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y la Impostura Intelectual
[Publicado en Estudios Sociales [Chile], no. 100, Trimestre 2, 1999, pp. 9-38.]
Hace unos cuarenta y tantos años, el filósofo marxista Georgy Lukács se lamentaba de la
expansión de las tendencias irracionalistas en la filosofía de su tiempo (Lukács 1953). En un
texto titulado “El Asalto a la Razón”, denunciaba el irracionalismo filosófico (desde
Schelling a Heidegger, pasando por Nietszche, Dilthey, Jaspers o Max Weber) como la
estrategia ideológica reaccionaria de la burguesía en contra del marxismo y el avance
incontenible del comunismo soviético. Convencido de la verdad última e incuestionable del
marxismo concebía su denuncia como un esfuerzo en la tarea de derribar el sistema
capitalista. Pensado como un homenaje a Stalin, “El Asalto a la Razón” resultó ser un libro
militante y unilateral, una pieza de museo apologética de lo que terminó siendo una de las
experiencias criminales más chocantes del siglo. Si Lukács viviera hoy tendría razones de
sobra para aumentar su inquietud hasta el paroxismo. En muchos medios académicos
actuales, en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, un polifacético neomarxismo,
combinado con dosis variantes de constructivismo, relativismo, deconstruccionismo,
subjetivismo, orientalismo New Age, feminismo, ecologismo, o estudios culturales (en una
palabra, podríamos decir ‘postmodernismo’), hace gala de un acérrimo ataque a la razón y a
la ciencia. Muchas expresiones de esta expansiva tendencia tienen el claro perfil de moda
intelectual, con no poco frecuentes signos de impostura intelectual. Para ser precisos, este
irracionalismo de moda ha contagiado, en particular y principalmente, a las humanidades y
las ciencias sociales.
Hasta aquí se trata de una historia común y silvestre. Pero pasa a convertirse en una
historia fuera de lo común cuando Sokal publica un segundo artículo denominado “Los
Experimentos de un Físico con los Estudios Culturales”, esta vez en la revista Lingua
Franca, revelando que el artículo anterior es una parodia, una pieza armada intencionalmente
con el propósito de poner a la vista algunos rasgos imposturales de la literatura habitual en
los estudios culturales. Sokal envía después un nuevo artículo a la revista Social Text , con el
título de “Trasgrediendo las Fronteras: una Post Data”. Como era previsible, dado el ridículo
implicado, los editores se negaron a la publicación de este trabajo. Fue incluído, sin
embargo, en el segundo semestre de 1996 en la revista Dissent Nº 43 (Sokal 1998, 268-280).
No hace falta mucha imaginación para inferir las reacciones que este episodio ha generado
en los últimos años. En muchísimo tiempo los medios académicos franceses y
estadounidenses no habían experimentado tal estremecimiento. Aunque Sokal ha producido
un sinnúmero de polémicos artículos, lo sustantivo se halla contenido en “Impostures
Intellectuelles”, un libro publicado en Francia en 1997, en coautoría con Jean Bricmont
-físico teórico de la Universidad de Lovaina, Bélgica. El año pasado, ha aparecido la versión
inglesa con el título de “Fashionable Nonsense. Postmodern Intellectuals’ Abuse of
Science”. Sokal y Bricmont dedican un capítulo distinto para cada uno de los autores citados
en la parodia original: Lacan, Kristeva, Irigaray, Latour, Baudrillard, Deleuze, Guattari,
Virilio, además de intermedios para Kuhn, Feyerabend, Bloor, Barnes, Lyotard, etc.
Sokal y Bricmont sostienen que su libro tiene dos propósitos. El primero de ellos es
denunciar el abuso de los conceptos científicos por parte de connotados autores: “Mostramos
que famosos intelectuales como Lacan, Kristeva, Irigaray, Baudrillard, y Deleuze, han
abusado repetidamente de los conceptos y la terminología científica: sea usando las ideas
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científicas totalmente fuera de contexto, sin dar la más mínima justificación, ...sea
esparciendo jerga científica entre lectores no-científicos sin ninguna consideración de su
relevancia o incluso de su significado” (1998, x). En este caso, el dedo acusador apunta a
una serie de prácticas intelectuales, muy extendidas entre los autores postmodernistas:
“..mistificación, lenguaje deliberadamente oscuro, pensamiento confuso, y mal uso de
conceptos científicos” (1998, xi). El segundo propósito es enfrentar críticamente el
relativismo epistemológico, “a saber, la idea (...) de que la ciencia moderna no es más que un
‘mito’, una ‘narración’ o una ‘construcción social’ entre otras” (1998, x). A falta de un
término mejor, estas expresiones pueden ser consideradas como ‘postmodernismo’: “ una
corriente intelectual caracterizada por el rechazo más o menos explícito de la tradición
racionalista de la Ilustración, por discursos teóricos desconectados de todo test empírico, y
por un relativismo cognitivo y cultural que considera la ciencia como nada más que una
‘narración’, un ‘mito’ o una construcción social entre otras” (1998, 1).
Sokal y Bricmont ponen a la vista algunas de las tácticas usadas en este indesmentible
abuso de los conceptos científicos:
(a) uso de teorías científicas acerca de las cuales, en el mejor de los casos, se tiene una
vaga idea;
(b) importación de conceptos desde las ciencias naturales a las humanidades o las
ciencias sociales sin la más mínima justificación;
(c) despliegue de erudición superficial, manejando términos técnicos en contextos
completamente irrelevantes;
(d) manipulación de frases carentes de significado, con exhibición de una verdadera
intoxicación con palabras.
1
He examinado sumariamente los planteamientos clásicos de Sorokin y Andreski en mi artículo
“Materiales para una idea de impostura intelectual”, 1988. Además de estos autores, se examinan otros hitos
de la historia intelectual de occidente, cuyo centro es la denuncia de la impostura: Sócrates, Platón, Erasmo,
Rabelais, entre otros. Entre los hitos contemporáneos dignos de incluirse en una historia reciente de la
impostura, yo destacaría en particular la obra del filósofo ruso Alexandre Zinoviev. En el ámbito de la sátira
literaria del postmodernismo, recomiendo a A.A.. Berger, 1997.
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merecedoras de una mirada nominalista2 (2). Resulta paradójico, cuando menos, observar
cómo un abierto cuestionamiento de la ciencia moderna (‘occidental’, ‘falocéntrica’,
‘autoritaria’, etc.) va acompañado de un frecuente uso, aunque impostural, de los conceptos
de esa misma ciencia.
En cuanto a Luce Irigaray, esta autora recurre con frecuencia a conceptos de la teoría de
la relatividad de Einstein y a la física atómica. Para Sokal y Bricmont,
“...desafortunadamente, su conocimiento de la lógica matemática es tan superficial como su
conocimiento de la física” (p.117). Irigaray usa, en uno de su textos, la expresión
‘aceleraciones sin reequilibrios electromagnéticos’. Nuestros críticos comentan: “Esa
expresión no tiene ningún significado en física; es, enteramente, una invención de Irigaray”
(p.108). Por relación a Bruno Latour, reputado sociólogo de la ciencia, los disparos de Sokal
y Bricmont no son menos mordaces. El tratamiento que Latour hace de la teoría de la
relatividad de Einstein es una expresión de los problemas a los que se enfrenta un sociólogo
cuando intenta analizar el contenido de una teoría científica que no entiende muy bien. En
una palabra, Latour malentiende. Y lo central, no tiene ningún fundamento suponer que los
conceptos de la teoría de la relatividad tengan alguna implicación para la sociología.
Respecto de Braudillard, Sokal y Bricmont detectan una variedad de confusiones científicas,
particularmente en relación a la teoría del caos. Sus análisis caen en el terreno de lo absurdo.
Baudrillard usa un lenguaje “pomposo y carente de sentido” (p.153).
Como puede apreciarse, la denuncia es directa y precisa. No se refiere a cada uno de los
acusados en el total de su obra sino, exactamente, al uso negligente e incompetente de
conceptos y teorías científicas. Sobre el resto de la producción de cada autor, Sokal y
Bricmont no se pronuncian. Esta abstención es significativa: quiere decir que suspenden el
juicio porque no se autoconsideran competentes para pronunciarse. Sería una contradicción
si lo hicieran, pues ese defecto es precisamente el que ellos imputan a sus acusados: hablar
sobre lo que no saben y, en consecuencia, producir charlatanería. Por otra parte, resulta no
poco interesante advertir sobre la composición de la muestra de autores elegidos por Sokal y
Bricmont; ocurre que la mayor parte de ellos pertenece al mundo académico francés. No es
la primera vez que el dedo acusador apunta contra la producción intelectual gala,
particularmente en los ámbitos de las humanidades y las ciencias sociales, allí donde se
produce una ambigua zona de intersección de reflexión filosófica y literatura, lógica y
estética3. En 1993, Arthur Asa Berger había llamado ya la atención sobre la obsecuencia con
que la investigación estadounidense en comunicación de masas se dejaba impresionar por la
autores franceses y europeos en general (Berger 1993). En términos más ácidos aún, Mario
Bunge había dicho lo propio años antes, definiendo el postmodernismo: “Es, simplemente
ponerle nombre a esa gran fábrica de basura intelectual que hay en París, la mayor
exportadora de basura intelectual del mundo. Por eso ahí van, como moscas, todos los
amantes de basura” (Serroni-Copello 1989).
Como puede apreciarse, la indiferencia ante los hechos que es uno de los recursos de la
literatura postmodernista tiene, entre sus raíces, el estilo especulativo y abstracto de la
actitud crítica de la Escuela de Frankfurt4. La ninguna referencia a los hechos está también
expresada en el recurso a la utopía; puede decirse que es su correlato. La crítica a las
sociedades existentes no es hecha a partir de una experiencia social del pasado, o
contemporánea, sino desde el punto de vista de la perfección: la sociedad perfectamente
justa, perfectamente igualitaria, perfectamente solidaria. Lo importante a consignar aquí es
que, con ese punto referencial, ninguna sociedad presente o pasada resiste la comparación.
El desdén por los hechos tiene una implicación sustantiva que es necesario poner a la
vista: permite soslayar la norma de someter nuestras afirmaciones a los tests de la
observación y el experimento. En suma, es la pretensión de que existen juicios, postulados o
tesis que pueden eximirse de ser contrastadas frente a la evidencia empírica. El corolario de
esta pretensión es que, entonces, se puede decir cualquier cosa y se ha abierto el camino para
la más absoluta arbitrariedad. A falta de justificación imparcial y objetiva, valen el recurso a
la autoridad o a literatura que se reputa como sagrada, sobre todo cuando se ha proclamado
previamente la igualdad cognitiva de todos los discursos -incluyendo el científico.
Nuestra alusión a la teoría crítica de la sociedad como actitud inspiradora básica, puede
respaldarse todavía más si se considera que exhibe algunos otros de los rasgos identificados
por Sokal y Bricmont entre los postmodernistas. Uno de ellos es el consignado en el número
6 de la enumeración: estilo oscuro de exposición como signo de supuesta profundidad. Tal
es el juicio que diversos escritos de Theodor Adorno le merecieron a Karl Popper. Le
parecieron tan faltos de sencillez, claridad y modestia que simplemente abortaban la
posibilidad de discusión seria. En lo fundamental, los consideró ejercicios de trivialidad
acompañados de lenguaje grandilocuente (Popper 1997, 80). En un tono bastante más
polémico, Popper se refiere después a los escritos de Adorno sobre epistemología y filosofía:
“...podrían calificarse de mero charlatanismo” (1997, 84).
4
La relación entre posmodernismo y teoría crítica está sugerida por Ernest Gellner, aunque no
especificada como lo proponemos aquí (Gellner 1994, 48-53).
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Continuando con nuestro comentario a la enumeración de Sokal y Bricmont, el recurso
de usar jerga aparentemente científica es la expresión de un hecho paradójico que linda
claramente con el procedimiento de desdeñar la lógica. A nuestro juicio, constituye una
paradoja que, al mismo tiempo que se elabora un ‘discurso’ anticiencia, se utilice
terminología y conceptualización científica para construir tipos de conocimiento
supuestamente alternativos. Esto es lisa y llanamente un argumento de autoridad, lo cual
expresa la tentación anti-intelectual a la que cede todo el tiempo el estilo posmodernista de
argumentación. Por otra parte, es notorio cómo este recurso reproduce una vez más el
complejo de imitación de las ciencias físicas, matemáticas y biológicas que caracteriza a
muchos especialistas de las humanidades y las ciencias sociales. Ni un solo ejemplo de
terminología científica es tomado de la sociología o de la antropología; los referentes
preferidos son la teoría del caos, la relatividad, la mecánica de fluídos, la topología, la
mecánica cuántica,. No obstante, esta es, al mismo tiempo, la ciencia desautorizada como
falocéntrica, patriarcal y autoritaria. Y en el caso del más recurrido de los autores para la
argumentación que reduce la ciencia a un discurso socialmente construído como cualquier
otro, a saber Thomas S. Kuhn, ni uno solo de sus ejemplos de ciencia normal o de
revolución científica es ubicable en el ámbito de las ciencias sociales (Otero 1998). Ni qué
decir que el propio Kuhn desautorizó el uso abusivo de sus tesis por parte del llamado
Programa Fuerte de Sociología de la Ciencia.
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Una profunda inquietud sobre el fenómeno de la caída de los estándares de calidad del
trabajo académico informa los planteamientos de un libro precursor y antecedente directo del
texto de Sokal y Bricmont: “Higher Superstition. The Academic Left and Its Quarrels with
Science”, cuyos autores son el Profesor Emérito de Ciencias de la Vida, Paul R. Gross, y
Norman Levitt. Profesor de matemáticas de la Universidad Rutgers. Este libro data de 1994,
y ha sido reeditado recientemente (Gross and Levitt 1998). Formando parte de una amplia
comunidad intelectual adscrita al sistema académico estadounidense, los autores
experimentan gran inquietud por la proliferación de distorsiones y exageraciones acerca de
la ciencia, las que, según afirman, amenazan con envenenar la cohesión intelectual necesaria
para la sobrevencia de una universidad que se respete. Así, les ha ocurrido “..encontrarse con
libros que pontifican acerca de la crisis intelectual de la física contemporánea, cuyos autores
nunca se han complicado siquiera con un simple problema de estadística; ensayos que hacen
referencias de conocedores a la teoría del caos, de autores que no podrían reconocer, y
mucho menos resolver, una ecuación diferencial lineal de primer orden; andanadas sobre la
tiranía semiótica del ADN y de la biología molecular por parte de estudiosos que nunca han
estado en un laboratorio real, o preguntado cómo la droga que toman baja su presión
sanguínea” (1998, 6). Como podemos apreciar, está en juego aquí el problema de la
competencia intelectual. La acusación de Gross y Levitt está dirigida ante todo a autores que
revelan falta de idoneidad, puesto que hablan de lo que no saben. Esto los desautoriza. Sin
embargo, a Gross y Levitt les sorprende de sobremanera la expansión de este estilo
impostural en la literatura postmodernista, particularmente en los cientistas sociales teóricos
y en los críticos literarios profesionales y, todavía más específicamente, en sus ataques a la
ciencia y a los cánones de objetividad y evidencia empírica. Les llama la atención la
popularidad que este estilo engañoso llega a tener en las humanidades y las ciencias sociales
y el formato temático que adopta: “Cada practicante arma su arsenal con partes y piezas
polémicas favoritas -un poco de marxismo para enfatizar la estrecha alianza de la ciencia con
la explotación económica, un poco de feminismo para delatar el sexismo de la práctica
científica, un poco de deconstruccionismo para subvertir la lectura tradicional de la teoría
científica, tal vez un poco de afrocentrismo para socavar la noción de que los logros
científicos están inevitablemente ligados a los valores culturales Europeos. Las proporciones
y los énfasis varían de un texto a otro, pero, en tanto uno se familiariza con este cuerpo de
teoría, aparecen las unidades subyacentes” (1998, 11). A la hora de identificar a los adalides
de estos planteamientos anti-ciencia, Gross y Levitt distinguen a los constructivistas
culturales -en versión antropológica o sociológica-, los postmodernistas, las feministas
críticas y los ambientalistas radicales, la mayor parte de ellos ubicables en la izquierda
política del mundo académico, una mezcla que puede identificarse en conjunto como
‘estudios culturales’. Por cierto, Gross y Levitt enfrentan decididamente los planteamientos
temáticos de la postura anti-ciencia, al igual que Sokal y Bricmont. Como se trata de un
nivel de debate con su propia lógica, le dedicaremos espacio un poco más adelante en este
artículo; por ahora, deseamos respetar el tratamiento transversal del núcleo de análisis hasta
aquí: la impostura intelectual y la caída de los estándares de calidad del trabajo académico.
Bross y Levitt escriben: “Muchos humanistas, muchos historiadores, una buena fracción de
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los sociólogos, un sorprendente número de filósofos -no saben virtualmente nada sobre la
física” (p. 127); sin embargo, ello no les exime de llevar y traer una variedad de
afirmaciones que se dan por hechos pero que no son más que generalizaciones vacías y
descontextualizadas. Por ejemplo, aquella tan recurrida de que la visión causal y
determinista de la naturaleza simplemente se ha evaporado; o aquella otra de que las
metáforas juegan un rol fundamental en la construcción de las matemáticas; en lo central, se
trata de autores incompetentes en materias científicas. Por ejemplo, Bruno Latour, de quien
Gross y Levitt afirman: “Su análisis...de la naturaleza matemática de las teorías científicas, y
la invocación de la matemática formal para expresarlas, es ingenuo y obtuso” (p.62). Un
fenómeno que se repite, pues, es la comisión de errores de amateurs, y el intento de hacer
pasar meros oropeles verbales como conocimiento matemático. Esta impostura va
acompañada, paradójicamente como hechos visto, de un virulento ataque a la ciencia
moderna, a la que se considera falocéntrica, y asociada a los mecanismos de la dominación
capitalista-racista-patriarcal; la alternativa es una actitud postmoderna (de la cual no hay
noticias) capaz de reiventar la ciencia y la teorización misma y, por cierto, subvertir el orden
social. Así, la crítica de la ciencia es un proyecto político. Sólo que, en muchos sentidos se
trata de una excusa. Gross y Levitt hacen ver la estrecha correlación entre un fuerte
compromiso político y un deficiente background científico (p.238). Lo decisivo es que el
argumento político procede a desautorizar de antemano el planteamiento opositor potencial
de los propios hombres de ciencia; como no son sino una comunidad comprensible por el
juego de los intereses que la mancomuna, sus opiniones no tienen valor cognitivo. Sólo que,
en tal caso, hay que probar que los proyectos políticos no se someten a la misma lógica
social. Lo que importa, en consecuencia, es que este socavamiento de la ciencia implica la
invitación a una política supersticiosa y fanática que, aplicada a las comunidades académicas
universitarias, amenazan con su destrucción ante todo porque eximen a quien quiera de
someterse a estándares comunes de seriedad intelectual.
Por su parte, en el libro que comentamos solo someramente, Mario Bunge desarrolla un
descarnado diagnóstico de la situación: “Desde hace tres décadas o algo así, muchas
universidades han sido infiltradas, aunque no tomadas todavía, por los enemigos del
aprendizaje, el rigor, y la evidencia empírica: aquellos que proclaman que no hay verdad
objetiva, que todo vale, aquellos que hacen pasar opiniones políticas por ciencia y se
comprometen en una erudición postiza. No se trata de pensadores heterodoxos originales;
ignoran o incluso desdeñan el pensamiento riguroso así como la experimentación. Ni son
Galileos incomprendidos, castigados por los poderes a causa de proponer osadas verdades y
métodos. Por el contrario, por estos días mucha baba y fraudes intelectuales están
obteniendo empleo, se les permite enseñar basura en nombre de la libertad académica, y ven
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publicados sus detestables escritos en revistas y editoriales universitarias. Además, muchos
de ellos han adquirido suficiente poder para censurar el estudio genuino. Han instalado un
caballo de Troya en la ciudadela academia con la intención de destruir desde dentro la
cultura auténtica” (1996, 96). Bunge distingue dos tipos de enemigos de la verdadera razón
de ser de una universidad: los anticientíficos (‘postmodernistas’) y los pseudocientíficos.
Entre los anticientíficos, Bunge identifica a quienes hacen gala de existencialistas,
fenomenólogos, sociólogos fenomenólogos, etnometodólogos y feministas radicales. A estas
últimas, les enrostra la falta de seriedad de sus tesis de que la razón y la experimentación, los
argumentos racionales y la contrastación empírica de las hipótesis, constituyan ‘armas de la
dominación masculina’. En lo que a impostura académica se refiere, Bunge indentifica como
tal el uso de simbolismo pseudomatemático, el probabilismo subjetivo, el manejo negligente
de la teoría del caos, el estilo de la sociología postmertoniana de la ciencia, el racismo
‘científico’ y la tecnología feminista. Concluye su ácida denuncia formulando una Carta de
los Derechos y Deberes de la Academia Intelectual; entre sus artículos se incluye siguiente:
“Todo cuerpo académico tiene el deber de adoptar los más rigurosos estándares conocidos
de estudio y conocimiento” (1996, 111).
El tema es otra vez la columna vertebral de un libro publicado en 1998 bajo el título de
“A House Built on Sand. Exposing Postmodernist Myths About Science”, editado por
Noretta Koertge, especialista en filosofía de la ciencia. Se trata de una publicación colectiva,
que incluye entre otros a los ya conocidos Sokal, Bricmont, Gross y Levitt. Convencida de
que la solidaridad política de corto plazo no puede sustituir a la integridad académica,
Koertge concibe esta antología como un esfuerzo destinado a elevar el nivel de la discusión
crítica, nivel que toda una literatura ha contribuído a debilitar: “..verdadero carnaval de
abordajes y metodologías en el que encontramos a feministas y marxistas de todo tipo,
etnometodólogos, desconstruccionistas, sociólogos del conocimiento y teóricos críticos..”
(1998, 3). El profesor de filosofía Philip Kitcher, uno de los colaboradores de esta
publicación, ironiza con la mezcla de referencias a la que nos habitúan los autores
postmodernistas: “ Hay nuevas modas anunciadas en la alta costura Gálica. Mezclemos algo
de Lacan, algo de Lyotard, rociemos con Deleuze. Juguemos con Derrida. Tengamos redes
del actor, cortes de práctica, superficies dialécticas emergentes, discursos multivocalizados,
poligénericos, postfaloegocéntricos, transcategorialmente sensitivos...Tengamos soluciones a
los problemas de la ciencia que nadie ha pensado plantear antes; en verdad olvidémonos
enteramente de la ciencia, desprivilegiemos los textos canónicos y revaloremos el
contexto..”(1998, 44).
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De nacionalidad australiana, fundador de la Asociación Australiana de Historia, Filosofía y Estudios
Sociales de la Ciencia, Stove falleció en 1994. Su competencia intelectual en materia de tradición filosófica,
su estilo crítico y su elaborada irreverencia le aseguran un lugar preeminente entre los pensadores polémicos
de la segunda mitad del siglo. Su libro El culto a Platón y otras locuras filosóficas es una pieza maestra del
género crítico.
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además una suerte de impunidad de la que los divulgadores de estas ideas hacen uso.
Seguramente, un caso absolutamente típico es el uso indiscriminado de la expresión
kuhniana de ‘paradigma’, indiscriminación a la que le tiene sin cuidado reparar en la
ambigüedad de su formulación inicial, reconocida por el propio Kuhn y puesta a la vista por
Masterman (Lakatos & Musgrave 1970).
Ante todo, el constructivismo social o cultural afirma que la ciencia es una narración
producida por una cultura particular, la occidental, así como hay otras narraciones
producidas en otras culturas. La pretensión de la ciencia occidental de ser conocimiento
superior acerca de la naturaleza y la realidad no se funda en nada sólido. Se trata,
principalmente, de convenciones acordadas por los hombres de ciencia como expresión de
sus intereses profesionales, políticos y sociales en general. El ‘conocimiento’ es la ideología
de los hombres de ciencia. En sus afirmaciones acerca de la realidad, la realidad misma no
interviene en absoluto. El conocimiento científico, más bien, manifiesta el carácter situado y
culturalmente determinado de sus productores. En consecuencia, y desde el punto de vista
cognitivo, la narración científica no es superior a otra cualquiera elaborada por otra cultura,
se trate del vudú, el budismo zen, la astrología o la mitología chilota. La ciencia es
fundamentalmente un hecho social, no un fenómeno cognitivo. Y es, además, un hecho cuyo
significado solo vale para las condiciones específicas bajo las cuales ha sido producido. No
existe ‘el’ conocimiento. Lo que hay son narraciones relativas a culturas determinadas.
Ninguna afirmación puede tener, en consecuencia, valor cognitivo (o de verdad)
transcultural, más allá de los límites de sus condiciones de surgimiento y producción.
Desplazado el concepto de verdad, el lugar es ocupado por el concepto de significado. La
versión más extrema de este planteamiento es el llamado ‘Programa Fuerte’ en sociología de
la ciencia, una ácida reacción contra la sociología de la ciencia de R. Merton y sus
seguidores, quienes, reconociendo la dimensión social e institucional de la ciencia, sostenían
la importancia central de su dimensión cognitiva; incluso más, sostuvieron el apego de los
hombres de ciencia a valores como el universalismo, el carácter público y disponible del
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saber científico y el escepticismo organizado, conformando un ‘ethos’ peculiar, distinto de
cualquier otra institución. Rechazando los planteamientos de Merton, los sociólogos del
programa fuerte dan al conocimiento científico el carácter de una construcción social en la
que no juegan un papel relevante ni la racionalidad, ni la crítica, ni la contrastación con la
realidad. De hecho, la realidad misma es una invención, un constructo generado por la
operación de eludir las variables sociales.
Aunque el programa fuerte pretende ser una ‘ciencia’ de la ciencia, esto es una narración
superior, ello conduce a una contradicción en los términos. En efecto, ¿cómo puede una
narración particular autoconsiderarse superior a otra? ¿Cómo puede una narración pretender
tener la explicación sobre otra narración? Si ello no es así, el programa fuerte escapa a la
condición de narración. ¿Qué es entonces? ¿Acaso la meta-narración de todas las
narraciones particulares? ¿Por qué habríamos de creerle a una narración más que a otra? Si
así fuera, entonces hay un tipo de criterio que es superior a las narraciones particulares y que
permite leerlas desde fuera. Si aceptamos esto, entonces es la debacle del constructivismo. Si
no lo aceptamos, el constructivismo es sólo una narración entre otras , ni mejor ni peor. Y en
el caso de la sociología de la ciencia en versión fuerte, su pretensión de ser ‘la ciencia de la
ciencia’ no pasa de ser una ocurrencia arbitraria y antojadiza. Y no hay modo de impedir
esta otra debacle. En cualquier de ambos casos, se trata de un fraude. ¿Y que es esta
pretensión sino, también, otra expresión más de esas posturas radicales que aseguran
constituir la palabra final y que florecen cada cierto tiempo en la escena filosófica,
sosteniendo la inutilidad de todo el conocimiento anterior y proclamando el nuevo
‘organon’, la explicación universal definitiva? A esta tentación cedieron en su tiempo la
escolástica medieval, la nueva lógica baconiana, el cartesianismo, el positivismo lógico y el
heideggerianismo, entre otras tendencias de omnipotencia autoproclamada6. El filósofo
australiano David Stove enfrenta la pretensión autoreferencial del constructivismo y de la
sociología de la ciencia en los siguientes términos: “Los autodenominados ‘sociólogos del
conocimiento’ son gente que ha tenido tal éxito en trascender las limitaciones cognitivas de
su propia ‘situación de clase’ como para estar en posición de informar al resto de nosotros
que nadie puede nunca trascender las limitaciones de su situación de clase” (1991, 62). Sokal
ha puesto esto también a la vista; su argumento es que, en los hechos, pese a la tesis de la
equivalencia cognitiva de todas las narraciones y del sin fundamento de la petición de status
privilegiado para cualquier de ellas, los sociólogos de la ciencia pretenden que su
comprensión del conocimiento y la cognición es superior, por ejemplo, a la de los
racionalistas o de los positivistas a los que critican. Para ser atendida, la narración de los
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A estas tentaciones les viene como anillo al dedo la célebre admonición hegeliana; “Se da, es verdad, el
caso de que aparezca, a veces, una nueva filosofía afirmando que todas las demás no valen nada; y, en el
fondo, toda filosofía surge con la pretensión, no sólo de refutar a las que la preceden, sino también de corregir
sus faltas y de haber descubierto, por fin, la verdad. Pero la experiencia anterior indica más bien que a estas
filosofías les son aplicables otras palabras del evangelio, las que el apóstol Pedro le dice a Safira, mujer de
Ananías: “Los pies de quienes han de sacarte de aquí están ya a la puerta”. La filosofía que ha de refutar y
desplazar a la tuya no tardará en presentarse, lo mismo que les ha ocurrido a las otras”(1955, 22-23). En tono
sarcástico, le viene igualmente a la mismísima filosofía hegeliana, por cierto.
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sociólogos de la ciencia en su versión fuerte con respecto a la ciencia debe pretender
superioridad. Si no la tiene, entonces no hay que dedicarles más atención; pero, si la tiene,
entonces caen en la misma pretensión que critican. Y hay todavía otra implicación de la
postura de los sociólogos de la ciencia en su versión fuerte que es necesario enfrentar: si la
comprensión efectiva y superior de lo que la ciencia es sólo puede provenir de la sociología
-como, de hecho, se pretende- eso significa, lisa y llanamente, convertir a esta disciplina en
la suma del saber, en la ciencia de las ciencias. A Karl Popper esto le pareció del todo
disparatado; hasta el más mínimo sentido de las proporciones invita a pensar que la
sociología no tiene ni el peso específico disciplinario, ni la capacidad predictiva, ni las
elaboraciones teóricas, de cualquiera de las ciencias físicas, biológicas y matemáticas que el
programa fuerte pretende explicar (Popper 1970). Se trata de un monismo epistemológico
difícil de sustentar, una versión alegre de aquella otra , de corte positivista, que creía poder
reducir todas las ciencias al modelo de la física. Larry Laudan se ha expresado en los
mismos términos al respecto al afirmar que la ciencia es un proceso multifacético y que, por
tanto, puede ser estudiado desde distintos puntos de vista. Lo contrario sería inadmisible:
“Argumentar que porque la ciencia es una actividad social debiéramos ver a la sociología
como la herramienta primaria para su investigación, es como argumentar que dado que la
sífilis es una enfermedad social sólo o principalmente el sociólogo puede tener un
conocimiento científico de ella” (1996, 202).
Enfoque Realista-Racionalista:
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Hegel denomina ‘entendimiento reflexivo’ al estilo de pensamiento que se caracteriza por establecer
antítesis y que se ve llevado por ellas a dilemas insalvables. Ver Hegel 1956, particularmente la Introducción.
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Similar planteamiento es seguido por el español Carlos Solís, reconociendo la necesidad de atender
tanto a los abordajes en términos de razones como a los abordajes en términos de intereses (Solís 1994, 91).
Merton, distinguía entre la identidad cognitiva de una disciplina y su identidad social (1977, 5); otras veces,
se refiere a lo mismo con los conceptos de estructura cognitiva y estructura social (1977, 21).
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5. Estos cánones de razón y evidencia también progresan con el tiempo, tal como lo
descubrimos no sólo más acerca del mundo sino también acerca de cómo aprendemos acerca
del mundo.
Enfoque Socio-Histórico:
1’. La ciencia es hecha por seres humanos, o sea, por seres cognitivamente limitados que
viven en grupos sociales de complicadas estructuras y largas historias.
2’. Ningún científico llega al laboratorio o a terreno sin categorías y preconcepciones que
han sido formadas por la historia previa del grupo al que él o ella pertenecen.
3’. Las estructuras sociales presentes en la ciencia afectan los modos cómo la
investigación es transmitida y recibida, y esto puede tener un impacto en los debates
intrateóricos.
4’. Las estructuras sociales en las que la ciencia está incorporada afectan los tipos de
cuestiones que se consideran más significativas y, a veces, las respuestas que se proponen y
aceptan.
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que sabemos de esta condición de la Tierra en movimiento; lo que no puede sostenerse
seriamente es que antes de Copérnico la Tierra no se movía. Ciertamente, no lo sabíamos,
pero se movía. En consecuencia, Copérnico no ha construido una Tierra en movimiento. Y,
por cierto, desde el punto de vista de los contenidos de las afirmaciones científicas, no puede
argumentarse seriamente que Ptolomeo y Copérnico constituyan narraciones con idéntico
valor cognitivo y que el movimiento de la Tierra sea una convención acordada por los
hombres de ciencia en el laboratorio. Sokal y Bricmont preguntan: “¿No es ‘realmente
racional’ creer que la Tierra es (aproximadamente) redonda, al menos para aquellos que
tienen acceso a los aviones y a las fotos satelitales? ¿Es meramente una creencia
‘localmente’ aceptada?” (1998, 88-9).
21
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ENSAYO
Miguel de Asúa
24
Ce defaut est celui des esprits cultivés, mais stériles; ils ont des mots en abondance, point
d’idées; ils travaillent donc sur les mots, et s’imagjnent avoir combiné des idées parce qu’ils
ont arrangé desphrases, et avoir épuré le langage quand ils l’ont corrompu en détournant les
acceptions.
Este defecto es propio de los espíritus cultivados pero estériles; ellos tienen palabras en
abundancia, pero no ideas: ellos trabajan, pues, con palabras y se imaginan haber combinado ideas
cuando han ordenado frases y haber depurado el lenguaje cuando lo han corrompido alterando las
acepciones.
¿Esto es
otro embeleco francés?
Este Bergson es un tuno;
¿verdad, maestro Unamuno?
Antonio Machado,
“Poema de un día”
¡Marianne había sido injuriada por un yankee! Las noticias del escándalo me llegaron por
los buenos oficios de varios amigos. Y gracias a Pablo, gentil Mercurio, tuvimos el “panfleto
llegado de América” [a París] en el Comité editorial de Ciencia Hoy a la semana de su
aparición en la Ciudad Luz. ¿Qué pasó? Alan Sokal, el físico norteamericano que alcanzó
notoriedad por su broma pesada contra el establishment deconstruccionista y posmoderno de
los campuses norteamericanos (ver “Experimento peligroso”, en Ciencia Hoy, 36:12-15,
1996), ahora se agenció un compinche belga para arrojar, junto con él, una bomba de
estruendosa crítica científica a las barbas de los mismísimos mandarines literarios de la rive
gauche. ¿Presenciamos la inauguración de una nueva querelle des sciences et des lettres?,
25
¿las protestas de la razón científica ante la ola irracionalista que parece sumergir el fin del
milenio?, ¿un episodio de oportunismo editorial?, ¿la expresión de una pelea por recursos
universitarios cada vez más escasos?, ¿un cisma dentro de la proclamada crisis de la
izquierda? Quizás, haya un poco de todo esto y de algo más. Pero empecemos por partes.
Alan Sokal (profesor de física de la New York University) y Jean Bricmont (profesor de
física teórica de la Université de Louvain), acaban de publicar un libro que ostenta un
desafiante título: Impostures intellectuelles (Paris, Editions Odile Jacob, octubre de 1997).
¿Quiénes son los “impostores”? Bueno, los autores franceses que, al menos en los
Estados Unidos y en otros países, reciben el título de “posmodernos”.
Resulta que un gran número de estos escritores utilizan en su discurso concepto y/o
términos científicos que pertenecen a los campos más novedosos o rutilantes de la ciencia o
que lindan con cuestiones de fundamentación teórica: la teoría de conjuntos y la lógica
matemática (en particular, el teorema de Gödel), la topología, la relatividad, la mecánica
cuántica, la teoría del caos, los fractales. Sokal y Bricmont declaran que aspiran a mostrar
cómo estos pensadores “posmodernos”:
a) hablan de teorías científicas de las que sólo poseen una vaga idea,
26
b) importan a las ciencias humanas nociones de las ciencias exactas sin justificación
empírica,
c) exhiben una erudición superficial para abrumar e impresionar al lector con términos
científicos,
En síntesis, Sokal y Bricmont se ven a sí mismos como los que desenmascaran la mentira
de los filósofos posmodernos y gritan a voz de cuello que “el rey está desnudo”, para así
“dar coraje a los que trabajan seriamente en estos dominios [ciencias humanas y filosofía]
criticando los ejemplos manifiestos de charlatanismo” (Bricmont y Sokal, “Que se passe-t-
il?”, Libération, 18 de octubre de 1997). Pero esto no es todo. Como los autores no se cansan
de repetir, su blanco es doble. El segundo objetivo es lo que ellos llaman el “relativismo
cognitivo”, que constituye un ingrediente epistemológico esencial de gran parte del discurso
generado en los programas de cultural studies y de sciences studies de las universidades
norteamericanas.
Lo más sustantivo del libro son los capítulos dedicados a cada uno de los autores
elegidos: el psicoanalista Jacques Lacan, la teórica de la literatura Julia Kristeva (que se
ocupó asimismo del psicoanálisis y de la teoría política), la crítica feminista Luce Irigaray
(que escribió sobre psicoanálisis, filosofía de la ciencia y lingüística), el sociólogo de la
ciencia Bruno Latour, el sociólogo y filósofo Jean Baudrillard, el filósofo Gilles Deleuze y el
psicoanalista Félix Guattari (que colaboraron en varias obras de gran difusión), y el teórico
de la técnica y las comunicaciones Paul Virilio. Ocasionalmente, a pie de página, aparecen
otros nombres de la constelación parisina, como el filósofo François Lyotard o el historiador
y filósofo de la ciencia Michel Serres. En cada capítulo, Sokal y Bricmont seleccionan un
número de textos del autor correspondiente y los someten a una crítica minuciosa, desde el
punto de vista de la significación y del uso adecuado (o no) de los términos y conceptos
científicos que en ellos aparecen –algo que podría titularse “análisis del discurso efectuado
por un científico” –. Así, desfilan en las páginas de Impostures intellectuelles la topología y
la lógica matemática de Lacan; la aplicación del axioma de elección y la hipótesis del
27
continuo al análisis del discurso poético efectuada por Kristeva; la incorporación de los
atractores extraños y los espacios no euclidianos en una reflexión sobre la historia debida a
Baudrillard; la proliferación logorreica de neologismos pseudocientíficos como
“teletopología” o “espacio dromosférico” en los libros de Paul Virilio; el uso (y abuso) de la
geometría de Riemann y la mecánica cuántica por Deleuze y Guattari; la condena de la
mecánica de fluidos como ciencia masculina en Irigaray; la caracterización de Lyotard de
una cierta “ciencia posmoderna” (constituída –según se nos dice– por la geometria fractal, la
teoría de catástrofes, el teorema de Gödel, la indeterminación cuántica y otros desarrollos
científicos novedosos y seductores).
Sokal y Bricmont acusan a los “posmodernos” no sólo de utilizar términos científicos sin
preocuparse por su significado, de emplear en sus textos analogías científicas no justificadas,
de cometer errores matemáticos o de utilizar palabras técnicas para impresionar al auditorio,
sino también de escribir sobre la base de frases absurdas y de hablar sin saber qué se está
diciendo (lo cual va más allá de cuestiones científicas en sentido estricto).
El libro incluye dos intermezzos de distinto peso: uno, muy significativo (y discutible,
como veremos) sobre el relativismo cognitivo en filosofía de la ciencia y otro, más
ocasional, sobre el abuso del teorema de Gödel y la teoría de conjuntos (considerando en
particular la obra del reciclado Régis Debray, Critique de la raison politique, de 1981). La
serie de capítulos se cierra con el dedicado a la conocida polémica sobre la relatividad entre
el filósofo Henri Bergson y Albert Einstein. Sokal y Bricmont defienden la tesis de que uno
de los orígenes de los abusos de los términos científicos por los filósofos debería buscarse en
las confusiones sobre la relatividad que Bergson propagó en su libro Durée et simultanéité
(1922).
El epílogo sintetiza las principales acusaciones que los autores de Impostures levantan
contra los “posmos”: deleite en el discurso oscuro, subjetivismo, escepticismo, relativismo
cognitivo y preferir el lenguaje a los hechos referidos por este.
La primera parte del apéndice contiene una versión francesa del artículo “Transgressing
the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”, que Sokal
envió y logró publicar en SociaI Text y el cual constituye una parodia de los artículos de
aquellos “lit. crits.” (Iiterary critics) que abusan de la jerga científica vacía de contenido. La
segunda parte del apéndice explica cada uno de los “trucos” utilizados para engañar a los
editores del Social Text, quienes (según piensa Sokal) se habrían sentido halagados por el
hecho de que un científico “duro” se hubiese sumado a su empresa intelectual.
28
El libro incluye dos intermezzos de distinto peso: uno, muy significativo (y discutible,
como veremos) sobre el relativismo cognitivo en filosofía de la ciencia, y otro, más
ocasional, sobre el abuso del teorema de Gödel y la teoría de conjuntos.
Sí, pero...
Este libro es, en realidad, dos libros. El primero de ellos critica el empleo de términos y
nociones científicas en lo que los autores llaman el discurso “posmoderno”. El segundo es
un análisis de lo que Sokal y Bricmont denominan “relativismo cognitivo”. Ellos reconocen
que estas son dos líneas diferentes, aunque las suponen ligadas y afirman que se “refuerzan
mutuamente” (p. 206) -lo cual es cierto sólo en parte-. La fusión de estas dos empresas de
crítica analítica podría, si se quiere, estar justificada pragmáticamente por el hecho de que el
verdadero blanco del libro es el medio universitario norteamericano, único donde convergen
los resultados de la filosofía francesa contemporánea (cultivada en departamentos de
literatura y humanidades) y una interpretación relativista de la ciencia (cultivada en muchos
programas de estudios de la ciencia), de un modo muy peculiar y reconocible en cierta
retórica caracterizable como sincrética, exhuberante, agresiva, minuciosa y acumuladora de
citas procedentes de campos del saber muy alejados entre sí. Pero entonces, ¿por qué se
publica el libro en París? Aceptamos que lo que los autores llaman “la actitud desenvuelta
respecto del discurso científico” (p. 206) y el relativismo cognitivo son dos ingredientes del
complejo retórico-conceptual-institucional propio de las universidades norteamericanas que
Sokal tiene en mente. Pero esto no debería hacernos perder de vista el hecho de que se trata
de cosas que pertenecen a órdenes diferentes. La primera es más bien una cuestión de un
discurso particular (el de los mandarines parisinos y sus turiferarios); la segunda toca
algunos de los problemas más complejos que viene tratando la filosofía desde la antigüedad.
Aunque a cada rato los autores se muestran como físicos curiosos, en realidad, van
bastante más allá de lo que declaran ir. De hecho, en varias ocasiones actúan como
científicos sociales. Sin ir muy lejos, no sólo el epilogo del libro propone líneas
metodológicas para un diálogo verdadero entre las dos culturas” (pp. 186-192) –bastante
lógicas–, sino que Sokal y Bricmont se dedican a especular “¿Cómo se llega a este estado de
cosas?” (pp. 192-197) o resuelven (a su satisfacción) el problema de por qué la izquierda se
volvió irracionalista (pp. 198-204). Más aún y como vimos, todo el capítulo 11 defiende la
idea de que una de la raíces del abuso de la terminología científica por parte de los filósofos
estaría en Bergson. El tono ligero de la argumentación no da demasiado pie para el análisis
menudo y los autores se atajan subrayando su carácter provisorio y conjetural.
29
Pero no por eso pierde uno el derecho a preguntarse qué quiere decir exactamente “el
olvido de lo empírico” o como es que el “cientismo en ciencias humanas” y (a la vez,
parece) “la formación filosófico-literaria tradicional” pudieron provocar el posmodernismo y
el relativismo cultural (pp. 192-197).
Pascal Bruckner, quien asume la defensa de Baudrillard, argumenta que existiría una
cultura anglosajona “del hecho y la información” y una cultura francesa “de la interpretación
y del estilo” cuyo modo de expresión natural sería el ensayo, rico en sugestiones (no
sabemos si esto es cierto, pero nos permitimos dudar de que a los eruditos franceses, que
están editando los textos de las tablillas de la biblioteca de Mari, los haga demasiado felices
ser llamados “ensayistas”).
Entre las respuestas a Impostures intellectuelles, la más articulada parece haber sido la
del físico Jean-Marc Lévy-Blond, profesor de Niza, quien argumenta sobre la base del
carácter metafórico de los términos científicos utilizados por los “posmos” (ver Lévy-Blond,
“La paille des philosophes et la poutre des physiciens”, La recherche de noviembre y la
respuesta de Sokal, “Du bon usage des métaphores”, idem). Lévy-Blond también trae a
colación varios casos de físicos que afirmaron muy sueltos de cuerpo barbaridades
filosóficas, manifestando así una creencia en la hegemonía metodológica y epistemológica
32
de la física a la vez que un supino desconocimiento de otras áreas del saber humano. Sokal y
Bricmont, en su libro, admiten que “los problemas tratados por las ciencias humanas son
enteramente complejos” (p. 194) y afirman que, aunque alguna vez se reduzca el estudio de
lo humano a las bases biológicas de nuestro comportamiento, eso no quiere decir que estas
pierdan independencia, como no la perdió la química cuando fue reducida a la teoría
cuántica (p. 187). Estas afirmaciones -dejando de lado a) su tono implícitamente paternalista
y b) el problema, filosóficamente no trivial, de cuán reducida está la química a la cuántica-
pueden (o no) ser consistentes con la innegable simpatía con que los autores citan a menudo
los argumentos (muy discutidos) del destacado científico Steven Weinberg, popularizados en
el capitulo 2 de Dreams of a Final Theory (New York, Pantheon, 1992), a favor de un
reduccionismo fisicalista que Sokal califica como “sofisticado” (ver Sokal, “Du bon usage
des métaphores”; ver asimismo S. Weinberg, “Sokal’s Hoax”, The New York Review of
Books, 8 de agosto, 1996, vol. 43, n° 6 y las respuestas del distinguido historiador de la
física de Princeton Norton Wise y de Michael Holquist y Robert Shuman, profesores de
literatura comparada y de biofísica y bioquímica molecular de Yale, New York Review of
Books, 3 de octubre de 1996, vol. 43, n° 5; ver también el meduloso y extenso artículo en
defensa de los estudios de historia, filosofía y sociología de la ciencia dentro de un marco de
racionalidad, de Philip Kitcher en La recherche, citado más arriba).
Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias humanas abogamos con energía a favor
de la racionalidad, el rigor y la transparencia discursivas, en la creencia de que existe la
realidad y que el mundo es, en principio, inteligible. Pero, por supuesto, no estaríamos
dispuestos a restringir dicha racionalidad a la de las matemáticas ni consideramos
suficientemente fundamentados o dignos de demasiada atención los intentos de
reduccionismo fisicalista.
Algunas reflexiones
33
puede ser legítimo en algunos aspectos de la experiencia humana (la poesía o la literatura
mística), pero decididamente no lo es en el ámbito de las ciencias humanas y sociales.
Cualquiera que haya tenido que transitar el desierto de palabras huecas del discurso
“posmo” y soportar la retórica manipuladora y soberbia de sus autores, agradecerá a
Sokal y Bricmont por haber efectuado un trabajo saludable y necesario.
Pero detrás del sutil asunto del discurso está el asimismo complejo y delicado tema de la
racionalidad. Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias humanas abogamos con
energía a favor de la racionalidad, el rigor y la transparencia discursivas, en la creencia de
que existe la realidad y de que el mundo es, en principio, inteligible. Pero, por supuesto, no
estaríamos dispuestos a restringir dicha racionalidad a la de las matemáticas ni consideramos
suficientemente fundamentados o dignos de demasiada atención los intentos de
reduccionismo fisicalista. Ahora bien, no está del todo claro dónde están parados los autores
en este asunto.
Francia fue una de las cunas de los instrumentos del trabajo erudito y del método
histórico-critico, y el cultivo de las “humanidades duras” continúa floreciendo en dicho país
hoy tanto como en los siglos pasados.
Hay un punto que no aparece en el libro, pero que si es tema central de dos artículos de
Sokal en los cuales declara que su preocupación es “explícitamente política” (Sokal,
“Transgressing the Boundaries: An Afterword”, Philosophy and Literature 20 (2): 338-346,
octubre de 1996) y que las cuestiones de verdad, razón y objetividad son “cruciales para el
futuro de la izquierda” (Bricmont y Sokal, “What is the Fuss all about?”, Times Literarv
Supplement, del 17 de octubre de 1997). Es importante tener esto en cuenta para no perder
de vista el origen de la discusión, la cual -según dice su autor- fue motivada por su
preocupación porque el discurso progresista norteamericano habría asumido como
34
fundamento argumentos irracionales que, posteriormente, atentarían contra su propia
capacidad de reinvindicación.
Esto podría ayudar a explicar, además, por qué Sokal eligió concentrarse, en el libro,
sobre la difusión del discurso parisino entre la elites universitarias liberales (en el sentido
norteamericano del término) y dejó de lado otro fenómeno más masivo y de mucha mayor
significación social, como es el de la New Age, con su particular blend de ciencia y
pseudociencia y un curioso poder de convocatoria en vastos sectores de la sociedad y hasta
en algunos ambientes científicos.
Pero, por lo menos en un caso (Latour) su análisis se restringió a señalar los errores
científicos de un artículo en particular. A menos que uno desee correr el riesgo de asumir
que la lectura de algunos fragmentos textuales con errores puede sustituir el conocimiento in
extenso de las obras (y no creo que ningún humanista serio vaya a estar de acuerdo con este
pecado de esa scholarship), habría que ser cauteloso con lo que es lícito (o ilícito) inferir de
la empresa sokaliana. Es cierto que la “topología lacaniana” se aproxima asintóticamente a la
charlatanería y que su discurso, en ocasiones, es asimilable a los delirios sistematizados que
el mismo Lacan estudia; también es cierto que, buscando con paciencia, uno puede encontrar
en sus textos brillantes intuiciones de psicopatología. Las ideas de Latour y del “programa
de Edimburgo” merecen análisis y consideración, independientemente del juicio final que se
pueda emitir sobre ellas. Lo mismo puede decirse, a fortiori, de la obra filosófica de Derrida
o de Foucault, quienes han signado, para bien o para mal, gran parte del pensamiento de la
35
segunda mitad de nuestro siglo –Sokal y Bricmont no incluyen a estos dos filósofos, pero
consideran al último de ellos como el “cheerleader” de los autores que caen bajo la crítica
(ver Bricmont y Sokal, “What is the Fuss all about?”, citado más arriba) –. Separar la paja
del trigo es trabajo árido, pero quizás no podamos ahorrárnoslo. Reducir una obra a sus
defectos es como juzgar una vida por sus equivocaciones. Sokal recuerda –para justificar su
procedimiento (pp. 16-17) – que Bertrand Russell dejó de leer a Hegel cuando se dio cuenta
de los errores matemáticos de este. El argumento es bueno, pero cuestionable: Russell
afirma, en uno de sus muchos libros, que “la filosofía debería darnos a conocer el fin de la
vida” y, en el mismo párrafo, que “la filosofía no puede, por sí misma, darnos a conocer el
fin de la vida” (An Outline of Philosophy, Londres, Allen and Unwin, 1927, p. 312).
¿Dejaríamos por eso a este autor fundamental? Más aún, si fuéramos a juzgar a los
científicos por la profundidad o pertinencia de sus enunciados filosóficos, temo que
leeríamos muy poca ciencia. Y aunque la dimensión de este problema no sea tan grave como
la que Sokal y Bricmont acaban de revelar, tampoco es insignificante.
Otra cuestión es la ya señalada, respecto de la doble intención del libro. Este doble frente
de ataque es causa de que caigan en la misma bolsa una serie de autores que tienen poco en
común, excepto servir como citas bibliográficas a los “posmos” norteamericanos. Si el
affaire Sokal sigue el camino del exceso (esperemos que no), no seria raro que algunos
comenzasen a ver asomar sobre el horizonte de la academia universal de fin de siglo una
amenazante hidra textual, sobre cuyas múltiples cabezas (la solipsista, la deconstructivista, la
relativista, la posmodernista, la convencionalista, la posestructuralista, la irracionalista, la
construccionista social y la próxima “ (x)-ista” que surja a la orilla del Sena) los Robespierre
de la razón descargarán su ira justiciera, sin jamás terminar de aniquilarla. Crear monstruos
mediante el procedimiento de unir partes aisladas de animales conocidos es un proceso que
se emparenta más con la imaginación medieval (o con la propaganda fundamentalista) que
con el análisis de las ideas -debe quedar bien claro que no estoy afirmando que Sokal y
Bricmont hayan tenido estas intenciones, sino especulando sobre cómo sus posturas podrían
llegar a ser desfiguradas-.
O sea, un complejo de problemas sobre los cuales cada uno de nosotros puede sentirse
tentado a autoconsiderarse el “dueño” del tema. Hay que resistir esa vana ilusión con fervor.
Piénsese lo que se piense de Sokal y de su amigo belga, no es poco mérito el habernos
36
abierto los posibles caminos de un debate que hasta ahora había permanecido cerrado.
Espero que estos comentarios no hayan traicionado demasiado el espíritu de la convocatoria.
Agradecimientos: a Gerardo, Lilia, Marcelo, Pencha y Pablo, quienes contribuyeron con bibliografía para
este ensayo.
Experimento peligroso
MIGUEL DE ASÚA
Los ojitos irónicos de Ernan McMullin brillaban como nunca en la semipenumbra del
Faculty Club de Notre Dame mientras me contaba, con su musical pronunciación hibérnica,
los ecos del escándalo que acababa de sacudir al mundo académico norteamericano. A la
semana de regresar a Buenos Aires, me encontré con un artículo periodístico de Mario
Bunge, que hacía alusión al episodio (Clarín, domingo 7 de julio). Dado que el asunto es
uno de esos que, una vez oídos, invitan a que se los difunda y comente, y no me siento con
fuerzas para resistir la tentación, aquí va la historia.
La revista Social Text, editada por Duke University Press, dedicó el número de
primavera/verano de este año (volumen 14, números 46/47 ‘Science Wers’) a los estudios
sociales y culturales de la ciencia. El físico Alan Sokal, de la New York University, había
enviado para su publicación (y la revista aceptado publicar) un artículo denominado
‘Transgressing the Boundaries. Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum
Gravity’ (pp. 217-251 del citado número). La revista es un exponente representativo del
movimiento de los cultural studies. La tesis del artículo es que la ciencia de fines del siglo
XX (que el autor llama ciencia postmoderna) finalmente ha superado el paradigma
cartesiano-newtoniano, demostrado que la realidad física es una construcción social y
lingüística, que el conocimiento científico es un mero reflejo de las ideologías dominantes y
de las relaciones de poder inherentes a la cultura que lo produce y que el discurso científico
no puede aspirar a una posición epistemológica privilegiada respecto de los saberes de las
comunidades marginales. El argumento se centra en el desarrollo de las teorías de gravedad
cuántica y se desenvuelve en varias etapas.
37
Albert Sokal
Hasta aquí vamos bien –o, al menos, así creían haberlo entendido los editores de Social
Text –, Porque resulta que el paper de Sokal fue escrito en broma. A poco de salir
‘Transgressing the Boundaries’, su autor publicó en la revista Lingua Franca (órgano que se
ocupa de difundir chismes, criticas y novedades entre los profesores de humanidades y
ciencias sociales de los EE.UU.) otro artículo en el cual dio cuenta de su monumental y nada
inocente ‘cargada’ (‘Experiment with Cultural Studies’, Lingua Franca, 6, 4.62-64).
Confesándose un mero físico, Sokal se preguntó cómo es posible que los editores de Social
Text no hayan advertido la parodia. A continuación va explicando detalladamente todas las
falacias argumentativas que usó, la obvia falta de seriedad en el manejo de conceptos físicos
y matemáticos y las homologías disparatas (por ejemplo, que el axioma de equivalencia de la
teoría de conjuntos es análogo a las tesis feministas). Luego explica que su preocupación por
la proliferación de los enfoques subjetivistas, a la vez intelectual y política, se funda en que –
en su opinión– hay un mundo real cuyas propiedades no son construcciones sociales (p. 62).
La indignación del autor con publicaciones como Social Text proviene de su compromiso
político (fue profesor de matemáticas en la Universidad Nacional de Nicaragua durante el
gobierno sandinista). ¿Cómo puede ser –se pregunta– que la izquierda, que tradicionalmente
combatía el oscurantismo del lado de la ciencia, se comprometa ahora con el relativismo
epistemológico, que barre con las débiles esperanzas de una critica social progresista? Al
final, Sokal mete el dedo en lo más profundo de la llaga: ¿cómo es posible que los editores
hayan encontrado sus argumentos científicos convincentes y no se hayan preocupado por
someterlos al arbitraje de un ‘experto’? ¿será porque las conclusiones les eran agradables?
¿o porque, aunque críticos de ellas, miran con disimulada reverencia los misteriosos
símbolos de las ciencias duras y saltan de alegría cuando un representante de estas cruza las
fronteras y viene en su auxilio?’. Con el orgullo de haber tenido el coraje de gritar que el
emperador está desnudo, Sokal finalmente se pregunta: ¿por qué el autocomplaciente
sinsentido –cualquiera sea su orientación política– habrán de ser alabados como la cima del
logro intelectual? (p, 6d).
39
El fraude (o la hazaña) de Sokal tuvo inmediata repercusión. El New York Times le
dedicó un artículo en primera plana (mayo 18), seguido, tres días después, por una nota (Op-
Ed) de Stanley Fish, profesor de literatura y derecho en Duke, conocido portavoz del
political correctness y director ejecutivo de la editorial de esa universidad (que publica
Social Text). Fish defendió a la revista y acusó a Sokal de fraude y trampa intencional, y
afirmó, entre otras cosas, que las categorías conceptuales fundamentales –entre ellas la
misma existencia– se vuelven problemas relativizados por la ‘Teoría’. EI 23 de mayo, el
diario publicó ocho carillas de lectores sobre e asunto, cinco que defendían a Sokal y
criticaban a Fish, dos a favor de este último y una contemporizadora. El domingo 26 de
mayo, el diario sacó un tercer artículo, firmado por Edward Rothstein, a favor del acusado.
La revista Newsweek de 3 de junio también dedicó un articulo al terna (S. Begley y A.
Rogers, ‘Morphogenic Field Day’, p. 2.6), con una cita del matemático Norman Leavitt, de
Rutgers, quien afirma que ‘... la izquierda se ha perdido a sí misma en un montón de teorías
inconsistentes y mala filosofía. El campo de los estudios de la ciencia no es el único en el
que ello ocurre, pero es el elegido con predilección por aquellos que quieren pasar por
tontos’.
¿Cuál es e contexto teórico de estas violentas ‘guerras científicas’. Sin duda, se trata de
un enfrentamiento entre una concepción relativista del conocimiento científico para la cual la
realidad es una construcción social dependiente de los grupos de poder en cada cultura y a
comprensión de la ciencia que suelen tener los científicos, quienes tienden a pensar que
existe una realidad y que la ciencia proporciona una imagen más o menos adecuada de ella.
Desenmarañar los componentes de la producción intelectual que florece en los
departamentos norteamericanos de literatura, historia, sociología, estudios culturales, estudio
de género y estudios de la ciencia no es tarea fácil; haremos, sin embargo, el intento, pero
admitimos desde ya que nuestras caracterizaciones simplifican y no hacen justicia a la
complejidad del asunto. En primer lugar está el deconstruccionismo, un enfoque vinculado
con la crítica y la teoría literarias, que reconoce sus fuentes en filósofos como Jacques
Derrida y Paul de Man; argumenta que el texto es una fuente inagotable de interpretaciones,
producidas por el propio lector, y que a empresa de encontrar un ‘sentido’ está condenada de
antemano al fracaso, pues el discurso no se refiere sino a sí mismo o a otros discursos. Una
perspectiva complementaria es la del ya bien conocido estructuralismo francés, representado
por autores como Louis Althusser y Michel Foucault, para quienes el sentido de los términos
del discurso proviene de la estructura global de este y no de su referencia a algo ajeno a la
estructura sintáctica. En tercer lugar, hay que mencionar a los teóricos de la postmodernidad,
como Jean-Franpois Lyotard o J. Baudrillard, quienes describen, en términos de crítica
cultural, la superación en este fin de siglo de la edad moderna y de uno de sus ingredientes
fundamentales, la ciencia moderna. En los EE.UU., estos estudios se asocian muchas veces
con las reflexiones del filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, sin duda uno de los
más importantes pensadores de nuestro siglo, y con la hermenéutica de otro importante
filósofo alemán, Hans-Georg Gadamer, y dan lugar a la denominada teoría critica (los
alemanes no acostumbran mezclarse con los deconstruccionistas franceses y dejan el
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ejercicio de unir las dos orillas del Rin a los norteamericanos). Los críticos culturales
asentados en los departamentos de cultural studies, dialogan muy bien con Richard Rorty,
uno de los filósofos norteamericanos más significativos del momento, cuya posición,
conocida como pragmaticismo hermenéutico, es una interpretación del pragmaticismo
norteamericano en términos de relativismo multicultural. Otro de los autores más estudiados
y citados a este respecto es el bien conocido psicoanalista Jacques Lacan, de amplia difusión
en Buenos Aires. Entre los historiadores, el líder del relativismo es Hayden White, quien –
dicho muy esquemáticamente– afirma que la historia es una narración sin mayor valor
testimonial, apenas distinguible de la de cualquier otro estilo literario. En cuanto a la ciencia,
la crítica proviene de varios lugares, más o menos asociados a los desarrollos de la ‘Teoría’.
Los partidarios de la sociología del conocimiento científico y la mayor parte de los
representantes de los estudios sociales de la ciencia, cuyos autores más originales son
ingleses y franceses, defienden una interpretación del conocimiento científico denominada
constructivismo, es decir, la idea de que este es una construcción, un resultado más o menos
inmediato de la sociedad o de las distintas comunidades científicas (según, respectivamente,
se adopte un punto de vista macro o micro) y no tiene mayor sentido hablar de objetividad
de la ciencia, pues esta está herida de un incurable relativismo. El constructivismo debe
diferenciarse del empirismo constructivista, una importante corriente de la filosofía de la
ciencia, que concibe a las teorías como aparatos simbólicos de predicción, sin mayor valor
para proporcionar una imagen del mundo, pero que no toma en cuenta las dimensiones
sociales en la generación de teorías. Entre los estudios de crítica de la ciencia es muy fuerte,
asimismo, la impronta del movimiento multiculturalista, reflejo de la actual constitución de
la sociedad norteamericana, que promueve la revalorización de concepciones científicas no
occidentales y aspira a substituir la historia del pensamiento y el canon de la literatura de
Occidente por las producciones de distintas culturas (africana, asiática, ‘hispánica’), puestas
en pie de igualdad. Finalmente, la mayor parte de la crítica feminista y algunas vertientes del
movimiento ecologista también aportan sus contribuciones, como son la denuncia del
sexismo y de la destrucción del ambiente, característicos de las sociedades avanzadas de fin
de siglo.
De hecho, en los últimos años se registró un notable aumento de los journals dedicados a
los estudios críticos y culturales de la ciencia: Science as Culture, Science in Context, que
dedicó un número a la ciencia postmoderna, (8, 4, l995), Metascience y la ya tradicional
Social Studies of Science. Los estudios de Prigogine sobre no-linealidad, teoría del caos y
termodinámica son a menudo considerados ingredientes de la ciencia postmoderna,
caracterizada –se afirma– por el holismo, el indeterminismo, el relativismo y la
problematicidad de la existencia de una realidad objetiva.
Por otro lado, y desde la Argentina, quizás deberíamos preguntamos sobre la validez de
una crítica a la ciencia que se efectúa desde los amplios rooms de Cambridge, sherry de por
medio, o camino a cobrar los jugosos subsidios que los progresistas graduados de la Ivy
League reciben por sus servicios, mientras que aquí los científicos trabajamos duramente
para poder mantener el sistema científico en pie, pensando que la ciencia es una actividad
que debe ser promovida, tanto por su valor intrínseco de conocimiento valioso, como por sus
efectos de promoción social.
...la relatividad general nos obliga a aceptar nociones antiintuitivas y radicalmente nuevas
de espacio, tiempo y causalidad; no es entonces sorprendente que hoya tenido un profundo
impacto no sólo en las ciencias naturales sino, también, en lo filosofía, la crítica literaria y
las ciencias humanas. Por ejemplo, en un celebrado simposio llevado a cabo hace tres
décadas sobre Les langages critiques et les sciences de l’homme, Jean Hyppolite planteó una
incisiva pregunta sobre la teoría de Jacques Derrida acerca de lo estructura y el signo en el
discurso científico. [...] La perspicaz respuesta de Derrida llegó hasta el corazón de la
relatividad general clásico: La constante de Einstein no es una constante, no es un centro. Es
el mismo concepto de variabilidad –es, finalmente, el concepto del juego–. En otras
palabras, no es el concepto de alguna cosa – de un centro o partir del cual un observador
podría dominar el campo –sino el mismo concepto del juego.
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de espacio-tiempo (automapeos de la variedad diferencial espacio-temporal que son
infinitamente derivables pero no necesariamente analíticos). El punto central es que este
grupo de invariancia ‘actúa transitivamente’: esto significa que cualquier punto del espacio-
tiempo, si es que existe, puede ser transformado en cualquier otro. De este modo el grupo de
invariancia de dimensión infinita borra la distinción entre observador y observado; la Pi de
Euclides y la G de Newton, que antiguamente eran consideradas como constantes
universales, son ahora percibidas en su ineluctable historicidad; y el supuesto observador
fatalmente se des-centra, desconectado de cualquier vínculo epistémico con un punto
espacio-temporal que ya no puede ser definido sólo por la geometría (pp. 221-222).
...Más aún, como sospechaba Lacan, hay una íntima conexión entre la estructura externa
del mundo físico y su representación psicológica interna en tanto teoría de nudos: esta
hipótesis ha sido recientemente confirmada por la derivación de Witten de las invariantes de
nudo (en particular, el polinomio de Jones para la teoría de campo cuántico tridimensional
de Chern-Simons) (p. 225).
En última instancia, recurrí a una parodia por una simple razón pragmática. Los blancos
de mi crítica, a esta altura, se han transformado en una subcultura académico
autoperpetuante, que típicamente ignora (o desprecia) a la crítica razonada externa. En tal
situación, se requería una demostración más directa de los estándares intelectuales de dicha
subcultura. Pero, ¿cómo puede demostrar uno que el emperador está desnudo? La sátira es,
de lejos, la mejor arma; y el golpe que nunca puede desviarse es el que uno se inflige o si
mismo. Ofrecí a los editores de Social Text una oportunidad para demostrar su rigor
intelectual. ¿Pasaron la prueba? No lo creo (p. 64).
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