Tomo I
Borda, Guillermo A.
Abeledo-Perrot
1998
ÍNDICE
§ 1.- Generalidades
§ 2.- Elementos
A.- LOS SUJETOS
B.- EL OBJETO
C.- LA CAUSA
§ 3.- Fuentes de las obligaciones
§ 4.- Interdependencia de las obligaciones principales y accesorias
§ 5.- Modalidades de las obligaciones
CAPÍTULO II - EFECTOS
I. CUMPLIMIENTO DE LA PRESTACIÓN
§ 1.- Cumplimiento voluntario
§ 2.- Cumplimiento forzado
§ 3.- Medios de compulsión
A.- RECURSOS LEGALES Y CONVENCIONALES
B.- LAS ASTREINTES
§ 4.- Ejecución por un tercero
I. ACCIÓN SUBROGATORIA
III. PRIVILEGIOS
I. TRANSMISIÓN
I. PAGO
II. NOVACIÓN
III. COMPENSACIÓN
§ 1.-Compensación legal
§ 2.- Compensación judicial
§ 3.- Compensación facultativa
IV. TRANSACCIÓN
§ 1.- Objeto
§ 2.- Forma y prueba
§ 3.- Efectos
§ 4.- Nulidad
V. CONFUSIÓN
VI. RENUNCIA
§ 1.— Generalidades
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Toda obligación presenta, por tanto, un aspecto activo: un poder o facultad de exigir algo; y uno
pasivo: un deber de dar, hacer o no hacer. La facultad y el deber son aspectos distintos de un
concepto unitario, que es la obligación. Son el anverso y el reverso de una misma medalla, pues no
se puede concebir crédito sin deuda y viceversa (art. 497 ).
De lo dicho surge que toda obligación supone un sujeto activo o pretensor, llamado acreedor, y uno
pasivo u obligado, llamado deudor; implica también la existencia de una cosa o conducta debida,
denominada prestación.
Como los derechos reales o intelectuales, las obligaciones tienen carácter patrimonial, si bien están
separadas de ellos por profundas diferencias que hemos señalado en otro lugar (Tratado de
Derecho Civil, Parte General, t. 2, núms. 479 y s.). Este carácter patrimonial permite distinguir
claramente estos derechos de otros también personales, pero que no tienen esa naturaleza; tal como
los derechos de familia, los llamados derechos personalísimos o de la personalidad (véase Tratado
de Derecho Civil, Parte General, t. 1, núms. 310 y s.).
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Pero estas opiniones no han tenido mayor eco doctrinario. Repugna a la idea del derecho,
concebido como un orden ético, esta opinión de ver en la relación obligatoria nada más que una
responsabilidad patrimonial. La obligación es, ante todo, un deber de conducta; un hombre
honorable cumple con los compromisos contraídos sobre todo porque siente el deber moral de
hacer honor a la palabra empeñada. La responsabilidad obra a modo de coacción, pero tiene
carácter evidentemente secundario respecto del deber asumido. La posibilidad de que en
determinados casos concretos no se cumpla el deber de prestación no trae consigo la irrelevancia
del deber; lo que importa es la existencia misma del deber (ver nota 5).
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Agreguemos que aunque lo normal es que la responsabilidad acompañe la deuda, hay hipótesis de
excepción de deudas sin responsabilidad; tal es el caso de las obligaciones naturales: la deuda
existe, pero su incumplimiento no permite al acreedor desencadenar contra el deudor un
procedimiento coactivo para ejecutar sus bienes. Hay también deudas con responsabilidad
limitada: el deudor no responde ya con todo su patrimonio, sino con una parte de él; tal es, por
ejemplo, la situación del heredero beneficiario respecto de las deudas contraídas por el causante.
Suelen citarse, asimismo, algunos casos de responsabilidad sin deuda: tal sería el del fiador, que
responde por las deudas del afianzado; o el del adquirente de un bien hipotecado, que responde
con el bien en caso de incumplimiento de su antecesor en el dominio; o del principal que responde
por culpa de su dependiente. Empero, es claro que en ninguno de estos casos puede decirse que no
haya deuda. Es verdad que, en todos ellos, el deudor principal es un tercero; pero también es
deudor el fiador, el adquirente del bien o el principal. Es una deuda voluntaria o legalmente
asumida y no porque tenga carácter subsidiario deja de serlo. Por último, se habla de
responsabilidad sin deuda actual, lo que acontecería en el supuesto de la fianza de una obligación
futura y condicional o en la hipoteca dada en garantía de una deuda del mismo carácter (ver nota
8).
Los ejemplos no son convincentes. En la fianza no hay responsabilidad del fiador mientras no nazca
la obligación principal; el nacimiento de la responsabilidad, como el de la deuda, dependen de un
mismo acontecimiento futuro e incierto. En el segundo caso, si bien el gravamen hipotecario es
actual, ello no significa que la responsabilidad sea actual y anterior al nacimiento de la obligación
condicional. Sostener lo contrario implica confundir la preferencia asegurada antes del nacimiento
de la obligación con responsabilidad, que no puede existir sino después que la deuda nació (ver
nota 9).
En suma, puede concebirse deuda sin responsabilidad, pero no responsabilidad sin deuda. Otra
prueba de que lo esencial en la relación obligatoria es el deber y no la responsabilidad.
1115/4
En el terreno delictual, la responsabilidad era también referida primitivamente al cuerpo del delito.
Las XII Tablas acogieron la ley del Talión; ojo por ojo, diente por diente. Es decir, el delincuente era
pasible de una venganza por parte de la víctima. Luego se autorizó la composición convencional: si
la víctima lo quería, el delincuente estaba exento de la obligación de someterse a la obligación
personal, pagando una multa en dinero. Más tarde la composición fue legal, es decir, impuesta por
el Estado. Hacia fines de la República la idea de la obligatio, similar a la que emerge de un contrato,
se había extendido ya a la responsabilidad emergente de un delito.
En la época clásica (Imperio) la teoría de las obligaciones alcanzó su pleno desarrollo. Tan
admirable fue la labor de los jurisconsultos romanos en esta materia, que la ciencia jurídica de los
siglos posteriores poco ha podido agregar a lo que ellos hicieron. Más fuerte que el bronce, dice
JOSSERAND, ha sobrevivido a la caída de los imperios y hasta de las civilizaciones. Y agrega que
esta perennidad se explica no sólo por la perfección de la obra, sino también por la circunstancia de
que la materia de las obligaciones es una de las más abstractas y, por tanto, de las más
intercambiables; las mismas reglas pueden ser aplicadas y convienen a pueblos que, respecto del
derecho de familia o de la organización del Estado, tienen las ideas más opuestas (ver nota 12).
1115/5
5.— Pero si la apariencia formal permanece más o menos inmutable, las transformaciones se han
operado en la sustancia. Así, se advierte un mayor intervencionismo del Estado en los contratos
entre los particulares (aunque, desde luego, Roma no desconoció ese intervencionismo, bien que no
con la extensión actual); la concepción estricta de los derechos subjetivos como una potestad
absoluta e incausada es hoy sustituida por la de derechos encaminados hacia un fin lícito, de los
cuales no se puede abusar; la noción de la buena fe ha invadido todo el derecho de las obligaciones
y de los contratos, iluminándolos con una luz nueva; la lesión, admitida ya en Roma, se aplica hoy
en casi todo el mundo sobre la base de principios más amplios y generales; la idea de culpa como
fundamento exclusivo de la responsabilidad extracontractual ha sido completada y vigorizada con
la teoría del riesgo creado; han aparecido nuevas fórmulas, como los contratos colectivos, los
contratos de adhesión, la teoría de la imprevisión, las obligaciones nacidas de voluntad unilateral,
etcétera. En sus grandes líneas, todas estas novedades son expresión de una sustitución paulatina y
firme de la concepción liberal del derecho, por otra nueva, imbuida de un contenido moral y social.
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: La bibliografía sobre la materia es inagotable; mencionamos, pues, sólo las
obras principales: LLAMBÍAS, Obligaciones, Buenos Aires; COLMO, Obligaciones, 3ª ed., Buenos
Aires, 1944; SALVAT-GALLI, Obligaciones, Buenos Aires, 1952; LAFAILLE, Tratado, Obligaciones,
1947; BUSSO, Código Civil Anotado, ts. 3 y s.; BELLUSCIO-ZANNONI, Código Civil Anotado, ts. 2
y 3; DE GÁSPERI, Tratado de las obligaciones, Buenos Aires, 1945; REZZÓNICO, Estudio de las
obligaciones, 9ª ed., Buenos Aires, 1961. En la doctrina francesa tiene especial significación la obra
clásica de DEMOGUE, Traité des obligations en général, París, 1923, además de los tratados
magistrales de PLANIOL-RIPERT. BAUDRY LACANTINERIE-BARDE, JOSSERAND, COLIN-
CAPITANT-JULLIOT DE LA MORANDIÈRE; en la doctrina italiana, además del Tratado de las
obligaciones, de GIORGI, hoy algo envejecido, véase GANGI, Le obbligazioni, Milano, 1951;
GIORGIANNI, La obligación, trad. esp., Barcelona, 1958; MESSINEO, Tratado, ed. castellana,
Buenos Aires; en la doctrina española tienen particular relevancia las obras de HERNÁNDEZ GIL,
Derecho de las obligaciones, Madrid, 1960, y PUIG BRUTAU, Fundamentos de derecho civil, t. 1,
vol. 2, además de los tratados generales de PUIG PEÑA y CASTÁN TOBEÑAS; en la doctrina
alemana debe destacarse la obra magistral de LARENZ, Obligaciones, trad. esp., Madrid, 1958, y el
Tratado, de ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1. Para el estudio de la jurisprudencia nos ha sido
muy útil el Código Civil Anotado, de SALAS, además de la obra ya citada de BUSSO.
(nota 7) LARENZ, loc. cit. En sentido concordante, HERNÁNDEZ GIL, Obligaciones, núms. 19 y s.
(nota 8) En este sentido véase GANGI, Le obbligazioni, nº 19.
(nota 9) De acuerdo: HERNÁNDEZ GIL, Obligaciones, nº 23, D; CARNELUTTI, cit. por GANGI,
loc. cit. en nota anterior; PUIG BRUTAU, Fundamentos de derecho civil, t. 1, vol. 2, p. 47.
§ 2.— Elementos
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6. LOS SUJETOS.— Toda obligación tiene un sujeto activo o acreedor y uno pasivo o deudor.
Pueden ser sujetos únicos o múltiples; la pluralidad de acreedores o deudores crea complejos
problemas que se estudiarán en su momento.
Ordinariamente se piensa en las obligaciones como relaciones en las que cada uno de los sujetos
oficia exclusivamente como acreedor o como deudor; este esquema es frecuentemente inexacto,
sobre todo en el terreno de los contratos, en los que las partes son simultáneamente acreedores o
deudores recíprocos; así, por ejemplo, en la compraventa, el comprador debe el precio y el
vendedor la cosa. Es claro que aun en ese caso pueden aislarse conceptualmente dos obligaciones
distintas, en cada una de las cuales una parte es acreedora y sólo acreedora, y otra es deudora y sólo
deudora.
Los sujetos deben ser determinados o determinables. Una obligación en la cual no pudiera
determinarse quién es acreedor y quién debe, deja de ser obligación. Pero nada se opone a una
indeterminación provisoria del sujeto, tal como ocurre en las ofertas al público, las promesas de
recompensas, los títulos al portador, etcétera. Otro ejemplo interesante de indeterminación relativa
de sujeto lo presentan las llamadas obligaciones ambulatorias o propter rem, de las que nos
ocupamos a continuación.
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a) Tanto el acreedor como el deudor son titulares de un derecho real sea sobre la misma cosa, sea
sobre dos cosas vecinas. Por ello ha podido decir Aberkane que la obligación propter rem une a los
titulares de dos derechos rivales; resuelve ese conflicto instituyendo entre los derechos una
coexistencia pacífica y un modus vivendi aceptable (ver nota 2).
b) Puesto que la obligación propter rem está siempre vinculada a un derecho real se transmite junto
con ese derecho. El enajenante queda liberado de la obligación que pasa al adquirente. Por eso se
han llamado obligaciones ambulatorias. Otra consecuencia de este carácter es que el deudor puede
liberarse de su obligación haciendo abandono de la cosa.
c) La obligación propter rem es propiamente una obligación y no un derecho real, porque el sujeto
pasivo debe una prestación de dar, hacer o no hacer, y porque responde de su cumplimiento con
todo su patrimonio.
Como ejemplos de esas obligaciones podemos citar la que pesa sobre los vecinos de contribuir al
deslinde y amojonamiento (arts. 2746 y 2752 ); la de cerramiento forzoso (art. 2726 ); la obligación
de los condóminos de contribuir a los gastos de la cosa común (art. 2685 ); la del usufructuario de
contribuir a los gastos de la cosa en proporción al goce que tiene de ella (arts. 2881 y s. y 2894 y s.);
la del acreedor pignoraticio de cuidar diligentemente la cosa que tiene en su poder (art. 3225 ),
etcétera (ver nota 3).
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8.— Se ha discutido si la obligación que pesa sobre el poseedor de una cosa hipotecada es propter
rem. Para la teoría clásica, éste era precisamente el ejemplo típico: la obligación de responder pesa
sobre el tercer poseedor, cualquiera que sea; se transmite junto con el dominio; está limitada al
valor de la cosa. A lo que se ha replicado que la única obligación del tercer poseedor es la de
guardar una actitud pasiva; cumple con lo que la ley pide de él, limitándose a dejar hacer; no está
obligado con el resto de su patrimonio. En suma, la ley no lo obliga a pagar, sino a dejar que el
acreedor se cobre haciendo ejecución de su bien; y aunque no haga manifestación positiva de
abandono, el acreedor no puede dirigirse contra sus otros bienes (ver nota 4). La opinión tradicional
ha sido retomada ahora por ABERKANE, que la presenta bajo un nuevo y seductor aspecto. De la
superposición de dos derechos sobre el inmueble (el hipotecario y el de dominio) nacen
obligaciones propter rem para asegurar el ejercicio de cada uno de ellos. El pago de la deuda
hipotecaria es una primera manifestación; pero ella no es la única. Entre el tercero detentador y el
acreedor hipotecario existe todo un conjunto de relaciones jurídicas, cuya naturaleza sólo puede ser
clarificada por la teoría de las obligaciones propter rem; así, por ejemplo, la obligación de
conservación que corresponde al poseedor y la de pagar la plusvalía, que incumbe al acreedor (ver
nota 5). Las obligaciones del propietario no se agotan, por tanto, en una mera pasividad, en un puro
dejar hacer; debe también prestaciones activas.
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8 bis.— La circunstancia de que el crédito tenga carácter propter rem no impide su cesión (ver nota
6). Esta solución se aplica, claro está, a los créditos ya nacidos y no a los futuros, que no pueden
desglosarse del derecho real al que acceden.
(nota 1) Sobre este tema es fundamental la obra de ABERKANE, Essai d úne théorie générale de
l’óbligation propter rem en droit positit français, París, 1957; además, véanse cinco estudios de
ALSINA ATIENZA, Introducción al estudio de las obligaciones propter rem, J. A., 1960-II, sec.
doctr., p. 40; Las deudas propter rem y su injustificada confusión con los gravámenes fiscales, J. A.,
1960-II, sec. doctr., p. 56; Las deudas propter rem: el progreso de su reconocimiento doctrinal, J. A.,
1960-II, sec. doctr., p. 6; Diferencias entre las deudas propter rem y el deber del tercer poseedor de
una cosa hipotecada, J. A., 1960-III, sec. doctr., p. 85; La caracterización de las obligaciones reales, J.
A., 1964-II, p. 62; BONNECASSE, Suplément al Traité de BAUDRY LACANTINERIE, t. 5, nº 183;
JUGLART, Obligations réelles et servitudes en droit privé français, Bordeaux, 1937.
(nota 3) Puede verse una enumeración muy completa en ALSINA ATIENZA, J. A., 1960-II, sec.
doctr., ps. 40 y s.
(nota 4) En este sentido: ALSINA ATIENZA, J. A., 1960-III, p. 85; BONNECASSE, Suplément, t. 5, p.
403; JUGLART, Obligations réelles, p. 261.
(nota 6) C. Civil Cap., Sala A, 18/9/1961, causa 69.854 (inédita), con disidencia del doctor
LLAMBÍAS.
B.— EL OBJETO
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9. NOCIÓN.— El objeto es la cosa o hecho sobre el cual recae la obligación contraída. En otras
palabras, es la prestación prometida por el deudor. Este concepto resulta claro cuando se trata de
obligaciones de hacer o no hacer; aquí el objeto es exclusivamente una conducta humana. Pero la
idea se vuelve menos nítida en las obligaciones de dar. ¿Cuál es aquí el objeto? ¿La cosa misma
prometida o la conducta del que promete entregarla? Para la doctrina tradicional, cosa y objeto se
confunden en este supuesto; en otras palabras, en las obligaciones de dar, el objeto es la cosa
prometida; en las obligaciones de hacer o no hacer, es la conducta del deudor tenida en vista al
obligarse. Pero este punto de vista fue objetado por quienes partiendo del principio de que las
relaciones jurídicas sólo se dan entre personas, sostienen que el objeto de tales relaciones sólo puede
ser la conducta humana: en las obligaciones de dar, lo mismo que en las de hacer o no hacer, el
objeto es la actividad prometida por el deudor. En este supuesto, entregar la cosa. La cosa será
cuanto más el objeto del objeto.
Esta tesis ha sido motivo de críticas vivaces. CARNELUTTI propone el ejemplo de la venta de un
cuadro y afirma que el sentido común indica que el objeto de esa relación es el cuadro; la acción del
deudor por la cual lo entrega, no es el objeto de la relación sino el medio en virtud del cual la
relación se cumple y agota. De no ser así, agrega, cuando el deudor no cumple y ha de acudirse a la
ejecución forzosa, se tendría que aceptar que al faltar el acto voluntario del deudor, habría
desaparecido el objeto y que lo que recibiría el acreedor sería un subrogado de aquél (ver nota 1).
Por nuestra parte, adherimos a la concepción de HERNÁNDEZ GIL. Dice este autor que el objeto
de la obligación es la prestación, a cuya caracterización cooperan dos factores. Uno de ellos
constante, que es el comportamiento del deudor; otro variable, que puede o no concurrir, la cosa.
Cuando la obligación consiste en dar o entregar una cosa, ésta, aunque no integre por sí sola el
objeto, forma parte de él. En otras palabras, la prestación, que siempre es conducta, puede o no
estar referida a las cosas. Si va referida a las cosas, como en las prestaciones de dar, aquéllas se
incorporan al objeto. Si no va referida a ellas, como en las prestaciones de hacer, es sólo conducta lo
que integra el contenido de la obligación. Eliminar radicalmente las cosas del objeto no es posible; e
incluso ha de subrayarse que en las prestaciones de dar, las cosas son jurídicamente más relevantes
que el comportamiento desde el punto de vista del objeto, puesto que el comportamiento no es sino
un medio para lograr el resultado querido (ver nota 2).
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10. CARACTERES; REMISIÓN.— El objeto de los actos jurídicos debe ser: 1) determinado; 2)
posible; 3) lícito; 4) conforme a la moral y buenas costumbres. Todos estos caracteres están
contenidos en una norma de denso significado, el art. 953 cuyo estudio hemos hecho en otro lugar
(Tratado de Derecho Civil. Parte General, t. 2, núms. 855 y s.).
1115/11
11. ¿EL OBJETO DEBE TENER CONTENIDO PATRIMONIAL?.— El art. 1169 establece que el
objeto de los contratos ha de consistir en la entrega de una cosa o el cumplimiento de un hecho
susceptible de apreciación pecuniaria. Esta disposición sigue la idea clásica, que encuadraba
estrictamente el concepto de obligaciones en el campo de los derechos patrimoniales. Contra esta
doctrina levantó su protesta IHERING en un famoso trabajo (ver nota 3), que tuvo gran
repercusión. En la doctrina moderna no se duda ya de que las relaciones obligacionales pueden
tener en vista proteger otros intereses que los puramente económicos. La educación de los hijos, el
sostenimiento de hospitales, escuelas, bibliotecas, etcétera, constituyen el fundamento de contratos
frecuentísimos. No se exige, pues, que el acreedor tenga interés pecuniario. Pero ello no quiere decir
que las obligaciones puedan ser ajenas al patrimonio. La cuestión se aclara distinguiendo entre la
prestación u objeto de la obligación, que siempre debe tener contenido patrimonial y el interés
protegido, que puede ser humano, cultural, científico, moral; basta que sea digno de tutela. Pero la
prestación en sí debe ser siempre susceptible de valoración económica porque de lo contrario no
sería posible la ejecución del patrimonio del deudor (ver nota 4).
La idea ha sido expresada con claridad en el Código italiano: “La prestación que forma el objeto de
una obligación debe ser susceptible de valoración económica y debe corresponder a un interés del
acreedor, aunque no sea patrimonial” (art. 1174).
Es necesario agregar, sin embargo, que este modo de enfocar el problema desbroza las dificultades
pero no las concluye. En verdad, estas dificultades quedan ahora trasladadas a esta pregunta
¿cuándo la prestación tiene o deja de tener carácter patrimonial? Es clásico el ejemplo de la persona
que se obliga a no tocar el violín durante las horas de reposo de su vecino. Por lo pronto, se admite
que la posibilidad de valoración económica no existe solamente cuando la prestación tiene un
contenido patrimonial intrínseco, sino también cuando la recibe de la naturaleza de la
contraprestación o de una valoración hecha por las partes, como en el caso en que se conviene una
cláusula penal (ver nota 5). En el ejemplo dado, no hay duda de que la obligación de no tocar el
violín recibiría contenido económico si el vecino se obligara a pagar una mensualidad al violinista
para que no toque o si éste admitiera el pago de una pena para el caso de infringir su deber de
abstención. Pero, de acuerdo con GIORGIANNI (ver nota 6), pensamos que el problema debe ser
resuelto sobre bases más auténticas, vinculadas con el concepto mismo de patrimonialidad de la
prestación. Según este autor, la afirmación de que una prestación es valorable pecuniariamente
significa que, en un determinado ambiente jurídico-social, los sujetos están dispuestos a un
sacrificio económico para gozar de los beneficios de aquella prestación y que esto pueda tener lugar
sin ofender los principios de la moral y de los usos sociales. Así, la energía física del hombre es un
bien objeto de valorabilidad pecuniaria y puede ser, por tanto, contenido de una prestación,
mientras que podría concebirse un ambiente jurídico-social en el que tal valorabilidad faltara,
reconociéndose así a la persona humana mayor nobleza. Algo de esto ocurría en el derecho romano,
en que las prestaciones relativas a las profesiones liberales no eran pecuniariamente valorables. A la
luz de estas consideraciones, la obligación de no tocar el violín es claramente patrimonial.
(nota 1) CARNELUTTI, Diritto e processo nella teoria delle obbligazioni, en Studi Chiovenda, 1927,
ps. 251 y s.; cit. por HERNÁNDEZ GIL, Obligaciones, nº 27.
(nota 3) Ihering, Del interés en los contratos y de la supuesta necesidad del valor patrimonial de las
prestaciones obligatorias, Buenos Aires, 1947.
(nota 4) De acuerdo: SCIALOJA, Diritto delle obbligazioni, p. 45; MESSINEO, t. 4, p. 99, nº 11;
RUGGIERO, Instituciones, t. 2, vol. 1, p. 17; CASTÁN TOBEÑAS, Derecho civil español, t. 3, p. 46;
PUIG PEÑA, Tratado, t. 4, vol. 1, p. 33.
(nota 5) Así lo dice la Relazione del Código Civil italiano, nº 557 (cit. por GIORGIANNI, La
obligación, trad. esp., 1958, p. 42).
C.— LA CAUSA
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12. REMISIÓN.— El problema de la causa atañe no sólo a las obligaciones, sino a toda la teoría de
los actos jurídicos, por cuyo motivo la hemos estudiado en Tratado de Derecho Civil Parte General,
t. 2, núms. 842 y s.
1115/13
Pero hay que decir que el esfuerzo de los juristas ha sido más fructífero en señalar la deficiencia de
la clasificación justinianea, que en elaborar una nueva clasificación que concite un acuerdo más o
menos general. La divergencia de opiniones llega a la anarquía. Ello es en parte explicable, porque
toda clasificación responde a criterios metodológicos y técnicos esencialmente variables.
Según una opinión bastante difundida, las fuentes de las obligaciones deben reducirse a dos: la
voluntad (contratos y voluntad unilateral) y la ley (delitos, cuasidelitos, enriquecimiento sin causa y
otras obligaciones legales) (ver nota 1). Contra esta clasificación se han levantado serias objeciones.
La primera es que esta tendencia simplificadora lleva de la mano a admitir que la única fuente de
las obligaciones es la ley, puesto que la convención de las partes no tiene efecto sino porque la ley le
presta su apoyo. A lo que se ha contestado que si bien esto es verdad, la diferencia de ambas
situaciones es clara, porque en una, la ley actúa como fuente directa e inmediata; en cambio en los
contratos, la fuente inmediata es la voluntad de las partes, en tanto que la ley sólo funciona de
manera mediata (ver nota 2). La réplica no es satisfactoria, porque también en los delitos y
cuasidelitos la ley actúa sólo como causa mediata, ya que la fuente inmediata es el hecho ilícito; no
obstante lo cual, en la clasificación bipartita éste es un supuesto de obligación ex lege.
Sin embargo, nos inclinamos, por otras razones, a admitir la clasificación bipartita. La opinión que
ve en la ley la fuente única de todas las obligaciones, es de clara filiación positivista. Quienes
conciben al derecho como un conjunto de normas positivas y niegan que haya derechos que
aquéllas no reconozcan, es lógico que reduzcan todas las fuentes de las obligaciones a la ley. Pero
quienes aceptamos la idea del derecho natural (véase Tratado de Derecho Civil. Parte General, t. 1,
núms. 8 y s.) y sostenemos que hay derechos que el hombre posee en su calidad de tal, y que
ningún legislador podría negarle, no podemos dejar de ver en la voluntad de las partes una fuente
autónoma de las obligaciones. Esta potestad del hombre de contraer compromisos, este deber de
cumplir con la palabra empeñada, no podría ser desconocido por la ley, porque se trata de un
derecho natural. Lo cual no importa, ciertamente, negar que aquel derecho pueda ser reglado por la
ley y que, por tanto, los contratos, para ser válidos, deban ajustarse a ella. Pero el fundamento de la
obligación no está en la regulación legal del derecho de contratar, sino en la voluntad de los
contratantes.
1115/14
14.— Si desde este punto de vista la clasificación bipartita nos parece satisfactoria, en cambio, desde
otro ángulo hay que reconocer su insuficiencia. Lo que en definitiva interesa es la agrupación de los
supuestos de hecho que justifiquen el nacimiento de una obligación, que la configuren de un modo
peculiar y que la sometan a una disciplina semejante (ver nota 3). Por ello, la clasificación de las
fuentes en voluntad y ley es sólo el primer paso de otra más completa, a realizar dentro de cada una
de aquellas categorías.
Entre las obligaciones voluntarias, cabe distinguir como fuentes autónomas el contrato y la
voluntad unilateral.
Dentro de las obligaciones legales, tienen entidad autónoma los delitos, los cuasidelitos, los hechos
inculpables que desencadenan responsabilidad (responsabilidad objetiva), el enriquecimiento sin
causa y, finalmente, las obligaciones nacidas estrictamente ex lege.
1115/15
15. CUASICONTRATOS.— Los juristas romanos de la época clásica habían observado que ciertas
obligaciones legales tenían una estrecha analogía con algunas contractuales; expresaban aquella
afinidad diciendo que eran como derivadas de contrato (quasi ex contractu). En otras palabras, no
establecían una similitud en el nacimiento o fuente, sino en los efectos, en lo que podría llamarse el
comportamiento jurídico de la obligación (ver nota 4). Pero no hubo una categoría reconocida de
obligaciones cuasicontractuales hasta las Institutas justinianeas. Ejemplos clásicos de cuasicontratos
son la gestión de negocios, el empleo útil, el pago de lo indebido.
La idea del cuasicontrato está hoy en franco desprestigio. En la misma esencia del contrato está el
acuerdo de voluntades; si no lo hay, la fuente de la obligación es distinta. Lejos de una similitud,
hay una diferencia de naturaleza. Lo que no obsta, sin embargo, a que, en cuanto a sus efectos,
pueda en ciertos casos haber una similitud con algún contrato (especialmente notable es la analogía
de la gestión de negocios con el mandato). Pero no puede hablarse de cuasicontrato: hay acuerdo de
voluntades o no lo hay; hay contrato o no lo hay.
El criterio hoy prevaleciente es el de considerar que los llamados cuasicontratos son simples
obligaciones ex lege o bien obligaciones nacidas de voluntad unilateral.
1115/16
16. VOLUNTAD UNILATERAL (ver nota 5).— La idea de que la declaración unilateral de voluntad
pudiera ser una fuente de obligaciones para quien la emitió, fue por primera vez expuesta en
Alemania por KUNTZE y por SIEGEL (ver nota 6), y tuvo una inmediata repercusión en la doctrina
de aquel país y en la italiana. En cambio, los juristas franceses la resistieron por algún tiempo; pero
a partir de la obra de WORMS (ver nota 7) su prestigio se extendió rápidamente y hoy es aceptada
por casi todos los grandes tratadistas (ver nota 8).
La idea de que la voluntad unilateral pueda ser una fuente de obligaciones, choca contra el
pensamiento clásico, según el cual sólo el acuerdo de voluntades podía engendrar tales efectos. Sin
embargo, la observación de la realidad jurídica demuestra que hay numerosas obligaciones que
surgen solamente de la expresión de voluntad del obligado. Como ejemplos típicos pueden citarse
los siguientes: a) Las ofertas públicas, que el declarante se obliga a mantener durante un cierto
tiempo; sin que haya todavía aceptante ni, por consiguiente, acuerdo de voluntades, ya han nacido
obligaciones para el declarante; b) Las promesas de recompensas: concursos por premios científicos
o literarios, recompensas por devolución de objetos perdidos, etcétera; c) La gestión de negocios:
quien la inicia tiene la obligación de continuar la gestión, de conducirse como un administrador
diligente, etcétera, todo esto sin el consentimiento y probablemente ante la ignorancia del dueño del
negocio; d) Los billetes de banco y títulos al portador que obligan al librador desde el momento de
su emisión; e) Las disposiciones testamentarias hechas en favor de legatarios o beneficiarios de
cargos, obligan al heredero por voluntad unilateral del causante.
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17.— Si bien, ya lo hemos dicho, en la doctrina moderna prevalece notoriamente la opinión que
acepta esta fuente autónoma de las obligaciones, no faltan autorizadas voces que la resisten (ver
nota 9). La principal objeción que se formula contra ella, es que no se concibe una obligación sin
sujeto activo y pasivo; mientras no haya sino una declaración de voluntad no aceptada, no hay
sujeto activo y, por lo tanto, tampoco hay obligación. La necesidad de defender en el terreno
práctico este punto de vista, ha obligado a sus sostenedores a analizar los casos más importantes
que se citan como de obligaciones nacidas de voluntad unilateral, para demostrar que la idea es
falsa. En cuanto a las ofertas públicas y promesas de recompensas, mientras no haya aceptante sólo
existe, se sostiene, un estado previo a la obligación, como es el compromiso de mantener el
ofrecimiento durante un cierto tiempo o en ciertas condiciones; pero mientras no haya aceptación
por un tercero, no hay una obligación en sentido propio. En los títulos al portador, tampoco habría
obligación mientras no haya aceptación por el tenedor. En lo que atañe a la gestión de negocios, las
obligaciones del gestor surgirían de la ley y no de su voluntad. Por último, las disposiciones de
última voluntad entrañan un régimen objetivo de disposición de bienes, pero no obligaciones.
Estas objeciones no resisten el análisis. No es exacto que en las ofertas públicas y en las promesas de
recompensas la obligación surja sólo cuando hay aceptación; ya antes de este momento, el
promitente está obligado a mantener la oferta, a realizar las pruebas del concurso, etcétera.
Tampoco es verdad que falte el acreedor; lo que ocurre es que el acreedor está provisoriamente
indeterminado. Pero la declaración de voluntad del promitente contiene ya el procedimiento para la
determinación del acreedor: cualquiera de las personas que se encuentren en las condiciones de la
oferta puede exigir su cumplimiento.
En cuanto a la gestión de negocios la cuestión es todavía más clara, pues el gestor asume
importantes obligaciones sin la aceptación y aun en la ignorancia del dueño del negocio. Los
adversarios de esta teoría dicen que estas obligaciones no nacen de la voluntad del gestor sino de la
ley; en prueba de ello se hace notar que aunque el gestor no quiera continuar ni asumir las
responsabilidades legales, de cualquier modo debe hacerlo. El argumento no es convincente.
Iguales consecuencias se producen en cualquier contrato y no por ello ha de decirse que la fuente
de tales obligaciones es la ley y no el contrato. Estos también imponen a las partes ciertas
obligaciones (algunas expresadas en el contrato, otras surgidas de su reglamentación legal) que
aquéllas deben cumplir, aunque haya cambiado su voluntad y no quieran hoy dar o hacer lo que
ayer quisieron y prometieron. Pues no es la voluntad actual la que obliga, sino la que se declaró en
el momento de contratar. Y aunque esa voluntad haya cambiado, la ley obliga a cumplir. De igual
modo, la voluntad declarada en el momento de iniciar la gestión de negocios (téngase presente que
el acto de iniciar la gestión importa una declaración expresa de voluntad en el sentido del art. 917 )
obliga al gestor a realizar todos los actos propios de ella, aunque luego encuentre pesada la tarea y
quiera desistir.
Insistiendo en este argumento y presentándolo bajo otra faz, BUSSO se pregunta: supongamos que
el gestor entendiera o pretendiera no obligarse a continuar la gestión hasta el fin, ni a tener que
obrar con diligencia, ¿dejarían de existir dichas obligaciones porque el gestor no lo ha querido? (ver
nota 10) Evidentemente, no. Pero ello no prueba nada. Numerosas cláusulas de irresponsabilidad
en los contratos son ineficaces por disposición de la ley, no obstante lo cual el contrato se mantiene
en pie y no por ello puede sostenerse que las obligaciones que de él derivan han nacido de la ley. En
ambos casos, las obligaciones han tenido su origen inmediato en una manifestación de voluntad: el
acuerdo de voluntades en el contrato, la voluntad unilateral en la gestión de negocios. Tanto una
como otra tienen el apoyo de la ley, pero esto no significa que sean obligaciones ex lege a menos
que todas las fuentes se unifiquen en la ley. Pero entonces, neguemos también que el contrato sea
una fuente autónoma.
En cuanto al testamento, es obvio que las obligaciones que impone el causante al heredero respecto
de los legatarios y otros beneficiarios, constituyen una típica obligación, como que tiene todos los
requisitos legales; sujetos, acreedor y deudor, objeto y causa. El testamento podrá ser un régimen
objetivo de transmisión póstuma (ver nota 11), pero las obligaciones que surgen de él para los
herederos o legatarios tienen por fuente una voluntad unilateral, la del causante.
1115/18
18.— Y si se examina la cuestión desde un ángulo filosófico, hay que admitir que la verdadera
fuente de las obligaciones contractuales es la voluntad del hombre. Al asegurarse la fuerza
obligatoria de los contratos, no se hace sino reconocer el poder jurígeno de aquélla. No es lógico,
por tanto, negarle iguales efectos a la voluntad unilateral.
Llama la atención que la atribución de fuerza vinculante a la voluntad unilateral no haya coincidido
con el apogeo del dogma de la autonomía de la voluntad. Por curiosa paradoja, esa idea se abre
paso en el período de rectificación y crisis del dogma de la autonomía. Pero advierte HERNÁNDEZ
GIL, con razón, que no es propiamente una sobreestimación de la voluntad, un extraer de ella sus
últimas consecuencias, lo que ha llevado al reconocimiento de la voluntad unilateral como fuente
de las obligaciones; la tesis se ha impuesto más bien por consideraciones sociológicas, por la
necesidad de proteger a los terceros cuyo interés y confianza han sido suscitados por la declaración
de voluntad. La fuerza obligatoria de ésta se apoya en exigencias de seguridad jurídica y buena fe
(ver nota 12).
La discusión doctrinaria sobre este punto, puede considerarse sobrepasada por los hechos. Las
relaciones de convivencia e interdependencia crecen de modo incesante; los medios de expresión y
difusión, en constante multiplicación y perfeccionamiento, han acercado más a los hombres, han
facilitado los contactos con las masas, con personas desconocidas. Sea por motivos culturales o
económicos, cada día son más frecuentes las promesas públicas de prestaciones en favor de
personas indeterminadas. En la conciencia social y jurídica de nuestros días está cada vez más
afirmado el convencimiento de que el autor de la promesa contrae una responsabilidad y asume
una obligación (ver nota 13).
Claro está que esto no implica sostener que toda declaración unilateral de voluntad produce efectos
obligatorios para el declarante, de igual manera que todo contrato los produce. Y esto por la muy
simple razón de que, como regla, nadie entiende obligarse por su oferta o propuesta mientras ésta
no sea aceptada; por otra parte, el reconocimiento de tales efectos no serviría a ningún interés que
fuera realmente digno de protección. De ahí que no debe admitirse la fuerza vinculatoria de la
voluntad unilateral sino cuando la ley le atribuye ese carácter en vista a un resultado socialmente
deseable. Es con este alcance limitado que la voluntad unilateral ha sido admitida como fuente en
los Códigos italiano (art. 1987), alemán (art. 305), suizo de las obligaciones (art. 8º), portugués (arts.
457 y s.), brasileño (arts. 1505 y s.), peruano (arts. 1956 y s.), mexicano (arts. 1860 y s.). Es también
con estas limitaciones que se acepta en la doctrina predominante (ver nota 14).
1115/19
19. RELACIONES CONTRACTUALES DE HECHO (ver nota 15).— En una obra relativamente
reciente (1947) y que habría de tener importante repercusión, HAUPT llamó la atención sobre
ciertas relaciones jurídicas que tradicionalmente se han considerado como contratos y que, a su
criterio, no encajan dentro de este concepto sino forzando la realidad. Ilustra su idea con el ejemplo
del aviador deportivo que utiliza una pista pública de aterrizaje, por lo cual tiene que pagar la
correspondiente tarifa. Sostiene que no hay contrato; no hay oferta, ni aceptación, ni mutuo
consentimiento; el aviador se limita a aterrizar y por ese solo hecho está obligado a pagar el
servicio. HAUPT las llama obligaciones contractuales fácticas; contractuales, porque tienen los
mismos efectos que tendría un contrato celebrado con ese objeto; fácticas, porque se originan no en
un contrato, sino en una conducta de hecho. Enumera, como ejemplos, la obligación que tiene el
titular de un comercio de pagar los daños y perjuicios sufridos por un cliente que todavía no ha
comprado nada, es decir, que aún no ha contratado; el transporte de favor; la situación jurídica
resultante de un contrato de sociedad que se declara nulo; la relación de trabajo; las relaciones
resultantes de la utilización de transportes colectivos u otros servicios públicos tarifados.
Esta doctrina, si bien replantea agudamente algunos problemas jurídicos vinculados con la fuente
de las obligaciones, no ha merecido buena acogida. Entre los juristas notorios, sólo LARENZ y
PUIG BRUTAU la admiten, bien que con importantes limitaciones. LARENZ reduce su campo de
aplicación al supuesto de relaciones resultantes de la utilización de un servicio público tarifado.
Sostiene que cuando una persona toma un ómnibus, no quiere contratar sino ser transportado de
un lugar a otro; se limita a subir al ómnibus para ser llevado a destino. Objeta también la
denominación de relaciones contractuales de hecho, que sugiere la idea de procesos extrajurídicos y
prefiere hablar de relaciones obligatorias nacidas de conductas sociales típicas (ver nota 16). Por su
parte, PUIG BRUTAU afirma que es una ficción sostener que la obligación de pagar el servicio
público nace de una declaración de voluntad; en verdad no se trataría sino de la valoración del
significado de una conducta social típica, en correspondencia con la concepción imperante en el
tráfico (ver nota 17).
La doctrina de estos autores no resulta convincente. Es obvio que las categorías y ejemplos de
HAUPT parecen tener cómoda cabida dentro de la teoría de los hechos ilícitos (daños ocasionados
al cliente de un establecimiento comercial, o con ocasión del transporte benévolo) o de los contratos
(ejemplos restantes). Aún reducida a los supuestos de conducta social típica, según la terminología
de LARENZ, la doctrina ofrece serias debilidades. Es cierto que quien sube a un ómnibus no piensa
en celebrar un contrato, sino en ser llevado de un lugar a otro; tampoco piensa en contratar el
espectador que va a ver una película o la persona que adquiere un diario. Ellos se proponen gozar
del espectáculo o de la lectura; y no por ello ha de decirse que no han contratado. Aun en los
contratos más típicos y formales la situación es igual; cuando compro una casa, el propósito que me
guía no es firmar una escritura de compraventa, sino adquirir un bien en el que he de vivir o me ha
de producir una renta. El fin último del contrato es siempre o casi siempre económico, lo que no
excluye la voluntad jurídica de contratar para lograrlo. Y cuando una persona sube a un ómnibus
sabe que tiene la obligación de pagar el boleto y que solamente ese pago le da derecho a ser llevado
a su destino; es decir, tiene conciencia clara de que celebra un contrato, de que acepta un servicio
que se le ofrece, adquiriendo derechos y contrayendo obligaciones, por más que la habitualidad y
frecuencia de tales viajes lo lleve a conducirse casi mecánicamente y sin pensar, en cada caso, que
está celebrando un contrato.
Por lo demás, si el problema de las fuentes, según lo sostiene PUIG BRUTAU, interesa como
agrupamiento de supuestos de hecho que justifican el nacimiento de una obligación, que la
configuran de un modo peculiar y la someten a una determinada disciplina (ver nota 18), no se
advierte qué interés puede haber en admitir esta fuente autónoma, si en definitiva las obligaciones
que de ellas surjan han de someterse a la misma disciplina de los contratos, tal como lo reconoce el
propio HAUPT.
(nota 1) En este sentido: BUSSO, t. 3, art. 499, nº 76; LAFAILLE, Tratado, Obligaciones, t. 1, nº 31;
PLANIOL, Traité élémentaire, t. 2, nº 807; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 4, nº 2787;
MESSINEO, t. 4, § 98, nº 11; SCIALOJA, Saggi di varii diritto, t. 1, p. 35.
(nota 2) En este sentido: BUSSO, t. 3, art. 499, nº 81; MESSINEO, t. 4, § 98, nº 11.
(nota 3) PUIG BRUTAU, Fundamentos de derecho civil, t. 1, vol. 2, p. 76; autor que cita la opinión
de FERRANIS, para quien, en definitiva, la doctrina de las fuentes de las obligaciones podría
quedar sustituida por el examen de los grupos que pueden formarse con los hechos operativos que
engendran obligaciones.
(nota 4) En este sentido véase PLANIOL, Classification des sources, Revue Critique, 1904, p. 226.
(nota 6) Sobre el origen de esta teoría véase SARAVIA, op. cit. en nota anterior, ps. 403 y s.; y
MARTIN DE LA MOUTTE, L’acte juridique unilatéral, núms. 276 y s.
(nota 9) Véase, principalmente, la prolija argumentación de BUSSO, t. 3, art. 499, núms. 178 y s.
(nota 13) En este párrafo hemos seguido muy de cerca la excelente exposición de HERNÁNDEZ
GIL, Obligaciones, nº 84, p. 253.
(nota 14) DEMOGUE, Obligations, t. 2, nº 18; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, Obligations, t.
1, nº 28; JOSSERAND, t. 2, nº 10; GÈNY, Methode, t. 2, ps. 162 y s.; MARTIN DE LA MOUTTE,
L’acte juridique unilatéral, nº 356; PUIG PEÑA, t. 4, vol. 1, p. 134.
(nota 15) BIBLIOGRAFÍA: MOYANO, Las relaciones contractuales fácticas, J. A., 1961-IV, sec. doct.,
p. 29; LARENZ, Obligaciones, t. 1, p. 58; PUIG BRUTAU, Fundamentos de derecho civil, t. 1, vol. 2.
ps. 78 y s.
1115/20
20. CONCEPTO.— Según el art. 523 , de dos obligaciones, una es principal y la otra accesoria,
cuando la una es la razón de la existencia de la otra. Tal es el caso de la cláusula penal, la fianza,
etcétera.
Según opinión de algunos autores (ver nota 1) sería nota esencial de la obligación accesoria la
circunstancia de que, por lo menos en un momento dado, coexistan la obligación principal y la
accesoria. Por consiguiente, no tendría este carácter la cláusula penal prevista para el supuesto de
incumplimiento definitivo de la obligación; ella no accede a la obligación principal sino que la
subroga. En cambio sería propiamente accesoria la cláusula penal prevista para compensar el
retardo en el cumplimiento de la obligación principal, puesto que ambas coexisten. Esta opinión,
sostenible en el plano de la pura teoría, no se ajusta al sistema de nuestro Código. Para éste, basta
para reconocer carácter principal y accesorio a las obligaciones, que una sea la razón de la existencia
de la otra (art. citado). Y de acuerdo a esta idea, es evidente que la cláusula penal es accesoria,
puesto que no se concebiría sin la existencia de la obligación principal.
El art. 524 agrega que accesorios de la obligación vienen a ser, no sólo todas las obligaciones
accesorias, sino también los derechos accesorios del acreedor, como la prenda o hipoteca. Hay en
este texto una mezcla de derechos reales y personales, sin duda objetable del punto de vista de la
técnica legislativa; pero VÉLEZ se propuso dejar sentado que también estos derechos reales deben
considerarse dependientes o accesorios del crédito principal y que, por tanto, están ligados a su
suerte, de modo similar a las obligaciones accesorias.
1115/21
21.— Las obligaciones accesorias pueden tener su origen en la voluntad de las partes o en la ley.
Aunque, sin duda, la fuente más fecunda es la voluntad del obligado, nada se opone a que lo sea
también la ley. Así, por ejemplo, tienen ese carácter las multas establecidas para el contribuyente
que no paga en término los impuestos. También se ha señalado como ejemplo de obligación
accesoria legal, la de pagar los daños y perjuicios en caso de inejecución de la obligación principal
(ver nota 2);pero es evidente que aquí no estamos en presencia de una relación obligacional distinta
de la obligación incumplida, sino de uno de los efectos propios de cualquier obligación (ver nota 3).
1115/22
22. ESPECIES.— El carácter principal o accesorio de una obligación puede referirse a su objeto o a
las personas obligadas (art. 524 ).
a) Son accesorias en cuanto a su objeto cuando son contraídas para asegurar el cumplimiento de
una obligación principal; como son las cláusulas penales (art. 524 ).
b) Son accesorias en cuanto a las personas obligadas, cuando éstas las contrajeren como garantes o
fiadores (art.524 ).
1115/23
a) Extinguida la obligación principal, sea por pago, o por cualquiera de los otros medios de
extinción, o declarada su nulidad, queda también extinguida la obligación accesoria (art. 525 ).
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1115/25
25.— Si la ley no establece disposición en contrario, debe admitirse que el término de prescripción
de la obligación accesoria es el mismo que el de la principal (ver nota 5) y que corre para ambas
conjuntamente (ver nota 6).
1115/26
26. CASOS ESPECIALES.— El Código contiene algunas disposiciones que parecerían importar
excepciones a las reglas sentadas en el número precedente; pero, salvo la muy peculiar y anómala
solución del art. 1994 relativa a la fianza, a la que aludiremos más adelante, se trata sólo de
excepciones aparentes, según lo pondremos de relieve.
a) Según el art. 664 subsistirá, sin embargo, la obligación de la cláusula penal, aunque la obligación
no tenga efecto, si ella se ha contraído por otra persona, para el caso de no cumplirse por ésta lo
prometido. El supuesto legal es el siguiente: una persona contrae una obligación a nombre de otra
(de quien no tiene poder) y estipula que, para el caso de que la persona por quien se obligó, no
pueda o no quiera cumplir, él pagará personalmente una pena convenida. Pero es claro que aquí no
hay obligación principal y obligación accesoria. No hay más obligación que la contraída por el
promitente, único obligado hasta el momento en que la persona por la cual prometió se allane a
ejecutar la prestación prometida (ver nota 7).
El art. 666 dice que es igualmente válida la cláusula penal que ha sido puesta para asegurar el
cumplimiento de una obligación que no pueda exigirse judicialmente, como son las obligaciones
naturales. Es lógico que así sea, puesto que como la obligación existe (aunque el deudor no pueda
ser compelido a cumplirla) la obligación accesoria de garantía mantiene su validez.
b) El art. 1994 establece que si la causa de la nulidad de la obligación principal fuera la incapacidad
del obligado, el fiador será responsable como único deudor, aunque ignorase la incapacidad. Esta
disposición es contradictoria con la naturaleza accesoria de la fianza y es difícilmente justificable
(véase sobre esta disposición, Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, nº 1850).
(nota 2) BUSSO, t. 3, arts. 523 y 524, núms. 16 y s.; LLERENA, t. 2, p. 453, nº 1; AUBRY Y RAU, §
304, nota 1.
(nota 4) C. Civil Cap., Sala D, 10/8/1954, L. L., t. 76, p. 618; C. Civil 1ª Cap., 30/9/1936, L. L., t. 4, p.
182; C. Civil 2ª Cap., 6/12/1933, J. A., t. 44, p. 692; C. Com. Cap., Sala B, 17/11/1952, L. L., t. 71, p.
277.
(nota 5) C. Civil 1ª Cap., 27/8/1945, L. L., t. 40, p. 135; C. Fed. Bahía Blanca, 23/8/1934, J. A., t. 49,
p. 57.
(nota 6) C. Com. Cap., 23/12/1944, L. L., t. 37, p. 382.
(nota 7) Conforme con esta interpretación: BUSSO, t. 4, art. 663, nº 20; COLMO, nº 171; MACHADO,
t. 2, p. 384; SEGOVIA, t. 1, nota al art. 664. En cambio, sostienen que hay excepción a la regla del art.
663: SALVAT y su anotador GALLI, t. 1, nº 202; también parecen alineados en este sentido
LAFAILLE, t. 1, nº 249, y DE GÁSPERI, t. 1, nº 469, aunque pasan sobre el problema sin detenerse
en él.
1115/27
CAPÍTULO II - EFECTOS
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28. ENUNCIACIÓN.— El efecto esencial de las obligaciones es el deber de cumplir las prestaciones
prometidas. Ese cumplimiento es, en la inmensa mayoría de los casos, voluntario. Sea movido por
el sentimiento moral del deudor de hacer honor a la palabra empeñada, sea por conveniencia, sea,
finalmente, por el deseo de evitar la ejecución forzada, la gran masa de las obligaciones surgidas del
tráfico humano recibe cumplimiento espontáneo.
1115/29
Pero como principio, la voluntad obliga y el deudor sólo se exime de la obligación de cumplir si
prueba que medió caso fortuito o fuerza mayor, es decir, si demuestra que no fue culpable, a menos
que aquel acontecimiento hubiera sido ocasionado por su culpa, o hubiera ocurrido después de la
mora (art. 513 ); en numerosas obligaciones, el standard para apreciar si han sido cabalmente
cumplidas es el de la debida diligencia, por lo que toda negligencia está sancionada con la
obligación de reparar. Inclusive la idea de culpa influye en el monto de la reparación, según lo
veremos en seguida.
a) Algunas veces hay responsabilidad contractual sin culpa. Tal es el caso del deudor que ha caído
en insolvencia por factores extraños a su debida diligencia (por ejemplo, crisis económicas, medidas
cambiarias, etc.) y no por ello es menos responsable. Lo mismo ocurre con las personas privadas de
discernimiento, a las cuales es imposible atribuir culpa en el incumplimiento. Cierto es que no
faltan quienes, en su afán de defender el falso dogma de validez universal según el cual no hay
responsabilidad sin culpa, trátese de contratos o cuasidelitos, sostienen que debe admitirse que los
dementes y menores impúberes son culpables de incumplimiento (ver nota 3) Pero así, la noción de
culpa deviene inasible. ¿Cómo atribuir conducta culpable a quien carece de ese juicio elemental que
es el discernimiento?
Sin embargo, el ejemplo del demente da oportunidad para poner de manifiesto la simbiosis del
elemento subjetivo (culpa) y el elemento objetivo (interés social) en el fundamento de la
responsabilidad contractual. No puede afirmarse de modo absoluto que el demente tenga
responsabilidad contractual o no la tenga. Depende del tipo de obligaciones. Partamos del supuesto
de que una persona ha contratado en su sano juicio y luego enloquece. Si se trata de una obligación
de realizar una obra de arte (un retrato, una escultura), la demencia sobreviniente constituye un
caso fortuito que lo libera. Si, en cambio, se trata de un préstamo de dinero, al vencimiento del
plazo podrá ser demandado por reintegro del capital, por más que no haya culpa en su demora o su
negativa (puesto que está loco). En el primer caso, la probada falta de culpa es suficiente para
liberarlo; en el segundo, no.Y es que en este caso, sería contrario a la justicia y comprometería la
seguridad de los negocios, negar acción al prestamista para recuperar el capital. Por ello la
protección de estos intereses prevalece sobre la falta de culpa del demente; en tanto que en el
primer ejemplo, la falta de culpa prevalece sobre las legítimas esperanzas puestas por el acreedor en
el contrato.
De lo dicho hasta aquí resulta claro que no basta la falta de culpa para exonerar de responsabilidad
al deudor: debe tratarse de una falta de culpa calificada, como es el caso fortuito. En otras palabras:
entre la conducta culpable y la situación de fuerza mayor, hay una zona intermedia en que no hay
culpa ni fuerza mayor. En el ámbito de dicha zona, el deudor es responsable, aunque carezca de
culpa (ver nota 4).
Por último, hay también responsabilidad sin culpa cuando el deudor asume el caso fortuito o fuerza
mayor.
b) También se hace sentir la prevalencia del elemento objetivo en lo que atañe a la extensión de la
reparación. Si el fundamento exclusivo de la responsabilidad fuera la culpa, el monto de la
indemnización debería fijarse en función de la gravedad de ella. Pero no es así. El principio es que
la indemnización debe cubrir los daños. Es decir, tiene en cuenta esencialmente el perjuicio, sin que
cuente la importancia o gravedad de la culpa (ver nota 5). Pero es preciso reconocer que la culpa no
es del todo ajena a este problema. El principio es, ya lo dijimos, que la reparación cubra todos los
daños, sea la culpa grave o leve. Si los daños están bien determinados y probados, la indemnización
se ajustará a ellos. Pero hay casos en que los daños son inciertos, están defectuosamente probados; y
el arbitrio judicial juega entonces dentro de límites más o menos amplios. Aquí la noción de culpa
recobra su importancia. El juez sentirá una inevitable simpatía por el deudor que no obstante sus
razonables esfuerzos por cumplir, incurrió en alguna negligencia, de la que debe responder, pero
que humanamente es explicable; en cambio, sentirá repudio hacia el contratante que
deliberadamente no cumplió su promesa, porque luego encontró la oportunidad de hacer un
pingüe negocio con un tercero, a costa de defraudar las legítimas esperanzas del primer acreedor.
En el primer caso, la indemnización será fijada con criterio restrictivo; en el segundo, con amplitud.
Porque el juez no es un seco aplicador de preceptos legales; juzga conductas humanas, aprecia la
buena y la mala fe, y no puede prescindir de su justo impulso de premiar aquélla y castigar ésta.
(nota 4) MAZEAUD, t. 1, núms. 631 y s.; LÓPEZ OLACIREGUI, nota en J. A., 1944-IV, ps. 311 y s.
En sentido concordante: JOSSERAND, t. 2, vol. 1, nº 451.
(nota 5) Véase, sin embargo, lo que más adelante decimos en torno a la interpretación del art. 521
(nº 142).
I. CUMPLIMIENTO DE LA PRESTACIÓN
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1115/30
El principio de la buena fe quiere que los contratos sean interpretados y cumplidos como lo haría
una persona honorable y correcta. Se trata de una pauta general, de la que los jueces harán
aplicación según las circunstancias de cada caso. Hay en la vigencia del principio una cuestión de
equidad y justicia. Las consecuencias prácticas son fecundas:
a) El deudor no sólo está obligado a lo que formalmente esté expresado en los contratos, sino
también a todas las consecuencias virtualmente comprendidas en la obligación de acuerdo con lo
que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión
(art. 1198 ). En un mismo orden de ideas, el art. 575 dispone que la obligación de dar cosas ciertas
comprende todos los accesorios de éstas, aunque en los títulos no se mencionen o hayan sido
momentáneamente separados de ellas. Es decir la obligación debe cumplirse lealmente, sin
defraudar la confianza de la otra parte. Así, si se ha vendido un caballo para entregarlo dentro de
un plazo dado, el vendedor deberá alimentarlo y cuidarlo (obligaciones positivas), abstenerse de
usarlo con exceso de modo de hacer peligrar su salud (obligaciones negativas) (ver nota 2), etcétera.
Estos deberes de conducta, según la terminología de LARENZ (ver nota 3), son más numerosos e
importantes en los contratos de tracto sucesivo, que implican una relación prolongada y a veces un
trato frecuente entre las partes. Así, por ejemplo, el trabajador tiene un deber de fidelidad hacia su
empleador (véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, nº 1004); particularmente, los servidores
domésticos deben abstenerse de divulgar las intimidades de la familia que sirven, sus opiniones
políticas, religiosas, etcétera (art. 5º, decreto 326/1956). Igualmente ilustrativo es el ejemplo del
deber de fidelidad de los socios entre sí (véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, nº 1393).
Por ello mismo, si el día y hora del cumplimiento de la prestación se ha dejado al arbitrio del
deudor, éste no podrá cumplirla a horas intempestivas, por ejemplo, de noche o en cualquier
momento que signifique molestias desusuales o innecesariamente gravosas para el acreedor (ver
nota 4).
Estos deberes de conducta recaen no sólo sobre el deudor, sino también sobre el acreedor, que está
obligado a abstenerse de exigencias contrarias a la equidad y debe guardar, respecto del deudor,
una razonable consideración humana. Así, por ejemplo, el dueño de la obra tiene el derecho de
fiscalizar el desarrollo de los trabajos, pero debe abstenerse de exigencias excesivas, que dificulten
los trabajos o los hagan innecesariamente más onerosos (véase Tratado de Derecho Civil, Contratos,
t. 2, nº 1148). Como ocurre respecto del deudor, estos deberes asumen particular importancia en los
contratos de tracto sucesivo.
b) Si bien el acreedor tiene derecho a exigir el cumplimiento estricto de las obligaciones (y, en
verdad, ese cumplimiento estricto forma parte del deber cumplir con buena fe) no debe llevar sus
exigencias a extremos contrarios a la equidad o la buena fe. Un mínimo de tolerancia está implícito
en toda relación humana. Una transgresión insignificante del plazo (salvo que el cumplimiento
rígido fuera esencial para el acreedor), una falla despreciable en la prestación, no permite al
acreedor reclamar iguales sanciones que el incumplimiento total. Así, por ejemplo, si los defectos de
la obra son insignificantes o de detalles, el dueño carece de derecho a retener la totalidad del precio
y sólo puede exigir la reparación de las exigencias y retener las sumas necesarias para ese objeto
(véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, nº 1092). En otro interesante caso se resolvió que si
el deudor ha consignado todo el capital y sus intereses, faltando sólo nueve días de éstos para ser
completa, corresponde no rechazar la consignación sino aceptarla e intimar el depósito del faltante
(ver nota 5).
Esta solución se vincula con la idea del abuso del derecho, que hemos estudiado en otro lugar
(Tratado de Derecho Civil, Parte General, t. 1, núms. 29 y s.).
(nota 1) C. Civil Cap., Sala C., 26/3/1962, L. L., t. 106, p. 875; C. Civil 1ª Cap., 19/4/1937, L. L., t. 6,
p. 344, y J. A., t. 61, p. 39; íd., 4/6/1941, L. L., t. 23, p. 137; íd., 15/4/1942, G. F., t. 158, p. 82; C. Com.
Cap., 6/4/1943, L. L., t. 30, p. 264; íd., 22/3/1950, L. L., t. 58, p. 830; C. Paz Let. Cap., 28/3/1947, G.
P., t. 73, p. 181; íd., 23/12/1942, J. A., 1943-I, p. 213; C. 2ª Apel. La Plata, 16/6/1944, L. L., t. 35, p.
289; íd., 12/5/1953, J. A., 1953-IV, p. 107; C. Apel. Rosario, 23/3/1945, J. A., 1945-IV, p. 66; C. Apel.
Mercedes, 16/6/1948, L. L., t. 53, p. 679, etc.
1115/31
Una razón de respeto por la personalidad humana ha hecho triunfar en el derecho moderno el
principio de que no es posible ejercer violencia sobre la persona del deudor para forzarlo a cumplir
con una obligación de hacer o no hacer. Pero este principio debe ser aclarado: a) ante todo, se refiere
únicamente a las obligaciones de hacer y no a las de dar, de tal modo que el acreedor tiene derecho
a usar la fuerza pública para obligar al deudor a entregarle una cosa que le debe y que se resiste a
entregar; así, por ejemplo, el inquilino que no entrega la cosa locada al vencimiento del contrato,
puede ser lanzado por la fuerza pública, lo que desde luego supone una coerción física en la
persona misma del obligado; b) en segundo lugar, el art. 629 se refiere únicamente a aquellas
obligaciones de hacer para cuyo cumplimiento fuera necesario ejercer fuerza sobre el obligado; pero
cuando ella no fuera indispensable, el deudor puede ser obligado a cumplir; es así como se ha
decidido que si el vendedor de un inmueble se negara a escriturar, como lo ha prometido, la
escritura puede ser otorgada por el juez (véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 1, nº 461). De
igual modo, puede forzarse el cumplimiento de las obligaciones de no hacer, ya sea mandando
destruir lo que se hubiere hecho (art. 633 ), ya sea mediante embargos, inhibiciones, medidas de no
innovar, etcétera, que impidan al deudor realizar un acto de enajenación que prometió no hacer.
El principio de que no puede hacerse fuerza sobre la persona del deudor, no impide la legitimidad
de ciertos recursos encaminados a lograr el cumplimiento in natura. De ellos nos ocuparemos en los
párrafos siguientes.
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dARZ5fDA001 - JD_V_111510150
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A.— RECURSOS LEGALES Y CONVENCIONALES
1115/32
32. ENUNCIACIÓN.— En las obligaciones nacidas de los contratos, el acreedor cuenta con ciertos
recursos, a veces de origen legal, otras convencional, destinados a obrar sobre la voluntad del
deudor como acicate para cumplir. Tales son la exceptio non adimpleti contractus, y la cláusula
penal. Ninguno de estos recursos tiene el vigor suficiente como para forzar al deudor, pero
importan para él un riesgo o peligro que sólo puede evitar cumpliendo. Igual función psicológica
desempeña la amenaza de ejecución de los bienes que se cierne sobre todo deudor.
1115/33
33. SUPRESIÓN DE LA PRISIÓN POR DEUDAS.— Hemos visto en otro lugar (nº 4) la dureza con
que el derecho romano primitivo trataba al deudor insolvente, y cómo esa situación fue
dulcificándose al punto de negarle al acreedor todo derecho sobre la persona del deudor. Empero,
durante muchos siglos y hasta la época contemporánea, subsistió la prisión por deudas, que más
que un recurso del acreedor contra la persona del deudor, era una sanción penal contra el deudor
irresponsable. En nuestro país fue reglamentada en el orden nacional por la ley 50 (arts. 322 a 325) y
suprimida en 1872, por la ley 514. Subsiste, claro está, la prisión para el caso de quiebra o concurso
fraudulento pero en este caso la pena se impone no en razón de las deudas sino del delito cometido:
la defraudación a los acreedores.
Esta es una solución hoy universal. La conciencia jurídica moderna se rebela ante la idea de que un
hombre honesto pueda ser arrastrado a la prisión por haber caído en insolvencia; parece, además,
un rigor excesivo que viene a pesar principalmente sobre los pobres, lo que repugna a la
sensibilidad social de nuestros días.
Sin embargo, ha de verse una forma de renacimiento, por cierto muy limitado y circunscripto, de la
prisión por deudas, en el delito de incumplimiento de los deberes familiares, que permite
encarcelar al deudor de alimentos. Para llegar a esta consecuencia, ha tenido que erigirse en delito
el incumplimiento de la obligación alimentaria.
1115/34
1115/35
35. a) Modo de fijarlas.— El juez fija una suma de dinero por día, semana, mes, etcétera, de retardo
en el cumplimiento de la condena; vale decir, el monto aumenta en razón directa del retardo. Las
astreintes nunca son definitivas; el juez puede, a su arbitrio, disminuirlas o aumentarlas. Y si bien es
poco probable que las disminuya, en cambio, es relativamente frecuente que las aumente cuando la
suma fijada originariamente se ha revelado ineficaz para obtener el resultado deseado. El monto de
las astreintes no tiene relación con los daños sufridos por el acreedor por el incumplimiento, sino
más bien con la fortuna del deudor, porque lo importante es establecer una sanción que obre como
presión suficiente en el ánimo del condenado.
1115/36
1115/37
Debe agregarse que la aplicación de las astreintes no es concebible cuando la obligación del deudor
se ha hecho de cumplimiento imposible, pues no se trata de una multa por el incumplimiento sino
de un recurso para lograr el pago in natura. Por lo que siendo éste imposible, las astreintes carecen
de fundamento.
De igual modo, se ha resuelto que son inaplicables al artista o literato moroso, porque el respeto por
la creación artística hace repugnante la utilización de todo medio de compulsión. Ni siquiera
podrán utilizarse para obligar al artista a entregar una obra que el acreedor juzga concluida a su
satisfacción, porque el único juez de que la obra está conclusa es su propio autor (ver nota 2).
1115/38
38. d) Desde cuándo empiezan a correr.— Aunque numerosos fallos declaran que las astreintes
corren sólo desde que ha sido notificada al deudor la sentencia definitiva, la Corte de Casación ha
mantenido firmemente el criterio de que ellas empiezan a correr desde que se notificó la sentencia
de primera instancia (ver nota 3).
1115/39
1115/40
40.— Las astreintes se han revelado utilísimas en la práctica de los tribunales. Inspirado en ellas, el
Código de Procedimientos alemán (arts. 888 y 890) ha introducido una multa similar, cuyo
beneficiario es el Estado. Esta fue la solución adoptada en nuestro país por el decreto-ley 4366/55
(art. 7º) sobre ejecución de sentencias de desalojos de campos, que fijó una multa de $ 300 por día de
retención indebida del predio, con destino a la enseñanza común. La diferencia con el sistema
francés es neta, porque ésta es una verdadera pena.
También guarda analogía el comptent of Court del common law, que es una multa impuesta en
caso de desobediencia a resoluciones y decretos judiciales, en beneficio de la parte en cuyo interés
se decreta la medida.
1115/41
El fundamento esencial por el cual los tribunales las resistieron, es que consideraron que su
aplicación importaba una pena no autorizada por la ley. Se ha dicho ya que las astreintes no son
una pena y que este reparo carece de sustento. Se trata de un recurso que está implícito en las
facultades propias de los jueces enderezadas a hacer cumplir sus decisiones. Una razón de prestigio
de la justicia obliga a arbitrar las medidas tendientes a asegurar ese cumplimiento.
Comprendiéndolo así, poco a poco, los tribunales empezaron a hacer aplicación de este recurso, si
bien con notoria timidez. Quizás el primer antecedente sea un fallo de la Cámara Civil 2ª de la
Capital que fijó la suma de $ 100 mensuales hasta que el condenado cumpliera con la obligación de
aislar un molino, del modo de hacer que cesaran los ruidos molestos (ver nota 7). Más tarde la
Cámara Civil y Comercial de La Plata estableció astreintes durante el tiempo que durara la
violación del deber del locador de no turbar por sí o por sus dependientes el goce pacífico del
inmueble por el locatario (ver nota 8). Sin embargo, la tendencia dominante era contraria a este
recurso; y cuando el juez Dr. Anzoategui aplicó una multa de $ 300 diarios para obligar a un
litigante a cumplir el régimen de tenencia de un menor, la Sala A de la Cámara Civil de la Capital
revocó el pronunciamiento juzgando que ninguna disposición legal permitía la aplicación de las
astreintes (ver nota 9). Sin embargo en los últimos años, anteriores a la reforma, este mismo tribunal
abrió las puertas a una aplicación amplia del recurso (ver nota 10).
Esa fue también la jurisprudencia de los tribunales de la provincia de Buenos Aires (ver nota 11).
Con todo, los fallos que aplicaban las astreintes eran muy contados y urgía reglamentarlas en la ley
para contar con un instrumento seguro y no controvertido que permitiera a los jueces forzar el
cumplimiento de sus sentencias. La institución fue propiciada por el Tercer Congreso Nacional de
Derecho Civil reunido en Córdoba en 1961; y en 1967 cuando se dictó el nuevo Código de
Procedimientos para la Justicia Nacional, las astreintes quedaron incorporadas al nuevo
ordenamiento (art. 37). Finalmente la ley 17711 <>, en un texto casi idéntico al del Código de
Procedimientos, las hizo aplicables en todo el territorio nacional.
1115/42
42.— El nuevo art. 666 bis dispone: Los jueces podrán imponer en beneficio del titular del derecho,
condenaciones conminatorias de carácter pecuniario a quienes no cumplieron deberes jurídicos
impuestos en una resolución judicial. Las condenas se graduarán en proporción al caudal
económico de quien deba satisfacerlas y podrán ser dejadas sin efecto o reajustadas si aquél desiste
de su resistencia y justifica total o parcialmente su proceder.
Esta norma plantea diversos problemas que estudiaremos a continuación: a) naturaleza jurídica de
las astreintes; b) campo de aplicación; c) tiempo de pedirlas; d) quién es el beneficiario; e) pautas
generales para fijarlas; f) su carácter provisional; g) principio y fin.
1115/43
43. NATURALEZA JURÍDICA.— Para establecer la naturaleza jurídica de las astreintes conviene
considerar, ante todo, su eventual asimilación a otras figuras con las cuales tienen algunos puntos
de contacto, aunque se diferencian claramente de ellas:
a) No son una pena civil. La pena es una sanción por el incumplimiento; producidos los hechos que
le dan nacimiento, ella tiene carácter fijo y definitivo; el cumplimiento posterior no la deja sin
efecto. Las astreintes, en cambio, son provisorias; y cumplida la obligación, ellas dejan de ser
ejecutables (véase nº 46-4); no son una sanción por el incumplimiento, sino una medida destinada a
lograr el cumplimiento.
b) No son una indemnización de daños: 1) porque la indemnización fija definitivamente los daños
sufridos en tanto que las astreintes son provisorias, aumentan con el transcurso del tiempo y
pueden ser alteradas discrecionalmente por los jueces; 2) porque la indemnización de daños es
resarcitoria y, por tanto, su medida está dada por el monto del daño, mientras que las astreintes son
conminatorias y por ello se fijan en atención a la fortuna del deudor; 3) la indemnización sustituye
la prestación incumplida, en tanto que las astreintes tienden a que dicha prestación se cumpla.
c) No son tampoco una medida cautelar (ver nota 12), pues ésta tiende a asegurar cosas o derechos
que son motivo de litigio o que sirven de garantía del cumplimiento de una sentencia dictada o por
dictarse; las astreintes no aseguran ningún bien, sino que constituyen una condenación accesoria.
Las astreintes son simplemente, una medida de coerción destinada a presionar sobre el deudor para
obtener el pago de la obligación (ver nota 13). Es inútil procurar asimilarlas a otras instituciones,
porque tienen una naturaleza propia, singular, que se resiste a ser encuadrada en otros moldes.
Una de sus características esenciales es que se fijan siempre en dinero (art. 666 bis ).
1115/44
En el campo patrimonial, son aplicables a las obligaciones de dar, hacer o no hacer, sean
contractuales o legales (ver nota 14). Sin embargo, respecto de las obligaciones de hacer, hay que
formular algunas importantes reservas: no serán aplicables a las obligaciones de hacer, cuando
resulte repugnante al sentimiento jurídico la utilización de cualquier medio de compulsión sobre el
deudor para obligarlo a cumplir. Tal es el caso del literato, el escultor, el pintor, que ha prometido
hacer una obra; no puede ser compulsado a entregarla ni siquiera cuando a juicio del acreedor está
concluida a su satisfacción, porque el artista es el único juez de si ella está o no concluida. De igual
modo, no es aceptable obligar a un médico a tratar un enfermo o a un abogado a defender un pleito
por medio de las astreintes. Se trata de obligaciones que no pueden cumplirse cabalmente si el
deudor no lo hace de buena voluntad (ver nota 15). Por último, creemos que tampoco pueden
utilizarse para obligar a una persona a cumplir un contrato de trabajo. Aquí está en juego la libertad
humana, sin contar con que el incumplimiento por parte del trabajador tiene ya sus sanciones
específicas en la reglamentación legal de este contrato. Es ésta la solución expresamente admitida
en el art. 888 del Código Procesal alemán.
1115/45
45.— Las condenaciones conminatorias suponen una obligación de realización factible (ver nota 16),
porque como ellas están destinadas a obtener el cumplimiento en especie, cuando éste se ha hecho
imposible, su aplicación carecería de sentido.
Igualmente, suponen en el deudor una resistencia a cumplir la condena (ver nota 17); lo que
significa que ésta no puede ir acompañada ab initio de condenaciones conminatorias. Estas sólo
pueden fijarse cuando vencido el plazo indicado por la sentencia para el cumplimiento, éste no se
ha hecho efectivo. Por lo demás es necesario recordar que la ley dice que los jueces pueden imponer
estas condenas; queda, pues, librado a su recto criterio, la oportunidad de hacerlo. Y si es claro que
el acreedor puede satisfacer su crédito por otros medios más directos (por ejemplo, la ejecución de
un bien embargado), no corresponde, en principio, la fijación de astreintes. Decimos en principio,
pues las modalidades del incumplimiento y las dificultades para ejecutar al deudor suelen ser
múltiples y en más de una ocasión será aconsejable recurrir a las astreintes. Así, por ejemplo,
pueden aplicarse astreintes para obligar al deudor a cumplir puntualmente su obligación de
alimentos, pues la necesidad que cubre este crédito no se satisface a través del procedimiento de
ejecución, que puede ser prolongado.
45-1.— Las astreintes no se aplican teniendo en cuenta la conducta procesal anterior a la sentencia,
por maliciosa o temeraria que ella sea, por más que ella haya prolongado el pleito
injustificadamente (todo lo cual constituye el campo de acción del art. 622 ), sino la conducta
posterior al fallo (ver nota 18).
Empero, pensamos que en algunos casos excepcionales el juez podría fijarlas de oficio. Así podría
ocurrir si el deudor cumple mal y a destiempo la obligación alimentaria en favor de sus hijos
menores (ver nota 19).
1115/46
46. BENEFICIARIO.— Las astreintes se imponen en beneficio del titular del derecho. La solución
adoptada por nuestra ley, que sigue las aguas de la tradición francesa, se justifica plenamente: a) en
primer lugar, porque el acreedor es el damnificado por el incumplimiento; b) en segundo término,
porque si el beneficiario es el Estado, la medida pierde buena parte de su eficacia, al disminuir el
interés del titular del derecho en su aplicación; c) por último, porque complica la ejecutabilidad de
la sentencia.
En el Código de Procedimientos alemán, la condena ingresa a una Caja estatal (arts. 888 y 890). En
sentido concordante, una ponencia presentada al III Congreso Nacional de Derecho Civil
aconsejaba que los fondos fueran destinados a fines de bien público, pero la sanción definitiva
eliminó esta cláusula (ver nota 20).
46-1.— ¿Son ejecutables las astreintes por el titular del derecho? En la jurisprudencia francesa se
sigue un sistema original. Las astreintes, como tales, nunca son ejecutables contra el deudor. Si el
acreedor quiere hacerlas efectivas, debe pedir que se fijen los daños por la demora o el
incumplimiento y el juez los determinará de acuerdo a los perjuicios reales, únicos que el acreedor
podrá ejecutar (ver nota 21).
Tal sistema se presta a serias objeciones. El valor coercitivo de las astreintes disminuye
sustancialmente, pues en definitiva el deudor sabe que no pagará más de lo que debe. Esta
construcción de la jurisprudencia francesa, explicable quizás ante la ausencia de textos legales que
fundamenten la aplicación de las astreintes, debe ser repudiada en nuestro derecho. En primer
lugar, porque si de lo que se trata es de arbitrar un medio que presione eficazmente en el ánimo del
deudor, para obligarlo a cumplir, hay que reconocer que las astreintes son ejecutables. En segundo
lugar, porque si el art. 666 bis habla de un beneficiario de las astreintes, es porque tiene derecho a
cobrarlas (ver nota 22).
46-2. PAUTA GENERAL PARA FIJARLAS.— Las astreintes no se fijan teniendo en consideración el
valor del interés en juego en el pleito, sino que se graduarán en proporción al caudal económico de
quien deba satisfacerlas (art. 666 bis ). Esta disposición pone de manifiesto muy claramente, según
ya lo hemos hecho notar, que las astreintes no son una indemnización de daños y perjuicios, pues
se fijan con entera independencia de su monto. Lo que se tiene en cuenta es la fortuna de quien
debe satisfacerlas, criterio de todo punto de vista lógico, pues de lo que se trata es de presionar
eficazmente sobre el deudor, para que cumpla la resolución judicial; y sólo una presión económica a
la medida del deudor puede ser eficaz.
Se ha sostenido que fijar las astreintes en atención al patrimonio del deudor es inconstitucional, por
atacar la garantía de la igualdad ante la ley (ver nota 23), Pero esta garantía no significa otra cosa
sino que todas las personas que se encuentren en iguales condiciones, deben recibir el mismo
tratamiento legal. Un pobre y un rico no están en iguales condiciones y pueden recibir un
tratamiento distinto, cuando se trata de obligaciones de carácter patrimonial. Desde antiguo la
Corte Suprema tiene decidido que el impuesto progresivo fundado en el mayor capital o mayores
rentas, es constitucional. Es la aplicación de la misma idea.
Que el juez deba tener en cuenta el patrimonio del deudor, no significa que sea necesario probar su
monto; la fijación de las astreintes queda librada al prudente arbitrio del juez que obra
discrecionalmente (ver nota 24), apoyado en las constancias del expediente y tomando en cuenta, ya
sea datos concretos sobre el monto, ya sea presunciones que indiquen el standard de vida del
deudor. Todo ello sin perjuicio de que el juez pueda ordenar (de oficio o a pedido de parte) algunas
pruebas para formarse un criterio más fundado.
Este carácter provisorio, flexible, de las astreintes permite también al juez aumentarlas cuando las
fijadas primeramente se han revelado insuficientes (ver nota 27).
De lo dicho surge que mientras la sentencia que fija una indemnización de daños, tiene el valor de
cosa juzgada y no puede ser modificada ulteriormente, la que fija las astreintes es eminentemente
provisoria y no atribuye al beneficiario ningún derecho patrimonial definitivo que pueda
considerarse amparado por la Constitución Nacional (ver nota 28). Pero pensamos que cuando las
astreintes han sido recibidas por el beneficiario, ellas se convierten en definitivas y aquél no podría
ser obligado a devolverlas, aunque una nueva resolución judicial las dejara sin efecto. En este caso,
ellas deben considerarse definitivamente incorporadas al patrimonio del beneficiario; lo contrario
sería crear una inaceptable inseguridad en los derechos y podría colocar al beneficiario en una
penosa situación económica cuando ha dispuesto del dinero recibido en la natural confianza de que
ya no podría ser privado de él (ver nota 29).
Pero lo dicho hasta aquí no significa que no pueda —y deba— imputarse lo recibido en concepto de
condenaciones conminatorias, a la indemnización de daños. Si lo que el acreedor reclama es una
suma de dinero, no tendría justificación jurídica alguna que las astreintes siguieran corriendo una
vez que el perjuicio ha sido satisfecho. Naturalmente que entre esos perjuicios hay que calcular el
que se sufrió como consecuencia de la mora que obligó a la aplicación de las condenaciones
conminatorias. Pero en un pleito pueden estar en juego, además del cobro de una suma de dinero,
otras prestaciones; así, por ejemplo, el cumplimiento del régimen de visitas, la cesación del uso
indebido de un nombre, la entrega de una cosa. En tales casos, las astreintes siguen corriendo a
pesar de que la suma fijada para cubrir los daños y perjuicios esté ya cubierta por las astreintes.
46-4. PRINCIPIO Y FIN.— La aplicación de las astreintes requiere la existencia de una sentencia
firme no cumplida; pero no basta con eso para que ellas empiecen a correr. Será indispensable
además, que la resolución que las fija haya sido notificada al deudor (ver nota 31), pues si lo que se
persigue con ellas es un efecto intimidatorio, está claro que el deudor debe saber que le han sido
impuestas.
El curso de las condenaciones conminatorias cesa desde la fecha del auto que las dejó sin efecto (ver
nota 32), Cabe preguntarse si demostrado a posteriori por el deudor, que lo percibido en concepto
de astreintes es superior a lo adeudado o que la prestación ha devenido de cumplimiento
imposible, debe considerarse que las astreintes cesaron ipso iure el día en que se cumplió la deuda
o aquel en que la prestación se ha hecho imposible (y, además están ya satisfechos los daños, si ellos
correspondieren) (ver nota 33). Creemos que hay que distinguir dos situaciones: si las astreintes no
han sido percibidas aún por el deudor, el juez deberá declarar su cese con efecto retroactivo a los
momentos indicados. Pero si el acreedor ejecutó y percibió las astreintes devengadas
posteriormente, reputamos que este pago se ha incorporado definitivamente al patrimonio del
beneficiario y no puede ser privado de él.
(nota 6) COLMO, Obligaciones, nº 55; SPOTA, Tratado, t. 1, vol. 35, nº 1576; LAFAILLE, Tratado,
Obligaciones, t. 1, nº 147; SALVAT, Obligaciones, t. 1, nº 267; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 278;
ALSINA, t. 3, ps. 50 y 119; JOFRE, t. 4, p. 305; y AYARRAGARAY, LEZANA, GALLI, LAZCANO,
REIMUNDÍN y BREBBIA, estudios citados en nota 60.
(nota 10) En este sentido: C. Civil Cap., Sala D, 4/8/1961, E. D., t. 2, p. 755, y J. A., 1961-VI, p. 73
(aplicó una multa de $ 20.000 a la madre que resistía el cumplimiento del régimen de tenencia y
visitas); Sala E, 6/7/1959, J. A., 1959-V, p. 88 y E. D., t. 4, p. 911 (astreintes impuestas para obligar a
los herederos a poner a disposición del juzgado una plantación); Sala C, 29/8/1960, E. D., t. 1, p.
487, y J. A., 1961-IV, p. 368 (aunque el tribunal declaró que las astreintes sólo proceden cuando han
fallado todas las otras medidas reconocidas expresamente por nuestro ordenamiento jurídico para
obtener el cumplimiento de los mandatos judiciales).
(nota 11) C. Apel. 2ª La Plata, Sala II, 2/12/1960, E. D., t. 2, p. 759, y L. L., t. 102, p. 274 (multa diaria
al padre que se niega a entregar los hijos a su madre). En este fallo se cita otro concordante de la
Sala III del mismo tribunal, 8/4/1960, causa 94.097; asimismo, C. Apel. Mercedes, 13/6/1964, J. A.,
1965-IV, p. 410. En igual sentido Sup. Trib. Río Negro, 17/10/1963, L. L., t. 112, p. 712.
(nota 12) Esta opinión ha sido sostenida entre nosotros por REIMUNDÍN, Las astreintes en el
Código Procesal, Civil y Comercial de la Nación, J. A., Doctrina, 1969, p. 537 y s.
(nota 13) De acuerdo: LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 83; SALVAT-GALLI, Obligaciones, t. 1, nº
266; BELLUSCIO-ZANNONI. Código Civil anotado, t. 3, p. 245.
(nota 14) La doctrina es prácticamente unánime. ROCCA, en opinión solitaria, sostiene que sólo son
aplicables en materia extrapatrimonial: Las sanciones conminatorias o “astreintes”, J. A., 1968-V, p.
879, nº 108.
(nota 17) LLAMBÍAS, Estudio de la reforma, p. 192, dice que debe tratarse de un deudor
recalcitrante; SMITH, Incorporación de las “astreintes” en la legislación argentina, dice que estas
condenaciones son un castigo a la persistencia obstinada en la inejecución de un mandato judicial
(L. L., t. 133, p. 1038).
(nota 19) SMITH piensa que el pedido de parte es condición indispensable (Incorporación de las
“astreintes” a la legislación argentina). También el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil
aprobó la ponencia en que se exigía pedido de parte.
(nota 22) De acuerdo: C. Civil Cap., Sala F, 10/2/1976, E. D., t. 76, p. 300: BELLUSCIO-ZANNONI,
Código Civil anotado, t. 3, p. 247 REIMUNDÍN. Las “astreintes”... J. A. Doctrina 1969-541;
LLAMBÍAS, Estudio de la reforma, ps. 199 y s. Este autor nos atribuye la opinión de que las
“astreintes” no son ejecutables por el acreedor. Se trata de un error. En el párrafo que cita para
atribuirnos esa opinión, no hacemos otra cosa que explicar cuál es el sistema seguido por la
jurisprudencia francesa.
(nota 23) ROCCA, Las sanciones conminatorias o “astreintes”, J. A., Doctrina 1968-V-856, nº 117.
(nota 24) De acuerdo: LLAMBÍAS, Estudio de la reforma, p. 194; SMITH, nota en L. L., t. 133, p.
1038.
(nota 25) REIMUNDÍN, Las “astreintes”..., J. A., Doctrina, 1969-545.
(nota 27) De acuerdo: REIMUNDÍN, Las “astreintes” en el Código Procesal, J. A., Doctrina, 1969-
541. En contra: SMITH, La incorporación de las “astreintes” a la legislación argentina, L. L., t. 133, p.
1038.
(nota 29) En cambio, LLAMBÍAS opina que aun en este caso el beneficiario podría ser obligado a
devolver las astreintes, porque, dejada sin efecto la resolución que las fijó, ellas carecerían de causa
y el pago recibido sería restituible, como todo pago sin causa (Estudio de la reforma, p. 205, nota
218). Por las razones que damos en el texto, no compartimos esta opinión.
(nota 31) C. N. Civil, Sala E, 22/7/1960, E. D., t. 4, p. 912, fallo 2.493, y J. A., 1960-V-443.
(nota 32) C. N. Civil, Sala E, 22/7/1960, E. D., t. 4, p. 912, fallo 2.493, y J. A., 1960-V-443.
1115/47
47. RÉGIMEN LEGAL.— El acreedor tiene el derecho de hacerse procurar por otro la prestación
que el deudor no ha cumplido, a costa de éste (art. 505 , inc. 2º). Va de suyo que no tiene derecho a
obligar a un tercero a que cumpla obligaciones extrañas (ello iría contra el principio de la
relatividad de los negocios jurídicos); se necesita su libre consentimiento.
La obligación no podrá ser cumplida por un tercero si se trata de la entrega de una cosa
determinada que se encuentre en poder del deudor o si el contrato ha sido celebrado intuitu
personae, vale decir, teniendo en cuenta circunstancias o condiciones personales que sólo el deudor
posee (por ejemplo, una obra de arte encargada a un artista célebre). En el primer caso, el tercero no
podrá cumplir con la entrega, porque para ello tendría que apoderarse ilegítimamente de la cosa, ya
que él, como tercero, carece de acción para obtenerla por vías legítimas. En el segundo, el
cumplimiento por un tercero resulta inconcebible, pues no podría él cumplir la misma prestación
que el deudor originario.
El tercero que realizó la prestación puede reclamar su pago al acreedor que se la encomendó o al
deudor; en este último caso, el tercero se subroga en los derechos del acreedor y demanda
directamente el pago (arts. 768 , inc. 3º, y 769). Si el tercero demandó el pago al acreedor, éste
puede exigir su reintegro del deudor originario (art. 505 , inc. 2º).
Sobre el régimen del cumplimiento por un tercero de una obligación de dar, volvemos en los núms.
662 y s.
1115/48
Hemos dicho que la indemnización es procedente cuando el deudor no puede (por su culpa) o no
quiere cumplir con su obligación. No debe pensarse, sin embargo, que el deudor está facultado en
cualquier caso a negarse al pago in natura. Por el contrario, el principio es que debe hacerlo en esa
forma y que el acreedor puede obligarlo a que lo haga así; pero en materia de obligaciones de hacer,
la regla general es que el deudor puede negarse a su cumplimiento en especie, resolviéndose su
obligación en la de daños y perjuicios. Esta regla sólo es aplicable en el supuesto de que para hacer
cumplir al deudor renuente sea necesario hacer fuerza sobre su persona, supuesto que cubre la
mayor parte de las obligaciones de hacer, pero no todas; si por el contrario, el deudor pudiera ser
compulsado a cumplir sin hacerse fuerza sobre su persona, el acreedor tiene derecho a reclamar el
pago in natura.
1115/49
En suma: en las obligaciones nacidas voluntariamente se promete algo y ese algo es lo que, ante
todo, debe pagarse; en las obligaciones originadas en un hecho ilícito, nada se ha prometido; la
obligación surge de la ley y se traduce siempre en la indemnización de daños. De esta diferencia
sustancial surge un distinto régimen legal: a) sólo respecto de las obligaciones convencionales existe
la obligación de poner en mora al deudor, salvo que se trate de una obligación con plazo
determinado, en cuyo caso el deudor queda automáticamente en mora al vencerse el plazo (art. 509
); b) el dolo o culpa interesan en las obligaciones derivadas de los hechos ilícitos, como elementos
constitutivos de éstos; están, pues, en la raíz o nacimiento de la obligación; en las obligaciones
convencionales, en cambio, el dolo o culpa del deudor sólo juega en el momento de la inejecución.
Esta distinción entre el régimen jurídico de unas y otras obligaciones, ha sido marcada netamente
en el art. 1107 del Código Civil, según el cual los hechos u omisiones en el cumplimiento de las
obligaciones convencionales no están comprendidos en los artículos del título referente a las
obligaciones que nacen de los hechos ilícitos, si no degeneran en delitos de derecho criminal. A
veces, en efecto, el incumplimiento de las obligaciones contractuales ocurre en circunstancias tales
que importan un delito penal; tal es, por ejemplo, el fraude de los acreedores.
1115/50
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dARZ5fDA001 - JD_V_111510200
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(nota 2) C. Civil Cap., Sala B, 10/10/1960, L. L., t. 101, p. 444; Sala E, 23/3/1962, L. L., t. 107, p. 122;
Sala F, 23/8/1962, E. D., t. 4, p. 353; WAYAR, Tratado de la mora, nº 54, p. 338, BUSSO, t. 3, art. 509,
nº 14; SALVAT, t. 1, nº 87; LAFAILLE, nº 164; MORELLO, La mora, p. 3; COLMO, t.1, nº 105;
ENNECCERUS, t. 2, vol, 1, § 51; Danz, Obligaciones, t. 1, § 22; MESSINEO, t. 4, § 119; PEIRANO
FACIO, La mora en el Código Civil, nº 19.
(nota 3) De acuerdo: C. Civil Cap., Sala A, 17/7/1962, causa 78.013 (inédita); Sup. Corte. Buenos
Aires 3/6/1980, E. D., t. 90, p. 754; PUIG BRUTAU, Fundamentos de derecho civil, t. 1, vol. 2, p.
427; VON TUHR, Obligaciones, t. 1, p. 116; DI BLASI, Il libro della obligazione, nº 80, cit. por
PEIRANO FACIO, La mora en el Código Civil, nº 19.
1.— Interpelación
52. EL SISTEMA DEL CÓDIGO CIVIL Y SU REFORMA.— El anterior art. 509 establecía: Para que
el deudor incurra en mora, debe mediar requerimiento judicial o extrajudicial por parte del
acreedor, excepto en los casos siguientes: 1) Cuando se haya estipulado expresamente que el mero
vencimiento del plazo la produzca; 2) Cuando de la naturaleza y circunstancias de la obligación
resulte que la designación del tiempo en que debía cumplirse la obligación, fue un motivo
determinante por parte del acreedor.
Al establecer que aun en las obligaciones a plazo es menester la interpelación, VÉLEZ siguió la
solución del Código Napoleón (art. 1139), luego adoptada también por otros Códigos (español, art.
1100; uruguayo, art. 1336; peruano, art. 1333; boliviano, art. 730), apartándose del derecho romano
(Código VIII, tít. 38, ley 12) y de la antigua legislación española (Partida V, tít. 2, leyes 15 y 17).
El sistema que requiere que el acreedor interpele al deudor cuando la obligación tiene plazo, es
francamente inconveniente. Al fijarse la fecha del pago, se ha indicado con toda claridad, en qué
momento debe hacer efectiva su obligación el deudor; supeditar el nacimiento de la obligación a un
nuevo recaudo puramente formal, complica inútilmente las relaciones entre las partes. El deudor
conoce exactamente el momento en que debe cumplir; por consiguiente, resulta inútil y superflua la
exigencia de la interpelación, que la mayor parte de los profanos ignoran, perjudicándose
indebidamente en sus intereses. Además, en las relaciones surgidas del trato corriente entre deudor
y acreedor, no resulta simpático un requerimiento formal; cumplido el plazo, el deudor suele
encontrar excusas para su demora, que el acreedor tolera para no llevar las cosas al extremo de una
reclamación legal. Es injusto que esa tolerancia y buena voluntad lo perjudique, privándolo de
percibir intereses o de beneficiarse con cualquiera de las restantes consecuencias de la mora.
El sistema de la mora derivada del solo vencimiento del plazo es el que mejor se ajusta a una
sociedad dinámica, en la que la exigibilidad de las obligaciones no debe depender del
cumplimiento de formalidades complicadas. El que debe, debe, y está obligado a pagar en la fecha
convenida. Esto es lo que indica la buena fe, es lo que hace un hombre honorable y correcto y lo que
conviene a la fluidez del tráfico jurídico.
Todo este sistema tan complicado (y, a veces, verdaderamente absurdo) estaba pidiendo una
reforma. Más aún: los tribunales comerciales se adelantaron a ella y declararon que en materia
comercial, la interpelación era innecesaria, produciéndose la mora por el solo vencimiento del
plazo, porque la naturaleza de las obligaciones comerciales hacía aplicable el inc. 2º del art. 509 (ver
nota 9).
1115/11540
52 bis.— La ley 17711 <>ha introducido en este punto una reforma esencial, al sustituir el art. 509 ,
por el siguiente:
Si no hubiere plazo, el juez a pedido de parte, lo fijará en procedimiento sumario, a menos que el
acreedor opte por acumular las acciones de fijación de plazo y de cumplimiento, en cuyo caso el
deudor quedará constituido en mora en la fecha indicada por la sentencia para el cumplimiento de
la obligación.
Para eximirse de las responsabilidades derivadas de la mora, el deudor debe probar que no le es
imputable.
1115/53
Una corriente jurisprudencial y doctrinaria sostiene que esta disposición debe aplicarse sólo a las
obligaciones de plazo cierto, pero no a las de plazo incierto (ver nota 10) (por ejemplo, la próxima
lluvia, la muerte de una persona, etc.). Creemos que tal interpretación es insostenible. El texto de la
ley es claro: habla simplemente de las obligaciones a plazo, sin introducir ninguna distinción. Y
cualquier distinción que se haga es contraria a la letra y al espíritu de la ley. Quizás esta
interpretación restrictiva podría caber si el art. 509 hubiera fijado como regla general la
interpelación; pero no lo ha hecho así. Si una regla general puede extraerse del art. 509 es la de que
la mora no requiere interpelación, no sólo por ser ésta la regla que encabeza el artículo, sino
también porque las obligaciones a plazo son, con mucho, las más frecuentes. Admitiendo, por vía
de hipótesis (lo que, está claro, no es así) que el primer párrafo del art. 509 no aludiera a las
obligaciones de plazo incierto, ¿por qué habría de exigirse en su caso la interpelación? ¿En qué
norma, en qué disposición legal podría fundarse tal exigencia? La opinión de que en el supuesto de
plazo incierto es necesaria la interpelación, está influida por el sistema del Código Civil en el que
ése era el principio. Pero tal principio ha desaparecido hoy de nuestra ley (ver nota 11).
Puede ocurrir, empero, que por las circunstancias de la obligación, sea verosímil que el deudor no
haya tenido conocimiento del cumplimiento del plazo. Así, por ejemplo, una compañía de seguros
puede ignorar que la persona que contrató un seguro de vida, ha muerto. En tal supuesto, el
principio de la buena fe, sobre el cual el art. 1198 ha puesto el acento tan enfáticamente, exige que
el deudor no sufra las consecuencias de la mora. Si el acreedor (en nuestro ejemplo, el beneficiario
del seguro) quiere que ello ocurra, debe hacerle conocer el cumplimiento del hecho. Pero hacemos
notar que no es necesario el requerimiento de pago; basta con la comunicación del vencimiento del
plazo (ver nota 12).
1115/54
La Cámara Civil de la Capital, reunida en Tribunal Plenario sentó la siguiente doctrina: “en el caso
de que la obligación deba pagarse en el domicilio del deudor y la mora fuera de constitución
automática, para eximirse de ella el deudor debe acreditar que el acreedor no compareció al efecto”
(ver nota 14). Esto significa que el acreedor no está obligado a probar que concurrió al domicilio del
deudor y que es éste quien debe probar que el acreedor no concurrió a su domicilio para cumplir
con su deber de colaborar en la recepción del pago.
Con ser esta doctrina un importante avance respecto de la jurisprudencia deformante que exigía
que el acreedor probara haber concurrido al domicilio del deudor, consideramos que la verdadera
doctrina fue sentada en el voto del Dr. Vernengo Prack, para quien la mora se produce por el solo
vencimiento del plazo, sin necesidad de apersonamientos domiciliarios.
En suma, en las obligaciones a plazo la mora se produce por el solo vencimiento, cualquiera sea el
lugar de pago. Y si el acreedor se negare a recibirlo, el deudor deberá consignar judicialmente para
eximirse de las consecuencias de la mora (ver nota 15).
1115/11550
54 bis. SUPUESTO DE MUERTE DEL DEUDOR.— Un caso que exige consideración especial es el
de que la mora se produzca después de la muerte del deudor. Los herederos pueden ignorar no
sólo el vencimiento del plazo, sino inclusive la existencia de la misma obligación. El principio de la
buena fe exige que el plazo no se les pueda aplicar automáticamente. Si se demuestra que los
herederos conocían el plazo, no hay problema. Pero si no se prueba esa circunstancia, el acreedor no
podrá pretender que los herederos están en mora si él no les comunica la existencia de la obligación
(exhibiéndoles los documentos correspondientes) con una antelación razonable. Nuevamente
debemos destacar que no es indispensable el requerimiento de pago, bastando con la mera
notificación de la existencia del plazo, por lo cual la solución que propugnamos, no contradice el
art. 509 , párrafo primero.
1115/55
a) Si así se ha convenido en el contrato (ver nota 16), puesto que el primer párrafo del art. 509 es
una norma supletoria que admite pacto en contrario;
b) Si el plazo consiste en un acto potestativo del acreedor, como son las obligaciones pagaderas a la
vista o cuando “el acreedor quiera”, o la del comodatario de restituir la cosa cuando quisiere el
comodante, si no se fijó plazo cierto (art. 2285 ) o la del vendedor de entregar la cosa vendida si no
hubiere día convenido, el día que el comprador lo exija (art. 1409 ), etcétera. En todos estos casos, el
vencimiento del plazo se produce con el requerimiento; en otras palabras, si no hay requerimiento,
no hay vencimiento del plazo;
Se justifica plenamente seguir en este caso, un sistema distinto. El plazo tácito es generalmente
impreciso; frecuentemente es una cuestión de apreciación decidir si está vencido y cuándo venció.
En esas circunstancias no se justificaría la mora automática: la interpelación deviene razonable
porque clarifica la situación de las partes y porque sin ella bien podría pensar el deudor que el
acreedor considera que todavía no ha transcurrido el plazo.
La distinción entre plazo tácito y plazo indeterminado (en cuyo caso corresponde la fijación
judicial) es a veces sutil, pero a nuestro juicio ha quedado definitivamente aclarada a partir de un
voto del Dr. De Abelleyra: aunque la obligación no contenga plazo, éste será tácito y no
indeterminado, cuando la interpretación de la voluntad de las partes conduzca a la conclusión de
que ellas no se propusieron deferir la fijación del plazo a la decisión del juez, sino que estimaron
que la obligación debía cumplirse dentro de un plazo razonable (ver nota 19). Cuando el caso se
lleva a los tribunales, lo que el juez debe decidir no es la fijación del plazo, sino si el plazo se ha
cumplido o no y cuándo se ha cumplido. Por ello, cuando hay plazo tácito y el actor considera que
él está ya cumplido, debe demandar lisa y llanamente el cumplimiento del contrato (y los daños y
perjuicios), previa constitución en mora del deudor (ver nota 20).
Así, se ha declarado que es plazo tácito y no indeterminado, la cláusula según la cual la escritura
debe otorgarse “una vez terminados los trámites en la Dirección General Impositiva y despachados
los certificados que el escribano necesite para su otorgamiento” (ver nota 21), “tan pronto estén
despachados los certificados respectivos”, “tan pronto como sea posible” (ver nota 22),
“inmediatamente después de despachado por la Dirección General Impositiva el certificado único
necesario” (ver nota 23); en un contrato de transporte, si no se ha estipulado plazo debe admitirse
que las partes entendieron convenir el tiempo necesario para realizarlos (ver nota 24).
Estas ideas han sido receptadas en la reforma de 1968, al establecer que habrá plazo tácito cuando él
surja de la naturaleza y circunstancias de la obligación.
Se ha sostenido con notorio error que esta hipótesis (apartado segundo del art. 509 ) es la que en el
régimen derogado era el supuesto de plazo determinante para el acreedor, en que la mora se
producía por el solo vencimiento y sin necesidad de interpelación (ver nota 25). Pero no es así. El
anterior art. 509 se refería al caso de las obligaciones con plazo, en las cuales la interpelación no era
necesaria porque resultaba claro que la designación del tiempo en que debía cumplirse la
obligación había sido un motivo determinante por parte del acreedor. Cuando el nuevo texto habla
de “la naturaleza y circunstancias de la obligación” se refiere al supuesto de una obligación que
aparentemente no tiene plazo, pero que de dichas circunstancias resulta tácitamente. En otras
palabras: en la norma originaria se suponía la existencia de un plazo y que además ese plazo había
sido determinante para el acreedor; la nueva norma, en cambio, se limita a decir en qué casos habrá
plazo tácito, desinteresándose de si ese plazo fue o no determinante (ver nota 26).
El sistema de la fijación por el juez coincide con el que antes de la reforma estaba vigente (arts. 618
y 751 ). Pero la nueva norma establece algunas disposiciones que aclaran y perfeccionan el sistema.
Por lo pronto, es muy importante la regla de que el plazo debe fijarse en procedimiento sumario,
pues parecía predominar en la jurisprudencia el criterio de que debía tramitar por juicio ordinario
(ver nota 27), lo que no tiene justificación alguna. Igualmente importante es la norma que autoriza
acumular las acciones por fijación de plazo y por cumplimiento, pues con ello se evita un doble
pleito de todo punto de vista innecesario. En ese caso, la mora se operará en la fecha indicada por la
sentencia para el cumplimiento de la obligación.
Claro está que si la acción por cumplimiento debe tramitar por vía ordinaria, éste será el
procedimiento a seguir cuando las dos acciones se acumulen. Por lo cual, es posible que el acreedor
tenga interés en seguir primero la vía sumaria para colocar en mora al deudor en un término más
breve.
55-4. INTERPELACIÓN JUDICIAL.— La interpelación puede ser judicial o extrajudicial (art. 509 ).
La judicial resulta de la notificación de la demanda o reconvención y de la intimación de pago en el
procedimiento ejecutivo; asimismo, puede resultar de un embargo preventivo (ver nota 29) o de
otra intimación de pago hecha en un proceso. Es discutible si el crédito opuesto judicialmente como
excepción o compensación y la presentación del acreedor al concurso o quiebra, importan
interpelación (ver nota 30).
La interpelación es eficaz aunque la demanda haya sido interpuesta ante juez incompetente (ver
nota 31) o presente defectos formales (ver nota 32); pues cualquiera sea la suerte de la demanda mal
instaurada, es inequívoca la voluntad del acreedor de reclamar el pago, lo que basta para la
constitución en mora. Por iguales motivos, pensamos que el deudor debe reputarse en mora por
más que haya caducado la instancia en el juicio en que se produjo la interpelación (ver nota 33).
1115/56
Para la constitución en mora, basta que se exija el pago; no es necesario amenazar con la demanda
por cumplimiento o resolución (ver nota 45), y aunque sólo se haya pedido lo primero, puede luego
demandarse por resolución del contrato, si el acreedor lo estimara más conveniente a sus intereses
(ver nota 46); en otras palabras, operada la mora por defecto del requerimiento, ella produce todos
sus efectos legales.
1115/57
57. c) Interpelación bajo plazo o condición.— Ninguna duda hay de que la intimación puede
hacerse bajo plazo (ver nota 52); esto no sólo es frecuente sino también, en algunos casos, necesario.
Así, por ejemplo, no podría intimarse el cumplimiento sin dar un plazo razonable para que el
deudor pueda cumplir (ver nota 53) (véase nº 59). En cambio, se discute si puede ser hecho bajo
condición suspensiva, aunque la opinión predominante, a la que adherimos, se manifiesta por la
afirmativa (ver nota 54). Si el objeto del requerimiento es poner de manifiesto la voluntad de cobrar,
es obvio que a esos efectos basta con una declaración hecha bajo condición. Empero, debe
considerarse insuficiente la interpelación condicional, si deja en una inseguridad excesiva al deudor
(ver nota 55). De cualquier modo, la interpelación no producirá efectos, sino desde que el deudor
tenga noticias ciertas del cumplimiento de la condición (ver nota 56).
1115/58
1115/59
59. e) Oportunidad.— La interpelación debe hacerse una vez vencido el plazo de que goza el
deudor, pues no hay mora si la deuda no es exigible (ver nota 58).
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1115/61
61. g) Capacidad y personería.— El acreedor que haga la interpelación debe ser capaz (ver nota 64);
en principio, la capacidad debe ser la misma que se requiere para celebrar el contrato cuyo
cumplimiento se reclama (ver nota 65).
1115/11560
61 bis. h) Gastos.— Los gastos de la interpelación son a cargo del acreedor (ver nota 68).
1115/62
Por ello se ha decidido que, en principio, el demandando por escrituración no incurre en mora si
previamente no se han definido las circunstancias de tiempo y lugar para la ejecución de las
obligaciones, para lo cual es menester tener redactada la escritura y fijar el momento en que ha de
ser firmada (ver nota 69). Por ello, no obstante el plazo contenido en la obligación, no habrá mora
mientras el escribano no cite a escriturar y la parte citada no concurra en la fecha señalada (ver nota
70). Pero esta regla general está lejos de ser absoluta; por el contrario, las excepciones la cubren en
buena medida. Por lo pronto, no será necesario que el escribano tenga redactada la escritura si de
las circunstancias del caso surge que ella no se ha otorgado porque el vendedor no entregó los
títulos o porque el comprador carecía de fondos (ver nota 71) o si una de las partes contestó que no
escrituraría (ver nota 72). En otras palabras: fracasada la escrituración en la fecha señalada hay que
analizar la conducta previa de las partes; si al vencimiento del plazo se agrega una conducta
culpable, hay mora (ver nota 73). Más aún, pensamos que la exigencia de que la escritura esté
redactada es innecesaria cuando el escribano ha sido designado por la parte remisa en escriturar.
Sea que la demora se deba a culpa del vendedor (que no entregó los títulos o no levantó los
embargos e inhibiciones, con lo que hizo imposible la redacción del acto) o a inactividad del
escribano, a la parte interesada en escriturar le basta el incumplimiento para estar en el derecho de
interpelar, por más que no esté redactada la escritura. Podrá aducirse, es verdad, que la inactividad
del escribano no debe hacerse pesar sobre quien lo designó, porque él no obra como mandatario
sino como oficial público; y que el interesado, aunque no lo hubiera designado, puede reclamarle el
cumplimiento puntual de sus deberes, sin lo cual se expone a sanciones profesionales y civiles.
Aunque indudablemente todo ello es exacto, estas consecuencias son ajenas al contrato en sí. No
nos parece posible dejar supeditados los derechos del interesado a la diligencia o morosidad del
escribano, sin recurso alguno respecto de la parte que lo designó y cuyo deber era elegir un
profesional activo y serio; en definitiva, ella debe hacerse responsable por la demora del escribano y
sufrir las consecuencias de su culpa in eligendo. De lo contrario, la constitución en mora se
convertiría en un procedimiento diabólicamente complicado (ver nota 74).
Para mayores desarrollos de este tema, véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 1, núms. 464 y
siguientes.
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66-67.— b) Cuando la obligación es de tal naturaleza que sólo el deudor y no el acreedor está en
condiciones de saber cuándo debe hacerse efectivo el cumplimiento (ver nota 75), como ocurre con
el administrador o el mandatario, que serán responsables siempre que no hayan realizado
oportunamente la gestión o los actos que asumieron la obligación de realizar, aunque no los intime
el mandante.
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70.— e) En las obligaciones de no hacer, cuando el deudor ha hecho lo que no debía (ver nota 79).
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71.— f) Cuando el deudor ha manifestado que no cumplirá (ver nota 80), pues también aquí el
requerimiento se convertiría en un formalismo estéril.
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72.— g) Cuando el requerimiento se ha hecho imposible por culpa del deudor (ver nota 81); por
ejemplo, si ha desaparecido de su domicilio.
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73.— h) Cuando el deudor reconoce que se encuentra en mora (ver nota 82); pero no constituye
reconocimiento de encontrarse en mora el mero reconocimiento de la deuda (ver nota 83), ni el
pedido de espera o prórroga (ver nota 84).
74.— i) Cuando se trata de obligaciones derivadas de la posesión de mala fe (ver nota 85).
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74 bis.— j) La sola notificación de la sentencia que condena al pago de una suma de dinero,
constituye en mora al obligado, porque en el trámite de ejecución de sentencia no es indispensable
la intimación de pago, la que está reemplazada por la notificación antedicha (ver nota 86).
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75. MORA EN LAS OBLIGACIONES RECÍPROCAS.— En las obligaciones recíprocas, uno de los
obligados no incurre en mora si el otro no cumple o no se allana a cumplir sus propias obligaciones
(art. 510 ). Es una consecuencia del mismo principio que informa la exceptio non adimpleti
contractus.
(nota 5) C. Civil Cap., Sala A, 2/12/1959, L. L., t. 98, p. 535 (con nuestra disidencia); C. Civil 2ª Cap.,
29/11/1946, J. A., 1947-I, p. 97; C. C. Fed. Cap., 16/6/1940, J. A., t. 71, p. 66; C. Paz Cap., Sala IV,
29/3/1962, E. D., t. 5, p. 144, fallo 2637.
(nota 6) C. Civil Cap., Sala A, 28/9/1960, L. L., t. 101, p. 714; Sup. Corte Buenos Aires, 12/4/1966, J.
A., 1966-IV, p. 56; S. T. Santa Fe, 27/12/1940, L. L., t. 22, p. 683.
(nota 7) C. Civil Cap., Sala A, 26/5/1959, J. A., 1960-I, p. 700; íd., 29/11/1960, L. L., t. 101, p. 873; íd.,
31/5/1962, E. D., t. 4, p. 796, fallo 2395. Este Tribunal, sin embargo, siguiendo un voto nuestro
atenuó luego su jurisprudencia, diciendo que no era necesario tener redactada la escritura, si ésta
no se hizo por culpa del vendedor (que no entregó los títulos o no levantó los embargos e
inhibiciones) o por inactividad del escribano designado por el vendedor: 30/4/1963, E. D., t. 4, p.
788, fallo 2393.
(nota 8) C. Civil Cap., Sala A, 2/5/1960 (con la disidencia del autor); C. Com. Cap., Sala A,
26/11/1967, causa 93.753. En contra: C. Civil Cap., Sala B, 15/3/1960, L. L., t. 98, p. 724, 4570-S; Sala
C, 13/10/1959, causa 44.704, L. L., t. 98, p. 200; Sala E, 27/8/1959, causa 57.077.
(nota 10) En este sentido: C. Civil Cap., Sala B, 23/9/1954, L. L. 1975-A, p. 664; Sala C, 4/4/1975, E.
D., t. 65, p. 200; Sala D, p. 217; CAZEAUX, La reforma en el derecho de las obligaciones, Revista del
Colegio de Abogados de La Plata, t. X, nº 21, p. 161 y Obligaciones, t. 1, p. 153; RACCIATTI,
Algunas observaciones sobre la reforma del Código Civil en materia de mora, J. A., Doctrina, 1969-
236; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, vol. 2, p. 427; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, p. 116; DI BLASI,
Il libro della obbligazione, GARRIDO, nota en E. D., t. 36, p. 884; PIANTONI, La mora del deudor,
p. 110.
(nota 11) De acuerdo: WAYAR, Tratado de la mora, nº 70, p. 457; MOISSET DE ESPANÉS, nota en J.
A., 1968-IV, p. 799, nº V; ALTERINI, La responsabilidad en la reforma civil, nº 43.
(nota 12) De acuerdo: ALTERINI, La responsabilidad en la reforma civil, en nota anterior; WAYAR,
op. y loc. cit. en nota anterior; PADILLA, La mora en las obligaciones, nº 48; C. Apel. San Juan,
2/10/1978, J. A., 1979-II, p. 143.
(nota 13) C. Com. Cap., Sala B, 26/7/1976, E. D., t. 69, p. 227; mismo Tribunal, 7/7/1980, L. L., 1980-
D, p. 51; Sala C, 17/3/1980, L. L., 1980-B, p. 495; C. Esp. C. C. Cap., Sala III, 28/7/1978, L. L., 1979-
A, p. 21; C. Esp. C. C. Cap., Sala VI, 11/9/1975, L.L. 1975-D, p. 323; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1,
nº 103 bis 2; RACCIATTI, nota en J. A. Doctrina, 1969, p. 234; CAZEAUX, Obligaciones, t. 1, ps. 220
y s. No citamos los fallos de algunas salas de Cámara de Apelaciones de la Capital en este mismo
sentido, porque esta jurisprudencia ha quedado superada por el Plenario a que se alude en el texto.
(nota 14) C. Civil Cap., en pleno, 21/3/1980, E. D., t. 87, p. 268. En igual sentido: C. Com. Cap., Sala
A, 12/6/1978, L. L., 1978-C, p. 238, con nota aprobatoria de BUSTAMANTE ALSINA; mismo
Tribunal, 9/3/1979, E. D., t. 83, p. 323; C. Apel. San Martín, 9/10/1978, causa 6225 (inédita); mismo
Tribunal, 15/6/1978, causa 6938 (inédita); S. C. Tucumán, 19/3/1973, L. L., t. 152, p. 491 (con
importante voto del Dr. López de Zavalía); WAYAR, Tratado de la mora, nº 75 y s.; ASTUENA,
nota en Revista del Notariado, nº 770, p. 352; PADILLA, La mora en las obligaciones, § 49.
(nota 15) De acuerdo en todo lo manifestado en este párrafo, C. Com. Cap. en pleno, 2/8/1982, L.
L., 1982-D, p. 116, C. Fed. C. y C. Cap. Fed., 18/3/1988, L. L. fallo nº 86.929, C. Apel. San Juan,
2/10/1978, J. A. 1979-II, p. 143.
Pero en el caso de pagarés con la cláusula “sin protesto”, la C. Com. Cap., en pleno, coincidió con el
Plenario de la C. Civil Cap., citado en nota anterior (fallo del 3/8/1984, E. D. nº 38.066).
(nota 16) CAZEAUX, op. cit., Revista Colegio de Abogados de La Plata, año X, nº 21, p. 162.
(nota 19) C. Civil Cap., Sala A, 28/2/1963, E. D., t. 5, p. 754. El doctor De Abelleyra llevó la palabra
del tribunal.
(nota 20) En sentido coincidente: C. Civil Cap., Sala D, 12/8/1969, E. D., t. 31, p. 28; Sala E,
28/5/1975, E. D., fallo nº 27.003.
(nota 26) En este sentido: MOISSET DE ESPANÉS, La mora y la reforma del art. 509 del Código
Civil argentino, J. A. 1968-V, p. 799.
(nota 27) C. 1ª Apelaciones La Plata, 16/11/1943, L. L., t. 34, p. 477; íd., 2/6/1960, J. A., 1960-VI, p.
19.
(nota 28) C. Civil Cap., Sala B, 28/11/1978, E. D. t. 83, p. 461; Sala C, 5/4/1979, E. D., t. 83, p. 367;
Sala A, 4/10/1979, E. D., t. 86, p. 168; Sala D, 14/8/1979, E. D., t. 86, p. 196; WAYAR, Tratado de la
mora, nº 84; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 103 bis; RAMELLA, nota en L. L., t. 140, p. 1040;
RAFFO BENEGAS y SASSOT, J. A. Doctrina, 1970, p. 764.
(nota 29) C. Apel. Rosario, 23/10/1942, R. S. F., t. 2, p. 32. En contra: C. Com. Cap., Sala A,
15/7/1965, E. D., t. 15. p. 479.
(nota 30) En sentido negativo: VON TUHR, Obligaciones, t. 2, p. 113 (respecto de la excepción o
compensación); DANZ, Obligaciones, t. 7, nº 22, p. 342 (respecto del concurso o quiebra).
(nota 31) Unanimidad en doctrina y jurisprudencia: C. Civil 1ª Cap., 14/10/1942, J. A., 1942-IV, p.
332; C. Civil 2ª Cap., 25/4/1923, J. A., t. 10, p. 299; C. Paz Let. Cap., Sala III, 19/4/1956, L. L., t. 82,
p. 533; Sup. Corte Buenos Aires, 26/12/1945, J. A., 1946-I, p. 235; C. Fed. Mendoza, 28/10/1947, L.
L., t. 49, p. 32; BUSSO, t. 3, art. 509, nº 63; SALVAT, t. 1, nº 91; LAFAILLE, t. 1, nº 162; REZZÓNICO,
9ª ed., t. 1, p. 130, etc.
(nota 32) C. Fed. Cap., 28/5/1941, J. A., 1942-I, p. 573; y autores citados en nota anterior.
(nota 33) De acuerdo: C. Civil Cap., Sala C, 30/6/1975, J. A., fallo nº 29.731; fallo de segunda
instancia a que alude la Sup. Corte de Buenos Aires, 5/7/1960, J. A., 1961-IV. p. 528 (este Tribunal
no se pronunció en la cuestión por entender que era ajena al recurso de inaplicabilidad). En contra,
sosteniendo que los efectos de la interpelación desaparecen en este supuesto: GALLI, en SALVAT,
t. 1, nº 91, in fine; DEMOGUE, t. 6, nº 244; AUBRY y RAU, § 165; DEMOLOMBE, t. 24, nº 538. Está
bien que la caducidad de la instancia prive de efectos a los actos procesales, pero aquí no estamos
en presencia de un acto procesal, sino de una declaración de voluntad destinada a poner de relieve
la voluntad de exigir el cumplimiento. Si se admite que una demanda que ha sido rechazada por
incompetencia de jurisdicción y que tiene que renovarse ante juez competente es capaz de producir
los efectos de la prescripción, no se sabe con qué fundamento podría sostenerse una solución
distinta en nuestro caso.
(nota 34) C. Civil Cap., Sala B, 7/5/1965, E. D., t. 12, p. 106; Sala C, 17/12/1958, causa 52.150
(inédita); Sala E, 3/9/1963, L. L, t. 113, p. 482, y E. D., t. 8, p. 161; C. Civil 1ª La Plata, 28/12/1948, J.
A., 1949-I, p. 260; C. Fed. Rosario, 25/6/1945, R. S. F., t. 10. p. 93 (interpelación telefónica). La
doctrina es prácticamente unánime: BUSSO, t. 3, art. 509, nº 68; SALVAT, t. 1, nº 92; LAFAILLE, t. 1,
nº 162; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 130; VON TUHR, Obligaciones, t. 8, § 71, p. 113, En contra:
MACHADO, t. 2, p. 164.
(nota 35) C. S. N., 8/5/1942, J. A., 1942-II, p. 667; íd., 28/5/1941, L. L., t. 22, p. 929; íd., 21/11/1945,
L. L., t. 40, p. 852. En contra: C. S. N., 3/6/1942, J. A., 1942-III, p.45.
(nota 36) C. Civil Cap., Sala A, 30/10/1958, L. L., t. 93, p. 381; Sala B, 12/9/1957, L. L., t. 91, p. 131;
Sala C, 26/3/1962, L. L., t. 107, p. 74; Sala F, 14/3/1963, E. D., t. 4, p. 759; S. T. de Santa Fe, Sala II, C.
C., 31/12/1959, Juris, t. 17, p. 306.
(nota 37) C. Civil Cap., Sala A, 30/4/1963, causa 87.049 (inédita); Sala D, 23/7/1952, J. A., 1953-I, p.
169; Sala F, 6/10/1959, J. A., 1959-VI, p. 629; C. Apel. Rosario, 25/9/1942, R. S. F., t. 1, p. 333.
(nota 38) C. Civil Cap., Sala A, fallo citado en nota anterior; en sentido concordante, C. Apel. 2ª La
Plata, Sala III, 28/12/1960, L. L., t. 102, p. 375.
(nota 39) C. Civil 2ª Cap., 9/4/1924, G. F., t. 49, p. 342; BUSSO, t. 3, art. 509, nº 38 y 42;
ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 51, II, 2; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, p. 113. Se ha
decidido que no constituye en mora el envío de la cuenta con la invitación a pagarla si el
destinatario la encuentra correcta (C. Com. Cap., Sala A, 18/3/1965, E. D., t. 11, p. 618), lo que nos
parece un excesivo formalismo.
(nota 40) Autores citados en nota anterior, quienes agregan como hipótesis de interpelación válida,
la cuenta con recibo y la expedición a reembolso.
(nota 41) C. Civil Cap., Sala A, 22/6/1953, J. A., 1954-I, p. 123; C. Civil Cap., Sala F, 14/3/1963, E.
D., t. 4, p. 897; Sala A, 7/10/1963, causa 89.036.
(nota 42) C. Civil Cap., en pleno, 29/5/1963, in re “Ruiz de Massa c/Martínez Casas” , L. L., t. 111,
p. 127.
(nota 43) C. Civil Cap., Sala A, 5/6/1961, Doct. Jud. nº 1.374; íd., 22/7/1965, causa 105.337 (inédita);
Sala F, 20/12/1960, causa 69.022, Doct. Jud., nº 1.206.
(nota 44) Sup. Corte Buenos Aires, 28/2/1962, J. A., 1962-III, p. 310.
(nota 45) C. Civil Cap., Sala A, 17/7/1962, causa 78.013 (inédita); VON TUHR, Obligaciones, t. 2, p.
122.
(nota 47) C. Civil Cap., Sala A, 22/11/1960, L. L., t. 101, p. 874; íd., 26/5/1959, causa 53.132
(inédita).
(nota 48) En este sentido: ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 51, II, 2; de acuerdo, BUSSO, t.
3, art. 509, nº 49.
(nota 51) VON TUHR (loc. cit. en nota anterior), dice, de modo general, que el requerimiento es
ineficaz si el pago se exige en un lugar distinto del que corresponde. Nos parece una regla
demasiado absoluta. El requerimiento indica una voluntad de cobrar; con eso basta para colocar en
mora al deudor. Es claro que si para el cumplimiento de la obligación se hace necesario la
colaboración del acreedor y éste quiere prestarla en un lugar distinto del convenido, su intimación
carecería de eficacia. Son éstas las soluciones que se desprenden naturalmente de la regla de la
buena fe, tan acertadamente sostenida por ENNECCERUS-LEHMANN.
(nota 52) BUSSO, t. 3, art. 509, nº 44; ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 51, II, 3; VON TUHR,
Obligaciones, t. 2, nº 71, p. 113; LARENZ, Obligaciones, t. 1, p. 341.
(nota 54) BUSSO, t. 3, art. 509, nº 43; ENNECCERUS-LEHMANN y VON TUHR, loc. cit. en nota
107. En contra; LARENZ, loc. cit. en nota 107.
(nota 58) C. Civil Cap., Sala A, 20/7/1961, L. L., t. 104, p. 280; Sala F, 31/10/1960, causa 65.949
(inédita); Sala F, 6/10/1959, J. A., 1959-VI, p. 629; C. Com. Cap., 30/8/1957, causa 91.973 (inédita);
MORELLO, La mora, p. 6; VON TUHR, Obligaciones, t. 1, nº 71, p. 112; ENNECCERUS-
LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 51-I; LARENZ, Obligaciones, t. 1, § 22, p. 341.
(nota 59) C. Civil Cap., Sala A, 30/4/1963, E. D., t, 4. p. 788, y L. L., t. 113, p. 307; Sala D,
21/10/1960, L. L., t. 101, p. 420; íd., 3/12/1959, L. L., t.98, p. 536; íd., 5/10/1961, causa 74.058
(inédita); Sala D, 6/11/1958, L. L., t. 93, p. 78; íd., 4/11/1963, J. A., 1964-II, p. 331; íd., 23/2/1964, L.
L., t. 115, p. 255, y E. D., t. 10, p. 97: Sala E, 21/11/1961, L. L., t. 105, p. 545; Sala F, 9/2/1965, L. L., t.
118, p. 454; C. Apel. 2ª Tucumán, 5/4/1960, L. L., t. 101, p. 841.
(nota 60) C. Civil Cap., Sala D, 21/10/1960, L. L., t. 101, p. 420; íd., 4/8/1961, E. D., t.1, p. 825; íd.,
21/10/1960, J. A., 1961-I, p. 279; íd., 4/11/1963, J. A., 1964-II, p. 331; íd., 23/2/1964, L. L., t. 115, p.
255, y E. D., t. 10, p. 97; Sala E, 21/11/1961, E. D., t. 2, o. 921; Sala F, 26/10/1961, J. A., 1962-I, p. 74;
íd., 9/2/1965, L. L., t. 118, p. 454.
(nota 61) C. Apel. La Plata, 24/3/1943, L. L., t. 30, p. 89; BUSSO, t. 3, p. 261, nº 52; ENNECCERUS-
LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 51-II; LARENZ, Obligaciones, t. 1, p. 341.
(nota 62) Sup. Trib. Santa Fe, 27/12/1940, L. L., t. 22, p. 683.
(nota 63) C. Civil Cap., Sala A, 6/9/1961, J. A., 1962-IV, p. 89; Sala C, 1/4/1975, E. D., fallo nº
27.434; íd., 26/8/1974, E. D., t. 57, p. 309; C. Especial C. C. Cap., 16/9/1975, L. L., fallo nº 72.555;
Sup. Trib. Santa Fe, 27/12/1940, L. L., t. 22, p. 683. De acuerdo: LARENZ, Obligaciones, t. 1, § 22. p.
341.
(nota 67) C. Civil Cap., Sala D, 21/10/1960, J. A., 1961-I, p. 279. Esta doctrina está además expresa o
implícita en todos los fallos que han negado valor de requerimiento a la citación por el escribano
para redactar la escritura (véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 1, nº 470). De acuerdo: VON
TUHR, Obligaciones, t. 2, § 71, p. 116; MORELLO, La mora, p. 8.
(nota 69) C. Civil Cap., Sala A, 26/5/1959, J. A., 1960-I, p. 700; íd., 29/11/1960, L. L., t. 101, p. 875;
íd., 25/8/1961, L. L., t. 104, p.211; íd., 31/5/1962, L. L., t. 109, p. 292; Sala C, 9/6/1978, E. D., t. 81, p.
202; Sala F, 3/5/1977, E. D., t. 81. p. 541; C. Fed. Cap., 15/12/1978, E. D., t. 84, p. 139.
(nota 70) C. Civil Cap., Sala C, 27/7/1976, E. D., t. 68, p. 324; íd. 29/7/1976, E. D., t. 68, p. 322; Sala
D, 7/12/1976, L. L., 1977-B, p. 71.
(nota 71) C. Civil Cap., Sala A, 31/5/1962, L. L. t. 109, p. 292; íd. 30/4/1963, E. D., t. 4. p. 788.
(nota 72) C. Civil Cap., Sala A, 18/3/1963, causa 84.346 (inédita); íd., 24/8/1962, J. A., 1963-II, p.
526.
(nota 73) C. Civil Cap., Sala C, 27/2/1979, L.L., 1979-B, p. 586; MORELLO, Acerca del plazo para
escriturar, Revista del Notariado, nº 748, p. 903.
(nota 74) Esta fue la opinión sostenida por nosotros en el fallo de la Cám. Civil Cap., Sala A,
30/4/1963, L. L., t. 113, p. 307. El doctor LLAMBÍAS se pronunció, en cambio, por mantener el
principio de que es indispensable la redacción de la escritura. El Dr. De Abelleyra, si bien adhirió a
nuestro voto, lo hizo por distintos fundamentos. Expresó que, en definitiva, la corrección de la
interpelación debe apreciarse conforme a las circunstancias propias del caso y que no puede
juzgarse el problema con el criterio riguroso propiciado por el doctor LLAMBÍAS.
(nota 76) Véase especialmente, Plenario de la C. Civil Cap., 15/3/1943, L. L., t. 29, p. 704, y J. A.,
1943-I, p. 844.
(nota 77) C. S. N., Fallos, t. 246, p. 76 ; t. 250, ps. 136 y 433 ; C. Civil Cap. en pleno, 16/12/1958, L.
L.,t. 93, p. 667; C. Com. Cap., Sala A, 11/6/1959, J. A., 1959-V, p. 541; C. Paz Cap., Sala III,
18/11/1959, G. P., t. 125, p. 124; íd., Sala IV, 22/5/1959, L. L., t. 104, p. 761; Sup. Corte Buenos Aires,
14/4/1959, J. A., 1959-V, p. 196; C. Apel. 2ª La Plata, 14/10/1960, L. L., t. 102, p. 23; C. Apel.
Rosario, 27/10/1960, L. L., t. 105, p. 349; C. Apel. Córdoba, 1/7/1958, J. C., t. 13, p. 194; Sup. Trib.
Entre Ríos, 9/8/1961, L. L., t. 105, p. 636; C. Fed. Paraná, 26/10/1960, J. A., 1960-V, p. 582;
MORELLO, La mora, nº 19.
(nota 78) C. Civil 2ª Cap., 5/12/1949, L. L., t. 57, p. 497; C. Com. Cap., 22/6/1942, J. A., 1942-III, p.
1452; C. Paz Let. Cap., 9/4/1937, L. L., t. 6, p.304; BUSSO, t. 3, art. 509, nº 113; SALVAT y su
anotador GALLI, t. 1, nº 107; LAFAILLE, t 1, nº 163; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 137; SPOTA, nota
en J. A., 1943-I, p. 844, nº 8; MORELLO, La mora, p. 11, nº 17.
(nota 79) Sup. Corte Buenos Aires, 8/7/1941, Ac. y Sent., t. 17-9, p. 183; MORELLO, La mora, nº 18;
GALLI, en SALVAT, t. 1, nº 107; BUSSO, t. 3, art. 509, nº 115.
(nota 80) C. Civil Cap., Sala A, 24/8/1962, J. A., 1963-II, p. 526; íd., 10/5/1965, J. A., 1965-V, p. 248;
C. Com. Cap., Sala B, 10/8/1962, L. L., t. 110, p. 816; C. 2ª Apel. La Plata, 24/11/1959, J. A., 1960-VI,
p. 9, sum. 91; GALLI, en SALVAT, Obligaciones, t. 1, nº 105; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, § 71, p.
116.
(nota 81) Nota al art. 509; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 136; SALVAT, t. 1, nº 55; VON TUHR, t. 2, §
71, p. 116; GALLI, en su anotación a SALVAT, dice que aun en este caso sería necesaria una
declaración del acreedor de su voluntad de exigir el cobro, aunque ella no sea dirigida al deudor,
cuyo paradero se desconoce. Es, nos parece, un formalismo estéril.
(nota 82) C. Civil Cap., Sala A, 24/8/1962, L. L., t. 110, p. 510; íd., 18/3/1963, causa 84.346 (inédita);
Sala C, 8/9/1965, L. L., t. 120, p. 586; BUSSO, t. 3, art. 509, nº 132; SALVAT, t. 1, nº 105;
REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 137.
(nota 83) C. Civil Cap., Sala C, 22/11/1966, L. L., t. 125, p. 435.
(nota 85) Nota al art. 509; LAFAILLE, t. 1, nº 163; SALVAT, t. 1, nº 103; BUSSO, t. 3, art. 509, nº 126;
REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 136.
76. ENUNCIACIÓN.— Desde el momento en que el deudor queda constituido en mora y siempre
que ella sea imputable, se producen las siguientes consecuencias jurídicas:
a) El deudor está obligado a indemnizar al acreedor todos los daños y perjuicios que la mora le
ocasione; desde ese momento correrán los intereses por las sumas que le adeude.
b) El deudor es responsable por los daños y perjuicios que con posterioridad a ese momento sufra
la cosa debida, aunque ellos se hayan producido por caso fortuito (art. 513 ), a menos que la cosa se
hubiera dañado o hubiere perecido igualmente aunque hubiese estado en poder del acreedor (art.
892 ).
c) Queda expedita la acción del acreedor, sea para reclamar el cumplimiento del contrato, sea para
pedir su resolución.
Bien entendido que la mora no obsta al deber de cumplir la obligación ni el derecho del deudor de
cumplirla, mientras el acreedor no haga uso de su derecho de resolver el contrato; por ello, se ha
declarado que no resulta justificada la actitud de los compradores de rechazar la posesión de un
inmueble que les es ofrecido, aduciendo la mora del vendedor si al propio tiempo no hacían valer
esa mora para resolver el contrato (ver nota 1). Tratamos esta cuestión con mayor extensión en el nº
767, al que remitimos.
(nota 1) C. Civil Cap., Sala A, 6/7/1972, J. A., t. 16-1972, p. 31; Sala D, 22/11/1974, E. D., t. 61, p.
240.
4.— Extinción de la mora
77. CAUSALES Y EFECTOS.— La mora del deudor cesa por cumplimiento de la obligación, por
haberse hecho imposible el cumplimiento de la obligación y por renuncia del acreedor a los
beneficios y efectos de la mora. El principio general es que la cesación de la mora no deja sin efecto
las consecuencias que ella había ya producido y que sólo impide que éstas se sigan produciendo en
el futuro (ver nota 1). Sin embargo, esto requiere algunas precisiones.
c) La extensión de los efectos de la renuncia, depende de los términos en que haya sido formulada.
Naturalmente, no habrá problemas si la misma renuncia establece su alcance; ellos se presentan
generalmente acerca de ciertos actos que importan o pueden importar una renuncia tácita. Una
cuestión que ha dado lugar a jurisprudencia contradictoria, es el significado que debe atribuirse a
las tratativas posteriores a la constitución en mora. Algunos fallos han declarado que no suspenden
ni extinguen los efectos de la mora (ver nota 2); otros, en cambio, les han atribuido el significado de
una renuncia tácita (ver nota 3).
La recepción del pago sin protesta alguna, hace presumir la renuncia total a los restantes efectos de
la mora (ver nota 4), en particular a los intereses moratorios (ver nota 5), salvo que de las
circunstancias del caso se desprenda una intención distinta.
La recepción de intereses importa conceder un nuevo plazo por todo el término cubierto por dichos
intereses (ver nota 6). La concesión de nuevo plazo, importa renuncia temporaria a exigir el pago de
la prestación principal, pero no a reclamar los intereses moratorios (ver nota 7).
En cuanto a la perención de instancia, no influye a nuestro entender en los efectos de la mora (véase
nº 54).
(nota 1) Sup. Corte Buenos Aires, 5/7/1960, J. A., 1961-IV, p. 528; GIORGI, t. 2, p. 120; VON TUHR,
Obligaciones, t. 1, § 71, p. 118; LARENZ, Obligaciones, t. 1, § 22, p. 349; ENNECCERUS-
LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 54, 1; MESSINEO, t. 4, § 119, nº 8.
(nota 2) C. Com. Cap., Sala C, 7/9/1960, L. L., t. 102, p. 402. Tampoco importa renuncia a la mora la
circunstancia de que los vendedores permitieran la visita del inmueble a efectos de que el
comprador lograra un préstamo hipotecario (C. Civil Cap., Sala B, 8/6/1962, causa 78.750, inédita).
(nota 3) C. Civil Cap., Sala C, 13/9/1950, causa 66.660 (inédita); íd., 20/8/1962, causa 80.671
(inédita); Sala D, 5/10/1960, L. L., t. 101, p. 180.
(nota 4) C. Civil Cap., Sala A, 9/5/1963, causa 85.174 (inédita); GALLI, en SALVAT, t. 1, nº 110;
VON TUHR, Obligaciones, t. 2, § 71, p. 118.
(nota 6) C. Civil Cap., Sala A, 16/12/1959, L. L., t. 99, p. 789, sum. 4.980; Sala C, 13/9/1960, causa
67.773 (inédita); íd., 28/10/1960, causa 69.152 (inédita); Sala D, 13/9/1959, causa 61.023 (inédita).
(nota 7) C. Civil 2ª Cap., 2/3/1923, J. A., 10, p. 173; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, § 71, p. 118;
BUSSO, t. 3, art. 509, nº 166. Véase también C. Civil Cap., Sala F, 14/5/1963, L. L., t. 113, p. 116.
(nota 8) C. Civil Cap., Sala C, 25/6/1957, causa 40.094 (inédita); Sala F, causa 67.217 (in re “Durand
c/Álvarez Mira”).
5.— Efectos de la interpelación
a) Constituye en mora al deudor en los casos excepcionales en que la ley lo exige (véase núms. 55 y
s.).
Como puede apreciarse, aun en las obligaciones a plazo puede tener una gran importancia la
interpelación, no ya para constituir en mora al deudor, sino para que se produzcan los efectos
indicados en los apartados b) y c).
1115/78
Algunos países cuya cultura jurídica tiene considerable influencia sobre nuestra doctrina, han
reglamentado en su derecho positivo la mora del acreedor, atribuyéndole distintos efectos que a la
consignación (ver nota 2). En la conducta del deudor que desea liberarse de sus obligaciones y se
encuentra con la resistencia del acreedor a recibir la prestación, hay dos pasos claramente
establecidos en aquellas legislaciones: el ofrecimiento de pago (o constitución en mora del acreedor)
y la consignación judicial. Los efectos más importantes del primero son detener el curso de los
intereses, transferir al acreedor los riesgos de la cosa y hacer recaer sobre éste los gastos de
conservación. El efecto de la consignación es liberar definitivamente al deudor.
Bajo la influencia de esta doctrina, los autores nacionales tratan todos de la mora del acreedor,
distinguiéndola de la consignación y atribuyéndole aquellos efectos (ver nota 3). Es necesario
observar, sin embargo, que nuestro Código no legisla sobre la mora del acreedor; respecto de las
obligaciones de dar prevé un solo recurso para que el deudor pueda liberarse de cualquiera de las
consecuencias y responsabilidades de la demora en el pago: la consignación judicial de la cosa. El
mero ofrecimiento de pagar sería así, irrelevante. Este era el sistema seguido tradicionalmente por
nuestra jurisprudencia (ver nota 4), pero últimamente se advierte en nuestros tribunales una
definida tendencia a admitir que el ofrecimiento de pago coloca en mora al acreedor (ver nota 5). Es
una solución que se ajusta mejor al principio de la buena fe en las relaciones contractuales.
Otro efecto jurídico de la interpelación al acreedor para que reciba el pago es que, si no se la hace,
las costas del juicio de consignación pesan sobre el deudor que consigna (ver nota 6), salvo, claro
está, que se trate de alguna de las hipótesis previstas en los incs. 2º a 7º del art. 757 , en los que el
ofrecimiento de pago previo a la demanda es innecesario.
1115/79
79. REQUISITOS.— La mora del acreedor supone: a) la existencia de una obligación vencida; b) el
ofrecimiento de pago hecho por el deudor; pero el acreedor puede destruir los efectos de la mora
demostrando que el deudor no estaba en condiciones de cumplir (ver nota 7); c) la negativa o
demora en aceptarla por el acreedor, o la omisión de prestar de su parte la colaboración
indispensable para el cumplimiento de la obligación (ver nota 8).
1115/80
80. EFECTOS.— Los efectos de la mora del acreedor son los siguientes:
a) El acreedor debe pagar al deudor los mayores gastos que éste haya debido hacer con motivo de
la mora; por ejemplo, los gastos de conservación y cuidado de la cosa, los honorarios y gastos del
juicio de consignación.
b) Todos los riesgos por pérdida de la cosa quedan por cuenta del acreedor, salvo, claro está, que
ellos sean debidos a culpa o dolo del deudor; pero esta culpabilidad no se presume, de modo que el
acreedor que la invoque debe probarla.
c) El curso de los intereses queda interrumpido desde la fecha de la consignación (ver nota 9).
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: COMPAGNUCCI DE CASO, Mora del acreedor, L. L., 1981-D.,
p. 992; MOISSET DE ESPANÉS, Mora del acreedor y pago por consignación, J. A., 1977-II, p. 707.
(nota 2) Nos referimos particularmente a Alemania (Cód. Civil, arts. 293 y s.) e Italia (Cód. Civil,
arts. 1206 y s.).
(nota 3) BUSSO, t. 3, art. 509, núms. 134 y s.; SALVAT, t. 1, nº 111 y s.; COLMO núms. 97 y s.;
REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 140; MORELLO, La mora, nº 22 y 25; COMPAGNUCCI DE CASO, nota
en L. L., 1981-D, p. 992; MOISSET DE ESPANÉS, nota en J. A., 1977-II, p. 707; WAYAR, Tratado de
la mora, nº 110.
(nota 4) En este sentido se pronunció la C. Civil Cap., Sala B, 22/11/1961, causa 72.550 (inédita);
asimismo, véase C. Civil Cap., Sala C, 28/8/1963, Doct. Jud., nº 2073; Sala D, 25/9/1979, L. L, 1988-
A, p. 280 y C. Apel Mercedes, 24/8/1948, L. L., t. 53, p. 127 (con voto del doctor ACUÑA
ANZORENA). LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 135; COLMO, Obligaciones, nº 98.
(nota 5) C. Civil Cap., Sala E, 28/5/1975, E. D., t. 62, p. 369; Sala C, 22/6/1979, L. L., 1979-D, p. 121;
Sala F, 9/10/1987, L L., fallo nº 87.069. En materia de locación, la política de protección del
inquilino ha inducido a los tribunales a atribuir al mero ofrecimiento de pago de los alquileres el
efecto de liberar al deudor de las consecuencias de su atraso; en particular, hace improcedente el
desalojo y procedente la consignación ulterior a la acción en que se lo demande. Es decir, la mora
del acreedor resulta en este supuesto del mero ofrecimiento. En este sentido: C. Paz Cap., en pleno,
18/9/1963, E. D., t. 5, p. 776; J. A., 1963-VI, p. 101; C. Paz Cap., Sala I, 19/10/1962, Doct. Jud., nº
1802, p. 1053; íd., 18/12/1962, Doct. Jud., nº 1888, p. 176; Sala IV, 4/12/1962, Doct. Jud., nº 1881, p.
147.
(nota 6) C. Civil Cap., Sala A, 7/6/1963, causa 82.624, in re “Schmidt c/Dr. Campo”.
(nota 8) De acuerdo con todos los puntos mencionados en este número, C. Civil Cap., Sala F,
9/10/1987, L. L., fallo nº 87.069, con nota de Mayo.
§ 2.— Dolo
1115/81
81. CONCEPTO.—La palabra dolo tiene distintas aplicaciones en el derecho civil, pero alude
siempre a una deliberada intención, ya sea de cometer un daño (en cuyo caso el dolo configura el
acto ilícito delito, distinguiéndolo del cuasidelito en el que sólo media culpa), o de inducir
engañosamente a una persona a celebrar un contrato (dolo-vicio de los actos jurídicos), o de
incumplir una obligación anteriormente contraída. Este último es el dolo que ahora nos interesa.
Para la mayor parte de los autores, a cuya opinión adherimos, el dolo en el incumplimiento está
configurado por la deliberada intención de no cumplir. Basta con ella (ver nota 1). Otros, en cambio,
sostienen que, además, es necesario que ese incumplimiento deliberado haya sido hecho con la
intención de provocar un daño a la otra parte (ver nota 2). Esta última opinión proviene, a nuestro
juicio, de una evidente confusión de ideas. El acto realizado con intención de dañar (sea con motivo
del cumplimiento del contrato o no) es lo que constituye precisamente el delito civil. Si se sigue la
opinión que combatimos, sería imposible distinguir el dolo-elemento del acto ilícito y el dolo-
elemento del incumplimiento de las obligaciones contractuales. En otras palabras: para que el
incumplimiento se repute doloso, basta con que sea intencional; si, además, existe propósito de
perjudicar a la otra parte, resultará una doble responsabilidad: la que surge del incumplimiento
doloso y la que emana del hecho ilícito.
Pero aún en materia contractual existe un dolo (intención de no cumplir) calificado por la malicia
del deudor; es un no cumplir —o, lo que es lo mismo, cumplir defectuosamente— de mala fe,
desinteresándose de las consecuencias que ese incumplimiento podrá causar al deudor más allá de
la órbita propia del contrato, es decir, en los otros bienes del deudor. He aquí un ejemplo. Un
estanciero compra a otro cien novillos; el vendedor los entrega sabiendo que están afectados por
una enfermedad contagiosa y en efecto, la epidemia se extiende al resto del ganado. Aquí no hay
dolo delictual, pues el vendedor no había tenido intención de producir daño; lo que él ha querido es
vender y recibir el precio. Pero ha obrado de mala fe, sabiendo que podía enfermarse el resto de la
hacienda del comprador a quien maliciosamente le ha ocultado la enfermedad. Ya veremos que este
dolo calificado da origen a una responsabilidad más extensa que el simple dolo contractual.
1115/82
82. EFECTOS; REMISIÓN.— Según el art. 506 , el deudor es responsable de los daños e intereses
que resultaren al acreedor por su dolo en el cumplimiento de la obligación. Se responde, claro está,
no sólo de la inejecución completa sino también de la parcial, de la inejecución deficiente y del
retardo. Es una regla que cae de su propio peso, pues de lo contrario no habría obligación.
1115/83
83. DISPENSA DEL DOLO.— El deudor no podrá ser dispensado de su dolo al contraer la
obligación (art. 507 ). La solución es obvia, porque si el deudor no fuera responsable ni siquiera de
su incumplimiento voluntario, no habría en verdad obligación; quedaría librado a su arbitrio el
cumplimiento de lo prometido y no habría medio legal de compulsarlo.
Pero si no es posible dispensar las consecuencias del dolo futuro, en cambio, ningún inconveniente
hay en hacerlo respecto del dolo ya cometido; nada se opone a que el damnificado renuncie a hacer
valer los derechos nacidos del incumplimiento deliberado.
1115/84
84.— ¿Cuáles son los efectos de la cláusula de dispensa? ¿Debe anularse el acto o solamente la
cláusula de dispensa?
Según la opinión de numerosos autores (ver nota 3), lo único nulo es la cláusula, quedando
subsistente la obligación. Creemos que este punto de vista sólo ha podido sostenerse porque no se
ha distinguido con claridad entre el dolo como elemento del incumplimiento de las obligaciones y
como elemento constitutivo de ciertos actos ilícitos. En tanto elemento del incumplimiento de las
obligaciones, es obvio que la dispensa del dolo deja sin efecto la obligación. Un ejemplo aclara la
idea. Me comprometo a pagar una suma de dinero, si quiero y cuando quiera. Esta cláusula importa
dispensar del dolo al deudor, que puede voluntariamente dejar de cumplir la obligación, sin que
ello le ocasione responsabilidad alguna. Es un caso típico de condición puramente potestativa que
anula la obligación (art. 542 ).
Lo que, a nuestro juicio, ha provocado la confusión, es que en algunos contratos ambos dolos
aparecen confundidos ante un examen superficial de los hechos. He aquí un contrato de
administración, en el cual el administrador ha sido dispensado de su dolo. Ello significa que éste
carece de responsabilidad por sus deliberadas omisiones en el cumplimiento de las tareas que se le
encomendaron; en otras palabras, que no pesa sobre él la obligación alguna. Pero puede ocurrir que
el dueño, al recibir los bienes que se le restituyen, advierta que éstos han sufrido daños por efecto
de actos realizados a designio por el administrador, sea para beneficiarse él, sea para perjudicar al
dueño. En virtud de la existencia de la cláusula de dispensa, el dueño no podrá invocar la
responsabilidad contractual del administrador, puesto que éste, en verdad, no asumió obligación
alguna; pero, en cambio, podrá reclamarle la indemnización de los daños y perjuicios que el hecho
ilícito del administrador le haya producido.
1115/85
Hay que agregar que la dispensa podría invalidar el contrato, si como consecuencia de ella resulta
que ni el mandante ni el mandatario han asumido obligación alguna. Tal sería un contrato en el que
el deudor se comprometiera a determinada prestación, quedando estipulado que ella se cumpliría
por intermedio de tal apoderado y que el incumplimiento deliberado o culpable de éste no
comprometería la responsabilidad del deudor ni la del mandatario. Resulta claro que, en este
supuesto, el aparente deudor no ha contraído ninguna responsabilidad. Si más tarde le resultara
alguna, ella tendrá su origen en un hecho ilícito, pero no en el contrato.
Digamos para concluir, que este problema es más teórico que práctico, pues en la vida de los
negocios no se estipula nunca la falta de responsabilidad por dolo del dependiente o representante.
1115/86
86. PRUEBA DEL DOLO.— El dolo no se presume y debe ser probado por quien lo invoca (ver nota
6). Pero esta regla sólo tiene interés en el supuesto de que se admita la teoría según la cual la
responsabilidad por el incumplimiento doloso es más amplia que la que corresponde al culpable.
Por nuestra parte, pensamos que tal diferencia no existe (véase nº 143) y, por tanto, sostenemos que
el acreedor no tendrá nunca interés en probar el dolo del deudor. A él le basta probar el
incumplimiento para demandar los daños.
En cambio, sí es indudable su interés por probar el dolo malicioso (véase nº 81), ya que como
veremos más adelante (nº 143), en este supuesto la responsabilidad del incumplidor es más extensa.
(nota 1) De acuerdo: BUSSO, t. 3, art. 506, nº 30; GALLI, en SALVAT, t. 1, nº 116 a; LAFAILLE, t. 1,
nº 174; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 146; COLMO, nº 103; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 1,
nº 454; HUC, t. 7, nº 147; GIORGI, t. 2, nº 35; LARENZ, Obligaciones, t. 1, p. 284.
(nota 3) BUSSO, t. 3, art. 507, núms. 16 y s.; GALLI, en SALVAT, t. 1, nº 119 c; REZZÓNICO, 9ª ed.,
t. 1, p. 148; MAZEAUD, t. 3, nº 2562.
(nota 4) KEMELMAJER DE CARLUCCI, Daños causados por los dependientes, p. 143; ALTERINI y
LÓPEZ CABANA, L. L., 1989-D, p. 916; COMPAGNUCCI DE CASO, Responsabilidad civil,
Rosario, 1988, p. 45; VENINI, diario de L. L., del 27/5/1992; MAZEAUD, t. 3, nº 2.527.
(nota 6) BUSSO, t. 3, art. 506, nº 44; COLMO, nº 103; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 148.
§ 3.— Culpa contractual
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JD_V_111510240 /ar/lpgateway.dll?f=id&id=DT%3Ar%3A1a23eb&t=document-
frame.htm&2.0&p= - JD_V_111510240
1115/10240
A.— CONCEPTO
1115/87
87. NOCIÓN PRELIMINAR.— El concepto de culpa en los contratos, es de los más discutidos y
sutiles. Para precisar la idea, es necesario indagar su naturaleza, establecer sus diferencias con la
culpa aquiliana, dilucidar, en fin, si se trata de un concepto unitario o si, por el contrario, hay
distintos grados de culpa. Empezaremos por dar de ella una noción preliminar, que luego
ajustaremos a medida que avance nuestro estudio.
1115/88
1115/89
a) No es exacto que una sea fuente de las obligaciones y la otra no. La verdadera fuente siempre es
anterior: en un caso, la ley que es violada por quien comete un cuasidelito; en el otro, el contrato,
que es violado por quien no lo cumple culpablemente. Tanto una culpa como otra engendran
responsabilidad.
c) Finalmente, en cuanto a la extensión de los daños, no es justo que la reparación sea más extensa o
completa en un caso que en otro; porque siempre que haya mediado una conducta culpable, la
víctima de esa conducta debe ser indemnizada en todos los daños sufridos (ver nota 2).
1115/90
90. RÉPLICA.—Por nuestra parte, preferimos atenernos a la distinción clásica. Nos parece que la
teoría de la unidad de la culpa es inexacta en sus puntos de partida y débil en su desarrollo.
La idea esencial de esta concepción, hoy tan difundida, es que no hay entre ambas culpas una
diferencia de fundamentos, puesto que se trata siempre de la violación de una regla de conducta, en
la que se ha incurrido por negligencia o descuido. Aunque ello es exacto, es preciso recordar que la
distinción de los conceptos jurídicos es correcta (y aun necesaria) cuando a esos conceptos o
instituciones deba atribuírseles una regulación legal distinta. En otras palabras: desde el momento
que está justificada una regulación distinta de una y otra culpa, está justificada la distinción de la
culpa misma.
Ahora bien: aun aceptando el punto de partida de la concepción unitaria de que en ambos casos no
hay sino la violación de una norma de conducta, salta inmediatamente una diferencia: en un caso la
norma de conducta violada es una ley imperativa (que por serlo responde a intereses de orden
público); en el otro, la norma violada es un contrato celebrado entre partes. ¿Tienen igual
importancia estas violaciones? Evidentemente no, porque en un caso la norma defiende un interés
público, a punto de que frecuentemente se convierte en delito del derecho criminal y obliga a actuar
a la justicia represiva; en el otro, sólo se comprometen intereses particulares.
Desde otro punto de vista,la diferencia basada en que una culpa es fuente de obligaciones y la otra
elemento configurativo del incumplimiento de una obligación preexistente, no ha sido replicada
con éxito. La afirmación de que también en el primer caso hay una obligación preexistente nacida
de la ley y que la conducta culpable no hace sino desencadenar la responsabilidad, no se sostiene.
Una cosa es el deber general de obrar con prudencia y de respetar las leyes, que pesa sobre todo
ciudadano; y otra cosa muy distinta la obligación concreta (en el sentido de derecho crediticio),
nacida de un contrato. El derecho crediticio nace en los cuasidelitos, cuando se incurre en conducta
culpable; sólo a partir de ese momento hay un acreedor y un deudor. En los contratos, nace con el
acuerdo de voluntades; desde entonces hay acreedor y deudor. La culpa sólo entra a jugar en caso
de incumplimiento.
1115/91
91.— Agreguemos que la cuestión está fuera de discusión en nuestro derecho positivo. El Código
ha legislado en títulos distintos acerca de la culpa contractual y aquiliana (arts. 511 y s., y arts. 113
y s., respectivamente), la primera de las cuales está considerada como elemento del incumplimiento
imputable, y la segunda como fuente de las obligaciones. En cuanto a la responsabilidad, la culpa
contractual sólo da lugar al resarcimiento de los daños que son consecuencia directa e inmediata de
la falta de cumplimiento, a menos que el cumplimiento fuere malicioso (arts. 520 y 521), en tanto
que la responsabilidad por los hechos ilícitos es integral.
1115/92
92. CLASIFICACIÓN Y GRADACIÓN DE LA CULPA: ANTECEDENTES HISTÓRICOS Y
DERECHO MODERNO.— Los textos romanos distinguían diversos tipos de culpa: a) la culpa
grave o lata, consistente en la omisión de las diligencias y cuidados más elementales; b) la culpa
leve, que podía ser considerada bien objetivamente (omisión de los cuidados propios del buen
padre de familia) o bien subjetivamente (omisión de los cuidados que habitualmente tiene la
persona en sus propios asuntos); c) la culpa levísima, que consistía en la omisión de la diligencia de
un padre de familia excelente (diligentissimus pater familiae). Esta última categoría fue, en verdad,
una elaboración de los glosadores, sobre la base de textos discutibles.
Las características esenciales del sistema así descripto son dos: la gradación de la culpa y la
apreciación de ella sobre la base de un criterio abstracto (bonus pater familiae, diligentissimus pater
familiae). La división tripartita pasó al antiguo derecho francés y a la antigua legislación española;
todavía hoy se conserva en el Código chileno (arts. 44 y 1547) y en el colombiano (arts. 63 y 1604).
Pero no ha resistido la crítica. La división resulta artificiosa; el módulo del buen padre de familia
(conservado en el Código francés, art. 1137; español, art. 1104; venezolano, art. 1270) es a veces
inaplicable o pueril (ver nota 4). Parece preferible, por tanto, apreciar la culpa de acuerdo a las
circunstancias del caso y teniendo en cuenta la diligencia normal que es exigible a una persona
prudente.
Pero si bien la teoría de la clasificación de las culpas está desacreditada en su rígida formulación
clásica, no ha podido extirparse totalmente en el derecho moderno. Numerosas legislaciones
distinguen entre culpa grave y leve (C. Civil uruguayo, art. 1344; alemán, arts. 521, 599, etc.;
italiano, arts. 1713, 1900 y s.; suizo, art. 100). Y es que si se admite que la culpa es origen de
responsabilidad, nunca podrá prescindirse completamente de la consideración de su mayor o
menor gravedad para imputar o no responsabilidad o para imputarle efectos más o menos
extensos. Y cuando las leyes no lo hacen, la distinción entre culpa grave o leve penetra sutílmente a
través de la jurisprudencia. Ya volveremos sobre este punto (nº 94).
1115/93
93. SISTEMA DEL CÓDIGO CIVIL.— Nuestro Código ha abandonado la vieja clasificación
tripartita de la culpa, como también el módulo abstracto del buen padre de familia (salvo lo que se
dirá más adelante de las relaciones de familia). El art. 512 dice que la culpa del deudor en el
cumplimiento de la obligación consiste en la omisión de aquellas diligencias que exigiere la
naturaleza de la obligación, y que correspondiesen a las circunstancias de las personas, del tiempo y
del lugar. Es una fórmula feliz. Con expresión más breve, pero coincidente, el Código alemán alude
a la diligencia exigible en los negocios (art. 276 ). Es decir, que el juez apreciará la conducta de la
persona a quien se le imputa la culpa, y juzgará si ella se ha conducido como lo haría una persona
diligente en esas circunstancias y lugar.
Es necesario dejar bien claro que la alusión que nuestro Código hace a las circunstancias de
personas, no implica sentar un criterio subjetivo de apreciación de la culpa. En modo alguno
significa que el juez haya de tomar en cuenta la persona misma del deudor e indagar si, de acuerdo
a su carácter, modalidad y cuidado que ella pone habitualmente en sus propios negocios, puede o
no juzgarse culpable. El principio es que el juez debe resolver el problema teniendo en cuenta cómo
habría actuado una persona diligente. Para ello, no podrá dejar de considerar las circunstancias de
personas; por ejemplo, se exigirá mayor diligencia y cuidado en la admnistración de una medicina a
un médico que a un enfermero, y a este que a una persona ignorante; el compromiso de que la
construcción sea hecha conforme a las reglas del arte tiene un significado más riguroso tratándose
de un arquitecto o un ingeniero, que de un maestro mayor de obras o un albañil. Pero la conducta
de todas estas personas (médico, enfermero, arquitecto, maestro mayor de obra) debe ser juzgada
dentro de cada categoría según un criterio uniforme, es decir, objetivo.
Esto demuestra que no se ha establecido del todo una cierta gradación de la culpa. Pero si bien se
mira, hubiera bastado la pauta general del art. 512 ; lo que ocurre es que, en ciertas circunstancias,
los jueces deben apreciar la conducta del obligado con menor severidad que en otros; esas
disposiciones del Código que parecen apartarse de la regla del art. 512 , no hacen en el fondo sino
precisar qué debe entenderse, en este caso concreto, por diligencias que exigiere la naturaleza de la
obligación y que correspondiesen a las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar. Es
que la culpa no es una noción rígida, sino flexible, adaptable a las circunstancias de las personas y
del caso; y por ello mismo graduable, aunque no en grados rígidos, de lineamientos precisos, sino
conforme con la prudente apreciación judicial. Cabe destacar un fallo de la Sala C de la Cámara
Civil de la Capital, de singular significado, porque por primera vez nuestra jurisprudencia (por lo
menos a estar a nuestra información) distingue la culpa grave de la leve, para atribuir a la primera
los efectos del dolo, según el sistema admitido en Francia (ver nota 5). La decisión tenía particular
relevancia en el caso, pues el Código Aeronáutico establece una limitación al monto a que puede
llegar la valuación de los daños ocasionados por culpa, limitación que no existe para el caso de dolo
(art. 147 <>, ley 17285).
1115/94
94. JUICIO CRÍTICO.— De lo dicho hasta aquí resulta que no obstante los embates sufridos por el
sistema de la gradación de la culpa, no ha podido prescindirse de ella de una manera total. Y es que
si se parte del principio de que la responsabilidad se funda en la culpa, será inevitable tener en
cuenta, en alguna medida, la gravedad de ésta para establecer si el daño es reparable y fijar el
monto de la indemnización.
Por nuestra parte, sostenemos que, en principio, el problema de la reparación del daño debe
juzgarse del ángulo de la víctima y no del autor del hecho; que, en principio, debe ser indiferente la
gravedad de la culpa para fijar la indemnización, porque la medida de ésta debe ser dada por el
monto de los daños. Pero estamos persuadidos de que no puede prescindirse totalmente de la
gravedad de la culpa. Más aún, estamos convencidos de que nunca los jueces prescindirán de
tenerlo en cuenta en alguna medida. La regla de que la reparación debe ser lo más completa posible
y abarcar todos los perjuicios que tengan una relación adecuada con el hecho imputable al obligado,
no pasa de ser una directiva general y muy imprecisa. Sin salirse de ella, el juez suele moverse
dentro de límites amplios. A veces, en verdad, la prueba es concreta y el monto de los daños claro.
Allí funciona con rigor el principio de que la reparación debe cubrir todos los daños. Pero otras
veces la prueba es imprecisa, el daño muy difícil de apreciar. ¿Cuánto vale la vida de un hombre?
¿Cuánto un brazo, una pierna? ¿Cómo fijar el monto del perjuicio patrimonial que le ha producido
a una persona el incumplimiento de otra y que, por ello mismo, ha debido incumplir sus propias
obligaciones para con terceros, con la consiguiente mengua de su crédito y prestigio? Es dentro de
márgenes muy amplios que el juez debe fijar el monto. Al tomar su decisión se hacen oír en la
conciencia del juez distintas voces. Una de ellas es la culpa del autor del hecho. Si el autor del
incumplimiento es un hombre honorable a quien las circunstancias lo han colocado
involuntariamente en el trance de ocasionar un daño, el juez sentirá una humana y buena simpatía
por él, y esa simpatía se reflejará en una valoración restrictiva del daño (ver nota 6). Si el
incumplidor ha tenido mala fe o dolo o ha cometido una grave imprudencia, el juez será más severo
y la condena mayor. Aparentemente los principios en juego serán los mismos; sin embargo, las
consecuencias son distintas. Nos atrevemos a afirmar que aunque el legislador sancionara un
sistema de responsabilidad puramente objetiva, con exclusión total del elemento culpa, el juez
nunca dejará de considerarlo en alguna medida allí donde entre a jugar su prudente arbitrio.
Quienes hemos ejercido la magistratura sabemos por propia experiencia la importancia de estas
valoraciones en la fijación de la indemnización.
1115/95
95. CULPA DEL ACREEDOR.— La culpa del acreedor consiste en la omisión de las diligencias
necesarias para recibir la prestación. No hay una negativa ni un propósito deliberado de no recibirla
(lo que constituiría dolo), sino una simple pasividad o negligencia. Empero, las consecuencias del
dolo o la culpa del acreedor son siempre las mismas: debe indemnizar al deudor los daños que esa
conducta le haya producido. Por lo pronto, deberá pagar las costas del juicio de consignación;
además, deberá indemnizar todos los gastos extrajudiciales que hayan resultado al deudor. Así, por
ejemplo, si éste se ha comprometido a hacer la entrega de la cosa vendida en un lugar apartado y el
acreedor no concurre a recibir el pago, son a cargo de éste los gastos de traslado, de conservación de
la cosa en el lugar indicado, de transporte al lugar donde debe hacer la consignación, etcétera.
1115/96
96. CULPA CONCURRENTE.— Puede ocurrir que medie culpa concurrente. En tal supuesto, el
juez apreciará el caso y distribuirá el peso de los perjuicios sobre ambas partes, en proporción a sus
respectivas culpas (ver nota 7). Pero si el deudor demuestra que, a pesar de haber tenido culpa,
bastaba con la del acreedor para hacer totalmente imposible el cumplimiento, queda exento de
responsabilidad (ver nota 8). Pero no hay que olvidar que al acreedor le basta probar el
incumplimiento para exigir el pago de los daños; de tal modo que el deudor que invoca la culpa del
acreedor debe probarla para eximirse de responsabilidad.
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1115/98
98.— De lo dicho hasta aquí se desprende que el principal responde de la culpa del representante y
del subordinado en la misma medida que responde por la suya propia (ver nota 11).
Todo ello, claro está, sin perjuicio de la acción de regreso que luego tiene el principal contra su
subordinado o representante.
1115/99
(nota 1) Se atribuye a LEFEVRE el mérito de haber sostenido por primera vez en 1886 la teoría de la
unidad de la culpa (Responsbilité delictuelle et responsabilité contractuelle, Revue Critique, 1886, p.
485).
(nota 2) Este punto de vista ha sido sostenido en nuestro país por BUSSO, t. 3, arts. 511 y 512, núms.
46 y s.; COLMO, núms. 109 y s.; LAFAILLE, t. 1, nº 180; SALAS, Responsabilidad contractual y
responsabilidad delictual, en Estudios sobre la responsabilidad civil, Buenos Aires, 1947, ps. 5 y s.
MOSSET ITURRASPE, Responsabilidad por daños, t. 1, nº 32. Con motivo del Tercer Congreso de
Derecho Civil sostuvieron esta postura los doctores SALAS, BREBBIA y FERREYRA. En cambio, el
doctor BARCIA LÓPEZ hizo notar que si bien el concepto de culpa es siempre el de falta de
prudencia, de cuidado, de atención, de diligencia, el campo de aplicación contractual y
extracontractual de esa noción es completamente distinto (véase Actas del Tercer Congreso, t. 2, ps.
625 y s.). También LAFAILLE admite diferencias que no reputa esenciales (loc. cit.). En la doctrina
francesa la teoría de la unidad de la culpa ha sido sostenida por MAZEAUD, t. 1, nº 703; PLANIOL-
RIPERT-ESMEIN, t. 6, núms. 488 y s.; la pluralista por BAUDRY LACANTINERIE y BARDE,
Obligaciones, t. 1, nº 355 y s.; HUC, t. 7, nº 95; LAURENT, t. 16, nº 230.
(nota 3) En el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, reunido en Córdoba en 1961, se aprobó el
despacho de comisión, según el cual “la reparación ha de sancionarse según una fórmula integral y
unificada, aplicable tanto a la responsabilidad contractual, cualquiera sea la naturaleza de la
prestación, como a la extracontractual, sea que los hechos configuren o no delitos de derecho
criminal” (Actas, t. 2, p. 624 y sig). El debate reveló, empero, que este criterio no era unánime.
(nota 4) Así ocurre, por ejemplo, cuando se trata de juzgar si los socios han cumplido con la debida
diligencia sus negocios; o si la sirvienta ha dado cumplimiento a las obligaciones con sus patrones,
etc. Gierke se pregunta si para saber si una bailarina cumplió con sus obligaciones habrá de
preguntarse si bailó como lo haría un buen padre de familia (cit. por REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p.
152). Este módulo debe reservarse para apreciar el cumplimiento de los deberes que surgen de la
patria potestad.
(nota 5) C. Civil Cap., Sala X, 28/2/1963, L. L., t. 110, p.151, y J. A., 1963-IV, p. 223, con nota de
MALBRÁN. En igual sentido nos pronunciamos nosotros en nuestro voto en el fallo de la C. Civil
Cap., Sala A, 6/3/1964, J. A., 1964-III, p. 393, con nota de Ray. De acuerdo: MOSSET ITURRASPE,
Responsabilidad por daños, t. 1, nº 31.
(nota 7) BUSSO, t. 3, arts. 511 y 512, nº 128; COLMO, nº 115; SALVAT, t. 1, nº 138; REZZÓNICO, 9ª
ed., t. 1, p. 163; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº 361; MAZEAUD, t. 2, núms. 508 y s.
(nota 9) GALLI, en SALVAT, Obligaciones, t. 1, nº 138 a; BUSSO, t. 3, arts. 511 y 512, núms. 89 y s.;
REZZÓNICO, Obligaciones, 9ª ed., t. 1, p. 165.
(nota 10) BUSSO, t. 3, arts. 511 y 512, nº 99; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 166; MAZEAUD, t. 1, nº 996;
ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 44, I, 1.
(nota 11) De acuerdo: BUSSO, t. 3, arts. 511 y 512, nº 116; ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1, §
44, II, 5; VON TUHR, t. 2, p. 105.
1115/100
100. PRINCIPIO.— No hay obstáculo de principio en que el deudor pueda ser librado
contractualmente de su culpa en el cumplimiento de sus obligaciones (ver nota 1). Pero este
principio debe ser entendido en su justo significado. Para ello hay que puntualizar que la cláusula
que exime de responsabilidad por culpa no libera al deudor, que siempre queda obligado a
cumplir. En otra palabras: si voluntariamente dejara de cumplir, habría dolo de su parte, dolo del
cual no puede ser excusado (véase nº 83) sin viciar de nulidad el contrato. Aquí no se trata de eso.
La excusa de la culpa tiene interés cuando el deudor ha querido honestamente cumplir, pero ha
cometido en la ejecución un hecho culpable (que pudo haber evitado obrando con la debida
diligencia), del que resultó un daño al acreedor. No lo exculpa de cumplir el pretexto de que se
olvidó de hacerlo o dejó el cumplimiento para más adelante. Es verdad que en estos supuestos
podría afirmar que no hubo dolo, puesto que él no se propuso no cumplir. Pero es evidente que si
la simple alegación de que el deudor olvidó de cumplir bastara, ello equivaldría a dejar librado al
arbitrio del deudor el cumplimiento de la obligación, lo que no está en el espíritu de la cláusula de
dispensa de la culpa. Igualmente, habría dolo en quien deja el cumplimiento de su obligación para
más adelante, pues no cumplir deliberadamente en el plazo establecido es dolo y no culpa.
Cabe agregar que en el derecho extranjero predomina el criterio de que la culpa grave no puede
excusarse (ver nota 2). En nuestra doctrina prevalece la opinión de que esa moralizadora solución
no es aplicable, dado que el Código Civil no distingue entre culpa grave y leve (ver nota 3). Pero
hay casos en que la culpa asume tal gravedad que resulta difícil distinguirla prácticamente del dolo,
por más que la distinción teórica sea clara. Los jueces deberán exigir una prueba terminante de que
no hubo dolo para eximir de responsabilidad al deudor.
c) El problema es especialmente importante en los contratos de adhesión, en los cuales, la parte que
fija todas las condiciones del contrato, suele poner cláusulas limitativas de la responsabilidad. Estas
cláusulas deben ser consideradas con prevención. Venini dice con relación a todo contrato, pero a
nuestro juicio, especialmente aplicable a los de adhesión (llamados también con cláusulas
predispuestas), que las cláusulas limitativas de la responsabilidad por culpa sólo pueden operar en
tanto no afecten las obligaciones fundamentales, no fracturen la relación de equivalencia, no
importen un ejercicio abusivo del derecho, no afecten la buena fe, no se opongan a normas
imperativas y se limiten a prestaciones secundarias, en tanto éstas no tengan jerarquía de fin del
contrato analizando los móviles que impulsaron a las partes a contratar (ver nota 9).
Es necesario agregar, sin embargo, que la Corte Suprema de la Nación ha resuelto que el principio
de la buena fe no es argumento suficiente para invalidar una cláusula de un contrato de adhesión,
pues ella está sustentada en el principio de la autonomía de la voluntad; a lo que agregó que la
teoría del abuso del derecho debe aplicarse restrictivamente, cuando se la utiliza para privar de
efectos a una cláusula contractual (ver nota 10).
Nos parece una decisión infortunada. El principio de la buena fe no tiene jerarquía inferior al de la
autonomía de la voluntad; por el contrario, pensamos que una razón de orden moral impone darle
prevalencia, porque nada que sea contrario a la buena fe o que sea abusivo, puede tener la
protección del derecho y de los jueces (ver nota 11).
1115/101
Por nuestra parte, pensamos que para excusarse de responsabilidad, el deudor debe probar: 1) que
se propuso cumplir y que medió por lo menos principio de cumplimiento; mientras no haya habido
voluntad positiva de cumplir (y no la hay mientras el fenómeno de conciencia que es la pura
intención no se transforme en fenómeno volitivo, que exige exteriorización) (ver nota 15), el
incumplimiento es deliberado y, por tanto, doloso; es decir, la cláusula de irresponsabilidad no lo
cubre; 2) que el daño cometido en la ejecución se originó en una simple negligencia; es decir, tendrá
que probar que no hubo dolo de su parte. En otras palabras: pensamos que hay una inversión del
cargo de la prueba, pero no de la culpa, sino del dolo. Ordinariamente, en efecto, el acreedor que
invoca el dolo del deudor debe probarlo; por efecto de la cláusula de dispensa de la culpa es el
deudor quien debe probar que no incurrió en dolo. Esta consecuencia resulta muy simplemente del
principio de que al acreedor le basta probar el incumplimiento para hacer responsable al deudor;
ahora bien, como ese incumplimiento puede estar originado en dolo o culpa, si el deudor pretende
eximirse de su responsabilidad (fundado en la dispensa convencional de la culpa) debe probar que
obró sólo con culpa, o lo que es lo mismo, que no hubo dolo de su parte.
1115/102
1115/103
1115/104
(nota 1) BUSSO, t. 3, arts. 511 y 512, núms. 142 y s.; SALVAT, t. 1, nº 135; LAFAILLE, Tratado,
Obligaciones, t. 1, nº 184; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 162.
(nota 2) Código suizo de obligaciones, art. 100; C. Civil peruano, art. 1319; es también la solución
del derecho francés (véase PLANIOL-RIPERT-BOULANGER, nº 788 y jurisprudencia allí citada) y
del derecho alemán (véase ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 43, II, 1, y VON TUHR, t. 2, p.
100.
(nota 7) C. Civil Cap., Sala A, 14/9/1976, E. D., t. 72, p. 525; declaración de las Primeras Jornadas
Provinciales de Mercedes.
(nota 10) C.S.N., 4/8/1988, L. L., 1989-B, p. 5. En igual sentido, C. Com. Cap., Sala A, 31/10/1989, L.
L., 1990-D, p. 226, con nota de Rubén y Gabriel Stiglitz.
(nota 14) En este sentido: PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 6, nº 401, aunque estos autores sostienen
una conclusión muy diversa a la nuestra: opinan que la cláusula de irresponsabilidad permite al
deudor probar que su conducta fue prudente y diligente, con lo cual le bastaría para eximirse de
responsabilidad aunque no demostrara la existencia del eximente de caso fortuito.
(nota 15) De acuerdo en que sin exteriorización no hay voluntad: LOUIS LUCAS, Volonté de cause,
París, 1918, p. 102; RIBOT, Maladies de la volonté, 3ª ed., París, 1919, p. 37.
(nota 16) De acuerdo: C. Civil Cap., Sala C, 7/4/1976, L. L., 1977-A, p. 248; PLANIOL-RIPERT-
ESMEIN, t. 6, nº 403. Menos afirmativa es la opinión de BUSSO (t. 3, arts. 511 y 512, nº 156), y la de
MAZEAUD (t. 3, nº 2557), quienes sin sentar reglas generales, prefieren decir que en cada caso han
de tenerse en cuenta las circunstancias peculiares.
(nota 17) De acuerdo: BUSSO, t. 3, arts. 511 y 512, nº 166; MAZEAUD, t. 3, nº 2559; JOSSERAND, t.
2, vol. 1, nº 624.
(nota 18) Así lo resolvió la Chambre des Requètes, el 4/4/1933, cit. por MAZEAUD, t. 3, nº 2527.
Además de la jurisprudencia citada por estos autores, véase PLANIOL-RIPERT-BOULANGER, t. 2,
nº 789, en la que se pone de manifiesto una línea bastante incierta en la solución de esta cuestión.
1115/105
Hay, pues, una presunción legal de culpa derivada del mero incumplimiento.
Precisando con mayor rigor estos conceptos, diremos que el acreedor que pretende la reparación de
los daños debe probar las circunstancias siguientes: a) la existencia de la obligación; b) el
incumplimiento; c) que ese incumplimiento le causa un daño.
Más aún: en algunos casos, el acreedor está dispensado inclusive de probar el incumplimiento de la
obligación para reclamar su pago; el deudor que alega haber cumplido, debe probarlo. Así ocurre
cuando la obligación consiste en la entrega de una suma de dinero o de otra cosa cierta o genérica.
El acreedor de un contrato de mutuo que acciona por cobro de la cantidad que se le debe, se limita a
exhibir el contrato; lo mismo hace el comprador de una cosa para cuya entrega concedió plazo.
La antigua doctrina procesalista distinguía entre los hechos positivos y los negativos, afirmando
que al actor le incumbe el cargo de la prueba en contrario. Esto explicaría por qué al actor que
sostiene que no se le ha pagado le basta con hacer esta afirmación de un hecho negativo para
trasladar al adversario la carga de la prueba. La idea no ha resistido el análisis. El que invoca el
incumplimiento de una obligación de no hacer, no se limita a exhibir el título de la obligación y a
decir que el demandado no cumplió; debe probar el incumplimiento. Si una empresa constructora
se comprometió a hacer un edificio según planos, el actor no se limita a sostener que no cumplió;
debe probar que no existe el edificio o que éste no se ajustó a los planos. Es decir, la regla es
siempre que el onus probandi corresponde al actor; en principio, él debe exhibir el título de la
obligación y probar la inejecución. Sólo que, a veces, la prueba de esa inejecución es poco menos
que imposible para el acreedor y, en cambio, la demostración de la ejecución es simplísima para el
deudor. Así, por ejemplo, al acreedor de una suma de dinero le es generalmente imposible (salvo
circunstancias excepcionales) probar que el demandado no le pagó; en cambio, éste, si ha pagado,
puede exhibir el recibo que es de rigurosa práctica en el comercio jurídico. Ello explica la inversión
del onus probandi. Dejamos aquí apuntadas sólo las reglas esenciales, porque éste es un problema
cuyo estudio detallado corresponde al derecho procesal. Lo que ahora nos interesa es dejar sentado
que a los efectos de responsabilizar al deudor, basta con que quede acreditado el incumplimiento;
no es necesaria la prueba de la culpa. Demostrada la inejecución, el deudor que pretende eximirse
de responsabilidad debe probar la fuerza mayor.
1115/106
Solamente en este último caso, dice DEMOGUE, es exacta la doctrina de que al acreedor le basta
con probar la inejecución; pero en las obligaciones de medio debe probar también la culpa del
deudor. En nuestros ejemplos, el enfermo o el dueño del establecimiento no podrían demandar los
daños y perjuicios sin demostrar que ha habido culpa en el mal cumplimiento de las obligaciones
(ver nota 3).
La distinción entre obligaciones de medio y de resultado es atrayente y describe con acierto algunas
modalidades que suelen asumir las obligaciones. Pero es, a nuestro juicio, inaceptable si se quiere
hacer de ella la base sobre la cual ha de decidirse el problema de si el acreedor está o no obligado a
probar la culpa del deudor (ver nota 4).
No es exacto que en las obligaciones de medio el acreedor deba probar la culpa del deudor. A él le
basta con probar el incumplimiento. Consideremos el ejemplo que habitualmente se indica como
típico de este género de obligaciones: un médico se compromete a prestar su asistencia a su
paciente. A éste le basta con probar que el médico no lo asistió ni visitó nunca para poder reclamar
daños; si el profesional quiere eximirse de responsabilidad, debe demostrar que medió una causa
de fuerza mayor que le impidió cumplir. La situación es idéntica a la de las obligaciones de
resultado. Lo que dificulta el problema es que habitualmente la cuestión se presenta no como un
incumplimiento total, sino como un cumplimiento deficiente; y que el contrato no especifica con
precisión cada una de las obligaciones asumidas por el deudor (como, en cambio, ocurre en las
obligaciones de resultado), sino que se asume una obligación general de obrar con diligencia. La
tarea de probar el incumplimiento, que es simple en las obligaciones de resultado, se complica
singularmente cuando para probar el incumplimiento hay que acreditar una serie de actos u
omisiones, cada uno de los cuales es un incumplimiento parcial a ese deber de diligencia que se ha
asumido. Pero no por ello se altera el objetivo de la prueba, que es siempre el incumplimiento y no
la culpa. Valgámonos nuevamente de un ejemplo: la administración de una propiedad. El
administrador cumple obrando con diligencia y prudencia. Si el dueño sostiene que no ha obrado
así (y por ello demanda) deberá probar actos u omisiones impropios de un administrador diligente.
Parece que su esfuerzo está encaminado a probar la culpa del administrador. Pero, en verdad, lo
que debe probar y prueba es sólo una conducta que importa incumplimiento (o cumplimiento
deficiente). Porque si lo que el actor debiera probar fuera la culpa, una vez producida dicha prueba,
el demandado carecería ya de toda defensa. Pero no es así. El puede descargarse de responsabilidad
probando la existencia de impedimento de fuerza mayor (ver nota 5).
Desde otro punto de vista, han hecho notar PLANIOL y RIPERT que la distinción entre las
obligaciones de medio y de resultado reposa sobre la naturaleza del hecho prometido. De lo cual
surge que, con este punto de partida, no sólo sería posible ya una distinción entre dos categorías,
sino una infinita variedad de obligaciones. Por ejemplo, un obrero puede comprometerse a reparar
un mueble lo mejor posible o bien hacer una reparación determinada, o a emplear tales materiales;
un médico puede comprometerse a cuidar a un enfermo, como también a realizar tal operación o a
usar tal procedimiento. En el fondo, toda obligación implica un resultado a obtener y medios
apropiados para procurarlo (ver nota 6).
Esto explica que esta distinción entre obligaciones de resultado y de medio haya tenido muy
modesta repercusión en la jurisprudencia francesa (ver nota 7), a pesar de la autoridad de los
juristas que la han sostenido (ver nota 8), no sin muy prestigiosos contradictores (ver nota 9). En
nuestro país, la distinción ha sido utilizada sobre todo en materia de responsabilidad médica,
siendo hoy doctrina corriente en nuestra jurisprudencia, que la obligación de los médicos es de
medios y no de resultado, por lo que quien los demanda por los daños y perjuicios sufridos como
consecuencia de su impericia o negligencia, debe probar la llamada mala praxis médica (véase
nuestro Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, nº 1046 bis).
(nota 2) C. Civil Cap., Sala D, 20/12/1973, L. L., 154, p. 366; Sala C, 24/3/1981, E. D., t. 93, p. 792;
Sala E, 29/12/1976, E. D., t. 73, p. 256; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 168 y 172.
(nota 5) En sentido concordante, véase ACUÑA ANZORENA, nota en J. A., t. 53, Sec. Doct., p. 33,
BELLUSCIO, Obligaciones de medio y de resultado, L. L., 1979-C, p. 19.
1115/107
107. CONCEPTO.— Hemos dicho ya que al acreedor le basta con probar el incumplimiento para
demandar daños y perjuicios. Pero como la responsabilidad contractual está ligada a la culpa, el
deudor puede eximirse de la obligación de reparar los daños y perjuicios probando que la
inejecución obedece a un caso fortuito o fuerza mayor.
Según la clásica definición del art. 514 , caso fortuito es el que no ha podido preverse, o que
previsto, no ha podido evitarse.
El primer problema que se presenta en esta materia es el siguiente: caso fortuito y fuerza mayor
¿son conceptos sinónimos o, por el contrario, designan ideas distintas? En esta vieja cuestión ha
ocurrido un hecho curioso: que mientras los autores se empeñan en mantener la distinción
conceptual, la jurisprudencia y el lenguaje usual entre los hombres de leyes tiende a asignarles
idéntico significado. Haremos una ligera revista de las distintas opiniones.
a) Para algunos autores, que siguen la terminología del derecho romano, la expresión caso fortuito
debe reservarse a los hechos de la naturaleza y fuerza mayor a los hechos del hombre; pero las
consecuencias serían las mismas (ver nota 1). Cabe observar que si las consecuencias son iguales, las
nociones de caso fortuito y fuerza mayor tenderán inexorablemente a confundirse, pues la
distinción de los conceptos jurídicos sólo interesa en cuanto pueda imputárseles una distinta
regulación legal.
b) Para otros, fuerza mayor indicaría una fuerza irresistible, en tanto que caso fortuito señalaría un
acontecimiento imprevisible; pero los efectos serían iguales (ver nota 2). Corresponde formular la
misma observación que en el caso anterior.
c) Para otros la fuerza mayor sería la imposibilidad absoluta fundada en un obstáculo irresistible;
caso fortuito sería un obstáculo de menor significación, pero con todo, suficiente en relación a ese
deudor. Los efectos serían iguales, porque en ambos casos el deudor quedaría exonerado (ver nota
3). Misma observación que en los casos anteriores.
d) Para COLMO, una y otra expresión señalan dos aspectos distintos, pero correlativos, de un
mismo fenómeno, que es el obstáculo insuperable para cumplir: fuerza mayor es lo subjetivo de la
imposibilidad de prever o de evitar el hecho; caso fortuito es lo objetivo del hecho extraordinario
(ver nota 4).
e) JOSSERAND, a diferencia de los autores anteriores, señala una distinción trascendente: fuerza
mayor es el hecho extraño a la persona del obligado, que lo exime de responsabilidad; caso fortuito,
es el acontecimiento que se produce en el interior del círculo obligatorio del deudor y que no lo
exime de responsabilidad por más que haya mediado culpa de su parte en el incumplimiento (ver
nota 5). La teoría de JOSSERAND se vincula con las ideas anteriormente expuestas por Exner (véase
nº 114), las que no han trascendido.
108.— Nuestro Código se ha alejado de esas inútiles sutilezas. Los textos aluden indistintamente a
caso fortuito o fuerza mayor y a veces las emplean al mismo tiempo (arts. 513 , 889 , 893 , 1522 ),
denotando así que se trata de conceptos idénticos. La jurisprudencia de nuestros tribunales no ha
hecho nunca distinción alguna y ésta es también la orientación que predomina en la doctrina
nacional (ver nota 1).
(nota 1) COLMO, nº 117; LAFAILLE, nº 189; SALVAT y su anotador GALLI, nº 144 (si bien GALLI
admite la posibilidad de formular una distinción conceptual que no tiene vigencia positiva en
nuestro derecho); REZZÓNICO, 9ª ed., p. 173.
109. CARACTERES.— Según el art. 514 , debe tratarse de un acontecimiento que no puede
preverse o que, previsto, no puede evitarse.
110. a) Imprevisibilidad.— Si el contratante, obrando con la prudencia de un hombre diligente,
hubiera podido prever, al tiempo de contratar, el acontecimiento que luego le impediría cumplir, es
responsable. Por ello no puede hablarse de caso fortuito cuando las circunstancias que se invocan
ya existían al tiempo de contratar (ver nota 1) o son la consecuencia de acontecimientos normales
(ver nota 2). Pero no hay que exagerar el concepto de imprevisibilidad. No se trata de que sea
necesario algo absolutamente imprevisible, pues eso sería excesivo, sino simplemente de que no
hay razón valedera para pensar que ese acontecimiento se producirá (ver nota 3).
(nota 1) C. Com. Cap., 30/12/1946, L. L., t. 46, p. 145; C. Com. Cap., 30/9/1948, J. A., 1949-I, p. 91;
Sup. Corte Buenos Aires, 17/5/1932, J. A., t. 38, p. 466; C. Paz Cap., 2/11/1942, G. P., t. 47, p. 121; C.
2ª Apel. La Plata, 23/6/1944, J. A., 1944-III, p.83.
(nota 2) C. Civil 1ª Cap., 5/4/1948, J. A., 1948-I, p. 678 (desprendimiento del aro de la rueda de un
automóvil); íd., 14/11/1941, L. L., t. 24, p. 821 (hidrofobia de un perro); C. Civil 2ª Cap., 15/6/1943,
J. A., 1943-III, p. 212 (rotura de la dirección de un automóvil); íd., 15/7/1946, J. A., 1946-IV, p. 274
(desprendimiento del aro de una rueda); C. Apel. 1ª La Plata, 26/7/1946, J. A., 1946-III, p. 392
(rotura de un eje del automotor); íd., 9/3/1948, J. A., 1948-I, p. 576 (hidrofobia de un perro).
111. b) Irresistibilidad.— Esta es la nota esencial del caso fortuito. Puede ocurrir, en efecto, que el
acontecimiento sea previsible y aun que el deudor lo haya previsto; pero ello ordinariamente no
tiene relevancia si no importa una fuerza invencible (art. 514 ). Decimos ordinariamente, porque si
al contraer la obligación el deudor sabía que el acontecimiento irresistible podía o debía acontecer
según el curso ordinario y normal de las cosas, entonces su responsabilidad se mantiene no
obstante la fuerza irresistible (véase número anterior).
Este problema de las dificultades se vincula estrechamente con la teoría de la imprevisión, de la que
trataremos en los núms. 131 y siguientes.
(nota 1) C. Com. Cap., Sala A, 11/4/1951, L. L., t. 65, p. 704; C. Com. Cap., 30/10/1950, L. L., t. 61,
p. 306; C. Paz Cap., Sala III, 26/3/1954, L. L.,t. 75, p. 187; C. 2ª Apel. La Plata, 9/5/1944, L. L., t. 34,
p. 736. En contra: C. S. N., 28/9/1936, J. A., t. 55, p. 770, que declaró que el concesionario de
provisión de mercaderías al Estado no es responsable de los daños y perjuicios derivados del
incumplimiento por un motivo de fuerza mayor como es la desvalorización de la moneda.
112.— La imposibilidad debe ser absoluta, es decir, la que lo sería para cualquier persona y no
solamente para el deudor. Esto significa que la cuestión debe apreciarse con criterio objetivo y no
subjetivo; la debilidad de carácter, timidez, etcétera, del deudor no autorizan a considerar como
fuerza mayor lo que no lo es para una persona de carácter y diligencia normales.
Si se trata de obligaciones alternativas, el deudor sólo se libera si todas las prestaciones se han
hecho imposibles (ver nota 1).
(nota 1) C. Fed. Cap., 12/4/1940, L. L., t. 18, p. 377; C. Com. Cap., 30/4/1945, G. F., t. 176, p. 99; C.
Paz Cap., Sala IV, 4/5/1938, L. L., t. 10, p. 674; BUSSO, t. 3, arts. 513 y 514, nº 65; PLANIOL-
RIPERT-ESMEIN, t. 6, nº 382; MAZEAUD, t. 2, nº 1572 y jurisprudencia allí citada; DEMOGUE, nº
605.
113.— La imposibilidad puede ser física (destrucción de la cosa prometida por el hecho de un
tercero o de la naturaleza, tal como un rayo, granizo, etc.), o jurídica. Ejemplo de esta última es el
hecho del príncipe; como sería la expropiación de un inmueble que le impide al propietario cumplir
con la promesa de venta que había suscripto con otra persona.
1115/114
114.— En una obra que en su momento tuvo mucha notoriedad (ver nota 1), Exner sostuvo que
para que la fuerza mayor fuera eximente de responsabilidad, debía tener los siguientes caracteres:
a) ser exterior al deudor y sus negocios; b) ser extraordinaria; c) tener pública notoriedad. Así, por
ejemplo, no bastaría un incendio originado en la fábrica del deudor, porque ese acontecimiento no
es externo ni extraordinario. En cambio, un incendio que arrasa toda la manzana y se origina fuera
de la fábrica sí lo es.
Esta teoría importa un esfuerzo por limitar las causas de irresponsabilidad y evitar que los
deudores puedan encontrar pretextos para no cumplir, en virtud de hechos que de alguna manera
les son imputables. Pero no ha trascendido. Parece preferible dejar librado al criterio de los jueces la
apreciación de cuándo el acontecimiento debe reputarse irresistible, y no limitar su poder de
apreciación con requisitos que muchas veces pueden resultar excesivos o arbitrarios con relación al
caso que se juzga.
(nota 1) De la fuerza mayor en el derecho mercantil romano y en el actual, trad. esp., Madrid, 1905.
115. CASOS ESPECIALES; JURISPRUDENCIA.— a) Hechos de la naturaleza. Las lluvias, los
vientos, las crecientes ordinarias de los ríos y las mareas no constituyen caso fortuito o fuerza
mayor, pues son expresiones normales y regulares de la naturaleza (ver nota 1), a menos que por su
carácter extraordinario salgan de lo común y sean imprevisibles (ver nota 2). Según este criterio, se
ha admitido que las lluvias constituyen caso fortuito cuando han ocasionado inundaciones mayores
que las que ordinariamente provocan (ver nota 3); los vientos cuando son de violencia inusitada
(ver nota 4). En cambio, no constituye fuerza mayor el mal tiempo durante la navegación, al que se
le atribuye la pérdida de la mercadería embarcada, pues se trata de un hecho previsible (ver nota 5),
a menos que la furia de la tormenta adquiera gravedad extraordinaria y singular (ver nota 6); ni la
baja marea que no excede de lo regular (ver nota 7), ni las lluvias y temperaturas que impidieron la
terminación de los trabajos de construcción en el plazo estipulado, pero que no excedieron de lo
normal (ver nota 8), ni el cambio de viento que propagó al campo vecino la quemazón
deliberadamente provocada en el propio (ver nota 9), ni la niebla (ver nota 10), lluvia o llovizna (ver
nota 11) a la que se atribuye el accidente de automóvil.
(nota 1) C. Civil Cap., Sala D, 2/10/1962, L. L., t. 111, p. 29; íd., Sala C, 17/10/1963, L. L., t. 114, p.
371; C. Civil 1ª Cap., 28/5/1945, J. A., 1945-III, p. 239; C. Com. Cap., 3/8/1938, L. L., t. 11, p. 633; C.
Apel. 1ª La Plata, 10/2/1950, J. A., 1950-II, p. 229; C. Fed. Cap., 9/6/1933, J. A., t. 42, p. 407; y casos
citados en notas 241-247.
(nota 2) C. Fed. Cap., 9/6/1933, J. A., t.42, p. 407; y fallos citados en notas 231, 240 y 241.
(nota 4) C. Fed. Cap., 16/6/1943, L. L., t. 31, p. 7, y J. A., 1943-III, p. 79; C. Civil Cap., Sala B,
10/10/1957, “Arfil Argentina c/Archer, J.” (vendaval de violencia extraordinaria que arrasó un
edificio); en contra, sosteniendo que una tormenta de viento de 100 km. por hora no exime de
responsabilidad al constructor, C. Civil Cap., Sala A, 8/5/1962, causa 75.823 (inédita); ni una
tormenta de lluvias y vientos de 120 km. por hora exime al propietario de la obligación de reparar
los daños causados a terceros por un derrumbamiento, C. Civil Cap., Sala A, 30/11/1961, J. A.,
1962-II, p. 424; Sala D, 17/10/1963, L. L., t. 114, p. 371.
(nota 5) C. Civ. Com. y Penal Esp. Cont. Adm. Cap., 3/4/1956, J. A., 1956-IV, p. 5, nº 17.
(nota 8) C. Com. Cap., 3/3/1938, L. L., t. 11, p. 633, y J. A., t. 63, p. 603.
Iguales principios se han aplicado en materia de revoluciones internas (ver nota 7).
(nota 1) C. Com. Cap., 30/9/1948, J. A., 1949-I, p. 91; Sup. Corte Buenos Aires, 17/5/1932, J. A., t.
38, p. 466; C. 2ª Apel. La Plata, 23/6/1944, J. A., 1944-III, p. 83; GALLI, en SALVAT, t. 1, nº 150.
(nota 2) C. Apel. La Plata, 23/6/1944, L. L., t. 35, p. 164, y J. A., 1944-III, p. 83.
(nota 3) C. Paz Cap., Sala II, 5/3/1945, G. P., t. 62, p. 13; íd., Sala IV, 11/4/1945, G. P., t. 62, p. 109.
(nota 4) C. Com. Cap., 16/5/1944, L. L., t. 34, p. 919, y J. A., 1944-II, p. 722.
(nota 5) C. Paz Let. Cap., Sala IV, 11/4/1945, G. P., t. 62, p. 109.
(nota 6) C. Com. Cap., 12/9/1942, L. L., t. 27, p. 912, y J. A., 1942-IV, p. 12.
(nota 7) C. Com. Cap., 27/11/1925, J. A., t. 18, p. 728; C. Paz Let. Cap., 31/10/1945, G. P., t. 65, p.
117.
117. c) Hechos de terceros.— El hecho de terceros puede constituir fuerza mayor pero sólo a
condición de que reúna los caracteres de imprevisibilidad e inevitabilidad, no haya culpa del
contratante que lo invoca (ver nota 1), y no se trate del hecho de un tercero del cual se tenga el
deber de responder (ver nota 2).
El robo debe reputarse fuerza mayor sólo cuando ha sido hecho a mano armada o con fuerza
irresistible (ver nota 6). Este principio, sentado para el contrato de hospedaje por el art. 2237 , es de
aplicación analógica a otros contratos cuyo cumplimiento se haya hecho imposible por tal motivo.
El embargo, sólo es causa de fuerza mayor eximente de responsabilidad cuando ha sido trabado
por una persona que no tenía ninguna relación jurídica con el obligado (ver nota 7) o por error; pero
no cuando obedece a deudas del obligado (ver nota 8), pues entonces no se lo puede considerar
exento de culpa.
Tampoco es causa de fuerza mayor la demora de una institución bancaria en conceder el préstamo
con el que contaba el deudor para pagar el precio (ver nota 9).
(nota 1) C. Civil 2ª Cap., 9/9/1932, J. A., t. 30, p. 475; C. Paz Let. Cap., 3/5/ 1948, L.L., t. 151, p. 205;
C. Apel. La Plata, 12/11/1946, J. A., 1947-I, p. 438.
(nota 4) C. Civil 1ª Cap., 17/7/1947, J. A., 1947-III, p. 152. También se ha resuelto que la maniobra
destinada a eludir otro vehículo no exime de responsabilidad a quien embistió a un peatón, por
más que se invoque y pruebe la imprudencia del conductor de aquél: C. Civil 1ª Cap., 20/5/1943,
Rep. Mor., t.9, nº 3158; C. Civil 2ª Cap., 14/9/1938, L. L., t. 12, p. 296.
(nota 5) C. Fed. Cap., 22/7/1942, L. L., t. 27, p. 553; C. Paz Cap., 27/5/1946, G. P., t. 69, p. 9.
(nota 6) C. Civil Cap., Sala A, 30/5/1961, causa 71.757; Sala D, 18/2/1965, E. D., t. 10, p. 536; Sala F,
8/11/1962, E.D., t. 4, p. 736; íd., 31/10/1963, E. D., t. 7, p. 390; íd., 14/11/1963, L. L., t. 115, p. 365; C.
Com. Cap., 25/3/1971, J. A., t. 10-1971, p. 376; SALVAT, t. 1, nº 153; COLMO, nº 124; SEGOVIA, t. 1,
p. 127, nota 17; REZZÓNICO, 7ª ed., p. 107; BUSSO, t. 3, art. 513, nº 106. Respecto del contrato de
garage, está discutido si el robo a mano armada es o no una eximente de la responsabilidad del
garagista; sobre el tema véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, nº 2076 quint.
(nota 7) C. Com. Cap., 4/9/1940, J. A., t. 71, p. 716, y L. L., t. 19, p. 890. La Sala B de la C. Civil Cap.
resolvió que aunque el robo a mano armada es en principio caso fortuito, ello no es así cuando no se
han observado las diligencias mínimas exigibles a quien lucra con la guarda de automóviles:
21/12/1965, L. L., t. 121, p. 585.
(nota 8) C. Civil 1ª Cap., 30/10/1931, J. A., t. 36, p. 1412; C. Civil 2ª Cap., 30/3/1948, J. A., 1948-I, p.
613.
118. d) Incendio.— El incendio no es por sí mismo una fuerza mayor que exima de responsabilidad,
pues, como principio, debe admitirse que usando de la debida diligencia hubiera podido evitarse
(ver nota 1). Por consiguiente, quien lo invoca debe demostrar, además, que ha tenido las
características de irresistibilidad e imprevisibilidad que configuran el caso fortuito (ver nota 2),
como ocurriría si se trata de un siniestro que ha arrasado varias casas, una manzana, un barrio y
que ha asumido proporciones fuera de lo común (ver nota 3), o hubiera sido provocado por un rayo
(ver nota 4).
Cabe notar que en el caso de destrucción de la cosa locada por incendio, el art. 1572 presume que el
siniestro se ha originado en una fuerza mayor. Es una solución injusta (véase Tratado de Derecho
Civil, Contratos, t. 1, nº 775) cuya aplicación debe limitarse estrictamente al supuesto de la locación
de cosas (ver nota 5), y que debe interpretarse restrictivamente.
(nota 1) C. Civil 1ª Cap., 26/6/1940, J. A., t. 71, p. 213; C. Com. Cap., 5/12/1946, L. L., t. 45, p. 132, y
J. A., 1946-IV, p. 695; íd., 31/12/1942, L.L., t. 29, p. 651; íd., 24/8/1942, L. L., t. 27, p. 619; y fallos
citados en nota 268. De acuerdo: SALVAT, t.1, nº 165; LAFAILLE, t. 1, nº 191.
(nota 3) C. Paz Cap., Sala IV, 30/12/1952, L. L., t. 70, p. 236; REZZÓNICO, 9ª ed., p. 190; SALVAT, t.
1, nº 165.
(nota 5) Por consiguiente, no es aplicable: a la locación de obra (C. Com. Cap., 5/12/1946, L. L., t.
45, p. 132, y J. A., 1946-IV, p. 695), ni a la compraventa (C. Com. Cap., 31/12/1943, L. L., t. 29, p.
651), ni al depósito (C. Com. Cap., 13/9/1950, L. L., t. 62, p. 29; en contra: Sup. Corte Buenos Aires,
13/10/1942, J. A., 1942-IV, p. 729), ni al contrato de transporte (C. Com. Cap., 29/9/1931, J. A., t. 36,
p. 1130; íd., 20/8/1946, L. L., t. 44, p. 94; íd., 24/8/1942, L. L., t. 27, p. 619; C. Fed. Cap., 21/8/1936,
L. L., t. 43,p. 896; Sup. Corte Buenos Aires, 3/11/1953, J. A., 1954-I, p. 386), ni a las relaciones
contractuales (C. Civil 1ª Cap., 26/6/1940, J. A., t. 71, p. 213; C. Civil 2ª Cap., 18/3/1941, J. A., t. 74,
p. 509; C. Paz Cap., 4/8/1948, J. A., 1948-IV, p. 243; C. Apel. 2ª La Plata, 23/11/1943, J. A., 1943-IV,
p. 702).
119. e) Hechos del príncipe.— Los hechos del príncipe o actos del poder público pueden constituir
fuerza mayor cuando crean dificultades imposibles de vencer para el cumplimiento de las
obligaciones (ver nota 1); no es indispensable que se trate de ejercicio regular del poder; aun los
actos abusivos constituyen caso fortuito si han impedido cumplir (ver nota 2), lo que es lógico, pues
del punto de vista del deudor que ve obstaculizado su propósito de cumplir, es indiferente la
legitimidad o arbitrariedad del acto que lo obstaculiza. Así, se ha declarado que constituye fuerza
mayor la expropiación que impide cumplir el contrato de compraventa (ver nota 3) o la prórroga de
los alquileres que impide cumplir la cláusula de la entrega de la finca desocupada (ver nota 4); el
embargo de la cosa cuando se ha originado en error o ha tenido por causa obligaciones ajenas al
deudor (véase nº 117 y nota 261); la clausura del comercio por razones ajenas a la actividad propia
del patrón constituye fuerza mayor en el sentido de la ley 11729 <>(ver nota 5); el secuestro de un
depósito por funcionarios de la Cámara de Alquileres (ver nota 6); la conminación de la Dirección
General Impositiva al escribano para que paralizara la escrituración (ver nota 7); y con tanta mayor
razón, la requisa hecha en tiempo de guerra o revolución (ver nota 8). En un caso singular se
declaró la falta de responsabilidad del conductor de un automóvil que chocó manejando
presionado por las órdenes de un policía que viajaba en el vehículo e iba en persecución de un
delincuente (ver nota 9).
En cambio, no hay fuerza mayor si el hecho del príncipe sólo originó dificultades para cumplir,
pero no imposibilidad, como ocurre con las medidas de control de cambios (ver nota 10), las
restricciones a la libre concurrencia (ver nota 11), el aumento de las tarifas ferroviarias (ver nota 12)
o de los derechos de importación (ver nota 13) (véase, sin embargo, los números 131 y siguientes
sobre la teoría de la imprevisión). Tampoco exime de responsabilidad el hecho del príncipe, si debió
ser previsto por quien contrajo la obligación (ver nota 14); y muy particularmente, si hay culpa del
obligado, como ocurre con el vendedor que pretende se declare su irresponsabilidad fundada en la
expropiación, si él fue quien la gestionó ante las autoridades (ver nota 15), o con la sociedad
anónima a la que se ha retirado su personería por haber transgredido los estatutos y realizado actos
contrarios al interés público (ver nota 16).
El Estado no puede invocar la expropiación como fuerza mayor, por más que se haya originado en
una necesidad pública, puesto que se trata de un hecho suyo, deliberado y voluntario (ver nota 17).
(nota 1) Todos los fallos citados en las notas siguientes hacen aplicación de este criterio; la doctrina
es unánime.
(nota 2) C. Paz Cap., 4/5/1938, L. L., t. 10, p. 673; BUSSO, t. 3, arts. 513 y 514, nº 108; SALVAT, t. 1,
nº 148.
(nota 3) C. Civil Cap., Sala D, 22/6/1951, J. A., 1951-IV, p. 245; íd., 31/10/1951, J. A., 1952-I, p. 179.
Pero no es caso fortuito si la expropiación debía preverse: C. Paz Cap., 2/11/1942, G. P., t. 47, p. 121
(cabe notar, sin embargo, que aquí no se trataba de un contrato de compraventa, sino de si se había
dado en el caso la hipótesis de fuerza mayor que exime de responsabilidad al empleador por el
despido, lo que explica que el caso fuera juzgado con mayor rigor para el obligado).
(nota 8) BUSSO, t. 3, arts. 513 y 514, nº 115, quien cita un fallo de la Corte de Casación francesa en
igual sentido.
(nota 10) C. Com. Cap., 19/5/1947, J. A., 1947-II, p.320, a menos que hubiera determinado una
imposibilidad absoluta: C. Com. Cap., 20/11/1953, J. A., 1954-II, p. 394.
(nota 14) C. Paz Cap., Sala III, 2/11/1942, G. P., t. 47, p. 121.
(nota 16) C. Civil 2ª Cap., 5/8/1940, J. A., t. 71,p. 588, y L. L., t. 19, p. 285.
120. f) Huelgas.— La jurisprudencia, antiguamente muy rigurosa, se ha hecho más flexible en los
últimos años. Para considerarla como caso fortuito se exigía que tuviera carácter general y abarcase
por lo menos todo el gremio (ver nota 1); si era parcial y localizada en la fábrica o establecimiento
industrial del deudor, no era suficiente para eximirlo del cumplimiento. Hoy el criterio es menos
riguroso. Se admite que incluso la huelga parcial puede ser fuerza mayor si el juez considera que
constituye un obstáculo que pone al deudor en la imposibilidad de cumplir (ver nota 2); con tanta
mayor razón si, aunque circunscripta a una sola empresa, ha sido declarada ilegal (ver nota 3),
porque ello prueba que el empresario careció de culpa.
Pero si la huelga es imputable a la empresa, que pudo ponerle término con medidas equitativas y
conciliatorias, no hay irresponsabilidad (ver nota 4).
Se ha declarado asimismo, que la huelga bancaria no constituye fuerza mayor que impida el
cumplimiento en término de las obligaciones de dar sumas de dinero, si no se trata de grandes
cantidades (ver nota 5); y, mucho menos, si el deudor estaba ya en mora al estallar el conflicto (ver
nota 6).
Los actos de sabotaje que pusieron al deudor en la imposibilidad de cumplir, constituyen fuerza
mayor (ver nota 7).
El trabajo a reglamento no es, en principio, caso fortuito (ver nota 8), porque sólo trae dificultades y
no imposibilidad de cumplir. Empero, los jueces, teniendo en cuenta las circunstancias del caso,
podrán considerarlo fuerza mayor cuando constituya un obstáculo insalvable para cumplir dentro
del plazo contractual.
(nota 1) C. Civil 1ª Cap., 13/3/1931, J. A., t. 37, p. 1621, nota; C. Com. Cap., 12/2/1920, J. A., t. 4, p.
55; C. Fed. Cap., 4/5/1932, J. A., t. 38, p. 44.
(nota 2) C. Civil Cap., Sala C, 31/12/1952, J. A., 1953-II, p. 46; C. Fed. Cap., 30/12/1953, L. L., t. 74,
p. 343.
(nota 7) C. Fed. Cap., 13/4/1934, J. A., t. 46, p. 42; íd., 10/4/1939, L. L., t. 14, p. 175.
(nota 8) C. Com. Cap., 26/4/1935, J. A., t. 50, p. 265; íd., 23/12/1941, L. L., t. 25, p. 433.
121. g) Enfermedades.— Las enfermedades pueden constituir una fuerza mayor, a condición de que
reúnan los requisitos ineludibles de imprevisibilidad e irresistibilidad (ver nota 1). Por
consiguiente: a) no exime de responsabilidad al deudor si éste ya estaba enfermo al contraer la
obligación (ver nota 2); empero, la preexistencia de la enfermedad no impediría la configuración del
caso fortuito si ha ocurrido una agravación inesperada; b) sólo está exento el deudor de
responsabilidad si la enfermedad es suficientemente grave como para estimar que el obstáculo ha
sido invencible (ver nota 3); si la obligación ha podido cumplirse por intermedio de mandatarios, el
obstáculo no es irresistible (ver nota 4).
(nota 1) C. Civil Cap., Sala A, 22/9/1961, L. L., t. 105, p. 23; MAZEAUD, t. 2, nº 1588; DEMOGUE, t.
6, nº 557 y 568.
(nota 4) Fallos citados en nota anterior; mismo tribunal, 23/7/1963, J. A., 1964-II, p. 461.
B.— EFECTOS
1115/122
122. PRINCIPIO GENERAL.— El efecto esencial del caso fortuito es liberar al deudor de la
responsabilidad por su incumplimiento (art. 513 ). No sólo queda eximido de la prestación
prometida (que no podía cumplir aunque se lo propusiera), sino también de pagar los daños y
perjuicios.
1115/123
1115/124
1115/125
125.— Si el acontecimiento de fuerza mayor hubiera dado lugar a una indemnización por parte de
un tercero, se opera una subrogación en favor del acreedor, quien tiene derecho a la indemnización
recibida por el deudor (ver nota 4). Así ocurre, por ejemplo, si se han destruido las mercaderías
depositadas en un local cuyo dueño ha recibido de la compañía de seguros la correspondiente
indemnización; él está obligado a pagar al depositante el valor de la mercadería destruida en la
medida de la indemnización pagada por el asegurador (ver nota 5).
1115/126
a) Cuando el caso fortuito se ha producido después que el deudor estuviere constituido en mora
que no fuese provocada por caso fortuito o fuerza mayor (art. 513 ). A partir de la mora el deudor
asume todos los riesgos de su incumplimiento, aun en caso fortuito. Sólo podrá liberarse de la
responsabilidad consiguiente, si media una obligación de entregar cosas ciertas y prueba que la
cosa hubiera igualmente perecido en poder del acreedor (art. 892 ).
b) Cuando el deudor hubiere tomado a su cargo el caso fortuito (art. 513 ). Es el llamado pacto de
garantía, del que nos ocuparemos en el nº 127.
c) Cuando el caso fortuito ha sido provocado por culpa del deudor (art. 513 ). La jurisprudencia ha
hecho numerosas aplicaciones de esta norma (ver nota 6). La culpa del subordinado o dependiente
debe asimilarse a la del deudor principal (ver nota 7). Puede ocurrir también que la culpa del
deudor y el caso fortuito hayan coexistido, sin que la primera haya provocado el segundo. A
nuestro juicio, en la medida que el caso fortuito haga imposible el cumplimiento, el deudor está
exento, por más que alguna culpa pudiera imputársele. Esta es la solución del art. 892 para el caso
del deudor que se halla en mora en la entrega de la cosa perdida por fuerza mayor, pero demuestra
que aquélla se hubiera perdido también en poder del acreedor. Pero si el incumplimiento se debe
parte a la culpa y parte a la fuerza mayor, debe considerarse responsable al deudor en proporción a
su culpa (ver nota 8).
d) Cuando la ley pone a cargo del deudor el caso fortuito; así ocurre en la ley de accidentes del
trabajo, que pone a cargo del patrón el caso fortuito o fuerza mayor inherente al trabajo.
1115/127
127. PACTO DE GARANTÍA.— Ningún inconveniente jurídico hay en que el deudor asuma el
riesgo fortuito. En cierta forma, el deudor se convierte en asegurador del acreedor (ver nota 9).
Pero cabe preguntarse si tales cláusulas importan la asunción por el obligado de todos los casos
fortuitos, aun los de carácter absolutamente excepcional o extraordinario, o si, por el contrario, la
garantía sólo se extiende a aquellos casos fortuitos que son ordinarios o comunes en ese negocio o
actividad. La mayor parte de los autores, con un criterio benévolo para el deudor, se inclinan por la
última solución (ver nota 10). La cuestión nos parece dudosa. Desde luego, es muy incierta la línea
separativa de los casos ordinarios y extraordinarios. Esto convierte el problema en una cuestión de
apreciación judicial, que debe estar dominada por la interpretación de la voluntad de las partes.
Sólo cuando sea evidente que el acontecimiento, por su carácter absolutamente imprevisible y
extraordinario, ha escapado a las previsiones de los contratantes, puede, a nuestro juicio, admitirse
la falta de responsabilidad de quien ha tomado sobre sí el caso fortuito (ver nota 11).
Añadiremos que algunas veces el contrato tiene precisamente en vista el caso fortuito. Ejemplo
típico es el contrato de seguros de una cosecha contra granizo. El evento irresistible es el hecho que
hace nacer la responsabilidad contractual del asegurador. Claro está que aquí no puede hablarse
propiamente de caso fortuito porque el hecho no sólo no es imprevisible, sino que ha sido
especialmente previsto.
1115/128
128-129. ESTADO DE NECESIDAD.— En otro lugar hemos tratado del estado de necesidad
existente en el momento en que se contrae la obligación y de su influencia sobre la validez del acto
(Tratado de Derecho Civil, Parte General, t. 2, nº 1170). Ahora nos referimos a él en el momento del
cumplimiento. El problema es el siguiente: ¿puede el deudor eximirse de responsabilidad
demostrando que al no cumplir obró bajo el imperio de un estado de necesidad? En otras palabras,
se trata de saber si para evitarse así mismo o a un tercero un daño grave, puede el deudor
considerarse exonerado del deber de cumplir. La respuesta es necesariamente negativa (ver nota
12). En nuestro derecho, la única eximente de responsabilidad es la fuerza mayor. Sólo cuando el
estado de necesidad, por su gravedad y carácter imprevisible e irresistible, alcance a configurar el
caso fortuito, puede excusarse el deudor de su responsabilidad.
(nota 1) C. Civil Cap., Sala A, 22/9/1961, L. L., t. 105, p. 23; BUSSO, t. 3, arts. 513 y 514, nº 189;
PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 6, p. 389; MAZEAUD, t. 2, nº 1610, nota 1; BAUDRY
LACANTINERIE y BARDE, Obligaciones, t. 1, nº 455; ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. 1, § 46,
IV; LARENZ, t. 1, p. 301; MESSINEO, t. 4, § 113, nº 3.
(nota 3) BUSSO, t. 3, arts. 513 y 514, nº 185; ENNECCERUS-LEHMANN, loc.cit. en nota anterior;
LARENZ, t. 1, § 20, p. 306; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, nº 70, p. 110; PUIG BRUTAU,
Fundamentos de derecho civil, t. 1, vol. 2, p. 357. Para las obligaciones de dar cosas ciertas, esta
solución ha sido consagrada expresamente por el art. 580.
(nota 4) BUSSO, t. 3, arts. 513 y 514, nº 177; es la solución consagrada expresamente por el Código
alemán, art. 281, inc. 1º. Y ello debe ser así, explica PUIG BRUTAU, porque cuando la existencia de
una cosa en el patrimonio del deudor no tiene más justificación que la existencia, en el mismo
patrimonio del deudor, de la cosa que éste debía entregar al acreedor, es justo que corresponda al
último (Fundamentos de derecho civil, t. 1, vol. 2, p. 353).
(nota 6) Así, el embargo judicial no exime de responsabilidad por incumplimiento cuando tiene
origen en deudas propias del obligado (véase fallos citados en nota 262); ni el incendio, si usando el
obligado la debida prudencia hubiere podido evitarlo (véase fallos citados en nota 264); ni el hecho
del príncipe, si fue provocado por culpa o dolo del deudor (C. Fed. Cap., 6/8/1926, J. A., t. 21, p.
1200; C. Civil 2ª Cap., 5/8/1940, J. A., t. 71, p. 588, y L. L., t. 19, p. 285); ni la huelga, si el empresario
pudo ponerle fin con medidas prudentes y equitativas (C. Com. Cap., 1/10/1926, J. A., t. 22, p.
1094).
(nota 9) No queremos con esto decir que haya propiamente un contrato de seguro, pues en la
esencia de éste está repartir los daños derivados del siniestro entre todos los asegurados y la propia
víctima que, por ese mecanismo, recibe una indemnización. Nada de ello hay en nuestro caso. Esta
cuestión está muy claramente tratada en PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 6, nº 407.
(nota 10) SALVAT, t. 1, nº 158, y su anotador GALLI; LAFAILLE, nº 198; MACHADO, t. 2, p. 172,
nota; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 184; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, Obligaciones, t. 1, nº
464.
(nota 11) MOSSET ITURRASPE sostiene que para que tenga efectos el pacto de garantía contra
casos fortuitos deben mencionarse en el pacto de modo expreso cuáles son los casos fortuitos que
no eximen de responsabilidad al deudor: Responsabilidad por daños, t. 1, nº 90 a.
C.— PRUEBA
1115/130
130. QUIÉN DEBE PROBARLO.— El caso fortuito debe ser probado por el deudor que lo invoca; al
acreedor le basta con probar el incumplimiento (véase nº 105). Es claro que esta prueba no será
necesaria cuando se trate de un hecho de pública notoriedad: una declaración de guerra, la
destrucción de Hiroshima por la bomba atómica, una inundación o terremoto. Pero para que el
hecho notorio baste por sí, es necesario que de él mismo surja la imposibilidad de cumplir. En
cambio, si se invoca, por ejemplo, la destrucción de una cosa como consecuencia de aquel evento, el
deudor está obligado a probar que la destrucción se produjo realmente (ver nota 1).
Demostrado el caso fortuito por el deudor, el acreedor que sostenga que a pesar de eso subsiste la
responsabilidad, debe probar a su turno cualquiera de los hechos que provocan la subsistencia de
aquélla: la culpa del deudor que provocó el caso fortuito, la convención por la cual el deudor
asumió los riesgos de él, la mora en que se encontraba el deudor cuando ocurrió el acontecimiento
(ver nota 2).
1115/131
El origen de esta teoría se remonta al derecho romano en el que algunos textos hacían aplicación de
la cláusula llamada rebus sic stantibus, que se consideraba implícita en los contratos y que
significaba que éstos se entienden concluidos en la inteligencia de que subsistirán las condiciones
en las cuales se contrató, y que cuando ello no ocurre y se produce una transformación de tales
circunstancias, los jueces están autorizados a revisar el contrato. Aplicada luego por glosadores y
canonistas, la teoría mantuvo su vigencia hasta que, a fines del siglo XVIII sufrió un ocaso como
consecuencia del triunfo del capitalismo y del liberalismo en el terreno económico y jurídico. Recién
después de la Primera Guerra Mundial el problema fue nuevamente actualizado. Las profundas
alteraciones provocadas en la economía mundial por las dos grandes guerras y el fenómeno de la
inflación que en algunos países ha tenido un carácter agudísimo, no podía dejar impasibles a
legisladores y jueces. Nuevamente la teoría de la imprevisión cobró vigencia, no sin vencer
resistencias.
Estas han provenido sobre todo de los juristas de cuño liberal, cuyas objeciones pueden sintetizarse
de la siguiente manera: a) El contrato es, sobre todo, un acto de previsión; quien celebra un contrato
de tracto sucesivo o de ejecución diferida se propone precisamente asegurarse contra todo cambio;
y resulta que esta previsión, que ha estado en el alma del contrato, y en la intención de las partes,
quedaría luego frustrada por la aplicación de esta teoría; b) Los pactos se hacen para ser cumplidos;
toda teoría que conduzca a apartarse de esta regla introduce un factor de inseguridad e
inestabilidad en las relaciones jurídicas; c) En el cumplimiento estricto de los contratos no hay
solamente una cuestión jurídica, sino también moral; el respeto de la palabra empeñada es una
cuestión de honor; d) La teoría de la imprevisión otorga al juez facultades excesivas y peligrosas y
abre las puertas a un intervencionismo estatal que debilita progresivamente el principio de la
autonomía de la voluntad.
Estas objeciones son coherentes con la concepción liberal del derecho, cuya rigidez es incompatible
con el espíritu del derecho moderno. Una cosa es el respeto de los pactos, principio cuya bondad
nadie podría discutir, y otra hacer de los pactos un instrumento de opresión y de injusticia. No es
tampoco dudoso que el contrato es un admirable instrumento de previsión; y más aún, que las
partes muchas veces quieren asegurarse contra un cambio de circunstancias. Mientras todo esto se
mantenga dentro de límites razonables, el contrato debe ser cumplido a pesar de que se haya hecho
más oneroso para una de las partes que en el momento de suscribirlo. Pero cuando la alteración de
las circunstancias es razonablemente imprevisible; cuando esa alteración ha agravado tan
sustancialmente las obligaciones del deudor que éste no podría ser obligado a cumplirlas sino a
costa de su ruina o de sacrificios excesivos, no se puede mantener en todo su rigor la letra del
contrato sin contrariar su espíritu. Porque en el espíritu de las partes ha estado realizar un convenio
que impone a ambas, condiciones equitativas; y esto, que también es una de las previsiones del
contrato, se vería desvirtuado por una aplicación inexorable de sus cláusulas. Tampoco puede
dudarse que el cumplimiento del contrato es una cuestión de moral; pero este principio sólo rige
respecto de las consecuencias previsibles del contrato. Lo que las partes no pudieron prever, no
forma parte del deber de conciencia de cumplir lo que se prometió. Finalmente, la intervención del
juez, como instrumento por medio del cual se logra una mayor equidad y justicia en las relaciones
particulares, no puede ser sino saludada como una de las grandes conquistas del derecho moderno;
de un derecho menos formalista y más sustancial, que no se siente ligado tanto a las formas y las
palabras como a las esencias; que está impregnado de una acuciante sed de justicia. No de una
justicia vaga, genérica, impersonal, sino de la justicia concreta de cada caso, de cada relación
humana.
1115/132
132.— En nuestro país, rechazada al principio la teoría de la imprevisión por los tribunales en vista
de la carencia de textos legales que le sirvieran de apoyo, fue luego aplicada con creciente firmeza
(ver nota 2); es éste, pues, otro brillante ejemplo de la labor creadora de nuestra jurisprudencia. Fue
también auspiciada por la doctrina nacional (ver nota 3) y por el Tercer Congreso Nacional de
Derecho Civil, reunido en Córdoba en 1961. En el momento de la reforma de 1968 al Código Civil
estaba, pues, dado el ambiente para la recepción de la teoría de la imprevisión en nuestra
legislación, recepción tanto más necesaria cuanto que si bien el principio podía considerarse
admitido, no estaban delineados con suficiente precisión los perfiles y efectos de la institución.
1115/133
133. EL ART. 1198 .— Luego de un primer párrafo dedicado a precisar la importancia y alcance del
principio de la buena fe en materia contractual, el art. 1198 (ref. por ley 17711 <>), establece: En los
contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución
diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente
onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar
la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la
excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato.
La otra parte podrá impedir la resolución ofreciendo mejorar equitativamente los efectos del
contrato (ver nota 4).
1115/134
1115/135
135-1. a) Contratos en los cuales es aplicable la teoría.— Conforme con el segundo párrafo del art.
1198 , es necesario que se trate de contratos bilaterales onerosos o unilaterales onerosos y
conmutativos, de ejecución diferida o continuada.
En otro lugar hemos hecho la crítica de esta clasificación de los contratos en unilaterales y
bilaterales, calificándola de confusa y estéril (ver nota 5). La confusión se acentúa en la categoría de
los contratos unilaterales onerosos y conmutativos (también llamados bilaterales e imperfectos).
Compartimos, pues, la crítica formulada a esta redacción, ya que pudo y debió prescindirse de la
referencia a la unilateralidad o bilateralidad de los contratos, que en definitiva son indiferentes,
pues lo que cuenta sustancialmente es la ejecución diferida o continuada del contrato y su
onerosidad (ver nota 6).
Más aún; cabe preguntarse si debía haberse exigido la condición de la onerosidad. Fue Salas quien
planteó la cuestión al discutirse la fórmula aprobada en el Tercer Congreso Nacional de Derecho
Civil (fórmula que sirvió de fuente al art. 1198 ) sosteniendo, con evidente lógica, que no había
razón para tratar más desfavorablemente al deudor de una prestación a título gratuito que al
deudor por un contrato oneroso (ver nota 7). Claro está que el supuesto previsto por Salas es, en la
práctica, muy improbable. Así, podría ocurrir que una persona hubiera prometido una renta
vitalicia, luego de lo cual sobreviniera un agudo proceso deflacionario. La hipótesis (que
teóricamente justifica la observación de Salas) es en la práctica, por lo menos en los tiempos que
corren, impensable.
Al referirse a la onerosidad, la ley ha querido señalar que sólo en este caso puede hablarse de
inequivalencia de las prestaciones, ya que en los contratos gratuitos no hay contraprestación; lo que
no excluye, a nuestro entender, que si se produce el muy improbable supuesto aludido por Salas,
habría que aplicarle igual solución. En este caso, el argumento a contrario (casi siempre tan débil)
no tiene la mínima fuerza de convicción necesaria para que pueda descartar una solución cuya
justicia es evidente.
Dijimos que, conforme con el art. 1198 , debe tratarse de contratos de ejecución diferida o
continuada. Los contratos de ejecución diferida son aquellos en los cuales la ejecución de una
prestación ha quedado postergada en el tiempo, como ocurre con las obligaciones sujetas a plazo o
condición. Son contratos de ejecución continuada los de tracto sucesivo, es decir, aquellos en los
que las relaciones nacidas entre las partes se van desenvolviendo a través del tiempo, como ocurre
con la locación, la sociedad, etcétera.
No compartimos este punto de vista, que coloca a su sostenedor en una posición aislada en nuestra
doctrina. Todo derecho nacido de un contrato, sea éste de ejecución continuada o diferida, está
incorporado en la misma medida al patrimonio de las partes. En los dos casos, el contrato reconoce
un derecho. Y si se juzga que esa circunstancia lo hace intangible, la solución debe ser en los dos
casos igual.
Pero a nuestro juicio, la consideración esencial para no compartir la tesis que impugnamos, es ésta:
que tanto en el caso de los contratos de ejecución diferida como en los de ejecución continuada, la
transformación de las circunstancias convierte en excesivamente onerosa la prestación de una de las
partes. La razón de justicia que inspira la doctrina de la imprevisión se da exactamente en un caso
como en otro. En sentido coincidente dice MESSINEO que el remedio contra la excesiva onerosidad
encuentra su razón de ser en la distancia en el tiempo que media entre la estipulación del contrato y
el momento de su ejecución (ver nota 9). Veamos un ejemplo de contrato de ejecución diferida: una
persona vende a otra un material determinado, que por ser de fabricación extranjera, promete
entregar en un plazo dado. Suscripto el contrato, se declara una guerra, el material se convierte en
crítico y su precio aumenta diez o veinte veces. ¿Es justo aplicar con todo rigor las cláusulas
originarias, sin tener en cuenta la alteración de las circunstancias? Tal solución es contraria a la
misma filosofía de la teoría de la imprevisión; sería imposible justificar esta teoría, si el supuesto
aludido quedara fuera de su marco de aplicación. Por lo demás, no es exacto que se quite al
acreedor lo que se reconoce al deudor, alterando los términos del contrato; pues de lo que se trata
en verdad, es de mantener incólume el espíritu del contrato, y la equivalencia de las prestaciones,
alterada por un acontecimiento extraordinario e imprevisible.
135-2.— Condición para que funcione la teoría es que el contrato sea conmutativo. En principio, por
tanto, no se aplica a los contratos aleatorios, porque en este caso la falta de equivalencia de las
contraprestaciones resulta de la naturaleza misma del contrato. Pero si la excesiva onerosidad
derivara de causas ajenas al riesgo propio del contrato, también les es aplicable la teoría de la
imprevisión (art. 1198 , 2º párrafo in fine).
135-3. b) Excesiva onerosidad de las prestaciones.— Para que pueda aplicarse la teoría, es necesario
que una de las prestaciones haya devenido excesivamente onerosa (art. 1198 , 2º párr.). La ley deja
librada la apreciación de si la onerosidad es o no excesiva al criterio judicial. Adviértase que no se
trata de que la prestación haya devenido de cumplimiento imposible, porque ése sería un supuesto
de fuerza mayor; el deudor puede cumplir, pero hacerlo le significa un sacrificio extraordinario, no
razonable. No es necesario, como se ha sostenido, que el cumplimiento coloque al deudor en
situación de ruina (ver nota 10), bastando con que la onerosidad sobreviniente resulte groseramente
repugnante a la equidad.
El caso típico es el del encarecimiento excesivo de la prestación que falta por cumplir; por ejemplo,
una mercadería que hay que proveer y que por haberse convertido en material crítico ha encarecido
desmesuradamente. Pero puede ocurrir también que la prestación que falta por cumplir haya
devenido insignificante con relación a la que se cumplió. Por ejemplo, se pacta una renta vitalicia
por un contrato por el cual una de las partes entrega un bien inmueble a cambio de una
mensualidad de por vida; o bien se pacta la venta de un inmueble a pagar en 120 cuotas mensuales.
De pronto, una inflación galopante e imprevisible transforma esa mensualidad en un valor
despreciable. También aquí juega la teoría de la imprevisión para restablecer el equilibrio de las
contraprestaciones (ver nota 11).
Uno de los hechos que más frecuentemente pone sobre el tapete la aplicación de la teoría de la
imprevisión, es la inflación. Cuando en una época de inflación se celebra un contrato de una
duración prolongada, las partes pueden y deben prever las repercusiones que sobre sus
obligaciones tendrá la inflación. Y, por consiguiente, aunque el incumplimiento devenga
excesivamente oneroso, no pueden invocar la teoría de la imprevisión para desligarse de sus
obligaciones. Pero puede ocurrir que, como consecuencia de un hecho inesperado (una guerra, una
medida de gobierno, etc.), la inflación tome de pronto una curva muy aguda. En este supuesto es ya
legítimo hablar del acontecimiento extraordinario e imprevisible que legitima la revisión del
contrato. La jurisprudencia ha tenido ocasión de hacer reiterada aplicación de estos principios con
motivo del paquete de medidas financieras y cambiarias adoptadas en junio de 1975, que
provocaron un agudo impacto inflacionario (ver nota 13). Con criterio análogo, se consideró
imprevisible la devaluación del peso frente al dólar operada en los comienzos de 1981 (ver nota 14).
Digamos para concluir, que para que la mora impida la aplicación de la teoría de la imprevisión,
debe haber sido anterior al momento en que sobreviene el acontecimiento extraordinario e
imprevisible. Ocurrido éste, la mora posterior no impide la resolución del contrato, puesto que la
ley le reconoce al deudor el derecho de no cumplir hasta tanto no sean reajustadas equitativamente
las condiciones del contrato (ver nota 15).
135-7.— Supongamos ahora que se trate de un contrato de ejecución continuada. ¿Desde cuándo se
producen sus efectos? ¿Desde la iniciación de la demanda o desde que la sentencia pasó en
autoridad de cosa juzgada? La misma naturaleza de los contratos continuados o de tracto sucesivo
indica que, como principio, debe tomarse en cuenta el momento de la sentencia, puesto que durante
todo el trámite del juicio el contrato ha seguido operando sus efectos: el inquilino seguirá gozando
la casa, la sociedad mantiene su vida. Sin embargo, pensamos que debe reconocerse a la parte
perjudicada, una acción de daños por el perjuicio sufrido durante el trámite del juicio, pues de lo
contrario, la injusta resistencia de la otra parte (y quizá sus chicanas y ardides para prolongar el
juicio) vendrían a beneficiarla, lo que no es admisible.
135-8.— Sin embargo, demandada la resolución, la otra parte podrá impedirla ofreciendo mejorar
equitativamente los efectos del contrato (art. 1198 , in fine). Es una disposición razonable. Lo que
da sustento a la resolución es la falta de equidad sobreviniente; por tanto, si la parte demandada,
reconociendo que efectivamente se ha producido esa quiebra de la equivalencia de las
contraprestaciones, ofrece mejorar los efectos del contrato hasta un punto que lo haga equitativo, no
tendría ya razón de ser la resolución. Por el contrario, eliminada la sobreprestación originada en el
cambio de circunstancias, es natural que el contrato continúe en vigencia; nada justificaría su
aniquilación.
135-9.— Veamos ahora cuál es la pauta a la que debe ajustar el juez su decisión, en caso de que se
ofrezca el reajuste del contrato. Se ha sostenido que el juez debe limitarse a eliminar la estridencia
de la desproporción; en otras palabras, desaparecida la “brutal intensidad” con que los hechos
obraron sobre el contrato, éste debe mantenerse en lo posible, con lo que el acreedor habrá
realizado un buen negocio y el deudor uno malo, pero en términos aceptables (ver nota 16).
Este punto de vista no carece de lógica. No cualquier desequilibrio de las prestaciones autoriza a
pedir la resolución del contrato; de ser así, se cerniría sobre las relaciones contractuales la mayor
inseguridad. Debe tratarse de una sobreonerosidad excesiva, repugnante a la equidad y al
sentimiento de justicia. Por tanto, eliminando ese margen que convierte en inaceptable el contrato,
parecería natural hacer cargar sobre el deudor todo aquel mayor valor que, no obstante serlo, no
hubiera permitido el juego de la teoría de la imprevisión.
Sin embargo, no estamos de acuerdo con tal criterio. Es verdad que no cualquier desequilibrio de
las prestaciones permite la intervención del juez para restablecer la equidad; pero cuando se han
dado las condiciones para que intervenga, su decisión no puede se otra que hacer reinar la equidad
en la medida de lo posible. El papel del juez no puede limitarse a procurar una razonable injusticia;
desde que la ley le da derecho a intervenir, su fallo debe consagrar una justicia, una equidad sin
calificativos ni restricciones; hacerlas reinar en todo su esplendor. Claro está que esa equidad se
logra a través de una reducción del quantum de las pretensiones excesivas o del aumento de las que
han quedado demasiado bajas; y si la directriz esencial debe ser ajustarse a una rigurosa equidad, el
juez no puede dejar de obrar con prudencia, lo que significa que en la duda de cuál es el monto
verdaderamente equitativo, debe inclinarse por el que más se acerque a las condiciones pactadas.
135-10.— Según ya lo dijimos, el apartado final del art. 1198 expresa que la otra parte podrá
impedir la resolución ofreciendo mejorar equitativamente los efectos del contrato.
¿Cuál es el mecanismo mediante el que se pone en movimiento este derecho? Caben dos soluciones:
o bien la parte se limita a decir que ofrece mejorar equitativamente las condiciones del contrato
dejando librado al juez la fijación de ellas; o bien ofrece una determinada mejora, que estima
suficiente, en cuyo caso al juez le cabe esta alternativa: o bien declara que las condiciones ofrecidas
son equitativas y ordena cumplir el contrato una vez efectuado el reajuste; o bien considera que no
lo son, en cuyo caso declarará resuelto el contrato.
La elección de una y otra vía corresponde a la parte que ofrece la mejora. La primera tiene la ventaja
de que le asegura que el contrato se cumplirá y el inconveniente de que el criterio judicial puede ser
demasiado benévolo para el deudor; la segunda tiene la ventaja de ponerlo a cubierto de este
riesgo, pero también el peligro de que el juez repute insuficiente el mejoramiento ofrecido y decrete
la resolución del contrato. Para evitar en la medida de lo posible estos inconvenientes, es
aconsejable que el juez convoque a una audiencia de conciliación para avenir a las partes.
Nos parece obvio que si la ley le concede al perjudicado el derecho de pedir la resolución del
contrato, es con el propósito de beneficiarlo con un remedio enérgico frente a la injusticia en que la
modificación de las circunstancias lo ha colocado; pero no para negarle un remedio menor o menos
intenso. Quien puede lo más, puede lo menos. Concluimos, pues, que el perjudicado puede
limitarse a pedir el reajuste del contrato para volverlo a condiciones equitativas.
Esta es la jurisprudencia hoy predominante en nuestros tribunales, no sin divergencias (ver nota
20).
Pero es necesario agregar que hallándose esta edición en proceso de impresión, se ha publicado un
fallo de la Corte Suprema en el que decidió que el actor carece de acción para pedir la modificación
del contrato, teniendo solamente la acción de resolución (ver nota 21). Como la mayoría que impuso
su criterio fue muy estrecha (5 votos contra 4), cabe esperar que cualquier modificación de la
composición del Alto Tribunal le permita rever lo que consideramos una errónea doctrina.
Desde luego, ninguna duda cabe respecto de los pagos ya hechos. Esos pagos no son susceptibles
de reajuste. La cuestión se plantea cuando todavía quedan pendientes algunas obligaciones.
En los primeros tiempos de aplicación del art. 1198 la jurisprudencia fue vacilante y no pocos fallos
se inclinaron a considerar que los pagos hechos o aceptados con posterioridad al acontecimiento
extraordinario implicaban una confirmación del contrato y, por consiguiente, decidieron que ya no
podía invocarse la teoría de la imprevisión (ver nota 22). Pero con posterioridad la jurisprudencia se
ha inclinado firmemente en el sentido de que los pagos efectuados después del hecho
extraordinario no impiden al perjudicado pedir el reajuste o la resolución del contrato que ha
devenido excesivamente oneroso (ver nota 23). Es, nos parece, la solución justa.
135-13. OPORTUNIDAD PARA OFRECER LA MEJORA.— Hemos dicho ya que el demandado por
resolución del contrato, puede evitarla ofreciendo mejorar equitativamente los efectos del contrato
(art. 1198 , último párrafo). Ahora bien: ¿en qué momento debe ofrecerse la mejora?
Prevalece la opinión de que debe hacerse el ofrecimiento al contestar la demanda (ver nota 24). Pero
no hay inconvenientes en que se haga subsidiariamente, es decir, que se pida el rechazo de la
demanda por resolución por considerar que no se han dado las circunstancias que hacen aplicable
el art. 1198 , pero subsidiariamente y para el caso de que el juez considere que sí se han dado estas
circunstancias, ofrecer el reajuste de las condiciones del contrato, impidiendo así la resolución.
135-14. PACTO DE GARANTÍA.— ¿Pueden las partes pactar en sus contratos que las obligaciones
se mantendrán íntegramente aun en caso de ocurrencia de un acontecimiento extraordinario e
imprevisible que haga excesivamente onerosas las obligaciones de una de las partes?
En algunas compraventas hechas a plazo, es frecuente incluir la cláusula “precio fijo e inamovible”,
¿Importa esta cláusula un pacto de garantía que impide invocar la teoría de la imprevisión? La
cuestión está controvertida, pero predomina, a nuestro juicio, con razón, la doctrina de que dicha
cláusula no impide invocar la teoría de la imprevisión (ver nota 27).
Precisando esta doctrina, se ha declarado que el constructor que ha incluido en su contrato esta
cláusula, ha tomado a su cargo la inflación normal, pero no la extraordinaria (ver nota 28).
(nota 2) C. Civil Cap., Sala A, 20/8/1964, E. D., t. 10, p. 117 y J. A., 1964-V, p. 286; íd., 29/11/1964,
E. D., t. 10, p. 718; J. A., 1965-IV, p. 413 y L. L., t. 118, p. 330; Sala C, 18/11/1953, L. L., t. 75, p. 274;
Sala D, 26/5/1964, E. D., t. 10, p. 726; Sala F, 2/4/1965, E. D., t. 12, p. 88; C. Nac. Fed., Sala Civil y
Com., 25/8/1965, E. D., t. 14, p. 169.
(nota 3) En este sentido véase: SPOTA, notas en L. L., t. 116, p. 1, y J. A., 1966-VI, p. 251;
MASNATTA, nota en J. A., 1959-IV, p. 10, sec. doct.; LLAMBÍAS, voto en fallo de la C. Civil Cap.,
Sala A, 29/11/1964, E. D., t. 10, p. 718; FORNIELES, nota en J. A., 1942-IV, p. 9, sec. doctr.; ORGAZ,
nota en L. L., t. 60, p. 691; COSSIO, nota en L. L., t. 100, p. 921; CARDINI, La lesión sobreviniente,
Buenos Aires, 1961; REZZÓNICO, La fuerza obligatoria del contrato y la teoría de la imprevisión, 2ª
ed., Buenos Aires, 1954; COLOMBO, nota en L. L., t. 98, p. 746; CASIELLO, nota en L. L., t. 131, p.
1491; MARIENHOFF, nota en J. A., 1959-V, p. 106, sec. doct.; CARLOMAGNO, J. A., t. 43, p. 17, sec.
doct.; LEÓN, La presuposición en los contratos, en Homenaje a Dalmacio Vélez Sarsfield, Córdoba,
1935, p. 223; MORELLO, Indemnización del daño contractual, t. 1, Buenos Aires, 1967, ps. 223 y s.;
WATHELET, nota en J. A., 1955-IV, p. 414. En contra: RISOLÍA, Soberanía y crisis del contrato,
Buenos Aires, 1946, p. 150.
(nota 4) El texto legal reproduce literalmente la ponencia aprobada en el Tercer Congreso Nacional
de Derecho Civil, con sólo la sustitución, totalmente irrelevante, de dos palabras: en el primer
párrafo, la palabra perjudicada sustituyó a afectada; y en el segundo, riesgo, reemplazó a alea.
(nota 6) En este sentido: LLAMBÍAS, La reforma, texto y nota 350; MASNATTA, La excesiva
onerosidad sobreviniente y el contrato, E. D., t. 23, p. 878, nº 7. No obstante nuestro convencimiento
de que la redacción de la norma no era feliz, cuando el problema se trató en el seno de la Comisión
Reformadora nos abstuvimos de formular observación alguna, por respeto a la fórmula que había
logrado consagración casi unánime en el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil.
(nota 10) C. Civil Cap., Sala C, 19/10/1978, E. D., t. 81, p. 392; COLOMBO, nota en L. L., t. 98, p.
746.
(nota 11) Con motivo del paquete de medidas financieras y cambiarias tomadas por el ministro
Rodrigo en junio de 1975, la jurisprudencia tuvo oportunidad de dejar sentado de modo constante
que también se puede pedir la revaluación de las prestaciones que han devenido insignificantes con
motivo del acontecimiento extraordinario e imprevisible; en este sentido: C. Civil Cap., Sala A,
20/10/1977, L. L., 1978-A, p. 451; íd., 11/8/1978, L. L., 1978-D, p. 143; Sala B, 30/6/1977, L. L., 1977-
C, p. 553; íd., 17/5/1977, L. L., 1977-C., p. 535; Sala C, 9/5/1977, L. L., 1977-C, p. 538; íd.,
18/8/1978, L. L. 1978-D. p. 214; Sala F. 15/8/1978, L. L., 1979-A, p. 414 y E.D., t. 83, p. 252; Sala G,
14/8/1980, E. D., t. 90, p. 438; íd., 10/12/1981, E. D., t. 92, p. 869; Sala E, 28/8/1979, E. D., t. 85, p.
368; C. Com. Cap., Sala C, 7/9/1977, E. D., t. 76, p. 207; C. Apel. Córdoba, 28/3/1980, L. L., 1980-B,
p. 419; etc. La doctrina es igualmente unánime: LLAMBÍAS, Estudio de la reforma, p. 321;
MASNATTA, nota en E. D., t. 23. p. 884, nº 16; MOSSET ITURRASPE Teoría general del contrato, p.
395, nota 37; MESSINEO, Doctrina general del contrato, t. 2, p. 378; etc.
De igual modo, se consideró imprevisible la devaluación del peso frente al dólar operada en los
comienzos de 1982: C. Civil Cap., Sala A, 22/5/1984, E. D., t. 111, p. 514; Sala C, 24/11/1983, E. D.,
fallo nº 37.601; Sala E, 28/11/1983, L. L., 1984-C, p. 437; Sala F, 10/5/1988, L. L., fallo nº 87.696; Sala
G, 24/12/1984, E. D. t. 113, p. 463. Pero se consideró que si el proveedor último de los fondos era un
banco extranjero, no era procedente invocar la teoría de la imprevisión fundándose en la abrupta
suba del dolar; C. Com. Cap., 8/2/1984, L. L., fallo nº 82.893; íd., 9/3/1984, L. L., fallo nº 82.895.
(nota 12) MASNATTA, La excesiva onerosidad sobreviniente y el contrato, E. D., t. 23, p. 878, nº 6,
in fine.
(nota 14) C. Civil Cap., Sala A, 22/5/1984, E. D., t. 111, p. 514; Sala C, 24/11/1983, E. D., fallo nº
37.601; Sala F, 10/5/1988, L. L., fallo nº 87.696; Sala G, 24/12/1984, E. D., t. 113, p. 463; Sala E,
23/11/1983, L. L., 1984-C, p. 437.
(nota 15) C. Civil Cap., Sala C, 9/10/1978, E. D., t. 81, p. 392; íd. 1/10/1978, L. L., 1979-B, p. 26; Sala
E, 26/7/1979, L. L., 1979-D, p. 558; íd. 5/6/1987, E. D. fallo 40.330; Sala G, 14/8/1980, E. D., t. 90, p.
439; íd., 13/11/1980, E. D., t. 92, p. 491.
(nota 16) En este sentido: C. Civil Cap., Sala D, 31/3/1981, L. L., 1981-D, p. 447; Sala G, 14/8/1980,
E. D., t. 90, p. 439; íd., 24/11/1980, E. D., t. 92, p. 225; LLAMBÍAS, La reforma, ps. 325 y s.;
CASIELLO, nota en L. L., t. 131, p. 150.
(nota 17) En este sentido: C. Com. Cap., Sala A, 15/9/1969, E. D., t. 35, p. 528; íd., 31/8/1983, L. L.,
fallo nº 82.266; C. Com. Cap., Sala C, 24/8/1985, L. L., fallo nº 84.046; C. Com. Cap., Sala E,
10/5/1989, L. L., fallo nº 87.697; íd. 29/3/1989, L. L. fallo nº 87.698; LLAMBÍAS, Estudio de la
reforma, p. 325; MASNATTA, E. D., t. 23, p. 887.
(nota 20) En el sentido predominante: C. Civil Cap, Sala A, 11/8/1978, L. L., 1978-D, p. 143: Sala C,
16/11/1978, L. L., 1979-B, p. 554; íd., 31/5/1983, E. D. fallo nº 37.276; Sala E, 20/12/1976, E. D., t.
73, p. 688; Sala E, 19/5/1978, J. A., 1978-III, p. 598; Sala F, 2/5/1979, E. D., t. 85, p. 437; íd.,
9/12/1981, E. D. fallo nº 35.929; Sala G, 5/2/1981, L. L., 1981-B, p. 72; íd., 13/11/1980, E. D., t. 92, p.
400; Sala E, 17/3/1981, L. L., 1981-B, p. 535; Sala G, 13/11/1980, J. A., 1981-II, p. 243; íd., 6/2/1981,
E. D., t. 92, p. 825; C. Com. Cap., 31/3/1981, J. A., 1981-IV, p. 434; C. Fed. Civ. y Com. Cap.,
25/8/1981, E. D., fallo nº 35.371; C. Apel. 2ª San Juan, 16/9/1980, J. A., 1981-I, p. 48, declaración de
las 4tas. Jornadas Sanrafaelinas de Derecho Civil, Mendoza, 1976, MORELLO, La teoría de la
imprevisión y la revisión del contrato, J. A., 1976-I, p. 678; STRATA, nota en L. L., 1980-A, p. 959;
KRAUSE, nota en E. D., t. 96,p. 865; MORELLO y TRÓCCOLI, Imprevisión cambiaria y revisión del
contrato, J. A., 1981-III, p. 771; RIVERA, nota en E. D., t. 162, p. 1095; SPOTA, L. L., 1976-D, p. 195;
CASSIELLO, L. L., 1978-B, p. 1006.
En el sentido de que sólo se puede pedir la resolución del contrato pero no su revisión: C. Com.
Cap., Sala A, 31/8/1983, L. L., 1983-D, p. 341; Sala C, 1/4/1985, L. L., 1985-C, p. 358; C. Especial C.
C. Cap., 7/10/1983, E. D. t. 107, p. 211; ABELLEYRA, Una herejía jurídica, L. L., diario del
11/7/1983; LLAMBÍAS, Estudio de la reforma, p. 324; BUSTAMANTE ALSINA, E. D., t. 95, p. 757;
BUSSIO, L. L., t. 156, p. 1166.
(nota 22) C. Civil Cap., Sala D, 21/8/1979, L. L., 1980-A, p. 189; íd., 8/3/1979, L.L., 1979-C, p. 56; C.
Com. Cap., Sala B, 25/11/1976, E. D., t. 74, p. 420; C. Apel. Bahía Blanca, 9/3/1978, L. L., 1978-D, p.
106 y Responsabilidad por daños, t. 1, nº 90, a, en esta última obra el autor citado sostiene que para
que tenga efectos el pacto de garantía es indispensable que el contrato mencione cuáles son los
hechos extraordinarios que el deudor asume.
(nota 23) C. Civil Cap., Sala A, 11/8/1978, L. L., 1978-D, p. 143 (con nota de MOSSET ITURRASPE);
Sala C, 18/8/1978, L. L., 1978-D, p. 214; Sala E, 11/11/1980, L. L., 1980-D, p. 535; Sala G, 14/8/1980,
E. D., t. 90, p. 439; íd., 13/11/1980, L. L. t. 92, p. 490; Sala E, 30/9/1981, E. D., fallo nº 35.267.
(nota 24) C. Civil Cap., Sala D, 11/4/1972, E. D., t. 46, p. 752; FERREYRA, Principales efectos de la
contratación civil, p. 213; LÓPEZ DE ZAVALÍA, Teoría de los contratos, Parte General, p. 435;
CARRILLO, nota en Zeus, diario del 8/4/1980. En contra, sosteniendo que el reajuste puede
ofrecerse en cualquier etapa del juicio, MASNATTA, La excesiva onerosidad sobreviniente y el
contrato, E. D., t. 23, p. 122.
(nota 25) De acuerdo: MOSSET ITURRASPE, Teoría general del contrato, p. 398: en cambio se
inclina por la admisión amplia y sin discriminación de la validez de los pactos de garantía,
LLAMBÍAS, Estudio de la reforma, p. 327 y con algunas reservas, MASNATTA, La excesiva
onerosidad sobreviniente, E. D., t. 23, p. 886, nota 74.
(nota 26) Opinan así con referencia al caso fortuito, SALVAT, Obligaciones y su anotador GALLI, t.
1, nº 158; LAFAILLE, Obligaciones, nº 198; MACHADO, t. 2, p. 172, 9ª ed., t. 1, p. 184; BAUDRY
LACANTINERIE y BARDE, Obligaciones, t. 1, nº 464.
(nota 27) C. Civil Cap., Sala A, 11/8/1978, E. D., t. 81, p. 403; Sala B, 30/6/1977, J. A., 1978-I, p. 418;
Sala C, 19/10/1978, E. D., t. 81, p. 392; íd., 9/5/1977, E. D., t. 75, p. 336; Sala E, 18/11/1977, E. D., t.
76, p. 322; Sala F, 6/4/1978, L. L., 1978-C, p. 54; Sala G, 18/8/1981, E. D., t. 95, p. 701. En contra: C.
Civil Cap., Sala A, 16/9/1977, E. D., t. 75, p. 488; Sala B, 23/3/1977, J. A., 1978-I, p. 424.
(nota 30) C. S. N., 8/3/1983, L. L., 1983-D, p. 444 (el Tribunal precisó que en el caso estaba en juego
la vivienda del dueño y su familia); C. Especial C. y C. Cap., Sala VI, 28/5/1982, L. L. 1982-D, p. 71;
íd., 30/4/1982, E. D., t. 99, p. 569, con nota aprobatoria de BUSTAMANTE ALSINA.
§ 6.— La indemnización
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1115/10330
1115/136
136. DAÑOS E INTERESES.— Quien no cumple con su obligación, o la cumple mal o a destiempo,
debe indemnizar al acreedor todos los daños y perjuicios que le haya ocasionado la inejecución. La
indemnización está integrada por dos elementos: a) el daño emergente, es decir, el daño
efectivamente sufrido por el acreedor con motivo del incumplimiento; por ejemplo, un propietario
contrata una reparación de urgencia que el constructor no cumple, ocasionando así la caída del
edificio; esta caída es un daño emergente; b) el lucro cesante, es decir, la ganancia o utilidad que ha
dejado de percibir el acreedor con motivo del incumplimiento; así, por ejemplo, un minorista
adquiere de un mayorista una partida de telas, que éste no le entrega; deberá repararle la utilidad o
ganancia que el minorista hubiera podido obtener de su venta al público.
El art. 519 llama a estos perjuicios daños e intereses; algunos autores que gustan de las sutilezas
jurídicas sostienen que la palabra daños alude al daño emergente e intereses o perjuicios al lucro
cesante. Pero en el léxico común y en la práctica de los tribunales (buena práctica a nuestro
entender) daños y perjuicios o daños e intereses es una expresión común que alude a todos los
daños derivados del incumplimiento contractual o de un hecho ilícito.
1115/137
137.— Los autores alemanes han puesto de moda otra distinción de los daños; lo que ellos llaman el
interés positivo y el interés negativo. El interés positivo es aquel perseguido por el contratante al
celebrar el acto; en otras palabras, el daño al interés positivo engloba las perspectivas favorables
que el acreedor podrá legítimamente esperar como resultado del cumplimiento de la obligación; y
puede consistir en un daño emergente (por ejemplo, el interés de evitar el derrumbe del edificio) o
en un lucro cesante (el interés de la ganancia perseguida con la ganancia de la mercadería). El
interés negativo consiste en aquellos daños que resultan de un contrato frustrado; en otras palabras,
se trata de los daños que no hubiera sufrido el deudor de no haber celebrado el contrato y de no
haber confiado en él (ver nota 1); tales, por ejemplo, los gastos del contrato o los hechos para recibir
la cosa prometida, o los perjuicios sufridos por confiar en la validez del contrato y haber perdido
por ello la posibilidad favorable de contratar que no se le vuelve a ofrecer. Esta terminología y
distinción ha tenido escasa repercusión en nuestra doctrina, que sólo la usa excepcionalmente.
1115/138
Algunos autores han criticado este método, sosteniendo que las consecuencias originadas en la
conducta imputable a una persona deben legislarse conjuntamente, sea que se trate de un contrato o
de un hecho ilícito (ver nota 2). Creemos, sin embargo, que el método del Código es bueno.
Opinamos que la reparación del incumplimiento de un contrato origina problemas distintos a los
derivados de un hecho ilícito y que se justifica, por tanto, un tratamiento independiente de ambas
cuestiones. Volveremos más adelante sobre este tema (véase núms. 143-145).
(nota 1) Por eso ENNECCERUS lo llama el interés de confianza (t. 2, vol. 1, § 10, IV, 2). Sobre este
punto véase LARENZ, Obligaciones, t. 1, § 14, p. 195; VON TUHR, Obligaciones, t. 1, p. 60.
(nota 2) Fue éste el criterio que prevaleció en el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil
(Córdoba, 1961), publicación oficial, t. 2, p. 778.
1115/139
Estas dificultades se plantean, claro está, con respecto a la imputabilidad de los actos en general, sea
que se trate del incumplimiento de las obligaciones o de los actos ilícitos.
Este delicado problema envuelve dos cuestiones que deben tratarse por separado: a) clasificación de
los daños para determinar si ellos son o no imputables al autor del hecho; b) establecer si el círculo
de la responsabilidad se ensancha por razón de haber obrado el autor con grave culpa o dolo, o si
por el contrario, basta la culpa para originar una responsabilidad integral.
1115/140
a) Nuestro Código distingue expresamente en el art. 901 las consecuencias (o daños) inmediatas de
un hecho, que son las que acostumbran suceder según el curso ordinario y natural de las cosas; las
mediatas, que son las que resultan de la conexión de un hecho con un acontecimiento distinto; y las
casuales, que son las que no pueden preverse.
b) Suele distinguirse también entre los daños comunes, que son los que normalmente deben
producirse dado un hecho o causa determinante y que son, por tanto, previsibles; y los propios o
particulares, que resultan de la situación personal del damnificado y que, por tanto, no pueden
preverse (ver nota 2).
c) Por último, algunos autores distinguen entre daños intrínsecos, que son aquellos derivados
naturalmente de la virtualidad misma del hecho dañoso, y extrínsecos, que son aquellos que han
resultado por la vinculación causal de ese hecho con otro distinto (ver nota 3).
Si bien estas clasificaciones tienen diferencias de matices, en verdad se superponen; más que
clasificaciones distintas son terminologías diferentes. Por un lado están los daños directos,
comunes, previsibles, intrínsecos, que son los que ocurren según el curso ordinario y normal de las
cosas; y por el otro, los mediatos, propios, imprevisibles, extrínsecos, que son los que normalmente
no pueden preverse porque resultan de la conexión de un hecho con un acontecimiento distinto.
La objeción más grave que pueda hacerse tal vez contra esta clasificación de las consecuencias de
un hecho, es precisamente que se la presenta como una clasificación. La realidad social es tan
compleja, los factores de causación tan intrincados, que resulta vana toda división rígida de las
consecuencias de un hecho. Por ello, la doctrina moderna se inclina más bien por fijar pautas
generales que, sin pretender una clasificación de las consecuencias de un hecho, señalen al juez
cuándo un daño debe ser indemnizado y cuándo no. Porque, en definitiva, el problema que interesa
jurídicamente es precisamente ése.
En el derecho alemán se ha impuesto la teoría de la causación adecuada (ver nota 4), que hoy tiende
a prevalecer en la doctrina universal (ver nota 5). Se llama causa adecuada la que, según el curso
ordinario de la vida y según la experiencia, puede ocasionar el daño. Sólo en este caso hay
responsabilidad.
1115/141
141. EXTENSIÓN DEL RESARCIMIENTO.— Sobre este punto hay dos sistemas en pugna:
Esta teoría de la reparación integral no permite, sin embargo, llegar a extremos de que se imputen
al autor de un hecho, absolutamente todas sus consecuencias, aun sus más remotas y casuales. Así,
por ejemplo, el causante de una herida leve no podría ser responsable porque el mensajero que trajo
el vendaje de la farmacia aprovechó la inquietud de los parientes de la víctima para cometer un
robo. Aquí entra a jugar el principio de la causación adecuada, a que aludiéramos en el número
anterior. Sólo se responde por aquellos daños que razonablemente se pueden imputar al autor del
hecho, teniendo en cuenta lo que ordinariamente ocurre en la vida y los negocios.
1115/142
142. SISTEMA DEL CÓDIGO CIVIL: LOS ARTS. 520 Y 521. (ver nota 7)— El principio general en
esta materia está dado por el art. 520 , que dice: En el resarcimiento de los daños e intereses sólo se
comprenderán los que fueren consecuencia inmediata y necesaria de la falta de cumplimiento de la
obligación. Vale decir que mientras en materia de hechos ilícitos rige el principio de la reparación
integral, en materia contractual sólo se indemnizan las consecuencias inmediatas y necesarias, pero
no las mediatas.
El principio era claro y era también clara su aplicación al supuesto de incumplimiento culposo; en
cambio la cuestión se hacía extremadamente delicada tratándose de incumplimiento doloso. Las
dificultades provenían de la cuestionada redacción del art. 521 . Conforme con la edición de Nueva
York, declarada texto oficial por ley 527 , decía así: Aun cuando la inejecución de la obligación
resulte del dolo del deudor, los daños e intereses comprenderán sólo los que han sido ocasionados
por él y los que el acreedor ha sufrido en sus otros bienes. Pero en las ediciones oficiales posteriores
se intercaló la palabra no en la última frase, que quedó así redactada: y no los que el acreedor ha
sufrido en sus otros bienes.
¿Qué texto debía admitirse como valedero? Las opiniones estaban divididas. Algunos autores
sostenían que el artículo debía leerse sin la palabra no, aduciendo: a) Esta palabra no figura en los
manuscritos de Vélez, ni en la edición de Nueva York, que fue el texto sancionado por el Congreso;
la intercalación de la palabra no en las ediciones posteriores es una obra inconsulta y no autorizada;
b) Excluyendo la palabra no, el texto se adecua al criterio de graduación de la responsabilidad que
ha seguido el Código en líneas generales: habiendo sólo culpa, se aplicará el art. 520 (que sólo
imputa las consecuencias inmediatas y necesarias); habiendo dolo correspondía la aplicación del
art. 521 que incluía el resarcimiento de las consecuencias mediatas (ver nota 8).
Según otros autores, la palabra no debía incluirse en el texto: a) porque la inclusión del no da
sentido a la frase de otra manera incoherente; no se explica en efecto que el texto diga que aun en
caso de dolo los daños y perjuicios sólo comprenderán los que han sido ocasionados por él y luego
agregue: y los que el acreedor ha sufrido en sus otros bienes. La primera frase limitaría la
responsabilidad a las consecuencias directas y la segunda las extendería a las consecuencias
indirectas o mediatas; es decir a todas las consecuencias posibles; b) el hecho de que la palabra no
esté ausente de los manuscritos, no es un antecedente decisivo, porque pudo deberse a un error de
copia del amanuense; c) no es exacto que en materia de responsabilidad contractual el Código haya
distinguido entre dolo y culpa para graduar la responsabilidad (ver nota 9).
1115/143
143-145.— Esta controversia ha quedado aventada por la nueva redacción del art. 521 , que dice así:
Si la inejecución de la obligación fuese maliciosa los daños e intereses comprenderán también las
consecuencias mediatas.
Según la opinión predominante, la palabra maliciosa usada en el texto legal, equivale a dolosa. De
tal manera que todo aquel que deliberadamente ha incurrido en incumplimiento, es responsable
también de las consecuencias mediatas (ver nota 10).
No estamos de acuerdo con esta opinión. La sustitución en el texto legal de la palabra dolosa
(incluida en la redacción anterior a la ley 17711 <>) por maliciosa, ha sido deliberada. Malicia
equivale a dolo calificado por alguna de estas dos circunstancias: a) intención de causar un daño
(ver nota 11); b) indiferencia del incumplidor ante las consecuencias dañosas que muy probable y
previsiblemente surgirán al acreedor del incumplimiento más allá de la órbita propia del contrato,
es decir, en sus otros bienes.
En materia contractual, incumplimiento doloso significa intención de no cumplir. Ahora bien: este
incumplimiento intencional por sí solo, no tiene por qué ocasionar mayor responsabilidad que el
incumplimiento culposo. Desde el punto de vista del acreedor ¿qué importancia tiene que el
incumplimiento se haya debido a que el deudor se olvidó de su obligación o a que no haya querido
cumplirla? Lo que al acreedor interesa es el pago puntual; los procesos psicológicos que llevaron al
deudor al incumplimiento, le son, en principio, indiferentes.
Prueba de ello, es que el acreedor que demanda por incumplimiento, no tiene que probar ni el dolo,
ni la culpa del deudor. A él le basta con acreditar el incumplimiento.
Por lo demás, bueno es recordar que el incumplimiento en especie tiene frecuentemente un cierto
matiz de licitud, en el sentido de que la ley protege a quien se niega a cumplir una obligación de
hacer, al no permitir la compulsión física, imponiéndole, claro está, la obligación subsidiaria de
pagar los daños y perjuicios. Agravar su responsabilidad porque a designio no cumplió, será
muchas veces muy injusto. He aquí un deudor que no paga una obligación porque tiene otros
compromisos urgentísimos que atender preferentemente, vinculados, por ejemplo, con la
subsistencia de su familia, el pago de un sanatorio donde se atiende su esposa o sus hijos, el pago
de los alquileres para evitar el desahucio. Luego resulta que como consecuencia de ese
incumplimiento, el acreedor no puede a su vez atender otros compromisos y cae en quiebra. ¿Es
justo que aquel deudor sea obligado a indemnizar incluso las consecuencias de la quiebra?
En materia extracontractual, la distinción entre culpa y dolo tiene su lógica, pues en ese terreno,
dolo significa intención de causar un daño y parece natural que esta conducta sea sancionada con
mayor rigor que la de quien lo ha ocasionado sólo por negligencia; pero aun en ese terreno y a
pesar de los textos muy claros del Código, la jurisprudencia ha concluido prescindiendo de toda
diferencia: en materia extracontractual, rige el principio de la reparación integral, trátese de delitos
o cuasidelitos (ver nota 12). Pero si bien el principio de la reparación integral rige en ambos casos,
es necesario decir que cuando el monto del daño no es cuantificable con certeza (como ocurre en el
caso de los daños personales, véase nº 151-2) al momento de fijar el monto de la indemnización, los
jueces suelen ser más severos con el demandado si hubo dolo o culpa grave de su parte.
Lo que ha dificultado la comprensión del problema, son algunos ejemplos que parecen estar
pidiendo una solución distinta de la que surge de la mera culpa. Hay uno, tomado de Pothier, que
es clásico: una persona vende a otra un toro enfermo; el toro contagia al resto de la hacienda del
comprador, en la que se produce una mortandad. Si el vendedor ignoraba la enfermedad, está bien
que no responda sino por la muerte del toro, pero si sabía que estaba enfermo, es justo que pague el
daño causado en toda la hacienda. Algunas veces, en la conducta del vendedor habrá un hecho
ilícito, como ocurriría si la ley de policía sanitaria animal prohibiese vender la hacienda en esas
condiciones. Pero el caso puede no estar previsto en la ley; la responsabilidad es solamente
contractual. Esta es precisamente la hipótesis que el nuevo art. 521 contempla. La persona que
vende un animal que padece una enfermedad contagiosa o bien lo hace con el propósito de causar
un mal o bien lo hace desaprensivamente, sin importarle las muy probables consecuencias que de la
venta pueden resultar para el comprador. Y en ese caso sí es justo que su responsabilidad se agrave.
En su conducta no sólo hay dolo contractual (es decir, intención de no cumplir o de cumplir
deficientemente); hay algo más: malicia, mala fe. Por ello la ley le impone el pago de las
consecuencias mediatas.
Se ha dicho que la prueba de la intención de dañar puede resultar de una dificultad diabólica (ver
nota 13). En muchos casos, en efecto, puede serlo. Pero como basta con probar la conducta
desaprensiva del deudor ante el riesgo muy probable que se cierne sobre el acreedor con motivo del
incumplimiento o del deficiente cumplimiento por el deudor, las dificultades del acreedor para
acreditar las circunstancias que permitan aplicar la sanción agravada del art. 521 no son
insuperables.
Sea buena o mala la solución de la ley —hemos dicho que la reputamos muy razonable— lo cierto
es que ella supone distinguir entre dolo y malicia y limitar la agravación de la responsabilidad al
último caso.
(nota 5) Entre nosotros la propició el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, reunido en
Córdoba en 1961; véase, además, ORGAZ, El daño resarcible, 2ª ed., ps. 69 y s.; PUIG BRUTAU,
Fundamentos de derecho civil, t. 1, vol. 2, p. 457.
(nota 8) En este sentido: LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, núms. 300 y s.; SALVAT, Obligaciones,
núms. 178 y s.; BUSSO, t. 3, arts. 520 a 522, nº 64; AGUIAR, Hechos y actos jurídicos, t. 4, nº 56;
LAFAILLE, Obligaciones, núms. 224 y s.; ORGAZ, Nuevos estudios de derecho civil, p. 1252;
SPOTA, t. 8, nº 1794; CAZEAUX, El texto auténtico del art. 521, L. L., t. 112, p. 885.
(nota 10) C. Civil Cap., Sala C, 28/8/1981, E. D., fallo nº 34.986; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº
307 bis; CAZEAUX-TRIGO REPRESAS, Obligaciones, t. 1, 245; ZANNONI, El daño en la
responsabilidad civil, nº 21; ALTERINI, Responsabilidad civil, nº 113.
(nota 11) De acuerdo: MOSSET ITURRASPE, Responsabilidad por daños, t. 1, nº 40. Este autor no
concuerda empero con nosotros en cuanto sostenemos que también hay malicia en la indiferencia
del incumplidor ante las consecuencias dañosas que muy probable y previsiblemente surgirán al
acreedor más allá de la órbita propia del contrato.
(nota 13) Véase jurisprudencia citada en nuestro Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, núms.
1629 y s.
1115/147
147. DISTINTAS FORMAS DE VALUACIÓN.— La valuación del daño puede ser convencional, lo
que ocurre cuando las partes han establecido en el mismo contrato el importe de la indemnización
para el supuesto de incumplimiento (éste es el papel desempeñado habitualmente por la cláusula
penal); o bien legal, cuando la ley establece una valuación tarifada de los daños, como ocurre con la
ley de accidentes de trabajo, o fija un máximo a la indemnización, como ocurre con el Código
Aeronáutico; o, finalmente, puede ser judicial, es decir, fijada por el juez. Esta es la que ahora nos
interesa y de la cual nos ocuparemos en los números que siguen.
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La cuestión es extremadamente delicada y parece muy difícil sentar reglas de carácter general.
Como principio, el daño puramente eventual no es indemnizable (ver nota 8); pero el juez debe
examinar las circunstancias del caso, la probabilidad del evento, la gravedad de la culpa. Así, en los
ejemplos propuestos, parece indudable que si el abogado ha dejado perimir un juicio que prima
facie aparecía como serio y fundado, debe indemnizar a su cliente las consecuencias de su
negligencia; la seriedad de la profesión de abogado, la índole de los intereses que se confían a los
letrados, el rigor con que es bueno juzgar su actividad profesional, aconsejan responsabilizarlo por
el perjuicio eventual. En cambio, en el supuesto del transporte del caballo de carrera, parece
preferible, como solución general, no tomar en cuenta el perjuicio eventual del valor del premio,
pues éste es casi un puro juego de azar (ver nota 9). Pero si el caballo fuera el ejemplar sobresaliente
de su generación y según todos los cálculos razonables debía ganar el premio, es de toda justicia
reconocer al dueño el derecho a reclamar ya sea la totalidad, ya sea una indemnización algo menor
como compensación de lo que podría llamarse el valor de la posibilidad o de la chance (ver nota
10). La decisión del juez deberá fundarse, en suma, en razones muy circunstanciales; la materia no
se presta a soluciones claras y precisas, sino sólo a las directivas generales que dejamos señaladas
(ver nota 11).
Y aquí nos encontramos ante un singular supuesto, en que parece más razonable hacer pesar una
responsabilidad mayor sobre quien incumple un contrato que sobre quien comete un hecho ilícito.
En un accidente de tránsito resulta herido el abogado que llevaba un escrito de apelación que, por
ese motivo, no se presenta en término; parece excesivo hacer pesar sobre el culpable del hecho la
pérdida de la oportunidad de ganar el juicio; igualmente parece excesivo hacer pesar sobre quien
chocó al camión que llevaba un caballo de carrera el pago del premio de que estaba dotada la
carrera que no pudo correr. Pero resulta menos injusto hacer caer estos riesgos sobre quien se
comprometió a cumplir una prestación, con conocimiento exacto de qué era lo que estaba en juego
en su incumplimiento.
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En cuanto a la perención de instancia, habrá que distinguir dos hipótesis: a) si la parte interesada
tiene posibilidad de reiniciar la acción por no haber corrido el plazo de la prescripción, la
indemnización no debe ir más allá del importe de las costas devengadas y quizá del pago de los
intereses sobre la suma reclamada en la demanda y que la perención haya hecho perder al actor
(ver nota 13); b) si, en cambio, la perención lleva implícita la prescripción de la acción, debe
indemnizarse también la chance de ganar el juicio, que debe valorarse de acuerdo al criterio
circunstancial antes expuesto (ver nota 14).
De las consecuencias de la perención no sólo responde ante el cliente el apoderado, sino también el
letrado a cuyo estudio se confió el asunto, porque su misión no es sólo la preparación de los escritos
fundamentales del pleito, sino el ejercicio pleno de la dirección del pleito (ver nota 15); en cambio,
no son responsables los apoderados que figuraban como tales en el poder, pero que nunca
ejercieron realmente el mandato (ver nota 16).
Por ahora predomina en el derecho comparado dejar librado al criterio prudente de los jueces, el
monto de la indemnización. Pero este sistema no está exento de graves inconvenientes:
a) Por lo pronto, es un hecho comprobado que los jueces tienen un criterio muy distinto para
apreciar la cuantía de un mismo o parecido daño.
b) Estas acentuadas diferencias de criterio judiciales, provocan una notoria inseguridad jurídica. Un
magistrado español ha podido decir que el resultado de un juicio por daños personales es un
verdadera “lotería” (ver nota 18).
La consecuencia de ello es que los abogados no saben cuánto reclamar por los daños sufridos por su
defendido; y los arreglos prejudiciales o las posteriores transacciones son muy difíciles, porque
tampoco la víctima tiene idea de cuánto le otorgará la sentencia, con el inevitable aumento de la
litigiosidad.
Pero ahora se trata de la tarifación de todo daño, cualquiera sea el hecho que lo provocó, por
ejemplo, los ocasionados por accidentes de tránsito, por mala praxis médica, por responsabilidad
objetiva, etcétera.
En Dinamarca, la ley del 24 de mayo de 1984 establece un sistema de tarificación de todo daño
personal; lo mismo han hecho varios estados de los Estados Unidos de América (ver nota 19).
Pero si el sistema de libre determinación del monto por el juez tiene graves inconvenientes, no lo
tiene menos la tarifación de los daños. Es que los daños tienen una importancia muy diferente
según quien los sufre. La edad, el sexo, la profesión, la situación económica, la sensibilidad de las
víctimas, influyen decisivamente en la gravedad de los daños. La pérdida de un dedo, es sin duda
un daño menor; pero la pérdida de un dedo de un pianista profesional es gravísima: destruye su
carrera. La pérdida de un ojo es un accidente siempre grave, pero si la sufre una menor de edad,
que como consecuencia de ello sufre una seria depresión, es mucho mayor que si la sufre un
hombre de 70 años (ver nota 20).
La naturaleza humana es tan compleja, los seres humanos son tan distintos, que unificar legalmente
los criterios de valuación parece una suerte de mecanización que choca con la realidad,
infinitamente variable, insusceptible de una valoración a priori. Por ello es que, aun haciéndonos
cargo de los inconvenientes que tiene que dejar librado al prudente criterio judicial el monto de la
indemnización, nos inclinamos por mantener nnuestro sistema de libre valoración judicial.
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152. AGRAVACIÓN DE LOS DAÑOS DURANTE EL CURSO DEL PLEITO.— Si durante el curso
del pleito se ha producido una agravación de las lesiones o de otros daños sufridos por la víctima,
el juez debe acoger la prueba del mayor daño y reconocerlo en la sentencia. Ocurre, en efecto, con
gran frecuencia, que las lesiones sufridas con motivo de un accidente siguen su curso durante
largos meses y a veces años. Como esta acción se prescribe a los dos años, el damnificado está
obligado a iniciarla antes de que el daño sea definitivo, porque de lo contrario perdería su acción. Y,
claro está, en ese momento no sabe todavía qué gravedad van a asumir las lesiones. Lo razonable y
lo serio es demandar teniendo en cuenta su gravedad actual. Pero luego, al producirse la pericia
médica que es de rigor en estos pleitos, resulta que la incapacidad se ha agravado, que las lesiones
eran más serias de lo que parecían al principio. Una aplicación estricta del principio de la litis
contestatio haría que el actor estuviese obligado a reclamar la indemnización de la agravación por
juicio separado. Pero esto sería extremar los rigores de la lógica procesal, sin beneficio para ninguna
de las partes, que se verían obligadas a seguir un nuevo juicio, con todos los inconvenientes y
gastos consiguientes. Por eso, los tribunales admiten que, probado el agravamiento, éste debe ser
acogido en la sentencia, aunque exceda lo que se adujo al demandar (ver nota 21).
De igual modo, se ha declarado que corresponde admitir el lucro cesante que ha persistido durante
el pleito; así ocurre si la incapacidad temporaria se ha prolongado después de la traba de la litis,
manteniendo en inactividad al damnificado. La indemnización debe compensar todo el daño,
aunque en la demanda sólo se hubiera reclamado, como es lógico, el producido hasta entonces (ver
nota 22).
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Distinto es el caso si el segundo hecho dañoso no es irremisible. Supóngase que una persona mata a
otra, que a los pocos días debía embarcarse en un avión que se precipitó a tierra, muriendo todos
los pasajeros. Por más que tuviera ya los pasajes y todo dispuesto para viajar, el hecho del viaje no
tenía carácter necesario; el pasajero bien pudo desistir a último momento por enfermedad o porque
negocios u otros asuntos imprevistos lo obligaban a postergar el viaje. En tal caso, el autor del
homicidio no se exime de responsabilidad (ver nota 24).
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154 bis. DAÑO ESTÉTICO.— Las lesiones que perjudican la belleza o la estética constituyen
obviamente un daño moral. Pero no solamente moral. También puede serlo económico (ver nota
26). Una deformación del rostro puede limitar las posibilidades económicas de una persona, pues
son numerosos los empleos o actividades en que una buena presencia física tiene importancia. Y
aunque no se trate de esas actividades, de cualquier modo la desfiguración estética crea complejos e
inhibiciones que repercuten en las relaciones con sus semejantes y en su trabajo. Se lo ha
considerado particularmente grave si se trata de una mujer joven y soltera (ver nota 27); pero no
deja de ser indemnizable porque se trate de un hombre, aunque no se dedique a una profesión
artística (ver nota 28).
El daño estético debe ser indemnizado aunque la víctima pueda disimularlo con cosméticos (ver
nota 29).
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155. LA VIDA HUMANA COMO VALOR ECONÓMICO.— Nuestros tribunales han sentado
firmemente el principio de que la vida humana es un valor resarcible, aunque no se produzca la
prueba del daño y aunque no haya un daño actual (ver nota 30).
Del punto de vista económico, la muerte de una persona puede tener incidencias muy diferentes. El
fallecimiento del padre de familia, sostén de su mujer e hijos, provoca un daño patrimonial claro,
cierto, indiscutible. Muy distinto es el fallecimiento de un hijo de corta edad, que durante largos
años sólo ocasionará gastos a sus padres y que no se sabe si algún día los ayudará económicamente.
Es explicable que este supuesto haya originado dudas y que haya podido sostenerse que no hay
aquí otra cosa que un daño moral; el daño patrimonial, de existir, sería puramente eventual e
hipotético, pero no habría el daño actual y cierto que permitiera hacer lugar a la demanda por
indemnización (ver nota 31). Pero la jurisprudencia ha mantenido firmemente, aun en este caso, el
principio de que la vida humana es un bien indemnizable (ver nota 32).
Compartimos esta conclusión, con la salvedad que haremos más adelante. No es dudoso que el
padre tiene el derecho a confiar en que su hija mujer ha de ayudarlo durante su minoridad y
soltería en sus tareas domésticas; que el varón ha de colaborar en otras tareas propias de la
convivencia familiar; porque la familia debe concebirse como una sociedad vivida en plena
solidaridad y en la cual todos sus integrantes tienen derechos y obligaciones recíprocos. No nos
parece tampoco dudoso que el padre pueda esperar ayuda personal y económica de sus hijos en su
vejez o enfermedad. Es lo que ocurre en el curso ordinario de la vida. La frustración de esta legítima
esperanza es un daño actual. No se trata de una mera chance, de un daño puramente hipotético,
sino de un daño tan probable y razonable que adquiere la certeza requerida para ser indemnizable.
Porque esta certeza exigida por la jurisprudencia es siempre relativa. No hay nada más impreciso
(y, por tanto, incierto) que la cuantía del daño que sobrevendrá a una incapacidad permanente, tal
como la pérdida de un brazo o una pierna; sin embargo, nadie puede dudar de que éste es un daño
actual y cierto y los tribunales fijan arbitrariamente una suma sobre bases puramente hipotéticas,
que en la mayor parte de los casos no tiene ninguna probabilidad de expresar los verdaderos
agravios que han de derivar de la incapacidad. Si esto es así, no se ve inconveniente en reconocer
derecho a la reparación del daño que significa la pérdida de la vida de un hijo menor (ver nota 33).
En concordancia con ese criterio se ha declarado que la vida humana es indemnizable aunque se
trate de un ser en gestación en el seno materno (ver nota 34).
Verdad es que en el trasfondo de esta jurisprudencia había frecuentemente un recurso para admitir,
por un rodeo, la indemnización del daño moral, que el Código Civil negaba salvo el supuesto de
delitos del derecho criminal (ver nota 35). Pero hay que agregar que algunos tribunales han
mantenido dicha jurisprudencia después de la reforma introducida por la ley 17711 <>que admitió
ampliamente la reparación del daño moral aunque mediare solamente culpa y no ya delito del
derecho criminal (ver nota 36), si bien otros han decidido que la vida humana no tiene per se un
valor económico (ver nota 37). Adherimos a esta última opinión, pues no nos parece verdadero que
la vida humana tenga un valor económico per se; lo que no obsta, desde luego a la indemnización
del daño moral, que es independiente del económico. Si de las circunstancias del caso resulta que el
accionante no experimentó ningún perjuicio económico, no hay a nuestro juicio, lugar a
indemnización por ese concepto.
1115/156
156.— Al fijar el monto de la indemnización, los tribunales tienen casi siempre en cuenta la posición
económica de la víctima, pues mientras mayores son los ingresos perdidos, mayor es el daño. Es
una solución de justicia muy discutible. Otorgar una indemnización distinta a los hijos de un
industrial muerto que a los de un obrero, implica juzgar el problema a través de un crudo criterio
capitalista. Si los tribunales han admitido que la vida humana vale por sí y que no es indispensable
la prueba de los daños, es incoherente e inaceptable entrar en consideraciones acerca de lo que
perdieron económicamente los hijos del industrial o del obrero. Tanto más cuanto que esas
indemnizaciones son casi siempre insuficientes para cubrir todo lo que un industrial (e inclusive un
obrero) hubiera podido ganar hasta el momento en que los hijos llegaran a la mayoría, tiempo
durante cuyo transcurso pueden legítimamente estar esperanzados en su ayuda; a lo que debe
agregarse que, por lo común, la muerte de un padre obrero suele significar el hambre y el
desamparo, que habitualmente no lleva consigo el fallecimiento de un industrial, cuyo capital pone
casi siempre a sus hijos a cubierto por lo menos de las necesidades más apremiantes. Por todo ello,
parece más humano y razonable apartarse de estimaciones fundadas en las ganancias de la víctima
y establecer indemnizaciones equivalentes para situaciones humanas equivalentes.
1115/11600
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157. COMPENSACIÓN DEL DAÑO CON EL LUCRO.— La indemnización tiende a reparar los
perjuicios que el incumplimiento o el hecho ilícito han producido al damnificado; es decir, colocarlo
en la misma situación patrimonial que hubiera tenido de no haberse producido el hecho contrario al
contrato o a la ley. De donde se sigue que la indemnización no puede resultar una fuente de lucro,
un motivo de enriquecimiento. Así, por ejemplo, puede ocurrir que una persona adquiriese un
automóvil para realizar con él un negocio o una actividad lucrativa. El vendedor demora
indebidamente la entrega, haciéndole perder el negocio o las ganancias que era razonable esperar
en el lapso de la demora; pero ocurre que en el momento de la entrega el precio del automóvil ha
disminuido. La indemnización debe tomar en cuenta esta ventaja y compensarla con los daños; de
modo que el incumplidor sólo debe la diferencia entre la ganancia frustrada y la disminución del
precio. O bien puede ocurrir que, como consecuencia de un choque, el automóvil haya quedado
totalmente destruido y sea irreparable. El damnificado tendrá derecho a reclamar su valor,
deducción hecha de lo que puede obtenerse de los restos vendidos como hierro viejo (ver nota 38).
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158. a) Seguros.— Supóngase que una persona resulta afectada en los bienes de su propiedad por
un hecho imputable contractualmente (por ejemplo, como consecuencia de un contrato de
transporte) o extracontractualmente (hecho ilícito) a otra; pero la víctima tiene a su vez un contrato
de seguro que cubre todo el daño; ¿tiene, además, derecho a reclamar indemnización al responsable
del hecho? La cuestión se ha discutido en doctrina (ver nota 39). La teoría que admite la
acumulación se funda en que ambas indemnizaciones tienen una causa distinta: una en el contrato
de seguro, otra en el hecho ilícito. Pero nuestra jurisprudencia ha sostenido firmemente el principio
de que la víctima no puede enriquecerse indebidamente y que si el seguro cubre todos los daños,
nada puede reclamar del autor del hecho (ver nota 40). Es, nos parece, una solución estrictamente
jurídica. Si, como lo quiere la tendencia moderna, el problema de la indemnización del daño debe
apreciarse del punto de vista de la víctima, una vez que el resarcimiento ha sido pleno no se puede
invocar perjuicio alguno; y sin perjuicio no hay hecho ilícito civil ni daño contractual. Es claro que si
la víctima indemnizada por la compañía de seguros no tiene acción contra el autor del hecho, sí la
tiene la compañía. En el seguro de vida, la solución es distinta (véase nº 1585).
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159. b) Liberalidades.— Supongamos ahora que con motivo del hecho ilícito la víctima ha concitado
la compasión individual o popular y se la ha beneficiado con una donación o una suscripción
pública. Aquí el problema es distinto. Estas liberalidades no tienen por objeto indemnizar un daño;
son ni más ni menos que eso: liberalidades. Pueden exceder crecidamente el daño, lo que demuestra
que no son resarcitorias. Su causa jurídica no es el hecho ilícito o el incumplimiento contractual,
sino el animus donandi inspirado en un sentimiento de solidaridad humana, amor, deseo de
solventar necesidades urgentes, etcétera. Todo ello es independiente de las consecuencias del hecho
ilícito en sí mismo; y es natural que tales liberalidades no eximan al responsable del deber de
indemnizar sus consecuencias (ver nota 41).
1115/160
En cambio, se ha declarado que corresponde deducir de la indemnización las sumas que la víctima
haya percibido como consecuencia de las leyes 9688 <>y 17729 <>(ver nota 44).
1115/161
a) A la producción del hecho dañoso. En tal supuesto, es jurisprudencia invariable de los tribunales
que el juez debe fijar la proporción de las culpas en la producción del hecho y aplicar esa
proporción al monto de la indemnización. Así, por ejemplo, una persona ha sido embestida por un
automóvil, ocasionándole lesiones cuya reparación importó $ 1.000. El tribunal considera que hubo
culpa concurrente y la fija en un 75% para el demandado y en un 25% para la víctima. El
demandado debe pagar $ 750 (ver nota 45).
Más aún: un deber de lealtad exige que el damnificado llame la atención al deudor sobre la
amenaza de un daño considerablemente elevado que el deudor no conocía ni debía conocer (ver
nota 48). La omisión de este aviso debe ser tenida en cuenta por el juez para apreciar la
responsabilidad del deudor con criterio benévolo.
(nota 1) De acuerdo: C. Apel. 1ª La Plata, 28/6/1949, J. A., 1949-III, p. 223 (en el caso se trataba de
ligeras molestias que sólo aparecían en los días húmedos y tormentosos); COLOMBO, Culpa
aquiliana, nº 216; AGUIAR, t. 3, nº 193; DEMOGUE, t. 4, nº 385; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 6, nº
542. En contra: ORGAZ, El daño resarcible, nº 11; PEIRANO FACIO, Responsabilidad
extracontracutal, nº 205. De acuerdo con el criterio de prudencia para eximir de responsabilidad al
autor del hecho: BUSSO, t. 3, p. 418, nº 110.
(nota 2) SANTOS BRIZ, El derecho de daños, p. 110, in fine; autor que hace notar que determinar
cuándo la “molestia” pasa a ser daño moral o de otra clase, es tarea cuya apreciación queda librada
a los tribunales (nota 90 bis, p. 111).
(nota 3) La jurisprudencia y la doctrina son unánimes. Puede verse: C. Civil 1ª Cap., 7/11/1935, J.
A., t. 53, p. 95; C. Civil 2ª Cap., 29/5/1936, J. A., t. 54, p. 508; Sup. Corte Buenos Aires, 30/9/1947, L.
L., t. 48, p. 807; C. Fed. Rosario, 1/6/1951, L. L., t.63, p. 652.
(nota 4) C. Civil Cap., Sala D, 15/5/1962, L. L., t. 107, p. 15, con nota de COLOMBO y E. D., t. 2, p.
313; C. Civil 1ª Cap., 28/8/1931, J. A., t. 36, p. 536; BUSSO, t. 3, p. 424, nº 164; COLOMBO, Culpa
aquiliana, p. 270; MAZEAUD, t. 1, núms. 216 y s.; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE,
Obligations, t. 4, nº 2875; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 6, nº 544.
(nota 5) C. Civil Cap., Sala A, 25/3/1952, L. L., t. 66, p. 574; Sala B, 27/6/1965, causa 103.079; Sala C,
23/9/1964, causa 99.112 (inédita); Sala F, 13/7/1965, E. D., t. 16, p. 143.
(nota 6) C. Civil Cap., Sala A, 27/8/1965, Doct. Jud., nº 2666, sum. 3750; íd., 11/7/1969, E. D., t. 31,
p. 235.
(nota 8) C. Civil Cap., Sala A, 28/8/1959, causa 56.216 (inédita); íd., 30/7/1959, causa 56.332
(inédita); Sala C, 13/4/1959, causa 53.024 (inédita).
(nota 9) La jurisprudencia francesa se inclina en el sentido de que el juez puede estimar las
probabilidades que tenía la parte de ganar el pleito y según ello fijar la indemnización; en cambio se
ha negado a hacer tales cálculos cuando se trata de la posibilidad de ganar una carrera (véase
MAZEAUD, t. 1, nº 219). Es en líneas generales, la tesis defendida en el texto. De acuerdo en que la
chance debe indemnizarse: C. Civil Cap., Sala D, 15/5/1962, L. L., t. 107, p. 15 y E. D., t. 2, p. 313; C.
Com. Cap., Sala A, 17/9/1962, E. D., t. 5, p. 24; MOSSET ITURRASPE, Responsabilidad por daños,
t. 1, nº 61, c; ZANNONI, El daño en la responsabilidad civil nº 49; PEIRANO FACIO,
Responsabilidad extracontractual, nº 204; BONASI BENUCCI, La responsabilidad civil, nº 11;
COLOMBO, nota en L. L., t. 107, p. 15; ORGAZ, El daño resarcible, nº 24; MAZEAUD, t. 1, nº 219;
LALOU, La responsabilitè civile, nº 57. En contra: DEMOGUE, t. 4, nº 387.
(nota 10) En este sentido: C. Civil Cap., Sala D, 20/10/1988, E. D., fallo nº 41.557; Sala C, 30/6/1987,
L. L., 1989-D, p. 102, con prolija nota sobre este tema de MAYO; y ORGAZ, COLOMBO, PEIRANO
FACIO, MAZEAUD y LALOU, loc. cit. en nota anterior.
(nota 11) De acuedo en general con el criterio del texto, C. Civil Cap., Sala D, 15/5/1962, L. L., t.
107, p. 15, y E. D., t. 5, p. 24; ORGAZ, loc. cit. en nota anterior.
(nota 12) C. Civil Cap., Sala D, 15/5/1962, L. L., t. 107, p. 15 y E. D., t. 2, p. 313 (perención de
instancia); Sala A, 31/8/1956, L. L., t. 84, p. 171 (perención de instancia); Sala F, 27/12/1959, L. L., t.
98, p. 616 (omisión de la apelación); Sala M, 13/3/1994, L. L., fallo nº 93.435 (perención de
instancia); C. Civil 2ª Cap., 14/11/1947, L. L., t. 48, p. 958 (perención de instancia).
(nota 13) De acuerdo: COLOMBO, nota en L. L., t. 107, p. 15; ZANNONI, El daño en la
responsabilidad civil, nº 19.
(nota 14) C. Civil Cap., Sala A, 31/8/1956, L. L., t. 84, p. 171; Sala D, 15/5/1962, L. L., t. 107, p. 15 y
E. D., t. 2, p. 313; COLOMBO, op. cit. en nota anterior.
(nota 15) Así lo dijo la C. Civil Cap., Sala D, fallo citado en nota anterior; de acuerdo, Sala A, fallo
citado en nota anterior.
(nota 16) C. Civil Cap., Sala D, 15/5/1962, L. L., t. 107, p. 15 y E. D., t. 2, p. 313.
(nota 18) Magistrado Vera Torres, citado por DE ÁNGEL YÁGUEZ, Algunas previsiones sobre el
futuro de la responsabilidad civil, Madrid, p. 131.
(nota 19) Sobre este tema, véase DE ÁNGEL YÁGUEZ, loc. cit. en nota anterior. Esta solución fue
compartida por las VI Jornadas Bonaerenses de Derecho Civil, Comercial y Procesal de Junín, que
aprobaron una ponencia de los Dres. Alterini y López Cabana.
(nota 20) En nuestro estudio jurídico tuvimos el caso de una chica que a los 12 años sufrió una
herida en un ojo y a los 16, después de múltiples operaciones aquí y en Estados Unidos, no tuvo
otra solución que sacarle el ojo y remplazárselo por uno plástico. La menor ha sufrido una gran
depresión, no quiere salir con amigas y mucho menos con chicos, no sale de su casa, ha perdido su
sincronía menstrual y cuando nos consultó, había perdido 10 kilos de peso. Es obvio que este daño
no puede compararse con el que sufre un hombre de 70 u 80 años por la pérdida de un ojo.
(nota 21) C. Civil Cap., Sala A, 23/9/1965, causa 108.164 (inédita); Sala C, 14/11/1961, causa 73.346
(inédita); Sala D, 1/8/1952, causa 6.390 (inédita); Sala D, 25/6/1965, E. D., t. 14, p. 203 (si bien en
este caso el tribunal hizo la aclaración de que esta solución era admisible si al demandar se hizo
reserva del derecho de reclamar una suma mayor si luego se comprobaba una incapacidad
sobreviniente mayor); Sala F, 27/6/1961, causa 69.277 (inédita). De acuerdo: C. S. N. 7/9/1962,
Doct. Jud., nº 1764 (en que se citan los precedentes registrados en Fallos, t. 249, ps. 691 y 693 , t. 250,
p. 226 ). El Alto Tribunal se refirió a circunstancias excepcionales sobrevinientes y admitió que ellas
justifican una condena mayor a lo demandado: la doctrina es obviamente aplicable a nuestro caso.
(nota 22) C. Civil Cap., Sala A, 16/6/1964, causa 95.367 (inédita); Sala C, 19/6/1962, causa 80.332.
(nota 23) Los ejemplos están tomados de LARENZ, Obligaciones, t. 1, p. 211. Compárese la opinión
de este autor y la de VON TUHR, Obligaciones, t. 1, p. 65.
(nota 25) De acuerdo: ORGAZ, El daño resarcible, p. 143, nota 11; SANTOS BRIZ, El derecho de
daños, p. 109.
(nota 26) La jurisprudencia es pacífica; puede verse: C. S. N., 27/9/1946, L. L., t. 44, p. 475; C. Civil
Cap., Sala A, 4/7/1956, E. D., t. 16, p. 150; Sala C, 17/10/1957, L. L., t. 91, p. 94; íd., 12/7/1966, E.
D., t. 16, p. 140; C. Apel. Rosario, 2/4/1943, L. L., t. 33, p. 41; C. 1ª Apel. Córdoba, 18/8/1944, J. C., t.
3, p. 415; S. C. Tucumán, 23/8/1946, L. L., t. 47, p.636. Difícilmente un tribunal de nuestros días
suscribiría el fallo de la antigua C. Civil 1ª Cap. que resolvió que tratándose de una mujer de 38
años dedicada a humildes menesteres domésticos, no importan gran cosa los defectos del rostro:
1/12/1933, J. A., t. 44, p. 527.
(nota 27) C. 1ª Apel. Córdoba, 18/8/1944, J. C., t. 3, p. 415; C. Civil 1ª Cap., 2/3/1932, J. A., t. 36, p.
964; íd., 16/11/1931, J. A., t. 36, p. 1710.
(nota 28) C. S. N. 27/9/1946, L. L., t. 44, p. 475; C. Civil Cap., Sala C, 12/7/1966, E. D., t. 16, p. 140;
Sala F, 2/9/1969, E. D., t. 31, p. 615.
(nota 30) C. Civil Cap., Sala A, 26/11/1958, causa 51.491; íd., 9/3/1960, causa 60.925; íd.,
30/4/1962, causa 77.855; íd., 28/11/1958, L. L., t. 93, p. 371; íd., 7/11/1963, J. A., 1964-II, p. 304 y L.
L., t. 115, p. 52; Sala D, 16/6/1956, L. L., t. 86, p. 44; íd., Sala D, 6/9/1963, E. D., t. 6, p. 259 y J. A.,
1964-I, p. 547; íd., 29/11/1963, L. L., t. 115, p. 208; Sala E, 6/11/1962, L. L., t. 110, p. 878; Sala F,
22/4/1965, L. L., t. 118, p. 772; íd., 12/5/1966, J. A., 1966-V, p. 35; C. Nac. Esp., 24/2/1965, L. L., t.
82, p. 481; íd., 19/9/1962, Doct. Jud. del 28/9/1962; íd., 23/6/1961, causa 68.299; Sup. Corte Buenos
Aires, 10/8/1965, E. D., t. 14, p. 16; Sup. Trib. Misiones, 30/11/1961, J. A., 1962-II, p. 324.
(nota 31) Véase en este sentido, ORGAZ, El daño resarcible, 2ª ed., ps. 105 y s.
(nota 32) Véase jurisprudencia citada en nota 347 y particularmente los siguientes casos
especialmente referidos a la muerte de menores de corta edad: C. Civil Cap., Sala A, 7/11/1963, J.
A., 1964-II, p. 304; Sala A, 7/6/1960, L. L., t. 98, p. 722; Sala B, 8/5/1961, causa 67.916 (inédita); Sala
B, 8/7/1959, causa 50.201 (inédita); Sala C, 1/6/1965, L. L., t. 120, p. 772; Sala D, 23/5/1960, L. L., t.
99, p. 783, 4.926-S, y J. A., 1960-IV, p. 606; Sala D, 19/10/1956, L. L., t. 86, p. 45; Sala D, 6/9/1963, L.
L., t. 112, p. 640; C. 2ª Apel. La Plata, 3/5/1960, J. A., 1961-IV, síntesis jurisp., p. 12, nº 144.
(nota 33) Formuló consideraciones coincidentes con las que aquí se desarrollan, un fallo de la C.
Civil Cap., Sala A, 7/11/1963, J. A., 1964-II, p. 304.
(nota 35) De acuerdo: ORGAZ, La vida humana como valor económico, E. D., t. 56, p. 849.
(nota 36) C. Civil Cap., Sala F, 8/9/1978, L. L., 1979-III, p. 54; íd., 5/12/1978, E. D., t. 82, p. 488; íd.,
1/3/1979, L. L., 1979-C, p. 44; C. Civil y Com. en pleno de Córdoba, 19/2/1969, J. A., t. 6-1970, p.
687 .
(nota 37) C. Civil Cap., Sala A, 14/2/1978, E. D., t. 80, p. 445; íd. 11/12/1992, E. D., fallo nº 45.362;
Sala D, 24/5/1979, L. L., 1979-D, p. 543; Sala M, 3/5/1989, L. L., 1990-A, p. 654 (el tribunal si bien
declaró que la vida humana no tiene per se un valor económico, resolvió que la muerte de un hijo
significa la pérdida de una chance de ayuda económica eventual; con nota aprobatoria de
BUSTAMANTE ALSINA); C. Esp. C. C. Cap., Sala 1, 30/4/1979, L. L., 1979-D, p. 230; LLAMBÍAS,
Obligaciones, t. IV-A, nº 2357; MOSSET ITURRASPE, Responsabilidad por daños, t. II B, nº 230;
CAZEAUX-TRIGO REPRESAS, Obligaciones, t. 4, p. 261.
(nota 38) C. Civil Cap., Sala F, 6/10/1977, E. D., t. 80, p. 205; SANTOS BRIZ, El derecho de daños, p.
227; LARENZ, Obligaciones, t. 1, p. 204; ENNECCERUS-LEHMANN, t. 2, vol. I, § 13-II; VON
TUHR, Obligaciones, t. 1, ps. 73 y s.
(nota 39) A favor de la acumulación: ORGAZ, El daño resarcible, nº 53; SANTOS BRIZ, El derecho
de daños, p. 327; PEIRANO FACIO, Responsabilidad extracontractual, nº 209; PLANIOL-RIPERT-
BOULANGER, t. 2, nº 1002. En contra: HALPERIN, Contrato de seguro, 2ª ed., p. 415; JOSSERAND,
Les transports, nº 912. En el derecho alemán, el acreedor que pretende indemnización está obligado
a ceder las pretensiones que pudieran competerle contra una compañía de seguros (art. 255, C.
alemán).
(nota 40) C. S. N., 2/8/1939, L. L., t. 15, p. 675 y fallos allí citados.
(nota 41) C. Civil 2ª Cap., 12/4/1937, L. L., t. 6, p. 466. ORGAZ, El daño resarcible, nº 53; SANTOS
BRIZ, El derecho de daños, p. 328; PEIRANO FACIO, Responsabilidad extracontractual, nº 211.
(nota 42) C. S. N. 15/12/1943, Fallos, t. 197, p. 429 ; C. Civil 1ª Cap., 2/4/1924, J. A., t. 12, p. 506; C.
Com. Cap., 16/12/1936, L. L., t. 4, p. 1043; Sup. Corte Buenos Aires, 4/8/1942, J. A., 1942-III, p. 847;
C. Fed. Tucumán, 23/4/1948, L. L., t. 50, p. 616. De acuerdo: BUSSO, t. 3, p. 420, nº 127; ORGAZ, El
daño resarcible, nº 53.
(nota 45) La jurisprudencia es unánime; véase C. S. N., 22/8/1945, J. A., 1945-IV, p. 243; C. Civil
Cap., Sala B, 19/11/1953, J. A., 1954-III, p. 295; Sala C, 22/5/1959, causa 55.339; Sala D, 28/8/1956,
L. L., t. 85, p. 119; Sala E, 21/10/1958, in re “Bellomo c/Vlach”; Sala F, 14/7/1960; in re “Mieres
c/Gallo”; C. Paz Let. Cap., 14/6/1943, J. A., 1943-III, p. 453; Sup. Corte Buenos Aires, 30/9/1947, L.
L., t. 48, p. 807; Sup. Corte Tucumán, 5/12/1952, L. L., t. 72, p. 667.
(nota 46) C. Civil 2ª Cap., 31/7/1941, L. L., t. 23, p. 644; Sup. Corte Buenos Aires, 9/10/1945, J. A.,
1946-I, p. 59; ORGAZ, El daño resarcible, nº 44; LARENZ, t. 1, p. 223.
(nota 47) C. Civil 2ª Cap., 31/7/1941, L. L., t. 23, p. 644. Pero no si ha debido dejarlo en el taller por
razones que no le son imputables, por ejemplo, por no disponer del dinero para pagar las
reparaciones. De acuerdo: C. Apel. 1ª La Plata, 21/3/1948, J. A., 1948-I, p. 624; Sup. Trib. Entre Ríos,
18/4/1950, L. L., t. 59, p. 25; VON TUHR, Obligaciones, t. 1, p. 80.
(nota 48) LARENZ, Obligaciones, t. 1, p. 223; VON TUHR, loc. cit. en nota anterior.
1115/11610
Durante largos años de economía estable, nadie dudó de la ventaja del nominalismo, según el cual
un peso es siempre igual a otro peso, cualquiera fuera el tiempo transcurrido entre el nacimiento de
la obligación y el pago. Este principio daba certeza a las relaciones jurídicas y hacía claro el
contenido de las obligaciones y el alcance de los derechos.
Pero la aguda inflación que padeció nuestra economía, demostró que la aplicación rígida del
nominalismo conducía a soluciones intolerablemente injustas. Estudiaremos, por consiguiente, cual
fue la evolución de nuestra jurisprudencia, que primero con timidez y luego decididamente, llegó a
prescindir totalmente del nominalismo, hasta que por razones que veremos en su lugar (nº 166-1), el
principio fue instaurado nuevamente por la ley 23928 .
Trataremos en primer término la cuestión tal como se decidió por la jurisprudencia antes de la
sanción de la mencionada ley, para ocuparnos luego de lo que acontece después de ella. El estudio
de la época anterior, que podía parecer superflua, conserva sin embargo su interés, porque la
restauración del nominalismo sólo podrá tener vigencia efectiva en tanto se contenga la inflación;
pero si ésta se desborda nuevamente, la jurisprudencia anterior recobrará plena vigencia.
1115/162
Fue así como para mitigar los efectos de la aplicación rígida del principio nominalista, los tribunales
echaron mano de una distinción entre deudas de valor y deudas de dinero. Deuda de valor es
aquella en la cual el acreedor tiene derecho a exigir el valor o utilidad destinado a compensar la
prestación o a resarcir el daño sufrido. Deuda de dinero es aquella en que el objeto de la deuda es la
moneda misma; la cantidad debida se encuentra originariamente determinada en una suma de
dinero. Se admitió entonces que la desvalorización monetaria podía ser compensada en las deudas
de valor; pero en lo que se refería a las deudas dinerarias, se mantuvo firme el principio
nominalista, según el cual el deudor se desobliga pagando la misma cantidad de dinero prometida
o adeudada.
Pero la inflación siguió golpeando sobre el sentimiento de justicia de los jueces argentinos; no era
posible seguir aplicando rigurosamente el principio nominalista a las deudas de dinero, sin incurrir
en una manifiesta injusticia. En la década de los años setenta se produjo el cambio definitivo:
producida la mora del deudor de dinero, el crédito de su acreedor debía reajustarse tomando en
cuenta la desvalorización monetaria. Conducida con mano firme por la jurisprudencia de la Corte
Suprema de la Nación, esta doctrina fue adoptada por todos los tribunales del país (ver nota 1).
El principio, repetimos, era que sólo después de la mora del deudor es computable la
desvalorización monetaria. Sin embargo, por vía de excepción se admitió también el cómputo de la
desvalorización monetaria, aun sin mora del deudor, cuando razones de equidad así lo imponen.
Así lo resolvió la Corte Suprema en un caso en que se declaró la nulidad de una compraventa por el
vicio de lesión: se ordenó devolver el precio actualizado (ver nota 2).
1115/163
1115/164
164. COSA JUZGADA Y ACTUALIZACIÓN MONETARIA.— También fue objeto de decisiones
dispares la cuestión de si cabía actualizar el monto fijado en la sentencia, luego de que ésta hubiera
pasado en autoridad de cosa juzgada. El problema se plantea, de más está decirlo, cuando la
sentencia no se cumple en el término por ella fijado, sino que obliga al acreedor a seguir un trámite
de ejecución de sentencia que puede demorar un tiempo bastante prolongado. Algunos tribunales
resolvieron que la cosa juzgada impedía modificar el monto de la condena (ver nota 5). Pero la
Corte Suprema, refirmando su postura amplia en el problema del cómputo de la desvalorización
monetaria en las deudas de dinero, decidió la cuestión en el sentido de que también la suma fijada
por sentencia firme era actualizable; y afirmó que la actualización del monto del crédito por la
depreciación monetaria posterior a la sentencia no afecta sino que preserva la autoridad de la cosa
juzgada, al mantener el real poder adquisitivo de la suma mandada a pagar (ver nota 6).
1115/165
Por su parte, la Corte Suprema de Justicia siguió una doctrina intermedia, aunque evidentemente
más próxima a la segunda corriente jurisprudencial antes aludida. Declaró que si bien es cierto que
las estadísticas sobre índices de costo de vida y de precios al consumidor no obligan a los jueces,
para apartarse de los datos que ellas suministran y adoptar otros módulos de evaluación del
envilecimiento monetario, deben procurarse criterios económicos objetivos de ponderación de la
realidad y evitar así que la discrecionalidad judicial pueda convertirse en arbitrariedad (ver nota 9).
Era, la solución justa. En definitiva, de lo que se trataba era de establecer el valor de la deuda en el
momento de su pago. Si esto es así, no podía quedar librado al libre arbitrio de los jueces el fijar el
monto de la depreciación, sino que ellos tenían que ceñirse a criterios objetivos; y ninguno más
serio y seguro que tomar en cuenta el índice de precios al consumidor elaborado por el INDEC,
salvo que circunstancias muy peculiares indicaran la justicia de apartarse de ellos.
1115/11620
Cabe agregar que la Corte Suprema decidió que si bien no se puede conceder de oficio un plus por
desvalorización monetaria, no era necesario pedirlo en la demanda, bastando con hacerlo en
cualquier estado del juicio con tal que se haya dado a la otra parte oportunidad de hacerse oír (ver
nota 11); por lo que era oportuna la invocación de la desvalorización monetaria hecha al alegar o al
expresar agravios (ver nota 12).
165-1. MEDIDAS PARA COMBATIR LA INFLACIÓN.— Hacia 1989, el Gobierno comenzó a luchar
contra el cáncer de la inflación, que había llegado a niveles sin precedentes. En síntesis, las medidas
adoptadas paulatinamente, consistieron en procurar la eliminación del déficit en el presupuesto
nacional, en la reforma de la administración pública y la privatización de las empresas del Estado.
Pero era necesario luchar también contra la mentalidad inflacionaria. Para ello, se dictó en 1991 la
ley 23928 que estableció la convertibilidad del austral (léase peso), ligándolo al valor del dólar y
prohibió las cláusulas indexatorias. En efecto, para defenderse de la desvalorización monetaria, se
convirtió en habitual pactar en los contratos de larga duración cláusulas indexatorias, que
importaban adecuar el monto de lo debido al valor real del dinero en el momento del pago. Aun sin
tales cláusulas contractuales, los jueces establecían en sus condenas un monto determinado por lo
reclamado en la demanda con más su actualización al momento del fallo y computaban los
intereses sobre esa suma.
Con el propósito de terminar con estos ingredientes de la inflación, se dictó la ley 23928 , cuyas
principales normas estudiaremos a continuación.
Lo dispuesto por el art. 7º importa un retorno al nominalismo. Un peso será siempre igual a un
peso, cualquiera sea el tiempo transcurrido entre el origen de la deuda y su pago.
Para hacer viable y asegurar el nominalismo, el art. 1º declara la convertibilidad del peso a una
relación de un peso igual a un dólar estadounidense. Para asegurar que esa relación se mantendrá
realmente en el mercado, los arts. 2º y 3º autorizan al Banco Central a vender o comprar divisas, de
tal modo que los tenedores de pesos podrán en cualquier momento convertirlos en dólares,
debiendo el Banco Central respetar aquella relación. Los arts. 4º a 6º están destinados a asegurar
que en todo momento el Banco Central tendrá disponibles los fondos suficientes para hacer frente a
la demanda de dólares. Esa obligación del Banco Central de convertir los pesos en dólares, ha dado
lugar a que la ley se llame de convertibilidad.
La primera opinión se funda en que el art. 7º habla de la obligación de dar una suma determinada
de australes (léase pesos) y es a ellas a las que se referiría exclusivamente la prohibición de indexar.
Nos parece que este argumento no se sostiene. Cuando el primer párrafo del art. 7º dice que el
deudor de una suma determinada de australes, cumple su obligación dando al día de su
vencimiento la cantidad nominalmente expresada, no hace otra cosa que establecer el principio
nominalista. La prueba de ello es que el mismo art. 7º prohíbe expresamente la actualización
monetaria, la indexación de precios, variación de costos o repotenciación de deudas, cualquiera
fuere su causa. Y los arts. 9º y 10 aluden entre otras hipótesis alcanzadas por la prohibición de
indexar, a las deudas en pago de bienes, que son deudas de valor. Es claro, así, que la prohibición
de repotenciar las deudas alude tanto a las de dinero como a las de valor.
Por lo demás, no hay que darle a esta distinción entre una y otra clase de deudas, más trascendencia
que la que en realidad tiene. Como ya lo hemos dicho (véase nº 162), esta distinción surgió como
consecuencia de que la inflación empezó a tener caracteres agudos; se procuró escapar a la injusticia
que en tales circunstancias significaba aplicar indiscriminadamente el nominalismo. Este se siguió
aplicando a las deudas puras de dinero, pero no a las de valor, que eran mayoría. Y cuando la
inflación se desbocó, se desdibujó la distinción y la actualización se aplicó a todo tipo de deudas,
fueran de valor o de dinero.
En realidad, la doctrina que postula la aplicación de la ley 23928 sólo a las deudas de dinero, tiene
su origen en la preocupación de que pueda retornar la inflación y, con ello, se haga nuevamente
injusto aplicar rigurosamente el nominalismo. Pero creemos que si ello ocurre, si la inflación vuelve
a desbocarse, entonces habrá que prescindir de la prohibición de indexar establecida en la ley 23928
por la sencilla razón de que su sustento, su plataforma fáctica imprescindible, es la estabilidad de la
economía. Si ella no existe, la ley se volverá inaplicable y habrá que retornar a la indexación, tanto
de las deudas de valor como de las de dinero.
165-5.— El art. 7º establece que en ningún caso se admitirá la actualización monetaria, indexación
por precios o variación de costos, etcétera. Esto significa que no es legítimo pactar la repotenciación
del precio convenido en un contrato de obra, sobre la base de la variación de costos de uno de los
elementos utilizados en ella, como, por ejemplo, el precio del cemento o del hierro o de la madera.
Es decir, el aumento del precio de uno de los elementos utilizados en la obra, no permite
repotenciar el precio de toda la obra. Pero no hay inconveniente en admitir la validez de una
cláusula contractual que prevea un determinado precio para uno de aquellos elementos y
establezca que en caso de aumento de dicho precio en el momento de su empleo, se reconocerá ese
aumento para solamente ese rubro. Lo que significa que la cláusula de “coste y costas”, tan
frecuente en la construcción, es perfectamente válida (ver nota 15).
165-6. SENTENCIAS PASADAS EN AUTORIDAD DE COSA JUZGADA.—El art. 8º establece que
los mecanismos de actualización monetaria o repotenciación de créditos dispuestos en sentencias
judiciales respecto de sumas expresadas en australes no convertibles, se aplicarán exclusivamente
hasta el día 1º de abril de 1991, no devengándose nuevos ajustes por tales conceptos con
posterioridad a ese momento.
Por su parte, el art. 9º establece que en todas las relaciones jurídicas nacidas con anterioridad a la
convertibilidad del peso, en las que existan prestaciones pendientes de cumplimiento por ambas
partes, o en aquellas de ejecución continuada con prestaciones y contraprestaciones periódicas, el
precio, cuota o alquiler a pagar por el bien, obra, servicio o período posterior a ella, se determinará
por aplicación de los mecanismos previstos legal, reglamentaria o contractualmente, salvo que
dicho ajuste fuera superior en más de un doce por ciento anual al que surja de la evolución de la
cotización del peso en dólares estadounidenses entre su origen o el mes de mayo de 1990, lo que
fuere posterior, y el día 1º de abril de 1991, en las condiciones que determina la reglamentación. En
este último caso la obligación de quien debe pagar la suma de dinero, se cancelará con la cantidad
de pesos que corresponda a la actualización por la evolución del dólar estadounidense por el
período indicado, con más un doce por ciento anual, siéndole inoponibles las estipulaciones o
condiciones originales.
Por ello, nos limitaremos a exponer brevemente su campo de aplicación y sus consecuencias.
El artículo único de la ley dispone: cuando debe actualizarse el valor de una cosa o bien o cualquier
otra prestación, aplicándose índices, estadísticas u otro mecanismo establecidos por acuerdos,
normas o sentencias, la liquidación judical o extrajudicial resultante, no podrá establecer un valor
superior al real o actual de dicha cosa o bien o prestación, al momento del pago. La presente norma
será aplicable a todas las situaciones jurídicas no consolidadas.
La redacción poco precisa de la ley, dio lugar a dificultades interpretativas, que hoy pueden
considerarse superadas.
a) La norma abarca tanto a las obligaciones de valor como a las de dinero (ver nota 17).
b) Por situación jurídica consolidada, que impide la aplicación de la ley, debe entenderse la deuda
ya pagada; pero no basta que exista sentencia firme y liquidación judicialmente aprobada. Aun en
esos casos debe aplicarse (ver nota 18).
Pero si se da este caso, es decir, si la sentencia está firme y, más aún, si está aprobada la liquidación
quien plantea la desindexación debe depositar la suma que considera justa (ver nota 19), de lo
contrario se da pie a argucias dilatorias de quien no tiene voluntad de pago.
165-9.— La prohibición de asignarle a la cosa o bien un valor mayor que el valor real y actual, no
impide cobrar intereses sobre la suma adeudada, siempre que esos intereses no sean excesivos y
escondan una indexación disimulada. Con respecto al problema del límite de la tasa de intereses,
remitimos a los núms. 492 y s.
(nota 1) Como decimos en el texto, la jurisprudencia es hoy unánime en este sentido; nos
limitaremos por consiguiente a citar los fallos más importantes: C. S. N., 23/9/1976, L. L., 1976-D, p.
241, E. D., t. 69, p. 186 y J. A., 1976-V, p. 368; C. Civil Cap. en pleno, 9/9/1977, L. L., 1977-D, p. 1 y E.
D., t. 74, p. 463; C. Com. Cap. en pleno, 13/4/1977, L. L., 1977-B, p. 186 y E. D., t. 72, p. 566; Sup.
Corte Buenos Aires, 2/6/1977, J. A., 1977-III, p. 458; S. T. de Jujuy, 29/11/1976, E. D., t. 72, p. 177; C.
S. Tucumán, 7/9/1976, L. L., 1977-B, p. 637; S. C. Mendoza, 13/8/1976, J. A., 1976-IV, p. 271 (con
nota de KEMELMAJER DE CARLUCCI); C. Apel. Rosario, 31/8/1976, Zeus, diario del 9/9/1976.
Por nuestra parte, conforme con la doctrina tradicional, habíamos sostenido en nuestras tres
primeras ediciones, que sólo podía computarse la desvalorización monetaria en las obligaciones de
valor y no en las de dinero; criterio del que nos rectificamos a partir de un artículo publicado en L.
L., 1975-C, p. 794 (Las deudas de dinero y la desvalorización monetaria) y de la 4ª edición de este
Tratado (t. 1, nº 164). En ambas oportunidades abundamos en argumentos en pro de la necesidad
de computar la desvalorización monetaria en las deudas de dinero, argumentos que ahora no
reproducimos dado que la tesis que se sostiene en ellos es hoy jus receptum en nuestro país.
(nota 2) C. S. N., 11/8/1977, E. D., t. 75, p. 320. Concuerdan con esta jurisprudencia los fallos que
han resuelto que habiéndose hecho lugar a la demanda por cumplimiento de un contrato de
compraventa, procede la actualización del precio aunque el deudor (vendedor) hubiere incurrido
en mora; C. Civil Cap., Sala A, 20/10/1977, L.L., 1978-C, p. 43, con nota de ALTERINI; íd.,
29/12/1977, J. A., 1978-II, p. 159; Sala B, 9/11/1978, L. L., 1979-A, p. 470; Sala E, 6/2/1978, J. A.,
1978-II, p. 540; íd., 12/8/1977, E. D., t. 75, p. 271; Sala G, 8/7/1980, E. D., t. 90, p. 228; C. Com. Cap.,
8/8/1980, E. D., t. 89, p. 705, doctrina que tiene la conformidad de ALTERINI, nota en L. L., 1978-C,
p. 42; MOSSET ITURRASPE, nota en L. L., 1978-D, p. 487; MORELLO, nota en J. A., 1978-I, p. 507;
declaración de las Cuartas Jornadas Científicas de la Magistratura Argentina.
(nota 3) C. S. N., 22/9/1977, L. L., 1977-D, p. 328; mismo tribunal, 17/10/1978, L. L., 1979-A, p. 255.
(nota 4) C. Com. Cap. en pleno, 15/5/1980, L. L., 1981-A, p. 436; C. Apel. Santa Fe en pleno
8/10/1979, L. L., 1979-D, p. 480.
(nota 5) C. Civil Cap., Sala B, 21/10/1977, E. D., t. 77, p. 179; C. Com. Cap., Sala B, 12/5/1978, L. L.,
1978-D, p. 412; Sala C, 26/5/1977, E. D., t. 73, p. 679.
(nota 6) C. S. N. 19/12/1978, L. L., 1979-A, p. 254. En sentido concordante: C. Civil Cap., Sala C,
11/5/1979-D, p. 22; C. Civil Cap., Sala F, 17/11/1977, L. L., 1978-B, p. 516; C. Com. Cap., Sala A,
30/3/1978, E. D., t. 78, p. 235; C. Fed. Cap., 17/2/1978, L. L., 1978-D, p. 298; Sup. Corte Buenos
Aires, 12/6/1979, L. L., 1979-C, p. 215.
(nota 7) C. Civil Cap., Sala A, 8/11/1976, L. L., 1977-A, p. 427; íd., Sala B, 28/2/1977, L. L., 1977-C,
p. 569; Sala F, 18/8/1976, L. L., 1977-A, p. 463; C. Fed. Cap. 29/7/1977, E. D., t. 74, p. 382; C. Esp. C.
C. Cap., Sala I, 30/4/1979, L. L., 1979-D, p. 231; Sala IV, 3/6/1977, L. L., 1978-A, p. 658; Sala VI,
8/3/1977, E. D., t. 73, p. 671; Sup. Corte Buenos Aires, 8/3/1977, J. A., 1977-II, p. 372; C. S. Santa Fe,
28/10/1976, Juris, t. 51, p. 169; C. S. Tucumán, 27/10/1976, L. L., 1978-A, p. 658.
(nota 8) C. Civil Cap., Sala C, 1/6/1976, L. L., t. 1976-C, p. 94; íd., 31/3/1978, L. L., 1978-B, p. 535; C.
Com. Cap., Sala A, 12/6/1978, L. L., 1978-C, p. 276; Sala B, 30/6/1977, L. L., 1977-C, p. 474; C. Esp.
C. C. Cap., Sala III, 4/4/1978, L. L., 1978-D, p. 822; C. Fed. Cap., 19/5/1977, L. L., 1977-D, p. 405; C.
Apel. 2ª La Plata, 22/9/1977, J. A., 1978-III, p. 245; C. J. San Juan, 7/12/1976, J. A., 1977-III, p. 38; C.
Apel. Rosario, 24/11/1976, J. A., 1977-III, p. 32.
(nota 9) C. S. N., 8/11/1977, L. L., 1978-C, p. 62; íd., 7/9/1978, L. L., 1979-A, p. 346 con nota de
MOSSET ITURRASPE, íd., 19/10/1978, L. L., 1978-B, p. 81.
(nota 10) C. Civil Cap., Sala A, 9/3/1962, L. L., t. 106, p. 781; íd., 8/8/1966, J. A., 1966-V, p. 606, y L.
L., t. 122, y t. 124, p. 311; Sala C, 22/7/1966, L. L., t. 124, p. 160; íd., 29/3/1962, Doct. Jud. del
13/4/1962; Sala D, 16/7/1954, L. L., t. 76, p. 463; C. Apel. 1ª Bahía Blanca, 25/3/1966, J. A., 1966-VI,
fallo nº 13.197; C. Apel. 2ª Rosario, 24/3/1966, in re “Suriano c/Cerrillo” (inédita). En este sentido
se pronunció también el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil de 1961.
(nota 11) C. S. N., 8/11/1973, L. L., t. 152, p. 418, con nota de CHIARAMONTE. En esta sentencia, el
tribunal abandonó su anterior jurisprudencia, excesivamente ritual, según la cual era improcedente
e inconstitucional la sentencia que reconocía la desvalorización monetaria si no se había pedido al
demandar; el criterio fue reiterado en fallos de 11/3/1974, J. A., t. 23-1974, p. 67 y t. 3-1969, p. 438 y
de 4/11/1976, J. A., 1977-II, p. 664.
(nota 12) C. S. N., 28/9/1978, E. D., t. 80, p. 523; C. Civil Cap. en pleno, 5/10/1971, J. A., t. 12-1971,
p. 322 .
(nota 13) En este sentido: C. Fed. Cap. Civil y Com., Sala II, 28/8/1992, L. L., fallo nº 90.902 (con la
salvedad de que la deuda cristalizada a partir de la sentencia); C. Civil Cap., Sala G, 13/9/1991,
causa 97.106; Sala K, 20/11/1991, causa 98.921; Sala F, 5/3/1992, causa 102.308; Sala L, 31/10/1991,
causa 44.297 (los fallos citados de la C. Civil de la Capital se refieren a la peculiar obligación
alimentaria); TRIGO REPRESAS, La Ley de Convertibilidad a un año y medio de su vigencia, L. L.,
diario del 2/10/1992; ALTERINI, L. L., 1991-B, ps. 1048 y s.; BANCHIO, Estudios jurídicos sobre la
convertibilidad del austral, tercera serie, ps. 121 y s.; CASIELLO, L. L., 1991-B, p. 1046;
COMPAGNUCCI DE CASO, L. L., 1991-C, p. 1005, nº 10; MOISSET DE ESPANÉS, en Estudios
jurídicos sobre convertibilidad del austral, primera serie, ps. 37 y s.
(nota 14) En este sentido: C. Civil Cap., Sala A, 11/3/1992, causa 103.095; íd., 30/3/1993, L. L., fallo
nº 91.368; Sala C, 3/3/1992, causa 105.284; Sala D, 10/12/1991, causa 101.021; íd., 28/9/1992, causa
113.305; Sala E, 13/11/1991, causa 99.585; Sala I, 14/9/1992, causa 84.284 (todos estos casos se
refieren a la obligación alimentaria); WAYAR, Estudios jurídicos sobre convertibilidad del austral,
primera serie, ps. 214 y s.
(nota 15) De acuerdo: GASTALDI y MIGUEL, Cuestiones interpretativas en torno a la ley 23928, E.
D., t. 146, p. 752.
(nota 16) Fallos, t. 172, p. 21 ; t. 235, ps. 171 y 512 ; J. A., 1959-III, p. 448.
(nota 17) C. S. N., 24/8/1995, en autos “Sede c/ Estado Nacional”; íd. 16/5/1995, E. D., fallo nº
46.552. En este último caso la Corte dejó sin efecto un fallo plenario de la Cámara Nacional de
Apelaciones del Trabajo que resolvió que la ley 24283 no es aplicable a las obligaciones de pagar
sumas de dinero emergentes de las relaciones laborales (caso “Bolaños c/ Roggio”, 8/3/1994). La
Corte al dejar sin efecto esta tesis, mantuvo su postura de que las sumas de dinero, cualquiera fuera
su origen, caían bajo la disposición de la ley 24283 .
(nota 18) C. Civil Cap., 11/8/1995, en autos “Carrefour Argentina S.A. c/ Paldúa”; C. Com. Cap.,
Sala B, 20/2/1995, en autos “Arcideácono c/ Salgado”.
(nota 19) C. Com. Cap., Sala E, 30/11/1994, L. L., 1995-C, p. 395; VÁZQUEZ FERREYRA, La
expresión “al momento del pago” en la ley 24283, L. L., 1994-C, p. 940.
(nota 20) S. C. Santa Fe, 3/4/1996, Revista de Derecho Privado y Comunitario, t. 12, p. 363, con nota
aprobatoria de MOSSET ITURRASPE y VÁZQUEZ FERREYRA.
1115/166
Esta jurisprudencia parecía pacífica cuando la Corte Suprema de la Nación anuló algunos fallos,
por vía de recurso de arbitrariedad, sosteniendo que la condena no podía exceder los términos de la
litis contestatio y que ni siquiera la salvedad de “lo que en más o en menos resulte de la prueba”, o
la desvalorización monetaria, podía autorizar a los tribunales a superar la suma reclamada
oportunamente en la demanda (ver nota 3). Era una jurisprudencia sorprendente, que no tenía
sustento racional ni legal. El problema suele presentarse generalmente en los hechos ilícitos. Ahora
bien: con gran frecuencia la víctima del hecho se encuentra que en el breve plazo en que debe
iniciar la demanda (que si bien ahora es de dos años, era sólo de uno en la época en que la Corte
mantenía firmemente su criterio restrictivo) no tiene todavía un panorama completo de los daños
sufridos. Hay lesiones que exigen dos o tres operaciones quirúrgicas, que se prolongan largo
tiempo; particularmente difícil resulta en ese lapso saber a ciencia cierta a cuánto alcanza la
incapacidad parcial o permanente, pues el proceso de curación, de desaparición de dolores,
etcétera, es a veces muy prolongado; o puede ocurrir que el damnificado no tenga dinero para
sustituir o reparar la cosa destruida y presente una estimación de daños que luego el aumento de
los precios convierte en insuficiente. Lo serio y razonable es estimar en la demanda el daño, en lo
que en ese momento presuntivamente importa. Eso es lo que se ajusta a la buena fe y a la lealtad en
el proceso. Si luego las pruebas o el cambio de las circunstancias demuestran que el daño ha sido
mayor de lo estimado, aquella estimación no puede ser obstáculo para reconocer a la víctima el
derecho a que se le indemnice los daños que pruebe efectivamente haber sufrido. Porque no se trata
de probar otros daños que los invocados en la demanda; eso sí sería contrario al principio de que la
sentencia debe ajustarse a la litis contestatio (por ejemplo, si se demanda la indemnización por la
fractura de una pierna y luego se pretende probar también la fractura de un brazo). Pero aquí no se
trata de probar un daño distinto, sino solamente de la significación cabal del daño invocado en la
demanda. Esta jurisprudencia resultaba todavía más rigurosa e injusta en época de inflación, en la
que la equidad de reconocer valores superiores a los estimados al iniciarse el proceso, está fuera de
toda duda posible.
Todas estas razones presionaron sobre el Alto Tribunal que, a raíz del cambio de su integración,
producido en 1966, declaró que la condena puede exceder el monto de la suma demandada cuando
en el escrito inicial se ha hecho la salvedad de “lo que en más o en menos resulte de la prueba” (ver
nota 4).
Pero si tal salvedad no se hace al demandar, según esa jurisprudencia, los jueces no pueden
condenar más allá de lo reclamado. Es, nos parece, un exceso ritual. Lo que interesa es hacer una
justicia sustancial, que no debe hacerse depender del cumplimiento de fórmulas estereotipadas.
(nota 1) Véase la minuciosa nota jurisprudencial en E. D., t. 5, p. 206, nota al fallo 2672.
(nota 2) C. Civil Cap., Sala A, 23/11/1961, L. L., t. 107, p. 974; Sala B, 15/12/1960, L. L., t. 101, p.
1011; Sala C, 20/2/1962, L. L., t. 106, p. 510; Sala D, 11/7/1960, L. L., t. 100, p. 32; Sala E, 4/7/1961,
E. D., t. 1, p. 620; Sala F, 29/12/1960, E. D., t. 1, p. 434; íd., 27/2/1964, Doct. Jud. nº 2204; C. Com.
Cap., Sala A, 12/5/1959, L. L., t. 95, p. 261 y J. A., 1960-I, p. 431; Sup. Corte Buenos Aires,
12/5/1959, J. A., 1959-V, p. 283; etc.
(nota 3) C. S. N. 7/9/1962, Doct. Jud., nº 1764; íd., 7/2/1962, L. L., t. 107, p. 906; íd., 7/2/1962, Doct.
Jud. del 19/2/1962.
(nota 4) C. S. N., 30/11/1966, E. D., t. 17, p. 497; íd., 28/4/1967, E. D., t. 18, p. 857; íd., Fallos, t. 267,
p. 330 .
167. INTERESES.— También los intereses de las sumas reclamadas forman parte de la
indemnización. ¿Desde cuándo corren?
En las condenas derivadas del incumplimiento contractual el principio es que los intereses corren
desde que el deudor quedó en mora. Pero no en todos los contratos es así. Cuando se trata de
aquellos en que media una obligación de seguridad para una de las partes, como por ejemplo
ocurre en el contrato de transporte, las reglas de solución se aproximan casi hasta identificarse con
los principios que presiden la solución del problema en materia de actos ilícitos (número siguiente).
1115/168
168.— En lo que atañe a los hechos ilícitos, nuestra jurisprudencia ha sufrido una interesante
evolución:
a) En una primera etapa, se admitía que los intereses corrían sólo a partir de la fecha de la sentencia,
porque hasta entonces no hay cantidad líquida (ver nota 1).
b) Posteriormente se admitió que había deuda cierta (aunque no existiera cantidad líquida) y, por
consiguiente, los intereses debían correr desde la fecha de la demanda (ver nota 2).
c) Sin embargo, como este criterio no era pacífico, se convocó un plenario de las Cámaras de la
Capital, que sentó la siguiente doctrina: tratándose de delitos, los intereses corren desde el día del
hecho; tratándose de cuasidelitos, corren desde la notificación de la demanda, a menos que hubiera
recaído condena en sede criminal como delito culposo, en cuyo caso debía tenerse en cuenta la
fecha del hecho (ver nota 3). La minoría sostuvo que en ambos casos debían correr desde el día del
hecho.
Sin duda, el sistema adoptado por el plenario es más complicado que los anteriores; pero es que no
puede ni debe simplificarse lo que por su esencia es complejo. Una justicia verdadera es a veces un
delicado mecanismo de relojería.
(nota 1) Esta era la jurisprudencia dominante en la Capital como lo recuerda el fallo de la C. Civil 2ª
Cap., 28/11/1939, J. A., t. 68, p. 698.
(nota 2) C. S. N., 5/4/1925, J. A., t. 15, p. 465; C. Civil 1ª Cap., 15/3/1940, L. L., t. 20, p. 49, y J. A., t.
70, p. 896; etc.
(nota 3) Este fue el conocidísimo caso “Iribarren c/Sáenz Briones”, 15/3/1943, L. L., t. 29, p. 704 y J.
A., 1943-I, p. 844.
(nota 4) C. Civil Cap., en pleno, 16/12/1958, L. L., t. 93, p. 667. De acuerdo: C. S. N., 21/3/1960, J.
A., 1960-II, p. 366; C. Com. Cap., Sala A, 31/10/1962, J. A., 1963-IV, p. 173 y E. D., t. 5, p. 172; C.
Com. Cap., Sala B, 25/4/1962, J. A., 1962-IV, p. 424; C. Fed. Paraná, 26/10/1959, J. A., 1960-V, p.
582; C. Apel. 1ª La Plata, 16/3/1961, L. L., t. 107, p. 594.
169. PRUEBA DEL DAÑO.— La prueba del daño y de su monto corren a cargo del acreedor que lo
invoca. A veces las partes prueban el daño, pero no su monto. En el antiguo Código de
Procedimientos de la Capital el problema era decidido difiriendo al juramento estimatorio del
acreedor la suma que debía pagarle el deudor, dentro de límites establecidos por el juez. Era un
procedimiento engorroso e inútil, porque la parte interesada siempre prestaba juramento por la
suma mayor indicada en la sentencia, lo que era lógico, pues ésta, por hipótesis, debía siempre ser
igual o menor que la reclamada como justa (ya que el juez no podía fijar una cantidad ultra petita).
La ley 14237 <>derogó este anacrónico sistema, eliminando el juramento estimatorio; el nuevo
Código Procesal para la Justicia Nacional ha seguido ese criterio, hoy es el juez quien fija
directamente el monto, apreciando las pruebas según su prudente arbitrio (art. 386 ).
Por excepción, hay casos en que la indemnización procede aunque no se haya probado el daño:
a) Así ocurre con la vida humana, que es indemnizable con independencia de toda prueba relativa
al daño que ha significado (véase nº 155).
b) También se ha declarado que no necesitan probarse los gastos de farmacia inherentes a una
enfermedad que naturalmente ha debido originarlos. El tribunal debe admitirlos en una cantidad
prudente (ver nota 1), que los jueces han fijado siempre con carácter restrictivo, pues si los gastos
son muy elevados, recobra su imperio la regla de que es necesario probarlos.
(nota 1) C. Civil Cap., Sala A, 4/11/1958, causa 49.585, in re “Schoch c/Fitz Simon de Sueyro”; Sala
C, 15/12/1961, L. L., t. 104, p. 642; íd., 17/12/1958, causa 51.700, in re “Baglietto de Pesani
c/Méndez”; íd., 18/6/1959, in re “Sánchez de Marinoni c/Transportes de Buenos Aires”; Sala E,
25/7/1960, in re “Mendoza c/Pujol”; C. Com. Cap., 15/11/1960, causa 102.900, in re “Sofía
c/Transportes de Buenos Aires”; C. Apel. 1ª La Plata, 16/3/1961, L. L., t. 107, p. 594.
1115/170
170. CONCEPTO.— Hasta aquí nos hemos ocupado de los daños materiales o patrimoniales. Pero
del incumplimiento de los contratos o de los hechos ilícitos pueden resultar también daños
extrapatrimoniales. He aquí una persona que ha sufrido heridas graves ocasionadas por el hecho de
un tercero. Padece perjuicios patrimoniales (gastos de médicos, sanatorios, pérdidas de sueldos u
otras ganancias, disminución de su capacidad laborativa) y otros que no tienen ese carácter (dolor
físico, depresión psíquica subsiguiente a la amputación de un miembro o la desfiguración del
rostro, pérdida del goce de los bienes espirituales de la vida, como consecuencia de una ceguera,
una invalidez; dolor por la pérdida del esposo, del padre, del hijo, víctima del accidente).
Precisando el concepto de daño moral, es preciso agregar que comprende no sólo el dolor
provocado por la muerte de un padre, de un hijo, la penuria de un tratamiento médico, sino
también, como lo ha dicho la Corte Suprema Nacional, el daño que significa no poder gozar de
ciertos disfrutes que la vida normal proporciona, por ejemplo, no poder practicar ciertos deportes,
oír música, asistir a diversiones o conciertos, todo lo cual importa una frustración al
desenvolvimiento pleno de la vida (ver nota 2).
Según puede advertirse, con gran frecuencia estos daños aparecen así entremezclados y
confundidos; pero la distinción entre el puro daño patrimonial y sus consecuencias morales es
importante porque resultan así dos daños o perjuicios que deben ser indemnizados
independientemente.
1115/171
171. ¿DEBE INDEMNIZARSE EL DAÑO MORAL?— Algunos autores lo han negado con energía
(ver nota 4). Los argumentos principales son los siguientes: a) Es inmoral poner un precio al dolor,
especular con los sentimientos, exigir el pago en dinero contante y sonante de sufrimientos o
agravios que están más allá de toda consideración económica; la vida de los tribunales demuestra
casos repugnantes de personas que pretenden lucrar con la muerte de la madre o de un hijo; b)
Implica un enriquecimiento sin causa en favor del agraviado, que no ha sufrido perjuicio alguno en
su patrimonio; c) El perjuicio moral no es mensurable del punto de vista económico. ¿Cuánto vale
el dolor que sufre un padre por la muerte del hijo, cuánto el dolor físico que ocasiona una herida?
Pero en el derecho moderno, esta posición negativa está superada. Con mayor o menor extensión,
con diferencias de las que luego nos ocuparemos, se acepta hoy la procedencia de la indemnización
del daño moral. Las objeciones formuladas en su contra, aunque importantes, no parecen decisivas;
a) Es verdad que, a veces, la especulación de ciertos litigantes con su dolor resulta repugnante al
sano criterio jurídico; pero también es verdad que en la mayor parte de los casos no hay sino una
legítima pretensión de que se repare a la víctima de todos los daños injustamente sufridos; b) No
hay tal enriquecimiento sin causa, pues la causa de la indemnización está en el perjuicio moral y en
la obligación legal de repararlo; c) Tampoco es enteramente exacto que no sea mensurable
económicamente; por lo menos, la víctima podrá procurarse con el dinero otros bienes o placeres
que de alguna manera compensen los perdidos. Por lo demás, el mismo argumento podría aplicarse
a muchos daños materiales. ¿Cómo puede fijar el juez el valor de la pérdida de una vida, de un
miembro, etcétera? La suma fijada es siempre arbitraria, porque no está en las posibilidades
humanas del juez prever el daño en todas sus repercusiones económicas; y sin embargo, nadie
discute la resarcibilidad del daño futuro (véase nº 149). El hombre, en la insuficiencia de sus medios
recurre al dinero como forma de indemnización, por más que ésta sea insuficiente; simplemente, no
tiene a su alcance otro medio más perfecto de reparar un perjuicio injusto. Mayor es la injusticia de
dejar impune la conducta antijurídica y sin protección a quien ha sufrido un daño. El principio de la
reparación integral, cada vez más extendido en el derecho moderno, ha hecho triunfar
definitivamente la teoría de que el daño moral debe indemnizarse.
1115/172
a) Para algunos fallos y autores (ver nota 5), la reparación del daño moral no tiene carácter
resarcitorio, sino que es una sanción aplicada al autor de un hecho ilícito y que tiene, por lo tanto,
un carácter ejemplar o ejemplarizador. Se parte de la base de que el daño moral no es mensurable y
que, por lo tanto, no puede hablarse de resarcimiento.
b) Para otros fallos y para la opinión largamente mayoritaria de nuestra doctrina (ver nota 6), la
indemnización tiene carácter resarcitorio. Como decía IHERING, el dinero tiene un valor
compensatorio, permite a la víctima algunas satisfacciones que son un equivalente o sucedáneo del
daño sufrido. Este punto de vista, que compartimos, tiende francamente a prevalecer en el derecho
moderno, porque es el que mejor satisface los legítimos intereses de quien ha sido dañado por un
hecho ilícito.
a) Si se admite que la reparación del daño moral tiene un carácter meramente ejemplar, no interesa,
a los efectos de determinar la cuantía del daño, la importancia o magnitud de éste, que no es
mensurable en dinero, sino la intensidad de la culpa o dolo del autor del hecho. En cambio, si se
adopta el punto de vista contrario, lo que interesa principalmente a los efectos de fijar la
indemnización, es la magnitud del daño sufrido.
b) Si se admite que la reparación es simplemente ejemplar, no cabe la indemnización del daño
moral en la responsabilidad objetiva, derivada del vicio o riesgo propio de las cosas. Si se admite el
criterio opuesto, la responsabilidad objetiva entraña la reparación del daño moral. Este es el punto
de vista dominante en nuestra doctrina y jurisprudencia (ver nota 7).
1115/173
Pero la jurisprudencia era bastante anárquica, variaba según los tribunales y las provincias. Se hacía
necesario poner claridad en el sistema y adecuarlo a las tendencias modernas (ver nota 11). Fue lo
que hizo la reforma de 1968.
1115/174
La reparación del daño moral corresponde aun en la hipótesis de responsabilidad objetiva (véase nº
172).
1115/175
175.— En lo que atañe a la reparación del daño moral como consecuencia del incumplimiento
contractual, el nuevo art. 522 dice así: En los casos de indemnización por responsabilidad
contractual el juez podrá condenar al responsable a la reparación del agravio moral que hubiere
causado, de acuerdo con la índole del hecho generador de la responsabilidad y circunstancias del
caso.
Se advierte así, que mientras, refiriéndose a la responsabilidad extracontractual, la ley dice que la
reparación “comprende” la indemnización del daño moral, en materia contractual el art. 522 dice
que en los casos de responsabilidad contractual, el juez “podrá” condenar al responsable a la
reparación del daño moral que hubiere causado. Es decir, que mientras en el primer caso la ley le
impone al juez la obligación de indemnizar ese daño, en el segundo simplemente lo faculta a
hacerlo de acuerdo con las circunstancias del caso.
Esta diferencia parecía justificarse porque la ley debe ser más severa con el autor de un hecho ilícito
que con quien incumple un contrato. Pero esta apreciación no siempre es justa. Muchas veces es
más grave faltar a la palabra empeñada en un contrato, que embestir a un peatón en un accidente
de tránsito, a veces muy difícil de evitar.
Por lo demás, si el daño moral está probado, sería inadmisible dejar librado al capricho del juez la
decisión de si debe o no ser indemnizado.
Ello explica que la jurisprudencia y la doctrina se inclinen hoy por considerar que donde el art. 522
dice que el juez “podrá” indemnizar el daño moral, debe entenderse que dice “deberá” porque si se
demuestra la existencia del daño moral y la justicia de repararlo, el juez no puede negar esa
reparación (ver nota 12).
Pero se ha declarado que no basta con invocar el daño moral, sino que debe acreditárselo; pues
dado que toda inejecución contractual provoca desilusiones, incertidumbres u otros padecimientos
espirituales, para decidir si corresponde o no la indemnización por daño moral debe aplicarse un
criterio restrictivo, exigiéndose la prueba concreta del daño sufrido, ya que de lo contrario, se
estaría ante una reparación del daño moral en todo incumplimiento (ver nota 13). Si bien la
observación es importante, hay que tener en cuenta que el daño moral, precisamente por serlo, no
es susceptible de prueba concreta; de lo que se trata, es de que resulte evidente al criterio del juez,
que el padecimiento ocasionado por el incumplimiento, tiene suficiente gravedad como para hacer
justa la reparación.
El mismo principio restrictivo y aun con mayor rigor, debe aplicarse al daño moral por haberse
frustrado las tratativas precontractuales, pues ese daño no debe confundirse con las inquietudes
propias que se padecen cuando se transita en el mundo de los negocios (ver nota 14).
Se ha admitido la indemnización del daño moral por falta de entrega de un automóvil que frustró
un viaje de bodas (ver nota 15); por la postergación del casamiento por falta de entrega del
departamento adquirido (ver nota 16); por el fracaso de un viaje de egresados contratado con una
empresa de turismo (ver nota 17).
1115/176
176. LEGITIMACIÓN PARA ACCIONAR POR DAÑO MORAL.— Uno de los vacíos realmente
sensibles en nuestro Código era la ausencia de una norma que especificara quién tenía legitimación
para accionar por daño moral. Cuando la víctima sobrevivía, era opinión corriente que sólo ella
tenía la acción: pero las cosas se complicaban extraordinariamente en caso de muerte. En este caso,
el daño moral es un dolor, una pena, que sienten parientes y amigos. ¿Todos ellos tienen acción?
Así lo declaró un fallo de la Cámara Civil de la Capital, la cual, por aplicación del art. 1079 , sentó
el principio de que no hace falta ser pariente de la víctima fallecida para tener derecho al
resarcimiento del daño moral (ver nota 18).
Pero esta doctrina implicaba crear un verdadero semillero de pleitos por pretendidos o reales daños
morales; cada muerte hubiera podido originar una cantidad muy indefinida y numerosa de
demandas contra el responsable. Se hacía sentir la falta de una norma que regulara de modo claro,
preciso y razonable, quiénes tienen acción para reclamar este daño.
Este vacío ha sido cubierto por la ley 17711 <>. El art. 1078 en su segundo párrafo dice: La acción
por indemnización del daño moral sólo competerá al damnificado directo; si del hecho hubiere
resultado la muerte de la víctima, únicamente tendrán acción los herederos forzosos.
Esta disposición tiene particular referencia al supuesto de daño moral originado en hechos ilícitos;
pero es obviamente aplicable al surgido del incumplimiento contractual, no solamente por la
generalidad de sus términos, sino también porque, en última instancia, la analogía de situaciones es
tal que su aplicación al caso resulta indiscutible.
Si del incumplimiento no ha resultado la muerte del acreedor, el único titular de la acción es él.
Nadie puede intentar la acción en su lugar, ni siquiera el cónyuge, que tanto puede verse afectado
desde el punto de vista moral por el agravio sufrido por su esposo o esposa. En este punto, la ley ha
sido rígidamente limitativa y con razón; porque si el propio interesado no se siente dañado o no
cree digno ponerle un precio a su dolor, nadie puede intentar la acción en su lugar. Pero si él la
hubiera iniciado y luego muere, por causa ajena al accidente, pueden continuarla sus herederos (ver
nota 19). Es evidentemente aplicable por analogía lo dispuesto por el art. 1099 . Y, de más está
decirlo, tratándose de una acción personalísima, no puede ser intentada por los acreedores en
ejercicio de la acción subrogatoria (ver nota 20).
Cabe preguntarse, empero, si no tienen la acción por daño moral el marido y los padres en caso de
injurias hechas a la mujer y los hijos, al tenor del art. 1080 . Creemos que no. En primer lugar, esta
disposición alude a los daños y perjuicios en general y no al daño moral, aunque éste es el daño
típico y a veces exclusivo de la injuria. Pero una vez dictado el nuevo art. 1078 , que es una norma
específicamente referida al daño moral, es necesario aplicar ella y no el art. 1080 , en lo que atañe a
la indemnización de ese daño. En segundo término, parece que la intención de VÉLEZ al redactar el
art. 1080 hubiera sido proteger a los incapaces (recuérdese que la mujer casada era incapaz
relativa), porque de lo contrario no se explicaría que no se reconociera acción a la mujer por las
injurias recibidas por su marido ni a los hijos por las inferidas a sus padres. Claro está que con esa
inteligencia, el art. 1080 es inútil, pues los representantes legales pueden obrar en nombre de sus
representados, sean o no parientes. Por último, si se piensa que hay colisión entre ambas normas,
naturalmente debe considerarse derogada la anterior. En suma, pensamos que el art. 1080 no
permite apartarse de lo dispuesto por el art. 1078 ni aun en caso de injurias (ver nota 21).
1115/177
177.— Cabe preguntarse qué debe entenderse por herederos forzosos. Se discute si la ley alude
solamente a los que tienen ese carácter en el momento de la muerte del causante o si cabe reconocer
también la acción a los que son desplazados de su sucesión por otro de grado preferente; así, por
ejemplo, el nieto tiene carácter de heredero forzoso, pero no recibe nada en la sucesión de su abuelo
si viene su padre porque es dezplazado por éste. Tiende a predominar la opinión de que también
ellos tienen acción para reclamar daño moral por la muerte de su abuelo (ver nota 22). Discrepamos
con esta opinión. Mientras viva un antecesor que los desplaza, el nieto o bisnieto no es heredero;
sólo tiene un derecho potencial para el caso de premuerte de su padre, pero no un derecho actual
(ver nota 23). Por lo demás, la solución que impugnamos puede tener graves complicaciones
prácticas. Con frecuencia el premuerto tiene varios hijos y muchos nietos. ¿Todos ellos tendrán
derecho a reclamar el daño moral? La cuestión se complica seriamente cuando las demandas son
escalonadas. Supongamos que el fallecido tenga diez o quince descendientes. Primero demanda
uno, luego otro y así sucesivamente. Como se trata de demandas independientes, que nada tienen
que ver con la sucesión del causante y que pueden tramitar ante distintos jueces, ¿cómo resolverá el
magistrado el problema que se le presenta? ¿Fijará la cuantía del daño moral como si se tratara de
uno solo que demanda o lo hará teniendo en cuenta las otras demandas posibles, que ni siquiera
sabe si se plantearán o no?
Nos parece una cuestión insoluble, que abona la tesis de que sólo los herederos forzosos existentes
como tales en el momento del fallecimiento pueden considerarse con derecho a demandar el daño
moral.
Es claro que este problema también se presenta en el caso de que se trate de herederos forzosos
actuales (por ejemplo, si se trata de cuatro hijos del fallecido), pero en este caso el problema es
mucho menor y menos probable de que ocurra en la vida real.
Los herederos forzosos no tienen obligación de probar que la muerte de su pariente les ha
ocasionado un dolor moral; la proximidad del parentesco hace presumir que lo han sufrido. Pero
cabe preguntarse si el demandado tiene derecho a probar que no lo han sufrido. En principio, la
respuesta debe ser negativa. Así, por ejemplo, el distanciamiento no es suficiente, pues muy
frecuentemente queda subsistiendo un vínculo profundo y entrañable entre padres e hijos o entre
esposos distanciados. Los sentimientos que nacen de los vínculos de sangre superan casi siempre
los incidentes y disgustos que suelen surgir en el seno de las familias (ver nota 24). Sin embargo,
pueden admitirse casos extremos, en que la conducta de los parientes revele verdadero odio
recíproco; en este caso, la indemnización del daño moral puede ser un verdadero sarcasmo.
La acción por indemnización del daño moral tiene carácter personalísimo y no puede ser ejercida
por subrogación, ni los herederos pueden recogerla en la sucesión de su autor, a menos que éste
hubiera ya promovido la demanda (art. 1099 ) (ver nota 25).
1115/178
178.— ¿Pueden las personas jurídicas sufrir un daño moral resarcible? Algunos fallos han declarado
que no se concibe que una persona de existencia jurídica pueda sufrirlo (ver nota 26). Nos parece
una conclusión demasiado terminante. Si bien es difícil que tales personas puedan sufrir un daño
moral, no es inconcebible que lo sufran. Así, por ejemplo, puede lesionarse el prestigio, el buen
nombre de una persona jurídica, con imputaciones calumniosas. Entendemos que en tales casos hay
un daño moral indemnizable (ver nota 27). Hay que considerar, además, que muchas personas
jurídicas no son sino un recurso que muchas personas físicas utilizan por razones de utilidad
práctica para moverse en el mundo de los negocios, pero los verdaderos propietarios son
públicamente conocidos y una acusación contre aquélla, hiere y desprestigia a sus dueños.
1115/179
179. EL SEGURO Y EL DAÑO MORAL.— Dentro del límite de la cobertura, el asegurador está
obligado a pagar no sólo el daño material sino también el moral, a menos que éste hubiera quedado
excluido por la póliza (ver nota 28).
1115/11630
179 bis. RELACIÓN ENTRE EL MONTO DEL DAÑO MATERIAL Y EL MORAL.— La antigua
jurisprudencia solía fijar la indemnización del daño moral en un porcentaje generalmente pequeño
y nunca superior al daño patrimonial. Es una solución inspirada en la idea de que el daño moral era
algo así como un apéndice del daño material, una suerte de extra. Era una concepción totalmente
errónea. Se trata de dos daños distintos, cuya importancia (y la cuantía de su reparación) debe
quedar librada al prudente arbitrio judicial. Hay muchos casos en los que el daño moral es mucho
más grave que el material. Supongamos la muerte de un menor de poca edad. El perjuicio
patrimonial para el padre es mínimo, pues se reduce a la mera chance de que el hijo pueda
ayudarlo económicamente cuando llegue a la ancianidad y no tenga recursos suficientes para
sostener su vida. Pero el perjuicio moral es inmenso.
Hoy no se duda de que la indemnización de ambos daños es independiente y no tiene la una que
depender del monto de la otra (ver nota 29).
1115/180
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LLAMBÍAS, El precio del dolor, J. A., 1954-III, p. 358;
BREBBIA, El daño moral, Buenos Aires, 1950; SALAS, La reparación del daño moral, J. A., 1942-III,
sec. doct., p.46; ORGAZ, El daño resarcible, ps. 220 y s.; ZANNONI, El daño en la responsabilidad
civil, Buenos Aires, 1982; LEGÓN, Naturaleza de la reparación del daño moral, nº 181; COLOMBO,
En torno a la indemnización del daño moral, L. L., t. 109, p. 1173; ACUÑA ANZORENA, La
reparación del agravio moral en el Código Civil, L. L., t. 16, p. 535; SUÁREZ VIDELA, El daño
moral y su reparación civil, J. A., t.35, sec. doct., p. 53; RÉBORA, El daño moral, J. A., t. 14, sec.
doct., p.98; CICHERO, La reparación del daño moral y la reforma civil de 1968, E. D., nota al fallo
27.957; MELO DA SILVA, O dano moral e sua reparaçao, Río de Janeiro, 1955.
(nota 4) En nuestro país lo ha hecho con su peculiar energía y vivacidad BIBILONI, nota al art. 1391
de su Anteproyecto; véase también BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 4, núms. 2871 y s.
(nota 5) En este sentido: C. Civil Cap., Sala A, 18/12/1980, E. D., t. 93; p. 363; Sala D, 27/12/1978, L.
L., 1979-B, p. 353; íd. 8/10/1981, E. D., fallo 35.192; C. Esp. C. C. Cap., Sala III, 13/11/1978, E. D., t.
86, p. 146, sum. 161; LLAMBÍAS, El precio del dolor, J. A., 1954-III, p. 358; LEGÓN, Naturaleza de la
reparación del daño moral, J. A., t. 52, p. 794; RIPERT, La regla moral, nº 181; DEMOGUE, t. 4,
núms. 406 y s.; SAVATIER, t. 2, nº 527.
(nota 6) C. S. N. 25/9/1939, J. A., t. 69, p. 303; C. Civil Cap., Sala C, L. L., 1979-C, p. 77; Sala F,
24/3/1980, L. L., 1981-B, p. 62 (con nota nuestra); íd., 8/4/1981, L. L., 1981-C, p. 359 (con nota de
ROTMAN); íd., 28/7/1980, L. L., 1980-D, p. 199; Sala A, 31/10/1985, E. D., t. 118, p. 97, Sala K,
21/2/1989, L. L., fallo nº 89.147, con nota aprobatoria de VERA OCAMPO; C. Esp. C. C. Cap., Sala
V, 30/6/1980, L. L., t. 1981-C, p. 358; C. Fed. Cap., 26/8/1980, L. L., 1981-A, p. 253; C. Civil 2ª La
Plata, 26/6/1942, J. A., 1942-III, p. 385; C. Apel. Rosario, 14/5/1943, J. A., 1944-II, p. 718; Sup. Corte
Tucumán, 30/11/1951, L. L., t. 66, p. 410; BREBBIA, nota en E. D., t. 91, p. 422; MOSSET
ITURRASPE, Responsabilidad por daños, t. 1, nº 92, a; VÁZQUEZ FERREYRA, Carácter resarcitorio
de la indemnización del daño moral, J. A., del 2/1/1985; ZANNONI, El daño en la responsabilidad
civil, núms. 83 y s.; Declaración de las Primeras Jornadas Australes de Derecho (Comodoro
Rivadavia, 1980) que aprobó el despacho de la mayoría suscrito por BUSTAMANTE ALSINA,
BORDA, SALAS, TRIGO REPRESAS, BREBBIA, MOSSET ITURRASPE, COMPAGNUCCI DE
CASO, STIGLITZ, Atilio ALTERINI, SIGAL y KEMELMAJER DE CARLUCCI. Similar declaración
hicieron las VII Jornadas de Derecho Civil (Buenos Aires, 1979). En este sentido resulta
particularmente importante por la hondura filosófica y ética de sus razonamientos, la nota de
IRIBARNE: Ética, derecho y reparación del daño moral, E. D., t. 112, p. 280.
(nota 7) En este sentido, todos los fallos y autores y declaraciones de las Jornadas de Derecho
citadas en la nota anterior. Véase especialmente, C. Civil Cap., Sala E, 25/7/1980, E. D., t. 91, p. 422;
Sala E, 8/6/1976, E. D., t. 70, p. 379.
(nota 9) Sup. Corte Buenos Aires, 15/4/1959, J. A., 1959-III, p. 389 (que volvió así sobre su anterior
jurisprudencia); C. Fed. Córdoba, 5/7/1955, J. A., 1955-IV, p. 4; Sup. Trib. Santa Fe, 24/11/1944, R.
S. F., t. 9, p. 40; C. Apel. Rosario, 1/6/1948, L. L., t. 51, p. 555; C. Apel. Corrientes, 30/5/1945, J. A.,
1945-IV, p. 377; C. Apel. Santiago del Estero, 19/2/1951, L. L., t. 67, p. 578. De acuerdo: COLMO, nº
161; LAFAILLE, t. 2, p. 1231; ANASTASI, J. A., t. 32, p. 951; RÉBORA, J. A., t. 14, sec. doctr., p. 98;
SPOTA, J. A., t. 59, p. 482; SALAS, Estudios sobre responsabilidad civil, p. 77; DASSEN, J. A., 1943-
III, p. 61; COLOMBO, Culpa aquiliana, p. 217; SUÁREZ VIDELA, J. A., t. 35, sec. doct., p. 1;
GABINO SALAS (h.), J. A., t. 38, p. 780; COLOMBO, L. L., t. 100, p. 173.
La doctrina de que sólo los delitos de derecho criminal realizados con dolo son indemnizables en
nuestro derecho, fue sostenida por LLAMBÍAS, J. A., 1954-III, p. 365, y CAMMAROTTA,
Responsabilidad extracontractual, núms. 75 y s. Advirtamos que el doctor LLAMBÍAS propugnaba
de lege ferenda la extensión de la responsabilidad por daño moral a todo supuesto delito civil, haya
o no condena criminal.
(nota 10) Sup. Corte Buenos Aires, 18/6/1957, L. L., t. 87, p. 596, que adhiere; íd., 10/8/1965, L. L., t.
120, p. 48; C. Fed. Córdoba, 5/7/1955, J. A., 1955-IV, p. 4; Sup. Trib. Río Negro, 20/12/1965, in re
“De Dobzyusky c/I. D. E. V. I.” (inédito); C. Civil Cap., Sala F, 6/10/1969, L. L., t. 96, p. 608. En
igual sentido: C. Fed. Tucumán, 22/5/1948, L. L., t. 51, p. 286; S. T. Entre Ríos, 31/8/1953, L. L., t.
77, p. 44.
(nota 11) En el sentido de admitir ampliamente la indemnización del daño moral aún en el
incumplimiento contractual se pronunció IIIer. Congreso Nacional de Derecho Civil, reunido en
Córdoba en 1961 (Actas, t. 2, p. 779). Véase también en este sentido: COLOMBO, núms. 154 y s.;
LAFAILLE, t. 1, núms. 233 y s.; BUSSO, t. 3, p. 413; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 237; COLOMBO,
nota en L. L., t. 109, p. 1173; COLMO, Obligaciones, nº 161; SPOTA, nota en J. A., t. 75, p. 264, nº 4;
BREBBIA, El daño moral, nº 80; ACUÑA ANZORENA, nota en J. A., t. 53, p. 21; ALCONADA
ARAMBURU, nota en J. A., 1951-III, Sec. Doct., p. 48.
(nota 12) C. Civil Cap., Sala E, 5/2/1979 (reproducido en MOSSET ITURRASPE, Estudios sobre
responsabilidad civil por daños, t. 1, p. 223, con nota aprobatoria del autor); C. Civil Cap., Sala F,
1/4/1986, L. L., 1987-A, p. 170; íd., 14/3/1985, L. L., 985-C, p. 491; C. Com. Cap., 1/4/1986, L. L.,
1987-A, p. 170; TRIGO REPRESAS y STIGLITZ, nota en L. L., 1985-B, p. 139; BREBBIA, en Estudios
en homenaje al Dr. Guillermo A. Borda, p. 47; ANDORNO, nota en L. L., 1990-C, p. 539; en sentido
coincidente se expidieron las II Jornadas Sanjuaninas de Derecho Civil.
(nota 13) C. Com. Cap., Sala A, 17/3/1992, E. D. fallo nº 44.378; Sala K, 5/8/1995, L. L., fallo nº
93.646; C. Com. Cap., Sala B, 15/4/1993, E. D., fallo nº 45.231; íd. Sala C, 6/7/1994, E. D., fallo nº
46.298; íd. 22/6/1993, L. L., fallo nº 92.261 y fallos citados en esta sentencia.
(nota 14) C. Com. Cap., Sala C, 22/6/1993, L. L., fallo nº 22.261; C. C. C. Morón, Sala II, 30/3/1993,
E. D., fallo nº 45.389.
(nota 19) C. Civil Cap., en pleno, 7/3/1977, L. L., 1977-B, p. 85 y E. D., t. 720, p. 320; C. Civil Cap.,
Sala B, 13/9/1973, L. L., t. 152, p. 288; C. C. C. Especial, Sala VI, 11/6/1987, L. L., fallo nº 85.976;
Sup. Corte Buenos Aires, D. J. B. A., t. 94, p. 204.
(nota 20) LLAMBÍAS, La reforma, p. 151; ORGAZ, El daño resarcible, nº 67; PLANIOL-RIPERT-
ESMEIN, t. 6, nº 103; SAVATIER, t. 2, nº 529; RIPERT, La regla moral, nº 103.
(nota 21) De acuerdo: C. Civil Cap., Sala I, 23/5/1961, E. D., fallo nº 47.603, con nota aprobatoria de
CIFUENTES. En contra, CAZEAUX, La reforma del Código Civil en el derecho de las obligaciones,
Revista del Colegio de Abogados de La Plata, año X, nº 21, p. 172.
(nota 22) C. S. N., 9/12/1993, L. L., fallo nº 92.390 (con disidencia de BARRA, BELLUSCIO y
BOGGIANO); C. Civil Cap. en pleno, 28/2/1994, E. D., t. 157, p. 594 (con importantes disidencias);
KEMELMAJER DE CARLUCCI, en BELLUSCIO-ZANNONI, t. 5, p. 117; LLAMBÍAS, t. IV-A, nº
2365; BOFFI BOGGERO, t. 2, p. 303.
(nota 23) De acuerdo: MOSSET ITURRASPE, El daño moral, t. 4, p. 221; CICHERO, nota en E. D., t.
16, p. 157; BELLUSCIO, en BELLUSCIO-ZANNONI, t. 5, p. 117.
(nota 25) LLAMBÍAS, J. A., 1954-III, p. 363; RIPERT, La regla moral, nº 103; SAVATIER, t. 2, nº 529.
(nota 26) C. S. N. 22/3/1990, E. D. t. 138, p. 187, con nota aprobatoria de BUSTAMANTE ALSINA;
íd., 18/9/1990, L. L., 1991-A, p. 186; C. Fed. Cap., 19/6/1980, E. D., t. 90, p. 534; íd., 13/7/1982, E.
D., t. 132; íd. 3/11/1992, L. L., fallo nº 92.169; p. 654, nº 33; íd., 10/6/1982, E. D., t. 132, p. 654, nº 34;
C. Crim. y Correc. Cap., 26/6/1984, E. D., t. 132, p. 654, nº 35.
(nota 27) De acuerdo: C. Civil Cap., Sala B, 3/8/1987, L. L., fallo nº 86.322; Sala C, 17/6/1985, L. L.,
fallo nº 84.502; Declaración de las XII Jornadas Nacionales de Derecho Civil, Bariloche, 1989;
BREBBIA, Las personas jurídicas son sujetos pasivos de daño moral, L. L. 1991-A, p. 51; TALE,
Daño moral a las personas jurídicas, E. D., t. 155, p. 845.
(nota 28) Sup. Corte Buenos Aires, 10/9/1975, L. L., 1975-B, p. 267, con nota de SIMONE.
(nota 29) C. S. N., 19/12/1995, in re “Badín c/ Provincia de Buenos Aires”; E. D., 17/4/1997, in re,
“Savarro de Caldara c/ F.C.A.” .
/ar/lpgateway.dll?f=id&id=DT%3Ar%3A1a23eb&t=document-frame.htm&2.0&p= -
JD_V_111510400 /ar/lpgateway.dll?f=id&id=DT%3Ar%3A1a23eb&t=document-
frame.htm&2.0&p= - JD_V_111510400
1115/10400
1115/181
181. CONCEPTO; DOBLE FUNCIÓN.— Según el art. 652 , cláusula penal es aquella en que una
persona, para asegurar el cumplimiento de una obligación, se sujeta a una pena o multa en caso de
retardar o de no ejecutar la obligación.
Tuvo su origen en la stipulatio penae del derecho romano, que se ideó como medio de obligar a los
deudores a cumplir con su obligación.
a) Ante todo es, como se ha dicho, un medio de compulsar a los deudores a cumplir con sus
obligaciones, ante la amenaza de una sanción por lo común más gravosa que la obligación
contraída; en otras palabras, expone al deudor a un grave peligro para el caso de incumplimiento;
b) es también un medio de fijar por anticipado los daños y perjuicios que deberán pagarse al
acreedor en caso de incumplimiento. Se evitan así todas las cuestiones relativas a la prueba de la
existencia del daño y su monto. Pero sería un error considerarla como una indemnización
propiamente dicha: la indemnización debe tener una adecuación lo más perfecta posible a los daños
sufridos por el acreedor, en tanto que la cláusula penal se fija arbitrariamente, es casi siempre
mayor que los daños y, finalmente, se debe, aunque el acreedor no hubiera sufrido perjuicio alguno
como consecuencia del incumplimiento (art. 656 ); c) es un recurso del que se vale el acreedor para
asegurarse la seriedad de la promesa hecha por un tercero, de quien no se tiene mandato; el
promitente se compromete a pagar una pena si la persona cuya prestación prometió se niega a
cumplirla (art. 664 ). Pero ésta es una función excepcional de la pena.
Puede estipularse respecto de cualquier clase de obligación, sea patrimonial o no (ver nota 2); así,
por ejemplo, si una persona se ha comprometido a cesar en los ruidos molestos, puede pactarse un
pena para el caso de incumplimiento.
1115/182
182. MÉTODO DEL CÓDIGO; CRÍTICA.— El Código trata de la cláusula penal en los arts. 652 y s.,
en uno de los títulos en que se estudian las diversas obligaciones con relación a su objeto (arts. 574
y s.). Es una ubicación inadecuada, pues la cláusula penal no es una categoría especial de las
obligaciones, sino una cláusula accesoria; debe, pues, tratarse bien sea en alguno de los títulos
referentes a las obligaciones en general (sea como medio de asegurar el cumplimiento o como un
aspecto de la indemnización de daños) o bien junto con los contratos en general.
1115/183
183. FUENTES.— La cláusula penal juega su papel normal en los contratos; pero cabe preguntarse
si no tiene cabida también en las disposiciones de última voluntad. La mayor parte de los autores
así lo admite (ver nota 3); en efecto, no se ve inconveniente en que se haga un legado con la
estipulación de que si el heredero no lo entrega en un plazo dado, pagará una multa al legatario por
la mora. Pero hay que reconocer que estas disposiciones son excepcionales y casi desconocidas en la
práctica. En cambio, es perfectamente posible que el testamento disponga que si el legatario no
cumple con el cargo establecido en favor de un tercero, perderá él su beneficio; pero esto ya no es
una cláusula penal propiamente dicha, sino un cargo que funciona como condición resolutoria.
1115/184
a) Es accesoria de una obligación principal puesto que es acordada para asegurar su cumplimiento
(art. 524 ). De donde se desprende que la nulidad o extinción de la obligación principal causa la
nulidad o extinción de la cláusula penal (arts. 663 y 665 ). En cambio, la nulidad o extinción de la
cláusula penal deja subsistente la obligación principal (arts. 525 y 663 ).
b) Es subsidiaria, pues el objeto principal del contrato sigue siendo siempre la obligación principal.
De aquí surgen las siguientes consecuencias: 1) el deudor no puede eximirse de cumplir la
obligación pagando la pena (art. 658 ); el acreedor tiene siempre el derecho de pedir el
cumplimiento en especie, a menos que el contrato reconociese expresamente al deudor la facultad
de no pagar la obligación principal o que se tratare de una obligación de hacer; en estas dos
hipótesis excepcionales el deudor puede liberarse pagando la pena; 2) el acreedor no puede pedir el
cumplimiento de la obligación y al mismo tiempo la pena, sino una de las dos cosas a su arbitrio
(art. 659 ); a menos que la pena se hubiere puesto a la mora o que se haya estipulado expresamente
que el pago de la pena no extingue la obligación principal (art. 659 ).
d) Es como principio inmutable, con las excepciones que se verán en los nº 205 y siguientes.
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187. FUNCIÓN RESOLUTORIA.— De lo dicho en el número anterior resulta que la cláusula penal
tiene normalmente una función resolutoria; porque habiendo optado el acreedor por la pena queda
disuelto el contrato. Pero las consecuencias jurídicas no son siempre propiamente resolutorias. Así,
por ejemplo, si en un contrato de compraventa de inmuebles por mensualidades se ha pactado que
omitido el pago puntual de dos o tres mensualidades queda disuelto el contrato con pérdida por el
comprador de lo que hubiere pagado y de las mejoras introducidas en el predio, no hay
propiamente resolución, desde que se mantienen en vigor ciertos efectos del contrato: sólo el
comprador debe devolver lo que ha recibido, no así el vendedor, que conserva para sí las
prestaciones ya cumplidas. En cambio, habrá resolución en sentido propio si se tratara de un
contrato de obra en el que el empresario no ha cumplido en término su prestación; en tal caso, las
obligaciones recíprocas pendientes quedan sin efecto, pagando el empresario la pena.
1115/188
188. OBJETO.— Según el art. 653 , la cláusula penal sólo puede tener por objeto el pago de una
suma de dinero, o cualquiera otra prestación que pueda ser objeto de las obligaciones, bien sea en
beneficio del acreedor o de un tercero.
Comúnmente la pena consiste en una suma de dinero, pero nada se opone a que sea cualquier
objeto lícito; así, por ejemplo, la pérdida o caducidad de algún derecho que el contrato reconocía al
deudor (ver nota 7). En los préstamos hipotecarios es usual la cláusula según la cual si el deudor no
paga puntualmente sus intereses caduca el plazo concedido para el pago del capital, que se hace
exigible inmediatamente. También tiene significado de pena la cláusula usual en los contratos de
compraventa de inmuebles por mensualidades que establecen la pérdida para el comprador de las
mejoras que hubiera introducido en el inmueble si se atrasa en el pago regular de las cuotas.
El objeto debe, además ser lícito. La más frecuente causa de ilicitud es la desproporción intolerable
entre el daño sufrido por el acreedor y la pena. Volveremos sobre el punto en el nº 205.
1115/189
Supóngase que el deudor ha caído en mora, ¿nace ipso jure una acción en favor del tercero para
exigir la pena? La respuesta no puede ser sino negativa (ver nota 8); es siempre el acreedor
principal el dueño de la opción. Es decir, el tercero no podría actuar directamente en caso de que el
acreedor principal hubiera optado por insistir en el cumplimiento, ni tampoco en el supuesto de
simple inacción del acreedor después de haber incurrido en mora el deudor. Para que surgiera el
derecho del tercero será necesario una declaración expresa de voluntad del acreedor en el sentido
de que no exigirá el pago de la obligación o de que autoriza al tercero a reclamar la pena. Claro está
que no se ve inconveniente en que el contrato reconozca ese derecho expresamente al tercero para
la hipótesis de incumplimiento y sin necesidad de declaración alguna del acreedor; sólo que
entonces vendría a asumir el carácter de una estipulación en favor de tercero, perdiendo el de
simple cláusula penal.
1115/190
190. INTERPRETACIÓN.— Puesto que la cláusula penal es un derecho excepcional que se reconoce
al acreedor, debe siempre interpretarse y aplicarse con criterio restrictivo (ver nota 9).
1115/191
a) Con las obligaciones alternativas. En las obligaciones alternativas, el deudor puede optar por el
cumplimiento de una u otra prestación (por ejemplo, me comprometo a entregar 50 toros o 100
novillos) y con cualquiera de ellas queda liberado; en cambio, el deudor no puede obligar al
acreedor a aceptar el pago de la cláusula penal, a menos que el contrato se lo permitiera
expresamente o se tratara de una obligación de hacer (véase nº 186). En las obligaciones
alternativas, si una de las prestaciones se pierde sin culpa del deudor, éste queda obligado al pago
de la otra (art. 639 ); pero si la obligación principal se extingue por pérdida de la cosa sin culpa del
deudor, se extingue la cláusula penal. Es que en las obligaciones alternativas no hay una obligación
principal y otra accesoria, sino dos prestaciones del mismo rango.
1115/192
192. b) Con las obligaciones facultativas.— La diferencia es más sutil en este caso, porque también
aquí hay una obligación principal y otra accesoria, de tal modo que si se extingue la principal sin
culpa del deudor, se extingue también la accesoria (art. 647 ), como ocurre con la cláusula penal.
Pero en las obligaciones facultativas el deudor tiene derecho a desobligarse cumpliendo con la
prestación subsidiaria (art. 643 ), lo que no ocurre con la cláusula penal (salvo lo que se ha dicho de
las obligaciones de hacer, nº 186).
1115/193
193. c) Con la obligación condicional.— El funcionamiento de la cláusula penal está sujeto a una
condición: que el deudor no cumpla o incurra en mora. Pero hay una diferencia esencial con las
obligaciones condicionales: en éstas, los derechos del acreedor son inciertos; dependen de un
acontecimiento que puede o no ocurrir; en las obligaciones con cláusula penal, los derechos del
acreedor son perfectamente ciertos desde el comienzo; la obligación del deudor ha nacido pura y
simple; la única incertidumbre consiste en la forma en que será cumplida (si pagando la prestación
principal o la pena), pero no respecto del derecho mismo.
1115/194
194. d) Con las arras o seña.— Las arras son algo que se da en garantía del cumplimiento; sólo
subsidiariamente sirven como indemnización de daños, si una de las partes se arrepiente del
contrato y decide no cumplirlo; la cláusula penal es algo que se promete para el caso de no cumplir
la obligación principal. Las arras se dan para que las dos partes puedan arrepentirse del contrato,
mientras que la cláusula penal se establece sólo en beneficio del acreedor. Finalmente, las arras son
una parte, generalmente reducida, del importe total de las obligaciones del deudor (en las
operaciones de compraventa de inmuebles se estila un 8 o un 10% del precio convenido); la cláusula
penal equivale a las obligaciones contraídas por el deudor y, más aún, por lo común tienen un valor
patrimonial superior a las prestaciones ofrecidas en carácter de obligación principal.
1115/195
195. FORMA Y TIEMPO.— La cláusula penal no tiene exigencias solemnes; puede pactarse por
escrito o verbalmente; algunos autores admiten inclusive la cláusula penal tácita (ver nota 10). Pero
esto exige algunas precisiones: como la cláusula penal es un derecho de excepción, que agrava la
situación del deudor, sólo podrá admitirse cuando está muy claramente establecida en el contrato.
No es indispensable, claro está, que se use la palabra pena o multa, pero de cualquier manera el
acuerdo sobre la cláusula penal debe ser inequívoco; y si lo es, tiene carácter expreso y no tácito,
conforme al concepto del art. 917 .
1115/196
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1115/10410
B.— MODALIDADES
1115/197
197. DISTINTOS CASOS.— La cláusula penal admite dos modalidades: a) puede ser puesta como
compensación del incumplimiento, en cuyo caso tiene carácter sustitutivo de la obligación
principal; b) puede también desempeñar un papel resarcitorio de la demora en cumplir las
obligaciones, en cuyo caso el acreedor puede exigir el pago de la pena y, además, el cumplimiento
de la obligación.
1115/198
Va de suyo que si la pena se ha impuesto a una obligación determinada de las varias que forman un
contrato complejo, el acreedor podrá exigir el pago de la pena y el cumplimiento de las restantes
obligaciones (ver nota 13).
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1115/10420
1115/201
201. a) Imputabilidad.— Dice el art. 654 que incurre en la pena estipulada el deudor que no cumple
la obligación en el tiempo convenido, aunque por justas causas no hubiese podido evitarlo. Este
texto parecería dar a entender que ni siquiera la fuerza mayor exime de responsabilidad al deudor
cuando ha estipulado una cláusula penal, pero tal interpretación es inadmisible. Se acepta
unánimemente que el caso fortuito exime de responsabilidad al deudor y que el art. 654 sólo se ha
referido a dificultades serias que tal vez justifiquen moralmente el incumplimiento, pero que no lo
eximen de responsabilidad en tanto no constituyan caso fortuito (ver nota 14).
Naturalmente que si el deudor asume el caso fortuito, la producción de este evento no lo libera.
1115/202
202. b) Licitud.— La pena debe ser lícita (art. 653 ). Es decir, no sólo debe ser lícita la obligación
principal (art. 666 ), sino también la cláusula penal en sí misma. El problema práctico más
importante que se plantea en este punto es el de las penas desproporcionadas o excesivas de que
trataremos más adelante.
1115/203
203. CARÁCTER DEFINITIVO.— Una vez que la pena sea exigible, ella tiene carácter definitivo y
no podría el deudor resistirse a pagarla so pretexto de que ha desaparecido la razón por la cual se la
pactó. Así, por ejemplo, el empresario teatral al que se ha prometido la entrega de una obra con
cláusula penal, conserva su derecho a exigirla por más que haya cedido, con posterioridad al
momento en que se incurrió en la pena, su empresa teatral (ver nota 15).
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1115/10430
1115/205
La inmutabilidad de la pena, como principio, parece preferible, porque sólo con ese carácter
funciona eficazmente como recurso compulsorio para obligar al deudor a cumplir. Para que esa
función (cuyo papel en la vida de los negocios es importantísima) pueda cumplirse con eficacia, es
preciso que la pena sea considerablemente más gravosa que el cumplimiento liso y llano de la
obligación. Pero la jurisprudencia se encargó de reducir a muy poca cosa la diferencia entre los
sistemas de la mutabilidad y la inmutabilidad. Nuestros tribunales mantuvieron el principio legal
del art. 522 (ver nota 17), pero al propio tiempo declararon, con razón, que cuando el monto de la
pena excede los límites de lo tolerable, debe reducirse a cantidades razonables (ver nota 18), porque
de lo contrario el juez vendría a prestar su apoyo a una cláusula abusiva, contraria a la moral y, por
lo tanto, a lo dispuesto en el art. 953 , Código Civil. Por aplicación de tales principios, se reducen
los intereses punitorios y compensatorios que sean excesivos o usurarios; asimismo, se ha declarado
que la cláusula establecida en los contratos de compraventa de inmuebles por mensualidades,
según la cual la venta queda resuelta de pleno derecho si el comprador se atrasa en el pago de las
cuotas, deja de ser aplicable cuando se ha pagado una parte sustancial del precio, de tal modo que
el vendedor no puede reclamar ya la resolución sino solamente el cumplimiento del contrato (ver
nota 19).
Este sistema jurisprudencial recibió consagración legislativa en la ley 17711 <>, que suprimió el art.
522 (cambiándolo por una disposición sobre daño moral que nada tiene que ver con nuestro
problema) y agregó al art. 656 un párrafo que dispone que los jueces podrán reducir las penas
cuando su monto, desproporcionado con la gravedad de las faltas que sancionan, habida cuenta del
valor de las prestaciones y demás circunstancias del caso, configuren un abusivo aprovechamiento
de la situación del deudor.
Con todo, hay que tener siempre presente que la facultad judicial de morigerar la cláusula penal es
excepcional y debe ser ejercida con prudencia, justificándose sólo cuando ella es notoriamente
abusiva o importa una lesión a la regla moral o significa una exacción exorbitante (ver nota 20). Por
iguales motivos, los jueces carecen de atribuciones para reducir de oficio las cláusulas penales
excesivas (ver nota 21).
1115/11640
205 bis.— Supongamos ahora que la pena sea insuficiente. Según el art. 655 in fine el acreedor no
tendrá derecho a otra indemnización, aunque pruebe que la pena no es indemnización suficiente.
Pero se ha declarado con razón que el principio de la inmutabilidad deja de funcionar cuando
hubiere habido dolo por parte del deudor que ha utilizado la cláusula penal como medio de
liberarse de sus responsabilidades (ver nota 22), pues una pena insignificante dejaría librado al
arbitrio del deudor cumplir o no con sus obligaciones (ver nota 23).
La jurisprudencia predominante había resuelto que la cláusula penal que tiene por objeto el pago de
una suma de dinero es actualizable por depreciación monetaria (ver nota 24); naturalmente, tal
jurisprudencia ha perdido vigencia desde el momento en que la ley 23928 restauró el nominalismo
(véase nº 165-2).
1115/206
El art. 660 no es de origen público; las partes podrían convenir que el cumplimiento parcial o
irregular no priva al acreedor del derecho de exigir el pago íntegro de la pena (ver nota 25),
siempre, claro está, que la sanción no resulte abusiva, porque entonces entraría a jugar la
jurisprudencia mencionada en el número anterior.
1115/207
207. INTERESES SOBRE LA PENA.— Es dudoso si deben aplicarse intereses a la pena sustitutiva
de la obligación principal. Se ha sostenido la opinión negativa, fundada en el principio de la
inmutabilidad (ver nota 26); pero el argumento tiene poca fuerza de convicción. La pena no varía
porque la sentencia condene a pagarla con intereses, porque éstos no son compensatorios de la
obligación principal sino de la demora en el pago (ver nota 27). Parece más lógico aplicar intereses,
sin perjuicio de dejar abierta al juez la posibilidad de no hacerlo cuando juzgare que la pena es de
por sí una indemnización más que suficiente.
La Sala E de la Cámara Civil ha resuelto que no corresponde aplicar intereses sobre la pena, cuando
se trata de la mora en el pago de una suma de dinero, porque la cláusula penal ocupa el lugar de los
intereses y aplicar otros intereses sobre esta suma, importaría anatocismo; pero si la pena pactada
es sobre todo tipo de prestación, corresponde aplicar intereses desde la mora en pagar la pena (ver
nota 28).
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1115/10440
1115/208
208. DISTINTOS EFECTOS.— Para tratar sistemáticamente este tema, deberemos inevitablemente
volver sobre puntos ya tratados y completar el panorama legal.
1115/209
209. a) Pena puesta como obligación subsidiaria.— Es el caso normal: la pena sustituye a la
indemnización de daños resultante del incumplimiento. Los efectos son los siguientes:
1) Respecto del deudor: a) Su obligación principal sigue siendo la pactada, de modo que no puede
eximirse de su cumplimiento ofreciendo pagar la pena, a menos que se hubiera reservado
expresamente ese derecho en el contrato (art. 658 ) o que se trate del supuesto a que nos hemos
referido en el nº 186; b) si el acreedor acepta el pago de la pena, el deudor queda liberado del
cumplimiento de la obligación principal (art. 655 ); c) no puede pretender que se reduzca la pena so
color de que ella excede el monto de los daños sufridos por el acreedor, a menos que haya
desproporción abusiva e intolerable.
1115/210
210. b) Pena puesta como compensación por la mora.— En este caso no sustituye a la obligación
principal, sino que se acumula a ella. El acreedor puede exigir ambas a la vez y el deudor no se
libera de la obligación de cumplir la prestación principal pagando la pena, ni de la obligación de
pagar la pena cumpliendo (extemporáneamente) la obligación principal.
1115/211
211. c) Pluralidad de acreedores o deudores.— Hasta aquí hemos tratado los efectos de la cláusula
penal suponiendo que hay un solo acreedor y un solo deudor. El problema se hace más complejo
cuando los sujetos activos y pasivos son varios.
Veamos, en primer término, lo que ocurre cuando hay pluralidad de deudores: a) Si la pena es
divisible (generalmente lo es, porque lo común es estipular una suma de dinero), cada uno de los
deudores sólo incurre en la pena en proporción de su parte, sea divisible o indivisible la obligación
principal (art. 661 ); b) si la pena fuera indivisible o si siendo divisible hubiera sido pactada con
carácter solidario, cada uno de los deudores (o de los coherederos del deudor) estará obligado a
pagar la pena entera (art. 662 ), aunque el culpable del incumplimiento sea otro de los codeudores.
Adherimos así a la teoría predominante en nuestro derecho (ver nota 29). SALVAT, por el contrario,
sostiene que siendo indivisible la obligación principal, se incurre en toda la pena pero sólo la debe
el deudor culpable (ver nota 30). Se apoya en el art. 698 que dice: Cuando en la obligación
simplemente mancomunada hubiere una cláusula penal, no incurrirá en la pena sino el deudor que
contraviene a la obligación y solamente por la parte que le correspondía en la obligación; y agrega
SALVAT que de no aceptarse esa solución, se impondría al deudor una pena por una conducta que
no le es imputable. En cuanto al primer argumento, es evidente que el art. 698 no ha previsto el
caso de la pena indivisible; la disposición específica es el art. 662 y en él se establece que cada uno
de los codeudores queda obligado a satisfacer la pena entera. En cuanto a que la pena se le
impondría por una conducta que no le es imputable, el argumento carece de mayor fuerza; también
el fiador debe pagar la obligación si el afianzado no lo hace. Es que a semejanza de lo que ocurre
con la fianza o con la obligación solidaria, el codeudor asume aquí una obligación de garantía. No
hay en ello ningún escándalo jurídico.
1115/212
212.— Si hay pluralidad de acreedores, los efectos son los siguientes: a) si la pena es divisible, cada
acreedor sólo tiene derecho a cobrar su parte, sea divisible o indivisible la obligación principal (art.
661 ); b) si la pena es indivisible o solidaria, cualquier acreedor puede reclamarla íntegramente (art.
662 ), pero naturalmente los coacreedores tendrán derecho a repetir de él la parte que a cada uno le
corresponde.
1115/213
1115/214
214. CLÁUSULA PENAL ASUMIDA POR UN TERCERO.— Aunque lo normal es que la cláusula
penal sea impuesta al deudor, nada obsta a que la asuma un tercero, para el caso de
incumplimiento del deudor principal (art. 664 ). Particular importancia tendrá esta cláusula en el
caso de que el acreedor no pueda exigir judicialmente al deudor el cumplimiento por tratarse de
una obligación natural. Así, por ejemplo, si un tercero después de hallarse prescripta una
obligación, promete el pago de una pena para el caso de que el deudor no pagase la deuda, esa
pena es exigible por el acreedor (art. 666 ).
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1115/10450
1115/215
Supongamos que un tercero, conociendo la causa de nulidad, promete la pena para el caso de que el
deudor principal haga valer su defensa. El problema se presenta, claro está, sólo en las nulidades
relativas, porque las absolutas no podrían ser convalidadas por esta vía indirecta, ya que en ellas
juega un interés de orden público. Se ha sostenido que la nulidad relativa opuesta por el obligado
principal no afecta la validez de la pena (ver nota 31). Por nuestra parte pensamos que el art. 663 no
permite tal conclusión; si la obligación principal es nula, lo será también la pena, esté a cargo del
obligado o de un tercero, hayan o no conocido la falla del acto en el momento de contratar. Es, nos
parece, la buena solución. No conviene legitimar procedimientos que, por un rodeo, concluyen
transformando en letra muerta las reglas sobre nulidad. Una nulidad, aunque sea relativa, no puede
subsanarse por anticipado. Si se quiere convalidar el acto, habrá que esperar que haya cesado el
vicio que lo invalida; de lo contrario el acto es nulo; y si lo es, también lo serán las cláusulas
accesorias.
Distinto es el supuesto de las obligaciones naturales, porque aquí no hay nulidad sino exigibilidad
de la prestación al deudor principal; en ese supuesto se justifica la solución del art. 664 que obliga
al tercero a pagar la pena.
1115/216
En cambio, las simples modificaciones del contrato originario, que dejan sustancialmente en pie las
primitivas obligaciones, no extinguen la pena (ver nota 32). Pero si la pena se ha impuesto a la
demora y las modificaciones del contrato originario implican la concesión tácita de un nuevo plazo,
el vencimiento del término originario no permite hacer jugar la cláusula penal. Así se resolvió en el
caso de un contrato de obra en el que se convino la realización de nuevos trabajos (ver nota 33).
1115/217
1115/218
(nota 2) GALLI, en SALVAT, t. 1, nº 188, a; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, § 86, p. 236; LARENZ,
Obligaciones, t. 1, p. 370.
(nota 4) En este sentido: DEMOGUE, t. 6, nº 474; GIORGI, t. 4, nº 462 bis; si bien el autor citado en
último término sostiene que el principio de la irrevocabilidad no juega cuando el acreedor hubiera
optado por la prestación principal y ésta se hubiere hecho imposible por circunstancias
sobrevinientes o ignoradas por el acreedor.
(nota 5) De acuerdo: GALLI, en SALVAT, t. 1, nº 232, a; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, § 36, p. 239;
ésta es la solución del Código alemán, art. 340; véase ENNECCERUS-LEHMANN, t. 1, § 37, III, 1.
(nota 8) BIBILONI, nota al art. 1061 del Anteproyecto; VON TUHR, Obligaciones, t. 2, § 86, p. 238.
(nota 9) C. Civil 2ª Cap., 24/10/1934, J. A., t. 48, p. 203; C. Fed. Cap., 17/3/1937, J. A., t. 57, p. 652;
COLMO, nº 178; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, Obligaciones, t. 2, nº 1364 in fine.
(nota 10) BUSSO, t. 4, p. 454, nº 28; COLMO, nº 165; VON TUHR, t. 2, § 86, p. 236.
(nota 13) Sup. Corte Buenos Aires, 31/12/1943, J. A., 1944-I, p. 630; C. Apel. Córdoba, 22/6/1943,
Just. Córdoba, t. 2, p. 330; BUSSO, t. 4, p. 496, nº 18; COLMO, nº 178, in fine; SALVAT, t. 1, nº 216.
(nota 14) C. Civil Cap., Sala B, 15/4/1966, L. L., t. 122, p. 735; C. Civil 1ª Cap., 17/5/1937, L. L., t. 6,
p. 974; C. Civil 2ª Cap., 8/9/1924, J. A., t. 14, p. 190; C. Fed. Rosario, 11/12/1947, J. A., 1948-I, p. 491;
C. Com. Cap., 13/5/1942, G. F., t.158, p. 312; BUSSO, t. 4, p. 478, nº 7 y 8; COLMO, nº 180;
MACHADO, t. 2, p. 388; SALVAT, t. 1, nº 221 y su actualizador GALLI, nº 221 a; DE GÁSPERI, t. 1,
§ 470.
(nota 16) En los códigos chileno y colombiano la reducción es procedente sólo cuando la pena
excede del duplo de la obligación principal y debe reducirse a ese duplo; en las restantes
legislaciones, con criterio más elástico, se deja librado al criterio del juez lo que debe considerarse
manifiestamente excesivo.
(nota 17) C. Civil, 1ª Cap., 25/2/1944, L. L., t. 35, p. 532; C. Fed. Bahía Blanca, 6/3/1950, L. L., t. 59,
p. 833.
(nota 18) C. Civil Cap., Sala A, 3/12/1959, L. L., t. 98, p. 535; Sala D, 6/9/1963, L. L., t. 112, p.172; C.
Civil 1ª Cap., 9/11/1937, L. L., t. 8, p. 704; íd., 10/2/1937, L. L., t. 5, p. 568; C. Fed. Cap., 11/7/1945,
L. L., t. 39, p. 250; C. Apel. Rosario, 18/7/1947, L. L., t. 47, p. 631; íd., 20/7/1954, L. L., t. 77, p. 195, y
todos los fallos a que se alude en la nota siguiente. La doctrina es unánime, COLMO, nº 175;
LLAMBÍAS, Parte General, t. 2, nº 1465; SPOTA, t.1, vol. 2, nº 286; KEMELMAJER DE CARLUCCI,
La cláusula penal, nº 79; BUSSO, t. 4, p. 491, nº 61 y 62; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 252, etc.
(nota 19) C. Civil 1ª Cap., 16/2/1940, J. A., t. 69, p. 694; C. Civil 2ª Cap. 25/11/1940, J. A., t. 74, p.
982, con nota de SPOTA.
(nota 20) Así lo dijo la C. Civil Cap., Sala D, 31/12/1965, E. D., t. 14, p. 115.
(nota 21) C. Civil Cap., Sala B, 9/5/1972, E. D., t. 43, p. 414; Sala B, 14/8/1972, E. D., t. 45, p. 675;
Sala D, 12/9/1972, E. D., t. 47, p. 691; Sala E, 18/2/1976, L. L., 1976-C, p. 435; KEMELMAJER DE
CARLUCCI, La cláusula penal, nº 93; MORELLO, El boleto de compraventa inmobiliaria. La Plata,
1975, p. 697; LLAMBÍAS, Estudio de la reforma, ps. 181 y 182.
(nota 22) Juez Civil de la Cap., Dr. D’Alessio, 24/5/1972, E. D., t. 44, p. 741 (la sentencia quedó
consentida).
(nota 24) C. S. N. 17/4/1979, L. L., 1980-B, p.705; C. Civil Cap., Sala A, 26/5/1978, E. D., t. 79, p.
417; Sala E, 9/9/1977, E. D., t. 75, p. 446; Sala G, 1/3/1983, E. D., fallo nº 36.791; CÁCERES, El
principio de la inmutabilidad de la cláusula penal, L. L., diario del 9/12/1981; MOISSET DE
ESPANÉS, nota en E. D., t. 84, p. 470, KEMELMAJER DE CARLUCCI, La cláusula penal, nº 107;
RAY, nota en L. L., 1975-B, p. 1125. En contra: C. Apel. Dolores, 14/6/1979, E. D., t. 84, p. 470.
(nota 29) C. Civil Cap., Sala D, 21/8/1969, L. L., t. 138, p. 12; KEMELMAJER DE CARLUCCI, La
cláusula penal, nº 179; BUSSO, t. 3, p. 499, núms. 5 y s.; LAFAILLE, t. 1, nº 288 MACHADO, t. 2, p.
451; SEGOVIA, t. 1, nota al art. 698.
(nota 34) BUSSO, t. 4, p. 507, nº 35. En sentido concordante, COLMO, nº 169, aunque por
fundamentos diferentes, criticados por BUSSO, loc. cit., nº 34.
(nota 35) C. Civil Cap., Sala A, 8/5/1973, L. L., t. 151, p. 121; Sala B, 4/4/1975, L. L., 1975-B, p. 624 y
J. A., 27-1975, p. 416; Sala C, 20/7/1973, E. D., t. 58, p. 359; Sala E, 24/6/1969, L. L., t. 127, p. 763; C.
Com. Cap., Sala A, 22/10/1952, L. L., t. 70, p. 127: C. S. Salta, 17/3/1967, L. L., t. 127, p. 397;
KEMELMAJER DE CARLUCCI, La cláusula penal, nº 201; BUSSO, t. 3, art. 652, nº 145, VON TUHR,
Obligaciones, t. 2, § 86, p. 240.
Empero, es necesario hacer dos salvedades: en primer lugar, no todos los acreedores están en pie de
igualdad para el cobro de sus créditos; esto se vincula con el estudio de los privilegios, que haremos
en los núms. 256 y s.; en segundo término, no todos los bienes del deudor son ejecutables por los
acreedores; hemos estudiado este tema juntamente con la teoría general del patrimonio en el
Tratado de Derecho Civil, Parte General, t. 2, núms. 746 y s., adonde remitimos.
Establecido el derecho del acreedor a ejecutar el patrimonio del deudor (bien sea por sentencia
dictada en juicio ordinario, bien sea por la presentación de un título que traiga aparejada ejecución),
puede demandar judicialmente el embargo y venta de los bienes del deudor, para cobrarse con su
producido. La ejecución puede ser individual (acción ejercida separadamente por cada uno de los
acreedores) o colectiva (caso del concurso o quiebra).
Además de la acción directa de ejecución y venta de los bienes, los acreedores cuentan con la
enérgica protección que les brindan las acciones subrogatoria, revocatoria y de simulación. La
ubicación propia de las dos últimas acciones es la materia de los vicios de los actos jurídicos, en
donde, en consecuencia, las hemos estudiado (véase Tratado de Derecho Civil, Parte General, t. 2,
núms. 1200 y s. y núms. 1172 y s., respectivamente); de la acción subrogatoria nos ocuparemos a
continuación.
I. ACCIÓN SUBROGATORIA (ver nota 1)
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1115/10480
1115/220
220. CONCEPTO Y FUNDAMENTOS.— Ocurre con frecuencia que una persona no hace valer los
derechos que tiene contra un tercero, sea por generosidad, por espíritu liberal, por negligencia o
porque en verdad no tiene interés. Detengámonos en esta hipótesis, que es la que ahora nos interesa
más. Supongámonos una persona cargada de deudas y que, a su vez, tiene un crédito contra un
tercero. Carece de interés en gestionar su cobro, porque cuando ese bien ingrese a su patrimonio
será inmediatamente aprehendido por sus propios acreedores.
Mientras el deudor es solvente, sus acreedores no tienen interés en que ejecute los derechos que
tiene contra terceros; pero cuando no lo es, su interés es evidente. La ley les reconoce el derecho de
subrogarse en los derechos del deudor y de intentar a nombre de éste las acciones que posee contra
terceros. Esta es la acción llamada subrogatoria (porque el acreedor se subroga en los derechos del
deudor), oblicua o indirecta (porque no se trata del ejercicio de las acciones por el verdadero titular,
sino por un tercero).
De esto resulta que la ley brinda al acreedor una suerte de contralor sobre las actividades
económicas de su deudor; cuando éste incurre en lo que CLAPS llama un “pecado de acción o
comisión” (enajenación de un bien para perjudicar fraudulentamente a su acreedor), se le reconocen
las acciones revocatoria y de simulación; cuando incurre en un “pecado de omisión” se le otorga la
acción subrogatoria (ver nota 2). Todas estas acciones tienden a defender la garantía de pago de sus
créditos, que es el patrimonio del deudor; en particular, la subrogatoria se propone aumentar esa
masa patrimonial, acrecentando las posibilidades del acreedor de hacer efectivos sus derechos.
1115/221
221.— El Código trata de la acción subrogatoria en el art. 1196 , que integra el Título referente a los
efectos de los contratos. Es una ubicación inadecuada, porque la acción se concede a cualquier
acreedor, sea o no de origen contractual. Debió ubicarse entre los efectos de las obligaciones en
general.
1115/222
222. ORIGEN HISTÓRICO Y DERECHO COMPARADO.— Los orígenes de esta acción son muy
oscuros. Algunos autores los hacen remontar a la bonorum venditio o al pignus ex causa judicati
captum del derecho romano o bien a un rescripto de Caracalla (L. 2, Cód. 4, 15). Pero lo cierto es
que todos estos textos tienen una muy remota vinculación con nuestra acción, que recién aparece
configurada con precisión en las Costumbres Normandas (art. 278), según las cuales “sucediendo
que el deudor renuncia o no quiere aceptar la sucesión que le ha sido deferida, sus acreedores
podrán hacerse subrogar en su lugar y tendrán derecho para aceptarla y ser pagados con dicha
sucesión hasta la concurrencia de la deuda”.
Del antiguo derecho francés pasó al Código Napoleón (art. 1196), y de ahí a la mayor parte de los
Códigos modernos (italiano, art. 2900; español, art. 1111; paraguayo, art. 446; venezolano, art. 1278;
uruguayo, art. 1295; portugués, arts. 606 y s.; en cambio, no la legislan los Códigos alemán, suizo,
austríaco, brasileño, chileno, colombiano, mexicano).
1115/223
a) Es una cesión tácita de las acciones por el deudor al acreedor (ver nota 3), teoría difícil de admitir
porque la ley reconoce esta acción aun en contra de la voluntad expresa del autor.
b) Es una cesión o mandato legal (ver nota 4); tampoco parece posible admitirlo, porque si el
acreedor obrara como mandatario sus actos le serían oponibles al deudor (lo que no es así, a menos
que haya sido citado a juicio) y los gastos del juicio serían por cuenta de éste, lo que tampoco es
exacto, pues el acreedor obra en su interés y corre con los gastos del juicio.
c) El acreedor obraría como procurator in rem suam (ver nota 5). Se ha hecho notar, con razón, que
esta teoría implica la pretensión de hacer revivir una institución muerta. Fue éste un recurso
introducido en el derecho romano para hacer posible la transmisión de los créditos; ocultaba una
cesión bajo la apariencia de un mandato y el procurador actuaba como dueño exclusivo del
negocio. Nada de esto hay en la acción subrogatoria, pues el dueño de los derechos y acciones sigue
siendo el deudor.
d) Es una acción ejercida por el acreedor por derecho propio, que le ha sido otorgada por la ley en
forma directa, como que es parte de los remedios concedidos por la ley para obtener el
cumplimiento de las obligaciones; todo ello sin perjuicio de que, ante el tercero, el actor accione en
nombre y lugar del deudor (ver nota 6). Esta teoría parece describir con sentido más realista la
naturaleza y modus operandi de esta acción, sin forzar una asimilación a otras instituciones que
carece de sentido porque, de todas maneras, no se le aplica su regulación legal sino que está regida
por una que le es propia.
1115/224
a) Para algunos autores es conservatoria (ver nota 7), pues tiende a mantener e integrar el
patrimonio del deudor. Esto en las relaciones entre acreedor y deudor; pero, naturalmente, con
relación al tercero contra la cual se dirige la acción, ésta tendrá carácter conservatorio o ejecutivo,
según los casos: así, si sólo se trata de trabar un embargo preventivo, será conservatoria; si de
realizar bienes, ejecutiva. Pero esto se refiere al carácter de la acción contra el tercero y no a la
acción subrogatoria en sí misma, que es lo que ahora nos interesa.
b) Para otros es ejecutiva, pues importa una especie de expropiación del deudor, consumada en
beneficio del acreedor (ver nota 8).
c) Para otros, finalmente, se trata de una acción mixta: tendrá carácter conservatorio si el acreedor
procura que el bien ingrese al patrimonio de su deudor para que le sirva de garantía o de
instrumento de pago futuro; y ejecutivo, si lo que se persigue es el pago inmediato (ver nota 9).
Todas estas teorías se revelan insatisfactorias. La acción oblicua no es evidentemente una medida
simplemente conservatoria, desde que el acreedor se inmiscuye en el patrimonio de su deudor y
tiende a realizar un bien que le pertenece. Tampoco puede decirse que sea ejecutiva, pues la acción
está fundamentalmente enderezada a impedir la pérdida de un valor y no importa necesariamente
poner en movimiento las vías de ejecución. Hay que concluir que se trata de una acción sui generis,
no asimilable a las figuras clásicas de medidas conservatorias o ejecutivas (ver nota 10). Es verdad
que a esta concepción se le ha reprochado que nada resuelve ni aclara (ver nota 11). Por nuestra
parte, creemos que este reproche está inspirado en la preocupación, tan frecuente entre los juristas,
de asimilar nuevas instituciones a otras viejas figuras típicas. Pero esa asimilación carece de sentido
si no es para aplicar a esa institución el régimen legal de las otras; y desde que la acción
subrogatoria tiene un régimen propio, tal asimilación carece de sentido y no hace sino confundir las
ideas en vez de aclararlas. Por el contrario, nos parece decididamente clarificador partir de la base
de que se trata de una institución especial, dotada de reglas propias, y que como tal debe ser
considerada y aplicada.
1115/225
225.— La acción subrogatoria es individual, vale decir, es ejercida por cada uno de los acreedores,
en defensa de sus propios intereses; pero en caso de concurso o quiebra del deudor, cesa ya el
derecho de sus acreedores de intentar esta acción, porque en ese supuesto el síndico actúa como
representante del deudor y de sus acreedores y es él quien está legalmente habilitado para ejercer
todas las acciones que competieran al deudor fallido (ver nota 12).
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1115/10490
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1115/10500
1115/226
226. LA REGLA DEL ART. 1196 .— Los acreedores pueden ejercer todos los derechos y acciones de
su deudor, con excepción de los que sean inherentes a su persona (art. 1196 ). El principio es, por
consiguiente, que todos los derechos patrimoniales del deudor pueden ser ejercidos por sus
acreedores por vía de la acción subrogatoria. Por simple vía ejemplificativa, añadiremos que
pueden cobrar los créditos que tenga el deudor contra terceros, reivindicar bienes muebles o
inmuebles (ver nota 13), pedir la división de condominio, solicitar medidas conservatorias
(embargos, inhibiciones, etc.), pedir la nulidad de actos jurídicos que perjudiquen a su deudor,
oponer la prescripción (ver nota 14), hacer valer el carácter confiscatorio de un impuesto (ver nota
15), impugnar por usuraria la tasa del interés pactada por su deudor (ver nota 16), aceptar herencias
a nombre del deudor (art. 3808 ), iniciar (ver nota 17) o activar (ver nota 18) el juicio sucesorio,
demandar por colación (ver nota 19), etcétera.
Pero esta regla general está sujeta a diversas excepciones que estudiaremos en los números
siguientes.
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1115/10510
1115/227
1115/228
1115/229
1115/230
a) Daños y perjuicios derivados de hechos ilícitos. No se duda de que cuando los daños han recaído
sobre los bienes del deudor, la acción es procedente (ver nota 25); pero sí se discute su procedencia
cuando se trata de daños sufridos en la persona misma del deudor. Hoy predomina la opinión de
que no se trata de una acción inherente a la persona, y que los acreedores pueden hacerla valer por
vía de subrogación (ver nota 26); sólo debe exceptuarse el daño moral, cuya reparación no es
concebible que sea demandada sino por el propio afectado (art. 1078 ) (ver nota 27). Por igual
motivo queda excluida la acción por daños y perjuicios resultantes de calumnias o injurias (ver nota
28).
1115/231
231. b) Acción de nulidad fundada en el dolo o violencia sufrida por el deudor.— Se ha dicho, para
sostener la negativa, que sólo la víctima puede saber si realmente ha mediado dolo o violencia,
desde que se trata de estados íntimos, cuyo conocimiento escapa a terceros. Pero no es así. Nada se
opone a que un tercero pruebe acabadamente el dolo o la violencia; si la propia víctima no acciona,
es porque carece de interés o quizá porque aún está atemorizada; pero ello no puede obstar a que
sus acreedores accionen en su lugar (ver nota 29).
1115/232
232. c) Pacto de mejor comprador.— El art. 1397 luego de establecer que puede ser cedido, agrega
que los acreedores del vendedor pueden ejercer ese derecho en caso de concurso. ¿Significa ello que
no pueden individualmente ejercer la subrogatoria? Predomina el criterio de concederles la acción
(ver nota 30). Es razonable que así sea, porque la circunstancia de que la ley sólo haya mencionado
el supuesto de concurso, no implica negar la posibilidad de accionar por vía oblicua si se dan en el
caso los presupuestos generales de esta acción.
1115/233
233. BIENES INEMBARGABLES.— Los bienes inembargables escapan a la acción de los herederos
por vía subrogatoria, porque ellos carecen de interés en bienes que, de cualquier modo, no pueden
ser objeto de embargo y ejecución (ver nota 31).
1115/234
b) La facultad de aceptar una oferta de contrato, aunque se tratara del ofrecimiento de una
donación (ver nota 34).
Pero es unánime la opinión (que en nuestro derecho positivo ha tenido sanción legal expresa, art.
3808 ) de que la aceptación de una herencia o legado puede hacerse por los acreedores del heredero
por vía subrogatoria, porque, se afirma, en estos casos hay ya un derecho incorporado al
patrimonio del deudor por el solo hecho del deceso.
1115/235
235.— Estamos de acuerdo con estas soluciones, pero no con su fundamento. Hemos dicho en otro
lugar cuán imprecisa es la noción de derechos adquiridos (véase Tratado de Derecho Civil, Parte
General, 4ª ed., t. 1, núms. 143 y s.). Ella no permite fundar sobre base cierta la distinción entre los
derechos-facultades, que no dan lugar a la subrogatoria, y los otros derechos, que permiten accionar
por esta vía. Así, por ejemplo, no resulta claro que el derecho de impugnar por confiscatorio un
impuesto o por usuraria la tasa del interés, pueda ser considerado como derecho adquirido, ya que
ese derecho será extremadamente dudoso mientras no haya sentencia judicial que lo reconozca. Y,
sin embargo, la jurisprudencia ha admitido en tales casos la acción oblicua (véase nº 226). Por el
contrario, no parece discutible que el derecho de aceptar una oferta de contrato está adquirido
desde el momento que la oferta se ha hecho (aludimos, desde luego, no a los derechos que surgen
del contrato, sino al de aceptarlo); no obstante lo cual, el derecho de aceptar la oferta no puede
ejercerse por vía subrogatoria.
La razón por la cual estos supuestos deben ser excluidos de la acción subrogatoria es otra. Esta
acción no se propone reconocer a los acreedores el derecho de sustituir al deudor en sus
actividades. No pueden negociar ni contratar por él. No pueden reemplazarlo en la vida de sus
negocios. No se convierten en jueces de lo que le conviene o no conviene hacer. Es por ello que no
pueden prestar su consentimiento a un contrato en lugar del deudor; ni pueden tampoco sustituirlo
en el cumplimiento de un contrato, aunque sea en mira a una contraprestación que les interese (ver
nota 35). Lo único que ellos pueden hacer es ejercer un derecho que el deudor tiene abandonado y
cuyo ejercicio no implica comprometer la responsabilidad o la actividad futura del deudor. Esto
explica que ni siquiera pueden aceptar donaciones por su deudor; aquí se compromete al deudor
con un deber de gratitud hacia el donante, originándose obligaciones jurídicas y morales, que
exceden largamente el papel jurídico de nuestra acción.
Una razonable tradición jurídica hace una excepción de las herencias y legados, que pueden ser
aceptados por los acreedores por vía subrogatoria (art. 3808 ), no obstante que ese acto compromete
la responsabilidad del deudor. La solución se justifica porque el heredero tiene en la aceptación bajo
beneficio de inventario un recurso para eludir su responsabilidad personal por las deudas de la
herencia y porque, tratándose de una sucesión mortis causa, no se le crea al heredero ninguna
obligación jurídica o moral respecto de una persona viviente.
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1115/10520
1115/236
a) Que el subrogante sea acreedor del subrogado. Es la condición esencial. Pero no es menester que
la deuda esté reconocida por sentencia firme; basta que el deudor o el tercero contra quien se dirija
la acción la hayan reconocido o que conste en documentos auténticos (ver nota 36). Es igualmente
indiferente que se trate de un acreedor común o privilegiado (ver nota 37).
¿Es necesario que el crédito sea líquido y exigible? La cuestión está controvertida. Nuestra
jurisprudencia se inclina por considerarlo indispensable (ver nota 38), en tanto que en la doctrina
prevalece el criterio contrario (ver nota 39). Por nuestra parte, consideramos que ninguno de estos
requisitos es indispensable. No parece razonable exigir que sea líquido en el momento de promover
la demanda, si, de todos modos, es cierto; además, no se duda que esta acción es procedente
respecto de obligaciones de dar o hacer y en estos casos no puede hablarse de deuda líquida. Más
dudosa puede resultar la exigencia de la exigibilidad; pero también aquí nos inclinamos por negar
que éste sea un requisito indispensable y por sostener que también los acreedores a término o los
condicionales pueden ejercer esta acción, que para ellos desempeñará un importante papel
conservatorio. Tanto más cuanto que el tercero contra el cual se dirige la acción no tiene de qué
quejarse, pues debe lo que se reclama.
En cambio, es evidente que una obligación natural no puede dar pie a la subrogatoria, porque si el
acreedor no tiene acción contra su deudor, mal puede tenerla un tercero (ver nota 40).
1115/237
237. b) Que haya inacción del deudor.— La acción subrogatoria es un remedio para poner a
cubierto al acreedor contra la negligencia o desidia del deudor. Pero si éste es diligente, si vigila y
cuida sus intereses, si hace valer por sí mismo los derechos y acciones que tiene contra terceros, no
se justificaría la intromisión de sus acreedores en sus negocios.
1115/238
238. c) Que tenga interés legítimo en actuar.— Sin interés no hay acción. Por consiguiente, el
acreedor no tiene acción si su deudor es solvente, ya que, de cualquier modo, el patrimonio de éste
es suficiente garantía del pago de su crédito. Esto no significa, sin embargo, que el acreedor que
acciona por vía oblicua esté obligado a probar la insolvencia de su deudor; esto importaría una
seria traba al ejercicio de esta acción que, por lo común, no causa ningún perjuicio al deudor
subrogado. No está, pues, obligado a producir dicha prueba; pero si el deudor demuestra su
solvencia, la acción subrogatoria debe rechazarse, pues ello pone de manifiesto que el accionante
carece de interés (ver nota 41).
Por igual motivo, la acción será improcedente si aun siendo insolvente el deudor, el acreedor tiene
una garantía suficiente del pago de su crédito, como puede ser una hipoteca, una prenda, una
fianza suficientemente sólida (ver nota 42).
1115/239
a) Que se haga excusión de los bienes del deudor: es una consecuencia del principio, anteriormente
sentado, de que el acreedor no está obligado a probar la insolvencia del deudor.
1115/240
240.— b) Que el deudor haya incurrido en mora (ver nota 43), pues no se trata del cumplimiento de
las obligaciones del deudor, sino de las que tiene el tercero para con éste. Es claro que el tercero
deberá ser constituido en mora, lo mismo que si la acción hubiera sido entablada por su acreedor.
1115/241
241.— c) Que el acreedor haya sido judicialmente subrogado en las acciones de su deudor. Esta es
una vieja cuestión que hoy puede considerarse definitivamente resuelta en el sentido indicado. La
opinión según la cual el acreedor no podía accionar sin haber sido previamente subrogado
judicialmente en las atribuciones de su deudor, se sustentaba en la siguiente consideración: así
como los acreedores no pueden apoderarse de los bienes de su deudor sin intervención judicial, de
igual modo no se explicaría que pudieran ejercer las acciones de su deudor (lo que en el fondo
significa una suerte de toma de posesión de ellas) sin la debida autorización judicial (ver nota 44).
Esta argumentación es notoriamente débil. En primer lugar, los acreedores no se apropian de las
acciones de su deudor, sino que las ejercen para hacer ingresar en el patrimonio de éste los bienes o
derechos. Además, el juez ya tendrá oportunidad de pronunciarse sobre la procedencia de la acción
subrogatoria, al dictar su fallo final. No se ve, entonces, la utilidad práctica de este requisito que, en
cambio, crea serias dificultades formales al acreedor, haciendo perder eficacia a la acción (ver nota
45). Y desde el punto de vista del derecho positivo, cabe añadir que ninguna disposición legal lo
exige.
1115/242
242.— d) Que el acreedor actúe con mandato o autorización especial del deudor, ya que puede
obrar inclusive contra su voluntad.
1115/243
243.— e) Que el acreedor actúe en nombre del deudor, puesto que él ejerce un derecho que le es
propio. Claro está que de la demanda debe surgir claramente que intenta valerse de los derechos y
acciones que corresponden a su deudor y con la extensión y límites que ellos tienen.
1115/244
244.— f) Que el deudor subrogado sea citado a juicio (ver nota 46), pues no hay disposición legal
alguna que lo imponga. Pero la conveniencia de la intervención del deudor en el juicio es
manifiesta: 1) porque de esa manera se escucha a quien es parte interesada y puede aportar al pleito
elementos de juicio tal vez indispensables; 2) porque él podría demostrar su solvencia y, por lo
tanto, la falta de interés del acreedor; 3) porque si él no interviene, la sentencia que allí se dicte no
tendrá valor de cosa juzgada respecto suyo; y si la demanda fuere rechazada, él tendría derecho a
intentarla nuevamente, con lo que volvería a promoverse otro pleito por la misma causa. Por ello se
admite generalmente que el juez debe citar a juicio al deudor si cualquiera de las partes lo pide y
aun es aconsejable que lo haga de oficio (ver nota 47).
1115/245
245.— g) Que el acreedor tenga título ejecutivo; aun los autores que sostienen que el crédito debe
ser líquido y exigible admiten que no es indispensable que el título traiga aparejada ejecución (ver
nota 48).
1115/246
246.— h) Que el crédito sea de fecha anterior al del deudor que se hace valer por vía subrogatoria
(ver nota 49); la fecha del crédito es indiferente porque aquí de lo que se trata es de hacer ingresar al
patrimonio del deudor un bien o derecho que tiene abandonado y para ello no interesa que el
crédito que permite ejercer la subrogatoria sea anterior o posterior, ya que el deudor responde por
sus deudas con todos sus bienes y no solamente con los que hubieran ingresado a su patrimonio
antes de contraer la obligación.
1115/247
247.— i) Que los acreedores carezcan de acción propia. Puede ocurrir, en efecto, que el acreedor
tenga una acción propia y directa contra el deudor de su deudor; ello no le impide optar por la
subrogatoria, porque ésta no tiene carácter subsidiario (ver nota 50).
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1115/10530
§ 4.— Efectos
1115/248
248. DISTINTOS EFECTOS.— Para poner en claro los efectos jurídicos de la acción subrogatoria,
conviene partir de la idea central que la inspira: el acreedor se propone ejercer por su deudor un
derecho que éste había abandonado; si la acción prospera, el bien queda incorporado al patrimonio
del deudor, resultando expedita entonces la posibilidad del subrogante de ejecutarlo para cobrar su
crédito.
1115/249
249. a) Entre actor y deudor.— Si la acción prospera, el acreedor podrá ulteriormente embargar el
bien e inclusive ejecutarlo, siempre, claro está, que su crédito fuera exigible y no condicional o a
plazo. Cabe agregar que como el efecto fundamental de la acción no es otro que hacer ingresar el
bien al patrimonio del deudor, nada impide que éste disponga de él, lo venda, grave, etcétera,
mientras no le haya sido embargado (ver nota 51). Es claro que si la enajenación fuere fraudulenta o
simulada, el acreedor podrá impugnarla por vía de las acciones pauliana o de simulación.
El acreedor actor no puede transigir con el tercero, pues él no es el dueño de los derechos que dan
origen a la acción (ver nota 54).
1115/250
250. b) Entre el actor y los otros acreedores.— Como la acción subrogatoria no tiene otro objeto que
hacer ingresar un bien al patrimonio del deudor, beneficia a todos los acreedores por igual, hayan o
no intentado la acción subrogatoria. Esta solución puede parecer injusta, porque coloca en la misma
situación al acreedor diligente y al que ha seguido una conducta pasiva. Pero hay que tener en
cuenta que el primero tiene a su alcance un eficaz remedio, que es el embargo, que le confiere, salvo
el supuesto de concurso o quiebra, un derecho de preferencia. Si no lo hace, se expone a que otro
acreedor se le adelante y sea quien tenga la preferencia surgida de dicha medida conservatoria. En
este punto, la situación es análoga a la que deriva de la acción de simulación.
Y, desde luego, los acreedores quirografarios que hubieran intentado la acción se verán postergados
por los privilegiados (ver nota 55).
1115/251
251. c) Entre el actor y el demandado.— El demandado se encuentra frente al actor en las mismas
condiciones en que se encontraría frente al subrogado (acreedor del demandado); puede oponerle
las mismas defensas que hubiera podido oponerle a éste, inclusive los recibos emanados del deudor
que carezcan de fecha cierta (ver nota 56), la compensación, la confirmación del acto por el deudor,
etcétera. Puede también oponerle las defensas y excepciones posteriores a la iniciación de la acción,
tales como el pago, la transacción, la compensación, la renuncia de los derechos, el desistimiento,
etcétera (ver nota 57). Salvo, claro está, el derecho de impugnar tal acto por vía revocatoria o de
simulación, si se diesen los presupuestos legales para la procedencia de estas acciones.
1115/252
Ysegún hemos dicho en el número anterior, el ejercicio de la acción subrogatoria no priva al deudor
(titular del crédito que la origina) del derecho de disponer de él, recibir el pago, transar, renunciar,
etcétera, con la única limitación de que su acto no sea fraudulento o simulado.
1115/253
253. e) Entre el demandado y los demás acreedores.— Aquí se plantea una situación similar a la
examinada en el número anterior. Si el deudor ha sido citado a juicio, la sentencia hace cosa juzgada
no sólo respecto de él, sino de todos sus restantes acreedores, que no podrían más tarde volver a
intentar la acción, desde que su propio deudor ha sido vencido; la acción subrogatoria se brinda en
caso de inacción, pero no cuando el subrogado ha sido activo, pero vencido. Pero si el deudor no
fue citado y el subrogante fue vencido y rechazada la demanda, los otros acreedores pueden a su
vez intentarla nuevamente, desde que ellos no fueron parte en el juicio y, por tanto, la sentencia no
hace cosa juzgada respecto de ellos (ver nota 59).
(nota 2) CLAPS, Il foro italiano, 1913, 1, ps. 561 y s., cit. por SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción
oblicua, nº 261.
(nota 6) C. Civil Cap., Sala B, 4/8/1959, J. A., 1960-I, p. 166; C. Civil 1ª Cap., 18/4/1941, J. A., t. 74,
p. 216; C. Fed. Bahía Blanca, 9/3/1945, J. A., 1945-II, p. 244; SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción
oblicua, núms. 241 y s.: Comp.: D’AVANZO, La surrogatoria, nº 81.
(nota 8) HUC, t. 7, nº 186; LAURENT, t. 16, nº 384 y 393; DEMOLOMBE, t. 25, nº 100.
(nota 13) C. S. N. 18/9/1902, Fallos, t. 96, p. 120; C. Civil Cap., Sala D, 16/4/1952, L. L., t. 66, p. 460.
(nota 14) C. Civil 1ª, Cap., 19/6/1941, L. L., t. 23, p. 320; íd., 6/4/1926, J. A., t. 37, p. 1310.
(nota 15) Sup. Corte Buenos Aires, 13/10/1942, J. A., 1942-IV, p. 590.
(nota 17) Véase Tratado de Derecho Civil, Sucesiones, t. 1, nº 704, c, y jurisprudencia allí citada.
(nota 25) C. Civil 1ª Cap., 23/12/1936, J. A., t. 56, p. 785; C. Fed. Paraná, 28/3/1941, J. A., t. 73, p.
1047.
(nota 26) C. Civil 1ª Cap., 28/6/1927, J. A., t. 25, p. 156; C. Civil 2ª Cap., 2/12/1936, J. A., t. 56, p.
822; SALVAT, Contratos, t. 1, nº 238; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 904; BAUDRY
LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº 625; DEMOGUE, t. 7, nº 750; JOSSERAND, t. 2, nº 668; COLIN-
CAPITANT-JULLIOT DE LA MORANDIÈRE, t. 2, nº 432. En contra: C. Civil 1ª Cap., 23/12/1936, J.
A., t. 56, p. 785 (si el daño ha recaído en la persona del deudor); LAFAILLE, t. 1, nº 82; AUBRY y
RAU, § 312; DEMOLOMBE, t. 25, nº 82.
(nota 29) De acuerdo: SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 492 y 496; SALVAT,
Contratos, t. 1, nº 238; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 905; DEMOGUE, t. 7, nº 933; BAUDRY
LACANTINERIE y BARDE, t. 1, núms. 615 y 616.
(nota 32) Véase la exposición que de este punto de vista hace SALVAT, Contratos, t. 1, nº 234.
(nota 33) De acuerdo: SALVAT, loc. cit. en nota anterior: SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción
oblicua, nº 394; LAFAILLE, t. 1, nº 76; BIBILONI, nota a su art. 1036; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t.
7; nº 900; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº 599.
(nota 34) SALVAT, Contratos, t. 1, nº 234; SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, núms.
403 y s.; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 901; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº 600.
(nota 35) No consideramos aquí, claro está, el supuesto de pago por otro, que se rige por otras
reglas.
(nota 36) C. Com. Cap., Sala B, 25/7/1956, J. A., 1957-I, p. 181 (el tribunal dijo que bastaba con que
la calidad del acreedor pareciera verosímil, lo que nos parece excesivo); SÁNCHEZ DE
BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 789; COLIN-CAPITANT-JULLIOT DE LA MORANDIÈRE, t. 2,
nº 435.
(nota 37) C. Civil 2ª Cap., 24/2/1937, J. A., t. 57, p. 483; Sup. Corte Buenos Aires, 13/10/1942, J. A.,
1942-IV, p. 590; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 912; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 369.
(nota 38) C. Civil 2ª Cap., 4/6/1943, L. L., t. 31, p. 289, y J. A., 1943-II, p. 691; C. Com. Cap.,
18/11/1938, L. L., t. 13, p. 648; C. Com. Cap., 8/7/1942, L. L., t. 27, p. 303; C. Com. Cap., 3/7/1942,
L. L., t. 27, p. 299; C. Paz Cap., 20/10/1937, J. A., t. 60, p. 289; C. Civil 2ª La Plata, 20/7/1928, J. A., t.
27, p. 1272.
(nota 39) De acuerdo: BIBILONI, nota al art. 1035 del Anteproyecto; SÁNCHEZ DE
BUSTAMANTE, Acción oblicua, núms. 808 y s.; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 371; ETKIN, nota en J.
A., 1944-III, sec. doct., ps. 16 y s., nº IV; BIDEGAIN, nota en L. L., t. 20, sec. doct., p. 24, nº 14;
LAFAILLE, Contratos, t. 1, nº 3900; BUSSO, t. 3, coment. art. 546, nº 34; COLMO, nº 234 (los dos
últimos autores sólo admiten el ejercicio de la acción subrogatoria por el acreedor condicional
cuando tiene el carácter de medida conservatoria); D’AVANZO, La subrogatoria, nº 50 y 55. Por el
contrario la doctrina francesa se inclina casi unánimemente por considerar indispensable que sea un
crédito líquido y exigible; véase principalmente, PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 912; BAUDRY
LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº 629, y sus citas. Es excepcional la posición favorable al ejercicio
de la acción subrogatoria por el acreedor condicional de COLIN-CAPITANT -JULLIOT DE LA
MORANDIÈRE, t. 2, nº 4355. En igual sentido: DE RUGGIERO, Instituciones, t. 2, p. 165.
(nota 40) De acuerdo con esta tesis los fallos y autores que sostienen que el crédito debe ser líquido
y exigible; además, en igual sentido, D’AVANZO, La surrogatoria, nº 9. En contra, admitiendo aun
en este caso la acción: SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 800; LAFAILLE,
Obligaciones, t. 1, nº 72; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 371.
(nota 41) De acuerdo: C. Com. Cap., Sala B, 25/7/1956, J. A., 1957-I, p.181; C. Fed. Paraná
28/3/1941, J. A., t. 73, p. 1047; C. Com. Cap., 21/5/1930, G. F, t. 89, p. 190; SÁNCHEZ DE
BUSTAMANTE, Acción oblicua, núms. 846 y s.; LAFAILLE, Obligacions, t. 1, nº 72; REZZÓNICO,
9ª ed., t. 1, p. 375; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 910; COLIN-CAPITANT-JULLIOT DE LA
MORANDIÈRE, t. 2, nº 435; D’AVANZO, La surrogatoria, nº 65.
(nota 42) SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 847. De acuerdo en que los tres
requisitos señalados en el texto son los únicos exigibles: C. Civil Cap., Sala C, 31/5/1972, E. D., t. 44,
p. 759; íd., 26/11/1968, L. L., t. 135, p. 1158, 21.947-S; LLAMBÍAS, t. 1, nº 449; LAFAILLE, t. 1, nº 67;
REZZÓNICO, Obligaciones, t. 1, p. 368.
(nota 45) Nuestra jurisprudencia fue vacilante sobre este requisito, pero hoy se ha inclinado
definitivamente en el sentido indicado en el texto: C. S. N., 5/4/1943, J. A., 1943-II, p. 100; C. Civil 1ª
Cap., 7/9/1942, L. L., t. 28, p. 170; íd., 27/12/1939, G. F., t. 145, p. 79; C. Civil 2ª Cap., 11/5/1932, J.
A., t. 44, p. 729; íd., 18/5/1938, L. L., t. 10, p. 697; íd., 4/6/1944, G. F., t. 172, p. 330; C. Fed. Bahía
Blanca, 18/10/1934, L. L., t. 2, p. 556; C. Apel. La Plata, 6/7/1948, J. A., 1948-III, p. 54; C. Apel.
Mercedes, 15/10/1943, J. A., 1943-IV, p. 200; C. Com. Cap., 28/9/1923, G. F., t. 47, p. 800; C. Com.
Cap., 18/11/1938, L. L., t. 13, p. 648; íd., 23/6/1937, J. A., p. 59. En contra: C. Civil 1ª Cap.,
30/6/1936, J. A., t. 54, p. 800; C. Com. Cap., 18/11/1938, L. L., t. 13. p. 648; íd., 23/6/1937, J. A., t.
58, p. 918 (puede verse un prolijo estudio de la jurisprudencia sobre este punto en SÁNCHEZ DE
BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 905). La doctrina es unánime en el sentido de que no debe
exigirse este requisito formal.
(nota 46) De acuerdo, C. Civil 1ª Cap., 2/7/1941, J. A., t. 75, p. 346; C. Apel. Mercedes, 11/7/1941, L.
L., t. 23, p. 304 (implicítamente); REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 376; SALVAT, Contratos, t. 1, nº 241;
ACUÑA ANZORENA, L. L., t. 23, p. 304, nº 17; SARAVIA, Revista Crítica de Jurisprudencia, t. 3, p.
457, nº 17. En contra, considerando que se trata de un requisito indispensable: Sup. Trib. Santa Fe,
6/6/1939, L. L., t. 14, p. 1054; SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 885; DASSEN,
nota en J. A., t. 44, p. 248; D’AVANZO, La surrogatoria, nº 70.
(nota 47) De acuerdo: C. Apel. Mercedes, 11/7/1941, L. L., t. 23, p. 304; SALVAT, LAFAILLE,
ACUÑA ANZORENA, REZZÓNICO, loc. cit. en nota anterior. Por ello dicen COLIN-CAPITANT-
JULLIOT DE LA MORANDIÈRE, que la citación del deudor es casi necesaria (t. 2, nº 435).
(nota 48) SALVAT, Contratos, t. 1, nº 241; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 914; BAUDRY
LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº 632; JOSSERAND, t. 2, nº 233; DEMOGUE, t. 7, nº 967.
(nota 51) SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, núms. 1004 y s.; PLANIOL-RIPERT-
ESMEIN, t. 7, nº 919; DEMOGUE, nº 935, 937 y 981; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº
639; JOSSERAND, t. 2, nº 672; etc.
(nota 52) C. Civil 1ª Cap., 25/4/1945, J. A., 1945-II, p. 515; íd., 24/10/1945, J. A., 1945-IV, p. 706;
PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 921; LAURENT, t.16, p. 406.
(nota 53) REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 380; SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 1002;
PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 921.
(nota 55) De acuerdo en todo lo dicho en este número: REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 378; SALVAT,
Contratos, t. 1, nº 243; SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 997; LAFAILLE, t. 1, nº 95;
PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 923; DEMOGUE, nº 982; COLIN-CAPITANT-JULLIOT DE LA
MORANDIÈRE, t. 2, nº 436; D’AVANZO, La surrogatoria, nº 90.
(nota 56) C. Com. Cap., 13/4/1928, J. A., t. 27, p. 596. La doctrina está implícita en la opinión de los
autores que se citan en nota siguiente, compartiendo la doctrina del texto.
(nota 57) De acuerdo: C. Civil Cap., Sala B, 9/10/1951, J. A., 1952-I, p. 542; C. Civil 1ª Cap.,
17/6/1942, J. A., 1942-III, p. 153; C. Civil 2ª Cap., 24/2/1937, J. A., t. 57, p. 483; C. Com. Cap.,
13/9/1937, J. A., t. 61, p. 293; SALVAT, Contratos, t. 1, nº 242; SARAVIA, Revista Crítica de
Jurisprudencia, t. 3, p. 463, nº 18; SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, núms. 1004 y s.;
DASSEN, J. A., t. 44, p. 248; LAFAILLE, t.1, nº 96; BAUDRY LACANTINERIE y BARDE, t. 1, nº 639;
JOSSERAND, t. 2, nº 672; COLIN-CAPITANT-JULLIOT DE LA MORANDIÈRE, t. 2, nº 436;
PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, t. 7, nº 919; DEMOGUE, t.7, nº 973; D’AVANZO, La surrogatoria, nº
96. En contra: DASSEN, J. A., 1942-III, p. 153; DEMOLOMBE, t. 25, núms. 119 y s.; AUBRY y RAU, §
313.
(nota 58) La doctrina es unánime; véase: SALVAT, Contratos, t. 1, nº 244; SÁNCHEZ DE
BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 1021; SARAVIA, Revista Crítica de Jurisprudencia, p. 463, nº 19;
ACUÑA ANZORENA, L. L., t. 23, p. 306; REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1, p. 379; etc.
(nota 59) REZZÓNICO, 9ª ed., t. 1,p. 381; SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Acción oblicua, nº 1030.
1115/254
254. CONCEPTO Y CASOS.— A veces la ley concede al acreedor el derecho de ejercer ciertas
acciones de su deudor, pero no ya por vía oblicua o subrogatoria, sino por derecho propio y en
beneficio exclusivo del accionante. Por eso se las llama acciones directas. Constituyen una
protección más enérgica que la subrogatoria y, desde este punto de vista, preferibles; pero como
significan un desplazamiento del verdadero titular de las acciones, sólo se justifican en casos
excepcionales y son muy poco numerosas las reconocidas por la ley:
b) En el contrato de obra, los que ponen su trabajo o los materiales en una obra ajustada en un
precio determinado, tienen acción contra el dueño de ella hasta la cantidad que éste adeude al
empresario (art. 1645 ; véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, núms. 1169 y s.).
c) En caso de sustitución de mandato, el mandante tiene una acción directa contra el sustituido,
pero sólo en razón de las obligaciones que éste hubiera contraído por la sustitución; y
recíprocamente, el sustituido tiene acción contra el mandante por la ejecución del mandato (art.
1926 ; véase Tratado de Derecho Civil, Contratos, t. 2, nº 1712).
d) En los accidentes de trabajo, los obreros accidentados pueden ejercer acción directa contra la
compañía en la que el patrón ha asegurado el riesgo, para cobrar la indemnización (art. 7º <>, ley
9688). Antes de dictarse la ley 17418 , sobre seguros, se discutía en nuestra doctrina y jurisprudencia
si en los demás seguros por responsabilidad civil, el damnificado tenía o no acción directa contra el
asegurador. Algunos fallos y autores le reconocían ese derecho (ver nota 1), pero la jurisprudencia
predominante se lo negaba (ver nota 2). La ley 17418 ha puesto término a esta controversia: la
acción debe dirigirse contra el asegurado, pero el damnificado puede citar en garantía al
asegurador hasta la apertura a prueba y, en tal caso, la sentencia que se dicte es ejecutable contra el
asegurador (art. 118 ).
1115/255
(nota 1) C. Civil 1ª Cap., 21/7/1941, L. L., t. 23, p. 577; C. 1ª Apel. La Plata, Sala III, 15/11/1960, J.
A., 1961-V, p. 573; HALPERIN, L. L., 20,p. 690; ACUÑA ANZORENA, t. 53, p. 53; COLOMBO,
Culpa aquiliana, p. 195 y 793, nota 1127; FERNÁNDEZ, Código de Comercio, t. 2, p. 580; AGUIAR,
Hechos y actos jurídicos, t. 2, p. 571. La C. Civil Cap., Sala D, no obstante el plenario que se cita en
la nota siguiente, declaró que la víctima podía accionar contra la compañía aseguradora del autor
del hecho si lo hacía por vía reconvencional en el juicio que la compañía le había promovido por
daños y perjuicios, subrogándose en los derechos del asegurado (6/5/1963, Doct. Jud. del
24/5/1963, nº 1964).
(nota 2) C. Civil Cap., en pleno, 16/12/1954, L. L., t. 77, p. 11; C. Com. Cap., 16/10/1944, L. L., t. 36,
p. 396; íd., 28/3/1946-II, p. 481; C. Paz Cap., 6/7/1949, L. L., t. 58, p. 551; Sup. Trib. Santa Fe,
6/6/1939, L. L., t. 14, p. 1054; C. Apel. Rosario, 8/3/1940, L. L., t. 17, p. 792; íd., 13/12/1945, J. A.,
1946-II, p. 110.
/ar/lpgateway.dll?f=id&id=DT%3Ar%3A1a23eb&t=document-frame.htm&2.0&p= -
JD_V_111510560 /ar/lpgateway.dll?f=id&id=DT%3Ar%3A1a23eb&t=document-
frame.htm&2.0&p= - JD_V_111510560
1115/10560
1115/256
256. CONCEPTO.— Si bien como principio general todos los acreedores deben ser tratados en un
pie de igualdad en lo que atañe a sus derechos sobre los bienes del deudor, la ley admite distintas
causas de preferencia, en virtud de las cuales algunos deben ser pagados antes que otros.
a) Las que surgen de la convención de las partes; tales son los derechos reales de garantía como la
hipoteca, la prenda, los debentures, etcétera. El gravamen sobre el bien permite al titular del
derecho real ser pagado con preferencia a los restantes acreedores comunes.
b) Las que surgen exclusivamente de la ley. Según algunos autores (ver nota 2), la denominación de
privilegios debe reservarse para estas últimas preferencias. Esa opinión se funda en el texto del art.
3876 según el cual el privilegio no puede resultar, sino de una disposición de la ley. El deudor no
puede crear privilegio a favor de ninguno de los acreedores.
Si bien no puede descartarse la importancia del argumento, hoy prevalece la opinión de que
también las preferencias derivadas de un derecho real de garantía deben ser calificadas como
privilegios (ver nota 3). El privilegio no es sino un orden de preferencia establecido por la ley; esa
preferencia existe también en los créditos garantizados con un derecho real. Y no se puede negar
que también aquí la preferencia resulta de la ley, pues es ésta la que le confiere su rango al acreedor
hipotecario, prendario, etcétera. Es verdad que la voluntad de las partes interviene en la
constitución del derecho real de garantía, y por consiguiente, en el nacimiento de la preferencia;
pero esa voluntad no tiene fuerza por sí sola, sino que se apoya en la ley, que es en definitiva la que
confiere el privilegio.
Es necesario agregar que en el lenguaje jurídico corriente se califica como privilegios también a los
surgidos de los derechos reales de garantía; el mismo Código los llama así (arts. 3913 , 3934 ,
3946 ) al igual que la ley de concursos (art. 241 ).
El principio según el cual los privilegios sólo pueden nacer de la ley es esencial, pues de lo contrario
la regla del tratamiento igualitario de los acreedores podría resultar burlada por una convención
entre el deudor y uno de sus acreedores. Sólo la ley, atendiendo razones de justicia o de utilidad
económica, puede establecer preferencias.
De más está decir que el problema de los privilegios presenta interés casi exclusivamente en el caso
de que los bienes del deudor no alcancen a cubrir todas sus deudas. En esa hipótesis, se pagan ante
todo, los acreedores privilegiados y los que poseen derechos reales de garantía, según el orden de
sus preferencias; y si queda algún saldo, se reparte entre los restantes acreedores (comunes o
quirografarios) a prorrata del monto de sus respectivos créditos.
1115/257
257. BREVE NOTICIA HISTÓRICA.— La teoría de los privilegios tuvo su origen en Roma; allá se
reconocieron ciertas preferencias generales nacidas de la calidad del sujeto (el Fisco, los municipios,
los menores, la dote de la cónyuge) o bien de la naturaleza del crédito (gastos funerarios, reparación
de navíos, construcción, etc.). Luego aparecieron ciertos privilegios especiales que asumieron la
forma de hipotecas legales, es decir, que eran creadas por la ley y no por la voluntad de las partes.
1115/258
b) Son excepcionales, puesto que el principio es que todos los acreedores tienen iguales derechos
respecto del patrimonio del deudor. Por ello mismo son de interpretación restrictiva (ver nota 4); en
la duda de si un crédito es o no privilegiado o si el privilegio se extiende o no a determinados
bienes, hay que admitir que no existe preferencia. La analogía no autoriza el reconocimiento de
privilegios. Por igual motivo se ha decidido que en esta materia no se aplica el principio según el
cual lo accesorio sigue la suerte de lo principal (ver nota 5), de modo que el privilegio otorgado a un
crédito no cubre sus intereses cuando la ley no lo dispone de modo expreso (ver nota 6), ni tampoco
cubre los gastos de justicia efectuados para su reconocimiento (ver nota 7).
d) Son indivisibles; la preferencia existe hasta tanto el crédito haya sido pagado íntegramente y no
se extingue por su pago parcial. Así, por ejemplo, si el privilegio se refiere a una cosa mueble o
inmueble, el pago de la mitad de la deuda no hace cesar el privilegio sobre la mitad de la cosa, sino
que toda ella permanece afectada hasta que la deuda haya sido pagada íntegramente.
Agreguemos que los privilegios no pueden ser creados por leyes provinciales ni por ordenanzas
municipales, porque ello importaría alterar el régimen del Código Civil (ver nota 8) (véase, sin
embargo, nº 268).
1115/259
a) Para algunos autores (ver nota 9) se trata de derechos reales: 1) porque los privilegios se ejercen
sobre las cosas en que recaen; 2) porque en la nota al art. 3928 el codificador los llama derechos
reales.
b) Para la opinión predominante (ver nota 10) son derechos personales: 1) porque no se trata de una
desmembración del dominio, ni confieren un derecho sobre la cosa misma desde que no gozan de
acción reipersecutoria; 2) porque teniendo los privilegios carácter accesorio, su naturaleza está
determinada por la del crédito principal, que es de naturaleza personal. En cuanto a la opinión de
VÉLEZ SARSFIELD, expresada en nota, por muy respetable que sea, no puede tomarse en
consideración cuando contraría la naturaleza de la institución tal como ha sido legislada en el
Código.
c) Por nuestra parte, pensamos, siguiendo a BONNECASE (ver nota 11), que los privilegios no
constituyen un derecho subjetivo contra el deudor, que, como tal, puede ser calificado como real o
personal; son, en verdad una cualidad de ciertos derechos, en virtud de la cual éstos ostentan un
rango de preferencia. Prueba de ello es que el privilegio no añade nada al crédito en las relaciones
entre acreedor y deudor; se dirige contra los otros acreedores que concurren con sus créditos sobre
el patrimonio del mismo deudor (ver nota 12).
1115/260
1115/261
a) Mientras los privilegios especiales pueden hacerse valer en las ejecuciones individuales o
colectivas, los generales sólo pueden hacerse valer, como principio, en los juicios universales de
concurso o quiebra del deudor (ver nota 14). En efecto, mientras el deudor tenga bienes suficientes
para pagar sus deudas, no se justifica que un acreedor, que tiene privilegio sobre todo su
patrimonio, interfiera en la ejecución que otro acreedor hace de un bien determinado para cobrar su
crédito; sólo en caso de concurso o quiebra se comprende que un acreedor garantizado con tal
extensión se vea en la necesidad de dirigir su acción aun contra los bienes ya embargados por otros
acreedores (ver nota 15).
La vía normal para hacer valer un privilegio especial en una ejecución individual es intentando una
tercería de mejor derecho (arts. 97 y 100 , Cód. Procesal).
Esta regla según la cual los privilegios generales sólo se pueden hacer valer en el concurso o
quiebra, tiene las siguientes excepciones: 1) los privilegios del art. 3879 pueden hacerse valer aun
en las ejecuciones individuales (véase nº 261 bis); 2) los privilegios generales del art. 3880 pueden
hacerse valer aun sin declaración de concurso o quiebra, si la insolvencia del deudor es manifiesta
(véase nº 261 bis).
b) Cuando los privilegios especiales se hacen valer en un concurso o quiebra, los titulares de dichos
privilegios no están obligados a esperar los resultados del concurso general y pueden hacer
ejecución especial de los bienes sobre los que recae su privilegio, cobrando inmediatamente su
crédito (art. 692 , Cód. Procesal). En cambio, los acreedores que gozan de un privilegio general,
están obligados a esperar el resultado de la liquidación general del patrimonio del deudor fallido.
La diferencia es muy importante, porque la liquidación general de la masa del concurso o quiebra
suele demorar largo tiempo.
c) En materia de privilegios especiales, se opera una subrogación real, que no tiene lugar tratándose
de privilegios generales. Esto significa que si se vende el bien sobre el cual recayó el privilegio
especial, éste se desplaza hacia el precio pagado por la cosa vendida; si el bien se ha destruido o
perdido, el privilegio se desplaza hacia la indemnización debida.
Es necesario decir que esta solución se discutía en el Código Civil, antes de dictarse la ley 19551
(hoy 24522 <>). Algunos artículos del Código, referentes a ciertos privilegios especiales, establecen
expresamente que en caso de venta de los bienes sobre los que recae el privilegio, éste se traslada al
precio (arts. 3893 , 3926 , 3897 ). Algunos autores generalizaban esta solución y sostenían que la
subrogación debía hacerse extensiva a cualquier otro supuesto de privilegio especial (ver nota 16),
en tanto que otros mantenían que no cabía aceptar otras subrogaciones que las que expresamente
establecía el Código, dado el carácter restrictivo con que deben ser interpretados los privilegios (ver
nota 17). Pensamos que las dudas que existían sobre esta cuestión, han quedado superadas por el
art. 245 <>, ley 24522, que dispone que el privilegio especial se traslada de pleno derecho a los
importes que sustituyan los bienes sobre los que recaía, sea por indemnización, precio o cualquier
otro concepto que permita la subrogación real. Si bien esta norma está incluida en la ley de
concursos y no en el Código Civil, sería contrario a toda lógica que se aplicara un criterio distinto a
los privilegios especiales en caso de ejecuciones individuales. La subrogación se reconoce a los
privilegios especiales por razones de palmaria justicia que se dan tanto en el caso de que ellos se
hagan valer en las ejecuciones colectivas como en las individuales. Carecería de sentido, por tanto,
negar esa subrogación cuando el privilegio especial se hace valer sin falencia del deudor, aunque se
trate de privilegios en los cuales el Código no ha previsto expresamente dicha subrogación.
d) Antes de la sanción de la ley 19551 era resolución generalmente admitida que la quiebra o
concurso del deudor suspendía el curso de los intereses en caso de créditos que gozaban de
privilegios generales, pero que, en cambio, seguían devengando intereses los créditos que gozaban
de privilegio especial (ver nota 18). La ley 19551 ha reducido estrictamente el beneficio de que
continúe corriendo el curso de los intereses a los créditos garantizados con prenda o hipoteca y sólo
en la medida en que dichos intereses puedan cubrirse con el importe de la venta del bien (art. 20 ).
La ley sobre contrato de trabajo contiene en este punto una norma de excepción: los privilegios de
los trabajadores, sean generales o especiales, se extienden a los intereses hasta dos años de la mora
(art. 298 ).
1115/11650
261 bis. EL IMPACTO DE LAS LEYES 19551 Y 24522 SOBRE EL RÉGIMEN DE LOS PRIVILEGIOS
DEL CÓDIGO CIVIL.— Hasta la sanción de la ley 19551 la órbita respectiva del Código Civil y de
la ley de quiebras 19551 (hoy 24522 <>) en materia de privilegios, era la siguiente: el Código se
aplicaba a las ejecuciones individuales y a los concursos civiles; la ley de quiebras a las quiebras
comerciales. Pero la ley 24522 <>rige para los concursos civiles y comerciales; es decir, que el
campo de aplicación del Código Civil ha quedado limitado a las ejecuciones individuales de
carácter civil. Pero hay más. Como los privilegios generales, en principio, sólo juegan en las
ejecuciones colectivas, y éstas, sean civiles o comerciales, son regidas por la ley 24522 <>, parecería
que los arts. 3879 (privilegios sobre la generalidad de los bienes muebles e inmuebles ) y 3880
(privilegios sobre la generalidad de los muebles) han perdido todo campo posible de aplicación.
Sin embargo, no es así. Veamos ante todo los privilegios del art. 3879 , es decir, los inherentes a los
gastos de justicia y a los impuestos.
Es solución generalmente admitida que el privilegio correspondiente a los gastos de justicia rige
también en las ejecuciones individuales (ver nota 19), lo que es natural, porque si el acreedor que
promueve la ejecución se ha beneficiado con esos gastos que le permiten hacer efectivo su crédito,
es lógico que sea postergado por ellos.
En cuanto a los créditos derivados de impuestos, el privilegio juega aun en las ejecuciones
individuales, por razones que explicamos más adelante (nº 268).
Quedan a considerar los privilegios sobre la generalidad de los muebles establecidos en el art. 3880
. Como principio, esta norma ha quedado sin campo de aplicación, lo que no significa que los
privilegios establecidos en él hayan desaparecido, sino que se han incorporado a la ley 24522 <>en
el orden que ésta establece. Queda empero un campo marginal y por cierto limitadísimo, en que el
art. 3880 es aún aplicable: a) los tribunales han declarado que cuando la insolvencia del deudor es
manifiesta, pueden jugar los privilegios generales del Código Civil, aunque no haya declaración de
concurso o quiebra (ver nota 20); b) aun sin insolvencia manifiesta, parece razonable la aplicación
de los privilegios generales en ciertos casos especiales en que por lo modesto del caudal del deudor
y de los créditos que se hacen valer, no se justificaría la promoción del concurso del deudor. Así,
tratándose de una sucesión de pocos bienes cabe declarar de legítimo abono los créditos
indiscutidos para facilitar su cobro con la prioridad que les corresponde; pues no se justificaría, por
ejemplo, que fuera preciso concursar la sucesión para que el acreedor por gastos funerarios pueda
cobrar con prelación a otros acreedores quirografarios del difunto sobre fondos que éste tuviera en
una cuenta corriente bancaria o una caja de ahorros (ver nota 21).
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: En esta materia son fundamentales las obras de MOLINARIO, Los
privilegios en el derecho civil argentino, Buenos Aires, 1941, y de FERNÁNDEZ, Tratado teórico
práctico de la hipoteca, la prenda y demás privilegios, Buenos Aires, 1941; véase, además, CORTÉS,
Los privilegios en el derecho civil, Mendoza, 1935; CORDEIRO ÁLVAREZ, Tratado de los
privilegios, Buenos Aires, 1941; PONSSA, Doctrina general de los privilegios, Buenos Aires 1951.
BIBLIOGRAFÍA POSTERIOR A LA LEY 19551: ALLENDE-MARIANI DE VIDAL, Los privilegios
en la ley de concursos y en el Código Civil, Buenos Aires, 1974; LLAMBÍAS, Obligaciones, 2ª ed.,
1973; DEGIOVANNI, Los privilegios en las leyes de concursos y de contratos de trabajo, Rosario,
1975; KEMELMAJER DE CARLUCCI, Los privilegios en el proceso concursal, Buenos Aires, 1975.
(nota 2) MOLINARIO, Los privilegios en el derecho civil argentino, ps. 14 y s.; CORTÉS, Los
privilegios en el derecho civil, p. 22. Nosotros mismos habíamos adherido en nuestras primeras
ediciones (1ª a 3ª) a esta opinión, pero una nueva reflexión sobre el tema nos induce a modificar ese
criterio.
(nota 3) En este sentido: FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 1, ps. 24 y s.; ALLENDE y
MARIANI DE VIDAL, Los privilegios en la ley de concursos y en el Código Civil, p. 15;
LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 491.
(nota 4) C. S. N., 28/10/1935, L. L., t. 1, p. 619; C. Civil 2ª Cap., 17/6/1936, L. L., t. 2, p. 1079; C.
Com. Cap., 13/10/1937, L. L., t. 8, p. 670; Sup. Corte Buenos Aires, 13/4/1954, L. L., t. 75, p. 358;
MOLINARIO, Los privilegios, nº 18; CORTÉS, Los privilegios, p. 9; SEGOVIA, t. 2, p. 668;
LLERENA, t. 10, nota 2 al art. 3876; MACHADO, t. 10, p. 472. Sin embargo, en un caso se resolvió
que el privilegio otorgado a los obreros o artesanos debía extenderse a los abogados o procuradores
(C. Com. Cap., 15/3/1939, L. L., t. 14, p. 386), lo que importa una aplicación analógica.
(nota 6) C. Civil 1ª Cap., 3/8/1942, J. A., 1942-III, p. 924; C. Com. Cap., 12/4/1940, J. A., t. 70, p. 617;
Sup. Corte Buenos Aires, 1/2/1944, J. A., 1944-I, p. 156; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t.
1, nº 57; MOLINARIO, Privilegios, nº 157. Contra: C. Civil 1ª Cap., 24/9/1941, L. L., t. 24, p. 260.
(nota 7) C. Civil 1ª Cap., 3/8/1942, J. A., 1942-III, p. 924; C. Civil 2ª Cap., 17/6/1936, J. A., t. 54, p.
844; C. Com. Cap., Sala A, 11/3/1955, L. L., t. 78, p. 427; Sup. Corte Buenos Aires, 1/2/1944, J. A.,
1944-I, p. 516. En contra: Sup. Corte Buenos Aires, 20/4/1948, L. L. t. 50, p. 710.
(nota 8) C. S. N., 26/7/1939, L. L., t. 15, p. 476; íd., 31/12/1948, J. A., 1949-IV, p. 671; íd., 3/12/1930,
J. A., t. 34, p. 1013; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 1, nº 44; MOLINARIO, Privilegios, nº
269 y 282; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 491, a; BIBILONI, nota al art. 1278. En contra: Sup.
Corte Buenos Aires, 9/9/1932, J. A., t. 39, p. 575.
(nota 9) En nuestra doctrina sostienen esta opinión: SEGOVIA, t. 2, p. 667; SALVAT, Derechos
reales, t. 3, nº 2850. En la doctrina francesa el problema se ha debatido intensamente, aunque sobre
la base de textos distintos a los nuestros; véase una prolija reseña en MOLINARIO, Privilegios, nº
36.
(nota 10) MOLINARIO, Privilegios, nº 54; LLERENA, t. 10, nota al art. 3875; MACHADO, t. 10, ps.
470 y s.; ALSINA, nota en J. A., t. 6, p. 560; CORTÉS, Privilegio, ps. 12 y s. Debe ubicarse también
entre los autores que sostienen este punto de vista a LAFAILLE, quien trata el punto en un breve
párrafo en el que niega a los privilegios el carácter de derecho real, sin afirmar que lo sea personal,
pero cita en su apoyo a autores que sí lo sostienen (Tratado, Obligaciones, t. 1, nº 634).
(nota 11) BONNECASE, Precis du Droit Civil, t. 2, nº 880 y s. En sentido coincidente: LLAMBÍAS,
Obligaciones, t. 1, p. 593; MARIANI DE VIDAL, Apuntes sobre privilegios, L. L. t. 137, p. 932;
PONSSA, Doctrina general de los privilegios, p. 24; MESSINEO, Tratado, § 102.
(nota 13) En nuestra doctrina, véase el esfuerzo intentado por MOLINARIO, Privilegios, núms. 43 y
s.
(nota 14) C. Civil Cap., Sala A, 23/5/1969, causa 146.098; Sala E, 5/3/1959, L. L., t. 96, p. 155, 2694-
S; C. Civil 1ª Cap., 26/6/1936, J. A., t. 51, p. 769; C. Civil 2ª Cap., 6/12/1944, J. A., 1945-I, p. 717; C.
Com. Cap., 21/6/1944, L. L. t. 35, p. 239; Sup. Corte Buenos Aires, 28/11/1933, J. A., t. 44, p. 362; íd.
4/8/1933, J. A., t. 43, p. 349; C. Fed. Mendoza, 25/4/1958, L. L., t. 94, p. 123.
(nota 15) DE GÁSPERI-MORELLO, t. 3, nº 1541; LLAMBÍAS, Obligaciones, 2ª ed., nº 493, nota 39;
ALLENDE-MARIANI DE VIDAL, Los privilegios en la ley de concurso y en el Código Civil, p. 36;
KEMELMAJER DE CARLUCCI, Los privilegios, p. 36, texto y nota 17. Sostienen en cambio que los
privilegios generales pueden hacerse valer también en las ejecuciones individuales: CORTÉS, Los
privilegios, p. 119; ETKIN, Para una teoría de los privilegios, J. A., 1942-II, sec. doct., p. 11.
(nota 16) PONSSA, Doctrina general de los privilegios, nº 7; FERNÁNDEZ, Tratado de los
privilegios, t. 1, nº 66; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 489.
(nota 17) ALLENDE-MARIANI DE VIDAL, Los privilegios, p. 42; CORDEIRO ÁLVAREZ, Tratado
de los privilegios, nº 169.
(nota 18) La solución resultaba muy claramente del art. 117 <>, ley 11719 y fue admitida sin
vacilaciones por la jurisprudencia y la doctrina; véase la citada por ALLENDE-MARIANI DE
VIDAL, Los privilegios, ps. 39 y 40, notas 51 a 53.
(nota 19) C. Civil Cap., Sala B, 31/3/1960, L. L., t. 99, p. 816, 5233-S; Sala C, 19/8/1957, L. L., t. 89, p.
396; Sup. Corte Buenos Aires, 2/3/1943, L. L. t. 29, p. 736; C. Apel. 1ª La Plata, 7/5/1946, J. A., 1946-
II, p. 375; ALLENDE-MARIANI DE VIDAL, Los privilegios, p. 52.
(nota 20) C. Civil Cap., Sala E, 9/12/1959, L. L., t. 100, p. 727, 5384-S; C. Civil 1ª Cap., 26/6/1944, L.
L., t. 35, p. 492; C. Apel. 1ª La Plata, 7/5/1946, J. A., 1946-II, p. 375; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº
493, nota 39; ALLENDE-MARIANI DE VIDAL, Los privilegios, p. 37.
(nota 21) Así lo dice, con razón, LLAMBÍAS, Obligaciones, 2ª ed., t. 1, nº 493, nota 39.
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1115/10580
1115/262
262. ENUMERACIÓN.— Según el art. 3879 tienen privilegio sobre la generalidad de los bienes del
deudor, sean muebles o inmuebles: 1) los gastos de justicia hechos en el interés común de los
acreedores y los que cause la administración durante el concurso; 2) los créditos del Fisco y de las
municipalidades, por impuestos públicos, directos o indirectos.
1115/263
263. ALCANCE Y FUNDAMENTO.— Parece de toda lógica que los gastos de justicia hechos en
interés de los acreedores, tengan privilegio general sobre todos los bienes, ya que esos gastos han
sido indispensables para que los demás acreedores puedan cobrar sus créditos.
Este fundamento del privilegio es el que permite delinear claramente sus contornos: si la masa ha
logrado un beneficio directo e inmediato con el gasto, éste tiene privilegio. De lo contrario, no lo
tiene.
Y por ello mismo, si se trata de gastos de justicia hechos en el interés particular de un acreedor que
tiene un privilegio especial sobre determinado bien, ellos sólo tendrán preferencia con respecto a
dicho bien y no con relación a los restantes (ver nota 1).
1115/264
264.— De conformidad con las ideas enunciadas en el párrafo anterior, se ha declarado que gozan
del privilegio del art. 3879 : los honorarios del abogado y procurador que patrocinaron y
representaron al deudor en su presentación en concurso o quiebra (ver nota 2); los del letrado del
acreedor que denunció bienes que pasaron a integrar la masa del concurso (ver nota 3); los del
síndico (ver nota 4); los del árbitro designado para resolver cuestiones de las que dependía el
ingreso de bienes a la masa (ver nota 5); los del depositario judicial de bienes de la masa (ver nota
6); los de los contadores, liquidadores e inventariadores designados en las quiebras (ver nota 7); los
gastos y honorarios devengados en la sucesión concursada (ver nota 8) y los originados en juicios
que los herederos siguieron contra terceros para defender o aumentar el caudal sucesorio (ver nota
9); el sellado empleado por quienes tuvieron una actuación útil a la masa (ver nota 10).
En cambio, carecen de privilegio los honorarios de los abogados que representaron al concursado
en su presentación ante un juez incompetente (ver nota 11), o que lo asistieron en juicios contra
terceros en los que resultó vencido (ver nota 12); los gastos y honorarios devengados en el juicio de
insania del deudor (ver nota 13); y en general, todos los gastos y trabajos de los que no resultó
utilidad a la masa (ver nota 14).
Toda esta jurisprudencia es aplicable principalmente al caso de concurso o quiebra, pero juega
también en lo que sea pertinente, en las ejecuciones individuales.
1115/265
265. EL ORDEN DE PRELACIÓN.— Los gastos de justicia son preferidos a todos los créditos en
interés de los cuales se han causado (art. 3900 ). En consecuencia, si se tratara de trabajos o gastos
hechos en interés de la masa, tienen prioridad sobre todos los otros privilegios, sean de carácter
general o especial; si se trata de gastos hechos en interés de algún acreedor privilegiado, tienen
preferencia sobre todos los otros privilegios relativos a ese bien (ver nota 15). Inclusive, debe
reputárselo prioritario respecto del privilegio del trabajador (véase nº 318).
1115/266
266. ALCANCE Y FUNDAMENTO.— Los créditos del Estado nacional o provincial o de las
municipalidades, por impuestos, gozan también de un privilegio sobre la generalidad de los bienes
muebles o inmuebles del deudor (art. 3879 ). Hay un interés público en asegurar la percepción
impositiva indispensable para el pago de los gastos públicos.
Dentro del concepto de impuestos del art. 3879 , están comprendidos las tasas (ver nota 18) y las
contribuciones por mejoras (ver nota 19), aunque el titular del crédito sea una empresa particular
(ver nota 20); y los créditos municipales por la construcción de cercas y aceras (ver nota 21); pero no
las multas (ver nota 22), ni los intereses punitorios (ver nota 23). Los créditos del Fisco no
provenientes de impuestos (en sentido lato, es decir, incluidas las tasas) no gozan de privilegio (ver
nota 24).
1115/267
267. ORDEN DE ESTE PRIVILEGIO.— Este es uno de los puntos más confusos de esta delicada
materia y no es extraño que tanto la doctrina como la jurisprudencia sean contradictorias cuando no
anárquicas.
La primera dificultad —y, por cierto, la menos grave— es la que surge de los textos de los arts. 3879
, inc. 2º, y 3880 , inc. 5º. El primero establece que este crédito tiene un privilegio sobre la
generalidad de los bienes muebles e inmuebles del deudor, en tanto que el segundo dispone que lo
tiene sobre la generalidad de los bienes muebles. Ante esta contradicción, hay uniformidad en
nuestro derecho en el sentido de que debe prevalecer el primero, que siendo más amplio, subsume
al otro (ver nota 25).
1115/268
268.— Procuremos ahora desbrozar las otras dificultades. El punto de partida de esta investigación
es la regla de los arts. 3898 , 3899 y 3918 , según la cual los privilegios generales (salvo el originado
en gastos de justicia), son desplazados por los especiales sobre bienes determinados.
Pero la política fiscal no se aviene con este desplazamiento del crédito por impuestos por otros
privilegios establecidos en beneficio de particulares. Algunas leyes creadoras de nuevos
gravámenes, les han otorgado rango preferente respecto de los privilegios especiales. Así ocurre
con la ley 3764 , inc. 19, que confiere al crédito por impuestos internos un privilegio especial sobre
las maquinarias, enseres, edificios de fabricación y productos en existencia en la fábrica; con la ley
9643 sobre warrants, que establece un privilegio especial al impuesto creado por los arts. 22 y 25;
con la ley 9644 de prenda agraria, que establece un privilegio especial sobre el producido de la
venta de los bienes gravados en favor de los impuestos por la venta de la cosa o por razón de los
frutos o productos (art. 19 ). Además, diversas leyes han establecido la exigencia del certificado
libre de deuda como requisito indispensable para otorgar la escritura traslativa del dominio, de
donde resulta que no se puede hacer ninguna enajenación sin pagar previamente el impuesto de
contribución territorial (art. 21 <>, ley 11285), las tasas por servicios sanitarios (art. 11 <>, ley 1917,
y art. 9º <>, ley 11744) o por servicios municipales (art. 15 <>, ley 5098) y las contribuciones por
mejoras de pavimento (art. 3º <>, ley 4173; art. 3º <>, ley 4391; art. 3º <>, ley 4815; art. 3º <>, ley
7091; art. 16 <>, ley 11593). Estos certificados libre de deuda importan la creación de un privilegio
especial sobre el inmueble, aunque la ley no lo llame así, porque como se prohíbe toda enajenación
sin previo pago de los impuestos, si ha de venderse el bien para que los acreedores se cobren, habrá
que satisfacer ante todo este crédito que traba la transmisión del dominio. Las disposiciones antes
citadas tienen carácter local y se refieren a la Capital Federal; pero las provincias han establecido
leyes análogas.
Otros autores propugnan la necesidad de distinguir entre la legislación civil, cuyo campo de acción
es el derecho privado y la legislación fiscal, que es una rama del derecho público. El poder
impositivo de las provincias deriva de su autonomía constitucional; si se admitiera que el orden de
los privilegios de los créditos por impuestos sólo pudiera ser establecido por el Congreso, vendría a
quedar en las manos de este cuerpo la suerte de la recaudación fiscal de las provincias, para lo cual
bastaría colocar sus créditos en un lugar subalterno, inclusive, negándoles toda preferencia; así se
haría ilusorio el régimen federal (ver nota 27).
No nos cabe duda de que, en el plano puramente constitucional, la razón lógica está de parte de
quienes sostienen el primer punto de vista. Si es general la opinión de que las provincias no pueden
crear privilegios (véase nº 258 in fine), no se ve cómo podrían alterar el rango del Código. Pues hay
alteración del rango de los privilegios, desde que se concede preferencias a un crédito sobre otro, en
contra de lo dispuesto en el Código Civil. El argumento de que reconocer al Congreso la facultad de
fijar el rango del privilegio de los impuestos locales podría hacer ilusoria la potestad impositiva
provincial, negándole todo privilegio a los impuestos, es evidentemente débil. Porque si el
Congreso lo hiciera así, colocando al Fisco provincial en una situación distinta del nacional y
poniendo en peligro la eficacia de su sistema impositivo, es obvio que habría dictado una ley
repugnante a nuestro sistema constitucional y que así lo declararía la Corte.
Pero esta discusión ha sido superada por los hechos. Lo cierto es que el sistema del Código, que
confiere a los impuestos un privilegio de rango inferior a cualquiera de los especiales, es deficiente
y no consulta las perentorias necesidades fiscales. Las leyes que han establecido el certificado libre
de deuda se aplican en todo el país, obrando como privilegios establecidos en leyes locales.
Esta realidad ha venido configurando un sistema de privilegios originados en los impuestos, que
puede delinearse así: 1) cuando los impuestos recaen en forma de gravamen directo sobre un bien
particular, tienen preferencia sobre todos los privilegios especiales, inclusive el hipotecario; y sólo
son pospuestos por los gastos de justicia. Subsidiariamente (y para el supuesto de que el bien
gravado no alcance a pagarlo) estos impuestos gozan de un privilegio general en el rango
establecido por los arts. 3898 , 3899 y 3918 , es decir, después que los restantes privilegios
especiales; 2) los impuestos generales que no afectan determinado bien, tales como el impuesto a las
ganancias, gozan solamente de un privilegio general, en el rango correspondiente a éstos. Estos son
a nuestro entender los lineamientos generales de nuestro sistema legal (ver nota 28), que se aplica
no sin vacilaciones y dudas; la jurisprudencia es extremadamente confusa y contradictoria (ver nota
29).
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B.— SOBRE LA GENERALIDAD DE LOS MUEBLES
Es necesario agregar que aunque de los arts. 3878 y 3880 parecería desprenderse que estos
privilegios recaen sólo sobre la generalidad de los muebles, en verdad también recaen sobre la
generalidad de los inmuebles, según resulta del art. 3881 . Por consiguiente, si seguimos
distinguiendo entre privilegios que recaen sobre la generalidad de los bienes muebles e inmuebles y
sobre la generalidad de los bienes muebles, es más que nada por seguir la metodología del Código
y la forma tradicional en que nuestra doctrina ha tratado esta materia, siguiendo a Vélez.
Dispone el art. 3880 que los créditos privilegiados sobre la generalidad de los muebles, son los
siguientes: 1) los gastos funerarios, hechos según la condición y fortuna del deudor. Estos
comprenden, los gastos necesarios para la muerte y entierro del deudor y sufragios de costumbre;
los gastos funerarios de los hijos que vivían con él y los del luto de la viuda e hijos, cuando no
tengan bienes propios para hacerlo; 2) los gastos de la última enfermedad durante seis meses; 3) los
salarios de la gente de servicio y de los dependientes por seis meses, y el de los trabajadores a jornal
por tres meses; 4) los alimentos suministrados al deudor y su familia durante los últimos seis
meses. Las épocas designadas en los números anteriores son las que preceden a la muerte, o
embargo de los bienes muebles del deudor; 5) los créditos a favor del Fisco y de las
municipalidades por impuestos públicos. En cuanto al último inciso, hemos hecho notar ya que el
art. 3879 lo considera como privilegio sobre la generalidad de los muebles e inmuebles y que esta
norma es la que debe prevalecer a los efectos de fijar el rango (véase nº 267). Luego de tratar el
problema de la colisión entre los privilegios de los arts. 3879 y 3880, nos ocuparemos de los cuatro
supuestos restantes.
268-2. COLISIÓN ENTRE LOS PRIVILEGIOS GENERALES DE LOS ARTS. 3879 Y 3880.— En la
colisión entre un privilegio sobre la generalidad de los bienes muebles e inmuebles (art. 3879 ) y
otro sobre la generalidad de los muebles (art. 3880 ), tiene prioridad el primero (ver nota 30). Esta
solución surge del texto del art. 3918 , según el cual a excepción de los privilegios especiales, los
acreedores sobre la generalidad de los muebles e inmuebles deben ser pagados con preferencia a
todos los acreedores del deudor. Dentro de estos términos amplios, están indudablemente
comprendidos los que tienen privilegio sólo sobre la generalidad de los muebles. Es la solución
razonable, dada la naturaleza y fundamento de los privilegios del art. 3879 .
1115/269
269. ALCANCE.— Según el art. 3880 , inc. 1º, tienen privilegio sobre la generalidad de los muebles
los gastos funerarios, hechos según la condición y fortuna del deudor. Estos comprenden los gastos
necesarios para la muerte y entierro del deudor y sufragios de costumbre; los gastos funerarios de
los hijos que vivían con él y los del luto de la viuda e hijos, cuando no tengan bienes propios para
hacerlo. Este privilegio se funda en la conveniencia de facilitar el crédito a los deudos que se ven
ante la necesidad de afrontar los gastos funerarios.
Es necesario que los gastos se adecuen a la condición y fortuna del deudor. Es cuestión que queda
librada a la apreciación de los jueces, quienes reducirán el alcance del privilegio a sus justos límites,
si hubiere exceso en los gastos o éstos tuvieren carácter suntuario (ver nota 31). Entre los gastos que
gozan del privilegio deben admitirse los de entierro propiamente dicho, inclusive los derechos
municipales (ver nota 32), los sufragios de costumbre, es decir, los servicios religiosos propios del
acto (ver nota 33), la colocación de una cruz o lápida (ver nota 34), el traslado de los restos del lugar
del fallecimiento al de sepultura (ver nota 35). En cambio, no tendrán privilegios los gastos hechos
para construir un monumento recordatorio (ver nota 36), los de embalsamamiento del cadáver y
todos los que sean excesivos o no estén en nuestras costumbres.
1115/270
270.— Estos gastos deben originarse en la muerte del deudor y en la de sus hijos que vivían con él
(art. 3880 , inc. 1º). Al hablar de los hijos que vivían con él, la ley alude no al hecho material de la
convivencia, sino más bien a los hijos que dependían de él económicamente. Así, por ejemplo,
deben considerarse incluidos en el privilegio los que estaban internados en un colegio o bajo la
guarda del otro cónyuge, en el supuesto de divorcio; en cambio, no lo están los hijos que, aunque
viviendo materialmente en la misma casa paterna, son mayores de edad y están económicamente
independizados de sus padres (ver nota 37). Y aun siendo menores, no están incluidos en el
privilegio si tienen bienes propios suficientes (ver nota 38).
La ley no menciona a la esposa. La mayor parte de los autores se inclinan por sostener que por más
lamentable e inexplicable que sea la omisión legal, los gastos realizados con motivo del entierro de
la esposa carecen de privilegio, ya que éstos son de interpretación restrictiva. Cuanto más, aceptan
el privilegio tratándose de bienes gananciales, porque en ese caso la misma esposa debe
considerarse dueña (ver nota 39). Por nuestra parte, pensamos que el principio de que los
privilegios deben interpretarse restrictivamente no impide extenderlo al caso del esposo sin caer en
incoherencia. Ese principio es sólo una regla general, que el intérprete debe aplicar conforme a la
lógica y la razón. Y éstas indican que si los gastos funerarios de los hijos tienen privilegio, también
deben tenerlos los de la esposa o esposo, trátese de bienes propios o gananciales (ver nota 40).
1115/271
271.— Finalmente, están comprendidos en el privilegio, los gastos de luto de la viuda e hijos. La
modificación de las costumbres ha hecho que hoy estos gastos tengan muy poca importancia; sólo
se los puede aceptar con criterio muy restrictivo. La ley no habla del viudo; y por lo que ya hemos
dicho, la omisión carece de toda importancia.
1115/272
272. QUIÉNES PUEDEN INVOCAR EL PRIVILEGIO.— Pueden invocar el privilegio no sólo los
acreedores directos, sino también quienes hubieran ordenado y pagado estos gastos y puedan
invocar en su favor una acción de empleo útil (ver nota 41) (véase Tratado de Derecho Civil,
Contratos, t. 2, núms. 1826 y s.).
1115/273
273. RANGO DE ESTE PRIVILEGIO.— El privilegio de los créditos por gastos funerarios ocupa el
siguiente rango:
a) Es pospuesto por los privilegios generales sobre los bienes muebles e inmuebles (véase nº 268-3).
b) Prevalece sobre los restantes privilegios generales sobre los bienes muebles, porque es el primero
de la enumeración del art. 3880 , enumeración que fija el orden de esos privilegios (art. 3882 ).
c) Es pospuesto por los privilegios especiales sobre bienes inmuebles (art. 3881 ).
d) Prevalece sobre los gastos de conservación (art. 3901 ), sobre el crédito del locador (art. 3904 ),
sobre el crédito del vendedor (art. 3908 ), sobre el del acarreador (art. 3910 ), sobre el del acreedor
pignoraticio (art. 3913 ), sobre el del posadero (art. 3914 ). La ley no ha establecido normas
especiales de conflicto con los otros privilegios especiales sobre muebles, por lo que debe admitirse
que éstos lo posponen, conforme a la regla general del art. 3898 .
1115/274
274. ALCANCE.— Tienen privilegio los gastos de la última enfermedad durante seis meses (art.
3880 , inc. 2º) precedentes a la muerte o al embargo de los bienes muebles del deudor (inc. 4º). Por
embargo de los bienes del deudor, debe entenderse su concurso o quiebra (ver nota 42). Ya veremos
que la ley de concursos incluye en el privilegio, bajo ciertas condiciones, los gastos posteriores al
concurso.
Los gastos de última enfermedad comprenden todos aquellos que hayan sido necesarios para el
tratamiento, incluidos los honorarios médicos, enfermeros, kinesiólogos, régimen dietético,
sanatorios, remedios, etcétera, Quedan excluidos los gastos suntuarios como pensión en hoteles
termales, viajes de descanso, etcétera. Estas son, desde luego, directivas generales de las que puede
apartarse el juez en casos especiales; así, por ejemplo, puede ocurrir que una grave enfermedad
reumática exija el tratamiento en una estación termal, en cuyo caso los gastos que esto ocasione y
aun el traslado, deben, a nuestro criterio, considerarse comprendidos en el concepto de gastos de
enfermedad.
¿Pueden impugnarse los gastos hechos en un sanatorio de lujo? La cuestión está discutida; pero a
nuestro juicio lo que caracteriza a un sanatorio de categoría es sobre todo la responsabilidad,
seriedad y prestigio de los médicos que lo dirigen y a nadie puede reprocharse que incurra en tales
gastos, por más que su estado de fortuna no sea próspero, pues se trata nada menos que de la salud
y quizá de la vida (ver nota 43).
El privilegio legal está limitado a la última enfermedad y a los últimos seis meses previos al deceso
o concurso del deudor. Los gastos de las enfermedades crónicas más prolongadas no gozan de
privilegio alguno. Tampoco los de una enfermedad que haya ocurrido en el término legal, pero de
la cual hubiera curado el deudor (ver nota 44). Sin embargo, toda duda acerca de si la curación ha
sido completa o de si la enfermedad que se consideró curada no es sino una manifestación orgánica
distinta del mismo proceso patológico que originó la última dolencia, debe resolverse en el sentido
de extender el privilegio a estos gastos. Si ha padecido varias enfermedades simultáneamente, los
gastos originados en todas ellas tienen privilegio y no solamente los de la dolencia que provocó la
muerte.
1115/275
275.— La ley habla solamente de los gastos de enfermedad del deudor. No están comprendidos,
por consiguiente, los que haya ocasionado la enfermedad del cónyuge o de los hijos (ver nota 45), lo
que es una omisión que debería subsanarse.
1115/276
276.— Pueden invocar el privilegio las personas que hubieran suministrado los servicios,
medicinas, etcétera, o quienes los hubieran pagado, pues quedaron subrogados en su preferencia
(ver nota 46).
1115/277
277. ORDEN DE ESTE PRIVILEGIO.— El privilegio del crédito por enfermedad ocupa el siguiente
rango:
a) Es pospuesto por los privilegios sobre la generalidad de los bienes muebles e inmuebles (véase nº
268-2).
b) Es propuesto por el privilegio del crédito por gastos funerarios y prevalece sobre los demás
privilegios del art. 3880 (art. 3882 ).
c) Es pospuesto por los créditos especialmente privilegiados sobre inmuebles determinados (art.
3881 ).
d) Prevalece sobre el crédito del locador (art. 3904 ) y sobre el del acreedor pignoraticio (art. 3913 ).
En cambio, es pospuesto por el crédito del conservador (art. 3901 ), del vendedor de cosa mueble
(art. 3908 ), del acarreador (art. 3910 ) y del posadero (art. 3914 ). En los conflictos que no están
previstos por normas expresas, se aplica el principio general del art. 3898 , que da preferencia a los
privilegios especiales respecto de los privilegios sobre la generalidad de los muebles.
1115/278
278-281. REMISIÓN.— El privilegio de los trabajadores ha sido objeto de una profunda reforma por
la ley de contrato de trabajo . Remitimos sobre este tema a los núms. 315 y s. y 356-10.
1115/282
282. ALCANCE.— Tienen privilegio los créditos por alimentos suministrados al deudor y su
familia durante los últimos seis meses, contados desde el deceso o falencia (art. 3880 , inc. 4º). Se
desea facilitar el crédito del deudor para todo lo que sea la atención de su subsistencia.
Por alimentos debe entenderse todo lo que es esencial a la vida del deudor y su familia, tal como
comestibles, vestidos, asistencia médica (ver nota 47), educación, luz y calefacción (ver nota 48). Por
familia debe entenderse las personas que viven con el deudor (art. 270 , inc. 6º, ley 19551).
1115/283
283.— El privilegio puede ser invocado no sólo por los comerciantes que hagan de la provisión de
tales bienes el objeto de su comercio (ver nota 49), sino también por cualquier persona que los
hubiera suministrado o que los hubiera pagado, subrogándose en los derechos del acreedor pagado
(ver nota 50).
1115/284
284. ORDEN DE ESTE PRIVILEGIO.— Este privilegio ocupa el último rango legal. En efecto, es
pospuesto por todos los privilegios sobre la generalidad de los bienes muebles o inmuebles (véase
nº 268 ter); por los restantes privilegios sobre la generalidad de los muebles (art. 3882 ); por los
privilegios especiales sobre determinados inmuebles (art. 3881 ); y, finalmente, por los privilegios
especiales sobre determinados muebles (art. 3898 ).
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1115/289
(nota 1) C. Civil Cap., Sala C, 19/8/1957, L. L., t. 89, p. 396; C. Civil 1ª Cap., 16/4/1947, L. L., t. 46,
p. 328. Se entiende esto para el caso de que la ley proteja con preferencia a los gastos de justicia
hechos con relación al crédito privilegiado, como ocurre con el acreedor hipotecario; pues el
principio es que ni los intereses, ni los gastos de justicia originados en un crédito privilegiado,
gozan de su privilegio (véase nº 258 b).
(nota 2) C. Civil 1ª Cap., 26/12/1922, J. A., t. 9, p. 883; C. Civil 2ª Cap., 27/11/1922, J. A., t. 9, p. 771.
(nota 4) C. Civil 2ª Cap., 26/7/1939, L. L., t. 15, p. 467; C. Com. Cap., Sala B, 26/12/1958, L. L., t. 96,
2526-S.
(nota 7) C. Com. Cap., Sala A, 1/7/1953, L. L., t. 71, p. 514, y J. A., 1953-IV, p. 296; MOLINARIO,
Privilegios, nº 252.
(nota 8) C. Civil 1ª Cap., 9/3/1920, G. F., t. 25, p. 85; C. Civil 2ª Cap., 19/12/1923, J. A., t. 11, p. 1290;
íd., 27/4/1938, G. F., t. 24, p. 269; íd., 10/7/1947, J. A., 1947-III, p. 184.
(nota 9) C. Civil 1ª Cap., 30/12/1941, J. A., 1942-I, p. 886; Sup. Corte Buenos Aires, 22/11/1949, J.
A., 1950-I, p. 185. En ambos casos se declaró que este privilegio existía cualquiera fuera el resultado
del juicio; en contra, sosteniendo que los juicios contra terceros en los que el concursado resultó
vencido no originan privilegio por gastos de justicia, fallos citados en nota 526.
(nota 10) C. Civil 2ª Cap., 7/5/1937, J. A., t. 58, p. 475, Comp.: C. Civil 2ª Cap., 25/9/1939, L. L., t.
16, p. 134.
(nota 12) C. Civil Cap., Sala A, 19/2/1966, E. D., t. 15, p. 409; íd., 26/11/1965, E. D., t. 15, p. 410; C.
Apel. 2ª La Plata, 18/4/1947, J. A., 1947-II, p. 107; Sup. Corte Tucumán, 24/6/1952, L. L., t. 69, p.
421.
(nota 13) C. Civil 1ª Cap., 9/10/1919, J. A., t. 3, p. 938; C. Apel. 2ª La Plata, 10/11/1939, J. A., t. 68, p.
539.
(nota 14) C. Civil Cap., Sala A, 19/2/1966, E. D., t. 15, p. 409; íd., 26/11/1965, E. D., t. 15, p. 410; C.
Civil 1ª Cap., 28/11/1930, J. A., t. 34, p. 821; C. Civil 2ª Cap., 16/9/1935, J. A., t. 51, p. 934.
(nota 15) Nota al art. 3879 y doctrina unánime: FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, nº 989;
MOLINARIO, Privilegios, nº 255; SALVAT, Derechos reales, t. 2, núms. 2859 y s.
(nota 16) C. Civil 1ª Cap., 2/7/1920. J. A., t. 4, p. 483; C. Civil 2ª Cap., 19/9/1930, G. F., t. 89, p. 240;
íd., 24/9/1930, G. F., t. 88, p. 320; íd., 23/3/1931, J. A., t. 35, p. 377; Sup. Corte Buenos Aires,
8/9/1925, J. A., t. 17, p. 762; íd., 5/3/1920, J. A., t. 4, p. 139; C. Civil Mendoza, 5/9/1938, L. L., t. 12,
p. 243; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 992.
(nota 17) BIBLIOGRAFÍA: Además de la general citada en nota 498, véase la nota jurisprudencial
publicada en E. D., t. 5, p. 529.
(nota 18) C. Civil 1ª Cap., 15/9/1947, J. A., 1947-IV, p. 88; C. Civil 2ª Cap., 10/7/1947, J. A., 1947-III,
p. 184; Sup. Corte Buenos Aires, 20/5/1931, J. A., t. 35, p. 1078.
(nota 19) C. Civil 2ª Cap., 30/12/1947, G. F., t. 194, p. 378; Sup. Corte Buenos Aires, 20/5/1931, J.
A., t. 35, p. 1078; Sup. Trib. E. Ríos, L. L., t. 25, p. 722.
(nota 20) C. Civil 1ª Cap., 4/6/1931, J. A., t. 35, p. 307; C. Civil 2ª Cap., 5/6/1939, L. L., t. 14, p. 969.
(nota 21) Aunque la ley 11545, art. 6º <>, tiene un ámbito de aplicación circunscripto a la Capital
Federal, nos parece claro que la solución no puede ser distinta cuando se trata de municipios
provinciales. Adviértase que aquí no se trataría de privilegios creados por leyes provinciales, sino
de aplicación a las cuentas de cercas y aceras la calificación de impuesto lato sensu; es el Código
Civil y no la ley local lo que ha establecido el privilegio.
(nota 22) Trib. Trab. San Nicolás, 6/10/1951, J. A., 1952-I, p. 392; es la doctrina que también se
desprende del fallo de la Sup. Corte Buenos Aires que citamos en nota siguiente. Contra: C. Com.
Cap., 28/8/1946, L. L., t. 43, p. 926.
(nota 23) Sup. Corte Buenos Aires, 7/7/1939, L. L., t. 15, p. 380.
(nota 24) Además de los fallos citados en notas 536 y 537, C. S. N., 6/9/1944, L. L., t. 36, p. 504;
FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 999; MOLINARIO, Privilegios, nº 276.
(nota 25) SALVAT, Derechos reales, t. 2, nº 2863; MOLINARIO, Privilegios, nº 275; FERNÁNDEZ,
Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1010; LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 648; SEGOVIA, t. 2, p. 672,
nota 18; LLERENA, t. 10, p. 324. Comp.: MACHADO, t. 10, ps. 500 y s.
(nota 26) BIBILONI, nota al art. 1278 del Anteproyecto. En sentido concordante: MOLINARIO,
Privilegios, núms. 280 y s.; CORDEIRO ÁLVAREZ, Privilegios, nº 23; ALSINA, t. 6, p. 557;
COLOMBO, nota en L. L., t. 9, sec. doct., p. 18; MARIANI DE VIDAL, Hipoteca versus Fisco: una
cuestión de privilegios, L. L., t. 138, p. 1249.
(nota 28) Seguimos la idea central (aunque no en todos sus detalles y consecuencias) de
FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, núms. 1003 y s.
(nota 29) Fallos que han declarado la prevalencia del acreedor hipotecario sobre el crédito por
impuesto inmobiliario: C. S. N., 31/12/1948, J. A., 1949-IV, p. 671; C. Civil 1ª Cap., 26/5/1947, J. A.,
1947-II, p. 276; C. Com. Cap., 22/5/1946, J. A., 1946-II, p. 539; C. Apel. Rosario, 4/5/1945, J. A.,
1945-IV, p. 54.
Fallos que han resuelto lo contrario: C. Civil 2ª Cap., 17/2/1936, L. L., t. 1, p. 364; C. Com. Cap.,
16/9/1939, L. L., t. 16, p. 75; Sup. Corte Buenos Airs, 2/10/1936, J. A., t. 61, p. 505; íd., 24/8/1948, J.
A., 1948-III, p. 516; C. Apel. Mendoza en pleno, 27/11/1935, J. A., t. 52, p. 641. Además, C. Civil
Cap., Sala B, 2/12/1958, causa 49.261 (que aunque se refiere a la tasa de obras sanitarias sienta una
doctrina general).
Fallos que han declarado la prevalencia del acreedor hipotecario sobre el crédito por afirmados: C.
Civil 1ª Cap., 26/12/1944, L. L., t. 37, p. 745; C. Civil 2ª Cap., 16/8/1950, J. A., 1951-I, p. 719; C.
Apel. Rosario, 10/5/1940, L. L., t. 18, p. 650; Sup. Trib. Santa Fe, 9/4/1940, L. L., t. 18, p. 1131.
Fallos que han resuelto lo contrario: C. Civil 1ª Cap., 4/10/1946, J. A., 1946-IV, p. 383; C. Civil 2ª
Cap., 9/11/1943, J. A., 1943-IV, p. 670; Sup. Corte Buenos Aires, 26/4/1949, J. A., 1949-II, p. 318;
Sup. Trib. Santa Fe, 29/9/1944, R. S. F., t. 8, p. 3.
Fallos que reconocen prioridad al crédito por afirmados cuando es anterior a la hipoteca, pero no
cuando es posterior: C. Apel. Rosario, 18/7/1931, Jur. Trib. Santa Fe, t. 10, p. 261; íd., 11/8/1932,
Jur. Trib. Santa Fe, t. 11, p. 388. En igusl sentido: FORNIELES, El privilegio del acreedor hipotecario,
J. A., 1946-II, p. 13; ALSINA, L. L., t. 6, p. 561.
Fallos que reconocen al acreedor hipotecario prioridad sobre la contribución de obras sanitarias: C.
Civil 1ª Cap., 26/5/1947, J. A., 1947-II, p. 276; C. Civil 2ª Cap., 3/4/1945, L. L., t. 38, p. 293; C. Com.
Cap., 22/5/1946, J. A., 1946-II, p. 539; sobre los impuestos o tasas municipales: C. Civil 1ª Cap.,
26/5/1947, J. A., 1947-II, p. 276; C. Com. Cap., 22/5/1946, J. A., 1946-II, p. 539.
Fallos que resuelven lo contrario: C. Civil Cap., Sala B, 2/12/1958, causa 49.261 (se trataba de la tasa
de obras sanitarias, pero la doctrina del tribunal se extendía a todo impuesto y tasa).
El pago del canon de riesgo prevalece sobre el acreedor hipotecario si éste tuvo conocimiento de
aquella deuda al constituirse el gravamen: C. Civil Cap., Sala D, 24/12/1951, L. L., t. 65, p. 406.
(nota 30) De acuerdo: LAFAILLE, nº 761; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1498;
MOLINARIO, Privilegios, nº 101.
(nota 31) C. Apel. Rosario, 30/3/1965, L. L., t. 119, p. 572; SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2869.
(nota 33) C. Civil 2ª Cap., 7/6/1933, J. A., t. 42, p. 748; LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 654;
FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1022; MOLINARIO, Privilegios, nº 362. SALVAT,
con criterio excesivamente estricto, limita el privilegio a los gastos de responso, excluyendo los
funerales (Derechos reales, t. 2, nº 2870), los que si son conforme a la condición y fortuna del deudor
no tienen por qué excluirse, ya que se trata de sufragios de costumbre, tal como lo quiere la ley.
(nota 34) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1022; PLANIOL-RIPERT, t. 12, nº 27.
(nota 35) Algunos fallos han declarado de legítimo abono los gastos de traslado de los restos para
darles sepultura (C. Civil 1ª Cap., 24/8/1931, J. A., t. 36, p. 610; C. Civil 2ª Cap., 18/5/1936, L. L., t.
2, p. 683), y nos parece que esta jurisprudencia es de entera aplicación al privilegio del crédito.
Inexplicablemente, FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1022, sostiene que este crédito
carece de privilegio.
(nota 36) FERNÁNDEZ, loc. cit. en nota anterior; SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2870;
LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 654.
(nota 37) Se entiende que si no estuvieren emancipados económicamente (por ejemplo, por seguir
una carrera universitaria o tener una enfermedad que les impide trabajar) los gastos funerarios de
los hijos mayores gozan de privilegio, ya que la ley no exige la condición de la minoridad.
(nota 41) SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2871; MOLINARIO, Privilegios, nº 363; FERNÁNDEZ,
Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1025; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 504.
(nota 42) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, núms. 1031 y 1033; SALVAT, Derechos reales, t.
3, nº 2879; LAFAILLE, Obligaciones, nº 658; MOLINARIO, Privilegios, nº 381.
(nota 43) De acuerdo: C. Civil 2ª Cap., 18/5/1936, J. A., t. 54, p. 486 (el tribunal declaró que por
modesta que sea la condición del enfermo, no es objetable que recurra a la mejora asistencia
médica); SALVAT, Derechos rales, t. 3, nº 2874; LLERENA, t. 10, p. 330; nº 6; LLAMBÍAS,
Obligaciones, t. 1, nº 510. En contra, sosteniendo que los gastos de sanatorios de lujo no deben gozar
del privilegio: FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1028, y nota 7 de la p. 179;
LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 658, nota 167.
(nota 44) SALVAT, Derechos reales, nº 2876; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, nº 1031.
(nota 47) LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 665, quien cita con acierto los arts. 267 y 372 , Código
Civil, de los que resulta que la asistencia médica está comprendida dentro del concepto de
alimentos. En contra: MOLINARIO, que niega que tales artículos sean aplicables a nuestra hipótesis
y sostiene que los gastos de enfermedad carecen de privilegio (Privilegios, nº 419). Si se piensa que
el fundamento de este privilegio es facilitar el crédito del deudor en sus más urgentes necesidades,
no puede dudarse de que el originado en la asistencia de enfermedades debe contar con
preferencia.
(nota 49) De acuerdo: MOLINARIO, Privilegios, nº 423; SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2894;
FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, nº 423. En contra, sosteniendo que sólo los comerciantes
pueden invocarlo: MACHADO, t. 10, p. 517.
(nota 50) SALVAT y MOLINARIO, loc. cit. en nota anterior; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 522.
1115/10620
1115/290
290. FUNDAMENTO.— El privilegio del locador, consagrado por los arts. 3883 y 3884 tiene una
larga tradición jurídica, como que se origina en el derecho romano, en donde asumía la forma de
una hipoteca tácita (Digesto, lib. 20, tít. 2, ley 4 y tít. 4, ley 7). Es un enérgico recurso de protección
del derecho de propiedad.
1115/291
Pero el cedente de un contrato de locación, aunque sea por título oneroso, carece de este privilegio
(art. 1586 ).
1115/292
292. CRÉDITOS AMPARADOS.— Están amparados con el privilegio: a) los alquileres vencidos
durante dos años si se trata de una finca urbana, y durante tres años si se trata de una propiedad
rural; b) todas las otras obligaciones surgidas para el inquilino como consecuencia del contrato de
locación (art. 3884 ), como, por ejemplo, la obligación de pagar los perjuicios causados en la
propiedad (ver nota 1), las multas pactadas (ver nota 2), las costas del juicio por cobro de alquileres
(ver nota 3), etcétera.
Con respecto al crédito por alquileres propiamente dicho, cabe notar que la ley habla de alquileres
vencidos; por lo tanto, la circunstancia de que el contrato haya dispuesto el cobro adelantado de los
alquileres, no autoriza al propietario a pretender que su crédito por períodos no vencidos, tenga
carácter privilegiado, por más que los alquileres sean exigibles (ver nota 4).
1115/293
293. COSAS SOBRE LAS QUE RECAE.— Están afectados al privilegio del locador:
a) Todos los muebles que se encuentran en la casa, introducidos allí de manera permanente o para
ser vendidos o consumidos, aunque no pertenezcan al locatario (art. 3883 ). Tales, por ejemplo, los
muebles que adornan la casa o sirven para su utilización (mobiliario, ropas, alhajas, artefactos
eléctricos, cuadros, adornos, etc.), las mercaderías que integran el fondo de comercio, etcétera. Es
indiferente que las cosas estén a la vista o guardadas en cofres, cajas fuertes, etcétera (ver nota 5). Se
ha declarado que el privilegio sobre la mercadería se extiende también al precio de las que hubieran
sido vendidas y no pagadas (ver nota 6) y al producido del seguro que garantiza contra riesgos las
cosas introducidas en la casa locada (ver nota 7).
Las cosas deben haber sido introducidas en la propiedad con carácter permanente; si sólo
estuvieren accidentalmente allí, no hay privilegio (art. 3883 ). Las cosas deben encontrarse en la
propiedad en el momento de hacerse efectivo el privilegio; no importa que hubieran sido
introducidas allí al contratar o más tarde (ver nota 8).
Quedan naturalmente excluidas de este privilegio las cosas inembargables (véase nº 294). Este es el
sentido de la reforma, a nuestro juicio innecesaria porque la solución es obvia, que la ley 12296
introduce al art. 3883 , en la que se hace la salvedad de las excepciones consagradas por este
Código, que son precisamente los bienes inembargables.
Cabe preguntarse si están comprendidos en el privilegio los animales de procreo, los novillos de
invernada, las vacas lecheras. La cuestión ha sido objeto de pronunciamientos contradictorios (ver
nota 9). Por nuestra parte, nos inclinamos en sentido afirmativo por dos motivos: el primero, que el
art. 3883 incluye dentro del privilegio todas las cosas que sirven para la explotación de la hacienda
rural, y es evidente que tales semovientes sirven a dicha explotación; el segundo, que después de
sancionada la ley 13246 no habría semovientes sobre los que ejercer este privilegio si se adopta la
solución contraria, ya que los animales de trabajo están expresamente excluidos conforme con los
términos del art. 15 de la ley.
Con las limitaciones que surgen de la ley de arrendamientos agrícolas, están comprendidos también
en el privilegio los frutos de la cosecha del año (art. 3909 ), vale decir, las cosechas en pie o
separadas, siempre que la semilla se encuentre todavía en el predio.
1115/294
a) Los bienes inembargables, puesto que si el deudor no puede ser desapoderado de ellos, el
privilegio carecería de sentido.
d) Los muebles que el locador sabía que no pertenecían al locatario (art. 3883 ). Esta disposición
parece a primera vista contradictoria con el apartado inicial del propio art. 3883 , según el cual el
privilegio se ejerce sobre todas las cosas introducidas con carácter permanente en el inmueble,
aunque no pertenezcan al locatario. Pero no hay tal contradicción. El sistema de la ley es práctico y
claro. Todas las cosas que se encuentren en el predio están en principio afectadas al privilegio; pero
si el locador sabe que no pertenecen al locatario, cesa su privilegio. Lo que se quiere evitar es que el
locador se engañe, tranquilizado por el valor de las cosas introducidas en el inmueble, y que él debe
suponer que pertenecen al inquilino, porque eso es lo que normalmente sucede. Pero si el locador
sabe que las cosas no pertenecen al inquilino, no puede, obrando de buena fe, pretender un
privilegio sobre cosas que no son de su deudor. La prueba de que el locador sabía que la cosa no era
del inquilino, corresponde al que invoca dicho conocimiento (ver nota 10).
Para que el propietario pierda su privilegio ¿es necesario que haya tomado conocimiento de que las
cosas pertenecen a terceros en el momento de su introducción a la propiedad o basta un
conocimiento posterior? La primera tesis ha sido sostenida por Vélez en la nota al art. 3883 ,
siguiendo la doctrina francesa predominante, y bajo su influencia, los tribunales y autores
nacionales se han pronunciado en igual sentido (ver nota 11). Pero la creemos equivocada. Sólo
tendría lógica exigir el conocimiento de la propiedad de la cosa por el locador en el momento en
que se la introduce, si éste pudiera oponerse a dicha introducción. Pero no puede hacerlo. Basta, a
nuestro juicio, el conocimiento en cualquier momento anterior a aquel en que nació el crédito del
locador. En efecto, hemos dicho ya que este derecho a ejercer un privilegio sobre un bien que no
perteneció al deudor sólo se explica por la confianza que puede despertar en el locador la existencia
de muebles valiosos capaces de garantizar suficientemente la deuda; es, en efecto, posible que,
descansando en esa confianza, deje transcurrir más del tiempo prudente en demandar los alquileres
u otras deudas derivadas de la locación. Pero ya no tendría justificación alguna su pretensión si con
anterioridad al origen del crédito sabía ya que el bien era de un tercero (aunque lo ignorara cuando
se introdujo al inmueble). Supongamos una cosa introducida al inmueble en enero de 1990; el
propietario toma conocimiento de que ella es ajena en el mes de noviembre y en enero de 1991
empieza el atraso en el pago de los alquileres. A nuestro juicio, la cosa queda excluida del
privilegio, porque el origen de la deuda es posterior al momento del conocimiento.
La ley se conforma con que el propietario sepa que la cosa no pertenece al locatario, cualquiera sea
la razón de ese conocimiento. En consecuencia, no es necesaria una notificación o comunicación
hecha por el locatario; basta que el locador lo supiera porque así surge de la profesión del locatario
(como ocurriría si se trata de un corredor que vende mercaderías por cuenta de terceros) o de la
naturaleza de la cosa o de cualquier otra circunstancia (art. 3883 ).
1115/295
Es obvio que la limitación establecida por el art. 1593 (que sólo admite el privilegio del locador
principal hasta el límite de las obligaciones del subinquilino) se aplica únicamente en el caso de que
el locador principal haya tenido conocimiento oportuno del contrato de sublocación (ver nota 12).
Pues si lo ignoraba, su privilegio se extiende a todas las cosas que se encontraran en el inmueble,
conforme al art. 3883 . Igual solución debe aplicarse al caso de que el contrato originario prohibiera
la sublocación o la permitiera sólo en condiciones que no se han cumplido (ver nota 13).
1115/296
296.— Del juego de estas disposiciones resulta que sobre los muebles introducidos por el
sublocatario pesa un doble privilegio: el del locador principal y el del sublocador. En la colisión de
ambos, debe concederse prioridad al primero (ver nota 14).
1115/297
297. DERECHO DE EMBARGO Y PERSECUCIÓN.— Según el art. 1558 el locador puede retener
todos los frutos existentes de la cosa arrendada y todos los objetos con que se halle amueblada,
guarnecida o provista y que pertenezcan al locatario. Esta disposición importa reconocer al locador
el derecho de trabar un embargo preventivo sobre tales bienes para impedir que el locatario los
retire del inmueble, para lo cual le basta acreditar su calidad de locador y afirmar la existencia de la
deuda, si se tratare de la obligación derivada de la falta de pago de alquileres vencidos (ver nota
15).
Pero la ley va todavía más allá: reconoce al locador un derecho de persecución de las cosas ya
retiradas del inmueble. En efecto, el art. 3885 dispone que si los muebles gravados con el privilegio
hubiesen sido sustraídos de la casa alquilada, el propietario de ella puede, durante un mes, hacerlos
embargar para hacer efectivo el privilegio, aunque el poseedor de ellos sea de buena fe. Las
condiciones de ejercicio de este derecho de persecución son las siguientes:
a) Que las cosas hayan sido sustraídas del inmueble, es decir, que hayan sido retiradas sin
consentimiento expreso o tácito del locador (ver nota 16). No es necesario una acción fraudulenta o
dolosa (ver nota 17); basta la falta de conocimiento o de consentimiento, si sabiendo del retiro, no
tuvo medio de oponerse.
b) Que el embargo se trabe en el plazo de un mes, contado desde que las cosas se retiraron del
inmueble. No basta que el embargo se haya pedido dentro del mes; es necesario que la medida se
haya hecho efectiva dentro de ese plazo (ver nota 18). El plazo empieza a correr desde que las cosas
fueron retiradas del inmueble y no desde que el retiro llegó a conocimiento del deudor; este
principio no se altera ni siquiera por la circunstancia de que el locatario haya ocultado
maliciosamente el retiro al locador (ver nota 19), porque se trata de un plazo de caducidad y no de
prescripción. La ley no sólo tiene en cuenta el interés del locador, sino también el de terceros,
poseedores de buena fe, cuyos derechos podrían verse gravemente afectados por el privilegio del
locador si éste se prolongara más del plazo indicado.
c) Aunque la ley no la establece, se admite generalmente una tercera condición: que los muebles
que hay dentro del inmueble no alcancen a satisfacer el crédito del locador. Sólo así podrá éste
invocar un interés legítimo para dirigir su acción contra terceros (ver nota 20).
1115/298
298.— El locador puede hacer valer su derecho no sólo contra el locatario, sino también contra
terceros, poseedores de buena fe de la cosa (ver nota 21). Sin embargo, si el tercero de buena fe ha
adquirido las cosas en una venta pública o en casa de venta de objetos semejantes, el locador estará
obligado a reintegrarle el precio, conforme con lo dispuesto por los arts. 2768 y 3214 , ya que su
situación no puede ser mejor que la del propietario que reivindica una cosa robada o perdida (ver
nota 22); igualmente, deberá reembolsarle los gastos hasta el mayor valor de la cosa (ver nota 23).
1115/299
299.— Se ha declarado que la venta de las cosas sobre las que se ejerce el privilegio en ejecución
forzada, no lo extingue, sino que se traslada sobre el precio y puede ser ejercido hasta tanto el
acreedor ejecutante se pague sobre ese precio (ver nota 24). Queda sobreentendido que debe
tratarse de cosas no retiradas del inmueble o de cosas retiradas pero embargadas dentro del plazo
de un mes (ver nota 25).
1115/300
300. ORDEN DE ESTE PRIVILEGIO.— El privilegio del locador ocupa el siguiente rango:
a) Con relación a los privilegios generales del art. 3879 , es pospuesto por los gastos de justicia (arts.
3900 y 3904 ) (ver nota 26) y prevalece sobre el crédito por impuestos. No hay una regla expresa
relativa al último caso, pero esta solución se desprende de lo dispuesto en el art. 3904 (ver nota 27).
b) Con relación a los privilegios generales sobre bienes muebles (art. 3880 ), es pospuesto por el de
gastos funerarios y de última enfermedad y prevalece sobre los restantes (art. 3904 ) (ver nota 28).
1) Al privilegio del conservador cuando éste ha nacido con posterioridad al momento en que se
originó la deuda privilegiada del locador (solución lógica, pues los gastos de conservación han
beneficiado al locador al contribuir a conservar las cosas) o cuando el locador tenía conocimiento
del crédito anterior del conservador (art. 3902 ).
2) Al crédito del acreedor prendario sobre los frutos de la cosecha del año, siempre que éste sea de
buena fe (art. 3909 ); será reputado de buena fe el acreedor prendario que ignoraba la existencia de
una deuda pendiente en concepto de arrendamientos.
Salvo este supuesto, el crédito del acreedor prendario cede ante el del locador (ver nota 29).
5) Al crédito de quien ha suministrado las semillas o ha adelantado los gastos de la cosecha (art.
3911 ).
6) Al crédito por el importe de las primas de seguros agrícolas (art. 1º <>, ley 3863).
1115/301
2) Sobre el vendedor de cosa mueble en caso de que el locador ignorase la existencia del saldo
impago al introducirse las cosas a la finca (art. 3908 ) o el vendedor no intentase la reivindicación
dentro del mes de realizada la venta (art. 3895 ).
3) Sobre el acreedor prendario, salvo el supuesto de la prenda sobre los frutos de la cosecha del año
(art. 3909 ).
4) Con respecto a la prenda agraria, el art. 6º , ley 9644, establece que la prenda agraria no afectará
el privilegio del propietario por un año de arrendamiento vencido o la cantidad pagadera en
especie por el uso y goce de la cosa durante el mismo tiempo, adeudado con anterioridad a la
constitución de la prenda, siempre que el contrato de arrendamiento se hubiere inscripto con
anterioridad al contrato de prenda en el registro que se creó por esta ley. Los créditos posteriores al
contrato de prenda son postergados por el crédito prendario (ver nota 30).
5) Prevalece sobre el acreedor hipotecario, respecto de las cosas muebles introducidas en la finca
hipotecada (ver nota 31).
Finalmente, hay que agregar que el locador puede hacer valer su privilegio aun contra los derechos
del depositante, a menos que se pruebe que él sabía que las cosas eran del depositante (arts. 3883 y
3905 ). Pero en este caso no se trata de una colisión de privilegios, sino de una pugna entre el
privilegio del locador y el derecho de propiedad (o contractual, si el depositante no es dueño) del
depositante sobre la cosa depositada. Caso de prevalecer el privilegio del locador, deberá primero
ejecutar las restantes cosas muebles y sólo en caso de que éstas no alcancen, puede dirigirse contra
las depositadas por un tercero (art. 3905 ).
1115/302
302. ALCANCE.— Según el art. 3886 , el posadero goza del privilegio del locador, bajo las mismas
condiciones y excepciones, sobre los efectos introducidos en la posada, mientras permanezcan en
ella y hasta la concurrencia de lo que se le deba por alojamiento y suministros habituales de los
posaderos a los viajeros. El privilegio no comprende los préstamos de dinero, ni se da por
obligaciones que no sean las comunes de los viajeros.
Por posadero se entiende a todo el que suministra alojamiento y comida: hoteleros, dueños de casas
de pensión, etcétera. Están excluidos, en cambio, los restaurantes, bares, confiterías, etcétera (ver
nota 32).
Es opinión general que este privilegio es aplicable sólo con relación a los viajeros, pero no a las
personas que se domicilian en la misma localidad en que se encuentra el hotel o posada (ver nota
33). Sin embargo no parece que este distingo sea razonable (ver nota 34). A nuestro juicio, todo
crédito del posadero contra las personas que alberga está favorecido con este privilegio.
1115/303
303.— Quedan afectados al privilegio todos los efectos introducidos a la posada, tales como
equipajes, alhajas, dinero, vehículos, etc. No interesa que tales cosas pertenezcan al viajero o a
terceros; en cualquier caso el posadero podrá invocar su privilegio, ya que el art. 3886 lo autoriza a
hacerlo bajo las mismas condiciones y excepciones que el del locador; por igual motivo, no tendrá
privilegio respecto de las cosas pertenecientes a terceros: 1) cuando el posadero supiera que ellas no
pertenecían al viajero al tiempo de tener origen su crédito (la prueba de su conocimiento debe
producirla el que la invoca); 2) cuando se trata de cosas robadas o perdidas (art. 3883 ).
1115/304
304.— El privilegio sólo ampara los suministros habituales de los posaderos a los viajeros:
alojamiento, comida, garaje. Pero no las obligaciones que no sean comunes de los viajeros, como
sería un préstamo de dinero hecho por el posadero al viajero (art. 3886 ).
La ley no establece limitación alguna al monto del crédito o al plazo de hospedaje durante el cual se
puede ejercer el privilegio (ver nota 35).
1115/305
305.— ¿Tiene el posadero el derecho de persecución propio del locador? La opinión afirmativa ha
sido sostenida por algunos autores, fundados en que el art. 3886 dice que el privilegio del posadero
se ejerce bajo las mismas condiciones que el del locador (ver nota 36). Pero prevalece en nuestra
doctrina la opinión contraria (ver nota 37), que parece preferible: 1) porque el art. 3886 concede este
privilegio mientras las cosas permanezcan en la posada; 2) porque el derecho de persecución
reconocido al locador es excepcional, por lo que no debe ser aplicado más allá del supuesto
expresamente contemplado en la ley; 3) finalmente, porque este derecho de persecución es un
peligro para la seguridad de las transacciones sobre bienes muebles y para los derechos de los
terceros de buena fe que han adquirido derechos sobre ellas.
1115/306
306. ORDEN DEL PRIVILEGIO.— En este punto, los textos del Código son cada vez más confusos.
El art. 3914 dice que el privilegio sobre los objetos introducidos en la posada cede ante los gastos de
justicia y los gastos funerarios, pero es preferible a todos los otros créditos privilegiados; pero las
cosas se complican cuando entra en conflicto con el crédito del conservador (respecto del cual el art.
3901 dice que es preferible a todos los créditos en interés de los cuales se han hecho) y con el
acarreador (con relación al cual el art. 3910 dice que sólo cede ante los gastos funerarios y los que se
hagan para la venta de las cosas). Es decir, hay por lo menos tres disposiciones legales que entran
en colisión. Sin embargo, hay acuerdo en la doctrina respecto de que el crédito del posadero debe
ser pospuesto por el del conservador y el del acarreador (ver nota 38). Por consiguiente, resultaría
que nuestro privilegio tiene el siguiente rango:
a) Cede ante los gastos de justicia (art. 3914 ); los gastos funerarios (art. 3914 ); los gastos de
conservación cuando éstos han nacido con posterioridad al crédito del posadero (art. 3901 ), o
cuando siendo anteriores, el posadero tenía conocimiento de su existencia al tiempo de originarse
su crédito (art. 3902 ); ante el crédito del acarreador (art. 3910 y su nota); ante el crédito del
vendedor, cuando al ser introducidas las cosas supiera el posadero que ellas no estaban pagadas
(art. 3907 ).
b) Prevalece sobre todos los restantes privilegios (art. 3914 ), inclusive sobre el del trabajador, dado
su carácter de retenedor (art. 294 , ley 20744).
1115/307
307. ALCANCE.— El acarreador goza de igual privilegio que el locador sobre los efectos
transportados que tenga en su poder o en el de sus agentes y durante los quince días que sigan a la
entrega que hubiese hecho al propietario, por el importe del transporte y gastos accesorios (art. 3887
). Esta disposición es aplicable al transporte civil, es decir, cuando se realiza como hecho aislado; si,
por el contrario, se lleva a cabo por una empresa organizada, se aplica sólo subsidiariamente el
régimen del Código de Comercio (art. 200 ) (ver nota 39).
Debe entenderse por acarreador toda persona que se encarga del transporte de mercaderías o cosas
de un lugar a otro, sea en forma profesional o accidental (ver nota 40). No lo es quien se limita a
alquilar o facilitar vehículos para que otros realicen el transporte.
1115/308
308.— El privilegio protege el crédito por el transporte y gastos accesorios. Estos gastos accesorios
pueden consistir en la conservación de la cosa, en los que se ha necesitado hacer para evitar los
efectos de una fuerza mayor, etcétera.
1115/309
309.— Están afectadas al privilegio las cosas transportadas por efecto del contrato en el cual se
originó la deuda; el transportador acarreador no puede pretender privilegio sobre las cosas
transportadas anteriormente. Pero si se tratara de un solo contrato de transporte realizado en varios
viajes, el total de los efectos está afectado al privilegio surgido de la totalidad de la deuda (ver nota
43).
1115/310
310.— El privilegio puede ejercitarse mientras los efectos se encuentran en poder del acarreador o
de sus agentes y durante los quince días siguientes a la entrega (art. 3887 ). Se explica esta solución,
pues lo normal en los contratos cumplidos de buena fe es que el acarreador entregue la mercadería,
confiando en que será pagado de acuerdo con lo convenido.
Adiferencia de lo que ocurre en el caso del locador, no hay aquí, propiamente hablando, un derecho
de persecución, pues el acarreador sólo tendrá derecho a embargar las cosas mientras éstas se
encuentren en poder del propietario o del destinatario, pero no cuando han pasado a manos de un
tercero de buena fe (ver nota 44).
Cabe agregar que el Código de Comercio ha extendido el plazo hasta treinta días (art. 200 ).
1115/311
a) Ante los gastos que se hagan para la venta de la cosa (art. 3910 ), o sea, los gastos de justicia.
c) Ante los gastos de conservación cuando son posteriores al transporte o cuando siendo anteriores,
el acarreador tenía conocimiento de su existencia (arts. 3901 y 3902).
1115/312
312. ALCANCE.— Son privilegiadas las sumas debidas por las semillas y por los gastos de la
cosecha, sobre el precio de esa cosecha (art. 3888 ).
El privilegio se ejerce sobre el producido de la cosecha para la cual se hicieron los gastos.
1115/313
313. GASTOS COMPRENDIDOS.— Ninguna duda cabe de que están comprendidas las sumas
debidas por compra de semilla y por los gastos de recolección propiamente dichos. En cambio, se
ha cuestionado si también los trabajos de preparación de la tierra, arada, rastreada, fumigación,
carpida, están también comprendidos. Predomina, a nuestro juicio, con razón, la opinión
afirmativa, pues todos estos gastos tienen por destino el logro de la cosecha (ver nota 45). Mayores
dudas ha suscitado el problema de si también los gastos de abono deben reputarse comprendidos
en el privilegio (ver nota 46), dudas surgidas sobre todo de la consideración de que el abono suele
servir para varias cosechas y no para una sola. Pero no vemos motivos serios para apartarnos de
igual solución, desde que también estos gastos están enderezados al cultivo de la tierra y a la
obtención de la cosecha.
Están comprendidos los gastos de combustible, pasto para los animales de trabajo y jornales y otras
retribuciones relativas a esos trabajos. En cambio, es dudoso si debe incluirse el desgaste de
material; parece más razonable imputar ese gasto a los generales de explotación y no referirlo
específicamente a la cosecha sobre la cual se ejercita el privilegio (ver nota 47).
En cuanto a los peones de patio y gente de servicio doméstico, sólo tienen este privilegio si
hubieran trabajado aunque fuera accidentalmente en la cosecha y en la medida en que hubieran
trabajado en ella (ver nota 48).
Por último, están también cubiertas por este privilegio las primas por seguros agrícolas (ley 3863,
art. 1º <>).
1115/314
314. ORDEN DE ESTE PRIVILEGIO.— El Código sólo contiene dos normas expresas sobre el rango
de este privilegio: el art. 3911 , que le concede prioridad sobre el privilegio del locador, y el 3912 ,
que establece que los acreedores por semillas y por gastos de cosecha concurren en paridad de
derechos.
Por consiguiente, puede sentarse el siguiente orden de prelación: los gastos de cosecha son
pospuestos únicamente por los gastos de justicia, es decir, los que demande la venta de la cosa (art.
3900 ), y por los créditos del trabajador (art. 294 , ley 20744); y prevalecen sobre todos los restantes
que puedan recaer sobre el precio de la cosecha.
1115/315
315. ALCANCE.— El art. 3891 , Código Civil, reconoció al obrero o artesano un privilegio sobre la
cosa que ha reparado o fabricado. Esta norma hace honor al codificador, pues este privilegio no fue
reconocido por el derecho romano ni por el Código Napoleón ni por la ley belga de 1951, que
fueron sus principales fuentes en esta materia; aunque sí lo fue por el Código de Louisiana (art.
3184, inc. 2º), en el que se inspiró Vélez.
Esta norma era hoy insuficiente; y ha quedado sustituida por la regulación legal que en esta materia
contiene la ley sobre contrato de trabajo. Debemos agregar que aunque esta reforma es
sustancialmente justa y acorde con la sensibilidad moderna, es indudable que ha exagerado la
protección del trabajador.
El art. 268 , ley 20744 (t. o. por decreto 390/1976) establece que los créditos por remuneraciones
debidas al trabajador por seis meses y los provenientes por indemnizaciones por accidentes del
trabajo, antigüedad o despido, falta de preaviso y fondo de desempleo, gozan de privilegio especial
sobre las mercaderías, materias primas y maquinarias que integran el establecimiento donde haya
prestado sus servicios o que sirvan para la explotación de que aquél forma parte. El mismo
privilegio recae sobre el precio del fondo de comercio, el dinero, títulos de créditos o depósitos en
cuentas bancarias o de otro tipo, que sean resultado directo de la explotación, salvo que hubiesen
sido recibidos a nombre y por cuenta de terceros. Las cosas introducidas en el establecimiento o
explotación, o existentes en él, no estarán afectadas al privilegio, si por su naturaleza, destino,
objeto del establecimiento o explotación o por cualquier otra circunstancia, se demostrare que
fuesen ajenas, salvo que estuviesen permanentemente destinadas al funcionamiento del
establecimiento o explotación, exceptuadas las mercaderías dadas en consignación.
Hay que destacar que el privilegio recae aun sobre cosas ajenas al principal o empleador cuando
ellas estuvieren permanentemente destinadas al funcionamiento del establecimiento o explotación.
En este caso, no importa que sea evidente que la cosa pertenece a un tercero ni que se demuestre
que el trabajador lo sabía: de cualquier modo, queda afectada al privilegio (ver nota 50). Es una
solución excesiva, pues no se concibe un privilegio que pueda recaer sobre bienes que no
pertenecen al deudor, particularmente cuando el acreedor sabe que no le pertenecen (ver nota 51).
De este peligro que se cierne sobre las cosas pertenecientes a terceros sólo se exceptúan las
mercaderías dadas en consignación.
Este privilegio se traslada de pleno derecho sobre los importes que sustituyan a los bienes sobre los
que recaiga, sea por indemnización, precio o cualquier otro concepto que permita la subrogación
real (art. 272 , ley 20744, t. o. por dec. 390/1976). La ley adopta así en forma expresa una solución
que consideramos aplicable a todo privilegio especial (véase nº 261, c).
1115/316
316. DERECHO DE PERSECUCIÓN.— Dispone el art. 269 , ley 20744 (t. o. por decreto 390/1976)
que si los bienes afectados al privilegio hubiesen sido retirados del establecimiento, el trabajador
podrá requerir su embargo para hacer efectivo el privilegio aunque el poseedor de ellos fuera de
buena fe. Este derecho caducará a los seis meses de su retiro y queda limitado a las maquinarias,
muebles u otros enseres que hubiesen integrado el establecimiento o explotación.
No se justifica que un tercero que ha adquirido de buena fe y por título oneroso un bien, pueda
luego verse privado de él en virtud de este privilegio. Pero hay que advertir que este derecho de
persecución no se refiere a todas las cosas afectadas al privilegio, sino solamente a las maquinarias,
muebles y otros enseres. En este caso, la palabra muebles está tomada en su sentido vulgar de
mobiliario del establecimiento; no se alude a toda cosa mueble en sentido jurídico, pues si así fuera,
estarían comprendidas las mercaderías o materia prima, que evidentemente la ley ha querido
excluir de este derecho de persecución. Y, en efecto, sería verdaderamente insólito que la persona
que adquiere una mercadería en un establecimiento comercial pudiera luego verse privada de ella
en virtud de este privilegio del trabajador.
1115/317
318. ORDEN DE ESTE PRIVILEGIO.— Este privilegio goza de preferencia sobre todo otro que
recaiga sobre los mismos bienes, con excepción del de los acreedores prendarios por saldo de precio
y de lo adeudado al retenedor, por razón de las mismas cosas, si fuesen retenidas (art. 270 , ley
20744, t. o. por dec. 390/1976).
¿Prevalece aun respecto de los gastos de justicia? Pensamos que no. La preferencia de los gastos de
justicia debe ocupar siempre un primer rango, por la muy simple razón de que sin ellos no se
hubiera podido hacer efectivo ningún otro privilegio, inclusive el del trabajador. La prueba de que
no se entendió desplazar los gastos de justicia, la da el art. 267 (ley 20744, t. o. por dec. 390/1976),
según el cual tienen carácter de gastos de justicia los créditos laborales derivados de la continuación
de la empresa; no se explica que se hubiera hecho esa previsión si se entendiera que los créditos
laborales tienen preferencia sobre los gastos de justicia (ver nota 52). Todavía hay que agregar que
el crédito laboral es postergado por el del acreedor prendario y por el retenedor y estos dos son
postergados por los gastos de justicia; de donde parece indiscutible que éstos postergan al crédito
del trabajador.
En suma, el crédito del trabajador tiene preferencia respecto de todo otro privilegio con la salvedad
de los gastos de justicia y el crédito del acreedor prendario y el retenedor.
1115/319
319. ALCANCE.— Según el art. 3892 los gastos de conservación de una cosa mueble, sin los cuales
ésta hubiera perecido en todo o en parte, deben ser pagados con privilegio sobre el precio de ella,
esté la cosa o no en poder del que ha hecho los gastos. Los simples gastos de mejoras que no tengan
otro objeto que aumentar la utilidad y el valor de la cosa, no gozan de privilegio. Es explicable este
privilegio y la prioridad que como veremos se le concede, porque beneficia a los restantes
acreedores al conservar la cosa sobre la cual han de hacerse efectivos los créditos.
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Los gastos de primas de seguros deben considerarse gastos de conservación de la cosa (ver nota 53).
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321. ASIENTO DEL PRIVILEGIO.— Según el art. 3892 el privilegio puede hacerse valer esté o no la
cosa en poder de quien ha hecho los gastos. Esto no significa, sin embargo, reconocer al
conservador un derecho de persecución. Desde el momento que la cosa ha pasado a manos de un
tercero de buena fe, cesa el derecho del acreedor de hacer embargar la cosa y de venderla
judicialmente, de conformidad a la regla cardinal del art. 2412 . Pero si el tercero aún no hubiera
pagado el precio, el privilegio se traslada al precio debido, conforme lo establece la misma norma.
En otras palabras: si al hacerse ejecución de los bienes del deudor, la cosa no hubiera salido de su
poder, ella puede ser embargada y vendida; del precio que se obtenga, el conservador tendrá rango
privilegiado. Si la hubiera enajenado a un tercero que aún no hubiera pagado el precio, el privilegio
se asienta en el precio adeudado.
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322. ORDEN DE ESTE PRIVILEGIO.— Como regla general, el art. 3901 sienta el principio de que
los gastos hechos para la conservación de la cosa, son preferidos a todos los créditos, en el interés
de los cuales han sido también hechos. Son preferidos a los gastos de la última enfermedad, a los
sueldos o salarios de la gente de servicio, a los alimentos del deudor y su familia, y a las deudas al
Fisco y municipalidades; pero el privilegio del conservador es preferido por los gastos funerarios, y
por los causados para la venta de la cosa conservada.
En consecuencia, respecto de los privilegios generales, los del conservador son pospuestos por los
gastos de justicia y funerarios y prevalecen sobre todos los restantes, con excepción del crédito de
los trabajadores, al cual la ley 20744 le ha dado preferencia sobre todos los otros generales (art.
297 ).
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323.— En cuanto a los privilegios particulares, la ley ha previsto el caso de concurrencia con el
locador, el acreedor pignoraticio, el posadero y el acarreador. El conflicto ha sido resuelto conforme
con la siguiente regla: si los gastos de conservación son posteriores, prevalecen sobre los restantes
privilegios; si son anteriores, sólo prevalecen en caso de que los otros acreedores supieran, al
tiempo de originarse su crédito, de la existencia del crédito del conservador. Pero si lo ignoraban, el
crédito del conservador es pospuesto por los otros (art. 3902 ).
En cuanto a los restantes privilegios, son pospuestos siempre por el del conservador en la medida
que éste los hubiera beneficiado (art. 3901 ) (ver nota 54); debe hacerse la excepción del crédito de
los obreros y artesanos, que prevalece sobre el del conservador. Salvo que éste ejerza el derecho de
retención (art. 294 , ley 20744).
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324.— Si concurren varios conservadores que han realizado gastos sucesivos sobre la misma cosa, el
conservador más reciente es preferido respecto del más antiguo; pero si varios conservadores han
hecho trabajos o realizado gastos ligados por la comunidad de un fin o trabajo único, sus créditos
serán pagados en forma concurrente (art. 3903 ).
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325. NORMA LEGAL.— Establece el art. 3893 que el vendedor de cosas muebles no pagadas goza
de privilegio por el precio sobre el valor de la cosa vendida que se halle en poder del deudor, haya
sido la venta al contado o a plazo. Si la cosa ha sido revendida y se debiese el precio, el privilegio se
ejerce sobre el precio. Es un privilegio tendiente a proteger las transacciones y la seguridad del
comercio jurídico.
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326. CRÉDITOS PROTEGIDOS.— Se protege el crédito del vendedor de cosas muebles. Teniendo
en cuenta el principio de que los privilegios deben interpretarse con criterio estricto, se admite
generalmente que no está protegido el crédito del permutante o del nacido en otros actos análogos
(ver nota 55). Con respecto a la permuta, esta opinión nos parece harto discutible, pues son
aplicables a ella las reglas de la compraventa (art. 1492 ), de donde se desprende a nuestro juicio,
que también el permutante está amparado por este privilegio. Pero no lo está el cedente oneroso de
un derecho, porque la ley habla de cosas (ver nota 56).
Tratándose del vendedor, no importa que la operación se haya hecho al contado o a plazos; en
cualquier caso tiene lugar el privilegio (art. 3893 ).
El privilegio se ejerce sólo por el precio y no por otros créditos accesorios, tales como intereses (ver
nota 57), cláusula penal (ver nota 58), gastos judiciales que se hayan hecho para el cobro (ver nota
59), etcétera.
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327. ASIENTO DEL PRIVILEGIO.— Si la cosa se encuentra en poder del comprador, el vendedor
puede embargarla y ejecutarla, haciendo valer en esa oportunidad su privilegio. Pero si el
comprador la hubiera revendido, carece de derecho de persecución; empero, si el revendedor
debiese el precio, el privilegio se hará valer sobre éste (art. 3893 ). La circunstancia de que el tercer
subadquirente tenga conocimiento de que se adeudaba el precio de la primera compra, no altera las
relaciones entre las partes ni permite al primitivo vendedor ejercer un privilegio sobre la cosa que
ha pasado a manos de tercero (ver nota 60).
En caso de expropiación, el privilegio se hace efectivo sobre el monto de la indemnización (ver nota
61). Y si la cosa vendida se ha destruido y estaba asegurada, el privilegio se traslada a la
indemnización debida por la compañía (ver nota 62).
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328.— El privilegio subsiste aunque la cosa haya sufrido cambio siempre que pueda establecerse su
identidad (art. 3896 ).
Más complicada es la solución en el caso de que el carácter de cosa mueble haya desaparecido por
accesión a un inmueble. En este supuesto hay que distinguir dos hipótesis: la de accesión física y la
de accesión moral. En el primer caso, no cabe duda de que la cosa mueble ha desaparecido, para
pasar a integrar un inmueble; no habría cosa sobre la cual ejercer el privilegio, que por
consiguiente, se extingue. Más dudoso es el supuesto de accesión moral. Parecería lógico admitir en
este caso la subsistencia del privilegio (ver nota 63), ya que la cosa no se transforma ni pierde su
identidad; y no parece justo que el comprador, por una maniobra, pueda privar al vendedor del
derecho de que la ley le concede, cuando no se ve un obstáculo serio para su ejercicio.
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d) Al crédito del locador, siempre que éste ignorase la existencia del crédito del vendedor (art. 3908
); pero el privilegio del vendedor prevalece sobre el del locador en caso de que el locador tuviere
conocimiento del crédito del vendedor o que éste hubiere intentado la reivindicación de la cosa en
el término de un mes desde que la venta se hizo (art. 3908 ).
e) Al crédito del acreedor pignoraticio, del posadero y del acarreador, a no ser que al recibir la cosa
hubieren tenido conocimiento de que el precio estaba impago (art. 3907 ).
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330. ALCANCE.— Si el depositario ha abusado del depósito, enajenando la cosa que ha sido
confiada a su cuidado; o si su heredero la vende, ignorando que la cosa se hallaba depositada, el
depositante tiene privilegio sobre el precio que se debiese (art. 3897 ).
Es indiferente que el depositante sea o no propietario; su privilegio nace del depósito y no del
derecho de dominio.
Según la mayor parte de los comentaristas, este privilegio sólo es aplicable en caso de venta y no de
otra enajenación, tal como la permuta, porque el art. 3897 habla de precio. Nos parece una
interpretación excesivamente apegada al significado gramatical de las palabras y que como tal peca
de miopía, pues el derecho no se maneja con conceptos gramaticales sino jurídicos. No se ve motivo
alguno para aplicar una solución distinta en el caso de la permuta, con la diferencia que en este
caso, el privilegio no se ejercerá sobre el precio sino sobre la cosa recibida a cambio de la
depositada. Y si se insiste en el argumento gramatical, hay que observar que la primera parte del
art. 3897 habla de enajenación, la que es comprensiva también de la permuta. Todavía puede
agregarse que las reglas de la compraventa son aplicables a la permuta (art. 1492 ).
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Prevalece sobre todos los otros privilegios (art. 3906 ). Debe hacerse notar que según el art. 3905 , el
locador será preferido al depositante sobre las cosas depositadas si ignoraba que éstas pertenecían a
un tercero y siempre que no existieran otros bienes suficientes para hacer efectivo su crédito. Pero
aquí no hay colisión entre dos privilegios, sino entre el privilegio del locador y el derecho de
propiedad del depositante. El supuesto de la ley, en efecto, es el de que las cosas estén en poder del
depositario inquilino; en tanto que el privilegio del depositante sólo entra a jugar cuando el
depositario ha enajenado la cosa.
(nota 1) C. Paz Cap., Sala I, 9/3/1948, L. L., t. 50, p. 27; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t.
2, nº 1074; SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2905; MOLINARIO, Privilegios, nº 459; LAFAILLE,
Obligaciones, t. 1, nº 682; etc.
(nota 2) Autores citados en nota anterior; en contra: C. Com. Cap., 11/9/1929, G. F., t. 82, p. 99 y
120.
(nota 4) Sup. Corte Buenos Aires, 14/9/1943, J. A., 1943-IV, p. 70, y L. L., t. 32, p. 204. Con referencia
al crédito de los alquileres devengados con posterioridad a la apertura del concurso del locatario, la
Sala F de la Cámara Civil de la Capital ha decidido que no le es aplicable el art. 130 <>, inc. 1º, de la
ley 11719, por no ser un crédito contra el concursado sino contra la masa de acreedores, razón por la
cual la solución debe buscarse por analogía dentro de lo preceptuado por el art. 125 <>de la misma
ley, que se refiere a la preferencia de que gozan los gastos necesarios para la seguridad y
conservación de los bienes del fallido (19/7/1960, L. L., t. 102, p. 884, S-6544).
(nota 7) C. Com. Cap., 19/8/1936, L. L., t. 3, p. 726. En contra: C. Com. Cap., 14/9/1918, J. A., t. 2, p.
486.
(nota 9) En el sentido de que están afectados al privilegio: C. Civil 2ª Cap., 28/12/1945, J. A., 1946-I,
p. 886. En contra: Sup. Trib. Santa Fe, 25/7/1947, L. L., t. 48, p. 104; SALVAT, Derechos reales, t. 3,
nº 2911, nota 146; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1077; LAFAILLE, Obligaciones,
t. 1, nº 683.
(nota 10) C. Civil 2ª Cap., 28/4/1932, J. A., t. 40, p. 191; C. Paz Cap., 4/12/1950, J. A., 1951-II, p. 411.
(nota 11) C. Civil 1ª Cap., 16/4/1931, J. A., t. 36, p. 1358; C. Civil 2ª Cap., 28/3/1939, L. L., t. 14, p.
394; Sup. Corte Buenos Aires, 17/12/1940, L. L., t. 21, p. 442; Sup. Trib. Santa Fe, 23/6/1944, L. L., t.
35, p. 601; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1084; SALVAT, t. 3, nº 2917; LAFAILLE,
Contratos, t. 3, nº 359; LLAMBÍAS, Obligaciones, t. 1, nº 543, texto y nota 185.
(nota 12) C. Civil 1ª Cap., 31/7/1925, J. A., t. 16, p. 609; íd., 16/10/1931, J. A., t. 36, p. 1357.
(nota 13) C. Civil 1ª Cap., 14/4/1937, J. A., t. 58, p. 157; íd., 17/6/1946, G. F., t. 184, p. 106;
FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1089; SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2922;
MOLINARIO, Privilegios, nº 461 d; BAUDRY LACANTINERIE y DE LOYNES, t. 1, nº 375;
PLANIOL-RIPERT, t. 12, nº 160.
(nota 16) C. Civil 2ª Cap., 28/3/1939, L. L., t. 14, p. 394; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t.
2, nº 1094; MOLINARIO, Privilegios, nº 462 d; SALVAT, t. 2, nº 2925; LAFAILLE, Obligaciones, t. 1,
nº 688.
(nota 18) C. Civil 2ª Cap., 19/8/1926, J. A., t. 26, p. 1459; C. Fed. Mendoza, 3/10/1940, L. L., t. 20, p.
892; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1094, nota 52.
(nota 22) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1097; SALVAT, Derechos reales, nº 2929.
(nota 24) C. Com. Cap., 21/6/1944, L. L., t. 35, p. 239; Sup. Trib. Entre Ríos, 26/10/1942, J. E. R.,
1942, p. 906.
(nota 25) No compartimos la doctrina sentada por la C. Civil Cap., Sala C, según la cual aun en el
caso de haber permanecido las cosas en el inmueble, es necesario hacer efectivo su embargo para
conservar el privilegio cuando dichas cosas se han vendido en ejecución forzada: 29/9/1960, L. L., t.
101, p. 69.
(nota 26) Dentro del concepto de gastos de justicia están comprendidos los gastos y honorarios del
juicio por desalojo y cobro de alquileres en el que se vendieron las cosas objeto del privilegio,
conforme al art. 3904; C. Civil 2ª Cap., 2/8/1948, L. L., t. 52, p. 162; MOLINARIO, Privilegios, nº 464
c.
(nota 27) Sup. Corte Buenos Aires, 16/7/1940, L. L., t. 19, p. 1005. Unanimidad en la doctrina.
(nota 28) En consonancia con estos principios se ha declarado que el crédito del locador prevalece
sobre el de alimentos (C. 1ª Apel. La Plata, 24/4/1945, L. L., t. 38, p. 398). Sobre el de la
indemnización por preaviso y despido (C. Civil 2ª Cap., 2/8/1948, L. L., t. 52, p. 162; C. 1ª Apel. La
Plata, 14/9/1943, L. L., t. 32, p. 22).
(nota 30) C. Com. Cap., 23/12/1931, J. A., t. 37, p. 404; Sup. Corte Buenos Aires, 18/10/1927,
Acuerdos y Sentencias, XI, 10, p. 355.
(nota 32) Unanimidad en la doctrina: véase FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1100;
SALVAT, Derechos reales, nº 2936; MACHADO, t. 10, p. 542; MOLINARIO, Privilegios, nº 486;
LAFAILLE, Obligaciones, t. 2, nº 692.
(nota 33) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1100 y nota 3; SALVAT, Derechos reales,
t. 3, nº 2935; MACHADO, t. 10, p. 542; MOLINARIO, Privilegios, nº 487; CORDEIRO ÁLVAREZ,
Privilegios, nº 70.
(nota 34) LAFAILLE, que en el texto (Obligaciones, nº 692) parece inclinarse por la opinión común,
en la nota 120 pone de relieve la debilidad del fundamento en que se sustenta la distinción: según
aquella opinión, tratándose de viajeros, el posadero no puede tomar informes sobre la solvencia del
albergado, lo que no ocurre cuando la persona habita en la ciudad. Observa con razón LAFAILLE
que en los grandes centros urbanos suele ser imposible informarse sobre tal circunstancia. Sin
contar con que no es razonable exigir al hotelero cada vez que recibe un cliente, que se informe
acerca de su solvencia.
(nota 35) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, nº 1104; MACHADO, t. 10, p. 542. MOLINARIO
sostiene que en ningún caso podrá ser por más de un año, ya que éste es el plazo de prescripción
del crédito del posadero, conforme al art. 4035 (Privilegios, nº 448). Sin duda que una deuda
prescripta no puede pretender privilegio; pero si la prescripción ha sido interrumpida, la deuda
puede ser por un lapso mayor desde que la ley no establece ningún término sobre este punto.
(nota 36) En este sentido: SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2938; LLERENA, t. 10, p. 341, nº 4.
(nota 37) De acuerdo: MOLINARIO, Privilegios, nº 490; MACHADO, t. 10, p. 542; SEGOVIA, t. 2, p.
677, nota 35; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1102; CORTÉS, Privilegios, p. 61;
LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 693.
(nota 38) MOLINARIO, Privilegios, nº 491; FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1523;
SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 3062; etc.
(nota 39) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1105; SIBURU, Derecho comercial, t. 3, nº
670.
(nota 42) De acuerdo: DEMOGUE, Revue Trimestrielle, 1914, p. 140; WAHL, Revue Trimestrielle,
1911, p. 523; Trib. Sena, 12/4/1913, Gaz. Trib., 1913, 2º sem., 2, 135; íd., 10/3/1922, Gaz. Trib., 1922,
2, 234 (autores y fallos citados por FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1108, nota 9).
(nota 43) Nota del codificador al art. 3887 y unanimidad en la doctrina: FERNÁNDEZ, Tratado de
los privilegios, nº 1110; SALVAT, Derechos reales, t. 3, nº 2942; MOLINARIO, Privilegios, nº 511.
(nota 44) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1112; SALVAT, Derechos reales, nº 2944;
MACHADO, t. 10, p. 544; MOLINARIO, Privilegio, nº 511; LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 698.
(nota 45) En este sentido: FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1125; SALVAT, Derechos
reales, nº 2946; LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 702; MACHADO, t. 10, p. 560; CORDEIRO
ÁLVAREZ, nº 86. En contra: MOLINARIO, Privilegios, nº 533 (aunque admite la equidad y justicia
de la solución que reconoce el privilegio, cree que ése no es el sistema de nuestro derecho positivo);
CORTÉS, Privilegios, p. 64.
(nota 46) Aun algunos autores que sostienen que los gastos de preparación de la tierra deben estar
comprendidos en el privilegio, excluyen el supuesto del abono: FERNÁNDEZ, SALVAT,
LAFAILLE y CORDEIRO ÁLVAREZ, loc. cit., en nota anterior. En cambio, la ley francesa del 24 de
marzo de 1936 ha resuelto el asunto en la forma propugnada en el texto.
(nota 47) LAFAILLE niega el privilegio para el supuesto de saldo de precio de los implementos
rurales (Obligaciones, t. 1, nº 702). El supuesto es evidentemente análogo al que tratamos en el
texto.
(nota 49) Véase ALLENDE y MARIANI DE VIDAL, Los privilegios y los créditos laborales, L. L.,
1978-C, p. 746.
(nota 50) De acuerdo: LLOVERAS, Los privilegios en la ley de contrato de trabajo, E. D., t. 58, p.
709, nº 10.
(nota 51) Advertimos la diferencia con el privilegio del locador, que también puede recaer sobre
cosas muebles ajenas, pero sólo en el caso de que el locador haya podido engañarse respecto de la
importancia de los bienes afectados a su privilegio, por ignorar que las cosas introducidas en el
inmueble locado pertenecían a terceros (véase nº 294).
(nota 52) Así lo hacen notar ALTERINI, AMEAL y LÓPEZ CABANA, Curso de obligaciones, t. 1, nº
817. De acuerdo: KEMELMAJER DE CARLUCCI, nota crítica a un fallo de la C. 1ª Trab. Mendoza
(13/11/1974) que decidió lo contrario: J. A., diario del 23/4/1975.
(nota 54) FERNÁNDEZ piensa que la solución del art. 3902 es aplicable a todos los acreedores con
privilegio especial y no sólo a los enumerados en dicha disposición (Tratado de los privilegios, t. 2,
nª 1528). Pero esta solución no se compagina con la regla general del art. 3901 , primera parte.
(nota 55) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1154; SALVAT, t. 2, nº 2964; MACHADO,
t. 10, p. 562; LAFAILLE, Obligaciones, t. 2, nº 715; MOLINARIO, Privilegios, nº 597.
(nota 59) De acuerdo: FERNÁNDEZ y MOLINARIO, loc. cit., en nota 630; en contra: SALVAT y
MACHADO, loc. cit. en nota 630.
(nota 60) En la doctrina francesa predomina la opinión contraria, fundada en que en tal supuesto el
tercer adquirente sería de mala fe y no podría invocar la presunción de propiedad del poseedor de
buena fe: BAUDRY LACANTINERIE y DE LOYNES, t. 1, nº 491; PLANIOL-RIPERT, t. 12, nº 247.
De acuerdo: SALVAT, Derechos reales, t. 2, nº 2968. FERNÁNDEZ demuestra que tal solución es
insostenible, porque la circunstancia de adeudar el precio no priva al comprador de revender la
cosa y el tercer adquirente no puede considerarse de mala fe (Tratado de los privilegios, t. 2, nº
1159).
(nota 61) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1164; en contra: SALVAT, Derechos
reales, t. 3, nº 2962.
(nota 62) De acuerdo: FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1168; SALVAT, Derechos
reales, t. 3, nº 2977 (autor que, empero, extiende esta solución también al supuesto de acción física).
En contra: LAFAILLE, Obligaciones, t. 1, nº 717, quien sostiene que en ambos supuestos se extingue
el privilegio.
(nota 63) FERNÁNDEZ, Tratado de los privilegios, t. 2, nº 1170, nota 1; SALVAT, Derechos reales, t.
3, nº 265; MACHADO, t. 10, p. 579.
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