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AZUL

Relato Breve

Serena nunca supo en qué momento comenzó a mentir. En su memoria, la


fragancia turbia de las calles le acercaba a aquel laberinto de costumbres que ahora no
reconocía. Un amasijo de sonidos de papel couché y zapatos de tacón que se mezclaban
con las voces que ahora cruzaban por la esquina, frente al hotel, y sin embargo ella
mantenía su inmovilidad. Pasaron dejando la presencia de sus humeantes cabelleras, con las
pestañas ahogadas en el rimmel. No las saludó. Aún no las conocía. Todo ello la
perturbaba.

Vivían en el hotel desde principios de verano. El cambio había producido en


ella un sólido rechazo hacia todo lo que fuera despojado del nombre de su antiguo barrio,
en otra ciudad. Serena solo se conformó con esperar el día en que encontraría las
respuestas, el comienzo de las clases, aunque seguro que no las encontraría servidas en la
mesa como si estuvieran dentro de aquella taza de café negro que desprendía un olor cálido
y enternecedor con deliciosas pastas que en ocasiones su madre le preparaba y servía
cuando no dejaba de dar vueltas a millones de preguntas que le taladraban la cabeza y que
solían responderse tras horas de hacer un tintineante ruidito de la cucharilla al chocar
contra las paredes de su taza hasta que al fin acababa por convertir la timidez de la noche
en un hermoso día.

Incesante. Organizaba una y otra vez las ideas en su cabeza, no recordaba.


Apenas el reloj marcaba los cuartos de hora en el reloj del hall central, ella se sobresaltaba,
dejando de mover su pie en la silla, de forma intermitente, revolvía entre los fantasmas de
sus sueños, entrecerraba los ojos para adivinar sus nombres, repetidas veces abría su libro y
dejaba caer lentamente las paginas, de atrás para adelante, caía en el sopor de la noche
donde los brillos del mármol destacaban los pasos de los clientes anónimos. No hacía
ningún esfuerzo por levantar la mirada.

En sus oídos retumbaban los entretejidos de su corazón. Sonidos. La voz de


Gabriel. Si pudiera alcanzarla. Impronunciables diálogos que no tenían sentido, sonrisas
que no entendía por qué ahora, pero así eran. Imposible recordar, perdida en el silencio de
saber que no volvería a verlo, sus ojos estaban vacíos de él. Una habitación libre. Muda.

Acabaron las vacaciones y se tuvo que adaptar al horario que su padre le


había pedido que cumpliera. Le ayudaba en la recepción de los clientes, escribía todos los
recados, organizaba las llamadas y los vuelos de partida. Muchas veces encontraba en el
silencio de aquellos viajeros los mismos ecos repetidos que le llevaban a lo más hondo de
su ser. Era él, pero en otro, con la misma mirada azul, fulminante y los cabellos castaños.
Otra vez él, que había estado observando en aquellas melancólicas noches en las que ella
se habia estado taladrando la cabeza con millones de preguntas , inseguridades, llegó a
pensar que ese misterioso chico había estado antes en la cafetería 24 horas de su hotel sólo
para ir a verla, deseaba que se acercase hablar con ella como si se conocieran de toda la
vida.

Nunca él. Pasaron interminables los días con las mismas acciones repetidas
y el tintineo de las monedas no la despertaba nunca de su aletargada mentira, acostumbrada
a ese andar taciturno y desleído, flácida la sonrisa, sin dejar de tratar de encontrar un
resquicio en su memoria que le delvolviera a la vida. Las noches martilleaban sin piedad un
sueño asfixiante. Despertaba autómata. Vestía uniforme. Esa mañana apuntaba tecleando en
el ordenador el numero de pasaporte, el número de habitación libre, el número de personas,
la fecha de partida y el nombre: Gabriel Santamarina. Una ráfaga cruzó su frente, como si
del mismo sueño el martillo se escapara hacia el cristal de su retina. Abrió los ojos. Allí
estaba, con su cabello desordenado y esa certera mirada azul.

Angela Mayquez Pueyrredon

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