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Las palabras en el aire

Algunas veces, cuando Mariana se iba de casa, yo iluminaba el espacio entre su casa y la
mía con la luz que se me juntaba en los ojos.
Sus padres vivían en frente y entre las dos casas lo único que había era un enorme cuadro de
tierra. Por ahí no pasaba más que gente y perros viejos. Además, tenía la travesura de juntar toda el
agua de lluvia y eso también le gustaba al árbol que vivía parado en medio del cuadro y que
semejaba su ombligo hacia fuera.
Yo la conocí un día que apareció en la puerta para recoger un par de frazadas que mamá le
había bordado a sus padres. Ella me hizo una cara para que yo la acompañara hasta su casa.
Después de eso nos hicimos amigos.

El primer día que la dejaron quedarse tarde tuve la preocupación de que al regresar, como
era de noche y afuera estaba oscuro, se topara con una rama o algo que le diera un susto y que la
decidiera a no volver. En ese entonces yo tenía el natural miedo a esa espesura que de noche se
juntaba en medio, entre las dos casas.
Mariana se despidió de mis padres porque era muy educada y luego abrió la puerta y salió.
Yo me quedé con esa terrible idea y con el miedo a salir pensando al mismo tiempo que ella nunca
me perdonaría el no haber hecho nada y que después de eso incluso empacaría sus cosas para
mudarse a un lugar donde yo no pudiera encontrarla. Corrí a la ventana a un lado de la puerta y un
sonido seco se repitió varias veces como si hubiera algo inquieto dentro de una caja de madera. Me
di vuelta y vi que un animal gordo y volador chocaba su cuerpo contra la pared y luego, repetidas
veces, contra la bombilla. Me volví para buscar a Mariana y me di cuenta que donde sea que ponía
los ojos un montón de luces se interponían entre lo que veía y yo. Mirara donde mirara ellas corrían
a ponerse entre las cosas y me desesperaba ver cómo se posaban sobre Mariana. Estaban ahí,
estorbando, y luego pensé -porque obedecían muy bien al movimiento de mis ojos- que yo era
quien las había puesto ahí. Había mirado la bombilla lo suficiente para que algo de esa luz se me
quedara dentro, en algún lugar de los ojos. Ahora podía mandar esa luz al camino de Mariana,
simplemente mirando, para que llegara sin miedo a su casa.
Entonces ella prendió la luz del zaguán y entró a su casa. Esa noche me acosté con una
felicidad y esa felicidad venía mezclada con todas las veces que recordé lo que había hecho y con
la promesa de volver a hacerlo. Yo tenía un nuevo don y con ese don nunca dejaría que Mariana se
asustara.
Todas las noches que siguieron, después de aquella noche de las primeras luces ella se
detenía frente a su puerta y me dirigía un saludo antes de meterse. Tuve la idea de que a ella le
gustaba lo que hacía y me di cuenta de que si quería seguir complaciéndola tendría que hacer algo
diferente para no aburrirla. Tuve tiempo para pensar esa noche y decidí que cuando ella tomara su
camino a casa, y después de juntar suficiente luz, le escribiría algo en el aire, algo que la hiciera reír
o que fuera como un cumplido que ella podía primero ver y luego pasar entre las palabras. Imaginé
cómo sería y me gustó ver cómo se llevaba la panza de una “b” para después sacudírsela frente a la
puerta y luego de despedirse entrar a casa.

En la primera oportunidad que tuve escribí calculando que ella tuviera tiempo para leer: “Tu
vestido de bolitas…” Y ella prendió el zaguán sin dejarme terminar y aunque me pareció muy raro
que llegara tan rápido también pensé que esa nueva forma de luz la había asustado. Tal vez al verla
corrió al zaguán. Después tuve la idea más fuerte de que yo escribía muy lento y necesitaba más
práctica. Al final mejor decidí escribir frases cortas como “Buena noche Mariana” o “Olvidaste tu
lápiz”.
Luego pasaron noches como “Hasta mañana” “estaba en el armario” “algún día” y ella era
como si entendiera cada noche lo que yo escribía y ha veces me saludaba desde su puerta con
mucha energía en el brazo como si aquél entendido en el aire nos uniera cada vez más. Muchas
veces pensé en que debería inventar algo nuevo y eso fue posible un sábado en la noche.
Se había despedido ya de mis padres y entonces, calculando bien la distancia, dibujé un
perro que al final llevaba mucho de conejo en la cabeza y la patas de atrás, pero cuya cola era la de
un perro, sin duda. Un perro gordo. Ella paso cerca de las patas como si lo esquivara, luego se
olvidó de saludarme y entró a la casa.
Eso lo pensé como la prueba de que yo era un mal dibujante y pensé que a la próxima
debería dibujar otro perro y luego, lo más rápido que me fuera posible, escribir debajo o a un lado
“perro”. Así pasaron otras noches de “Gato”, “Pez”, “Rana”, “Toro”. Los dibujos y sus nombres,
sin lugar a confusión. Luego un día ella fue temprano a casa para desayunar.
Yo me había levantado tarde y al bajar ella ya estaba sentada en una mesita ocupando mi
silla, mi madre acercó un banco y me sirvió a mí también. Luego ella tomó una de las sillas grandes
y empezó a hablar con Mariana mientras yo me comía el relleno de un pan. Primero le hizo varias
preguntas sobre sus gustos y luego la otra pregunta que me hizo detener el bocado dentro de la
boca. Ella le había preguntado si ya sabía leer.
Lo oí, así como lo dijo “no, todavía no…”
Todo lo que había preparado para ella desde el principio se había ido, ella no podía leer y lo
único que veía eran unas manchas en el aire que yo le mandaba y que no tenían ningún significado,
nada, ya no había nada ahí, unas manchas nada más que le quitaban el miedo. Luego tuve una
nostalgia y después de esa nostalgia me pareció que yo podía seguir haciendo mucho por Mariana,
después de todo siempre había agradecido mi ayuda y además las figuras de animales sí podía
entenderlas.
Así tuve otra nueva felicidad y otro nuevo don, enseñaría a mariana a escribir los nombres
de los animales poniendo su dibujo y su nombre, así, algún día, cuando ella aprendiera a leer, le
diría las cosas que nos atañen a los dos.

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