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MEFISTOFELE

A doña Carmen Montero de Baroni.


—Un señor…
—Sí; pero ¿es, realmente, un señor?
La sirviente balbuceaba, dudosa:
—Por el traje… parece.
—Bueno; que pase ese señor ¡qué broma!
Pasó en efecto un señor, un señor flaco, avejentado, encorvado. A pesar de esto
tenía una estatura aventajadísima de grande hombre infeliz… Sentóse, con el
sombrero en las rodillas. Lució una sonrisa triste:
—¿Usted extrañará esta visita, a esta hora?
—Sí, en efecto.
¡Las ocho y veinte! y estaba de salida, para el teatro… «Mefistófeles», mi delirio,
mi predilección, uno de esos fanatismos líricos cuya profanación no hubiera
permitido jamás… Y una contrariedad aquella visita, aquel sujeto que tenía un aire
confuso, suplicatorio, «vergonzante», ésta es la expresión.
—¡Pero si usted supiera, señor, a lo que vengo!
—Como usted no diga… —repuse impaciente.
—Yo tengo una hija.
—Perfectamente. Yo tengo dos. Es muy corriente eso de tener hijos…
Sonrió con mayor tristeza. Púsose de pies, rápido por el tono burlón mío que ya
creí advertirle la pinta al «sable» o quizás qué otra infamia… Y se puso rojo,
repentinamente, volviendo el rostro para enjugar con disimulo una lágrima. Al
instante de trasponer la puerta tuve una corazonada; ¡qué sé yo! una especie de
revelación: aquellos hombros encorvados, aquel rubor, aquella americana arrugada,
toda la honradez de una espalda que se ha encorvado en la fatiga y en el trabajo…
—Espere, señor, oiga —exclamé sujetándolo por un hombro.
Cuando volvió el rostro a mí se me puso la carne de gallina. ¡El anciano estaba
llorando! Su cara era la angustia, la confusión, lo humillante de su salida.
—Espérese, señor, siéntese, ¿qué le pasa?, ¿qué desea usted de mí? Hable, estoy a
sus órdenes con mucho gusto…
Ver llorar a un hombre o que maltraten a un caballo son cosas que difícilmente
puedo disimular.
Casi le obligué a tomar asiento en el extremo del sofá que yo ocupaba; y de
repente, acercándose hasta rozar mi pierna, golpeándome a ratos el muslo, a ratos
indicando con un vago gesto abatido todo lo absurdo de su confidencia, me dijo esto,
con estas palabras, con este vértigo de dolor, de estupidez, de torpeza admirable:
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II
Mi hija se me muere… ¿sabe usted? Se muere sin remedio. Me lo afirmaron los
médicos hace tiempo. Tísica. Ella estudiaba piano, en la Academia. Una velada que
hubo… la aplaudieron muchísimo… el Ministro la felicitó… la «sacaron» en los
periódicos, retratada ¡muy bonita era mi pobre muchacha! Ahora… si su sombra.
Figúrese, una pulmonía «doble» esa misma noche. Comenzó a toser, a toser, a
rompérsele la garganta tosiendo; y yo hice todo, todo, todo… ¡Para salvarla, para
salvarme yo de esto tan horrible que me está pasando! Usted me dijo que tenía dos
hijas, señor… Pero me lo dijo como burla; si es cierto que las tiene usted, ¡me
comprende! Si no, si lo que usted ha querido es burlarse de mí, yo se lo perdono; hay
que saber lo que es eso de sentir uno como que le desgarran un pedazo; le quitan así,
de pronto, algo por dentro… Algo no, señor, ¡todo! todo lo que tiene… Y ya yo soy
viejo, y solo, y yo quiero que ella no me deje, pero que si me ha de dejar que me
dure, que me dure un poco más, aunque sea a costa de otra angustia, de otra agonía,
de esto espantoso que me está sucediendo… Y usted, ¡sólo usted puede hacerlo!
—¿Yo? Pero señor, usted está equivocado, sin duda; yo no soy médico.
—Sí, pero escribe…
Me quedé mirando mi hombre. ¿Se trataría de un pobre ser enloquecido por el
dolor? Él continuó ante mi extrañeza:
—Usted escribe en los periódicos, usted es el señor fulano, no?
—Yo mismo.
—Pues usted puede hacerme un gran bien ya que me ha hecho un mal
irremediable. La noche que mi muchachita tocó en el «concierto» de la Academia,
usted escribió un artículo en un periódico, el día siguiente, criticándola, sin
nombrarla, es verdad. Ustedes los que escriben tienen esa funesta habilidad: hieren
donde les place sin que más nadie se entere. No podía decirse que usted aludía a ella.
Pero ella lo leyó, lo comprendió, guardó el recorte, y cuando se calmaba de un acceso
de tos, ya muy grave, volvía a releerlo, sonreía con tristeza, no había forma de que
abandonara el pedazo de papel, que yo le juro, señor, que me la iba matando
lentamente… Lo escondía allí, debajo de la almohada; tornaba a leerlo a cada
instante, y a veces lloraba, y a veces sonreía con una tristeza… Ella había soñado que
la pensionaran, ir a un conservatorio, ser una Teresita Carreño… ¡Usted destruyó
todo eso con una plumada!
La voz del anciano se hizo sorda, dura.
—Pero yo… —No hallaba qué decir ni qué rostro poner. Había una lógica
temeraria, insensata en aquello, pero había una lógica. Recordaba perfectamente: una
muchacheja larguirucha, pálida, desairada, que destornilló el taburete del piano para
treparse a moler el «prólogo» de «Mefistófeles» entre una recitación pesadísima de
un poeta local y unos alaridos que allí decían que era el «airoso» de «Pagliacci». Yo
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escribí esa noche, en la redacción, algo cruel, burlón, muy gracioso, que tuvo una
excelente acogida y que mereció una sonrisa a la que era entonces mi novia, una
muchacha que como no tocaba nada, divertíase extraordinariamente en que se negase
a las demás estas cualidades. Probablemente la idea de provocar aquella sonrisa
maligna, inspiró el artículo. Y fue aquel mismo «suelto» de crónica humeante en un
ángulo del labio y el sombrero puesto, fue aquel «graciosísimo» chiste, aquella
gracejada abyecta la que ahora se erguía ante mí, en la forma de aquel anciano, de
aquel padre que señalaba hacia un ángulo de la habitación como si allí viese
debatirse, convulsa, con el recorte de la mano, torcida de dolor, sacudida por las toses
asesinas, por las brujas toses de la muerte, a su pobre muchachita.
III
Los papeles se trocaron. Era yo entonces el que tenía el aire vergonzante, humillado,
suplicatorio y el que balbuceaba lleno de rubor, de color, de ira contra mí mismo:
—Pero yo… ¿qué hago señor? ¿Cómo lograr que me disculpe, que me perdone…
—Usted no es malo, señor —dijo el viejo sonriendo de un modo muy feo entre
las lágrimas.
—No, no creo serlo: uno no es malo sino cuando puede… Créalo usted.
—Sí; ella lo decía; sonreía con tristeza. Le había admirado; y de su ídolo recibía
aquel artículo en pago… Pero apenas salió de la gravedad se sentó al piano, estudiaba
desesperadamente, brutalmente. No era posible hacerla desistir: ni el médico, ni la
mujer que la crió, en casa, desde la muerte de mi esposa, ni las compañeras, ni yo
mismo que me desesperaba, que me enojaba, que le suplicaba para apartarla del
piano… Nada. Horas y horas estaba allí, tecleando, con el cuaderno de la música esa
que usted le criticó, queriendo bebérsela, «interpretarla» —¿no es así como se dice?
—. Y sólo cuando se ahogaba, escupiendo sangre, pura sangre, casi asfixiada, cesaba
de estudiar, de repasar, de clavar absorta los ojos en aquella porción de puntos negros
que le parecían enterradores, según decía riéndose… A veces, sí señor, se ponía
contenta, alegre, temblábanle las manos con la emoción: —Hoy sí, papaíto, hoy sí no
podría él decir que «mejor ejecuta una pianola sin necesidad de estar pensionada por
el Gobierno…». Las mismas frases que usted, señor, había escrito en su crónica. Y
créalo, hubiera dado su vida, mejor dicho, la está dando porque usted vaya, la oiga
«interpretar» eso, modifique su juicio… la haga vivir un poco más con una palabra…
El médico dice que ya lo mejor es dejarla, lo que quiera hacer, lo que la haga feliz…
La voz del viejo temblaba en sollozos:
—Yo le he prometido que sí, que la complacería, costara lo que costara, que le
llevaría a usted a casa, esta noche. He venido tres veces: usted había salido o no había
llegado o estaba comiendo qué sé yo! Y mañana sería tarde… estaría peor… no
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podría tocarle esa maldita pieza que es su idea loca, fija, pertinaz… Venga usted
conmigo, por Dios, venga…
—Ya, señor, ¡ahora mismo!
IV
Cogimos un tranvía. Bajamos en un barrio lejano, frente a una casita de una
ventana… Olía a botica, a creasota. Una vieja, en el corredor, habló con mi
acompañante. Pasamos a la sala, y allí, en un sofá, toda la garganta envuelta en un
chal de estambre, lívida, con los ojos enormes, negrísimos, cavados en un rostro
cuyos pómulos lucían dos mordiscos rojos, de fiebre, la muchacha del Concierto, la
misma criatura larguirucha, desairada, que apenas si era una silueta de larga línea
blanca, me tendió una mano cadavérica, ardida.
Yo no sé qué le dije, cómo me presenté, qué excusas, cuáles perdones, en fin,
cuántas cosas penosas y absurdas expuse. Sólo recuerdo una sonrisa que se helaba en
una boca descolorida y dos ojos que se abrían enormes, curiosos, sobre mi estupor.
Había un piano, un «Erard», el único lujo de aquella salita; y a un gesto de su
padre, ella se sentó a tocar.
Tocó… Las notas que cantaban, evocadas del corazón de las otras notas, de las
que estaban escritas, llenaron la sala, el alma, la vida toda que parecía sollozar en
torno, como dentro de un vasto silencio, dando lo único vivo era aquella sombra que
tocaba «Sonámbula», sonámbula ella misma de su largo sueño de armonía, con las
manitas como garras crispadas sobre el teclado, arrancando sus dedos agilísimos al
pobre instrumento, bajo el decuple castigo, clamores desgarradores, locos…
Se interrumpió, se volvió de pronto en el taburete y yo no vi sino la sonrisa
helada, moribunda, llena de orgullo, de desdén, y los ojos maravillosos, radiantes,
implacables en la última llamarada de un reto:
—Y ahora, esto es «especialmente» para usted.
Y el «prólogo» de «Mefistófeles», pleno de solemnidad, de diabolismo, de
misterio, cruzado a relámpagos por luces celestiales, por la suave música de las
esferas, dominó entonces todo el magnífico desquite, toda la admirable venganza de
la tísica: fue desgranando escalas lentas, o vertiginosas o vibrantes o «perdurables»
que es el calificativo que se me ocurre para esas notas permanentes, indefinidas, que
son ideas en lugar de sonidos. De pronto ella oprimió violentamente un acorde, a un
solo estrépito; se dobló sobre el teclado, como un lirio, salpicando de sangre los
marfiles; hubiera rodado hasta el suelo si su padre, desesperado, cogiéndola en
brazos, sosteniendo la triste cabeza de la desmayada, no la sostiene contra su
corazón…
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Se asfixiaba; su garganta parecía estallar en una tos ronca, profunda como la
octava baja, y de los grandes ojos febriles, apenas entre los párpados una larga línea
blanca de la esclerótica, sin pupila, horrible…
El viejo se volvió hacia mí que le ayudaba angustiado, gritándome con voz llena
de odio, de rencor.
—¡Ah, señor! ¡Para esto escriben ustedes!
Un instante después que la dejamos en su lecho, ya calmada, me despedí. Eran
más de las doce; encontré por las calles gentes en traje de etiqueta que salían del
teatro.
V
A las dos, en el periódico, oí que un redactor hablaba por el teléfono con alguien, y
me rogó, desde el aparato: Anota ahí, chico, hazme el favor, «una social»: la
señorita… discípula de la Academia de Bellas Artes que acaba de morirse. A ver si
hay tiempo para que «salga» eso por la mañana…
El director entró, acatarrado, con el abrigo subido hasta la barba, fumando:
—Qué te parece el «Mefistófeles», aquel «prólogo», ¿qué admirable Polaco, no?
Escribe algo de eso.
—No, no escribo nada de ningún «Mefistófeles», ni de nadie, yo no sé nada de
eso ni escribiré más nunca: yo no soy un periodista, ¡yo soy un asesino con las manos
tintas en tinta!
Estalló una carcajada. Al salir, entendí que decían:
—A éste como que se le pasó la mano en las copas del entreacto.

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