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Este trabajo fue expuesto en la Conferencia que dictó el autor con ocasión del V Encuentro Internacional de
Derecho Humanitario y Derecho Militar, realizado del 26 al 28 de Abril del 2011, en el Hotel Los Delfines, en
Lima, Perú. Ha sido publicado electrónicamente en http://es.scribd.com/doc/54061067/CDG-Ciudadania-
Parlamento-y-Derechos-Humanos-Ponencia-Lima-Peru-2011
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El autor tiene estudios en filosofía, es abogado y ha concluido el magister en sociología en la Pontificia
Universidad Católica del Perú. En su condición de investigador de la institución parlamentaria ha publicado
libros y artículos especializados sobre el estatuto, la organización, gestión, procesos y normatividad
parlamentaria entre los que se cuenta Para la Representación de la República (a publicarse en Julio de 2011
por el Fondo Editorial del Congreso); Prerrogativas Parlamentarias (2007); Congreso: Procedimientos Internos
(1995); y Qué Parlamento Queremos (1992). Es profesor de derecho, gestión y procesos parlamentarios en
varias universidades peruanas. Está vinculado laboralmente al Congreso desde 1980, donde se ha
desempeñado en posiciones asesoriales y funcionariales. Fue Sub Oficial Mayor de la Cámara de Diputados
(1991-1992), y Oficial Mayor del Congreso (2003). Para acceder a sus publicaciones puede revisarse el
enlace en http://www.scribd.com/people/view/5117586-delgadoguembes
¿Cuál es la finalidad del Parlamento en el capitalismo tardío de la globalización
económica y de la ideología universal de los derechos humanos? ¿Existen
efectivamente de modo universal y ahistórico los derechos subjetivos de las
personas, más allá del reconocimiento que hace el Estado de los derechos cívicos
o políticos de aquéllas como ciudadanos? ¿Son universales los derechos
humanos cuando los Estados distinguen entre los derechos fundamentales de los
ciudadanos y los derechos de los extranjeros en el territorio? ¿Existe en el Perú un
orden político basado en valores supraestatales, o sólo se reconocen los derechos
cívicos y políticos de quienes nacen y residen en territorio peruano?
Estas son algunas de las delicadas cuestiones que deben encarar los
parlamentos, en el nuevo espacio de su existencia política. Nuevamente el dilema
entre el orden basado en una unidad de dirección, y la libertad de cada uno de los
individuos que coexisten bajo una misma autoridad. ¿Cuánto orden es posible si el
vínculo de la asociación política no es atendido ni cuidado por los individuos, y
cuánta libertad es posible sin que ésta constituya una amenaza contra el proyecto
de convivencia bajo un mismo Estado?
Lo que pareciera tener las características de una cuestión entre literaria y teórica
está muy lejos de una y otra dimensiones. La Antígona de hoy personifica la
opción por la libertad, el disenso, la desobediencia, e incluso la subversión,
basados en un orden natural y eterno. Y Creonte personifica el rol simbólico del
Estado que debe afirmar verticalmente la universalidad del orden bajo su imperio y
su capacidad de mando. ¿Cómo actuar sin excesos y dentro del equilibrio que
mantenga un orden con no más restricción de la libertad que la necesaria para
preservar la unidad de destino, y tanta libertad como la que no conduzca a los
caprichos de la desintegración y de la anomia?. ¿Cuáles serán los límites a
cualquier fundamentalismo rígido, sea estatal o individual?
Hoy, en medio de los graves riesgos que aparecen en un territorio al que el Estado
no llega, y que lleva a insinuar la presencia de síntomas de lo que se llama el
síndrome del «Estado fallido», ¿qué asegura la identidad de un mismo proyecto
colectivo, en medio de las ya graves dificultades de asegurar la afirmación del
Estado a lo ancho de todo el territorio? ¿Está al alcance de la valoración
jurisdiccional la comprensión del difícil papel del parlamento como órgano del
equilibrio entre el Estado y los derechos humanos, entre el orden y la libertad, y
también entre la tiranía y la anomia?
Los tres actores con papel protagónico comparten su estelaridad en medio de una
relación semántica confusa. Se supone y asume que en un Estado Constitucional
de Derecho las normas preceden sobre la conducta de los sujetos. Se supone y
asume con igual lógica que para la emisión de los actos estatalmente válidos
éstos deben ajustarse al derecho. Pero derecho es lo que los operadores con
competencia para interpretarlo afirman como imperativo. No hay derecho fuera de
la actitud, valores, intereses o principios en los que cree el operador que interpreta
el derecho. Y esta dimensión no es en sentido estricto una dimensión jurídica. Lo
jurídicamente puro tiene existencia similar a la que corresponde a las quimeras o a
las sirenas. Es la existencia espectral en la que se reproducen los fantasmas entre
los que los sacerdotes del oráculo buscan significados. Como las búsquedas de
los curanderos entre las hojas de coca.
El derecho que se afirma dentro del Estado Constitucional toma como pretexto el
documento en que consta el pacto escrito para resignificarlo de acuerdo a las
creencias y las convicciones de los sujetos que le prestan su voz para que la
Constitución exprese su deseo. Pero es el sujeto el que goza en el acto de
imponer los significados que interpreta que se deducen el documento
constitucional. Tomar consciencia de este delicado proceso de afirmar qué es la
Constitución puede fácilmente derivar en actos inconscientes de tiranía. Es la
tiranía de la ignorancia naif de quien permanece en el velo de su propia ceguera y
endosa rupestremente su voluntad en el texto exánime de un documento escrito.
Una voz de alerta es pues críticamente necesaria antes de asumir como un hecho
la doctrina hegemónica y políticamente correcta de la voz propia y objetiva del
derecho. No hay derecho fuera de la decisión política del actor, ni fuera, tampoco,
de la actitud ética de quien tiene la potestad de dirigir en un sentido u otro. Son
tres los planos que se superponen desde el Estado, el jurídico, el político y el
moral. Y quien gobierna debe tener claro que el derecho no lo excusa por la
responsabilidad de mando que ejercita cuando legisla o cuando dice cómo debe
actuarse o en qué sentido debe operarse.
II
¿Cómo debe mirar el parlamento los roles de quienes pudieran limitar su condición
estatal imponiéndole un régimen de protección de los derechos humanos? El
parlamento peruano tendría la opción, o de denunciar el Pacto de San José, o de
reformar la Constitución para regresar al texto aprobado en la Constitución de
1979. Los costos no son escasos en ninguno de los dos casos. Denunciar el
tratado mella la calificación del Estado peruano ante la comunidad globalizada.
Reformar la Constitución importa el retroceso frente al siniestro designio de las
organizaciones que se basan en la violencia y en el terror.
III
Pero la cuestión relevante respecto del Decreto Legislativo 1097, tiene que ver con
la inconstitucionalización de la Primera Disposición Complementaria Final, en la
cual el Decreto Legislativo precisó que la Convención sobre Imprescriptibilidad de
Crímenes de Guerra y Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada mediante
Resolución Legislativa 27998, rige para el Perú sólo desde el 9 de Noviembre de
2003. Para el Tribunal Constitucional, los eventuales delitos por crímenes de
guerra y de lesa humanidad no estarían sujetos a la restricción que incluyó el
legislador el año 2003.
Sin embargo, lo que llama la atención es que la ley orgánica del Tribunal
Constitucional establece un límite de 6 meses para pronunciarse, mediante la
acción de inconstitucionalidad, sobre la regularidad constitucional en los procesos
de incorporación de tratados en el derecho interno. Sólo dentro de ese mismo
plazo tiene competencia el Tribunal Constitucional para declarar la inaplicación de
la Resolución Legislativa que aprueba el Tratado. La inaplicación así declarada
tiene efectos erga omnes en el territorio nacional, dejando a salvo la dimensión
inter o supranacional de los efectos y responsabilidades estatales consiguientes.
Y EL DEBIDO PROCESO
Ese es el riesgo del ejercicio representativo del poder. Y ese riesgo aumenta
notablemente cuando los representantes usan indebidamente de las prerrogativas
propias de su Estatuto para condonar la ilicitud de sus miembros. La inmunidad
parlamentaria es una institución buena cuando impide que quienes son acusados
por envidia o venganza política ejerciten el mandato. Pero ese mismo instrumento
es un privilegio indigno cuando se lo utiliza para cohonestar la indignidad del
cuerpo de representantes.
Entre las lecciones que dejan los dos últimos regímenes parlamentarios las más
importantes pueden ser que la función jurisdiccional del Congreso si se encuentra
en estado operativo. Necesita ajustes y afinamientos, es cierto. Pero ha
funcionado. Que pudo haber funcionado mejor, y que el desempeño no ha sido
óptimo es cierto. La exigencia de responsabilidades que ha sido posible debido a
la vergüenza con que se ha procesado a los congresistas es una discreta ventana
hacia la esperanza. Así como el que existan malos padres no justifica la
eliminación de los derechos de paternidad, del mismo modo no justifica la posición
incendiaria de quienes postularon para «fumigar el Congreso» o para eliminar la
inmunidad parlamentaria en razón al imperfecto e incorrecto uso que de ella
hicieron algunos malos representantes.
Este es el punto donde me parece importante realizar una reflexión más detenida.
No es materia de este estudio el examen de los excesos legislativos del gobierno.
En particular porque el propósito es revisar las tareas más propiamente
jurisdiccionales que legislativas en el Estado. Por eso sí resulta más enriquecedor
llamar la atención sobre el control que realiza la jurisdicción sobre la actividad del
legislador. Control que es propio, precisamente, del reconocimiento del principio
de separación de poderes.
Así como los jueces pueden inaplicar una ley inconstitucional, el Tribunal
Constitucional es competente para ejercitar el control concentrado y abstracto
respecto de una ley que colisione son un precepto de jerarquía constitucional.
Nuevamente retornamos a la doctrina del Estado Constitucional de Derecho, que
se asienta sobre la supremacía constitucional y el límite que tiene el legislador en
relación con los derechos humanos. El tribunal constitucional vigila la
constitucionalidad de la legislación para que el marco normativo asegure el
ejercicio del poder sin excesos.
Si bien el estado ideal de la humanidad debiera ser uno en el que nadie imponga
su voluntad sobre nadie, permitiendo así que cada quien desarrolle libremente su
proyecto de vida sin intrusión que lo fuerce a hacer lo que su disposición no se lo
mande, tal estado natural no garantiza el respeto elemental del albedrío. Por eso
el Estado asume para sí el control de los máximos permisibles de libertad, para
que nadie invada la esfera privada ajena.
Son los retos y las oportunidades que la vida política deja en manos de los
ciudadanos en la diversidad de roles que deben cumplir durante su existencia. La
cuestión siempre abierta es desde qué posición, desde qué actitud, desde qué
valores y principios se trabaja por el vínculo político. Los representantes en el
parlamento custodian el vínculo en la asociación. Por eso no les es ajena ni la
responsabilidad de garantizar la libertad, ni la de controlar el ejercicio del poder
por los expertos en la tarea jurisdiccional. Y ambos comparten el mismo destino de
desarrollar sus actividades de forma que prevalezca la unidad en medio del
universo heterogéneo y plural de identidades privadas y colectivas que conforman
nuestra república.
VI
PARA CONCLUIR
Al Congreso pues no llegan sino quienes fueron electos como resultado simétrico
de su similitud especular con el pueblo. Con muy pocas variantes, muchas de las
cuales son efecto del azar y otras de la providencia, los parlamentos son el espejo
que describe la calidad política de los ciudadanos. Los parlamentos no mejoran
sólo e independientemente de la calidad de quienes los eligen. A quien ingiere
alimentos putrefactos no cabe exigírsele el hálito del faisán.