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prohistoria
ediciones
Francisco Javier Guillamón Álvarez
Julio David Muñoz Rodríguez
Educando al Príncipe
Correspondencia privada de Luis XIV a Felipe V
durante la Guerra de Sucesión
prohistoria
ediciones
Francisco Javier Guillamón Álvarez
Julio David Muñoz Rodríguez
Rosario, 2008
Guillamón Álvarez, Francisco Javier
Educando al príncipe: selección de la correspondencia privada de Luis XIV a Felipe V durante la
Guerra de Sucesión: 1703-1715 / Francisco Javier Guillamón Álvarez y Julio David Muñoz Rodríguez.-
1a ed.- Rosario: Prohistoria Ediciones, 2008.
272 p.; 23x16 cm. (Historia moderna; 3 dirigida por Darío G. Barriera)
ISBN 978-987-1304-20-2
1. Correspondencia Epistolar. I. Muñoz Rodríguez, Julio David II. Título
CDD E866
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido su diseño tipográfico y de portada, en
cualquier formato y por cualquier medio, mecánico o electrónico, sin expresa autorización del editor.
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Cromografica, Rosario, en el mes de julio de 2008. Se
tiraron 500 ejemplares.
Impreso en la Argentina
ISBN 978-987-1304-20-2
Índice
Alrededor de los elementos alegóricos del poder monárquico, como son la corona y el
cetro, aparecen de izquierda a derecha: la infanta María Ana Victoria, que sería reina
de Portugal por su matrimonio con José de Braganza, príncipe del Brasil; Bárbara de
Braganza, princesa de Portugal y esposa del príncipe de Asturias; el príncipe de Asturias,
futuro Fernando VI; el rey Felipe V; el infante y cardenal de Toledo Luis; la reina
Isabel de Farnesio; el infante Felipe, duque de Parma, y su esposa, María Luisa de
Orleáns; la infanta María Teresa, que se casó con Luis, Delfín de Francia; la infanta
María Antonia Fernanda, que sería más tarde reina de Cerdeña por su matrimonio con
Víctor Amadeo III, rey de Cerdeña y duque de Saboya; María Amalia de Sajonia,
esposa del infante Carlos, reina de Nápoles y futura reina de España (1759); el infante
Carlos, rey de Nápoles y futuro Carlos III de España. Jugando en el suelo: María
Luisa, hija del duque de Parma y, con el tiempo, esposa de su primo Carlos, hijo de los
reyes de Nápoles y cuarto monarca español de ese nombre; y María Isabel, hija del rey
de Nápoles, que fallecería en 1749.
Felipe V, rey de España, representado en 1700-1701 llevando traje español,
H. Rigaud,
Palacio de Versalles
(© Foto RMN, G. Blot)
Luis XIV, rey de Francia,
H. Rigaud,
Museo del Louvre, París
(© Foto RMN, G. Blot)
Nota a la edición argentina
H
ace prácticamente dos años se publicaba La formación de un príncipe de la
Ilustración. Selección de la correspondencia privada de Luis XIV a Felipe
V durante la Guerra de Sucesión [Murcia, Caja de Ahorros del Mediterrá-
neo, 2006, 361pp.]. En este libro pretendíamos aportar alguna luz a uno de los aspec-
tos que sobre la Guerra de Sucesión española quedaban, todavía entonces, en cierta
penumbra. Las cartas que el rey Sol envió a su nieto Felipe V durante las dos primeras
décadas del siglo XVIII contienen un verdadero tratado acerca del arte de la política
en los albores de la centuria ilustrada, y explican, sobre todo, la formación y las cir-
cunstancias en las que se desenvolvió el primer monarca de la dinastía borbónica en
España.
A pesar de la abundante literatura que ya se disponía sobre el aprendizaje del
oficio de gobernar –ahí están los numerosos espejos de príncipes que proporcionó la
tratadística barroca–, esta asidua correspondencia de Luis XIV permitía mostrar unas
enseñanzas emanadas de la práctica cotidiana del poder. Quien se convertía en maes-
tro y ejemplo del nuevo príncipe no era un versado erudito en la tradición político-
teológica católica, sino el soberano más poderoso de Europa. Con él le unían al joven
Felipe no sólo vínculos familiares directos, sino también el objetivo compartido de
glorificar a la casa de las Tres flores de lis en la geoestrategia europea. Con este fin
había invertido el dueño de Versalles cuantiosos recursos militares y diplomáticos, y a
la altura de 1700 el anhelado éxito sobre los Habsburgo parecía finalmente alcanzado.
De ahí que la carta que cada semana el bisoño rey Felipe tenía entre sus manos supo-
nía una brújula con la que navegar por aquel tempestuoso océano en el que se convir-
tió la Monarquía Hispánica tras el fallecimiento del infortunado Carlos II.
Aunque es cierto que en su momento el historiador francés Alfred Baudrillart
manejó estas cartas en su espléndida obra sobre las relaciones –tan desiguales como
complejas– entre las cortes de Versalles y Madrid, hasta ahora no se contaba con una
versión española de una parte significativa de tan importante documentación. Este
objetivo, convenientemente contextualizado y comentado, es lo que nos propusimos
hace ya unos cuantos años, como una línea de trabajo complementaria a nuestro pro-
yecto de análisis del conflicto sucesorio hispánico. La localización, trascripción, tra-
ducción y anotación de cerca de 400 cartas requirió de un nutrido equipo de especia-
listas –que más adelante señalaremos–, y su minuciosa elaboración se prolongó más
tiempo del que en un primer momento se había sospechado. Así que no fue hasta el
año 2006 cuando, gracias a la colaboración de diversas entidades, vimos culminado
nuestro empeño con la edición de un libro que, si bien contenía apenas la mitad de las
cartas que habíamos trabajado, cumplía sobradamente con nuestro propósito original.
La satisfacción que siempre conlleva una labor acabada, máxime cuando es una inves-
tigación que se ha desarrollado durante varios años, tuvo su mejor corolario con la
14 Educando al Príncipe...
presentación que meses más tarde –enero de 2007– se hizo del libro a SS. MM. los
Reyes en el Palacio de la Zarzuela.
Con todo, la edición que finalmente se adoptó no hacía justicia al inmenso traba-
jo que se había efectuado. Ni el aspecto formal –claramente aparatoso por la explica-
ble suntuosidad del formato–, ni la tirada –necesariamente corta–, permitían una difu-
sión adecuada de sus contenidos entre el mundo académico y científico. Pronto surgió
el deber de lograr una publicación que, con menos pretensiones ornamentales y esté-
ticas, facilitase la circulación y el acceso a todo el público interesado por el tema y el
periodo que comprendía nuestro estudio. Al fin y al cabo, el historiador, como cientí-
fico social, está lógicamente obligado a contribuir con el progreso del conocimiento
mediante la comunicación de sus resultados y el posterior debate que estos puedan
generar en cualquier ámbito competente.
La oportunidad de ofrecer un libro más manejable provino de la otra orilla del
Atlántico, precisamente aquella que los monarcas borbónicos se encargarían de reor-
ganizar y reordenar con mayor o menor éxito funcional. Y, en concreto, de un territo-
rio tan eminentemente dieciochista como fue el rioplatense, la principal frontera me-
ridional del Nuevo Mundo. El profesor Darío Barriera y su encomiable iniciativa
Prohistoria asumieron la tarea de posibilitar esta difusión de una manera rápida, efec-
tiva y, además, en un espacio de opinión más amplio del que hasta ese momento ha-
bíamos pensado: Europa y América, las dos columnas que componían la Monarquía
bihemisférica hispánica.
Todo este camino es el que ha recorrido la obra que el amable lector tiene ahora
en sus manos. No hay duda de que el tiempo permite ganar en perspectivas y adquirir
mayor capacidad de autocrítica con el trabajo anteriormente realizado. Los responsa-
bles de esta obra –estén seguros– que la han acometido, y las enseñanzas de este libro,
como alguno de los consejos transmitidos por Luis XIV, estarán presentes en el traba-
jo por venir. Pero, después de todo, lo que hace dos años se llevó a las prensas hoy
mantiene gran parte de su vigencia, ya que son limitadas las nuevas investigaciones
sobre esta primera etapa de gobierno de Felipe V y el protectorado que el rey Sol trató
de implantar en la Monarquía heredada –y ganada– por su nieto. Ampliarlo hubiese
sido una opción razonable, mas hubiese supuesto desbaratar lo que entonces pareció
armoniosamente compuesto. Confiemos que éste sea un granito más en los numerosos
y necesarios estudios que habrán de surgir, aún desde premisas diferentes, sobre unos
años tan apasionantes como dramáticos.
Francisco Javier Guillamón Álvarez
Julio David Muñoz Rodríguez
Universidad de Murcia
San Pedro del Pinatar (Murcia), 21 de marzo de 2008
La guerra y el arte de gobernar
en la Europa de la primera Ilustración
Presentación de la correspondencia
de Luis XIV a Felipe V
L
os primeros años del siglo XVIII componen un periodo de especial trascenden-
cia política, no sólo para España, sino para el conjunto de países europeos. La
ausencia de descendencia directa en la rama española de la casa de Austria
supuso el inicio de un prolongado conflicto sucesorio en el que las estrategias diplo-
máticas y los planteamientos abiertamente belicistas se alternarán a lo largo de las
casi cinco décadas que separan el fallecimiento de Felipe IV (1665) y los tratados de
Utrecht (1713). Durante este tiempo, las relaciones internacionales estuvieron condi-
cionadas por la incertidumbre que entrañaba el nombramiento del heredero de Carlos
II, una elección que desbordaba las consecuencias estrictamente españolas debido a
la todavía dilatada dimensión territorial de la Monarquía Hispánica. Por esta razón, la
Guerra de Sucesión, además del evidente carácter civil que adquirió dentro de los
reinos peninsulares, se convertiría, como explicamos en páginas posteriores, en una
violenta disputa internacional para evitar los proyectos de afirmación universal que
perseguían tanto Habsburgos como Borbones. Pero si la continuidad del modelo de
hegemonía implantado casi dos siglos atrás por Carlos V fue la causa que condujo a
una de las guerras europeas más cruentas, también estaban presentes motivaciones y
propósitos sensiblemente distintos en cada uno de los contendientes.
En el caso de Luis XIV, su preponderancia continental desde la Paz de los Piri-
neos (1659) se veía consolidada por el último testamento de Carlos II. La designación
de su nieto, el duque de Anjou, como heredero de toda la Monarquía Hispánica, le
permitió establecer una “unión” entre ambas coronas que terminaría enfrentándose al
bloque aliado formado en La Haya (1701). Así pues, lo que debía haber sido para el
soberano francés su consagración en la dirección de los destinos europeos, una anti-
gua pretensión dinástica que parecía haber logrado precisamente en el tramo final de
su vida, derivó en una larga conflagración que debilitó profundamente las fuerzas
internas de la monarquía francesa. A la intervención en los frentes abiertos de Italia,
Flandes y el Imperio, se añadió la necesidad de acudir en auxilio de su nieto en los
mismos territorios peninsulares ante los insuficientes recursos defensivos con los que
contaba. El desembarco en Barcelona del Archiduque Carlos de Austria en 1705 y el
dominio aliado posterior de gran parte de la Península, obligaría a Luis XIV a intensi-
ficar su asistencia a Felipe V por medio del envío de tropas y generales veteranos con
los que reforzar el ejército borbónico en España. La presencia del ejército francés en
todos los escenarios importantes de la guerra se tradujo en la imposición de una eleva-
da presión fiscal durante décadas que precipitaría el colapso del país más poblado de
Europa.
No fue, sin embargo, la ayuda militar la única con la que Luis XIV trató de
asegurar la corona heredada por su nieto. La correspondencia que ahora selecciona-
mos pasó a ser un destacado canal de comunicación entre ambos soberanos, a través
del cual el dueño de Versalles participó activamente en la dirección de la Monarquía
Hispánica y, sobre todo, transmitió sus consejos de gobierno a un Felipe V de apenas
dieciocho años. Más que las referencias que estas cartas puedan contener acerca de la
evolución de la guerra o en relación a acontecimientos concretos de esta primera dé-
cada del siglo XVIII, uno de los aspectos que más llaman la atención reside en su
carácter de instrumento para la formación política de Felipe V. En el Alcázar madrile-
ño, rodeado de consejeros franceses y de aristócratas y cortesanos españoles, a menu-
do con intereses contrapuestos, el joven rey dispuso en estas cartas de su abuelo de un
verdadero manual sobre el arte de gobernar en la Europa de la primera Ilustración. A
él llegaban directamente desde Versalles, Marly o Fontainebleau, los tres lugares don-
de solía alojarse el Rey cristianísimo, portando las órdenes, tácticas o recomendacio-
nes de quien acumulaba una experiencia de cuarenta años de poder personal. Además,
las difíciles circunstancias en las que Felipe V accedió a la corona española, inmedia-
tas a un conflicto europeo, acrecentaron este componente instructivo que, de alguna
manera, hacía recordar los fines didácticos que perseguían los espejos de príncipes
tan abundantes en la literatura barroca.
Es por este motivo que ya en el título del libro, Educando al Príncipe, hayamos
destacado este valor instructivo de la correspondencia de Luis XIV, junto a la nueva
La guerra y el arte de gobernar.... 17
categoría político-cultural (la Ilustración) que los sucesivos monarcas españoles afian-
zarían a lo largo de la centuria. Esto no ha de llevar a entender que en nuestra inten-
ción esté identificar a Felipe V como un soberano filósofo al modo como Voltaire
describió a Federico de Prusia décadas más tarde,2 sino de asumir una serie de ele-
mentos esenciales que diferenciarían al nuevo rey borbónico de sus antecesores de la
casa habsburguesa. Tanto la influencia de la religión, como la concepción del poder
monárquico, tenían su origen en uno y otro caso en tradiciones culturales que implica-
ban manifestaciones políticas y simbólicas sustancialmente distintas. Ni el catolicis-
mo francés que había sacralizado la persona del rey como intercesor supremo entre
los fieles franceses y Dios, ni el proceso de afianzamiento de la autoridad real que se
había desarrollado en la Francia del Rey Sol, disponían de similares correlatos en la
España de los Austrias. Los monarcas hispánicos, por ejemplo, nunca poseyeron la
capacidad taumatúrgica de sus vecinos franceses, lo que, además de servir para gene-
rar una copiosa propaganda monárquica, les otorgaba una posición privilegiada den-
tro de la iglesia galicana y ante el conjunto de sus súbditos.3 El germen del cambio, de
la reforma, que la Ilustración conllevaría en la gestión del poder en la mayor parte de
los países del siglo XVIII, en cierto modo venía ya implícito en la idea de príncipe que
Luis XIV se proponía transmitir a su nieto a través de esta correspondencia. Una idea
de príncipe que, en algunos de sus aspectos, bebía de la tradición hispánica y, en
concreto, de aquel rey burócrata que fue Felipe II, por cierto, bisabuelo de Luis XIV.
Como soberano habituado a las costumbres de Versalles, a Felipe V concernía décider
soi-meme el gobierno de la Monarquía que heredaba, desligándose de todo el aparato
sinodial hispánico que se había construido desde los Reyes Católicos.
La presente publicación dista de ser, por tanto, un hecho casual. Al innegable
interés intrínseco que poseen las cartas enviadas por Luis XIV a su nieto, como ya
advirtió sobradamente Alfred Baudrillart en la introducción de su Philippe V et la
Cour de France (1890), se añade que desde hace algunos años estamos embarcados
en un proyecto de análisis político del cambio sucesorio como periodo de transición
entre dos mundos hasta ahora excesivamente contemplados desde perspectivas que
tendían a la exclusión. Y, a pesar de las divergencias existentes en el plano confesional
entre ambas dinastías, las conexiones que se dieron en España entre la Monarquía de
los Austrias y la Monarquía de los Borbones fueron mayores de lo que tradicional-
mente se han venido admitiendo. En las modificaciones ensayadas a lo largo de la
centuria barroca pueden detectarse, de manera embrionaria, muchas de las transfor-
maciones promovidas por las primeras reformas borbónicas en la administración, en
2 VOLTAIRE (1978).
3 La construcción teórica de esta facultad de hacer prodigios ya fue expuesta en BLOCH (1988); su
evolución posterior hasta los tiempos de Luis XIV en DESCIMON y RUIZ IBÁÑEZ (2005), KLÉBER
MONOD (2001) y BURKE (1995). Por su parte, para una idea del catolicismo hispánico, FERNÁNDEZ
ALBALADEJO (1997 y 2001) e IÑURRITEGUI RODRÍGUEZ (1998).
18 Educando al Príncipe...
el ejército o en la fiscalidad.4 Sería sobre esa base ensanchada por los últimos
Habsburgos, en ocasiones mediante elementos que circulaban en los procesos de con-
solidación monárquica puestos en marcha en diversos lugares de Europa, sobre la que
actuaron los consejeros franceses llegados con Felipe V a partir de 1701; unos conse-
jeros que serían asimismo responsables de introducir en España algunos de los meca-
nismos experimentados en el modelo absolutista francés del último tercio del siglo
XVII. Pero, si subrayamos este influjo francés del reformismo impulsado por la Coro-
na, no ha de olvidarse que tanto en su construcción teórica, como en su adaptación
práctica, participaron ministros íntegramente formados en la administración española
como Macanaz, Patiño o Grimaldo. En este sentido, la correspondencia de Luis XIV
contribuye a comprender el contexto en el que se adoptaron esos cambios que tanto
alteraron el modo de formalizar y concebir la Monarquía, así como las condiciones
coyunturales que favorecían su asimilación.
Tampoco es ajena del todo la edición de este epistolario a una tradición
historiográfica que, prácticamente abandonada en las últimas décadas, se propuso
difundir las particulares percepciones de relevantes protagonistas de estos años. Du-
rante gran parte del siglo XIX y las primeras décadas del siguiente, la pujante corrien-
te positivista francesa reiteró su interés por una literatura autógrafa que aportaba dis-
tintas dimensiones del poder de Luis XIV y la instauración dinástica patrocinada por
él en España. De este modo, se vertieron en letras de molde, por ejemplo, la corres-
pondencia del embajador francés en la corte madrileña del último Austria, el eficaz
duque de Harcourt;5 la mantenida por la princesa de los Ursinos, entre otros, con el
Rey cristianísimo, su esposa morganática Madame de Maintenon o el mariscal Vilerroi;6
la de los duques de Berwick y Marlborough entre 1708 y 1709, cuando la corona
francesa trataba de negociar una paz cada día más perentoria dada la creciente crisis
interna;7 o la que el propio Luis XIV dirigiría a diversos agentes franceses, entre ellos,
a su embajador en Madrid el marqués de Amelot en los años más difíciles de la guerra
peninsular (1705-1709).8 El mismo Baudrillart, cuyo célebre libro tanto debe a las
cartas que ahora presentamos, también fue responsable de la publicación de las escri-
tas por el duque de Borgoña, hijo mayor del Delfín de Francia, a su hermano Felipe V
y a la reina María Luisa Gabriela de Saboya; al igual que dio extensas noticias sobre
las intrigas del duque de Orleáns en España a partir de una variada correspondencia
4
Acerca de cada uno de estos aspectos ESCUDERO LÓPEZ (1969), ABBAD y OZANAM (1992), CAS-
TRO (2004), GUILLAMÓN ÁLVAREZ (2000) y junto a MUÑOZ RODRÍGUEZ (2003), ANDÚJAR
CASTILLO (2004) y CONTRERAS GAY (2003).
5 HARCOURT (1875).
6
COLLIN (1806), HIPPEAU (1862) y TREMOUILLE, Duque de (1902-1907). Posteriormente este mis-
mo tema sería retomado por CERMAKIAN (1969).
7 LEGRELLE (1893).
8 GROUVELLE (1806), y en concreto, GIRARDOT, Barón de (1864). Sobre la corte española aportó
muchas noticias el LOUVILLE, Marqués de (1818).
La guerra y el arte de gobernar.... 19
aprecia los cambios que sufre la estrategia francesa en su adaptación a las diferentes
coyunturas de la guerra. Con el fin de ofrecer la oportunidad de poder leer esta corres-
pondencia tal como fue escrita hace tres siglos, el doctor Marco Penzi, de l´École des
Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, ha realizado su transcripción
literal, por cierto, introduciendo un espacio de separación para distinguir el texto com-
prendido en cada una de las caras de la copia manuscrita, lo que se ha mantenido en la
traducción. Junto a esta transcripción, se ha adjuntado la traducción española de la
correspondencia cuyo esmero y precisión se debe a Mercedes Fernández Cuesta y a
Mario Grande (Atalaire), bajo la atenta supervisión científica de Julio D. Muñoz
Rodríguez. Al grupo Atalaire también pertenece la autoría de las páginas dedicadas a
explicar el proceso que se ha seguido para traducir la documentación original, así
como al análisis que se ha efectuado de sus distintos niveles lingüísticos. En todo
caso, la presente selección supone el compendio más importante que hasta ahora se ha
publicado de la correspondencia de Luis XIV a Felipe V, y la primera vez que se
ofrece la versión en español de una cantidad tan elevada de estas cartas.
Igualmente, creímos necesario añadir una mínima anotación a las cartas escogi-
das para hacer más inteligible a un público no especializado determinados contextos y
personajes. Estas notas a pie de página no sólo tratan de aclarar cuestiones que nor-
malmente quedan implícitas en el relato escrito por el Rey cristianísimo, sino que
además aportan referencias a diversos textos generalmente admitidos como fuentes
primarias del periodo. De este modo, el lector más curioso podrá cotejar lo que indica
el propio Luis XIV sobre hechos puntuales ocurridos a lo largo de estas dos primeras
décadas del siglo XVIII, con lo señalado por cronistas de la época como Vicente
Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, en sus Comentarios de la Guerra de España
[Génova, 1725], seguramente una de las fuentes más fiables a pesar de su militancia
filipista; Francisco de Castellví, en sus Narraciones Históricas, obra que redactó este
austracista en su exilio vienés hacia 1726; o, asimismo, el valenciano José Manuel
Miñana, en su De bello rustico Valentino [La Haya, 1752]. Al mismo tiempo, con la
inestimable colaboración de la historiadora Esperanza Abril Puerta, se ha confeccio-
nado un apéndice de reseñas biográficas que contribuye a fijar en unas pocas líneas
los aspectos más relevantes de los numerosos personajes que son citados en las cartas
seleccionadas, a fin de proporcionar un instrumento útil para la comprensión del con-
tenido.
En un libro de estas características, basado en un tema concreto como es la
relación epistolar de Luis XIV a Felipe V, pero de alcance mucho mayor por la tras-
cendencia de los asuntos tratados, se hacía indispensable que la edición y traducción
de estas cartas dispusieran de un estudio introductorio que las insertase en las circuns-
tancias políticas de las que son origen y resultado. No se pretendía cumplir únicamen-
te con lo que puede parecer un apartado habitual, sino un modo de expresar la volun-
tad que los autores teníamos desde el principio de dirigirnos a un público interesado
por el pasado histórico y no sólo especializado en este periodo concreto. Aunque es
La guerra y el arte de gobernar.... 21
mucho lo que todavía queda por conocer de la relación establecida entre la corte de
Versalles y el primer rey borbónico de la Monarquía española, pensamos que era
preciso abordar aquí al menos dos cuestiones fundamentales sin las que es difícil
valorar el trasfondo de esta correspondencia. En primer lugar, lo que la Guerra de
Sucesión representó en las relaciones internacionales de la Europa de la primera Ilus-
tración; es decir, la sustitución del sistema de hegemonías inaugurado por el César
Carlos por un nuevo equilibrio entre las potencias continentales cuando la centuria
del Barroco daba sus últimas bocanadas. Y, en segundo lugar, también era necesario
incluir un somero análisis de cómo se organizó el cambio dinástico en una corte ma-
drileña dividida y mediatizada por los dos partidos dinásticos que se disputaban la
herencia de Carlos II. Ambas vertientes del cambio dinástico han sido contempladas,
en consecuencia, en el apartado que lleva por título La sucesión española y el ocaso
de las monarquías universales europeas.
No queremos dar por terminada esta presentación sin agradecer la colaboración
del amplio equipo de colaboradores que ha contribuido a hacer realidad este viejo
empeño que es la publicación de este libro. Ni las dificultades que presentaban la
lectura de unos manuscritos en muchas ocasiones autógrafos del propio soberano fran-
cés, ni la complejidad de elaborar una traducción que estuviese a la altura del epistolario
original, hubiesen sido superados de este modo sin la participación y buen hacer de
Marco Penzi, Mercedes Fernández Cuesta y Mario Grande. Tampoco ha sido pequeña
y despreciable la ayuda recibida de Esperanza Abril Puerta en los trabajos de prepara-
ción y confección de los apéndices que redundarán en una mayor claridad a la hora de
la lectura de la correspondencia; además de ser fruto de su sabiduría y buen hacer
están impregnados con la mejor argamasa que es la amistad. Por último, pero no me-
nos importante, los consejos y comentarios sugeridos por el profesor José Javier Ruiz
Ibáñez han sido siempre especialmente bien acogidos, no sólo porque provienen de
uno de los más expertos conocedores de la Francia de los siglos modernos, sino por-
que nacen de la más profunda amistad. A todos ellos, como a los muchos amigos que
han estado interesados por el resultado final, damos las gracias una vez más.
Obviamente, sin las facilidades que algunas instituciones nos han ofrecido, la
idea inicial no se hubiese podido concretar con los medios y resultados que son bien
patentes. A este respecto, hemos de subrayar la colaboración de la Caja de Ahorros del
Mediterráneo en la primera edición de este libro; así como al Ministerio de Educación
y Ciencia y a la Fundación Séneca-Agencia Regional de Ciencia y Tecnología de la
Región de Murcia, por haber contribuido mediante diversos proyectos de investiga-
ción en los últimos años –códigos HUM2005-06310, 03057/PHCS/05, PB/17/FS/99
y PB/34/FS/02, respectivamente– a resolver las necesidades económicas ocasionadas
en la realización de esta obra que ahora vuelve a salir a la luz. Al Archivo Histórico
Nacional de Madrid, depositario de la documentación original, se le solicitó permiso
para su utilización, al igual que se procedió con Patrimonio Nacional, el Museo del
Prado, la Réunion de Musées Nationaux de Francia, el Museo Municipal de la Villa
22 Educando al Príncipe...
E
uropa comenzaba el siglo XVIII en medio de una profunda crisis en la hegemo-
nía continental. El modelo de una monarquía universal que había inaugurado
el César Carlos en las primeras décadas del Quinientos para establecer la
unidad del mundo cristiano, se hallaba amenazado de continuidad en puertas de su
segunda centuria de vigencia. La realidad geopolítica se había transformado a lo largo
de las últimas décadas del siglo anterior, y mayores cambios se auguraban con el
transcurrir de los primeros años de la nueva era. Viejos protagonistas de la escena
europea habían sido desplazados de su antaño incontestada supremacía continental,
mientras que otros aprovechaban la ocasión para ocupar el espacio físico e imaginario
que se le había resistido durante largo tiempo. No faltaban tampoco aquellos que
surgían con ímpetu a la nueva distribución de fuerzas que se estaba configurando en el
Viejo Mundo, gracias a procesos internos de fortalecimiento económico y político, y
a una no menos importante expansión militar y naval. La Europa Barroca dejaba tras
de sí un confuso balance de poder, a lo que, también, contribuían los esfuerzos de
unos estados europeos que, en algunos casos, trataban de simular lo que realmente ya
habían dejado de ser; y, en otros, disimular lo que en verdad pretendían alcanzar.
Todo ello cada vez más estrechamente vinculado a la creciente competencia por el
comercio, las ventajas mercantiles, así como a la conciencia que emergía, más racio-
nal, con el nuevo orden de cosas.2
La superioridad continental de los Habsburgo había perdido gran parte de su
efectividad entre las paces de Munster-Westfalia (1648) y los Pirineos (1659). Estos
acuerdos representaron el declive definitivo de la rama española de la dinastía austría-
ca en el dominio universal, agravado como consecuencia de la crisis política que con-
llevó la incierta sucesión de Felipe IV.3 De hecho, en 1668, tres años después de su
fallecimiento, Francia y el Imperio pactaron un primer reparto del conglomerado
señorial hispánico que no se llevaría a término por la sorprendente supervivencia del
príncipe heredero.4 La prolongada agonía de la Monarquía de Carlos II tenía su refle-
jo en la débil resistencia que la Corona podía ofrecer por sí misma ante los ataques
dirigidos a sus posesiones flamencas, italianas o norteafricanas, además de la guerra
económica que se desarrolló de forma latente en los mares que comunicaban los
puertos indianos con Sevilla.5 La multitud de frentes abiertos hacía más evidentes los
pies de barro que sostenían el vasto mundo hispánico.
Aún así, a finales de esa traumática centuria, fue posible lograr una relativa
subsistencia de la Monarquía gracias, sobre todo, a la decidida participación de las
elites provinciales en la movilización de los propios recursos económicos y persona-
les. En buena medida, la protección de las costas y fronteras peninsulares, de las
plazas norteafricanas o de los territorios americanos, recayó en una población milita-
rizada que se destacó, junto a los escasos efectivos profesionales, prácticamente con-
centrados en los frentes catalán y flamenco, en una empresa casi mística de conserva-
ción colectiva de la Monarquía.6 Si bien es cierto que servir al monarca con dinero y
soldados suponía desarrollar los antiguos vínculos afectivos que unían a los súbditos
con su rey, esta cierta defensa de los territorios hispánicos se hizo más tolerable
socialmente porque generalizaba unas vías de relación con la Corona que facilitarían
la concreción de muchos proyectos de promoción personal. La costosa tarea que
emprendieron vecinos de ambas orillas del Atlántico está en el trasfondo de brillantes
carreras militares, administrativas o, cómo no, eclesiásticas.
Tampoco el Emperador, la otra rama en la que se había dividido la dinastía de
los Habsburgo después de la retirada de Carlos V al monasterio de Yuste (1555), se
encontraba en condiciones de reemplazar al Rey católico en la tutela de los destinos
europeos. El tratado de Westfalia produjo a los Austrias de Viena importantes fisuras
en su autoridad imperial, puesto que conllevaba el reconocimiento de una mayor
descentralización de los estados que componían la Sacra Germania. A este factor
distorsionador de origen interno pronto le seguiría el resurgir de la inestabilidad en
3 Sobre el sistema derivado en Westfalia, los trabajos recogidos en SCHEPPER, TÜMBEL y VET (2000);
las consecuencias en la Monarquía Hispánica en ALCALÁ-ZAMORA (1977), KAMEN (1981),
CONTRERAS (2003) y SALVADOR ESTEBAN (2001 y 2004).
4 BÉRENGUER (1976) y GÓMEZ-CENTURIÓN (2001).
5
En general, STRADLING (1983) y más recientemente RUIZ IBÁÑEZ y VINCENT (2007).
6 THOMPSON, I. A. A. (1998), STORRS (2003 y 2006), RIBOT (2004). La defensa de diversos territo-
rios de la Monarquía puede verse, a modo orientativo, en GIL PUJOL (2002), SANZ CAMAÑES (1998)
y ESPINO LÓPEZ (1999), para el caso de la Corona de Aragón; los territorios castellanos en SAAVEDRA
VÁZQUEZ (1997), RUIZ IBÁÑEZ (2003), CONTRERAS GAY (2003) y MUÑOZ RODRÍGUEZ (2003);
los italianos en SIGNOROTTO (1996) y ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO (2002); algunos casos ame-
ricanos en WILLIAMS (1999) y ARMILLAS VICENTE (2005).
La sucesión española... 25
7 Su origen en la segunda mitad del siglo XVI en BRAUDEL (1993); PANZAC (1986), DUCHHARDT
(1992), BÉRENGUER (1993 y 2004), INGRAO (1994), HOCHEDLINGER (2003) e IMBER (2004).
8 HARAN (2000); las aspiraciones universalistas del Emperador en FREY (1983).
26 Educando al Príncipe...
9 Las consecuencias de ambos focos de inestabilidad interna en DESCIMON y RUIZ IBÁÑEZ (2005) y
BENIGNO (2000). Un desarrollo de este ideal imperial de Francia en HARAN (2000); también HUGON
(1999) y BÉLY (2003). El contexto general europeo en DUCHHARDT (1992) y KLÉBER MONOD
(2001).
10 HARAN (2000). El contrapunto de esta imagen en BURKE (1995); mientras que sobre la leyenda
negra, GARCÍA CÁRCEL (1998). Entre los escritos políticos de Leibniz también se encuentra una
defensa de los derechos Archiduque Carlos, recogida en SALAS (1984).
11 CORVISIER (1964), CORNETTE (1993), LYNN (1997) y ROWLANDS (2002).
Escultura ecuestre de Luis XIV,
rey de Francia, F. Girardon,
Museo del Prado, Madrid
Escultura ecuestre del Delfín de (© Foto Museo del Prado)
Francia, padre de Felipe V, Escultura ecuestre de Felipe V, rey de España,
A. Coysevox, Palacio L. Vaccaro, Museo del Prado, Madrid
Real de Aranjuez, Madrid (© Foto Museo del Prado)
(© Foto Patrimonio Nacional)
La sucesión española...
27
28 Educando al Príncipe...
ción monárquica.12 El poder que alcanzó Luis XIV en nada se parecía al que habían
ostentado sus predecesores, como tampoco se parecía sus posibilidades para reunir
recursos personales y financieros para la guerra. En el último tercio del siglo XVII, la
construcción de un sofisticado aparato militar, diplomático y administrativo había
hecho de Francia el “gigante” del Grand Siècle.
Con todo, cuando el Seiscientos se preparaba a dar paso a la siguiente centuria,
el dominio del espacio europeo comenzaba a dejar de ser una disputa restringida a
dos únicos contendientes. Tanto en el extremo occidental, como también en las más
lejanas latitudes septentrionales y orientales, nuevos actores políticos aparecían so-
bre una geografía europea que nunca antes había sido disputada desde tantos sitios
distintos. Mientras que Borbones y Habsburgos continuaban luchando hasta el agota-
miento en los campos de batalla en que se habían convertido las fronteras de la Mo-
narquía Hispánica, en el litoral atlántico Inglaterra y la República holandesa surgían
como nacientes potencias marítimas con renovada capacidad de intervención en las
pugnas continentales.
La primera atravesaba una cierta estabilidad política después de que la Gloriosa
Revolución (1688) hubiese elevado al trono inglés a María Estuardo, hija del
defenestrado Jacobo II.13 Este mayor orden interno se tradujo en un acentuado interés
por impulsar una más activa política exterior. Su sucesora, la reina Ana, conseguiría,
no sólo forzar la unificación de los territorios británicos (Act of Union, 1707), sino
también consolidar la participación del nuevo reino en los asuntos internacionales.14
Aunque Inglaterra ya había participado en la Guerra de los Nueve Años (o de la Liga
de Augsburgo, 1689-1697), al lado de España y Holanda, sería sobre todo con su
actuación en la Guerra de Sucesión española cuando realmente acabaría por despojar-
se de su tradicional aislamiento político dentro del contexto europeo. Si bien su alian-
za con el Imperio y Holanda (Tratado de La Haya, 1701) no impediría la pretendida
sucesión borbónica a la Monarquía española, Gran Bretaña sería el contendiente que
más fortalecido saldría de esta conflagración europea.15 No a expensas de unas ganan-
cias territoriales cuantiosas, que en realidad se redujeron en Utrecht (1713) a las ce-
siones españolas de Gibraltar y Menorca, y a las francesas de la isla de San Cristóbal,
Terranova, bahía de Hudson y Acadia, sino por conseguir extraer los mayores réditos
12 Acerca del modelo del absolutismo francés existe una extensa cantidad de letra impresa como recogen
DESCIMON y CONSANDEY (2002); para una visión general, también RICHET (1997); distintos as-
pectos en GOUBERT (1966), MOUSNIER (1980), BEICK (1985), COLLINS (1988), RUSSELL MAJOR
(1994), HURT (2002); sus conexiones con el modelo hispánico de reformas en SCHAUB (2003).
13 ISRAEL (1991), HARRIS (1993) o HOLMES (1996).
14 KISHLANSKY (1996), COWARD (1997) y JAMES (1998).
15 Para su participación en la Guerra de los Nueve Años, CHILDS (1991); su desarrollo posterior en
HATTENDORF (1987) y BREWER (1990).
La sucesión española... 29
16 Sobre el contenido del Tratado de Utrecht, JOVER ZAMORA (1999). Su consolidación posterior en
BOWEN (1998).
17 Este prolongado enfrentamiento, por ejemplo, en PARKER (1976); la colaboración con la Monarquía
Hispánica en ISRAEL (1997), HERRERO SÁNCHEZ (2000), CRESPO SOLANA (2005) y en varios
trabajos contenidos en SANZ AYÁN (2004).
18 ROWEN (1988) e ISRAEL (1989 y 1995).
30 Educando al Príncipe...
conflicto del Norte contribuiría al afianzamiento de dos nuevas potencias hasta en-
tonces con un peso muy relativo: Rusia y Prusia. En el caso de la primera, dirigida por
el nuevo zar Pedro I (1682),19 desde la década de 1690 llevó a cabo un proceso de
expansión hacia el oeste y el sur que le proporcionaría, junto a nuevas áreas con las
que ensanchar un ya amplio territorio en gran parte situado en el continente asiático,
sendas salidas a los mares Báltico y Negro. No fue, sin embargo, esta prolongación de
la influencia rusa hacia Occidente una ostentación de poder exenta de obstáculos: las
tropas zaristas tuvieron antes que derrotar a Suecia, el gran poder del norte de Europa
desde la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Aunque el monarca sueco Carlos
XII consiguió detener en 1700 el avance ruso por medio de su trascendental victoria
en Narva, en la Livonia báltica, nueve años después, cuando encabezaba una ofensiva
contra Moscú, fue vencido completamente en la ciudad de Poltawa ante un reforzado
ejército de Pedro I.20 Poltawa significaba tanto uno de los últimos estertores del impe-
rio sueco, como el primer estremecimiento de una nueva Rusia que pasaría a formar
parte de las grandes potencias europeas de la centuria ilustrada. Su victoria frente al
ejército sueco le permitiría, además, conquistar un amplio acceso al mar Báltico en
donde situar la nueva capital imperial de San Petersburgo (1712), la cual sería pro-
yectada en un estilo europeizante que combinaba las grandes arterias de Versalles con
los canales fluviales de Amsterdam.
El expansionismo ruso coincidió con el fortalecimiento militar y territorial de
otro de los países emergentes de la Europa del cambio de siglo: Brandeburgo, uno de
los numerosos principados que integraban el antiguo Sacro Imperio Romano Germá-
nico simbolizado, a inicios del siglo XVIII, por el Emperador Leopoldo.21 Si Baviera
se alineó con el bando borbónico por su interés en los Países Bajos españoles, el
principado renano regido por los Hohenzollern prestó su apoyo al bloque aliado du-
rante la Guerra de Sucesión española, trasladando, de este modo, su antagonismo
regional al conflicto sucesorio. En consecuencia, en Utrecht fue reconocido como el
nuevo reino de Prusia, al igual que sucedería en el caso de los Saboya con la creación
del estado de Cerdeña.22 Su transformación en reino le haría aparecer ante el resto de
países europeos como un estado sólido y bien organizado, capaz de mantener un po-
deroso ejército permanente, que alcanzaría sus más alta reputación con Federico II
(1712-1786), elevado por voluntad de Voltaire a modelo de rey filósofo de la Ilustra-
ción.23
Cuando la centuria del Barroco asistía a su ocaso, la distribución del poder en
Europa distaba de equipararse a los días en los que Carlos V se había apropiado de la
19 ANDERSON (1985), MASSIE (1987), DUCHHARDT (1992) y ANISIMOV (1993), HUGUES (2001).
20 Sobre Carlos XII y el desarrollo de los resortes políticos de la monarquía sueca, UPTON (1998).
21 El ascenso de Brandeburgo en DUCHHARDT (1992) y KLÉBER MONOD (2001).
22 STORRS (2000).
23 HUSCH (1985) y BLED (2004).
La sucesión española... 33
24 Entre las últimas aportaciones de conjunto sobre este periodo destaca la ofrecida por STORRS (2006);
asimismo, MAURA y GAMAZO (1954), KAMEN (1981), RIBOT (1985) y CONTRERAS (2003).
25 ESPINO LÓPEZ (1999) y TORRES I RIBÉ (1999).
26 SERRANO DE HARO (1992).
27 La publicística austracista fue tratada en el clásico trabajo de PÉREZ PICAZO (1966); asimismo, GARCÍA
CÁRCEL (2002) y GONZÁLEZ CRUZ (2002).
La sucesión española... 35
derechos. Es decir, además del designado príncipe de Baviera, las opciones que repre-
sentaban el Archiduque Carlos de Austria, hijo menor del Emperador Leopoldo, y el
duque de Anjou, segundogénito del Delfín de Francia y nieto, por tanto, del soberano
francés. El inesperado retorno a la situación inicial que desencadenaba la muerte del
príncipe José Fernando obligó a redefinir también este segundo pacto en 1700, mo-
mento en el que la controversia dinástica quedó definitivamente reducida a la temida
disyuntiva austríaca o borbónica.28
Aunque el tercer acuerdo de repartición firmado sólo por Francia y las potencias
marítimas otorgaba al Archiduque Carlos los derechos sobre gran parte de la Monar-
quía Hispánica, salvo las posesiones de Italia, Navarra y Guipúzcoa que pasarían a
dominio francés, el enconado enfrentamiento entre ambos partidos no permitía augu-
rar un respeto escrupuloso a lo allí estipulado. El continuado esfuerzo militar que Luis
XIV había demandado a sus súbditos durante las últimas décadas, no iba a dejar de ser
capitalizado en el instante en que empezaba a discutirse, precisamente, los términos
concretos de la sucesión. Las ganancias que el tercer acuerdo de repartición asegura-
ba al dueño de Versalles habían de entenderse como el mínimo que esperaba obtener
de un proceso negociador que muy difícilmente abandonaría el principio de la divi-
sión territorial de tan extensa Monarquía. Aplazar el compromiso final sólo podía
beneficiar a quien disponía de instrumentos de coacción lo suficientemente poderosos
para mantener un nivel elevado de presión con el que intentar modificar el signo pre-
maturo de la querella. Por esta razón, la lucha desencadenada por la herencia española
proseguiría de forma soterrada durante este último año de 1700, mediante el uso de
cuantos medios diplomáticos fueron necesarios para lograr convencer, tanto unos como
otros, al moribundo Carlos II.
Esos medios diplomáticos iban a encontrar en la agitada corte madrileña su cam-
po principal de actuación, si bien respondían a unos impulsos que, en realidad, tenían
sus verdaderos epicentros en París y Viena. Luis XIV, a través de su embajador el
marqués de Harcourt, trató de ir aumentando el número de partidarios de su nieto con
el ofrecimiento de generosas dádivas y honores, especialmente entre las personas más
influyentes que rodeaban a Carlos II.29 Durante sus dos últimos años de existencia,
Harcourt logró construir una nutrida red de apoyo al partido borbónico compuesta
mayoritariamente por aquéllos que creían en la incapacidad de la Casa de Austria para
asegurar la conservación de la Monarquía; para lo cual el embajador hubo de vencer,
al mismo tiempo, parte de las resistencias que aun en Castilla se tenían a un príncipe
de origen francés. Esta política de atracción de voluntades se comprobó fructífera en
el caso del cardenal Portocarrero, que adquiriría una enorme trascendencia en la deci-
28 Este último tratado de reparto es analizado en VICENT LÓPEZ (1996). Un contexto más amplio en
GARCÍA CÁRCEL y ALABRÚS IGLESIAS (2001). La correspondencia entre Luis XIV y Guillermo III
en torno a estos tratados de reparto fue publicada en REYNALD (1883).
29 Parte de su correspondencia de este periodo en HARCOURT (1875). También ÁLVAREZ LÓPEZ (2007).
36
SUCESIÓN DE CARLOS II
FELIPE III
(1578-1598-1621)
Eleonora de
LUIS XIV María Teresa CARLOS II Margarita-Teresa (1) LEOPOLDO I Neoburgo (3)
(1638-1643-1715) (1638-1683) (1661-1665-1700) (1651-1673) (1640-1657-1705) (1655-1720)
Luis, duque de Borgoña Felipe, duque de Anjou Carlos, duque de Berry José Fernando José I Archiduque Carlos
(1682-1712) Felipe V (1686-1714) (1692-1699) (1678-1705-1711) Carlos VI
(1683-1700-1746) (1685-1705-1740)
Luis XV
(1710-1715-1774)
Basado en LEÓN, Virginia Carlos VI. El emperador que no pudo ser rey de España, Madrid, 2003, p.14.
La sucesión española... 37
30 La soterrada pugna entre ambos partidos desatada en la corte madrileña en BAUDRILLART (1890),
MAURA y GAMAZO (1954), MAQUART (2001) y CONTRERAS (2003). Sobre este juego diplomá-
tico se publicó abundante documentación LEGRELLE (1835-1842). La influencia de la aristocracia en
la corte de Carlos II en CARRASCO MARTÍNEZ (1999).
31 El título de María Josefa Bohl von Gutenberg era en realidad condesa de Berlepsch, aunque se la cono-
cía satíricamente por la Perdiz; sería expulsada al Palatinado meses después del motín de 1699; al
respecto, MAURA y GAMAZO (1954), RIBOT (1985), CONTRERAS (2003).
32 “Es tener reina avarienta / y sin ánimos un rey, / mil ladrones con cabezas / y leales dos o tres. / Esto es”,
en EGIDO (1973), pp. 101-102.
33 FREY (1983). La formación de este partido austríaco en FERNÁNDEZ DURO (1902), GONZÁLEZ
MEZQUITA (2001) y LEÓN SANZ (2003).
38 Educando al Príncipe...
rencias por el fallecido príncipe bávaro, empezaron a inclinarse ahora por la solución
de continuidad con la que se revestía el candidato Habsburgo. El conde de Oropesa
fue, quizás, el ejemplo más destacado de este sector cortesano que viraba, de nuevo,
hacia las aguas más seguras que representaban la Casa de Austria. Poseedor de una
dilatada carrera al servicio de Carlos II, Oropesa había actuado de hecho como un
primer ministro tras la caída del duque de Medinaceli (1685), destacándose por su
labor reformista en materia hacendística y administrativa.34 Su segunda etapa de go-
bierno (1698-1699) fue abrúptamente interrumpida cuando la corte madrileña hervía
en los complots conspirativos entre los defensores de ambos partidos dinásticos; ese
fue el caso del llamado motín de los gatos, que tanto beneficiaría a los intereses
proborbónicos con la pérdida del favor regio de Oropesa.35 No obstante, en su retiro
de Guadalajara, el antiguo ministro de Carlos II se plantearía acatar a Felipe V cuando
viajaba a Madrid desde Versalles (1701), pero el cardenal Portocarrero evitó en el
último momento una aproximación que podía debilitar su posición preeminente en la
corte. La enemistad con el cardenal truncó esta eventual predisposición del conde de
Oropesa hacia el partido filipista, lo que acabaría empujándole a la resistencia
austracista junto a otros relevantes miembros de la aristocracia española.
Precisamente, el cardenal Portocarrero también había trabajado a favor de la
candidatura del príncipe José Fernando, aunque su evolución posterior recorrería de-
rroteros muy diferentes a los del conde de Oropesa. A partir de 1699 el cardenal-
arzobispo de Toledo, plenamente identificado con los deseos de Luis XIV, desplegó
todas sus habilidades ante Carlos II para facilitar la elección del nieto del soberano
francés. Si la reina Mariana acudía hasta los aposentos reales para abogar por los
derechos del Archiduque, Portocarrero también se acercaba al lecho del rey enfermo
para tratar de calmar la conciencia del último de los Austrias. Por consejo del carde-
nal, en 1700 se solicitó consulta al papa Inocencio XII sobre la forma más convenien-
te de resolver la sucesión hispánica; la respuesta inmediata, avalada por la opinión de
tres cardenales, lejos de sugerir propuestas novedosas que resolvieran un problema en
sí mismo complejo, venía a ajustarse a la causa que tan diligentemente defendía
Portocarrero. Parecida conclusión manifestaría también el consejo de Estado, máxi-
mo órgano del sistema sinodial que estructuraba la Monarquía Hispánica, por enton-
ces claramente dominado por hechuras de quien lideraba el partido del duque de Anjou
en la corte madrileña. El contenido de ambos dictámenes, reiteradamente expuestos al
monarca en sus contados momentos de lucidez, se le presentaba como la única alter-
nativa existente a la pactada desmembración de la Monarquía y a la inevitable guerra
civil consiguiente.
Fuese por el temor a este final dramático que se le anunciaba para su patrimonio
señorial, fuese como consecuencia del plan ideado por Portocarrero para ganarse la
34
SANZ AYÁN (1996), BERNARDO ARES (2002) y GARCÍA DE CORTÁZAR (2006).
35 Este motín ha sido analizado por EGIDO (1980).
La sucesión española... 39
36
MAURA y GAMAZO (1954), CONTRERAS (2003). Una copia facsímil del impreso que circuló con el
testamento en GUILLAMÓN ÁLVAREZ, MUÑOZ RODRÍGUEZ, FLORES ARROYUELO y
GONZÁLEZ CASTAÑO (2005).
37
BACALLAR y SANNA (1957), p. 15.
38 TAXONERA (1944), p. 31; también BACALLAR y SANNA (1957), pp. 15 y 16.
La sucesión española... 41
extremo que no podía predecirse la continuación de los éxitos militares del todavía
poderoso Mars Cristianissimus.
Frente a la prudencia mostrada por Torcy, otro sector de la corte francesa se alzó
en la defensa de los derechos del duque de Anjou para hacerse con la ansiada herencia
hispánica. Situar a un príncipe de la misma dinastía como señor absoluto de los domi-
nios españoles, representaba la consolidación de la hegemonía francesa en Europa, y
en una coyuntura, además, en la que el predominio continental de una sola potencia
estaba siendo tan disputado. Entre los que más defendieron la sucesión borbónica
destacó la actitud del Delfín de Francia, quien expondría en un consejo de Estado
presidido por su padre Luis XIV que “[...] la Monarquía de España era un bien de la
Reina, su madre, y por consiguiente suyo, y para la tranquilidad de Europa, de su
segundo hijo, a quien se la cedía de todo corazón”.42 Ésta y otras razones parecidas
surgían del deseo extendido de ensalzar la monarquía francesa mediante la instaura-
ción de uno de los príncipes de sangre en el trono de su más antiguo rival. La necesi-
dad de concretar el mesianismo dinástico arrastrado desde los intentos imposibles de
Francisco I, también terminaría venciendo las causas que motivaban la aparente vaci-
lación de Luis XIV. El 16 de noviembre, quince días después del fallecimiento del
último Austria hispánico, el soberano francés presentaba en la corte de Versalles al
nuevo monarca católico en una ceremonia a la que asistiría el embajador español, el
marqués de Castelldosrius. Como ilustraría más tarde el pintor F. de Gérard (1770-
1837), antes de presentar a Felipe V al resto de cortesanos, el mismo Luis XIV se
dirigió a Castelldosrius para exhortarle a que saludase a su rey.43 En ese instante, en la
plenitud de su poder, su más codiciado deseo personal y dinástico parecía verse reali-
zado.
42 Según el diario del marqués de Dangeau, recogido en TAXONERA (1944) p. 37. También
BAUDRILLART (1890).
43 KAMEN (2000), p. 16 y FREY (1983).
44 BACALLAR y SANNA (1957), p. 20. Una descripción del viaje desde Versalles en UBILLA y MEDINA
(1704).
44 Educando al Príncipe...
mo, también era un rey bisoño en el arte de gobernar. Su inexperiencia política volvía
más inestable el cambio dinástico por cuanto se producía en vísperas de un inmediato
conflicto europeo y civil que duraría cerca de doce años, y en el seno de una corte
sobrada de intrigas palaciegas y diplomáticas. En principio, esta falta de experiencia
política debía ser suplida por el núcleo de aristócratas y cortesanos españoles que
habían apoyado la candidatura borbónica, y que con la entrada del nuevo soberano
ocuparon los principales cargos en el entorno real y en el gobierno de la Monarquía.
Era el caso, por ejemplo, del conde de Benavente, caballerizo mayor; don Manuel
Arias, el duque de Montalto y el marqués de Mancera, presidentes de los consejos de
Castilla, Aragón e Italia, respectivamente; o don Antonio de Ubilla, secretario del
Despacho Universal. Sobre todos ellos, destacaría, sin embargo, la figura del cardenal
Portocarrero, miembro de la junta de regencia dejada por el propio Carlos II, y reco-
mendado por Luis XIV a su nieto en su despedida de Sceaux.
A pesar de todo, los españoles no iban a ser los únicos, ni los más importantes,
consejeros que rodeasen a Felipe V en esa etapa, como ansiosamente esperaban los
principales aristócratas que desde el primer momento apoyaron esta opción dinástica.
Al igual que sucedió dos siglos antes con Carlos V, con el joven Borbón venían nue-
vos hombres de confianza y nuevos proyectos que colisionarían con los intereses crea-
dos en la corte de Madrid. Louville, Ayen, Valouse, más tarde Orry y la princesa de los
Ursinos, así como quienes fueron ocupando los puestos de embajador de Francia –
Harcourt, Marcin, los dos d´Estrées, Grammont, Amelot, Blécourt, Bonnac– y confe-
sor real –jesuitas franceses, como Daubenton o Robinet–,45 pasarían a ostentar una
elevada influencia en las decisiones del nuevo monarca en detrimento de la aristocra-
cia filoborbónica. La llegada de todos estos franceses no pasó desapercibida para
unos renovados círculos hispánicos de poder que se hallaban en pleno proceso de
consolidación. Para estos, las expectativas de continuar el estilo de gobierno que has-
ta entonces había practicado la Corona se veían poco menos que truncadas ante la
forma de entender la soberanía real que defendían los nuevos aliados franceses. El
acceso a la persona del joven rey que iban a tener estos súbditos de Luis XIV facilita-
ba, además, la importante función que se les había confiado a su salida de Versalles: la
de servir de canales de transmisión e información al propio monarca francés y, por
derivación, a su secretario de Estado, el marqués de Torcy. Así pues, la presencia de
esta pequeña corte extranjera en Madrid, así como las primeras reformas que se fue-
ron introduciendo por mediación de algunos de estos consejeros franceses, no tarda-
ron en generar una creciente conflictividad con los cortesanos españoles cuyos privi-
legios adquiridos aparecían seriamente amenazados.
El consejo de mantener al cardenal Portocarrero no sería tampoco el único que
el veterano monarca daría a su nieto en su última entrevista a las afueras de París. La
45 BAUDRILLART (1890), KAMEN (2000), MARTÍNEZ SHAW y ALFONSO MOLA (2001), DUBET
(2006); una visión general en LÓPEZ CORDÓN, PÉREZ SAMPER y MARTÍNEZ DE SAS (2000).
46 Educando al Príncipe...
conocida frase “Ya no hay Pirineos” pronunciada por Luis XIV en ese preciso lugar
simbolizaba el inicio de una alianza hispanofrancesa que acababa con la antigua riva-
lidad entre las dos monarquías más importantes del mundo católico; “dos naciones
[continuaban las palabras de Luis XIV], que de tanto tiempo a esta parte han disputa-
do la preferencia, no harán en adelante más de un solo Pueblo: la Paz perpetua que
habrá entre ellas, afianzará la tranquilidad de Europa”.46 Sin embargo, la unión dinás-
tica no podía dejar de encubrir dos realidades que la convertían en un claro objeto de
discordia para el resto de potencias continentales. Por un lado, no se trataba de una
alianza entre iguales; la trayectoria ascendente de Francia en el último tercio del siglo
XVII difería con el declive de una Monarquía Hispánica que desde mediados de esa
centuria se hallaba inmersa en una crisis con orígenes diversos.47 A pesar de esta situa-
ción, y gracias a un esfuerzo extremo de la sociedad hispánica, Carlos II había podido
conservar la mayor parte de su imperio europeo y americano. En segundo lugar, esta
alianza era contraria a los intereses del resto de estados europeos porque suponía el
fortalecimiento de la hegemonía francesa. Con la proclamación del duque de Anjou
en España, Luis XIV podía ver cumplido el viejo sueño de una monarquía universal
encabezada por su dinastía; todo el inmenso patrimonio señorial hispánico quedaba
supeditado a las necesidades de Francia, al producirse de facto una subordinación de
Felipe V a las directrices impartidas desde la corte de Versalles.
Una solución de este tipo al problema sucesorio español era, evidentemente,
rechazada por el resto de potencias europeas. La reacción del Emperador se funda-
mentaba en motivos que seguían una lógica de conservación de su posición continen-
tal; a las razones dinásticas que avalaban los derechos de su segundo hijo para lograr
la herencia austríaca, se añadía la defensa de su propio estatus frente a una consolida-
ción francesa que lo hacía peligrar. Sus críticas a las circunstancias en las que se
redactó el último testamento de Carlos II –en Viena se divulgó que el rey había sido
incluso “violentado”–,48 la retirada inmediata de sus embajadores de Madrid y París,
y el envío de tropas a Italia, hacían presagiar un horizonte de guerra que tardaría en
concretarse el tiempo necesario para conseguir los apoyos suficientes del resto de
países europeos. Por su parte, Inglaterra y Holanda, como potencias emergentes en
una Europa que parecía encaminarse a una nivelación de poderes, se oponían a cual-
quier resultado que consolidase viejas hegemonías: ni aceptarían una unión entre Es-
paña y Francia que originase un hegemónico eje borbónico, ni tampoco tolerarían la
resurrección del Imperio de Carlos V. Este principio general era compatible con los
beneficios comerciales que, en el caso concreto de Inglaterra, aspiraba a mantener en
los puertos americanos. La conjunción de todos estos intereses, a menudo contrapues-
tos, dio como resultado la constitución del bloque aliado acordado en La Haya (sep-
46 La veracidad de la famosa frase ha sido demostrada documentalmente por KAMEN (2000), esp. p. 17.
47
Diversas perspectivas son recogidas en la obra colectiva que edita ARANDA PÉREZ (2004).
48 BACALLAR y SANNA (1957), p. 16.
La sucesión española... 47
tiembre de 1701) contra las armas borbónicas. Un bloque que para Inglaterra y Holan-
da no tenía más objetivo que evitar tanto el fortalecimiento de franceses como
austriacos, y lograr participar en los cuantiosos beneficios comerciales del imperio
atlántico.
El estallido de la guerra tras la constitución del bloque de La Haya dio paso a
una mayor intervención de Luis XIV en los asuntos de la Monarquía española. Un
enfrentamiento de carácter europeo requería una unidad de acción entre las dos coro-
nas borbónicas, lo que no parecía asegurarse con un Felipe V inexperto en el fragor
político y dominado por unas incipientes crisis anímicas que se acentuarían con los
años.49 Para el Rey cristianísimo, la guerra no significó únicamente volver a movilizar
recursos económicos y personales con los que hacer frente a una alianza encabezada
por el Emperador y a la que pronto se sumarían al eje aliado Portugal y Saboya; el
inicio de las hostilidades obligó a Luis XIV, sobre todo, a intensificar la protección
que ejercía sobre su nieto y los territorios que había heredado. La asistencia militar
francesa a la defensa de la Monarquía fue más o menos asumible mientras la guerra
estuvo limitada a Italia y las fronteras centroeuropeas más próximas a Francia; sin
embargo, se amplió extraordinariamente cuando, a partir de 1705, tuvo que participar
simultáneamente con abundantes tropas y generales experimentados –Berwick, Besons,
Noailles o Vêndome– en la resistencia de los reinos peninsulares a los ataques alia-
dos.50 La tensión fiscal tan prolongada a la que fue sometida la población francesa
terminaría por acelerar el colapso de su capacidad contributiva y, en definitiva, a
precipitar el fin de sus posibilidades en el predominio continental.
Al mismo tiempo, Luis XIV ejerció desde la distancia una permanente tutela
sobre su nieto. Para ello, empleó cuantas personas le rodeaban en Madrid, bien fuesen
los consejeros españoles encabezados por el cardenal Portocarrero, bien ese conside-
rable número de franceses que le habían acompañado desde París. El marqués de
Louville y, un poco más tarde, la princesa de los Ursinos, que se apropiaría de un
espacio político más amplio del que le correspondía por su título de camarera mayor
de la reina, destacarían en esta tarea debido a su gran cercanía con el joven monarca.51
También María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V, como años
más tarde sucedería con Isabel de Farnesio, formaría parte de ese núcleo de estrechos
colaboradores del rey. En el caso de María Luisa la relación directa con la corte de
Versalles venía dada a través de su hermana la duquesa de Borgoña, así como a través
de la correspondencia que mantenía con el soberano francés, conocedor del ascen-
diente que había logrado establecer sobre su nieto. No obstante, por encima de todos
estos intermediarios, la autoridad de Luis XIV se dejó sentir principalmente a través
de dos vías que siguieron aplicándose hasta prácticamente el fallecimiento del Rey
cristianísimo (1715): la que encarnaban sus propios embajadores y enviados extraor-
dinarios y, singularmente, la que procedía directamente de Versalles en forma de una
frecuente correspondencia, cuya selección y traducción acompaña a estas páginas.
Los embajadores franceses constituyeron uno de los focos políticos más impor-
tantes durante los primeros años del reinado de Felipe V. No sólo fueron los eslabones
que comunicaban ambas cortes unidas por razones dinásticas y políticas, sino que
también desempeñaron un papel esencial en el gobierno interior de la Monarquía His-
pánica. En la instrucción reservada al conde de Marcin, por ejemplo, se le indicaba
que “el embajador de Francia ha de ser ministro de Su Majestad Católica, y es preciso
que, sin tener el título, ejerza las funciones, ayudando al rey de España a conocer el
estado de sus negocios y a gobernar por sí mismo”.52 Luis XIV recurría asiduamente a
sus representantes en Madrid para enviar órdenes a su nieto o a ministros españoles;
del mismo modo que su participación en el consejo de Gabinete, el órgano asesor que
Felipe V había creado a instancias de su abuelo, les otorgaba un poder inmenso en la
corte madrileña. Esta legitimidad de origen podía verse aumentada en los casos, como
ocurrió significativamente con Amelot, en que los embajadores actuaban como agen-
tes activos de las reformas borbónicas. Por esta razón, quienes se sentían desplazados
a causa del nuevo modelo político que progresivamente se iba configurando, centra-
ron el objeto de sus iras en esta figura delegada de Luis XIV. Las intrigas y maniobras
soterradas para hacerlos caer menudearon a lo largo de la primera década del reinado
de Felipe V, hasta el extremo de que sólo en los diez años que anteceden al nombra-
miento del marqués de Bonnac (1711) se sucedieron en Madrid hasta ocho embajado-
res franceses distintos.
La otra vía principal para hacer llegar la autoridad de Luis XIV fue la correspon-
dencia dirigida a Felipe V. Aunque el envío de estas cartas se había iniciado con la
partida de éste de Versalles, al igual que ocurría con la mantenida con otros miembros
de la familia real –en especial con su padre, el Delfín; sus hermanos, los duques de
Borgoña y Berry; o madame de Maintenon–,53 las urgencias de la guerra desde finales
de 1701 otorgarían mayor trascendencia a este canal de comunicación entre ambos
monarcas. A partir de esas fechas y hasta bien avanzada la Guerra de Sucesión, Luis
XIV utilizó este recurso para tratar de gobernar la Monarquía española y orientar las
decisiones políticas de su nieto. A veces el tono empleado es claramente conminato-
rio, fundamentalmente cuando estaban en juego importantes intereses franceses o se
censuraban posiciones de Felipe V y sus ministros no compartidas en Versalles. Pero
en otras ocasiones el propósito que se desprende de sus cartas es el de ofrecer un
sincero consejo sobre los asuntos más diversos del gobierno. Recomendaciones que,
si bien podían considerarse revestidas de un modo coactivo, no estaban exentas de un
52
TAXONERA (1944), p. 107; también BAUDRILLART (1890) y KAMEN (2000).
53 Una relación de estas otras correspondencias es tratada en la introducción de BAUDRILLART (1890).
50 Educando al Príncipe...
55 BAUDRILLART (1890).
56
DUCHHARDT (1992) y RICHET (1997).
57 Las reformas en el aparato central de la Monarquía cuentan con un número considerable de trabajos;
señalemos aquí a ESCUDERO LÓPEZ (1969 y 1979), DOMÍNGUEZ ORTIZ (1976), FERNÁNDEZ
ALBALADEJO (1992) y CASTRO (2004), así como la síntesis de SAN MARTÍN PÉREZ (2001).
58 LUIS XIV (1947), p. 27.
52 Educando al Príncipe...
La guerra, como no podía ser de otro modo, condicionó todas las cartas de Luis
XIV. Con el desembarco en Barcelona del Archiduque Carlos en 1705 se hizo patente
las escasas y poco efectivas unidades que componían el ejército heredado por Felipe
V (CARTAS XLVI o LVI). Si bien se inició de forma inmediata un ambicioso proyecto
de reforma militar que, en buena parte, continuaba medidas ya empleadas en la centu-
ria anterior y mantenía prácticas arraigadas en su funcionamiento ordinario, estos cam-
bios se volvieron insuficientes para contener los avances peninsulares de las tropas
aliadas.59 Por consiguiente, la militarización de la población española a partir de com-
pañías de milicias que frecuentemente fueron integradas en cuerpos profesionales, así
como la inevitable ayuda francesa, pasaron a ser los dos recursos principales que más
posibilitaron la consolidación borbónica.60 El primero se debía a esa “fidelidad” a la
causa de Felipe V que, con especial intensidad en Castilla, es resaltada en tantas oca-
siones por el propio soberano francés a lo largo de su correspondencia (CARTAS LIX,
LXXI, LXXVIII, CXI o CXXXII). Una fidelidad que sería hábilmente administrada
por las elites locales que, junto a la mayoría del clero secular, transformaron una
guerra de evidente carácter civil en la Península, en un conflicto de indudables conno-
taciones religiosas. El empleo de discursos político-teológicos pretendía incorporar a
una población todavía fuertemente imbuida del imaginario barroco; por lo que la or-
todoxia católica que representaba la “unión de ambas coronas” frecuentemente se
opuso a la imagen heteroxa de un partido austracista identificado en gran medida con
la “herejía” de los efectivos que en buena parte la integraban, no sólo protestantes de
origen inglés y holandés sino también los exiliados hugonotes franceses.61
En cuanto a la contribución militar francesa, en muchas de estas cartas Felipe V
insistirá en la solicitud de nuevos refuerzos a su abuelo para continuar la guerra. La
dependencia de la causa filipista con respecto a las tropas francesas será trascendental
en momentos claves como la batalla de Almansa (25-IV-1707), victoria conseguida
por el duque de Berwick, un jacobita al servicio de Luis XIV, sin la que es difícil
comprender la consolidación borbónica en España.62 Esta contribución permanente la
hace notar frecuentemente el soberano francés, quien advertirá, por ejemplo, en la
primera carta que seleccionamos de que “yo agoto mi reino, toda Europa se alía con-
tra mi para aplastaros y España, insensible a las desgracias que le amenazan, no con-
tribuye en nada a su conservación” (CARTA I). Hasta 1709 el envío de soldados france-
ses se produjo de modo regular en cada campaña, como se puede apreciar a lo largo de
63 Para una síntesis del sistema de Utrecht remitimos a JOVER ZAMORA (1999) y FREY (1995); para su
inclusión en una perspectiva longue durée, KENNEDY (1989), DUCHHARDT (1992), BÉLY (1992 y
2003) y GUILLAMÓN ÁLVAREZ (2001). Sobre los austracistas exiliados, LEÓN SANZ (2003) y
MUÑÓZ RODRÍGUEZ (2006).
64 GUILLAMÓN ÁLVAREZ (2006); la evolución del concepto de Monarquía en la España del Barroco ha
sido expuesto por THOMPSON (2005).
La sucesión española... 55
65 BERNARDO ARES (2005); las consecuencias y los medios en los reinos de la Corona de Aragón en
GIMÉNEZ LÓPEZ (1999), ALABRÚS i IGLÉSIES (2001) y ALBAREDA i SALVADÓ (2002).