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ARQUITECTURA EN EL

SIGLO XIX
Introducción

Arquitectura, arte o ciencia de proyectar y construir edificios


perdurables. Sigue determinadas reglas, con objeto de crear obras
adecuadas a su propósito, agradables a la vista y capaces de
provocar un placer estético.

El tratadista romano Vitrubio fijó en el siglo I a.C. las tres condiciones


básicas de la arquitectura: Firmitas, Utilitas, Venustas (resistencia,
funcionalidad y belleza). La arquitectura se ha materializado según
diferentes estilos a lo largo de la historia: gótico, barroco y neoclásico,
entre otros. También se puede clasificar de acuerdo a un estilo más o
menos homogéneo, asociado a una cultura o periodo histórico
determinado: arquitectura griega, romana, egipcia.

El estilo arquitectónico refleja unos determinados valores o


necesidades sociales, independientemente de la obra que se
construya (casas, fábricas, hoteles, aeropuertos o iglesias).
En cualquier caso, la arquitectura no depende sólo del gusto o de los
cánones estéticos, sino que tiene en cuenta una serie de cuestiones
prácticas, estrechamente relacionadas entre sí: la elección de los
materiales y su puesta en obra, la disposición estructural de las
cargas y el precepto fundamental del uso al que esté destinado el
edificio.

La arquitectura vernácula, de la que no trata este artículo, se


caracteriza por no seguir ningún estilo específico, ni estar proyectada
por un especialista, sino que se construye directamente por los
artesanos y normalmente utiliza los materiales disponibles en la zona.
La ciudad decimonónica

La nueva ciudad se caracteriza por la separación entre barrios


burgueses (céntricos, con grandes avenidas y núcleos comerciales
elegantes) y barrios obreros (con viviendas miserables, a menudo no
urbanizadas, insalubres), por la importancia creciente de las vías de
comunicación interna y por la aparición de nuevos edificios -las
fábricas- con sus sórdidos alrededores. La ciudad decimonónica, en
definitiva, es un fiel reflejo de la nueva estructura social.

Aunque las ciudades se planifican -o se planifican sus ampliaciones


y remodelaciones, cuando son antiguas- respetando estrictamente
los privilegios de la burguesía, que es la clase dominante, las
aspiraciones y demandas obreras también se reflejan en el
urbanismo decimonónico; en este sentido, ejerció una especial
incidencia el llamado pensamiento utópico.
París se remodela siguiendo los proyectos de George-Eugène
Haussmann. Se abren grandes avenidas que desmiembran los barrios
populares del centro y lo comunican con el exterior con estaciones
ferroviarias, carreteras... El tráfico y la circulación son los elementos
organizativos de la ciudad.

También se remodelan Bruselas, Viena y Londres. Madrid conserva el


centro histórico, al que se añade un ensanche diseñado por Carlos
María de Castro. A finales del XIX, Arturo Soria y Mata urbaniza un
barrio de Madrid con su proyecto de la Ciudad lineal.
Materiales de construcción

La existencia de un material natural está estrechamente relacionada


con la invención de las herramientas para su explotación y determina
las formas constructivas. Por ejemplo, la carpintería de madera
apareció en las diferentes áreas boscosas del planeta, y la madera
sigue siendo, aunque su uso esté en declive, un material de
construcción importante en esas áreas.

En otras zonas, las piedras naturales se utilizaron en los


monumentos más representativos debido a su permanencia y a su
resistencia al fuego. Dado que la piedra se puede tallar, la escultura
se integró fácilmente con la arquitectura. El empleo de piedras
naturales en la construcción está en decadencia, debido a su elevado
precio y a su complicada puesta en obra. En su lugar se utilizan
piedras artificiales, como el hormigón y el vidrio plano, o materiales
más ligeros, como el hierro o el hormigón pretensado, entre otros.
En las regiones donde escaseaban la piedra y la madera se usó la
tierra como material de construcción. Aparecen así el tapial y el adobe
: el primero consiste en un muro de tierra o barro apisonado y el
segundo es un bloque constructivo hecho de barro y paja, y secado al
sol. Posteriormente aparecen el ladrillo y otros productos cerámicos,
basados en la cocción de piezas de arcilla en un horno, con más
resistencia que el adobe.

Por tanto, las culturas primitivas utilizaron los productos de su entorno


e inventaron utensilios, técnicas de explotación y tecnologías
constructivas para poderlos utilizar como materiales de edificación. Su
legado sirvió de base para desarrollar los modernos métodos
industriales.

La construcción con piedra, ladrillo y otros materiales se llama


albañilería. Estos elementos se pueden trabar sólo con el efecto de la
gravedad (a hueso), o mediante juntas de mortero, pasta compuesta
por arena y cal (u otro aglutinante).
Los romanos descubrieron un cemento natural que, combinado con
algunas sustancias inertes (arena y piedras de pequeño tamaño), se
conoce como argamasa. Las obras construidas con este material se
cubrían posteriormente con mármoles o estucos para obtener un
acabado más aparente. En el siglo XIX se inventó el cemento
Portland, que es completamente impermeable y constituye la base
para el moderno hormigón.

Otro de los inventos del siglo XIX fue la producción industrial de acero;
los hornos de laminación producían vigas de hierro mucho más
resistentes que las tradicionales de madera. Es más, los redondos o
varillas de hierro se podían introducir en la masa fresca de hormigón,
aumentando al fraguar la capacidad de este material, dado que
añadían a su considerable resistencia a compresión la excepcional
resistencia del acero a tracción. Aparece así el hormigón armado, que
ha revolucionado la construcción del siglo XX por dos razones: la
rapidez y comodidad de su puesta en obra y las posibilidades formales
que ofrece, dado que es un material plástico.
Por otra parte, la aparición del aluminio y sus tratamientos
superficiales, especialmente el anodizado, han popularizado el uso
de un material extremadamente ligero que no necesita
mantenimiento.

El vidrio se conoce desde la antigüedad y las vidrieras son uno de los


elementos característicos de la arquitectura gótica. Sin embargo, su
calidad y transparencia se han acrecentado gracias a los procesos
industriales, que han permitido la fabricación de vidrio plano en
grandes dimensiones capaces de iluminar grandes espacios con luz
natural.
Construcción

Cuando los materiales se disponen en vertical y todas las cargas


trabajan a compresión, la estructura es bastante estable, como en el
caso de los muros. El mayor problema aparece al cubrir un espacio
creado entre dos muros.

Las dos soluciones básicas son el sistema adintelado (compuesto por


columnas, pilares y dinteles o vigas) y el sistema abovedado (a base
de pilares, muros, arcos y bóvedas o sus derivadas, las cúpulas). En el
sistema adintelado, los dinteles o las vigas se colocan en horizontal,
apoyados sobre pilares y columnas; a su vez, encima de las vigas
descansan otras estructuras (cubiertas y forjados, entre otras) que
reciben al tejado o sirven de base para el suelo del piso siguiente.

En el sistema abovedado, por el contrario, los elementos estructurales


son curvos en lugar de rectos.
El muro se abre mediante arcadas, formadas por hileras de arcos
sobre pilares o columnas; para la cubierta se emplea la bóveda de
cañón, que se genera por la proyección horizontal de un arco; y si es
necesario cubrir grandes espacios de simetría central se utiliza la
cúpula semiesférica o de media naranja, creada a partir de la rotación
de un arco sobre su centro.
El sistema adintelado se puede llevar a cabo con numerosos
materiales, pero las piezas horizontales han de trabajar a flexión, es
decir, deben absorber esfuerzos de compresión en la parte superior y
de tracción en la inferior. Las vigas, por tanto, suelen ser de madera,
hierro u hormigón armado.
Los materiales pétreos (naturales o artificiales) son poco apropiados,
puesto que resisten mal las tensiones de tracción; para utilizarlos
como elementos horizontales han de tener un canto y un peso mucho
mayores.
.
En los arcos y bóvedas, sin embargo, todos los elementos trabajan a
compresión, de modo que siguiendo este sistema se pueden cubrir
grandes espacios con piedra, ladrillo, argamasa u hormigón. Las
bóvedas, en cualquier caso, generan una serie de tensiones laterales
que deben ser contrarrestadas con estribos o contrafuertes
Otros elementos importantes en los sistemas de cubiertas son las
estructuras (de madera u otros materiales), que sirven para salvar
mayores luces estructurales con un peso mucho menor que el de una
viga convencional. Las estructuras pueden ser de madera (llamadas
también cuchillos), o de acero (en forma de perfiles abiertos o tubos),
que se conocen con el nombre de cerchas. Pueden tomar cualquier
forma, ya que se basan en la subdivisión de la estructura en triángulos.
Esta figura elemental, compuesta por la unión de tres segmentos
unidos por sus extremos, puede extenderse hasta el infinito por el
principio de la triangulación. Para fabricarla, basta con atar mediante
una viga riostra otras dos vigas dispuestas en ángulo. Cada uno de
estos triángulos está sometido a sus propios esfuerzos de tracción y
compresión.
En el siglo XVIII, los matemáticos aprendieron a aplicar sus
conocimientos al estudio de las estructuras, haciendo posible calcular
las tensiones exactas que se producen en cualquier situación. Así se
inició el desarrollo de las armaduras espaciales, que pueden ser
simples cerchas planas o complejos entramados reticulares
tridimensionales.
Durante el siglo XIX, la ingeniería acomete una gran cantidad de
obras de gran tamaño, como puentes, diques y túneles. Para ello se
hace imprescindible un avance científico en la edificación, como el
cálculo de estructuras o la resistencia de materiales. En la actualidad
se pueden cubrir espacios mediante estructuras colgantes que
trabajan a tracción (al contrario de las bóvedas, donde todos los
elementos trabajan a compresión), o con estructuras neumáticas,
cuyas superficies se sustentan por medio de aire a presión. Los
cálculos se hacen particularmente complejos cuando se trata de
estructuras elevadas, debido a que la presión del viento o el riesgo
de movimientos sísmicos pasan a ser factores más importantes que
la propia gravedad.
La arquitectura también debe ocuparse del equipamiento interno de los
edificios y sus instalaciones.

En las últimas décadas se han inventado complejos sistemas de


acondicionamiento, instalaciones eléctricas y sanitarias, prevención de
incendios, iluminación artificial, elementos de circulación (como
pasillos, escaleras mecánicas o ascensores hidráulicos). Desde hace
poco tiempo se puede utilizar la informática para controlar todos estos
sistemas, dando lugar a lo que se conoce como edificio inteligente.
Todo esto ha supuesto un incremento de las expectativas de bienestar,
pero también de los costes de la construcción.

A través de la historia se reconocen una serie de leitmotiv que han


generado diferentes tipologías constructivas. Así, las obras más
conmovedoras de la arquitectura —templos, iglesias, catedrales y
mezquitas— nacen de motivaciones religiosas, y sirven para crear un
lugar propicio al diálogo con Dios, o bien para adoctrinar a los fieles, o
para que éstos celebren sus rituales sagrados.

.
Otro de los móviles ha sido el sentimiento de seguridad: las
estructuras más duraderas se construían como elementos defensivos,
como las murallas o los castillos

Uno de los motivos que más ha impulsado a la arquitectura a lo largo


de la historia ha sido el deseo de ostentación: edificios que sean el
orgullo de un pueblo, que reflejen el estatus personal o colectivo, o
palacios para reyes y emperadores, construidos como símbolos de su
poder. En general, las clases privilegiadas siempre han sido mecenas
de arquitectos, artistas o artesanos, y sus encargos se han convertido,
a veces, en el mejor legado artístico de su época.

En la actualidad, su labor la desempeñan las grandes multinacionales,


los gobiernos y las universidades, que llevan a cabo su función de una
forma menos personalista.
La complejidad de la vida moderna ha provocado la proliferación de
tipologías constructivas. En nuestros días, la arquitectura occidental
está especialmente dedicada al diseño de viviendas colectivas,
edificios de oficinas, centros comerciales, supermercados, escuelas,
universidades, hospitales, aeropuertos, hoteles y complejos turísticos.

En cualquier caso, el proyecto de un edificio nunca se realiza de forma


aislada, sino prestando especial atención a sus interacciones con el
entorno. Tanto los arquitectos como sus clientes están concienciados
de este problema y se sirven del urbanismo para evitar impactos
negativos sobre las zonas antiguas de las ciudades .
Historia de la arquitectura

Los orígenes de la arquitectura se pierden junto con los del ser


humano y sólo se conocen por las escasas huellas que resisten
el paso del tiempo. Sin embargo, es indudable que en la
prehistoria el hombre empleó las artes constructivas no sólo con
fines funcionales, sino también simbólicos. Prueba de ello son los
numerosos restos de monumentos funerarios, cavernas
artificiales o recintos conmemorativos. Utilizando de nuevo el
paralelismo con la historia de la humanidad, se podría considerar
que la historia de la arquitectura se remonta a los restos
conservados del lenguaje arquitectónico, es decir, compositivo.
Así, se puede datar su inicio asociado al desarrollo de las
primeras ciudades mesopotámicas.

Para comprender mejor el curso histórico de la arquitectura se ha


dividido su estudio en tres grandes áreas cuya evolución ha sido
relativamente independiente.
Se trata de la arquitectura oriental, la americana prehispánica y la
occidental. Al margen de este estudio se queda la arquitectura vernácula,
que a menudo ha sido una fuente donde ha bebido la arquitectura culta,
pero cuyo desarrollo histórico es bastante restringido.

La arquitectura del siglo XIX es una arquitectura urbana. En este siglo


las ciudades crecen vertiginosamente. Londres, por ejemplo, pasa de
un millón de habitantes a finales del XVIII a casi dos millones y medio
en 1841. Además, nacen nuevos núcleos urbanos en lugares situados
cerca de las fuentes de energía o de materias primas para la industria.

La revolución industrial iniciada en el siglo XVIII en Inglaterra se


difunde a Europa y a los Estados Unidos de América. La
industrialización crea la necesidad de construir edificios de un nuevo
tipo (fábricas, estaciones de ferrocarril, viviendas, etc.) y demanda que
éstos sean baratos y de rápida construcción; al mismo tiempo aporta
soluciones técnicas a las nuevas necesidades. Por esta razón, desde
el siglo XIX, la arquitectura y el urbanismo van indisolublemente
ligados a la industrialización.
Sin embargo, no se puede hablar de uniformidad en los estilos y las
soluciones arquitectónicas y urbanísticas, sólo de algunas constantes:
tecnificación de las soluciones, empleo de nuevos materiales como el
hierro colado, vidrio, cemento -éste a finales de siglo- y tendencia al
funcionalismo. Al lado de estos datos que reflejan el empuje de la
"modernidad", hay que recordar que la nueva realidad no es del gusto
de todos y, frente al triunfo del maquinismo y de la técnica, se elevan
las voces que reclaman un retorno al orden anterior. En arquitectura
estas reivindicaciones se concretarán en los estilos revival.
ARQUITECTURAS EN HIERRO

El último tercio del siglo XIX se muestra como un momento de apogeo


para la construcción en hierro, a pesar de que existe la oposición de los
partidarios de los materiales tradicionales. El uso del hierro permitirá la
realización de grandes proyectos como los viaductos para el ferrocarril
del Salado, Guadahortuna, Guadalimar, o Jandulillas. Muchos de ellos
serán sustituidos más tarde por otras construcciones en hormigón.

Puentes

Los puentes siguieron siendo objeto de construcción, si bien ya


apartándose de la tendencia a la realización de puentes colgantes,
como había ocurrido en época de Isabel II.
El arquitecto e ingeniero José Eugenio Ribera (1864-1936) destacó por
la categoría de su obra que, además, fue prolífica. Ribera fue uno de
los arquitectos que más puentes de metal erigió, pero a su vez ayudó a
la propagación dentro del mismo siglo XIX de los sistemas de
hormigón.
Construyó entre 1894 y 1897 el puente sobre el Duero en Pino
(Zamora). La profunda formación de Ribera se acompañaba de una
atenta lectura de los preceptos de Reynaud.

Los grandes puentes sólo podían “alcanzar la belleza por el mérito de


su disposición”. La resistencia y la economía de los materiales, a juicio
de Ribera, eran las bases sobre las que asentar el uso del hierro en
los puentes y viaductos metálicos. La economía no podía ir en
detrimento de la resistencia de la obra y, por otra parte, afectaba
directamente al diseño de un puente. Todos estos principios se
pusieron de manifiesto en su proyecto para el viaducto metálico sobre
el Duero, que además se ubicaba en un paisaje bastante agreste.

En este puente, Ribera se apartó del sistema de arco empotrado


tradicional e ideó una solución más económica, atrevida, e igualmente
resistente, a partir del arco articulado que Eiffel había puesto en
práctica en el viaducto de María Pia (1876) en Oporto, y en Garabit
(1885-1888) sobre el Truyère.
El proyecto de Ribera, a diferencia de los de Eiffel, lograba una mayor
economía al trocar los tramos largos por otros más cortos; esto
implicaba un mayor número de apoyos para el tablero, pero en cambio
se evitaban las fuertes pilas de Garabit. De este modo, Ribera
conseguía un puente elegantísimo sintetizado en dos trazos
tangentes, el arco y el tablero. Su apoyo sobre la roca se reducía al
mínimo. Al margen de las escalas tradicionales, este puente sobre el
Duero logra su propio sistema de belleza, utilizando además el sentido
de la economía para un proyecto brillantísimo

Entre otras obras metálicas de Ribera se encuentra, ya en 1914, el


puente colgante de Amposta sobre la desembocadura del Ebro en
Tarragona. Se trata de uno de los pocos puentes colgantes que
sobreviven en nuestro país, y su valor, más allá de una luz de 135
metros, reside también en devolvernos la fresca imagen de unos
puentes frágiles y elementales que como un hilo se superponían al
paisaje de la España del XIX.
Siguiendo la línea de arquitectos ingleses, alemanes e italianos, a
menudo se intentaron enriquecer los puentes metálicos españoles a
través de elementos arquitectónicos, como fachadas en sus entradas.
Los arquitectos de influjos medievalistas pusieron en práctica estas
soluciones. Así era el proyecto que Puig y Cadafalch presentó como
ejercicio de composición en la Escuela de Arquitectura de Barcelona
en 1891. Su puente tenía dos entradas monumentales, gótica y
románica. El tablero se sostenía por un sistema que aprovechaba las
soluciones de los puentes colgantes y las de un sistema de bielas, un
procedimiento ideado por Viollet-le-Duc y que tomará Guimard para la
Escuela del Sacre Coeur de París (1895).

Alberto de Palacio (1856-1939) realizó el popular puente de Vizcaya,


que se inauguró en 1893. En 1888 se patentó el invento que lo hizo
posible, pues se trata del primer puente transbordador del mundo.
Sólo por error se suele identificar el de Marsella, creado por Arnodin
en 1904, con el prototipo. El tablero del puente de Alberto de Palacio
se eleva a 45 metros de altura, lo que permite el paso de los barcos
con el mástil alto.
A través del desplazamiento de un tren de rodillos y con la ayuda de
una máquina de vapor instalada en una de las torres, el puente
conseguía materializar diversos inventos de rango industrial que
permanecían de modo latente en la invención de Alberto de Palacio:
la máquina de vapor, el tendido ferroviario, las experiencias de los
puentes colgantes, etc. En este caso, sirve para atravesar la ría de
Bilbao entre Portugalete y Las Arenas.
El ferrocarril en la ciudad.

En el siglo XIX se produce una asociación de ideas entre el ferrocarril


y el progreso. Las estaciones adoptarían, gracias a esta identificación,
el papel emblemático de las puertas a la ciudad. Con esta premisa, se
comprenden los numerosos textos que se producen en el entorno
político, social y constructivo, que da lugar a la preeminencia de
edificaciones que llegarían a ser estaciones de trenes.

Señeras construcciones francesas, como la magnífica estación de


Orsay, podían tener la categoría de un Palacio de Bellas Artes,
afirmaba el pintor Detaille, mientras que lo que hoy conocemos como
Grand Palais (el Palais de Beaux-Arts) se asemejaba a una estación.
La ocurrencia de Detaille no parece gratuita, sino que refleja el modo
en que la estaciones se configuran como un punto importantísimo en
la ciudad. Las barreras de toda ciudad no corresponden ya a sus
límites físicos, sino a las estaciones, punto de confluencias y de
cambios de destino. Tampoco el carácter industrial de las
edificaciones en hierro era ya sólo industrial.
Unos temas arquitectónicos se mezclaban con otros, adhiriéndose a
connotaciones provenientes del mundo del arte y de la historia. El
hierro y el acero podían, además, articular espacios que antes sólo
eran imaginables en el papel.

A mediados del siglo XIX, Cesar Daly lanzó una ilusionada profecía en
la prestigiosa Revue Général de l’Architecture et des Travaux Publics:
“Llegará un día en que las estaciones se contarán entre los edificios
más importantes, en los que la arquitectura será llamada a desplegar
todos sus recursos, donde su construcción será monumental.

Entonces las estaciones podrán colocarse junto a las vastas y


espléndidas termas romanas”. Todas estas reflexiones se apoyaban
en la acertada idea de que el comercio y la industria eran
verdaderamente los dioses del siglo, los auténticos motores que se
habrían de apropiar de las vías de comunicación y los medios de
transporte. Por entonces, el ferrocarril acababa de nacer, pero Daly
entreveía la profunda marca que dejaría en nuestra sociedad.
El hierro y el acero serían los materiales de los nuevos artistas, y el
alfabeto arquitectónico habría de enriquecerse con todas estas nuevas
circunstancias.

La apertura de Daly con respecto a estas innovaciones contrasta con


posiciones políticas españolas más tardías. Aunque Castelar en un
discurso de 1891 reconociera la importancia del hierro en nuestra
arquitectura industrial, con poca previsión, limita a ella este material:

“El hierro ha entrado como principal material de construcción en


cuanto lo han pedido así los progresos industriales. Para recibir bajo
grandes arcos las locomotoras, para cerrar el espacio de las
estaciones de ferrocarril... no hay como el hierro, que ofrece mucha
resistencia con poco material, y el cristal que os guarda de las
inclemencias del aire y os envía en su diafanidad la necesaria luz...”.
El papel representativo que asumen las estaciones, sean terminales o
de paso, produjo una gran rivalidad entre las compañías que
explotaban las diversas líneas y entre las mismas ciudades. Cada
localidad pretendía tener la estación de trenes más moderna y
atrevida, casi emulando las pugnas que se constatan en la Edad
Media, en la que las ciudades rivalizaban por conseguir una altura
mayor en sus catedrales.

Existe una compleja historia de las compañías de ferrocarril en nuestro


país pero además ésta se complica cuando asistimos a las continuas
metamorfosis de muchas estaciones. La exigencia del presente fue tan
constante, que a menudo el edificio se vio sobrepasado por su utilidad
y la demanda de servicios.

El ferrocarril exigía siempre nuevas soluciones, y las estaciones


volvían a remodelarse y sobre todo a ampliarse.
Otras muchas han desaparecido para ser sustituidas por las
actuales, han sufrido reformas intermedias, se han visto afectadas
por las remodelaciones urbanas en un entramado político, histórico,
tecnológico y económico que nunca antes había sido vivido en la
arquitectura del pasado.

El índice del progreso material del siglo XIX era ese medio de
transporte basado en la máquina de vapor. La incidencia en la
sociedad de ese siglo sería cada vez más creciente, aunque desde
dentro del siglo XIX no se conocieran aún los límites del ferrocarril.
La Guía de Madrid (1876) de Fernández de los Ríos recordaba la
inauguración de la línea Madrid-Aranjuez, en febrero de 1851; los
términos que se empleaban entonces eran poco específicos, y
tomados del lenguaje portuario. La estación madrileña, como las
primeras en Europa, tomaron el nombre de “muelles”. Dada la
innovación que supondría el ferrocarril , aún no se contaba con
terminología propia.

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