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SAID

(La solidaridad)

Cuando Ángel llegó a la escuela un lunes por la mañana, vio tanto alboroto
que entendió que había pasado algo muy gordo.
Mientras se acercaba al corro de niños que se había formado en el patio,
pensó qué podía haber sucedido.
Quizá la maestra se había puesto enferma aquella misma mañana y estaban
esperando a que llegara la sustituta.
O quizá estaban decidiendo quiénes jugarían en el equipo de baloncesto de
la escuela en esta liga. En ese caso, seguro que no sería elegido, porque
Ángel era el más bajito de su clase. Por eso, cuando querían chincharle lo
llamaban “Tapón”.
Pero el motivo de aquel alboroto era algo muy distinto.
Mejor dicho: era alguien distinto, porque en el centro del círculo había un
niño de piel morena que abría los ojos muy asustado mientras sus
compañeros de clase decían cosas como:
-¿De dónde ha salido este salvaje?
-Seguramente que ha venido en patera, o nadando, desde África.
-¿Cómo te llamas “cara de carbón”?
El niño nuevo se limitaba a mirar en todas las direcciones sin saber qué
decir. Ángel entendió entonces que el recién llegado aún no hablaba su
idioma y levantó la voz:
-¡Dejadlo en paz! ¿No veis que está asustado?
Estas palabras fueron recibidas con una enorme risotada de sus
compañeros, quienes no podían creer lo que estaban oyendo: ángel, el
tapón de la clase, ¡diciendo a los demás lo que tenían que hacer!
Cuando ya iban a darle su merecido, llegó la maestra y presentó al nuevo
alumno:

-Empezará hoy y necesitará la ayuda de todos. Aún está aprendiendo el


idioma. Se llama Said y es de Mauritania aún habla árabe.

Dos semanas más tarde, Said ya se hacía entender un poco, aunque tenía un
acento muy fuerte y algunos lo imitaban para burlarse de él.
Desde el primer momento nadie quiso compartir pupitre con él, excepto
Ángel. Aquello provocó las burlas de toda la clase.

Un día la maestra la clase de Ángel y Said había sido seleccionada para


competir en un concurso de matemáticas contra diez escuelas de la ciudad.
La prueba consistiría en lo siguiente: en un gran pabellón, cada grupo
recibiría una gruesa carpeta llena de operaciones matemáticas que debían
resolver entre todos.
El grupo que terminara antes el trabajo sn cometer ningún error sería el
ganador. El premio era un viaje de tres días a un enorme parque de
atracciones para toda la clase.

Por supuesto, nadie contaba con Ángel y Said. Es más, veían a los
rezagados de la clase como una desventaja para ganar. Seguro que en los
otros grupos, que habían sido escogidos entre las mejores escuelas, no
había dos burros como aquellos.
La tarde anterior al gran día, la clase discutió acaloradamente sobre la
mejor manera de organizarse para resolver las operaciones lo más rápido
posible.

-No os preocupéis- dijo Said para sorpresa de todos-. Ganaremos.

Todos empezaron a reírse de lo que acababa de decir “cara de carbón”. Uno


de los líderes le gritó:
-Tú a callar, que en tu vida no has contado otra cosa que camellos y dunas.
Si vas al parque de atracciones con tu amiguito será gracias a nosotros.

Dicho esto, el grupo volvió a planear lo que haría al día siguiente.

-Tal vez tengan razón- dijo Ángel a Said cuando estuvieron solos-. Quizá
sobramos en el concurso de mañana y no tenemos derecho al premio.
-Nadie sobra- respondió con su fuerte acento-. Eso me lo explicaba siempre
mi abuelo con una historia muy antigua. Un país fue invadido por un
ejército muy cruel. Cuando un cojo avisó a un ciego del peligro que
corrían, el ciego cargó al cojo a las espaldas y escaparon juntos. Se
salvaron porque aprovecharon lo mejor de cada uno.

El día del concurso todos estaban muy nerviosos excepto Said.


Ángel era un desastre en matemáticas, pero era muy ágil con las manos,
todo un genio de las manualidades. Al recordar la historia del cojo y el
ciego, de repente entendió cómo podía ayudar: se apoderó del pliego de las
hojas y empezó a repartirlas entre sus compañeros a una velocidad
asombrosa. Recibió incluso una breve felicitación.
Todo marchaba bien hasta que Said, de pie ante el montón de ejercicios
resueltos, dijo:

-Id con más cuidado. Si hay fallos quedaremos descalificados.


-¡Cállate “cara de carbón”!- gritó uno-. ¡Qué sabrás tú!
Para demostrar que él no hablaba por hablar, Said corrigió un lápiz el
resultado de una complicada multiplicación de diez cifras. El chico que le
había insultado le arrancó la hoja para ver lo que había hecho.
Tras repasar mentalmente toda la operación, se puso rojo como un
pimiento.

-Said tiene razón. Había un fallo.


Dicho esto la clase volvió a trabajar con furia mientras Ángel corría con los
ejercicios resueltos hasta Said, que daba el visto bueno o hacía correcciones
en un periquete.

El juez examinó los ejercicios con desconfianza. Comprobó que estuvieran


todos y que los resultados fueran exactos.
Entonces dijo:
-Habéis ganado.

La clase entera recibió la noticia con un estallido de alegría. Subieron a los


hombros a Ángel y a Said, quienes habían sido decisivos para ganar el
concurso.
Desde las alturas, Ángel preguntó a su amigo:
-¿Cómo es que sabes tanto de matemáticas? ¡Eres un genio!
-¿De qué te extrañas? ¿No sabías que los números que utilizáis los trajimos
los árabes hace muchos siglos? Por eso en mi país hay tan buenos
matemáticos.
Y no pudieron hablar más, porque la fiesta siguió hasta la tarde con un gran
banquete que la escuela organizó en honor a los ganadores.

Campaña por un mundo mejor.

Hay muchas iniciativas que pueden hacerse desde tu misma clase: una
recogida de medicamentos para países necesitados, una campaña
informativa para comprender y respetar a las distintas culturas, o una
recolecta para las víctimas de la guerra o de una catástrofe natural.

“El árbol no niega su sombra ni al leñador”. (Proverbio hindú)

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