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Sonrisa muerta

Efraím Castillo
Sólo escuchó cuando el médico dijo al anestesista:
“¡Duérmela...
ya! ¡Le pondremos la cara de una muchachita bonita!”.
Después no supo de sí hasta que despertó en la habitación
del
hotel de recuperación, anexo al hospital. Tenía la cara
vendada
y veía a través de dos orificios dejados en el vendaje. ¿Cómo
le habrá quedado el rostro?
Había decidido someterse a aquella operación de cirugía
estética, cansada del aspecto feo y triste de su cara. “¡Es una
niña sanita y su cuerpecito es igual al de una pequeña reina!”,
decían sus padres a las amistades que la miraban, siempre con
caras de asombro. Y todo transcurrió así hasta que alcanzó,
primero la pubertad y luego la adolescencia. Por suerte, tenía
uno de los cuerpazos más despampanantes del pueblo y las
expresiones que escuchaba por las calles la dejaban
completamente
desconcertada:
—¡Tiene cuerpo de gloria y cara de arrepentimiento! —y
luego venían las risas, las burlas, los piropos indecentes sobre
cómo cubrirle la cara con una almohada al hacerle el amor, o
aquello de apagar todas las luces para sólo palparle las carnes
de las caderas, de sus tersos muslos, de sus voluminosos y
fuertes
senos.
Sus tres esposos, luego de saberse de memoria
todas las curvas
de su prodigiosa anatomía, habían abandonado
el hogar
en busca de rostros más agraciados; de rostros
que pudiera
sonreír y no ejecutar muecas miserables al
celebrar algún chiste.
Porque lo terriblemente penoso era aquello: no podía ni reír
ni sonreír y los repetidos ensayos que había ejecutado frente
a una reproducción de La Gioconda, con la expresa finalidad
de poder atrapar aquella minúscula pero contundente mueca
de felicidad mezclada a la burla, terminaron en desagradables
fracasos. Giuseppe, el italiano al que había conocido en Florencia
y que se convirtió en su segundo esposo, tuvo el valor
de decirle, sin reparos, que su esfuerzo para sonreír era una
tenebrosa e infeliz farsa:
—¡No llegarás a ninguna parte con esos ejercicios, mia
cara! —le dijo—. Tu rostro es feo de nacimiento.
¡Quédate así
porque así te quiero!
Pero Giuseppe, tal como hizo el primero de sus maridos,
y también el tercero, terminó abandonándola por una
gorda
de cara bonita. Al dejar la casa con una tristeza que
parecía
verdadera, le dijo:
—Me duele hacer esto... ¡pero ya no soporto más el
tener
que despertarme cada mañana frente a esa cara tuya
tan parecida
a una máscara!
¡La máscara! Así le decían en los supermercados, en las
tiendas, en la fase final de sus estudios universitarios y
en el recinto
florentino donde realizó una maestría sobre arte
etrusco.
Pero, ¡ay, si se hubieran imaginado esos grandes, firmes y
extraordinarios
atributos que poseía bajo ese rostro-mueca, bajo
ese disfraz con rasgos que mezclaban la fealdad de un buldog
con la espesura facial de un hipopótamo! De noche, luego de
las recurrentes y débiles lágrimas derramadas por la
autocompasión
y la soledad, se daba a la tarea de escribir poemas para
nadie, para el viento, para sus mejores aliados: la sombra, la
oscuridad inerte y el vacío silencioso de la madrugada.
Tambores:
escucho tambores
en una lejanía de algas.
Tambores de enlace,
de estruendos,
de miserias.
Tambores anunciando
un mundo sin rostro...
Los poemas le salían como espasmos… como vibraciones
que al brotar la sedaban y liberaban de las congojas
producidas
por las murmuraciones de los que, agazapados tras las
risas, se mofaban de ella. Así, cientos de cuadernos se
amontonaban
entre rincones oscuros y repisas ensordecidas, manchadas
del sudor nervioso de sus manos, o de las lágrimas que
de manera constante acudían a sus ojos.
Los poemas recorrían
las ambigüedades, las sospechas de un mundo que no deseaba
reconocer la presencia de los feos, en una sociedad exploradora
de los perfeccionamientos del cuerpo y la belleza. Los
poemas, inyectados por su pesar, hablaban de la quiebra de las
quimeras, de las soledades del alma, de los abatimientos por
cuchillo y de las historias donde los vencedores ultrajaban a
los cuasimodos, a los patitos feos, a los frankesteins…
Entonces, ¿no fue la mejor salida —aunque algo tardía—
someter su horripilante cara no-sonriente a una cirugía
estética
que le devolviera la alegría del vivir? Sofía, su única y real
amiga, fue la persona que le recomendó la operación.
—Debes pensar en una operación estética en tu rostro —le
aconsejó Sofía, ayudándola a buscar al mejor especialista.
Y ahora estaba recuperándose, esperando ansiosa a que le
quitaran las vendas del rostro para contemplar la nueva expresión
de su boca y el rictus sonriente que nunca tuvo. ¡Sí, al
fin terminarían los anhelos que desembocan en frustraciones y
pesares! ¡Al fin podría mirar, de tú a tú, a todos los que dudaban
que ella supiera de la risa, de la alegre risa que pelaba los
dientes y los mostraba al sol!
Cuando el cirujano y la enfermera entraron
a la habitación,
sintió que un escalofrío le recorría la
espalda y descendía
por sus piernas hasta las puntas de los
pies.
—¿Cree que todo ha resultado bien,
doctor? —le preguntó
al médico con insistencia.
—¡Tendrá la más bella de las sonrisas! —escuchó decir al
especialista—. ¿Ve este espejo que la enfermera trae en las
manos?
¡Pronto verá en él un maravilloso rostro construido sólo
para usted!
Y mientras la enfermera y el médico le quitaban los vendajes,
imaginó su nueva faz: un rostro sin muecas, sin líneas
adustas, horribles; sin esos trazos salvajes que la habían llevado
muchas veces al borde de la locura y el suicidio.
Entonces
murmuró para sí que ya jamás le vocearían en las calles: ¡Adiós,
máscara infernal!, lanzándole los más crueles insultos. Sí, sus
pesadillas quedarían atrás, bien atrás, bien distanciadas de ese
futuro que se abriría frente a ella con su nuevo rostro. Ahora sí
permitirán que dicte las conferencias sobre las heredades etruscas
que
los romanos se atrevieron a inventariar como propias; ahora sí
podré
explicar al mundo, a través de mis innumerables artículos,
todo lo
grande que fue Frida Khalo, dando detalles precisos de mis
aportes a
las investigaciones de Bertram D. Wolfe para hacer posible
su biografía
de Diego Rivera, pensó, mientras las manos del médico y la
enfermera quitaban vendaje tras vendaje.
¡Ah, qué emoción sintió cuando la última gasa fue
desprendida
con cuidado de su frente!
Al mover sus músculos
faciales sintió que la piel alrededor de sus labios se mantenía
rígida y, buscando los ojos del cirujano, descubrió en ellos una
mirada de asombro, de incredulidad, al igual que en los de la
enfermera.
—¡Mueva los labios! —le pidió el médico—. ¡Mueva los
labios, por favor! —insistió.
—¿Qué pasa, doctor?... ¿Qué sucede? —preguntó al cirujano,
asustada.
Sin contestarle, el médico le tomó el mentón con
una mano,
apretando y frotando suavemente sus labios con la
otra. Los
suaves masajes dados por el cirujano a sus labios,
lejos de calmarla,
la intranquilizaron hasta el punto de gritar:
—¡Dígame qué sucede, doctor, por favor!
Y fue entonces que escuchó lo que nunca quiso oír:
—¡Algo no ha salido bien, señora!
—¿Qué, qué no ha salido bien, doctor? ¡Dígamelo, por
favor...
dígamelo, por favor!
Antes de responderle, el médico miró a la enfermera y le
pidió el espejo.
—¡Mírese en el espejo! —le dijo.
Al contemplarse, una inmensa alegría la invadió.
—¡No comprendo, doctor! ¿Qué ha salido mal? Ese espejo
me está mostrando la más hermosa sonrisa... ¿Soy esa...
yo?
Apenado, el cirujano respondió:
—¡Sí, señora! ¡Esa es usted!
—¡Pero no comprendo, doctor! ¡Usted ha dado a mi rostro
una hermosísima sonrisa! En verdad..., ¿esa soy yo? ¿Qué ha
salido mal?
Tartamudeando, el médico se sentó a su lado en la cama y
retiró el espejo.
—Unos músculos de su rostro han sido demasiado estirados,
señora. Esa es la razón de la sonrisa. ¡Tendré que volverla
a operar lo más pronto posible!
El no salió tan profunda y ásperamente que el
médico se
puso de pie y la enfermera cubrió sus oídos.
—¡Noooooo, doctor! ¡Usted no tocará esta
hermosa sonrisa
de mi cara! ¡Esta es la sonrisa que nunca
tuve! ¡Usted no
me la quitará!
Imaginando que su linda, su extravagante y contagiosa
sonrisa, podía ser retirada de su rostro, se lanzó de la cama,
empujó al médico y a la enfermera que trataron de detenerla
y
abandonó, primero la habitación y luego el hotel del hospital,
saliendo a la congestionada calle con las ropas de paciente en
recuperación.
Por las sonrisas que le devolvían los transeúntes
comprendió que su vida había cambiado y que la
operación
—y desde luego su rostro— constituía un verdadero
éxito.
Pero su alegría duró muy poco, porque como un violento
rayo sintió que una mano muy fuerte agarró uno de sus
hombros
y, junto a la mano, escuchó una voz ronca preguntarle:
—¿De qué se ríe? —y entonces supo que la tristeza volvería
a invadir su vida y fue incapaz de buscar una respuesta con
sólido argumento.
—¡No me río... no me río! ¡Fue mi médico... mi médico!
—balbuceó.
—¿De qué médico habla? ¡Usted se está riendo de mí!... ¡Se
está burlando de mí! ¡Ahora mismo lo está haciendo! ¡Ahora
mismo se está burlando de este rostro feo... de mi rostro sin
sonrisa...
de esta máscara infernal que llevo por cara! —y fue
cuando, en una explosión de ira, el hombre desenvainó un
largo
y afilado cuchillo y le asestó varias estocadas en el pecho.
Comprendiendo que ya estaba muerta, el hombre limpió la
sangre del cuchillo frotándolo sobre las mangas de su camisa
y huyó, con su rostro amargo, pesaroso y feo, abriéndose
paso
entre los curiosos que se arremolinaban frente al cuerpo sin
vida de la mujer.
Sólo una voz entre la multitud de mirones se
atrevió a decir:
—¡Pobrecita!... ¿Por qué la mataron... si tenía
una sonrisa
tan linda? ¡Mírenla!... ¡Aún la guarda entre sus
labios!
EFRAÍM
CASTILLO .
Nació en Santo Domingo, República Dominicana, en
1940. Es una figura polifacética de la vida cultural
dominicana.
Antologado dentro y fuera del país, algunos de sus
trabajos han sido traducidos a otras lenguas. En el género
de Cuento ha publicado: Rito de paso y otros cuentos,
1985;
Los ecos tardíos y otros cuentos, 2002, Premio Nacional de
Cuento. En novela,
es el autor de: Currículum (El síndrome de la visa), 1982;
Premio Nacional

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