Está en la página 1de 7
PRECIOSIDAD Por ja mafiana, temprano, siempre era la misma. cosa renovada: despertar. Lo que era lento, extendido, vast. Ampliamente abria los ojos. ‘Tenia quince afios y no era bonita. Pero por dentro de su delgadez existia la amplitud casi majestuosa en que se movia como dentro de una meditacién. Y den- tro de la nebulosidad algo precioso. Que no se despere- zaba, que no se comprometia, no se contaminaba. Que era inmenso come una joya. Ella, Despertaba antes que todos, ya que para ir ala es- cuela tendria que coger un autobis y un tranvia, 1o que Je llevaria una hora. De devaneo agudo como un cri- men, El viento de la mafiana violentando la ventana y el rostro hasta que los labios se ponian duros, helados. Entonces ella sonreia. Como si sonreft fuese en sf un objetivo, Todo eso sucederia si tuviese la suerte de que “nadie mirara, la mirara’’. Cuando se levantaba de madrugada —ya supera- do el momento dilatado en que se desenredaba toda— se vestia cortiendo, se mentia a si misma que no tenia tiempo de bafiarse y la familia adormecida jamés adi. viné qué pocos bafios tomaba. Bajo Ja fuz encendida 99 del comedor bebia el café que la doncella, rascéndose en la oscuridad de la cocina, recalentara. Apenas si tocd el pan que la mantequilla no conseguia ablandar. Con la boca fresca por el desayuno, los libros debajo del bra- Zo, por fin abria la puerta, trasponia la tibieza insulsa de la casa escurriéndose hacia la helada fruicién de la majiana. Después ya no se apresuraba mas. ‘Tenia que atravesar la ancha calle desierta hasta al- canzar la avenida, al final de la cual un autobiis emer- giria vacilando dentro de la niebla, con las luces de la noche todavia encendidas en el farol. Al viento de ju- nio, el acto misterioso, autoritario y perfecto de erguir el brazo —y ya de lejos el autobus trémulo comenzaba a deformarse obedeciendo a la arrogancia de su cuer- Po, representante de un poder supremo, de lejos el auto- buis comenzaba a tornarse incierto y lento, lento y avan- zando, cada vez mas concreto— hasta detener sui rostro en humo y calor, en calor y humo. Entonces subia, se- rfa como una misionera a causa de los Obreros del auto- biis que “‘podrian decitle alguna cosa’. Aquellos hom- bres que ya no eran jévenes. Aunque también de los J6venes tenia miedo, miedo también de los chicos. Mie- do de que ‘“le dijesen algnna cosa”, que la mirasen mu- cho. En la gravedad de la boca cerrada habfa una gran stiplica: que la respetaran, Mas que eso. Como si hu- biese prestado voto, estaba obligada a ser venerada ¥ mientras por dentro el corazén golpeaba con miedo, tam. bién ella se veneraba, ella era la depositaria de un rit- mo. Si la miraban se quedaba rigida y dolorosa. Lo que la salvaba era que los hombres no la veian. Aunque al- guna cosa en ella, a medida que dieciséis afios se apro- ximaban en humo y calor, alguna cosa estuviera inten- 100 samente sorprendida, y eso sorprendiera a algunos hombres. Como si alguien les hubiese tocado el hom- bro. Una sombra tal vez. En el suelo la enorme sombra de una muchacha sin hombre, elemento cristalizable e incierto que formaba parte de la monétona geometria de las grandes ceremonias puiblicas. Como si les hubie- ran tocado el hombro. Ellos miraban y no la vefan. Ella hacia mas sombra que lo que existia. En el autobus los obreros se comportaban silencio- samente con la marmita en la mano, el suefio todavia en el rostro. Ella sentia vergiienza de no confiar en ellos, que estaban cansados. Pero hasta que conseguia olvi- darlos existfa la incomodidad, Es que ellos ‘‘sabian”. Y como también ella sabia, de ahi la incomodidad. To- dos sabian lo mismo. También su padre sabia. Un viejo pidiendo limosna, sabia. La riqueza distribuida, y el si- lencio. : Después, con el paso de soldado, cruzaba —incd- lume— el Largo de Lapa, donde ya era de dia. A esa altu- ra la batalla estaba casi ganada. Escogia en el tranvia un banco, vacio si era posible o, si tenia suerte, senta- ase al lado de alguna segura mujer con un atado de ropa sobre el regazo, por ejemplo, y era la primera tre~ gua. Todavia tendria que enfrentar en Ta escuela el au cho corredor donde los compafieros estarian de pie con- versando, y donde los tacones de sus zapatos hacian un ruido que las piernas tensas no podian contener como si ella quisiera imitilmente hacer que se detuviera un co- raz6n, eran zapatos con baile propio. Se hacia un vago silencio entre los muchachos que quizé sintieran, bajo su disfraz, que ella era una de las devotas, Pasaba entre las filas de los compafieros creciendo, y ellos no sabian 101 qué pensar ni cémo comentarla. Era feo el ruido de sus zapatos. Con tacones de madera rompia su propio se- creto. Si el corredor se hubiese extendido un poco mas, ella olvidarfa su destino y correria tapandose los ofdos con las manos. Solamente usaba zapatos duraderos. Como si todavia fueran los mismos que le habian cal. zado con solemnidad el dia que naciera. Cruzaba el co- rredor interminable como el silencio de una trinchera, y habia algo tan feroz en su rostro —y también sober- bio, a causa de su sombra— que nadie le decia nada. Prohibitiva, ella les impedia pensar. Hasta que llegaba finalmente a la sala de ciase. Don- de repentinamente todo se tornaba sin importancia y mas rapido y leve, donde su rostro tenia algunas pecas, los cabellos caian sobre los ojos, y donde ella era tratada como un muchacho. Donde era inteligente. La astuta profesién. Parecia haber estudiado en casa. Su curiosi- dad Ie informaba algo més que de respuestas. Adivina- ba, sintiendo en la boca el gusto citrico de los dolores heroicos, adivinaba la repulsién fascinante que su cabe- za pensante creaba en los compaiieros, que, de nuevo, no sabfan cémo comentarla. Cada vez mds la gran si- muladora se tornaba inteligente, Habia aprendido a pen- sar. El sacrificio nevesativ: ast “nadie tendria coraje”. A veces, mientras el profesor hablaba, ella, inten sa, nebulosa, dibujaba trazos simétricos en el cuader- no. Si un trazo, que tenia que ser fuerte y delicado al mismo tiempo, salia fuera del cirulo imaginario en que deberfa caber, todo se desmoronaria: ella se encontra- ba ausente, guiada por la avidez de lo ideal. A veces, en lugar de trazos, dibujaba estrellas, estrellas, tantas y tan altas que de ese trabajo anunciador salia exhaus- 102 ta, levantando una cabeza apenas despierta. El regreso a casa estaba tan lleno de hambre que a impaciencia y el odio rofan su corazén..A la vuelta parecia otra ciudad: en el Largo de Lapa cientos de per- sonas reverberadas por el hambre parecian haber olvi- dado, y si se les recordara, mostrarian los dientes, El sol delineaba a cada hombre con carbén negro. A esa hora en que el cuidado tenia que ser mayor, ella estaba protegida por esa especie de fealdad que el hambre acen- tuaba, sus rasgos oscurecidos por la adrenalina que os- curecia la carne de los animales de caza. En la casa vacla toda la familia en el trabajo, gritaba a la sirvienta que ni siquiera le respondia. Comia como un centauro. El rostro cerca del plato, los cabellos casi en la comida, —Flaquita, pero hay que ver cémo devora —decia la empleada con picardia. —Vete al diablo —Ie gritaba, sombrfa. En la casa vacia, sola con la sirvienta, ya no cami- naba como un soldado, ya no precisaba cuidarse. Pero sentia la falta de la batalla en las calles. Melancolia de la libertad, con el horizonte todavia lejos. Se habia en- tregado al horizonte. Pero estaba la nostalgia del pre- sente. El aprendizaje de la paciencia, el juramento de la espera. De lo que tal vez jams supiera librarse. La tarde transformandose en interminable y, hasta que to- dos regresaran para la comida y ella pudiera volver a transformarse con alivio en una hija, era el calor, el li- bro abierto y después cerrado, una intuicién, el calor: sentabase con la cabeza entre las manos, desesperada. Cuando tenia diez afios, recordé, un chico que la que- ria le habfa arrojado un ratén muerto. ;Porqueria!, ha- bia gritado palida por la ofensa, Fue una experiencia. 103 Jamas se lo habia contado a nadie, Con la cabeza entre Jas manos, sentada. Decia quince veces: soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte, después advertia que apenas habia prestado atencién a la cuenta. Preocupada con la can- tidad, dijo una vez mds: soy fuerte, dieciséis, Y ya no estaba mas a merced de nadie. Desesperada porque, fuer- te, libre, ya no estaba mas a merced de nadie. Habia per- dido la fe, Fue a conversar con la sirvienta, antigua sa- cerdotisa. Ellas se reconocian. Las dos descalzas, de pie en la cocina, el fogén envuelto en la humareda, Habia perdido la fe, pero, a orillas de la gracia, buscaba en la sitvienta apenas lo que ella perdiera, no lo que ganara, Entonees se hacia la distrafda y, conversando, evitaba la conversacién, “Ella imagina que a mi edad debo sa- ber mds de lo que sé y es capaz de ensefiarme alguna cosa’, pens6, la cabeza entre las manos, defendiendo Ja ignorancia como si se tratara de un cuerpo. Le falta- ban Jos elementos, pero no los queria de quien ya los olvidara. La gran espera formaba parte. Dentro de la inmensidad, maquinando. Todo eso, si. Luego, cansada, la exasperacién. Pero en la madrugada siguiente, asf como se abre un aves- bien grande, ella despertaba. Desperté en el mismo mis- terio intactu, abriendc i ee at lo los ojos ella era la princesa del Como sila fabrica ya hubiera hecho sonar la sire- na, se vistié corriendo, bebié el café de un trago. Abrid. la puerta de la casa. : : Y entonces ya no se apresuré mas. inmolacion de las calles, Acootadal “set ante eos che. Parte del rudo ritmo de un ritual, > Era una mafiana atin més fria y dScura que las otras, 104 ella se estremecié dentro del suéter. La blanca nebulo- sidad dejaba invisible el final de la calle. Todo estaba algodonado, ni siquiera se escuchaba el ruido de un auto- biis que pasase por la avenida. Fue caminando hacia lo imprevisible de la calle, Las casas dormian en las puer- tas cerradas. Los jardines estaban endurecidos de frio. En el aire oscuro, mas que en el cielo, en el medio de la calle una estrella, Una gran estrella de hielo que to- davia no habia vuelto, incierta en el aire, hiimeda, de- forme, Sorprendida en su retraso, se redondeaba en la vacilacién. Ella miré la estrella proxima, Caminaba so- lita en la ciudad bombardeada. No, ella no estaba sola. Con los ojos fruncidos por la incredulidad, en la lejania de su calle, desde dentro del vapor, vio a dos hombres. Dos muchachos vinien- do. Miré en torno como si pudiese haberse equivocado de calle o de ciudad, Sélo habia equivocado los minu- tos: habia salido de casa antes de que la estrella y los dos hombres hubiesen tenido tiempo de desaparecer. Su corazén se asustd. El primer impulso, frente al error, fue rehacer para atrés los pasos dados y entrar en su casa hasta que ellos pasaran: ‘jBllos van a mirarme, lo sé, no hay nadie més a quien ellos puedan mirar y ellos me van @ mirar mu- cho!” Pero cémo volver y huir si habia nacido la difi cultad. Si toda su lenta preparacién tenia el destino ig- norado al que ella, por culto, tenia que adherir. ;Cémo retroceder, y después nunca mds olvidar la vergitenza de haber esperado miserablemente detras de una puerta? "Y quizas hasta no hubiera peligro. Ellos no tendrian el valor de decirle nada porque ella pasarfa con el an- dar duro, la boca cerrada, en su ritmo espafiol. 105 Con las piernas heroicas, continué la marcha, Cada vez que se aproximaba, ellos que también se aproxima- ban —entonces todos se aproximaban, la calle quedé cada vez un poco mds corta. Los zapatos de los dos mu- chachos mezclaban su ruido al de sus propios zapatos, era horrible escuchar. Era insistente escuchar. Los za- patos eran huecos o la vereda era hueca. La piedra del suelo avisaba, Todo era un eco y ella escuchaba, sin po- der impedirlo, el silencio del cerco comunicandose por Jas calles del barrio, y veta, sin poder impedirlo, que las puertas habian permanecido muy cerradas, Hasta la es- trella se retiraba ahora. En la nueva palidez de la oscu- ridad, la calle quedaba entregada a los tres, Ella cami- naba, escuchaba a los hombres, ya que no podia verlos y ya que necesitaba saberlos. Ella los ofa y se sorpren- dia con el propio coraje de continuar. Pero no era cora- je. Era un don. Y la gran vocacién para un destino. Ella avanzaba, sufriendo al obedecer. Si consiguiera pensar en otra cosa no oirfa los zapatos. Ni lo que ellos pudie- ran decir. Ni el silencio con que se cruzarian. Con brusca rigidez los miré. Cuando menos lo es- peraba, traicionando el voto de secreto, répidamente los mir6. {Ellos sonreian? No, estaban serios. No deberia haberlos visto. Porque, viéndolos, por un instante ella arriesgaba tornarse individual, y ellos también, Era de lo que parecfa haber sido avisada: mien- tras ejecutase un mundo clisico, mientras fuera imper- sonal, seria hija de los dioses, y asistida por lo que tie- ne que ser hecho. Pero, habiendo visto lo que los ojos, al ver, disminuyen, se habia arriesgado a ser un ella- misma que la tradicién no amparaba. Por un instante vvacil6, perdido el rumbo. Pero era demasiado tarde para 106 retroceder. Sdlo no seria muy tarde si corriera. Pero co- rer seria como errar todos los pasos, y perder el ritmo que todavia la sostenia, el ritmo que era su tinico talis- man, el que le fuera entregado a la parte del mundo don- de se habfan apagado todos los recuerdos, y como in- comprensible reminiscencia quedara el ciego talisman, ritmo que era de su destino copiar, ejecuténdolo, para la consumacién del mundo. No la suya. Si ella corriera el orden se alterarfa. Y nunca le seria perdonado lo peor: la prisa. Aun cuando se huye corren detrds de uno, son cosas que se saben. Rigida, catequista, sin alterar por un segundo la len- titud con que avanzaba, ella avanzaba. ;Ellos van a mi- rarme, lo sé! Pero intentaba, por instinto de una vida interior, no transmitirles susto. Adivinaba lo que el miedo desencadena, Iba a ser répido, sin dolor. Sélo por una fraccién de segundo se cruzarian, rapido, instanténeo, por causa de la ventaja a su favor al estar ella en movi- miento y venir ellos en movimiento contrario, lo que ha~ ria que el instante se redujera a lo esencialmente nece- sario —a la caida del primero de los siete misterios que eran tan secretos que de ellos apenas quedara una sabi- duria: el ntimero siete. Haced que ellos no digan nada, haced que ellos s6lo piensen, que pensar yo los dejo. Iba a ser rapido , y un segundo después de la transposi- cidn ella diria maravillada, caminando por otras y otras calles: casi no doli6. Pero lo que siguié no tuvo expli- cacién. Lo que siguié fueron cuatro manos dificiles, fue- ron cuatro manos que no sabfan lo que querian, cuatro manos equivocadas de quien no tenfa la vocacién, cua- tro manos que la tocaron tan inesperadamente que ella 107 hizo la cosa mas acertada que podria haber hecho en el mundo de los movimientos: quedé paralizada. Ellos, cuyo papel predeterminado era solamente el de pasar junto a la oscuridad de su miedo, y entonces el primero de los siete misterios caerfa; ellos, que apenas represen- tarian el horizonte de un solo paso aproximado, ellos no comprendieron la funcién que tenian y, con la indi- vidualidad de los que tenfan miedo, habfan atacado. Fue menos de una fraccién de segundo en la calle tranqui~ la. En una fraccidn de segundo la tocaron como sia ellos les correspondieran todos los siete misterios. Que ella conserv6, todos , y se torn mas larva, y siete alos més, de atraso. Ella no volvié los ojos porque su cara quedé vuel- ta serenamente hacia la nada, Pero por la prisa con que Ia ofendieron supo que ellos tenian mas miedo que ella. ‘Tan asustados estaban que ya no se hallaban més alli. Corrian. “Tenian miedo de que ella gritara y las puer- tas de las casas se abrieran una por na”, razoné, ellos no sabian que no se grita, Se quedé de pie, escuchando con tranquila dulzu- ra los zapatos de ellos en fuga. La acera era hueca o los zapatos eran huecos o ella misma era hueca, En el hue- co de los zapatos de ellos ofa atenta el miedo de los dos. El sonido golpeaba nitido sobre las baldosas como si golpearan a la puerta sin parar y ella esperase que de- sistieran. Tan nitida en la desnudez de la piedra que el zapateado no parecia distanciarse: estaba alli a sus pies, como un zapateado victorioso. De pie, ella no tenia por dénde sostenerse sino por los ofdos. La sonoridad no la desalentaba, el alejamiento le era transmitido por una prisa cada vez mas precisa de 108 Jos tacones. Los tacones no sonaban mas sobre la pie~ dra, sonaban en el aire como castafiuelas cada vez mas delicadas. Después advirti6 que hacia mucho que 10 es- ningiin sonido. Se tae de nuevo por la brisa, el silencio era una ia. ce et xe momento se habia mantenido quiet, de pie en medio de la acera. Entonces, como si hubiese var Fias etapas de la misma inmovilidad, qued6 detenida. Poco después suspir6, Y en nueva etapa se mantuvo pay rada, Después movié la cabeza, y entonces quedo més lamente parada. Cetera retrocedié lentamente hasta un muro, jo- robada, bien lentamente, como si tuviese un brazo que; prado, hasta que se recost6 toda en el muro, donde qued® apoyada. Y entonces s¢ mantuyo parada. No moverse es lo que importa, pens6 de lejos, no moverse. pores de un tiempo probablemente se habria dicho ast: ahoré mueve un poco las piernas. Después de lo cual, suspir y se quedé quieta, mirando. Atin era oscuro. Después amanecid. Lentamente reunié los libros desparramados por ¢l suelo, Més adelante estaba el cuaderno abierto. Cuan- do se incliné para recogerlo, vio la letra menuda y des- la que hasta esa mafana era suya. Sone salid, Sin saber con qué habia llenado el tiempo, sino con pasos y pasos, llegé a la escuela con mas de dos horas de retraso. Como no habia pensado fen nada, no sabia que el tiempo habia transcurrido, Por Ta presencia del profesor de latin comprob6 con una de- licada sorpresa que en la clase ya habian comenzado la tercera hora. 109 —iQué te sucedié?— murmuré la chica del banco vecino. —1Por qué? —Estas palida. (Te pasa algo? —No —y lo dijo tan claramente que muchos com- pafieros la miraron. Se levanté y dijo en voz bien alta: —Con permiso Fue hasta el bafto. Y alli, ante el gran silencio de los ladrillos grit6, aguda, supersdnica: ;Estoy sola en el mundo! jNadie me va a ayudar nunca, nadie me va a amar nunca! jEstoy sola en el mundo! All estaba, perdiendo también la tercera clase, en el ancho banco del bailo, frente a varios lavabos. “No importa, después copio los apuntes, pido prestados los cuadernos para copiarlos en casa, jestoy sola en el mun- do!” se interrumpié golpeando varias veces el banco con el pufto cerrado. El ruido de los cuatro zapatos co- menzé de pronto como una lluvia menuda y fina, Rui- do ciego, no reflejaba nada en los ladrillos brillantes. Sélo la nitidez de cada zapato que no se enmaraiié nin- guna vez con otro zapato. Como nueces que cayeran. Solo era de esperar que dejaran de golpear la puerta. Entonces se detuvicron. Cuando fue a mojarse el pelo frente al espejo, ies- taba tan fea! Era tan poco lo que ella posefa, y ellos lo habian tocado. Ella era tan fea y preciosa. Estaba palida, los trazos afinados. Las manos hu- medecian los cabellos, sucias de tinta todavia del dfa an- terior. ‘“Debo cuidar més de mi”, pensd, No sabia cémo. Y en verdad, cada vez sabia menos cOmo. La expresin 0 de la nariz era la de un hocico sefalando Ia cerca. Volvié al banco y se quedé quieta, con su hocico. “Una persona no es nada”, “No”, retrucé en débil pro- testa, ‘no digas eso”, pensé con bondad y melancolfa. “Una persona siempre ¢s algo”, dijo por gentileza. Pero durante la comida la vida tomé un sentido in- mediato € histérico, —jNecesito zapatos nuevos! jLos mios hacen mu- cho ruido, una mujer no puede caminar con tacones de madera, llama mucho la atencién! jNadie me da nada! iNadie me da nada! —y estaba tan frenética y agéuica que nadie tuvo valor para decirle que no los tendria. Apenas si dijeron: : —Ti atin no eres una mujer y los tacones son siem- pre de madera. : Hasta que, asi como una persona engorda, ella de} de ser mujer, sin saber por qué proceso. Existe una os- cura ley que hace que se proteja al huevo hasta que nace el pollo, pajaro de fuego. Y ella obtuvo sus zapatos nuevos. Ml

También podría gustarte