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EL PEQUEÑO MOZART

Por Bernardita Cubillos


Doña Emperatriz Nieto recibió muy compuesta y estirada a la nueva habitante de la casa.
Al abrir la puerta se sorprendió al ver la juventud de aquella mujercita que venía a perturbar
su larga soledad. Era una chica generosa en carnes, pero no se le podría haber calificado de
gorda, sino simplemente de una robustez interesante. “Voluptuosa” fue lo primero que
pensó con algún desagrado doña Emperatriz. Tenía el largo cabello color oscuro y gozaba
de la bendición de unos naturales dientes blancos que hacían graciosa su sonrisa. Era una
chiquilla bastante bonita, aunque no poseía una belleza etérea, sino que testimoniaba una
vida feliz, sana y contundente.
Buenas tardes Ana del Carmen, gusto en conocerla- le saludó con una breve venia. La chica
reaccionó confundida y bajó los ojos. De inmediato, hay que decirlo en merced de la ilustre
dama, sospechó de ella. Que una mujer bajara la mirada al dirigírsele la palabra era mala
cosa. Por lo demás Ana del Carmen parecía bastante sosa, pero a ella no le engañaban con
unos ojitos güeros. Bien sabía que la vida trae muchas desilusiones y ella ya había vivido
muchos años para poder reconocer una al instante. La conocida historia de la niña de campo
que se suelta de trenzas obnubilada por la vida citadina, no era un cuento original a esas
alturas. Sin embargo apeló a su buen corazón y se dijo “caridad”. Su amiga Elvira de las
Nieves le había pedido que acogiera a esta “ñatita” de provincias, sobrina de su costurera,
pues sus padres deseaban verla alojada en un hogar respetable y, claro, no había uno de
mejor reputación que el hogar de doña Emperatriz Nieto. Más aún, había pedido un precio
moderado y conveniente por darle cama y alimentarla. “Caridad y respeto”. Vivir en casa
de doña Emperatriz daba las garantías de un monasterio. En retribución de los sacrificios de
doña Emperatriz, se había acordado que Ana del Carmen colaboraría con algunas labores
del hogar cuando sus estudios le permitiesen hacerlo.
-Buenas tardes, chica- repitió algo exasperada al no recibir respuesta.
- Carmelita- murmuró ella.
- ¿Cómo dice chica?
- Carmelita- dijo más alto, pero con la cerviz baja.
- Haga el favor de levantar la cabeza, Ana del Carmen, cuando me salude. Buenas tardes.
A doña Emperatriz no le gustaba tratar a las jóvenes como si fueran princesas regalonas.
Llamar a una mujer con el nombre “Carmelita” le pareció inconcebible, de mal gusto y
tremendamente nocivo para la educación de esa chiquilla timorata. No consintió, por su
bien, en decirle de tal modo. Cuando recibió saludo acorde a sus requerimientos procedió a
abrir paso a la invitada y presentarle a su compañero fiel. A sus pies, tan erguido como ella,
había un gato color gris atigrado. Ana del Carmen lo miró con risa creyendo acertar en el
lenguaje social apropiado para una mascota, pero rápidamente cambió su gesto simpático
por uno serio, al notar que ni el gato, ni su ama estaban cómodos con esa actitud liviana de
su parte.
- Ana, conozca a Juan Sebastián Bach.
Aquel felino había vivido con doña Emperatriz por años como digno sucesor de sus
predecesores. La dama había enterrado ya a seis gatos durante su vida. El que la custodiaba
actualmente era el séptimo y para la mayor honra del animal había asumido su papel de
príncipe consorte con fidelidad y prestancia reconocidas por la dueña.
Ana se vio introducida de inmediato al ordenado mundo de doña Emperatriz. No bien puso
la niña sus maletas en la habitación, recibió un largo discurso sobre las costumbres y usos,
perfectamente reglamentados de aquel remanso de paz en el mundanal ruido. No en vano
era observada doña Emperatriz como mujer de virtud intachable. Vivía sola y podía decir
con toda propiedad que era casta y pura como una virgen. Iba a la iglesia todos los
domingos, religiosamente. Daba limosna a los pobres con regularidad y asistía a un grupo
de oración. Visitaba un asilo los miércoles por la mañana. Vestía con elegancia y decoro.
Siempre la mismas ropas: su falda azul y su chaleco de lana gris, porque era sobria como un
franciscano.
Doña Emperatriz exhibía con orgullo una vida pudibunda, de compostura y práctica
ascética. No toleró jamás que le llamaran solterona, sino alma votiva. Su sumisión a la
tradición eclesial era total y letrada. Aceptaba y enseñaba obedientemente la doctrina al pie
de la letra y sin interpretaciones personales e incluso estaba dispuesta a consentir la
afirmación de que los gatos no tenían alma, con algunas dudas no obstante, que se guardaba
para sí sabiendo cerrar la boca acerca de ellas con decorosa actitud. Bordaba en sus ratos
libres o leía libros de espiritualidad previa aprobación del párroco con el cual tenía
cordiales relaciones. Gracias a Dios el anterior había sido cambiado a otra región hace
poco, pues le olía sutilmente a comunismo y prefería mantenerle una sana distancia.
Su discurso tenía el tono de una corrección. Habría que librar a la provinciana de las
maldades de la capital. Y así comenzó: Ahora Ana del Carmen, quiero que me escuche
bien. El desayuno, debe servirse a las ocho y media en punto. Sin retrasos. La puntualidad
es un don apreciado por el Señor que ha creado el tiempo para ocuparlo bien. Consiste en
avena con leche, calentada a fuego medio y dejada durante cinco minutos antes de servir al
aire libre, para que alcance su temperatura perfecta. Un pan integral con mermelada y té
serán suficientes como complemento. Me lo traerá a la habitación. Yo estaré vestida con la
mesilla lista a la hora. Jamás me retraso y no como más que aquello que mi salud me
requiere. Luego voy a la iglesia si es que no tengo síntomas de resfrío, o de la ciática y no
llueve. A las doce se reza el Ángelus y a las doce treinta, mi almuerzo estará ya dispuesto.
El té es hora sagrada. Es nuestro momento- indicó al gato que se mantenía constantemente
como un centinela a dos pasos de distancia de su ama. Ambos comemos en la mesa. Yo un
mínimo té puro con tres galletas de agua y Juan Sebastián su alimento especial y un cuenco
de leche. Es un animal muy limpio. Procure mantenerse a su nivel. Luego, si es viernes,
iremos con el gato a la Asociación Nacional de Felinos de la que es socio.
- ¡¿Socio?!-
- ¡Claro niña! No interrumpa. Juan Sebastián Bach es un gato pedigrí, no un cualquiera. En
la Asociación revisan su estado de salud y sus progresos en el aprendizaje de las distintas
materias gatunas. Juan Sebastián tiene su propia pianola diseñada especialmente para él
acorde a sus capacidades y gracias a su perseverante práctica se ha convertido en un gran
músico. A las ocho estaremos en casa. Nada de picotear fuera de las horas, lo notaré
enseguida. Por lo demás le recomiendo, por el bien de todos, salir lo menos posible. Juan
Sebastián y yo tenemos el sueño extremadamente delicado y comprenderá que en mi casa
se guarda la moral y las buenas costumbres, sin que sean necesarias repeticiones con
respecto a este punto.
No sorprendió a Emperatriz Nieto que la jovencita se alzara para pedirle permiso de salida.
Era guapa, cosa que atemorizaba un poco a la tutora, pero tenía a su favor una apreciable
inocencia en sus vestiduras que seguramente procedía de su educación de campo.
Emperatriz recelaba de la ingenuidad transformada en desfachatez entre los jóvenes
licenciosos. Otorgó su autorización, aunque puso bastantes trabas al asunto de la hora.
Según Ana del Carmen dijo, iría a estudiar con amigos del instituto. Doña Emperatriz ya
era lo suficientemente mayor para andarse creyendo los cuentos de hadas. Aguardó su
regreso en pie. La chica llegó a la hora, gracias a Dios, porque la espera ya hizo a la dueña
de casa levantarse acatarrada a la mañana siguiente, con dolores, quejidos de ciática y un
humor funesto. El gato también se manifestó inquieto y Ana comprendió que era mejor
guardarse de salir más allá de las ocho de la noche.
Para sorpresa de la señora Emperatriz, después de aquel desliz la niña Ana inició una etapa
de comportamiento ejemplar. Aprendió a cumplir con puntualidad el horario y hasta se
incorporó al tiempo de lectura en voz alta y a las reuniones parroquiales. Su sospecha
inicial fue amainando y a final de año Ana del Carmen llegó a convertirse en una suerte de
joven ama de llaves intachable. No protestaba y era humilde a las correcciones. Sólo se
permitía algunos deslices cuando de su familia sureña se trataba. Alguna vez Emperatriz la
sorprendió haciendo un llamado a larga distancia por el teléfono de la casa. Le perdonó
porque se trataba de la emergencia acaecida a un hermano enfermo que había sacado de su
prudencia a la jovencita, sin darle tiempo para acudir al locutorio. Otras veces se entretenía
inútilmente en alguna narración familiar que, llegado el momento oportuno, la señora
Emperatriz debía cortar tajantemente para continuar con su estrecha rutina. Hacía vista
ciega a estas pequeñas caídas, porque los familiares de Ana eran pobres y había que guardar
las caridades correspondientes.
Juan Sebastián, empero, no tenía afinidad con la chiquilla. Doña Emperatriz estaba
convencida que, dada la genealogía del gato, éste no se sentía inclinado a los olores de las
personas de origen modesto. A veces conversaba con él a solas y le rogaba que se
comportara favorable a Ana del Carmen, pero el animal se volvía brutal cuando la pobre
chica se le acercaba. Se negaba rotundamente a tocar la pianola cuando percibía que ella
estaba en las cercanías y un día hasta le llegó a mostrar los dientes y a lanzar un doloroso
arañazo cuando le intentó servir la comida por el lado equivocado.
Ana calló y no se quejó. Los sobrinos de Emperatriz la consideraban una mártir. Bien
sabían que la tía era muy adinerada, que guardaba una fortuna incontable en los depósitos
del banco, y a pesar de ello obligaba a Ana del Carmen a vivir sin calefacción ninguna. Ella
también seguía esta austera costumbre, salvo cuando le venía la ciática o cogía frío y se
obligaba a sí misma por motivos de salud a prender la estufa. “Eres una santa Carmelita”, le
decían los sobrinos si es que pasaban por ahí con el objeto de saludar a la tía.
Resultó que la rica alma votiva murió sorpresivamente un día. Tuvo un ataque matutino que
la dejó tiesa antes de tomar su desayuno estipulado. Fue su primer y único retraso. En
cambio Ana la encontró sobre la baldosa del baño, en paños menores y con Juan Sebastián
militarmente formado a su lado.
La repentina llegada de la muerte incitó a algunos a la meditación acerca de la necesidad
encaminarse a la perfección y a otros a la de llenar los sacos de dinero con la herencia
ajena. Una semana después del triste suceso se celebró la reunión con el abogado. A ella
asistieron tanto parientes directos como indirectos, esperanzados en recibir alguna miguita
de pan que en el caso de Emperatriz era un buen panetton, y claro, Ana del Carmen con el
gato. Para sorpresa de todos, el testamento fue muy corto. Decía una frase del Evangelio en
que exhortaba a los presentes a la conversión y en cuanto al legado monetario quedaba
destinado a su incondicional AMIGO (literal uso de mayúsculas en el testamento), el gato
Juan Sebastián Bach, bajo la custodia de la niña Ana del Carmen que había mostrado
paciencia y abnegación en el deber. Hubo represalias legales, pero el felino triunfó al fin
como único e indiscutible heredero ante la ley con la condición explícita de que el cuidado
sería supervisado por la Asociación Nacional de Felinos, presidida por un comité de damas
confiables a los ojos de la difunta.
Lo que vino después fue el silencio y más de un año pasó antes de que la Asociación
anunciara con estupor la más grande violación a la integridad de sus socios felinos jamás
registrada. Todo comenzó con la extraña ausencia del gato Juan Sebastián Bach a sus
reuniones de los viernes por la tarde. Se llamó a Ana del Carmen, cumpliendo el deber de
supervisión comprometido en el testamento, último deseo de la difunta amiga de los gatos,
y ella informó por varias semanas consecutivas que “el gatito se encuentra un poquito
resfriado”. Se creyó en sus palabras. Juan Sebastián regresó a sus sesiones acostumbradas
repentinamente, pero lo hizo acorde a los horarios y reglamentos durante pocas
oportunidades. Pronto, su albacea tomó la mala costumbre de traerlo retrasado, hasta
límites inconcebibles. Incluso en una ocasión el minino alcanzó a estar en los ejercicios
sólo los cinco últimos minutos de la reunión. Ana del Carmen adujo estrés por parte del
animalito, lo cual no era inverosímil dado que Juan Sebastián Bach exhibía claros síntomas
de agotamiento. Se recomendó llevarlo a un psicólogo de gatos. La encargada de su
custodia cumplió con esta sugerencia y la psicóloga decretó un cansancio emocional pocas
veces registrado con anterioridad en una mascota. El gato sufría por la muerte de su querida
dueña, la correctísima señora Emperatriz Nieto, cuyo equilibrio y temple moral jamás
podrían ser reemplazados por ningún alma humana.
Era admisible. Todos sabían que Juan Sebastián era un gato sensible. Su capacidad de tocar
la pianola y sus progresos sin igual en el proceso de entrenamiento daban fe de ello. Se le
recetó un tiempo de descanso total. Simplemente dormiría, escucharía música suave e iría a
pasar unos días a la campiña para respirar aire no contaminado. Ana del Carmen dio
apariencias de estar dispuesta a hacer todo lo que fuera necesario para el bien del gato y así
se mantuvo haciendo llamados cada dos días a la Asociación para informar que Juan
Sebastián Bach mejoraba, pero aún no lo suficiente. Hubo paz, hasta que uno de los
parientes despechados de doña Emperatriz decidió meter sus narices e investigar por sí
mismo los, cada día más pronunciados, gastos del heredero. Revisando sus finanzas se
percató de que se registraba una continua extracción de dinero no justificado de los cajeros.
Aquel pariente era uno de los que gustaba de llamar “santa” a la “Carmelita”. Después de la
emisión del testamento había comenzado a decir que la “Carmelita se había soltado las
trenzas, dejando atrás la estricta regla de San Benito”.
El pariente tomó pasajes y auto. Se dirigió hacia donde se suponía tenía su casa de reposo
Juan Sebastián Bach. Su primer descubrimiento fue que ni el gato ni la cuidadora estaban
ahí. No volvieron ni al día siguiente, ni al subsiguiente, ni al que siguió a ese. Perdida la
pista de sus investigados, pasó un tiempo sin noticias, hasta que un 30 de julio, estando por
emergencia en un consultorio dental de una perdida ciudad del sur, abrió el periódico local
y comenzó a leer la sección de espectáculos. Se distrajo en el colorido aviso de un circo que
se presentaba en los alrededores que se congratulaba en ofrecer: “la actuación especial del
Pequeño Mozart”. Una corazonada le dio en el pecho. ¡No iba a ser un humano pianista lo
que anunciaban entre las extravagancias de un circo! Debía ser su intuición la que le hizo,
no bien se reparó el diente adolorido, ponerse en marcha y comprar unas entradas para la
función de esa noche. Pero no hubo “Pequeño Mozart”. Cuando pidió explicaciones en la
administración, un payaso cansado le informó que la dueña del gato… “¡¿Gato?!”- aulló el
pariente investigador… Sí, del gato, había subido el costo de la presentación y el circo no
había podido pagar los costos. Preguntó nombres, direcciones. Nadie sabía nada. El artista
y su manager habían actuado en casi total anonimato. Lo único que había llamado la
atención de la comunidad circense era que la manager, una mujer morenita y medio
robusta, andaba en un descapotable rojo y vestía abrigo de piel…auténtico. Llamó a la
Asociación Nacional de Felinos. Notificaron que Ana del Carmen les llamaba
preceptivamente dando una detallada crónica, pero se negaron a proporcionar más
información con el fin de proteger la integridad del descanso de su prestigioso asociado.
Nueva desaparición. Días sin saber nada en el flanco del curioso, mientras la Asociación se
mantenía recibiendo regular reporte de las actividades de Juan Sebastián Bach y continuaba
guardando su privacidad de los merodeos de sus conflictivos parientes. Entonces vino la
gran jugada de Ana del Carmen. Esta la vio a totalidad de los conocidos de doña
Emperatriz. En un estelar nacional que gustaba de traer magos y políglotas, se anticipó la
presentación de un animal fabuloso que se hacía llamar “Pequeño Mozart”. Se supo que le
habían pagado una millonada a su dueña por hacerlo actuar en aquel espacio televisivo y
filmar un comercial. Exhibido ante todo el país, muchos fueron los que reconocieron el
pelaje atigrado y el sensible talento al piano de Juan Sebastián Bach.
La maniobra, sin embargo, no era tonta. En primer lugar resultó imposible verificar el
crimen de Ana del Carmen que negó rotundamente que aquel gatito hubiera sido Juan
Sebastián Bach. No hubo modo de probar la coincidencia, dado que no se podía interrogar
al gato y que la dueña del talentoso “Pequeño Mozart” había puesto como condición plata
en efectivo y total anonimato bajo cláusulas legales. El golpe final fue cuando, días después
y recién iniciados los sumarios, Ana del Carmen declaró que el animal había muerto. Según
explicó el gatito era tan inteligente que se tomó unas pastillas de paracetamol por la tensión
de las acusaciones, imitando la costumbre que ella tenía de utilizarlas cuando sufría de
jaquecas. La Asociación Nacional de Felinos sospechó e hizo los trámites para quitarle a la
cuidadora las platas asignadas a su rol de custodia, pero el dinero, dijo Carmen Ana del
Carmen, se había esfumado dadas las elevadas sumas que supuso la enfermedad
psicológica de Juan Sebastián Bach.
Poco se podía hacer con un gato muerto como víctima de un crimen de abuso de poder
flagrante. Ana del Carmen presentó boletas y pruebas de los gastos del gato. Cuando llegó
aquella noche, vestida como una reina de la farándula a su casa campestre que estaba en
pleno proceso de una segunda ampliación, le llamaron Robin Hood y ella exclamó
triunfante: “¡Exprimimos al gato!”
Ya lo había sospechado doña Emperatriz desde un principio.

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