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Alejandro Ramírez Gil

A donde va la mezcla cuando calvas un clavo

A Witold Gombrowicz

Todo estaba bien. El ligero borde redondo que se parece a los otros tres y que juntos son la
bañera blanca, ondulada, llena de agua y yo adentro, generalmente los sábados cuando
abro la puerta y me miro al espejo y luego busco la botella para bañarme con espuma,
mucha espuma, todo eso estaba bien, muy bien.
Cuando me siento cerca de la ventana me doy cuenta que la esquina de la mesa
donde desayuno cuando no voy a trabajar está muy coordinada con las otras tres; todas muy
rectas, tan cuadrada la mesa, la goma de masticar donde debe estar, por debajo, escondida,
cómplice, en el ángulo derecho, donde yo me siento. Eso estaba bien, de verdad muy bien.
Lo que no estaba bien, lo único que no estaba bien era que Oscar me había llamado
por la mañana pidiéndome que fuera a verlo, que tenia que verlo, no se si a él o a lo que
tenia, que estaba emocionadísimo con eso, que Marta no se lo creía ni quería ni quería
ponerse al teléfono porque el niño anda con el berrinche be y además que cosa más tonta,
de todas formas le mando saludos.

Cuando llegué, el olor, Oscar, y las ventanas serradas porque el aire y luego los
calambres. Muy descortés Oscar se me para enfrente y yo no puedo ver nada más que su
camisa abierta y los pelitos de su pecho que se amontonan como moscas en una chupeta
olvidada sobre la mesa de un cuarto con la ventana abierta. Tampoco puedo entrar porque
Oscar no se quita. De algún lugar me llega Marta, su voz, muy clara, como hablando con
alguien o explicando alguna cosa muy sentada, talvez con las manos juntas, un ruego, no
se. Yo ago las mías igual, junto las manos, como guardando una moneda y me quedo
viendo a Oscar que suda. Suda. Cómo suda Oscar.
Seguro quiere que le muestre ahí mismo toda la curiosidad que no tengo. Que me la
saque de un bolsillo, que la desenvuelva, que me la saque de la boca y la extienda y se tire
enzima, así nada más, toda la dicha que no tengo y menos de verlo, todas las ganas, la
emoción y la curiosidad que de verdad, de verdad no tengo.
Tomé la iniciativa para que él no fuera descortés y entré al departamento agachando
un poco la cabeza mientras hacia el sonido de la “g” a la “r” y termine con una “s” un poco
dental para simular un vago y natural “grasis”. Marta no estaba en la sala, la busqué y no le
encontré y Oscar tuvo que cerrar la puerta porque yo ya estaba adentro. Ni modo.

***

Lo que pasaba era que Oscar tenía algo inexplicable, desde la mañana y más o
menos cada treinta minutos. Me lo explicó muy emocionado, bastante baba en el labio de
abajo y nada claro.
Que él veía el presente como pasado lo entendí a medias. Que abecés eran los dos al
mismo tiempo, abrí los ojos muy grandes. Que él sentía que me estaba recordando y no
viéndome ahora mismo, me hice un poco hacia atrás, ¡es que te estoy recordando! Me
decía, me levanto, le pregunto por Marta ¡te recuerdo lo que estás diciendo! No me
responde, se levanta y sigue y yo me debato entre salir y quedarme porque ya estaba
llegando a lo interesante, pero el niño, ¿Dónde está el niño? ¿No tenía Oscar un niño?
¡Puedo recordar lo que estoy recordándote que recuerdo ahora mismo! Doy un paso atrás,
Dios mío, yo no pedí conocer a Oscar, yo no quería, ¿Qué pasó con el niño? no le
pregunté, no le pregunté porque lo ví, estaba casi al fondo tapado con un abrigo frente a la
ventana, callado, muy callado y mirando algo bastante lejos y hacia abajo.
Como no le pude parar el cuento a Oscar tuve que decirle que si, que si lo de eso tan
raro, que Marta no entendía, pobrecita, ya vez. En eso ella gritó como desde el fondo de la
boca de un perro para preguntar quien era yo. Oscar le gritó mi nombre y no me gustó
sentir mi nombre el la boca mugrosa de Oscar.
-¿cómo va lo de tus cuadros?- Me preguntó Marta.
-¡Marta!- Gritó Oscar
-¿Dime, cómo va lo de tus cuadros? ¡Lo de tus cuadros!- volvió a preguntar Marta en vos
más alta.
-¡Marta! ¡Lo tengo ahora mismo! ¡No es el momento! ¡Me está sucediendo! ¡Te lo dije, ven
a ver!
- ¡Los cuadros! Volvió a gritar marta ¡Los cuadros!
-¡No!, ¡No!, ¡No!- Concluyó Oscar.

Yo ya no estaba ahí, yo andaba en lo de unos cuadros que había querido colgar ayer y ese
precisamente era el día de mañana que había pensado anoche. Cuando vi al niño pensé en
alejarlo de Oscar, en dejarle algunas tareas fáciles como detenerme los clavos o
preguntarle si estaba derecho o si más a la derecha, y que él me dijera ¡No, no… ahí! y que
al final quedara chueco, todos los personajes apretados, unos enzima de otros, en una
esquina, casi saliéndose del cuadro para estrellarse en el suelo.
Le grité a Marta, que no salía, si me dejaba pasear al niño un rato porque pobrecito.,
Resultó que sí, me despedí de Oscar con la mano y algunos dedos y nos fuimos a la calle.
El niño se llama Miguel y cuando lo paseo me cuido de no mirarlo mucho por que
tiene la facilidad de saber cuándo lo ven y como le es costumbre no deja de ver la cosas
hasta que lo hartan por inmóviles o por no decidirse si pasar de una rama a otra mientras se
balancean. También corre hacia el final de las escaleras aunque sean eléctricas y yo me
canso nada más de verlo. También cuenta cosas de su maestra o los cuentos que les leen, él
siempre se acuerda de todo. Lo que más aprende de mí es a quedarse callado, esta vez él
empezó primero.

***

Entramos, no pudo salir peor, Ursula… apareció desnuda, flácida, de repente, como
si alguien la hubiera empujado a salir, así era de torpe. Ante tal asalto el niño hizo lo mismo
que yo pero desde más abajo, mas cerca y con más silencio, lo mismo; Los dos
confundimos el cuerpo de Ursula con el de una gallina.
Miguel ya conocía el lugar pero a ella era la primera vez, lo tomé de la mano y nos
fuimos a donde guardo las herramientas mientras Ursula se contoneaba o hacía el esfuerzo
para regresar a la sala. Le pasé a Miguel los clavos envueltos en papel periódico y nos
fuimos a su ritmo al murote la sala donde colgaríamos los cuadros, ahí estaba ella, tapada
con un cojín enorme que sólo dejaba ver aquellos bultos de pétalos que, dice, son sus pies
y su rostro rojo, enorme.
—Ella es una amiga, Ursula...- le dije y volteó a verla y sólo la vio, la vio solamente y
luego me miró a mí. Ella le dijo “bonito” mientras se arreglaba el cabello con un peine y sin
dejar de mirarlo.
Apoyé la punta de un clavo en la pared y empuñé el martillo.
-¿A dónde se va la mezcla cuando clavas un clavo? preguntó Miguel…

Era cierto, tenía razón, ¿a dónde?, ¿adónde demonios se va la mezcla cuando el


acero la desplaza, de golpe, en un suspiro?, ¿donde queda?, ¿que pasa con ella?, ¿por qué?,
¿adónde?, ¿a dónde?

Así que lo tomé del brazo y nos salimos a la calle para poder buscarle una respuesta,
para poder pensar, porque yo no tengo las respuestas, no tengo las respuestas casi de
ninguna cosa. Además, no ver a Ursula y un helado le harían mejor al niño. En el camino
Miguel me preguntó si Ursula era una gallina y esa respuesta sí la conocía.

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