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Julio Carreras (h)

Niebla en los árboles

Siempre tuve buena vista. Mientras amanece, hago gimnasia con los ojos: miro a lo lejos, después
cerca; arriba y abajo; doy vuelta la mirada alrededor. Cada diez o quince movimientos, masajeo con
mis dedos los párpados. Por eso nadie puede alegar que aquello que vi en esa mañana de invierno,
fuera fruto de mi imaginación. Allí empezó todo.
No hacía mucho que vivíamos en el campo -unos tres años-, y nos había ido muy bien. Cansado de las
ciudades, le propuse a mi hermano comprar una finquita en sociedad, y explotarla sólo en el nivel de
autoabastecimiento. Soy matemático y él, químico. Nuestras labores se complementan, así que no
habíamos considerado necesario el separarnos luego del fallecimiento de nuestros padres, aunque él
se hubiera casado y tuviese ya una hermosa niña. Su esposa me simpatizó desde un principio y pese al
dicho de que a los solterones nos resulta difícil convivir con las cuñadas, ella jamás me importunó ni
se inmiscuyó en mis cosas, ni yo creo haberla molestado. Por el contrario, reinaba entre nosotros
absoluta armonía y colaboración.
Compramos, entonces, cinco hectáreas en Susana, una localidad cerca de dos ciudades: San Francisco
y Santa Fe. Nos entregaron la propiedad con tres vacas lecheras, algunos cerdos, patos y el gallinero
colmado. La cosecha de alfalfa había sido levantada hacía poco y el campo quedó arado. Como valor
adicional, el ex propietario nos había dejado un antiguo tractor Deutz y algunos implementos, con la
única condición de que le proveyéramos de leche, huevos y hortalizas todos los días. Era un
matrimonio de ancianos, cuyos hijos -nos dijeron-vivían en la ciudad. Se habían reservado media
hectárea lindante con nosotros para terminar sus días en paz.
Pronto finalizamos las modificaciones necesarias para instalarnos. La casa central la ocupó mi
hermano, casi tal como estaba; yo tomé un galpón que había sido depósito de herramientas, le puse
nuevo techo, le agregué un baño y me instalé cómodamente, con un panorama bellísimo a mi
alrededor. En el espacio que mediaba entre las dos construcciones -unos cien metros-construimos su
laboratorio y mi estudio.
Uno de los argumentos que nos convenciera para adquirir el campo, había sido la profusión y variedad
de su arbolado. Alguien desconocido, muchos años atrás, había planificado con amoroso esmero este
aspecto de la finca. Tilias, sophoras y catalpas se combinaban en una edificación vegetal, con especies
más conocidas como fresnos, sauces y araucarias, en los primeros mil quinientos metros cuadrados
que rodeaban el casco. Los lindes habían sido determinados con una prieta cortina de casuarinas que
creaba, pasando el portón de entrada, un clima aparte, silencioso y calmo.
Precisamente aquel extraño clima, como el de un mundo distinto donde rigieran otras leyes físicas
había sido -según lo pensáramos al principio-, lo que daría pie a todas esas leyendas que circulaban
entre la gente más sencilla. Leyendas que hablaban de extrañas fuerzas, sonidos imprecisables, luces,
desaparición de animales y hasta de personas en su limitado perímetro. Por nuestra formación no
podíamos creer en esas patrañas. Recuerdo que sonreímos, con mi hermano, cuando un poblador nos
contó todo aquello en un boliche de las cercanías. Lo cierto es que el asunto nos favoreció cuando llegó
el momento de arreglar el precio; pagamos apenas quinientos australes la hectárea, en una zona tan
hermosa y sólo mil adicionales por las construcciones y mejoras. Aquí la gente es muy supersticiosa.
Sin embargo, los acontecimientos posteriores iban a darles, tristemente, la razón.

He dicho que la propiedad se destacaba por sus árboles. Habíamos visto por el camino, desde Santa
Fe, fincas muy cuidadas, rodeadas de fondas -por lo general coníferas y eucaliptus-pero ninguna como
ésta. Ninguna con la variedad, abundancia y gusto en la plantación que se había ejercicio aquí. Había
hasta una sequoia, inmensa, muy raro ejemplar en estas latitudes, que era la delicia de los visitantes y
nuestro orgullo. Para aprovechar la sombra de un hermoso sauce, decidimos construir a su lado la
vivienda de nuestro peón y su familia.
Habíamos contratado, por un sueldo módico, a un hombre de campo, para la atención de las labores
de mantenimiento y producción. Era un muchacho de veinticinco años, que vino acompañado de su
esposa y un hijito de cuatro años. El niño, que jugaba con mi sobrina -un poco menor que él-era la
chochera de sus padres. No se si por abstención deliberada o por alguna otra causa no habían tenido
más hijos, hasta el momento. Les entregamos una vivienda sencilla pero confortable, con techo de
chapas. En el verano era un poco caliente, lo reconozco. Precisamente por eso la habíamos construido
entre un inmenso sauce y cuatro sophoras, que la cubrían todo el tiempo con sus sombras. A su lado,
contaban con una agradable laguna.
También en este aspecto tuvimos suerte. El hombre era respetuoso y reservado, al igual que su mujer.
Ambos trabajaban con aplicación y conocimiento, él en el campo, ella en su hogar. La mujer cocía
excelente pan en el horno de adobe que se habían construido. No teníamos, entonces, necesidad del
pan industrial.
Respecto de las habladurías sobre los espectros del campo, no parecían preocuparse demasiado
(aunque ésto es difícil de precisar, pues nuestro criollo de tierra adentro es extremadamente parco y
no se puede saber nunca lo que realmente piensa). Sólo un detalle nos indicó que ellos también temían
algo. Manuel -así se llamaba el hombre-me pidió un día permiso para fabricar un “bendito”, al lado de
la casa. Por supuesto, lo autoricé. NO me causó mucha gracia el asunto -debo decir que soy agnóstico,
y considero que residen en las supersticiones muchos de los motivos del atraso de nuestro pueblo
humilde-, pero respeto las creencias de los demás, por absurdas que me parezcan.
Aunque, después de lo que sucedió, confieso que muchos de mis criterios han vacilado, pese a seguir
convencido de que se trató de fenómenos explicables por algún tipo de raciocinio, desconocido aún
para los humanos, pero alcanzable, en alguna etapa posterior de nuestro desarrollo.
Bien. Estábamos en que Manuel había resultado una muy buena adquisición.
A las seis de la mañana -fuera invierno o verano-ya estaba ordeñando. A esa hora ya había alimentado
a los cerdos y las aves. Enseguida, luego de soltar las vacas y dejar los bidones llenos de leche para
nuestro consumo, partía en su bicicleta a llevársela para los viejecitos. Todo el día se ocupaba del
campo, sea en tareas de siembra, desmalezamiento y riego, o reparando alambrados y máquinas. El
hallaba siempre algo de lo cual ocuparse. Cuando era necesario (en épocas de cosecha o cultivo
intenso), estaba autorizado a contratar cuatro o cinco ayudantes. Nos aconsejó invertir en alfalfa, paja
para escobas y tomate platense; tuvimos buenas cosechas. Por cierto, nosotros retribuimos muy bien
estas ganancias imprevistas que nos trajeran sus conocimientos. Con el plus que le otorgamos, Manuel
compró un televisor para su hogar.
Mi hermano y yo trabajábamos en la universidad de Santa Fe, practicando la docencia y en tareas de
investigación. Eramos autores, además, de algunos textos de matemática moderna y química para los
ciclos secundario y terciario, que habían tenido mucho éxito. La editorial se había ocupado, por lo
demás, de promocionar estas obras (tal vez con cierto exceso). Los ingresos provenientes de nuestras
actividades y los libros nos permitían vivir, sin lujos, en una moderada prosperidad. Mi hermano
poseía su cochecito europeo, al igual que yo, y habíamos adquirido una camioneta gasolera que nos
permitía traer mercaderías de la ciudad, usándola en el resto del tiempo para tareas del campo.
Nuestro cotidiano traslado a Santa Fe no nos insumía más de 40 o 50 minutos. La ruta era muy buena.
Habíamos encontrado, al parecer, el lugar ideal para vivir. El silencio, la parsimonia de la gente con
quienes ocasionalmente uno se hallaba, el clima, benévolo, el aire libre que respirábamos,
proporcionaban una tranquilidad hasta entonces desconocida por nosotros, ex-habitantes de urbes
ruidosas y pobladas. Yo había engordado tres kilos en seis meses. Notaba también a mi cuñada y su
hijita con los semblantes más colorados y rozagantes. El rostro de mi hermano, de natural rubicundo
pero hasta ahora pálido, había adquirido el tono de la zanahoria madura y su pelo lacio brillaba como
el oro. Pudimos elaborar allí -al fin-una obra en que cifrábamos grandes aspiraciones profesionales:
un tratado sobre entropía, que nos permitió consignar una serie de enfoques novedosos y
descubrimientos a los cuales habíamos arribado casi jugando -pues este campo escapaba a nuestras
disciplinas específicas-pero considerábamos imprescindibles para el ámbito de la investigación
científica. Como decía, pues, nos sentíamos altamente satisfechos con la propiedad adquirida.
Estábamos pensando ya que en aquel lugar nos enterrarían.
Justamente entonces comenzó todo aquello.

Fue una mañana fría. Me encontraba observando un árbol a través de la ventana, pues creía haber
hallado en él algo extraño. Era una grevilea alta y elegante. Me llamó la atención una especie de niebla,
de forma ovalada, que parecía flotar en medio de sus ramas, atravesando el follaje. Tenía el aspecto de
una nube, pero era imposible que de haberlo sido estuviera tan baja. La neblina suele tomar algunas
veces apariencias caprichosas. Pero por lo general se forma en lonjas largas, tiene el aspecto de humo
flotando y produce la impresión de deshilacharse en los extremos. Esto, como he dicho, tenía la forma
de un óvalo casi perfecto. Podría comparárselo con un gran huevo de humo. Estaba reflexionando
sobre este asunto cuando se aproximaron a toda carrera dos chanchitos. La cerda gris había tenido
cría, hacía poco; era evidente que estos cachorros habían escapado durante la noche por las rendijas
del corral. Escuché los gritos de Manuel, que venía corriéndolos. Al pasar los animalitos por bajo del
árbol sucedió algo inaudito. Descendió un pedúnculo alargado, una especie de brazo gigantesco, que
partió del huevo de humo a una velocidad increíble y se tragó a uno de los chanchitos. Digo se lo tragó,
pues me resulta difícil explicar cómo fue; literalmente lo chupó, lo absorbió, introduciéndolo en
su masa etérea; en un segundo el animalito desapareció. Lo vi perfectamente, pues era blanco y su
cuerpecito se destacaba con claridad en la semipenumbra del amanecer. Como en un paso de
prestidigitación, la niebla borró al animal del mundo de los objetos. Su hermanito siguió corriendo,
solo. La niebla se esfumó. Vi enseguida llegar a Manuel, mirar a uno y otro lado, rascarse la cabeza y
rebuscar entre los yuyos secos. Pensaba sin duda que el chanchito blanco se le había escapado. Miré el
reloj: las cinco y cuarenta.
Sin poder evitarlo, salí al encuentro de Manuel y le ayudé en su búsqueda. Alentaba esperanzas de
haberme equivocado. No hubo caso. El animal no estaba en ningún lado. Manuel se asombró
muchísimo de que hubiese huido tan rápido. Prometió batir palmo a palmo el terreno, hasta
encontrarlo.
No le dije nada de lo que había visto desde la ventana, por temor a que me creyera chiflado.

Mi hermano me observó en silencio cuando le narré el suceso, mas sorprendí en sus ojos una chispa de
sorna que me fastidió. El cerdito no había vuelto a aparecer, pero el hecho era tan fuera de lo común
que costaba creerlo -eso lo reconozco-. Comprendí enseguida el inconfesado escepticismo de mi
hermano, y no le hice cuestión por ello. Incluso, aunque jamás tuve tendencia a la imaginería, dudé
sobre si no habría mezclado mi percepción matinal con el fin de algún sueño no racionalizado.
Pronto los hechos nos iban a demostrar la rigurosidad de mi primera observación.
Empezaron a desaparecer animales. Primero, un par de gallinas. Luego, un cerdo de dos años.
Finalmente, un hermoso cabrito, que Manuel estaba engordando para el cumpleaños de mi sobrina.
Esta era una zona de colonos piamonteses, gente un poco rústica, pero rectos a carta cabal. No había
que pensar siquiera en robos por parte de los vecinos. Manuel, ansioso por hallar culpables, lo hizo en
una tribu de gitanos que habían plantado sus carpas, hacía poco, cerca del pueblo.
Yo sospechaba con temor sobre la repetición de lo que había visto aquella mañana. Unicamente lo
conversé con mi hermano, quien pareció esta vez seriamente preocupado. No quisimos hacer público
el asunto, hasta tener algún indicio más concreto. Aunque rogábamos en secreto para que todo
terminara allí.

Compré un perro lucharniego, recio y de pelaje luciente. Si había alguien que nos estaba robando, él lo
iba a descubrir. Lo dejé suelto, luego de hacerle construir una confortable cucha, cerca de las casas.
Era un animal muy feroz, como demostró al poner en fuga, con una oreja menos, a un perro
vagabundo que intentó apresar una parte de su comida.
Una tarde, mi perro se enloqueció. Era cerca de la oración. El perro empezó a ladrar y a aullar de una
forma que yo nunca había oído. Salimos -en ese momento estábamos trabajando con mi hermano y mi
cuñada-a ver qué le sucedía. El animal se revolvía, cual si le hubiese dado un acceso de chucho; tenía
los pelos del lomo tiesos, como un puercoespín.
Allí estaba, de nuevo. Era la misma niebla que yo había visto. Despedía una leve fosforescencia.
Flotaba, a unos tres metros de altura, entre la ramas de un bello y enredado ficus.
Quedamos allí un rato, asombrados y atemorizados ante la aparición. Se había formado un grupo
apreciable de testigos -mi hermano y su mujer, Manuel, su esposa y la cocinera, que acababa de llegar,
aparte de mí mismo-, así que no podían quedar dudas ya. El perro ladraba desde unos cinco metros de
distancia, sin acercarse. Presuroso, saqué un trozo como de cuarto kilo de lomo crudo del depósito y lo
tiré junto al tallo del árbol, para animarlo. Pero el lucharniego no se acercó. ¿Tanto temor le infundiría
aquello? Tomé mi automóvil y corrí a buscar a la policía. Cuando regresé, con el patrullero por detrás,
ya no estaba. Se había ido -nos contaron-, desplazándose con lentitud por el aire, hasta desaparecer. El
oficial tomó nota de la narración, mientras los agentes inspeccionaban el lugar. Pero el asunto era tan
inusual, que no quiso decirme si habría alguna posibilidad de éxito en caso de iniciar alguna acción.
Por de pronto, nos prometió que el “móvil” se daría una vuelta, todas las tardes, para ver si se
producían novedades. A nadie tranquilizó esto. Pero al menos teníamos la impresión de “estar
haciendo algo”.
Aquel incidente me llevó a cometer un acto del que guardo aun remordimientos. Molesto por la
actitud poco beligerante de mi perro, compré una cadena larga y lo até a un árbol, en el lugar donde
había mayor concentración de ellos. Pensé en obligarlo así a estar cerca del huevo de niebla, cuando
apareciera; estaba convencido -no sé por qué causa-de que el mastín lograría capturar alguna cosa.
Nunca me arrepentí lo suficiente.
En una noche muy fría me despertaron sus ladridos. Parecía enfurecido y aterrorizado, igual que la vez
pasada. Me dispuse a salir; encendí el velador para buscar mis pantalones y las botas. Mas
repentinamente dejó de ladrar. Dudé unos instantes sobre la conveniencia de salir o no. El intenso frío
-estaban los cristales empañados-, en contraste con la tibieza de mi lecho, influyeron decisivamente en
mi decisión de quedarme, autoconvenciéndome de que había sido otro animal la causa del enojo de mi
perro. Sin hacer más caso del asunto, me dormí.
Por la mañana, cuando fui a curiosear por la arboleda, mi corazón dio un vuelco. El perro ya no estaba.
La cadena, perfectamente atada al árbol, había quedado, formando una “ese”, en el suelo; el grueso
collar de cuero estaba intacto... pero vacío. En el acto imaginé lo sucedido -fue lo peor. Me sentí como
un verdugo.
6

La cocinera -contratada para cumplir únicamente dos horas al mediodía y dos al atardecer-, venciendo
su timidez le pidió a mi cuñada que la liberara del compromiso de venir a la tarde. Su casa era distante
para la velocidad de su bicicleta y se le hacía de noche en el camino. Ofreció trabajar esas dos horas
por la mañana o luego del almuerzo, dejando cada día la cena preparada, de modo que nosotros
tuviéramos únicamente que introducirla en el horno o calentarla en la hornalla de nuestra cocina a
gas.
Más por evitar que este asunto adquiriera matices dramáticos que por verdadera necesidad, hicimos
grandes esfuerzos para convencerla de lo contrario. No nos hacía ninguna gracia que se empezara a
difundir una historia macabra sobre nuestra finca. Decidimos afectar la camioneta para transportarla.
Pese a que vivía a menos de un kilómetro, Manuel iría a buscarla, todas las tardes y la llevaría, de
regreso, hasta la puerta de su casa. Aun frente a la evidente ventaja de este sistema, la mujer se mostró
vacilante para aceptar.
Sin embargo, en el pueblo ya habían comenzado a rodar las versiones. Había un boliche viejo, en
donde se reunían a conversar y jugar al truco o al billar los hombres. Era el principal centro
informativo de Susana. Allí fui, una tarde de sábado, con el afán de averiguar algún dato que me
orientara. No fue fácil. Si bien me aceptaron enseguida, los chacareros tenían reticencia por temor a
hacer el ridículo ante mí. Me consideraban “un profesor”, y no querían que los tomara por
supersticiosos ignorantes.
Por fin, luego de que hubiéramos vaciado dos botellas de caña “Legui”, uno de ellos se animó a hablar.
Era un gringo como de sesenta y cinco años, con los ojos azules pequeñitos y la piel cuadriculada y roja
de los piamonteses. Me contó una historia descabellada.
Según ella, habitaban el lugar que me había tocado en suerte criaturas antiquísimas, tal vez originadas
con la misma tierra. Traía a colación, para corroborar su tesis, la versión de su padre sobre un extraño
accidente que sufriera un amigo suyo, alrededor de 1924.
Ellos pertenecían a una de las primeras camadas de inmigrantes que habían recibido parcelas cerca de
allí. El muchacho, de unos veintidós años, empezaba un noviazgo con la hija de otro inmigrante.
Seducido por la privacidad que ofrecía la arboleda que muy luego me pertenecería, se habían dado cita
con la chica allí. Eran cerca de las seis de la tarde cuando llegó (él narraría eso después). Lo cierto es
que su noviecita no lo halló. Estuvo un rato llamándolo por su nombre, en la creencia de que andaría
por entre los árboles, pero el novio no apareció. Molesta, regresó a su hogar. Pronto se trocaría su
despecho en aflicción, pues el joven realmente desapareció. No volvió a su casa esa noche, ni al día
siguiente. Cuando la ausencia se prolongó por dos días, sus padres y un grupo de amigos fueron a
denunciar el hecho al destacamento policial. No eran gente dada a excesos ni aventuras y el muchacho
jamás se había ausentado antes sin avisar a sus padres. Se investigó el raro asunto con cuidado; pero
los esfuerzos policiales fueron vanos. No pudieron encontrar al desaparecido. Desesperados, los
padres dieron parte a la Policía Federal. Enviaron entonces desde Santa Fe a dos oficiales; pero
obtuvieron el mismo resultado: ni rastros del muchacho. Finalmente, no hubo más remedio que
archivar el caso.
Dos años después, hallaron un vagabundo con el pelo largo y barba, en el camino que une Porteña con
Brinkmann, y resultó ser el muchacho. Divagaba, creyéndose un profeta. Comenzaba hablando de un
mundo surreal y armonioso, donde no existían límites materiales entre los seres, para terminar
vaticinando el fin calamitoso y próximo de la civilización humana. Pese a que se negaba a reconocer
parentesco alguno con nadie, sus padres lo convencieron para que aceptara recibir de ellos protección
y alimento. Por espacio de seis meses vivió bajo su techo. Fue en ese período que algunos colonos
sagaces consiguieron construir, hilvanando trozos de narración que lograban arrancarle en el
transcurso de agotadoras charlas, una síntesis de su increíble aventura.
Todo había comenzado cuando, la tarde de su cita, se había sentido atraído por una forma extraña y
un sonido que descubriera entre las frondas de un sauce. Tenía el aspecto de un descomunal huevo,
compuesto por niebla u otra substancia parecida, del cual emanaba un sonido similar a un silbo. Se
acercó, por averiguar lo que podía ser aquello. Alcanzó a ver una especie de prolongación humosa, que
se adelantó con gran velocidad hacia él y luego perdió el conocimiento. Cuando despertó nuevamente
su conciencia, se halló en un escenario insólito. Por todas partes flotaban formas, de diferentes tipos.
Unas hacían recordar a los relojes de arena, otras a perlas gigantescas, algas, o los cristales del hielo.
Se movían en el ámbito, que semejaba una inmensa caverna, atravesándose mutuamente, como si no
tuvieran solidez. Los techos se componían de infinidad de minerales preciosos, combinados en sus
colores translúcidos cual si hubiesen sido ubicados allí por una mano genial. Zafiro, heliotropo,
lapislázuli, amatista y sabzí se acumulaban en la bóveda, formando a trechos estalactitas de
plasticidad sublime, que a su mente sencilla trajeron reminiscencias de ciertas esculturas modernas
vistas en algún hebdomadario, durante su adolescencia europea. De ese conjunto granado se
desprendía una luminosidad multicolor, que atravesando las formas, les infundía matices bellísimos y
tonalidades apasteladas, al tiempo que alumbraba de un modo deleitable a todo el recinto. La lentitud
flotante de las formas transparentes, la estabilidad pétrea de las paredes, la bóveda multicolor y una
especie de incienso que transcurría en volutas, perfumando el aire, dotaban al lugar de una extraña
hermosura que llenaba el corazón de paz. El joven no tuvo temor. Plácidamente, se dejó arrullar por la
tibieza del lugar, hasta que alguien le habló.
Se le explicó que se hallaba en un estado de vida parcial, limitada a su conciencia. Con el objeto de
traerlo, se había eliminado en los músculos de su cuerpo todo reflejo y posibilidad de movimiento.
Hasta su corazón había sido llevado a la latencia. Esto no se debía a algún tipo de desconfianza hacia él
por parte de aquellos que le hablaban -con lenguaje psíquico, no articulado-, sino a la necesidad de
preservar la delicadísima armonía del mundo en el cual había sido internado. Allí los movimientos
eran tan graduales, tan absolutamente coordinados entre todos los elementos del conjunto, que los
modos y desplazamientos humanos (incluyendo la respiración y los latidos del pulso) resultaban
atrozmente perturbadores.
Se le dijo que permanecería allí por un período, en el cual conocería los usos y costumbres de aquel
mundo subterráneo y como contrapartida, él mismo sería escrutado. Lo habían elegido, luego de
observarlo, por su sensibilidad y su carácter representativo del estamento social al que pertenecía. No
debía preocuparse por narrar nada, aun en el caso de que por simpatía -como constataban-quisiera
aportar datos, sino sólo en aprehender todo lo que se le mostraría. Ellos, por su parte, se encargarían
de averiguar de su memoria lo que les interesara, sin que él siquiera lo sintiese.
Se abrió ante él un universo de conocimientos gratos y edificantes. Se enteró allí que aquellos que le
hablaban pertenecían a los orígenes del planeta mismo y eran más antiguos que las formaciones
azoicas. Habían sido una especie de seres que poblara la tierra cuando era un caos informe, y habían
tenido envidiable cercanía, en los principios, con el Aliento Animador, que en su bondad llegó a
cernirse sobre la faz de las aguas.
Cuando llegó a ser creado el hombre, en un comienzo convivieron, de la misma manera en que esta
especie nueva convivía con gliptodontes y megaterios. Pero una raza feroz -el homo sapiens-empezó a
proliferar, e implacablemente prevaleció, más y más, sobre todo lo viviente. Los animales más
sensibles y los mismos seres que habían nacido con la tierra, no tuvieron otra alternativa que ceder
terreno ante el empuje asesino. En el caso de los animales, fueron desapareciendo paulatinamente,
por inadaptabilidad. Los seres, debieron abandonar la superficie de la tierra.
Hasta hacía pocos siglos habían existido algunas excepciones. Tal era el caso de las regiones habitadas
por ciertos aborígenes -huasanes, quichés, en América, bosquimanos en Africa, pandavas en Asia-, que
conservaban en sus vidas parte del equilibrio original. Pero los conquistadores sajones, godos,
germanos y belgas habían borrado de la faz de la tierra toda región habitable. El mundo se había
convertido en lo que era hoy: una superficie vital sojuzgada por una gran banda de aventureros
rapaces, que la estaban llevando fatalmente a la destrucción.
Desde entonces, los seres se habían replegado hacia las profundidades del planeta. Habitaban
cavernas inaccesibles, cerca del núcleo ígneo. Allí existían en equilibrio absoluto, sin contradicciones
entre ellos ni con el entorno. Aspiraban a regresar alguna vez a la superficie: con ese objeto mantenían
zonas aun bajo su dominio, pese al esfuerzo y desgaste que para ellos significaba. Una de esas era la
que me había tocado habitar.
Aquellos seres se sentían preocupados por el porvenir de la tierra y hasta de la galaxia. La civilización
conquistadora había avanzado hasta un punto antaño inimaginable. Pronto empezarían a apoderarse
de mundos en los cuales aún existían los signos de la primigenia armonía universal. Y lo peor, era que
se disputarían el terreno a sangre y fuego. Después de siglos de observación y reflexión, los seres
habían determinado que la única forma de parar a los humanos era desde adentro de ellos mismos. No
eran capaces de destrucción, por naturaleza y psychè, así que la hipótesis de la reconquista estaba para
ellos, desde el vamos, descartada.
Pero había existido en los inicios una raza de hombres, que por su constitución cerebral fuera
sensitiva, no violenta y dotada de una percepción holística. Habían sido destruidos, o incorporados a
través de la cruza, por el homo sapiens. Mas sus genes habían sobrevivido a las infinitas mezclas,
perdurando en la conformación psíquica de miles de individuos contemporáneos. Sus signos podían
reconocerse en una tendencia irrefrenable hacia el arte, la melancolía y los goces del espíritu. A causa
de esto, eran con frecuencia llamados “locos” o “irresponsables”, por quienes los rodeaban. Hacia ellos
se dirigía, entonces, la acción persuasiva de los seres . Como no podían permanecer demasiado tiempo
entre los humanos -la inmunidad que habían logrado a sus armas tras larguísimas ejercitaciones tenía
una duración limitada-decidieron “invitar” a los elegidos a conocer su mundo. Tal sentido tenían
entonces las desapariciones transitorias de hombres y mujeres. Descontaban que conociendo su
armonía y evolución, al volver a la sociedad humana, los visitantes se convertirían en eficaces
propagandistas, contra la prosecución del racionalismo conquistador.
Esto fue lo que narró el muchacho, quien, luego de medio año, volvió a desaparecer, esta vez para
siempre. Sus padres pensaron que se había vuelto demente y lo habían llevado unos cirqueros
trashumantes que pasaron por allí, para aprovechar comercialmente sus delirios. Lo lloraron como
muerto.
La historia me dejó pensativo. Era demasiado sutil como para haber sido inventada por esas mentes
poco habituadas al razonamiento científico. Las referencias al período azoico de la evolución geológica
y a los animales antediluvianos -que habían sido mencionados por sus nombres-, así como a los
aborígenes de Africa, América y Asia, denotaban un manejo de cierta terminología por lo común
inaccesible o de escaso interés por el medio en que vivíamos. Era improbable, por otra parte, que
aquel granjero hubiera leído las obras de aquel científico de la NASA que sostiene, respecto del
pitecantrophus, una tesis bastante similar a la adjudicada en el relato a los seres subterráneos. Para
salir de la duda, le pregunté si leía muchos libros. Me contestó que no conocía eso, pues apenas había
aprendido a leer, de grande, unas cuantas palabras, que usaba únicamente para que no lo estafaran en
la venta de sus cosechas.
Me retiré del boliche muy tarde, con la cabeza llena de especulaciones.
El relato había incentivado extraordinariamente mi imaginación. Ya no pude dormir aquella noche.

Me quedaron una serie de interrogantes que a mi juicio ofrecían resultados contradictorios. Pese a lo
descabellado del asunto, no dejaba de tener un presupuesto ideológico sorprendentemente persuasivo.
Compartía totalmente la idea de que la civilización humana -especialmente en sus últimos tramos-
había utilizado una gran carga de violencia en todos sus avances (en el sentido de dominar a la
naturaleza). Precisamente nuestro mencionado trabajo sobre la entropía, trataba de aportar
información que concurriera al aprovechamiento de los procesos naturales de transformación y
producción energética, desechando paulatinamente los métodos tradicionales, como la extracción de
minerales perecederos, o la arcaica modificación, a fuerza de dinamita, de los cauces de los ríos. En
este sentido coincidía plenamente con aquellos seres: debíamos buscar un estado de armonía
dinámica, entre la acrecida humanidad y el medio que le servía de base. O terminaríamos
destruyéndolo y destruyéndonos a nosotros mismos, en corto plazo.
Pero, ¿por qué, de ser sus objetivos nobles, no tomaban contacto con nosotros de un modo más
directo? Había hombres de ciencia, periodistas, escritores, directores de cine, de elevado nivel y
sensibilidad, a través de quienes ellos podrían haber iniciado una verdadera campaña mundial de
comprensión mutua. Personalmente, sin ser una lumbrera, me consideraba capaz de sostener un
diálogo de ese tipo. Mas si su método sería el secuestrarme, sin la intervención de mi voluntad, haría
cuanto estuviera a mi alcance por evitarlo. La manera que usaban ellos de conocernos era ya, en sí,
una forma de violencia. Independientemente de lo dudoso de su selección (el único caso conocido por
mí era el de un simple chacarero), había una contradicción esencial entre su prédica de paz y su
sistema de secuestrar y reducir a la muerte cinética a la gente.
Por otra parte, si su problema era la civilización creada por los humanos, ¿para qué secuestraban
animales? Se podía alegar a su favor que éstos pertenecían también al orden establecido por los
hombres y por lo tanto poseían o habían adquirido en sí características que los hacían partícipes de la
carga de violencia inmanente a la sociedad. A mí no me parecía demasiado sólido este argumento.
Lejos de tranquilizarnos, la historia escuchada en aquel boliche -que enseguida repetí ante mi
hermano y su esposa-tiñó de mayor tenebrosidad a todo este asunto. Nos pareció que estábamos ante
fuerzas o seres de un poder terrible. Fuerzas que no vacilaban en convertir a un joven y saludable ser
humano en un loco, no podían ser beneficiosas. Al menos, no para nosotros.

Esta impresión se acentuó cuando fui a visitar al viejo que me vendiera la finca. Había desaparecido de
una manera harto extraña.
Me habían dicho -repitiendo rumores populares-que aquel viejo habría mantenido relaciones cordiales
con los seres. Ello explicaría su permanencia en el campo durante tan largo tiempo, sin que jamás
manifestara haber tenido problemas. Las versiones sostenían que el matrimonio integraba el selecto
grupo de humanos a quienes se permitía ir y volver a aquel mundo subterráneo sin inconvenientes.
Pero estas versiones rozaban el plano de la ficción cuando se atrevían a afirmar que sus dos hijos -
varón y mujer-habían sido el producto de un concertado experimento. Este consistiría en la
fecundación -utilizando la inoculación de genes extrahumanos en los testículos del hombre-de una
raza mixta. Era la única forma que aquellos seres habían hallado para posibilitar la convivencia entre
los individuos de la especie humana con los de las profundidades. La prueba de ello -de la mixtura
biológica de los hijos del viejo-, la prueba sería que, al llegar a cierta edad de su adolescencia, ambos se
fueron, para no volver jamás. Eran patrañas, según los pobladores, aquello de sus estudios en la
ciudad. Si así fuera, ¿por qué no se los había visto aparecer, ni los fines de semana -como
habitualmente hacían los estudiantes-, ni en las vacaciones, siquiera para saludar a sus padres y verlos
por unos días? Iba decidido a introducir estas preguntas en la conversación con el viejo, bien que con
el tacto necesario como para evitar indisponerlo en mi contra. Aunque ello me representara perder
toda la mañana.
Pero al llegar a la vivienda encalada me encontré con una escena que me sobrecogió. La puerta estaba
abierta. No se oía ningún ruido, más que un suave silbido como el del agua al hervir. Después de
golpear las manos por cuatro veces me decidí a entrar. No había nadie. La cocina, limpia, ostentaba
ese moderado desorden común en los lugares habitados hasta recién. Las ventanas estaban abiertas,
con sus persianas trabadas con un taco de madera en las bases y el aire tenía olor a hojas de
eucaliptus. Dos de las cuatro sillas de algarrobo formaban ángulos diedros con la mesa; sobre ella
había un bastidor circular de madera cubierta por una tela bordada a medias y un ejemplar dominical
de “La Voz de San Justo”, abierto en la página de los clasificados. Allí habían estado los ancianos hacía
poco. Era evidente. Sobre la hornalla encendida, una cafetera se sacudía echando por el pico una nube
de vapor. Levanté la tapa: contenía una infusión que no reconocí. De allí provenía el chillido. Apagué
el fuego de gas, para preservar el contenido de la cafetera. Sin duda se habían olvidado de hacerlo al
salir. Ello mismo determinaba -según mi criterio-que no habían ido lejos. Convencido de ésto, me
senté a esperarlos.
A poco de hacerlo, comenzó a sucederme algo curioso. Me empecé a sentir incómodo y embargó mi
ánimo un creciente sentimiento de temor. El silencio era tan total, que una suave brisa levantándose
del noroeste produjo, al agitar la hoja de la persiana, un sonido chirriante, que se me antojó fuerte en
exceso y me resultó intolerable. Descubrí un olor desconocido, acre, que no era el de la infusión en la
cafetera; ello adquirió para mí un sentido ominoso cuando pensé que las hojas de eucaliptus podrían
haber sido quemadas para ocultarlo. De todo el ambiente parecía emanar la sugestión de un peligro
oculto, una energía adversa, que se escondía entre los objetos. Daba la impresión de que su mismo
orden, al parecer casual, había sido organizado para acechar a un posible intruso. Había algo de
agresivo en los planos tangentes a las sillas, los trastos del aparador, la sartén y los demás objetos, al
punto de figurárseme al observarlos una inanimada formación de combate, que orientara sus aristas
más agudas hacia el lugar elegido por mí para sentarme. Molesto, me levanté.
Entonces noté algo, que me llevó a huir con presteza de allí. No estaban presentes en ese lugar
ninguno de los ruidos habituales en una casa de campo. No se oían cantos de pájaros, hozar de
chanchos, aletear de abejas en el aire. Los perros no habían venido a ladrarme. Salí a la puerta y el sol
de la mañana iluminó ante mí un paisaje inmóvil. Miré el corral de los chanchos: vacío. Los perros
estaban, con seguridad, ausentes. No había un solo pájaro en los árboles, que se erguían en mi
derredor como gigantes congelados. Hasta sus tonalidades habían adquirido algo de ultraterrenal.
Me fui de allí lo más rápido que pude. Aquello estaba muerto... pero con una muerte más honda que la
de los mortales.
Denuncié el hecho a la policía. Al día siguiente, cuando concurrí a declarar, me enteré de que en toda
la región no se habían hallado rastros de los ancianos.

Casi no hace falta decir que todos quienes habitábamos la finca entramos en un estado de ánimo
angustioso. Yo y mi hermano pedimos licencia en la universidad, para tratar de hallar un plan de
acción apropiado. Mi cuñada dejó totalmente su trabajo de computación. No podía concentrarse.
Además, ahora debía hacer la comida, pues la cocinera renunció. No habíamos podido convencerla
para que siguiera trabajando, aunque la fuésemos a buscar todos los días hasta su casa. Por más que
pusimos avisos en todos los lugares visibles del pueblo, nadie se presentó a cubrir su puesto.
El peón nos siguió siendo fiel, pese a que su esposa pugnaba por disuadirlo de continuar habitando
allí.
Hasta que sucedió el terrible hecho con que culminó esta situación, del cual guardo un recuerdo
morboso y una sensación de culpabilidad atroz, que aun hoy me atormenta.
Las formas no habían aparecido, por espacio de unos dos meses. Con el optimismo interesado de
quien desea un cierto curso en los sucesos, trataba de convencer a todos -empezando por mí mismo-de
que los extraños globos de niebla con forma oval no iban a regresar. Pero la realidad se aprestaba a
propinarme una tremenda bofetada.
Fue en una mañana hermosa de la estación primaveral. Me encontraba leyendo el diario, cuando
escuché un alarido de mujer. Salí, dejando todo, y me precipité hacia el lugar de donde provenía el
alarido. Era en la casa de Manuel; la que gritaba era su mujer. Miré hacia el árbol -aquel bello sauce
que se elevaba junto a la casa con techo de chapa... allí estaba. Como un zeppelin fantasmal, el huevo
de niebla flotaba, con reflejos azulados bajo el sol, entre las alargadas hojas. La mujer, en la ventana,
parecía paralizada por el horror. A la sombra del árbol, justamente bajo la forma de niebla, jugaba su
pequeño hijo. A partir de allí todo sucedió como en un quinetoscopio cuya manivela fuese movida a
gran velocidad. Mientras la mujer atinaba sólo a gritar, apareció Manuel corriendo, desde la puerta de
la casa; en ese momento, la prolongación fatídica partió, con gran velocidad, desde la forma hacia el
niño; con un salto increíble, una décima de segundo antes de que lo alcanzara, Manuel se echó sobre
su hijo y lo cubrió con su cuerpo.
Pero desaparecieron los dos, devorados por el pseudópodo succionante. No supimos qué hacer. La
forma, como un monstruoso animal de presa satisfecho, empezó a abandonar lentamente el árbol y a
alejarse. Mi hermano que había venido con la escopeta no se animó a disparar, por miedo a herir a
Manuel y a su hijo, si estaban adentro. Finalmente lo hizo; pero aquel ser perverso ya estaba lejos,
confundiéndose con las lejanas nubes y el aire rosado del horizonte.
Debimos llevar a la mujer al hospital de urgencia, pues se había quedado muda, crispada por un
colapso nervioso que le impedía cualquier movimiento autónomo.
Nunca olvidaré el llanto y los insultos de aquella madre -los soporté sin una palabra-cuando volvió en
sí. Creo que después tuvo que ser internada en un hospital psiquiátrico. No hubiera resistido el volver
a verla; por eso, encargué a un amigo entrañable ocuparse de ella, para lo cual yo le asignaría una
suma, con regularidad. Le pedí también que no me contara nada de la pobre mujer, hasta que yo se lo
pidiera. No me he atrevido aún a hacerlo.

10

Hasta aquí la narración de los sucesos que desbarataron la apacibilidad de nuestras vidas. He eludido
por algún tiempo la divulgación de ésto, por el temor a que me tomaran por loco. Pero es una carga
que ya no soporto. Consideraría de un irresponsable egoísmo el no intentar, al menos, advertir sobre
el peligro que entraña aquel lugar.
Nosotros ya lo hemos abandonado, pero es posible que en cualquier momento alguien se sienta
tentado a ocupar las instalaciones y viviendas, aunque nos neguemos a transferirlas. Lo hemos
conversado muy bien con mi cuñada y mi hermano, luego de lo cual, desafiando todo escrúpulo,
decidimos publicar, en todos los diarios importantes del país, el siguiente aviso:

Peligro

Si usted acierta a pasar por una propiedad arbolada y de buen aspecto, situada en la localidad de
Susana, provincia de Santa Fe, a un kilómetro y medio del “Bar y billares Don Casimiro”, entre las
fincas de las familias Amanttini y Buriotto, por favor: NO ENTRE.
Allí existe un peligro latente, que produjo la desaparición de animales y personas. Si pese a
nuestras advertencias, alguien sufre un accidente en ese predio, queremos dejar en claro que será
únicamente por su propia responsabilidad.

Los propietarios

No sé si ésto tendrá algún efecto. La gente de hoy en día -incluyéndonos, hasta que nos ocurrió todo lo
narrado-tiene tendencia a ser escéptica sobre este tipo de historias. Pero al menos creo que servirá
para tranquilizar, un poco, nuestro sentido ético.

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