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-¿ Qué quieres?
Mi voz sonó pastosa, extrañamente ridícula.
La desconocí de inmediato. ¿Había sido yo, profesor
e investigador de Genética e Ingeniería Molecular
en la Universidad de Harvard, escéptico y abando-
nado, miserablemente solo en el interminable año
sabático en Roma, quien había hablado situado en
el seno de una cueva lóbrega y milenaria?
Poseo un crítico interno súper desarrollado que en
ese momento despertó de la siesta de turista que es-
taba tomando mientras yo caminaba casi a ciegas
por el antro de Cumas, enteramente excavado en la
roca, que de inmediato me hizo blanco de sus mo-
fas. Siempre en mi cerebro, ese crítico interno, que
al igual que yo se llama irónicamente John F. Wise,
me apostrofó:
-¿Quién quieres que te responda, imbécil? ¿No ves
que todos han salido?
Siempre me tomo el trabajo de responderle, y aun-
que la humedad del recinto me calaba, me dispuse
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María García Esperón
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SIBILA
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SIBILA
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SIBILA
Aterra.
Entierra.
Ese hipnótico túnel trapezoidal atrae como si tuvie-
ra voluntad propia y quisiera succionar a quien se
aventura en él como a través de un útero.
¿Hacia dónde? Después de todo, tal vez los anti-
guos sabían de tele transportaciones o inducciones
psicológicas y el túnel de la Sibila era uno de sus
recursos. Quiero decir, entrabas hombre y salías
dios. O entrabas dios y salías loco. O entrabas y no
salías y te quedabas a vagar entre las sombras de los
muertos, sombras inventadas por una imaginación
perversa.
La Sibila.
Quién era este personaje bien (¿bien?) lo sabía yo,
porque la más preciada joya de mi colección disco-
gráfica es el Cant de la Sibila, rescatado y recons-
truido por ese músico genial, Jordi Savall, e inter-
pretado por la esposa de éste, Montserrat Figueras.
Antes de ser identificada como profeta del adveni-
miento de Cristo, la Sibila fue una bella joven que
obtuvo el don de la profecía de boca del dios Apolo
y la seguridad de vivir tantos años cuantos granos
de arena le cupieran en el puño. Se olvidó de pe-
dir la eterna juventud y vivió mil años envejecien-
do miserablemente hasta tomar el tamaño de una
arrugada cigarra que, encerrada en su jaula, seguía
dando oráculos en la cueva de Cumas. Los antiguos
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