, Dios dice:
¿Al diablo, qué es lo que huele tan bien?
Ciertamente es a mi honor.
Como señal de mis buenas intenciones
Tome por collar a este arco-iris.

Fama aún exclama a los cuatro vientos esta bella aria:


Que esto quede en eterna memoria,
Cerrado está el acuerdo del perdón
Pum, Pum, Pumpidipum, Pum!

En una comedia sobre la Pasión, presentada en un claustro de Suábia, Judas se


presenta ante los fariseos reunidos:
Judas: ¡Alabado sea Jesús Cristo, mis queridos Señores!
Fariseos: ¡Eternamente! ¿Cuál es tu deseo?
Judas: Vengo a traicionar a Jesús Cristo,
Quien murió por nosotros en la Cruz.

¡Decir mayores estupideces que ésas en cuatro líneas ciertamente no es


posible!
Principalmente los jesuitas eran prendados en tales obras teatrales; y aún que se
mantenían lejos de tales tonterías estúpidas; tanto más las sustituían por tonterías
internas. Un bello y original ejemplo es el del Padre Sautter, “Genio del Amor”, y aún
hoy un director de teatro podría hacerse famoso, si presentase ésta ópera brillante,
acompañado de música de Offenbach:
Santas vírgenes (de mi segundo capitulo) traen al genio “Donaciones del
amor”, en fuentes doradas. Entonces canta el genio:
Genio: Ahora, ¿que me trae, amadas novias,
Vuestro galantismo hoy?
Santa Lucía: ¡Señor! A tú honor, para dulce contemplación
Me arranqué yo misma mis ojos.
Santa Eufemia: Para ti, ó Señor, como donación matinal,
Me corté nariz y labios.
Santa Aplonia: Más blanco que el marfil
Tienes aquí mis dientes, Jesúscito!
Santa Magdalena; Mis bellos cabellos rubios;
Tome de mí desgraciada mujer
También el color rojo y blanco.
Coro: ¡Pupilas,
Mamilas,
Y dientes blancos como nieve!
¡Cabello virginal,
Narices y labios y mercadería similar
Están a tu disposición aquí, en Santo amor!

También las procesiones son invención de los monjes, y su extraño gusto las
trasformó en las más extrañas payasadas, aventureras y ridículas. Especialmente
coloridas y alocadas eran las de Viernes Santo y día de Corpus Christi. Todas las
personas del antiguo y del nuevo testamento aparecían en el traje típico correspondiente,
por supuesto, conforme la concepción e disposición de los monjes – en el desfile. Como
en un ejército salvaje se contorcía el más alocado carnaval, personas y animales
entremezclados, por las calles. Cada grupo cantaba su propia balada, dejándole confuso
al espectador. Pero si acaso no quitaba el sombrero en devoto respeto, o incluso se
atrevía reírse sobre la locura, fácilmente podría terminar mal, pues los religiosos
instaban incluso desde el púlpito, a que se castigue a los burlones.
Aún bajo Carlos Teodoro de Bavaria el carmelita F. Damascenus predicaba en
Munique: “Queridos Cristianos, mañana habrá procesión. Verán masones y
librepensadores en muchas ventanas -, Anticristos, que se burlarán de nosotros. Se
armen con la euforia del Señor, junten piedras y tírenlas hacia ellos.” – ¡En vez de
castigar al fanático, Carlos Teodoro lo felicitó por su fervor religioso!
A menudo la procesión terminaba en lujuria y borracheras, si acaso no
comenzaba ya de esta manera. Ángeles, apóstolos y diablos se emborrachaban en
“santa” comunión, y el campesino que representaba a Jesús, y generalmente era el más
idiota, a menudo llegaba borracho a la Cruz, y empezaba a delirar. Un tal Jesús, al cuál
un caballero Longinus, que ya no tenía la mirada clara, hincó con la lanza, en vez de
acertar a la vejiga de chancho llenada con sangre, gritó enojado: “¡Que me lleve el
diablo, te romperé pie y brazo, cuando me bajen!”
Ocurrían hechos aún más indecentes y ridículos en estas crucifixiones, pero que
tendré que dejar de lado, pues, citarlas ofendería las buenas costumbres. – Si yo fuese
un cura o un creyente, yo tendría que levantar mis vistas al cielo con un suspiro, y tejer
solemnes palabras ante tal “abuso de lo sacrosanto”; pero no tengo las menores
pretensiones de ser considerado un “cristiano creyente” por nadie, y, para ser sincero,
estos hechos más me divierten que escandalizan.
Pero, ya que estamos en la parte divertida del monasterismo, que no pude dejar
de lado al tratar de caracterizarlo, entonces que aquellos lectores, que quizás se enfadan
por ello, descarguen de una vez su enfado. En fin, voy a resumir el tema, por más que
merece un libro propio.
¡Quien no habrá escuchado de las famosas prédicas del Padre Abrahán a Santa
Clara!
Aparecieron en nueva edición para la diversión de los paganos, y no me detendré
más profundamente en ellas, pues están a disposición de todos.
Estas prédicas, que a menudo contienen las más extrañas comparaciones y
modulaciones, a su tiempo tuvieron gran influencia sobre el pueblo. En su euforia a
menudo presentaba las cosas más extrañas, de las cuáles la conclusión de una prédica
sobre el adulterio sirva de ejemplo: “¡Sí, existen hombres tan perversos, que persiguen a
este vicio, aún cuando tengan en su casa las más bellas mujeres! ¡Con cuánto gusto
nosotros reemplazaríamos el lugar de éstos maridos!”
De manera similar, pero aún más cruda, y a menudo más obscena, predicó el
Padre Cornelio Adriansen en Brügge, en Flandres, a mediados del siglo XVI, donde
jugó un papel nada irrelevante en la gran revolución existente en aquél tiempo. Hablaba,
cómo le antojaba, a menudo de manera extremamente grosera y holandesa.
Cierta vez comparó a la dulzura del cielo – con carne de cordero y nabos,
posiblemente su plato preferido. El consejo de la ciudad nunca podía actuar conforme a
su gusto, y lo insultaba abiertamente desde el púlpito, de manera que finalmente se le
prohibió la prédica. En un discurso contra la misma, en el cuál también lo acusaba,
introdujo las ofensas conclusivas con las palabras: “¡Sólo más un lampazo en su
trasero!”- A este Padre Cornelio lo conoceremos mejor en el próximo capítulo, donde
hablamos del abuso en el confesionario.
Aún más popular que Cornelio y Abrahán a Santa Clara, ejerció su influencia el
padre Rocco, fallecido poco antes de la revolución en Nápoles. Éste le dijo al Rey
Ferdinando aún las verdades más groseras, y no se le podía impedir, pues en su mano se
encontraba la suerte de Nápoles. Todos los Lanzaron temblaban, cuando abría su boca, y
nadie se arriesgaba a hacer mueca, cuando presentaba sus blasfemias.
Cierta vez echó a un charlatán de su puesto, ocupó su lugar, levantó la cruz y
gritó con voz de trueno: ¡Éste es el verdadero Poicinello! Todo tembló, y empezó a darle
un sermón horrendo a todas las adúlteras, con base al curioso texto: “Y Alejandro
Bucephalus no permitía que nadie le cabalgue, que su dueño, y superaba a los hombres
en virtudes.”
“Quiero ver”, predicó, “si se arrepienten de sus pecados. – El que lleva a serio su
penitencia, que levante la mano.” – Todas las manos se levantaron. – “Ahora, San
Michael, que estás parado con la espada de fuego ante el Trono de lo Eterno, ¡corte
todas las manos, que se levantan en hipocresía!” – y todas las manos se bajaron de
golpe. Pero ahora Rocco empezó un terrible sermón, culminando al mismo con el relato
de una visión o un sueño, en el cuál él miró por el agujero del retrete, viendo bien al
fondo una multitud de Lazzarinos, que el diablo se metió por atrás en una abertura del
tamaño del lago Agnano.
La Iglesia Romana cuenta entre sus frailes predicadores tantos personajes
originales, que apenas puedo citar a algunos entre ellos. – Un capuchino se hizo escribir
una prédica de la pasión por un tercero, que terminó: “Y Cristo falleció.” Estas palabras
finales le parecieron al Padre excesivamente insulso, y acrecentó de inmediato: “Bueno,
¡que Dios tenga misericordia del pobre pecador!”
El favorito del público de Würzburgo, al final del último milenio, y uno de los
mayores enemigos de la ilustración era el capuchino octogenario Padre Winter. Cierta
vez encerró una prédica del rosario, con la siguiente pregunta: “¿Quiénes son los
innovadores? – una pausa larga y palpitante: “¡Burros son, Amén!”
Un franciscano estaba predicando a una monja en 1782 en Gmünd, que fue leída
en toda Alemania entre muchas risas. Especialmente ridículo era su final: “Ahora, novia
espiritual, sea como un joven chimpancé, que le remeda en todo a su madre, la
honorable abadesa, - remede, tú joven chimpancé a la vieja chimpancé, en sus virtudes,
en la mortificación y obras de penitencia –, ¡remede, tú joven chimpancé, en su
castidad, humildad, y paciencia! – ¡Y Usted, honorable abadesa! Te asemejas al viejo
oso, que lame tanto tiempo un pedazo de carne fresca, hasta que tome la apariencia de
un oso joven; - lame, tú, oso viejo, la presente carne espiritual, hasta que te sea
semejante; - ¡lame también a todo tu convento, juntamente a todas las pensionistas y
novicias! – Lame, tu, oso viejo, toda la familia de la novia espiritual y todos los
reunidos aquí en el Señor; - finalmente lame también a mí, a fin de que alcancemos,
bien lamidos y purificados a la cima de la perfección. ¡Amén!”
Pero uno de los talentos predicadores más originales posiblemente era el así
llamado Padre de los campos en Ismaning en Bavaria, que vivió hace cien años. Su
prédica de rosario: “El santo rosario domina a las fortificaciones infernales”, y su
prédica del rabo son extremamente cómicas. La última tenía por objetivo, que los
muchachos campesinos no se insulten más de rabo de cerdo, sino que se llamen por
nombre. En ella se encuentra lo siguiente: “¿Por qué, mis cristianos, le creció al perro su
rabo? Al perro creció su rabo, a fin de que lo menee y mueva, a fin de que no le entren
los mosquitos en el orificio. – ¡Pero nosotros los religiosos somos los verdaderos rabos,
tenemos que menar y mover, para que las almas de los cristianos creyentes no caigan en
el hoyo del Diablo!”
Si bien algunos burlones se reían sobre tales prédicas, no dejaban de impresionar
al pueblo, y estaban proyectadas a la medida del grado de instrucción del mismo. Si esto
no hubiese sido así, ciertamente Lutero no habría predicado de manera similar. Un vez
predicó sobre la última trompeta: “Así se va a la batalla; se toca el tambor y se toca la
trompeta ¡Trara-tant-ta-ra! – Se hace un griterío de batalla ¡Her, Her, Her! – el capitán
exclama ¡Huy, Huy, Huy! En Sodoma y Gomorra estaban los tambores y las trompetas
de Dios, allí se escuchaba - ¡Pumperlepump- Plitz- Platz- Schein! – ¡Schmier! Pues
cuando Dios truena, se lo escucha como un tambor Pumperlepump – este es el griterío
de batalla, y la Tarantamtrara de Dios, que todo el cielo y el aire resuena ¡Kir- Kir-
Pumperlepump!” – Ahora sólo falta imaginar las gesticulaciones que habrán
acompañado la prédica de éste señor nervioso, y se admire a la audiencia, que tiritaba y
temblaba, ¡y no se mataba de risas!
De las prédicas evangélicas, protestantes, luteranas y otras no- romanas, también
se escucha actualmente toda clase de estupideces, que poco les deben a las citadas.
Conocí al predicador de guarnición Ziehe en Berlín, que a menudo predicaba en versos.
Pero la mayoría de las veces los señores declamaban insulsas estupideces.
Si los monjes no hubiesen hecho nada más que sus espectáculos teatrales mal
escenadas, y prédicas desatinadas, aún se les podría haber perdonado su existencia, pero
ejercían una influencia mucho más dañosa, al apoderarse de la educación del pueblo, e
inculcaban vicios, más allá de las escuelas, que eran urdidas dentro de las murallas de
sus monasterios, donde urdían infamias y cobardías, que difícilmente ocurren en el
“mundo terrenal”,y que luego son castigadas con los más pesados y deshonrosos
castigos, que prescribe la Ley.
Quien nada más conoce de los religiosos de los monasterios que sus ridiculeces,
fácilmente será llevado a presumir que se traten de tontos inofensivos; pero quien
ingresa más profundamente en la vida de los monasterios, quedará horrorizado por la
maldad y depravación de estos “piadosos” señores, que aún hoy ejercen gran influencia
en los países católico- romanos.
Hacer de los monjes los educadores del pueblo es el mayor y más depravada
injusticia que se puede cometer ante el mismo, y queda incomprensible, que la
experiencia obtenida durante los siglos no haya dado suficiente ilustración sobre ello, y
que en muchos países europeos la educación se ve atado estrechamente al
monasterismo, y aún en países protestantes es dependiente de la religión.
El sistema penal pedante, que aún hoy rige inclusive en muchas escuelas
protestantes, principalmente en Inglaterra, es consecuencia de las escuelas de los
monjes, donde los niños eran tratados de manera horrenda.
¡No se podría considerar posible, que el gobierno prusiano, a comienzos de éste
siglo, le haya dado el permiso a los monjes trapistas, los más dementes que jamás han
existido, a construir escuelas en la zona de Bieren y Valda en Paderbornia!
Estos monjes fanáticos y miopes se encargaban de gente joven, sí, criaturas de
ambos sexos entre dos a tres años – ¡para la educación! El abad se presentaba
personalmente en todas las partes, para seducir y convencer a padres crédulos, a
entregarle sus pobres niños. De esta manera se juntaban centenas de estas víctimas
infelices. ¡Les habría sido mejor, si se los hubiese asfixiado luego al nacer! Las madres
habrían enloquecido, caso hubiesen visto, como los trapistas trataban a sus inocentes
criaturas. ¡El relato, que hizo un testigo presencial de los mismos, destroza el corazón a
toda persona que no sea completamente insensible!
Las criaturas, mayormente en la edad entre cuatro a diez años, vivían en celdas
oscuras, cuyo aderezo se completaba con una bolsa de paja, una calavera, pala y azada,
con las cuáles tenían que trabajar en los campos de papa, que los alimentaba, aparte de
agua y pan. Tenían que vestirse como los trapistas, y vivir como sus profesores. No
podían hablar, y toda la institución parecía un colegio para sordomudos. Si una pobre
criatura hablaba, reía, comía, o cometía otra falta fuera de lugar, era azotada hasta que
brote la sangre. Constantes golpizas, condimentado con un poco de latín, era la suma de
la educación, y las demás ciencias eran despreciadas.
La consecuencia era, que una gran parte de las criaturas se enfermó o quedó
demente. El rumor corrió entre el pueblo, y el ex- jesuita Le Clero escribió
públicamente contra esta institución de asesinato de niños. Su voz tuvo eco, y Frederico
Guillermo III de Prusia puso fin a la aberración.
Pero no todos los príncipes son tan razonables, y vemos en otros Estados a
monasterios y escuelas monasteriales en plena florescencia. Los monjes trataban
trasformar sus discípulos en monjes o algo parecido, y la cima de la perfección
mostraban en su esfuerzo en la educación de los novicios, motivo por el cuál quiero
decir algo sobre ello.
Climaco dice: “Es mejor pecar contra Dios que contra un prior.” La primera Ley
de los monasterios es la obediencia absoluta, y es por ello que se trata primero de
cautivar cuerpo y alma. Un novicio no puede tener voluntad; debe atender por una seña
de los santos padres, o de su maestro, como un púdel al domador. Debe estar enfermo o
sano a simple orden, se debe echar en agua o fuego, y practicar las cosas más absurdas,
que se le ordene.
Los novicios son los payasos de corte de los frailes, y deben aguantar callados
las explosiones de su buen o mal ánimo. Éstos realizan los actos más alocados con sus
educandos, a fin de “acostumbrarlos a la obediencia y humildad”.
Por ejemplo, a las veces los novicios, vestidos en pesadas botas de montaría,
tenían que danzar sobre la mesa en una pierna, o hacer una docena de volteretas, lo
mejor que podían. Luego se les ordenaba, sembrar huevos o sal en la tierra, o se los
ataba a una carroza, en la cuál tenían que hacer pasear a una pluma o a una paja.
Los capuchinos llegaron a servirles a sus novicios paja y heno, o los hacían
comer de comederos de chancho. Una de sus diversiones corrientes consistía en hacer
un trazo a tiza sobre el piso, para luego obligar a los novicios a lamerlo hasta que
desaparezca. Esto en sí ya era deplorable, pero además hacían pasar el trazo
deliberadamente encima del moco, con el cuál acostumbraban decorar el piso.
A menudo también se hacía ejercitar a los pobres sufridores. Se les colocaba una
olla vieja en la cabeza, se les armaba con un espeto o una escoba, y se les colocaba una
paila como arma al hombro.
Pobre del infeliz, que se animaba a hacer mala cara, o inclusive decir algunas
palabras de reclamo; le esperaban los más duros castigos. Cuando un novicio quizás
entonaba el cántico fuera del ritmo, o cerraba la puerta con golpe demasiado fuerte, o si
se le caía algo, etc., entonces esto era una “culpa levis”, y se lo castigaba, con hacerle
decir una larga reza, en rodillas y con manos extendidas, o haciendo con que metiera un
dedo en la tierra, lo que era llamado de “plantar poroto”.
Una “culpa media” era, cuando un novicio dejaba de besarle la mano o el cinto
del Prior, o se olvidaba de inclinarse ante el sacrosanto, cuando se lo hacía pasar, o si
salía sin permiso. Por tales faltas tenía que sufrir hambre, o comer directamente de la
tierra, con su cinto puesto al cuello.
Si se acostaba sin sus “armas espirituales”, o sea, sin hábito y cinto, si poseía
algo de su propiedad; si escribía cartas o se oponía completamente contra los superiores,
entonces cometía “culpa gravis”, y era castigado con golpizas horrendas, ayunas y
encarcelamiento.
Una “culpa gravísima” era, cuando golpeaba, hería o inclusive mataba a otro, o
cuando se le había sorprendido al novicio en reiterados actos incastos, o cuando había
intentado huir del monasterio.
Estos crímenes eran castigados según las circunstancias o los caprichos del
superior con encarcelación por un año, bajo agua y pan, o también con azotamiento
diario y cárcel de por vida.
Y qué clase de cárceles eran, en las cuáles estos pobrecitos a menudo tenían que
pasar años por faltas bagatelarias. Padre Francisco Sebastián Ammann, quien había sido
estudiante benedictino en los monasterios de Fischingen y luego guardián de varios
monasterios en Suiza, y al cuál agradecemos las más interesantes y intimidatorias
revelaciones sobre la actual vida en los monasterios, también describe un calabozo en el
monasterio capuchino en Wesmalin en Lucerna. Se encuentra en un lugar húmedo y
horrendo, levantado con vigas pesadas, provista de dos puertas y una ventanita
completamente enrejada, aproximadamente 12 pies de largo y 6 pies de ancho, y de la
misma altura. Como no puede ser calentado, ya varios perdieron su vida aquí por el frío
y la alimentación deficiente. ¡Y de qué construcción no habrán sido tales hoyos en el
medioevo!
La ocupación habitual de los novicios era apropiada para reducir al ser humano
que los habitaba, a un animal.
Su estudio científico se limitaba a la obligación de leer escritos ascéticos, o el
breviario, ¡en el cuál ciertamente había mucha sabiduría a encontrar! – luego tenían que
entrenares en el silencio, y en el bajar de la vista, en fin, en la hipocresía. Quien abría la
boca fuera de tiempo, tenía que llevar por un tiempo un freno de caballo en la boca, y
quién hacía pasear demasiado a los ojos, recibía o un anteojo, o anteojeras.
Además era ocupación de los novicios, hacer sonar las campanas, y barrer las
escaleras, los corredores, sí, inclusive los retretes. Quién dormía tarde, tenía que
comparecer con el orinal o el colchón colgado por el cuello, o dormir en el féretro.
Cargar madera, luz y agua, también hacía parte de sus obligaciones, además tenían que
cantar en el coro hasta el agotamiento físico absoluto.
En todo ello no faltaban las diversas mortificaciones de la carne. Tenían que
pasar sed cuando hacía más calor, hasta llegar casi a la muerte; el agua del lavado de los
platos tenían que tomar como sopa, y cuando estaban con hambre, tenían que subir con
cada cuchara llena de comida la escalera, y sólo podían ponerla en la boca, cuando
llegaban arriba, y si aún sobraba algo en ella.
En Meran en Tirol, en 1747 un novicio capuchino tuvo que quedar durante tres
horas colgado atado en una cruz, y exclamar constantemente: “¡Misericordia conmigo,
gran pecador!” Era hijo de conde, ¡que había roto un vaso! Fischingen, donde se había
encontrado el citado padre Ammann desde su séptimo hasta su décimo cuarto año, tenía
la fama, de ser uno de los monasterios de mejores costumbres, y más excelencia en
Suiza, ¡y qué inmoralidades no ocurrían aquí!
Los frailes desaliñados vivían aquí como perro y gato, y uno trataba de
perjudicar al otro de todas las maneras. Amman fue golpeado por uno de sus profesores
por tanto tiempo en las puntas de sus dedos, hasta que brotó sangre, y las manos
quedaron hinchadas. Luego tuvo que sentar en el corredor abierto, en el invierno, por
dos horas en el piso de ladrillos, ¿y por qué? – ¿Porque no sabía decir nada malo de otro
profesor! – Los monjes sólo se unen en su odio contra los padres parroquianos, pero
éstos son odiados con todo ardor por aquellos.
Uno de los ex- benedictinos en Roma, Raffaeli Cocí (1846, en Prierer en
Altenburgo), publicó un libro, que contiene hechos tan horrendos sobre los novicios y
las condiciones de los monasterios, que a uno se erizan los pelos a su lectura. El infeliz
fue obligado por sus padres, completamente trastornados por los religiosos, a entrar en
el monasterio, donde tuvo que sufrir cosas horrendas, hasta que finalmente consiguió
huir a Inglaterra, donde quizás aún vive.
Es interesante observar, como se les implanta a los niños, ya desde su
adolescencia el odio contra los protestantes, bajo la excusa de la religión. Éstos, se
enseñaba, adorarían al dinero como Dios, y no creerían en Jesús; todos los días estarían
ocurriendo casos, en los cuales uno mataba al otro; los católicos- romanos, que llegasen
a sus países, serían condenados a la muerte; no tendrían leyes, sino que vivirían en
constante estado de anarquía.
Cuando algún novicio mostraba inteligencia, su suerte estaba cantada: tenía que
aguantar los más horrendos sufrimientos. Se aplicaba los medios extremos, para romper
el espíritu rebelde en el niño mediante influencia sobre sus sentidos, lo que en muchos
casos llevó a la demencia. Cocci encontró cierta vez después de un sermón pavoroso, la
risa irónica de una calavera en su celda, y otra vez un retrato horrendo del juicio final,
alumbrado con muchas luces. Si tales medios no resultaban, se seguían los peores
azotamientos.
Más abajo, cuando hablaré de las consecuencias del celibato en los monasterios,
se verá, a qué aberrantes seducciones se encontraban expuestos los niños puestos bajo la
dirección de los monjes, y cada padre reconocerá en ello, el peligro que constituye para
los niños, cuando los hace educar en éstas escuelas monasteriales.
¡Qué ventajas podrá ofrecer finalmente la educación por los religiosos, frente a
estos peligros para la moralidad! La mayor parte de los mismos, ya se llamen de
católicos, luteranos o reformadores, son espiritualmente limitados, y aquellos, que no lo
son, tienen que parecer serlo, pues su existencia depende de ello. Los niños educados
bajo su dirección, absorben desde la juventud una infinidad de conceptos falsos, y
prejuicios, que tendrán que cargar por toda vida como una cadena de esclavos, y les
impiden de múltiplas maneras el porvenir. Se quite la educación de la mano de los
religiosos, y se separe la Iglesia del Estado; mientras esto no ocurra, no tendremos
hombres, capaces de enfrentar los requerimientos del siglo actual.
Más arriba mencioné, que los novicios eran horrendamente azotados por sus
faltas, y aún tengo que comentar algo directamente sobre el azotamiento, puesto que
juega un papel importante en la iglesia Romana, y principalmente en los monasterios.
Escribí todo un libro sobre el azotamiento, y, también otros lo hicieron antes de mí, pero
aún así sólo pude tratar el tema de manera superficial, pues en realidad es demasiado
amplio, como para ser agotado en un libro. Aquí, finalmente, tengo que limitarme a
algunas menciones fragmentarias.
Ya entre los cristianos de los primeros siglos se hizo común la opinión, que sería
meritorio para el alcance de la gloria, imponerse libre- y espontáneamente privaciones y
sufrimientos. Estaba cerca la idea, de imponérselas mediante el auto- azotamiento, y por
ello ya encontramos desde los primeros tiempos de los cristianos la auto- flagelación,
principalmente entre los monjes. En los estatutos de muchos monasterios se dice sobre
el punto: “Si los monjes practican en sí mismos el azotamiento, se deben recordar de
Jesús, su amado Señor, cómo fue azotado, atado a una columna, y deben tratar de
experimentar por lo menos algunos de los dolores y sufrimientos menores, de aquellos
que él tuvo que soportar.” –
Otros motivos para la auto- flagelación eran, que con ello se tranquilizaba a la
conciencia, cuando se había cometido algún pecado, y cuando se esparció la creencia,
mediante los curas, de que uno se podía librar de los pecados por ésta o aquella
penitencia, se acercó la idea, de que esto podría conseguirse por golpes auto-
inculcados. Otro motivo era la creencia de que con ello se podría vencer las
“tentaciones de la carne”.
Finalmente la auto- flagelación se hizo cada vez más popular. Se formaron
costumbres especiales, y se estableció la relación entre pecado y golpes. Libros de
penitencia especiales determinaban, mediante qué castigos se podía purificar
determinados pecados. De los golpes de azote se hicieron igualmente el pago de la
penitencia, principalmente para aquellos que no podían pagar otra moneda a la Iglesia.
En el medio del siglo XI había algunos hombres en Italia, que alcanzaban
extremos en la autoflagelación. No sólo se flagelaban por sus propios pecados, sino que
también asumían las penitencias de terceros.
Entre los héroes de la flagelación sólo quiero citar al más famoso. Era éste el
monje Domenico el encorazado, el cuál recibió este nombre, porque, siempre cuando no
se flagelaba, llevaba una armadura de hierro sobre el cuerpo. Pedro de Damián, obispo
cardinal de Ostia, era abad del monasterio benedictino en Fonte- Avallana, en el cuál
vivía Domenico. Relata:
Apenas pasa un día, sin que él, con azote en ambas manos castigue su cuerpo
desnudo durante dos libros de los salmos, y esto en los días comunes, pues, cuando
tenía que ayunar, o cuando tenía que cumplir una penitencia, (a menudo ha asumido
penitencia por cien años), terminaba a menudo tres libros de salmos bajo los azotes.
Pero una penitencia de cien años, como él mismo nos ha enseñado, se cumple de la
siguiente manera: como tres mil golpes de azote completan un año de penitencia según
nuestros cálculos, y como ya se ha demostrado, se aplican cien golpes durante un
cántico de 10 salmos, se suman cinco años de penitencia por la disciplina de un libro de
salmos completo, y quien ha cantado veinte libros de salmo con la disciplina 17, puede
estar convencido de haber penado cien años. Pero aún en esto Domenico supera a la
mayoría como verdadero hijo del dolor, pues donde otros aplican la disciplina con una
mano, él atacaba a los deseos de la carne renitente incansablemente con ambas manos.
Y aquella penitencia de cien años la cumplía, como él mismo me había confesado,
tranquilamente en seis días.” – Se tiene entonces, ante las medidas dadas, (3.000 por
año), que se aplicaba en estos seis días 300.000 golpes. Por lo tanto tenía que flagelarse

17
A principio esta palabra significaba todos los castigos y correctivos; pero a partir de cuando el castigo
mediante flagelación empezó a imperar sobre todos los demás correctivos, la palabra se trasformó en la
denominación técnica, con la cuál se nombraba esta forma de castigo, y finalmente se pasó a denominar
el propio instrumento, con el cuál se aplicaba el castigo, de esta manera.
durante siete horas diarias, con dos golpes por segundo, lo que es posible, visto que lo
practicaba con ambas manos.
Qué apariencia no debe haber ofrecido el cuerpo del disciplinado, pues ya al
octavo libro de salmos la cara se mostraba desfigurada, llena de contusiones, azul y
marrón. El cuerpo de Domenico, nos relata un Damián orgulloso, ¡tenía la apariencia de
hierbas, machacadas por los boticarios!
Así apareció entre los creyentes la disputa, sobre si uno debería desnudarse para
la flagelación, y si los golpes sobre la espalda, los hombros, o el trasero serían menos
perjudiciales a la salud, o más agradable a los cielos. Toda la sociedad de los
flageladores se dividió en dos bandas; Una pregonaba la disciplina superior (disciplina
supra, o en el mejor latín de los frailes, secundum supra), y los otros la disciplina baja
(disciplina deorsum, secundum sub.).
Los adversarios de la disciplina baja alegan, que viola los principios del pudor, y
el Abade Boileau afirma en su famosa obra sobre el tema: “San Gregorio de Nissa alaba
en su epístola canónica el uso, de enterrar a los cuerpos muertos, lo que se debería hacer
según su punto de vista, para que la vergüenza de la naturaleza humana no sea expuesta
a la luz del sol. – ¿Pero acaso no es de naturaleza mucho más vergonzosa e infame,
exponer los lomos de doncellas jóvenes, y, sus cuartos tan maravillosamente bellos,
aunque consagrados a la religión, que un cadáver desfigurado y desnudo?
Aún así la disciplina baja encontró más apreciadoras entre la población
femenina, y los motivos medicinales del erudito Abade Boileau, que cito aquí, no
impresionan; al contrario.
“Cuando se huye de un mal”, dice el Abade, “se debe tomar cuidado, de no huir
hacia el mal opuesto, y, citando al adagio latino, para no entrar en la Caribdis al evitar la
Sicilia. En todo caso la flagelación del lomo es tanto más peligrosa, cuanto que las
enfermedades del espíritu son de temer mucho más que las del cuerpo. Los anatomistas
observan, que los lomos se extienden hasta los últimos tres músculos de las nalgas, el
grande, mediano y chico, de manera que entre ellos se contienen tres músculos
intermedios, o uno sólo, que es llamado de músculo de tres cabezas, o, el tríceps, porque
empieza en tres partes del pubis, o sea, en su parte superior, en la mediana y en la
interna. De esto se sigue necesariamente que, cuando los músculos lomares son
alcanzados por golpes de azote o látigo, los espíritus de la vida son empujados con
violencia contra el pubis, causando sensaciones impúdicas. Estas impresiones pasan
inmediatamente al cerebro, donde dibujan cuadros vívidos de alegrías prohibidas, donde
hechizan, mediante estimulaciones engañosas a la razón, y la pudicia se encuentra en
sus últimos suspiros.
No se puede dudar, de que la Naturaleza procede de la misma manera, porque
además de los vasos de los riñones, esperma y grasa (veines emulgentes, spermatiques
et adipeuses) aún existen otros dos, que se denominan de arterias lomares, y que
trasportan un elemento del esperma desde el cerebro, de manera que esta materia
calentada por los golpes del látigo se escapa hacia las partes que sirven a la procreación,
y donde, mediante cosquillas y el golpear del pubis estimulan a los vulgares deseos
carnales.”
Éstas consecuencias de la disciplina baja – que le recomendamos a las madres
para su observación, - o no eran conocidas por sus adherentes, o no eran temidas por
ellos, mientras, estimulados artificialmente para el goce carnal, encontraban tanto más
merecimientos en vencer esta carne. Como los Jesuitas especulaban por estos efectos, lo
veremos en el último capítulo.
La Iglesia por mucho tiempo no quizo aceptar a la flagelación como una
necesidad; pero sus adversarios fueron vencidos, y la autoflagelación, así como la
flagelación como castigo, fue practicado en todas partes con un fanatismo,
absolutamente incomprensible en nuestros tiempos. San Antonio de Papua no consigue
alabar suficientemente a la moda del azotamiento; pero San Francisco lo llama de un
animal, y le quiero contradecir tanto menos al Santo, como éste Santo Animal se hizo
fundador de las procesiones de flagelación18, de las cuales surgieron las hermandades de
los flageladores, que jugaron un papel importante por varias décadas en la Iglesia
Romana.
La flagelación encontró adherentes principalmente entre las mujeres devotas, y
fue practicada con ardor especial en los conventos de las monjas. Sobre el motivo no
quiero hacer mayores investigaciones, sino sólo expresar la sospecha, que el tríceps y el
hueso pubis tenían más a ver con ello que la Religión, y que las mismas mujeres
sospechaban.
Los carmelitanos tenían una regla bastante razonable, hasta que entraron bajo el
gobierno la Santa Teresa; esta misma, que incluso llegó a quitarle los pantalones a los
monjes, vistiéndolas a sus religiosas. En las normas que dictó, la autoflagelación jugó
un papel predominante. Durante las ayunas algunos de sus monjes y religiosas se
flagelaban tres a cuatro veces por día, incluso durante la noche.
El convento de Pastrana era una institución de tortura voluntaria. Una celda era
al mismo tiempo un depósito de azotes. Aquí se acumulaban todo tipo de instrumentos
de flagelación, y cada novicio tenía el derecho de elegir el instrumento de tortura, que le
pareciera más apropiado a su penitencia. – Una forma popular de auto- tortura era el así
llamado Ecco homo. Normalmente era practicado en comunión con otros. Los hermanos
necesitados de penitencia se ponían en fila en el refectorio. Luego uno salía de la fila.
Era desnudo hasta el cinto, y su cara cubierta con cenizas. Debajo del brazo izquierdo
estiraba una cruz pesada de madera, y sobre la cabeza llevaba una corona de espinas, en
la mano derecha un azote. Así subía y bajaba diversas veces por el refectorio, mientras
se azotaba continuamente, diciendo con voz lamentosa algunas oraciones especialmente
elaboradas para el evento. Cuando terminaba, le seguían otros hermanos.
La orden de los Carmelitas produjo reconocidos héroes de la flagelación, entre
hombres y mujeres, y sólo recuerdo a la Santa Teresa y a la Santa Catarina de Cardone,
de los cuáles ya hablé a menudo en el capítulo de los santos. La última utilizaba cadenas
para la flagelación, con espinas, o un azote común, en la cuál había fijado agujas y
clavos, o que había trenzado con ramas espinosas. Con tan horrenda herramienta se
flagelaba a menudo durante dos o tres horas.
Maria Magdalena de Pazzi, una religiosa carmelita en Florenza, alcanzó alta
fama por su autoflagelación. Nació en 1566 en Florenza, hija de padres de alta
reputación. Ya como niña tenía pasión por la autoflagelación, y cuando cumplió 17
años, tomó le hábito. Le causaba la mayor alegría, cuando la Priora le ataba las manos
en la espalda, y le pegaba con su propia mano en el lomo desnudo.
Este azotamiento, ya practicado en la juventud, había afectado su sistema
nervioso, y ninguna santa tuvo tantas visiones. Éstas tenían a ver principalmente con el
18
Quien se quiere informar más de cerca sobre la demencia católica- romana, que lea la segunda parte del
“Espejo de Padre”, “Los Flageladores” de Corvin.
amor, y hablaba de él las cosas más raras. El novio celestial se le aparecía con
frecuencia, y ello lo vio en todas las posiciones imaginables. Una vez quedó dieciséis
horas, con el crucifijo en la mano, sumida en la contemplación sobre sus sufrimientos, y
espiritualmente veía pasar uno tras otro los martirios que había sufrido. Ésta visión la
conmovió de tal manera, que derramó ríos de lágrimas, que mojaron la cama a tal punto,
como si hubiese sido sumergido en agua. Luego desmayó, lívida como la muerte, y
quedó largo tiempo acostada sin movimientos.
En estos delirios solía caer, luego de haber tomado la Santa Comunión, o cuando
se profundaba en la contemplación de un santo versículo. Principalmente ocurría,
cuando meditaba sobre su texto preferido: Y la palabra se hizo carne. Cierta vez entró en
un estado de delirio, que duró desde la tarde a las cinco, hasta la mañana siguiente.
Durante la misma exclamó repentinamente: “La palabra eterna es inmensamente grande
en el regazo del Padre, pero en el regazo de María sólo un puntito. – ¡Tu grandeza es
inmensurable y tu sabiduría inalcanzable, mi dulce, amoroso Jesús!”
El fuego interior amenazaba con quemarla, y a menudo gritaba: “¡Es suficiente,
mi Jesús! ¡No atices más al fuego que me quema! – ¡No es ésta la muerte que desea la
novia del Dios crucificado; se relaciona con demasiados placeres, y glorias!”
Así sus delirios se incrementaban desde un estado de locura al otro, y finalmente
se imaginaba casada con Jesús, y de recibir visitas, no solamente de él, sino también de
su suegro, y su ayudante, el Espíritu Santo. La histeria alcanzó el grado máximo, y el
“espíritu de la impureza” le inspiraba las fantasías más libidinosas y voluptuosas, de
manera que a menudo se encontraba a punto de perder su castidad. Pero los
sufrimientos, a los cuáles se sometía luego de tales tentaciones, eran horrendos.
Se iba al galpón de leña, desataba un montón de zarzas, y se revolvía sobre el
mismo hasta que sangrase todo su cuerpo, y el diablo de la impudicia le abandonase. Así
seguía, hasta que finalmente una muerte piadosa la libró de sus sufrimientos.
Naturalmente la pobre demente fue declarada santa.
La inmensa cantidad de ramificaciones de la orden de los cistercienses se
destacaron en la autoflagelación, pero ninguna más que los trapistas. Inclusive los
monjes llamaron al fundador de éste monasterio en La Trappe de “verdugo de los
religiosos”. La orden casi desapareció después de la revolución, pero Carlos X la tomó
bajo su protección especial, y entre 1814 a 1827 se contaba en Francia no menos de 600
conventos de ésta orden. El azote era aquí instrumento de uso diario, y Madmoiselle
Adelaide de Bourbón, la protectora de éstos conventos, como también la mujer ya de
edad, Genslis, se flagelaban de tiempos en tiempos con las religiosas en piadosa
contemplación.
Pero la corona de los cistercienses era la altamente venerada Madre Passidea de
Siena, de la cuál ya he hablado antes, que consideraba merecedor, hacerse colgar como
un jamón en el humo. En la flagelación se dedicaba de una manera que incluso habría
llenado de envidia a Domenico, el encorazado. La consecuencia de la flagelación
interminable era asimismo un estado cercano a la locura, en el cuál se le aparecía Jesús.
La sangre brotaba de sus heridas, él le extendía la mano, y exclamaba con voz tierna:
“¡Pruebe, hija, pruebe!”-
Elisabet de Genton entraba en un estado de furia desenfrenada por la flagelación,
pero que era llamada por los curas de santo éxtasis. Y más alocada quedaba, cuando,
excitada por flagelación descomunal, se creía unificada con Dios, al cuál lo veía como
un bello hombre desnudo en continuo vértigo nupcial con su amada terrenal. Éste estado
de éxtasis era tan exuberante y completo, que a menudo proclamaba: “¡Ó Dios! ¡Ó amor
infinito! ¡Ó amor; ó criaturas, acompáñenme en el grito: Amor, amor!” –
Yo podría continuar indefinidamente tales ejemplos; pero, lo considero
innecesario, visto que el efecto casi siempre era similar.
Que el azotamiento como castigo jugaba el papel más importante, uno se puede
imaginar luego de lo afirmado. Las normas de convento de la Santa Teresa están tan
salpicadas de disposiciones respectivas al azotamiento, que muchos conventos, que
cumplían estas disposiciones, tenían que contar con un depósito propio de azotes.
Los carmelitas calzados o graduados, que se dedicaban mucho al estudio, y por
ello gozaban de algunas ventajas, pese a su erudición recibían castigos por las menores
faltas. Pero de manera más dura se castigaba estas faltas en el caso de faltas cometidas
con religiosas bellas, principalmente cuando se había cometido un crimen con ellas, lo
que, si bien nunca se nombraba, debe haber ocurrido con frecuencia en ésta orden. Ya a
la simple sospecha de haberlo cometido, un monje, sin esperanza por mitigación o
conmiseración, era castigado con cárcel eterna: y esto, para ser torturado extremamente,
como lo dice un inciso del estatuto.
Parece que se ha procedido con menos rigor, cuando tales faltas eran cometidas
con mujeres no religiosas, y los monjes siempre trataban de tener tales señoras a su
alcance. Principalmente las mujeres de los ayudantes de monasterios, que vivían en los
edificios de servicio, parecen haber tenido una gran fuerza de atracción sobre los Santos
Padres, y un valor especial tenían aquellas mujeres, que no podían tener hijos, y que,
según el idioma de los monasterios, eran “steriles” (estériles). El renombrado escritor
Karl Julius Weber cierta vez asistió a una conversa, que un cónego tuvo con una
cocinera, que le exigía una paga mejor. El cónego no quería entender el motivo por el
cuál pretendía paga mejor que las demás; pero ella insistió en sus ventajas, exclamando
con aplomo: “¿Sí, pero yo también soy una Sterelise19!”
El Orden de Fontevrauld era bastante curioso. En éste convento convivían
monjes con religiosas, que a menudo tenían que dormir juntos, a fin de provocar
deliberadamente la tentación, al objeto de vencerla en forma tanto más gloriosa. Las
disposiciones de ésta Orden encontró tantas adeptas, que a menudo se juntaban entre
dos a tres mil religiosas en el convento. Como los embarazos se hacían demasiado
frecuentes, la penitencia tuvo que ser instituida con más rigor.
Éste monasterio de Fontevrauld o Eberardsbrunnen tenía bajo su regencia otros
50 claustros. Pero especialmente grande era la cantidad de novicias en la casa central, y
a menudo eran gobernados por princesas u otras damas nobles, pues ésta orden tenía la
particularidad de que aquí el sexo masculino se encontraba sometido al sexo femenino.
El azote de un joven fraile, o de un novicio era para las damas una diversión
principal, y era llevado a cabo directamente por las damas, y de preferencia, la
“disciplina baja”. A menudo ambas partes, monjes y religiosas – se dejaban disciplinar
en conjunto; las religiosas por el padre confesor, y los monjes por la abadesa.
Las reglas mejoradas de la orden cisterciense eran especialmente generosas en
cuanto a la flagelación, con el sexo femenino. Si fallecía una religiosa, para la salvación
de su alma, sus hermanas aún tenían que destrozarse el trasero a golpes por varias
semanas. La flagelación para la salvación de las pobres almas que sudaban en el
purgatorio se llevaba a cabo en varios conventos, también en Leyden, como nos relata el
19
Nota del traductor: Quería decir “steriles”, pero como le faltaba cultura, confundió con “sterelise”;
“Lise” era, y sigue siendo apelativo cariñoso para los nombres “Elisabet” o “Elise”.
erudito, si bien un poco rude Marnix Señor de San Aedegonde en su “Bienenkorb20”, de
la siguiente manera:
“Pero las queridas y devotas hermanas en Leyden en Holanda, además de todos
estos remedios sanadores, han encontrado aún otra cosa, que es muy bueno: Pues entre
Remigy y todos los días santos, luego de que se haya cantado las vigilias de nueve
lecciones con mucha devoción, su señora Mater entre en un diminuto y oscuro sótano,
con una vara en la mano, y luego vienen las hermanitas, una primero, las otras después,
con el trasero descubierto, algunas quizás completamente desnudas, y se acuestan ante
ella, y reciben la gloriosa disciplina o penitencia por las almas en el purgatorio. Y
mientras, - a menudo llevan diez latigazos, - algunas almas vuelan directamente al cielo,
como los ratones a un agujero de ratones. ¿No es una cosa encantadora, cómo se puede
hacer volar al cielo a las almas con un soplo del trasero de una religiosa? ¡Ay, qué pedos
poderosos de religiosas, que tan delicados fuelles dirigen al fuego del purgatorio! Creo
que las demás religiosas, hermanas y novicias también deberían hacer lo mismo, aún ya
para cumplir con las buenas costumbres; también que a menudo lo debe hacer el fraile,
cuando no se dispone de una Madre; pues cuando el molinero muele de día, su mujer lo
hace de noche.”
Sebastián Ammann, el ex– Prior de los Capuchinos, al cuál ya he mencionado,
hace una descripción de cómo la flagelación aún se practica en la actualidad en los
monasterios capuchinos. Sólo lo menciono aquí, a fin de que el lector no crea que lo
relatado sólo tuviera lugar en el “oscuro medioevo”.
“El azote es un instrumento, trenzado de alambres de hierro, aproximadamente 4
pies de largo; una de sus partes, que se envuelve en la mano para los golpes, es simples,
pero aquella parte, con el cuál se golpea el cuerpo, es trenzado en cinco partes, y
provisto normalmente de cinco púas en las cinco puntas. El azotamiento se produce
entre los capuchinos de dos maneras. En el coro, a la noche en la misa levantan su
hábito, y se golpean sobre el cóccix desnudo, hasta que el Superior de el señal para el
término. Como no llevan pantalones, la escena se produce rápidamente al comando. En
el refectorio, donde el azotamiento se lleva a cabo en pleno día en presencia de todos los
comensales, se suele llevar a cabo de la siguiente manera: La persona, que recibe la
disciplina, debe, antes de presentarse a la mesa, deshacerse de la camisa de lana, como
del delantal de lino (sudario), que lleva debajo del hábito, y presentarse de esta manera
con los demás a la oración. Luego todos los demás se sientan a la mesa, pero el
penitente se debe arrodillar, pone el azote delante de sí en el piso, toma con ambas
manos el capuz y levanta su hábito de sobre la cabeza, de manera que la parte superior
del cuerpo se encuentre cubierto, pero el trasero se encuentre completamente desnudo.
En esta posición ataja con la izquierda al hábito, y en la derecha al azote.
A una señal dada por el Superior, empieza a recitar en voz alta los salmos de
penitencia, la Miseria, De Profundis y oraciones en latín, y se golpea por tanto tiempo
sobre las espaldas desnudas y sobre sus hombros, hasta que el Superior lo considere
suficiente, y le de una señal para terminar. Si el penitente no utiliza con suficiente
energía al azote, el Guardián lo obliga a rezar y fustigar por más tiempo. – Quien aún no
ha perdido toda la vergüenza, como los capuchinos canosos, ciertamente se somete a tal
operación con reticencia. Que tal impudicia dio motivos para la prostitución más
antinatural, lo podría probar de muchas maneras, a toda persona que pudiera dudar de
ello.” –

20
Título en alemán, que significa colmena de abejas.
Las consecuencias del celibato se mostraban entre los monjes de manera aún
más asquerosa que entre los padres parroquiales, quienes, en sus relaciones con las
personas, aún tenían oportunidad de satisfacer al poderoso instinto sexual de manera
natural. Pero las rígidas normas de los monasterios lo dificultaba extremamente, y por
ello los vicios antinaturales predominaban de manera horrenda entre ellos. Las múltiplas
normas, que prohibían la tenencia de animales de sexo femenino en los monasterios, y
de tener perros de estimación en los conventos de religiosas, demuestran abiertamente el
camino que tomaba el instinto sexual sofocado.
La vida ascética, la dieta debilitante, y también el consumo frecuente de
pescados y de azotes en mucho contribuyeron, para excitar al “diablo de la carne” más
en los monjes que en otras personas humanas; y no puedo acabar de entender el motivo
por el cuál, en vez de la ley del celibato no se haya dado otra, que condena a todos los
adolescentes, que se consagraron a la vida monasterial, a la castración. Entonces
tendrían paz, y no serían perturbados en sus contemplaciones piadosas por tentaciones
carnales, y no infectarían a la vida familiar con sus actos inmorales.
En todo caso la propuesta no es original; ya mucho antes de mí había personas,
que lo ponían en práctica. El caballero Bressant de la Rouveraye, escandalizado por lo
ocurrido en la procesión, organizada en festejo de la boda de sangre en Roma, juró
castrar a todos los monjes que cayesen en sus manos. Como un indio las cabelleras de
sus enemigos, así el feroz caballero se aderezaba con los trofeos del cumplimiento de
sus votos.
Campesinos de Iphau, que destruyeron al monasterio de Birkling en el condado
de Castilla, llevaron a cabo la misma operación en los monjes que pudieron agarrar.
La inmoralidad que reinaba en los monasterios ultrapasa la más vívida fantasía.
Para ocultar sus consecuencias, a menudo se utilizaba los remedios de la botica
monasterial, y muchas doncellas caídas permanecían siendo, mediante su ayuda, virgen
pura ante los ojos del mundo; pero también desaparecieron unos cuantos maridos
mediante su uso.
Ammann conoce un Padre, que le dio a una señorita en Rapperswyl, a la cuál
había dejado embarazada, un brebaje para abortar. Su Superior lo sabía perfectamente,
pero no creyó oportuno “para el honor del clero”, hacer escándalo sobre el caso.
Monjes y religiosas vivían en íntima confidencialidad, y parece que vivían en la
creencia, de que fueron creados para completarse mutuamente. El humanista Bebel, que
vivió en el medioevo, pretendía haber conocido conventos, en los cuáles sólo se
encontraba una única religiosa casta, - justamente aquella que aún no había tenido hijo.
La concepción era el lado oscuro de la vida de las religiosas, pero las piadosas
vestalitas supieron ponerle remedio. El remedio era sencillo, posiblemente “para
preservar el honor del clero” mataban a la cría. Cuando se echó por tierra al monasterio
de Mariakron se encontró “en las habitaciones secretas y en otras partes, calaveras de
criaturas, inclusive cuerpos enteros, ocultos y enterrados”, y el obispo Ulrique de
Augsburgo relata, que Gregorio I, quien originalmente también defendió al celibato,
cambiando de parecer cuando cierta vez se recuperó seis mil cabezas de niños de un
lago de monasterio. La palabra del obispo que sirva de confirmación de estos increíbles
hechos.
Cuando el Rey José II deshuevó a estos nidos de abubilla, preguntó a un Prior:
“En cuántos suma su fuerza” – “Doscientos Su Majestad.” “¿Cómo?” – “Sí, Su
Majestad, es que tenemos que satisfacer a cuatro conventos de religiosas.” El Rey tuvo
que darle las espaldas al tan franco Prior, para esconder su risa.
Pero las abadesas también estaban preocupadas de la manera más amorosa por
sus amigos, los monjes. No se admitía religiosas enfermas, es más, siquiera a tales que
tenían mal aliento. De que manera esto podría perjudicar la santidad, no lo entiendo;
pero es muy cómodo para la falta de santidad, y, si no me equivoco, un motivo de
divorcio entre casados en algunos países.
Nada es más divertido - cuenta el ex prior Ammann - , que escucharle hablar a
las religiosas de los males corporales de sus amados frailes. No recuerda en nada a las
casas dedicadas a la castidad, y muchos historiadores del tiempo de la “prisión
babilónica” papal, dicen abiertamente: “De las religiosas siquiera se puede hablar, por
vergüenza; Sus conventos son casas de prostitución, y una doncella que toma el hábito,
lo hace cómo si declarase ser una prostituta.”
Ya en el sínodo de Rouen (al derredor del año 650), se vieron forzados, a
sancionar la Ley: que las religiosas, que se prostituyeron con sacerdotes o laicos, deben
ser azotadas y encerradas en la cárcel.
Roberto de Abrissel, fundador del ya mencionado monasterio de Fontevrauld, un
hombre muy santo, pasaba la noche con las religiosas, para testar sus fuerzas, y la virtud
de la abstención. Muy razonable era de su parte, elegir para tales ejercicios sólo las
religiosas más bellas. Si vencía, la victoria era muy merecedora; si sucumbía, también
valió el sacrificio.
Bebel, al cuál ya lo he mencionado a menudo, es rico en anécdotas interesantes
sobre monjes y religiosas. Dos tendrán lugar aquí:
Un monje, que ingresó en un convento de monjas, fue recibido y alimentado
amablemente por las monjas. Habló mucho de las virtudes, del temor a Dios y de la
disciplina, de manera que las religiosas lo tomaron por un ejemplo de la abstención,
llegando inclusive a designarle una cama en su propio dormitorio.
En el medio de la noche repentinamente el monje empezó a gritar: ¡No quiero!
¡No quiero! Uno se puede imaginar de cómo las monjas levantaron los oídos, y la
rapidez con la que se acercaron, para saber el motivo de tan sospechosa exclamación.
Ahora el pícaro les contó, que una voz del cielo le había ordenado, a que se
acueste en la cama de la religiosa más joven, pues ambas fueron escogidas para
concebir un obispo; pero que él se negaba.
Las piadosas religiosas se regocijaron, lo supieron convertir a la obediencia ante
Dios, y finalmente lo llevaron a la cama de la feliz hermana. Cuando ésta manifestó
preocupaciones, inmediatamente se declararon preparadas todas las demás, para tomar
su lugar, de manera que finalmente se convenció, y le aceptó al monje en su cama. –
Pero el resultado era – ¡una hija! Ésta, por supuesto, no podía hacerse obispo, y
cuando se le requirió al monje, puso la culpa por el obispo frustrado, ¡al hecho de que
ella no cedió voluntariamente!
Una picardía semejante escenó el portero a las religiosas del mismo convento,
que llevaba el curioso nombre de Omnis Mundus. Durante una noche se deslizó hacia la
cocina, y con un caño largo, gritó por la chimenea que pasaba por el dormitorio: “¡Ó,
religiosas, escuchen la palabra de Dios!” Las religiosas empezaron a temblar y temer,
pero cuando a la noche siguiente volvieron a escuchar la misma voz, cayeron todas de
rodillas, pues pensaron que era un ángel que hablaba con ellas, y entonaron: “¡Ó ángel
de Dios, anuncie tu voluntad!”
La respuesta no hizo por esperar: ¡“Haec est voluntas Domini ut Omnis mundus
inclinet vel suppont vos!” ¿Qué significará éste oráculo? Se preguntaban las religiosas,
llegando rápidamente al consenso, que el portero Omnis Mundos debería dormir con
ellas, a fin de que nazca un obispo, o incluso un Papa.
El avivado portero fue llamado. Se sometió, y la abadesa, que quedó a solas con
él como primera, cantó a la salida: “Como me encanta, lo que se me ha dicho.” – Luego
se siguió la Priora. Ésta cantó: “¡Señor Dios, nosotras te alabamos!” La tercera
hermana: “El justo se alegrará en el cielo”, y la cuarta: “Déjenos ser felices a todas.”
Pero ahora se agotó el latín del portero, y cuando se escapó, le siguieron las
exclamaciones de las demás religiosas: “¿Y cuando nosotras recibiremos nuestra
indulgencia21?”
Pero ni siempre se presentaba un forastero, que recibía una revelación, y ni todos
los conventos tenían un portero apropiado; pero estaba ahí el deseo, y pretendía ser
satisfecho. Muchas se arreglaban como podían; ¿pero, de qué servía? Algunos se
enamoraban de Jesús y se exaltaban a tal punto en la imaginación, que finalmente se
figuraban o soñaban, que efectivamente recibían sus visitas.
La religiosa Armella creía que efectivamente vivía en la llaga lateral de Jesús, y
María de la Coque inclusive recibió de Él el permiso, de poner su corazón en el Suyo.
Luego le era devuelto otra vez; pero Jesús le aconsejó, que, para el caso de que sufriera
dolores por la operación, que se haga la sangría.
Otras, menos exaltadas, ocupaban sus pensamientos constantemente con
hombres, y cuando Abrahán a Santa Clara una vez hizo de confesor en un convento de
religiosas, casi todas las religiosas le confesaron, que habían soñado sobre pantalones. –
El santo Padre se enojó profundamente. “¡Qué! ¿Ustedes quieren ser novias de Jesús?”
“Jesús no tenía pantalones; vuestro novio no tiene pantalones, ¿y ustedes piensan y
sueñan de pantalones? – Váyanse al fuego eterno, allí ustedes verán pantalones,
pantalones en brasa, pantalones ardientes, a los cuáles ustedes van a tener que tomar en
las manos, y jugar con ellos”, etc.
A parte de estos delirios sobre hombres, pantalones y otras cosas fantásticas, las
religiosas se enamoraban entre sí, ante la falta de otros objetos a ser amados. Grecourt
relata sucesos relativos a dos religiosas, que admiran su inocencia, midiéndola con el
rosario:
- Eh bon Dieu! dit Sophie,
Qui l’aurait cru? Vous l’avez, chère, amie,
Plus grand que moi d’un Ave Marie!

¡Óh buen Dios! Dijo Sofía,


¿Qué es esto? Usted la tiene, querida amiga,
¡Más grande que un Ave María!

21
La introducción del celibato de los sacerdotes etc., de Theiner, tomo 2, pág. 108
En todo caso las religiosas eran un pueblito extraño, y la falta de hombres
producía en ellas además de las consecuencias lamentables, también otras muy curiosas.
En un convento en Flandres cierta vez una religiosa empezó a hacer
movimientos muy extraños en su cama. Esto en realidad puede no haber significado
nada; pero la cosa empezó a infectar a las demás, y finalmente las religiosas trabajaban
con tal vigor de noche, que las camas crujían. El extraño mal se trasmitió a otros
conventos, produciendo tanto escándalo, que finalmente intervino el clero, y arribó con
el agua bendita, para echar al diablo de las religiosas. Si mandaron el Diablo (à la
Boccaccio) al infierno, de esto nada dice la crónica.
En el siglo 15 una religiosa alemana tuvo la idea, de morderle a otra. A ésta le
gustó el chiste, y mordió a su vez a otra, hasta que las mordidas se hicieron epidémicas,
infectando con rapidez increíble un convento tras otro. ¡En poco tiempo se
mordisqueaban todas las gatas monasteriales desde el mar del oeste hasta Roma!
En un convento francés se hizo moda entre las monjas, estar maullar como gatos,
y la cosa se hizo tan grave, que hubo mucho escándalo. Todas las prohibiciones no
resultaban, y los maullidos sólo hicieron empeorar. Finalmente una compañía de
soldados recibió orden de exterminar el mal, entrar en un convento, y darle un trato una
a una a las gatas monasteriales con el látigo, hasta que terminase el maullido. Pero el
mal terminó por el simple miedo, y la ejecución se hizo innecesária.
Estas monjas, principalmente cuando se hacían viejas y malvadas, podían ser el
verdadero diablo, y todo su odio caía en cima de las hermanas jóvenes y bellas. Éstas
eran vigiladas con ojo de águila, y pobres de ellas, cuando sorprendidas en intimidades
con un hombre. Y luego, cuando éstas envejecían, olvidaban su propia juventud, y
cometían las peores crueldades.
En el convento de Wattum una religiosa se enamoró de un monje. Tal amor
raramente era platónico, y tampoco lo era éste, pues la religiosa se sintió encinta. Ocultó
su situación hasta donde podía, pero finalmente lo confesó a sus piadosas hermanas.
Esto le había aconsejado un mal espíritu, pues aquellas le atacaron con los peores
insultos. ¡Algunas gritaron, exigiendo que la criminosa fuese torturada y quemada; otras
querían, que se la acueste sobre carbón ardiente!
Luego que se aplacó la peor tormenta, las religiosas más experimentadas la
echaron a una cárcel. Aquí tuvo que aguantar bajo pan y agua y maltratos constantes. El
monje consiguió escapar.
Cuando se acercó la hora del parto, la pobre criatura imploró que se le libere del
voto, pues el amado había prometido llevarla. A los pocos ahora sus piadosas hermanas
supieron de ella, que el mismo le esperaría, a un mensaje recibido, en determinado lugar
a la noche, en vestimentas comunes.
¡La noticia era bienvenida a las brujas! Un fraile vigoroso, acompañado de
algunos otros, se acercó al lugar, armados con un palo. El monje fue aprisionado, y
llevado triunfalmente al convento. ¡Aquí le esperaban su amada, y una suerte horrenda!
¡La pobre mujer fue obligada por las religiosas, a castrar a su amado! Luego la infeliz
fue metida nuevamente en el calabozo.
La pobre y hostigada criatura se adormeció aquí, debilitada por las ayunas y los
llantos, y creyó soñar, que le apareció un obispo con dos mujeres, y que las últimas al
rato la dejaron con la criatura envuelta en pañales. Cuando volvió a sí, se vio aliviada de
su carga. A seguir las religiosas inspeccionaron sus pechos, luego todo su cuerpo,
tocaron y apretaron todas sus partes, y no la vieron lastimado en ninguna parte, ni
tampoco encontraron huellas de asesinato de la criatura. Todo fue declarado como
siendo un milagro, y relatado como tal hasta tiempos muy posteriores a los curiosos.
Esto ocurrió en meados del siglo XII en Inglaterra.
Pero no necesitamos retroceder tanto en el tiempo, pues maldades mucho peores
fueron cometidos por las religiosas de tiempos más actuales.
Al final del siglo pasado se cerró los conventos en un Estado alemán. El
comisario encargado de la ejecución de ésta determinación, había intimado a las
religiosas de un convento carmelita, a abandonarlo. Pero como no dieron cumplimiento
a la orden, se fue personalmente al convento, y reiteró la orden del príncipe a la abadesa
y sus hijas espirituales. Al mismo tiempo exigió la exhibición de los libros del convento.
En los mismos se encontraban anotados a veinte y una religiosas; pero cuando contaba a
las religiosas presentes, sólo pudo encontrar veinte. Contó más una vez – con el mismo
resultado.
Para evitar mayores incómodos, llamó a las personas por el nombre, y la
religiosa Alberta faltaba. A la pregunta del comisario, de por qué ésta no se encontraba
presente, pudo notar perfectamente, que todas las religiosas quedaban incómodas, e
intercambiaban miradas extrañas con la abadesa y el confesor. Esto lo motivó a requerir
con más rigor la comparecencia personal de la religiosa.
Mientras, la abadesa ya se había repuesto. Dijo que la condición actual de la
religiosa Alberta hacía imposible su comparecencia, por estar gravemente enferma. El
comisario, ya desconfiado, y presumiendo alguna inmoralidad, exigió ser llevado hacia
la enferma, pues quería verla. Luego de muchas excusas, finalmente la Abadesa confesó
que la ausente contaba con un alto grado de demencia, que ciertamente no reconocería a
nadie, y que la visita sería inútil.
El comportamiento inusual y extraño de las religiosas, que se veían lívidas como
una sábana, y que temblaban al punto de apenas poder mantenerse en pie, motivaron al
funcionario, a preguntar más de cerca por las circunstancias de la enfermedad, y se le
contó, que el actual doctor del convento nada sabía de la locura de la religiosa.
Su antecesor habría declarado incurable a la enfermedad, y, para conservar el
honor de la institución, se había mantenido en secreto la situación. Hace ocho años la
religiosa estaría en esta situación lamentable. Nadie quiso dar mayores explicaciones.
Pero el funcionario consideró que sería su obligación, investigar la cosa, y luego de
amenazas serias finalmente dos religiosas lo llevaron hacia donde se encontraba Alberta.
Lo llevaron escaleras arriba y abajo, pasando por una variedad de corredores a
una clase de construcción de fondo, donde finalmente pararon ante una escalera. El
comisario quería subir, pero las religiosas le explicaron que la habitación de la religiosa
sería aquí. Pero él no encontraba nada que fuera parecido a una habitación humana, y
vio horrorizado cómo las religiosas indicaron a un depósito debajo de la escalera, en el
cuál incluso un perro se habría sentido miserable.
Del depósito salió una mujer alta, color amarillo- lívida de unos treinta y cinco
años, pies descalzo, vestida con algunos pocos harapos medio podridos. Los cabellos
negros y largos revolaban desordenados al derredor de su cabeza, y de sus cuencas
orbitales ahondadas relampagueaba un par de ojos oscuros y ardientes, cuyo fuego no
podían apagar ni su sufrimiento ni sus lágrimas.
Toda la aparición produjo profunda conmiseración. Con lamentos de romper
corazón, la pobre criatura se echó a los pies del comisario, abrazó a sus rodillas, y pidió,
que no se le castigue nuevamente con tanto rigor. Pero cuando vio la compasión en la
cara del hombre estremecido, rogó por salvación y liberación.
Su hablar era entrecortado y confuso, y se notaba que los largos sufrimientos
habían perturbado el espíritu de la robusta joven. Fue llevada inmediatamente al
refectorio, adonde sólo siguió con temores, pues la vista de sus carrascos femeninos no
la podían animar. – El comisario dispuso inmediatamente, que se le traiga ropa y se le
meta en una buena cama, abandonando irritado al día siguiente el convento, luego de
amenazar a las religiosas con los peores castigos al menor maltrato de Alberta.
Poco después el vicepresidente del colegio estatal, Conde Th…, se fue con el
comisario al convento. Pero la situación de la pobre chica se había empeorado otra vez,
y la demencia había predominado.
Hablaba sin sentido, utilizando una cantidad de palabras obscenas. La Superiora
y las religiosas no pudieron ocultar su desgraciada satisfacción. El presidente, que lo
notó, les dio una sermón a las brujas desalmadas, como éstas ciertamente aún no habrán
escuchado de ningún fraile condescendiente, y que las impresionó profundamente.
Luego se subió con Alberta a un carruaje y la llevó a un sanatorio.
Esto también tuvo buen resultado. Volvió la salud corporal, pero, ahora se
mostraba una histeria, que posiblemente fue el motivo principal de su locura, en un
grado fuertísimo; sí, su avidez en la satisfacción de los instintos sexuales se intensificó a
tal punto, que agarraba a la fuerza a cualquier hombre que se acercase.
En sus momentos de lucidez esclarecía la historia de su vida. Era de Würzburgo,
donde su padre era un importante comerciante de vinos. En aquella casa los frailes eran
visita bienvenida, y principalmente se habían aniñado en ella los carmelitos descalzos,
que mantenían un monasterio en la ciudad.
Alberta era de una belleza que llamaba la atención. Pero, como suele ocurrir con
las bellas damas, no tenía inclinación a la vida hogareña, y prefería permitir que los
señores, solteros o casados le hagan la corte. A poco tiempo se inició una relación
amorosa, que se hizo aún más atrayente por el estímulo de lo secreto, y que terminó con
ella perdiendo a su virginidad.
Sus padres, que aún tenían más hijos, no estaban contentos con la situación, y
habrían preferido que ella desaparezca de la casa. Bajo tales condiciones la propuesta de
los carmelitos, de mandar a Alberta a un convento, obtuvo eco. Alberta, en su frivolidad
y bigotería, fácilmente fue convencida, mediante lisonjas y amenazas, a dar su
consentimiento, y fue llevado a un convento de Nurenberg. Allí se la recibió con
amabilidad, y también la trataron bien durante el año de prueba, pues su padre había
prometido, que pagaría el legado que le correspondía como hija al convento.
Pero cuando los votos fueron dados, y se retardaba el pagamiento del dinero
prometido, es más, cuando se hacía evidente que nunca sería pagado, Alberta, quien ya
era odiada por las monjas por su belleza y su aversión a las ocupaciones femeninas,
tuvo que pagar con penitencias.
Mientras tanto se produjo una triste mudanza en la situación de la doncella. La
vida solitaria en la celda y la falta de un entorno compasivo eran motivo, para que ella
pensara constantemente en su amado, del cuál había sido separado por las astucias de
los monjes. La fantasía se aferra fácilmente en alegrías pasadas, principalmente en la
triste soledad. Y las fantasías rápidamente tomaron una dirección que peligraba su salud.
Se había alimentado del árbol del entendimiento, y la modificación del modo de vida
contribuía en mucho a instigar su libido.
Las monjas carmelitas no pueden comer carne, y su alimentación se compone
principalmente en alimentos de harina fuertemente sazonados, y pescados, que calientan
la sangre y no sirven de nada a la castidad. Alberta trató de apaciguar sus instintos
excitados con remedios, que provocaban justamente lo contrario, y debido a ello fue
puesta en tal situación, que se vio obligado a contar su desgracia al médico del
monasterio. Ya fue demasiado tarde, pues la histeria prácticamente ya se había
trasformado en ninfomanía.
Quizás las indicaciones del respetable médico fueron desatendidas, o quizás lo
picante de la situación excitó a la dirección masculina del claustro carmelita, en fin, él y
la Superiora llegaron al acuerdo, de que debería tratar de – curar a la monja. Pero al
poco tiempo tuvo que confesar a la Superiora, que él no estaba a la altura de tal
curación, y aconsejó que se lo intente con flagelación frecuente y ayunas.
Pero esto significó echar aceite al fuego. La pobre religiosa casi sucumbió en
esta lucha con sus sentidos, y la Superiora, en vez de buscar otra ayuda médica, decidió
separarla de todo ser humano, a fin de que no se vea perjudicado el buen nombre del
convento. Se la llevó al horrendo depósito debajo de la escalera, donde siquiera se le
daba alimentación y vestimenta suficiente, y haciendo que todos los días la azotasen
religiosas malvadas, de manera que, debido a los malos tratos, que tuvo que aguantar
durante ocho años, su enfermedad se transformó en locura. – Alberta ya no sanó;
Falleció en un hospicio.
Es de conocimiento, que las mujeres en general son mucho más crueles que los
hombres. De la crueldad de las monjas aún pretendo citar otros ejemplos, más actuales.
El médico Friedrich Baumann, que vivió en el pueblito Hornstein, cerca de un
monasterio de Premonstratos, tenía atracción por los claustros, que era compartida por
su esposa. Por este motivo decidieron consagrar su hija menor, Magdalena, “al cielo”,
visto que la más vieja mostraba inclinaciones y habilidad para el trabajo rural.
El amigo de Baumann era abad del claustro vecino, y aún fomentaba el deseo de
los padres, sí, intercedió personalmente ante las Clarissinas en la capital por el
acogimiento de la niña, y consiguió que sólo se exigiese una dote moderada. Ahora
Magdalena fue instruida en todas las habilidades útiles a una monja, y también en la
medicina, y se presentó, al cumplir dieciséis años, para el ingreso.
Se había hecho niña de espléndida belleza, y encantaba todos los corazones por
su carácter gracioso. Por ello tampoco le faltaron pretendientes, entre los cuáles el joven
Rehling tuvo las mejores intenciones, y no era de despreciar en ningún sentido. Pero
Magdalena quedó firme en su decisión de ingresar al convento, en la cuál aún se veía
incentivada por su madre santurrona.
El padre ya empezaba a vacilar, pues los aires extraños, sonrientes, y las hablas
sospechosas del confesor del convento, como también el comportamiento codicioso de
las religiosas lo llenó con preocupaciones, pero no tenía energía suficiente para
imponerse frente a la madre y al cura.
Magdalena fue vestida, y, sobre todas las cosas, iniciada en los misterios de la
flagelación, por los cuáles en poco tiempo la niña empezó a entusiasmarse. La disciplina
pequeña consistía en 36, la grande en 300 golpes en las espaldas y el trasero. – El
noviciado pasó con satisfacción, y Magdalena prestó sus votos, sin considerar la
desesperación del joven Rehling.
Al poco tiempo empezó a ver cosas, que en parte no le gustaban, en parte le
parecían extrañas; pero no podía hacer públicas sus preocupaciones. – Finalmente se
acercó la fiesta de la Asunción de María, y con ella la disciplina grande, que solamente
conocía en teoría, en forma genérica. – Si bien la habitación, en la cuál se llevaba a cabo
el azotamiento era oscurecido, entraba suficiente luz por las rendijas de los postigos, de
manera a exponer a la vista todo lo que ocurría. Sólo con gran repugnancia la pudorosa
doncella se soltó el cinto, descubriendo su cuerpo perfecto, de belleza insuperable, en el
cuál se deleitaban las vistas lujuriosas de las gatas de convento y abadesas.
Magdalena se azotaba con todo afán, pero se percataba, que las otras monjas
sólo lo hacían como si fuera una simulación. Sólo una religiosa, Griselda, abusó a tal
punto de la práctica, que la sangre chorreaba por su cuerpo, y las puntas de los azotes
hirieron el cuerpo en algunas partes, quizás en la profundidad de una pulgada.
Magdalena, quien fue nombrada farmacéutica del convento, le prestó socorro,
recuperándola en poco tiempo. Pero no pudo dejar de intimarle a Griselda a que en
futuro se flagele con menos ardor, y esto llegó a los oídos de la Abadesa, quien se enojó
profundamente por ello. Cuando Magdalena trató de pedir disculpas, le gritó de manera
imperiosa, ordenándole que se calle. Su consecuencia fue que Griselda se flagelaba con
ardor incrementado. Ésta no sólo continuaba a azotarse como antes, sino también se
torturaba a tal punto con el cilicio (un cinto de púas que se lleva sobre la piel desnuda),
que las púas habían herido profundamente la piel. El médico llamado para socorrerla,
explicó que sólo una operación cuidadosa podría salvar a la religiosa, y sólo ahora la
Abadesa, con aprobación del confesor, prohibió a Griselda, a que s hostigue con tal
ardor en el futuro.
Magdalena, a la cuál también se había encargado la sangría y la aplicación de
ventosas, se percató muy pronto, que la primera operación se tenía que llevar a cabo con
la hermana de veintidós años, Teodora, casi cada mes. Le comentó a la niña, que tal
pérdida de sangre tendría como consecuencia ineludible la hidropesía, y la pobre niña
confesó llorando, que tenía que hacerlo por órdenes de la Abadesa, a fin de sofocar la
ebullición de la sangre y los sueños relacionados, y los deseos prohibidos, que a
menudo son consecuencia de las flagelaciones frecuentes, y lo que efectivamente
conseguía mediante la sangría, por lo menos por corto tiempo. – Esta conversa entre
Magdalena y Teodora, y otras semejantes, llegaron a oídos de la Abadesa, e irritaron
tanto a la Abadesa, como a algunas otras madres de más edad.
El Padre confesor no había desistido de sus planos en relación a la bella niña,
sino que se empeñó sistemáticamente para llegar al objetivo. A su iniciativa, ella fue
nombrada enfermera superiora del convento, cuyo puesto la llevaba a constante contacto
con el Padre Olympius, pero contra cuál ella fue advertida por una hermana
bienintencionada. Este hipócrita descarado le hacía una diversidad de regalos
espirituales, y le concedía tanta atención, que las demás religiosas empezaron a
envidiarla.
Magdalena trató de deshacerse de ésta su función, a fin de evitar los contactos
con el Padre Olympus. Éste entendió perfectamente sus intenciones, y la reprendió por
ello amargamente en el confesionario, de manera que ella se vio forzada a abandonarlo.
Magdalena ya se encontraba hace tres años en el convento, y sus ojos se habían
abierto completamente. Con estremecimientos se percató demasiado tarde, que se le
había cerrado el camino de vuelta al mundo, y entró en melancolía. A menudo se la
encontraba en lamentaciones y lágrimas. Empezó a no importarse más por nada, y en su
tristeza dejaba de observar las formalidades prescriptas, cometiendo una serie de
errores, que eran castigados con penitencias menores, que, en su ánimo irritado la
exasperaban.
En estos tiempos la hija de otro médico se hizo monja, y como demostró ser
virtuosa, se le quitó a Magdalena de su posición anterior, y se empezó a tratarla con
desprecio. Se le empezó a reprochar el bajo valor de la dote con la cuál había ingresado
al convento, y la tildaron de una criatura absolutamente inútil.
Ahora se terminó la paciencia de la pobre niña. En vez de aceptar tranquilamente
los reproches, respondió con sarcasmo brusco, y no quería callar, cuando la Priora
prejuiciosa le prohibía la palabra. Lugo se le hizo conocer a la Abadesa este
comportamiento rebelde, y se le describió a Magdalena como una criatura
absolutamente malvada, pendenciera y desobediente. La Abadesa se levantó furiosa y
gritó: “Tal comportamiento de ésta campesina no será tolerado sin castigos; se tiene que
domar su voluntad, y llamarla a la orden mediante fuerza.” Luego hizo llamar a
Magdalena.
Esta compareció, y notó que ya se encontraban dos robustas hermanas laicas con
la Abadesa; una de las mujeres tenía una vara resistente en su mano. La Abadesa
reprochó vehemente a Magdalena, anunciándole que sería castigada. Magdalena
empezó a llorar, y a peticionar; todo en vano. Finalmente, en su exasperación alegó que
ya no era criatura y por lo tanto ya fuera de la edad de la vara, y que tal castigo era
indecente para una religiosa. La Abadesa se enfurecía cada vez más, y le ordenó a
Magdalena a que bese la tierra.
Ésta no tuvo problema para seguir a la orden, esperando escapar con ello al
castigo. Pero apenas se encontraba en el piso, cuando inmediatamente se tiró sobre ella
una de las laicas, sentándose sobre sus espaldas, mientras la otra le levantó su hábito,
para luego utilizar la vara con todo ardor. Cuando todo terminó, Magdalena tuvo que
besar las manos de la Abadesa, y agradecer por el clemente castigo. Las demás
religiosas se encontraban al acecho, y la saludaron con risas sarcásticas, cuando
Magdalena volvió otra vez a su celda.
Desde ahora la infeliz tuvo que sufrir constantemente las persecuciones, en cuyo
objetivo se había trasformado por su enemistad con la Abadesa, la Priora y el Confesor.
Cuando una noche no estaba en su celda, y fue encontrada junto con su única
amiga Crescentina, prácticamente se la arrastró al día siguiente, mediante decisión
formal, a la disciplina grande. Pero aún no era suficiente, aún fue víctima de gran
cantidad de otros castigos, entre ellos la degradación del rango de religiosa a un rango
de hermana laica.
Cometió el desliz de escribir una carta a sus padres, en la cuál les explicaba su
situación horrenda, rogando de la manera más humilde por socorro. La carta fue
interceptada, y ella fue obligada, a escribir otra llena de mentiras, que le había dictado el
Padre Olympus. Por la intentada delación de los secretos monasteriales nuevamente fue
castigada con violento azote, y encerrada durante cuatro semanas en la torre, donde
recibía día tras día nada más que agua y pan.
Su situación aún empeoró, cuando murió la Abadesa, y su enemiga principal, la
Priora, ocupó su lugar. En vano Magdalena rogó por la devolución del velo negro de
religiosa; tenía que realizar trabajos de cocina como cualquier doméstica laica. Por
cualquier falta se le castigaba con la vara, y cando, cierta vez, durante los festejos de
salmos, dejó caer al “espíritu santo”, fundido en veinticinco quilos de plomo, por ser
demasiado pesado, de manera que el mismo se rompió, Olympus lo juzgó como siendo
una maldad deliberada, ¡un delito de religión! La miserable recibió una fuerte disciplina
en la cárcel ubicada al lado del refectorio.
A vuelta de estos tiempos recibió visita de algunos parientes, siendo que sólo se
le permitió hablar con ellos desde detrás de la clausura. Lo que había dicho, fue
investigado, y se la declaró una criatura depravada. – Ahora se hacía siempre más fuerte
en Magdalena el anhelo por el “mundo”, y buscó huir. Incluso consiguió salir, pero más
tarde fue atrapada, y tuvo que volver al convento, pese a que un alto religioso, al cuál
había solicitado ayuda, había intercedido por ella.
El Padre Olympus estimulaba a la Abadesa para actos de persecución siempre
nuevos, y Magdalena finalmente fue condenada a la cárcel por tiempo indeterminado.
Cuando se la quizo llevar hasta ahí, se resistió con todas las fuerzas de la desesperación,
y se tuvo que llamar a un hermano laico franciscano para que ayude. – Irritada por esta
resistencia, la Abadesa le hizo castigar más una vez rudamente con la vara, en presencia
de la Priora, sobre un puñado de paja.
Cuando cierta vez su calabozo tuvo que entrar en reformas, se la llevó a un
calabozo vecino, en el cuál la hermana Cristina ya se encontraba hace trece años. Había
enmagrecido a punto de calavera, renga por los constantes azotes, y cerca de la locura
total.
En días de fiesta se le permitía a Magdalena ir a la Iglesia para la Santa
Comunión, y tenía que confesarse una vez al mes con el Padre Olympus. Este
desgraciado aún no había abandonado su plano de seducción, y la apremiaba con sus
propuestas libidinosas; pero ella gritó por socorro, y el Padre simulaba haber pretendido
solamente imponerle la disciplinarla. Y para satisfacer por lo menos en parte sus deseos
libidinosos, el Padre le ordenó a que se despida; pero acudieron algunas hermanas, ante
las cuáles apenas supo justificar su proceder.
El encarcelamiento de la infeliz criatura ahora había durado, entre constantes
maltratos, tres años y ocho meses, cuando finalmente un deshollinador, que trabajaba
cerca de la cárcel, y había escuchado sus lamentos, denunció los hechos a las
autoridades. Se nombró inmediatamente una comisión por el correspondiente
ministerio, que inició una investigación en el convento de Santa Clara.
Cuando se le anunció su libertad a Magdalena, lloró sonoramente de alegría;
pero la miserable se encontraba tan debilitada, que apenas pudo moverse. Se la entregó
inmediatamente al médico de cabecera del Príncipe local, y al médico de la corte para su
asistencia.
El parecer emitido por los dos, sobre la condición de la pobre niña, se manifestó
en el sentido de que las interminables flagelaciones le habían causado los peores
dolores, que le hacían sufrir constantemente, principalmente en caso de problemas
digestivos. Debido a su largo encierre, y los golpes violentos sobre las partes
musculosas y tendinosas de muslos y pies, estos se encontraban infectados de forma
gravísima, y como nuca se había tratado sus males, estas partes se habían endurecidas y
contraídas a tal punto, que se habían atrofiado completamente, habiendo poca esperanza
de que se volviesen a curar a punto de que pueda volver a utilizar sus miembros rectos.
Durante su tratamiento médico, Magdalena fue indagada cuatro veces, y
quedaron a descubierto todas las maldades practicadas en el convento, por más que se
retorciese como víbora toda la niñada de curas.
Se relata que una religiosa, de nombre Paschalia, maltratada al igual que
Magdalena, enloqueció y murió en un ataque de nervios; pero algunas de las cinco
religiosas, que tuvieron coraje de confesar la verdad, afirmaron, que se había ahorcado
con su velo. Que se había esperado también tal suicidio por parte de Magdalena, resultó
posteriormente de las actas de la abadía.
Magdalena debía quedar por el resto de su vida en el hospital del Príncipe, y se
le aseguró libertad para pasear cuando se hubiese curado, de visitar y recibir compañías
decentes. El convento de Santa Clara tuvo que darle una dote decente, y, además,
doscientos florines anuales.
Sólo después de cinco a seis años Magdalena pudo andar otra vez, y su cuerpo
doblado se recuperó paulatinamente. En la prisión del convento había hecho promesa de
una peregrinación a Loreto. Inició ésta ahora, con autorización de las autoridades; pero
no volvió a su patria. Murió en Agosto de 1778, a la edad de cuarenta y cinco años, en
un hospital de Narni en Italia.
Pese a tales experiencias, ¡aún hoy día existen conventos! Y que en los mismos
aún se practica infamias semejantes, como prueban los escritos de Sebastián Ammann,
Rafaelo Ciocci y de otros.
Asimismo Ammann nos ha relatado algo sobre el desamor con el cuál se trataba
a los enfermos en los conventos, como sigue: “En el convento de Solothurn, el P.
Theófilo sufría de una hernia tan dolorosa, que desanimó.
Se lo hizo acostar en una habitación al lado de la cocina sobre una bolsa de paja,
donde lo dejaron contorsionarse. Nadie lo visitaba, sino el peón del convento, quien le
traía alimentos tres veces al día. En los últimos días de su vida nunca he visto un
médico a su lado. Sus males de abdomen, la asustadora miseria, y el absoluto abandono
habrán hecho inaguantable su vida llena de martirios. – Un día, antes del almuerzo, a las
diez y media, me encontraba con él, y lo vi muy pesaroso; es seguro que a las once aún
vivía. A las doce y media el peón del convento quiso llevar los platos de P. Teófilo, y lo
encontró, colgado del cielorraso, sin vida. Cuando escuchamos la noticia de esta
desgracia, saltamos todos de la mesa; yo fui el primero que llegó junto a él, y quise
cortar la toalla, con la cuál se había colgado; pero P. Guardián Raimundo me lo
prohibió, pues sería una pena por la bella toalla. Se prefería ir despacio, pues no querían
intentar salvarlo. Sus manos y pies aún estaban calientes, y yo exigí que se traiga
inmediatamente a un médico, a fin de que no se abandone ningún intento de
resurrección del cuerpo, quizás aún con vida.
Pero P. Raimundo se exasperó, y prohibió rigurosamente que se llame a un
médico, pues sería una vergüenza escandalosa, si llegaba a saberse en público que un
capuchino se había ahorcado. No se utilizó ninguna escoba para masajear su cuerpo,
sino que se le hizo acostar al cadáver sin más trámites sobre un féretro, y se anunció que
P. Teófilo murió de Apoplejía.”
Otro ejemplo de la rapidez de los curas en la deshacerse de quienes les eran
incómodos o peligrosos, narra Rafaelo Ciocci.
Don Alberico Amatori, bibliotecario en el Monasterio de Santa Croce de
Gerusalemme en Roma, se había convencido de la existencia de muchos equívocos y
abusos de la Iglesia Romana. Él, y quince monjes que compartían su convicción, entre
ellos Rafaelo Ciocci, suscribieron un memorial dirigido al General de la Orden, Nivardi
Tassini, en la cuál solicitaban que se les ceda un monasterio más cómodo, en el cuál
pudiesen vivir conforme a sus convicciones.
Todos estos monjes parecían no conocer el verdadero carácter de su Madre
Iglesia, pues eran simplones lo suficiente para pensar que se iba dar curso a sus
peticiones. ¡La propuesta inusitada provocó la exasperación generalizada! Amatori fue
citado ante un Tribunal, y con exasperación los Señores Espirituales escucharon, que él
pretendía que se haga de la Biblia la base de la Iglesia, à la Lutero. Se le ordenó
silencio, a fin de que la cosa no se haga pública, y en secreto se tramó decisiones sobre
el destino de los monjes herejes.
El monje Stramucci fue enviado al convento de San Severino en los pantanales,
donde fue trasformado en calavera en pocos meses, debido al “aire insalubre”, o
mediante otros medios. Don Andrea Gigli fue llamado a Roma. Estaba en aquél
entonces en perfecta salud; pero empezó a enmagrecer día a día, y luego de dos meses
fue encontrado muerto en su cama. Don Euigenio Ghinoi quedó en Roma; pero después
de cuatro meses él también murió, contando recién con 31 años. – Don Mariona
Gabrielli, un joven enérgico, murió igualmente. ¡Todas estas enfermedades se llamaban
de “consunción”! – El Abade Bucciarelli, un hombre de constitución gigantesca, murió
después de una enfermedad de tan sólo tres días. El Abad Berti tuvo, después de dos
meses, un “ataque de fiebre”, muriendo luego de una enfermedad de sólo diez días. –
Don Antonio Baldini sufrió de horrendos calambres después de 34 días y murió. – Los
demás seis signatarios se debatieron entre la vida y la muerte por varios meses. Sólo
Don Alberico y Ciocci escaparon por mucho tiempo del misterioso ángel de la muerte.
Pero la venganza no se hizo esperar, sólo estaba dormida. Una noche, después de
la cena, Ciocci empezó a tener espasmos horrendos en el estómago, y quemazones
asustadoras en pecho y garganta. En pocos minutos su cara tomó un color negrusco-
amarillento, y le salía espuma de la boca. – Los monjes que acudían empezaron a gritar,
que estaría poseído, y empezaron su birlibirloque insulso de agua bendita y reliquias,
que sólo sirvieron para irritar al enfermo, que detestaba tales estupideces. Finalmente
apareció un médico, pero no el corriente, sino, como se dijo, el primero que se pudo
encontrar. Le dio a Ciocci un remedio, que inmediatamente empeoró sus dolores.
Ahora Ciocci insistió que se le traiga el médico del claustro, que era su amigo, y
como posiblemente se esperaba que su llegada ya sería tardía, efectivamente se lo
mandó traer. Luego que éste se había orientado un poco, fijó su vista en el remedio
recetado por el médico anterior, del cuál todavía había algunas gotas en el vaso, y lleno
de ira y horror lo tiró por la ventana después de la inspección. – Mediante los remedios
adecuados, que el valiente hombre recetó, Ciocci fue salvo.
En el mismo monasterio el educador de novicios Pacifico Bartoci, que se hizo
odiado por su rigor, fue acertado con una piedra sobre su sien izquierda, por mano
desconocida, de manera que murió diez días después por la herida.22
Que se tenga en cuenta, no estoy hablando del medioevo, sino del tiempo entre
1835 y 1845, y que éstas u otras inmoralidades ocurren aún hoy día con la misma
probabilidad.

22
Injusticias y maldades de la Iglesia Romana en el siglo diecinueve. Relato de Rafaelo Ciocci.
Altenburgo en Pierer.
Extendería por demás los límites que me he propuesto, si pretendiese citar aún
que sea una pequeña parte de las aberraciones cometidas en los monasterios, y que me
son conocidas, por ello dejo de costado la muy interesante historia de Urban Grandier,
quien fue llevado a la hoguera mediante las más horrendas chicanas, por el hecho de que
no quería satisfacer los deseos de una Abadesa y sus religiosas en Loudun.
Uno de nuestros mejores novelistas, Willibald Alexis, ha trasformado la materia
en una novela.
Un adagio usual en los monasterios dice: “La gente se reúne sin conocerse, se
convive sin amarse, y muere, sin ser lamentado.” Tales circunstancias de convivencia
tenía que ser un infierno para los mejores entre los monjes, y unos cuantos pobres
frailes, que fueron entregados al monasterio por sus progenitores santurrones, en su
adolescencia, expresaron bajo lágrimas calientes el deseo, que sus madres les hubiese
ahogado al nacimiento, antes de mandarlos al monasterio.
Al tiempo, cuando la vida monasterial estaba en plena florescencia, al derredor
del siglo XI, había una verdadera epidemia, que animaba a las personas de entrar en los
monasterios; sólo en carácter de monje, se sentían dignos de la salvación. Germano,
duque de Zähringen, se disfrazó de campesino para huir de la silla principesca al
convento de Clugny, donde sirvió como cuidador de chanchos hasta su muerte,
momento en que se hizo público su posición. Ciertamente el hombre era más apropiado
para cuidar chancho como para príncipe gobernante, y es loable de él, que haya
reconocido su profesión.
Pero la devoción o la humildad no llevó a todos a los monasterios, la mayoría no
buscaba otra cosa en los mismos, que una vida de pereza y depravación, que
encontraban en medida generosa. El voto de castidad, que siempre le parecía como
siendo el más asustador a los laicos, era tenido en muchos conventos como forma vacía,
y Saúl, Abad del monasterio de la Santa María en el obispado de Mondennadi en
España, prácticamente trasformó al mismo en un burdel. Bajo el Abad Hadamar de
Fulda la mayoría de los monjes estaban casados.
Pero no tenemos que retroceder tanto en el opaco medioevo; casos similares aún
se encuentran en tiempos más actuales: En el año 1563 se encontró en muchos
monasterios de la baja Austria a esposas, concubinas e hijos de los monjes, y aún hace
unos veinte años el prelado Augustin Bloch en Suiza mantenía una amorosa dama
camarera, travestida como estudiante.
Pero con gusto perdonaría a los Señores monjes, mientras esconden
decentemente sus tesoritos detrás de las santas murallas; de ello el mundo no sufre
daño; más daño causan, cuando hacen jugar sus artes de seducción fuera de las murallas.
Para poder hacerlo, tienen que aflojar sus principios, en fin, presentar a los abusos
sensuales como pequeñeces insignificantes, principalmente cuando cometidos con un
pequeño Padre.
Donde están en casa los monjes, casi no hay casa de ciudadano o campesino, en
la cuál no haya un fraile amigo de la casa. Cuando aparece el Santo Hombre, los viejos
le lamen las manos sucias y los hijos se arrodillan, hasta tanto Él haya concedido su
bendición. Luego se sirve de lo mejor a la honrosa visita, y aún que la familia sea
demasiado pobre como para disfrutar una copa de vino, siempre tendrán una reservada
para el Santo Señor. Él también lo aprovecha bien, ¡pues la pobre familia ciertamente
interpretará como desprecio, si rechazase sus dádivas! ¡Pero qué cara se pone, cuando
falta el acostumbrado vaso de vino o su alimento predilecto!
“Lo que las hijas del placer son para los libertinos del mundo, son los monjes
para las hermanas de oración y las silenciosas en el país”, pues estos Señores tienen
virtudes, que las mujeres saben apreciar, y son – discretos. Ante tal Santo Hombre no
necesitan avergonzarse de su pecaminosidad, pues, ¿no es que la confesión les obliga a
decir sus pecados más secretos? Esta confesión, por lo tanto, es muy adorada por los
monjes. Aquellos, que hieren el secreto de la confesión, son castigados con los peores
castigos, inclusive ante los jueces seculares, - lo que, además está en perfecta orden. El
Tribunal en Toulouse mandó decapitar un sacerdote en el año 1579, que denunció un
asesinato a las autoridades, que le fue confiado en la confesión.
El asesino salió sin pena. Uno se ve en apremios al tratar de decidir, de cómo se
debe opinar sobre esta sentencia.
Ni todos los monjes son sólo amigos familiares amables, sino también muy
cómodos. Si un joven le quiere a una doncella, sólo tiene que dirigirse a su Señor Padre,
quién se encargará de la cosa. El pequeño pecado ya se podrá manejar; pues el piadoso
Señor tiene una abundancia de absoluciones, y por más que se peque, una simple
confesión – ¡y se vuelve a estar puro como una criatura neonata! Que no se crea, por lo
tanto, que la confesión sería útil para fomentar la moral; para qué es útil, de ello
daremos algunos ejemplos en el capítulo siguiente.
Tan complacientes como son los monjes con pequeñas trasgresiones sexuales,
tan severos son cuando alguien no observó las ayunas, y es indignante, cuando leemos,
que la rica Abadía San Claude en Burgund mandó cortar la cabeza de un cierto Guillén
– porque el pobre hombre, durante una hambruna ¡se había proveído de un pedazo de
carne de caballo durante las cuaresmas! Si fallecía un abad, los desaliñados monjes
trataban de colocar uno en su reemplazo, del cuál no fuese de temer, que les perturbe en
su forma de vida. Por lo tanto la elección a menudo caía sobre el sujeto más desaliñado
de todo el convento.
Johann Busch relata, que los Monjes de un convento, luego de la muerte del
abad se reunieron para elegir a otro, que le pareciese en virtudes al fallecido. La
mayoría de los votos cayeron sobre un Padre que no se encontraba presente, sino que se
encontraba durante las elecciones en una bodega, emborrachándose. Cómo no se pudo
convencerlo de abandonar el lugar tan agradable, se encargó una diputación, a fin de
comparecer en aquél lugar, y proclamar el resultado de la elección. Sólo después de
mucha insistencia, dejó moverse a aceptar los nuevos honores. Cuando esto ocurrió, se
llevó a cabo una gran banquete, en la cuál todos los monjes se emborracharon con sus
concubinas. Cuando todos se encontraban tan tomados que ya nada escuchaban ni
veían, se prendió fuego en la bodega, y toda la desliñada sociedad ardió a cuerpo vivo.
Si bien ahora los monjes tuvieron un sinfín de monjas complacientes – sólo en
Alemania había 200.000 -, por algún motivo prefieren a las criaturas de este mundo. Es
cierto, que por este motivo a menudo se ponen en situaciones muy incómodas, que les
rinden burlas y mofa, además de palizas interminables.
El abad del monasterio en Guldholm en Schleswig tenía un amorcito en la
ciudad, en el domicilio del cuál solía pasar a menudo la noche. La mayoría de las veces
llevaba consigo a un padre de confianza, para que la cosa no caiga tanto en la vista.
Finalmente éste se le hizo incómodo, y dejó a su acompañante en casa. Esto le disgustó
a aquél, que inmediatamente urdió venganza típicamente monasterial.
Cierta vez, cuando el abad pasaba otra noche con su amada, el malvado monje
despertó a todo el monasterio y gritó: Dominus noster Abbas mortuus est in anima. Los
monjes lo interpretaron en el sentido de la muerte corporal del abad, y era justamente lo
que pretendía el cura. A poco tiempo ya se veía una procesión con antorchas, cruz y
bandera llegando al lugar indicado, a fin de rescatar al cadáver del abad, y no se estaba
poco sorprendido, de encontrar al Santo Hombre, en vez de sobre el féretro, al lado de
su amante.
Pero no tengo que retroceder tanto, el tiempo más reciente provee pruebas en
cantidad, y Ammann, quien estuvo en monasterios por treinta años, los cita en gran
cantidad.
En el año 1832 un padre de nombre Amadeus, cada vez que podía alejarse bajo
una excusa piadosa, acostumbraba pasar la noche en la casa de una mujer mal afamada
en Mels. A fin de sorprenderle al piadoso hipócrita en flagrante, cierta vez dos
muchachotes lo acecharon, y lo sorprendieron efectivamente en los brazos de su amante.
En triunfo lo arrastraron hacia el monasterio, y su traslado a Suiza fue todo su castigo.
Otros dos religiosos de convento, Padre Augustino, pastor en Tuβnag, y P.
Benedicto, pastor en Bettwiesen, sedujeron muchas mujeres, y frecuentaban sin
cuidados sus casas, bajo la excusa, que tenían que llevar los últimos sacramentos.
En muchas partes en Suiza, donde había monasterios, ninguna mujer se
arriesgaba a salir a las calle de noche, pues los curas en celos prácticamente se
abalanzaban sobre ellas, y su lascivia animalesca siquiera perdonaba a niños inmaturos.
Padre Frederico del monasterio capuchino en Appenzell, mientras era apenas
fraile, y no podía abandonar al claustro, se había sabido arreglar con aberraciones
innaturales; cuando se hizo padre, y tuvo más libertad, sus deseos se extendieron a los
instintos naturales. – Cierto día se fue desde Appenzel hasta un lugar llamado Teufen en
St. Gallen, para predicar en una comunidad católica y escuchar la confesión. Cuando se
acercó a un monte, no lejos de Teufen, le siguió corriendo una chiquilina, rogándole por
un retrato de santo, como lo suelen hacer los niños en todas las partes en donde vean a
un capuchino. – El Padre Frederico quitó uno de estos retratos de su capuz, lo mostró a
la chica, prometiendo que se lo regalaría, si le acompañaba más adelante. Así llevó a la
inocente criatura al monte. Apenas la tuvo oculta en la vegetación, la violó de forma
brutal.
La pequeña niña gritó por socorro, y el padre, que escuchó y reconoció su voz,
corrió a socorrerla, y sorprendió al Padre en flagrante. Se contuvo lo suficiente, para no
darle al cura su castigo en el acto, denunciando inmediatamente los actos aberrantes del
cura. Éste fue preso y llevado a Troegen, donde la cosa fue investigada judicialmente.
Curiosos son las excusas, que llevaron a este Padre a tal crimen, pero que son
compartidos por casi todos los monjes en los monasterios. Creía, que todos los
reformados eran malos, de manera que no lo tenían como pecado, ¡sino que para éstos
era cosa permitida, pues no tenían que confesar! ¡Por esto creían no cometer ningún
crimen a los ojos de los reformados, cuando violaban alguno de sus niños!
El Padre habría sido condenado a la exposición pública en la picota, y a una
fuerte multa en dinero, si el representante del gobierno local, José Antonio
Bischofsberger no hubiese dado protección al delincuente. Por lo tanto salió sin
castigo.23

23
Quien quiere conocer la alocada actividad, que los curas llevaban con mujeres casadas y doncellas en
Suiza, pues que lea el librito de Ammann, al cuál he hecho referencia más arriba.
Esta inmoralidad de los curas me causa náuseas, como también ciertamente al
lector; pero, para redondear el tema, también deberé decir algunas palabras sobre los
vicios innaturales que abundan en los monasterios, triste consecuencia del detestable
celibato.
Ammann afirma, que entre 200 capuchinos hay como mínimo 150 que practican
lo que hacía Onán. Es juez competente sobre el tema, pues sólo un capuchino puede
conocerlos tan bien, como lo es su caso.
En el monasterio de Fischingen un tal Padre Berchthold hacía de las suyas, cuyo
negocio principal parecía ser, seducir a alumnos y monjes jóvenes. Deliberadamente
tomaba la confesión, no en un confesorio público, sino en una esquina oscura, y muchos
niños, que le confesaban aquí, se quejaron que trataba de seducirlos; pero el Guardián
nunca les dio oídas. Berchthold, naturalmente se hizo cada vez más atrevido y se
dedicaba a su vicio aberrante tan descaradamente, que finalmente se vieron obligados a
limitarlo a su celda, y a trasladarlo.
Cuando Ammann había acabado de rendir sus votos, éste violador de niños
también se deslizó a su celda durante la noche, se sentó sobre su cama, quitó una botella
de caña, y algunos panificados, y empezó a narrarle de sus victorias sobre las mujeres.
Cuando Ammann le solicitó que hable de otra cosa o que abandonase la celda, dijo: “Si,
es vanidoso hablar de tan buenos bocados, que siquiera podemos disfrutar. Pero en
compensación podemos concedernos alegrías mutuas nosotros.” – Finalmente Ammann
se vio obligado a buscarse ayuda, mediante golpes a la pared divisoria, luego de lo que
lo abandonó el seductor.
En reemplazo de este puro P. Berchtbold vino P. José de Freiburgo. Éste era aún
peor que su antecesor, visto que no solamente se destacaba por el vicio citado, sino
también por su hipocresía pícara, y su maldad refinada.
Este hijo de la vergüenza nunca fue castigado, sino solamente trasladado,
mediante lo que solamente se dio oportunidad a que su actividad aberrante se disemine
cada vez más.
En Sursen éste P. José había debilitado a un bello joven a tal punto, que éste
murió bajo los peores dolores, maldiciendo aún en su lecho de muerte a su seductor y
asesino.
Este vicio innatural es común entre los monjes, e inclusive entre los religiosos
católicos en Suiza, y en el año 1835 dos de los mismos, Profesor Schär y Capellán
Eisenring, en la villa de Wyl fueron investigados por sodomía, y luego condenados a
penitenciaria. Pero lograron huir al extranjero.
La audiencia reveló los hechos más horrendos, y el público a principio siquiera
podía creer, que estos hombres, que eran fundadores y presidentes locales de la sociedad
católica, pudiesen haber cometido tales aberraciones. Fueron acusados por Ammann
personalmente, quien debido a ello se hizo de muchos enemigos.
Pero la investigación aún descubrió otros hechos. Un adolescente de dieciséis
años se acercó a Ammann y le confesó, que el Prior de los cartujos de Ittlingen en
Thurgau habían practicado cosas aún mucho peores con él, que aquellos imputados a
Schär y Eisenring. Pero pensó no haber cometido tan grande pecado, tranquilizado por
el Prior, pero ahora el juicio le había esclarecido las cosas, visto que aquellos dos habían
sido condenados a la penitenciaría por el hecho.
Hechos parecidos saldrían a la luz, el día que recibamos relatos tan abiertos de
los monasterios de otros países, como se nos han ofrecido Ammann de Suiza y Ciocci
de Roma. No existe motivo algún para presumir que los monjes de otros lugares sean de
moral más pura, pues las mismas causas generalmente también producen los mismos
efectos, quizás con algunas variaciones, que nada cambian lo principal.
¿¡Y a tales hombres deberemos exponer nuestros hijos para la educación!? Si los
gobernantes no tienen el coraje y la voluntad para liberar al pueblo, entonces cada padre
de familia tendrá que ayudarse a sí mismo. Los tiempos cambiaron circunstancialmente,
y ya no hay gobierno que se arriesgue, a obligar a sus vasallos a asistir a las iglesias, o a
confesarse. Aún que siga coaccionando a aquellos ciudadanos, que buscan una función
pública, por lo menos aquellos que son sus propios señores y dueños, deberían guardar
su familia contra la influencia de curas desaliñados e hipócritas, y neutralizar en sus
casas las enseñanzas recibidas en las escuelas, mientras los gobiernos insistan en exigir
la concurrencia a las así llamadas escuelas confesionales. Cuando el pueblo lo exija
seriamente, no sólo las escuelas serán libertadas de la influencia de la Iglesia, sino que
el Estado también dejará de se preocupar por la religión de sus súbditos, más allá de la
necesaria a la protección de las distintas prácticas religiosas que no violen ninguna Ley.
Quiten primero a los curas de las casas y de las escuelas, y quiten la fe irracional
de sus corazones – lo demás vendrá sólo.
El Confesionario
Un ser humano siempre será humano
Y un cura principalmente
La Fontaine

Una de las más ingeniosas y perniciosas invenciones de la Iglesia Romana es la


confesión auricular. Con ayuda de ella gobernó el mundo por muchos tiempos, sin
grandes costos o incómodos. Sobre su valor incontestable sólo rige una voz, e incluso el
hereje Marnix de San Aldegonde ya opinó hace trescientos años, que, quitarla de la
Iglesia, significaría, cegarla. Pues dijo: -
“pues ésta confesión auricular ciertamente le vale un par de ojos a la Iglesia;
pues, a un ojo lo necesita, para descubrir todas los secretos y todos los atentados ocultos
de todos los reyes y príncipes de este mundo, manera por la cuál llegó al dominio
pacífico de todos los gobiernos y reinados. Al otro lo utiliza, a fin de ver con él el pecho
de doncellas jóvenes y mujeres entristecidas, y para palpar, y con ello descubrir sus
secretos, y para luego imponerles dulces penitencias, a fin de que su conciencia turbada
sea reconfortada, y sus corazones alivianados circunstancialmente.
¡Con qué frecuencia los Santos Curas y monjes no le han dado a las entristecidas
y estériles madres en su confesión auricular tan buen consejo, que en poco tiempo las ha
transformado en madres felices, siendo que desde este momento han dedicado a sus
confesores un amor tan íntimo como a sus propios maridos!”
Ya en los capítulos anteriores llegué a hablar aquí y allá sobre la confesión. No
quiero hacerme el trabajo inútil de probar, que la confesión auricular no encuentra su
justificación en los evangelios, pues los pasajes que citan a su favor la justifican
aproximadamente de la misma manera como el pasaje del Salmo “Alaben al Señor con
tambores” justifica la flagelación. La confesión auricular era, como el purgatorio y otras
invenciones parecidas, uno de los muchos medios, mediante los cuales la Iglesia
Romana obtuvo el gobierno sobre las personas.
El “secreto de la confesión” debería ser mantenido en secreto; pero ya los
Jesuitas tenían sus propias convicciones sobre el punto, y está probado, que trasmitían el
contenido de sus confesiones a sus superiores, principalmente cuando parecía oportuno
para la conservación de la orden. Para poder gobernar en toda parte, y conservar la
concentración del poder en sus manos, siempre trataron por todas las maneras a
conseguir, que jesuitas fueran nombrados confesores de príncipes reinantes, o de otras
personas de influencia. Y como eran muy inventivos y tolerantes en cuanto se refiere a
pecados, también eran admitidos preferencialmente como confesores.
Los jesuitas no podían escribir ni publicar nada sin autorización de sus
superiores; por lo tanto, todo lo que era publicado por persona que pertenecía a la orden,
puede ser considerado como aprobado por la misma. Si bien podría utilizar una buena
colección de selecciones de las obras de los jesuitas, sobre la cuál se escandalizaría la
moral de cualquier persona honesta, me limitaré a citar algunas pocas, que demuestran
suficientemente los motivos por los cuales los jesuitas eran admitidos gustosamente
como confesores.
“La primera norma sea: Siempre que palabras sean ambiguas, o permiten
diversos significados, no será mentira utilizar a las mismas en el sentido, que el que
habla pretende darles; aún que el oyente, y aquél a quien se jura, le da otro sentido, - sí,
incluso cuando el que habla no fue motivado por una causa justa.” (Sanchez opus mor.
Lib. I. cap. 9 n. 13 pag. 26.)
Dos páginas después, luego de que el erudito jesuita haya citado diversos tipos
de mentiras permitidas, dice: “si, es esto de gran utilidad, para poder encubrir muchas
cosas, que deben ser encubiertas, pero no pueden ser encubiertas sin mentiras, si éstas
no son permitidas de la citada manera. – Pero se tiene motivo justificado, en hacer uso
de tales ambigüedades, siempre que sea útil y necesario, para proteger al bien del
cuerpo, el honor y la propiedad: o para el ejercicio de cualquier otra virtud.”
“Está permitido, matar a aquellos, de los cuáles se sabe con certeza, que atenta
inmediatamente contra la vida de uno, de manera por ejemplo que una mujer, cuando
sabe, que a la noche será muerta por su marido y no le puede huir, puede adelantarse a
aquél.”
Y más adelante:
“Siempre que alguien tiene derecho de matar a otro en consecuencia de lo
manifestado más arriba: entonces esto también puede hacer otro por él, cuando esto lo
sugiere el amor cristiano.” (Busenbaum: Med. Theolog. mor. L. III. Tract. IV. D. V. et
VIII. Praec. n. X. ibid).
“¿será que a un confesor, que seduce a una mujer o a un hombre a realizar
hechos reprochables perdonables, se le puede imputar una culpa grave? – tocar las
manos o los pechos de una mujer, pinchar con los dedos: estos, en cuanto a la castidad,
son pecados menores, si son llevados a cabo para la sola diversión, sin otros objetivos y
sin peligro de contaminación.” (Escobar: Theol. mor. Tract. V. Exam. II. Cap. V. n. 110
pag. 608.)
“¿Cómo se califica la convivencia con la novia de otro?” – No pasa de
prostitución común, mientras no sea la mujer de otro. (ibid. Tract. I. pag. 141)."
"An mortiferum, virile membrum in os uxoris immittere?
Negat Sanchez tom. 3 de Matr. tom. 3 lib. 9 d. 17. n. 15 At cum aliis auderem objicere
tanto Doctori, id non esse simpliciter osculum pudendorum, sed quendam ad peccatum
diversae speciei, id est, praeposteram venerem ausum." (Escobar: Theol. mor. Tract I.
Exam. VIII. Cap. III. n. 69. pag. 148.)
“Quién ha jurado externamente, sin el propósito de jurar, no se encuentra
obligado (a no ser debido a un eventual escándalo), visto que no ha jurado, sino jugado
(con el juramiento).” (Busenbaum: Medull. Theol. lib. III. Tract. II. De II. Dec. Praec.
dubium IV. An in juramento liceat uti aequivocatione u. V. pag. 143.)
“¿Acaso aquél que por primera vez comete prostitución, estará obligado a
confesar el hecho en la confesión? – Las doncellas están obligado a ello debido a la
desfloración; pero los jóvenes no.” Así nos enseña Suarez. Pero aún así considero más
aceptable a Vasquez, quien afirma que tampoco las doncellas están obligado a ello,
mismo cuando aún se encuentren bajo la potestad paterna, visto que cuando una
doncella lo consiente, la prostitución no constituye daño; no comete injusticia ni contra
sí misma ni contra sus padres, por ser señora y dueña de su virginidad. (Escobar: Theol.
mor. Exam. II. Cap.VI. n. 41. pag. 13.)
“Los defectos de un príncipe pueden ser corregidos principalmente en temprana
edad mediante buena educación (por la cuál a menudo individuos perversos han sido
frenados y trasformados).
Pero caso esto no ocurra, y toda petición y todo esfuerzo no dan resultados,
entiendo justificable que se los ignore, en cuanto lo permite el bien público, y las
costumbres perniciosas del príncipe sólo atañen a su particular; pero cuando pone en
peligro al Estado, cuado se revela desdeñador de la Religión paternal y no se quiere
corregir, entonces considero prudente que sea depuesto, y que otro sea puesto en su
lugar, lo que, como sabemos, ocurrió varias veces en España.
Como un animal irritado deberá ser atacado por todo tipo de proyectiles, porque
ha negado la humanidad y se ha trasformado en tirano.” (Mariani: de rege et regis
institutione lib. I. Cap. III.)
“¿Si es permitido, matar a un tirano con veneno? – Es meritorio, exterminar esta
raza pestífera y perniciosa de la sociedad de los hombres. – y ejemplos de tales
asesinatos encontramos en los antiguos como en los nuevos tiempos. Si bien es difícil
suministrar veneno a un Príncipe, cuando se encuentra cercado por su corte, y además
hace con que antes se pruebe sus alimentos. Pero cuando para ello se ofrece una buena
oportunidad, ¿quién debería ser avivado y astuto a punto de diferenciar entre una o otra
forma de homicidio?” - - Mariani ibid.24
Estos ejemplos de la moral jesuita, que podría seguir incrementando
extensamente, aplicados al confesorio, explican suficientemente, por que los jesuitas
hacían suceso como confesores. El confesorio era utilizado para alcanzar objetivos
políticos y clericales, pero principalmente les servía a los curas para satisfacer sus
deseos libidinosos.
Ya en el año 428 el Papa Celestino se vio en la necesidad de imponer penitencias
a los religiosos seducían a sus hijos confesores a la prostitución. Tales hechos eran
extremamente comunes, y con tales cuentos de confesorio se podría llenar archivos.
Poggio Bracciolini, del cuál ya hablé antes, relata, que los confesionarios solían
ser utilizados, para seducir a niñas y mujeres casadas. Si confesaba una de las mismas,
que había cometido una falta carnal, a menudo ocurría que el confesor le hacía las
propuestas más indecentes. Para facilitar la obra de la seducción, ellos no dejaban de
explicarles a las niñas voluptuosas de manera bien convincente, que un poco de lascivia
con los piadosos religiosos prácticamente no significaba nada, y que el pecado era cien
veces menor como cuando cometido con un marido ajeno.
Ansiniro, un eremita agustino en Padua, había seducido a todas sus hijas de
confesión. La cosa se hizo pública, y él fue acusado. Ante el tribunal se le instó con toda
seriedad a que indique todas aquellas, que le habían atendido. Nombró a una gran
cantidad de niñas y mujeres de las mejores familias, pero repentinamente se interrumpió
y no quería continuar. El secretario, que lo estaba interrogando, lo amenazó con los
peores castigos, caso no dijera la verdad y continuase con su confesión. Amenazado de
ésta manera, el Padre también citó el nombre que había querido callar, y uno puede

24
El permiso para imprimir este libro es como sigue:

Stephanus Hojeda Visitator Societas in provincia Tolctana,


potesta facta a nostro patre Generali Claudio Aquaviva, do facultatem, ut impri mantur libri tres, quos de
Rege er Regis institutione composult P. Johannes Mariana, eiusdem Societatis, quippe approbatos prius a
viris doctis er gravibus ex eodem nostro ordine In cuius sei fidem has literas dedi meo nomine
subscriptas, et mei officii sigillo munitas. Madriti in collegio nostro quarto Nonos Decembris
MDLXXXXVIII. Stephanus Hojeda, Visitator
imaginarse la sorpresa del secretario, ¡cuando escuchó el nombre de su propia esposa, a
la cuál había creído virtuosa!
De vez en cuando los curas también pasaban un mal rato. Un sacerdote, al cuál
confesaba una bella mujer, encontró el lugar detrás del altar muy cómodo, y la quiso
convencer, a que ella se dignase a satisfacer sus deseos libidinosos en este lugar. La
mujer alegó, que el lugar no le parecía decente, pero prometiendo satisfacer sus deseos
en otra parte, le mandó en señal de amor una bella torta y una botella de vino. El cura,
regocijado, pensó matar dos moscas de un solo golpe, y pasó la bella torta a su obispo,
quién, con ella, decoró su mesa en un banquete. Cuando se la cortó, se encontró en ella,
lo que normalmente no se deja en el confesionario, sino en el retrete.
Naturalmente se buscó saber el origen de tan sucia sorpresa, y éste se descubrió
prontamente en la investigación.
Ni un lugar era santo para los curas, y los gobiernos a menudo tenían que
castigar a los mismos, porque habían confundido un altar o otro lugar considerado santo
con un sofá.
¡Un capellán en Solothurn cometió el pecado grosero, de escoger al órgano
como lugar de sus pecados!
Si la Iglesia no estuviera siempre tentada a unir lo útil con lo agradable, y de
indemnizar a sus sirvientes dentro de lo posible por las privaciones impuestas, se podría
haber puesto término rápido al escándalo. Sólo debería haberse dispuesto, que las
mujeres confesasen con mujeres, y los hombres con hombres; pero quizás temían, que
las mujeres no pudiesen callar.
“Un ser humano permanece siendo ser humano, y un cura principalmente.” Yo
también preferiría escuchar el registro de pecados de una bella doncella que de un
hombre viejo, y de vez en cuando yo seguramente me encontraría débil lo suficiente,
para utilizar las descubiertas hechas para mi propio provecho; pero no soy sacerdote. Si
no lo supiera de otras fuentes, ya me lo enseñarían las recomendaciones de Santo
Borromeu a los curas, quien manifiesta que muchos de estos prefieren escuchar la
confesión de las mujeres, a escuchar la de los hombres. El Santo, siempre a la vista de
ésta realidad, prescribe a los sacerdotes, que abran todas las puertas, cuando escuchan la
confesión de cualquier mujer; les recomienda escribir en cualquier lugar libre un
versículo de los salmos, por ejemplo, “cor mundum crea in me Domine”, donde lo
tendrían constantemente ante los ojos, para poder utilizarlos en momentos de tentación
como fórmula de hechizo, o como Retros Satanás.
- Ya hablé del azotamiento. Como éste no puede practicarse sin desnudamiento,
se puede comprender, que los curas rápidamente lo introdujeron en la confesión.
A comienzo se contentaban, de prescribir el azotamiento como penitencia; pero
en poco tiempo se arrogaron el derecho, de ejecutarla personalmente. Esto fue tenido
como abuso por la propia Iglesia, y el Papa Adriano I, que se hizo Papa en el año 772,
prescribe: “El obispo, sacerdote y el diácono no deben azotar a aquellos que han
pecado.”
Pero la disposición no se cumplía. Los religiosos no dejaban que se les quite el
agradable derecho, principalmente cuando en ello eran apoyados por los prelados
superiores, y ya el canciller de la Iglesia Romana ya citado, Cardenal Pullus, no sólo
recomendó el azotamiento, sino que incluso proclamó públicamente, que el
desnudamiento total de los penitentes y su postración ante el confesor aumentaría los
merecimientos del pecador ante Dios, por ser señales de extrema humildad y
rebajamiento.
Tales enseñanzas producían buenos frutos a los curas. Fustigar el trasero de un
hombre, cuando ocupaba una posición social elevada, sólo podía lisonjear a su ego; pero
aplicar el castigo en las mujeres, tenía un atractivo mucho superior para la percepción
de belleza de los curas, y todos los medios, a disposición de la Iglesia fueron utilizados
para vencer la vergüenza natural de mujeres y doncellas.
Hablar de la vergüenza, me hace recordar una anécdota, que es demasiado
chistosa, como para no contarla a mis lectores. En los años cuarenta una joven doncella
llegó hacia el pastor católico del lugar, para confesarse. Luego de haber confesado todos
los pecados menores, se detuvo, y se sonrojó. El cura le exhortó a que continúe, pero la
niña avergonzada dijo, que le era imposible confesarle sus pecados aquí. El buen
religioso, que posiblemente ya había visto tales cosas con frecuencia, le preguntó si
prefería confesar en la casa del Padre, donde no se sintiese tan observada, y la niña
asintió entre suspiros.
A la hora indicada ella compareció en la habitación del Padre, quien le esperaba
inquieto, y con alguna curiosidad. “Ahora, querida hija, estamos solos, que es lo que te
preocupa. – La Madre Iglesia tiene consuelo, tenga confianza, etc.” – “Ó, señor Padre,
no lo puedo decir”, respondió la pequeña inocencia, y cubre la cara con la punta de su
delantal. – “¡Pero, por Dios, ya no será un pecado capital!”
- “Claro que no, pero -.” – “¿Bueno, anímese, qué es?” – “¡Bueno, - hice algo
con mi amado!”
- “¿Y qué fue, querida criatura?” – “Pues, es que no lo puedo decir.” – “¿Bueno,
quizás fue esto lo que hiciste?” preguntó el Padre, mientras le pellizcó las mejillas, para
facilitarle la confesión. – “¡ah, no!” – “¿O quizás esto?” – mientras le pasa el brazo por
la cintura, y deposita un beso en su boca. – La chica seguía meneando la cabeza, y el
Padre, un hombre aún joven, tenía ya tenía la cara en brasas, tal como su avergonzada
hija de confesión. – En su Santo empeño se calienta y exaspera siempre más e intenta
todo lo imaginable, para tratar de descubrir lo que su novio habría hecho con ella, pero
como sigue meneando cabeza, finalmente llega al extremo, en la plena convicción de
haber llegado a la verdad. Pero grande es su sorpresa, cuando ella, a su pregunta, menea
nuevamente la cabeza. – “Entonces, en nombre del diablo”, exclama él, “¿que fue que
hiciste con él? – “Ah, señor Padre, - yo, ¡yo lo he enfermado! – Dejo a cargo de mis
lectores imaginarse la cara del cura. – De esta manera quizás no procedían todos los
religiosos católicos romanos para vencer la castidad de sus hijas de confesión; la
mayoría de las veces lo conseguían mediante astucias bíblicas y amenaza de toda la
cocina del diablo. Pero a tales extremos raramente tenían que llegar los Santos Padres,
pues la confesión ya es de por sí un remedio efectivo para liquidar a la vergüenza.
A la niña o mujer, que puede relatar a hombres extraños los sentimientos más
íntimos de su libido, así como sus efectos en todos los detalles – así a menudo lo exigen
los confesores voluptuosos, - ya no cuesta gran superación, desnudarse ante los mismos;
quien ha visto el alma desnudo, ¡que vea también el cuerpo desnudo! –
Pero cuando aún así se negaba una confesante, y no quería creer que los curas
tenían el derecho de exigir el desnudamiento, entonces éstos le contestaban, diciendo
que Jesús ha dicho: Váyanse y muéstrense a los sacerdotes; y si alguna lo encontraba
indecente e inmoral, se le respondía: “¡Ah que lo que tanto! Adán y Eva estaban
desnudos en el Paraíso, y en el día de la resurrección no se usa pantalones.” Así en poco
tiempo se llegó al punto, en el cuál ya no había nada de extraño, cuando el confesor le
daba a una doncella o mujer con la vara de mano propia.
Los curas, desde tiempos inmemorables ya sufren de mala reputación, y por ello
es comprensible, que los maridos quedaban incómodos, cuando sus mujeres se iban a la
confesión. Aún los libros piadosos y santos contienen relatos reconfortantes sobre el
tema, si bien en general son extremamente aburridos, y contados en el peor latín de
monjes.
En un libro de Scotus, titulado Mensa Philosophica, se encuentra por ejemplo lo
siguiente: A una mujer, que había acabado de irse al confesionario, para confesar sus
pecados, le siguió a escondidas su marido, exasperado por los celos, para los cuáles
habrá tenido sus motivos. Se escondió en la Iglesia, de tal manera que podía observar a
su esposa; pero apenas vio que el confesor la llevaba hacia atrás del altar, apareció
exclamando que su esposa era demasiado delicada, como para aguantar el azotamiento;
y si alguien debería ser azotado, él se ofrecía, él cargaría la penitencia. La mujer se vio
muy divertida sobre la propuesta, y el confesor asintió. Apenas el hombre se había
postrado en posición de azotamiento ante el padre, la mujer gritó: “¡Bueno, venerable
Padre, golpee con buena energía, pues soy una grande pecadora!”
Por los ejemplos dados sobre los efectos del celibato sobre los religiosos, a los
cuáles me he referido en los capítulos anteriores, los lectores encontrarán absolutamente
natural, que estos métodos de la absolución por confesores haya dado lugar a un sinfín
de abusos. El número de los casos conocidos es inmensamente grande, si bien los curas
siempre estaban tentando minimizar tales relatos como difamación. Podría citar toda
una galería de ellos, pero me limito a algunas historias de este tipo, cuya verdad se ha
demostrado mediante investigaciones judiciales hasta los últimos detalles, y porque me
parecen perfectamente indicados, para describir a los religiosos católico- romanos y su
confesionario.
La primera de ellas es del Hermano Cornelio Adriansen en Brügge. Éste había
nacido en Dortrecht. Sus padres lo entregaron al convento, y cuando terminó sus
estudios, ingresó en el año 1548 en el monasterio franciscano de Brügge. Al poco
tiempo se le reconocía un sinfín de conocimientos teológicos, y una manera “popular”
de predicar, por lo que sus superiores se vieron compulsados a confiarle el cargo de
predicador.
Sus prédicas eran bastante inusuales, y las podremos juzgar mejor, si transcribo
una parte de ellas. En todos casos sus oratorias ya fueron coleccionados durante su vida,
e impresos en Holanda para la diversión de los herejes.
El 15 de Diciembre de 1560 se exasperó, porque algunos renombrados
predicadores protestantes y adeptos de la confesión de Augsburgo habían llegado a
Antwerpen. Luego de haber expuesto una parte de su texto, aprovechó la oportunidad,
para hacer público su ira contra los paganos. Gritó como loco: “¡Bah! ¡Prácticamente
quiero deshacerme de mi piel por ira y locura! ¡Ah, Bah! Ahí están en Antwerpen, la
olla infernal, el abismo diabólico, donde se junta todo maldito veneno y excremento
fétido, otra vez nuevos traidores, seductores, impostores, nuevos bribones y malvados
llegados de la condenada y maldicha Alemania, y creen que pueden instituir y propagar
a su confesión Augsburgiana, aquí en los nobles Países Bajos, que siempre se han
mantenido sinceros en la fe cristiana, hasta que éstas deshidratadas y magras entradas de
trasero nos han entregado sus súplicas. ¡Bah, miren con que rapidez vinieron corriendo
con su confesión Augsburguiana, apenas escucharon que estos malditos gobernantes
quieren camibar la religión! ¡Bueno, que bien! ¿Cómo? ¿Estamos sentados encima,
esperando hasta que aparezcan? ¿Bah, todo listo? Ah, bah, es de extrañar, el tiempo que
han aguantado con su bella confesión de Augsburg, que se presenta tan dulce, amable y
engañosa, del falso, maldito y infernal pagano, compuesta y reunida por la inconstante
mariposa Felipe Melanchton, para luego ser estropeado con veneno infernal a tal punto,
conforme a su percepción herética, que incluso los Zwinglianos, Calvinistas y
Sacramentarios se quieren arreglar y defender con la misma. Bah! Aún vendrá el
tiempo, que ésta confesión sea colgada al patíbulo, y que se le arroje excrementos y
estiércol, sí que incluso todos los católicos limpien su trasero con la misma; ¡bah, pues
miren! – ¡Ah bah! La Anabaptistería es mil veces mejor que la confesión de Augsbugo.
¡Bah! ¡Que Dios profane la confesión de Augsburgo, bah! ¡El diablo que lleve la
confesión de Augsburgo! ¿Cómo, qué piensan ustedes, que nosotros seríamos tan torpes
y locos, que dejaríamos endiablarnos y remedarnos por éstos culos coreáceos, por estos
traidores alemanes, los primeros renegados y execrados de la Iglesia Católica
Romana?”, etc.
De sus prédicas fluían las obscenidades, de las cuáles las citadas sólo son una
pequeña muestra, y si escuchaba, que alguien lo hubiera criticado por ello, entonces
aullaba desde el púlpito como poseído: “¡Bah, que cierren la boca y me dejen predicar
aquello que me inspira el Espíritu Santo!” Entretanto tenía influencia respetable sobre
una considerable multitud, y sus prédicas eran especialmente eficientes, en atizar el odio
contra los protestantes al punto del fanatismo. Cierta vez incluso llegó a predicar, “que
se debería cortar el abdomen a las mujeres encintas de los herejes, a fin de quemar sus
hijos antes de que nazcan.”
Pero estas prédicas ya cayeron en tiempos posteriores.
Luego de asumir el cargo de predicador, dirigió sus ataques a otro objetivo – o
sea, a las bellas mujeres y doncellas de Brügge. Empezó a predicar contra la vida
matrimonial, desmereciéndola con todos los medios a su alcance; pues sería
prácticamente imposible obtener la salvación como persona casada. Entretanto no podía
acabar de alabar a la virginidad, prometiendo a las doncellas que resistiesen, la
salvación absolutamente segura.
Hoy día la gente se burlaría de él incluso en los países rigurosamente católicos, y
quizás solamente algunas novias espirituales ebelianas fanatizadas sospecharían en este
buen Padre un paráclito hecho carne; pero en aquél tiempo, cuando la mayoría de la
gente aún temían por el bien de sus almas, sus prédicas provocaban tal alborozo entre
las mujeres de Brügge, que todos los hombres perdían la paciencia, pues sus mujeres
prácticamente les huían, y las doncellas decidían no casarse. – Pero, “el espíritu es
voluntarioso, pero la carne es débil”. Las pobres mujeres entraron en desesperación y se
iban corriendo hacia el Hermano Cornelio, en búsqueda de consuelo y consejo. Éste las
escuchaba amistosamente, y les enseñaba sobre los medios, por los cuáles sería posible,
seguir viviendo en estado matrimonial, sin ser llevados por el diablo. Primero, les decía,
sería necesario, resistir a la “concupiscencia y satisfacción de la obra carnal del
matrimonio”, si bien no a la obra de su realización. “Pues”, argumentaba, “la obra de
por sí fue dispuesta por Dios, ¡pero la naturaleza perversa, mutada la ha mancillado,
ensuciado, y deshonrado con sus malas, podridas afecciones e inclinaciones carnales!”
Es por ello que le deben resistir y realizar la obra matrimonial, como si no la estuviesen
llevando a cabo. Esto, por supuesto, para la mayoría era una cosa imposible y
sobrehumana, principalmente cuando amaban a sus maridos, y a diario se acercaban a él
con ojos lagrimeantes y corazones atribulados.
A aquellos que no eran ni jóvenes, ni especialmente bellas, decía que tenían que
confesar sus atribulaciones y infracciones de manera bien detallada a su Pastor o
Confesor, a fin de que se les pueda perdonar, y conceder la absolución; pero a aquellas
que deseaba para su círculo de oraciones (deuotarship), decía: como no podían resistir a
sus pecados internos, y a las debilidades del cuerpo, sería necesario que éste sea
mortificado con un castigo similar a al penitencia. Las mujeres entristecidas consentían
aliviadas, en someterse a la misma.
Luego les decía, que tenían que ponerse completamente bajo su vigilancia y
obediencia, y cuando también concordaban en esto, les dio una norma, según la cuál
tenían que comparecer todos los meses en un determinado día en su domicilio, con
consentimiento de sus maridos, para la confesión, y en el cuál tenían que confesar sus
transgresiones.
Cuando ahora habían aceptado la norma, y comparecían a la confesión, les
ordenó, bajo juramento de obediencia, a relatar todas sus aspiraciones y actos impuros
que habían cometido, directa y abiertamente, sin vergüenza; cuanto más directo,
fluidamente, impúdicamente, mejor: a fin de que sea capaz de limpiarlas, purgarlas,
absolverlas y por lo tanto mortificarlas y castigarlas. En esto las mujeres consentían
igualmente.
“Pues entonces, mis hijas”, dijo Cornelio luego, “por estos pecados secretos e
incastos, también se debe una purificación, purgación, limpieza secreta (a él encantaba,
utilizar entre cinco a seis sinónimos), y una disciplina o penitencia secreta, que debe ser
ocultada ante los ojos de las personas, porque no entienden ni comprenden lo que es
espiritual; sí, lo reprocharían, lo desaprobarían, si lo supiesen; de tal manera se
encuentran confundidos, ofuscados y corrompidos por la perversión de la carne sus
puntos de vista y conceptos. Por ello, mis hermanas, pongan la mano sobre el pecho y
juren ante Dios y todos los Santos, que ustedes no revelarán ésta Disciplina secreta ni a
vuestros maridos, ni a sus padres, ni a cualquier persona mundana, ni a cualquier
religioso, sea en la confesión o de otra manera.”
Luego de que las mujeres prestasen este juramento, se encargaba de éstas
mujeres penitentes e hijas de la disciplina, y las hacía entrar en la casa de la costurera en
la Calle de Naighe, su íntima, siempre por la puerta de la frente; pues ésta casa tenía
otra entrada desde el convento, de manera que aquellos que le veían ingresar al
Hermano Cornelio no veían entrar a las mujeres, y también al revés.
Cuando ahora las mujeres se apersonaban por primera vez en la casa de la
costurera, ella le daba a cada una de ellas una vara, y les decía que las llevaran a la
habitación de la disciplina, pero que a la próxima cada una comprase para su propia
vara.
Cando Cornelio entraba en la habitación de la disciplina, junto a sus hermanas
de confesión, decía: “Bueno, entonces, mis hijas, a fin de que puedan recibir
cómodamente ésta santa Disciplina o Penitencia Secreta, es necesario que desnuden el
cuerpo; por esto les ordeno, ante vuestro juramento de obediencia, que se desnuden.”
Cuando las mujeres habían cumplido sus órdenes, le tenían que entregar la vara,
y pedirle humildemente, que castigue y mortifique su cuerpo pecaminoso, lo que hacía
pausadamente con cierto número de golpes, pero que no podían dolerles. Estas
operaciones las realizaba acompañado de un sinfín de hablas sobre el azotamiento
quitadas de los libros antiguos, diciendo entre otras cosas: que ante Dios la humildad de
las penitentes, que se desnudaban, era más agradable que la rudeza de los golpes.
En el invierno, cuando hacía demasiado frío para desnudarse, sus hijas de la
disciplina tenían que acostarse sobre una almohada; Hermano Cornelio les levantaba el
vestido, y las disciplinaba de ésta manera. De la misma manera procedía con las
mujeres, que habían estado por mucho tiempo bajo su disciplina, y en cuyos elementos
de penitencia ya había saciado su vista. Finalmente permitía incluso que recibiesen ésta
disciplina por medio de su íntima, la costurera.
Que las viudas, que ya se habían alimentado del árbol del conocimiento, sufrían
tentaciones, lo tenía por evidente, y se interesaba sobremanera por sus sueños, que le
tenían que contar siempre detalladamente.
Pero antes que recomendara su institución de penitencia a las mujeres casadas y
viudas, hace rato había instituido una escuela de penitencia para las doncellas, sobre la
cuál me detendré más detalladamente, visto que fue aquí donde se reveló toda la
cobardía del cura indigno, y por que finalmente fueron las doncellas, que estropearon
las artes del viejo pecador libidinoso, y llevaron sus actos a la investigación.
El abad Parny, en su adorable sátira “La guerre des Dieux", en la cuál los dioses
paganos son vencidos por la Santa Trinidad con sus ejércitos celestiales, tuvo la
espectacular idea, de hacer de los sátiros y faunos de los antiguos paganos, los
ascendientes de los monjes. Ciertamente el abad conocía buena cantidad de monjes de la
laya del Hermano Cornelio.
En el año 1553 estaba entre las mujeres, que escuchaban diariamente las
prédicas del Hermano Cornelio, una viuda piadosa y respetable, con sus bellas e
inteligentes hijas. Éstas hicieron amistad con algunas doncellas, que pertenecían hace
rato a la comunidad de oraciones del Pastor, y siempre estaban preocupadas en buscarle
más reclutas. La expléndida Calleken Peters, de dieciséis primaveras, les parecía
especialmente recomendable. – La madre asistía con plena aprobación, de cómo sus
hijas, mediante sus conversas con las piadosas doncellas, aprendían a hablar tan
bellamente sobre las cosas espirituales, y les dejaba visitarlas cuánto querían.
Aquí las jóvenes escucharon de la penitencia secreta, y preguntaron que lo que
esto significaba. Hasta aquí las doncellas nunca tuvieron problemas para responder a sus
preguntas, pero ahora decían que sólo el Padre Cornelio podría dar explicaciones sobre
el tema, y les recomendaron, a que se dirijan al Santo Hombre, a lo que ellas
accedieron.
Cornelio, quien fue informado de que había un pescado fresco para caer en su
red, fijó el día, en el cuál ella debería comparecer, y además de ellas aún comparecieron
otras dos bellas doncellas, que también querían ser instruidas en la disciplina; se
llamaban Aelken van den B. y Betken P.
El Padre preguntó a Calleken, ¿si era su deseo inamovible, conservar su pureza
virginal, y humillarse bajo su obediencia, sumisión y acatamiento? Cuando asintió, la
alabó, y le dijo para visitarle determinado día de la semana, bajo consentimiento de su
madre.
Luego de una preparación de varias semanas, la aceptó ceremoniosamente como
hija de confesión, y la hizo jurar el juramento citado más arriba. Luego le indicó a que
ingrese, como las demás doncellas, en la cámara de la disciplina, a prepararse para la
penitencia. – Cuando esto tenía su cámara sobre el Steinhauerdyk, en Brügge, en la casa
de una viuda, Señora Pr., en la cuál la citada Betken y algunas otras doncellas se
encontraban en pensión, para aprender las artes de la cocina. La costurera sólo se hizo
íntima del Padre luego de la muerte de la viuda.
Cuando Calleken entró por primera vez en la cámara, Cornelio la intimó, a que
confiese ante el juramento de obediencia prestado, y a contarle todas sus tentaciones,
que son tan característicos de la naturaleza humana, y principalmente los sueños
libidinosos, los pensamientos y deseos, que tanto atacan a la pureza virginal, sin timidez
alguna, visto que sólo así podría encontrar los medios, para protegerla.
La pobre, inocente criatura, que aún nada sabía de tales atribulaciones,
tartamudeaba alguna cosa, pero Cornelio le contestó: “Bah, yo se muy bien, que usted
conoce todas los pensamientos incastos, y todas las impurezas, que acostumbran ocurrir
entre casados y personas de este mundo; pues el mundo está tan repleto de lo malo y
perverso, que una joven chica de ocho a diez años sabe perfectamente, cómo fue puesta
en el mundo. Bah! ¿Una chica de dieciséis a diecisiete años pretende no conocer nada te
tales tentaciones, deseos, torturas? Bah, debería haber quedado en el mundo. En poco
tiempo sería madre de tres a cuatro hijos.”
Calleken se sonrojó completamente de vergüenza, miró hacia abajo, y no supo
decir más nada, sino que su madre le había protegido de todos los comentarios picantes
y deshonrosos. – “¡Bah!” siguió diciendo el cura, “esto no me impresiona. La
naturaleza débil heredada, te habrá esclarecido el tema con la edad que ya tiene; por ello
no es posible, que no haya disputado de vez en cuando con la carne, cosa que me callas
en tu timidez. Pero no la puedo absolver, pues mi salvación depende de lo que hago,
por ello es mejor que a la próxima se prepare mejor a fin de dar a conocer todas tus
atribulaciones naturales.” – Con ello le despidió a Calleken y le ordenó a volver en un
determinado día, cosa que juró hacer en el nombre de Dios.
Cuando volvió, la hizo entrar nuevamente en su cámara de disciplina, y le intimó
a que deje afuera toda su vergüenza y timidez. A su pregunta reiterada sobre sus
impulsos carnales, la inocente criatura respondió que le pedía todos los días a Dios, para
que le guarde de tales tentaciones. Esto fue elogiado por el fraile, pero alegando, que en
realidad debería rogar a Dios a fin de que le mande tentaciones, pues un estado en el
cuál éstas no aparecen, no puede ser denominado de santo.
“Bah!” continuó diciendo, “es un honor, tener una naturaleza hostigada, y que se
sienta inclinaciones ardientes hacia el sexo opuesto, o sea, mujeres hacia los hombres, y
hombres hacia las mujeres, y que no hay merecimientos, cuando no se tiene percepción
de ello. Bah, mi hija, no te avergüences a confesar, que también tienes carne y sangre
como todas las personas, caso contrario la tengo considerar como siendo hipócrita, y
completamente depravada, porque no quiere reconocer y confesar, de tener, de vez en
cuando, pensamientos carnales o deseos impuros.” Luego seguía a exhortarle a contarle
abiertamente, cuánto más directamente, mejor, todos sus pensamientos impúdicos y
semejantes.
Calleken se hizo cada vez más tímida, cuanto más escuchaba las sátiras
clericales. Por lo tanto el cura entendió que tenía que insistir principalmente en destruir
la vergüenza, que le era tan molesta, y luego de haberla hecho más confiada con
palabras paternales y amorosas, volvió a preguntarle: “¿Entonces, Calleken, mi hija,
dígame, si me confías la salvación tu alma de todo corazón?” Ella respondió: “Sí,
venerable Padre.” – “Pues entonces”, éste siguió diciendo, “si me confías el bien de tu
alma, entonces me puedes confiar con mucha más razón tu cuerpo terrenal, efímero,
pues si debo salvar a su alma, entonces en primer lugar tengo que preparar tu cuerpo,
dejarlo limpio, puro y capaz para todas las virtudes, devociones y penitencias. ¿No es
así, mi hija?” – Ella respondió: si, venerable Padre.” – “Pues entonces, mi hija, es
necesaria que te pongas bajo la santa obediencia, y haga humildemente lo que te diga.”
Luego se sentó sobre una cama, que se encontraba en la habitación, y ella tuvo
que quedar parada dos pasos delante de él.
Luego dijo, que, para la superación de la vergüenza, tan contraria a la disciplina
y penitencia, era absolutamente necesario que se someta a su voluntad, y por lo tanto le
ordenaba bajo el juramento de obediencia, que se desnude inmediatamente en su
presencia.
Calleken respondió, extremamente asustada: “¡Pero, venerable Padre, cómo lo
podría hacer, me tendría que avergonzar demasiado mucho!” – “Mi hija”, exclamó él,
“tiene que ser así, la salvación de nosotros dos depende de esto, por lo tanto abandone la
vergüenza y haga obedientemente, lo que te he ordenado.” – “Ah, venerable Padre”,
balbuceaba la asustada doncella, “prefiero en futuro relatarle mis atribulaciones y mis
pensamientos carnales (la pobre criatura ciertamente los tendría que haber inventado),
en vez de hacer esto, pues, me parece, ¡que preferiría morir! ¡Por ello pido
humildemente, venerado Padre, que me lo dispense!” – Pero Cornelio insistía que sin
ello no sería posible hacerse una perfecta devota; sería el primer paso para la recepción
de la santa disciplina. Y exigía obediencia absoluta, tal como le rendían todos los demás
discípulos de la disciplina.
Finalmente sus palabras tuvieron el efecto deseado. La bella doncella
desabrochó su corsé, y lo quitó; pero mientras empezaba a abrir su corpiño, le
escapaban las lágrimas de los ojos, y Cornelio decía: “Bah, mi hija, tome coraje y luche
con valor y razón contra la timidez y la hipocresía, luego usted festejará la victoria, y
luego habrá triunfo, paz y gloria.”
Cuando se había desnudado hasta la camisa, y también quería dejar caer a ésta,
el ardor de su cara se trasformó en lividez mortal. – Cuando Cornelio lo vio, se levantó
rápido, y buscó de su armario esencias de olor fuerte, con cuya ayuda ella rápidamente
volvió a despertar de su desmayo.
Por hoy es suficiente, querida hija”, le habló con ternura, “la próxima vez no
deberás venir sola, sino en compañía de algunas chicas, que conozcas, y que se te
adelantarán en el buen ejemplo.” Cuando ella terminó de vestirse nuevamente, la
amonestó, a que no diga nada a nadie, y se hizo prometer, a que ella comparecería
nuevamente en el día determinado para la disciplina en esta habitación.
Ella mantuvo palabra, y encontró allí a las mencionadas dos bellas doncellas,
que no hacían ceremonias, sino que se desnudaron inmediatamente y se pusieron
desnudos frente al Padre. Calleken siguió al ejemplo, y Cronelio elogió efusivamente tal
victoria sobre la maldita vergüenza, que se pone en el camino de toda obra piadosa. Con
esto concluyó la audiencia por ésta vez, pues Cornelio solía ensayar a sus piadosas hijas
durante varios meses en el desnudamiento, pues su principio era de que ellas tenían que
abandonar voluntariamente su vergüenza, y desear ellas mismas la disciplina.
Mientras estos extraños ejercicios se practicaban con Calleken, ella fue
interrogada por una doncella, que hace mucho pertenecía al cuerpo de nudismo
desvergonzado del Padre: si sabía, que era la disciplina o la penitencia secreta? Calleken
respondió, que si bien lo presentía, pero aún no lo sabía con certeza. “Pues”, dijo la
niña, “si aún no la has merecida, entonces debes ser una doncella mucho más pura que
las demás; pero creo, que aún no has confesado y revelado tus tentaciones.” Ahora fue
apercibida a que obedezca absolutamente al Hermano Cornelio: tenía, así se le decía,
entregarle completamente su alma, pues de lo contrario difícilmente podría salvarse.
Calleken prometió hacer todo como le aconsejaron las doncellas.
Todas las hablas sobre tentaciones carnales, de los anhelos impuros, sueños
incastos etc. habían confundido completamente la inocente criatura, de manera que
durante día y noche era incapaz de pensar en otra cosa, lo que, por supuesto terminó en
auténticas tentaciones, de manera que tenía algo que confesar al satisfecho Padre. Fue
considerada digna para la disciplina, y se hizo devota como las demás.
La sociedad de la penitencia, a la cuál pertenecían las más bellas mujeres y niñas
de Brügge, ya existía hace varios años, sin que fuera del círculo del mismo se hubiese
sospechado nada sobre el mismo. Pero el cántaro baja tantas veces al agua, hasta que se
rompa, y también las actividades piadosas del Padre fáunico tenían que tener su
término.
Una pequeña festividad de algunos integrantes de ésta sociedad, de la cuál
también participaba Padre Cornelio, se hizo muy divertida. El Padre danzaba con una
bella hija de confesión, y la besó, en su alegre borrachera, en la boca. – Calleken Peters
escuchó sobre esto por una persona presente, y dijo inocentemente: “Una se queda
parado completamente desnuda frente a él, como uno sabrá que no le ataca alguna
tentación humana.” La otra lo declaró como siendo un ángel encarnado, que no podía
pecar; pero Calleken respondió: “No es que afirmo que peque, pero cómo, si en algún
momento le ataca una debilidad humana, ¿cómo te comportarías, para no pecar con él?
– “Yo lo dejaría acontecer con humildad”, respondió la otra, “pues estoy convencida que
Dios en el Cielo no lo consideraría un pecado debido al Santo Hombre, que realizaría
éste acto sin verdaderos deseos carnales.”
Calleken no quería comprender ésta religión, pero el Padre, que recibió noticia
de ésta conversación, recibió un gran susto, y luego de varias entrevistas con Calleken,
hizo que ella suscribiera una declaración en presencia de otro padre, donde decía que
nunca había notado algo, que le hubiese disgustado, y que nada sabía de alguna
disciplina secreta. Asimismo el padre suscribió un documento, de que había sido testigo
de tal declaración, y Cornelio se tranquilizó nuevamente, principalmente porque se
percató que Calleken mantenía el secreto, y que no abandonaba a su sociedad de
confesión.
Pero después de dos años ella empezó a tener escrúpulos, y pretendía que el
Padre le haga la demostración desde la Biblia, de que la disciplina secreta sería
absolutamente necesaria para la salvación. Le acusó que en el púlpito interpretaba a la
Biblia de una manera bien distinta que a ella, y él exclamó turbado: “¡Ah bah! ¡Cuando
estoy en el púlpito, hablo para las criaturas de éste mundo!
En una nueva disputa sobre el tema, el Padre perdió su paciencia, y le ordenó a
que se despida inmediatamente para recibir la penitencia, pero Calleken se negó
categóricamente, y declaró, que sólo una demostración desde la Biblia le convencerían,
a volver a su vieja fe en la disciplina secreta. Él se exasperó, y le dio tres semanas de
tiempo para reconsiderar.
Pero ella insistió en su decisión, y volvió tres semanas después al convento.
Cornelio no se encontraba en casa, y ella tuvo la idea de entrevistarse con el guardián.
Durante la misma le preguntó, ¿si tenía conocimiento sobre la manera de aplicar
penitencias de Cornelio?
Luego de que el guardián se percató que sólo fue el temor de la conciencia que
había llevado a la doncella junto a él, le explicó finalmente, que Cornelio pertenecía a la
raza humana de la cuál Jesús dijo: “Infeliz aquél que escandaliza al más humilde; le será
mejor, que se le ponga una muela por el cuello, y que sea hundido en lo más profundo
del mar.”
Desde entonces ya no se iba junto a Cornelio, pero éste seguía molestándola
constantemente, y por esto ella decidió, protestar contra toda futura participación en la
sociedad de penitencia. Cornelio se exasperó, la llamó de espíritu malo, y la entregó
solemnemente al diablo.
Hasta ahora la niña había callado, pero finalmente se levantó con el orgullo y
coraje de la inocencia humillada y maltratada, y exclamó: “Infeliz de usted, hombre con
pensamientos carnales, que no ha buscado nada más con el desnudismo y la disciplina,
sino satisfacer a tus miradas impúdicas y deseos cobardes, para el escándalo de tantas
niñas inocentes. ¡Infeliz de usted, le sería mejor que te pongas una muela por el cuello,
y te hundas en el fondo del mar!”
La furia del Padre era indescriptible, La escena terminó, con él atrapándola por
el brazo, y haciéndola salir por la puerta, mientras gritaba alocadamente: “¡Fuera de
aquí, paulina! Ahora veo que te hiciste paulina como Betken Maes; ¡fuera, fuera, te
entrego al Diablo!”
Paulina volvió tranquila y callada a su casa, vivió callada y decentemente, sin –
en consideración al guardián y otras mujeres – hablar de la extraña institución de
penitencia del Padre, que seguía floreciendo. Se casó y ya no le importaba; pero tres
años después de que había ocurrido lo relatado se hizo pública lo ocurrido con la citada
Betken Maes.
Fue ésta una chica decente y educada. Se había dedicado completamente a la
enfermería, y donde aparecía, surgía como un ángel del consuelo. Había pertenecido
también a la sociedad de penitencia de Cornelio, pero lo deshechó como confesor,
confesando todo lo ocurrido a un decente monje agustino. Cornelio se exasperó
empezando a difamarla en todas las partes, pero Betken se callaba.
Cuando cierta vez se encontraba con una enferma que pensaba que estaba
muriendo, ésta pidió morir en un capuz, que había recibido de Cornelio, el cuál le había
dicho que, si muriese en el capuz, no pasaría por el purgatorio. Betken trató de
disuadirla de la estupidez, pero la mujer se enojó, luego se curó y relató la cosa a
Cornelio.
Éste ahora la calumnió en todos los monasterios y casas particulares, quienes le
negaron a partir de ahí la clientela. Inclusive supo hacer con que se le imponga la
excomunión al confesor de ella, porque seducía a sus hijas de confesión.
Betken incluso llegó a ser perseguida y escarnecida en la calle.
En su desesperación relató el secreto de la institución de penitencia al provincial
de los Augustinos. El provincial resolvió, hacerse de mediador, e indujo a Cornelio, a
que se retracte desde el púlpito, contra la promesa de ella de callarse. Lo hizo de manera
velada, que apenas podía ser comprendida, explicando en todas partes que sólo lo hizo a
petición de casas adeptas al Erasmianismo. Su parecer sobre la doncella continuaría el
mismo.
Betken Maes estaba en una situación como si estuviese proscripta; ya no se
arriesgaba a salir en la calle, por miedo del populacho, y pasaba las noches aterrorizada,
esperando a cualquier momento la violencia de un fanático o la visita de la horrenda
inquisición. El instinto de sobrevivencia la llevó a un último paso. En varias casas, en
las cuáles aún era tolerada, comenzó a hacer comentarios sobre los engaños del Padre
Cornelio, dando detalles sobre su institución de penitencia. Al principio se creía, que
contaba mentiras para vengarse; pero la cosa se esparció, y llegó a oídos de un
magistrado, quien tomó la oportunidad, con no pocas ganas, para asir al odiado monje
por el cuello.
Cornelio se oponía, e incluso amenazó con la inquisición. Esto obligó
definitivamente al consejo a tomar providencias sin consideraciones, y tanto Calleken
Peters como todas las sodalinas del Padre tuvieron que comparecer personalmente ante
el tribunal, para su gran vergüenza.
Entre ellas se encontraban una buena cantidad de mujeres y doncellas. Si bien en
general se reconoció su inocencia, les pasó como a las famosas “novias en espíritu” de
Mucker Ebel de Königsberg, la mácula de lo ridículo quedó para siempre en sus vidas.
La sentencia contra Cornelio salió muy amena, pues cuando esto los curas aún
ejercían la soberanía. Fue trasladado desde Brügge a Ypern, visto que no se podía probar
ningún ataque directo contra las virtudes de las mujeres. Más que el tribunal lo castigó
la sátira popular, que le persiguió de todas las formas imaginables. Murió en el año
1581, pero su nombre permaneció en la tradición, y muchas chicas quedan sonrojadas,
cuando se cita a “Broer Cornelius”.
¡Pero qué son todas estas artes del torpe fraile flamenco, contra las refinadas
infamias de los jesuitas en tales cosas! Apenas empezaban sus actividades, trataban de
reclutar niñas y mujeres para sus orgías de penitencias. Se habían decidido, no por el
azotamiento en las espaldas, sino por el azotamiento en las regiones inferiores. Este tipo
de disciplina fue denominada por los jesuitas en Löwen de española, y aplicada, por
supuestamente ser mejor para la salud o también por otros motivos.
Si bien durante el medioevo los monjes más groseros efectivamente utilizaban el
azote debido a estúpido fanatismo religioso, los jesuitas lo hacían en su mayoría, para
satisfacer su refinada libido bajo la protección de la religión. Como solían proceder, lo
mostraré con la mal afamada historia del jesuita Girard y Señorita Cadiére, en la medida
que lo permiten la extensión de éstas hojas. El proceso que la señorita inició contra su
confesor, causó escándalo al principio del siglo XVIII; toda Europa participó en él. – La
parte principal de este importante proceso llena ocho volúmenes, y se podrá comprender
que mi relato solamente podrá ser un bosquejo.
Catarina Cadiére era la hija de un pudiente comerciante de Toulon, nacida el 12
de Noviembre de 1702.
Tenía tres hermanos, el mayor se casó, el segundo entró en la orden de los
dominicanos y el tercero se hizo sacerdote laico. El padre ya había fallecido durante la
minoría de edad de Catarina, que ahora quedó sola con su madre santurrona. Se
desarrolló corporal y espiritualmente de la manera más ventajosa, o sea, se hizo muy
bella, y, debido a su carácter y espíritu era bien vista en todas las partes. Pero, la
educación por la madre santurrona, respaldada en ello por los religiosos, las leyendas
insulsas sobre los santos y los libros místicos, le dio una dirección mística y entusiasta.
El ejemplo de las Santas Mujeres de la Iglesia, y las santas profecías y visiones, que se
les atribuía, la habían inspirado, y era su deseo ser como un de estas religiosas
perturbadas. Este también fue el motivo por el cuál recusó varias propuestas ventajosas
de casamiento.
Así llegó a la edad de veinticinco años, y se puede presumir, que en el cuerpo de
una chica tan opulenta y llena de fantasías, la naturaleza violentamente reprimida
trataba a cobrar sus derechos, y que sólo faltaba una pequeña excitación, para atizar su
concupiscencia a un fuego violento.
Durante este tiempo, en el año 1728, vino el jesuita, Padre Juan Baptista Girard
como rector del seminario real de los predicadores de buque de Toulon. Antes había
vivido en Aix. Tenía la fama de excelente orador de púlpito, y de hombre severo, de
moral intachable, y, en consecuencia en poco tiempo consiguió reconocimiento e
influencia respetable en su área de acción. Principalmente las mujeres buscaban sus
prédicas y su confesionario. Una buena cantidad de doncellas conformó una suerte de
orden, en la cuál se llevaba a cabo ejercicios religiosos bajo la dirección de Girard. El
grupo piadoso le daba muchas alegrías, pues había bellas doncellas entre ellas, y la
devoción y decencia del jesuita sólo eran la piel de oveja, bajo la cuál se escondía el
lobo feroz de la cruda voluptuosidad.
En primer lugar Girard trataba de envenenar los corazones y la fantasía de las
jóvenes. De la misma manera como la araña prende a su víctima con infinitos hilos
finísimos, antes de chuparle la sangre, así también estaba empeñado el jesuita, en
atrapar a sus víctimas en la red de la sensualidad refinada. No podía apresurarse, pues la
precipitación podría echar a perder todo. Tampoco había motivo para ello, visto que
estaba absolutamente seguro de la efectividad de su teoría de perversión.
Cuando se percató, que las chicas ya se le habían adherido en entusiástica
intimidad y confianza plena y absoluta, a los pocos empezó a imponer otros castigos
que los impuestos hasta este momento, por sus pecados, llegando paulatinamente a la
disciplina.
La mayoría de las doncellas tampoco sospecharon nada de malo en su inocencia,
y otras, excitadas sensualmente por el azotamiento, encontraron una satisfacción secreta
en ella, aún que no estaban plenamente conciente de ello.
Otras quizás sospechaban las verdaderas intenciones del Padre, pero estaban
lejos de contrarrestarla, pues no lo habrían visto sin secreta satisfacción, si pudiesen
probar de la fruta prohibida en secreto y sin castigos. Esto, y quizás también razones
económicas, hicieron que una de las hijas de confesión, Guiol, se hiciese íntima del
jesuita, dejándose utilizar para todos sus planos.
Esta Guiol era una criatura inteligente y astuta, y de mucha utilidad para el
Padre. Al poco tiempo podía adelantar sus artes disciplinarias, y satisfacer su libido aún
de otras maneras que con los ojos, aún que se cuidaba muy bien de no llegar a los
extremos, cuando no estaba completamente seguro de sí, como en el caso de Guiol.
Al grupo de sus penitentes también pertenecía Catarina Cadiere. Ésta espirituosa
chica, en la plenitud de su juventud, no sólo estimulaba su voluptuosidad, sino que
también le inspiraban un sentimiento que se podría llamar de amor, si es que me fuese
posible creer, que tal sentimiento pudiese tener lugar en el pecho de tal hombre.
Pero su ser comprensible y virtuoso necesitaba de trato y consideración especial,
y él resolvió, proceder con extremos cuidados. Hizo de Guiol su íntima, y ésta le
prometió apoyo.
Al sondear la intimidad de la doncella, reconoció rápidamente su espíritu
entusiasta, y se esforzó en atizar a la chispa al punto de una fogata. Alabó sus virtudes
especiales, profetizó que Dios tendría un objetivo especial con ella, y supo obtener de
ella la promesa, de ponerse totalmente bajo su dirección y voluntad, para alcanzar más
rápidamente este objetivo.
Así la chica estaba siendo envenenada internamente, sin tener la menor noción
de ello. En su pecho se movían mareas de sentimientos dulces e indescriptibles. En fin,
“la muñeca estaba siendo amansada y preparada, como lo enseña mucho relato”. A este
punto había llegado Girard en el transcurso de un año; ahora había llegado la hora de
poner a la chispa en el material inflamable, que había amontonado dentro de ella.
Después que Catarina estuvo enferma por un tiempo, visitó a Girard en el
refectorio de los jesuitas. Él le hizo reproches, por no haber hecho con que se lo llame
durante su enfermedad, y le dio un beso caluroso. – Al experto conocedor de la
naturaleza humana no podía haber pasado desapercibido el resultado provocado por su
beso. Catarina tuvo que acompañarle al confesionario, y aquí le interrogó
profundamente sobre sus ideas y sentimientos, ordenándole a ir diariamente a la santa
comunión, y a visitar asiduamente a la Iglesia; Asimismo le profetizó visiones
próximas, y le exhortó a que le informe escrupulosamente sobre éstas, como así también
sobre su estado psíquico y físico.
Finalmente estas visiones aparecieron efectivamente, calentando aún más su
sangre y fantasía. Si éstas fueron provocadas sólo debido al ánimo excitado de la chica
y por medio del veneno del cura o por otros medios materiales no lo puedo decir.
Finalmente llegó al punto de que se lamentó con él, diciendo que ya no se encontraba en
condiciones de rezar en voz alta, y esconderle el amor profundo que sentía por él. Sobre
el primer punto la tranquilizó rápidamente, y, “el amor”, siguió diciendo, “que sientes
por mí, no le deberá causar preocupaciones; Dios quiere que nosotros dos seamos
hechos uno sólo. Te llevo en mi regazo y en mi corazón; a partir de ahora no sea otra
cosa que una alma en mí, sí, el alma de mi alma. Por lo tanto déjennos amarnos
profundamente en el corazón de Jesús.”
En vez de dar rienda suelta a la naturaleza, y aplacar la voluptuosidad excitada al
máximo, procedió de una manera mucho más diabólica. Sus esfuerzos estaban dirigidos
en elevar al máximo la condición histérica provocada. Y esto lo logró igualmente. La
señorita Cadiere cayó en espasmos histéricos, durante los cuáles tenía visiones
maravillosas – santas y pecaminosas -, pero que mayormente tenían como objeto al
Padre Girard.
Ya durante la cuaresma del año 1729 tenía una visión maravillosa. Escuchó una
voz que le instaba: “Te quiere llevar al desierto, donde ya no probarás alimentos de éste
mundo, sino alimentos angelicales.”
Desde ahora le repugnaba toda alimentación, y si trataba de superar el asco con
violencia, se seguían violentos ataques de vómitos. Luego tuvo una hemorragia. Padre
Girard y sus íntimos declararon estos acontecimientos como señal de un milagro a
ocurrir dentro de poco.
Catarina, ahora, caía de un éxtasis a otro.
En su cara aparecían gotas de sangre, y en su costado izquierdo, y en sus manos
y pies aparecían estigmas, de los cuales, según la superstición romana, son agraciadas
principalmente personas santas escogidas por Dios. – Pero con ello no terminaban los
milagros. Cuando el Padre le cortó el cabello a la señorita, se formó en su cabeza una
suerte de halo y en el paño, con el cuál se había secado la cara, ¡se formó la imagen de
un Cristo sufridor con la corona de espinas!
Hasta que punto éstas circunstancias milagrosas deben ser atribuidas a la
enfermedad corporal y espiritual de la doncella, y hasta donde a la fraude jesuita, no lo
puedo determinar. Pero que Girard temía la descubierta de lo último, ya se deduce del
cuidado, con el cuál procedía para impedir que de la situación de la señorita no
trascendiese nada más allá del devoto círculo de confesión. A la madre había dicho que
Catarina morería en veinticuatro horas, si se hacía pública una sola palabra sobre su
estado.
Naturalmente a partir de ahora Girard tuvo acceso libre a la casa de la Madame
Cadiére, pues tenía que cuidar del alma de su hija – e, ¡inspeccionar los estigmas! En
estas visitas siempre era cuidadoso lo suficiente para hacerse acompañar del hermano
menor de Catarina, el cuál justamente en aquél tiempo estaba estudiando teología en el
colegio jesuita, hasta la puerta de la casa, y el cuál luego volvía para llevarlo otra vez.
Siempre se encerraba con su hija de confesión en su habitación, y no podía saciar su
vista en los estigmas, principalmente en la herida lateral. Si Catarina caía en
convulsiones histéricas, y en desmayos, lo que era considerado posesión, entonces el
jesuita aprovechaba la ocasión, para saciar su lascivia de manera brutal, hasta donde
podía. Cuando despertaba la señorita, se encontraba indecentemente desnudada, y detrás
de ella veía a la cara maliciosa del piadoso discípulo de Cristo.
La señorita Cadiére se quejó en varias oportunidades frente a Guiol, pero ésta
mujerzuela frívola se burlaba de ella, por considerarlo indecente, además le contaban los
demás integrantes de la sociedad de hermanas, que Padre Girard se permitía otras
libertades bien más amplias con aquellas, lo que, además no les era incómodo en
absoluto.
Asimismo el jesuita galante siempre estaba preocupado, en hacerse cada vez más
merecedor de los favores de sus discípulas. Sabía facilitarles extremamente la devoción,
tratando de conseguir que su sensualidad y sus sentimientos mundanos obtuviesen
alimentación constante. Siempre se preocupaba por buena atención, una cocina de
primera, paseos en el campo y ramilletes de flores. Pero la reina de sus pensamientos
seguía siendo Catarina.
Mientras, se acercaba siempre más a su objetivo. Provocó una situación, en la
cuál podía alegar con aparente derecho la desobediencia de Catarina, y luego que ésta
fue preparada convenientemente por Guiol, compareció humildemente ante Girard para
la confesión, preparada para soportar todo tipo de castigo, que él le impusiese. El Padre,
por lo tanto, también le anunció, que tendría que hacer penitencia por su desobediencia.
A la mañana apareció con una disciplina en su habitación, y dijo: “La justicia
divina exige que, visto que usted se ha negado a dejarse vestir por virtudes, ahora se
debe desnudar completamente. Si bien usted ha merecido, que todo el mundo sea testigo
de ello, nuestro clemente e indulgente Dios consiente, que sólo yo y éstas murallas, que
no pueden hablar, sean testigo de ello. Pero antes me jure por el juramento de la
fidelidad, que usted honrará el secreto, pues la descubierta le podría hacer caer en
perversiones.”
La señorita hizo lo que le fue ordenado, y cuando se había desnudado hasta la
camisa, él le ordenó a que se acueste en la cama. Luego de haber hecho también esto,
acto para el cuál la había calzado con una almohada, le dio algunos golpes suaves sobre
las caderas, a las cuáles luego besó. Ahora la obligó a deshacerse de la última cobertura,
y a pararse humildemente ante él. La señorita desfalleció, pero luego de volver a sí,
declaró que quería obedecer, y se arrodillo completamente desnuda ante él. Luego le dio
algunos golpes más, para luego dar vía libre a su libido. Catarina no se resistió, y el
jesuita satánico se encontró en el ápice de sus deseos.
Desde ahora consideraba a la señorita como su propiedad, seduciéndola a actos
de la voluptuosidad más refinada, mientas sabía vestirse siempre en un halo de santidad.
No sería decente contar aquí todo lo que practicaba.
Si alguna vez la madre o el hermano de la señorita lo querían perturbar en sus
actividades piadosas, entonces les cerraba la puerta en la cara, y cuando cierta vez se
quejó ante su madre el dominicano sobre ello, ésta lo mandó callar, y lo hizo salir de la
casa. A tal punto estaba convencida la madre idiota y santurrona de la santidad del
jesuita, y de las virtudes de su hija.
Girard rápidamente se percató, que la señorita Cadiäre quedó preñada, y bajo un
pretexto le hizo tomar un brebaje, que había preparado. Era una pócima, que no tardó en
producir sus efectos. Catarina se sintió muy debilitada por la pérdida de sangre que se
siguió, de manera que la madre, muy lejana de sospechar la verdad, le recomendó con
urgencia, a que se consulte con un médico, pero lo que Girard supo evitar mediante
diversas alegaciones y subterfugios.
Por el descuido de una criada casi se descubrió el secreto, y para protegerse de
ello, y también a su presa, Girard decidió internarle a Catarina como religiosa en el
convento de Santa Clara en Ollioulles. Escribió a la abadesa, con un relato arrebatador
sobre las virtudes, devoción y bienaventuranza de su penitente, de manera que ésta
declaró aceptar con alegría a Catarina, con tanto que la familia diese su consentimiento.
Éste fue obtenido fácilmente, la señorita viajó, proveída de las mejores
recomendaciones, a Ollioulles, donde fue bien recibida.
El jesuita supo obtener de la abadesa la permisión, de poder visitar y escribir a
su hija de confesión. Pero tan avivado como solía ser Girard, cometió algunos
descuidos, que hicieron con que las religiosas y la abadesa empezasen a sospechar,
siendo que la abadesa acabó prohibiéndole sus visitas. Pero, por intermediación de un
religioso de sus amistades, ésta prohibición volvió a ser levantada prontamente, y
Girard acabó conteniéndose aún menos que antes. Observaba las visiones, verificaba los
estigmas, y le sometía a su hija de confesión a las disciplinas costumeras.
Todo esto aún podría haber pasado, pero a menudo se encerraba durante horas
con Catarina, y como ésta, orgullosa de su santidad especial, de vez en cuándo se
jactaba en cuanto a sus placeres espirituales ante las demás religiosas, de manera que se
les hizo cada vez más acuciante la sospecha, de que la relación de Girard con sus hijas
de confesión no era absolutamente pura. Por lo tanto la Abadesa ordenó, que deberían
quedar separadas en sus entrevistas por clausura.
Pero Girard no le dio oídas. Con una navaja de bolsillo cortó un agujero en el
lino que lo separaba de su amada, y conversaba durante horas con ella. Cuando se
cansaba de los besos, y le atacaban otros deseos, entonces satisfacía su libido de una
manera, cuya indicación más concreta sería asquerosa. Tales actos incluso practicaba en
el santuario, y si se pretendía mantenerle a una distancia decente, entonces gritaba:
“¡Qué! ¿Quieren separarme de mi hija de confesión?” El jesuita incluso hizo con que se
le trajese su alimento frente a la clausura; ambos se alimentaban mano a mano, y no
raras veces ocurría, que alguna hermana laica lo sorprendía, con un brazo envuelto al
cuerpo de la señorita.
Pero finalmente el libidinoso jesuita empezó a aburrirse de su víctima. Por lo
tanto la declaró suficientemente santa, y resolvió mandarla a un alejado convento
cartujo. Las religiosas informaron de ello inmediatamente al obispo de Toulon, quien no
quiso tolerar, que una niña, que era considerado una santa en el mundo, abandonase su
diócesis. Por lo tanto le escribió a Catarina, prohibiéndola a que se confesara en el
futuro con el Padre Girard, o de ir al lugar, al cuál el mismo la quería enviar, dejándole
al mismo tiempo la elección de volver a su familia. Luego le mandó un carruaje, y el
Aumonier del obispo, en compañía del Padre Cadiére, su hermano, la llevó a una casa
campestre cerca de Toulon.
Cuando Girard recibió ésta noticia, se asustó profundamente, y su primer
pensamiento era, hacerse de los escritos y de las hartas, que la Cadiére había recibido de
él. Esto también consiguió por intermedio de otra de sus hijas de confesión, a la cuál
antes había amado especialmente; sólo una única carta restó por descuido en las manos
de Catarina.
Ésta ahora fue puesto bajo el cuidado especial del nuevo Príor de los carmelitas
en Toulon, en su carácter de santa. En la confesión, éste ahora se enteró de unas cuantas
cosas extrañas, que hacían referencia a Girard de manera enardecida, a investigar de una
manera más profunda, y así descubrió sin grandes dificultades el engaño cobarde, con el
cuál se había engañado a ésta niña inocente, y a todo el mundo. Inmediatamente
denunció los hechos al obispo, el cuál compareció personalmente en la casa campestre
interrogándole a Catarina sobre todas las circunstancias más concretas. La pobre
criatura, a la cuál ahora se abrieron los ojos de manera tan brutal, pidió bajo lágrimas y
de rodillas, que se tenga consideración con el honor de la familia, y que la cosa no se
haga pública.
Si bien el obispo lo prometió, en poco tiempo se vio obligado a cambiar de
opinión por otras circunstancias, y se dio inicio al proceso luego de algunas
preliminares, ante el tribunal penal responsable de los asuntos espirituales en Toulon. –
¡Pero qué podía la pobre criatura contra los poderosos jesuitas, que además tenían sus
propios integrantes sentados en el banco del tribunal! La cosa del Padre Girard fue
trasformada en un asunto de la Orden, que sacrificó al proceso más de un millón de
francos.
Empezaron ahora con una cadena de artificios deshonestos, a fin de presentar a
la Señorita de Cadiére como siendo una persona mentirosa y engañadora, sobornada por
los enemigos de la Orden de los Jesuitas, sí le acusaron de herejía y brujería, actos
mediante los cuáles ella habría tratado por intermedio de artificios prohibidos, a obtener
el reconocimiento de su propia santidad. Ahora la señorita se arrepintió, de haberle
entregado al Padre tan inocentemente las cartas y los escritos, con lo que había perdido
los mejores instrumentos de defensa, pero ya era tarde.
Al poco tiempo el proceso dio un giro que le era absolutamente perjudicial. El
Rey había tomado conocimiento del tema, ordenando una investigación por medio de un
decreto del consejo de Estado. El asunto fue llevado ante el Alto Tribunal en Aix. El
prior carmelita, y el dominicano Cadiére fueron incluidos como co- culpados y co-
impostores en el proceso; las religiosas de Ollioulles fueron obligadas por los Jesuitas, a
hacer declaraciones desfavorables contra la Señorita Cardiäre, y la miserable tuvo un
destino duro en el convento de las Ursulinas del lugar, que eran del círculo de amistades
de los jesuitas. Se le había encerrado en una habitación, que antes había servido de
habitación a una maniática, llena de olores putrefactos y hediondos.
Se la torturaba moral y físicamente de todas las maneras imaginables, utilizando
astucia y fuerza, para finalmente llegar al pretendido objetivo, su retractación.
Pero ahora los jesuitas se empecinaron de una vez en que el hecho fuese
investigado, pues se creían seguro de la victoria, y la primera instancia judicial en Aix
dictó efectivamente una sentencia, muy desfavorable para la señorita Cadiére. Se la
llevó en prisión preventiva al convento de Aix; pero ella presentó apelación por abuso
del poder clerical en el procedimiento iniciado, y el asunto vino a parar ante el
Parlamento.
Aquí las intrigas jesuíticas empezaron otra vez. Catarina afirmaba, que, siendo
inocente ella fue maltratada de la manera indicada por el Padre Girard, siendo obligada
a retractarse mediante amenazas y torturas durante el proceso penal.
El procurador real se mostró absolutamente parcial durante todo el proceso, a
favor de los jesuitas, y finalmente propuso: “Absolución para el Padre Girard y para
Catarina, la tortura ordinaria y extraordinaria, y finalmente la ejecución por la horca.
Pero los veinticuatro jueces no compartieron su opinión, siendo que sus
opiniones eran divididas. Doce de ellos se manifestaron en el siguiente sentido:
Desestimar la querella contra Juan Batista Girard, en vista de su evidente demencia, que
habían hecho de él el objeto de la burla de sus hijas de confesión. Pero la sentencia de la
otra, mitad mejor del parlamento fue pronunciado en otro sentido completamente
distinto: Juan Bautista Girard deberá ser condenado a la muerte por el fuego, debido a
incesto espiritual absolutamente demostrado, aborto y degradación de su dignidad
espiritual mediante horrendas pasiones y crímenes, etc.
Ante el empate el presidente decidió, que ambas partes deberían salir sin
castigos. Algunos jueces no se querían contentar con ello, sino que exigieron que la
Cadiére sufriera por lo menos un pequeño castigo. Pero contra ello se levantó un noble
señor entre ellos y exclamó: “Acabamos de absolver uno de los mayores crímenes, ¿y
ahora pretendemos imponer un castigo menor a ésta doncella? ¡No, antes se debería
poner fuego en éste Palacio!” – Estas palabras surtieron efecto. Se determinó, que la
señorita sea puesta en libertad, y devuelta a la casa de su madre, a la cuál se encargaría
su cuidado.
Si bien el Parlamento Real había absuelto al monstruoso jesuita, ante la opinión
pública, Girard estaba condenado. Una masa humana incontable esperaba en las calles
la decisión del tribunal. Los jueces, que se habían pronunciado en contra de la Cadiére,
fueron recibidos con insultos y burlas, los contrarios de Girard con aplausos. Al propio
Girard se recibió con refranes difamantes y piedras, de manera que sólo se le pudo hacer
pasar con dificultad entre la masa exaltada. La furia popular incluso se extendió al
ayudante de cocina, que le había llevado la comida, y se rompió sus fuentes, platos y
botellas.
Por otro lado se estaba fervorosamente empeñado, a mostrar consideración con
la señorita Cadiére. Se competía en hacerla olvidar sus humillaciones y maltratos con
obsequios y consuelos. Se seguía alabando su belleza, aún considerable. – En fin, ella se
hizo moda, lo que, en todo caso aún es común hoy día en cuanto se trata de criminosas
interesantes, tanto en Francia como en otras partes del mundo.
Pero la consideración que provocaba, también le traían peligros. Se le dio el
razonable consejo, de abandonar inmediatamente a Aix, y de mantenerse oculta. Ella se
fue – y luego se perdieron sus huellas para siempre. Nunca se ha descubierto, que se
hizo de ella; pero la opinión generalizada de aquellos tiempos se inclinaba en el sentido
de que habría sido eliminada en secreto por los jesuitas.
Girard también murió luego de un año. ¡Y los jesuitas trataron seriamente de
elevarlo a la condición de santo, al tiempo de comparar su destino con el de – Jesús!
Una ocurrencia similar a de la señorita Cadiére tuvo lugar poco antes del
levantamiento de la orden de los jesuitas en Francia, entre uno de sus adeptos y la hija
de un presidente parlamentario, que también fue seducida mediante el azotamiento. Para
salvar el honor de la orden, y “demostrar” la imposibilidad de la acusación, se había
sobornado y tomado juramento a un médico, el cuál castró al culpado. Pero el secreto
fue descubierto posteriormente.
Pese a éstas y otras infamias, - ¡y entre miles quizás apenas una se hace
conocida! – no se prohibió la orden de los jesuitas; en toda parte eran bien vistos como
confesores, y principalmente las mujeres se dejaban azotar alegremente. Un
florecimiento especial tuvieron siempre los institutos de azotamiento en España, y aún
más en Portugal. El Rey José Emanuel (1750 – 77) dejaba disciplinarse con frecuencia,
y sólo con muchas dificultades su ministro, el Marqués de Pombal, lo disuadió de ello.
Las damas, a su cabecera la Marquesa Leonora de Tovaro, no eran menos alocadas que
el Rey.
Sabidamente los jesuitas fueron echados de Pombal, pero su enemiga, la Reina
Dona María (1777 – 99) los hizo volver otra vez, y las agradables diversiones de la
confesión, con azotamiento obligatorio, reiniciaron peores que antes. El interesante y
pícaro Padre Malagrida fundó una formal institución de confesión entre las jóvenes
damas de la Corte. La gente se azotaba incluso en la antecámara de la Reina, y se dice
que incluso ésta misma habría participado de los ejercicios piadosos. – Unos cuantos
acontecimientos a la Girard habrán ocurrido aquí en la clandestinidad, pues, acorde al
testimonios de jesuitas, las damas de la Corte estaban tan empeñadas en el azotamiento,
que lo reclamaban con tal ardor, que prácticamente no podían ser atendidas plenamente,
ni contenidas. Es más, incluso princesas extranjeras, y las damas de los diplomáticos
eran invitados para este juego jesuita libidinoso y divertido.
La cantidad de ejemplos del abuso del confesionario es inmensa, y se podría
llenar una obra voluminosa con ellos; pero como este capítulo debe tener su final, lo
culmino con un relato sobre una extraña institución de confesión y penitencia, instituido
por un capuchino al tiempo de Napoleón I.
Sobre lo ocurrido en los tiempos de Napoleón III y su Princesa quizás tendré
algo a relatar en alguna oportunidad posterior.
El citado capuchino se llamaba Padre Achazio, y vivía en un monasterio en
Düren, en el actual departamento de gobierno prusiano en Aachen. El capuchino era
horrendamente feo, pero predicaba con excelencia, y tenía la reputación de excelente
devoción, y pese a sus manías faunicas, poseía la confianza de las damas, en tal alto
grado, que le nombraron director de sus ejercicios espirituales. Pero de preferencia el
Padre Achazio se entretenía con viudas y vírgenes de edad más avanzada.
A una de las últimas había elegida para su diversión personal. Le había
inculcado una enseñanza absolutamente extraña: El ser humano era incapaz, de domar
totalmente los instintos carnales; pero el espíritu podría permanecer casto, mientras el
cuerpo parecía pecar según los conceptos comunes. El espíritu pertenecía a Dios; el
cuerpo al mundo; y el Cielo tenía sus pretensiones, sobre la parte superior del cuerpo, y
el mundo, sobre la parte inferior. De manera que era posible mantener al alma pura,
mientras se dejaba pecar al cuerpo.
La virgen, ya de edad, que le prestó oídas ansiosas a estas agradables
enseñanzas, se dejó convencer rápidamente de las ideas del Padre. Luego de la
confesión completada, tuvo que arrodillarse frente al padre, pedir perdón por sus
pecados, y mostrarle “la porción del diablo”, esto es, desnudarse hasta el centro virginal
de su cuerpo, de abajo hacia arriba. Cuando esto se hizo, pasó a la última parte de la
devoción, y consagró a la dama como primer integrante de la orden que pretendía
fundar.
Ésta piadosa virgen ahora se afanó en buscar prosélitas, tanto entre las personas
de su edad, como también entre mujeres jóvenes y doncellas; - en fin, le servía al Padre
como proxeneta. El número de éstas hermanas adamitas se multiplicó rápidamente, y
Achazio, incapaz de satisfacer a tal cantidad de damas piadosas, se buscó a valientes
combatientes de la fe entre sus hermanos religiosos, a fin de que le asistan en su
institución de penitencia, que prosperaba alegremente, y, quizás aún existiría hoy día, si
no fuera una joven doncella de la escuela de Achazio, que descubrió el secreto, y que se
hizo religiosa, y como tal conoció a un oficial francés, al cuál relató la cosa.
Ahora se inició una rigurosa investigación judicial, que dio los resultados más
extraños. Se hicieron públicos ciertos hechos, que mal se puede poner en papel. Una
amable y decente dama, esposa de un fabricante de papel, testificó en una audiencia,
que se había encontrada cómo embrujada por una pócima, y se había sentido atraída por
el grotesco capuchino, el cuál había practicado cosas con ella, que le hacían subir la
sangre a la cara al más aguerrido criminalista. El azotamiento jugaba el papel principal.
Achazio a menudo hacía que se ponga la vara en vinagre, y con ésta a las veces
golpeaba a la mencionada dama con tal fuerza, que ésta tenía que guardar la cama
durante tres semanas bajo un pretexto cualquiera.
Durante las investigaciones se descubrió, que había tantos capiteles, monasterios
y familias comprometidas en el asunto, que Napoleón se vio obligado a ordenar al
procurador general que archivase el asunto por motivos políticos. Padre Achazio, junto
con algunos de sus asistentes fue puesto en prisión.
Los expedientes sobre este proceso escandaloso, aún permanecieron durante
largo tiempo en Lüttich, pero luego fueron entregados al gobierno prusiano en Aachen.
Pero ya le faltaban varias partes importantes, y otros se perdieron más tarde, visto que
las familias involucradas hacían lo posible y lo imposible para destruir los monumentos
de su vergüenza. . (Aletheia, de Münch, libro 3, pág. 323 etc. Los hechos relatados los
tiene Münch de la boca del concejal Leclerq y del Professor Gall en Lüttich, quienes
habían realizado la investigación, y redactado la acusación.)
Nosotros nos engañaríamos profundamente, si defenderíamos la posición, que
las circunstancias en la Iglesia Católica hubiesen variado en tan poco tiempo. No existe
motivo alguno para suponerlo; quizás hoy día siguen las mismas, con pequeñas
variaciones, como fueron hace algunos siglos, y no variarán, hasta tanto se ponga fin al
celibato y a la confesión auricular.
Malleus maleficarum
1. Betreff des Bekenntnisses Seit wann sie eine H. ist? Wann (Tageszeit) und in welcher
Gestalt kam der Teufel zu ihr? Warum hat sie eingewilligt (gegen was)?

Acerca de la confesión, ¿desde cuando Ud es bruja? ¿Cuando (hora del día) y en que
forma le apareció el diablo? ¿Porque aceptó, (contra qué)?
2. Betreff Übeltaten Wenn (oder Was/Tier) hat sie mit ihren teufl. Giften getöten. Wer hat
geholfen?
Acerca de las fechorías, a quién (o qué/animal) ha matado con sus venenos diabólicos.
¿Quien ayudó?
3. Gottesraub Hat sie als Hexe die heilige Hostie in den Mund genommen? Was hat sie in der
Kirche anstatt des Gebetes gesprochen?
Robo a Dios. ¿Tomó a la hostia en la boca como bruja? ¿Que dijo en la Iglesia, en lugar
de las preces?
4. Betreff Ausfahren Wie oft sie ausgefahren hat? An welchen Orten sie war? Was sie für
Spielleute beim Tanzen hatte?
Acerca de los paseos, ¿cuantas veces salió? ¿En que lugares estuvo? ¿Qué personas la
acompañaban en las danzas?
5. Kinder ausgraben Wie oft sie nachts auf Friedhöfen Kinder ausgrub? Was sie dann mit
ihnen gemacht hat (z.B. gebraten) und hat es geschmeckt?
Desentierro de niños. ¿Cuantas veces desenterró criaturas en los cementerios? ¿Qué
hizo luego con las mismas (por ejemplo, fritar), eran ricas?
6. Wetter, Reiffen und Nebel machen Wann und Wo sie das Wetter negativ beeinflusste und
ob es Schaden brachte?
Hacer clima, helada, niebla. ¿Cuando y donde influyó negativamente sobre el clima, y
trajo algún perjuício?
7. Genossen der Sünde Mit wem sie sich zusammengekünft hat und wie sie hießen? Wann
und wo sie sie getroffen hatte?
Compañeros en el pecado. ¿Con quién se encontraba, y cómo se llamaban? ¿Cuando y
donde los encontró?
8. Anbetung des Teufels Wie oft und wann der Teufel zu ihr (ausgenommen die Tänze)
gekommen ist? Hat er gesessen oder gestanden und wie hat sie ihn erkannt (angebetet?)?
Adoración al diablo. ¿Cuantas veces y donde (a parte de las danzas) le apareció el
diablo? ¿Estuvo en pie o sentado, y lo reconoció (adoró)?
9. Unzucht Wie oft der Teufel mit ihr (außer Tänze) Unzucht betrieb (wann und wo?)? Hat er
laut oder leise geredet?
Prostitución. ¿Cuantas veces el diablo (a parte de las danzas) cometió prostitución con
ella (cuando y donde)? ¿Habló en voz alta o en susurros?
10. Unheilbare Krankheiten Wie und bei wem sie unheile Krankheiten hervorgebracht hatte?
Enfermedades incurables. ¿Como y en que persona provocó enfermedades?
11. Zwietracht zwischen den Verheirateten Bei wie vielen sie Unheil in die Ehe gebracht hat?
Desavenencias entre casales. ¿En cuantos casales provocó desavenencias?
Quelle: Klett-Unterwegs Weblinks
http://www.friedrich-spee.de/werke/hexenprozess.html

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