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Libro IV de los morales de Aristóteles escritos a Nicómaco [9 capítulos] Resumió E. Cerezo.

El 3er. género principal de virtud: la liberalidad [Cap. I] (el dar y recibir los propios intereses), de la magni
ficencia [Cap. II y III] y de otros inferiores géneros de virtudes [Caps. IV y ss.] que propuso en libro II.
Cap. I. - De la liberalidad y escaseza {= tacañería}
La liberalidad es medianía en lo que toca al dinero e intereses. Llama dinero a todo lo que puede ser
apreciado con dinero. Es pródigo el habituado a gastar en profanidades, y perdido, quien a sí mismo se
destruye, al dilapidar sus posesiones, pues estas son condiciones necesarias para la vida cotidiana.
Más fácil es recibir que dar. {Fórmula 1 [F1] (como las demás fórmulas, válida para juzgar el grado
de perfección alcanzada en la práctica de la virtud): un bien cuyo logro exige mayor esfuerzo, y por
tanto es más infrecuente pues menos gente se inclina hacia él, es más virtuoso.}
De todos los virtuosos, los liberales son los más queridos, porque son útiles a los demás. El liberal da
por causa de lo honesto y conforme a razón: pues da a quien debe, lo que debe y cuanto debe; y lo hace con
alegría, ya que lo que conforme a virtud se hace ha de ser no pesado.
{Fórmula 2 [F2]: actuar persiguiendo un buen fin (para mí y la comunidad) pero con fundamento en
la razón; es decir, teniendo en cuenta la complejidad de las circunstancias: el destinatario de la acción
que debe ser, echando mano del objeto de la virtud en su justa medida (cualitativa y/ cuantitativa), y
otros parámetros como los de tiempo y lugar; y, hacerlo con ánimo positivo: con alegría}
No será importuno en el pedir y muestra agradecimiento al que da. Pero no recibirá de quien no debe,
pues tiene en poco el dinero. Además, dará tanto que deje lo menos para sí, según su posibilidad. Puede pasar
que quien menos dé sea más liberal, si lo da teniendo menos. Parecen más liberales quienes heredaron,
pues, al no haber ganado con su propio esfuerzo, no saben qué son las carencias; además, cada uno ama lo
que ha hecho. Es difícil que se haga rico el liberal, pues no suele recibir ni guardar.
El vicio de quienes se exceden en el dar y quedan cortos en el recibir es la prodigalidad; y, pues no
llevan cuenta de cómo ni dónde, pronto se quedan sin haberes. A veces dan todo cuanto tienen a avispados o
a quien les ofrece pasatiempo; y en su mayoría derrochan el dinero en disoluciones (= libertinaje).
Su contrario es la avaricia: la falta en el dar y exceso en el recibir, que es un vicio incurable. La vejez y
todo tipo de debilitación suele hacer avarienta a la gente. Pero los ladrones, salteadores o quienes juegan
dados son avarientos, pues se dan a ganancias afrentosas. Otros no reciben ni dan nada. Algunos otros se
exceden en el recibir, como los que dan dineros a usura, que reciben de donde y cuanto no es bien. A
quienes toman cosas que no deben, como los tiranos saqueadores de ciudades, llamamos injustos. Así, la
avaricia es mayor mal que la prodigalidad, y más son los que pecan en ella [F1], que no en la prodigalidad.
Cap. II. - De la magnificencia y poquedad de ánimo
La magnificencia es un gran gasto, hecho con discreción y alegría, en cosas importantes (sobre todo en
lo que es común a todos), honestas y -en lo posible- durables. Las magnanimidades han de ser tales que
causen admiración; pues la magnificencia de la obra consiste en la grandeza de ella. Los gastos más dignos
son los dedicados al culto divino o al provecho de la comunidad, como las fiestas solemnes; o en agasajar a
los huéspedes. El pobre no puede ser magnífico, al no tener de dónde gastar; y es necio si lo intenta.
Quien es vano, por mostrar a otros sus riquezas, gasta mucho en cosas que requieren poco gasto (y a
veces al revés), pretendiendo que por ello le han de apreciar mucho. El apocado (o humilde) en todo se
queda corto, por ahorrar en una poquedad destruye obras ilustres, pues solo mira cómo hacerlo al menor
costo; y todo lo hace llorando y pareciéndole que gasta más de lo que debería. Con todo, estos dos vicios no
son infames, pues no son muy deshonestos ni perjudiciales a los vecinos {esta es la Fórmula 3 [F3]}.
Cap. III. - De la grandeza y bajeza de ánimo
Es la dignidad {que los otros nos confieren} uno de los bienes exteriores que a los dioses atribuimos, y
lo que más apetecen los notables (=dignatarios) es la honra, que es el mayor bien de todos los externos.
Conviene que el magnánimo sea perfecto en toda virtud. El se solaza con honras que recibe de los
virtuosos, pero desprecia las de poca monta que le hace el vulgo. Y no hará caso de las afrentas, porque no se
le harán con justicia. No se alegrará demasiado en tiempos de prosperidad ni se entristecerá en la adversidad,
pues quien la honra tiene en poco, tendrá en poco todo lo demás. El magnánimo se apresura a hacer el bien;
mas, si a él alguno le intenta hacer bien, se hace el quite, pues hacerlo es superior y recibirlo inferior.
Solo el bueno merece recibir honras; aunque el bueno que además tiene haberes más digno es aún de
honra {aristocratismo económico}. Pero los ricos faltos de virtud suelen ser amigos de hacer agravios, ya
que sin virtud es difícil mostrarse uno moderado en la prosperidad; y, como se creen superiores, desprecian a
los demás y hacen todo lo que apetecen, pues quieren imitar al magnánimo sin parecérsele. Por su parte, este
no necesita de nadie en cosas graves, y se porta como grande frente a los potentados, pero mesurado con los
medianos; porque es odioso querer aparecer como grande ante los necesitados y dolientes.
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Conviene que el magnánimo a las claras ame o aborrezca, dado que es de temerosos el encubrir esto; por
tal razón habla, con franqueza y siempre, la verdad. Por su parte, los lisonjeros son gente de bajo ánimo, y
los bajos de ánimo suelen ser lisonjeros. No es propio del magnánimo acordarse de los males recibidos, sino
más bien prevenirlos. Poco aprecia la alabanza, pero desprecia que otros sean vituperados. Y él no habla mal
ni aun de sus propios enemigos, a no ser que le hagan afrenta. Tampoco va rogando a nadie; es de voz
sosegada y hablar pausado. Y quien en esto es falto es de poco ánimo; más el que en ello excede es soberbio;
aunque no es malo, pues no hace mal ninguno [F3], sino hombre de erradas opiniones.
El que sabe que merece poco es discreto. Mas, quien es de poco ánimo, ya que se priva de lo que es
merecedor por no conocer su propio valor, es un cobarde; pues, creyéndose indigno, deja de emprender los
buenos hechos. El que se tiene por digno de grandes cosas no siéndolo dícese hinchado. La gente hinchada
no se conoce a sí misma a la clara, por eso es necia; pues los tales, creyéndose los más dignos del mundo,
emprenden las cosas más honrosas, y al no poder hacerlas, quedan abochornados. No obstante, es la
poquedad de ánimo más contraria a la magnanimidad que la hinchazón, porque es más frecuente [F1].
Cap. IV. - La virtud que consiste en el desear de la honra y no tiene nombre propio
(Al apetecer de las honras menores podríamos llamarle modestia.) El ambicioso apetece la honra más de
lo que debería y el negligente no se alegra ni aunque le honren por las buenas cosas. Aquí el justo medio es
apetecer los honores como debe.
Cap. V. - De la mansedumbre y la cólera
La mansedumbre es el justo medio respecto al enojo: el manso –basado en su experiencia–, se enoja
solo en lo que y con quien debe, como, cuando debe y tanto tiempo cuanto debe, pues evita las alteraciones
de ánimo. No es vengativo, sino benigno y misericordioso. Al defecto llámese flema: quienes no se enojan
en lo que conviene parecen tontos; pues el que de nada se enoja, parece que ni siente, ni se entristece; y
dejarse uno afrentar o aguantar que los suyos lo sean, parece cosa de hombre bajo. Los coléricos o irascibles
fácilmente se enojan, y más de lo que deberían, pues no se habituaron a refrenar las iras; los peores de estos
son los terribles, que se enfurecen por lo que no deberían y no desisten de la saña hasta ejercer venganza;
este es el exceso más contrario de la mansedumbre, porque los hombres se inclinan más bien a vengarse
[aquí Aristót., tal vez por atenerse rígidamente a su esquema de proporciones en la virtud, no expresa la
principal razón para condenar la venganza: que suele ser muy injusta por causar graves daños al Otro].
Cap. VI. - De la virtud consistente en las conversaciones y en el común vivir, y sus contrarios
Entre las virtudes sin nombre propio está tratar llanamente con los colegas. En las conversaciones,
algunos en nada contradicen; otros, a todos, y con todos se enoja: los insufribles o terribles [mitad del Cap.
V]. El justo medio es hablar lo que y como conviene. Este hábito, a diferencia de la amistad, no involucra la
pasión; pues en él igual se trata a los conocidos que a los desconocidos, encaminando la conversa a lo
honesto y a lo útil. Aunque hay que conversar en diferente forma con los notables que con la gente común;
deseando, eso sí, dar contento a todos, y guardándose en lo posible de causar pena. Quien solo busca
mostrarse dulce, llámase apacible; pero el que va tras algún provecho es un lisonjero.
VII. - De los que dicen verdad y de los que mienten en palabras o en obras o en disimulación
El arrogante y fanfarrón quiere mostrar tener las cosas ilustres que no tiene, o si las tiene, las presenta
mayores de lo que son. El disimulado niega o empequeñece los bienes que tiene. Representa el justo medio
en esto quien en su vivir y su decir trata toda verdad, y confiesa sin más lo que siente de sí, y no lo enaltece
ni disminuye. Ambos tipos de mentirosos son reprochables, pero más el arrogante. Este es aún más ruin si
actúa así por codicia que si lo hace por buscar honra. Es menos vicioso el disimulado que finge no haber en
sí las cosas más ilustres (al estilo de Sócrates); pues no parece mentir por intereses, sino por no dar a nadie
pesadumbre. Pero los que fingen no tener las cosas pequeñas y manifiestas, dícense maliciosos o astutos.
Cap. VIII. - De los cortesanos en su trato, y de sus contrarios
Quienes en ratos de ocio se exceden en decir gracias parecen truhanes insufribles (= bufones); mas los
no las dicen y aun se molestan con los que las dicen parecen toscos groseros. Los que moderadamente se
alegran y alegran a los otros llámanse cortesanos (= ingeniosos, graciosos). Aquí no hay recetas, pues lo que
a un interlocutor le parece odioso a otro le resulta agradable; una pista para tratar de acertar en esto es que: lo
que uno gusta decir, también lo oirá de buena gana. Como norma general, no hay que mofarse de nadie.
Cap. IX. - De la vergüenza
La expresión de vergüenza parece alteración corporal más que un hábito. Suele darse en los jóvenes
quienes, al dejarse regir por sus afectos, hierran en muchas cosas, y la vergüenza les es como un freno. Pero
el viejo no ha de hacer nada de qué avergonzarse, pues la vergüenza es efecto de cosas ruines, que es bueno
evitar. Y propio de hombre ruin es hacer cosas afrentosas. La desvergüenza (= descaro) es del todo mala.

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