De alguna manera construimos nuestra objetividad, nuestra cultura,
con referencias al pasado que van desde las personales (todo el mundo quiere saber quiénes fueron los miembros de su familia y establecer una genealogía familiar segura y tranquilizadora) hasta las colectivas (todos queremos saber por qué las cosas están donde están, la historia de nuestra ciudad, de nuestra provincia, de nuestro Estado y, en la actualidad, de nuestras naciones, concepto que surgió en el siglo XIX). Esto no quiere decir que el resultado sea una narración intencionalmente falsa, sino el resultado, por una parte, de no poseer todos los elementos para saber qué ha sucedido y, por otra, de la necesidad de elaborar historias que concluyan y satisfagan nuestras expectativas. Cuando un grupo intenta reconstruir el pasado, por ejemplo una familia, es fácil que surjan discusiones acerca de si lo que afirma uno de los miembros es exactamente lo que pasó o si en realidad se puede interpretar de otra manera. Frente a esta suerte de necesidad compulsiva de hacer referencia a la memoria está un saber que no gusta presentarse como pasado ni como presente, sino que siempre parece mirar al futuro. Pero aunque nadie pueda vivir sin pasado porque siempre lo necesitamos como referencia, en lo que hoy respecta a nuestro conocimiento de la naturaleza, de cómo se organiza el mundo racionalmente, no necesitamos del pasado porque estamos viviendo en el futuro. Si momentáneamente renunciáramos al vértigo que nos produce mirar al pasado, hiciéramos un ejercicio de catarsis y no nos dejáramos seducir por el encanto del futuro, el presente nos indicaría su valor contextual y cultural permitiéndonos ver que en ese contexto nuestra ciencia tiene el mismo valor, como cultura, que el resto de los saberes. Las demás formas de cultura aceptan la historia, el pasado y la rememoración de lo anterior de una manera natural, pero en la ciencia parece imposible que aquello que recibimos como conocimiento seguro y radical (las raíces de la naturaleza) pueda llegar a tener una historia. Además, el estudio de la historia de unos conocimientos tan importantes para nuestro presente, como lo son la ciencia y la tecnología, permite entender mejor nuestro presente, nuestro contexto, nuestra cultura y nuestras escalas de valores. Es razonable que consideremos estos conocimientos como hitos de nuestra historia y que creamos que el saber cómo se han producido, cómo realmente se han elaborado, nos puede enseñar mucho acerca de nuestros propios métodos para seguir investigando y entender nuestro presente. Si lo hacemos así podremos entender mucho mejor la sensación de provisionalidad que enfrentaban los científicos cuando tanteaban sus posibles soluciones, y reconstruir la historia de manera menos simplificadora, sin pensar eso de que todo es evidente y la ciencia no ha hecho más que seguir pasos de descubrimiento inevitables. Esto reafirma que la relación de la historia con la ciencia no es en absoluto algo nuevo o que ahora hayamos inventado: la necesidad de establecer el pasado en la ciencia aparece con la ciencia misma, incluso con más intensidad al principio, en sus épocas fundacionales, cuando realmente el conocimiento general era más escaso, se tenía menos capacidad para resolver problemas y la ciencia tenía menos presencia en la cultura.