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DE UN SOLO ALIENTO

Una interpretación perdida del Padre Nuestro


Sir Paul Dukes

Desde la antigüedad nos llegan Oraciones, Ritos y Ceremonias que practicamos


comúnmente de una manera determinada porque así nos fue enseñado. Son
prácticas de un culto a la divinidad que llevamos a cabo mecánicamente sin
ninguna discriminación de nuestra parte. Sin embargo, hay ocasiones en que surge
una sensación pasajera de que "algo falta”, aunque no sabemos exactamente que
es. Es como si hubiera “algo mas” que no se nos ha dicho.

Quizás, el descubrimiento de ese “algo” podría ser una especie de clave que nos
permitiría talvez, ponernos en contacto con la intención inicial de estas tradiciones
a fin de poder establecer así una relación más dinámica con estas antiguas y
santas costumbres.

Lo que sigue es una experiencia personal, sobre el encuentro con un personaje un


tanto extraño que da pistas reveladoras y asombrosas sobre ese “algo” perdido.

En medio del auge cultural y la agitación intelectual de la Rusia pre-


revolucionaria, siendo yo un joven inglés estudiante de música, emprendo
de manera casual una aventura mística.

Una noche conversaba con un amigo recientemente conocido, Lev


Lvovich, sobre cierta inquietud mía de saber más sobre el ser interior y la
vida. Mientras le hablaba, me observaba y asentía. Luego de un rato, pasó
su mano por la cara, tomó aire y se levantó.

- “Ven conmigo” me dijo. “Quiero que conozcas a alguien”.

Partimos y me condujo por una ruta sinuosa de un barrio de Moscú. No me


dio explicación alguna sobre a quien visitaríamos, solo señaló que era "uno
de esos personajes de los que hay muy pocos y que muy raras veces uno
tiene la oportunidad de encontrar o conocer”, por lo que aumentó mis
expectativas.

Solo me exigió estricta reserva sobre nuestra visita, ya que ese hombre se
hallaba "escondido". ¿Por qué? no lo explicó.

Se encaminó hacia una casa al final de una pequeña calle no muy lejos de
la estación Nikolái. Allí tocó el timbre de una puerta al final de una escalera
descubierta que sugería modestas viviendas burguesas.

Fuimos conducidos a un apartamento muy sencillo. Lev Lvovich saludó a la


mujer que nos recibió, pero no me presentó. Fue derecho hasta el final del
pasillo y abrió una puerta. El hueco de la puerta parecía haber sido
perforado a través de la pared del apartamento contiguo que era más
amplio y suntuoso.

Había un marcado toque oriental en la decoración. Las paredes del pasillo


estaban adornadas con tapices y lámparas de hierro forjado con cristales
coloreados que colgaban del techo.
Moviéndose como si estuviera en su casa, Lev Lvovich se asomó a una de
las habitaciones y luego me indicó que lo siguiera.

La habitación, bastante grande, estaba cubierta de cortinas y otras


colgaduras, y lámparas que hacían juego. En un rincón había un diván
grande y bajo repleto de cojines multicolores. En éste, dos hombres
estaban sentados con las piernas cruzadas, jugando ajedrez con piezas de
lujosa hechura. En una mesa octogonal a su lado, había café y tazas. De
cuando en cuando los jugadores alargaban las manos para beber un
sorbo. Juzgando por las apariencias, ninguno de los dos era europeo.

Uno, que lucía una bata de seda estampada y un turbante, era macizo,
moreno, con una barba corta, espesa y negra. El otro, vestido con un traje
ancho y bufanda en lugar de corbata, tenía la piel bronceada y curtida, los
pómulos prominentes, los ojos sesgados y una pequeña barba de perilla.
Salvo por una leve inclinación de cabeza, ninguno de los dos prestó la
menor atención a nuestra entrada.

Continuaron su juego, intercambiando palabras en una lengua que yo no


comprendía.

- "¿Café?", preguntó Lev Lvovich, señalándome un taburete. Sirvió el café


y se puso a mirar el juego.
La partida terminó muy pronto, en medio de una breve discusión
presumiblemente sobre cómo el perdedor debió jugar en el momento
crítico. Aparentemente había ganado el hombre del turbante. Volteó la cara
y al verme, dijo, como si yo hubiese estado allí toda la noche.

- "¿Juega?" hablaba ruso con un marcado acento.

- "No muy bien", contesté, "pero me gusta".

En respuesta hizo un gesto invitándome a ocupar el puesto del


contrincante anterior, quien se puso de pie para cederme su lugar, y
comenzó a charlar animadamente con Lev Lvovich.

- "Quítese los zapatos, si desea estar más cómodo", dijo mi anfitrión.

Así lo hice, avergonzándome al descubrir que tenía un agujero en uno de


mis calcetines. Traté de ocultarlo cuando crucé la pierna, pero para mi
bochorno, él ya se había dado cuenta y, sonriendo, dijo:

- "¿Es partidario de la ventilación? Muy bien… -¡nada como el aire fresco!...


¿Blancas o negras?" y extendió ambos puños cerrados con los dos
peones.

Cuando escogí el blanco me di cuenta de que la otra mano también


contenía uno blanco.

Ahora, sentado frente a él podía ver que sus ojos oscuros, cuyo resplandor
me atravesaba, eran a la vez compasivos y de un humor chispeante. Yo
estaba agitado, pero de ninguna manera me sentía calificado para ser su
contrincante. Me ganó fácilmente.

- "Nichevo –no importa", dijo. "Espero que tenga muchas ocasiones de


tomar la revancha". Hizo una leve inclinación de cabeza, abriendo sus
manos para indicar que sería recibido.
Luego, una conversación tuvo lugar entre los tres hombres. Por sus
ademanes deduje que Lev Lvovich hablaba sobre mí y en particular sobre
cierta experiencia que había tenido yo con aldeanos que vivían en un lugar
algo alejado de Moscú.

Se trataba de experimentos de curación en las que me vi envuelto,


utilizando la oración del Padre Nuestro.

Sucedió que, durante el último verano visitaba a menudo una pequeña


aldea cercana a la residencia de un rico terrateniente a cuyos hijos daba
clases. Un día, mientras me dirigía hacia mi trabajo, me encontré con uno
de los ancianos de allí que experimentaba cierta angustia. Me rogó que
ayudara a su esposa, quien se mantenía en cama con fiebre muy alta
desde hacía ya mas de una semana. Me sentí totalmente impotente porque
ninguno de nosotros tenía dinero para un médico.

Finalmente, accediendo a sus súplicas, lo acompañé a su casa. De pie,


ante la mujer enferma de gravedad, lo único que se me ocurrió fue rezar en
voz alta por su recuperación, recitando el Padre Nuestro una y otra vez, en
inglés, lengua desconocida por muchos en el lugar.

Sorpresa y turbación me sobrevinieron al notar que la fiebre se aplacó


inexplicablemente. Esta noticia se esparció rápidamente por toda la aldea,
y los días siguientes los lugareños al verme pasar comenzaron a
implorarme que rezase también de esa manera por sus enfermos.

¿Qué sucedía? No lo sabía exactamente, pero lo que si era cierto, era que
mis "pacientes" mejoraban. Estaba atónito y curioso por estas misteriosas
"curaciones". Por supuesto que me alegraba que mis esfuerzos ayudaran
a los aldeanos, pero fue un alivio cuando finalmente el verano llegó a su
término, pues debía partir para otro lugar, finalizando también mi papel de
"sanador".

Lev Lvovich había terminado de hablar sobre mi y me hizo señas para que
me acercara. Me pidió que dijera para mi anfitrión, las palabras del Padre
Nuestro, tal como yo las se las había recitado a “mis pacientes” en la
aldea.

Así lo hice, aunque algo cohibido.

- "Ah, ¿es usted inglés?", preguntó mi anfitrión en inglés.

- "Si". Respondí.

- "Por favor, diga su Padre Nuestro de nuevo". Hablaba el inglés mejor que
el ruso, casi correctamente y con menos acento.

Repetí mi "encantamiento".

- "Muy, pero muy IN-TE-RE-SAN-TE," dijo lentamente, observándome con


tanta atención que me vi obligado a desviar la mirada.

Advertí que Lev me observaba cuando se disponía a jugar una partida de


ajedrez con el hombre de los ojos sesgados. Me hizo una seña con la
cabeza, y con su mirada me decía que debería prestar una especial
atención a todo lo que dijera nuestro huésped.
Continuamos hablando en inglés, y la conversación –que tengo razones
suficientes para recordar- se desarrolló de la manera siguiente. La
reconstruyo de la mejor manera posible guiándome por apuntes que hice
después.

- "¿Quién le enseño a rezar así el Padre Nuestro?"

- "Nadie. Sólo se me ocurrió hacerlo así".

- "Por favor, repita la oración completa, de la misma forma".

Así lo hice, balbuceando una o dos veces.

- "¡Usted la interrumpió!”. Me reclamó.

- “Como dice?”.

- “Dijo las primeras frases sin detenerse, pero luego tomó aire. Eso es
incorrecto”.

Quedé sorprendido con ese comentario. No procesaba aquello


adecuadamente. Acaso era importante?

- “Mire”, dijo, mientras se acomodaba en el diván, “esta es la manera como


el Padre Nuestro debería decirse”.

… “Escuche y observe".

Puso sus manos sobre las piernas, fijó la mirada en mí, y comenzó a
respirar lenta y profundamente, reteniendo el aire unos momentos, sin
moverse. Había mucha tranquilidad en la habitación. Lev Lvovich y el otro
hombre estaban ya absortos en su juego. Parecían pertenecer a otro
mundo. Yo sentía que estaba entrando en uno nuevo.

Una nota musical grave, baja y plena como un sol por debajo del do central
comenzó a sonar en el lugar, era un sonido puro y seco, asordinado por las
telas.

Mi anfitrión había comenzado a cantar el Padre Nuestro.

Las palabras surgían lenta y suavemente, las sílabas brotaban en forma


equidistante y pareja, en el fluir de la nota. Las consonantes, apenas
sonaban lo suficiente para articular las palabras.

De principio a fin no había interrupción, ni vacilación, ni descanso para


respirar, ni variación en el tono; era un sonido único, integral y retenido,
que le impartía a la oración un significado más profundo que las propias
palabras.

El "amén" –pronunciado, por supuesto, "aaa-meen" - se alargaba hasta lo


inaudible de una manera tal que fundía la nota musical que se apagaba,
con el silencio que le seguía. Cantado lentamente, de un solo aliento,
parecía durar un tiempo muy largo.

Me quedé embelesado, atónito y lleno de expectativas. Que era esto un


cántico o una oración? El sonido de la nota cantada tenía un efecto
penetrante y singular. Sentí como si aquello hubiera entrado en mí.
Luego de tomar aire, dijo:

- “Se da cuenta usted, de que aunque las palabras tengan un significado


profundo, aquí esto no es lo más importante.”

- “Como?”. Embelesado como estaba, no entendía lo que me decía.

- “Hay muchas dudas de que las palabras originales nos hayan sido
transmitidas correctamente. Con el tiempo las versiones difieren y se
introducen matices en la traducción”.

“Lo más importante del Padre Nuestro es que nos proporciona una medida
conveniente de un solo y entrenado aliento”.

Me encontraba perplejo. Me costaba seguirle el hilo.

- "¿Qué tiene que ver el aliento con esto?"

Su respuesta fue larga. Sólo puedo transmitir a medias lo que me dijo.

- “El Padre Nuestro”, decía, refiriéndose a él como ‘su Oración de nuestro


Señor’, “era originalmente un ejercicio devocional de respiración para ser
cantado de un solo aliento llano. Esto mismo se aplicaba a otras oraciones
antiguas compuestas en Oriente en un pasado lejano”.

… “Beneficios sutiles de gran valor se derivan de las vibraciones


producidas por la entonación correcta, mentalmente polarizada por las
palabras de las oraciones. Para entonarlas de la manera como estaban
destinadas a serlo, debe prestarse igual atención a los tres elementos: el
aliento, el sonido y las palabras”.

… “En la religión moderna de Occidente, que ha degenerado en un


formalismo institucional sin remedio, se toman las palabras por los hechos.
He estado en muchas iglesias de Inglaterra y Norteamérica y siempre
escuché a la congregación mascullar el Padre Nuestro, todo corrido, en un
gruñido confuso, como si el mero murmullo repetido de la fórmula fuese lo
requerido.

- “Dígame. ¿Ha leído usted sus Escrituras?" , me preguntó.

Le conté, que de niño me habían hecho tragar la Biblia y por consiguiente


hubo momentos en que estuve a punto de odiarla.

- "Es mejor odiar algo, que serle indiferente", replicó. "Eso significa que
puede llegar a quererlo cuando lo comprenda correctamente".

- "Mi padre fue clérigo", expliqué.

- "¡Oh! Tuvo un mal comienzo entonces” me dijo levantando las cejas.


“Uno no espera que los sacerdotes comprendan la Biblia. Ellos se aferran
con mucha fuerza a la letra del texto.

… “Usted notará que aunque Jesús dictó abiertamente las palabras de su


oración modelo, cuando quiso mostrar cómo debían pronunciarse –la parte
más importante del ejercicio–, llevó a unos pocos discípulos elegidos a un
sitio apartado y les dio instrucciones especiales. Eso nunca se dijo, no
quedó registrado en ninguna parte.”
Este hombre tenía un conocimiento profundo en las cosas que aseveraba.
- "¿Por qué no?" Repliqué.

- "No puede ser registrado, porque es un asunto individual. No importa lo


semejantes que podamos ser en las apariencias, todos estamos
construidos más o menos diferentes unos de otros. Tiene mucho que ver
con la manera como un hombre respira, y no hay dos personas que lo
hagan exactamente de la misma manera”.

… “Se tenía que enseñar a respirar a cada uno de los discípulos, y luego a
encontrar la nota y el tono correspondiente a sí mismo con lo cual la
entonación logra el mejor efecto”.

- "Pero, ¿acaso la naturaleza no nos enseña a respirar?" repliqué.

- “La naturaleza, por supuesto, nos obliga a respirar. Vivimos por la


respiración, pero habitualmente desempeñamos dicha función de una
manera limitada, sin estudiarla. Nos limitamos a respirar sólo lo suficiente
como para mantener unidos el cuerpo y el alma. Inclusive los cantantes y
los atletas estudian la respiración adaptada solo a su actividad particular”.

… "Desde muy pequeños, nos movemos, gateamos, hacemos ruido y


realizamos muchos actos sin instrucción especial, pero la verdad es que
para caminar, hablar, cantar y respirar necesitamos aprender. Sin
embargo, nadie piensa que es necesario enseñar a los niños a respirar –es
decir, nadie, aparte de ciertos círculos reducidos”.

… “Se vincula una técnica a cada cosa antes de poder hacerse de ella con
mejor provecho, y esto es especialmente cierto en relación al aliento de la
vida, aunque muy poca gente se de cuenta".

Insistí en que la respiración era una función tan natural como la digestión, o
la circulación de la sangre, y mientras más permitamos que estas cosas
funciones por sí solas, mucho mejor.

- "Además", dije, "la oración no es una cuestión física, es espiritual".

- "¿Dónde está la frontera?" replicó. "Si la oración no tiene que ver con las
funciones físicas, ¿Por qué todas las religiones, incluyendo las que se
fundamentan en su Biblia, insisten en asociar la oración con el ayuno?".

¿Con el ayuno? Me sentí perplejo ante ese comentario. Así que la oración
en su más alto nivel pareciera después de todo tener algo que ver con la
digestión, e incluso con la calidad y la circulación de la sangre. Este
pensamiento revolucionario necesitaba ser digerido. Cambié de tema.

- "¿Por qué es necesario que la oración sea entonada? ¿Por qué no se


puede simplemente recitar?"

Por toda respuesta él descubrió su poderoso pecho y, tomando mi mano,


dijo: - "Ponga su dedo aquí".

Coloqué la punta de los dedos, como él me indicaba, en la base de su


pecho. Tomó una bocanada de aire profundamente y comenzó a entonar
aproximadamente la misma nota de antes.
Podía sentir su torso entero vibrando, y la vibración me era transmitida
como una suave corriente eléctrica. Cuando el sonido se apagó, retiré mis
dedos.

- "Usted no articuló palabras” dije “Cantó un solo sonido, `O´, y luego


continuó con una `M'”.

- "Nada se le escapa", se rió entre dientes, animándome. "Si prefiere las


palabras, hay una con la cual puede empezar. ¿Le gustaría intentarlo?
Cante la palabra ’ home’ ”.

Me dispuse a ello. Deslicé la punta de los dedos dentro de mi camisa,


colocándolas justo en el esternón, y empecé a cantar, pero, ¡qué diferente
había sido el efecto cuando lo hice con él! Sólo podía sentir una vibración
débil, al mismo tiempo que mi entonación sonaba como un gruñido
quebrado.

- "No importa", dijo amablemente. "Le enseñaré como practicar, y al cabo


de pocos años si usted se aplica, obtendrá resultados".

- "¿Años?" exclamé un tanto desanimado.

- “Bueno, ¿cuántos años toma adquirir pericia en música?. La oración es


un arte al igual que la música, la pintura, la actuación o la escultura y,
cuando menos, posee el mismo grado de dificultad. Algunos tardan toda
una vida en aprender”.

- "¡Toda una vida! ¿De qué sirve aprender al final de una vida?!"

- "Joven", me dijo en un tono serio, "mucho de lo que le digo ahora sólo lo


podrá comprender a cabalidad más adelante. Recuerde esto, rezar es un
arte, y en el arte no hay una meta final. Siempre se puede ir más allá. Es
un viaje de descubrimiento infinito y, como sucede en tales viajes, lo que
se adquiere en la marcha a menudo es tan valioso como lo que se
encuentra al final del camino".

Estaba anonadado con todo lo que me decía. Su voz tenía fuerza y sus
palabras eran profundas. Su mirada era firme y penetrante. Su postura
imponente y segura.

Los dos hombres que jugaban ajedrez al fondo de la habitación habían


concluido su juego. Lev Lvovich se acercó y le dijo algo a mi anfitrión en
esa lengua extraña. Este sacudió la cabeza y contestó secamente, como si
deseara seguir hablando conmigo. Lev regresó con su compañero y
comenzó otra partida.
La expresión de mi cara hablaba por mí. Me sentía en un ambiente muy
especial. Todo lo que había oído, todo lo que me había dicho tenía ese
toque especial o sublime por describirlo de alguna manera.

- "Por favor, diga el Padre Nuestro otra vez", le rogué.

Una vez más mi anfitrión juntó sus manos, se preparó, tomó aliento lenta y
profundamente. Y de nuevo la nota profunda se esparció, llevando las
palabras familiares en su recorrido como una marea que lleva a los barcos
lentamente a puerto. ¡Ah, que sensación!

- "¿Puedo intentarlo?" me atreví a preguntar.


- "Por supuesto. Usted debe aprender".

Pero de nuevo, mi voz, en comparación con la suya sonaba débil y áspera,


el tono vacilante y quebrado.
Trataba de pronunciar las palabras tan lentamente como lo había hecho él,
pero jadeaba cuando apenas iba por la mitad.

- "No importa", dijo de nuevo. "Regrese otra noche y le enseñaré cómo


empezar".

- "¿Tengo también que ayunar?", pregunté.

Me miró por un momento, y estalló en una carcajada.

- "Si, claro. Pero ¡no ahora!"

Mientras reía dio una palmada y entró un criado, le dio una orden, y el
criado regresó con una bandeja surtida de zakuski y bebidas. Mi anfitrión
llenó dos copas.

"Pruebe mi fórmula" dijo, "mucho mejor que el whisky. ¡Brindo por


nosotros!"

Vació su copa al estilo ruso, y para no quedarme atrás, yo hice lo mismo.


Menos mal que yo tenía práctica –el brebaje era potente.

Apuntando con el pulgar a Lev Lvovich y su compañero, dijo: - "Esos dos


vejestorios se han quedado atascados en su juego. Tomemos otro".

Después de una segunda copa llamó a los dos hombres, quienes


interrumpieron su juego para reunirse con nosotros.

La conversación, inevitablemente, nos apartó, pues el hombre de los ojos


sesgados hablaba muy poco ruso y nada de inglés, de manera que yo no
pude hablar con él, y así, los tres conversaron entre ellos en su propia
lengua. Lev me hablaba en ruso, mientras mi anfitrión prefería el inglés.
Siguió así una amena conversación, mientras compartíamos el zakuski que
nos sirvió de cena.

Luego de dos tragos más, Lev me hizo una seña de que era hora de irnos.
Di las gracias por esa velada tan especial y nos levantamos.

- "¿Volverá?" dijo mi anfitrión.

- "Me gustaría muchísimo".

- "Lev Lvovich lo traerá", dijo, y se levantó del diván para acompañarnos


hasta la puerta.

Al despedirnos, su apretón de manos fue cálido y fuerte. Salimos como


entramos, atravesando la puerta que daba al primer apartamento y
posteriormente a la angosta callejuela por donde llegamos. La ciudad
dormía. Nuestras pisadas se amortiguaban sobre una delgada capa de
nieve. Pequeños copos caían en silencio centelleando bajo el resplandor
de los faroles.
- "¿Entonces?", preguntó Lev, "¿Qué te pareció el Príncipe?"

- "¿El Príncipe?" pregunté confuso.

- "Nosotros lo llamamos el Príncipe".

- "¿Qué Príncipe? ¿Acaso es un príncipe?"

Lev Lvovich vaciló. - "Llámalo Príncipe Ozay", dijo. "su nombre no importa.
¿Qué te pareció?"

En realidad no sabía como responder. No podía encontrar palabras para


expresar lo que sentía. En cambio, atiborré a Lev de preguntas sobre él.
Sin embargo, no agregó nada –sólo dijo que volveríamos próximamente.

Y así lo hicimos en varias oportunidades.

Al principio estaba tan intrigado por la verdadera identidad del "Príncipe


Ozay" como por sus palabras y acciones –curiosidad natural de la
juventud. ¿Quién era él? ¿Por qué tanto misterio? Todavía no lograba
librarme de las inhibiciones de una sociedad escéptica que exige requisitos
convencionales como garantía de autoridad.

Pero había visto en Lev Lvovich que tales requisitos le importaban muy
poco. Desde entonces he podido observar que guiarse solo por el
convencionalismo de la sociedad conduce, por lo general, a conclusiones
erróneas. Hay abundancia de tontos con títulos académicos. Tenía razones
para pensar que mi extraño anfitrión era, al menos nominalmente, un
musulmán. Siempre habló de la Biblia como "sus" Escrituras, pero fuese él
turco, tártaro, teutón o tibetano; fuese su profesión la de calderero, sastre,
soldado, marinero o vagabundo; fuese su reclusión voluntaria, forzada, o el
resultado de motivos políticos, sociales, comerciales o religiosos ¿Qué
importancia tendría todo esto, mientras yo pudiera recoger algo que me
llenaba y que él a su vez estaba deseoso de compartir?

Él era un hombre bastante sabio, que había viajado mucho. Tenía un


conocimiento profundo de las religiones y de la filosofía –no sólo de la
universitaria, sino de la filosofía de la vida- de las que hablaba en términos
tan poco convencionales que sería difícil transmitirlas, tan salpicadas como
estaban de comentarios incesantes sobre eventos y anécdotas de todo
tipo. Me fue difícil registrar más de una fracción de lo que él decía.

En cuanto a su profesión formal, por lo que se veía, bien podía ser un


mercader o un cacique de alguna tribu rebelde, o un periodista, o (como
por un momento llegué a sospechar) un visitante de la capital rusa en
alguna misión religiosa. No quise seguir indagando y como no era asunto
mío, no permití que esos pensamientos me siguieran molestando
demasiado.

Lev Lvovich siempre se refirió a él con el más profundo respeto. Me


acompañó en todas las visitas.

Fuimos recibidos siempre de la misma forma misteriosa, entrando por el


apartamento trasero, y permanecíamos allí aproximadamente hasta las
tres de la madrugada.
El hombre de los ojos sesgados y de la barba de perilla era la única
persona que siempre estaba allí, exceptuando por supuesto, el criado, un
mulato que se encargaba de la comida y las bebidas.

El Príncipe Ozay amaba la música y se interesó en mí no sólo por mis


experimentos de curación sino también por venir de tan lejos, de Inglaterra,
a estudiar en el Conservatorio Ruso.

Su vasto conocimiento sobre ese aspecto musical tan especial –cantar de


un solo aliento- fue lo que más me cautivó al principio, pero muy pronto
descubrí que esto estaba vinculado con otras materias –la física, la
química, la medicina, la filosofía. Y él no era siempre fácil de descifrar.
Como norma era provocativamente evasivo, hasta que yo emitiera algún
comentario inusual o desafiante.

En la segunda visita mi interés era continuar nuestra conversación anterior


y tenía mucha inquietud por lo que me diría. Llevé una libreta para tomar
apuntes.
Me recibió amablemente y nuevamente me invito a sentarme a jugar
ajedrez, no sin antes solicitarme que me descalzara. Pero esta vez vine
preparado –llevé calcetines nuevos.

- "¿No hay agujeros de ventilación?” murmuró. “ ¡Qué lástima! Esto me


recuerda al hombre que…" y así fue pasando de una anécdota a otra.
Trataba de decir algo sobre los temas que tanto me interesaban –pero él
prefería jugar ajedrez.

Más tarde volví a intentarlo –pero él insistía en probar una nueva bebida
que había creado, un poco más fuerte que la que ingerimos en la primera
visita. La tertulia seguía. A lo mejor nada de lo que hacía era casual. Todo
tiene su tiempo, me decía a mi mismo recordando el Eclesiastés

A eso de las dos de la madrugada, mientras cenábamos, con la boca


media llena, le espeté:

- "Discúlpeme, Príncipe, pero si el Padre Nuestro está ligado al ayuno, por


qué dice, `Danos hoy –nuestro pan de cada día'? "

Me miró fijamente. Talvez ese era el tipo de comentario que él estaba


esperando, porque esta vez se mostró mas dispuesto.

- "Usted se equivoca joven. No es con el Padre Nuestro que está ligado el


ayuno, sino con el descubrimiento de la nota en la cual tales oraciones
deben ser cantadas. Sin ayunar no se puede descubrir el Nombre".

- “¿nombre? ¿Qué nombre?"

- "Dígame una cosa. Cuando usted dice `santificado sea tu Nombre', ¿qué
quiere decir?"

Tuve que confesar que nunca me había detenido a pensar en esto.

- "En su Iglesia nadie piensa en esto. Eluden la pregunta diciendo que es el


nombre de 'Dios' y hasta ahí llegan. Sin embargo, la clave está es sus
Escrituras: “En el principio era el Nombre y el Nombre estaba con Dios y el
Nombre era Dios".
"- En el principio era la Palabra” corregí, “no el Nombre".

- "Logos, si quiere discutir", replicó. "de hecho, cuando aún no existía


ningún lenguaje no podían existir palabras ni tampoco nombres en el
sentido ordinario".

- "Entonces, ¿qué era el logos?" pregunté.

- "Un sonido. El “primer sonido”. El sonido más profundo. Lo que podría


llamarse la nota tónica de la creación".

- "¿Acaso un sonido que podamos escuchar?" pregunté, con animo de


saber mas.

- “Sentir”, no oír en el sentido ordinario. El sonido más penetrante es


inaudible, de la misma manera que la luz más penetrante es invisible. Pero
mediante entrenamiento uno puede producir un eco audible del sonido
porque cada octava es una réplica a un nivel diferente de cualquiera otra
octava, como todo el mundo sabe. La función de la oración no es rogar o
alabar, sino afinar".

Sus comentarios seguían asombrándome. "Como dice?. ¿Afinar qué?"

- "El cuerpo –o el alma, si usted prefiere esa metáfora"

… "Entienda esto. Usted es un instrumento musical al igual que un piano, y


necesita mantenerse afinado. Es ahí donde intervienen el ayuno y otros
ejercicios”.

… "Usted es incapaz de recibir y devolver vibraciones finas cuando su


cuerpo –o alma, si lo prefiere- está sobrecargado de alimentos resonando
en el estómago, o mientras la sangre retumba en las venas y en las
arterias".

- "¿La sangre? ¿Retumbando?" me repetía a mi mismo a fin de entender.

- "Como una cascada. No se puede oír cuando se está siempre


escuchando hacia fuera. Uno tiene que escuchar hacia adentro –y eso, de
por sí, es un arte.”

… "Mientras sus principales vías de comunicación estén llenas del ruido de


ese tráfico interior, ¿cómo puede esperar oír algo?"

- "Y entonces, ¿para qué atiborrarse de comida ahora?" le espeté. Dije


esto con un genuino desaliento, poniendo mi tenedor y cuchillo sobre la
mesa. Mi gesto fue de tal franqueza que hizo que él estallara de la risa.

Se detuvo para comentarle a Lev Lvovich y al otro hombre sobre lo que yo


acababa de decir. Lev me miró benévolamente como preguntándose si me
estaría afectando demasiado la forma de ser de nuestro anfitrión.

Luego de relajarnos un poco, volteó hacia mi y mientras me miraba su


expresión volvía a tornarse sería.
Me preguntaba que me diría a continuación.
- "¡Escuche, joven! ¿Cuántas asignaturas estudia usted en el
Conservatorio?"

- “Bueno, son varias”. Me puse a enumerarlas con los dedos mientras las
nombraba: “piano, armonía, contrapunto, orquestación, dirección orquestal,
historia de la música, estética, etc”.

- "Sin embargo, ¿no es verdad que, entre todas, conforman un todo?

Asentí.

- “Bueno, es exactamente lo mismo con el arte de la oración”.

… "El aficionado a la oración, al igual que un aficionado de la música,


piensa que puede hacerlo bien a través de una especie de 'instinto', o
siguiendo los dictados de su 'alma', o algún disparate por el estilo, cuando
es precisamente el 'alma' la que necesita ser dirigida”.

… "El 'alma', o sentimiento, como debería ser llamada, penetra la música;


no obstante, el conocedor sabe que, para ser perfecta, la música más
conmovedora requiere una técnica entrenada y muy fina".

… "El ayuno es un tributario del arte de la oración", prosiguió, "pero


también es un arte en sí mismo y necesita ser estudiado de forma
sistemática, no de manera fortuita o superficial".

… "La respiración también es un arte, igual que el sexo. Nadie –en quien el
sexo sea débil o no desarrollado o desequilibrado o anormal- puede
esperar jamás afinarse a la perfección".

- "¿Y que me dice del celibato?", le pregunté.

- "Bueno, en ciertas etapas del entrenamiento el celibato temporal es tan


esencial como el ayuno", replicó, "…pero sería estúpido hacer del
ascetismo un fin en sí mismo. El fanático que se convierte en célibe
permanente es como el músico que pasa toda su vida tocando un solo
acorde".

"…Dios no se alcanza por medio de la actividad, sino más bien a través


del cese de toda actividad.” decía, “…el cese, hasta el mayor límite posible,
de dieta, respiración y sexo.”

“…Estos son los tres pilares sobre los que se edifica la oración. Cada uno
tiene que ser entrenado y disciplinado por la restricción –no existe otra
manera de hacerlo pues todos son caballos desbocados”.

“…Sólo cuando el terreno está limpio se puede comenzar una verdadera


construcción. Solamente desde allí se puede actuar concientemente. Decir
que la oración es 'mental' o 'espiritual' sería eludir el asunto”.

“…La oración es fisiológica. Sus Escrituras mismas lo dan a entender, pero


el formalismo le ha tapado los oídos a la mayoría de sus sacerdotes para
que no comprendan, y la vista también, para que no perciban”.

Mucho de lo que él decía estaba muy por encima de mi entendimiento en


aquel momento. Él debe haber notado la expresión de desaliento que a
veces me invadía, ya que repitió más de una vez:
- "Joven, recuerde que éste es un viaje de descubrimientos. Hay tanto por
aprender a lo largo del camino como al final, y unos cuantos pasos son
mejores que ninguno, aunque tropiece".

Las interpretaciones del Príncipe Ozay me abrieron perspectivas


inesperadas e ilimitables. Lo más importante para mi entonces era que el
Evangelio bíblico debía estudiarse de una manera absolutamente diferente
de la que me había sido inculcada durante la infancia. Tenía un significado
que sólo mediante una búsqueda diligente podía descubrirse para
atesorarlo, porque la clave de su aplicación se basaba en las cosas
simples y prácticas de la vida cotidiana, empezando antes que nada con el
entrenamiento del cuerpo físico, hasta convertirlo en templo apropiado para
el espíritu.
Visto no solamente como un libro abierto sino como algo para lo cual era
necesario encontrar una clave, el Evangelio se convertía así en algo
intensamente personal, libre de cualquier tipo de dogma: un mensaje
viviente, con la oración del Padre Nuestro como emblema y las parábolas
como ejemplo. El aforismo "busca y encontrarás", sonaba como una
clarinada penetrante salida de las profundidades, un reto al esfuerzo y la
aventura, un llamado para hacer y arriesgar, en primer lugar con uno
mismo.

En otra oportunidad, el Príncipe Ozay me animaba a ensayar la


composición de mis propias oraciones de un solo aliento, a fin de practicar,
tomando al Padre Nuestro como medida de duración, a fin de ser cantadas
de la misma manera, en la nota adecuada más profunda, cada vez de un
solo y firme aliento.

Compuse un cierto número de tales oraciones, de las cuales la que sigue,


fue con la que él estuvo muy complacido:

"Señor de la Vida,
cuyo poder omnipotente habita
hasta en la más ínfima célula de este cuerpo,
manifiesta Tu Gloria aquí dentro,
hasta la perfección plena.
Permite que esas fuerzas radiantes
que llenan Tu Universo,
me purifiquen y me eleven,
y que a través de la observación gozosa de Tus Leyes
pueda adquirir la Fuerza Divina y la Salud,
y de esta manera consagrarme
a Tu Servicio por el resto de mis días".

El canto de las oraciones en esta manera especial, decía Ozay, era


practicada en la Iglesia Cristiana primigenia, que la había heredado de los
antiguos egipcios, de los caldeos, de los brahmines y de otras tradiciones
del Oriente, donde se le conoce como la ciencia del Mantra.

Este aspecto esotérico del Cristianismo se había perdido en la Iglesia


occidental desde hace siglos. La estandarización de credos y dogmas
tendió a extinguirlo, y el uso de órganos en las Iglesias precipitó la
declinación del canto mántrico.
Una reminiscencia, prueba de que existió en la antigüedad, perdura hoy en
la costumbre de entonar oraciones en una sola nota. Pero el arte de la
respiración que lo controlaba apropiadamente quedó perdido por completo.
No queda más que un desalentado y deprimente zumbido monótono que
hace de cada oración un lamento.

La mayoría de los sacerdotes oficiantes contemporáneos de las Iglesias


Anglicanas o Católicas se sorprenderían mucho –por no decir que sufrirían
un choque- si se les dijera que sus prácticas son una crasa degradación de
lo que una vez tuvo la intención de ser un ejercicio físico devocional de
gran valor espiritual, diseñado para entrenar el aliento de vida por medio
del cual vivimos, y ser ejecutado con esta intención en ciertas posiciones
del cuerpo claramente definidas, muy diferentes de la actitud tensa,
contraída, que es la costumbre adulterada de hoy.

Una mayor presencia del arte mántrico prevaleció dentro de la Iglesia


Ortodoxa Griega, especialmente en su vertiente rusa, como resultado de
su devoción por la canción pura, sin interferencia instrumental alguna.

La Iglesia Ortodoxa nunca consintió que su canto fuera estropeado o


degradado con la "ayuda" del órgano, y en consecuencia, no permitió que
entrara en las iglesias.

Sin embargo, la Iglesia Ortodoxa propiamente dicha se envileció con su


asociación política y su servilismo al poder secular, y el conocimiento que
alguna vez conservó detrás de su fachada dogmática se perdió en gran
parte. En efecto, a sus popes todavía se les entrena como cantores, lo que
incluye tanto la vocalización como el control de la respiración; desapareció
hace ya mucho tiempo la concepción primigenia de la conexión esencial e
inseparable entre lo espiritual y lo psicológico.

Una noche cuando se tocaba este tema, el Príncipe Ozay me dijo:

- "¿Le gustaría escuchar un eco del sonido del que le he estado


hablando?"

- “Por supuesto” dije. En realidad no había nada que deseara más.

- "Entonces, vaya a los oficios de la abadía de Alexandr Nevsky esta


semana", dijo, "y ponga particular atención en todo lo que escuche".

Era el comienzo de la Semana Santa y los grandes oficios previos a la


Pascua se celebraban diariamente en todas las iglesias de la región. Dejé
todo a un lado para asistir a la Abadía la mañana siguiente.

Llegue muy temprano. El amplio interior de la Abadía se nota algo oscura.


Poca luz penetra por sus hermosos vitrales. Algunas velas centellean aquí
y allá ante los iconos enmarcados en bronce con sus caras pintadas de
oscuros tonos que atisban misteriosamente por detrás de su moldura de
metal adornado. En la lejanía se oye flotar un canto monótono que parece
surgir de la parte trasera del gran iconostasio.

Con el transcurrir del tiempo, los feligreses comienzan a congregarse.


Hacen reverencias, se persignan al entrar y prenden velas al pie de los
iconos de su predilección. Muchos encienden cirios frente al iconostasio y
en el atril dorado que se ubica sobre el estrado, en la nave de la iglesia.
El canto distante que se alarga, quejumbroso, se prolonga sin cesar,
destruyendo todo sentido de tiempo y materialidad.

Ahora la iglesia se llena de feligreses, de pie o arrodillados, solos o en


pequeños grupos. El canto llega a su término. El oficio está a punto de
comenzar. Se da una pausa, y de pronto el coro estalla en una canción
magnífica, angelical.

La abadía de Alexandr Nevski era famosa por la belleza superlativa de sus


cánticos, incluso entre una constelación de catedrales.
Mientras los acordes divinos resuenan por la Abadía, las grandes puertas
del iconostasio se abren de par en par y el archimandrita junto con algunos
popes asistentes, mitrados y engalanados con túnicas suntuosas, se
adelantan, trayendo incensarios para sahumar a la congregación.

La música, el color, el perfume, –¡aah fueron verdaderamente sabios,


quienes, por su condición artística, idearon este trasfondo sensible al
ejercicio religioso!–
El elaborado oficio sigue su curso. El tono bajo, fuerte y profundo de un
pope tras otro arrastra las invocaciones; el coro hace resonar las
respuestas. Finalmente llega el momento de leer las Escrituras.

Un pope joven –es difícil estimar su edad a través de sus abundantes


bucles y espesa barba, aunque pareciera estar rondando los treinta- se
sube al estrado y ocupa su sitio en el atril. El resto de los oficiantes se
ubican a los lados. El escenario es impresionante. Una quietud
momentánea se asienta en el lugar. El joven pope se acomoda la sotana,
hace una genuflexión frente al altar, se persigna y se prepara para leer.

¿Para leer?, me surgió la duda. El primer indicio de que lee es la


reverberación, en medio de la inmensidad silenciosa de la iglesia, de un
sonido –bajo, parejo, extendido. Con cada aliento que se prolonga canta
una sola frase, muy lentamente, articulando todas las sílabas en forma
pareja.

Es un fuerte barítono, muy parecido en el tono a las voces de sus colegas,


pero más pulido, más vibrante.
Comienza con una nota, como una octava por debajo del do central,
subiendo un semitono en cada frase, aumentando al mismo tiempo el
volumen. Cuando llega a la dominante, su voz resuena vigorosamente
entre las bóvedas y los arcos. Cuando, al concluir, en la octava, alcanza el
clímax de la "lectura", la nota es como su carta de triunfo final –exultante,
majestuosa, triunfante, sobrecogedora.

Todos fuimos tocados por la riqueza de una voz exquisita que pudo haber
cosechado fama mundial para su dueño si éste hubiese querido explotarla
en el escenario de la ópera.
Este hecho sin embargo, no era nada excepcional en la Iglesia Rusa.
Chaliapin no fue el único gran cantante ruso que se inició en un coro de
pueblo. Ni tampoco fue inusual su manera de leer. Era la práctica
establecida; en aquel momento las Escrituras se leían de la misma manera
en todas las iglesias del país.

No obstante, la voz de este joven pope era diferente de la de todos los


demás. Cuando se acercaba al mi bemol se notaba, algo extraordinario
sucedía con su voz. Parecía estar "dirigiéndola" de una cierta forma (esa
es la única expresión que puedo encontrar para describirlo).
No escuche el efecto, lo sentí, agudamente, casi como un dolor, análogo al
dolor que se siente en la vista al desplazarla abruptamente de la oscuridad
a la luz brillante. Obtenía ese extraño efecto sólo con ciertas vocales, y con
éstas yo sentía el sonido como si estuviera produciéndose dentro de mi
propia cabeza y en todo mi cuerpo.

Yo parecía estar identificado con eso, y su efecto era lograr que todo a mí
alrededor se manifestara como si estuviese nadando y, por un momento,
se convirtiera en algo etéreo e irreal. Tuve miedo de tambalearme y caer,
por lo que fue necesario restablecerme a la fuerza. Fue una experiencia
desconcertante.

Cuando el joven pope alcanzó su exultante nota final, la sensación de ser


arrastrado se me hizo poco menos que intolerable, aunque no hubiera
hecho nada por detenerla o evadirla. Pero experimenté un sentimiento casi
de alivio cuando el coro rompió a cantar de nuevo.

Pronto volví a mis cabales y miré a mí alrededor para observar si otros


habían sido afectados al igual que yo. Si alguien más había "sentido" los
mismos acordes que yo, no sabría decirlo, pero lo que no admitía ninguna
duda era que toda la congregación había sido poderosamente
impresionada. La mayoría estaba de rodillas, llorando.

El joven pope bajó del estrado y la ceremonia siguió su curso. Me alejé


maravillado, atónito, extasiado, con la certeza de que había oído lo que el
Príncipe Ozay deseaba que oyera, y yo ansiaba conservar un recuerdo
vivo de ello.
Asistí dos o tres veces más durante la semana y tuve la misma
experiencia, siempre misteriosa, aunque cada vez menos desconcertante
por estar ya la expectativa.

Sobre esta experiencia le comenté primero a Lev Lvovich. - "Debes


contarle al Príncipe", me dijo.

El hecho de que el Príncipe Ozay supiera sobre las virtudes de este pope
me figuraba en mi mente que tal vez podía existir una conexión entre ellos.

- "¿Será ese joven pope un alumno del Príncipe?", le pregunté a Lev con
curiosidad, pero no fui alentado a husmear en lo que no me incumbía.

Me llevó a ver al Príncipe Ozay. Le comenté sobre mi experiencia y una de


las primeras preguntas que le hice se refería a si otros en la congregación
podrían haber experimentado lo mismo.

Me respondió que esto era improbable, aunque cualquiera persona


sensible podía ser impactada por la calidad excepcional de la voz.

- "Debe tomar su experiencia como una señal alentadora", me dijo, “esto


significa que aún partiendo de unos pocos ejercicios, su cuerpo –o alma, si
lo prefiere- ha comenzado a ser receptivo al Nombre, o a la Palabra, si lo
prefiere. Dentro de unos años, si usted persiste, notará los resultados".

- "Príncipe, lo que escuché, fue un cántico maravilloso y sublime” le


repliqué. “Sin embargo, no puedo decir que fue precisamente agradable,
especialmente la primera vez".
- "Joven", respondió con severidad, "¿condena usted al Sol porque lo ciega
cuando lo mira, o al fuego porque lo quema cuando lo toca, o a sus
músculos porque le duelen después de un esfuerzo?”

… "la verdad siempre debe ser revelada en pequeñas dosis muy diluidas.
Y el sonido también tiene que ser racionado, especialmente el Nombre que
está por encima de todo Nombre, como lo expresan las Escrituras suyas“

… "Es por eso es que el Nombre debe ser santificado. Una sobredosis
fácilmente podría causar su muerte de no estar lo suficientemente
entrenado".

- "¿Cree usted que este sonido pudo haberme matado en la catedral?",


pregunté algo aterrado.

- "Sí, si esto hubiera estado más concentrado. Al igual que una cuerda de
violín estalla al ser pulsada con demasiada fuerza, o al igual que algunas
notas musicales de cierta calidad pueden quebrar objetos sólidos a
distancia"… "Hay muchas cosas por conocer", dijo una vez mas…
"Si quisiera, podría darle muerte en un instante, aquí sentado, sin
necesidad de que ninguno de los dos movamos ni un solo músculo".

Lo miré con estupor, incrédulo por un momento. Pero había algo en su


tono y su actitud que implicaba una convicción absoluta. Permanecí
sentado, avergonzado, profundamente desconcertado.

- "¿Le tiene usted miedo al riesgo?", me dijo una vez más con gentileza,
aunque todavía con algo de reproche. "Comprenda esto claramente.
Ningún hombre puede adquirir un conocimiento de esta naturaleza sin
riesgo de morir. Dios, mal aplicado, es el Diablo. Sólo hay una fuerza en la
Creación. El bien y el mal dependen exclusivamente de su aplicación".

EL PADRE NUESTRO

Padre Nuestro, que estás en los cielos,


santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino,
hágase tu Voluntad
así en la tierra como en el cielo.
Danos hoy
nuestro pan de cada día;
y perdónanos nuestras ofensas,
así como nosotros perdonamos
a quienes nos ofenden;
y no nos dejes caer en tentación,
más líbranos del mal.
Porque tuyo es el reino,
el poder
y la gloria
por los siglos.
Amén.
¿Quién era el Príncipe Ozay?

Según supe mas tarde, el Príncipe Ozay, el maestro de la oración, era en


realidad George Ivánovich Gurdjieff (1866_1949), un maestro espiritual
cuyo período activo en la Rusia de 1914 coincide con la época en que
sucedieron estos acontecimientos. Nacido en Alexandropol, en la frontera
ruso – turca, el joven Gurdjieff fue criado y educado en un ambiente
cultural de extraordinaria riqueza, en una encrucijada de influencias de
Oriente y Occidente.

Había llegado a Moscú y San Petersburgo después de una larga odisea a


través de monasterios y escuelas esotéricas ocultas del Medio y Lejano
Oriente, lo había guiado su inagotable pregunta: ¿Cuál es el sentido y el
propósito de la vida en la Tierra, y en particular, de la vida humana? Esta
búsqueda le aportó gradualmente el antiguo conocimiento que más tarde
trajo a Occidente.

Entre quienes fueron atraídos a su enseñanza se encontraban P. D.


Ouspensky, Catherine Mansfield, T. S. Eliot, Frank Lloyd Wright, Jean
Toomer, Maurice Nicoll, A. R. Orage, y muchos más.

Sus ideas y métodos prácticos para la transformación conciente del


hombre pulsaron una cuerda sonora en algunos miembros de una
generación desilusionada por las calamidades de la Primera Guerra
Mundial que buscaban un sentido más profundo para sus vidas
aparentemente afortunadas.

Gurdjieff introdujo su enseñanza en Norteamérica a mediados de los años


veinte con charlas públicas y presentaciones de sus "Movimientos", las
danzas sagradas que había traído de Oriente.
Más que ejecuciones fragmentarias o ejercicios calisténicos, los
Movimientos son un lenguaje físico mediante el cual se transmite el
conocimiento y se transforma en comprensión.

El trabajo de Gurdjieff se ha extendido por el mundo en los años


posteriores a su muerte, el 28 de octubre de 1949.

Gurdjieff se refería a su enseñanza como una "Escuela del Cuarto


Camino". Diferenciaba al Cuarto Camino de los tres caminos
tradicionalmente conocidos para lograr un progreso espiritual, como lo son:
el del faquir, el monje y el yogui.

La orientación del Cuarto Camino es trabajar sobre las tres funciones –


cuerpo, mente, sentimiento– simultáneamente, para permitir un desarrollo
armónico del hombre, con la particularidad de que es una enseñanza que
puede seguirse dentro de las condiciones de vida ordinaria del buscador.

Las ideas de Gurdjieff han ejercido su influencia en muchos ámbitos: las


artes, la ciencia, la educación, la teoría social y la filosofía, a menudo como
una corriente que fluye justo bajo la superficie.

Actualmente, existen grupos que trabajan unidos en todo el mundo


tratando de comprender las ideas de Gurdjieff y de hacer uso de las
técnicas para el desarrollo armónico que conforman su legado.
¿Quién era Paul Dukes?

Desde su más temprana edad como hijo de un ministro-párroco en


Inglaterra, Paul Dukes, nacido el 10 de febrero de 1889, fue atraído por el
misterio. Su mente joven cobraba vida con el deseo de ver y conocer lo
que se ocultaba detrás de las apariencias. Su espíritu de aventurero y su
propia pasión por la actividad física febril se equilibran y complementan con
su profundo sentimiento por la música y un sentido de su poder para
vincularnos a un orden superior.

En estos años Paul Dukes se interesaba en la teosofía, el espiritismo y el


hipnotismo e investigaba fenómenos de curación "espiritual" en el
momento que este ensayo es redactado.
Paul Dukes tiene el honor de ser el primer alumno inglés de Gurdjieff. Fue
miembro de la Comisión Anglo-Rusa desde 1915 hasta 1918 y sirvió como
oficial de la Inteligencia Británica en Rusia entre 1918 y 1919.
A cargo de una comisión itinerante de investigación en la Rusia europea,
su dominio del ruso, su habilidad para disfrazarse, su audacia y su
disponibilidad para cruzar fronteras e internarse en zonas peligrosas le
hicieron vivir numerosas aventuras durante el servicio a su país.

Bajo el seudónimo de Afirenko, portando un pasaporte ruso que lo hacía


pasar por un agente de la Checa (precursora de la KGB), se infiltró en
Leningrado después de cruzar la frontera finlandesa en el silencio de la
noche. Su suerte era extraordinaria, y hubo veces en que se alistó en el
Ejercito Rojo, e incluso en el propio Partido Comunista, para obtener
información.

Fue gracias a estos servicios, un historial de aventuras románticas e


intrigas en medio de la Revolución Rusa, que le fue otorgado la orden de
Caballero del Imperio Británico a la edad de treinta años.

Sir Paul Dukes fue autor de Read Dust and the Morrow (1922) The Store of
Secret Agent ST25 (1938), ambos recuentos de sus experiencias en Rusia.
También escribió An Epic of the GESTAPO (1940) y The Unending Quest
(1950), una serie de bocetos autobiográficos entre los cuales este ensayo
fue publicado por primera vez.

En 1922, se casó con Orden Mills, hija de la Sra. W. K. Vanderbilt de


Nueva York. Se divorciaron en 1929, y en 1959 él se casó con Diana
Fitzgewrald. Paul Dukes se radicó en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde
murió el 27 de agosto de 1967.
Obras de G. I. Gurdjieff

Relatos de Belcebú a su Nieto (Del Todo y De Todo, 1ª Serie)


Encuentros con Hombres Notables (Del Todo y De Todo, 2ª Serie)
La Vida no es real sino cuando "Yo Soy" (Del Todo y De Todo, 3ª Serie)
Perspectivas desde el Mundo Real

Algunas obras de sus alumnos

De Hartmann, Thomas. Nuestra vida con el señor Gurdjieff.


Fremantle, Christopher. De la Atención.
Orage, A. R. Del Amor y otros ensayos.
Ouspensky, P. D. Fragmentos de una Enseñanza Desconocida.
Ouspensky, P. D. Psicología de la Posible Evolución del Hombre.
Vaysse, Jean. Hacia el despertar a sí mismo.

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