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LA PÁGINA DE LOS CUATRO

ALPOSTANOS

Plaza Zapiola, Villa Urquiza

Nº 1

2011

1
ÍNDICE

Presentación p. 3

Luis Alposta. Villa Urquiza: sus orígenes p. 4

Radulfus. A Fernando Sorrentino, nombrado Vecino Ilustre de


Villa Urquiza p. 8

Federico Caivano. Teoría y práctica p. 9

2
PRESENTACIÓN

Primero una explicación sobre el nombre, peregrino por cierto.


Lo de “cuatro” se refiere al número de sus integrantes; a saber: Luis
Alposta, Juan José Delaney, Fernando Sorrentino y quien escribe estas
líneas.1 Incluso dudo de la conveniencia de poner “cuatro”; quizás
debería haber puesto “tres”, porque son tres ilustres personalidades y un
servulus.

Alposta es médico, poeta y ensayista, de notables méritos en


todos esos campos.2 Delaney, conspicuo hibérnico, y Sorrentino son
reconocidos cultores y estudiosos de la literatura; ambos tienen
importante obra publicada. En cuanto a mí, intento cultivar un latín de
baja latinidad y un español de baja hispanidad. Como soy muy poco
conocido, podría informar que soy escritor, actor, maestrico, sportman,
charlista y poeta; todas esas cosas claro está que las hago mal.

Como Delaney es gran conocedor del género policial, quise


rendirle tributo haciéndome eco de “The sign of the four”, célebre
cuento de Sherlock Holmes. Por último, me queda la explicación de mi
invento “alpostano”. Los cuatro viven o han vivido en Villa Urquiza,
Ciudad de Buenos Aires.3 Como no hay, que yo sepa, un gentilicio para
ese barrio y como no me gustan ni urquizense ni urquizano, decidí
inventar alpostano, en homenaje al primero de la lista, que es además
amador activísimo de ese terruño porteño.

Como en esta época es imprescindible poner los objetivos de lo


que se hace, doblo mi rodilla ante la sapiencia pedagógica. Me propongo
entonces, en este humilde lugar, garabatear sobre cualquier cosa
relacionada con Villa Urquiza. También quiero volcar lo que mi
admirado trío u otros deseen escribir sobre el barrio. Te invito, querido
lector, a que leas y escribas.

RADULFUS

1
Me llamo Radulfus, con nombre latino, y Rolo de Capital, con nombre popular.
2
Cf.: http://es.wikipedia.org/wiki/Luis_Alposta.
3
Yo viví en lo que también se llama Belgrano R, aunque Borges, cuando visitaba a su
prima Norah Lange (en la otra cuadra de la que era mi casa), entendía que eso era Villa
Urquiza. A este respecto, léase a Alposta en uno de sus deliciosos Mosaicos Porteños:
“Acerca de Borges y Villa Urquiza” (http://www.noticiabuena.com.ar/MP66.html).

3
VILLA URQUIZA: SUS ORÍGENES
LUIS ALPOSTA

Villa Urquiza, mi barrio, comenzó puntualmente siendo un


auténtico arrabal. Tan auténtico como servicial, dado que el primer
hecho trascendente ocurrido en la zona fue el haber cedido ésta parte de
sus “entrañas”, con el fin de rellenar terrenos bajos cercanos al puerto.

Un arrabal hecho de quintas, de hornos de ladrillos, de


andurriales y de un ralo caserío levantado por un centenar de
inmigrantes. Después, el arrabal, le fue cediendo paso al barrio y en
pocos años Villa de las Catalinas (tal su primer nombre) se convirtió en
Villa General Urquiza o, simplemente, en Villa Urquiza.

Un barrio hecho de casas con jardín al frente y gallinero al fondo,


con almacenes de esquina, con cafés y despachos de bebida, con clubes
sociales y deportivos, con una estación de ferrocarril a veinte minutos de
Retiro, con calles de tierra que fueron desapareciendo poco a poco, con
mitológicos tranvías y, por supuesto, con aquerenciados vecinos a
quienes no sólo se les conocía el nombre sino también el oficio.

Es sabido que, con respecto a la real fecha de su fundación, nadie


ha sido previsor -históricamente hablando- y nadie anotó nada. Ha sido
la tradición la que se ha encargado de hacernos saber que fue el domingo
2 de octubre de 1887. Consignemos que esta fecha no ha sido
documentada, y que el mismo Seeber, en su libro Importancia
económica y financiera de la República Argentina..., registra como año
de fundación el de 1888.

La única acta de nacimiento de un barrio, si consideramos que


Buenos Aires nació como tal, fue la de Garay, y por ella sabemos que de
las 65 suertes adjudicadas, seis conformaron el paraje sobre el que se
habría de asentar 307 años después Villa Catalinas. Se trataba de una
zona de quintas y lodazales, que se parceló en lotes, conservando sus
calles principales el rumbo de las primitivas chacras.

Sabemos, esta vez sí, históricamente, que fue Francisco Seeber,


responsable de dicho loteo, quien trajo a la zona un contingente de 120
obreros. Fueron ciento veinte hombres, en su mayoría italianos, que, a
diferencia de los ciento veinte que acompañaron a Colón en su primer
viaje, llegaron hasta aquí, no para descubrir tierra, sino para extraerla. Y
extraerla, no sólo para rellenar unos depósitos aduaneros que asomaban

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al puerto sino, también, para amasar con ella los primeros ladrillos que le
dieron origen al barrio.

PRIMEROS PROPIETARIOS

Durante gran parte del siglo XVIII, estas tierras pertenecieron a


Sebastián Castilla, heredándolas luego sus hijos, quienes el 31 de julio
de 1790 otorgaron escritura de venta a favor de Juan Andrés Banegas.
Ya a mediados del siglo XIX, parte de los campos de tres grandes
terratenientes de entonces, Micaela Banegas, Juan Santillán y Roberto
Sebastiani, terminaría sumando la vasta extensión que hoy comprende al
barrio de Villa Urquiza.

Al fallecer la señora Micaela Banegas, sus tierras pasaron a poder


de su yerno, Laureano G. Oliver, y luego de la muerte de éste, ocurrida
en 1867, sus descendientes las dividieron en grandes parcelas, las que
fueron vendidas a Francisco Cayol (predio que daría origen a nuestro
Barrio: treinta manzanas delimitadas por Roosevelt, Colodrero, Monroe,
Álvarez Thomas, Congreso, Bucarelli, Pedro Ignacio Rivera y
Altolaguirre) y a Francisco Chas e hijos, entre otros.

La propiedad de Micaela Banegas tenía los siguientes límites:


costa del Río de la Plata hasta las tierras de Manuel Lynch (linderas con
el pueblo de San Martín), entre las actuales calles Monroe y Congreso
(lindando al norte, en toda su extensión, con terrenos de Blas González,
de Vicente Fernández y del doctor José María Cuenca. Esta última
franja, que llegaba hasta la calle Republiquetas (hoy Crisólogo Larralde),
muchos años después habría de ser popularmente conocida como La
Siberia.

En cuanto a la fracción adquirida por Juan Santillán, digamos que se


trataba de una extensa lonja (Crámer hasta, aproximadamente, Artigas,
entre Olazábal y Monroe). Luego, los campos de Santillán fueron
vendidos a Julio Cabrera, quien, después de destinarlos a la fruticultura
por espacio de varios años, terminó fraccionándolos en hectáreas y
poniéndolos en venta. Entre los compradores figuraron Santiago Rolland
(Avenida Triunvirato hasta Ceretti, entre Olazábal y Monroe), Emilio C.
Agrelo y otros.

Roberto Sebastiani anexó, a sus ya considerables extensiones de


tierra, la zona que vendría a estar delimitada por las actuales calles
Crámer hasta algo más allá de la Avenida de los Constituyentes, entre La
Pampa y Olazábal. Varios años después de su muerte, sus familiares
procedieron a la venta de algunas fracciones, las que fueron adquiridas

5
por Vicente Chas, E. Lacroze y Pedro Delponti (este último, Bucarelli
hasta Andonaegui, entre La Pampa y Juramento).

FUNDACIÓN

Francisco Seeber (Buenos Aires, 15 / XI / 1841 – 13 / XII / 1913)


Intendente municipal de nuestra Ciudad entre los años 1889 y 1890, fue
fundador y presidente de la empresa Muelles y Depósitos Las Catalinas
S.A., llamada así por su vecindad con la Iglesia de Santa Catalina de
Siena y el Convento de las Catalinas. Dicha empresa estaba situada en el
entonces Paseo de Julio, a la altura de la calle Paraguay, frente al río.
Como este lugar era bajo y se hacía necesario rellenarlo, a fin de poder
reconstruir los depósitos aduaneros perdidos durante un incendio, la
empresa le compró a Francisco Cayol un predio de treinta manzanas,
situado en el Cuartel Quinto del pueblo de Belgrano, cuyo punto más
alto estaba ubicado a 39 metros sobre el nivel del mar.

Y fue en esta propiedad donde se comenzó a extraer la tierra para


el relleno de la zona portuaria; tierra con la que, también, se habrían de
fabricar ladrillos para las nuevas construcciones. Una vez cumplido su
propósito, Francisco Seeber decidió vender los terrenos que tanta
utilidad le habían aportado, comisionando a su cuñado, el arquitecto
Emilio C. Agrelo, para que realizase las subdivisiones correspondientes
antes de proceder al loteo.

A todo esto, diario El Nacional, 5 de marzo de 1890, hacía el


siguiente comentario: “El intendente municipal hipoteca al Banco
Hipotecario Nacional terrenos en el pueblo ‘Villa Catalina’, doscientos
mil metros cuadrados, ‘en la estupenda suma de doscientos cincuenta mil
pesos oro sellado’. ‘Convengamos -añade- en que cuando no hay quien
compre terrenos en el Puerto, la operación llevada a cabo es magna’.

Recordemos que Emilio C. Agrelo (Buenos Aires, 16 / IX / 1856


– 16 / IX / 1933) fue arquitecto, pintor, grabador y crítico de arte, autor
del plano fundacional de “Villa Catalinas” (1888). Como arquitecto
realizó el proyecto del edificio del Bon Marché, en la manzana
comprendida entre las calles Florida, Córdoba, San Martín y Charcas,
obra que quedó a medio concluir; la escalinata del Jockey Club; el
edificio de la Facultad de Filosofía y Letras y algunas obras menores.
Como grabador fue uno de los iniciadores, junto con Eduardo Sívori, del
arte de grabar al aguafuerte en nuestro país.

Cuando Hipodamos de Mileto, arquitecto y urbanista griego del


siglo v a. de C., comenzó a planificar ciudades disponiendo que las

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calles se cortasen en ángulo recto, nos estaba predeterminando, a 2500
años de distancia, la cuadratura de la manzana, y la perpendicularidad de
Triunvirato y Monroe. En estos pagos, conocidos en su prehistoria como
Lomas Altas, el sistema de cuadrícula entró en vigencia, como ya dije, el
2 de octubre de 1887 con apenas 30 manzanas, para llegar a las 427 con
que cuenta en la actualidad.

Hoy su superficie (un cuadrilátero de, aproximadamente, veinte


cuadras por lado) acusa 500 hectáreas, y aunque el espíritu de las
mismas tenga límites que la Municipalidad desconoce, ha sido la tijera
administrativa de un organismo técnico la que nos recortó a Villa
Urquiza por las siguientes calles: Avenida de los Constituyentes, La
Pampa, Avenida Doctor Rómulo S. Naón, Franklin D. Roosevelt,
Tronador, San Francisco de Asís, vías del Ferrocarril General Bartolomé
Mitre, Núñez, Galván y Republiquetas (según ordenanza 26.607 del 21
de abril de 1972, B. M. 14.288).

LUIS ALPOSTA

Luis Alposta, en imagen de agosto de 1989

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A FERNANDO SORRENTINO, NOMBRADO VECINO
ILUSTRE DE VILLA URQUIZA

Doctis narrationibus
prosa in oratione,
Ferdinande, risulum
in nobis seris; seriis
autem nos instruis,
amice. Iure Vicinus
Illustris nominaris.
Et vicus certe tuus
tuis litteris et imagine
gaudet. Utinam omnes
cives scriptores suos
colere scirent.1

Radulfus scripsit, poeta humillimus omnium AD 2010

Fernando Sorrentino

1
‘Con tus doctas narraciones en prosa, Fernando, pones en nosotros la risa; pero nos
instruyes con cosas serias, amigo. Con toda razón eres nombrado Vecino Ilustre. Y sin
duda tu barrio se alegra con tus escritos y con tu figura. Ojalá todos los ciudadanos
supieran honrar a sus escritores.’

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TEORÍA Y PRÁCTICA
FEDERICO CAIVANO1

Pablo miró su reloj mientras entraba a la boca de subte. No había


apuro; llegaría a la facultad con tiempo de sobra. Se acercó al molinete,
pasó la tarjeta y se quedó de pie en el andén. La voz gangosa de los
televisores le dice que compre unas galletitas cubiertas de chocolate,
pero él se quedó mirando las vías descubriendo la gran variedad de
basura que la gente arroja allí.

Cuando finalmente llegó el subte, se subió sentándose en el


primer asiento vacío que encontró. Siempre buscaba uno que estuviera
junto a la puerta, pues era un lugar estratégico; no sólo evitaba el
contacto con una persona en uno de sus costados, sino que también podía
apoyar la cabeza en ese respaldo lateral que forman los tubos-asideros.
Sacó de su mochila el libro que había empezado a leer el día anterior y
retomó la lectura por donde había dejado:

Manuel nunca tuvo una comunicación muy buena con las


mujeres. Le faltaban medios. Se había enamorado muchas veces en su
vida; no es que fuera apático. El problema era que nunca pudo
hacérselo saber a sus decenas de amadas.
Esta ocasión no era diferente. Una muchacha esbelta y de cara bonita,
como una figurilla de porcelana fina había subido al subte con él en la
misma estación. Tenía una sonrisa melancólica pero dulce. Sus
pensamientos se detuvieron en seco y su corazón se aceleró en
contraste. La película en su cabeza no tardó en proyectarse: de repente
se imaginaba hablándole y haciéndola reír, o intercambiando números
de teléfono, o estando sentados en el banco de una plaza… Pero pronto
cayó en tierra y se desencantó ¿Cómo podía ser que le pasara lo mismo
una y otra vez? ¿Sería ya una patología grave? ¿No hay otra alternativa
que sacarse los ojos? Una cosa era segura: si estaba enfermo, por lo
menos no era el único. La muchacha había atraído la atención de varios
hombres en el vagón. De hecho, un par de universitarios que estaban
sentados al lado suyo se codeaban el uno al otro para advertirse
mutuamente del espectáculo que la muchacha parecía ofrecerles al
tiempo que comentaban (un poco en broma, un poco en serio) diversas
formas de abordarla. Esto le dio un poco de alivio a Manuel y le hizo
dar cuenta de que estos “enamoramientos” eran más comunes de lo que
pensaba.

1
El autor es estudiante universitario, vecino de Villa Urquiza.

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Y fue entonces que se le ocurrió: “–¿Por qué no acercarme y
preguntarle su nombre aunque sea? Puedo intentar siendo honesto,
diciéndole que me gustaría conocerla. Sería mucho menos invasivo e
insidioso que lo que traman estas víboras al lado mío. Y de última, si la
situación se vuelve incómoda me bajo y no la veo nunca más, como me
pasó ya miles de veces…”
Manuel tomó coraje y se levantó. Pidió permiso y se paró
enfrente de la muchacha, que estaba tímidamente observando el piso. Él
la miró a los ojos y le dijo: –Hola. –Ella levantó la cabeza y lo miró con
los ojos entrecerrados, como intentando acordarse de si lo conocía de
alguna parte. –Soy Manuel Gallo… 22 años. –titubeó torpemente.

Pablo levantó la mirada, pensando: “Es verdad. Siempre pasa eso


de ver una mina interesante y no saber qué hacer ¿Cómo no se me
ocurrió eso?” Siguió leyendo, intrigado por el desenlace:

–Soy Manuel Gallo… 22 años. –titubeó torpemente.


–Eh… ¿Te conozco? –contestó ella.
–No. Pero… ¿nunca viste a alguien en el colectivo o acá en el subte que
de repente, no sé… te dieron ganas de conocer? –Cada latido del
corazón le retumbaba por todo el cuerpo. Sentía que su cerebro saltaba
dentro de su cráneo de tan fuerte que golpeaba. Al ver que la muchacha
no respondía agregó:
–Me parece medio tonto que en un bar, todo oscuro, sea común y lícito
intentar conocer a… a alguien que te gusta, pero a plena luz del día no.
No sé… ¿Qué te parece?
La muchacha no contestó de inmediato, sino que se quedó perpleja por
la extraña situación en la que estaba. Finalmente, cuando Manuel ya no
sabía dónde meterse de la vergüenza, le contestó con honestidad:
–Sí, supongo que algo de razón tenés.

Pablo interrumpió su lectura. El subte había llegado a una nueva


estación y estaba por reanudar su marcha cuando una chica de unos 20
años, con ropa de gimnasia y una pequeña campera deportiva en la
mano, entró corriendo justo antes de que se cerraran las puertas. El resto
de la gente se sobresaltó un poco por esta irrupción algo teatral, pero al
segundo volvieron a su posición original y rutinaria. Pablo, en cambio,
se le quedó mirando un rato más. Era una mujer muy atractiva
realmente. Y no solamente por su cuerpo atlético. Su rostro irradiaba un
brillo y una dulzura especiales, mostrando una piel suave y rosada. Su
pelo rubio rojizo, recogido hacia atrás, hacía notar más los rasgos
puramente femeninos de sus ojos, su nariz, sus labios… Pablo trató de
despejar su mente y volver a lo que estaba leyendo, buscando con la
mirada en el texto:

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La muchacha… perpleja... Finalmente… contestó con honestidad:
–Sí, supongo que algo de razón tenés.

No pudo leer más allá de eso. Una idea empezaba a rebelarse en


su cabeza diciéndole con tono de complicidad: “-¿Por qué no probamos?
Es como dice el tipo del libro: no la vas a volver a ver nunca más ¿Qué
podés perder?”

Cerró el libro y lo guardó en su mochila. La chica ya se había


sentado y el vagón se estaba llenando de a poco, por lo que ya no tenía
una visión clara de ella. Lo que sí podía notar era que todavía estaba un
poco agitada. Pablo se paró y fue lentamente abriéndose paso entre la
gente hasta estar directamente enfrente de ella.

–Hola ¿Cómo estás? –prorrumpió él como lanzándose a un precipicio.


Ella estaba escuchando música mientras trataba todavía de recobrar el
aliento. No lo escuchó. Pablo se agachó un poco para que ella lo viera
mientras la saludaba una vez más, un poco más fuerte. –¡Hola! ¿Cómo
estás?

Esta vez, la chica se dio por aludida y levantó la vista. Se sacó


uno de los auriculares del oído y arqueó una ceja de asombro y
extrañeza, guardando cierto aire de indiferencia.

–¿Te conozco? –le dijo.

–No, no. –contestó él, sonriendo medio nerviosamente y extendiendo


(apenas) su mano para saludarla. –Soy Pablo. Pablo Cardini.
La muchacha hizo caso omiso al saludo (que pronto Pablo retiró) y se le
quedó mirando, como esperando una explicación sobre quién era y qué
quería de ella.

–Puede parecer raro, pero te vi y me dieron ganas de acercarme… eh, y


conocerte… ¿Nunca te pasó?

La muchacha no salía de su estupor. Seguía pensando qué quería


aquel extraño con ella y por qué se le quedaba mirando de esa manera.
Pronto, sus instintos primarios se activaron. Se cubrió el escote con la
campera y le lanzó una mirada, mezcla de asco y vergüenza, que llamó
la atención de algunos pasajeros que estaban inmediatamente al lado de
ellos. Pablo no comprendía por qué ella había reaccionado así. ¿Había
dicho algo que se pudo haber malinterpretado? Ya no importaba. La
muchacha pidió permiso y cambió de vagón tan rápida y furtivamente

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como pudo. A partir de ahí todo el mundo parecía haberse puesto en su
del lado de la muchacha de repente y sin razón aparente. Incluso (y en
especial) los que no habían visto nada. Sólo la mirada nerviosa e
incómoda de Pablo parecía ser lo que llevaba a la gente a deducir que
debía ser un psicópata.

Toda esta escena no duró más de dos minutos, pero ya parecía


que todo el vagón se había puesto en papel de juez, jurado y ejecutor, y
su veredicto era tan apremiante como claro: “culpable”. Pablo captó
enseguida la atmósfera conspirativa y se retiró sin decir otra palabra ni
mirar a nadie. Acto seguido, y como cumpliendo una pena de destierro,
se bajó en la estación siguiente. Avergonzado y con la sensación de
haber regresado a la Tierra luego de visitar un planeta extrañísimo,
esperó al próximo tren y reanudó su rutina.

Durante todo el día de trabajo trató de olvidarse de la escena en el


subte. Y lo logró. Pero cuando fue hora de volver, no pudo escapar del
acoso inescrupuloso de su memoria. Por todos lados veía miradas
acusadoras y susurros sospechosos, aunque no los hubiera. Al llegar el
tren buscó un asiento y trató de tranquilizarse. No había razón para
ponerse paranoico. Enojado tal vez, pero no paranoico. No quería pensar
más en el asunto pero le intrigaba saber cómo terminaba el cuento.
Decidió entonces no hacer contacto visual con nadie y terminar de leer la
ficción que lo había empujado a hacer semejante locura:

Finalmente, cuando Manuel ya no sabía dónde meterse de la vergüenza,


le contestó con honestidad:
–Sí, supongo que algo de razón tenés.
Manuel sonrió y consideró su amable respuesta como una pequeña
victoria. Aunque no podía confiarse demasiado; su amabilidad podía no
ser más que eso: simple cortesía. Sin embargo, algo asombroso ocurrió.
La muchacha, todavía con el ceño fruncido en señal de confusión, le
sonrió. No era exactamente como la sonrisa que había soñado, pero era
incluso mejor, porque era auténtica.
–Celeste López. 20 años. –dijo finalmente ella, parodiando el saludo de
Manuel, al ver que éste se quedaba inmóvil, perdido en tierras y épocas
lejanas.
A partir de allí, el subte podía bien estar vacío. En ese momento, lo
único que le importaba a cada uno era el otro y nada más. Hablaron de
sus respectivos barrios, gustos, vocaciones, familiares, amigos, estudios,
hobbies… El interés de ambos fue creciendo a medida que pasaban las
estaciones haciendo que el paso del tiempo fuera tan accidental como
las demás personas allí presentes.
–¡Uy! ¿Qué estación es esta? ¿Federico Lacroze? –preguntó ella.

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–Sí, me parece que sí.
–Ah, está bien. –dijo, con un tono triste.- Me tengo que bajar en la
próxima.
A Manuel se le iluminó el rostro.
–¿En serio? ¡Yo también! Es raro que nunca te haya visto por acá.
Vengo todos los días…
–O por ahí sí me viste, ¿quién sabe? El problema es que no me
conocías. –mostró una sonrisa dulce y a Manuel se le volvió a encender
el corazón. Cuando salieron del subte se ofreció a acompañarla hasta su
casa y ella, muy complacida, aceptó. Cuando llegaron, trataron de
postergar la despedida cuanto tiempo fuera posible, pero ya empezaba a
oscurecer y a ambos los esperaba su familia en sus casas.
Intercambiaron números de teléfono y se saludaron amicalmente para
no apresurar las cosas. Ella le dio un beso en la mejilla y alejó un poco
el rostro. Él respondió con otro beso en la otra mejilla y tomó una
respetuosa distancia. Mientras la veía entrar a la casa un solo
pensamiento paseaba por su mente: “Tal vez siempre estuvo ahí y nunca
la había visto ¡Menos mal que le hablé!”

Pablo estaba furioso. Tenía ganas de encontrar al autor de


semejante payasada para darle su opinión en un solo y conciso golpe en
la nariz: “–Evidentemente este tipo no se subió nunca en su vida a un
subte y mucho menos intentó la ridiculez que dice acá. ¡Bah! Una
pérdida de tiempo…”

Lo primero que hizo cuando salió del subte fue sacar el libro y un
encendedor. Buscó el tacho de basura más cercano y lo prendió fuego
ahí mismo. Las últimas palabras de encono de Pablo fueron: “¡Qué
estupidez!”. Las últimas palabras del libro, que fueron las únicas que no
consumieron las llamas, fueron: “Tal vez...”

FEDERICO CAIVANO

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