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3.

La configuración del
Derecho Canónico.
Como es sabido, bajo la denominación derecho
canónico se entiende el derecho de la iglesia
católica; a diferencia del derecho eclesiástico del
estado, que es una parte del ordenamiento jurídico
estatal dedicada a la regulación del factor religioso
desde una perspectiva civil.
Ello conlleva que el derecho canónico sea un
derecho confesional; es más, estamos ante un
derecho confesional peculiar, pues es el «sistema
jurídico en vigor que cuenta con raíces históricas
más profundas: tiene veinte siglos de existencia y
una altura científica de primer orden que se
remonta, al menos, al siglo XII».
Se dice que «el derecho canónico constituye de
modo incuestionable la experiencia jurídica de
mayor magnitud en el campo del tratamiento
jurídico del factor religioso». Esta afirmación se
justifica en el interés general que tiene el derecho
canónico para el jurista, que radica en su
peculiaridad como ordenamiento.
Incluso no deja de ser significativo que, desde un
punto de vista terminológico, «el concepto mismo
de derecho positivo, tiene su origen en el
ordenamiento canónico, por contraposición al
derecho divino».
Diversas instituciones de derecho matrimonial,
familiar y sucesorio, procesal, constitucional, etc.,
recibieron del derecho canónico una impronta
indeleble. Así, las zonas de influencia más
relevantes fueron en primer lugar el derecho
matrimonial, familia y sucesiones, en particular todo
lo concerniente a impedimentos, disolución,
separación, nulidad, consentimiento, filiación,
alimentos, etc.
En consecuencia, puede decirse que el derecho
canónico «es un excelente medio para comprender
cabalmente el fenómeno jurídico.
El derecho canónico en la Alta Edad Media
El desarrollo del derecho canónico, se consolida
durante la Edad Media. Ya no sólo tiene en cuenta la
organización y jerarquía de la Iglesia, los
sacramentos y las herejías, sino que abarca varios
aspectos de la vida secular como los derechos
reales, al regular la condición de los bienes de la
Iglesia, así como todo tipo de actos civiles relativos
al derecho privado como donaciones, testamentos,
legados, contratos sobre tierras, creación de
fundaciones pías, etcétera, y se extiende en cuanto
al derecho familiar, regulando el abandono de niños,
la legitimación de los hijos naturales, los alimentos,
y otros.
Por otra parte, como consecuencia del
desmembramiento del Imperio Romano de
Occidente y del relativo aislamiento en que quedan
los reinos germánicos que lo sustituyen, surgen los
llamados derechos canónicos nacionales,
emanados de los concilios nacionales o
provinciales, que, aunque cuentan con un tronco
común, van a variar en cuanto a su legislación
secundaria.
Esto hace que surjan ramas de dicho tronco común
que van a ser los derechos canónicos hispánico,
itálico, gálico, oriental y africano.
En cuanto a sus fuentes, debemos distinguir entre
las formales, y las históricas o de conocimiento del
derecho de la época. Entre las primeras, además
de las dogmáticas, se desarrollarán la doctrinal,
representada por la elaboración teológica de la
Patrística, y la jurídica, a través de los cánones o
decretos y las decretales, que proliferan en esta
época. Entre las segundas, cabe mencionar,
además de la “Dionysiana”: 1) la “Isidoriana” o
Collectio Hispana, atribuida a san Isidoro de Sevilla,
compuesta entre los siglos VII al IX que, dividida en
dos partes, comprende material de los concilios
orientales y africanos.
Más tarde, entre los siglos IX y XI se observa una
importante producción de obras canónicas. Las
más importantes fueron: 1) La Lex Romana
Canonice Compta, que contiene derecho romano
adaptado al ordenamiento eclesiástico; 2) la
Collectio Anselmo Dedicata, dedicada a Anselmo,
Arzobispo de Milán, que contiene materiales de
fuentes eclesiásticas y laicas y se encuentra
dividida en 12 libros a la manera del Codex de
Justiniano; 3) el Liber Decretorum o Decreto de
Bruchardo, obispo de Worms, dividido en 20 libros
y; 4) De Synodalibus Causis, debida a Regino,
Abate de Proum, compuesta por materiales
extraídos de los Libri Poenitentiales.
Por último, durante los siglos XI y XII, se elaboran
colecciones sistemáticas entre las que destacan: 1)
La Dictatus papae, de la época del pontificado de
Gregorio VII en la que se refuerza la autoridad del
Pontífice sobre la Iglesia; 2) La Collectio Canonum
del Cardenal Deusdedit, ferviente sostenedor de
Gregorio VII, en la misma línea de la anterior; 3) el
Liber de Vitae Cristiana, con material canonístico y
romanístico, así como tres colecciones más: el
Decretum, la Panormia y la Tripartita, obras todas
que prepararon el camino a la renovación de los
estudios canonísticos hasta la aparición, en el siglo
XII, del famoso Decreto de Graciano.
Las relaciones Iglesia-Imperio.
El cristianismo en el Imperio: de religión perseguida
a la religión oficial. Esta pretensión de verdad
universal del cristianismo, pese a que no planteaba
una competencia en el mismo plano con la
autoridad terrenal, era intolerable para el Imperio,
que concebía a toda religión sólo como religión de
Estado, al servicio de la cohesión de la comunidad
política.
Esta concepción del cristianismo como religión de
Estado, encuentra repercusión también dentro de la
Iglesia.
Eusebio de Cesarea (275 – 339), obispo de amplia
cultura, con destacada participación en el Concilio
de Nicea (325) y considerado el primer historiador
de la Iglesia, ve al Imperio Romano como un
instrumento providencial al servicio del Reino de
Dios, pensamiento que tiene antecedentes en San
Pablo (carta a los Romanos) y en Lucas (tanto el
Evangelio como el Libro de los Hechos de los
Apóstoles). Para él, la religión cristiana estaba
llamada a constituir el fundamento no sólo del
ámbito espiritual sino también del temporal.
Esta unión estrecha entre el Estado y la Iglesia
(“symphonia”), que ve bajo una luz positiva la
intervención imperial en los asuntos eclesiásticos,
fue la que predominó en Bizancio, tras la división
del Imperio.
En la Iglesia de Occidente, por su parte, se adopta
una posición contraria al cesaropapismo, como
puede verse en los ejemplos de S. Ambrosio de
Milán (340-397) y S. Atanasio (296-373). El primero
afirmaba: “Imperator intra ecclesiam, non supra
ecclesiam (el emperador está dentro de la Iglesia y
no por encima de ella)”.
Pero la actitud de la Iglesia frente a las
pretensiones del Estado Romano no está libre de
inconsistencias, debidas al influjo de mentalidad
imperial: la Iglesia cede a esa lógica al reclamar
apoyo del Estado para imponer la religión ortodoxa
frente a la herejía arriana (como más adelante lo
haría frente al donatismo) de modo inconsistente
con su reivindicación original de simple libertad
religiosa.
Se genera así una evidente paradoja. En nombre
de la Verdad se pide libertad frente al Estado, y al
mismo tiempo se pide intervención del Estado
contra la libertad de otros.
En el 410, la invasión del rey visigodo Alarico y el
saqueo de Roma hacen temblar la teología imperial
basada en el cristianismo como garantía divina para
el Estado. S. Agustín, en su obra La Ciudad de
Dios, escrita entre los años 413 y 426, responde a
esta dramática situación planteando una nueva
teología de la historia, con la que no sólo defiende
al cristianismo de los ataques de sus enemigos,
que lo culpaban por la decadencia de Roma, sino
que promueve el abandono de la lógica política que
vinculaba la fe cristiana a la subsistencia del
Imperio, y la disolución nexo entre el éste y la
Iglesia.
EL papa Gelasio. La fórmula
gelasiana: “auctoritas” y “potestas”
El Papa Gelasio (492-496), en su Carta al
emperador Anastasio (494), haciendo uso de su
competencia como jurista, condensa el dualismo
agustiniano en una fórmula de gran precisión e
importancia: “Dos son los poderes en esta tierra: la
sagrada autoridad (auctoritas sacrata) de los
pontífices y la potestad regia (potestas regalis)”.
Por auctoritas se entiende el poder sagrado de
índole dogmática, pastoral, moral, que cumple la
función de regla y límite para el poder político.
Potestas, en cambio, se refiere al poder del Estado,
poder coercitivo, terreno. No se trata de dos
poderes equivalentes, uno al lado del otro: existe
una de diferencia y superioridad de la auctoritas.
Sin embargo, esta diferencia no opera en relación
jurídica y política entre las instituciones, el Estado y
la Iglesia, sino entre personas: los gobernantes, en
cuanto cristianos, están sometidos a la
responsabilidad pastoral del sacerdocio.
No se pone en duda el carácter laico del poder
temporal en cuanto institución: la subordinación no
es todavía política, sino pastoral. Esta supremacía
tiene, entonces, un carácter igualitario: no se limita
a los gobernantes en cuanto tales, sino que abarca
a gobernantes y gobernados por igual.
En resumen, la máxima enunciada por el Papa
Gelasio “señala que, independientemente de los
poderes políticos de este mundo y de lo que éstos
prescriben, existe una racionalidad moral, una
verdad axiológica y una autoridad capaz de emitir
en términos de justicia un juicio sobre el ejercicio de
esos poderes”.
Sacerdotium e imperio.

Una de las muchas prácticas arraigadas entre los


emperadores es el nombramiento de cargos
eclesiásticos. Con ello pretenden recompensar
lealtades y asegurarse los favores de los
arzobispados más importantes del Imperio.
El Papado nunca simpatizó con ella por
considerarla una injerencia secular en los asuntos
celestiales, por eso el Dictatus Papae (1075) de
Gregorio VII (1073-1085) prohíbe su prosecución.
La escasa voluntad de entendimiento deriva en un
pulso entre poderes universales que conoce
momentos de gran tirantez: a las prédicas papales
sobre la obligada sumisión del Imperio le sucede la
respuesta del soberano deponiendo al Pontífice,
quien a su vez excomulga al Emperador.
Querella de las Investiduras.
Este contexto se conoce como Querella de las
Investiduras (1073-1122), concluida gracias al
concordato de Worms firmado por el Emperador y
Calixto II (1119-1124).
Dicho conflicto solo es la antesala de una coyuntura
permanente de rivalidad entre el Imperio y el
Papado por su supremacía en el orbe en general y
en el norte de la Península Itálica en particular.
Las ciudades septentrionales son, en su mayoría
soberanas, aunque rinden pleitesía al emperador, algo
que no consideran reñido con su devoción al Papado.
Sin embargo, con el enfrentamiento entre las partes
proliferan los enfrentamientos civiles, organizándose
la aristocracia simpatizante con el Imperio en torno al
partido gibelino y la partidaria del Papado en el güelfo
(“…Guelfus enim adesit Eccesie et gibellinus adhesit
Imperio…”); asimismo se establecen ligas regionales
con objeto de combatir enemigos comunes y el
belicismo se convierte en una de las coyunturas
permanentes en el territorio.
Las contiendas entre los papas y emperadores y
sus respetivos aliados en la mitad septentrional de
Italia pueden estudiarse detalladamente en las
crónicas que los sacerdotes y notarios urbanos
componen a lo largo de la Baja Edad Media. Estos
escriben como testigos oculares de los hechos
narrados y, además, participan activamente en su
desarrollo, por lo que sus discursos se definen por
la minuciosidad y la intencionalidad.
El fin de la Querella de las Investiduras no trae
consigo ni la paz ni la estabilidad política, sino que
las luchas prosiguen e incluso aumentan.

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