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Alvarez Gardeazabal Gustavo Ana Joaquina Torrentes
Alvarez Gardeazabal Gustavo Ana Joaquina Torrentes
Y fue en Ceilán. Eran las seis de la tarde del 26 de octubre. Todavía olía a
cebolla de la que se habían llevado, como todas las tardes, en el camión de
Michelín. No habían rezado el rosario en la iglesia del padre Obando, no
había salido la Ana Joaquina Torrentes a esperar a su marido en la esquina
del parquecito que le servía de atrio a la iglesia. No eran las seis
exactamente y ya se veía venir el polvero de tantos de a caballo y tantos de
a pie que muchos creyeron que no eran los jinetes de la chusma de Chucho,
el de La Marina, sino los mismos del Apocalipsis y que era el fin del mundo y
no de ciento cuarenta y tres liberales lo que les tocó presenciar. Vinieron por
arriba desde San Rafael y por abajo desde Galicia y en la tienda de Pedro Nel
Jaramillo se tomaron seis cajas de cerveza y le pagaron con tres tiros en la
cabeza, y en la de Domitila Aguado, la moza de don Leonardo Santacoloma,
pararon siete, solamente siete, pero se metieron en las entrañas de las dos
sirvientas de Domitila y en las nalgas de los tres pelados de don Leonardo y
cuando ya acabaron, y pasaron los de la tienda de Jaramillo, los sacaron
desnudos a la calle —no tenían más de quince años, blancos de cabeza
grande y pelo rubio—, con su trasero sangrante, sus ojos llorosos, sus pies
pisoteados y más de diez dispararon muy hondo en el corazón de Domitila
Aguado cuando los tres pelados, Leonardo, Pedro José y John Jairo cayeron
acribillados por las balas que hicieron eco en unas risotadas.
Y de ahí para abajo acabaron con el resto. Se llevaron cuanta vaca vieron y
quemaron cuanto rancho encontraron y si alguno salía a decir que era godo,
le cogían de la camisa o le agarraban del cinturón y le montaban en la
primera mula libre para que se uniera al carro de la victoria y siguieran
regando sangre, como la que le hicieron regar gota a gota al tío de Martín
Mejía en orilla del zanjón de Piedras, arribita de Pardo, cuando le cogieron de
una pierna, le arrastraron tres cuadras, le rompieron la ropa, le prendieron
candela a la barba larga que le llegaba al pecho y le cortaron la cabeza
abriéndole después un huequito en la espalda para meterle la lengua, pero
como no se la pudieron sacar, le cortaron la punta noble que le había dado
seis hijos y se la metieron en la boca para que después no dijeran que no le
habían ofrecido tabaco. Y cuando la noche se volvió candela y de Ceilán no
quedaba sino cenizas humeantes, el padre Obando, Ana Joaquina Torrentes y
treinta y siete viudas, ochenta y nueve huérfanos y un olor a sangre y un
olor a muerto y una bandera roja en las manos del bobo de La Pelusa, la
chusma, los pájaros, dejaron de ser hombres para volverse sombras con las
luces de la mañana.