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Para toda chica que alguna vez

haya sentido que no tiene poder


El líquido cálido y espeso me corre por el brazo.
Sangre.
Qué raro, no recuerdo que el guardia me hiriera con la espada antes de
que le acertara con el puño en la cara. Es un rayo, pero por lo visto no pudo
moverse más deprisa que mi gancho de derecha hacia su mandíbula.
El olor del hollín me pica en la nariz, me obliga a apretármela con los
dedos sucios para que no se me escape un estornudo.
«Que sería una manera patética de dejarme pillar».
Cuando estoy segura de que la nariz no me va a delatar a los imperiales
que acechan bajo mi escondite, vuelvo a poner la mano contra la pared
mugrienta en la que tengo apoyada la espalda, con los pies bien plantados
en la que tengo enfrente, y me fuerzo a seguir subiendo mientras contengo
el estornudo.
No había planeado pasarme la tarde trepando por el interior de una
chimenea. El espacio es tan reducido que no paro de sudar, y me tengo que
tragar el miedo para seguir subiendo por el estrecho espacio, ansiosa por
cambiar las paredes sucias por la noche estrellada. Cuando por fin asomo la
cabeza, respiro con ansia el aire pegajoso, salgo y, de inmediato, me
bombardea una nueva mezcla de olores, mucho más desagradable que el del
hollín que se me ha pegado al cuerpo, a la ropa, al pelo. Sudor, pescado,
especias, seguro que algunos fluidos corporales. Todo se junta para crear el
hedor que envuelve a Saqueo.
Sobre la chimenea, en equilibrio, fuerzo la vista en la penumbra del
tejado para inspeccionarme el brazo. Casi me he olvidado de examinarlo, no
me lo ha recordado el habitual dolor mordiente de un tajo de espada.
Me arranco una tira de tela de la camiseta sudada que llevo pegada al
cuerpo y me limpio el corte con cuidado.
«Adena me va a matar, le he echado a perder las puntadas. Otra vez».
Me sorprende que no me duela, así que me froto el brazo con el tejido
basto para limpiar la sustancia pegajosa.
Y entonces me llega su olor.
Miel.
La misma miel que rezuman los bollos que llevo en los bolsillos del
andrajoso chaleco y que ahora me corre por el brazo. La he confundido con
sangre. Suelto un suspiro de reproche contra mí misma.
Pero es una grata sorpresa. Es más fácil quitar de la ropa las manchas de
miel que las de sangre.
Respiro hondo y contemplo los edificios que amenazan de convertirse en
ruina, entre las sombras que proyectan las farolas titubeantes de la calle.
Aquí, en los barrios bajos, no hay mucha electricidad, pero el rey nos ha
cedido generosamente unas cuantas farolas. Los voltios y los eruditos
utilizan sus habilidades para crear una red eléctrica permanente, así que por
su culpa me cuesta más refugiarme entre las sombras.
A medida que se sale de los barrios bajos, las hileras de casas y tiendas
van mejorando en tamaño y estado. Las chabolas se convierten en casitas,
las casitas en mansiones, y así hasta llegar arriba, a la edificación más
intimidante. Entorno los ojos y escudriño la oscuridad, y apenas alcanzo a
ver las torres imponentes del castillo real y la bóveda de la Arena que se
alza cerca.
Vuelvo a centrarme en la calle ancha que se abre ante mí y examino los
edificios de los alrededores. Saqueo es el corazón de los barrios bajos, el
lugar desde donde se bombea el crimen y el comercio hacia el resto de la
ciudad. De ahí salen docenas de calles y callejones que forman el laberinto
de la ciudad; sonrío y dejo escapar un suspiro ante la calle conocida que veo
a mis pies.
Mi casa. Bueno, más o menos. Para ser una casa de verdad, un hogar,
tendría que tener techo.
«Pero es más divertido mirar las estrellas que un techo».
Lo sé muy bien, porque antes tenía un techo al que mirar por las noches.
Era cuando no me hacía falta la compañía de las estrellas.
La mirada se desvía sin pedir permiso hacia donde estaba antes mi hogar,
entre las calles Mercader y Olmo. Hacia donde seguro que hay una familia
sentada en torno a la mesa, compartiendo cena y risas, hablando de cómo
les ha ido el día…
Oigo un golpe y a continuación un murmullo de voces que me arrancan
de la amargura de mis pensamientos. Escucho, pero apenas distingo la voz
ahogada y grave del guardia al que dejé fuera de servicio hace un rato.
—Se me acercó por detrás, sin el menor ruido, como un ratón, y luego…,
cuando me quise dar cuenta, un golpecito en el hombro, un puñetazo en la
cara.
Una voz femenina, aguda y enojada, resuena por la chimenea.
—Por la plaga, eres un rayo, lo tuyo es la velocidad, ¿no? —Se para y
respira hondo—. ¿Al menos le viste la cara antes de dejar que me robara?
¿Que me robara otra vez?
—Solo le vi los ojos —masculla el guardia—. Azules. Muy azules.
La mujer suelta un bufido de irritación.
—Menuda ayuda. Voy a parar a todo el que pase por Saqueo a ver si sus
ojos encajan con esa descripción tan precisa, «muy azules».
Casi se me escapa la risa, pero en ese momento se oyen crujidos y una
serie de pisadas. El gemido de la madera medio podrida bajo varios pares
de botas me dice de inmediato que tres guardias más van a unirse a la
búsqueda.
«Así que mutis por el foro».
Bajo de la chimenea, me agarro a la baranda del tejado y paso las piernas
hacia el otro lado para quedar suspendida sobre la calle. Dejo escapar el
aire, me suelto y aprieto los dientes para no gritar cuando la gravedad tira
de mí hacia el suelo. Aterrizo sin la menor elegancia en el carro de heno de
un mercader. La paja seca y dura me pincha la ropa como si fuera uno de
los alfileteros de Adena, y una nube de hollín y heno se alza en la brisa de
la noche cuando salto a la calle.
Mientras me quito la paja del pelo enmarañado, echo a andar de vuelta al
Fuerte, entre los carros destartalados de los mercaderes, abandonados
durante la noche, y esquivando la basura y los restos. Oigo al pasar los
susurros de los saqueños que pasan la noche en los callejones, escondidos
entre los edificios.
Noto el peso del puñal que llevo metido en la bota y me relajo con el
contacto del acero frío al pasar junto a un grupo de gente como yo, sin
techo, que pasan la noche juntos para darse calor. Algunos están cobijados
por un tenue campo de fuerza de un tono purpúreo, mientras que otros no
tienen un poder tan fuerte que les permita dormir con tranquilidad, y
precisamente por eso han de vivir en los barrios bajos.
Sigo caminando con paso rápido y seguro, sin dejar de lanzar miradas
hacia los callejones, sin bajar la guardia en ningún momento. Los pobres no
discriminan. Un chelín es un chelín, y no les importa quitárselo a quien está
aún peor que ellos.
Me cruzo con varios guardias al recorrer las callejas, lo que me obliga a
ir más despacio para mantenerme lo más lejos posible de ellos. No hay
tienda, esquina o calle que no haya recibido el regalo de un agente del orden
con uniforme blanco y ojos crueles. Gracias a un decreto del rey, fruto de la
ola de crímenes, los brutales imperiales están por doquier en Saqueo.
Una ola de crímenes que no tiene nada que ver conmigo, claro.
Me meto por un callejón más estrecho y voy hacia la pared del fondo.
Allí, contra el rincón, hay una barricada de carretas rotas, cartones, sábanas
viejas y la plaga sabe qué más cosas. No he recorrido ni la mitad del camino
que me separa del montón de basura que es nuestro hogar cuando una
cabeza con pelo rizado que le llega al cuello asoma del Fuerte.
—¿Lo has conseguido?
Descruza las largas piernas para levantarse sin esfuerzo y atraviesa el
metro de basura que forma la pared de nuestra barricada sin pensárselo dos
veces antes de correr hacia mí con tanta esperanza en los ojos como si le
fuera a ofrecer un techo de verdad y una buena cena caliente. Y no le puedo
dar nada de eso, pero tengo algo que le parece mucho mejor.
Dejo escapar un suspiro.
—Me ofende que dudes de mí, Adena. Con los años que llevamos así ya
podrías tener un poco más de fe en mis habilidades. —Me descuelgo el
paquete del hombro y saco de dentro la seda arrugada sin poder disimular la
sonrisa cuando veo la expresión de admiración que se le dibuja en la cara.
Me arranca la seda de las manos con codicia y pasa los dedos por los
pliegues suaves del tejido. Me mira con los ojos color avellana, bajo el
flequillo de rizos, como si hubiera erradicado la plaga yo sola, en lugar de
robarle una tela a una mujer que no tiene mucho más que nosotras.
Ahora mismo soy la heroína, no la villana.
La sonrisa de Adena es más luminosa que el sol sobre el desierto de las
Brasas.
—Pae, es una maravilla lo que consigues, es cosa de magia.
Me echa los brazos al cuello y me da un abrazo de oso que hace que se
vierta más miel por los bolsillos del chaleco.
—Por cierto…
Consigo apartarme de ella y rebusco en los bolsillos. Saco seis bollos de
miel medio aplastados y con restos de heno, muy poco apetitosos.
Adena abre los ojos como platos y me arranca uno de la mano con tanta
codicia como hizo con la tela. Entre bocado y bocado, se da media vuelta y
vuelve a entrar en nuestro Fuerte, se deja caer sobre las alfombras bastas y
descoloridas, y da unas palmaditas en el suelo, junto a ella. Por mi parte,
tengo que salvar el muro con muy poca elegancia antes de sentarme.
—Pobre Maria, espero que no se haya llevado un disgusto muy grande
con el robo de la tienda. Con el nuevo robo. La verdad, tendría que poner
más seguridad —dice Adena entre mordisco y mordisco al bollo. Sonríe en
medio de las migas.
Llevo años robándole al menos una vez al mes, y todavía sigue pensando
que se trata de un chico. La pobre. Al menos lo intenta.
—La verdad es que había dos imperiales más que de costumbre en los
alrededores de la tienda. Debe de estar harta de que le roben bollos de miel.
Adena entrecierra los ojos color avellana al verme sonreír.
—Gracias a la plaga que no te han cogido, Pae. —En cuanto se da cuenta
de que se le ha escapado, se para en seco, y yo aprieto los dientes. Casi veo
cómo se encoge. Frunce el ceño y carraspea—. Perdona. Es la fuerza de la
costumbre.
Se me van los dedos hacia el grueso anillo que llevo en el pulgar y le doy
vueltas sin pensar. Me las arreglo para esbozar una sonrisa. Por lo general,
tratamos de no hablar de este tema, y es culpa mía que el tema sea tan
escabroso.
Todo por culpa de un momento de debilidad por el que me gustaría no
sentir tanto alivio.
—Ya sabes que las palabras no son lo que me molesta. Es…
—Es lo que significan, ya —me interrumpe con una sonrisa y una
imitación muy buena de mi voz.
Casi me atraganto entre la risa y un trozo de bollo.
—¿Me estás repitiendo mis propias palabras, A?
Le da otro mordisco al bollo de miel.
—Lo que te enferma no es la plaga, es lo que viene después —declara
mientras mastica.
Asiento al tiempo que paso el dedo por la alfombra, distraída. La sola
idea de dar las gracias a la plaga que mató a miles de ilynos me quita las
ganas hasta de bollos de miel. Dar las gracias a algo que ha causado tanto
dolor, tanta muerte y discriminación…
Pero ahora a nadie le importa, solo piensan en aquellos a los que la plaga
no mató. El reino estuvo años aislado para que la enfermedad no se
transmitiera a las ciudades próximas, y solo los más fuertes sobrevivieron a
una afección que alteraba la estructura misma de las personas. Los que eran
rápidos se volvieron increíblemente rápidos, los fuertes se volvieron
imbatibles, los que sabían esconderse entre las sombras se volvieron
sombras. Los ilynos, solo los ilynos, consiguieron docenas de poderes
sobrenaturales diferentes y en distintos grados.
Una especie de recompensa por haber sobrevivido.
Son los élites. Son extraordinarios. Son excepcionales.
—Oye… —Adena se interrumpe, le da vueltas al bollo. Por una vez, no
le salen las palabras—. Ten cuidado, Pae. Si te atrapan y no consigues
escapar a base de labia…
—No me pasará nada —respondo en tono demasiado ligero para no
prestar atención a la preocupación que me invade—. Siempre lo consigo, A.
Ya lo sabes.
Suspira, sonríe y hace un ademán de indiferencia.
—Ya, ya. Te las apañas entre los élites.
Vuelvo a notar la oleada de alivio que me hace sentir a la vez culpable y
agradecida de que me conozca de verdad. Porque no todos los que
sobrevivieron a la plaga tuvieron la suerte de recibir poderes. No, los
vulgares se quedaron así: vulgares. Y, en las décadas que siguieron a la
plaga, los vulgares y los élites convivieron en paz.
Hasta que el rey Edric decretó que los vulgares no tenían sitio en su
reino.
Habían pasado treinta años desde que la enfermedad asoló las tierras.
Tras el brote de lo que probablemente era una dolencia común, los
curanderos del rey aprovecharon la ocasión para declarar que los vulgares
eran portadores de una enfermedad indetectable, y que por eso no habían
desarrollado ninguna habilidad especial. Una exposición prolongada a ellos
era dañina para los élites y para sus poderes. Con el tiempo, los vulgares
estaban socavando las habilidades que los élites querían proteger a toda
costa.
A mi padre eso le parecía una tontería, y yo pienso lo mismo. Pero,
aunque tuviera pruebas de que el rey estaba mintiendo, ¿quién iba a creer a
una chica de los barrios bajos?
Pero el rey no iba a permitir que los vulgares debilitaran, o algo peor, su
sociedad de élites. Los extraordinarios no se podían enfrentar a la extinción.
Y así empezó la Purga.
Han pasado décadas, pero en torno a las hogueras se siguen contando
historias sobre los cadáveres tirados por la arena, bajo el sol abrasador. Son
cuentos de miedo que los niños se transmiten en susurros.
Unos dedos pegajosos se cierran sobre los míos. La sonrisa de Adena es
tan dulce como la miel que le cubre las manos. Mi secreto está a salvo en el
brillo de sus ojos, en la lealtad de su expresión. Me había pasado casi toda
la vida resignada a que nada fuera real. A que todas las amistades fueran
falsas. A calcular cada gesto amable.
«Oculta lo que sientes, oculta tus miedos. Sobre todo, ocúltate bajo tu
fachada. Nadie debe saberlo, Paedy. No confíes en nadie, solo en tus
instintos».
La voz amable de mi padre me resulta chocante cuando me recuerda que
no hay momento en mi vida en que no deba mentir, que la chica que tengo
delante debería estar tan engañada como el resto del reino.
El egoísmo me nubló la razón solo una noche, pero con eso ha bastado
para ponernos en peligro a las dos.
—Venga, ya vale de hablar sobre la plaga —dice Adena con tono alegre.
Mira a su alrededor antes de añadir nada—. Y de tu… situación.
Ni me molesto en disimular el bufido.
—En dos años no has aprendido nada de sutileza, A.
Dudo que me haya escuchado. Dudo que preste atención a nada que no
sea el tejido que desliza entre sus dedos. Los ojos avellana recorren nuestros
artículos de costura, y Adena se olvida de la conversación anterior para
pasar a divagar sobre las prendas que va a hacer con la seda. Sus manos
cálidas y oscuras hurgan entre los retales a la escasa luz de las farolas y
empieza a hilvanar dobladillos, poner alfileres, pincharse los dedos, soltar
tacos.
Nos deslizamos hacia ese tipo de conversaciones que solo pueden
entenderse tras años de sobrevivir juntas en las calles, que es lo que me
permite comprender lo que Adena farfulla con alfileres entre los labios. Al
final, me quedo en silencio para observar sus dedos seguros, su ceño
fruncido, la concentración que no la va a dejar dormir.
Un dolor punzante en el costado me hace abrir los ojos de golpe,
espabilada de repente. Hay una piedra que sobresale en el suelo del
callejón.
—Un día de estos voy a robar un catre —digo, adormilada.
Adena pone los ojos en blanco, como cada noche cuando hago la misma
promesa inútil.
—Tendré que verlo para creerlo, Pae —canturrea.
Doy veinte vueltas antes de dar con la cabeza contra una manta basta
hecha una bola.
—Como no pares de moverte te voy a coser al suelo —me dice Adena
con la dulzura de un bollo de miel.
—Tendré que verlo para creerlo, A.
La bola de fuego me pasa rozando la cara y casi me chamusca el pelo.
Apenas me da tiempo a esquivarla cuando ya noto una segunda oleada de
calor que se me viene encima.
«Por la plaga, menudo humor tiene Kitt hoy».
Me incorporo a toda prisa y veo una esfera de fuego que viene volando
hacia mí, y me recorre la habitual oleada de adrenalina. Lanzo un escudo de
agua y oigo cómo el fuego sisea antes de convertirse en una nube de vapor
denso. Kitt entorna los ojos para tratar de verme a través del humo, y los
abre mucho cuando choco contra él. Rodamos por el suelo y le impido
levantarse al tiempo que alzo un puño llameante por encima de su cara.
—¿Te rindes?
No consigo disimular la sonrisa. Se le escapa una carcajada y me mira a
los ojos, luego al puño.
—Si digo que no, ¿de verdad me vas a dar, hermanito?
Pese al fuego que le arde a pocos centímetros, los ojos verdes de Kitt
brillan de diversión.
—Creía que, a estas alturas, ya sabrías la respuesta.
Sonrío y echo el puño hacia atrás, listo para golpear.
—¡Vale, vale, me rindo! —se apresura a gritar Kitt—. Pero solo porque
no quiero que Eli nos tenga que arreglar otra vez la nariz rota.
Se me escapa la risa al imaginarme la cara del médico real si acudíamos a
él con otro hueso roto. Me pongo de pie y le tiendo la mano a Kitt, que
sigue tirado en el suelo.
Me dedica una sonrisa, pero es desganada.
—Por la plaga, Kai, mis poderes se te dan a ti mejor que a mí.
—Por eso tú gobernarás el país, mientras que yo estaré en el campo de
batalla, distrayendo al enemigo con mi atractivo irresistible.
—¿Insinúas que yo no podría distraer al enemigo con mi atractivo
irresistible? —Esta vez la carcajada es sincera.
—Lo que digo es que solo somos medio hermanos, así que únicamente
tienes la mitad de mi encanto.
Kitt se echa a reír de nuevo.
—Según esta lógica, tú solo tienes la mitad de mi cerebro.
—Gracias sean dadas a la plaga.
Casi no he terminado de decirlo cuando ya me está dando un empujón
mientras sonríe.
Caminamos por el frecuentado camino que une los círculos de tierra para
entrenar que hay en los terrenos del castillo. Vemos al pasar a los imperiales
que practican y a otros élites de alto nivel que se enfrentan, unos con sus
habilidades, otros con armas.
Todas las cabezas se vuelven hacia nosotros y las miradas se me clavan
en la piel al tiempo que el sol nos abrasa desde el cielo. Hago caso omiso y
respiro hondo para llenarme de los olores familiares del campo de
entrenamiento, a sangre, sudor y lágrimas. Al llegar al estante de las armas,
cojo una espada y se la lanzo a Kitt, que pone cara de exasperación.
—Ya sabes que me encanta luchar con armas, es mucho mejor que con
habilidades —digo como respuesta a su mirada torva, al tiempo que sopeso
el equilibrio de la espada que he elegido para mí.
Kitt se adentra en el círculo de tierra. Solo le falta poner los ojos en
blanco.
—Sí, ya sé que te encanta darme una paliza con la espada.
Giro la muñeca y muevo la espada mientras nos desplazamos en círculo,
el uno en torno al otro.
—Es una de mis aficiones preferidas, cierto. —Avanzo sin previo aviso y
descargo un golpe contra su espada, y noto las reverberaciones del impacto
por todo el brazo—. ¿Ves? ¿A que es divertido?
Kitt aprieta los dientes.
—Desternillante.
Me dejo llevar hacia el habitual trance: los pies se me van solos por el
círculo mientras luchamos, me dejo llevar por el ritmo. Mi mente se
despeja, mi cuerpo vibra de energía. Nunca me siento más vivo que al
pelear. Es para lo que nací, es lo que me ha mantenido cuerdo durante
tantos años de entrenamientos y lecciones.
«Un rey lerdo es un rey muerto».
Las palabras de mi padre me resuenan en la mente. Me las grabaron a
fuego cada vez que de niño me quejaba de las aburridas lecciones. Pero yo
no tengo que preocuparme por ser un rey lerdo, o muerto, porque no voy a
ser rey. Y, cuando se lo señalé a mi padre, tuvo la amabilidad de crear un
nuevo dicho para mí.
«Un ejecutor lerdo es un reino derrotado».
Qué alentador por su parte.
Un dolor agudo me recorre el brazo y me saca de mis ensoñaciones.
—Presta atención, Kai, o esta vez te voy a ganar. —Kitt tiene una
expresión de triunfo que me muero por borrarle de la cara—. No quiero que
mi futuro ejecutor se duerma en…
No le dejo ni terminar la frase: le aparto la espada hacia el suelo y se la
inmovilizo con la mía, pivoto y me coloco detrás de él. Con un movimiento
rápido, me saco el puñal de la bota y le pongo la punta contra la espalda.
—Perdona, majestad, ¿qué decías?
Lo suelto y le hago una reverencia burlona mientras se vuelve, al tiempo
que me coloco el puñal otra vez dentro de la bota. Eso le da ocasión de
propinarme un empujón que casi me tira hacia atrás, y que le devuelvo por
duplicado. Kitt no para de reírse.
Tiene el pelo rubio sucio, ahora mismo mucho más sucio que rubio,
embarrado de tanto rodar por el círculo de tierra. Hace rato que nos hemos
quitado la camisa bajo el sol estival, y su pecho está bronceado brillante de
sudor, igual que el mío.
Es obvio que solo somos medio hermanos. Aparte de las diferencias
físicas, yo carezco de la compasión de Kitt, mientras que a él le falta mi
insensibilidad. Es paciente, agradable, perfecto para el trono, mientras que
yo soy perfecto para el campo de batalla.
Es un rey, y yo soy un asesino.
—Kai, ¿me estás escuchando? —Kitt chasquea los dedos delante de la
cara. Parece preocupado y divertido a la vez—. Plagas, ¡cuánta sangre has
perdido!
Sigo la dirección de su mirada y veo el reguero de sangre que me brota
de la herida del brazo, me baja hasta los nudillos y me gotea de los dedos.
—Mira lo que has hecho. Al final, Eli no va a tener el día libre. —Alzo la
vista hacia Kitt, a la espera de su respuesta, pero no me está mirando—.
Vaya, no soy el único que no presta atención.
Me vuelvo hacia la figura que camina hacia nosotros, con las prendas de
cuero de entrenamiento marcando cada una de sus curvas, la melena color
lila al viento.
—Anda, mira quién viene. La bruja Blair —digo entre dientes antes de
que se acerque a nosotros, con lo que Kitt tiene que contener la carcajada.
—Hola, chicos. —Tiene la voz como el hielo, fría y suave—. ¿Qué tal el
entrenamiento? —Nos examina con desinterés antes de volver a mirarnos a
la cara. Hay una sombra de sonrisa burlona en los labios—. ¿Te estás
preparando para las Pruebas, Kai?
—Aunque no me haga falta.
Esboza una sonrisa.
—Creía que el futuro ejecutor querría ganar para causar una buena
impresión ante todo el reino. —Se mira las uñas para mostrar su
indiferencia.
Me paso la mano por el pelo y dejo escapar un suspiro de aburrimiento.
—Es lo que pienso hacer.
Me dedica una sonrisa que es cualquier cosa menos dulce.
—Es lo que cabría esperar, ya que eres el mejor élite que ha aparecido en
décadas. O eso dicen.
«Por todas las plagas, allá vamos otra vez».
—Aaay, Blair. Me has hecho daño. Recordaré ese comentario cuando sea
rey.
—Oooh, ¿he lastimado tu orgullo, Kitt? —Frunce los labios en un gesto
burlón de pesar antes de volver a concentrarse en mí—. Además, creo que
las Pruebas las ganaré yo.
Dejo escapar una risita carente de humor mientras miro desde arriba su
figura menuda.
—¿Qué te hace pensar que vas a competir siquiera? —digo, sabiendo
muy bien que estará en las Pruebas.
Apenas tiene que hacer un movimiento con la muñeca y, como respuesta
a mi comentario, un puñal sale volando del estante de las armas. Antes de
que me dé tiempo a parpadear, me lo encuentro suspendido en el aire, con la
punta contra la yugular.
—Soy la hija del general. —Se acerca a mí hasta que apenas nos separan
unos centímetros—. Es muy probable que entre en los juegos, ¿no te
parece? —me susurra.
Deja escapar una risita y me presiona más contra el cuello el cuchillo
flotante para subrayar lo que dice.
El zumbido de docenas de poderes, los de todos los que se están
entrenando a mi alrededor, me palpita en la sangre. Hago callar al resto de
las habilidades y me concentro en el poder de Blair, lo noto susurrar bajo mi
piel, me pide que lo coja. Es una tele muy poderosa, y la exhibición con el
puñal es lo más básico que puede hacer con la mente. Busco esa sensación
cosquilleante que es su habilidad y dejo que me invada, que suba a la
superficie.
Y me convierto en esa habilidad.
Igual que hice con el poder dual de fuego y agua, igual que puedo hacer
con cualquier habilidad que tenga cerca.
Sonrío con frialdad al tiempo que hago girar el puñal flotante en el aire y
lo lanzo contra el cuero curtido con el que se cubre el pecho, solo con el
poder de mi mente.
—Entonces, vas a tener que entrenar mucho —digo con calma antes de
soltar su habilidad y dejar que el puñal caiga al suelo.
No me molesto en añadir nada, sino que me doy media vuelta para volver
al castillo.
Kitt, en silencio, me da alcance, y cruzamos las puertas del castillo
inmersos en nuestros respectivos pensamientos. Solo faltan dos semanas
para las Pruebas, así que ya no puedo seguir haciendo como si no fueran
conmigo.
El olor a pollo asado y patatas que llega de la cocina basta para
distraerme. Miro de reojo a Kitt, que está más callado que de costumbre,
antes de cruzar la puerta de la estancia donde las mujeres preparan la cena.
—Buenas tardes, señoras. —Sonrío a las cocineras y criadas que se
afanan por la cocina—. ¿Me habéis echado de menos? —ronroneo. Me
siento en la mesa y me apoyo en las palmas de las manos. Pillo a un par de
criadas jovencitas mirándome, y se ponen rojas y vuelven a su trabajo
mientras intercambian susurros y risitas.
El calor de la cocina me golpea como una ola, me baña y me cubre la piel
de…
La piel.
Me paso la mano por el pelo y por la cara, sin que me preocupe caer en la
cuenta de que he ido andando por ahí sin camisa tras quitármela en el
círculo. Es una costumbre que ni mi padre me ha conseguido enmendar.
Kitt asoma la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja.
—Me ha llegado el olor de mi plato favorito. Eres una maravilla, Gail.
Se dirige hacia la cocinera, que tiene la piel oscura brillante de sudor
mientras remueve un caldero de patatas cremosas sobre el fogón. Gail no
puede evitar sonreír.
—Ni te pienses que lo he hecho por ti, Kitty. El puré de patatas también
es mi plato favorito. —Le sonríe y le da una palmadita en la mejilla antes
de seguir removiendo. Luego me mira a los ojos, y de inmediato al brazo y
a la herida de la que me había olvidado. Sacude la cabeza—. No me llenes
la mesa de sangre, Kai —dice, severa.
—No sería la primera vez. —Sonrío.
La cocinera niega con la cabeza y trata de no reírse. Gail nos ha estado
dando golosinas y bocaditos selectos desde que éramos unos niños que iban
por el castillo medio desnudos…, cosa que, obviamente, seguimos
haciendo. Ha presenciado más de una pelea por el último bollo de miel en
esta misma cocina.
—Hace tiempo que no veníais a verme —dice al tiempo que sazona las
patatas—. Ya os habéis hartado de mí, ¿eh?
—De ti, sí. De tu comida, jamás.
Casi no he terminado de decirlo cuando un pegote de puré sale volando
hacia mi rostro. No tengo tiempo ni fuerzas para esquivarlo, y el puré se
une a las manchas de tierra y barro.
—Con nosotros aquí no te aburres —comenta Kitt, apoyado en una
repisa, mientras yo me quito el puré de patatas del pelo.
Bajo de la mesa, voy hacia la cocinera y le doy un beso en la mejilla.
—Siempre es un placer, Gail. —Estiro el brazo y cojo una manzana de la
cesta—. Tenemos que repetir esto de tirarnos comida. —Le lanzo la
manzana a Kitt, cojo otra, la limpio contra mis pantalones y le doy un
mordisco.
—¿Príncipe Kai?
Me tenso, suspiro y me vuelvo hacia la voz que ha sonado a mi espalda.
Hay un niño que me mira nervioso mientras juguetea con el dobladillo de la
camisa. Arqueo las cejas con impaciencia evidente.
—El rey quiere verte en el salón del trono.
La rueda del carro de un mercader me pasa por encima del pie. Contengo el
grito, pero no el insulto contra el hombre distraído que va por ahí lisiando a
la gente.
«Empieza bien el día».
Esta noche he dormido a ratos, sin parar de dar vueltas y con las
pesadillas habituales. Imágenes de mi padre moribundo mientras no puedo
hacer más que sostenerle la mano; trepar por el interior de una chimenea y
encontrarme la salida tapada con tablones; ver cómo se llevan a rastras a
Adena, la única persona que me queda en el mundo.
A veces, entre las pesadillas, Adena hacía algún intento desganado de
sacudirme para que me despertara. Yo me daba la vuelta con un gemido y
trataba de aferrarme a la brizna de sueño tranquilo que podía robar. Soy una
ladrona, pero a mí me han robado el descanso.
Adena, con su habitual perseverancia, cambió de estrategia y pasó a
tirarme trozos de tela basta, hasta que hice ondear un trapo blanco en señal
de rendición.
El sol, tan perezoso como de costumbre, trata poco a poco de asomar
entre los edificios ruinosos y envuelve Saqueo en sombras matinales
mientras voy por el empedrado. La calle va cobrando vida con el ajetreo de
los comerciantes, y los mendigos suplican a todo el que los mire. No me
cuesta nada fundirme en el caos de los barrios bajos.
Me arden las manos de ganas de robar algo de comida que acalle los
rugidos de mi estómago y llevarle una parte a Adena. Escudriño la calle en
busca del próximo desdichado que será mi víctima, y…
«Algo no va bien».
Catorce. Solo hay catorce imperiales a ambos lados de la calle.
«Hoy tendría que haber dieciséis como mínimo».
Lo sé muy bien. He memorizado sus turnos.
Veo a Cabeza de Huevo y Nariz Ganchuda en su sitio habitual, ante la
tienda de Maria, junto con otros imperiales con nombres iguales de
adecuados. La máscara de cuero blanco que les cubre el rostro no me deja
verles la cara, así que es difícil asignar un nombre creativo a esos canallas.
Estoy muy orgullosa de los pocos que he inventado.
En condiciones normales, sería un alivio ver menos guardias de lo
previsto, y puede que mis habilidades de mental hayan entrado en acción,
pero esto me preocupa.
El estómago me ruge, impaciente, como siempre.
«Primero, comer; luego, las sensaciones raras».
Camino sin rumbo entre la multitud y me apodero de unas manzanas del
carro que me ha pasado por encima del pie. La venganza es tan dulce como
la fruta firme a la que voy dando mordiscos. Me apoyo contra la pared de
una tienda y veo a un joven aprendiz que regatea con un comerciante. Los
observo llegar a un acuerdo. El chico tira unas monedas y coge un fardo que
parece de cuero negro. Cuento los chelines que ruedan por el carro y creo
que son demasiados por esa mercancía.
«Va con prisa. Por eso no le importa pagar el doble de lo que vale en vez
de perder el tiempo negociando un precio mejor. Y le sobra el dinero».
Es el objetivo perfecto.
Me vuelvo a poner en marcha, ahora tras el chico, que se abre camino
entre la gente a empujones. Yo me quito el cordón de cuero con el que me
sujeto el pelo, que me cae sobre la cara y el cuello en una cascada revuelta
de plata. Maldito calor, que ya me ha dejado el cuello pegajoso de sudor.
Con el pelo suelto sobre los hombros, me transformo en la viva imagen de
la inocencia.
«Consigue que te subestimen. Consigue que no te miren a menos que
quieras ser vista».
Ha pasado tanto tiempo desde que oí la voz de mi padre que ese sonido
acariciador se me está escapando de la memoria, se disuelve hacia la
muerte, con él.
Los pensamientos saltan en pedazos cuando chocamos.
Me tambaleo y me agarro al desconcertado aprendiz al caer. Con una
mano me aferro a su camisa mientras deslizo la otra en el bolsillo del
chaleco donde le he visto guardar las monedas. Palpo seis chelines, y me
resisto al deseo de cogerlos todos. Me conformo con tres.
La codicia es una emoción difícil de controlar. Sé que no puedo quitarle
todas las monedas. Lo más probable es que notara el cambio de peso en el
bolsillo. Y ya tengo suficientes cicatrices en la espalda, de las anteriores
veces que me han atrapado.
Pero, justo cuando voy a sacar la mano y mascullar una disculpa por casi
derribarlo, rozo con los dedos el forro interior del chaleco. No, no es el
forro. Es un bolsillo secreto. Palpo un trozo de pergamino doblado dentro y,
por puro impulso que no sabría explicar ni justificar, lo cojo también antes
de sacar la mano y mirar al aprendiz a la cara con gesto tímido.
Tiene los ojos marrones muy abiertos cuando lo miro entre los mechones
de pelo que me caen sobre el rostro. Compongo una expresión avergonzada
y le suelto la camisa a toda velocidad.
Me aparto el pelo de la cara y doy un paso atrás para poner algo de
distancia entre nosotros.
—Lo siento mucho, señor. —Hago lo posible por sonar jadeante, tímida,
inofensiva—. Soy la única persona de Ilya capaz de tropezar con el aire.
«Venga. Subestímame. Quítame importancia».
Él se pasa los dedos por el pelo rizado y suelta una risita.
—Tranquila. Ese debe de ser tu talento, ¿eh?
Esboza una sonrisa, pero me mira más de lo que me gustaría. Así que le
devuelvo la sonrisa, asiento con la cabeza y me doy media vuelta para
perderme entre la gente que abarrota la calle.
El olor almibarado de los bollos de miel llena el aire cuando paso junto a
la tienda de Maria y me meto en uno de los callejones que se ramifican en
Saqueo. La nota que he robado se empapa con el sudor de mi mano. ¿Qué
puede llevar escrito en este trocito de papel para guardarlo tan escondido?
Eso es lo que pienso averiguar.
Pego la espalda contra los ladrillos sucios de la pared y desdoblo el papel
para ver la nota garabateada.
La reunión empieza quince minutos después de medianoche.
Casa blanca, entre Mercader y Olmo. Trae los
suministros.

Me quedo mirando la nota y parpadeo, confusa, con el corazón acelerado


por la expectación.
Es mi casa.
«Bueno, era mi casa».
Por lo apresurado de la letra y los borrones de tinta, veo que la persona
que escribió esta nota iba con prisa y quería ocultarla de las miradas
curiosas.
Como la mía.
Una docena de preguntas se me acumulan en la cabeza, cada una más
desconcertante que la anterior. Por la plaga, ¿por qué se celebran reuniones
en mi casa?
«Antigua casa. Te marchaste de allí».
A medianoche, y con los suministros…
«El cuero».
Tropiezo en el empedrado irregular, lo que me devuelve a la realidad y
me hace darme cuenta de que todo el rato he estado caminando por el
callejón. Me meto la nota arrugada en el chaleco y salgo a la calle llena de
gente, ahora bañada por el sol, mientras los pensamientos se atropellan en
mi mente. Sacudo la cabeza para despejarme y paso entre la multitud que
regatea, chismorrea, maldice.
Vuelvo a serpentear entre los carros de los mercaderes, de nuevo inmersa
en el ritmo habitual de mi ocupación: el robo. Mi mente vaga mientras
trabajo. ¿Estará teniendo suerte Adena con la venta de la ropa, en la otra
punta de la calle?
Yo robo; ella cose.
Así ha sido nuestra vida estos cinco últimos años. Yo acababa de cumplir
los trece y estaba sola en el mundo cuando Adena tropezó conmigo. Bueno,
para ser exactos, me atravesó. Nunca se me olvidará la cara del imperial que
corría tras ella gritando no sé qué de unos pasteles robados. No me lo pensé
dos veces: estiré una pierna al paso del guardia. En cuanto lo vi estrellarse
de bruces contra el pavimento, salí corriendo tras la chica larguirucha de
pelo rizado que me había atravesado.
Aquel día nació una alianza incierta, que es como debería haber seguido.
Un grito agudo rasga el caos de Saqueo y me quedo paralizada con la
mano a poca distancia de un hermoso pomelo. Me olvido de la fruta y me
doy la vuelta para buscar el origen del sonido entre la marea de cuerpos.
Escudriño la multitud con los ojos antes de dar con una figura menuda,
desplomada contra un poste de madera manchado de rojo, en el centro de la
calle. Un imperial se alza sobre el niño, látigo en mano, con cara de
evidente satisfacción. Conozco muy bien esa mirada. He sido muchas veces
ese niño ensangrentado.
Lo han atrapado.
¿Qué ha robado? ¿Qué puede justificar una paliza así? ¿Una fruta? ¿Unos
chelines de la bolsa de un comerciante? Me recuerdo derrumbada contra el
poste de madera, temblorosa de dolor con cada restallido del látigo,
mientras me muerdo la lengua para no gritar. El dolor se pasa, pero las
cicatrices se quedan para recordarte que lo tienes que hacer mejor.
A los pequeños los atrapan siempre. Están desesperados. No han
aprendido a controlar la codicia ni a convivir con el hambre, con lo que son
un blanco fácil que los imperiales utilizan para dar ejemplo.
«No puedes hacer nada por él».
Tengo que grabarme esas palabras para asegurarme de que los pies no me
van a llevar hacia el niño. Porque en una ocasión lo intenté. Intenté
intervenir y ayudar a una niña que me recordaba a mí misma. Tan asustada,
y a la vez tan decidida a que no se le notara… Cuando alzó la vista hacia
mí, el fuego de su mirada rivalizaba con el de la mía. Al final, el intento de
ayudarla solo consiguió una ración extra de latigazos para las dos.
Hago una mueca y me doy media vuelta para no ver la espantosa
escena… solo para chocar de bruces contra un uniforme arrugado y el
canalla que lo viste.
El imperial me mira con un brillo de diversión en los ojos rodeados por la
máscara blanca. Tiene por lo menos diez años más que yo y le asoman de la
máscara mechones de pelo rubio desgreñados, pero se toma su tiempo para
examinar todo mi cuerpo. Me muerdo la lengua para no decir algo que me
costaría caro.
Los imperiales no son famosos por su comportamiento cortés con las
chicas jóvenes, ni con nadie, y no pienso quedarme a averiguar si este es la
excepción que confirma la regla.
—Lo siento, señor. Hoy estoy de lo más torpe —digo mientras planeo
cómo escabullirme entre la gente.
Una mano pegajosa me agarra por la cintura y me obliga a darme la
vuelta. Tengo que usar todo mi control para contenerme y no darle un
rodillazo en la entrepierna antes de estamparle la cabeza contra el
empedrado.
—¿A qué viene tanta prisa?
La sonrisa llena de dientes y los ojos negros me provocan un escalofrío, y
la peste a alcohol de su aliento me intranquiliza aún más.
Sonrío y me obligo a ser educada mientras me suelto.
—Tengo que hacer unos recados antes de que el mercado se llene de
gente.
—Hum —gruñe, y me mira escéptico—. Dime, chica, ¿qué poder tienes?
—Me controlo para no ponerme rígida. Me sigue sonriendo—. Por decreto
del rey, tengo que interrogar a quien…, a quien me parezca.
«Le encanta sentirse poderoso. Estar al mando».
—Soy una mundana —digo para dejar claro mi nivel en la cadena
alimentaria de los élites y demostrarle que carezco de importancia para él
—. Mental.
Lo miro a los ojos negros, con la esperanza de que me crea.
—¿De verdad? Nunca he conocido a un mental. —Deja escapar una
risita, se adelanta y se inclina sobre mí de manera que me llega otra
vaharada del alcohol que lo envuelve—. Venga, demuéstralo.
«Me estoy cansando de que me lo pidan».
Miro al imperial a los ojos para no darle la satisfacción de pensar que
estoy preocupada, aunque mi pulso acelerado dice que sí lo estoy.
—Siento en ti rabia… y pesar. Te has… Te acabas de separar de tu
esposa. Bueno, es ella la que te ha abandonado. —Su cara de conmoción
me hace sonreír—. Y si quieres que concrete… Bueno, claro, me has dicho
que lo demuestre… Ha sido porque… —Me detengo a media frase, cierro
los ojos y me pongo los dedos contra la sien para que el espectáculo sea
convincente—. Porque la engañaste. Espera, veo una cosa más… —Lo
miro a la cara mientras me sigo frotando la sien. Está rojo de rabia—.
Quieres… Quieres que vuelva. Pero ella no quiere…
Estoy preparada para la bofetada antes de sentir el escozor de su mano
contra la cara. Me sale sangre de la boca, y no me vuelvo hacia él cuando se
inclina todavía más hacia mí.
—Eres una bruja, eso eres. Fuera de mi vista, mundana.
Me doy media vuelta y sonrío con la boca llena de sangre que me corre
por la barbilla. Me obligo a dar un traspié contra un carro y coger de
espaldas una tela que cuelga por el borde. Aprieto el fardo contra mi pecho
y arranco un trozo con los dientes para limpiarme la sangre de la cara. El
resto de la tela será para Adena. Dos pájaros de un tiro.
Meto el tejido en la bolsa, llena ahora de comida, monedas y objetos
robados, y me dirijo hacia el Fuerte mientras repaso en mi imaginación los
cinco últimos minutos.
No me ha costado nada poner nervioso al imperial. Sabía que, cuando lo
lograra, me daría una bofetada y me dejaría marchar. No es la primera vez
que lo hago. Y demostrar mis poderes de «mental» no ha sido difícil. El
imperial lo llevaba escrito por todo el cuerpo.
La fina línea clara en el anular fue la primera pista de que había estado
casado. Luego estaba el hecho de que se había cambiado el anillo de mano
en lugar de empeñarlo, señal de que aún sentía algo por su exmujer y
probablemente seguía suspirando por ella. El pelo alborotado, el uniforme
arrugado y el olor a whisky del aliento eran pruebas adicionales de que se
trataba de un hombre solo, sin una mujer que lo pusiera presentable.
«Sin mujeres que los cuidaran, los hombres se extinguirían».
En cuanto a lo de que engañó a su esposa, ha sido una suposición bien
fundamentada, basada en su manera de mirarme y en la reputación de los
imperiales. Es obvio que le ha sentado como una bofetada. Y por eso me ha
dado otra a mí.
El sol de mediodía me cae de plano cuando camino hacia el Fuerte para
comer con Adena, como siempre. Doy una vuelta por Saqueo y mordisqueo
una manzana mientras el hambre me mordisquea a mí.
El aire huele al pescado en salazón que se achicharra al sol en los carros
de los mercaderes. Los niños corretean y se me cruzan mientras juegan a
perseguirse por la calle. El sonido de las voces que regatean y maldicen es
un coro que me resulta familiar.
Un gran cartel me llama la atención cuando empieza a alzarse sobre el
gentío. Un araña lo está colgando entre dos tiendas. Sube por la pared con
facilidad, como si tuviera pegamento en los pies y en las manos. Cuando ata
un lado del cartel a la pared, me concentro en el texto escrito en grandes
letras negras sobre fondo verde.

Comienzan las sextas Pruebas de la Purga.


Recordad la Purga. Dad las gracias a la plaga.
Honra al reino, a tu familia, a ti mismo.
Tú puedes ser el próximo élite victorioso.

Casi se me atraganta un trozo de manzana cuando suelto un bufido de


desprecio. Las Pruebas de la Purga no tienen ninguna gracia, pero me
parece cómico que se consideren una «celebración». Las Pruebas se crearon
en honor de la Gran Purga de hace tres décadas para exhibir las habilidades
sobrenaturales de la gente, en honor del único reino de élite.
Yo no diría que el asesinato de inocentes sea una honra para mí, mi reino
o mi familia, aunque tampoco me queda familia que honrar. Pese a eso,
cada cinco años se elige a los élites jóvenes que competirán en los juegos
por la gloria y por una cantidad de chelines que basta para construirte un
buen castillo en el que refugiarte del trauma que te han causado las Pruebas.
Pero lo que me provoca risa y rabia es que hacen creer a los élites
inferiores, los que tienen habilidades defensivas y mundanas, que pueden
competir y ganar en estas Pruebas. Se me encoge el corazón cuando veo los
rostros emocionados a mi alrededor. Todo el mundo se arremolina bajo el
cartel, sonríen, señalan.
«Somos los primeros en morir».
Los élites que compiten no son elegidos. No, han nacido para ello.
Siempre son de sangre real, o de los niveles más altos en el escalafón de
poder. Miro a la gente, los rostros sonrientes de los mundanos a los que solo
se deja entrar en las pruebas como diversión, cuando el rey nos permite
elegir a los que nos van a «representar».
El rey insiste en que no está bien visto matar a un compañero élite en la
Arena, pero no es ningún secreto que la propia muerte participa en las
Pruebas. Por lo visto, el asesinato de algún adolescente hace que todo sea
mucho más entretenido, y, si los élites no lo matan, el rey se encarga de que
pase algo.
Me abro camino entre la gente reunida bajo el cartel. No paran de hablar
entre ellos sobre quién representará a Saqueo, qué harán con el dinero del
premio.
En mi vida no ha habido muchos momentos en los que no tuviera envidia
de los élites. Pero la sola idea de tomar parte en las Pruebas de la Purga
hace que dé gracias por ser una chica sin importancia.
Completamente vulgar.
—¿Te la vas a comer?
Adena está mirando la naranja que tengo a medias en el regazo. Estoy
sentada tras el Fuerte, con la espalda contra la pared del callejón.
—No, cómetela tú.
Ni he terminado de decirlo cuando se inclina hacia mí con los rizos
agitados por la brisa, coge la fruta y se mete un gajo en la boca.
El imperial tenía un revés excelente y me ha dejado de recuerdo un labio
partido, por lo que me cuesta comer.
—¿Cómo te ha ido hoy? —le pregunto, distraída, al tiempo que doy
vueltas al anillo plateado que llevo en el pulgar.
El acero frío del anillo de mi padre me acaricia la piel y me reconforta,
como siempre. También tendría el de mi madre, pero la enterraron con él
cuando yo no era más que una niña. Me dijo mi padre que se la llevó una
enfermedad. Era una vulgar, y por lo visto somos seres humanos más
débiles.
Pero, aun así, se casó con ella. La quiso pese a todo. La protegió. Guardó
su secreto, igual que luego guardaría el mío.
Adena suspira y vuelvo al presente.
—No me puedo quejar —dice entre bocado y bocado de naranja—. ¡He
vendido esa camisa en la que llevaba siglos trabajando! ¡Y por tres chelines,
nada menos! Ya sabes, la verde con escote y el dobladillo festoneado. —La
contemplo con la misma cara de desconcierto que pongo siempre que habla
con su jerga de costurera—. No entiendes nada de ropa, Pae.
Me miro la camiseta desastrada, bajo el chaleco verde oliva que llevo
encima. Todo cambió el día que Adena me hizo ese chaleco con bolsillos,
sabiendo que me iba a resultar muy útil para robar. Ese día nuestra alianza
dubitativa empezó a convertirse en amistad sincera.
Adena se da unos golpecitos en los labios con el dedo, pensativa.
—Si fueras bien vestida, la gente estaría tan ocupada mirándote que no se
darían cuenta de que les estás robando.
Suelto un bufido.
—Prefiero que no me miren mientras cometo un crimen. Es
contraproducente.
Cojo el puñal, me lo meto en la bota y paso los dedos por la hoja
plateada. Es el único recuerdo que tengo de mi padre, aparte del anillo, y no
puedo vivir sin ninguna de las dos cosas. Admiro por enésima vez el puño
ornamentado cuando, de repente, me viene algo a la memoria.
—Ten cuidado hoy, A. No sé por qué, hay menos guardias que de
costumbre, y no me gusta. No sé… —No doy con las palabras que busco—.
Da igual, estate atenta por si ves algo que se sale de lo normal.
Se pone un poco nerviosa, pero entorna los ojos color avellana con gesto
divertido.
—¿Es tu yuyu de mental que te avisa de un peligro en potencia?
—Vamos a tener que practicar más esa sutileza. —Suspiro, sacudo la
cabeza y sonrío.
Me levanto y me desperezo para estirar los músculos doloridos. Adena
recoge la ropa, la organiza en diferentes tallas y colores, y se despide de
mala gana para volver a Saqueo con la esperanza de vender algo más antes
de que se ponga el sol.
Regreso a la calle abarrotada, ahora bañada por la luz de la tarde, y me
dirijo hacia el bullicio del mercado. Empiezo con cautela. Primero, algo de
fruta y tela, pero enseguida me aburro y paso a cosas más grandes y
mejores. Carteras, relojes, chelines… Eso busco hoy.
Diviso a un hombre de pelo azul oscuro con un reloj centelleante que le
adorna la gruesa muñeca, y decido que será mi próximo objetivo. Veo entre
la multitud a más gente con el pelo de colores extraños. La plaga que altera
tus genes no solo te proporciona poderes sobrenaturales. Yo, pese a mi pelo
plateado, no cuento con un poder a juego.
Tardo más de lo previsto en escapar del hombre del pelo azul después de
robarle el reloj. No porque me haya atrapado, no, sino porque no deja de
hablar conmigo. Cuando tropecé con él y me las arreglé para despojarlo del
accesorio, resultó obvio que el pobre se moría por cotillear con cualquiera
que le sonriera y le hiciera un gesto amable.
Estoy a punto de dar por concluido el día, y con cierto éxito, cuando un
hombre alto, vestido de negro, entra en Saqueo. Camina con seguridad,
erguido, sin rastro de la espalda encorvada con que se mueven los sin techo
para no llamar la atención.
Este hombre, en cambio, hace que resulte difícil no mirarlo.
Lleva una camisa amplia, remetida en la cintura de los pantalones negros
ceñidos, ambas prendas separadas por un sencillo cinturón. La camisa está
desabotonada hasta la mitad y la brisa se la abre para dejar al descubierto
parte del pecho bronceado. Está demasiado lejos para distinguir sus rasgos,
pero el pelo negro como la brea le cae sobre la frente en ondas revueltas.
Tiene las manos en los bolsillos y camina por el mercado a zancadas largas,
tranquilo, seguro.
No es de por aquí. Se le nota en su manera de mirar lo que lo rodea,
como si quisiera absorberlo todo. Seguro que es un ofensivo, un élite de
nivel alto o de sangre noble, de los que no suelen pisar los barrios bajos. Se
lo veo en la manera de andar, en el brillo de los zapatos que se intuye
debajo de una capa de polvo. Este hombre no llevará encima unos
miserables chelines. Entrecierro los ojos. ¿Dónde guardará las monedas de
plata?
«Ahí».
Tiene colgada del cinturón, contra la pierna, una bolsa como la que usan
muchos ilynos para llevar las monedas. Sobre todo los más confiados,
porque esas bolsas son presa fácil para un ladrón. Presa fácil para mí.
«Mi último y desafortunado objetivo de la noche».
Menos mal que es tan alto. Si no, lo habría perdido entre la gente. Las
mujeres de todas las edades estiran el cuello a su paso para ver mejor al
atractivo desconocido antes de que se pierda entre la muchedumbre. Me
abro camino y lo sigo hasta que sale de la calle más grande entre dos carros
de mercaderes y se va por otra menos transitada. Me suelto el pelo hasta
que los largos mechones ondulados me caen sobre los hombros y tomo un
atajo. El callejón por el que zigzagueo me lleva a la trayectoria del
desconocido, y camino directa hacia él.
Voy con la vista fija en el suelo y chocamos.
Sigo mi rutina habitual, me tambaleo hacia atrás en apariencia por el
impacto, contra todos los instintos que me piden a gritos que plante los pies
en el suelo y me mantenga firme. Unas manos fuertes me cogen por la
cintura para impedir que caiga, con lo que la bolsa del dinero queda al
alcance de cualquier granuja como yo. Me agarro a la pechera de su camisa
como por instinto para recuperar el equilibrio. De verdad, solo necesitaba
una excusa para tener las manos cerca de su cuerpo sin levantar sospechas.
«Los chicos famélicos de Saqueo no son así».
La idea se me va de la cabeza cuando meto la mano en la bolsa que lleva
a la cintura y palpo al menos veinte chelines, así, como si tal cosa. Debe de
estar muy seguro de sus poderes para pasear por Saqueo con tanto…,
bueno, con tanto que saquear.
Me tienta la idea de arrancarle la bolsa de un tirón y salir corriendo, pero
sé muy bien que me daría alcance con tres zancadas. También sé muy bien
que las oportunidades como esta no se presentan a menudo, así que no
quiero irme sin al menos la mitad del contenido de la bolsa.
«Pero, si le quito la mitad, notará el cambio de peso».
La cabeza me da vueltas.
«Entonces, distráelo».
Todo esto se me pasa por la mente en cuestión de segundos. A toda prisa,
cojo en el puño la mitad de las monedas y saco la mano antes de recuperar
el equilibrio apoyada contra él. Poco a poco, consigo apartar la vista de su
pecho y de la punta de un tatuaje negro que le asoma bajo los pliegues de la
camisa.
Por fin, lo miro a los ojos.
Es como ver una tormenta.
Tiene los ojos del color de los nubarrones que encapotan el cielo de Ilya,
del humo que sale de las chimeneas, de las monedas de plata que llevo en el
puño. Las pestañas, largas y negras, contrastan con el gris acerado de los
ojos que me están mirando a la cara. La sorpresa le ha hecho arquear las
cejas oscuras y le ha tensado la mandíbula, lo que le destaca aún más los
pómulos marcados.
Nos quedamos allí, de pie, mirándonos.
De pronto soy muy consciente de que todavía me está tocando. Siento sus
manos fuertes en la cintura, me sostiene, aunque su mirada ya es en sí una
caricia. Carraspeo para aclararme la garganta y aparto la mano del tejido
fino de la camisa, que lo tenía agarrado en el puño, antes de dar un paso
atrás para soltarme de él.
Esboza un atisbo de sonrisa, con lo que se le ve un hoyuelo en la mejilla
derecha. Poco a poco baja las manos y me suelta.
«Tiene callos. Es un luchador».
No hace falta ser mental para darse cuenta: es evidente por su físico. Muy
consciente de que es el doble de corpulento que yo y está entrenado, me
pongo las manos a la espalda con indiferencia para esconder las pruebas del
delito. Meto las monedas en el bolsillo trasero al tiempo que respiro hondo
y trato de recuperar la compostura.
—¿Siempre te echas en brazos de los desconocidos guapos o eres nueva
en esto?
La pregunta hace que vuelva a aparecer el hoyuelo; la sonrisa deja al
descubierto unos dientes muy blancos y regulares.
—No, solo de los arrogantes.
Le dedico una sonrisa helada mientras él me mira como si fuera un
enigma y quisiera descifrarme. Por lo visto, le hago gracia; se le nota en la
cara.
«Distráelo».
Se echa a reír y se pasa la mano por el pelo color ébano, con lo que solo
consigue alborotárselo más. Clava los ojos grises en los míos.
—Vaya, pues parece que te he causado una fuerte primera impresión.
—Sí —respondo muy despacio—. Aunque todavía no sé si ha sido buena
o mala.
«Que se concentre en ti, que no piense en el dinero».
Se encoge de hombros y se mete las manos en los bolsillos. Es la viva
imagen de la indiferencia.
—Pero te he cogido a tiempo, ¿no?
Es mi turno de echarme a reír. Inclina la cabeza hacia un lado y me mira
con un atisbo de sonrisa.
—Es un detalle que deberías tener en cuenta antes de decidirte, querida.
«Por la plaga, cara bonita y palabras bonitas».
Es peligroso.
Los ojos color humo me escudriñan el rostro una vez más, vuelve a
mirarme como si fuera un acertijo intrigante. Me niego a sentirme
incómoda bajo su mirada y doy un paso atrás, hacia la calle más
frecuentada.
—Lo tendré en cuenta, querido.
Arrastro la última palabra en tono burlón para imitarlo. Sonríe todavía
más y ahora tiene hoyuelos en las dos mejillas. Hago todo lo posible por no
fijarme en ellos.
—Y gracias por salvarme de ir de bruces contra el suelo. Cargo con la
maldición de la torpeza extrema.
—La torpeza te ha servido para conocerme, así que no parece una
maldición —responde.
Se ha apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos. No consigo
contenerme y pongo los ojos en blanco, pero sonrío. Veo su sonrisa por
última vez antes de darme media vuelta y volver a Saqueo para perderme
entre la multitud.
Mientras camino por la calle, la cabeza me da vueltas y no paro de
repasar todo lo que he observado en él. Las cicatrices que tiene en los
brazos y los nudillos desollados por una pelea reciente son lo que más me
intriga, y casi me da pena quedarme sin conocer la historia que hay detrás.
Me río solo de imaginar a un élite ofensivo con cicatrices. Son indicio de
debilidad.
Palpo las monedas que llevo en el bolsillo trasero y las hago tintinear con
una sonrisa triunfal.
«Dudo que las eche de menos».
Me pongo a toda prisa una camisa que me pica y me resulta incómoda, y
me hace extrañar los tiempos en que era más pequeño y a nadie le
importaba que fuera por ahí medio desnudo.
Aunque eso no me ha impedido seguir haciéndolo.
Me calzo los únicos zapatos que no tengo llenos de barro y voy hacia la
puerta. Paso por unas estanterías que amenazan con colapsarse por el peso
de demasiados libros, al lado de un escritorio cubierto de documentos que
trato de no ver, junto a la cama con dosel que sobresale de la pared, cuyas
patas son la causa de muchos golpes en los dedos de los pies y muchos
tacos. Suspiro y salgo de la comodidad de mi habitación, aunque daría
cualquier cosa por meterme en la cama y dormir hasta el amanecer. Pero el
deber me llama, y más me vale no hacerle esperar.
Me meto las manos en los bolsillos y camino por los pasillos blancos que
llevan al salón del trono. El sol del atardecer entra por las ventanas que
flanquean el corredor, y hace que los cuadros de las paredes centelleen a la
luz dorada. Mucho antes de lo que me gustaría, doblo la esquina y saludo
con un ademán a los guardias apostados ante la puerta del salón. Y abro las
pesadas puertas.
—Ah, Kai. Ya era hora.
La voz grave de mi padre levanta ecos en la inmensidad del salón del
trono. En las paredes hay grandes ventanales con cortinas de gruesa seda
verde, el color del reino de Ilya, y las molduras esculpidas suben por las
paredes y llegan al techo. En medio del suelo de mármol pulido hay una
mesa larga de madera, y el rey la preside.
—Qué amable por tu parte, te has puesto una camisa. —Deja escapar un
suspiro, pero la sonrisa le ronda los ojos—. Sopesé la posibilidad de decirle
al criado que te indicara ese detalle en el mensaje.
—No te preocupes, padre. No cometeré el error de presentarme sin
camisa en el salón del trono. Con una vez, basta.
Memorizo el esbozo de sonrisa porque no sé cuándo volveré a verlo.
Cuándo me lo volveré a ganar.
Es un hombre brutal, un fornido, con tanta fuerza física como mental. Es
estricto, testarudo, pertinaz, así que la más leve de sus sonrisas me hace
sonreír a mi vez. Siempre hemos tenido una relación complicada, por
decirlo de una manera suave, pero en momentos como este me resulta más
fácil olvidarme del incómodo pasado.
Carraspea para aclararse la garganta y borrar del rostro cualquier rastro
de emoción.
«Y aquí viene el padre al que estoy acostumbrado».
—Hay una misión para el futuro ejecutor.
—Mi misión es servir —respondo impasible.
«Mi misión es matar».
Mi vida implica el final de la de otros.
Las «misiones» a las que se envía a los ejecutores son cualquier cosa
menos heroicas. Me han encomendado docenas a lo largo de los años como
parte de mi entrenamiento para convertirme en el futuro verdugo,
comandante del ejército y mano derecha del rey. A mí, como futuro
ejecutor, me corresponden muchas cosas, desde las estrategias de batalla y
las ejecuciones a los interrogatorios y la tortura.
Me espera un futuro luminoso.
—Mis informantes han encontrado una familia que esconde a una vulgar
cerca de Saqueo —sigue mi padre con tono de aburrimiento—. Quiero que
vayas allí a investigar y erradiques el problema.
«Erradicar significa ejecutar».
Tras la Purga, cuando se expulsó a los vulgares a las Brasas para
defender Ilya de la enfermedad que transmitían, el rey decretó que todo
vulgar que permaneciera en el reino sería ejecutado. Hace tres décadas, les
dio una posibilidad de sobrevivir si conseguían cruzar las Brasas y llegar a
las ciudades de Dor y Tando, al otro lado, donde no serían una amenaza.
Pero la misericordia del rey solo duró ese día de la Purga, y ahora yo les
llevo la muerte en su nombre.
—Por supuesto —digo, y me paso la mano por el pelo, por la mandíbula
tensa.
El gesto no le pasa desapercibido.
—Kai —me dice, y casi parece amable. No veía esa expresión desde que
era niño, e incluso entonces era solo en ocasiones especiales, cuando
consideraba satisfactoria mi manera de entrenar—. Nadie envidia el trabajo
del ejecutor. Es brutal. Es sangriento. Pero la plaga te ha dado un raro don.
Tu habilidad de portador es muy poderosa y algún día serás de gran utilidad
a este reino. —Hace una pausa—. Me he asegurado de ello.
Desde luego.
El entrenamiento ha sido mi vida entera, mi único objetivo. En vez de
tener una habilidad concreta, manifestarla y dominarla, me he pasado años
aprendiendo a controlar docenas de ellas. Pero he perfeccionado mi cuerpo
tanto como mis poderes. Yo mismo soy un arma. Llevo grabado dentro el
conocimiento de cómo utilizar todas las armas que tengo a mi disposición.
Pero no me corresponde todo el mérito. No, ha sido el rey quien ha hecho
de mí lo que soy. El rey se ha tomado un interés personal en mi
entrenamiento físico y mental. Primero descubrió todos mis puntos débiles,
y, a continuación, se aseguró de que quedaran erradicados. He aprendido a
bloquear la mayoría de los recuerdos del entrenamiento que he soportado
desde niño, pero no puedo hacer lo mismo con el rostro frío de mi padre
que acompaña a las palabras que he escuchado toda mi vida.
«Si no soportas el sufrimiento, no puedes infligirlo, ejecutor».
He combatido en batallas, he iniciado interrogatorios, he torturado, todo
mientras Kitt asistía a una reunión tras otra, diseñaba tratados y se pasaba
los días junto a un rey más amable que el que conozco yo.
Sus días han estado llenos de educación, tutores y horas mucho más
gratas con el padre al que tanto quiere. Kitt es el heredero, siempre ha
estado protegido, bien guardado, y hacía falta un verdadero esfuerzo hasta
para sacarlo al campo de entrenamiento conmigo cuando éramos niños.
Cuando vuelvo a mirar al rey me encuentro con sus ojos verdes clavados
en mí. Son los ojos de Kitt. La primera esposa del rey murió al dar a luz a
su hijo, y él se volvió a casar con la hija de un consejero de confianza. No
tardó en enamorarse de la bondad y el cariño de mi madre, de su valor y
belleza. Yo me parezco a ella, con el pelo negro y los ojos claros, igual que
Kitt sale a nuestro padre, los dos rubios con ojos verdes.
Relego los recuerdos del pasado al fondo de mi mente hasta la próxima
vez que me permita pasear entre ellos.
—¿Cuándo tengo que partir? —pregunto indiferente.
Las palabras me traen otro recuerdo, lo ingenuo que era cuando las
pronuncié antes de mi primera misión. Sin saber que ese día me iba a
convertir en un asesino. Sin saber que ese día iba a ver cómo un hombre
caía al suelo en un charco de su propia sangre.
—Al amanecer.

El amanecer llega antes de lo que me gustaría, y casi sin darme cuenta estoy
camino de los establos.
El edificio, grande, blanco, proyecta una sombra aún más grande a la luz
de la mañana. Hay casillas a ambos lados, y los caballos que mastican heno
me miran con curiosidad.
Lanzo una mirada a los dos imperiales que tengo a la izquierda. Llevan
tres caballos ensillados para el viaje que nos aguarda. Aprieto los dientes.
El rey ha quitado dos guardias de la vigilancia de Saqueo, aunque estoy más
que capacitado para hacer esto yo solo. Pero, por lo visto, de pronto le
preocupa mi bienestar. Solo ha necesitado diecinueve años y el hecho de
que ahora le resulte valioso.
Sacudo la cabeza para librarme de esos pensamientos y monto en el
caballo que tengo más cerca. Me trago el orgullo lo justo para reconocer
que no es mala idea ir con un par de imperiales si hay que llevar a cabo una
eliminación.
El trayecto hasta Saqueo es largo y lo hacemos en silencio. Las calles
desembocan en los barrios bajos cuando nos adentramos en la ciudad, y me
llega el olor del mercado callejero incluso antes de llegar.
Huele a pescado, a humo y a otros misterios que nos dan la bienvenida al
entrar en Saqueo. Los cascos de los caballos contra el empedrado levantan
ecos en las paredes de las tiendas destartaladas que flanquean la calle. Unos
cuantos madrugadores se apartan del camino, nos señalan y hablan en
susurros.
Doblamos a la izquierda por una calle secundaria y nos dirigimos hacia
una chabola pequeña de madera. Me bajo de un salto del caballo y le pongo
las riendas en la mano a un imperial para que lo ate.
«Ya que están aquí, que hagan algo útil».
Voy hacia la puerta, saco la mano del bolsillo y llamo con los nudillos.
Dentro se oye un golpe y luego el sonido de unos pasos antes de que la
puerta se abra con un chirrido de las bisagras oxidadas.
Un hombre alto, corpulento, de barba espesa y pelo más espeso aún,
contempla la escena. Me sorprende que quepa por la puerta. Abre mucho
los ojos azules bajo las cejas pobladas.
—¿Príncipe Kai…? —Parece atónito y nervioso a la vez—. Vaya, hola,
eh… ¡Qué honor!
La falsa alegría de su voz se transmite por toda la calle y despertará a los
vecinos.
Me tiende una mano firme, callosa, como la mía.
—Nathan, ¿verdad? —Asiente, así que sigo—. Tengo que hacerte unas
preguntas sobre una persona vulgar que han visto aquí, en Saqueo. Espero
que no te importe. —Lo miro con atención, en busca de cualquier indicio
que me diga que sabe de lo que hablo. Nada. Permanece inexpresivo—.
¿Podemos entrar?
No es una pregunta, y lo sabe. Ya he puesto un pie en el umbral antes de
que se aparte.
La casa es más pequeña que mi dormitorio en el palacio. A un lado de la
estancia hay camas pequeñas, juntas, en una línea irregular contra la pared.
En la otra mitad está la cocina, con un fregadero viejo, una encimera de
madera astillada y una mesa grande junto a la que están sentados dos niños
con los ojos muy abiertos y una mujer. La alfombra que une ambos lados de
la habitación es la única decoración, la única nota de color en la casa.
Nathan carraspea y se aclara la garganta.
—Esta es Layla, mi mujer.
Layla me sonríe con calidez. Tiene los dientes muy blancos, en contraste
con la piel oscura. Mira a los imperiales que esperan detrás de mí,
incómodos.
—Y estos son Marcus y Cal, nuestros hijos.
Nathan señala a cada uno de los niños al mencionar su nombre. Marcus
tiene la mirada clavada en la mesa y no se atreve a levantar la vista,
mientras que Cal, su hermano pequeño, es tan curioso que no puede evitar
mirarme.
Activo mi poder para asegurarme de que ninguno de ellos es un vulgar
que se esconde a plena vista. Mi habilidad de portador me resulta muy útil
como ejecutor. Hace que mi trabajo sea más sencillo y mucho más eficiente.
Nathan es un fornido, cosa que no me extraña, visto su físico gigantesco.
Noto el poder de curandera de Layla que me burbujea en la sangre como si
fuera champán, mientras que Marcus y Cal tienen poderes de nivel
mundano: Marcus es un farol capaz de detectar mentiras, y Cal es un agudo
con los sentidos potenciados.
—Ya sabéis por qué estoy aquí —digo con tono frío—. ¿Habéis visto u
oído algo acerca de un vulgar que se esconde por esta zona?
—No, señor. —La que responde es Layla, y tiene la voz firme.
Examino la casa con la mirada, y me detengo en el fregadero. Los
cuencos, aún sucios de gachas, aguardan a que los frieguen.
Cinco.
Cinco cuencos, cuando solo hay cuatro bocas que alimentar.
«Qué interesante».
No cuestiono nada, sino que paseo sin rumbo por la pequeña vivienda y
me detengo de vez en cuando para examinar algo con más atención. Noto
clavados en mí los ojos de los dos imperiales y los de la familia mientras
paseo con las manos en los bolsillos.
No hay nada fuera de lo corriente.
Estoy a punto de declarar que esto es un callejón sin salida y una pérdida
de tiempo cuando piso sobre la alfombra, descolorida por los años y las
pisadas. Se oye un crujido. Me detengo y muevo los pies, y sí, la madera
vuelve a gemir bajo la alfombra.
«Qué interesante».
Nathan sigue inexpresivo, pero se ha puesto pálido como un fantasma.
—Levantad la alfombra —digo a los guardias con tono seco sin dejar de
mirar a la familia.
Y entonces detecto una emoción que conozco muy bien. Una emoción
que encuentro allá a donde voy.
Miedo.
Cuando apartan la alfombra, veo el dibujo de una trampilla que se funde,
casi invisible, con el resto de los tablones de madera sucia.
«El golpe. Esto es lo que oí desde fuera».
A Layla se le escapa un sollozo cuando me arrodillo y abro la trampilla
para dejar al descubierto un espacio reducido, oscuro. Ahí, en un rincón,
con los brazos en torno a las rodillas, hay una niña pequeña. Alza la vista
hacia mí y el fuego de sus ojos rivaliza con el rojo vivo de su pelo.
«Por la plaga, qué joven es».
No tendrá más de ocho años, pero no opone resistencia cuando la saco
del agujero húmedo. La deposito en el suelo y me mira desafiante, sin rastro
de miedo en la carita salpicada de pecas.
La estancia se llena de sollozos ahogados.
—¡No, no, no! —Los gritos temblorosos de Layla resuenan entre las
paredes—. ¡No te la lleves! ¡No! ¡Por favor! ¡Es mi hija!
Los imperiales se interponen entre la familia y yo, pero los aparto a un
lado, molesto. Los dos niños están llorando, abrazados a las piernas de su
madre. Nathan, aturdido, tiene lagrimones en la cara que le corren por las
mejillas y le llegan a la barba poblada.
—Calmaos y decidme de dónde demonios ha salido y cuánto hace que la
escondéis.
Hablo en voz baja, firme, que corta en seco el caos. La niña que tengo
delante, con las pecas y el pelo rojo como una llamarada, no se parece en
nada a esta familia, por no mencionar que Nathan y Layla son élites, así que
no podrían engendrar a una vulgar.
—Lleva… Lleva tres años con nosotros. —Layla tiene la voz temblorosa,
sacudida por los sollozos—. La en-encontramos en la calle, y la trajimos.
Queríamos una hija… No puedo tener más bebés… —Se seca la cara con la
mano—. Soy una de las pocas curanderas de estos barrios, y parecía sana y
fuerte. Y cuando encontramos a Abigail por fin tuvimos a la niña que
queríamos…
«Abigail».
Habría preferido no saberlo. Habría preferido no añadir otro nombre a la
lista interminable de los desdichados que se han cruzado en mi camino, a
los desdichados que se han cruzado en el camino del rey.
Dejo escapar un suspiro.
«Allá voy».
—La ley es la ley. —Los sollozos vuelven a resonar en la estancia y me
obligan a levantar la voz—. Por decreto del rey, los vulgares tienen pena de
muerte. En cuanto a aquellos que dan refugio a un vulgar, serán expulsados
a las Brasas…
Voy por la mitad de las frases que tengo bien aprendidas tras repetirlas
docenas de veces cuando un cuerpo choca contra el mío. La mirada
inexpresiva de hace unos segundos ha dado lugar a un odio que le retuerce
los rasgos de rabia. Nathan se lanza conmigo contra la pared y me deja sin
aire al tiempo que me golpea la cabeza contra la madera dura.
«Esto mañana me va a doler como la plaga».
Oigo a lo lejos el grito de Layla junto con los pasos de los imperiales que
van a intervenir.
—¡No! —les grito, y esquivo un puñetazo que me iba directo a la nariz.
Los guardias se detienen, confusos—. Yo me encargo de esto.
Me lanza otro puñetazo que me habría roto la mandíbula. Esquivo justo a
tiempo de ver cómo el puño hace saltar astillas y atraviesa la pared en el
punto donde hasta hace un momento estaba mi cara.
Mis instintos de pelea entran en acción y ni siquiera me molesto en
adoptar el poder de Nathan. Mientras aún tiene el puño atrapado en la
pared, me escurro por debajo de su brazo, lo agarro por la muñeca y se la
retuerzo hasta ponérsela contra la espalda, bajo la paletilla. Suelta un
gruñido de dolor y me pega una patada en la rodilla. El dolor me sube por la
pierna. Se libra de mi presa y alza el puño con una fuerza sobrenatural.
Hago caso omiso del dolor en la rodilla, me acuclillo y describo un arco
con la pierna para acertarle en los dos tobillos y hacerlo caer de espaldas.
Luego me lanzo sobre él, le sujeto los brazos bajo las rodillas y permito que
su poder fornido salga a la superficie. Sé que, si no utilizo su habilidad
contra él, no podré evitar que se levante. Forcejea y me enseña los dientes.
—Calla y escucha —le digo con la respiración entrecortada—. Podemos
hacerlo fácil o podemos hacerlo difícil. Yo prefiero hacerlo fácil.
—¡Es mi hija! —ruge con los ojos llenos de angustia al tiempo que trata
de librarse de mí.
—Es obvio que mis sentimientos te importan muy poco, puesto que
quieres hacerlo difícil. —Suspiro, echo el puño hacia atrás y lo golpeo en la
mandíbula. La cabeza le gira hacia un lado y se queda aturdido el tiempo
suficiente para permitirme hablar—. Si no cooperas, ni tu esposa tendrá
poder para curarte cuando acabe contigo. Así que te sugiero que me des las
gracias por no matarte delante de tu familia y hagas lo que te digo.
Sigo reteniendo a Nathan, pero ya no hay desafío en sus ojos. Me pongo
a horcajadas sobre el hombre derrotado.
—Levántate antes de que cambie de opinión —digo antes de ponerme de
pie. No se mueve—. Tengo tan poca paciencia como compasión, así que no
abuses de tu suerte.
Se incorpora como puede y se levanta para ponerse delante de su familia.
Para protegerlos del monstruo. No dejo de mirarlos, veo las lágrimas que
derraman, los sollozos que los sacuden, mientras grito órdenes a los
imperiales.
Se apresuran a obedecerme y atan a los prisioneros.
—Id por las callejuelas secundarias —añado con indiferencia—. Hoy
estoy de buen humor. Compasivo y todo. —Escupo las palabras—. Así que
prefiero no tener público.
Los imperiales asienten y sonríen ante mi concepto de la compasión. En
minutos, Nathan, Layla y los dos niños están atados tras los caballos. Giran
la cabeza hacia atrás y el odio les arde en los ojos cuando ven a Abigail,
atada y en mi poder.
Ya saben lo que va a pasar. Tengo toda una reputación. Las historias
sobre el monstruo asesino corren por las calles.
Ahora viene cuando mato a la vulgar mientras los imperiales llevan a los
criminales a las Brasas, donde lo más probable es que mueran también. De
día el calor es abrasador, y las noches son gélidas, así que no es fácil cruzar
el desierto para llegar a las ciudades de Dor y Tando. Por no mencionar que
he condenado a esta familia a intentarlo sin provisiones. Sin comida, sin
agua, sin esperanza.
Es una muerte mucho más dolorosa que la que va a sufrir su hija vulgar.
—¡Por favor! ¡Por favor, te lo suplico, no la mates! —me grita Layla
entre sollozos mientras tiran de ella tras los caballos—. No es más que una
niña…
Un imperial ya montado se vuelve y la abofetea para hacerla callar.
—Cállate, mendiga.
Aparto la mirada y me llevo a la niña calle abajo. Sus intentos por
soltarse de mí serían cómicos si las circunstancias permitieran el menor
atisbo de humor.
Está muy callada para ser una niña a la que llevan a la muerte. La
mayoría de los vulgares a estas alturas no paran de gritar, suplicar, tratar de
convencerme. Pero ella forcejea en silencio, con una mirada que me taladra.
Yo solo miro los callejones desiertos, pero me pregunto hasta qué punto
tienen que estar acostumbrados a ocultar lo que son si consiguen disimular
sus emociones ante la perspectiva de la muerte.
Me meto con ella en las sombras de un callejón a donde aún no han
llegado los rayos del sol que ya pintan el reino de dorado. La vulgar…
Abigail se retuerce, trata de librarse de mi mano por enésima vez. La miro,
no puedo evitar que me haga gracia.
—Eres una mocosa testaruda, ¿eh?
Resopla y se sacude, y agita el pelo llameante antes de lanzarme una
buena patada a la espinilla. Me habría impresionado su energía si no fuera
por la creciente frustración que siento. Me acuclillo delante de ella para que
sus ojos verdes furiosos tengan que centrarse en los míos. Vuelve a levantar
la pierna para darme otra patada.
—Yo que tú no lo haría —le digo con voz tranquila.
Parpadea y, justo cuando pienso que ha entendido la advertencia, me da
un pisotón y trata de soltarse sin éxito. Luego empieza a gritar y a forcejear
para librarse de mí.
—Bueno, bueno, esto se tiene que acabar. —Me saco el puñal de la bota
—. No me lo vas a poner fácil.
Al ver el puñal, se queda paralizada y traga saliva.
—Clávamelo en el corazón —dice sin apartar la vista de la hoja, con una
voz tan delicada que solo puede ser de un niño—. Mamá me ha dicho que
así es más rápido.
—Vaya, qué cosas. Hay otras maneras rápidas, ¿sabes?
«Y yo las conozco todas».
Veo cómo se encoge cuando le acerco el puñal, veo cómo abre mucho los
ojos cuando por fin se permite sentir el terror que tanto ha tratado de
ocultar. Respira hondo con un sonido que parece de aceptación y cierra los
ojos para no ver al monstruo que tiene delante.
El puñal corta con facilidad.
La niña…
«Abigail».
… respira, temblorosa.
Tras un largo momento, abre un ojo verde lleno de lágrimas. Parpadea
cuando las cuerdas se le desatan de las muñecas enrojecidas y caen a sus
pies. Se contempla el pecho ileso, y, a continuación, me mira la cara y el
puñal que tengo en la mano.
—¿No me lo vas a clavar en el corazón?
Contengo una sonrisa.
—Escucha con atención, Abigail. Te he cortado las cuerdas, y a cambio
quiero que me hagas un favor. Quiero que estés muy callada y dejes de
forcejear. —La observo con fijeza—. ¿Entendido?
No espero la respuesta, sino que me pongo de nuevo en marcha con ella
por las calles y callejuelas. Me ha debido de entender, porque camina rígida,
en silencio, sin intentar soltarse de mi mano.
Cuando divisamos las Brasas vemos a los dos imperiales, de pie en el
límite. No prestan ninguna atención a la familia a la que tienen que vigilar
mientras se adentran en el desierto, y que no son ya más que figuras lejanas
en la arena. Los vigilo desde un callejón, los veo charlar. No pasa mucho
rato antes de que se encojan de hombros y se den media vuelta para alejarse
calle abajo.
«Típico».
He contado con la predecible pereza de los guardias y su incapacidad
para terminar lo que se les encomienda. Y no quería que pasearan a la
familia expulsada por las calles, como suelen hacer, porque entonces habría
tenido una multitud de testigos de mi traición.
Cuando los guardias están lejos, salimos a la calle y nos dirigimos a la
arena. La familia ya nos lleva mucha ventaja y yo también siento cierta
pereza, así que me apodero de la habilidad de rayo de un guardia. Pronto
estará fuera de mi alcance, por lo que cojo en brazos a la niña y me lanzo
hacia el desierto.
Casi hemos llegado hasta la familia cuando la distancia me arrebata la
habilidad de rayo. Nathan se sobresalta al oírnos tras él y se da la vuelta, y
abre mucho los ojos al ver a Abigail en mis brazos.
Layla corre hacia nosotros y en un instante me ha cogido a la niña, y la
familia entera las rodea. Sollozan, y me aparto. La arena ardiente se me está
metiendo en los zapatos.
Luego se vuelven hacia mí con ojos más llameantes que el sol que nos
abrasa. Nathan es el que hace la pregunta en voz grave, sembrada de odio.
—¿Por qué?
Saco el puñal y le corto las cuerdas de las muñecas con un movimiento
rápido. Lo miro a los ojos.
—Yo no mato a niños.
«Hipócrita».
Es exactamente lo que estoy haciendo. De hecho, solo he prolongado lo
inevitable. Pero al menos estarán juntos al final, en una parodia de
compasión que solo otorgo a los más pequeños.
Voy de un prisionero atónito al siguiente y les corto las cuerdas de las
manos para soltarlos. Los miro a los ojos, que tienen llenos de lágrimas,
antes de volverme hacia la niña. La vulgar.
«Abigail».
Me dirijo hacia ella y me dejo caer sobre una rodilla, que se me hunde en
la arena ardiente, para que quedemos cara a cara. No dice nada, pero sus
ojos hablan muy claro. No es más que una niña, y aun así en su mirada hay
una determinación devastadora.
«Tal vez no hagan falta poderes para tener poder».
Me meto la mano en el bolsillo y me saco una navajita. El mango blanco
tiene grabadas volutas doradas, pero la pequeña hoja es muy afilada. Se la
tiendo.
—Toda niña se merece algo tan bonito y mortífero como ella —le digo, y
le hago un ademán para que la coja. Me mira con desconfianza antes de
extender la manita y tomarla de la palma de mi mano—. Utilízala bien.
Me paso los dedos por el pelo y me pongo de pie con un suspiro.
—De acuerdo con nuestras leyes, y por decreto del rey Edric, os expulso
del reino de Ilya por vuestra traición.
Y, sin más, veo como Nathan rodea a su esposa con un brazo, y ella
tiende el brazo a su vez hacia los niños, que se refugian contra ella.
Se dan la vuelta.
Me quedo mirando cómo se alejan hacia la muerte.
Tengo la rodilla hinchada y protesta a gritos, pero me obligo a caminar sin
que se note. Cuando llego a Saqueo otra vez, la luz de la tarde envuelve la
calle en un brillo cálido. Me gusta este lugar. Los barrios bajos de Ilya no
tienen nada de regios, pero me resultan mucho más refrescantes que el
rígido palacio.
Miro en todas direcciones mientras camino entre la multitud de personas
que regatean, compran, sueltan tacos… Me tomo un momento para
absorber los colores y los olores de Saqueo, que no tienen nada de
agradable. Aquí abajo todo es sordo, carente de color. Los estandartes, la
comida, la gente. A mediodía, la calle huele a cuerpos sudorosos y comida
poco recomendable.
Pero, pese a todo, Saqueo rebosa vida.
El gentío me empuja y tira de mí en diferentes direcciones, como una
corriente humana, y tengo que esforzarme para escapar de la muchedumbre.
Por fin, consigo salir a una calle más pequeña y menos transitada, donde
unos cuantos sin techo están sentados con la espalda contra la pared. Unos
mendigan mientras otros se entretienen con sus poderes. En los barrios
bajos casi todos son mundanos, aunque hay algún que otro élite defensivo.
Me llama la atención el brillo purpúreo de los campos de fuerza que
envuelven a unos cuantos, y veo también a un resplandor que manipula la
luz que lo rodea para formar un punto móvil con el que se entretiene y que
entretiene también a un gato callejero.
Camino sin rumbo, sin prestar atención.
Y por lo visto lo mismo hace la persona que choca de bruces contra mí.
Por instinto, extiendo los brazos para evitar que caiga, y la agarro por la
cintura. Es una chica. El cuerpo que sostengo es de mujer, sin duda, aunque
la melena de pelo plateado que me roza los brazos ya habría bastado como
prueba.
Es menuda, pero fuerte, y más ágil que la mayoría de las chicas flacuchas
que se ven en los barrios bajos. Noto la curva de su cintura entre las manos,
aunque es obvio que la malnutrición le ha arrebatado la masa muscular que
tuvo alguna vez.
Tiene la mano contra mi pecho, con un grueso anillo en el pulgar. Tras
unos segundos en los que trata de recuperar el equilibrio, respira hondo y
me mira a los ojos.
Es como ahogarse en el océano.
Sus ojos son del color de lo más profundo del mar Bajío, un cielo
despejado que se empieza a tornar en noche, un delicado tono de
nomeolvides. Y son como la llama más abrasadora, de un azul lleno de
fuego. Los pómulos altos destacan unas cejas fuertes, oscuras, que ha
arqueado al mirarme.
Los ojos de océano se abren mucho y veo el tenue rubor que le sube por
las mejillas cuando se da cuenta de lo cerca que está de mí. Me suelta la
camisa y yo, que soy un caballero, le quito las manos de la cintura. Estoy a
punto de sonreír.
—¿Siempre te echas en brazos de los desconocidos guapos o eres nueva
en esto? —digo, y una sonrisa tan burlona como la mía se le dibuja en los
labios, aunque tiene una herida en el inferior.
«Qué interesante».
—No —dice, y cada palabra lleva una carga de sarcasmo—, solo de los
arrogantes.
Está segura de sí misma, con esa confianza que indica que hubo un
tiempo en que no lo estuvo. El interés que me despierta es casi molesto.
«Es obvio que no sabe quién soy. Perfecto».
Me echo a reír y me paso la mano por el pelo. Me mira con atención, con
intensidad. Parece tan interesada en mí como yo lo estoy en ella.
Me ahogo en sus ojos azules. Cada vez que nuestras miradas se
encuentran es como si el hielo se juntara con el fuego más ardiente, como
una niebla gris que se alzara de lo más profundo del océano azul. Aparto la
vista un momento.
—Vaya, pues parece que te he causado una fuerte primera impresión.
—Sí. Aunque todavía no sé si ha sido buena o mala.
Esboza una sonrisa de esas que hacen que un hombre se vuelva con tal de
verla otra vez, con la esperanza de que fuera dirigida a él. Ese gesto breve y
preciso me indica que no soy el primero con el que la ha practicado.
Me meto las manos en los bolsillos y me apoyo contra la pared sucia con
gesto indiferente.
—Pero te he cogido a tiempo, ¿no?
Se echa a reír, con una risa cálida pero brusca. Juguetona pero dolorida,
como si la felicidad no fuera algo habitual para ella. Echa un poco la cabeza
hacia atrás y las ondas plateadas casi le llegan a la cintura cuando me mira
con los ojos entornados por la risa.
Me inclino hacia ella para reducir la distancia que nos separa.
—Es un detalle que deberías tener en cuenta antes de decidirte, querida.
De repente, me muero de curiosidad por saber qué poder tiene. Así que
busco su habilidad con la mía.
«Nada. No siento nada».
Estudio su rostro mientras intento percibir su poder una vez, y otra.
Llegado a este punto, lo habitual sería que me la echara al hombro y me la
llevara a las mazmorras para un examen en profundidad, o que la matara
allí mismo por la mera sospecha de que se tratara de una vulgar.
Pero no hago nada.
«Estás cansado, herido. Puede ser un error».
Antes de que pueda tomar una decisión sobre su destino da un paso atrás,
hacia la calle donde hay más gente.
—Lo tendré en cuenta, querido. —Me sonríe sin dejar de mirarme
mientras retrocede—. Y gracias por salvarme de ir de bruces contra el
suelo. Cargo con la maldición de la torpeza extrema.
—La torpeza te ha servido para conocerme, así que no parece una
maldición.
Pone los ojos en blanco, lo que me provoca otra sonrisa, y se da media
vuelta para volver a Saqueo. Por fin me permito recorrerla con los ojos,
examinar los pantalones negros ajustados y el chaleco verde oliva sobre el
que cae en cascada la melena plateada. Su manera de caminar no sugiere
que viva en las calles, aunque la ropa desastrada y el labio inferior partido
indican que sí.
Me froto la cara con la mano porque me doy cuenta de que llevo
demasiado rato mirándola. Así que me vuelvo y camino por otra callejuela,
más tranquila ahora que se está poniendo el sol. No se me va de la cabeza
que acabo de dejar que se marche una vulgar.
Pero no estoy tan distraído como para no ver las tres sombras que se
alzan junto a mí, ante la pared de la calle.
—Oye —dice una voz ronca, uno de los hombres que tengo detrás—,
solo queremos esa bolsa de monedas que llevas al cinturón. Dánosla y no te
haremos nada.
Dejo escapar un suspiro y me paso las manos por los ojos.
«Esto cada vez va mejor».
Entonces, de repente, me doy cuenta.
Ahora que presto atención a la bolsa de monedas, noto de repente que
pesa mucho menos que antes de…
Antes de ella.
«¡La muy…!».
Una sombra se aparta de la pared para acercarse a mí. Me doy la vuelta y
me agacho para esquivar el puño del hombre al tiempo que le acierto en el
estómago con el mío. Se dobla por la cintura con un gruñido mientras me
vuelvo hacia los otros.
«Dos fornidos, un llamarada, un araña».
Solo unos élites defensivos y ofensivos muy desesperados se meten en
los barrios bajos para robarles a los mendigos las pocas monedas que
tengan. Lo tengo en mente cuando me dejo invadir por el poder del
llamarada y el fuego empieza a chisporrotear en mis puños.
Otro fornido se lanza sonriente contra mí.
«Siempre igual de arrogantes. Y para que lo diga yo…».
Me agacho antes de que haga contacto y el impulso lo hace rodar sobre
mi espalda y caer contra el empedrado. Le doy un puñetazo llameante a la
mandíbula y el hedor a carne quemada me pica en la nariz.
Alzo la vista, porque el araña está trepando por una pared para tirarse
sobre mí y derribarme. Cuando salta, suelto el poder de llamarada y adopto
el de fornido. Ahora tengo fuerza sobrenatural en el puño que impacta
contra el vientre del araña cuando surca el aire y lo lanza contra la pared.
Cae al suelo con un golpe sordo.
El llamarada se abalanza hacia mí con un rugido. Me tira una bola de
fuego y salto para esquivarla…, pero no lo suficiente. Dejo escapar un taco
cuando el fuego me quema la piel del bíceps y el dolor me hace más lento.
Pienso a toda velocidad con el corazón al galope. Mientras me obligue a
estar a la defensiva para esquivar el fuego no voy a poder acercarme a él,
pero si se lo empiezo a devolver vamos a provocar un incendio arrasador.
«No estoy de humor para esto».
Permito que el poder del araña suba a la superficie para hacerme con él y
esquivo bolas de fuego mientras trepo por la pared de la calle hasta llegar a
la altura del llamarada. Con un movimiento veloz, me lanzo sobre él y lo
derribo, adopto su poder y alzo un puño llameante sobre su rostro.
—E-eres el príncipe Kai… —tartamudea—. El… El futuro ejecutor.
Al verme de cerca me ha reconocido, a mí y a mi poder, y ya debe de
estar lamentando su elección de víctima.
—Por desgracia para ti, así es.
Echo el puño llameante hacia atrás y…
Un dolor penetrante me atraviesa el cráneo como un cuchillo sin filo.
El poder de llamarada se apaga y no puedo hacer más que llevarme las
manos a la cabeza. El dolor me ha cortado la respiración. A lo largo de los
años me he familiarizado bien con la tortura, pero esto no se parece a nada
que haya sufrido antes.
La neblina del dolor me ciega y apenas si veo la figura alta que ha
entrado en la calle. Alza la mano hacia mí, con el rostro sombrío y los
labios finos contraídos en una mueca.
«Un silenciador».
Imposible.
Se me dispersan los pensamientos, solo puedo concentrarme en el dolor.
El silenciador asfixia mi poder. Me asfixia a mí. Pueden hacer mucho
más que quitarte la habilidad, que convertirte en vulgar. Me está
incapacitando. Mi mente, mi poder, mi cuerpo.
Se me nublan los ojos, solo veo puntos que bailan.
«Resiste».
No puedo. Voy a perder el conocimiento. Voy a morir. Y no tengo manera
de evitarlo.
«Resiste. Resiste».
Caigo al suelo, de bruces contra las piedras.
«Si me viera mi padre ahora mismo…».
Me estoy apagando. Pese a todo mi entrenamiento, nunca me había
sentido tan débil, tan impotente. Miro por última vez al hombre que me está
drenando las fuerzas. No me había dado cuenta de que una pequeña
multitud se ha congregado en torno a nosotros, pero ahora veo los rostros
borrosos que me rodean.
«No saben quién soy».
Un público inesperado para presenciar cómo me hundo en la oscuridad.
O, peor aún, puede que sepan quién soy. Puede que estén celebrando que
alguien haya acabado con el monstruo.
Y, en ese momento, algo me llama la atención.
Parpadeo y consigo enfocar la vista el tiempo suficiente para ver un
destello detrás del silenciador… Un reflejo del sol sobre una melena
plateada.
Adena se va a morir del susto. Me empezará a gritar y me tendré que tapar
los oídos. Nunca le había robado tantas monedas a una sola persona.
Tampoco es que haya tenido ocasión. Aquí, en Saqueo, el que más tiene es
dueño de una docena como mucho, y desde luego no las pasea por ahí.
No paro de darle vueltas en la cabeza cuando camino por Saqueo, ahora
envuelto en sombras mientras el sol se pone tras los edificios en ruinas.
Voy sin prisas, todavía atónita, por el mercado. Me estoy tomando tiempo
para admirar mi logro. Muchos mercaderes están ya recogiendo los
tenderetes y cerrando las tiendas. Los niños corren y juegan por la calle, lo
que les granjea más de una mirada aviesa y gritos por parte de los
vendedores que aún siguen trabajando.
Atajo por un callejón, cerca de donde robé al joven incauto, para
dirigirme hacia el Fuerte.
«Me muero por ver la cara que pone A…».
Me detengo en seco al ver a una pequeña multitud que se ha congregado
calle abajo.
«Debe de ser un velo».
No es de extrañar que el poder de invisibilidad se utilice para hacer
trucos de magia: se pueden hacer desaparecer cartas a voluntad, solo con
tenerlas en la mano. Me encantan sus espectáculos, sus engaños para ganar
unos chelines.
Estoy a punto de seguir mi camino cuando oigo gritos que vienen de la
multitud y levantan ecos contra los edificios. No son los típicos «ooohs» y
«aaahs» que se oyen durante un truco de magia, sino exclamaciones de
miedo y sorpresa. La curiosidad me puede y me abro camino entre los
cuerpos sudorosos, hacia la primera fila. Cuando veo la escena que tiene
lugar ante mí tengo que taparme la boca para contener un grito.
Es él.
Hace menos de diez minutos que lo vi, y ahora tiene la camisa pegada al
cuerpo, empapada en sudor, mientras se dispone a golpear con un puño
flamígero al hombre al que tiene contra el suelo. Hay otros tres individuos
tirados en el callejón, detrás de él, que se ponen de pie como pueden para
marcharse tambaleantes.
Es obvio lo que ha pasado: esos hombres han tenido la misma idea que
yo al ver la bolsa del desconocido, pero han elegido una manera mucho más
violenta de hacerse con las monedas. Con las que le quedan.
Veo que el desconocido le dice algo al tipo del suelo y alza el puño
llameante para asestarle un golpe.
Y, de pronto, algo va mal, algo va muy mal.
Se agarra la cabeza y veo cómo la expresión arrogante se transforma en
otra de agonía mientras otro hombre sale de entre las sombras. Solo le veo
la espalda, pero es alto y delgado, y tiene una mano flaca alzada hacia el
desconocido, que se retuerce de dolor en el suelo de la calle.
«Es imposible».
La gente que me rodea está tan confundida como yo. El silenciador, con
la mano aún extendida, da pasos breves hacia el hombre de pelo negro
caído en el suelo.
Está ahogando su poder. Lo está ahogando a él.
Veo que el desconocido aún trata de resistir, se agarra a la consciencia.
De pronto, el espectáculo me resulta tan familiar, tan aterrador, que me
tambaleo y casi me caigo contra el hombre que tengo al lado.
El desconocido y el hombre que me crio no se parecen en nada, pero la
imagen de los dos, agonizantes, en el suelo, parece fundirse. De pronto, me
siento de nuevo como aquella niña pequeña, veo impotente cómo mi padre
se muere.
Miro a mi alrededor, a la multitud de observadores. Nadie se mueve.
Tienen poderes, pero no hacen nada para ayudar. Tienen demasiado miedo o
demasiado poco corazón.
Sé cómo va a acabar esto. Ya lo he vivido.
Vuelvo a mirar al desconocido, pero al que veo es a mi padre.
Respiro hondo y doy un paso al frente.
No voy a quedarme mirando otra vez. No pude salvar a mi padre, pero lo
honraré salvando a otro del mismo sufrimiento que él tuvo que soportar.
«Me voy a arrepentir, ya lo sé».
Camino con sigilo entre la gente y me sitúo detrás del silenciador. Casi
noto cómo toda la atención se centra en mí, cómo me miran en silencio. Me
acuclillo tras el hombre y veo una piedra suelta en el suelo, y la cojo.
«Allá voy».
Me incorporo detrás de él y levanto la piedra para darle un golpe en la
cabeza…
No hay suerte.
Se da la vuelta y los ojos negros se clavan en los míos. Ahora que se ha
concentrado en mí, ha soltado al desconocido, y oigo cómo jadea para
recuperar el aliento.
El silenciador alza la mano flaca hacia mí. La brisa le agita el pelo, que le
llega a los hombros. Está tratando de silenciarme.
Casi se me escapa una sonrisa.
No hay suerte.
No pasa nada, claro, porque no tengo ningún poder que pueda asfixiar. Se
mira la mano, luego me mira a mí, confuso. Es un espectáculo casi cómico,
y ese momento de duda es todo lo que necesito.
Lo agarro por la muñeca y le retuerzo el brazo antes de darle un rodillazo
en el estómago. El aire se le escapa de los pulmones y se sujeta el brazo. Y,
así, la adrenalina me corre por las venas y me muero por pelear.
Me acuerdo de todas aquellas noches tardías, de aquellas madrugadas con
mi padre. Horas y horas de entrenamiento en el círculo de arena
improvisado en nuestra casa. «Hay que entrenar el cuerpo y la mente. Las
dos cosas. Hay que condicionarlas», me decía mientras yo esquivaba sus
puñetazos y respondía a una pregunta tras otra, todas cuestiones ideadas
para poner a prueba mi capacidad de observación. Practicaba con cualquier
arma que cayera en nuestras manos, y mi padre me entrenaba en todos los
aspectos: el cerebro, el cuerpo, el poder mental.
Hasta que, un día, ya no estuvo a mi lado para seguir entrenándome. No
estuvo a mi lado para seguir protegiéndome. No estuvo a mi lado para
seguir enseñándome a defenderme sola.
El silenciador se recupera enseguida y me da un puñetazo con el brazo
sano, lo que me arranca de mis recuerdos. Me agacho para esquivar y
respondo con un gancho de derecha a la mandíbula. Levanta a toda
velocidad el antebrazo para parar el golpe, me agarra por el brazo y me lo
retuerce para hacer que me dé la vuelta, de manera que mi espalda queda
contra su pecho. Y, con el otro brazo, me rodea el cuello en una llave
estranguladora.
Trato de respirar, de conservar la calma. Me contengo para no ceder al
impulso de lanzar zarpazos inútiles contra el brazo que me está aplastando
la tráquea. Lo que hago es dar un cabezazo hacia atrás. Le golpeo la nariz
con el cráneo, y el crujido que se oye va seguido de un gorgoteo de sangre.
«Sangre».
Hay mucha sangre en el suelo de nuestra casita, entre las calles Mercader
y Olmo. Estoy cubierta de sangre, mi padre está cubierto de sangre. No he
vuelto allí desde la noche en que salí huyendo. La noche en que el rey le
clavó una espada en el pecho a mi padre.
El silenciador afloja la presa cuando retrocede y se lleva las manos a la
nariz. Pero no he terminado todavía. No he hecho más que empezar.
Me quito el anillo del pulgar y me lo pongo en el dedo corazón antes de
darle un puñetazo al silenciador en la mejilla sin hacer caso del dolor en la
mano. El hombre separa las manos de la nariz ensangrentada y se gira para
devolverme el golpe, pero ya me lo veía venir.
«Siempre echa atrás el pie izquierdo antes de dar un puñetazo».
Paro el golpe y lo agarro por los hombros, y le vuelvo a dar un rodillazo
en el estómago. No le doy tiempo a recuperarse: le agarro la cabeza con las
manos y le golpeo la nariz rota contra mi rodilla.
Cargo cada golpe con toda la rabia que siento.
La rabia contra el rey que entró en el estudio de mi padre mientras leía de
noche, en su sillón.
Otro gancho de derecha a la mandíbula del silenciador.
La rabia al recordar el grito de mi padre, el grito que me despertó cuando
la espada le atravesó el pecho.
Le doy una patada en la entrepierna.
La rabia cuando vi a mi padre derrumbado de su amado sillón, cayendo
al suelo, resbalando en su propia sangre.
Me acuclillo y trazo un arco con la pierna para derribar al silenciador.
La rabia mientras sostenía la mano de mi padre, mientras gritaba y le
suplicaba que se despertara.
Me pasé allí la noche con los pantalones empapados en sangre,
intentando imaginar qué razón había tenido para matarlo. Pero al rey no le
hacen falta razones para matar. Solo para dejar vivir.
Golpeo al silenciador, una y otra vez, casi sin darme cuenta de lo que
hago.
Me quedé aturdida. Agarré la mano fría de mi padre mientras me mecía
adelante y atrás entre sollozos. Le aparté el pelo castaño de los ojos, le
coloqué bien la ropa ensangrentada, le susurré los recuerdos que
compartíamos mientras le suplicaba que volviera para que creáramos más
juntos.
Estaba sola, completamente sola en el mundo.
Y, cuando la luz empezó a entrar por la ventana para iluminar la macabra
escena, no pude soportar seguir en mi propia casa…, aunque tampoco
habría podido permitírmelo a mis trece años.
Traté de enterrarlo. Traté con todas mis fuerzas de arrastrarlo afuera, de
despedirme bien, de honrarlo como se merecía. Pero era muy pequeña, y él
era muy grande, muy pesado, muy inerte. Resbalé en la sangre de mi padre
sin poder mover su cuerpo. Al final, le cogí la alianza matrimonial que
llevaba en el dedo, me la puse en el pulgar y escapé.
Es el mismo anillo que acabo de incrustarle en la mejilla al silenciador.
«Si mi padre pudiera verme…».
Me alzo sobre él mientras, por fin, la rabia empieza a disiparse, y le veo
los ojos negros muy abiertos. La sangre le corre por la cara, le sale de la
boca, de la nariz, de varios cortes que le he hecho. Saco el puñal que llevo
en la bota y veo que algo le brilla en los ojos.
Miedo.
«Tiene miedo de lo que no puede controlar».
Y, ahora mismo, no puede controlarme a mí.
Le doy un golpe en la sien con el puño del arma y lo dejo inconsciente.
Aún estoy encima de él cuando mi mirada se encuentra con unos ojos grises
clavados en mí. El rostro del desconocido es una tormenta de emociones
mientras me mira, mientras asimila lo que he hecho. Veo sorpresa, asombro,
confusión, también diversión, nada menos. Consigo apartar la vista y me
guardo el puñal en la bota entre los murmullos atónitos de la gente. Me doy
la vuelta. La multitud me está mirando: mercaderes, mujeres, niños, todos
contemplan la escena, todos hablan en susurros y me señalan. De pronto,
tres imperiales se abren camino entre la gente.
Me pongo rígida y me dispongo a recibir un castigo. Puede que unos
cuantos latigazos más para decorarme la espalda.
Pero pasan de largo junto a mí, junto al silenciador inconsciente, y caen
de rodillas junto al desconocido.
«Qué… interesante».
Parece que no soy la única que opina así. Los susurros de la multitud
suben de volumen y alcanzo a oír fragmentos de conversación.
—… silenciador aquí, en Ilya…
—… el príncipe Kai ha derrotado a cuatro hombres…
—… ¡ha luchado contra el silenciador sin ningún poder!
Me quedo paralizada, sin respirar, y el corazón me late a toda prisa.
«El príncipe Kai».
Nunca lo había visto. Nunca me imaginé que lo vería.
«Nunca pensé que le iba a robar de la bolsa».
Pero sí conozco su reputación. Se dice que es el élite más fuerte que ha
aparecido en décadas. Se dice que es el futuro ejecutor, que es cruel y
calculador, pero también encantador y carismático cuando quiere. Cuando
decide serlo.
Se dice que es un portador muy poderoso, que percibe los poderes de los
demás y puede utilizarlos si está cerca.
Dicen que es «el que trae la muerte».
El príncipe no suele alejarse de las comodidades de palacio, así que es
probable que nadie entendiera la importancia del desconocido. Además,
cuando sale del castillo, la gente a la que visita no suele vivir para contarlo.
Me vuelvo muy despacio hacia los imperiales, que se apiñan en torno al
príncipe, y veo cómo los aparta a un lado con irritación. Ruge una orden
para que lleven al silenciador a las mazmorras y despejen la calle de
mirones. El príncipe exuda autoridad y poder con cada paso, con cada
palabra. Los imperiales se apresuran a obedecer y empujan a la gente hacia
Saqueo.
Me localiza con la mirada.
Tiene innumerables heridas, pero se dirige hacia mí tratando de no cojear.
Es un depredador que avanza hacia su presa.
«Así que silencio».
Intento mezclarme con la gente, con la esperanza de pasar desapercibida
en la marea de cuerpos. Con la esperanza de que se olvide de mí y me deje
marchar sin armar jaleo.
No hay suerte.
Las manos callosas me agarran por el brazo, me obligan a darme la
vuelta y me clavan contra la pared del callejón. Me presiona las muñecas
contra el ladrillo con fuerza y se inclina hacia mí.
Me retuerzo para escabullirme, pero no me suelta. No sé qué esperaba de
él, pero no era esto. Tal vez una muestra cortés de gratitud, no un
interrogatorio contra una pared mugrienta.
«Si llego a saber quién es…, lo que es, lo que hace…, no lo habría
salvado».
Suelto un bufido irritado, con lo que el pelo plateado me cae sobre los
ojos y me impide ver su mirada penetrante.
—¿Siempre tratas así a los que te salvan la vida o eres nuevo en esto? —
consigo decir con los dientes apretados. Es una burla de la primera frase
que me ha dirigido antes.
—No sabría decirte, es la primera vez que me salvan.
De nuevo, la sombra de una sonrisa le ilumina la cara y revela ese
molesto hoyuelo.
—Pues si quieres te lo explico. Cuando alguien te salva la vida, basta con
darle las gracias con educación.
—Es posible. —Suspira y se me acerca más—. Pero no a los que me han
robado.
Se me para el corazón. El príncipe sabe que le he robado.
El príncipe. El futuro ejecutor. El que trae la muerte.
«Estoy más muerta que la plaga».
Pero el miedo desaparece pronto bajo una emoción que me gusta mucho
más: rabia. Estoy rabiosa contra mí misma por ayudar al príncipe que mata
como si nada y que cumple los deseos de su padre como si lo fueran todo.
Estoy rabiosa porque no me parece repulsivo, cuando el reino al que es tan
leal tiene unos valores y creencias repugnantes. Es el futuro ejecutor, el
verdugo de inocentes, de vulgares, de gente como yo.
Sé que estoy al borde de la muerte, y eso me da valor y osadía.
—Guapo y con cerebro. Seguro que las chicas caen a tus pies. —Le
dedico una sonrisa que es cualquier cosa menos dulce—. Podrías haber sido
un ladrón estupendo si no fuera porque es tan fácil engañarte…
Está sonriendo. Resulta que le hago gracia. No se puede ser más
arrogante.
—Sabes con quién hablas, ¿no?
—¿Con un cerdo arrogante? —se me escapa en tono inocente, y
enseguida me muerdo la lengua.
Es obvio que quiero morir.
Pero, para mi sorpresa, suelta una carcajada sincera, densa y rica como el
chocolate que robo a veces, profunda como el mar Bajío.
—No es lo peor que me han dicho —dice, todavía con las manos en torno
a mis muñecas. De pronto, la risa desaparece de sus ojos, y en su lugar veo
un razonamiento frío—. Me has robado, pero te tengo que dar las gracias
por tu ayuda.
Casi suelto la carcajada. Al parecer, salvarle la vida ha sido una simple
«ayuda».
—Aunque siento curiosidad. ¿Por qué no ha podido ahogar tu poder el
silenciador? ¿Y por qué no lo percibo yo?
Me mira igual que lo ha hecho antes, cuando le he robado. Como si fuera
un enigma y quisiera descifrarme.
Parpadeo, y me doy cuenta de lo que está pasando.
«Tiene un poder muy poco habitual, percibir las habilidades de los demás
y utilizarlas».
Antes, en la calle, ha intentado percibir mi poder.
Y no lo ha encontrado.
«Estoy más muerta que la plaga».
Lo miro, y trato de disimular el miedo para que no se me vea en la cara
pese a que mis pensamientos van a toda velocidad. Me encojo de hombros,
con la esperanza de que el gesto parezca indiferente.
—Soy mental. Mundana.
—Mental —repite, y se le transparenta la incredulidad en la voz—. ¿Qué
puedes hacer? —Hace una pausa y se encoge también él—. Es por
curiosidad. Nunca he conocido a un mental.
Contengo la risa histérica que está a punto de salirme. El futuro ejecutor
no siente curiosidad. Es calculador. Pero le hago gracia, o ya estaría muerta.
—Mi poder es una especie de… sentido —recito. Es una explicación que
tengo memorizada—. Solo puedo captar emociones fuertes en los demás;
me llegan como relámpagos de información.
Lo vuelvo a mirar a los ojos, deseando que me crea, esperando que
acepte la respuesta y siga a sus cosas. Esperando que me deje seguir a mis
cosas.
Me observa, y parece que le cuesta trabajo no sonreír.
—¿Es verdad?
—¿Por qué iba a ser mentira?
Me mira durante un instante eterno.
—Entonces ¿por qué no percibo tu poder ni puedo utilizarlo?
Trago saliva y trato de aparentar que no estoy buscando una mentira que
suene creíble.
—Mi habilidad es impredecible. No controlo lo que veo ni cuándo lo
veo. Eso, y el hecho de que es un poder de muy bajo nivel, explica que ni el
silenciador ni tú lo captarais. Es una habilidad mental. —Me encojo de
hombros—. Debe de ser que me protege de los que intentan meterse en mi
cabeza.
Contengo la respiración a la espera de su respuesta.
Pero no responde. Se queda donde está, mirándome. Al final suelto un
bufido.
—Venga, pregunta a cualquiera en los barrios bajos. O mejor aún… —
Me inclino hacia delante—. Pregunta a tus imperiales. Esta mañana he
tenido una conversación con uno de ellos.
Entorna los ojos y me suelta la muñeca sin prisa antes de dar un paso
atrás.
—Lo haré. —Luego, el muy cerdo, sonríe—. Pero sigo queriendo ver en
persona esas habilidades de mental. Muéstramelas.
Si tuviera un chelín por cada vez que me lo han pedido, no tendría que
seguir robando. Cruza los brazos ante el pecho amplio, arquea las cejas,
expectante.
—Venga, léeme. O lo que sea que hagas. —Se inclina hacia mí con los
ojos llenos de diversión—. Impresióname, querida.
—Mi poder no es un truco de feria para entretenerte, pero como quieras,
príncipe. —Le dirijo una sonrisa sarcástica antes de recorrer su cuerpo con
la mirada—. No sé si voy a detectar nada. Es una habilidad muy
impredecible.
—Vaya.
Hago caso omiso del tono burlón y me centro en las manos encallecidas,
en las docenas de cicatrices que tiene en los brazos.
«Es un luchador, eso está claro. No hace falta ser una mental para verlo».
Si quiero que me crea, si quiero sobrevivir a esta conversación, voy a
tener que decirle algo que valga la pena. La mera sospecha de que soy una
vulgar hará que me mate sin pensárselo dos veces.
—¿Me dejas que te vea la mano? —Es una orden disfrazada de pregunta.
Tiendo la mía con la palma hacia arriba, expectante, mientras le miro a los
ojos. Para convencer al príncipe, necesito una actuación espectacular.
Me irrita ver que conserva una expresión neutral y no aparta los ojos de
los míos al tiempo que me da la mano.
—Nunca he conocido a un ladrón con buenos modales —dice—. Y no
eres la excepción, por lo que veo.
Resoplo y me concentro en la mano grande, encallecida, que reposa sobre
la mía.
—¿Se puede saber por qué quieres cogerme la mano?
Le lanzo una mirada a los ojos fríos.
—Tranquilo, intentaré contenerme para no besarte los nudillos, príncipe.
Me fijo precisamente en sus nudillos mientras escucho su risa. Los tiene
enrojecidos y desollados, no solo de esta pelea, sino por una pelea anterior.
Le han sangrado las costras, aunque parece que no se da cuenta.
—Has estado metido en una pelea —digo—. Y…
Suelta un bufido que me interrumpe.
—Te he dicho que me impresiones, no que me digas obviedades.
—No me refiero a esta pelea. —Suspiro, le suelto la mano para señalar a
nuestro alrededor, pero tengo que contenerme para no borrarle a puñetazos
esa sonrisa idiota de la cara—. Hablo de la pelea que has tenido antes.
Lo miro con atención, pero no hay nada en su expresión que me indique
si acierto o me equivoco.
«Por la plaga, no me lo va a poner fácil».
Observo sus zapatos. Al tratarse del calzado de un príncipe deberían estar
más limpios, brillar, y, de hecho, no brillan nada.
«Arena».
Los zapatos bien limpios están cubiertos de una película casi invisible de
arena. Como si hubiera estado caminando por…
«Las Brasas».
Y solo hay un motivo para que un príncipe, para que el futuro ejecutor,
ponga un pie en las Brasas.
«Ha expulsado a alguien. A alguien que se ha resistido y ha peleado con
él».
Me acuerdo de que hoy había dos guardias menos y todo empieza a
encajar.
«Ha necesitado guardias para llevar a los prisioneros a las Brasas».
Noto una sensación de triunfo que me sube por el pecho, pero la
contengo.
Hay algo que no encaja.
Por lo general, los chismorreos sobre una expulsión y los motivos
habrían durado días. Los guardias habrían paseado a los «criminales» por
toda la ciudad, la gente los habría visto dirigirse hacia la muerte. Pero no he
oído ni un rumor sobre el tema. Es raro, porque las expulsiones son muy
públicas, las utilizan para demostrar al reino lo que pasa cuando te enfrentas
al rey.
«No ha querido que nadie se enterase».
Solo tardo unos segundos en tener toda la información que necesito.
—Has estado en un lugar… caluroso. Con arena. —Cierro los ojos—. En
las Brasas. —Abro los ojos y me encuentro con los suyos clavados en mí—.
Has expulsado a alguien. O a un grupo…
Cuando digo esto, se tensa de manera casi imperceptible y aparece una
brecha en su fachada gélida. Esa reacción diminuta me confirma que estoy
en lo cierto.
Y también que no debería saberlo.
—Pero… —Hago una pausa—. No quieres que nadie lo sepa, ¿verdad?
No consigo disimular la sonrisa cuando veo que me mira tan
impresionado como confuso.
—¿Y qué emoción te dice todo esto? —me pregunta en voz baja.
Suelto el aliento contenido y aventuro una suposición sobre lo que
sentiría el ejecutor si tuviera emociones.
—Parece que percibo… ¿culpa? ¿Preocupación? —No reacciona, con lo
que me confirma que estoy en lo cierto, en todo o en parte—. ¿Consideras
que es suficiente como prueba, alteza?
Soy muy consciente de que estoy jugando a un juego muy peligroso. Y
no consigo librarme del odio que siento hacia él y hacia todo lo que
representa.
Pero la sonrisa burlona que se le dibuja en la cara me dice que él también
está disfrutando con el juego.
—Suficiente y de sobra. Bueno —dice, y se mete las manos en los
bolsillos—, como has tenido la gentileza de indicarme antes, te tengo que
dar las gracias por tu ayuda, querida.
—Paedyn.
Arquea las cejas oscuras en un gesto de interrogación.
—Me llamo Paedyn, no querida.
—Paedyn —repite con una sonrisa, saboreando la palabra. Su voz grave
hace que mi nombre suene denso, regio, como si por mis venas corriera
sangre azul.
Nos miramos un momento, con sus ojos de hielo clavados en mi rostro
arrebolado, sin que me refresquen lo más mínimo.
—Si quieres, te puedo sugerir otra manera de darle las gracias a quien te
ha salvado la vida. —Me detengo y me aguanto la sonrisa—. Pagar tus
deudas.
Echa la cabeza hacia atrás y se ríe.
—¿No te basta con las monedas de plata que me robaste? —Me encojo
de hombros, y sigue—. Antes dijiste que bastaba con dar las gracias con
educación.
—Basta, pero no es lo ideal. Además, eso fue antes de saber quién eras.
Retrocede y se mete la mano en la bolsa para sacar una moneda. Me la
lanza volando, y casi no me da tiempo a atraparla en el aire.
—Para que te acuerdes de mí.
Ya está a varios pasos, pero no me ha quitado los ojos de encima.
—Ah, por cierto, querida…
—Paedyn.
—Estabas en lo cierto.
Retrocede un paso más, y yo suelto un bufido.
—No sé por qué tengo que escuchar lo que dices, si no te dignas a
dirigirte a mí por mi nombre, que es…
—Paedyn. —El sonido de mi nombre en sus labios me detiene en seco—.
Las chicas caen a mis pies.
Me guiña un ojo, se da media vuelta y se aleja por la calle.
—¿Qué plagas ha pasado?
Adena me está sacudiendo por los hombros con tanta fuerza que me
entrechocan los dientes. En cuanto he llegado al Fuerte, todavía confusa por
todo lo que había sucedido y deseando acostarme y dormir, Adena ha
saltado sobre mí y quiere que se lo cuente todo con detalle.
—¿Qué? ¿Cómo has…? —Me atropello al hablar. No entiendo cómo
sabe que hoy no ha sido un día cualquiera.
Me interrumpe con los ojos llenos de emoción y preguntas sin respuesta.
—¡Si todo el mundo está hablando de lo mismo! ¡En el mercado no hay
otro tema que la chica de pelo plateado que ha derrotado a un silenciador!
—Me la quedo mirando, aturdida. Sigue hablando a toda prisa, casi sin
tomar aire—. ¿Y el príncipe? —Casi grita—. ¡Has salvado al príncipe!
—Pues él no ha querido reconocerlo, pero sí, le he salvado el culo al
príncipe. —Esta vez sí grita—. Pero solo después de robarle.
Se queda boquiabierta con un gesto tan dramático que se me escapa la
risa.
—¿Qué has hecho?
Levanto las manos para declararme inocente.
—En mi defensa, he de decir que no sabía quién era.
—Pae, el príncipe… —De pronto, una nube de preocupación le vela el
rostro, y hace una pausa antes de seguir—. Es un portador. ¿Se ha…, se ha
dado cuenta de que no tienes ningún poder…?
La interrumpo antes de que se ponga aún más pálida y le cuento todo lo
que ha pasado en la última media hora. Adena tiene los ojos tan abiertos
que los rizos del flequillo se le enganchan a las pestañas mientras le relato
los acontecimientos, desde que le he robado al príncipe hasta que he
peleado contra el silenciador. Le cuento la mentira que he urdido para el
futuro ejecutor, y luego charlamos en voz baja mientras la oscuridad se
apodera del callejón.
—Vale, pero… ¿es tan guapo como dice la gente?
Me la quedo mirando con una expresión que no creo que vea, pero que
seguro que puede sentir.
—¿Eso es lo único que se te ocurre preguntar, después de todo lo que te
he dicho?
—No me has respondido —entona.
Me tumbo sobre las alfombras ásperas y me meto la manta en la boca
para no gritar. Y el hecho de que no le diga nada es la única respuesta que
necesita Adena.
Lanza un grito, y esta vez le meto la manta en la boca yo a ella.

El amanecer acaricia los tejados cuando salgo a las calles.


Por lo general, no me cuesta pasar desapercibida en el caos que engulle
Saqueo todas las mañanas, y así puedo hacerme con los relojes que llevan
los compradores, o sacar monedas de algún bolsillo distraído.
Pero hoy no es así.
Hoy, no soy invisible.
La peor pesadilla de cualquier ladrón.
Ojos. Docenas de ojos que se clavan en mí. Los oigo hablar en susurros,
me señalan, me miran.
Unos cuantos empiezan a aplaudir cuando paso entre los carros de los
mercaderes. Me miran con admiración. Veo docenas de rostros conocidos
entre la multitud. He crecido entre estas personas, he sobrevivido junto a
ellas. No utilizo la palabra «amigo» para nadie que no sea Adena, pero llevo
años construyéndome una reputación como mental, ganándome su respeto
cuando presencian mis habilidades.
La multitud se abre para dejarme paso, y avanzo por un pasillo de gente.
—La Salvadora de Plata —susurra un hombre, y otros lo repiten.
Me paro en seco y casi me caigo. Antes no veía el cartel que cuelga entre
los edificios, pero ahora estoy delante.

El pueblo de Ilya ha elegido.


Estos son los contendientes de las sextas
Pruebas de la Purga:

Kai Azer
Andrea Vos
Jax Shields
Blair Archer
Ace Elway
Braxton Hale
Hera Colt
Sadie Knox

Repaso a toda velocidad la lista de nombres.


Luego, el corazón se me detiene un instante. O puede que más.
Porque el último nombre, escrito en letras bien grandes que cualquiera
puede ver, lo conozco demasiado bien.

Paedyn Gray
Tengo la camisa empapada en sangre. Parte es mía, pero la mayoría es del
silenciador, al que tengo que llamar así, dado que se niega a decir nada, ni
siquiera su nombre. Pese a lo persuasivo que me muestro.
Llevo horas torturando a ese hombre y no he hecho el menor progreso, y
la poca paciencia que tengo en general ya se ha agotado. Me maravilla a mi
pesar la tortura que puede soportar este individuo, aunque me imagino que,
cuando te pasas la vida causando dolor a los demás, se convierte en algo
familiar. Te acostumbras.
«El silenciador y yo empezamos a parecernos mucho».
Las mazmorras que hay bajo el castillo son un lugar oscuro, sucio, lleno
de muerte, en contraste con el propio castillo, luminoso, lleno de lujos. Hay
celdas a lo largo de las paredes, unas ocupadas por prisioneros; otras, por
los restos de los que estuvieron en ellas.
En estas celdas, las paredes están cubiertas de enmudecedor, y por eso
sigo de pie ante el prisionero, causándole un dolor inimaginable. Es un
material creado con la ayuda de los silenciadores antes de la Purga, y ahora
es muy escaso, con lo que el rey lo atesora. Los eruditos utilizaron a los
transmisores y su habilidad de imbuir un poder en un objeto para dotar a los
materiales de la fuerza asfixiante de los silenciadores. Con las décadas, el
enmudecedor se ha utilizado para construir las celdas, las cadenas, los
escudos que rodean las gradas de la Arena.
Aparte del enmudecedor, me acompaña el leal silenciador de mi padre.
Porque, aunque parezca una ironía, los silenciadores se pueden silenciar
entre ellos, el más fuerte al más débil. Así que trabajo con el silenciador
solemne de pie junto a mí y el que grita a mis pies.
Si no tuviera el enmudecedor y la compañía del silenciador, estaría
retorciéndome en el suelo. Otra vez. No dejo de recordar la escena, el dolor
que me hacía estallar la cabeza. La impotencia absoluta, allí, a merced de
un simple hombre.
Hasta que apareció ella.
«Paedyn».
Una mundana. Mental, luchadora, ladrona. Y la única que quiso
ayudarme. La única que pudo ayudarme.
«O eso dice ella».
Soy desconfiado, pero tengo que reconocer que su demostración fue
impresionante. No había manera de que supiera nada de las Brasas, la
expulsión, la pelea… Y lo cierto es que nunca había conocido a un mental,
así que no sé si miente. Hay docenas de poderes con los que nunca he
tratado. Mi entrenamiento se ha centrado sobre todo en habilidades
ofensivas. Mi padre se ha asegurado de que no malgaste el tiempo
aprendiendo los poderes de los élites inferiores.
Pero, hasta en medio del dolor agónico, lo que vi de su manera de pelear
me resultó cautivador. Ella era cautivadora. Sí, tenía una gran habilidad,
pero lo que más me intrigó fue la emoción que ponía en cada golpe, la
pasión que llevaba cada patada, la rabia que le bullía dentro.
Miro por última vez al hombre ensangrentado en el rincón de la celda
antes de volverme hacia el silenciador de mi padre.
—Ya he terminado, Damion. Puedes marcharte.
Me limpio las manos de sangre en la camisa ya ensangrentada y salgo de
la celda. Recorro el largo pasillo de las mazmorras, y los prisioneros me
miran al pasar. Subo por la escalera de piedra que lleva a la planta principal
del palacio, y hago un ademán a los imperiales apostados junto a las
pesadas puertas metálicas.
El rey estará esperando un informe sobre lo que he averiguado en el
interrogatorio, y no he averiguado nada. Me preparo para la conversación
ingrata que vamos a mantener.
Antes de lo que me gustaría, me encuentro sobre la alfombra desgastada,
víctima de muchas pisadas a lo largo de los años, que cubre el suelo de su
despacho. Paseo la vista por el gran escritorio y las sillas con cojines antes
de mirar a los dos hombres sentados ante la chimenea de piedra.
Siento una oleada de alivio al ver a mi hermano. Tiene el pelo rubio
alborotado, como si hubiera estado horas despeinándose con la mano
tratando de imitar el aspecto descuidado de nuestro padre.
—Vaya, vaya, alguien ha estado… jugando con el prisionero un buen
rato.
El tono de Kitt es serio, pero se le iluminan los ojos al verme.
Dejo escapar un suspiro antes de ocupar mi asiento acostumbrado, junto
a nuestro padre. Cruzo las piernas, el tobillo sobre la rodilla.
—Tanto que debería haber sacado en claro algo útil —confieso con
indiferencia.
Mi padre deja caer los papeles sobre la mesa. Es un sonido que tengo
asociado con la decepción.
—¿Qué ha pasado?
—Se está mostrando… —Hago una pausa para dar con la palabra
correcta—. Difícil. —Es lo mejor que se me ocurre, y me granjeo un bufido
de Kitt.
A mi padre no le hace tanta gracia. No le hace ninguna gracia, como casi
todo lo que tiene que ver conmigo.
—Pues haz que se muestre menos difícil, Kai. —Se pellizca el puente de
la nariz y cierra los ojos. Es un gesto que lo hace parecer más viejo, más
cansado—. Haz que hable o mátalo. No necesito a un silenciador vivo si no
tiene nada que ofrecer.
Miro de reojo a Kitt, serio, sin asomo de su habitual alegría. Cuando el
rey está afligido, Kitt está destrozado.
—¿Se trata de esa condenada Resistencia? —gruñe nuestro padre, que se
aparta la mano de la cara para dejar al descubierto una mueca.
—¿De verdad crees que ese silenciador está con la Resistencia? —
pregunta Kitt. La preocupación salta a la vista en las arrugas que se le
forman al entornar los ojos.
—¿Por qué si no trató de matar a un príncipe, a mi hijo? —El rey niega
con la cabeza y mira sin ver las llamas que bailan en la chimenea—. Me
atacan como pueden. Creí que me había encargado de ellos. Purgué a los
fatales para que no nos pudieran hacer daño, para que no nos dominaran. —
Respira hondo antes de seguir—. Parece ser que me equivocaba. Quedó
alguno, y se han unido a ellos.
»Tenemos que acabar con esa Resistencia —escupe. Se bebe el resto del
alcohol que le queda en el vaso—. Quieren que los vulgares vivan, pero eso
hará que la raza élite y su poder mueran. Hay que limpiar el reino de
vulgares. Es un sacrificio por el bien de nuestro pueblo. Pero son tan
egoístas que no se dan cuenta. —Me mira con ojos penetrantes—. Haz que
ese silenciador desee estar muerto, Kai. Antes de concedérselo.
—Eso mismo había planeado, padre.

Estoy empapado en sudor.


No es raro cuando entreno.
Hace rato que me he quitado la camisa ensangrentada, y el sol me cae de
plano sobre la espalda mientras Kitt y yo nos movemos el uno en torno al
otro en uno de los círculos de arena para el entrenamiento. Llevamos a cabo
la rutina habitual de medirnos y decir tonterías antes de luchar en serio. Es
una pauta que me tranquiliza, me quita las preocupaciones, al menos por el
momento.
Nos movemos como en un baile, con las espadas centelleando al sol, me
río cuando le rozo la mejilla con la punta afilada de la hoja, y enseguida me
la devuelve. Pronto tiramos las espadas para usar nuestros poderes. Kitt
acierta en el blanco con facilidad con sus bolas de fuego antes de apagar
con agua las llamas de la madera. Yo, por mi parte, estoy indeciso y
nervioso. Es muy mala combinación.
Recorro los poderes de los que me rodean en busca de alguno para
entrenarme. En los círculos hay docenas de élites, todos sucios de pelear y
derrengados de recibir golpes. Paso de un rayo a un velo y al final me
cambio a un coraza, aunque nunca me ha gustado la sensación de que la piel
se me transforme en piedra.
Soy incapaz de concentrarme, cosa que me resulta de lo más frustrante.
Oigo el silbido detrás de mí antes de sentir la ya conocida ola de calor
que irradia hacia mi espalda. Me tiro al suelo y esquivo por poco la ráfaga
de fuego que me habría devorado el pelo.
—¿Qué te pasa, que estás tan distraído? —Me vuelvo y me encuentro a
Kitt riéndose de mí—. Casi te doy, ¿eh? Anda que no habrías estado guapo
sin pelo.
No sabría decir si quiero reírme con él o agarrarlo por el cuello. Es una
duda que tengo a menudo.
—Hoy ha sido demasiado fácil vencerte, así que estoy aburrido. —Me
encojo de hombros y agarro unos cuchillos arrojadizos del estante de las
armas para lanzarlos contra un árbol que hay a unos cuantos metros.
—Hum —canturrea Kitt. Estoy de espaldas a él, y aun así le noto la
sonrisa en la voz—. No puedes dejar de pensar en la chica que te salvó la
vida, ¿eh?
A modo de respuesta cortés, lanzo un cuchillo contra mi hermano. Le
pasa junto a la cabeza para ir a clavarse en una diana, detrás de él. Me mira
y parpadea.
—Caray. Cómo nos ponemos. Ya veo que el tema escuece.
Paso a su lado para arrancar la hoja de la madera.
—¿Por qué te lo parece? —Me encojo de hombros con gesto indiferente
—. Es obvio que no quiere saber nada de mí.
«Me encantan los desafíos».
—Además —añado para quitarme esa idea de la cabeza—, no creo que
vuelva a verla.
Kitt va a decir algo, pero la respuesta queda ahogada por los sonidos de
nuestros nombres cuando nos llaman a gritos desde el otro lado del patio.
Nos damos la vuelta a la vez y vemos a un chico larguirucho que corre
hacia nosotros. Puedo ver el relámpago de la sonrisa blanca contra la piel
oscura antes de que el chico desaparezca. No tengo tiempo ni de parpadear
cuando me lo encuentro justo delante, con nosotros, sonriendo de oreja a
oreja.
Mascullo un taco.
—Como vuelvas a aparecer así, te voy a clavar al suelo.
—Lo que nuestro hermano quiere decir es «Hola, Jax, ¿cómo estás?» —
me interrumpe Kitt entre risas.
El chico solo tiene quince años y está creciendo como una mala hierba.
Es desgarbado, no sabe qué hacer con los brazos y las piernas. No sé
cuándo ha empezado a crecer tanto, y, para ser sinceros, no me gusta. El
niño que perdió a sus padres en un naufragio es ahora el joven alto que
hemos adoptado como el hermano pequeño que nunca pedimos. Pero, con
los años, Jax no solo ha crecido en altura. Ha crecido en nuestro afecto.
—Estoy muy bien, Kitt, qué amable por tu parte, gracias por interesarte.
La sonrisa traviesa se hace aún más amplia cuando me mira con unos
ojos marrones que parpadean con inocencia. Lo agarro por el cuello y lo
aprieto contra mi pecho para frotarle el pelo corto con el puño. Jax protesta
y forcejea para escabullirse.
—¿A mí no me vas a preguntar qué tal estoy, J?
Cuando lo suelto por fin, se vuelve hacia mí, sonríe y se frota la cabeza.
—Mil perdones. ¿Qué tal estás, Kai?
La sinceridad es tan burlona que no puedo contener una sonrisa.
No puedo seguir tomándole el pelo, porque Kitt me interrumpe.
—Hoy de un humor de perros. —Suspira y baja la voz—. Ve con ojo,
Jax. Está otra vez jugando con los cuchillos.
Paso de largo junto a ellos para recoger los cuchillos. Tengo que hacer
algo con las manos.
—No estoy de un humor de perros. —Me giro y arrojo uno contra la
diana.
Jax se acerca a Kitt.
—Eso dice siempre que está de un humor de perros —susurra.
—Bien visto, J.
—Por la plaga —mascullo—, cuando os juntáis los dos sois
inaguantables.
Siguen charlando mientras yo lanzo cuchillos contra la diana. Es mejor
que lanzarlos contra alguien, así que es obvio que no estoy de tan mal
humor. Estoy a punto de lanzar otro cuando veo una ráfaga de color con el
rabillo del ojo.
Ni siquiera me había dado cuenta de que Blair está entrenando en la otra
punta del patio, pero ahí está, con el pelo lila al viento mientras se enfrenta
a Sadie. Bueno, a una docena de Sadies, ya que es una clonadora.
Dan vueltas la una en torno a la otra y de pronto Blair se ve rodeada por
una barricada de cuerpos altos, de pelo castaño rojizo. Es el caos. Blair
lanza por los aires a una copia de Sadie con el poder de su mente, pero otra
le salta a la espalda y trata de derribarla. Es un espectáculo casi divertido,
solo que sé por experiencia lo mortíferos que son sus poderes. Sé lo que se
siente al tenerlos.
Miro a Jax y a Kitt, que están concentrados en la pelea, y voy con ellos.
Poco después, Blair se nos acerca atravesando los círculos, seguida de
Sadie. La piel blanca de Blair es un contraste absoluto con la oscura de
Sadie. Son lo contrario en todos los aspectos.
Las dos han crecido juntas, pero no pueden ser más diferentes. El padre
de Sadie es consejero del rey y su familia vive con el resto de la nobleza,
con la gente de importancia que reside en un ala del castillo.
Se detienen ante nosotros y Blair inclina la cabeza hacia un lado.
—Hola, chicos.
Kitt echa un brazo a los hombros a Jax y saluda a las chicas.
—Blair. Sadie.
Sadie nos sonríe. Es una sonrisa sincera pero reservada, como ella.
—Felicidades a los dos por entrar en las Pruebas.
«Ah, sí, que hoy se anunciaba a los contendientes».
No me sorprende saber que he entrado en las Pruebas. El reino y yo
sabemos desde que era pequeño cuál será mi destino. El futuro ejecutor
tiene que demostrar que está a la altura del cargo, y las Pruebas son la
ocasión perfecta. Mi próxima misión es vencer en la competición, y si no lo
consigo…
Me detengo, porque acabo de caer en la cuenta de lo que ha dicho Sadie.
«Felicidades a los dos…».
Miro a Kitt, confuso. Tiene que ser un error. Las Pruebas son mi destino,
no el suyo. El futuro rey rara vez sale del castillo, no digamos ya a la Arena,
donde podría morir. Nuestro padre no arriesgaría jamás la vida de su
heredero, aunque no le importa arriesgar la mía y mi reputación.
—Sí, al menos dos de los hermanos estarán juntos —dice Blair con tono
burlón, mientras me mira a mí y a…
No. A él, no.
—¿Q-qué?
Tiene la voz llena de asombro, los ojos marrones muy abiertos.
Jax.
El chico sonríe de oreja a oreja.
—¡Lo he conseguido! ¡He entrado en las Pruebas!
Solo le falta dar saltos de entusiasmo, tiene que contenerse para no hacer
el parpadeo por los círculos, de pura emoción. Miro a Kitt, y sé que su ceño
fruncido es una copia del mío.
Esto me va a poner las cosas más difíciles en las Pruebas. Ahora no solo
tengo que defenderme yo. Tengo que defender también a mi hermano
pequeño, el que se desmaya cuando ve sangre.
Pero no decimos nada para no desanimar a Jax. Impostamos una sonrisa
que sustituye al ceño fruncido. Competir en las Pruebas es un gran honor
que solo consiguen unos pocos, y Jax se merece celebrarlo, a pesar de que a
nosotros esta situación nos ponga nerviosos.
—Bueno, pues vamos a ser rivales —dice Blair con una sonrisa de
satisfacción.
Es una manera no muy discreta de decirnos que tanto ella como Sadie
van a competir.
Nos miramos. Sadie sigue en silencio; Blair, sonriente. Kitt carraspea
para aclararse la garganta.
—¿Sabéis quién más compite?
Sadie asiente y se saca del bolsillo una octavilla arrugada. Kitt repasa los
nombres y suspira.
—Sí, solo hay tres que no conozco. Deben de ser defensivos o mundanos,
de la ciudad.
Me da la octavilla, y leo la lista.
Mis ojos se detienen en una línea concreta, antes de que el aliento se me
detenga en la garganta.
Abajo, al final de la lista, hay un nombre en el que he pensado más de lo
que quiero reconocer.
Es ella.
De no ser por la gente que me rodea y me mira, me habría quedado ahí
horas enteras, contemplando el cartel donde mi nombre aparece en letras
gigantes.
«Me han elegido».
En otras palabras, me han elegido para morir.
«Y todo porque he salvado al imbécil del príncipe».
Un golpecito en el hombro me saca del estupor.
Me pongo rígida cuando huelo el almidón del uniforme y suelto el aire
antes de volverme muy despacio para quedar frente a frente con el imperial.
Es joven. Le miro el pelo rojizo revuelto y los ojos marrones clavados en
los míos, ignorantes del desdén que siento hacia él y hacia los de su clase.
Me sonríe con timidez.
Es desconcertante.
En mi vida he conocido a un imperial amable, y dudo que este sea la
excepción.
—Eres Paedyn Gray, ¿verdad? —Señala la pancarta.
—¿Quién lo pregunta? —le espeto.
—Eh… —Se frota la nuca—. El rey. Vengo a escoltarte a palacio, donde
permanecerás hasta el final de las Pruebas.
Las palabras que no ha pronunciado quedan suspendidas en el aire: «O
hasta que mueras».
—¿Ahora? ¿Ya? —No soporto lo aguda y jadeante que me sale la voz,
pero no puedo impedir que el pánico me suba por la garganta—. Las
Pruebas no son hasta dentro de dos semanas.
Tiene una expresión casi apologética. No lo soporto.
—Los competidores siempre van a palacio dos semanas antes para los
entrenamientos, las entrevistas… Y el primer baile, claro.
«¿Cómo se me ha podido olvidar lo ostentosas que son las Pruebas?».
Mira a su alrededor a toda prisa, con el pelo rojo sacudido como
llamaradas mientras comprueba que nadie nos esté escuchando. Luego se
inclina hacia mí y habla en susurros.
—Te puedo dar… cinco minutos, como mucho, y luego tenemos que
irnos.
No me lo pienso ni un momento y echo a correr calle bajo tan deprisa
como me permiten las piernas.
«Adena».
Me detengo ante el callejón y trago para aliviar el nudo de la garganta al
verla tras el Fuerte, canturreando mientras cose. Camino hacia ella al
tiempo que me empapo de todo lo que me rodea. De cada basura que hemos
juntado para darnos calor por las noches. De cada trozo de tela que tiene a
su lado. De cada rizo de pelo que ha escapado del recogido que se ha hecho
en la nuca. Del ceño negro fruncido sobre los ojos color avellana,
concentrados.
«¿Volveré a verla algún día?».
Me quito esa idea de la cabeza, me arrodillo junto a ella y la abrazo con
fuerza. Deja escapar un grito de sorpresa antes de soltar lo que está
haciendo para devolverme el abrazo.
—Oye, yo también me alegro de verte. —Se ríe contra mí y se aparta, de
pronto preocupada por la repentina muestra de afecto—. ¿Estás… bien?
La miro a los ojos y memorizo las chispas doradas que bailan en ellos.
—Tengo que irme, A.
—¿Q-qué? —Su rostro refleja sorpresa y escepticismo.
—Me han escogido para las Pruebas. Por lo visto, la gente quiere que
tome parte. —Sé que estoy siendo incoherente—. Para divertirse, claro.
Esbozo una sonrisa desganada, pero nada puede detener el horror que la
invade y que se le refleja en la cara.
Se lleva a la boca la mano negra, tan delicada.
—Pero…, Pae… —No sabe qué decir, qué hacer—. Pero… si no tienes
ningún poder…
—Tranquila —digo en un intento de convencerla a ella, aunque también
de convencerme a mí—. No me va…
—Como te atrevas a decir que no te va a pasar nada… —Por un
momento, permite que la ira supere al miedo—. Pae, las Pruebas ya son
peligrosas de por sí, pero, si se dan cuenta de lo que no eres, te…
—Me matarán. —Termino la frase por ella—. Ya lo sé.
El pánico vuelve a llenarle los ojos con tal intensidad que tengo miedo de
que se derrumbe. Consigo esbozar una sonrisa triste al tiempo que la miro.
Voy a alejarme de la única persona que me conoce, de la única persona en la
que puedo confiar. Ha sido una constante en mi vida, el ancla sin la que yo
estaría a la deriva.
Pero es lo mejor. Sin mí, estará a salvo.
—Puedo hacerlo —le digo en voz baja—. Para esto me educaron.
Adena asiente, aturdida, porque ya lo sabe. Sabe cómo me entrenó mi
padre cuando le resultó evidente que su pequeña era una vulgar condenada
a morir.
Sabe que, a los cinco años, mi vida cambió antes siquiera de empezar. Mi
padre me sentó en su regazo, me susurró que era diferente, que tenía que
fingir ser lo que no era para que pudiéramos seguir juntos. Me dijo que iba
a ser un juego privado, solo nuestro. Un juego de hacerme pasar por algo.
Un juego en el que me había elegido el papel perfecto, el que iba a hacer el
resto de mi vida.
—¿Qué es una menatal, papá?
Aún oigo en mi mente la pregunta, aunque han pasado más de quince
años desde que la formulé.
Mi padre dejó escapar una risita, un sonido tan sencillo que desearía
haber memorizado.
—Una mental, Paedy. Es una palabra rebuscada para decir que alguien es
muy observador. Es un poder que se puede fingir, pero hace falta practicar
durante años. No es un don, sino una capacidad que se puede aprender. —
Me dio un golpecito en la nariz con el dedo—. Y yo te voy a enseñar. Así
podremos estar juntos para siempre.
Ojalá la muerte respetara estas promesas.
De repente me encuentro envuelta en otro abrazo asfixiante.
—Vuelve conmigo, Pae, por favor. Prométemelo. —La voz de Adena
suena ahogada contra mi pelo—. Eres lo único que me queda.
Habría dado cualquier cosa por que no fuera tan cierto.
Cuando la madre de Adena enfermó, seguramente fue mi padre el que
intentó tratarla. Hay pocos curanderos en los barrios bajos, y la gente lo
adoraba, además de necesitarlo. Pero hasta los élites tienen limitaciones, y
la muerte, en cambio, no. Y, como Adena no conoció a su padre, es posible
hasta que fuera el mercader de ojos color avellana al que robé ayer.
Se me escapa una risa triste.
—Y tú eres lo único que me queda a mí, A.
—Bien. —Sorbe por la nariz y me aparta para mirarme—. Pues más te
vale volver conmigo. Si alguien de aquí puede sobrevivir a esas malditas
Pruebas eres tú. —Me mira desafiante, decidida—. En el peor de los casos,
pierdes y vuelves. En el mejor, ganas y todo.
Suelto un bufido ante lo absurdo de la idea.
—Haré lo posible, A. Por ti. —Trago saliva pese al nudo en la garganta
—. Vendré a verte. Te lo prometo. Ya averiguaré cómo. Aunque tenga que
venir andando.
Sonríe, me da un último abrazo y me despide mientras me alejo por el
callejón. Se pone de pie detrás del Fuerte.
—¡No te digo adiós, te digo hasta la vista! —me grita.
Es la misma frase cursi que lleva años diciéndome, pero es la primera vez
que me suena a despedida.
—¡Eres mi persona favorita, A! —le respondo, aunque la voz se me
quiebra sin permiso.
—¡Y tú la mía, Pae!
Sonrío y consigo apartar los ojos de ella mientras camino apresurada por
Saqueo y sopeso la posibilidad de huir del imperial, de las Pruebas, de todo.
Pero la temeraria idea se esfuma a toda prisa. Si escapo, me darán caza y
me matarán. En las Pruebas al menos tengo una oportunidad de sobrevivir.
Más o menos.
Llego jadeante a donde me espera el imperial, al que ahora acompaña una
niña pequeña que me mira con timidez.
—¿Nos marchamos? —nos pregunta.
Le sigo la corriente y asiento, como si mi opinión contara para algo.
Recorremos Saqueo en silencio, pasando ante una multitud que nos
aplaude, nos felicita y nos aclama. Casi al final de la larga calle, veo un
carruaje con un imperial en el pescante. El uniforme blanco resplandece
casi cegador a la luz del sol.
El imperial pelirrojo nos abre la puerta y luego se sienta con el guardia
del pescante. La niña se mete en el carruaje y yo subo tras ella, y me vuelvo
para ver por última vez Saqueo antes de que se cierre la puerta del coche y
me separe de lo que ha sido mi vida hasta ahora.
Los asientos son negros, mullidos, y estoy tan concentrada en admirar lo
más elegante que he visto en mi vida que casi no me he fijado en el niño
que hay sentado ante nosotras. Tiene el pelo castaño bien peinado y los ojos
color verde oscuro clavados en mí. Por su ropa veo que viene de los barrios
bajos, pero de una zona mejor. Seguramente pertenece al escalafón de los
élites defensivos.
El coche se pone en marcha y me pego a la pared. No me gustan los
espacios pequeños, y los espacios pequeños que se mueven, menos. Trato
de respirar con calma, de tranquilizarme antes de mirar al chico, que tiene
cara de aburrimiento.
—Hola —digo para aliviar la tensión—, soy Pae…
—Ya sé quién eres —me interrumpe de inmediato y decide que mirar por
la ventanilla es mucho más interesante que nuestra conversación—. Eres la
chica que «salvó» al príncipe Kai.
Su tono de voz deja bien claro que a él no le parece que fuera eso lo que
pasó. Como si no lo hubieran presenciado docenas de personas.
Abro la boca y se me escapan las palabras antes de pensarlas.
—Exacto. Y tú no tienes reputación de nada, o ya habría oído hablar de
ti.
Me mira bruscamente, con las fosas nasales dilatadas de ira.
—Me llamo Ace. Ace Elway. —Me lo dice con orgullo, al tiempo que se
endereza el cuello de la camisa—. Soy ilusionista. Hay muy pocos. Por eso
estoy aquí. —Tiene una sonrisa tan fría como los ojos—. Y me hacen falta
esos veinte mil chelines para salir de los barrios bajos, así que pronto me
estaré labrando una buena reputación.
Nunca he conocido a un ilusionista, pero sé mucho acerca de ellos.
Suficiente para saber que son peligrosos, incluso siendo defensivos.
—¿Y tú quién eres? —pregunta a la niña que está sentada junto a mí—.
¿Qué puedes hacer?
Nos mira a los dos como si quisiera desaparecer. Casi se me escapa la
risa cuando eso es precisamente lo que hace.
En un momento dado la vemos y al siguiente ha desaparecido.
Contemplo el asiento vacío que tengo al lado, y entonces reaparece, se
materializa en un instante.
«Es una velo».
—Me llamo Hera —dice con timidez.
Tiene unos ojos color marrón oscuro que se clavan en mí mientras se
coloca detrás de la oreja un mechón de sedoso pelo negro. El gesto me
resulta familiar. Puede que sea una de las velos populares que hacen magia
callejera.
—Yo soy Paedyn —digo por encima del ruido del traqueteo del carruaje
por el empedrado irregular.
—¿Qué poder tienes? —me pregunta con curiosidad.
—Soy mental. —Me encojo de hombros con gesto de indiferencia—.
Percibo sobre todo emociones fuertes, que me otorgan destellos de
información. No es gran cosa, pero es todo lo que tengo.
«Mentirosa. No tienes nada».
—¿De verdad?
Abre mucho los ojos, sorprendida de que alguien con una habilidad
mundana tan débil haya llegado a las Pruebas. De que derrotara a un
silenciador, nada menos.
—Es una habilidad incontrolable. Por eso el silenciador no se me pudo
meter en la cabeza cuando «salvé» al príncipe Kai. —Le lanzo una mirada
cargada de intención a Ace—. Supongo que por eso la gente quiere que esté
en las Pruebas.
Ace el Asno suelta un bufido.
—Solo te quieren en las Pruebas de la Purga para verte morir, mundana.
Me lo quedo mirando un momento mientras una sonrisa me baila en los
labios.
—Seguro, no lo dudo. Pero al menos a mí me estarán mirando.
Nos quedamos en silencio el resto del viaje, y la ventanilla es la única
fuente de entretenimiento.
Pasamos por calles y más calles abarrotadas de desconocidos que nos
miran, sonríen a nuestro paso, nos saludan agitando la mano. Más de uno
aplaude y otros corren junto al carruaje para tratar de vernos de camino a
nuestro destino.
A medida que nos acercamos al palacio, las casas se van haciendo más
grandes, más bonitas, y en las calles ya no abundan los sin techo. Diviso las
cúspides de las torres intimidantes antes de ver el palacio entero. Es
enorme. La piedra gris y el exterior frío no impiden que siga siendo una
visión abrumadora. En torno a las murallas del castillo hay colinas de hierba
verde y jardines llenos de flores que ni siquiera sabía que existían, que
suavizan lo abrumador de la estructura.
Los imperiales saltan del pescante y abren las puertas del carruaje para
que la luz del sol inunde el pequeño compartimento. Casi me caigo en las
prisas por salir del minúsculo recinto. Solo cuando pongo los pies en tierra
firme respiro una bocanada de aire fresco, cargado del olor dulce de las
flores y del sol.
Los otros dos salen detrás de mí y miran a su alrededor con los ojos muy
abiertos. Un sonido nos sobresalta. El imperial pelirrojo se aclara la
garganta.
—Venid conmigo —dice.
Subimos tras él por los peldaños de piedra, entre docenas de imperiales a
ambos lados de la escalera. Cuando llegamos a la cima, otros dos guardias
se adelantan y se unen al pelirrojo para precedernos y cruzar las puertas
gigantescas.
El exterior es hermoso, pero palidece en comparación con esto. No hay
pared que no esté ornamentada con cuadros impresionantes, con molduras
intrincadas que suben por los muros y recorren el techo. Todo es de un
blanco deslumbrante con algún que otro toque esmeralda que salpica los
pasillos que recorremos; el verde es el color del reino de Ilya.
Estoy tan hipnotizada por el tamaño y belleza de este lugar que ni me doy
cuenta de que el pelirrojo nos está diciendo algo:
—… habitaciones están por aquí, en el ala este del palacio.
Señala hacia los pasillos que supongo que estarán llenos de habitaciones
igual de decoradas.
Se da la vuelta hacia nosotros tan de repente que me veo obligada a
frenar en seco para no chocar contra su pecho.
—En las dos próximas semanas tendréis entrenamiento, encuentros con
los otros contendientes, entrevistas y el primer baile. La misma rutina se
repetirá cada semana entre las Pruebas. Se os asignará un imperial para toda
vuestra estancia, que os acompañará a todas partes hasta que conozcáis el
castillo.
Un imperial de los que estaban junto a las puertas se sitúa junto a Hera y
el otro ocupa su lugar al lado de Ace.
—Bien —dice el joven imperial. Da una palmada y suspira—. Os
acompañaremos a vuestras habitaciones y os dejaremos instalados.
Hera y Ace doblan la esquina al final del pasillo, y me vuelvo hacia mi
imperial personal.
—Así que a mí me vas a vigilar tú, ¿no?
—Soy el afortunado. —Suelta una risita y me indica que lo siga—. Por
cierto, me llamo Lenny.
—Nunca pensé que le diría esto a un imperial, pero encantada de
conocerte, Lenny.
Cierro la boca antes de que se me escape algo más que no debería decir, y
lo sigo tratando de mantenerme a la altura de sus zancadas.
—Lo entiendo. Hay muchos imperiales que son… —Se rasca la nuca
mientras busca la palabra correcta.
—¿Unos cerdos? —se me escapa sin pensarlo.
Se echa a reír, pero se interrumpe muy pronto con un carraspeo.
—Sí, me encargan a mí tratar con la gente cuando hay que hablar. Me
imagino que no resulto tan intimidante.
Lo miro de arriba abajo y, la verdad, estoy de acuerdo. El pelo rojo
revuelto, combinado con la explosión de pecas que se le ven por encima de
la máscara, corta de raíz cualquier esperanza de parecer amenazador. Se
detiene ante una puerta, casi al final del pasillo. La abre y me indica que
entre.
Me muerdo la lengua para que no se me escape una exclamación al ver la
habitación más hermosa que he contemplado jamás, llena de estanterías, un
tocador precioso, un escritorio y…
«Una cama».
Una cama enorme. Llevo cinco años durmiendo en el suelo de la calle y
la sola idea de dormir ahí me resulta abrumadora. Parpadeo, asombrada, y
doy un paso hacia dentro. Noto la alfombra mullida bajo los pies. Me doy la
vuelta y veo a la izquierda un cuarto de baño, tras una puerta. Voy hacia allí
y no puedo contenerme, sonrío al ver una bañera de porcelana inmaculada
con patas doradas.
«Agua corriente, caliente».
También hay un retrete y un lavabo, y el suelo es de mármol blanco.
Salgo del baño muy despacio sin poder dejar de admirar el dormitorio. Veo
con el rabillo del ojo que Lenny me está mirando y que mi asombro le hace
gracia.
—Espero que la habitación te resulte… satisfactoria.
—Bueno, me tendré que conformar. —Me dejo caer en la cama,
encantada con el sarcasmo que me ha salido.
—Pues nada, ponte cómoda, que aquí vas a pasar mucho tiempo —dice,
y sale por la puerta.
—¿Qué quieres decir?
Se rasca la nuca y suspira.
—Pronto lo averiguarás.

Lenny tenía razón al decirme que me pusiera cómoda.


Llevo dos días encerrada en esta habitación.
Se ha convertido en mi jaula de oro, estoy prisionera rodeada de lujos.
Los guardias que hay apostados ante mi puerta no me consideran tan
importante como para merecer más que unos gruñidos sobre que siguen
órdenes y que no puedo salir. Así que he registrado cada centímetro de la
estancia, he ojeado todos los libros, me he dado un baño caliente tras otro,
he devorado comidas deliciosas.
Y, pese a todo, nunca había estado tan nerviosa.
Tengo la cara interna de la mejilla en carne viva de tanto mordérmela
para calmar la ansiedad. Y, aunque duermo en una cama blanda por primera
vez en muchos años, apenas descanso. No he hablado con nadie desde el día
en que llegué, nadie me ha dicho qué demonios está pasando. Lo único que
puedo hacer es pasear por el suelo alfombrado y dar mil vueltas sobre
quiénes serán mis adversarios, qué habilidades tendrán.
«Son juegos mentales».
Seguro que al rey esto le parece divertidísimo. Le encantará imaginarnos
nerviosos, inquietos, atrapados en nuestras habitaciones hasta que dé la
orden de soltarnos. Quiere crearnos ansiedad, angustiarnos.
Alguien llama a la puerta con los nudillos y me detengo en seco.
Lenny entreabre la puerta y asoma la cabeza con una sonrisa insegura.
—Bueno, ¿cómo estás, Paedyn?
Lo miro y parpadeo.
—¿Que cómo estoy? ¿Me estás preguntando que cómo estoy?
Entra en la habitación.
—Vale —aventura—, tengo la sensación de que… no estás del todo bien.
Suelto una carcajada amarga.
—Se podría decir que no. Han pasado dos días. ¿Dónde te habías
metido?
—El rey quiere que los contendientes pasen los primeros días en
aislamiento absoluto —me responde, rígido—. Pero lo bueno es que hoy
vas a cenar con el resto de los contendientes, además del rey y la reina.
Trago saliva. Han sido cuarenta y ocho horas de inquietud, y ahora de
pronto voy a conocer a los competidores que tanto me han estado
preocupando, y al rey que ha poblado mis pesadillas.
—Volveré luego para escoltarte a la cena —dice Lenny, y se vuelve hacia
la puerta—. Si quieres cualquier cosa, grita. Andaré por aquí cerca. Ah…
—Se vuelve y me mira—. Imagino que querrás cambiarte para ir a cenar.
Cuando sale, me meto en la bañera y juego con los diferentes pomos
hasta que sale agua muy caliente. Enseguida me encuentro a remojo entre la
espuma, gracias a una innecesaria cantidad de jabón y sales que he añadido.
Me lavo bien el pelo y me froto el cuerpo con energía hasta dejarme la piel
enrojecida, fresca.
«Hacía años que no me sentía tan limpia».
Doy vueltas en la cabeza a los diferentes problemas que el agua caliente
no ha conseguido limpiar. Lo que más me angustia son las Pruebas. No dejo
de pensar en el poder que no tengo, en la escasa protección con la que
cuento. Por no mencionar que, si no muero en las Pruebas, moriré cuando
descubran que soy una vulgar.
Sigo metida en la bañera hasta que el agua se enfría como la de los baños
a los que estoy acostumbrada. Cuando por fin reúno voluntad para salir,
estoy tiritando, y me pongo una bata de seda verde.
Vuelvo a la habitación, abro las puertas blancas del gigantesco armario
que hay frente a la cama y contemplo las docenas de colores y estampados.
Allí, a mi disposición, como si tal cosa, han traído atuendos para todas las
ocasiones.
«Si Adena ve esto, se muere».
Me quedo mirando la ropa sin saber qué hacer. Luego, miro mis andrajos,
tirados en el suelo. No tengo ni la más remota idea de cuál es la ropa
apropiada para esta cena, y no quiero ponerme en ridículo antes de que
empiecen las Pruebas.
Lenny me ha dicho que le gritara si necesitaba lo que fuera, y es lo que
pienso hacer. Seguro que el imperial ha presenciado muchas comidas así y
sabrá qué ropa debe llevar la gente.
Voy hacia la puerta y la abro mientras miro hacia abajo para atarme bien
la bata. Empiezo a llamar.
—Lenny, ¿qué demonios tengo que ponerme…?
Entonces, alzo la vista.
Me encuentro ante unos ojos verdes que me miran muy abiertos. Nunca
he visto al hombre que tengo delante. Me acordaría. Tiene el pelo rubio
alborotado, húmedo, como si él también acabara de darse un baño. Los
rasgos son a la vez fuertes y delicados; la nariz, recta, y los labios, suaves.
Aún tiene levantada la mano para llamar a la puerta.
Recupera la compostura antes que yo.
—¿Algún problema de vestuario?
Esboza una sonrisa traviesa, y hay algo en él que me resulta familiar,
pero no del todo.
—Obvio. —Yo también sonrío. Me recorre con la mirada, y solo
entonces recuerdo que estoy en bata. Me la cierro más y trato de no
sonrojarme.
Carraspea para aclararse la garganta.
—No te preocupes. Ellie, tu doncella, vendrá enseguida para ayudarte a
vestirte y prepararte para la cena.
Habla con autoridad, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes.
Lleva ropa sencilla, unos pantalones negros sueltos y una camisa verde más
ceñida que resalta su cuerpo esbelto, pero me doy cuenta de que este
hombre no es un criado.
«¿Un contendiente?».
No me gusta la idea de que me atienda una doncella.
—No hace falta —digo a toda prisa—. Sé cuidarme sola, gracias.
Me mira el pelo, enmarañado y empapado, y la bata de seda que me
sujeto con fuerza.
—Obvio —dice, repitiendo burlón lo que le he dicho yo hace unos
segundos. Esa sonrisa que me resulta familiar le vuelve a bailar en los
labios.
Me miro y estoy a punto de echarme a reír.
—Vale, sí, es posible que necesite una doncella.
Se ríe y hace un ademán en dirección a mi cuarto.
—Solo venía a ver si todo te parecía bien.
Una vez más estoy a punto de soltar una carcajada.
—Si esto solo tiene que parecerme «bien», ¿qué se considera aquí
exquisito?
Me mira a los ojos.
—Recuérdame que te enseñe los jardines. —Me saluda con un
movimiento de la cabeza—. Te veré durante la cena, Paedyn.
Parpadeo.
—Qué raro —respondo—, no recuerdo haberte dicho mi nombre.
—No hace falta. —La sonrisa traviesa le vuelve a bailar en los labios—.
Siempre me informo sobre las chicas guapas que le salvan la vida a mi
hermano pequeño.
«Por la plaga, es…».
—Me llamo Kitt, por cierto.
Me sonríe antes de darse media vuelta y alejarse por el pasillo, y me
quedo mirándolo, boquiabierta.
Kitt. El príncipe Kitt. El futuro rey de Ilya.
«Menuda racha llevo con la familia real».
Nunca había visto al futuro rey, y desde luego no me había imaginado
que lo conocería vestida con una bata. Es el heredero al trono, el próximo
gobernante, que seguirá las abominables huellas de su padre. Entre él y su
hermano…
«Su hermano».
Claro. Por eso la sonrisa me resultaba familiar.
He visto una muy parecida en la cara del otro príncipe, aunque la de Kitt
era luminosa e infantil, mientras que la de Kai era más descarada, más fría.
En ese momento, una chica joven de pelo oscuro se acerca a mi
habitación con una sonrisa tímida en los labios.
—Buenas noches, señorita. Voy a ser tu doncella mientras estés en
palacio. Te ayudaré con cualquier cosa que necesites.
Tiene la voz suave y delicada, pero lleva las frases bien aprendidas y las
dice sin vacilar.
—Por favor, llámame Paedyn. —Me mira con desconfianza, pero insisto
—. Por la plaga, hace un par de días estaba durmiendo entre la basura. Así
que créeme si te digo que no soy ninguna «señorita».
Trata de contener la risa, y asiente.
—Genial. —Dejo escapar un suspiro—. Ahora que lo hemos dejado
claro, ¿me ayudas a ver qué tengo que ponerme esta noche?
Me sonríe con timidez y cierto alivio.
—Eso lo sé.
Nos pasamos media hora examinando la ropa antes de decidirnos por
algo relativamente sencillo para las costumbres de palacio, aunque sigue
siendo lo más bonito que me he puesto en mi vida.
Tenemos la mitad del contenido del armario en el suelo, pero hemos
optado por unos pantalones ceñidos de un tejido negro brillante y una blusa
de seda color verde oscuro. Tiene algo de escote y unas mangas amplias que
sé que voy a meter en la comida sin querer. Introduzco un puñal pequeño en
la cintura del pantalón, en la espalda, y el contacto de la hoja fría me resulta
tranquilizador.
Ellie me ata las botas altas y me indica que me siente ante el tocador,
donde empieza a jugar con mi pelo para dejarme presentables los mechones
húmedos.
—Entonces, seño… —Se detiene y empieza de nuevo—. Entonces,
Paedyn… —Sonríe al hacer énfasis en mi nombre—. ¿Tienes idea de cómo
van a ser las Pruebas?
—Ni la más remota. —La miro en el espejo con ojos de súplica—. Pero
pensaba que tú igual podías decirme algo. Debes de oír todo lo que se
comenta en palacio.
Guarda silencio un momento, y cuando responde es en susurros.
—Lo único que sé es que este año van a ser… diferentes.
—¿Diferentes? ¿En qué sentido?
Se encoge de hombros con mechones de mi pelo entre las manos.
—Ni idea. Diferentes. De alguna manera.
No sé cómo van a ser diferentes unas Pruebas, cuando cada una es tan
sanguinaria y brutal como la anterior. Pero la falta de información me hace
sentir aún menos preparada para lo que se avecina. Hago caso omiso de la
intranquilidad que se me enrosca en las tripas.
Ellie se rinde con mi pelo y me lo deja suelto sobre los hombros y por la
espalda. Me pone polvos en la cara y me pinta las pestañas de negro.
—Ya está —dice mientras me mira—. Ya no parece que hayas estado
durmiendo entre la basura.
Suelto una carcajada.
—Por la plaga, vaya manera de perder la timidez.
Se pone roja, y en ese momento llaman a la puerta, así que corre a abrir.
Lenny la mira y sonríe, con lo que se pone más roja todavía.
—¿Estás preparada, Paedyn? —Aparta los ojos de Ellie para mirarme.
Salgo al pasillo con él y echamos a andar por los pasillos de decoración
recargada. Zigzagueamos por el laberinto del castillo y trato de hacerme un
mapa mental.
«Izquierda, dos a la derecha, izquierda…».
No tardamos en llegar al enorme vestíbulo que lleva a las puertas por
donde entramos hace dos días. Lenny me guía hacia otro par de puertas que
van del suelo al techo.
—El salón del trono —susurra—. Aquí comerás con el resto de los
contendientes.
Antes de que tenga ocasión de preguntarle nada, hace un ademán con la
cabeza a los hombres que montan guardia. Es una orden silenciosa para que
abran la puerta.
Al principio, parece que nadie se fija en mí.
Todos están sentados a una mesa larga de madera situada en el centro del
suelo de mármol que contrasta con la delicada belleza del salón del trono.
Los élites charlan entre ellos, y es obvio que la mayoría se han criado
juntos.
Respiro hondo y echo a andar hacia la mesa. Ocho pares de ojos se
clavan en mí, me miran de arriba abajo mientras me dirijo hacia ellos.
«Y he tenido que ser la última en llegar».
Cojo una silla en el extremo de la mesa al lado de Ace. No me apetece
sentarme junto a él, pero al menos será un alivio que dejen de mirarme.
Solo que no dejan de mirarme.
Noto su atención y alzo la vista, y no puedo contenerme.
—Bueno, ¿qué hay para cenar?
Se me escapa un suspiro de alivio cuando la chica que ocupa la silla al
otro lado de Ace suelta una carcajada y se inclina sobre la mesa para
mirarme. Luce una mata de pelo rojo como el vino que brilla a la luz de la
tarde que entra por la ventana y compite con el centelleo del aro de plata
que lleva en la nariz.
—¡Eso mismo quiero saber yo! —Tiene unos ojos color miel que brillan,
traviesos—. Yo soy Andy.
—Yo, Paedyn —digo, y sonrío.
—Bueno, si nos vamos a presentar… —Una voz grave llega desde la otra
punta de la mesa—. Yo soy Braxton.
Alzo la vista y veo a un chico enorme, de piel oscura, que me saluda con
un ademán.
«Un fornido».
Le devuelvo el saludo.
—¡Yo soy Jax! —dice otra voz de varón, más aguda.
Me fijo en su sonrisa tímida, en la otra punta de la mesa. Todo el mundo
está gritando su nombre. Aparte de Hera y Ace, que vienen de los barrios
bajos, es obvio que los demás ya se conocían bien.
—Yo soy Sadie. —Me vuelvo hacia una chica de piel oscura que me mira
con curiosidad, como si me evaluara. La chica que está sentada a su lado
alza la barbilla y carraspea para captar mi atención.
—Yo, Blair. Un placer, Paedyn.
Escupe las palabras como si le supieran mal en la boca y me mira como
miraría algo que se le hubiera pegado en la suela de la bota. De inmediato
soy consciente de que esa chica no quiere saber nada de los mundanos, y
menos aún de los que viven en los barrios bajos. Tiene el pelo color lila que
le cae sobre los hombros y le contrasta con los ojos marrones, clavados en
mí. Es espectacular, pero increíblemente fría.
—El placer es todo mío, Blair —digo con voz gélida.
Hay tanta hambre en sus ojos que me siento como si yo fuera a ser su
primer plato.
Y, en ese momento, una voz cargada de diversión me habla desde mi
extremo de la mesa, justo delante de mí.
—Yo soy Kai. Ya nos conocemos.
«Está aquí».
Kitt se partía de risa cuando se enteró de quién era Paedyn Gray, aunque
el vuelo de uno de mis cuchillos lo hizo callar enseguida. Pero, incluso
mientras se rendía, siguió farfullando sobre lo divertido que era todo
aquello.
Y tiene razón. Es de risa. La mental que salvó sin querer a un príncipe
que obviamente no le gusta recibe como recompensa la posibilidad de
participar en unas Pruebas que bien podrían matarla.
«Y ahora aquí está, sentada delante de mí».
Tras lavarme bien para quitarme el sudor y la sangre de un largo día de
entrenamiento y torturas, me he encaminado el salón del trono. Enseguida
ha llegado Braxton, y detrás de él Jax, que todavía va dando saltos de
alegría.
El resto del grupo no ha tardado en venir. Los conozco a todos menos a
un chico y a una niña, los de los barrios bajos. Han ocupado sus asientos en
torno a la mesa y han dejado libres las cabeceras para el rey y la reina, y
uno a mi lado para Kitt.
Pero justo cuando ya estamos como en casa, inmersos en las
conversaciones repetidas que hemos mantenido durante años, sucede algo.
Ella. Ella es lo que sucede.
Entra en el salón.
Se sienta frente a mí y ni siquiera me mira.
—Bueno, ¿qué hay para cenar? —pregunta.
Habla con seguridad, pero no para de darle vueltas al anillo que lleva en
el pulgar.
«Qué interesante».
Todos se presentan: Andy, Braxton, Jax, Sadie, Blair, y los recién
llegados, Ace y Hera. Y sigue sin molestarse en mirarme.
No lo voy a tolerar.
—Yo soy Kai. Ya nos conocemos.
Por fin consigo que me preste atención. Sé que se me escapa un atisbo de
sonrisa cuando sus ojos se clavan en los míos. Le han oscurecido las
pestañas con maquillaje, y ahora contrastan con el azul vivo de su mirada.
El suave pelo ondulado, plateado, le cae sobre los hombros y delante de la
cara, y tengo que contenerme para no apartarle los mechones de los ojos,
aunque solo sea para vérselos mejor.
—Sí, por desgracia.
La dulzura de su sonrisa contrasta con la mirada cortante que me lanza.
Nos volvemos hacia las grandes puertas, que se han abierto con un
crujido, y veo entrar a mi padre y a mi madre. No, al rey y a la reina, muy
en su papel. Parecen relucir a la luz del sol que entra por los ventanales que
hay por todo el salón del trono, y que arranca destellos de las coronas y las
joyas mientras se dirigen hacia la mesa. Estoy acostumbrado a este nivel de
formalidad: el rey, con sus mejores ropas; la reina, deslumbrante con su
vestido. El rostro de mi padre es severo; en cambio, mi madre luce su
sonrisa serena.
Kitt entra detrás de ellos con toda naturalidad y, al mismo tiempo, como
un futuro rey. Me mira y luego mira a Paedyn con una sonrisa traviesa. Se
sienta a mi lado mientras el rey le aparta la pesada silla de madera a la
reina.
—Bienvenidos a las sextas Pruebas de la Purga —dice con voz
retumbante.
Mi madre se aparta de los ojos un mechón de pelo negro.
—Y felicidades a todos por llegar hasta aquí.
—Es un honor ser elegidos —sigue mi padre—. Una honra para el reino,
para vuestra familia y para vosotros mismos. —Repite las palabras que me
han grabado a fuego en la cabeza desde que tuve edad para entenderlas—.
Os recomiendo que invirtáis bien el tiempo para prepararos para las
Pruebas. Nunca se sabe con qué os podéis encontrar. —Me mira para
recordarme en silencio, sin atisbo de sutileza, que estoy obligado a ganar—.
Centraos en el entrenamiento antes de que llegue la primera Prueba, y luego
durante la semana que habrá entre ellas.
«Y observad cómo se entrenan vuestros adversarios».
Casi le leo en los ojos las palabras que no ha pronunciado. Saber cómo
pelean los otros contendientes, aprender a leer sus movimientos y
maniobras, puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
—¡Y practicad también los pasos de baile! —dice mi madre con tono
alegre. Siempre le ha gustado más la fiesta que el derramamiento de sangre
de las Pruebas.
Mi padre sonríe a su esposa. Es un gesto sincero que solo tiene para ella.
—Ya hemos hablado bastante de las Pruebas. ¡Es hora de comer!
Así empieza la procesión de sirvientes que llevan a la mesa bandejas
humeantes. Nos ponen delante docenas de fuentes llenas de comida. Nos
sirven en los platos pavo condimentado y judías. Gail en persona se ocupa
de traer una bandeja de bollos de miel y la pone delante de Kitt y de mí para
provocarnos. Le guiño el ojo cuando se va, y ella pone los ojos en blanco
antes de salir del salón.
Kitt y yo charlamos sin cesar mientras pasamos las fuentes de comida y
rechazamos la ayuda de los criados. Estoy llenándome el plato de pavo
cuando me fijo en Paedyn, sentada frente a mí, muy rígida. Tiene los
dientes apretados como si estuviera intentando con todas sus fuerzas no
quedarse boquiabierta. Miro a Hera con curiosidad, y sí, tiene en el rostro
una expresión similar. Incluso Ace, que parecía el más rico de los tres,
observa en silencio la cantidad de comida que tenemos delante.
Vuelvo a mirar a Paedyn, que no deja de parpadear y no ha empezado a
comer. No me puedo ni imaginar qué le estará pasando por la cabeza.
Seguro que le repugna la cantidad de comida que desperdiciamos cuando
ella apenas tiene la necesaria para sobrevivir. La rabia indisimulada que se
refleja en su rostro me dice que prefiere pasar hambre.
Y no lo voy a permitir.
Competiré contra ella, pero no quiero ganar por omisión, porque se
muera de hambre. Pincho un trozo de pavo con el tenedor y se lo dejo caer
en el plato.
Me mira bruscamente con una mezcla de irritación y sorpresa.
—¿Te gustan las judías? —pregunto como si tal cosa. No me responde,
así que le echo un montón en el plato—. Ahora lo averiguaremos.
Me inclino hacia ella al tiempo que añado unas patatas a la comida que
tiene delante.
—¿Te tengo que dar de comer también o comes tú solita? —susurro.
Luego, le dedico una sonrisa que sin duda hará que quiera lanzarme a la
cara las judías, seguidas de un buen puñetazo.
Sus ojos arden con llamaradas azules como si me fuera a abrasar con la
mirada. Pero, tal como me imaginaba, coge de mala gana el tenedor y se
mete un bocado de judías sin apartar la vista de mí. Me acomodo en la silla
con una sonrisa. Ha entendido que iba en serio, que le iba a dar de comer si
no empezaba a hacerlo ella sola, y no podía permitirlo.
Pasan unos minutos entre el tintineo de los cubiertos y fragmentos de
conversación. Blair se vuelve hacia Kitt y hacia mí para hablar de a saber
qué plagas. En general, Kitt es mejor persona que yo, sobre todo a la hora
de tratar con ella. Sostiene una charla cortés mientras yo me concentro en la
comida que tengo delante.
La voz de mi padre interrumpe toda conversación. Alzo la vista y veo
que está mirando a Paedyn, intrigado.
—Así que esta es la chica que te salvó en el callejón —dice.
«Después de robarme».
Noto que todas las miradas se vuelven hacia nosotros con atención.
Paedyn deja el tenedor en el plato y mira al rey con tanta intensidad que,
por un momento, me recuerda a Blair. Tiene los ojos cargados de una
determinada emoción, un sentimiento que trata de ocultar. No tengo tiempo
para descifrarlo, porque consigue ponerse una máscara de neutralidad en un
abrir y cerrar de ojos.
—Sí, le salvé la vida. ¿No es verdad, alteza? —Se vuelve hacia mí con
una sonrisa que en realidad es un desafío.
—Así que conoces mi título. —Mis palabras llevan una buena carga de
sarcasmo. Esbozo una sonrisa—. Qué sorpresa, no estaba seguro. Porque,
en el callejón, me llamaste algo muy diferente.
Su sonrisa es todo dientes.
—Seguro que, fuera lo que fuese, era justificado. —Hace una pausa—. Y
preciso. —Sonríe—. Y merecido.
«Cerdo arrogante».
Sus ojos, su sonrisa y su tono de voz están repitiendo a gritos las dos
palabras. El título que me otorgó.
—Y tu título, ¿cuál era? ¿La Salvadora de Plata? —Contengo la risa—.
Te pega. Sobre todo por lo mucho que te gusta la plata.
La sonrisa helada de Paedyn desaparece un segundo.
Está molesta. Muy bien.
Es obvio que mi madre está de su lado, porque me lanza una mirada
cargada de intención.
—Gracias por ayudar a Kai, Paedyn —dice—. No lo olvidaremos. Igual
que no lo ha olvidado la gente, y por eso te han elegido para las Pruebas.
Paedyn agacha la cabeza y le sonríe, aunque la sonrisa no le llega a los
ojos. Pero deja de sonreír al oír la voz de mi padre.
—Vaya, nunca he conocido a una mental —dice, y la mira con curiosidad
—. Qué poderes tan… interesantes.
Paedyn se relaja y se ríe.
—Según decía mi padre, es un don sin importancia, pero escaso, y pocos
mundanos lo tienen. Lo más útil de mi habilidad es que los silenciadores no
me afectan, o no tanto como a tu hijo.
Le cae un mechón de pelo plateado sobre los ojos, y se lo coloca tras la
oreja con gesto distraído mientras el resto de la mesa vuelve a la
conversación anterior, por lo visto aburridos ante el cariz que está tomando
esta.
—Ah, sí, tu padre. Adam Gray fue un gran curandero. Y un hombre muy
culto —dice mi padre, pensativo.
Paedyn se pone rígida.
—¿Conocías…? —Carraspea para aclararse la garganta—. ¿Conocías a
mi padre?
—Desde luego. Solía subir a palacio en la estación de las fiebres para
ayudar a los médicos de la corte cuando había demasiados pacientes.
Paedyn asiente.
—Sí, me acuerdo. Todos los inviernos.
La conversación se interrumpe cuando los sirvientes vuelven a entrar en
el salón para retirar los platos. Se ajetrean en torno a la mesa y recogen las
bandejas y los cubiertos antes de volver a desaparecer en el pasillo, dejando
atrás una mesa inmaculada.
Mis padres se levantan a la vez.
—Descansad bien, élites. Mañana empieza el entrenamiento.
Tras estas últimas palabras del rey, se dan la vuelta y se dirigen hacia la
puerta.
Hay un segundo de silencio, que se rompe con el sonido de las sillas
cuando todo el mundo se levanta. Tres imperiales se acercan hacia los
nuevos élites para acompañarlos a sus habitaciones.
Me fijo en uno joven, pelirrojo, que se dirige a Paedyn con una sonrisa. Y
de pronto, sin poder contenerme, me interpongo entre ellos.
—Ya me encargo yo.
Me mira, confuso.
—Pero, señor, tengo que escoltar…
—Ya lo sé. Y soy más que capaz de llevarla a su habitación, ¿no te
parece?
—Claro, majestad.
Hace una inclinación en dirección a Paedyn y se marcha.
La expresión en el rostro de la chica rivaliza en confusión con la del
guardia. Me doy media vuelta y me dirijo hacia las puertas sin esperarla.
Suelta un bufido, y luego oigo el sonido de sus botas cuando se apresura
para darme alcance.
—¿Y este repentino interés por parecer un caballero? —me pregunta en
tono seco.
Me paro, me vuelvo y le lanzo una mirada.
—No te acostumbres —le digo con una sonrisa burlona—. Mi habitación
está justo delante de la tuya, así que voy a ser caballeroso, pero solo por
esta vez.
Me meto las manos en los bolsillos y echamos a andar de nuevo. Esta vez
va a mi lado.
—¿Por qué duerme el príncipe en el ala del palacio destinada a los
contendientes?
—Por si no te habías dado cuenta, yo también compito en las Pruebas.
Suelta una carcajada desprovista de humor.
—Sí, me he dado cuenta. Pero pensaba que el príncipe tendría una gran
habitación llena de criados para servirle en todo momento. ¿No es así?
Es una pregunta acusadora, palabras bonitas cargadas de veneno.
—Sí, no te preocupes, de eso también tengo —replico con frialdad ante
su desdén. Solo tiene razón en parte. Dispongo de una habitación grande,
pero me niego a que me sirvan los criados—. Durante las Pruebas, todos los
contendientes viven en las mismas condiciones. Así no hay acusaciones de
que ninguno recibe trato de favor o cuenta con ventaja.
Nos detenemos ante su puerta y se vuelve para mirarme de frente. Creo
que se va a echar a reír otra vez, pero habla con amargura.
—Que durmamos en habitaciones parecidas no quiere decir que algunos
no tengan ventaja.
Guardo silencio un momento, pensándolo. Si yo fuera un mundano y me
metieran en las Pruebas para enfrentarme a las habilidades más fuertes de
los élites, seguro que pensaría lo mismo. Paedyn no tiene un poder que
pueda utilizar como arma, igual que los demás. Depende de su propia
fuerza, no cuenta con la ventaja de una habilidad.
Me acuerdo de repente de cómo luchó con el silenciador, tan ágil, tan
segura de sí misma. Quizá tenga más posibilidades de las que cree de
sobrevivir a estos juegos.
Veo que mira más allá de mí, hacia la puerta que le estoy impidiendo
abrir. Abre la boca para decir algo, lo que hace que me fije en la herida que
se le está curando en el labio inferior.
Por impulso, sin poder evitarlo, la agarro por la barbilla y alzo su rostro
hacia el mío. Se queda tan sorprendida que no puede reaccionar, y
aprovecho la ocasión.
—Habría jurado que eras capaz de esquivar un golpe directo como este.
No debes de ser tan buena como creía en una pelea.
Me encojo de hombros y le giro la cabeza hacia la luz para examinarle la
lesión en el labio.
Ah, pero ya no está ahí de pie, aturdida, inmóvil, callada.
Con un movimiento rápido, me agarra la muñeca de la mano con la que
le sujeto la barbilla y me retuerce el brazo, lo que me provoca un latigazo
de dolor. Luego me coge por la camisa y me estrella contra la pared. Con la
mano que le queda libre, localiza el puñal que llevo al cinto, a un lado, y lo
saca para ponerme la hoja afilada contra el cuello.
—¿Quieres que te demuestre lo buena que soy en una pelea?
Me mira con frialdad, encantada y divertida ante la situación. Le encanta
tener a un príncipe inmovilizado contra la pared. Y no a un príncipe
cualquiera. Al futuro ejecutor.
Me apoyo contra la piedra fría y me echo a reír al tiempo que me meto
las manos en los bolsillos, relajado. Eso hace que presione con más fuerza
la hoja contra mi piel. Si sigue así me hará sangrar.
«Es una pequeña salvaje».
—Cuidado, alteza. No quiero derramar sangre azul. —Se está burlando
de mí, y me parece adorable.
Me inclino hacia ella de manera que mi propio puñal me perfora la piel
del cuello para dejar salir una fina línea de sangre.
—Cuidado, querida. Te olvidas de que derramar sangre es mi
especialidad.
Nos miramos.
No sé descifrar su expresión, pero se recupera enseguida y desvía la
conversación con facilidad.
—Esto me lo hizo uno de tus imperiales. —Me suelta la camisa para
señalarse el labio—. Hablando de eso, ¿le preguntaste sobre mí? Seguro que
te pudo contar muchas cosas.
Sí y sí. Tras interrogar a todos los imperiales de servicio aquella mañana,
uno mencionó un reciente encuentro con la mental. Su desdén hacia Paedyn
era más que obvio cuando me relató lo que la chica había percibido en él.
Pero se le olvidó mencionar que la había golpeado.
Puede que le corte una mano para que no tenga ocasión de pegar a
ninguna otra mujer.
—Sí, hablé con él —le digo con voz tranquila—, aunque parece que
tendremos otra conversación en un futuro próximo. —Me mira, y no
entiendo por qué me hace sentir tan nervioso. Carraspeo para aclararme la
garganta y observo el puñal que tiene aún contra mi cuello—. Creía que ya
habíamos dejado claro quién soy, ¿no? —Esbozo una sonrisa al recordar
nuestro encuentro en el callejón. Cuando yo la tenía a ella contra la pared.
—Sí —dice, y está tan cerca de mí que puedo estudiar todas las
tonalidades de azul de sus ojos—. Lo dije entonces y lo repito ahora. Un
cerdo arrogante.
Me echo a reír, con lo que el filo se me clava más en la piel.
—Además, ¿qué importa quién seas? —Mira hacia el suelo un momento
antes de volver a clavar los ojos en mí—. Ahora somos competidores. Sin
favoritismos, ¿recuerdas? Lo has dicho tú.
«Vale. Te seguiré el juego».
Saco una mano del bolsillo y la pongo a su espalda muy despacio, sin
dejar de mirarla a los ojos. Ella me devuelve la mirada con expresión
confusa, aunque no relaja la mano del puñal. Los dos sabemos que no me
va a cortar el cuello, así que eso no me preocupa mientras la rodeo con el
brazo y rozo con los dedos el puñal frío que lleva metido a la cintura.
Sé que lo tiene ahí porque he visto el brillo plateado cuando se ha
levantado después de cenar y me ha dado la espalda un momento.
Le sonrío mientras saco el puñal muy despacio y le rozo la base de la
espalda. Se le escapa un gemido casi inaudible cuando le pongo su propia
hoja contra el cuello, a imagen de lo que me está haciendo ella a mí.
—Tienes razón. Ahora somos competidores. —Me echo a reír—. Así que
empezaré a ejercer como tal.
Nos miramos un largo instante. Sus ojos no vacilan, me recuerdan al
océano tranquilo, la calma antes de la tempestad.
—Recuerda lo que te voy a decir, príncipe. Seré tu perdición.
Me inclino hacia ella sin hacer caso del puñal que tengo contra el cuello.
—No veo la hora, querida.
Pasa tiempo, mucho tiempo.
Y entonces…
Despacio, de manera sorprendente, suelta el cuchillo con el que me
amenaza.
Yo también bajo el puñal, su puñal, y lo pongo en la mano que me tiende.
Se aparta para alejarse de mí y de esta conversación, pero la agarro por la
muñeca. Se queda inmóvil cuando la toco. Clavo los ojos en los suyos y le
guío la mano, y el puñal que lleva, hacia mi pecho. La hoja manchada con
mi sangre llega hasta el tejido de la camisa, y sus nudillos me rozan el
pecho cuando le limpio el puñal.
—Y decías que no querías derramar sangre azul. —Suspiro.
Deja escapar el aliento muy despacio.
—Iba a hacerlo tarde o temprano.
—Entonces, es mejor que te acostumbres.
—Y es mejor que tú te resignes.
Sonrío.
—Espero con interés nuestro próximo encuentro.
Le guiño un ojo y pone los suyos en blanco. Luego, me mete el puñal en
la funda y se coloca el suyo a la cintura. Pasa rozándome de camino hacia
su puerta.
—Siempre es un placer —le digo mientras me dirijo a mi habitación, al
otro lado del pasillo.
—Siento no poder decir lo mismo.
Pero veo el atisbo de una sonrisa antes de que entre en su cuarto y cierre
la puerta.
En cuanto estoy al otro lado de mi puerta, paseo por la habitación que ha
resultado estar frente a la suya. Me llevo los dedos al cuello y me noto la
sangre cálida, pegajosa.
«Esta chica puede acabar conmigo. Literalmente».
El sudor me cae por la frente y se me pega a las pestañas.
«Estoy en baja forma».
Tras tres largos días de entrenamiento, tengo todo el cuerpo dolorido y
los músculos me piden a gritos que pare. Los años de vivir en las calles me
han costado muy caros. Pese a correr mucho delante de los imperiales y
trepar por el interior de las chimeneas, estoy más débil de lo que pensaba.
Bajo la cabeza y me limpio los ojos con el dobladillo de la camiseta sucia
de tierra, y resoplo mientras me seco el sudor que me corre por la cara.
Estoy sucia, y es lo más normal que me he sentido desde que llegué al
palacio.
Tengo delante un árbol alto, acolchado, con las marcas de mis puños aún
visibles en el almohadillado que envuelve el tronco. Llevo horas entrenando
en el patio junto con el resto de los contendientes, concentrados en
diferentes ejercicios o enfrentándose entre ellos.
El patio no se parece en nada a la rudimentaria arena embarrada que me
hizo mi padre. Me doy la vuelta y me apoyo contra el árbol, y recorro con la
mirada la docena de grandes círculos que salpican la hierba y donde están la
mayoría de mis competidores.
Junto a cada anillo hay estantes de madera llenos de armas y escudos,
todos nuevos para que los usemos. Nunca había tenido tantas armas a mi
disposición. Nunca había visto tantas armas desperdiciadas.
Paseo los ojos por el patio de entrenamiento. Mire a donde mire, el resto
de los competidores se están ejercitando, se están estirando o peleando,
todos tan sucios y sudorosos como yo. No están usando sus habilidades, por
el momento. Esperan a las entrevistas para exhibir sus poderes.
La sola idea hace que le dé vueltas al anillo que llevo en el pulgar,
nerviosa. Mañana a estas horas estaré ante el reino de Ilya, intentando
ganarme su favor. Por lo poco que me ha contado Ellie, las entrevistas son
para que la gente decida a quién quiere apoyar en las Pruebas. Es el
momento en que los élites demuestran su fuerza, hablan de ellos mismos e
intentan ganarse el voto de la gente.
Y eso precisamente tengo que hacer yo; ganarme a la gente. Son una
parte fundamental en estos perversos juegos. Cuantos más votos tenga un
contendiente, más sube su puntuación.
Suspiro y respiro hondo el aire húmedo que huele a hierba fresca, a tierra
y a sudor. Es un alivio estar entrenando, estar haciendo algo con las manos
que me impida pensar en cosas mucho más negativas. Como las Pruebas y
la posibilidad, o más bien la probabilidad, de una muerte inminente.
Pero todo se me va de la cabeza cuando mis ojos divisan la piel
bronceada de algunos contendientes. El sol de la tarde cae de plano y los
chicos se han quitado hace rato la camisa sudorosa. Y me molesta porque es
muy… distraído, por decirlo de alguna manera.
Kitt y Kai giran el uno en torno al otro en uno de los círculos, sonríen,
hablan. Parece que mantienen un enfrentamiento verbal antes del físico. A
los dos hermanos se les ve cómodos en este momento de unión.
El futuro rey no compite en las Pruebas, pero eso no impide que entrene
y coma como uno más de nosotros. He mantenido las distancias con ambos
hermanos y con el resto de los participantes, aunque la tensión entre
nosotros va creciendo cada día que pasa.
Vuelvo a mirar a los chicos, que tienen tatuajes idénticos, oscuros, justo
encima del corazón. Pese a la distancia, distingo que llevan grabado en la
piel el símbolo ilyno de la fuerza.
El escudo, en sí, es sencillo: unas volutas gruesas conectadas en un
diamante de lado. En teoría representa los diferentes poderes y cómo todos
funcionan unidos, y también los cuatro puntos de referencia que rodean
Ilya: el monte Picado al norte, el mar Bajío al oeste, el desierto de las
Brasas al este y el bosque de los Susurros al sur, que se unen para formar un
diamante en medio del cual está la ciudad.
Parpadeo y consigo apartar la vista de los hermanos para volverme de
nuevo hacia el árbol. De repente tengo muchas ganas de golpear algo, lo
que sea. Me doy la vuelta y asesto una buena patada a las gruesas
protecciones, y el sonido del impacto es muy satisfactorio. El sudor me
corre por el cuerpo en regueros, aunque me lo he quitado todo menos la
camiseta, que ahora está empapada y me resulta incómoda pegada a la piel.
Bajo el sol ardiente, mis pantalones negros ceñidos casi queman. Me los
arremango hasta la rodilla. Me dan ganas de arrancármelos.
Golpeo una y otra vez el árbol protegido hasta que tengo los nudillos en
carne viva, y, al final, jadeante, pego la frente sudorosa al tronco. El
acolchado ahoga el gemido cuando me obligo a ir hacia el estante de armas
más próximo.
Acaricio los preciosos cuchillos arrojadizos que descansan inocentes en
una balda. Tienen unas líneas tan estilizadas y están tan afilados, que me
muero por lanzarlos. Me concentro en la diana que tengo a diez metros y
empiezo a lanzar un cuchillo tras otro contra la madera basta. Cojo el ritmo
y mi cuerpo se relaja con el vuelo de cada uno. Estoy concentrada. Estoy
absorta.
«Cuánto echaba de menos esto».
Mi mente vaga mientras veo volar los cuchillos hacia la diana. De pronto,
vuelvo a estar en el patio trasero de mi casa, lanzando hojas mucho más
pequeñas y ordinarias contra el tronco de un árbol. Mi padre pasea de un
lado a otro detrás de mí y me acosa a preguntas. Preguntas sobre lo que me
rodea, preguntas sobre cosas que tendría que observar en un instante, y al
mismo tiempo seguir concentrada en los cuchillos que vuelan hacia el
objetivo.
Casi oigo los pasos de mi padre detrás de mí.
El silbido familiar de un cuchillo al cortar el aire hace que me agache por
instinto, y siento el zumbido de la hoja que pasa sobre mi cabeza antes de
alzar la vista justo a tiempo de ver cómo se clava en la diana.
«Buen lanzamiento».
Pero estoy demasiado enfadada como para admirarlo. Me levanto, me
doy media vuelta y clavo la mirada en los ojos grises, a pocos metros de mí.
Es la viva imagen de la inocencia: las manos en los bolsillos, el pelo
alborotado por la brisa, la media sonrisa en los labios.
—Buenos reflejos, Gray.
«El muy arrogante…».
—¿Tú te has vuelto loco o qué? —Voy hacia Kai y salvo la distancia que
nos separa en pocas zancadas—. ¿Y si no me llego a agachar?
Se encoge de hombros. Tiene la cara dura de encogerse de hombros.
—Entonces habría tenido menos competencia de la que preocuparme.
—Ah, así que reconoces que soy una amenaza para ti.
—No he dicho eso.
—Está implícito.
—No te lo tengas tan creído.
Le sostengo la mirada con la respiración acelerada. Le aparece un
hoyuelo mientras me mira, cuando se le curva una comisura de los labios en
gesto de diversión. Eso solo hace que tenga aún más ganas de darle un
puñetazo.
—Sabía que te ibas a agachar, Gray —murmura, y se le acentúa la
sonrisa cuando dice mi apellido.
Se inclina hacia mí como si quisiera decirme algo al oído y un escalofrío
me recorre la espalda, y eso que el sol cae de plano.
Pero no llega a decirme nada.
Una punzada de dolor me arde en la oreja y doy un salto. Oigo el golpe
del cuchillo al dar en el blanco que hay detrás de nosotros, y miro detrás de
Kai. Ahí está Blair, con la mano aún extendida. Tiene una sonrisa burlona
en los labios, pero sus ojos oscuros nos miran a Kai y a mí
alternativamente.
Me llevo la mano a la oreja y los dedos se me manchan de sangre
pegajosa. Blair ha lanzado el cuchillo contra la diana, pero no sin dejarme
una marca.
«Me ha hecho un corte. A propósito».
Los músculos de la mandíbula de Kai están tensos, y es el único indicio
de lo que siente. Sigue delante de mí, sin darse la vuelta hacia Blair,
escudándome con su cuerpo.
Miro a Kai, luego me centro en la mirada llameante que me está lanzando
ella.
—Somos territoriales, ¿eh, Blair?
Es obvio que no le ha gustado que el príncipe centrara su atención en
otra, aunque fuera para lanzar un cuchillo que me ha pasado rozando la
cabeza. A lo mejor es lo que le gusta a ella.
Hace caso omiso de mi pregunta.
—Solo quería marcar el blanco antes de que empiecen las Pruebas —dice
con tono petulante.
Se da media vuelta y se aleja mientras la sigo con la mirada. Trago saliva.
Me siento más menuda, más débil que antes. La exhibición de Blair ha sido
un recordatorio de que cualquiera de estos élites lo tendría muy fácil para
acabar con mi vida vulgar.
«Me ha marcado».
—Se te está manchando el pelo de sangre, querida.
Miro a Kai, que sigue muy cerca de mí y me está examinando la herida
con ojos penetrantes. Me llevo la mano al pelo para ponerme los mechones
por detrás de la oreja herida, pero me agarra por la muñeca.
—No —dice, y los dedos callosos me rozan la piel cuando me lleva la
mano ante los ojos para mostrarme los dedos sucios de sangre—, o te vas a
ensuciar más el pelo.
Intento disimular la sorpresa y solo consigo que se le acentúe la sonrisa.
—¿Por qué te estás…?
—¿Portando como un caballero? —Termina la frase por mí y suspira
como si ni él supiera la respuesta—. Vamos a dejarlo en que sé lo difícil que
es quitarse la sangre del pelo, así que no te envidio. —Me mira la herida,
que me escuece y me sigue sangrando. Luego, me suelta la muñeca y me
pone el pelo detrás de la oreja—. Estás hecha un asco, Gray.
Lo miro y parpadeo. La herida es superficial, no he perdido tanta sangre
como para tener alucinaciones. Algo falla, y falla mucho, cuando el futuro
ejecutor me acaba de poner el pelo detrás de la oreja para que no se me
manche más de sangre.
—Date la vuelta.
El tono imperioso me devuelve a la realidad.
«Esto ya es más propio del ejecutor».
Arquea las cejas expectante, a la espera de que obedezca.
—¿Por qué? —suelto sin pensar.
—Porque te lo digo yo —dice con voz inexpresiva.
—¿Y a mí que me importa lo que digas?
«Estoy jugando a un juego muy muy peligroso».
Se le escapa una sonrisa.
—Como quieras. —Da unos pasos para ponerse detrás de mí—. Qué
terca eres.
Se me corta la respiración cuando me coge el pelo como si tal cosa y
empieza a apartarme los mechones de la cara, lejos de la oreja
ensangrentada.
—¿Qué estás…? —Me paro en seco porque entiendo la pauta de
movimientos—. ¿Me estás… haciendo una trenza?
—¿A qué viene tanta sorpresa? —replica sin saber que tengo la boca
abierta de la sorpresa—. ¿Por qué, quieres que te enseñe? —termina en tono
de arrogante desafío.
—No me hace ninguna falta que me enseñes. —Me detengo para coger
aire—. ¿Cómo es que sabes hacer trenzas?
Se ríe y suelta un bufido que me agita el pelo de la nuca.
—Lo dices como si fuera difícil.
Nos quedamos en silencio un momento. El roce de los dedos que me van
bajando por la espalda me inmoviliza. Carraspeo para aclararme la
garganta.
—¿No decías que no me acostumbrara a que fueras caballeroso?
—Y lo mantengo.
Casi le oigo la sonrisa arrogante en la voz.
—Entonces ¿por qué haces esto?
Suspira. Me pone los dedos en el brazo, y el contacto con la piel
encallecida casi hace que pegue un salto. Me coge la cinta que llevo atada
en torno a la muñeca y me la quita para sujetarme el pelo.
—Ya está —dice, y vuelve a ponerse delante de mí al tiempo que me
echa la larga trenza sobre el hombro. Le da un tironcito para admirar su
obra y sonríe de manera que le aparecen los hoyuelos.
Me miro la trenza y dejo escapar un bufido despectivo al ver que
sobresalen unos cabellos.
—¿No decías que no era difícil? —Me echo a reír—. Sabes que todo el
pelo tiene que entrar en la trenza, ¿no?
—Qué extraña manera de dar las gracias. En fin, es lo mejor que voy a
sacar de ti. —Se inclina hacia mí con una sonrisa burlona—. Vale, dices que
no te hace falta que te enseñe a hacer una trenza, pero plantéate permitirme
que te enseñe modales.
Casi me ahogo de la risa ante la idea del futuro ejecutor enseñándome
modales. Me mira la oreja, se aleja un paso y se mete las manos en los
bolsillos.
—Ve a que te curen eso antes de las entrevistas de mañana —dice en
tono indiferente al tiempo que me señala la herida—. No conviene que la
marca de Blair te deje cicatriz.
El tono repentinamente duro me paraliza un instante. Lo miro en silencio.
—No —digo al final—. No conviene.
Me mira por última vez antes de darse la vuelta con una sonrisa burlona.
—Buena suerte mañana, Gray.
No me molesto en sonreír.
—Si tuviera modales, yo también te desearía suerte, príncipe. Pero ya me
has informado de que carezco de ellos.
Se echa a reír, y es un sonido que me provoca un cosquilleo en la
columna. Ahora que ya no me distrae, el escozor en la oreja es insoportable
y echo a andar de vuelta al castillo mientras una idea me da vueltas en la
cabeza.
«No ha respondido a mi pregunta».
El acero frío del anillo de mi padre no me reconforta por mucho que le dé
vueltas en el pulgar.
Unos dedos delicados me recogen el pelo, me colocan los mechones
revueltos. Entre el contacto relajante de Ellie y la comodidad del banco del
tocador, los ojos se me cierran como si fuera a dejarme llevar por un sueño
inquieto, a pesar de que los pensamientos me enturbian la cabeza. Ellie se
debe de dar cuenta de la preocupación y el cansancio que tengo pintados en
la cara, porque me sonríe mirando al espejo.
—¿Cómo te sientes? Con lo de las entrevistas, quiero decir.
Le dejo de dar vueltas al anillo, aunque no estoy tranquila, ni mucho
menos.
—Pues no tengo ni idea, no sé qué esperar. Y si van mal… —Se me
apaga la voz y Ellie asiente. No hace falta que termine la frase.
—No lo pienses más. Seguro que te salen bien —me tranquiliza mientras
me sigue recogiendo el pelo—. La gente no para de hablar de la Salvadora
de Plata.
«La Salvadora de Plata».
El nombre que me han puesto casi me hace reír. Si supieran de verdad
por qué pude detener al silenciador, dejarían de llamarme salvadora.
Dejarían de llamarme nada, porque no sería más que otra vulgar muerta, no
merecería un nombre, un título, un recuerdo.
Cuando Ellie termina, tengo un elegante recogido bajo en la nuca, sujeto
con horquillas centelleantes, y unos rizos plateados que me enmarcan el
rostro empolvado y las pestañas oscurecidas.
Tras mucho deliberar, nos decidimos por un vestido azul claro sin
mangas. Elegante, pero no demasiado llamativo.
—Te interesa causar una buena impresión, así que este —dice Ellie con
una sonrisa.
Me arrastra hasta el espejo en cuanto me lo pongo para poder admirar su
obra. Entre el pelo, el maquillaje y el vestido azul que se me ciñe al cuerpo,
casi encajo en el palacio. Como si no me hubiera pasado cinco años
durmiendo en las calles.
Alguien llama a la puerta, y el sobresalto hace que deje de contemplar mi
reflejo.
—¿Estás lista?
Me encuentro a Lenny esperando cuando Ellie me empuja al pasillo y le
dirige una mirada tímida, y luego se vuelve a meter en la habitación. Él me
sonríe antes de acompañarme para salir por las enormes puertas del castillo,
al patio bañado por el sol.
Allí están ya casi todos los demás contendientes, paseando nerviosos,
mientras los restantes vamos saliendo del castillo. Pronto se nos unen unos
cuantos imperiales.
—¿Qué pasa? —le pregunto en voz baja a Lenny, que sigue conmigo.
—Os vamos a escoltar. —Señala al resto de los imperiales—. A la Arena.
Se me va la vista hacia la imponente estructura que se alza muy cerca con
aspecto inocente. Nunca he asistido a las entrevistas de los competidores,
así que no he tenido el placer de encontrarme en las gradas del estadio
apretujada entre miles de ilynos. Es como un inmenso tazón en el que nunca
pensé que pondría el pie.
El grupo echa a andar a buen paso hacia la Arena, flanqueado por los
imperiales. Está a poco más de un kilómetro del palacio, y por el camino
me dedico a observar los alrededores. Los árboles retorcidos parecen
cernirse sobre nosotros, y la manera en que el sol se filtra entre las hojas e
ilumina con sus luces y sombras el suelo bajo ellos me resulta extrañamente
atractivo. Las flores blancas y rosas adornan las ramas, y las que caen
salpican el sendero con sus pétalos.
Me voy quedando rezagada para observar a los competidores que
caminan por delante de mí. Todos los chicos llevan pantalón ceñido y
camisa, cada uno de un color, mientras que las chicas se han puesto vestidos
elegantes pero sencillos.
Braxton y Sadie hablan en susurros, entre sonrisas titubeantes, mientras
que Andy no para de adelantar el pie para zancadillear a Jax, y se ríe
burlona cada vez que el chico tropieza. Miro a Hera, que va muy callada y
contempla con admiración el túnel de árboles que parece techar el sendero.
Ace, por el contrario, lleva la nariz tan alta que dudo que vea lo que tiene
delante.
Por último, me fijo en los dos hombres altos que caminan por delante del
grupo. Kitt y Kai se ríen, cosa que pasa a menudo cuando están juntos. El
futuro rey vuelve a mezclarse con los contendientes, lo que me hace
preguntarme si no le gustaría formar parte de estas Pruebas.
Blair se mete entre los dos hermanos y se ríe de algo que ha dicho uno de
ellos. El pelo color lila y el vestido azul marino parecen brillar a la luz del
sol, con lo que se crea la ilusión de que un foco la sigue constantemente.
Toca a los chicos cada vez que tiene una excusa. Es cualquier cosa menos
sutil. Sabe lo que quiere, y es obvio que quiere a uno de los dos. Casi la
admiro por su resiliencia.
Camino en silencio mientras veo caer de los árboles los pétalos rosados,
que se mecen en el aire con la brisa suave hasta posarse en el suelo…
—Veo que has encontrado algo para ponerte.
La voz grave me hace dar un salto, y se me escapa un taco entre dientes
al ver a mi lado al futuro rey. Se ríe de mi expresión de sobresalto, y me
contengo para no darle un empujón por pegarme ese susto. Respiro hondo
antes de mirarle a los ojos verdes, del mismo verde que las hojas que
penden sobre nosotros. Del mismo verde que los ojos de su padre.
«Los ojos del rey».
La idea casi me hace tropezar. Me esfuerzo por tragarme la repugnancia
que siento hacia este hombre y hacia el reino corrupto que algún día
gobernará a semejanza de su padre. Respiro profundamente y me recuerdo
que tengo que ser cortés, educada.
«Haz tu papel».
—Sí, pero el mérito no es mío. —Me miro el vestido azul claro que
ondula con la brisa—. Ha sido cosa de Ellie.
—Ah, sí. —La sonrisa del futuro rey es tan burlona que me sobresalto—.
Ellie. La doncella que decías que no te hacía falta.
—Esa misma —respondo en tono seco—. Y pensaba que le caía bien,
pero por lo visto quiere torturarme con estos zapatos.
Ya noto que me están saliendo ampollas con el calzado demasiado
estrecho que Ellie se ha empeñado en que lleve.
Se ríe de nuevo. Es un sonido luminoso, contagioso, que tiene el efecto
de intranquilizarme.
—No te envidio, te habrán hecho ampollas. —Esboza una sonrisa y me
señala—. Pero te sientan bien.
—Gracias…
Todo lo que digo me sale con tono de pregunta, que no es lo que quiero.
Siempre había dado por hecho que el futuro rey sería frío, calculador, o
como mínimo más semejante a su hermano. Pero Kitt parece todo lo
contrario, cosa que me confunde, considerando quién es su padre y el futuro
que le aguarda.
Perdida en mis pensamientos, alzo la vista y me encuentro con que la
imponente silueta de la Arena está ya muy cerca, al final del túnel de
árboles. El estadio es gigantesco. Nunca había visto una estructura tan
grande, aparte del castillo.
Siento que algo me cae en la cabeza y pego un respingo. Kitt suelta una
carcajada y extiende la mano hacia mi pelo, y me encojo. Se da cuenta, y
frunce el ceño con preocupación.
«No estoy haciendo muy bien mi papel».
Trato de borrarme de la cara todo rastro de ansiedad y esbozo una sonrisa
débil al ver la flor rosa que me muestra entre los dedos. Alzo la vista. Kitt
tiene varios pétalos en el pelo alborotado.
—Oye… Esto también te sienta bien —me dice, y me vuelve a poner la
flor en la cabeza.
Respiro hondo y me esfuerzo por acentuar la sonrisa.
—Lo mismo digo. —Le señalo el pelo rubio lleno de pétalos.
Me devuelve la sonrisa y se pasa la mano por la cabeza, pero no consigue
librarse de las flores que lo han coronado.
—Bueno, ahora vamos a juego —se limita a decir, y me mira.
Aparto los ojos, pero sigo notando los suyos clavados en mí. Hago lo
posible por parecer tranquila, compuesta.
—Pareces… —Hace una pausa hasta dar con la palabra que busca—.
Nerviosa.
«Bravo por mi apariencia tranquila y compuesta».
Esbozo una sonrisa, pero con la mirada seria.
—Espero que los nervios también me sienten bien.
—¿Es por las entrevistas o por otra cosa? —me pregunta con voz amable,
curiosa.
«Es por la preocupación».
Lo miro, pero enseguida aparto los ojos por miedo a que el rey me
devuelva la mirada.
—Por las entrevistas, y por la posibilidad de hacer el ridículo.
—Seguro que lo haces bien. Sobre todo después del… incidente con mi
hermano, en Saqueo. —Me vuelve a dirigir su sonrisa encantadora—. La
gente todavía habla de ti.
Estoy a punto de responder algo cuando el sol me da de pleno en la cara.
No me he dado cuenta de que hemos salido del túnel de árboles, y tengo
que parpadear para protegerme de la luz cegadora.
Pero el sol desaparece tan deprisa como ha llegado. El grupo se queda en
silencio cuando cae sobre nosotros la sombra de la Arena. Nos dirigimos
hacia uno de los enormes túneles de cemento que llevan al interior, y
nuestras pisadas retumban contra las paredes de piedra fría hasta que
salimos al nivel más bajo del estadio.
Miro de un lado a otro, con los ojos muy abiertos para absorberlo todo.
El óvalo entero que es el terreno está rodeado de docenas de hileras anchas
cubiertas de bancos de cemento que suben por las paredes del estadio. Me
fijo en que cada sección de las gradas está protegida con cristal grueso.
No, no es cristal.
«Enmudecedor».
No sé casi nada de ese material tan escaso que inventaron los eruditos, y
desde luego nunca lo había visto hasta ahora. No sé cómo, esta especie de
cristal impide que los élites que están en las gradas utilicen sus poderes para
intervenir en las Pruebas.
Consigo apartar la vista del extraño material y sigo examinando el
estadio con los ojos muy abiertos. Estamos al nivel del suelo, junto a la
hilera de bancos más baja, pero la pista de tierra está más abajo. Me acerco
a la baranda de metal para mirar. Hay como cinco metros de caída.
El Pozo.
Ahí tendrán lugar las Pruebas mientras cientos de ilynos nos miran desde
las gradas.
Los imperiales nos hacen avanzar por el camino hasta que llegamos a una
zona más amplia que sobresale, rodeada de cristal grueso. Miro hacia el
interior, y veo tres sillas grandes, muy lujosas, sobre un suelo de madera
pulida que choca con el cemento frío y gris del resto de la Arena.
El palco del rey.
«Ahí es donde se sienta cómodo a vernos morir».
Para mi sorpresa, los imperiales nos hacen entrar en la estancia de cristal,
uno a uno. Nos ponemos en fila y vemos cómo Kai entra y va hasta el
rincón más lejano. Estiro el cuello para ver cómo levanta un pestillo
disimulado en el suelo, abre una trampilla y salta por ella sin esfuerzo.
Una mano en el hombro me empuja hacia delante.
«¿A dónde vamos?».
Entro en la estancia y voy hacia el agujero del suelo que me aguarda. La
habitación que hay abajo está a oscuras y es imposible ver a qué distancia
queda el suelo.
Contengo la respiración, doy un paso y me lanzo hacia la oscuridad.
Caigo de pie con un golpe suave. Es una caída de unos dos metros, así
que me alegro de que el terreno que me ha recibido sea blando. Pero, entre
que la alfombra es muy gruesa y he aterrizado con las rodillas flexionadas
para amortiguar el impacto, no puedo evitar caer hacia delante, contra algo
sólido.
No. No es algo. Es alguien.
Unos brazos fuertes me rodean antes de que se oiga la risa grave que
surge del amplio pecho contra el que he ido a parar. Unas manos grandes
me sujetan con firmeza por las caderas y, cuando los ojos se me
acostumbran a la oscuridad, distingo la curva ya conocida de la sonrisa
burlona en los labios de Kai, que me mira desde arriba.
—Mal juego de piernas, Gray. No querría ser tu pareja en la pista de
baile.
Le apoyo las manos contra el pecho para empujarlo, y me suelta de mala
gana con otra carcajada.
—Bueno, el sentimiento es mutuo. —Estoy azorada, y no lo soporto—. Y
mi juego de piernas es excelente, muchas gracias. —Me aclaro la garganta y
aparto la mirada—. Cuando peleo —añado en voz baja.
Tiene razón, una vez más. Y, una vez más, no lo soporto. Soy un desastre
para bailar. En una pelea me muevo con ligereza, pero en el salón de baile
no.
Se ríe de nuevo, pero, antes de que tenga ocasión de hacerme algún otro
comentario malicioso, Kitt cae junto a mí.
—¿Jugando con la competencia, hermano? —Es obvio que se está riendo
mientras se dirige hacia una palanca grande que hay en la pared y la empuja
hacia arriba. Sobre nosotros, las luces parpadean y zumban para cobrar
viva. Me duele que me recuerden a mi hogar, a las pocas farolas que
iluminan Saqueo.
—No puedo resistirme a jugar con la competencia cuando es divertido —
replica Kai al tiempo que se encoge de hombros.
Estoy a punto de decir algo que sé que debería callarme cuando la
conversación se termina porque el resto de los élites caen, literalmente, en
la estancia. Miro a mi alrededor. Hay sillas y sofás cómodos, y un buen
surtido de comida en una mesa larga. Está claro que tenemos que
permanecer ahí hasta que empiecen las entrevistas.
Todos se reparten por el lugar, se sientan en las sillas, se sirven comida.
Noto una mano en el hombro y me sobresalto. Me doy la vuelta con
brusquedad y me encuentro ante unos ojos color miel cargados de diversión
que me miran entre mechones de pelo rojo como el vino.
—Caray, sí que estás nerviosa. —Andy arquea una ceja.
—Sí, bueno, creí que eras Kai y te iba a romper la nariz.
Deja escapar un bufido de risa.
—Te comprendo. Mi primo es un cretino. Más o menos. —Mira hacia
Kai sin perder la sonrisa.
—¿Tu… primo?
—Sí. Tiene la suerte de estar emparentado conmigo. —Sonríe, y el anillo
de la nariz centellea a la escasa luz—. Los dos, aunque Kitt es solo medio
primo, claro.
—Así que tú también vives en el palacio, con ellos. —Hago un ademán
con la cabeza hacia los chicos, que están muy ocupados metiéndose con
Jax.
—Por desgracia, sí. —Sacude la cabeza y se ríe—. Ni te imaginas la de
veces que se han peleado por la comida… —Deja sin acabar la frase y
sonríe—. En fin, en palacio soy lo que dicen una manitas. Mi padre y yo
arreglamos todo lo que hay que arreglar, y créeme si te digo que esos han
roto muchas cosas.
Acabamos sentadas en un sofá y charlamos, vacilantes. Nos mostramos
corteses la una con la otra, encantadas de tener una conversación civilizada,
pero muy conscientes de que somos competidoras.
El sonido retumbante de cientos de pisadas nos hace callar a todos. El
rugido crece en la Arena, sobre nosotros, y el corazón me da un vuelco. Ya
han llegado. Cientos de ilynos, puede que miles. Vienen a presenciar las
entrevistas, el espectáculo. Vienen a elegir a quién dan su apoyo, quién
quieren que viva.
No sé cuánto tiempo tarda en cesar el desfile de pisadas. Lo que no se
apaga son las voces. Entonan cánticos y gritan aclamaciones a la espera de
que aparezcan los contendientes. Los imperiales nos hacen ademanes para
que vayamos hacia la trampilla, y vuelvo a encontrarme haciendo cola para
salir de la estancia, de vuelta a la caja de cristal.
No me doy cuenta de que el futuro rey está a mi lado hasta que me quita
algo del pelo. Ni siquiera tengo tiempo de encogerme antes de ver que tiene
en la mano una flor, la que había olvidado que llevaba enredada en los
mechones plateados.
—Sigo pensando que te queda bien, pero igual es mejor que no lleves
esto en la cabeza durante la entrevista. —Me entrega la flor con una sonrisa
—. Llamarías mucho la atención. De las abejas, sobre todo.
«Haz tu papel».
Es lo que me tengo que decir una y otra vez. Porque, siempre que lo
miro, solo veo a su padre, y al hombre que algún día gobernará un reino
corrupto. Así que, pese a la repugnancia que me inspira, me obligo a
sonreír.
—Gracias. Por salvarme de la humillación y de las abejas.
Braxton se sitúa bajo la salida y doy la bienvenida a la excusa para
apartar la vista del futuro rey. El fornido no tiene que saltar para agarrarse al
borde, sino que se iza con facilidad para pasar por la trampilla. Los chicos
van saliendo uno tras otro hasta que solo quedan los dos príncipes.
Estos ayudan a las chicas a subir. A Hera prácticamente la alzan en
volandas. Blair aprovecha la situación para que le pongan las manos por
todo el cuerpo. Sadie pide con cortesía que se limiten a darle impulso, y al
final solo quedo yo con los hermanos.
Alzo la vista hacia la trampilla y calculo cómo tengo que saltar, pero Kai
se pone detrás de mí y agacha la cabeza hasta que casi me pone la barbilla
sobre el hombro.
—¿Eres tan terca como para no pedirme ayuda, Gray?
—No —replico con tono frío—. Soy tan fuerte como para no necesitarla.
Cuando vuelve a hablar, tiene los labios casi pegados a mi oreja.
—Eso es lo que quería oír.
Siento que su calor se aleja cuando se hace a un lado y señala la trampilla
con una sonrisa en los labios.
De un salto, me agarro al borde de la abertura y me quedo con las piernas
colgado en el aire un momento. Nunca había estado tan contenta de los
muchos años de entrenamiento escalando para entrar en edificios. Me doy
impulso, voy a levantar las piernas…
—Condenado vestido —resoplo.
El tejido me aprieta las caderas. No puedo moverme con libertad.
—Venga. —La voz burlona de Kai suena detrás de mí—. Pídeme ayuda,
Gray.
Pongo los ojos en blanco.
—Soy terca, ya lo sabes.
Oigo la risita de Kitt antes de notar las manos que me rozan las piernas.
Miro hacia abajo, sobresaltada, y veo una mata de pelo ondulado y
alborotado. Kai me ha agarrado el dobladillo del vestido. Los ojos le brillan
al alzarlos hacia mí.
—¿Me permites? —dice con voz amable en la que se lee la risa.
Trago saliva, vuelvo a poner los ojos en blanco y, contra lo que me
gustaría hacer, asiento.
Y me desgarra el vestido.
Rompe el tejido con facilidad para crear una raja que me sube hasta el
muslo por un lado y me libera de los estrechos confines del atuendo. Sus
dedos callosos me rozan por un momento la piel.
—Es un placer romperte los vestidos, Gray. Para ayudar, por supuesto. —
Kitt se echa a reír. Kai sonríe, burlón—. Solo tienes que pedirlo.
—¿Para qué voy a pedirlo, cuando es obvio que tienes tantas ganas de
ofrecerte?
La risa de Kai me acompaña cuando me alzo, aunque los brazos me
arden por el esfuerzo. Me pongo de pie en el palco de cristal y veo con
alivio que las sillas aún no están ocupadas. La sola idea de encontrarme
ante el rey, después de que hablara de mi padre con tanta frivolidad, como si
no lo hubiera asesinado, hace que me hierva la sangre. Nunca en mi vida
había tenido que esforzarme tanto para no clavarle un tenedor en la yugular
a otra persona.
Respiro hondo y salgo.
La multitud ruge.
«Ya estamos aquí».
Los imperiales nos llevan hasta una abertura en la baranda, ante el palco,
donde han instalado una escalera para que bajemos al Pozo. En cuanto piso
la arena, la multitud grita y aplaude. Es como si las Pruebas ya hubieran
empezado.
Atravesamos el Pozo para llegar al centro, donde un escenario
improvisado se alza a un metro sobre el suelo. En la parte de atrás han
puesto diez sillas de asiento mullido, y hay otras dos frente a ellas, en el
centro. Los imperiales nos indican que subamos, y tomamos asiento. Miro a
Lenny, que me hace un ademán tranquilizador antes de situarse con el resto
de los guardias.
—¡Bienvenidos a las sextas Pruebas de la Purga, ilynos!
La multitud ruge y giro la cabeza de golpe hacia la voz femenina, aguda.
Se vuelve para mirarnos con los ojos marrones cargados de entusiasmo, los
labios rojos, gruesos, curvados en una sonrisa al vernos.
«Azulah».
Tiene gracia que su pelo, de un llamativo un azul verdoso, haga juego
con su nombre. Nunca he visto a las jóvenes que han dirigido las entrevistas
de las Pruebas anteriores, pero he oído hablar mucho del aspecto
característico de Azulah, así que la identifico al momento.
—¡Pero estas Pruebas no van a ser como las de siempre! —Sonríe a la
multitud, con lo que muestra los dientes blanquísimos—. Por primera vez
en las Pruebas de la Purga uno de los contendientes es el futuro ejecutor.
Casi noto cómo los miles de ojos se clavan en Kai. Es obvio que está
acostumbrado a toda esta atención, porque se relaja aún más en la silla.
—Por eso, este año las Pruebas serán un poco… diferentes —continúa.
La multitud enloquece.
Recuerdo lo que me dijo Ellie, que es lo mismo que acaba de decir
Azulah.
«Diferentes».
¿Y todo porque compite un miembro de la familia real? ¿Para ponerle las
cosas difíciles al futuro ejecutor?
Pero Azulah no me da tiempo a seguir pensando.
—¿Estáis preparados para conocer a vuestros élites?
Tiene la palma de la mano contra el pecho, con lo que sus palabras se
oyen en toda la Arena. Su habilidad de amplificadora le permite proyectar
la voz, o la voz de cualquiera a quien toque. Es un poder mundano, pero
muy útil para su trabajo.
La gente aplaude y golpea el suelo con los pies. Es un sonido retumbante.
—¿Qué tal si conocemos a Jax en primer lugar? Jax, cariño, ven aquí,
siéntate conmigo.
Jax, sonriente, se deja caer en la silla de la parte frontal del escenario, al
lado de Azulah. No para quieto, nervioso, mientras ella lo bombardea con
preguntas vanas sobre su vida y sobre las pruebas.
—Pues… me gusta pelear con Kitt. Porque a veces me deja ganar. Kai,
no. No.
La multitud se echa a reír con la respuesta de Jax a la pregunta de qué es
lo que más disfruta de los entrenamientos previos a las Pruebas. El chico
sonríe a Azulah, avergonzado, aunque su sonrisa sube un grado al ver que
Kai se encoge de hombros.
—¿A que es encantador? —Azulah sonríe a la multitud—. Recuérdame
una cosa, Jax, ¿cuántos años tienes?
Le pone una mano en el hombro para amplificar su respuesta.
—Quince.
«Por la plaga, qué joven es».
—¡Y con quince años ya se te ha concedido el honor de competir en las
Pruebas! —exclama Azulah, y mira a la multitud en busca de aprobación.
La gente se la da en forma de más gritos y patadas contra el suelo—. Dinos
otra vez, ¿qué poder tienes?
El chico carraspea para aclararse la garganta.
—Soy un parpadeo.
—¡Es fascinante! Háblanos de tu habilidad, para los que no la hayan
presenciado nunca.
—Bueno… —Se yergue en la silla—. Me puedo teletransportar a
cualquier lugar que vea… en un abrir y cerrar de ojos. En un parpadeo. —
Sonríe mientras el público se ríe a carcajadas.
—Muy bien, Jax. Una cosa más antes de que nos demuestres qué puedes
hacer. —De pronto, Azulah se ha puesto seria—. ¿Qué esperas de las
Pruebas?
Jax, pensativo, inclina la cabeza hacia un lado.
—Pues… no sé bien en qué van a consistir las Pruebas, pero, pase lo que
pase, espero honrar a mi reino, a mi familia… —Hace una pausa y mira a
Kai—. Y a mí mismo.
El estadio estalla en aplausos al escuchar el lema de las Pruebas de la
Purga. Azulah se levanta y acompaña a Jax para bajar por los peldaños del
escenario hasta la arena prensada del Pozo.
—¡Adelante, Jax!
Jax está sonriendo al público y al segundo siguiente ya no está. Me
vuelvo en la silla para ver a dónde ha ido y lo veo detrás de Kai, con una
sonrisa traviesa en la cara. Le revuelve el pelo antes de desaparecer de
nuevo, mientras el príncipe farfulla algo.
Jax sigue su demostración y parpadea de un lugar a otro, provocando
exclamaciones de asombro cada vez que aparece en un punto diferente. Tras
unos minutos, parpadea de vuelta a su silla, entre Kai y Braxton. Kai lo
agarra por el cuello con el brazo y le revuelve el pelo sin piedad.
Azulah sigue adelante con el programa de entrevistar a los contendientes
y luego hacer que demuestren sus poderes, siempre con la misma rutina.
«Esto no es más que un concurso. Un concurso para ver quién es más
fuerte».
Braxton destroza las estatuas que le han puesto por el estadio, las lanza
por los aires. Tras la entrevista de Ace, en la que habla como si ya hubiera
ganado las Pruebas, baja al Pozo tan pomposo como de costumbre. Las
ilusiones que proyecta son tan reales que engañarían a cualquiera. Crea una
llamarada que recorre el Pozo, y consigue incluso que huela a humo. Y
luego la hace desaparecer en un instante, sin dejar ni rastro.
Sadie, que es una clonadora, demuestra su poder creando diez copias de
ella misma y enviándolas a las gradas. Los duplicados saludan al público
con la mano antes de volver en fila a su asiento.
Después de Sadie llega la entrevista de Blair, que se muestra
asquerosamente dulce con Azulah y con la gente, aunque no se me escapa
el tono tenso de voz cuando habla de ganar las Pruebas. Cuando salta a la
arena, levanta a Azulah del suelo con su poder de telekinesis, lo que me
dice que su fuerza es más mental que física. De hecho, el puñal con el que
me hirió la oreja ayer debió de lanzarlo usando su poder, no la mano.
Hera es tímida, no para de moverse en la silla y responde lo justo. Casi
oigo un suspiro de alivio cuando por fin llega el momento de demostrar su
habilidad en lugar de hablar al público. Desaparece y, un momento más
tarde, Azulah desaparece también. La multitud aplaude.
Andy es de largo la más divertida. Relata sin rubor anécdotas
embarazosas de su infancia con Kitt y Kai. La gente la adora, se ríen con
cada palabra. Pero, cuando baja al Pozo para mostrar su poder, a todos se
nos escapa un grito de admiración. Se transforma ante mis ojos en un tigre.
Luego, en un halcón. Luego, en un lobo. Todos del mismo color vino que su
pelo. Al final, tras convertirse en diferentes animales como si tal cosa,
vuelve a su forma humana, con el vestido color lila intacto.
A continuación, Azulah llama a Kai, lo que me deja a mí en último lugar.
«Genial».
Mientras Kai le dirige una sonrisa, Azulah se sonroja y parece azorada.
Es obvio que se ha puesto su máscara de tipo encantador. Gasta bromas,
interactúa con la gente. Cuando Azulah le pregunta qué espera de las
Pruebas, responde lo mismo que todos los contendientes que lo han
precedido: «Honrar a mi reino, a mi familia, a mí mismo».
Por fin, al terminar, sonríe a la sonrojada Azulah y baja del escenario
para demostrar su habilidad. En realidad, las habilidades de todos los
demás: va usando uno tras otro el poder de cada contendiente para asombrar
a los espectadores. Los utiliza con facilidad. Lleva muchos años
entrenando.
Cuando llega al final de la hilera, me mira a los ojos. Inclina la cabeza a
un lado y me observa fijamente, con los ojos grises clavados en mi cara. No
quiero ni imaginarme cuánto le debe de molestar no poder usar mi
«habilidad», cosa que me hace sonreír mientras lo veo desde arriba.
Al final, Kai vuelve a su silla y yo me dirijo hacia mi destino.
—¡Y, en último lugar, Paedyn Gray!
La voz de Azulah resuena en toda la Arena al tiempo que da unas
palmaditas a la silla que hay junto a la suya.
«Haz tu papel».
Tengo las manos pegajosas de sudor. Me siento al lado de Azulah y me
estiro la falda del vestido, aunque es una excusa para secármelas contra la
seda suave. Miro en dirección al público y se me corta la respiración. Casi
me da vergüenza no haberme fijado antes, pero ahora que los he visto no
puedo dejar de mirarlos.
El rey, la reina y…
«Kitt».
Me miran desde arriba, desde su cómodo palco de cristal. El rey y su
heredero están juntos y su parecido es como un golpe en el esternón. Los
dos tienen el pelo rubio arena, los ojos color esmeralda. Son tan semejantes
que el odio que siento hacia uno se transfiere al otro.
—¡Bueno, Paedyn, háblanos del incidente con el príncipe Kai!
Vuelvo a mirar a Azulah, y el brillo de sus dientes blancos y su pelo casi
me ciegan. Se inclina hacia mí y me pone una mano en el hombro para
proyectar mi voz.
—Pues, según el príncipe Kai, no hay mucho que contar. A mí lo que me
parece es que le da vergüenza que tuviera que rescatarlo una chica de los
barrios bajos —digo sin poder contenerme.
«Por la plaga, necesito caerle bien a la gente, no debería burlarme de su
príncipe y…».
Carcajadas.
Para mi sorpresa y redención, le hago gracia a la gente. Miro en dirección
a Kai, que tiene un atisbo de sonrisa en la cara.
«Ah, así que puedo sacudirle un poco. Bueno es saberlo».
—¡No te cortes, tú di lo que piensas! —Azulah se ríe antes de pasar a la
siguiente pregunta, la que sé que muchos se están planteando—. Cuéntanos,
¿cómo pudiste enfrentarte a un silenciador y derrotarlo? Es obvio que sabes
pelear físicamente, pero ¿cómo es que no te afectó el silenciador?
Respiro hondo. Sé que este detalle es muy importante si quiero que la
gente me entienda, que me crea.
—Bueno, Azulah, es que soy una mental. Es un poder que me permite
percibir emociones fuertes en los otros, y a veces algún fragmento de
información. Eso mismo me posibilita tener control sobre mi mente, cerrar
el paso a los silenciadores. —Se me escapa una sonrisa—. Y, por lo visto, al
príncipe Kai, que no puede percibir ni utilizar mi pequeña habilidad.
—¡Es fascinante! La verdad, nunca había conocido a un mental.
Me mira con los ojos muy abiertos, intrigada. Seguro que el resto de la
gente está igual.
—Sí, es una habilidad mundana, pero bastante escasa. —Sonrío de oreja
a oreja, como si no estuviera mintiendo.
—Muy bien, Paedyn, háblanos de tu vida en los… —Se detiene, a punto
de decir «barrios bajos»—. En Ilya.
Me planteo la posibilidad de seguir mintiendo, de decir que la cosa no es
tan grave, que vivir en los barrios bajos no está tan mal. Pero, de pronto,
siento la necesidad de ser sincera.
—Mi vida en los barrios bajos, quieres decir, ¿no? —Parpadea,
sorprendida ante lo brusco de mi corrección—. No hay gran cosa que
contar. La vida en las calles no es vida. —La miro a los ojos antes de
volverme hacia la multitud, que de pronto guarda silencio—. Estos últimos
años, las únicas constantes han sido el hambre y el frío. Y no solo para mí.
Hay docenas de personas que duermen sobre el mismo empedrado frío que
yo. Docenas que harían lo que fuera por un chelín. —Me detengo un
segundo para coger aliento—. La vida en los barrios bajos es la
supervivencia del más apto. Así que, en cierto modo, estoy mejor preparada
que nadie para estas Pruebas.
Azulah me mira, sorprendida. No es la respuesta que se esperaba. En sus
ojos castaños se vislumbra algo que se parece a la compasión, y no me
gusta. No quiero la compasión de la gente. Quiero que las cosas cambien.
A toda prisa, pasa a preguntas más ligeras sobre los entrenamientos y el
resto de los competidores.
—¿Quién crees que será tu adversario más fuerte?
—Pues… —No sé qué responder, y me coloco un mechón de pelo detrás
de la oreja.
—¿Tal vez el príncipe Kai? Como puede utilizar cualquier poder… —
intenta ayudarme Azulah.
—El mío, no. —Me echo a reír, y la entrevistadora me imita—. No, con
él no tendré problema. De hecho, ya veremos hasta dónde llega en estas
Pruebas, cuando no esté yo para salvarlo.
Sonrío con toda inocencia mientras la multitud estalla en carcajadas, y
casi siento la mirada de Kai que me taladra la nuca.
—Muy bien, Paedyn, última pregunta. ¿Qué esperas de las Pruebas?
Abro la boca con intención de recitar el lema aprendido, igual que todos
los demás. Es lo que se supone que tengo que hacer. Pero vuelvo a mirar
hacia el palco de cristal, hacia el rey presente y el futuro, y soy incapaz de
morderme la lengua. Se me escapa lo que no debo decir.
—Sobrevivir. Espero sobrevivir a esto.
Siento los miles de ojos clavados en mí.
Azulah consigue parpadear. Una ligera brisa le ha echado sobre la cara
algunos cabellos azulados. Por último, carraspea y se levanta para que
bajemos del escenario.
—¡Muy bien! —Está tratando de actuar con naturalidad—.
¡Demuéstranos lo que puedes hacer!
Es mi turno de mirarla y parpadear.
«¿Cómo demonios quiere que lo haga?».
—Hum… —Miro a mi alrededor en el estadio—. ¿Por qué no eliges a
una persona cualquiera del público y veo si puedo leerla?
«¿De qué plagas estoy hablando?».
Azulah sonríe y asiente, encantada de hacer algo. La veo subir por los
peldaños que salen del Pozo y caminar entre las hileras de espectadores al
tiempo que reparte sonrisas y saludos. Tras unos minutos de pensárselo, al
final señala a una chica que está sentada pocas filas más arriba. La pobre
parece muy confusa, pero se levanta y baja al Pozo guiada por Azulah.
Se me acerca con cautela y me doy cuenta de que es apenas un poco
mayor que yo. Tiene el pelo castaño corto, con pecas que le salpican la cara
y le dan un aire de inocencia eterna. Sonrío y le tiendo las manos. Más me
vale dar un buen espectáculo.
—Tranquila, que no muerdo —digo con voz calmada cuando da un paso
atrás.
Sonrío, espero que con calidez, y así me tiende las manos morenas. Las
cojo entre las mías y la observo a toda prisa antes de cerrar los ojos.
«Ya sé todo lo que necesito saber».
Pienso en la cadena deslustrada que lleva al cuello, de la que cuelga un
anillo también sin brillo, casi invisible entre los pliegues de la camisa. Yo
conservé el anillo de mi padre cuando murió, solo que lo llevo en el pulgar.
—Percibo en ti… dolor. —Le aprieto las manos cálidas y respiro hondo
—. Has perdido a un hombre que te era muy querido. Hace un tiempo. ¿Tu
padre?
Abro los ojos y la veo boquiabierta.
—Sí —dice en voz baja, pese a que la mano de Azulah en el hombro
hace que todos la oigan—. Sí, murió hace cuatro años.
—Lo siento mucho. Sé lo que es perder a un padre.
No aparto los ojos de los de la chica, aunque me muero de ganas de
dirigirle una mirada al rey en su palco reluciente.
La multitud lanza exclamaciones, sorprendidos de que haya sabido un
detalle tan personal.
Y quieren más.
Azulah elige a una persona tras otra para que bajen al Pozo, todos
encantados de que los «lea». De todos sé algo personal, algo que una
desconocida no puede saber.
—Acabas de saber que estás embarazada…
—Tu padre es herrero…
—Esos zapatos que llevas son robados…
Y, en cada ocasión, tanto la persona que leo como el público lanzan gritos
de admiración. Aplauden, patalean, me jalean… Tengo al público en el
bolsillo.
«Por la plaga, si llego a saber que la gente disfruta tanto con estas cosas,
habría cobrado por las lecturas que hacía en la calle».
Tengo delante a un joven desgarbado, sonriente, que me mira con
expectación. Cierro los ojos y recuerdo la rodilla manchada de arena que le
he visto en la pernera derecha del pantalón cuando se ha adelantado hacia
mí. Eso, junto con el bulto casi imperceptible de una cajita en el bolsillo de
la chaqueta y la expresión de felicidad que le veo en el rostro me llevan en
segundos a una conclusión.
—Percibo… alegría. Porque… —Le suelto una mano y me pongo el
índice contra la sien—. Te acabas de comprometer. Hoy mismo.
Abro los ojos justo a tiempo de ver cómo se queda boquiabierto.
—¡Sí! ¡Es verdad! ¡Me he declarado hace menos de dos horas! —Se
vuelve hacia la gente con una sonrisa inmensa. El público enloquece.
—¡Felicidades!
Las aclamaciones de la multitud ahogan el grito mientras el joven sube
los peldaños de dos en dos para volver a su asiento. Yo también regreso a
mi silla antes de que nadie más me pida una lectura.
Azulah hace un ademán amplio con el brazo para señalarnos a todos.
—¡Y estos son los contendientes para las sextas Pruebas de la Purga!
Su voz retumba en todo el estadio, aunque los gritos de la multitud la
ahogan enseguida.
Los demás competidores se levantan y los imito. Saludamos con la mano
y sonreímos a los espectadores, los vemos gritar, dar patadas, agitar los
puños en el aire.
Me siento asqueada.
Me siento utilizada.
«Para ellos no es más que un juego».
Pero, si quiero seguir con vida, tengo que hacer mi papel. Tengo que
engañarlos. Y el precio de la supervivencia es convertirme en un peón en su
juego. Para hacerles creer que esto me gusta… y así conseguir gustarles a
ellos.
De modo que me pongo un poco más erguida, levanto un poco más la
cabeza, acentúo un poco la sonrisa.
«Yo no soy el peón de nadie».
Tengo sangre en las manos, en la ropa, todo manchado de un rojo
repugnante. La tortura es un asunto sucio y, pese a los años de práctica, no
se vuelve más fácil. Ni más limpio.
Kitt se ha entrenado desde niño para ser comedido, justo, regio; mi
entrenamiento, en cambio, es más práctico. Buena parte de mi educación ha
consistido en estrategias de combate, asesinatos y en el arte de la tortura.
Gracias a este aprendizaje único, intenso, lo que hago se me da muy bien.
Excepto en el caso del silenciador acurrucado en el suelo de la mazmorra,
ante mí. Llevo días con él. Le he dado paliza tras paliza, ¿y qué he sacado
en claro?
«Nada».
Decir que estoy rabioso es quedarse muy corto. La única palabra útil que
ha salido de sus labios, aparte de gritos desgarradores y súplicas, es
«Micah». Doy por hecho que se trata de su nombre.
Suspiro y me acuclillo junto a su cuerpo desgarrado, ensangrentado.
Tiene el pelo largo lleno de sangre, y los mechones apelmazados le caen
sobre los ojos de un castaño intenso. No creo que sea mucho mayor que yo.
—A ver, corrígeme si me equivoco —digo con voz engañosamente
amable—, pero no creo que seas mudo. —Lo agarro por la barbilla y lo
obligo a abrir la boca llena de sangre que le cubre la lengua y le mancha los
dientes de escarlata—. Eso tiene fácil arreglo. Te puedo cortar la lengua.
Le suelto la cabeza contra el suelo de piedra y me levanto para
marcharme. Ya llego tarde a cenar. Cierro la puerta de la celda al salir y
saludo a Damion con un ademán de la cabeza. Me responde igual y me
sigue por el largo corredor de las celdas.
Nuestras pisadas resuenan contra las paredes de piedra mientras subimos
por la escalera para salir al pasillo iluminado por el sol, encima de las
mazmorras. Me dirijo hacia el salón del trono, inmerso en mis
pensamientos.
Las Pruebas serán muy pronto. Solo faltan cuatro días para el primer
enfrentamiento mortífero. Estos últimos días no ha variado mi rutina de
entrenar, comer, charlar, torturar. Bueno, y de meterme con Paedyn.
Últimamente es mi mejor fuente de diversión. Es muy entretenida, con su
ingenio, su terquedad, la evidente irritación que le produzco…
«Basta».
Tengo que dejar de pensar en Paedyn. Entro por las enormes puertas del
salón del trono. Me meto las manos en los bolsillos con indiferencia,
aunque soy muy consciente de que la camisa azul marino salpicada de
sangre no es la indumentaria adecuada para una cena.
Los criados ya han puesto la comida sobre la mesa, y todos los presentes
la están disfrutando con entusiasmo. No hay cabeza que no se vuelva al oír
el sonido de mis zapatos contra el suelo liso, y varios pares de ojos ven la
sangre de la ropa. Hago caso omiso de sus miradas. Estoy demasiado
cansado para cambiarme y demasiado hambriento para que me importe.
—Vaya, Kai. Menos mal que llegas.
Mi padre tiene voz de irritación, como siempre que habla conmigo. Me
siento.
—Cariño —dice mi madre, y se inclina hacia mí—. Estás un poco…,
eh…, ensangrentado.
Hace una mueca mientras me mira de arriba abajo.
—Gajes del oficio, madre.
Le dedico una sonrisa, la sonrisa dulce que le reservo a ella. Asiente,
vacilante, y trata de relajarse en su asiento.
Apenas si escucho las charlas que tienen lugar a mi alrededor. Estoy
terminándome las judías cuando me fijo en un sonido incesante.
Paedyn lleva el pelo plateado recogido en una coleta descuidada, aunque
unos cuantos mechones ondulados se le han escapado y le caen sobre la
cara. Tiene los ojos clavados en el plato, pero no para de dar golpecitos con
el anillo plateado del pulgar contra la madera de la mesa.
Y, de pronto, esos ojos como océanos se clavan en los míos.
Hago un ademán hacia su pulgar.
—¿En qué estás pensando, Gray?
Me mira como si me viera por primera vez.
—¿Qué te pasa en la camisa, Azer? —Se fija en mi ropa y se le abren
más los ojos—. ¿Eso es… sangre?
Seguro que son imaginaciones mías, pero creo ver un atisbo de
preocupación cuando piensa que la sangre de la camisa puede ser mía.
—Cuidado, querida, que casi parece que te importa.
Sonrío burlón, y ella pone los ojos en blanco.
La voz alegre de mi madre me interrumpe, y la miro.
—¡Espero que ya os estéis emparejando para el primer baile!
Contemplo los rostros en torno a la mesa. Solo se muestran confusos los
tres que no vivían antes en el castillo. Hera, Ace y Paedyn no se han pasado
la vida entre estos bailes, nunca han asistido a ninguno. Me muero de
envidia.
—Como es tradicional —sigue mi madre—, los contendientes se
emparejarán para el baile que tendrá lugar antes de cada Prueba. Sois
impares, pero no importa, le buscaremos pareja a quien lo necesite. —
Sonríe aún más—. Así que elegid pareja y empezad a practicar los pasos.
Kitt se acomoda en la silla a mi lado y veo que lanza una mirada rápida
hacia Paedyn. Me paso los dedos por el pelo antes de centrarme en la
comida. Tengo que concentrarme en algo.
Hay más chicas que chicos, así que seguro que emparejan a Kitt con la
que quede. Pero eso no impide que le pida a alguna que vaya al baile con él,
si quiere.
Es obvio que siente curiosidad por Paedyn. Y, aunque Kitt no fuera a
pedirle que lo acompañara al baile, cosa que seguro que va a hacer, a ella no
le gusto.
«Me encantan los desafíos».
Pero ha dejado muy claro lo que quiere que seamos: competidores.
Enemigos.
Lo que no sé es por qué yo no quiero lo mismo.

Me despierto por la mañana empapado en sudor.


No es extraño, dadas las pesadillas que tengo. Pero hoy es diferente. Hoy
hace un calor de mil demonios. Apenas si ha amanecido y mi habitación ya
está cargada de humedad pegajosa.
Salto de la cama, voy al cuarto de baño y me echo agua en la cara
sudorosa. No tardo nada en prepararme, y me pongo a regañadientes una
camisa blanca de algodón antes de ir hacia la puerta y…
Ahí está ella.
Sale de su cuarto mirando al suelo y cierra la puerta en silencio antes de
alzar la vista y dar un respingo al verme.
—¡Por la plaga, Kai, qué susto me has dado!
Parpadeo.
Es la primera vez que me llama por mi nombre, y me doy cuenta de que
no me importaría oírlo más veces en su boca. Parece que se da cuenta de lo
que ha dicho y carraspea antes de echar a andar por el pasillo.
—¿No es muy temprano para que se levanten los príncipes? —dice
mirando hacia atrás—. ¿Hoy no hay desayuno en la cama?
Solo tengo que dar tres zancadas para alcanzarla.
—Si a ti no te sirven el desayuno en la cama, a mí tampoco. Soy un
contendiente más, por si no lo recuerdas. Estos días, nada de príncipe
encantador.
—Encantador no lo has sido nunca.
Se me escapa la risa. Doblamos la esquina y vemos la cocina. El olor a
galletas y huevos basta para que cambie de rumbo.
—Así que… —empieza Paedyn.
Seguro que iba a hacer un comentario sarcástico que no tendré el placer
de escuchar porque la agarro por la muñeca y tiro de ella hacia las puertas
de la cocina. Seguro que tiene tanta hambre como yo, y aún falta una hora
para el desayuno.
Nos estoy haciendo un favor a los dos.
Por lo visto, Paedyn no está de acuerdo, porque clava los pies en el suelo
a la entrada de la cocina. Me lanza la mirada asesina a la que ya estoy
acostumbrado.
—¿Qué estás…?
—Chis. —Le pongo un dedo en los labios para hacerla callar—. Parece
que mi misión en la vida es hacer que comas, ¿no, Gray?
Su expresión azorada me arranca una carcajada, y entonces oigo el
sonido de pisadas. De mala gana, aparto los ojos de los suyos, muy abiertos.
Hemos atraído mucha atención. Varias criadas nos están mirando sin
disimulo, pero se apartan a toda prisa entre risitas, y tratan de mostrarse
muy ajetreadas.
—Buenos días, señoras —saludo a las sirvientas sonrojadas—. Hoy os he
traído a una invitada mucho más interesante que Kitt.
Le pongo una mano a Paedyn en la base de la espalda para que se
adelante.
Es una pregunta, una prueba tentativa, una indagación inocente.
«¿Te parece bien?».
Creo que por un momento se plantea romperme la muñeca, tal vez
clavarme un puñal en la garganta.
Luego, se relaja bajo mi contacto.
Es la respuesta muda a mi pregunta.
«Sí».
La acompaño al centro de la cocina, donde ya he visto a Gail ocupada
ante los fogones.
—Buenos días, Gail. —Se da la vuelta y se le ilumina la cara al verme—.
Estás maravillosa, como siempre.
Sonrío y, de un salto, me siento en la encimera junto a la que está friendo
el beicon.
—Eres un adulador, Kai. —Hace como si me fuera a dar con el trapo.
Luego mira a Paedyn, se yergue y saluda con un ademán de la cabeza—.
Ah, la señorita Paedyn. Es un placer.
—Por favor. —Paedyn suspira y sonríe—. Nada de «señorita». Paedyn, a
secas.
Casi veo cómo Gail se relaja. Seguro que está dando gracias a la plaga de
que no hagan falta formalidades.
—Bueno, ¿qué hace una chica tan dulce como tú con un canalla como
este?
Gail me señala con el pulgar mientras robo un trozo de beicon de la
sartén mientras no mira. Suelto una carcajada.
—¿Dulce? No sé yo, Gail. Hace unos días me puso un puñal contra el
cuello.
Paedyn se encoge de hombros.
—Se lo merecía —se limita a decir.
—No me cabe duda. —Gail le sonríe—. Seguro que yo habría hecho lo
mismo. —Me mira y hace un gesto en dirección a Paedyn—. Me gusta.
Paedyn echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Me quedo paralizado mientras
escucho ese sonido que llena la cocina, tan cálido, tan luminoso. Enseguida,
demasiado pronto, recupera la compostura, carraspea y se vuelve hacia mí.
—Así que Kitt y tú tenéis buena relación con Gail.
Inclino la cabeza hacia un lado y la miro.
—Inseparables —digo sin apartar la vista de ella—. ¿Verdad, Gail?
La cocinera suelta un bufido.
—Y tan inseparables. Los príncipes no me dejan en paz. —Le brillan los
ojos de orgullo al mirarme—. Gracias a mí no están flacos como alambres.
—Muy cierto. —Suspiro—. Gail nos engorda a golpe de bollos de miel.
Gail procede a relatar a Paedyn unas cuantas anécdotas embarazosas de
mi infancia, y la conversación fluye con naturalidad. Es la rutina habitual
entre la cocinera y yo. Le pregunto por su hijo, que está destinado como
guardia cerca de las Brasas, sin parar de robar algún que otro bocado pese a
los manotazos que me lanza. Miro a Paedyn, que me observa con
curiosidad, como si quisiera descifrarme.
«Qué cosas. Por lo general soy yo el que la mira así».
Me bajo de un salto de la encimera y le doy a Gail un beso en la mejilla.
—No me eches mucho de menos.
Me vuelvo hacia Paedyn, que se ha apoyado en la mesa y tiene la sombra
de una sonrisa en los labios. Me dirijo a ella. Echa un poco la cabeza hacia
atrás para mirarme a los ojos mientras salvo la distancia que nos separa y
me acerco tanto como para que me llegue el olor a lavanda de su piel.
Pongo la mano en su espalda. Mis dedos le rozan la camiseta.
Se tensa y casi no puedo contener la sonrisa. Abre la boca y me va a decir
que me aparte, pero saco la mano despacio y le muestro una manzana.
—Chis. Mi misión es darte de comer.
Mira la fruta y me la quita de la mano con un resoplido. Luego, sonríe
con descaro y limpia la manzana contra mi camisa, justo encima del
corazón.
Le da un mordisco sin dejar de mirarme a los ojos.
—Y decías que no eras un caballero.
Cuando llegamos a la zona de entrenamiento ya estoy sudando de nuevo.
Somos muchos los que nos quitamos la camisa, porque el calor es
intolerable. Kitt y yo corremos en torno a los terrenos a ritmo tranquilo. Veo
cómo los contendientes se emparejan para pelear, o van cada uno por su
lado para entrenarse. En uno de los círculos de arena, Andy ha adoptado la
forma de un leopardo rojo y traza círculos en torno a varias Sadies. No me
sorprende ver a Braxton en el suelo haciendo flexiones, mientras Jax se
dedica a lanzar piedras tan lejos como puede para parpadear y atraparlas
antes de que lleguen al suelo.
Por último, los ojos me traicionan y se desvían hacia un relámpago de
pelo plateado. Está peleando contra un árbol acolchado, como siempre. No
hace otra cosa. Sus movimientos son veloces, controlados, y en ellos
canaliza una emoción que no acabo de descifrar.
Se vuelve de repente con el brazo alzado y veo cómo gira la muñeca. El
cuchillo se clava en un árbol a diez metros de ella.
Es un movimiento practicado, resuelto, preciso.
No soy el único que la mira. Kitt tiene los ojos clavados en ella con algo
que parece curiosidad. Carraspeo y recupero el ritmo.
—¿Qué tal lo llevas?
Kitt gira la cabeza hacia mí.
—¿Ahora mismo? Cansado.
Me echo a reír y le doy un manotazo ligero en el estómago.
—No estás en forma, Kitty.
Me pega un empujón al oír su apodo de la infancia.
—Bueno, tampoco tengo motivos para mantenerme en forma, ¿no?
Lo dice en tono de broma, pero no se me escapa el deje de amargura en
su voz. Suspiro, porque sé de qué va esto.
—Ya sabes que no puedes.
—No sé a qué te refieres.
—Claro que lo sabes —mascullo—. Vas a ser el rey de Ilya, Kitt. Te
necesitamos con vida. Las Pruebas no son lugar para ti.
«Mierda».
Casi no he terminado de decirlo cuando me doy cuenta de que esas
palabras le duelen más que un puñetazo.
—Y mi reino tampoco es lugar para mí, claro. —Se ríe sin rastro de
humor—. ¿Hay algún lugar seguro para el heredero fuera del castillo?
—Kitt…
—Ya lo sé, ya lo sé —me interrumpe, y respira hondo—. Tenemos
deberes diferentes. Y siempre será así. Pero me gustaría que los míos no
fueran tan aburridos.
Me dirige una sonrisa desganada para quitarle importancia.
Me lo quedo mirando para ver si dice lo que ambos sabemos que quiere.
A ver si me dice que se siente atrapado, que no hace más que intentar
demostrar su valía, que ojalá pudiera tomar parte en las Pruebas.
Pero no lo dice, y su sonrisa es una súplica para que volvamos a ser
simplemente hermanos, no el futuro rey y su ejecutor.
Lo hago por él. Me obligo a sonreír.
—Bueno, por lo menos puedo contar con tu voto en las Pruebas.
Parece relajarse, y su sonrisa muestra lo que siente, como siempre.
Suspira de alivio por el cambio de tema.
—Pues no sé yo si votaré por ti. Hace un momento solo te ha faltado
llamarme gordo, Kaitty.
No soporto que me llamen así, y el muy idiota lo sabe. Le pongo la
zancadilla y el futuro rey de Ilya cae de bruces, pero consigue arrastrarme
con él.
Terminamos de correr, empapados en sudor bajo el sol implacable. Hago
unos estiramientos antes de ir a un círculo con Kitt. Practicamos un poco
tanto con los poderes como con los puños. Me dejo llevar por el ritmo
familiar y me distraigo pensando en lo que ha dicho Kitt.
El mundo se cae.
No, soy yo el que ha caído.
Estoy de espaldas contra el suelo y trato de respirar.
«Rayos. He perdido la concentración».
—Te he tumbado, Kai. —Kitt me sonríe desde arriba—. Hacía años que
no lo conseguía.
Sé que seguirá fanfarroneando, y no le doy ocasión. Hago un barrido con
las piernas, le acierto en los tobillos y lo derribo a mi lado.
—No te acostumbres —digo, y dejo reposar la cabeza contra el suelo
para sonreír mirando el cielo.
En cuanto recupera el aliento se echa a reír con ganas.
—Debería haberlo visto venir…
De mala gana, me pongo de pie y me sacudo la tierra de la ropa antes de
darle la mano para ayudarlo a levantarse.
Nos vamos cada uno por nuestro lado: Kitt, a entrenar con la insistente
Blair, mientras que yo me dirijo hacia las dianas. Cojo los cuchillos del
estante más cercano y doy unas vueltas a uno antes de lanzarlo por los aires.
Armas. Pelear. «Matar».
Para esto me han educado a mí. Por eso yo seré el ejecutor y el que
luchará en las Pruebas, no Kitt.
Me llega el sonido de puñetazos y un jadeo quedo a pocos metros a la
izquierda de los árboles acolchados que bordean la zona de entrenamiento.
«Ya está otra vez».
Ha vuelto a dar puñetazos al árbol, o puede que no haya parado en
ningún momento. Parece frustrada, rabiosa. Los puñetazos son más torpes.
La postura, menos controlada. Está cansada, y se le nota.
Le doy vueltas a un cuchillo en la mano, sacudo la cabeza ante lo que
voy a hacer. Lanzo el arma a la diana y me dirijo hacia ella, que no ha
dejado de golpear el acolchado del árbol. Me sitúo a su espalda y…
Se vuelve hacia mí como un relámpago y me lanza un codazo a la cara.
Casi no me da tiempo a esquivarla antes de agarrarle el brazo y detenerla.
Tiene los mechones de pelo pegados a la cara, brillante de sudor.
Se me escapa una sonrisa.
—Para intentar golpearme a mí vas a tener que entrenar mucho más.
Suelta un bufido.
—Por si se te ha olvidado cómo te salvé, sé pelear. Y no me hace falta
«intentar» golpearte a ti, príncipe. —Hace que le suelte el brazo y se vuelve
hacia el árbol como si yo no existiera.
«De eso, ni hablar».
—No estás en forma, así que vas a tener que intentarlo, Gray.
—Ah, ¿sí?
No sabría decir si se está riendo o sopesando la posibilidad de darme un
puñetazo. Puede que las dos cosas.
—Sí. Estás torpe. No pareces tú —digo, lo que hace que me gane otro
bufido.
Se vuelve a concentrar en el árbol y lo golpea una y otra vez para poner
fin a la conversación. Tiene los nudillos rojos, desollados, a punto de
sangrar.
«¿Por qué se hace esto?».
Pero sé muy bien la respuesta, porque yo he hecho lo mismo. He
golpeado acolchados, paredes, cualquier cosa, hasta que me han sangrado
los puños. Cualquier cosa con tal de dejar salir la rabia, la frustración que se
me acumula por dentro.
Eso mismo está haciendo Paedyn.
La trayectoria de los brazos es demasiado larga, no utiliza el cuerpo
entero para darse impulso. Por lo general tiene muy buena técnica a la hora
de pelear. Esto es impropio de ella. Pero está cansada y frustrada.
Y, aunque lo sé, no me resisto al impulso de jugar un poco con ella.
Me acerco por la espalda y le pongo las manos en las caderas para
hacerle girar el cuerpo justo cuando lanza un puñetazo. Se sobresalta y cae
contra mí, y me da con la cabeza en el pecho desnudo.
—No pongas toda la fuerza en los brazos, date impulso con el cuerpo
entero —digo, inclinando la cabeza para hablarle al oído. Traga saliva
cuando le pongo la mano en el abdomen, con las yemas de los dedos apenas
rozando la fina camiseta—. Desde aquí, Gray.
Tiene la respiración acelerada. Luego, da un paso adelante y el calor de
su cuerpo se aleja del mío. No le he quitado las manos de las caderas, pero
se vuelve y me dirige una mirada de irritación.
«Sabe que tengo razón. Y no lo soporta».
Estaba siendo torpe y, entre la concentración y la frustración, no se había
dado cuenta. Solo pensarlo me provoca una sonrisa. La oigo resoplar para
apartarse el pelo de los ojos antes de volverse de nuevo hacia el árbol.
—Venga, ahora el puñetazo —susurro. Me inclino hacia ella—. Y hazlo
bien.
Me sorprende que no replique, tal vez porque sabe que no le servirá de
nada. Cuadra los hombros y adopta la postura correcta con los pies. Luego,
golpea, y el puño vuela hacia el árbol mientras yo le giro las caderas. El
golpe lleva mucho más impulso, y me doy cuenta de que ahora es más
fuerte, gracias a unos días de comidas y entrenamiento consistente. Los
nudillos se hunden en la tela, y le noto los músculos de los brazos y la
espalda.
—Mucho mejor —digo con calma, aunque estoy impresionado. Tras un
momento más largo de lo necesario le aparto las manos de las caderas—.
Venga, ahora tú sola. Pero no te desconcentres.
Sigue mirando hacia el árbol.
Luego, veo un relámpago de pelo plateado en movimiento cuando se
vuelve y me lanza un puñetazo perfecto a la cara.
Un poco más y no me agacho a tiempo. Solo gracias a muchos años de
entrenamiento consigo reaccionar a toda velocidad.
—¿Qué tal así? —me pregunta con dulzura mientras me dirige su sonrisa
deslumbrante.
Se me escapa la risa.
—¿Y si no llego a agacharme, Gray?
—Sabía que te ibas a agachar, Azer.
Está muy cerca de mí y la sonrisa se vuelve más traviesa al repetir lo
mismo que yo le dije tras lanzarle el cuchillo.
—Alguien quiere pelea. —Le recorro el cuerpo con la mirada, sin prisa.
Me fijo en la posición de los pies, en las manos que no ha bajado del todo, y
en cada puntada de la ropa que lleva.
—Me muero por borrarte la sonrisa a puñetazos.
Vuelve a lanzarme un golpe, sabiendo que me voy a agachar para
esquivarlo. Está jugando conmigo.
—No es la primera vez que me lo dicen —replico mientras nos movemos
en círculo, el uno en torno al otro. Hemos retrocedido hasta una abertura
entre las dianas y el estante de las armas. Alzo las manos para rendirme
antes de empezar—. No te conviene, y a mí tampoco. Sobre todo porque no
me apetece echar a perder tu cara bonita, querida.
Solo le falta poner los ojos en blanco.
—Vaya. Pues a mí no me importaba echar a perder tu cara bonita.
Sonrío, burlón.
—Lo sabía. Te parezco guapo.
Me lanza otro puñetazo que esquivo con facilidad. Seguimos
moviéndonos en círculo, sin prisas. El pelo húmedo se me pega a la frente y
me lo peino con los dedos para apartármelo de la piel pegajosa.
—Sabes que en este momento tengo ocho poderes a mi disposición, y me
vale cualquiera para tumbarte, ¿no? —digo con una sonrisa, y veo cómo
entorna los ojos.
—No quiero pelear con tu poder. Quiero pelear contigo. Solo contigo.
No aparta la mirada penetrante ni un momento, mientras los otros élites
se fijan en nosotros y por lo visto les parecemos mucho más interesantes
que su entrenamiento.
—¿Me quieres solo a mí? ¿Sin poderes?
—Sí. Te quiero solo a ti —gruñe, molesta conmigo.
Sonrío, burlón.
—Sabía que me querías, Gray.
Como respuesta al comentario, me dirige una patada voladora a la cara.
La paro con las manos y la obligo a bajar la pierna, aunque una vez más
me sorprende su fuerza. Antes de que me dé tiempo a respirar, veo venir un
puñetazo perfecto, y esta vez tiene toda la intención de dar en el blanco.
Me agacho para esquivar, le agarro la muñeca y la hago girar hasta que
queda contra mi pecho para retorcerle el brazo a la espalda.
—Pues vas a tener que esforzarte más, Gray —le susurro al oído con una
sonrisa.
Suelta un gruñido y me clava el codo del otro brazo en el estómago. Se
me escapa el aire de los pulmones, y ella aprovecha la ocasión. Gira en
redondo y me da un codazo contra la cara. Me acierta en la mandíbula con
violencia. Aflojo la presa y se me escapa, y me lanza un gancho de derecha
exactamente al mismo punto de la cara.
«Rayos».
Sigo con la cabeza vuelta y me paso la lengua por el interior de la mejilla
mientras la boca se me llena de sangre. Me giro hacia ella muy despacio.
Está con los pies separados, sobre las puntas, las manos alzadas en posición
de pelea. En ese momento, sonríe, y me distraigo por un momento.
Suelto una carcajada y escupo la sangre al suelo.
—Mucho mejor, Gray. —Sonrío y me muevo en círculo en torno a ella al
tiempo que levanto los puños por instinto—. Casi voy a tener que pelear y
todo.
Se le borra la sonrisa, se agacha y mueve la pierna en un arco amplio con
intención de tirarme al suelo. Salto a toda prisa para esquivarla, pero en una
fracción de segundo vuelve a estar de pie y me lanza una andanada de
puñetazos, ganchos, directos, voleas. Me mantengo a la defensiva y los
paro. Pero se mueve deprisa, y al final consigue conectar un directo al
estómago que me deja sin aire.
«Vale. Si quiere pelear, pelearé».
No le voy a hacer daño. No mucho. La verdad es que tiene habilidad. Es
una buena luchadora, por mucho que me burle de ella. Pero me ha dejado
magulladuras en la barbilla y en el estómago, así que se acabaron los
juegos.
Se agacha y mi primer puñetazo pasa por donde hasta hace un segundo
tenía la cabeza. Me dirige una patada hacia las costillas. Le agarro el tobillo
antes de que me golpee, y tiro. Cae contra mí y le atrapo el muslo contra mi
costado y, con el otro puño, le acierto en el pómulo. No es un golpe muy
fuerte, pero basta para girarle el cuello.
Le suelto la pierna y, con el mismo movimiento, le engancho con el pie el
tobillo que todavía tiene firme en el suelo, y tiro. Cae con violencia, se da
de espaldas contra el suelo y tose mientras trata de recuperar la respiración.
Me alzo sobre ella con una sonrisa porque doy por supuesto que la pelea
ha terminado.
Es un error.
Me da una patada en la entrepierna. Con fuerza.
Me doblo por la cintura. Se me escapa una carcajada dolorida.
—Eso ha sido un golpe bajo, querida.
—Sí, pero muy efectivo.
Se pone de pie, jadeante, con una sonrisa astuta. Alza los puños para
protegerse la cara. Está cubierta de tierra. Y volvemos a intercambiar
golpes, paradas, jugando el uno con el otro. Es como un baile, y nunca he
tenido una pareja tan fiera.
Pero, no sé por qué, no estoy poniendo todo mi peso en cada golpe. Me
estoy conteniendo. No tanto como para no contraatacar, pero sí para no
hacerle demasiado daño. Aunque es obvio que ella no tiene el mismo
problema. Los golpes son duros, incansables. Quiere sangre.
Primero estamos coqueteando y de pronto estamos peleando. O puede
que hagamos las dos cosas a la vez. No soy capaz de descifrar a esta chica
salvaje.
Tras largos minutos de golpear y parar, los dos estamos jadeantes. El
calor es insoportable. El sudor me corre por la frente y me pica en los ojos,
y el grupo que nos rodea resopla y gruñe cada vez que uno encajamos un
golpe. Le doy una serie de golpes y un gancho le acierta en la mandíbula y
le echa la cabeza hacia atrás. El siguiente puñetazo lo esquiva y me agarra
el brazo extendido con una mano y el hombro opuesto con la otra. Se acerca
un paso y me clava la rodilla en el estómago.
Pero ha dejado abierto y expuesto el brazo con el que me sujeta el
hombro, y lo aprovecho. Le agarro el antebrazo y la muñeca con las dos
manos antes de pivotar de manera que quedo con la espalda contra su
pecho. Luego, con el mismo impulso, la levanto del suelo y la lanzo por
encima de mi hombro contra la tierra.
Está tumbada de espaldas, aturdida por el impacto, y la miro desde arriba
con la esperanza de que se haya rendido por fin. Me equivoco de nuevo.
Con una velocidad que me asombra, me agarra los tobillos con las manos y
da un tirón con su considerable fuerza. Me ha cogido desprevenido, y
consigue tirarme de espaldas.
En un segundo se ha levantado y está encima de mí, con una rodilla a
cada lado de mi pecho. Levanta el puño ensangrentado. Tiene en el rostro
una sonrisa triunfal.
Me la quedo mirando, a horcajadas sobre mí, llena de sangre.
—Si no fuera por mi situación actual… —miro de reojo el puño que
todavía tiene alzado—, esto sería mucho más divertido.
Le recorro el cuerpo con la mirada antes de detenerme en los ojos azules,
muy abiertos.
Por un momento, se desconcentra.
«Perfecto».
La agarro por la muñeca y me las arreglo para darle la vuelta. Ahora
estoy yo encima de ella y tengo sus muñecas sujetas contra el suelo, a
ambos lados de la cabeza. Jadea bajo mi peso y me mira a la cara. Está
cubierta de tierra, y yo debo de estar igual. Ya tiene un moratón en el
pómulo y sangra por la nariz y la boca.
—Bien hecho, Gray —digo, muy cerca de su rostro. Se retuerce para
liberarse de mí, pero no cedo—. Luego te haré un par de comentarios sobre
tu técnica.
Deja de moverse y veo cómo le nace una sonrisa en los labios.
—Vaya. No sabía que el futuro ejecutor podía mostrar clemencia. Ya veo
que sí. —La miro desde arriba, con el rostro convertido en una máscara
helada. Alza la cabeza del suelo hasta que está a pocos centímetros de la
mía—. Sé que no te has empleado a fondo conmigo.
«¿De verdad ha sido tan evidente, o lo sabe gracias a su poder de
mental?».
Le estudio la cara, la tierra y la sangre que le salpican la piel y esconden
las pecas que sé que tiene en la nariz.
—¿Y eso por qué lo dices?
Me acerca el rostro aún más con un aleteo de pestañas, una sonrisa en los
labios peligrosamente cercanos a los míos. Me habla en un susurro casi
inaudible.
—Porque, si te hubieras empleado a fondo, no podría hacer esto.
Apenas me da tiempo a preguntarme qué dice antes de que me dé un
cabezazo.
Veo estrellas cuando me golpea en la nariz. Consigue que le suelte las
muñecas y me empuja a un lado con las dos piernas. Me rodea una nube de
polvo y me encuentro en el suelo, parpadeando para controlar el dolor
palpitante. Ha sido un golpe fuerte, pero no tanto como para impedir que
me ponga de pie y me enfrente a ella mientras me sangra la nariz rota.
No pierde ni un segundo.
Me rodea el cuello con los brazos mientras me da rodillazos en el
estómago, una vez, y otra, y otra. Antes de que pueda reaccionar, utiliza
como peldaño mi pierna flexionada y, con un movimiento veloz, me pone
las piernas en los hombros, aprovecha el impulso y hace que caigamos al
suelo. No puedo hacer nada antes de que salte sobre mí de nuevo y vuelva a
clavarme los brazos al suelo con las rodillas.
—¿Qué te parece, príncipe? ¿Estoy en forma? —jadea con los labios
ensangrentados—. ¿Algún comentario sobre mi técnica?
Se me escapa una carcajada.
—Un par de observaciones, nada más.
—Yo también. —Se lleva la mano a la bota y se saca un puñal de hoja
fina—. Para empezar, no me gusta que mis adversarios no se empleen a
fondo.
Me roza el pómulo con el filo y me hace cosquillas en la piel.
Pese a tener la hoja contra la cara, sonrío y la miro con intensidad. Solo
entonces veo que le sale sangre de varios golpes y cortes que le he hecho.
—Al final sí que he echado a perder esa cara tan bonita. Y eso que no
quería.
—Bah, esto no es nada. —Se ríe, jadeante—. Tendrías que ver cómo te
he dejado yo tu cara bonita.
Esbozo una sonrisa y alzo la cabeza hacia ella.
—Ay, querida… Mientras a ti te siga pareciendo bonita mi cara, no me
importa cómo me la hayas dejado.
Los ojos azules me miran conmocionados, y se echa a un lado, irritada.
Se pone en pie y resopla. Yo la imito, y los dos nos sacudimos la tierra.
—Es mucho más divertido practicar contigo que con Kitt —digo antes de
que tenga tiempo de darse media vuelta para marcharse—. Tenemos que
repetirlo.
Inclina la cabeza hacia un lado. Su sonrisa es peligrosa.
—No dejaré pasar la ocasión de darte una buena paliza, príncipe.
Echa a andar, y la miro mientras se aleja.
—Una cosa más, Kai —dice con tono desinteresado.
Me agacho de inmediato.
Se gira y lanza el cuchillo tan deprisa que apenas he tenido tiempo de
esquivarlo antes de que se clave en la diana, a unos metros por detrás de mí.
—No quiero tu compasión. La próxima vez que nos enfrentemos… —
hasta desde donde me encuentro, le veo los ojos azules llameantes—
impresióname.
Se oye un silbido admirado entre la gente. Es Kitt, claro. No le hago ni
caso, y sacudo la cabeza con una sonrisa mientras la veo alejarse.
«Es una salvaje. Desde luego».
Estoy casi segura de que no soy una vulgar. Puede que tenga el poder de
mentir sin despeinarme. Mentir acerca de quién soy, en quién confío, lo
satisfecha que me siento de estar donde estoy.
Sí, las Pruebas son una serie de juegos físicos, pero también mentales, e
igual de mortíferos. Tengo que ganarme a la gente, tengo que convencerlos
de que estas Pruebas me gustan tanto como a ellos. Quiero sus votos para
seguir con vida, pero los necesito si quiero ganar esta locura.
Paseo los ojos por la mesa, me fijo en los hombros tensos y en las
conversaciones secas. La tensión es casi asfixiante, nos obliga a un silencio
tenso que llenamos masticando. Sí, todos estamos inquietos. Tanto que
antes, en la zona de entrenamiento, ha habido una pelea entre Ace y
Braxton, que no me ha sorprendido saber que ha empezado el primero. Ni
me imagino qué habrá hecho Ace para dar al traste con la compostura
paciente de Braxton, pero han sido necesarios cuatro imperiales para
separarlos, y solo les ha faltado echarse encima de los contendientes.
Observo uno a uno a mis adversarios, y me detengo al encontrarme con
la mirada de unos ojos verdes. Contengo el aliento y me tenso para
controlar la avalancha de rabia que siento cada vez que veo al rey…
No, no es el rey.
Kitt me contempla con unos ojos tan idénticos a los de su padre que
tengo que parpadear para dejar de ver al rey y concentrarme en el joven que
tengo delante. Su sonrisa es cálida y me está mirando a la cara. Le devuelvo
el gesto antes de apartar la vista a toda prisa, y en el esfuerzo por esquivar
su mirada me encuentro ante otra que también me es familiar.
Al momento me envuelve la tormenta de esos ojos color gris acero
enmarcados en pestañas oscuras. Kai inclina la cabeza hacia un lado y me
sonríe de una manera que hace que le dé vueltas al anillo en el pulgar,
nerviosa.
Espero que se esté volviendo loco tratando de descifrarme, igual que me
pasa a mí con él.
Kai me lanza una mirada rápida al pulgar, al anillo. Le veo un brillo en
los ojos cuando se inclina hacia mí por encima de la mesa.
—¿Qué te pone nerviosa, Gray?
«Por la plaga, ¿cómo se puede ser tan exasperante y tan seductor al
mismo tiempo?».
—¿Qué te hace pensar que estoy nerviosa?
—Hum. —Se frota la barbilla—. No sé, ¿empiezo por el hecho evidente
de que no paras de darle vueltas al anillo, o por señalar que coges el
cuchillo como si lo empuñaras?
Lo miro y luego observo mi mano. Es verdad, tengo el cuchillo de la
carne agarrado en el puño, aunque no recuerdo haberlo cogido. Suelto una
carcajada y lo dejo sobre la mesa. Cuando lo vuelvo a mirar, lo hago con
ojos más inquisitivos, más amables.
Y me molesta mucho ver que su expresión es un reflejo de la mía, aunque
los dos vemos cosas muy diferentes.
Yo veo a un chico desconcertante y cautivador, calculador y arrogante.
Pero cada vez que descubro un detalle nuevo en él tengo la sensación de
que sé menos que antes. Hay gente a la que quiere mucho, eso salta a la
vista. Son su punto débil. Pero ha alzado muros, se protege, se pone
máscaras que hace que sea muy difícil de descifrar.
Vuelvo a recordar la pelea y la sensación de sus manos sobre mí, firmes,
fuertes. Verlo pelear es como ver a un bailarín, a alguien que siente la
música en el alma, en los huesos. Nació para la batalla. Lo han educado
para matar.
«Y no debo olvidarlo».
Un criado que se inclina para recoger mi plato me arranca de mis
pensamientos. Por puro instinto, agarro un par de panecillos antes de que se
los lleve. Aún no me he acostumbrado a tener comida a diario, y encima
nutritiva, y tengo que controlarme para no almacenar toda la que se me
pone por delante.
Las sillas se arrastran contra los suelos de mármol cuando todos
empiezan a levantarse a mi alrededor. Una voz alegre y delicada se impone
al jaleo, y nos volvemos hacia esta. La reina tiene las manos entrelazadas
ante ella, sobre el prístino vestido azul marino que reluce a la luz del sol
poniente.
Nos sonríe, y el brillo de sus ojos me recuerda un poco al de Kai.
—¡Solo faltan unos días para el baile! Chicas, espero que todas hayáis
elegido ya vestido, o hayáis hablado con vuestras doncellas para que os lo
preparen.
Yo, desde luego, no lo he hecho.
—Ah, y no os olvidéis de ensayar los pasos —añade la reina con una
sonrisa—. ¡Supongo que queréis causar buena impresión a la gente!
«Por mi parte, se van a llevar una impresión inolvidable».
Nos da permiso con un ademán para retirarnos y me dirijo hacia la
puerta. Quiero volver a la habitación para hablar con Ellie y pedirle consejo
sobre el vestido.
—Paedyn.
Me freno en seco. La calidez de la voz y el hecho de que me llame por mi
nombre me dicen que no es Kai.
No, es su hermano.
Me doy la vuelta y veo a Kitt detrás de mí, con el pelo rubio revuelto y la
sonrisa encantadora en los labios. Trago saliva cuando se me acerca, cuando
me mira con esos ojos verdes idénticos a los del asesino.
—Eh —sigue con tono cálido—, ¿te importa si te acompaño hasta tu
habitación?
«Sí».
—No, no, claro —me oigo decir al tiempo que le enseño los dientes en
una sonrisa.
Echamos a andar por el pasillo hacia el ala del palacio donde se alojan
los contendientes.
—Aún no he tenido ocasión de felicitarte por la entrevista —dice con un
toque de orgullo en la voz—. Ya te dije que te iba a salir bien.
Recuerdo la entrevista, y que me las arreglé para no decir lo que tenía
que decir.
«Sobrevivir. Espero sobrevivir a esto».
Casi suelto la carcajada.
—Vaya, me alegro de que el futuro rey no me vaya a cortar la cabeza por
tirar por tierra el lema de su reino.
Me muerdo la lengua, pero ya es demasiado tarde para retirar las palabras
que se me han escapado.
Se echa a reír.
Es un sonido cálido que me llena de alivio. Se frota la parte posterior del
cuello, todavía riéndose.
—Fue mi momento favorito.
Le lanzo una mirada de desconcierto.
—¿En serio?
—Sí. —Deja de reírse y se detiene en medio del pasillo para mirarme—.
Fue lo más sincero que nadie ha dicho jamás en esas entrevistas.
Estudio su rostro y trato de no ver el de su padre.
—Querrás decir que es lo más idiota que nadie ha dicho jamás en esas
entrevistas.
Una vez más, la risa cálida resuena entre las paredes.
—Puede. —Hace una pausa y me mira—. Pero, si te vas a sentir mejor,
no creo que te equivocaras al decir que esperabas sobrevivir a esto, y te
admiro por poner en palabras lo que de verdad piensas.
Me asombra lo sincero que suena y suelto una carcajada.
—Entonces, me debes de admirar muy a menudo, porque digo lo que
pienso mucho más de lo que debería.
«Sí, te admiro muy a menudo».
Es lo que parecen decirme sus ojos cuando se clavan en los míos,
transmitiéndome lo que no va a decir. Y es la primera vez que consigo
mirarlo a esos mismos ojos y no ver los del rey.
Carraspeo para aclararme la garganta y sigo caminando por el pasillo.
Kitt está a mi lado cuando nos detenemos ante mi habitación y abro la
puerta.
—Gracias por acompañarme —digo, y le sonrío—. Ahora ya puedo
contarle a todo el mundo que el futuro rey me ha escoltado.
—Sí, y, si me lo permites, lo repetiré —dice a toda prisa mientras entro.
Me doy la vuelta y casi me choco de bruces contra él.
—¿Qué?
Me dedica una sonrisa que casi parece demasiado tímida para un
miembro de la familia real.
—¿Quieres venir conmigo al baile, señorita Gray?
Cojo aire tan deprisa que casi me atraganto. Pero, en vez de responder a
su pregunta, se me escapa la risa y le hago yo otra.
—¿Desde cuándo soy la señorita Gray?
Una sonrisa traviesa sustituye a la tímida y, por un momento, me
recuerda a su hermano.
—Desde que te has referido a mí como «el futuro rey».
—¿No te gusta? Que te llame «futuro rey», digo.
La verdad es que me muero de curiosidad. Daba por hecho que le
encantaría el título y el poder que conlleva.
—Prefiero que no me llamen por un título que aún no me he ganado y del
que aún no soy digno —se limita a responder.
—Por eso digo lo de «futuro».
Sonríe, y no le importa quedarse en silencio unos segundos.
—Pero no has respondido a mi pregunta, señorita Gray.
Oigo en su voz lo que me está ofreciendo, veo la pregunta silenciosa en
los ojos que no quiero ni ver. Di que sí y seremos Kitt y Paedyn. Di que no
y nos quedaremos con los títulos.
Si digo que sí, haré mi papel.
Si digo que no, dejaré pasar la ocasión de complacer a la gente.
La sola idea de ir del brazo del futuro rey, de alzar la vista y ver un rostro
tan parecido al del asesino de mi padre, no me resulta agradable, pero sí
agradará al pueblo de Ilya. Atraería su atención… y es una idea aterradora y
tentadora a la vez.
Esbozo una sonrisa ante la idea de una chica de los barrios bajos y el
futuro rey de la mano, la viva imagen de la contradicción.
El hombre más poderoso con la mujer sin poderes.
—Será un honor ser tu pareja en el baile, Kitt —digo con voz amable y
una leve sonrisa.
«Haz tu papel».
La risa de Kitt suena a alivio.
—Eso quería oír, Paedyn.
—Ellie. Por favor, Necesito ayuda.
Estoy contemplando el armario y me enloquece ver todos los colores y
estilos de vestidos que cuelgan dentro.
—¿Cuál me pongo para el baile? Tengo que causar una buena
impresión…
—Sí, tienes que causar una buena impresión, y no, no lo conseguirás con
uno de estos —me interrumpe Ellie con una risa.
Se me escapa un gemido.
—¿Qué tienen de malo? —Hago un ademán en dirección a los muchos
atuendos deslumbrantes que tengo a mi disposición.
—No son vestidos de baile. Si te pones uno de esos, causarás una gran
impresión desde luego. Solo que no será buena.
—Entonces ¿qué tengo que hacer? —No puedo impedir que se me note
la irritación.
Ellie se da cuenta, es evidente.
—Hay que encargarte un vestido, de inmediato —dice con voz tranquila
—. Conozco a varias costureras excelentes que te pueden hacer uno a toda
prisa. Solo tienes que elegir el estilo y el tono de verde.
Por lo visto, todo el mundo sabe que las mujeres suelen llevar a estos
bailes un vestido verde, porque el esmeralda es el color del reino de Ilya.
No es una regla escrita. Es lo que se hace, y punto. Típico. Tradiciones.
«Qué aburrimiento».
Ellie sigue hablando de las costureras que conoce, de la ropa maravillosa
que hacen.
En ese momento, caigo en la cuenta. Yo conozco a una costurera. He
vivido con una costurera.
El peso de lo que he hecho me aplasta de repente. No, es el peso de lo
que no he hecho.
«Adena».
Me resuena en la cabeza la promesa que le hice, y cómo me he olvidado
de ella. Le juré que iría a verla, pero solo la he recordado cuando me ha
convenido.
Me atenaza la culpa, casi me ahoga. Trago saliva y me maldigo en
silencio por mi egoísmo.
Pero no es la primera vez que soy tan egoísta con Adena.
Ya lo fui la noche que me encontró en un tejado, hace dos años, herida,
histérica, desesperada por que alguien me comprendiera. La lluvia me caía
en la cara mientras miraba las estrellas, se me mezclaba con las lágrimas,
me escocía en las heridas que un imperial me había hecho esa misma
mañana. Adena subió al tejado y me contó jadeante cómo había sabido que
me iba a encontrar allí, igual que había estado segura de que nunca iba a
volver a subir a una tienda.
Pero la sonrisa se le borró cuando me vio temblando bajo el chaparrón,
con las rodillas contra el pecho. Cansada de intentar ser lo que no era, de
que nadie supiera lo que era.
Así que esa noche decidí estudiar el cielo, buscar las similitudes entre
nosotras. Me sentía sola igual que me imaginaba que se sentían las estrellas,
observada por todos, pero sin que nadie me viera de verdad.
Y, por una vez, quería que alguien me viera.
Fue muy egoísta por mi parte hablarle a Adena de mi pasado, de mi
presente, de todo lo que había habido entre medias. Saber lo que soy la
pone en peligro, pero nos ha acercado mucho.
Me creyó. Me escuchó mientras le contaba la verdad entre sollozos, se
quedó conmigo aun sabiendo lo que soy.
Y nunca me había sentido tan aliviada por un momento de debilidad.
—Ellie —empiezo, muy despacio—, ¿qué pasa si conozco a una
costurera?
Se lo piensa un momento y se encoge de hombros.
—Perfecto. ¿La has conocido aquí, en palacio?
—No, es de Saqueo. —Ellie me mira con escepticismo, pero sigo
adelante, firme—. Es increíble. Te garantizo que me hará el vestido más
bonito que se ha visto en Ilya.
—Bueno, puedo hablar con Lenny para que te acompañe a buscarla. Si le
dejan —se apresura a añadir.
—¿A buscarla? —Arqueo las cejas.
—Claro. Si te dan permiso para ir, vendrá contigo y se quedará aquí,
contratada. Será tu costurera personal hasta que acaben las Pruebas. O hasta
que… —Se interrumpe.
No sé si dice algo más, porque no oigo nada, solo el latido de la sangre
en las orejas, el corazón acelerado como si estuviera en mitad de una pelea.
«Adena va a vivir aquí. Conmigo».
Le darán de comer, le pagarán. Y volveré a verla. Estará protegida. El
alivio me inunda en un intento desesperado por ahogar la culpa que aún
siento.
Ellie me promete que hablará con Lenny para que me lleve a Saqueo.
Luego, me da las buenas noches y sale.
Me dejo caer en la cama y contemplo las molduras intrincadas del techo.
No sé cuánto tiempo paso tumbada, llena de esperanza y felicidad ante la
perspectiva de ver a Adena sana y salva.
En ese momento, un golpecito en la puerta interrumpe mis pensamientos.
«Debe de ser casi medianoche. ¿Quién plagas puede llamar a estas horas?».
Cojo el puñal de debajo de la almohada y voy hacia la puerta. Cuando la
abro, me encuentro al otro lado con un par de ojos grises.
Kai lanza una mirada rápida al puñal antes de volver a mirarme a la cara
y demorarse en el moratón del pómulo y el labio partido, fruto de nuestro
enfrentamiento de esta mañana. El orgullo me ha impedido pedir que me
trataran los curanderos, y no me sorprende que el príncipe haya pensado lo
mismo. Tiene marcas de golpes en la mandíbula, recuerdo de los puñetazos
que le he pegado.
—¿Vas a ponérmelo otra vez contra el cuello?
Los labios de Kai se curvan en un atisbo de sonrisa al tiempo que inclina
la cabeza hacia el arma que tengo en el puño.
—No me des ideas. —Paso los dedos por la hoja—. ¿Vienes a por la
revancha?
Se mete las manos en los bolsillos de los pantalones negros ajustados y
cruza los tobillos para recostarse contra el marco de la puerta.
—No me des ideas.
El pelo color ébano le cae sobre la frente y los ojos grises resaltan contra
las ondas como la tinta. No se ha afeitado, por lo que tiene un rastro de
barba incipiente, y los moratones no hacen más que resaltarlo.
—¿Qué quieres, Azer?
—Yo también te echaba de menos, Gray —replica Kai al tiempo que se
quita algo de la camisa, tan fina que no puedo dejar de mirarla. Clava los
ojos en los míos, y las pestañas largas contrastan sobre los ojos claros—. He
venido a darte clase.
Suelto un bufido.
—¿A darme qué?
—Clase. —Inclina la cabeza a un lado como si esto le hiciera gracia—.
Eres una mental, ¿no lo has visto venir?
—No funciona así y lo sabes —digo con un tono que es mezcla de
irritación y confusión—. ¿De qué hablas…?
—¿Pensabas ir al baile y pisar a mi pobre hermano? —Suelta una
carcajada—. Eres una fuente inagotable de sorpresas.
—No, no lo iba a pisar. Igual tropezaba y me caía de bruces, pero… —
Me callo al ver que se le acentúa la sonrisa. Los hoyuelos me hacen burla,
me provocan a utilizar el puñal que aguarda paciente en mi mano.
Solo entonces me doy cuenta de lo que está diciendo.
—¿Clase de baile? ¿Vienes a eso? —Se me escapa la risa, porque seguro
que está de broma.
—Has tardado mucho en darte cuenta. —Se incorpora y se me acerca un
paso—. Venga, que no tenemos toda la noche. —Sonríe, burlón—. A menos
que quieras que estemos toda la noche.
No cedo.
—No. Ni hablar. No quiero tu ayuda y no me hace falta. —Sonrío con
gesto burlón—. Aunque me encanta ver lo dispuesto que estás siempre a
ofrecerla.
Estoy cerrando la puerta cuando mete un zapato reluciente en la
habitación. La abre con facilidad pese a mi resistencia. Aún tiene la mano
contra la madera cuando se inclina hacia mí para hablarme al oído.
—Y tú, como siempre, eres demasiado testaruda para reconocer que la
necesitas.
—Lo que necesito es que te largues de mi habitación. —Mi sonrisa es
todo dientes.
Pero sé que tiene razón. Sé que debería aceptar la oferta y practicar para
no hacer el ridículo junto al futuro rey. Lo que pasa es que no quiero deberle
una, no quiero que me ayude. Otra vez.
—No es lo mismo lo que necesitas que lo que quieres. —El olor a pino
me acaricia cuando inclina la cabeza hacia mí para obligarme a mirarlo—.
Venga, Gray, que no eres tonta. Sabes que necesitas causar una buena
impresión en este baile. Y vas con mi hermano, así que te mirarán aún más
que de costumbre.
Es como si me leyera los pensamientos, los resumiera y me los escupiera.
Le lanzo una mirada asesina. Sé que tiene razón, y él sabe que lo sé.
Ve en mis ojos que no voy a protestar más, porque sonríe.
—Bien, me alegro de que hayas recuperado la sensatez. Vamos.
Salgo pasando junto a él con la cabeza muy alta. Soy yo la que elijo
hacer esto, no él. No quiero que lo olvide.
—¿A dónde? —pregunto, pasillo abajo.
Llegamos al final del corredor y subimos por una escalera en espiral
cubierta por una alfombra verde esmeralda.
—A un sitio donde tendrás espacio suficiente para caerte de bruces.
Llegamos a lo alto de la escalera y me guía por un pasillo amplio, con
cuadros en las paredes y molduras también en las paredes y en el techo. Veo
la fina capa de polvo que cubre los marcos.
«Aquí no sube nadie desde hace mucho».
Este piso es de los pocos que no he explorado. He salido muchas veces a
hurtadillas de mi habitación en mitad de la noche para explorar el castillo,
familiarizarme con él e identificar posibles rutas de escape. Es mi paranoia
personal, pero estar en un lugar que no conozco me asusta casi tanto como
las Pruebas.
Desde que Lenny dejó de vigilar mi puerta, no puedo resistirme a la
necesidad de curiosear. Lo cierto es que ya apenas veo al guardia, y me
sorprende darme cuenta de que eso me entristece. Es increíble lo mucho que
he disfrutado de su compañía, y más increíble aún que esté pensando cosas
así de un imperial.
Tropiezo en un pliegue de la alfombra irregular y el suelo sube de repente
hacia mí. Estoy a punto de caer de bruces cuando un brazo me coge por la
cintura, con firmeza, en un gesto ya demasiado familiar.
—Y esto es precisamente lo que queremos evitar —dice Kai con un tono
que no deja dudas: se lo está pasando en grande.
Me ayuda a ponerme de pie y me sostiene con una mano que alejo de un
empujón, acalorada. Tengo que abrir espacio entre nosotros.
Alza las manos y se aparta un paso antes de seguir adelante por el
corredor. Camino a su lado, y por fin se me escapa la pregunta que hace rato
que quiero hacerle.
—¿Por qué haces esto?
Kai se detiene delante de mí. Se vuelve muy despacio, como si la
pregunta le hiciera gracia.
—No es ningún misterio. Vas a ir al baile con mi hermano y tiene que dar
la mejor imagen posible.
Estudio su rostro, lo escudriño al ver que la máscara tiene una minúscula
grieta tras la que se ve todo el amor, toda la devoción que siente hacia su
hermano, todo lo que haría por él. Es como si fuera su deber, como si ya
fuera el ejecutor, como si esto fuese mucho más allá de impedir que pise a
Kitt durante el baile.
De pronto, la máscara vuelve a su sitio y me encuentro de nuevo ante el
rostro frío, desprovisto de emoción. Nos ponemos en marcha de nuevo
antes de que se me ocurra una réplica. Nos desviamos por otro pasillo más
estrecho, hacia la última puerta de la izquierda. Pone la mano en el pestillo
y la abre para franquear el paso a un dormitorio iluminado solo por la luz de
la luna que entra por la ventana.
Mi habitación me parecía magnífica, pero palidece al lado de esta. Es el
doble de grande, parece más una casa que una sola estancia. Hay una cama
con dosel, una cómoda y un armario, igual que en la mía, pero es obvio que
aquí ha vivido alguien. Los estantes están abarrotados, hay libros en
ángulos imposibles para que quepan más. Veo varias cubiertas y leo los
títulos, son sobre estrategia, combate y… poesía.
«Qué interesante».
Todo lo que hay en este dormitorio es mejor que en el mío, pero está
usado, gastado.
«Es su habitación. Su verdadera habitación».
El escritorio está lleno de manchas oscuras de tinta y en un rincón hay
partes de una armadura. Veo los cortes que muestran los postes de la cama,
donde han saltado trozos enteros de la madera.
«Tajos de espada».
Ha golpeado los postes con una espada roma. Muchas veces.
En fin, es mejor que desahogarse con un ser humano, aunque estoy
segura de que una cosa no quita a la otra. Por fin, vuelvo a mirar a Kai. Está
apoyado contra el marco de la puerta y me observa con curiosidad. Estoy en
el centro de la estancia, aunque no recuerdo haberme adentrado tanto.
No sé qué hacer mientras me mira. Señalo los postes marcados de la
enorme cama.
—Buena manera de soltar el estrés.
—Igual que golpear un árbol acolchado hasta que te sangran los puños.
Me dirige una sonrisa rápida y atraviesa la estancia hacia el escritorio con
las manos en los bolsillos para manipular un artefacto que hay encima. Un
artefacto que reconozco.
Mi padre tenía un tocadiscos con una enorme trompa dorada en la que yo
metía la cabeza cuando era pequeña. No se ganaba mal la vida, era un
curandero muy respetado en los barrios bajos, pero el tocadiscos era lo
mejor que teníamos. Hace muchos años, me dejaba poner los pies sobre los
suyos y bailábamos en la cocina. Bueno, él bailaba y yo me dejaba llevar.
Pero no tuvo ocasión de enseñarme a bailar sin pisar a mi pareja,
literalmente.
El chisporroteo de la aguja al caer sobre el disco es un sonido familiar,
aunque no así el vals pausado que lo sigue. Kai se da media vuelta, se
desabotona la camisa hasta la mitad con gesto despreocupado, y tengo que
buscar a la desesperada algo que mirar, algo que no sea el pecho bronceado
y las volutas del tatuaje.
Y, de pronto, está a mi lado, me mira de la cabeza a los pies con una
media sonrisa que muestra el hoyuelo más profundo, el de la mejilla
derecha. Su mirada es como una caricia, y se toma su tiempo. Me niego a
dejarme amedrentar por esos ojos penetrantes. Sé lo mucho que disfrutaría
si me viera incómoda.
No quiero darle ventaja, así que observo sus rasgos fuertes, el cuerpo aún
más fuerte. Todo en él es letal. La sonrisa. Los ojos. El cerebro astuto,
veloz.
—¿Seguro que vas a poder concentrarte en bailar, querida? ¿O te
distraigo demasiado?
Me sobresalto ante su voz y lo miro a los ojos. Suelto un bufido.
—Me las apañaré, muchas gracias.
Me contempla con gesto de duda.
—Bueno, eso lo veremos enseguida.
Me imagino que va a cogerme y guiarme en el baile, y la sola idea hace
que se me acelere el corazón. Me preparo para sentir sus manos sobre el
cuerpo.
Pero no se mueve, no trata de salvar la distancia que nos separa.
«Bien».
—Por ahora, tienes que aprender los pasos básicos del vals —dice—.
Porque no me apetece nada que me mates a pisotones.
Kai da pasos con las manos en los bolsillos, adelante y atrás, de un lado a
otro, para mostrarme la técnica. Es tan elegante, tan natural…
«Luchar. Luchar para él es otro tipo de baile».
Estoy rígida, me siento muy insegura de repente. Pese a tener las manos
en los bolsillos, a Kai no le cuesta seguir mis pasos, aunque se guarda bien
de acercarse demasiado para no llevarse un pisotón.
Dejo escapar un bufido de irritación conmigo misma y con el príncipe
sonriente que tengo delante.
—Relájate —susurra Kai con un rastro de risa en la voz—. Estás
pensando demasiado. No calcules tanto, déjate llevar por la música. —
Levanto la vista y me encuentro con que me mira sonriente—. Además,
recuerda que esto es un baile. No hace falta que adoptes posición de
combate.
Solo cuando lo dice me doy cuenta de lo tensa y alerta que está mi
cuerpo, con las manos un poco levantadas, como a punto de atacar. Me
pongo más recta y me aparto de la cara los mechones que se han escapado
de la trenza. Es extraño pero estoy… nerviosa. Y eso me resulta de lo más
molesto.
«Todo sería mucho más sencillo si no me estuviera mirando».
Termina otro baile y empieza una melodía lenta, suave. Agacho la cabeza
y el pelo se me echa sobre la cara mientras me miro los pies.
Una presión en la cintura hace que me sobresalte.
La mano se me va por instinto hacia el puñal que llevo envainado entre
los pliegues del vestido, pero una mano encallecida me agarra por la
muñeca.
—No hacen falta puñales para bailar —dice Kai entre risas.
Me sostiene la mirada y desliza los dedos por la muñeca para llegar hasta
la mano, antes de cogérmela y alzarla en el aire.
Pero no puedo dejar de notar su otra mano, la que tiene en la base de mi
espalda, la que me atrae hacia él. Siento el calor de la palma a través de la
tela fina del vestido que me he puesto para cenar.
Lo miro. Me atrae más hacia él. No es que no supiera que iba a llegar
este momento, pero no lo esperaba tan de repente. Me contempla,
expectante, y deja escapar una risita cuando me quita la mano de la espalda,
que de pronto noto muy fría en su ausencia. Me coge la otra mano y me la
pone sobre su hombro, por encima de la camisa fina. Noto los músculos que
se mueven bajo mi palma mientras él vuelve a ponerme la mano en la
espalda, firme, contra el vestido.
—A ver qué has aprendido —dice en voz baja al tiempo que empieza a
mover los pies al ritmo de la música.
Me esfuerzo por seguirlo y consigo que mis pasos sean un reflejo de los
suyos. Me lleva con facilidad, con confianza, durante todo el baile.
Recorro la estancia con los ojos, me vigilo los pies, cuento cada paso. De
pronto, la presión de la espalda se esfuma cuando me coge la barbilla con
los dedos para obligarme a mirar hacia arriba.
—Si sigues mirándote los pies no aprenderás, Gray. Mírame a mí. —
Sonríe y me vuelve a poner la mano en la espalda—. No creo que sea tan
difícil.
Pongo los ojos en blanco y abro la boca para darle una réplica hiriente,
pero lo que me sale es una pregunta.
—¿Cómo has sabido que Kitt me ha pedido que lo acompañe al baile?
La risa de Kai suena hueca, carente de humor.
—No soy un mental, pero no ha sido tan difícil sumar dos y dos. —Me lo
quedo mirando y suspira—. Conozco bien a mi hermano, sabía que te lo iba
a pedir.
—Es una respuesta patética —me limito a señalar.
—Y tú eres una bailarina patética, así que me queda mucho trabajo por
delante.
Suelto un bufido.
—Ah —añade Kai como si tal cosa—, también puede que me
mencionara que te lo había pedido.
Se me escapa la risa sin poder evitarlo y aprieto los labios para sofocar el
sonido. Le miro el pecho, que tengo cerca, muy cerca, y me recuerdo que
esa distancia es impropia de dos competidores, dos enemigos en las
Pruebas.
Y, aun así, aquí estoy, en su dormitorio. A solas con él. En la oscuridad.
No creía que fuera posible, pero me pongo aun más tensa que antes.
Kai nota la repentina rigidez y me acerca más a él.
—Estás tensa como un cable, Gray. Suéltate un poco.
«No me estás ayudando».
Lo intento, pero no puedo fundirme en sus brazos como debería hacer
una pareja de baile. Soy un desastre. Ni yo misma me entiendo.
Pero el príncipe no se rinde con facilidad. No, me rodea la cintura con los
brazos y me atrae hacia él. Arrastro los pies. No quiero que desaparezca la
escasa distancia que nos separa.
El irritante hoyuelo aparece de nuevo, apenas visible a la escasa luz.
—Bueno, ¿qué hemos aprendido hoy? —me pregunta con su
insoportable sonrisa—. Una, que no hacen falta puñales para bailar, y dos,
que tienes que acercarte a tu pareja. Y es curioso, pero lo segundo te cuesta
más que lo primero.
—¿Preferirías que me costara más lo primero y que te pusiera un puñal
en el cuello? —Hago una pausa—. ¿Otra vez?
—Eres tan predecible… —Se ríe, y el sonido de su risa me baña—.
Siempre tan salvaje y con ganas de apuñalarme.
Está muy cerca de mí. Demasiado cerca de mí.
Y precisamente por eso, porque estoy distraída, le doy un pisotón, caigo
hacia delante y me estrello contra su cuerpo firme. Me sujeta por la cintura
con las dos manos y me devuelve el equilibrio hasta que recupero el control
y lo aparto de un empujón. Una risa sincera le sube por el pecho, y va
acompañada por una sonrisa auténtica, como solo le he visto cuando está
con su hermano.
«Es letal».
—¿Cómo es posible que una luchadora tenga tan mal juego de pies? Eres
un pozo de sorpresas.
—Pues mira, ahí va otra sorpresa: se acabó la clase —le espeto, y me
libro de sus manos.
Ya le he dado la espalda cuando me agarra por la muñeca, me hace
volverme y me atrae hacia él.
—No, aún me debes un baile.
El pelo ondulado le cae sobre la frente; prácticamente me está suplicando
que juegue con él.
—Vale. —Decido seguirle la corriente—. Otro baile a cambio de la
respuesta a una pregunta.
Arquea las cejas.
—¿Me estás sobornando, Gray?
—Son mis condiciones, príncipe. O las tomas o las dejas.
Se echa a reír y es su única respuesta. Aparta la vista, se lo piensa un
momento y por fin me vuelve a mirar.
Me levanta muy despacio una mano y me vuelve a poner la suya en la
base de la espalda.
—Trato hecho.
Empieza otro vals lento y la música y los pasos me absorben. Pero llega
un momento en que no puedo hacer caso omiso de su mirada intensa, y alzo
los ojos hacia él.
—Venga, ¿qué es eso que te mueres por saber? —me pregunta Kai, y me
sigue llevando.
«No tengo la menor idea».
Se me queda mirando, a la espera de una respuesta. Sus ojos grises son
como esquirlas de hielo, de cristal. E igual de penetrantes. Fríos pero
cautivadores. Hermosos, con esa hermosura que solo tienen las cosas
mortíferas.
Y, de repente, no se me ocurre nada que quiera preguntarle. Al final, le
digo lo primero que se me pasa por la cabeza.
—¿Te gustaría estar en su lugar? —Parpadea con un aleteo de las
pestañas oscuras—. ¿Querrías ser el heredero, el futuro rey de Ilya?
No es la pregunta que me había imaginado que le haría, pero es la que le
hago.
—No —se limita a decir sin dejar de mirarme.
Arqueo las cejas en gesto de interrogación silenciosa. No añade nada.
—¿No? ¿Eso es todo?
—Te he dado una respuesta y tú me has dado un baile. Ese era el trato,
querida.

Casi no puedo respirar.


Los brazos flacos de Adena me tienen agarrada con tanta fuerza que
empiezo a ver puntos negros. Cuando me ha visto esperándola junto al
Fuerte se ha puesto a gritar y a chillar.
Mi mejor amiga. Mi cómplice en el crimen, literalmente. Sana y salva.
Tan maravillosa, tan alegre como siempre.
Lenny ha venido a recogerme esta mañana temprano a mi habitación para
traerme a Saqueo a recoger a mi nueva costurera. Por lo visto, le han dado
el visto bueno, aunque con la emoción no le he preguntado los detalles.
Puede que yo también chillara un poco.
—¿Que voy a ser tu qué? —grita Adena.
Suspiro, y quiero que parezca una expresión de fastidio, pero se me
escapa la risa.
—Mi costurera personal. —Es la tercera vez que se lo cuento—. A no ser
que no quieras el empleo, claro…
—¿Estás mal de la cabeza? ¡Claro que quiero el empleo, Pae! —Casi va
dando saltos de camino al carruaje que nos espera al final de Saqueo.
Contemplo el mercado, la amplia calle. Mi hogar es tan sucio y miserable
como cuando me marché. Me empapo del sonido de los tacos, de los
regateos, del olor a pescado y a especias. Todo lo conozco. Todo está igual.
Lenny nos abre la puerta del carruaje y Adena y yo nos sentamos dentro
antes de que se ponga en marcha por el empedrado desigual en dirección a
palacio.
—No me puedo creer que sea verdad —dice Adena mientras mira
maravillada por la ventanilla. Se vuelve hacia mí y examina con los ojos
muy abiertos el sencillo vestido que Ellie me ha obligado a ponerme—. Y
esto tampoco me lo puedo creer. —Me mira a los ojos y a continuación
vuelve a centrarse en el vestido para inspeccionar el dobladillo de la falda.
—Tampoco te acostumbres. Por lo general, voy todo el día en pantalones,
pero Ellie se ha empeñado en que me pusiera un vestido para causar una
buena impresión a quien me viera en Saqueo.
Había mucha gente, desde luego. Pese a lo temprano de la hora, el
mercado parecía lleno, hombres, mujeres, niños, y todos me miraban al
pasar.
No sé si les he causado una buena impresión, pero ha sido una impresión,
eso sin duda.
—Por lo que cuentas, Ellie y yo nos vamos a llevar bien —dice Adena
con una sonrisa de oreja a oreja.
—Seguro. —Me echo a reír—. Y te darán de comer, y dormirás en una
cama de verdad. Me han dicho que hay una sala de costura donde te pasarás
casi todo el tiempo, con todas las telas que te puedas imaginar.
A Adena le brillan los ojos ante la sola idea.
—Es el cielo. El cielo.
Le hablo de todo: del entrenamiento, de las entrevistas, de los
contendientes. Ella me cuenta lo que ha estado pasando en Saqueo en mi
ausencia.
—Empezaba a pensar que te habías olvidado de mí. —Adena se echa a
reír para desechar la idea—. Y has venido a buscarme, a llevarme contigo…
La oleada de culpa que siento amenaza con ahogarme.
Trago saliva y abro la boca para pedir perdón, para decirle que lo
siento…
—Nunca podría olvidarme de ti, A.
«Nunca más».
Me sonríe, y el corazón se me acelera. Es tan buena, y yo me siento tan
culpable… Ha sido una debilidad por mi parte mentirle así, y juro que no
volveré a hacerlo.
—¡Espera! ¿Con quién vas a ir al baile? —La voz aguda de Adena
interrumpe mis pensamientos.
Conoce los detalles de las Pruebas, claro, sabe que nos emparejan para
los bailes. Le encantan estas cosas. Me paso la mano por el pelo para
retirármelo de la cara.
—Bueno, voy con… Kitt.
Parpadea, y al final lanza un grito.
—¿Kitt? ¿Con el heredero? —Solo le falta hiperventilar, se está
abanicando con las manos.
—No es para tanto, A. Solo que tengo que ir bien vestida —digo para
tratar de calmarla.
—Yo me encargo de eso —dice con seguridad—. Caray, pues sí que
tienes que ir bien, pero bien de verdad. —Se aparta de los ojos los rizos del
flequillo—. Hay varios tonos de verde que te quedarían estupendamente.
Podemos ir por un esmeralda, o por un salvia…
Levanto una mano para detenerla y esbozo una sonrisa.
—La verdad es que tengo en mente otro color.
Estoy de pie en un mar de negro. Chaquetas negras, corbatas negras,
zapatos negros. Los hombres que llenan el salón de baile son como la tinta
derramada sobre el suelo de mármol blanco, como palabras garabateadas a
toda prisa en un pergamino.
Los sirvientes se mueven por la estancia como si bailaran, aunque no hay
música que los acompañe entre la gente. Sirven vino, champán, canapés
extravagantes en bandejas más extravagantes todavía.
Las Pruebas son diferentes este año gracias a mí y a la necesidad de
poner a prueba al futuro ejecutor, así que no es de extrañar que los bailes
también se salgan de lo habitual. Por lo general, los bailes de las Pruebas
son solo eso: bailes. Consisten en demasiadas horas de baile y de
conversación tediosa, dos cosas que requieren una cantidad excesiva de
alcohol.
Pero este primer baile arranca con un banquete.
Hay por doquier hombres de todas las edades vestidos de negro.
Hombres que pertenecen a la nobleza, tienen sangre azul o se las han
arreglado para conseguir una invitación para el primer baile de las Pruebas
de la Purga.
Me he pasado una hora saltando de grupo en grupo, conversando con
jóvenes y viejos, con amigos y enemigos, y estoy inquieto y aburrido. Kitt y
yo nos hemos replegado hacia una de las muchas mesas adornadas y
cargadas de bebidas que hay contra las paredes del salón de baile.
Me he pasado el tiempo admirando mi estancia favorita del castillo,
empapándome de ella por enésima vez. Las columnas de mármol y los
enormes ventanales del suelo al techo le dan un aspecto etéreo. Los
candelabros son cascadas de diamantes y elegancia. Hay dos escalinatas
gemelas con alfombras verdes que descienden desde la galería hasta el
suelo de mármol. Unas puertas doradas y muy ornamentadas se abren a la
plataforma semicircular que domina la zona de baile, que brilla tanto que
me permite ver mi reflejo aburrido.
Bebo un sorbo de vino, aunque me apetecería algo más fuerte.
«Ya falta poco».
La reducida orquesta ocupa un rincón en el elegante salón de baile, y
cobra vida cuando las puertas se abren. Una mujer hermosa, envuelta en
sedas color esmeralda, se acerca a la baranda y nos mira desde arriba.
Mi madre.
Tiene una sonrisa deslumbrante. Luego empieza a bajar con porte
elegante por la escalera de la derecha. Su paso es ligero, bien medido. A
veces hasta se me olvida que es una luchadora, una voltio capaz de
manipular la electricidad, y que podría hacerlo con resultados mortíferos, si
lo deseara.
Se oye el sonido de sus tacones contra el suelo de mármol mientras cruza
la zona de baile. Los hombres le abren un pasillo para que avance hacia mi
padre, sentado en el otro extremo de la estancia.
Él sonríe. Sonríe de verdad. Es una expresión que no le veo a menudo y
solo tiene para ella. Se levanta y sale a su encuentro para ofrecerle el brazo.
El rey mira a su alrededor. Todos los ojos están clavados en él.
—¡Que comience el primer baile de las Pruebas de la Purga!
Suenan aplausos y aclamaciones mientras los reyes caminan juntos, y los
hombres los saludan a su paso.
«Va a empezar».
Las mujeres, jóvenes y maduras, van entrando una a una por las puertas
doradas. Como es tradicional, los hombres siempre llegan antes al salón de
baile y esperan a las mujeres, en honor a la reina, que se presentó
adecuadamente tarde cuando conoció a mi padre y así todos los ojos
estuvieron clavados en ella cuando hizo su entrada. Desde entonces, las
mujeres tienen la oportunidad de llegar de manera que todo el mundo las
vea y las admire.
Descienden a docenas por las escalinatas, todas vestidas con diferentes
tonos de verde. En cuanto llegan al suelo de mármol, sus parejas las
acompañan a tomar asiento ante alguna de las muchas mesas que hay en la
otra punta del salón.
Kitt y yo observamos el desfile de mujeres mientras bebemos vino, y las
admiramos desde lejos. No acceden con ningún orden concreto, no hay
nivel social que decida quién va a ser la siguiente que cruce la puerta. Veo
entrar a mi prima con un vestido verde menta que contrasta con su pelo
color rojo vino. Andy sonríe a Jax, que la está esperando al pie de la
escalinata con una sonrisa bobalicona. Es ella quien lo lleva hacia la mesa
grande destinada a los contendientes, en el centro de las demás para que
todos los invitados nos puedan ver bien. Es una cena espectáculo.
Los veo tomar asiento y luego me vuelvo hacia la baranda. Me parece
que el goteo de mujeres es demasiado lento. Veo a Hera y a Ace, que
avanzan entre la gente. Ninguno de los dos se muestra muy satisfecho con
el emparejamiento. Vuelvo a centrarme en las puertas en el momento en que
entra Sadie, con la piel morena que hace resaltar el vestido verde claro
mientras baja hacia Braxton.
Un atisbo de lila me llama la atención y veo a Blair en la cima de la
escalinata, buscando con la mirada. El vestido verde musgo le abraza la
cintura antes de caer en una cascada amplia hasta los pies. Tiene el pelo
trenzado y recogido para apartarlo de la cara, y una sonrisa astuta se le
dibuja en los labios cuando me ve.
—Buena suerte, hermano —susurra Kitt, y no se me escapa que se lo está
pasando en grande.
Hace unas pocas noches, Blair me acorraló antes de cenar e insistió en
que viniéramos juntos al baile. No tenía mucho donde elegir, así que accedí
de mala gana.
Le pongo la copa de vino a Kitt en la mano y suspiro, molesto.
—Cuídamela. —Coge la copa y suelta una risita—. Me va a hacer mucha
falta.
La carcajada de Kitt me sigue cuando me dirijo hacia el pie de la
escalinata y llego justo a tiempo para recibir a Blair. Le ofrezco el brazo y
me lo agarra con ganas.
—Estás increíble, Blair —digo en voz baja. Y es cierto, a su manera fría
y cortante.
—Vaya, Kai, gracias —responde. Me mira el traje, el pelo, la cara, con
los ojos enmarcados por pestañas oscurecidas—. Tú también.
Vamos hacia la mesa, que ya está ocupada casi por completo por los
contendientes, sentados muy rígidos. Me siento al lado de Jax, que me
dirige esa sonrisa luminosa tan suya que nunca dejo de devolver.
—Qué bien te veo, J. Te has lavado y todo —digo mientras le miro el
traje impoluto y los pantalones negros que, para variar, le cubren los
tobillos—. Casi ni se te nota la paliza que te he dado esta mañana.
Al otro lado de Jax, Andy suelta un bufido.
—No has sido el único.
Jax pone los ojos en blanco ante nuestras puyas, pero no deja de sonreír.
—¿Dónde está Kitt? Es el único que me trata bien.
Andy se lleva la mano al pecho como si la hubiera ofendido mucho,
mientras que yo no me molesto en negarlo.
—Cierto —me limito a decir—. Pero ya sabes que conmigo te lo pasas
mucho mejor.
Jax va a decir algo, pero lo que suena a mi lado es una voz fría de mujer.
—¿De verdad? Porque yo me estoy aburriendo.
Me vuelvo muy despacio hacia Blair, cuya presencia había olvidado.
Como pareja, soy un desastre, pero ella ya lo sabía cuando me pidió que
fuera la suya, así que no pierdo el tiempo en sentirme culpable.
—Siento no saber entretenerte, Blair. —Oigo la carcajada de Andy—.
¿Qué tal estás hoy? —añado.
Blair sonríe, por lo visto encantada de que le esté dedicando toda mi
atención. Es todo lo que le hacía falta para empezar a quejarse de lo
incómodas que son las horquillas del pelo, antes de pasar al tema de la tela
de su ropa e insistir en que la toque para que vea lo suave que es.
Jax, a mi lado, no para de reírse, y al final no puede contener la risa cada
vez que suelto un «ajá» o asiento con la cabeza ante algo que no estoy
escuchando con atención. Pero la bruma de aburrimiento se disipa cuando
me ponen una copa delante.
—Me ha parecido que te hacía falta, hermano.
Vuelvo la cabeza y veo a Kitt de pie junto a mi silla, pero los ojos se me
van hacia ella, deslumbrante, a su lado.
La Salvadora de Plata. De los pies a la cabeza.
El tejido brillante, plateado, se le ciñe al cuerpo. Los finos tirantes de los
hombros sujetan el vestido y el escote deja ver la piel bronceada y las
clavículas marcadas. Se le derrama en torno a la cintura y a las caderas
como monedas fundidas para recordarme las que me robó el día que nos
conocimos.
Las pestañas pintadas de Paedyn me recorren mientras la contemplo. Su
pelo es como una cascada que le cae sobre el vestido y hace que cueste ver
dónde terminan los mechones de plata y empieza el tejido deslumbrante. La
falda se le abre en el tobillo para mostrar una larga raja que le recorre la
pierna entera, como el desgarrón que le hice en el vestido el día de las
entrevistas. Y lleva una daga de plata sujeta al muslo para que todo el
mundo la vea. Me cuesta contener una sonrisa al ver el arma mortífera a
juego con el deslumbrante atuendo. Tan hermosa y tan letal.
Envuelta en plata de los pies a la cabeza.
Ni rastro de verde. Siempre inesperada.
Preciosa, osada, llamando la atención.
Una afirmación. Un recordatorio de lo que es y lo que ha hecho.
Las mujeres no están obligadas a vestir de verde para estos bailes, y
Paedyn lo ha aprovechado a fondo.
Me mira por un momento a los ojos antes de que Kitt la acompañe al otro
lado de la mesa. No necesito más para apurar el vino de un trago y desear
con todas mis fuerzas que la noche acabe cuanto antes. Alzo la vista y veo a
Paedyn frente a mí, ya sentada. Me sostiene la mirada, y solo aparta la vista
cuando Kitt le dice algo en voz baja, lo que me arrebata su atención y hace
que clave en él esos ojos como océanos.
Los observo interactuar sin disimulo. No me importa quién me vea
hacerlo. Paedyn parece tensa mientras hablan en voz baja. Se le van los ojos
al cuello de la camisa de mi hermano en vez de mirarlo a los ojos. La veo
dar vueltas al anillo que lleva en el pulgar, y casi se me escapa la sonrisa al
ver que hace juego con su vestido. Pero asiente cuando Kitt asiente,
consciente sin duda de que docenas de ojos los observan desde las mesas
circundantes.
Los criados empiezan a entrar en el salón de baile con bandejas cargadas
de platos llenos de comida humeante. Muy pronto estamos comiendo
salmón y espárragos con mantequilla en silencio. El único sonido que se
oye es el de los tenedores contra el plato y la charla de los invitados que nos
rodean.
Y no me habría importado seguir así. Hasta habría disfrutado del baile
por una vez en silencio, comiendo. Pero no, mi pareja tiene que abrir la
boca.
—Llevas un vestido precioso, Paedyn.
El tono de Blair es burlón; tiene una sonrisa despectiva en la cara.
Dejo escapar un suspiro y alzo la vista del plato. Paedyn también sonríe.
—Vaya, muchas gracias. —Recorre con los ojos el vestido verde de Blair
—. El tuyo es tan… único… —dice con intención al tiempo que mira de
reojo el salón de baile y a las mujeres vestidas de tonos similares.
Blair entorna los ojos.
—A lo mejor en los barrios bajos no os lo enseñan, así que permite que te
informe. El color del reino de Ilya es el verde, no el plateado.
Me tenso al oír cómo escupe las palabras «barrios bajos». Hasta Sadie y
Braxton dejan la conversación para lanzar una mirada preocupada. Todos
contenemos el aliento a la espera de la respuesta de Paedyn.
Que, como de costumbre, no nos decepciona.
Bebe un sorbo de la copa y clava los ojos en la mirada llameante de Blair.
—Hum. ¿Y en el palacio no te han enseñado a ti a no ser una zorra?
Blair salta.
En menos de lo que tardo en parpadear, el cuchillo que tiene Paedyn
junto al plato ha volado por el aire y está ante su pecho, apuntando directo
al corazón.
Solo con verlo me invade la ira, pero la voz me sale mucho más fría de lo
que siento.
—Calma, chicas. —Tomo prestada la habilidad tele y vuelvo a poner el
cuchillo en la mesa sin hacer caso de la mirada asesina que me lanza Blair
—. No suelo interrumpir una pelea, pero vamos a intentar no matarnos
antes de que empiecen las Pruebas.
Los invitados hablan en susurros a nuestro alrededor y miran a los
contendientes con interés. Ni me imagino lo entretenido que les debe de
resultar esto, ver cómo intentamos portarnos con educación entre nosotros,
cuando mañana será todo lo contrario.
Ace suelta una carcajada. Es un sonido altanero, carente de humor.
—¿Eso pretendes hacer, Kai? ¿Matarnos?
Cuando por fin me digno a mirarlo, no se me escapa el brillo en sus ojos,
a juego con el tono desafiante en su voz.
Le clavo la mirada.
—Pretendo ganar.
—Igual que todos los demás —replica Ace. Se pasa la mano por el pelo
bien engominado y suelta una risita—. Bueno, todos menos Paedyn, que
solo pretende sobrevivir.
Se está burlando de la respuesta que Paedyn dio en las entrevistas.
Hera se mueve en la silla, junto a Ace, tan incómoda como el resto de la
mesa. Y lo que estoy a punto de decir va a empeorar mucho las cosas.
—Basta ya. —La voz de Kitt corta la tensión y todas las miradas se
vuelven hacia él. Pero él solo tiene ojos para una persona, para la chica que
está a su lado con el vestido centelleante—. ¿Bailas conmigo? ¿Por favor?
—le pide.
Paedyn solo titubea un segundo antes de asentir. Y me los quedo mirando
mientras se dirigen hacia la pista de baile, donde otras parejas ya han
empezado a moverse al ritmo de la música.
De pronto me encuentro con que Blair dice algo, tira de mí para que me
ponga de pie y me arrastra hacia la pista. No recuerdo haber empezado a
bailar. De pronto la tengo entre los brazos y nos deslizamos por el suelo de
mármol. La noto extraña a mí, tras tantas noches con Paedyn. Noches de las
que no he hablado a Kitt.
«Le estaba haciendo un favor».
Miro hacia el otro lado de la pista, a mi hermano y a la chica con la que
baila. Yo no voy de verde, pero lo noto de todos modos. La envidia me
corroe cuando los veo moverse al compás del mismo baile en el que llevé
anoche mismo a Paedyn. Ella está elegante, fascinante, subyugadora.
«¿Qué demonios me pasa?».
Aparto la vista de ellos, furioso. No soporto sentirme celoso y posesivo
con la única mujer que me ha dejado bien claro que no debería sentirme así.
Trato de distraerme. Bailo con Blair y con otras chicas hermosas que me
arrastran a la pista de baile. Flirteo, juego con ellas, me concentro en la que
tengo delante, no en la que baila muy cerca de mi hermano.
La veo mirarme, nuestros ojos se encuentran, saltan chispas entre
nosotros.
Paedyn es la viva imagen de una mala elección. Es hermana gemela del
peligro y el deseo. Es la delgada línea que separa lo letal de lo divino.
Siento que me estoy ahogando.
El mundo da vueltas a mi alrededor en un torbellino verde y negro. Casi se
me escapa un grito cuando el giro me pilla con la guardia baja antes de que
los brazos fuertes me atrapen de nuevo y me envuelva el tenue olor a
especias y la risa grave.
—Perdona, pensé que estabas preparada —ríe Kitt mientras sus ojos
verdes me desafían a mirarlo.
—Si bailara mejor lo habría estado —respondo, también con una sonrisa,
solo que yo miro a cualquier parte en lugar de mirarlo a él.
Nunca había visto nada igual que ese salón de baile, con los ventanales,
las columnas, las hermosas molduras. La elegancia y el tamaño imponente
de todo lo que me rodea me aturden.
Y la gente que hay aquí encaja a la perfección con el entorno, todos a la
altura del lugar. Los hombres con traje negro, las mujeres vestidas en todos
los tonos posibles de verde.
Menos yo, claro.
Adena se quedó en silencio, atónita, la primera vez que le dije que quería
un vestido plateado. Tenía que destacar. Tenía que recordarle a todo el
mundo que era su Salvadora de Plata. Y, como ninguna regla dice que haya
que vestir de verde, el único riesgo era llamar aún más la atención cuando
diera un traspié mientras bailaba.
Tantos ojos, tantas miradas clavadas en mí al bajar por la escalinata.
Tantos ojos que me recorrían el cuerpo, que se fijaban en la raja del vestido,
en el puñal. Me sigo sintiendo observada. Todos me miran con diferentes
niveles de intriga, unos con curiosidad, otros para escrutarme. No sé si esta
noche me ganaré sus votos, pero desde luego será difícil que me olviden.
Alzo la vista hacia Kitt. Tiene el pelo rubio que es aún más claro al
destacar contra el traje negro que le marca la figura. Parece… guapo.
Encantador.
«Su padre. Parece su padre».
—¿Estás preparada para mañana? —me pregunta en voz baja mientras
me hace girar.
Lo miro a los ojos sin querer.
—¿Se supone que tengo que estarlo?
Le falta poco para echarse a reír.
—No. La verdad es que no.
—¿A ti esto te parece justo? —se me escapa sin poder evitarlo—. ¿Esto
de las Pruebas?
La canción termina, y con ella nuestro baile. Siento que me sigue
mirando aunque ya he apartado la mirada, como si buscara en mi cara la
respuesta. Luego, suspira.
—¿Quieres que traiga algo para beber?
Parpadeo. No ha respondido a mi pregunta, pero yo asiento en respuesta
a la suya. Mira a su alrededor, a los hombres de la pista de baile. De pronto,
varios tienen los ojos clavados en nosotros.
—Y me temo que voy a tener que compartirte con los demás, aunque
sean unos pocos bailes.
Sonríe, me hace una inclinación con la cabeza y se aleja.
Apenas el futuro rey se da la vuelta, un joven alto se sitúa ante mí en la
pista de baile y me hace una reverencia. Acepto con cortesía su invitación a
bailar, y apenas me da tiempo a ponerme nerviosa cuando me rodea con los
brazos. No puedo evitar un cierto orgullo al ver lo bien que le sigo el paso,
las zancadas largas, mientras charlamos sobre nimiedades.
Empieza otro baile y me encuentro ante otra pareja. De pronto estoy con
un joven más o menos de mi edad, con el pelo azul recogido con esmero.
—Solo con verte no me habría imaginado que eras una mundana de los
barrios bajos —dice, y me recorre el cuerpo entero con una mirada
hambrienta.
Me incomoda la fuerza con la que me tiene cogida por la cintura, pero
siento el peso tranquilizador del puñal contra el muslo. Si no fuera porque
quiero ganarme el favor de esta gente, ese comentario le habría valido un
puñetazo en la cara.
—Estás espectacular —dice en un susurro aún más ronco.
—Sí, ¿verdad?
Se me para el corazón un instante. La voz viene de mi espalda y es tan
fría que casi siento un escalofrío. Kai me roza el brazo al adelantarse para
quedar frente al muchacho aturdido que aún me tiene sujeta.
—Te la voy a robar —dice Kai, muy consciente de que es de mala
educación interrumpir un baile.
Pero, claro, es el príncipe, el futuro ejecutor, «un cerdo arrogante».
El muchacho me suelta la cintura despacio y me lanza una última mirada
antes de hacer una inclinación rápida ante Kai y apartarse a un lado. El
príncipe no pierde un instante. Me encuentro en sus brazos antes de la
siguiente nota.
La sensación es demasiado familiar.
Encajamos a la perfección, como dos piezas de un rompecabezas. No
debería relajarme bajo su contacto. No debería permitir que la tensión
abandonara mi cuerpo cuando me sostiene. Pero no puedo evitarlo. No
tengo poder para ello.
Tiene la palma de la mano contra mi espalda, que el vestido deja al aire,
y la piel callosa acaricia la mía, acalorada.
—Me ha parecido que te hacía falta un rescate —dice Kai, y veo un
atisbo de sonrisa antes de que me haga dar una vuelta.
—Por una vez estoy de acuerdo contigo.
—Seguro que hay otras cosas en las que estamos de acuerdo.
—¿De verdad? ¿Como cuáles?
—Como en que el tipo tiene razón —susurra—. Estás espectacular.
Seguro que coincidimos en eso.
Trago saliva y el corazón se me acelera, aunque trato de no darme cuenta.
No sé qué decirle.
—¿En qué otras cosas estamos de acuerdo? —pregunto.
—Hum… —Me mira a la cara—. ¿Te lo estás pasando bien?
Parpadeo.
—Bueno…
—Escupe, Gray.
—Vale. —Suelto un bufido—. No, no mucho.
Sonríe de oreja a oreja.
—Pues los dos estamos de acuerdo en que estos bailes son un
aburrimiento.
No puedo contener la carcajada.
—¿Y si la razón de que no me lo esté pasando bien fueras tú?
—En ese caso, ya me habrías dado un buen pisotón, o habrías sacado el
puñal para echarme.
—No me des ideas, príncipe.
Deja escapar una risita.
—Tienes razón. No quiero mancharme el traje de sangre.
Seguimos trazando círculos en la pista de baile mientras trato de no sentir
lo cerca que su cuerpo está del mío. Miro a mi alrededor, por toda la sala
llena de charlas, risas y música. Diviso a Andy, que se está riendo con Jax
mientras tropiezan en la pista, y no me cuesta encontrar al resto de los
contendientes.
Cuando veo a Kitt, me sorprende darme cuenta de que él me está
mirando. Está rodeado por un coro de chicas que lo adulan, pero nos sigue a
Kai y a mí con los ojos, y no hace nada por interrumpir a su hermano, que
le ha robado a su pareja. Tiene dos copas en las manos, una llena, la otra
casi vacía.
Estoy a punto de centrarme de nuevo en mi pareja cuando veo a un
criado. Los rizos negros del joven se agitan con cada zancada mientras
pasea con una bandeja de bebidas burbujeantes entre la gente. Sus ojos
castaños recorren la estancia, como si buscara a alguien.
«Es el chico de Saqueo. El del fardo de cuero. Al que le robé. El que
llevaba la nota con la dirección de mi casa».
Una oleada de preguntas me arrasa la mente. ¿Qué hace aquí? Pensé que
era un aprendiz, no un criado. ¿Me está buscando? ¿Busca el papel que le
quité?
Estoy absorta en mis pensamientos cuando Kai me hace girar, y mis ojos
se centran en los suyos sin pedirme permiso.
Grave error.
El pelo negro como la medianoche le cae sobre la frente en ondas
sedosas, desordenadas. Los ojos de humo gris se encuentran con los míos,
cautivadores, paralizantes. La tensión de su mandíbula desaparece y los
labios se le curvan en una sonrisa arrogante cuando me ve mirarlo.
Los hoyuelos. Los dos. Se burlan de mí.
—¿Te gusta el paisaje, Gray? —me susurra, sabiendo muy bien que le
voy a dar una réplica cortante. Suelto un bufido y aparto la vista para tratar
de no ponerme roja. Los dedos recios me cogen por la barbilla y alzan mi
rostro hacia el suyo con delicadeza—. Pero sigue, sigue. No quiero negarme
el placer de verte mirarme.
—¿Y eso, por qué? —pregunto con un desinterés que no siento.
Sonríe, travieso.
—Porque es mucho más divertido admirarte cuando es mutuo.
Casi me atraganto de la risa.
—No te lo tengas tan creído, príncipe. No te estoy admirando a ti, ni a
esos hoyuelos de idiota —replico, y trato de disimular que eso era
precisamente lo que hacía.
Su sonrisa se acentúa y los hoyuelos se le marcan aún más.
—Mentirosa.
Se me escapa un gruñido de frustración, y alzo la vista hacia él para no
darle el gusto de verme evitar sus ojos penetrantes. Seguimos bailando al
son de la música lenta.
—Bueno, ¿cómo va el tanteo? —pregunta Kai.
—¿El qué? —Levanto la ceja ante el repentino cambio de tema, aunque
lo cierto es que es un alivio.
—¿Cuántas veces te he ayudado ya? ¿Tres, cuatro? —Me mira a la cara
con atención—. Entonces, cuatro a uno, ¿no?
Suelto una carcajada.
—Para empezar, yo no te ayudé. Te salvé la vida, no sé si te acuerdas. —
Arqueo las cejas—. Eso se considera más de un punto. Y para continuar, no
sabía que llevábamos la cuenta.
—Cierto, cierto. —Se encoge de hombros—. ¿Qué te parece si lo
dejamos en cuatro a dos? Es muy generoso por mi parte.
Se me iluminan los ojos.
—¡Anda! El príncipe reconoce por fin que le salvé la vida.
Se echa a reír, y el sonido le retumba en el pecho y le marca arrugas en
torno a los ojos.
—No he dicho nada de…
Unos gritos ensordecedores ahogan sus palabras.
Me quedo un momento paralizada, y lo único que me arranca del
desconcierto es un dolor desgarrador en el brazo izquierdo. El latigazo
repentino hace que me mire la carne desgarrada, ensangrentada.
«Un cuchillo arrojadizo».
De pronto choco contra el suelo, y un cuerpo fuerte, sólido, cae sobre mí.
No, un cuerpo fuerte, sólido, me cubre. En todo el salón empiezan a estallar
explosivos. Los oídos me zumban del impacto. Siento una oleada de calor
que va acompañada de humo mientras el techo se desploma sobre nosotros.
Kai se ha puesto sobre mí, me protege con su cuerpo, me ha colocado la
mano en la nuca para que no me rompiera el cráneo al chocar contra el
suelo de mármol cuando se ha tirado al suelo conmigo. Me está escudando
de los escombros y los cuchillos que vuelan por toda la estancia. Recupero
el oído poco a poco, y los gritos son estremecedores. Oigo el terror, los
pasos torpes en torno a nosotros, a los hombres y mujeres que corren hacia
las salidas, que tratan de escapar de la locura.
Kai me ayuda a ponerme de pie y me arrastra hasta que estamos junto a
una pared para salir de allí.
—¿Qué está pasando? —grito por encima del sonido de las explosiones,
del eco de los gritos.
Pero Kai está muy ocupado dando órdenes a los guardias y a la gente que
nos rodea, les dice qué hacer y cómo hacerlo. El futuro ejecutor, de la
cabeza a los pies.
El salón de baile es un caos. El suelo prístino está cubierto de los
escombros provocados por las explosiones. Los cuchillos arrojadizos silban
por el aire. Los que los lanzan llevan tiras de cuero negro con las que se
cubren la parte superior de la cara.
Como si fueran las máscaras de los imperiales.
«¿Quién es esa gente?».
Hay personas en el suelo, unas ensangrentadas, otras aplastadas bajo
grandes piedras, que tratan de liberarse. Pero el elemento sorpresa ya no
existe y los élites que hace unos minutos bailaban alegremente ahora están
repeliendo el ataque de los enmascarados. Entran los guardias, unos cuantos
rayos, unos llamaradas y fornidos.
Unos pocos escudos alzan campos de fuerza color púrpura por toda la
estancia para proteger a los que tienen cerca, y las armas rebotan
inofensivas contra las cúpulas brillantes. Sin pensarlo dos veces, Kai toma
un poder de escudo para proyectar un campo de fuerza en torno a nosotros.
—No hay tiempo para explicaciones. —Tiene los ojos muy abiertos, el
único indicio de que está preocupado—. ¿Es grave la herida?
Va a tocarme, pero me aparto y choco de espaldas contra la pared que
tengo detrás. El dolor me recorre el brazo como un latigazo, pero aprieto los
dientes y hago caso omiso.
—Estoy bien, pero ¿qué…?
—Quiero que vayas a una sala refugio. Los guardias te llevarán…
—No pienso marcharme, Kai.
Me aplasta contra la pared, me enjaula con sus brazos. Tiene los ojos
salvajes, como el humo de un fuego incontrolable.
—Entonces tendré que cargarte al hombro y sacarte de aquí yo mismo.
¿Es lo que quieres?
Sé que lo hará. Kai no amenaza en vano. Detrás de él, veo a unos pocos
enmascarados que luchan para tratar de escapar. No están preparados,
utilizan armas en vez de poderes y apenas pueden hacer nada contra las
habilidades que se emplean contra ellos.
Observo el caos; la confusión me aturde. ¿Dónde están los igniciones que
han provocado las explosiones? Recorro la estancia con los ojos y me fijo
en un enmascarado que tiene en la mano un objeto redondo de cristal lleno
de un líquido oscuro.
«Bombas caseras».
Y entonces lo entiendo.
«No utilizan sus poderes porque no tienen poderes».
Porque son vulgares.
—Quiero ayudar —suplico a Kai.
Tengo que acercarme más. Tengo que ver a esa gente y saber de dónde
vienen.
—Sé cuidarme sola.
Su risa suena cortante.
—Pues demuéstralo. Ve a una sala refugio sin protestar. Ahora mismo.
—¡Me tendrás que obligar! —casi le gruño a la cara con los dientes
apretados.
No debería haber dicho eso.
Me mira, resopla y sacude la cabeza.
—Eres más terca de lo que te conviene, Gray.
Y el mundo se vuelve del revés.
Noto su mano en la parte trasera de las rodillas cuando se echa mi cuerpo
al hombro y me encuentro con la cabeza contra su espalda. Forcejeo, pero
me tiene bien agarrada. Me siento como una cría con una rabieta, pero no
me importa.
—¡Bájame ahora mismo! —Mi tono promete una muerte lenta y
dolorosa, pero no me hace ni caso.
—Si supieras obedecer órdenes, no te tendría que cargar como si fueras
una muñeca de trapo —dice Kai con tono frío.
Estoy rabiosa. Intento sacar el puñal.
—Kai, te juro que te voy a apuñalar en la espalda como no me…
—Si crees que una puñalada me va a detener es que subestimas mis
habilidades, querida.
Mi pelo es una cortina de plata que me cae sobre la cara, pero dejo de
forcejear en el momento justo para ver cómo los enmascarados pasan de
largo junto a la burbuja de nuestro campo de fuerza. Y me fijo en uno de
rizos negros.
«Es él».
La máscara se le ajusta a la cara como una segunda piel, y de pronto me
mira fijamente. Se detiene, y yo también lo miro.
«Es él. Me ha reconocido».
La nota. El lugar de reunión.
«El fardo de cuero».
Y sí, todos llevan chaleco y máscara de cuero.
«Para protegerse».
De pronto, nos encontramos junto a un círculo de imperiales que rodean
algo e intentan contenerlo. Kai se abre paso entre ellos y con el rabillo del
ojo veo a Kitt, que forcejea con los guardias que tratan de detenerlo.
—He dicho que lo sacarais de aquí. —La voz de Kai es ronca, letal.
—Señor, no nos deja… —empieza un imperial antes de que Kitt lo
interrumpa, más agresivo de lo que lo he visto nunca.
—No me pienso esconder esta vez, Kai. También es mi reino. —Tiene la
voz tensa, parece a punto de gritarle a su hermano.
—No habrá reino si mueres, Kitt —replica Kai, gélido—. Tienes que
esconderte hasta que resolvamos esto. Puede que se trate de un atentado
contra ti.
—¡No pienso huir de esta pelea! —ruge Kitt.
—¡Pues te arriesgas a que sea el fin para todos nosotros! —La máscara
fría de Kai salta por fin en pedazos. Irradia rabia. Respira hondo para
controlarse—. Te necesitamos vivo, Kitt. Yo te necesito vivo. Por favor…
—Se detiene, se recompone, vuelve a tener la máscara—. Por favor, no
intentes intervenir. Hazlo por el reino. Hazlo por mí.
Se miran, se comunican en silencio como solo pueden hacerlo dos
hermanos. Y tengo la sensación de que han tenido esta pelea muchas veces,
de que esta lucha de voluntades se ha repetido a menudo.
Veo cómo el rostro de Kitt cambia, caen sus murallas. Veo cómo se rinde.
—Vale. Mi destino es no hacer nada.
Kai no responde. Me deja con delicadeza en el suelo ante él. Ni siquiera
me mira.
—Llevadlos a una sala refugio, con los demás.
Luego corre de vuelta al fragor de la pelea, y palpa docenas de poderes
antes de decidirse por uno.
Fuego.
Kitt no ha parado de dar vueltas desde que nos metieron en esta sala
refugio. Me contengo para no tirarlo al suelo y obligarlo a que me cuente
qué está pasando. Pero me limito a mirarlo. Lleva una hora así, mascullando
y caminando de un lado a otro. De cuando en cuando, la rabia lo desborda y
le salen llamas de los dedos, indicio de su poder dual.
Estoy cubierta de sudor, debo de parecer un bollo de miel glaseado. Me
he sentado en el suelo de la sala de paredes de piedra, con la espalda
desnuda contra el muro frío, cosa que apenas alivia el calor de la habitación
de las docenas de personas encerradas juntas, todas con traje y vestido de
gala.
Hay una pesada puerta de metal que cierra la sala refugio y no deja salir
la humedad sofocante. A Kitt y a mí nos han metido en la misma donde ya
estaban los reyes, así como la mayoría de los contendientes y los invitados
que han conseguido llegar. Es bastante grande, austera, y está abarrotada.
Hay dos curanderos, que van de un lado a otro atendiendo a los heridos,
solo después de asegurarse de que los reyes y Kitt estaban bien. Al cabo de
un rato, una mujer recia con un vestido color verde oscuro se acerca por fin
a mí y no dice nada mientras me cierra la herida de cuchillo del brazo.
Frunce mucho el ceño para concentrarse, y noto la ola de calor que se mete
en el corte. Cuando me miro el brazo, la herida casi ha desaparecido y solo
queda una cicatriz fina, rosada.
Pero el corazón me duele mucho más que la herida. Vi a mi padre hacer
eso mismo con mucha gente. Lo vi salvar vidas, cerrar heridas, cerrar mis
heridas. Ojalá estuviera conmigo para curarme el corazón. Lo tengo roto y
sangrante desde que me dejó.
«Desde que lo mató el hombre que está ahí mismo, en esta misma
habitación».
Miro a los reyes, que hablan en susurros entre ellos y con unos pocos
consejeros de confianza que se han congregado en torno a ellos. Deben de
estar discutiendo sobre qué plagas ha pasado aquí, qué tienen que hacer. El
rey ha llamado varias veces a Kitt para que esté presente en la
conversación, pero siempre acaba dando vueltas por la sala otra vez.
Me separo de Jax y Andy, que están sentados sudorosos a mi lado, y me
cruzo en el camino de Kitt.
—Hola —digo como una idiota, incapaz de pensar en otra cosa que decir.
Casi sonríe antes de responder.
—Hola.
«Quiero que hable conmigo, tengo que hacer mi papel».
Respiro hondo y le pongo la mano en el brazo desnudo. Hace rato que se
ha quitado la chaqueta, y tiene la camisa arremangada hasta el codo. La piel
le arde, y aparto la mano a toda prisa. Tiene llamas en los nudillos.
Parpadea y el fuego se apaga, y solo queda debajo la piel.
—¿Te he quemado? —pregunta con alarma. Va a cogerme la mano, pero
se lo piensa mejor y se pasa los dedos por el pelo alborotado—. Ni siquiera
puedo controlar mi puñetero poder —masculla, y se da la vuelta.
—No, no. Estoy bien. —No me mira. No para de pasarse las manos por
el pelo, por la cara—. Eh —digo, pero mis palabras caen en oídos sordos.
Está a punto de empezar a pasear de nuevo por la habitación.
«Necesito que se concentre».
Por impulso, le pongo las manos en la cara y solo noto el calor natural de
su piel. Me preparo para mirarlo a los ojos. Sé que tengo que hacerlo si
quiero una respuesta. Me lanza una mirada verde y cristalina como el rocío
que se agarra a la hierba recién cortada. Como un trébol de cuatro hojas,
como una esmeralda que reluce bajo el sol.
«Como los ojos de un asesino. Los ojos del rey».
—Háblame. —Me salen las palabras sin pensar, más imperiosas de lo que
pretendía—. Por favor —añado a toda prisa.
Suspira y agacha la cabeza antes de agarrarme las muñecas y bajarme las
manos con delicadeza. Me lleva al rincón menos abarrotado de la sala y me
guía para sentarme en el suelo, a su lado, antes de acodarse en las rodillas
flexionadas.
—Siento estar así de… nervioso —dice al final. Nunca lo había visto tan
serio, tan severo, tan regio—. No me gusta que nadie pelee mis batallas en
mi lugar.
Escupe las palabras como si le supieran mal.
—Cuando seas el rey tendrás que acostumbrarte —le digo con
delicadeza.
Suelta un bufido.
—¿A que mi hermano se juegue la vida mientras yo no hago más que
mirar?
Parece irradiar calor, y de pronto me percato de que tiene parte de la
culpa de la temperatura que hace en esta sala abarrotada.
Me doy cuenta en ese momento, lo veo en sus ojos verdes, verdes como
los celos y la envidia. Veo que una parte de él querría ir a la batalla, resolver
la situación, como está haciendo su hermano. Querría ganarse el favor de su
padre con los puños, no con el cerebro. Querría ser un héroe, no la persona
que el héroe tiene que proteger.
Pero no siento compasión hacia él. Envidiar a Kai es envidiar a un
asesino.
«Haz tu papel. Hazte con él».
—Lo que quiero decir es que tienes un deber, igual que Kai tiene el suyo
—digo—. Los dos estáis luchando por el reino, solo que de maneras
diferentes.
Sé que no está convencido, pero aun así me sonríe y casi parece sincero.
—Serías una buena consejera, ¿sabías?
—Si sobrevivo a las Pruebas, puedes contratarme. —Deja escapar una
risita, y yo también le sonrío—. Pero, claro —sigo con un suspiro—, los
consejeros deben saber qué está pasando, y yo no tengo la menor idea.
«Vamos. Dímelo. Confía en mí».
—Muy lista. —Kitt deja escapar un suspiro—. Vale, te mereces saber lo
que está pasando, visto que ha estado a punto de costarte un brazo. —Me
pasa el pulgar por la cicatriz, la sigue con los ojos. Doy un respingo, y lo
nota y se aparta de mí—. Se autodenominan la Resistencia. —Baja la voz
para que solo lo oiga yo—. Son un grupo de vulgares que llevan años en
esta banda. Luchan contra el rey y contra el reino por lo que les han hecho a
los de su clase.
«Los de su clase. Los de mi clase».
Tengo que tragarme la repugnancia para seguir escuchando.
—Al principio no eran una amenaza. Como revolución hasta hacían
gracia. Guardamos el secreto de su existencia, se lo hemos ocultado a la
gente. Últimamente es cada vez más difícil. Son más y tienen mayor fuerza
que antes.
Creo que se me ha cortado la respiración. No oigo más que el latido de la
sangre en las orejas.
«Un grupo de vulgares que luchan contra el rey y contra el reino».
—¿Cómo es posible? —Casi no me salen las palabras—. ¿Cómo puede
haber un grupo tan grande de vulgares? ¿Y cómo es que son una amenaza
de repente?
—Por lo visto, en Ilya quedaron muchos más vulgares de los que
creíamos tras la expulsión, y, mientras se sigan reproduciendo, crecerá su
número. —Se le escapa un suspiro—. Pero parece que la Resistencia no es
tanto un grupo como una causa. Están por toda la ciudad, se esconden a
plena vista. Eso nos lo pone más difícil, porque no están todos juntos. Y lo
peor es que pensamos que no trabajan solos.
Arqueo las cejas en gesto de interrogación.
—Hay élites que están con ellos —sigue—. Élites con mucho poder.
Detestan a mi padre y al reino.
Frunzo el ceño, confusa, sin entender. Pero, de pronto, todo encaja, y Kitt
me lo confirma justo en el momento en que sumo dos y dos.
—Fatales, silenciadores, lectores de mentes, controladores… Mi padre
los expulsó en la Purga junto con los vulgares porque eran demasiado
peligrosos, incluso para otros élites. Se quedó para la corte con unos pocos
leales a él. Pero ahí afuera aún hay unos cuantos. Ahora mismo tenemos a
uno en las mazmorras. —Sonríe y me señala con un ademán de la cabeza—.
Gracias a ti.
«El silenciador».
—Un momento —digo; estoy tratando de entenderlo todo—. Si los
fatales están trabajando con la Resistencia, ¿por qué no estaban en el
ataque? Habrían causado muchos más daños.
Kitt se pasa la mano por el pelo.
—No lo sabemos. Tal vez el objetivo no era atacar. Estaban muy mal
preparados, los superábamos en número. No sé qué hacían aquí.
—¿Y qué opinas tú de la Resistencia? —se me escapa sin poder
contenerme.
—¿Que qué opino de esos criminales? —Sacude la cabeza—. Los… Los
entiendo. Ya sé que hacen mal, pero entiendo lo que los motiva. —Me mira
directamente a los ojos—. Pero, si se permite que vivan, la raza de los élites
se extinguirá poco a poco. ¿Quién sabe cuántos élites se han infectado ya
por culpa de los vulgares que se esconden entre ellos? Seguro que la gente
ha empezado a notar los efectos, que sus poderes se han debilitado. —Hace
una pausa—. Es necesario sacrificar a los vulgares por el bien del reino.
«Claro. Se me olvidaba, soy una enfermedad».
Me lo quedo mirando, contemplo los rasgos fuertes de su rostro,
marcados ahora por la tensión.
—¿Eso es lo que crees?
Sé que tendría que cerrar la boca, que tendría que asentir en vez de
arriesgarme a que me acusen de traición. Pero este chico tiene algo que me
hace ser imprudente, que hace que quiera demostrarle lo mucho que se
equivoca, lo corrompido que está su reino.
—Eso es lo que sé —dice en voz baja, y me mira a los ojos hasta que
aparto la mirada, incapaz de seguir viendo al asesino de mi padre.
—Se puede saber algo y no creer en ello. —Me sale la voz temblorosa.
Espero que lo atribuya al miedo, no a la rabia—. Puedes elegir, Kitt.
Siempre se puede elegir.
Se ríe sin rastro de humor.
—Si pudiera elegir siempre, no estaría en esta sala de seguridad. Estaría
afuera, luchando al lado de mi hermano.
Le miro las llamas que le chisporrotean en los dedos y delatan lo
frustrado que está. Levanto la cabeza y cojo aire antes de mirarlo a los ojos.
—¿No quieres ser rey?
No vacila ni un instante.
—No quiero ser un cobarde.
Me obligo a mirarlo a los ojos, a ver toda la confusión que se refleja en
ellos, los pensamientos que le pasan por la cabeza.
—Nadie me había preguntado eso nunca.
—Me imagino. Ya te darás cuenta de que a menudo pregunto lo que no
debo. —Miro hacia otro lado.
—No dejes de hacerlo —me dice a toda prisa. Vuelvo a mirarlo, me
centro en el botón superior de su camisa—. Tus preguntas, tus ideas, tus
contradicciones… Cuéntamelo todo.
Voy a responder cuando, de pronto, una ráfaga de aire fresco me acaricia
la cara y las puertas de metal se abren con estrépito. Me vuelvo
bruscamente hacia los imperiales que han entrado en la sala y se dirigen
hacia los reyes.
—El salón de baile está controlado, majestad.
El guardia habla con voz seria, y hace una inclinación. El rey asiente.
Estoy segura de que, si lo mirase a los ojos, vería en ellos todas las
preguntas. Cuántos muertos, cuántos vulgares capturados, qué daños ha
habido. Pero no se atreve a formular en voz alta lo que piensa. Hay
demasiada gente, y aún quiere ocultar lo que está pasando en realidad.
El rey se levanta de la gran silla de madera y carraspea para hacer callar a
todos los presentes.
—Lo que ha pasado hoy ha sido muy desafortunado, y os puedo asegurar
que no se repetirá. —Casi se me escapa un bufido de risa al escuchar una
promesa tan hueca—. Pero no vamos a permitir que este incidente nos
asuste, nos limite, nos controle. Por eso mismo, las Pruebas seguirán
adelante como estaba previsto.
Se oye un murmullo de asombro, pero a mí no me sorprende. Tiene que
mantener la apariencia de fuerza, no puede mostrar temor.
—Somos élites. Somos el poder. —El rey hace una pausa y mira a la
gente—. Honraremos al reino. Honraremos a nuestra familia. Nos
honraremos a nosotros mismos.
La gente repite el lema de Ilya. Yo muevo los labios con los demás, en mi
papel de contendiente, de estar honrada por encontrarme allí. De ser una
élite, como ellos.
Los guardias empiezan a sacar a los invitados y a los nobles de la sala
sofocante. Casi me pisotea una serie de tacones y zapatos pulidos, así que
me levanto a toda prisa.
—Me encantaría acompañarte a tu dormitorio, pero mucho me temo que
voy a cambiar esta habitación asfixiante por otra. Mi padre querrá que Kai y
yo estemos presentes en la reunión para analizar lo que ha pasado. —Kitt
suena tenso, cansado—. Pero los guardias te llevarán sana y salva. Aunque
ya no hay peligro. —Me mira el puñal que tengo junto al muslo, a la vista
de todos—. Y, si hubiera peligro, sabrías cuidarte sola.
Me sonríe, y me las arreglo para corresponderle. Mira más allá de mí,
hacia el fondo de la estancia. Sigo la dirección de su mirada y veo que el
rey y la reina me están observando. El rey tiene los ojos entornados, y me
cuesta un verdadero esfuerzo no devolverle la mirada aviesa.
—Te veré después de la Prueba. —La voz de Kitt interrumpe mis
pensamientos—. Te veré después de la Prueba. Porque esperas sobrevivir,
¿recuerdas?
Agacho la cabeza y sonrío muy a mi pesar.
Sé bien lo que voy a hacer si sobrevivo a la primera Prueba.
Voy a encontrar a la Resistencia.
Y, gracias a la nota que le robé al chico de los rizos, sé dónde estarán.
—Pues hasta entonces —le digo al botón superior de su camisa, y, al
final, lo miro a los ojos.
La mirada que me devuelve es cálida, cargada de preocupación, y cada
vez se parece menos a la de su padre.
La marea de cuerpos humanos me arrastra hasta el pasillo, que está lleno
de guardias e invitados que corren de un lado a otro. Me obligan a ir hacia
otro, y la multitud me engulle, me arrastra, pasamos junto a las puertas
agrietadas del salón de baile. Veo un atisbo de los escombros y las manchas
rojas en el suelo.
La curiosidad será mi perdición.
No me cuesta escabullirme de los imperiales, del grupo. Domino el arte
de pasar desapercibida. Abro las puertas del salón de baile sin que los
guardias me hagan el menor caso en medio del caos.
Lo que me encuentro al otro lado es una masacre. O los indicios de una
masacre. La sangre oscura forma charcos en el suelo, aunque ya han
limpiado la mayor parte con chorros de agua que lanzan unos hidros,
dejando el suelo reluciente a su paso.
Hay teles que están despejando el salón de los escombros más pesados, y
unos ráfagas controlan el aire para retirar los restos y el polvo. En poco
tiempo, la estancia estará como si nada hubiera pasado.
Estoy a punto de salir de nuevo por la puerta cuando me llama la
atención una mata de pelo negro azabache. Está sentado… No, está
derrumbado contra una losa de piedra, al fondo del salón de baile, sucio y
empapado en sangre.
El corazón se me acelera.
«Está herido. Pero, lo que es más importante, ¿por qué me preocupa?».
Bajo, corriendo por la escalinata, los peldaños de dos en dos. Casi me
tuerzo un tobillo con ese invento mortífero que son los tacones, antes de
quitarme los zapatos de una patada y tirarlos escalera abajo antes de estar a
punto de caer yo misma.
Me encuentro de repente ante él, he atravesado corriendo el salón. Caigo
de rodillas, le examino la cara ensangrentada. Los ojos grises me miran con
sobresalto y luego empiezan a revisarme todo el cuerpo en busca de heridas
mientras yo hago lo mismo con él.
—¿Qué ha pasado? —se me escapan las palabras—. ¿Dónde te han
herido? —Miro a mi alrededor—. ¿Y dónde están los curanderos?
—Ah, Gray. Justo la persona que quería ver. —Sus dientes están
apretados, aunque sigue comportándose con su habitual frialdad.
—¿Qué ha pasado? —insisto.
Tiene la ropa hecha jirones, se le ve el pecho cubierto de cortes. Con las
manos y el cuerpo llenos de sangre, aunque estoy segura de que la mayoría
no es suya.
—Antes de pasar a eso… —se esfuerza por borrar el rictus de dolor de su
rostro—, ¿te ha visto un curandero? —Me mira muy serio, me examina de
arriba abajo, se olvida de su dolor.
Estoy confusa y airada a la vez, cosa que me pasa a menudo cuando se
trata de él.
—¿Qué? Sí. Estoy bien. —Desecho su pregunta y lo miro con más
atención, con las manos extendidas hacia él—. Pero es obvio que tú no.
—Y yo que pensaba que no soportabas mis hoyuelos de idiota. Me
conmueve que te preocupe tanto mi bienestar, Gray.
Consigue esbozar una sonrisa burlona pese al evidente dolor. Se le da de
maravilla ser un imbécil.
—No te equivoques sobre mis motivaciones, príncipe. Solo necesito que
vivas lo suficiente para borrarte la sonrisa de la cara a puñetazos. Otra vez.
—Las palabras no llevan demasiada carga malintencionada, y suelta un
bufido de risa al tiempo que se mueve en la losa y me deja ver parte de la
espalda.
Me atraganto.
—Pero ¿qué demonios te pasa, idiota?
—Querida, esa pregunta no parece bienintencionada.
Hago caso omiso, incapaz de apartar la vista del cuchillo arrojadizo que
tiene clavado en el hombro derecho.
—¿Tenías un cuchillo en la espalda y me has dejado hablar como si tal
cosa? —consigo espetarle.
La media sonrisa que esboza va acompañada del correspondiente
hoyuelo.
—Ah, es que el sonido de tu voz me distraía del dolor.
Una vez más hago caso omiso de lo que dice mientras me pongo de pie
para examinar la hoja que tiene clavada.
—Genial, pues ahora me escucharás decir que eres un completo imbécil.
—Sigue siendo una de las cosas más amables que me has dicho, así que
perfecto —responde, como si no le importara el metal que tiene enterrado
en el cuerpo.
«No quiero ni imaginarme lo que le está costando hacer que parezca
tolerable».
—Vale —sigo, muy despacio—, dime qué quieres que haga.
Se ríe, tenso.
—¿Insinúas que me vas a hacer caso por una vez?
—Insinúo que te voy a clavar otro cuchillo como no…
—Sácalo. De un tirón.
Parpadeo. Lo ha dicho de manera tan casual como si siguiera bromeando.
—Para eso debemos estar en presencia de un curandero, que te cierre la
herida en cuanto saque el cuchillo.
La risa que suelta es casi un jadeo que le sacude los músculos bajo la
camisa desgarrada.
—Me ofende que dudes así de mis habilidades. Hay un curandero que no
está lejos. Noto su poder. Me curaré solo.
—Vale. De acuerdo. —Respiro hondo y agarro el cuchillo por el mango
—. Esto va a doler.
—Es una pena que no termináramos nuestro baile —dice—. Era la
primera vez que podía concentrarme en ti, en lugar de esquivar tus
pisotones…
Arranco el cuchillo de un tirón. Lanza un gruñido y se dobla por la
cintura, todavía en el suelo. Esbozo una sonrisa. Es mi venganza por lo que
acaba de decir de mi manera de bailar, por cierto que sea.
Doy la vuelta entre los escombros y me acuclillo ante él, con el rostro
muy cerca del suyo. El dolor le retuerce las atractivas facciones. Giro en el
aire el cuchillo, todavía pegajoso de su sangre.
—Dime, ¿te ha dolido tanto como mis pisotones?
La carcajada es ronca, dolorida. Me pongo de pie y lo miro mientras se
lleva una mano al hombro y se presiona la herida, que ahora sangra mucho.
Veo cómo la carne desgarrada se cierra, el músculo se recompone ante mis
ojos, igual que la piel, y al final solo queda una cicatriz como las demás que
tiene en la espalda.
La tensión de los hombros rígidos se le relaja y deja escapar un suspiro
de alivio.
—Mucho mejor. Gracias. —Me pregunto cuánto hace que dio las gracias
a alguien por última vez cuando veo que sonríe y se pone de pie—. Quién
iba a decir que ibas a arrancarme un cuchillo de la espalda, en vez de
clavármelo.
—Tranquilo, hay tiempo para todo.
Sonríe, y los dientes blancos destacan en la cara sucia. Luego, hace girar
el cuello y se estira como si no hubiera estado herido de gravedad hace un
momento.
De pronto, me tiende la mano, expectante, y le miro la palma encallecida
sin entender. Al ver que no reacciono, baja la mano hasta la mía y me rodea
la muñeca con los dedos rudos.
El corazón se me acelera, órgano estúpido. Me tira del brazo, de la mano,
hacia él. Es la mano en la que aún tengo el cuchillo. La otra mano me
acaricia la palma con delicadeza cuando me lo quita de entre los dedos.
—Ya tienes suficientes para clavármelos en la espalda, ¿no? —dice en
voz baja, todavía agarrándome por la muñeca para notar en las yemas de los
dedos mi pulso, todavía acelerado—. Este me lo quedo yo.
Doy un paso atrás. Necesito poner espacio entre nosotros.
—¿No tienes que ir a una reunión importante ahora mismo? —le
pregunto, más que nada porque no sé qué decir.
—Es probable, sí. —Suspira y se pasa los dedos por el pelo—. Supongo
que te lo ha dicho Kitt. —Asiento—. Mi padre seguirá adelante con las
Pruebas. Es una señal de poder, claro. Y tendrá que informar a la gente de
lo que está pasando. Después de lo de esta noche, no puede seguir
ocultando quién y qué es la Resistencia.
—¿Qué ha pasado? —pregunto. De pronto, recuerdo lo que hizo y vuelvo
a estar furiosa con él—. ¿Qué sucedió después de que me hicieras salir
como un cretino, aunque podría haber ayudado?
Se está riendo de mí.
—Se te sigue olvidando quién soy.
—Mil perdones, alteza. ¿Qué sucedió después de que te portaras como un
cretino de sangre real y me hicieras salir?
—Menos da una piedra. —Sonríe y me vuelve a mirar con esos ojos
penetrantes—. Por responder a tu pregunta, esta no era tu pelea. Además de
que no puedo arriesgarme a que muera un contendiente antes de que
empiece la primera Prueba.
Me río con amargura.
—Sabes muy bien que sé cuidarme sola…
—Y tú sabes muy bien que yo podía cuidarme de esto sin tu ayuda.
—Pues te han clavado un cuchillo.
—Gajes del oficio.
Nos miramos con los rostros muy próximos. Huelo su sudor, la sangre, la
suciedad, junto con ese aroma a pino que tiene siempre en la piel. Tengo la
respiración acelerada, y tardo mucho, pero al final me alejo un paso.
—¿Cuántas bajas? —pregunto.
Aparta la vista y respira hondo.
—Solo dos élites muertos, muchos heridos. Cuatro vulgares muertos y
solo dos prisioneros. —Vuelve a mirarme a los ojos—. Solamente había una
docena de vulgares, así que no sé cuál era su misión de verdad, porque no
me creo que fuera atacar un salón de baile lleno de élites.
Asiento, distraída, mientras asimilo la información.
—Así que han escapado algunos.
Aprieta los dientes.
—Por desgracia, sí. —Echa a andar de espaldas sin apartar los ojos de los
míos—. Hasta mañana, Gray.
—Hasta mañana, Azer.
Por fin, se da media vuelta y cruza el salón de baile mientras lo miro
alejarse.
Vuelve la cabeza un instante.
—¿Me harías un favor, querida?
—¿Cuál?
—Prométeme que seguirás con vida el tiempo suficiente para clavarme
un cuchillo en la espalda.
Suelto una carcajada.
—Sueño con eso, príncipe.
Casi me trago el barro. Abro los ojos y escupo en la tierra húmeda que
tengo debajo, que me empapa la ropa y hace que se me pegue al cuerpo.
Consigo darme la vuelta para quedar de espaldas y aplasto el musgo, las
ramitas, las piedras, mientras parpadeo para protegerme los ojos del sol que
se cuela entre los altos árboles que me rodean.
«Por la plaga, ¿dónde estoy?».
El canto de los pájaros me ha despertado de un sueño muy intenso, muy
profundo.
«Un sueño inducido por la droga».
Los árboles se alzan hacia el cielo azul vibrante, casi todos pinos, altos,
ominosos, que extienden sus dedos de follaje hacia las nubes. Los
reconocería estuvieran donde estuviesen. Te acabas familiarizando con los
árboles a los que te obligan a trepar mil veces para que superes el miedo a
las alturas.
Los Susurros.
Estoy en el puñetero bosque.
Me pongo de pie, aturdido, débil, drogado. Noto una presión extraña en
el brazo derecho y miro la fina banda de cuero que me han puesto, con las
puntas bien pegadas. Si estuviera más apretado, podría cortarme la
circulación y me inutilizaría el brazo.
El sol cae de plano sobre mí mientras examino los alrededores. No hay
nada ni nadie, solo árboles, rocas y el suelo desigual del bosque que me
envuelve en su follaje.
«¿Por qué demonios estoy en los Susurros?».
Sabía que las Pruebas iban a seguir adelante, claro. Anoche no paramos
de hablar, de eso y de la Resistencia. En el salón del trono, donde me pasé
la noche y buena parte de la madrugada, junto con Kitt, el rey y sus
consejeros.
Tengo la garganta reseca y estoy ronco de tantas horas de discutir y
debatir qué hacer con la Resistencia, con esa amenaza. Ahora más que
nunca, mis hombres y yo tenemos la misión de dar con sus miembros y
acabar con ellos.
Me sacudo como puedo la tierra que tengo pegada a la ropa mientras me
sitúo en este lugar conocido, pero aun así aterrador. Los Susurros no es un
bosque de cuento de hadas. Es inmenso, hay bestias mortíferas, y crecen
plantas más mortíferas todavía. Lo sé bien. He pasado aquí muchas noches,
entrenando, mientras mi padre me gritaba órdenes como si fuera un soldado
y no su hijo.
«Pero ¿qué hago aquí?».
Pensaba que iba a levantarme en mi cama, que tendría tiempo de
interrogar a los prisioneros antes de ir a la Arena para la primera Prueba. Lo
que seguro que no me esperaba era que me drogaran y me trajeran al
bosque.
«Diferentes».
Eso dijo Azulah. Nunca ha habido una Prueba que se desarrollara fuera
de la Arena, en la que no hubiera público para insultarnos o animarnos.
Oigo que se rompe una ramita y me giro al tiempo que adopto una
postura de combate. Veo al hombre que hay a apenas tres metros, vestido
con ropa blanca sencilla que contrasta con su piel oscura. Me devuelve la
mirada con unos ojos vidriosos, inmóviles.
«Un vista».
Solo entonces me doy cuenta de que noto el cosquilleo de su poder bajo
la piel. Estaba absorto en mis pensamientos y no he percibido su habilidad,
el poder de grabar con los ojos y proyectar lo que ve. Y eso es lo que está
haciendo en este momento.
Siempre me ha puesto nervioso su manera de mirar, sin parpadear,
cuando graban lo que ven, pero me he acostumbrado, porque están
presentes en todas las Pruebas. Van por la Arena documentando lo que pasa
y grabando a los contendientes, y proyectan lo que han visto en las grandes
pantallas situadas a buena altura sobre el Pozo.
Deben de estar haciendo lo mismo en esta versión de las Pruebas, solo
que este no proyecta lo que ve, sino que almacena las imágenes. Seguro que
hay docenas de vistas por todo el bosque para seguir a los concursantes y
documentar la primera Prueba, que luego proyectarán ante el público
cuando todo termine.
No lo toco ni me acerco a él. Está prohibido interactuar con los vistas
durante las Pruebas. No son más que los ojos y los oídos del público para
que vean lo que no pueden presenciar en persona.
Al final, el vista parpadea y se le despeja la mirada. Parece que ya tiene
todo el metraje que necesita de mí. Se aleja un paso, sin duda para ir a
grabar a otros contendientes, pero se detiene un instante para darse unos
toquecitos con los largos dedos negros en el bolsillo del pantalón mientras
me mira a los ojos, antes de desaparecer en el bosque.
Me lo quedo mirando hasta que lo pierdo de vista y luego observo el
bolsillo. Me han dejado aquí con lo que llevaba puesto cuando me derrumbé
en la cama, aunque han tenido la amabilidad de ponerme los zapatos.
Aparte de eso, solo llevo un accesorio, la extraña banda de cuero en torno al
brazo. Doy las gracias a la plaga por no haberme quitado la camisa anoche.
Estaba demasiado agotado.
Me meto la mano en el bolsillo de los pantalones finos y encuentro un
papel. Lo desdoblo con cuidado y veo la caligrafía precisa, artística:

Sé bienvenido a la primera Prueba


en el juego de honor y dignidad.
Ya ves que la dinámica es nueva.
¡Estáis en los Susurros, comenzad!

El juego tiene un claro objetivo.


Quien lo logre será aclamado.
En seis lunas has de seguir vivo.
No es todo y puede ser demasiado.

Los contendientes tienen sus bandas.


En el brazo cada uno hoy la lleva.
Róbaselas y tu gloria agrandas.
¡Consigue todas y gana la Prueba!
La misión de robar todas las bandas parece sencilla, siempre que puedas
sobrevivir una semana en el bosque, claro. Pero también he leído entre
líneas.
«Nos obligan a luchar entre nosotros».
Nadie va a entregar la banda por voluntad propia. En las Pruebas se ha
derramado sangre por mucho menos. Arrugo el papel y me lo meto en el
bolsillo antes de volver a mirarme la tira de cuero que me rodea el bíceps.
Está muy apretada. Tanto que, para quitármela, habría que cortar a ras de
piel, lo que sin duda hará que corra sangre aunque se haga con delicadeza.
Es intencionado, y muy astuto.
«Mi padre se ha superado este año».
El sudor me corre por la frente y me pica en los ojos. Hace tanto calor
como en las Brasas, y me quito la camisa para secarme la cara. Ya tengo la
garganta seca bajo el sol abrasador de la mañana.
«Primero, encontrar agua; luego, a los adversarios».
Me detengo y pateo la vegetación y la tierra que tengo bajo los pies.
Suspiro y miro hacia el cielo, hacia las ramas de un pino amenazador que se
interpone en mi camino. Sacudo la cabeza y los hombros para tratar de
relajar los nervios, me agarro a la rama más baja y me doy impulso hacia
arriba con las piernas.
Sí, me he subido a estos árboles muchas veces, y sí, he dominado mi
miedo a las alturas. Pero dominar un miedo no quiere decir que sea
agradable volver a enfrentarse a él una y otra vez. Lo malo es que no tengo
más remedio, y trepo por el árbol, de rama en rama.
El viento sopla y el sol me ciega mientras sigo subiendo por el pino en
busca de agua. Minutos más tarde, o puede que horas, con los miembros
doloridos y el corazón acelerado, llego por fin a la cima. Bueno, a la última
rama capaz de aguantar mi peso. Estoy a unos sesenta metros de altura, sin
más soporte que la rama gruesa que tengo bajo los pies. Se me ocurre mirar
hacia abajo, y al instante me arrepiento.
«Contrólate, Kai».
Matarme de una caída durante una Prueba sería una manera patética de
morir y acabaría con mi reputación hasta después de muerto. Lo tengo muy
presente mientras me agarro al tronco, ya bastante delgado, y miro entre las
hojas del manto de árboles.
Es como si estuviera otra vez en el salón de baile, rodeado de una marea
de tonos verdes. Las ramas llenas de hojas se mecen al viento como los
delicados vestidos de las mujeres ayer, en la pista de baile.
«Ahí».
Diviso una interrupción entre los árboles, una pausa en el movimiento de
las hojas. Una hendidura para un río, un arroyo, una fuente de agua. Ahora
mismo no me importaría que fuera un charco.
Vuelvo a descender trabajosamente, jadeante. Para cuando llego de nuevo
el suelo, el sol ha ascendido, y me indica que el mediodía ha pasado. Echo a
andar. Camino hacia el agua que todos los contendientes anhelarán tras
haber sido drogados y obligados a caminar por el bosque durante horas. Mi
padre nos ha tendido una trampa, y nos hemos metido de buena gana.
Horas. Horas largas, tediosas, de caminar entre el follaje. A eso se ha
reducido mi vida. Me he tropezado con varias serpientes y plantas
venenosas que han intentado atraerme.
Me muero de aburrimiento.
Tengo el cuerpo y los sentidos alerta mientras camino, aunque mi mente
vaga. Pienso en las Pruebas, en los contendientes…
Y, luego, pienso en ella.
«Para».
Paedyn está decidida a detestarme, y se lo podría poner muy fácil. No
haría falta gran cosa. Pero soy egoísta, débil, y lo único que quiero es
ponerle difícil que me aparte de ella.
Es tan desconcertante como seductora. Sus preciosos labios dicen una
cosa, y sus ojos como el océano dicen otra. Me arranca un cuchillo de la
espalda y me dice que me va a clavar otro. Es confusa, cautivadora, y
somos lo menos adecuado el uno para el otro… de la mejor manera posible.
Es una llama y me voy a abrasar. Es un océano y me voy a ahogar.
Me paso la mano por la cara. Quiero echarle la culpa a la deshidratación
de todo lo que siento y no debería sentir.
Jamás me había afectado así una chica, y es absurdo, es muy molesto.
Pero sonrío al recordar el latido de su pulso bajo mis dedos, cómo se le
corta la respiración cada vez que la toco, cómo devora con los ojos cada
sonrisa, cada hoyuelo que dice detestar.
Estoy seguro de que la irritación por el sentimiento es mutua. Aunque
ella me pondría un puñal en el cuello para negarlo.
«Es una salvaje. Desde luego».
Algo centellea a la luz del sol poniente y me llama la atención.
Hay una espada envainada colgada de la rama de un árbol, a mi derecha,
y el puño plateado brilla con la luz cuando me dirijo hacia donde está. Solo
tardo un momento en trepar para soltar la correa de la que cuelga y volver al
saltar al suelo.
Seguro que hay más armas escondidas por todos los Susurros. Las han
puesto ahí para nosotros.
«Así es más fácil derramar sangre. Pone las cosas más interesantes».
Me cuelgo la vaina en la cintura y saco el arma para cortar el espeso
follaje.
«Casi he llegado».
Las sombras caen sobre el terreno, y ahora tengo un conejo para
cocinarlo, junto con un estómago que pide comida a gritos. Hace un rato me
encontré con un shuriken, una pequeña arma arrojadiza, clavado en la
corteza de un árbol, y lo he utilizado para cazar el conejo que ahora llevo
colgado del cinto.
Lo oigo antes de llegar y me detengo.
Agua, borboteante, gloriosa. Enseguida, un arroyo poco profundo
aparece entre los árboles. El agua corre entre las rocas. Titubeo un instante
y examino el lugar, en apariencia tranquilo.
Todo está despejado… por el momento.
Me acerco al borde del arroyo y me arrodillo ante él sin dejar de mirar
hacia atrás cada pocos segundos. No quiero que me sorprendan por la
espalda. Me echo agua fresca en la cara y dejo que me corra por la piel, por
el pecho desnudo.
El arroyo surge de una pequeña poza de agua limpia, fresca, cristalina, a
pocos metros.
«Es artificial».
Y reciente. Obra de algún hidro, sin duda, que nos concede la merced del
agua fresca. Gracias a la plaga, es limpia y pura, y me ahorra la molestia de
hervirla, cosa que no sé cómo haría.
Busco leña y yesca por allí, y de pronto casi me pego en la cabeza contra
algo que cuelga de un árbol, oculto ya por las sombras. Cantimploras. Dos.
Se mecen con la brisa del anochecer.
De nuevo, doy gracias a la plaga.
Frotar dos palos para hacer fuego es tan entretenido como suena, pero
llevo años practicando y tengo paciencia. No tardo en conseguir que una
hoguera chisporrotee delante de mí. Y quitarle la piel a un conejo con una
espada es tan difícil como molesto, pero pronto lo tengo asándose sobre las
llamas.
Y entonces…
Un cosquilleo de poder me recorre el cuerpo, me enciende los nervios y
me lanza una descarga familiar por toda la columna. Se me eriza el vello de
la nuca mientras el poder, la fuerza, inundan mi cuerpo.
«Viene alguien. Y sé quién es».
Una ramita se rompe a mi izquierda. Luego, otra.
No recuerdo haberme levantado, pero estoy en posición de combate,
incapaz de combatir las ganas de pelear, deseando que llegue la danza de
dominio y destrucción. Luchar es mi vals favorito, y me sé los pasos de
memoria.
Braxton sale de entre los árboles como un huracán y sus ojos
enloquecidos buscan los míos. Ha visto el humo de la hoguera y se le ha
ocurrido tenderle una emboscada a quien la había encendido. Por desgracia
para él, he percibido su llegada antes siquiera de oírlo correr por el bosque.
Veo que titubea, se debate entre darse media vuelta y arriesgarse a una
pelea conmigo. Pero la incertidumbre desaparece y se adelanta, poco a
poco. Entra en el círculo de luz de la hoguera, alto, corpulento, decidido.
—Hola, Brax. ¿Vienes de visita?
Me saluda con un ademán de la cabeza, como siempre.
—Buenas noches, Kai.
El fornido nunca ha sido dado a la charla. Más bien prefiere observar con
paciencia antes de decir nada. En eso, Sadie y él se parecen mucho.
Empezamos a movernos en círculo, el uno en torno al otro, para medirnos.
—Supongo que vienes a por mi banda, no para charlar un rato —digo, y
me adelanto un paso.
—Supones bien. —Lanza una mirada en dirección al conejo que se está
asando—. Si me la das, me marcharé y podrás volver con tu comida. Esto
no tiene por qué acabar mal.
No lleva armas que yo vea, así que no echo mano de las mías. Nos
conocemos desde que éramos niños y, si es posible, quiero seguir
conociéndolo.
—Los dos sabemos que no te la puedo dar, Brax.
«Porque mi misión es ganar estas Pruebas».
Me parece verlo asentir en la creciente oscuridad y, de pronto, se lanza
contra mí. Me agacho y utilizo su propio impulso para cargar con el
hombro. Oigo cómo cae a mi espalda con un golpe estrepitoso.
Llevo años entrenándome con Braxton. Es predecible, pero no por eso
menos poderoso. En un instante, vuelve a estar de pie, con los puños
alzados y preparado para romperme los dientes.
Lo que sigue es un caos bien calculado.
Vuelan los puñetazos, las cabezas esquivan, los pies se mueven. Es un
baile. Un baile brutal, sangriento, hermoso. Tenemos la misma habilidad,
porque he dejado que su poder me suba por las venas y me llegue a la
superficie. A la luz parpadeante de las llamas, mis golpes son rápidos,
brutales.
Me acierta de pleno en la mandíbula y casi me la rompe, y la boca se me
llena de sangre caliente. Me tambaleo hacia atrás y se sitúa detrás de mí de
un salto, me rodea el cuello con el ancho brazo en una presa estranguladora.
Noto que titubea y echo la cabeza rápido hacia atrás, y mi cráneo se le
estrella contra la nariz. El crujido es espeluznante. Se tambalea, y la sangre
le cae de la nariz, le llena la boca.
Empleo bien el segundo de respiro para darle una andanada de golpes
que apenas puede detener. Se recupera enseguida, me lanza un gancho a las
costillas con el enorme puño. Esquivo el siguiente golpe agachándome y le
acierto de nuevo en la mandíbula.
Es un círculo vicioso. Le doy un golpe. Me lo devuelve. La verdad, estoy
impresionado. Nunca lo había visto tan concentrado, tan decidido. Es la
mejor pelea que he tenido nunca con él. Casi me da pena tener que ponerle
fin.
Una mano de piel oscura vuela hacia mi rostro. Doy un paso atrás sin
problema, y rozo algo con los talones. De pronto, el calor me sube por la
parte trasera de las piernas, hasta la nuca.
«La hoguera».
Me ha acorralado contra el fuego.
«Muy listo».
Esquivo el puño que me iba a la nariz y le doy de pleno en el estómago.
Gruñe y se dobla por la cintura, pero me agarra el brazo con un movimiento
veloz. Me lo retuerce y lo pone a la espalda, con el pecho hacia el fuego. El
dolor me sube por el hombro y las llamas brillan delante de mí.
«Tendría que haberme esforzado más».
Me da una patada detrás de las rodillas, duro, y el suelo aún más duro me
sacude las piernas con un latigazo de dolor cuando choco contra él. Tengo
las llamas muy cerca, casi me lamen el pecho desnudo.
—Deja que corte la banda, Kai —dice Braxton desde arriba, y casi
parece una súplica. Es bueno saber que no le apetece quemarme vivo—. Y
se acabó.
Tiene la voz grave, pero detecto un leve temblor. Está con la guardia
baja, sorprendido por haber logrado ponerme sobre las llamas, como el
conejo que ya se ha quemado y que veo demasiado cerca.
He sido torpe, estaba cansado, lo he subestimado, y ahora tiene a su
merced al futuro ejecutor.
—Es la mejor pelea que has tenido conmigo, Brax. Estoy impresionado,
de verdad. —Jadeo; el calor de las llamas me ha perlado la cara de sudor—.
Pero vas a tener que achicharrarme para que te dé la banda.
Deja escapar un suspiro.
—Temía que dijeras eso. —Hace una pausa—. Ojalá hubiera otra
manera.
La carne llega al fuego.
La piel llega a las llamas abrasadoras.
Creo que se me va a escapar un grito de la garganta, pero solo me sale un
sonido estrangulado. Braxton tiene la rodilla contra mi espalda, me sujeta el
cuerpo en ángulo, me pone la parte izquierda del pecho contra las llamas.
Me estoy abrasando, hirviendo, me lleno de ampollas hasta que al final
tira de mí hacia atrás y permite que me bañe el aire fresco. Extiende la otra
mano hacia la espada que llevo al costado para sacarla de la funda y cortar
la banda del brazo, ahora que estoy paralizado de dolor.
Ah, pero no es lo peor que me han hecho en mi vida.
Lo agarro por el brazo para levantarme en un solo movimiento fluido, y
la adrenalina ahoga el dolor de las quemaduras. Me echo su brazo sobre el
hombro y me inclino hacia delante, y con el impulso levanto a Braxton del
suelo y lo hago rodar sobre mi espalda para que caiga a las llamas.
Lanza un grito, pero enseguida rueda para salir del fuego y se revuelca
contra el suelo para apagar las llamas que le devoran la ropa, la piel. El
humo sube en volutas de sus ropas quemadas cuando me acuclillo sobre él.
—Yo también preferiría que las cosas no fueran así —digo en voz baja
mientras jadea bajo mi peso—. Pero tienes una cosa que me hace falta.
Le corto la banda del brazo, aunque no puedo evitar hacerle un rasguño y
derramar más sangre. Tiene la respiración entrecortada. Le registro los
bolsillos por si ha conseguido robar alguna otra banda, pero no tiene nada.
Me levanto y lo miro.
—Vete —digo.
Me mira por un momento antes de soltar un gruñido de dolor al ponerse
de pie, y se aleja cojeando por el bosque tan deprisa como le permiten las
quemaduras. Lo veo alejarse, tratar de orientarse por el bosque oscuro, y sé
que no se atreverá a volver. Luego, me vuelvo hacia la vista que ha
documentado toda la pelea.
—Espero que hayas disfrutado con el espectáculo —digo, y hago una
reverencia burlona.
Nada más termino la frase, la mujer de blanco se esfuma en el bosque.
Me meto la banda de Braxton en el bolsillo mientras el dolor me desgarra
el cuerpo. Un dolor lacerante, cegador. Me miro la zona de piel roja que
tengo sobre el tatuaje.
Ahora que se retira la adrenalina, el dolor me recorre entero. Me
tambaleo hacia las cantimploras, desenrosco la tapa de una y me vierto el
contenido sobre la quemadura. Tengo los dientes apretados, pero se me
escapa un siseo cuando el agua toca la carne quemada. Es un pequeño
alivio.
Me saco la camisa arrugada del bolsillo y arranco una larga tira de tela
con los dientes para hacerme un vendaje por debajo del brazo, sobre la
quemadura. Es tosco, pero reducirá las posibilidades de que se infecte.
Aunque no por mucho tiempo. Tengo que buscar hierbas y algo, lo que sea,
para limpiar la herida.
Porque morir no es una de mis opciones.
Y perder en las Pruebas, tampoco.
—Como no te calles, te retuerzo el pescuezo.
El pájaro hace caso omiso de mi muy sincera amenaza de muerte y sigue
parloteando en la rama, sobre mi cabeza. Lleva casi media hora graznando,
y ya le he tirado como una docena de piedras.
Estoy irritada, furiosa, nerviosa y, sobre todo, muerta de hambre. Por
supuesto, son efectos secundarios de despertarme en medio de la espesura
sin nada más que la ropa con la que me fui a dormir. Me miro los
pantalones de tela ceñidos y la camiseta más que reveladora, una prenda
diminuta de seda que lamento haberme puesto, porque va a ser lo único que
llevaré en una semana.
Una semana.
Eso es lo que tengo que sobrevivir en este bosque. En los Susurros. Es un
lugar abarrotado de enemigos, de todas las formas y tamaños, aunque ya es
mediodía y el único adversario al que me he enfrentado hasta ahora es la
serpiente que ha estado a punto de arrancarme el pie de un mordisco. Me he
estado moviendo entre la espesa vegetación desde que me he despertado de
bruces contra la tierra y me he encontrado con una mujer vestida de blanco
inmaculado que me miraba.
Una vista. Su trabajo es espiar a los adversarios, grabar esta maldita
Prueba. Documentar lo que el público no puede ver en directo.
Estoy segura de que el resto de Ilya está tan confuso como yo con las
Pruebas de este año, aunque no se puede decir que no nos avisaran.
«Diferentes. Solo nos dijeron que iban a ser diferentes».
Pero «diferentes» no basta para describir hasta qué punto han cambiado
estas Pruebas. En tres décadas, nunca ha habido una Prueba fuera de la
Arena, lejos de los ojos curiosos del público. Supongo que solo las mejores
Pruebas, las más brutales y sanguinarias, sirven para sopesar la valía del
futuro ejecutor. Y daría lo que fuera por no ser parte de ellas.
Nos han soltado a todos en los mortíferos Susurros para que nos maten
los elementos o nuestros enemigos. Genial. Cruel. No sé si aplaudir o llorar.
«Qué otra cosa se podía esperar del rey».
Me miro de reojo el brazo derecho, donde tengo la cinta de cuero bien
apretada.
«Róbaselas y tu gloria agrandas».
Me echo a reír con amargura en medio de la nada. Quieren que luchemos,
que luchemos de verdad, por estas tiras de cuero. Así que, para seguir viva
el tiempo suficiente para dar con un adversario, me pongo en marcha en
busca de agua. Los árboles son gigantescos, aterradores, se alzan hasta las
nubes. He tardado siglos en trepar a una altura suficiente para dar con la
fuente de agua más próxima, y las últimas horas, de un aburrimiento letal,
han consistido en caminar hacia lo que espero que sea un arroyo.
Solo que ahora estoy sentada al pie de un árbol y discutiendo con un
pájaro. Le tiro otra pedrada para ir sobre seguro antes de concentrarme de
nuevo en los palos que tengo a un lado. Cojo otra punta de flecha que he
encontrado por el camino, uno de los generosos regalos que nos han ido
dejando, y la aseguro a uno de los palos. Llevo un buen rato, demasiado
rato, haciendo flechas, para completar el arco y el carcaj que he encontrado
contra el tronco de un árbol.
«Como si los élites necesitaran armas».
Las plumas que me ha proporcionado el pájaro, molesto pero muy útil,
rematan la flecha. Contemplo mi obra con una sonrisa y estudio las siete
flechas artesanas del carcaj. Gracias a mi padre, no es la primera vez que
tengo que hacer flechas, y el recuerdo distante me hace sonreír.
Me cuelgo el carcaj del hombro, me cruzo el arco ante el pecho y me
despido del pájaro. Dejo escapar un suspiro al emprender la marcha una vez
más hacia el agua que necesito con tanta desesperación. Piso ligera, en
silencio, escudriñando la espesura en busca de cualquier animal para comer.
«Ahí».
Un conejo gordo sale de entre los arbustos a unos pocos metros,
inconsciente de mis intenciones. Saco una flecha por encima del hombro y
la coloco en el arco. Tenso la cuerda, apunto y respiro hondo, como me
enseñó mi padre. Y la flecha vuela hacia el objetivo.
Atraviesa el ojo del conejo.
Está muerto antes de llegar al suelo. Agarro el animal, limpio la punta de
la flecha en una planta que no me parece venenosa y vuelvo a ponerla en el
carcaj.
«Encuentra agua. Enciende una hoguera. Come».
Vuelvo a caminar, a tropezar con las raíces de los árboles, con las
piedras.
«Fascinante».
Mientras avanzo, voy pensando en mis adversarios, en el baile, en las
manos encallecidas en mi espalda, en los ojos grises que estudiaban mi
rostro.
Suelto un soplido de irritación y doy una patada a una roca con más
fuerza de lo que debería. Se me escapa una ristra de tacos contra la roca,
contra mí misma, contra el cerdo arrogante al que odio porque no lo odio
tanto como quisiera.
El sol está bajando ya por el cielo mientras avanzo a trompicones entre el
verde, maldiciendo las telarañas con las que me encuentro y a las arañas
gigantes que las han fabricado.
Un vista aparece en mi camino y hago lo posible por no mirarlo. Cuando
tiene las tomas que necesita de mis traspiés y bufidos, se da media vuelta y
desaparece.
La luz cálida del atardecer se cuela entre las ramas y envuelve el bosque
en sombras doradas. Me permito por un momento admirar la belleza
ominosa de este lugar escalofriante.
Y, en ese momento, algo me golpea la cara.
Bueno, no, yo me golpeo contra algo. Casi me caigo de espaldas,
farfullando, y me doy cuenta de que me he dado de bruces contra una
camisa grande de algodón que cuelga de una rama baja. La agarro y
mascullo algo sobre que no necesito regalitos del rey mientras me la pongo.
Camino, camino sin cesar.
Estoy aburrida. Me estoy aburriendo durante una Prueba.
En ese momento, veo un destello con el rabillo del ojo. Me vuelvo hacia
el lugar de donde procede y me quedo con la boca abierta cuando veo lo
que hay a menos de treinta metros.
Un profundo estanque de aguas cristalinas centellea a la luz del sol. El
agua ondula con la brisa cálida. Me llama, bello, acogedor. Parpadeo. No he
visto ese estanque cuando me he subido al árbol. Pero, claro, el agua está
rodeada de árboles, el follaje casi la engulle.
Casi me caigo cuando me precipito hasta allí.
«Agua. Agua. Agua».
Tengo tanta sed que solo deseo beber, beber con codicia toda la que
pueda. Luego ya prepararé una hoguera para asar el conejo y…
… en ese momento veo algo en el agua, algo que se mece en la
superficie.
Ya estoy muy cerca, el sol no me ciega al brillar contra la superficie
cristalina y distingo una forma. Una forma humana. Me adelanto al tiempo
que cojo el arco.
La figura no se mueve.
La figura tiene el pelo rubio sucio pegado a la frente bronceada.
La figura tiene los ojos verdes del rey, que miran sin ver hacia el cielo
azul.
Un grito estrangulado me sale de la garganta y asusta a los pájaros, que
salen volando de los árboles que me rodean.
«Kitt».
Está muerto.
Corro al borde del estanque con el corazón en un puño. Sí, detesto a su
padre, detesto el reino que algún día gobernará, pero no quiero que muera.
Me sobresalto al darme cuenta de que lo pienso de verdad, pese a lo mucho
que detesto al rey al que tanto se parece. Pero tal vez esos rasgos parecidos
son lo único que comparten. Tal vez este príncipe se apartará del camino de
su padre, traerá cambios al reino…
Me obligo a mirar los ojos vidriosos en los que ahora solo veo el
potencial del príncipe, no la presencia de su padre. Esos ojos verdes
cargados de diversión que nunca volverán a entornarse con la risa, y ahora
miran a la nada, abiertos, opacos, sin vida. La sonrisa traviesa que no
volverá a iluminar sus labios. Pero ahora la boca es una línea fina que ha
recibido el beso helado de la muerte.
Salto al estanque para sacarlo del agua.
Y mis pies chocan contra tierra firme.
Los huesos se me estremecen con el impacto y creo que se me van a
romper.
Parpadeo para controlar el dolor, pero eso no disipa la confusión. De
pronto, el estanque ha desaparecido. Kitt no está flotando muerto en el
agua. Miro la tierra, incrédula, sin saber qué está pasando.
—Ayúdame.
Pongo una flecha y tenso el arco antes de volverme hacia la vocecita
quebrada.
Y contengo un grito.
«Soy yo».
Los ojos de un azul intenso, tristes, hambrientos. El pelo plateado, largo,
enmarañado en la cabeza de la niña. Es…, soy…, muy pequeña. Débil,
temerosa, me mira con los ojos muy abiertos.
Me señala con un dedito huesudo.
—Por favor —susurra.
Retrocedo un paso ante el sonido de la voz, mi voz, quebrada, y casi
tropiezo y caigo.
«Esto no es real».
Me doy la vuelta para escapar de la pesadilla y casi me doy de bruces
contra otra pequeña Paedyn, demacrada, ojerosa.
«Es una alucinación. Estoy deshidratada».
Me muerdo la lengua para no gritar cuando me vuelvo hacia la derecha y
me encuentro con otra versión famélica de mí misma, que me mira.
Estoy rodeada. Estoy rodeada de Paedyns suplicantes que se acercan a
mí, me suplican que las ayude, intentan agarrarme.
Esta vez no me molesto en ahogar el grito.
Se acercan cada vez más, me abruman, estoy gritando, confusa, me he
vuelto loca…
«No, no me he vuelto loca».
Se tambalean hacia mí, me suplican una ayuda que no les puedo dar.
«Es Ace».
Aunque lo sé, no soporto mirarlas, mirarme a mí misma. No soporto
escuchar sus súplicas de ayuda sin poder hacer nada. Esa era yo. Yo fui esa
niña hambrienta y triste. Porque, cuando murió mi padre, murió una parte
de mí.
«Esto no es real. Esto no es real. Esto no es real».
Grito y me dejo caer de rodillas, con las manos en la cabeza.
—¡Sé que eres tú, Ace! —grito con los dientes apretados.
Oigo una risa altanera que sube de volumen a medida que se acerca a mí.
Respiro hondo y me levanto. Tiemblo de ira y asco, y me dispongo a verme
rodeada de Paedyns enfermas, suplicantes.
Pero las voces han cesado y las niñas han desaparecido, y ante mí solo
queda Ace. Mira la flecha con la que le apunto al pecho, luego me mira a
los ojos. Tiene la audacia de sonreír, burlón.
—Hola, Paedyn —dice con voz de suficiencia, y arquea una ceja—.
¿Qué tal, te ha gustado verte de niña?
—Eres un canalla —le escupo, y tenso el arco.
Suspira, aburrido de la conversación. Su gesto es pretencioso.
—Deja que coja la banda que llevas y te dejaré en paz. —Pausa—. De
hecho, voy a permitir que te la quites tú, y así no te cortaré.
—Qué generoso por tu parte. —Solo me falta gruñirle—. Pero no,
gracias.
Le enseño los dientes, estoy a punto de clavarle una flecha en ese
corazón miserable.
Ace parpadea y resopla para apartarse el pelo castaño de la cara.
—Como quieras. —Frunce el ceño—. Por mí, perfecto. No me importa
mancharme las manos.
Camina hacia mí, tiende la mano para agarrarme el brazo. Sin titubear, le
disparo una flecha al muslo. Apunto a herir, no a matar. No le voy a dar al
rey y a su pueblo lo que desean: muertes.
Pero la flecha no se clava en la piel, no se hunde en la carne. Lo
atraviesa. La ilusión se desvanece como el humo al viento. Me dan ganas de
gritar de frustración.
Otro Ace sale de detrás de un árbol, a pocos metros, y aplasta la
hojarasca bajo los pies mientras aplaude muy despacio.
—Vaya. Buen intento. —Lleva una lanza afilada en la mano y sonríe
como un gato.
—¡No te escondas detrás de tus ilusiones, cobarde!
Estoy rabiosa, la adrenalina me corre por las venas.
Este es el verdadero Ace, estoy segura. La hojarasca lo delata al crujir a
su paso, no como la primera vez que se ha aproximado. Pero se da cuenta
de que lo he descubierto y, justo cuando le voy a disparar una flecha, se
rodea de una docena de duplicados y se esconde entre ellos.
Hablan todos a la vez mientras se mueven a mi alrededor para disimular
el sonido de las pisadas.
—Dame la banda y no te haré daño. No mucho. —Se ríen, y es un sonido
repulsivo que me resuena en la cabeza.
Giro sobre mí misma sin saber hacia dónde apuntar. Solo me quedan seis
flechas y no puedo desperdiciar ni una. Se me acercan, preparados para
atacar, para matar.
«Tienes que averiguar cuál es el verdadero Ace».
Se dice fácil. Todos son idénticos, se mueven a la vez, todos llevan una
lanza para atacarme, aunque solo el verdadero puede hacerme daño.
—Esto lo voy a disfrutar, Paedyn —dicen, y sonríen.
Los miro uno tras otro. Miro sus poses idénticas, sus expresiones
idénticas, son idénticas en todo.
«No voy a morir. No voy a morir. No voy a morir».
Y, entonces, se me van los ojos a un Ace en concreto, idéntico a los
demás.
«Ya te tengo».
Le corre una diminuta gotita de sudor por la sien, y es lo único que lo
delata, lo único que muestra lo que le está costando proyectar las ilusiones.
Levanto el arco y apunto justo en el momento en que salta hacia mí. Me
aparto, pero no antes de sentir que el dolor me estalla en el estómago. Un
dolor salvaje, agudo, del que no hago caso mientras dejo volar la flecha
para que se le clave en la pierna.
Grita y se deja caer de rodillas, con las manos temblorosas en torno a la
flecha que tiene en el muslo. Pero no le dedico una segunda mirada, ni a él
ni al vista que nos está observando: me doy la vuelta y echo a correr.
No sé hasta dónde consigo alejarme. No sé cuánta distancia he puesto
entre nosotros antes de que la adrenalina abandone mi cuerpo y me recuerde
que estoy sangrando mucho. El dolor lacerante regresa y me golpea con
tanta fuerza que se me entrecorta la respiración.
Me levanto la camisa para dejar al descubierto la camiseta de seda, ahora
empapada en sangre. Respiro hondo y aparto la tela que cubre la herida, y
siento un escalofrío. Tengo un corte largo, ensangrentado, justo debajo de
las costillas.
Una herida de lanza.
El aliento me sale en bocanadas temblorosas.
«Por lo menos sigo viva».
Aunque no me siento viva. El dolor es espantoso, como si tuviera las
terminaciones nerviosas en llamas. Me quito la camisa con cuidado, aunque
tengo que ahogar gritos de dolor con cada movimiento del brazo derecho.
Cada gesto me tira de la piel, de la herida, hace que sangre aún más.
Arranco la parte baja de la camisa para obtener una tira de tela blanca.
Voy tan deprisa como me permite la herida, y me rodeo la cintura con la tela
para cubrir el corte. El dolor palpitante me deja sin respiración y tengo que
parpadear para contener las lágrimas mientras me pongo lo que queda de la
camisa, que era tan grande que aún me cubre el estómago.
«Tengo que encontrar agua».
Se me escapa un gemido tembloroso que me provoca un latigazo de
dolor, y empiezo a caminar de nuevo por el bosque.
Más que caminar, me tambaleo.
«No te duermas, no te duermas, no te duermas». Los párpados me
traicionan, son como de plomo. Cada vez que pestañeo tengo miedo de no
volver a abrir los ojos. Avanzo despacio, a trompicones, entre las sombras
del bosque, en dirección al arroyo. Me parece que llevo horas así, con la
ciega esperanza de ir en la dirección correcta.
Estoy cansada. Estoy agotada. Lo único que quiero es dejarme caer junto
a un árbol y cerrar los ojos un minuto. Solo un minuto de paz…
«No».
Me pellizco el brazo, y los párpados se me abren.
«Si me duermo, no volveré a despertar».
Estoy mal, no hace falta ser hija de un curandero para saberlo. He
perdido mucha sangre y la cabeza me da vueltas. Intento mantenerme en
pie. Sacudo el rostro y trato de hacer caso omiso de la piel febril, de los
escalofríos. Igual que hago caso omiso de que la tira de tela que llevo a
modo de venda está empapada en sangre, el algodón teñido de rojo.
Tengo que limpiarme la herida, y pronto. Si no, me puedo dar por muerta.
«Lo que me hace falta es agua».
Estoy ardiendo. Ardiendo de dolor, sedienta, hambrienta. Si llego al agua,
al menos podré lavarme la herida, salir de la deshidratación y recuperar los
sentidos lo suficiente para preparar una mezcla de hierbas con las que
tratarme.
«O eso espero».
Luego ya veré cómo puedo comer algo, aunque apenas si logro tensar el
arco y el conejo ha quedado olvidado en el lugar donde Ace me tendió la
emboscada.
Estoy indefensa y hambrienta.
«Tienes que llegar al arroyo. Tienes que llegar al arroyo. Tienes que
llegar al arroyo».
Siento la visión borrosa, pero diviso una luz anaranjada que se cuela
entre los árboles más adelante. Entorno los ojos porque no sé si es una
alucinación. Agarro más fuerte el arco con la mano sudorosa. Ya tengo una
flecha puesta, aunque no sé de qué me va a servir si no puedo tensar la
cuerda. Me sigo acercando a las llamas que arden a unos metros, sin nadie
que las vigile.
La luz se refleja en algo que centellea un poco más allá.
«El arroyo».
Se me escapa una risa jadeante de alivio y sigo avanzando con cautela.
Sé que estoy siendo temeraria, claro, pero en mi estado no me preocupa
mucho. Esa hoguera la ha encendido alguien y puede que me esté
encaminando hacia esa persona. Pero, si no llego al agua, voy a morir. Y, si
sigo avanzando, puede que también.
«Las dos opciones llevan a una muerte inminente. Genial».
Estoy a un par de metros de la hoguera. Registro las sombras con los ojos
en busca de quien la ha encendido.
«Ve al agua. Ve al…».
—No puedes vivir sin mí, ¿eh, Gray?
Me detengo, con el pulso acelerado.
Oigo la risa en su voz, casi veo los hoyuelos que se le marcan a cada lado
de la sonrisa. Respiro hondo y me preparo mentalmente para el dolor atroz
que voy a soportar.
Me giro a toda velocidad, alzo el arco y tenso la cuerda. Me trago el grito
de dolor cuando noto que la herida se abre con el movimiento.
«Que no se dé cuenta de que estás herida. Finge. Llega al agua».
La punta de la flecha le apunta al corazón, y a la luz temblorosa de las
llamas le veo el pecho desnudo. No soy la primera adversaria con la que se
encuentra, y no soy la primera que le apunta al mismo lugar. Se ha vendado
el pecho por debajo del brazo. La herida está justo por encima de las volutas
del tatuaje.
Vuelvo a mirarlo, y me borro el dolor de la cara a golpe de fuerza de
voluntad. Necesito que me perciba como una amenaza. Me mira con una
expresión que no sé descifrar, pero no estoy de humor ni tengo el cerebro
como para intentar averiguarlo.
—Lárgate o disparo. —Me empieza a temblar el brazo con el esfuerzo de
mantener el arco tensado.
Deja escapar una risita y da un paso hacia mí.
—Yo también me alegro de verte, Gray.
—Crees que estoy de broma. Qué mono.
Muerdo las palabras. Estoy jadeando.
—¿Así, sin más? ¿Me vas a disparar y se acabó? —Sigue sonriendo—.
¿Y dónde está la gracia?
—A mí me va a hacer mucha gracia, te lo garantizo.
Me tiembla la voz. Toda yo estoy temblando.
Kai se me acerca un paso más, con la cabeza inclinada hacia un lado, las
manos en los bolsillos. Me recorre con la mirada.
—Estoy desconcertado. Sabes que el objetivo de esta prueba es que me
quites la banda, ¿no? —Se le acentúa la sonrisa—. O que lo intentes, como
mínimo.
—Y, en cambio, dejo que te largues. Mira si soy amable.
Las palabras no suenan amenazadoras, ni por asomo. Me tambaleo, la
cabeza me da vueltas.
«No voy a aguantar más».
Noto que la sangre caliente me corre por el estómago, tengo la herida
abierta, veo puntos negros ante los ojos, y amenazan con engullirme.
«Me voy a desmayar. ¿Y si no despierto? ¿Y si muero porque no he sido
fuerte? Porque soy débil, porque soy una vulgar…».
—¿Gray…?
Se me cierran los ojos, pero veo que Kai da un paso titubeante hacia mí,
y ya no se ríe. Hasta tengo la alucinación de que veo un gesto de
preocupación en su rostro.
—¿Qué te pasa, Gray?
Se me está acercando, pero ya no puedo sujetar el arco. No sé por qué,
apunto hacia el suelo en lugar de hacia él y suelto la cuerda, con lo que la
flecha se clava entre sus pies, antes de que el arco se me caiga de las manos
sudorosas.
El zumbido en los oídos casi no me deja oír el grito de Kai.
—¡Gray!
No recuerdo caer al suelo.
Tengo el rostro contra la tierra, pero casi ni la noto. Todo mi cuerpo es
una llamarada, casi no puedo respirar, estoy ardiendo por dentro.
—¡Paedyn! Eh, Pae, mírame.
Sus manos callosas me agarran la cara, me obligan a abrir los ojos. Las
noto frescas contra la piel enfebrecida, resbaladiza de sudor. La
preocupación está dibujada por todo el rostro atractivo que pende sobre mí.
Nunca lo había visto tan angustiado, tan dominado por la emoción. La
máscara de frialdad se ha resquebrajado, se ha roto, ha saltado en mil
pedazos. Me levanta la cabeza y me atrae hacia él, me escudriña con los
ojos grises muy abiertos.
Y luego desaparece. Solo hay oscuridad.
—Eh, eh, eh. —Las manos recias me apartan el pelo húmedo de la frente
mientras me habla muy de cerca—. Quédate conmigo, Pae.
Tiene la voz imperiosa, pero cada palabra lleva una carga de pánico.
Consigo abrir los ojos, despacio, y hablar en susurros. De mis labios
agrietados salen palabras que, no sé por qué, me parecen importantes.
—Nunca me habías llamado así.
Solo una vez dijo mi nombre, y fue cuando me tenía contra la pared, en el
callejón. Entonces pronunció la palabra como si quisiera saborearla. Pero,
desde entonces, mi nombre no había vuelto a salir de sus labios.
Y, desde luego, nunca me había llamado Pae.
Le estoy sonriendo, le sonrío como una idiota. No puedo contenerme.
Tengo alucinaciones. Solo son alucinaciones.
Pero, en este momento, no quiero morir, aunque solo sea para oír una vez
más cómo dice mi nombre.
«Estoy delirando. Son delirios».
De pronto se queda inmóvil. Me mira a la cara con los labios
entreabiertos, como si me estuviera absorbiendo. Luego, parpadea. Una vez.
Dos. Las pestañas negras aletean, los ojos grises se clavan en los míos.
—Recuérdame que te haga sonreír así otra vez cuando no te estés
muriendo, así tendré todo el tiempo del mundo para memorizarte.
Es mi turno para parpadear. Una vez. Dos.
Ese comentario era lo único que necesitaba para despertarme, y ahora no
puedo apartar los ojos de él. Tengo que haber oído mal. Estoy delirando
tanto que la mente me gasta bromas, juega con mis emociones, con mis
sentimientos.
Pero lo que no me imagino son las manos que me recorren el cuerpo.
Casi me atraganto con la respiración jadeante cuando me roza los tobillos,
cuando sube despacio por las piernas.
«Está buscando la herida». Abro la boca para decirle dónde la tengo, pero
la cabeza me da vueltas y estoy a punto de desmayarme de dolor. Respiro
como puedo, trato de calmar el martilleo que noto en la cabeza, en el
corazón.
Me pasa las manos por las piernas, sondeando con delicadeza en busca de
la herida. Una vez que comprueba que tengo las piernas bien, me sube las
manos a las caderas, me levanta del suelo, me pasa la mano por la parte baja
de la espalda. Tiene el ceño fruncido de concentración. Me empieza a
palpar la parte baja del vientre con movimientos rápidos, firmes, seguros.
No es la primera vez que hace esto.
Me desliza las manos por el abdomen, en torno a la cintura…
Nunca he sentido un dolor como el que experimento cuando me toca la
herida con los dedos. Me sale un sollozo estrangulado. El dolor es tan
cegador que creo que me voy a desmayar, y eso querría, con tal de no
volver a sentirlo.
Lo miro con la vista nublada mientras levanta la venda que he hecho con
la camisa para dejar al descubierto la camiseta empapada en sangre. Suelta
el aire por la nariz y me sube la camiseta, con lo que me deja la piel febril
expuesta al fresco de la noche. Veo un brillo de algo afilado que tiene en la
mano, y empieza a cortar con cuidado el tejido sucio de sangre.
Aprieta los dientes cuando ve la herida dentada que tengo bajo las
costillas. Tiene un tic en la mejilla y los ojos llenos de una emoción que no
le había visto nunca. Me examina el vientre.
Se me cierran los ojos, dejo de verlo, lo dejo en un mundo que se
empieza a esfumar.
—Paedyn. —La voz de Kai me llega de lejos, de muy lejos. Me estoy
sumergiendo en el olvido—. Paedyn, abre los ojos. —Es una orden, seria,
severa. Y no obedezco. Típico de mí. Hasta moribunda, mi cuerpo se niega
a seguir las órdenes del futuro ejecutor—. ¡Maldita sea, abre los ojos!
«Estoy tan tan cansada…».
Desde lejos, oigo una voz de hombre que habla con pánico.
—Como te mueras, te mato.
Es demasiado terca para morir y yo soy demasiado terco para permitírselo.
Le paso la mano por la frente. Tiene la piel febril muy caliente; la
respiración, entrecortada, superficial. Está deshidratada, delirante, se muere
de hambre…
Se muere.
Vuelvo a mirarle la herida ensangrentada que tiene bajo las costillas,
inflamada, infectada, seguro. Saco lo que queda de la camisa arrugada y
empiezo a limpiarle la herida. Trato de empapar aunque sea parte de la
sangre para ver mejor a qué me enfrento. Es una herida irregular, la piel está
desgarrada, y seguro que tendría un aspecto mucho peor si la viera a plena
luz.
Pero lo más preocupante es que no tengo ni idea de cómo ayudarla. No
dispongo de material, no hay cerca ningún curandero para copiar su
habilidad. No sirvo de nada.
Su vida está en mis manos inútiles, vacías.
Me pongo de pie para buscar las cantimploras a la escasa luz.
Necesita agua.
Para eso ha llegado hasta aquí, por eso se ha arriesgado a meterse en un
campamento ajeno. Porque necesitaba agua. Quería beber, lavarse la herida.
Pero eso no la salvará.
No puedo salvarla.
Casi grito de frustración, estoy a punto de dejarme llevar por el genio.
Me paso las manos por el pelo mientras busco las puñeteras cantimploras,
pero no paro de ver una y otra vez la escena en mi mente, no dejo de ver lo
que acaba de pasar.
Supe que algo iba mal cuando noté cómo le temblaba el brazo. La vi
estremecerse con la tensión de apuntarme, dispuesta a cumplir su amenaza
de clavarme una flecha. Luego vi que le empezaban a temblar las rodillas y
el fuego se le apagó en los ojos azules. Pero lo peor fue que no estaba
jugando conmigo, no me estaba provocando ni esbozaba esa sonrisa astuta
de la que tanto disfruto. Eso fue lo que más me preocupó.
Y, de pronto, estoy furioso con ella.
Quería que me marchara. Quería enfrentarse ella sola a esto. Habría
muerto sola. Es tan terca que habría preferido pelear contra mí hasta
derrumbarse antes de permitir que viera que estaba herida.
La vuelvo a ver caer ante mí y el escalofrío se impone a la rabia. A estas
alturas ya debería estar acostumbrado a ver el dolor, a ver cómo la muerte
se lleva a una nueva víctima. Pero, cuando se ha desplomado, algo se ha
roto dentro de mí. Al sentirla tan débil, tan vulnerable, tan diferente de
cómo suele ser, se me ha roto una parte del corazón que me había olvidado
que tenía.
Tropiezo con algo en la oscuridad.
Por fin.
Me agacho para coger la cantimplora, pero palpo con los dedos una cajita
de latón. Me acerco a la luz de la hoguera y miro hacia atrás, a Paedyn, que
respira trabajosamente.
No tengo tiempo para esto.
Estoy a punto de lanzar la caja lejos de pura rabia y frustración cuando
veo el símbolo pintado en la tapa. Es un diamante verde, borroso. La abro
sin contemplaciones y sí, dentro hay un pequeño pomo de líquido negro.
Me lo quedo mirando. Me quedo mirando el milagro en forma de
bálsamo curativo, el que preparan los curanderos y que basta para curar la
herida más espantosa.
No puedo contenerme la risa. La situación es tan absurda que me lleva al
borde de la histeria. Braxton debió de encontrarlo en el bosque, y se le cayó
durante nuestro enfrentamiento.
La salvación para Paedyn ha estado entre las sombras todo este tiempo.
—Gracias a la plaga —susurro, y sacudo la cabeza con incredulidad
cuando por fin tropiezo con una de las cantimploras.
No tardo nada en arrodillarme junto a ella. Apenas respira. Saco el
bálsamo de la caja, y debajo me encuentro una aguja e hilo grueso para
cerrar heridas. Vuelvo a reírme.
Es increíble. Increíble.
Con sumo cuidado, vierto unas gotas del líquido oscuro en una esquina
limpia de lo que queda de mi camisa. Esto va a escocer, así que me alegro
de que esté inconsciente mientras presiono la tela contra la herida y dejo
que el bálsamo penetre. Recorro el corte poco a poco. La sangre deja de
manar. Pongo la tela en una zona más profunda de la herida, y de pronto
abre los ojos, y su mano vuela hacia mi cara.
Maldita sea.
La bofetada ha sido sorprendentemente fuerte, considerando lo cerca que
estaba de la muerte hace un momento. Aún tengo el rostro vuelto hacia un
lado por el impacto cuando la sonrisa me llega a los labios.
—Aaay. —Por fin la miro, y me encuentro con los salvajes ojos azules
clavados en mí. Tiene la respiración acelerada y es obvio que está confusa
—. Vaya manera de darme las gracias por salvarte la vida.
Le miro la cara y es un alivio ver que está recuperando el color en las
mejillas, que los ojos le vuelven a brillar con su fuego de siempre.
—Aaay es lo que debería decir yo. ¿Qué demonios es eso? Escuece
mucho.
Tiene la respiración acelerada y sigue temblando. Se mira la herida
limpia, luego mira el bálsamo que aún tengo en la mano. Y trata de
incorporarse. Es un esfuerzo valiente, aunque gruñe de dolor.
—Con calma, querida. —Le pongo una mano en el costado ileso, en la
curva de la cintura, para obligarla con delicadeza a tumbarse de nuevo en el
suelo del bosque—. Ya tendrás tiempo para abofetearme más cuando te
cures. Mientras, las manos quietas.
—¿Cómo es que estoy viva?
Habla tan bajo que el canto de los grillos casi ahoga su voz. Tiene los
ojos clavados en el cielo, sin atreverse a mirarme.
—Vamos a tener que darle las gracias a Braxton. —Cojo la cantimplora y
se la acerco a los labios—. Bebe, estás deshidratada. Aunque tienes mucha
gracia cuando deliras. —Me lanza una mirada asesina e inclino la
cantimplora para que beba a tragos largos, ansiosos. Me mira, expectante, y
entiendo que quiere una explicación—. Braxton vino a verme antes.
Luchamos y el bálsamo se le debió de caer. No creo que esté muy contento,
porque le habría venido bien.
Me aparta la mano; no va a beber más hasta que no responda a sus
preguntas.
Es una terca.
—Así que no lo… —Me observa los vendajes del pecho, luego a la cara.
Trata de adivinar las respuestas.
—No, no lo maté —digo en respuesta a la pregunta que hay en sus ojos.
Me lanza una mirada extraña, una mirada que solo me ha dedicado unas
pocas veces. Carraspeo y aparto la vista, me echo hacia atrás y me apoyo en
las palmas de las manos. No deja de escudriñarme—. Me gustaría
informarte de que no mato por placer.
Necesitaba decirle eso. Necesitaba reconocerlo ante ella y ante mí. Lo
que hago, lo que he hecho, tenía un objetivo, un motivo. Sigo siendo un
monstruo, pero no de esos monstruos que disfrutan haciendo las cosas
espantosas que hacen.
Otra vez esa mirada. Es como si pudiera ver a través de mis múltiples
máscaras, derribar mis muros, desnudarme de todo lo que no sea su mirada.
Lo detesto… Lo adoro. Me siento libre…, atrapado. La sola idea de que un
par de ojos azules puedan dejarme tan vulnerable, tan expuesto, me resulta
alarmante.
Así que hago lo que mejor se me da: esquivar.
Me aclaro la garganta antes de coger los restos de mi camisa. Echo lo que
queda de bálsamo en la tela y se lo pongo contra la herida. Ella sisea y me
lanza una mirada llena de fuego que me hace reír.
—Pero si esto no es lo peor, querida. Aún te tengo que coser.
Trata de controlar la respiración y cierra los ojos, apretando las largas
pestañas.
—¿Por qué lo haces?
Es una pregunta más que razonable, pero no pienso contestar antes de
obtener las respuestas que quiero. Cojo la aguja, que para mayor crueldad
no tiene punta, y la enhebro con el grueso hilo quirúrgico.
—Las preguntas las hago yo, si no te importa. —La miro, insensible,
pero no es más que otra máscara, porque en este momento la rabia me
corroe—. ¿Qué contendiente te hizo esto?
Abre los ojos y la veo más confusa e insegura que nunca. Pero se
recupera enseguida y suelta una carcajada mezclada con un bufido.
Me mira desde el lecho de musgo, tierra y hojas en el que reposa la
cabeza.
—Qué más da. —Es lo único que se digna a decirme antes de volver a
concentrarse en el cielo estrellado para esquivar mi mirada.
Le cojo la barbilla con los dedos y la giro hacia mí para mirarla a los
ojos.
—Te lo pregunto de nuevo. ¿Quién te ha hecho esto?
No le suelto la barbilla. Me sostiene la mirada.
—¿Por qué quieres saberlo?
Deja escapar una carcajada amarga y el sonido me vibra en los dedos.
—Porque no tolero que nadie juegue con mis juguetes.
Qué mal le va a sentar eso.
—¿Con tus qué? —Casi grita, con los ojos llameantes y el genio vivo—.
¿Eso te crees que soy? ¿Una especie de juguete para ti?
—Pues sí. Y de los delicados, ya que estamos. Eres muy frágil.
Por la plaga… Si no iba a ir al infierno, ahora sí, seguro.
Está que echa chispas. Se le atascan las palabras. Es la primera vez que la
veo sin saber qué decir de la ira, y, la verdad, me parece de lo más
entretenido.
—¿Qué demonios te pasa? ¿Cómo que soy frágil? Te voy a enseñar lo
frágil que soy, pedazo de…
—Ya está —digo con calma. Se interrumpe a medio insulto—. La
primera puntada siempre es la peor, sobre todo si la aguja no tiene punta.
Parpadea y cierra la boca cuando ve la aguja con la que le he empezado a
cerrar la herida sin que se diera ni cuenta porque la ira tapaba el dolor. Que
es precisamente lo que yo quería.
—Eres… Eres…
Vuelve a quedarse sin palabras, así que se las proporciono de buena gana.
—¿Inteligente? ¿Irresistible?
—Calculador. Arrogante. Y un cerdo —bufa—. Eso es lo que iba a decir.
La sonrisa me baila en los labios.
—Me alegra ver que ya te encuentras tan bien como para insultarme. —
Agarro de nuevo la aguja y pellizco la piel a ambos lados de la herida para
dar otra puntada a la luz del fuego.
—Me has distraído —murmura como si aún estuviera asimilando la
información. Suelta un bufido que es mitad carcajada—. Has sido un
imbécil para distraerme, pero ha dado resultado.
Le lanzo una mirada.
—Sí, he sido un imbécil. Y no lo decía en serio, de verdad. —Clavo la
aguja en la piel mientras hablo para distraerla con mis palabras, aunque esta
vez se le escapa un siseo de dolor—. No eres un juguete, y menos aún
delicada.
Me observa trabajar y tengo que concentrarme para no derretirme bajo su
mirada de fuego.
—Háblame de tu hogar. De Saqueo —sigo para tratar de apartar sus
pensamientos de la aguja.
—Saqueo no es precisamente mi hogar. —Se queda un momento en
silencio, y veo que se muerde la cara interna de la mejilla antes de seguir—.
Antes sí tuve un hogar. Mi padre y yo. Estábamos solos, pero…, pero
éramos felices. —Hace una mueca con la siguiente puntada, y sigue
hablando, tan directa como la aguja—. Y luego murió, y Adena fue mi
hogar. Vivimos juntas en Saqueo. Hacemos que se pueda vivir en Saqueo.
—¿Cuánto tiempo llevas en las calles?
—Cinco años. Tenía trece cuando murió mi padre, y desde entonces he
vivido en el montón de basura que Adena tiene la generosidad de llamar «el
Fuerte». —Deja escapar una carcajada teñida de amargura—. Entre los
trece y los quince años, nos limitamos a sobrevivir, y por los pelos. Pero
luego crecimos. Vimos cómo iba la cosa, y desarrollamos una rutina para
poder comer y vestirnos. Las dos tenemos nuestras capacidades, que nos
permiten seguir con vida.
Asimilo lo que me dice. Me pregunto para mis adentros qué fue de su
padre, y por qué no habla de su madre.
—Entonces, tu padre te enseñó a pelear… —inquiero con curiosidad.
—Desde que era niña. Sabía que mi habilidad no se podía utilizar para un
enfrentamiento, así que se aseguró de que nunca estuviera indefensa. —Le
tiembla la voz mientras coso la parte más profunda de la herida. Me agarra
el brazo y me clava las uñas en la piel al tiempo que se muerde la lengua
para no gritar de dolor.
—Ese puñal que siempre llevas en el muslo… —Me aclaro la garganta
—. ¿Era de tu padre?
—Sí…, sí. —Se ríe, tensa—. A él le tienes que agradecer mis tendencias
violentas.
Alzo la vista para mirarla y sonrío.
—¿Y tu madre…? —empiezo con cautela—. ¿Cuáles de tus maravillosas
cualidades tengo que agradecerle a ella?
—Murió. —Su tono es inexpresivo—. De una enfermedad, poco después
de nacer yo. No la conocí.
Pienso en Kitt, en que su madre murió de manera semejante, en la
tragedia que comparten.
Me agarra el brazo con más fuerza mientras siglo clavándole la aguja en
la piel hasta llegar al final del corte. Tiene los ojos cerrados para aislarse del
dolor. Se niega a dejar escapar ni un grito.
Es tan terca… y tan fuerte.
—Ya falta poco, Pae —susurro.
Se estremece, y lo noto. No sé si es por el dolor o porque he dicho por fin
su nombre. Recuerdo el momento en que se ha desplomado. Recuerdo el
terror frenético que se ha apoderado de mí, y me he dado cuenta de que no
había vuelto a llamarla por su nombre desde que nos conocimos.
Y, en este momento, me doy cuenta de las ganas que tenía de decirlo, de
que lo oyera de mis labios. Me doy cuenta de que, si se hubiera muerto, no
habría vuelto a ver esos ojos azules, a susurrar esas sílabas que no se me
van de la cabeza.
Así que repito su nombre, una y otra vez. Me permito hacerlo, por fin.
Permito que se ate ese último lazo. Pronunciar su nombre me parece algo
íntimo, personal.
Y ahora quiero decir ese nombre para siempre, quiero darle vueltas en la
lengua hasta que me emborrache de su sabor, de su sonido.
¿Qué demonios me pasa?
Me mira a los ojos y los suyos son como lagos a la luz del fuego.
—¿Por qué estás haciendo esto?
Su mirada me dice que no hay manera de evadirme de la pregunta,
aunque ni yo sepa la respuesta. Solo sé que necesito protegerla, estar con
ella, tomarle el pelo, tocarla.
Es aterrador.
—No tiene gracia ganar por abandono —le digo—. No sería un caballero
si te quitara la banda de cuero y te dejara morir.
Levanta la cabeza del suelo y clava los ojos en los míos. Suelta un
bufido.
—¿Estás diciendo que es por pura caballerosidad?
—¿Qué tiene de raro?
—Que, para hacer algo con caballerosidad, hay que ser un caballero.
—¿Y quién te dice que no lo soy?
—Todavía estoy por conocer a alguien que diga que lo eres.
Sonrío e intento absorber hasta el último detalle de su rostro. Voy a decir
algo ingenioso y del todo inapropiado cuando oigo a la izquierda el crujido
de una ramita. Un vista nos está mirando con los ojos vidriosos para
documentar toda la escena. Y me avergüenza reconocer que no tengo ni
idea de cuánto tiempo lleva ahí. He estado completamente distraído con la
chica que tengo a mi lado.
No quiero ni imaginarme lo que pensará mi padre de esto, de nosotros.
De mí, porque he salvado a la chica de los barrios bajos, y he disfrutado de
su compañía.
No será la primera vez que le decepciono, ni será la última.
El vista parpadea y los ojos turbios se le despejan, y se pierde en la
noche. Vuelvo a centrarme en Paedyn, que aún dirige sus ojos hacia el lugar
donde se encontraba el élite. Luego contemplo su vientre y la herida ya
cosida.
Empiezo a envolverle los restos de la camisa grande sobre la herida y en
torno a la cintura. Paedyn me sigue las manos con los ojos. Después me
mira a la cara.
—No me has llegado a responder a la pregunta —digo con más
indiferencia de la que siento.
—Vas a tener que ser más específico, Azer.
—Te he preguntado que quién te había hecho esto.
Se ríe, desdeñosa, y aparta la vista.
—Ah, esa pregunta. No importa.
—Si no importa, dímelo.
Me lanza una mirada de irritación, pero suspira y se rinde.
—Ace. ¿Satisfecho? Me atrajo con ilusiones. —Se vuelve a poner pálida
—. Me hizo… ver cosas.
Nunca la había visto tan afectada, y es asombroso lo mucho que lo
detesto.
—¿Lo mataste?
—No —dice en voz baja—. No lo maté.
Nos quedamos en silencio y le paso la mano por el vendaje rudimentario
para comprobar que no se mueve. Luego le doy la cantimplora de agua y la
obligo a comer unos trozos de conejo quemado.
Organizo un poco el pequeño campamento y, cuando vuelvo a mirar a
Paedyn mientras atizo las llamas de la hoguera moribunda, veo que se le
están cerrando los ojos con la promesa del sueño. Me fijo en que la brisa
fresca de la noche la hace tiritar.
No lo permitiré.
Me arrodillo junto a ella y la cojo en brazos para levantarla y acercarla
más al fuego. Deja escapar un gruñido adormilado contra mi pecho antes de
que la deposite de nuevo en el suelo. Contemplo su respiración pausada,
constante, tan diferente de los jadeos rotos de hace unas horas.
Y me quedo allí sentado. No puedo apartar los ojos de ella dormida junto
al fuego, viva, respirando con normalidad. Vuelve a estremecerse, y daría
cualquier cosa por poder ofrecerle una manta, por poder ofrecerle algo, lo
que fuera. Y esa idea me golpea como un puñetazo en el estómago.
No tengo nada que ofrecerle.
Soy lo que menos necesita. Es demasiado valiente, demasiado osada,
demasiado buena para mí. Tal vez yo podría ser mejor persona. Tal vez
podría parecerme más a Kitt, que exhibe sin pudor sus sentimientos y su
felicidad. Tal vez el futuro ejecutor podría derribar unos cuantos muros,
convertirse en un hombre mejor que las máscaras que se pone cuando está
entre la gente.
Pero, desde que Paedyn supo que era el príncipe y nos declaró enemigos,
le he seguido el juego, no he querido quedarme atrás. Y es divertido. Así
nos distraemos los dos, jugando el uno con el otro, provocándonos.
¿Y qué hago ahora?
Si tengo que ser su enemigo, que sea porque ella no tolere lo que siente
por mí.
Me despierto por culpa de un sonido que, por desgracia, ya conozco
demasiado bien, los graznidos de los pájaros en los árboles.
«Me despierto».
Entorno los ojos bajo el sol cegador y me paso los dedos por la herida
que se está curando bajo las capas de tela desgarrada.
«Estoy viva. Respiro. Me estoy curando».
Luego, toco con los dedos la tira de cuero que llevo en torno al brazo. Me
sorprende que siga en su sitio. Me sorprende sobre todo que Kai no me la
arrancara cuando estaba moribunda. Que me salvara la vida, que me curara,
y encima que no me haya quitado esa estupidez de banda.
Por lo visto, se ha tomado todas estas molestias para ser un buen
deportista. Para ser un caballero.
«Y un cuerno».
—Buenos días. Mejor dicho, buenas tardes.
Vuelvo la cabeza bruscamente hacia la voz grave que suena a mi espalda.
Y ahí está, con las manos en los bolsillos, apoyado contra una rama baja y
con los tobillos cruzados. Ahora que no estoy al borde de la muerte, su
aspecto y la falta de camisa me impiden concentrarme en otra cosa. Aparto
la vista a toda prisa, aunque no se me escapa la sonrisa burlona que ha
esbozado al ver cómo lo miraba.
«Cerdo arrogante».
—Me sorprende verte aquí todavía. Y conservar la banda —digo con
indiferencia al tiempo que me sacudo la tierra de la ropa.
Suelta un bufido de risa.
—¿Tantas ganas tienes de librarte de mí, querida?
Me aclaro la garganta y vuelvo la cara hacia él para mirarlo con
curiosidad. Tiene el pelo revuelto, con algunos mechones pegados a la
frente sudorosa, sobre unos ojos que brillan como trozos de plata. La
sombra de la barba incipiente le cubre la mandíbula firme, y me parece ver
el hoyuelo derecho, que tiene efectos demoledores.
No lo soporto.
—Bueno, ¿cuál es el plan? —pregunto señalando con un ademán la
distancia que nos separa.
—El plan para… —Inclina la cabeza hacia un lado, me mira, juega
conmigo. Sabe perfectamente lo que quiero decir.
—Para nosotros.
—«Nosotros». Me encanta cómo suena. ¿A ti no?
Pongo los ojos en blanco y no le hago caso.
—¿Qué hacemos ahora?
—Esa pregunta tiene miga, Gray.
Parpadeo. No me ha llamado por mi nombre. Y, por motivos que no
entiendo, me habría gustado que lo hiciera.
Estoy irritada conmigo misma y con él, así que lo pago con él, claro.
—¿Por qué no me has quitado la banda? ¿Y por qué no me la intentas
quitar ahora que ya estoy bien?
La sonrisa le baila en los labios. Se aparta del árbol y se dirige hacia mí.
—Otra pregunta con miga. —El hoyuelo derecho se le acentúa—. Para
empezar, no estás del todo bien. Para seguir, ¿por qué voy a dejar pasar la
ocasión de que trabajemos juntos? Hacemos muy buen equipo, y lo sabes.
Y para terminar… —Se acuclilla a mi lado para que quedemos frente a
frente—. Me parece adorable lo de que tendría que intentar quitarte la
banda.
Ahora, los dos hoyuelos me están provocando.
—Si tan seguro estás, venga, inténtalo. —Tengo el rostro muy cerca del
suyo, la voz cargada de desafío—. Me imagino que no te habrás olvidado
de cómo terminó nuestra última pelea.
—No sé… Todavía estás herida.
—Tampoco es que tú tengas mejor pinta —digo, y le miro el hombro
vendado, aunque lo cierto es que no se ve sangre en la tela blanca.
—¿Estás preocupada por tu nuevo compañero?
Se le dibuja en la cara una sonrisa traviesa y me mira a los ojos. Está
cerca. Demasiado cerca. Huele a pino y a lluvia y a sudor, por la plaga,
tengo que dejar de pensar en eso.
Aparto la mirada y cojo el arco y el carcaj al tiempo que me pongo de
pie. Con mucho esfuerzo, la verdad. Kai está a mi lado, me pone una mano
en el hombro y otra en el costado ileso. Voy a retroceder un paso, molesta
porque piensa que necesito su ayuda, pero siento las piernas como si fueran
de gelatina y de piedra a la vez, y caigo contra su cuerpo recio,
demostrando que sí, necesito su ayuda. La risa le estremece el pecho, lo que
solo sirve para enfadarme todavía más.
—Sí, bueno, no me iba a costar mucho «intentar» quitarte la banda.
Me pasa un dedo por la tira de cuero, y de paso me roza la piel.
Lo agarro por la muñeca y le miro a los ojos.
—Bueno, si vamos a ser compañeros, no hace falta que te hagas daño
«intentando» quitarme la banda.
Me contempla con las cejas arqueadas.
—Entonces ¿estás de acuerdo? ¿Somos compañeros?
Me lo pienso un instante, y la verdad es que prefiero luchar junto al
futuro ejecutor que contra él. Lo observo con los ojos entornados.
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
Suelta un bufido.
—¿No significa nada que te salvara la vida?
—Yo te salvé la vida a ti. Eso no quiere decir que confíes en mí.
—¿Cómo sabes que no confío en ti?
Nos miramos.
«Por la plaga. ¿Dónde me estoy metiendo?».
Puede que sea porque estoy demasiado débil para pelear con él, o tal vez
porque una parte de mí no quiere que se dé media vuelta y se vaya, pero al
final asiento.
—De acuerdo. Somos compañeros.
Veo su hombro herido, y luego el tocón de árbol que hay a su espalda. Le
pongo las manos en el pecho y noto la piel caliente en las palmas. Lo
empujo hacia atrás hasta que tropieza con el tocón, y le presiono los
hombros para que se siente delante de mí.
Me contempla con los ojos color humo cargados de risa.
—¿Qué haces, Gray?
—Remendar a mi compañero —digo al tiempo que empiezo a quitarle el
vendaje. Sonrío—. Herido no me sirves de gran cosa.
—Tu preocupación por mí es conmovedora —dice en tono seco.
No le hago caso y aparto el tejido pegado a la piel. Suelto un taco entre
dientes cuando veo por fin la zona de piel quemada, llena de ampollas, bajo
la clavícula. La carne está inflamada, pegajosa, y no me hace falta ver cómo
aprieta las mandíbulas para saber que le duele mucho.
Lo miro, y me encuentro con sus ojos clavados en mí con tal intensidad
que tengo que tragar saliva.
—¿Dónde está el bálsamo curativo?
—No queda —dice con voz inexpresiva.
Parpadeo para tratar de borrar la confusión de mi rostro, pero no lo
consigo.
—¿Lo has gastado todo en mí?
—Sin pensarlo dos veces.
Frío, tranquilo, controlado. Ese es Kai.
—Menuda… —farfullo sin dar con la palabra adecuada.
—¿Muestra de generosidad?
—Estupidez. —Dejo escapar un suspiro.—. Siempre me tienes que poner
las cosas más difíciles, ¿no?
Me doy media vuelta y voy al arroyo. Noto los ojos de Kai fijos en mí
mientras me arrodillo en busca de unas plantas concretas para hacer un
bálsamo casero. No lo sanará milagrosamente como habría hecho el
bálsamo de los curanderos, pero le aliviará mucho el dolor y calmará la
inflamación.
Por suerte, la mayoría de las plantas que necesito suelen crecer cerca del
agua, así que las consigo con facilidad. Cojo un trozo de conejo asado y me
lo voy comiendo mientras busco los ingredientes. Tras un buen rato de ir de
un lado a otro junto al río mientras me devoran los mosquitos, machaco con
una roca las hojas y las hierbas que he recogido, añado agua y obtengo una
pasta verde espesa.
Me vuelvo hacia Kai, que me sigue mirando casi media hora más tarde.
Hago caso omiso de sus ojos clavados en mí y me sitúo ante él con el
bálsamo en la piedra para concentrarme de nuevo en la herida.
—Eres un pozo de sorpresas. —Hace un ademán con la cabeza en
dirección a la pasta que he cogido con los dedos—. Una chica con talento,
¿eh?
Le pongo el bálsamo en la herida, y sisea al sentir el escozor.
—Soy hija de un curandero, por si se te había olvidado.
—No es fácil seguirles la pista a tus múltiples talentos. —Otro gruñido
de dolor—. Por la plaga, Paedyn, ¿qué demonios es eso? —dice, molesto.
Se me escapa la risa.
—¿Quién iba a decir que el futuro ejecutor era tan blando?
Le unto más bálsamo en la piel. Él aprieta los dientes.
—¿Y quién iba a decir que una chica de los barrios bajos disfrutaba
torturando?
—Venga ya. Exagerado.
—Pues no estoy tan seguro de que no estés intentando matarme.
Arqueo una ceja.
—Ah, entonces al final no confías en mí, ¿no?
—No confío en eso. —Observa con escepticismo la pasta verde que le
estoy poniendo sobre la herida.
Suelto una carcajada y meneo la cabeza.
Se queda muy quieto bajo mis dedos y me mira a los ojos con un atisbo
de sonrisa en los labios. Carraspeo para aclararme la garganta.
—Bueno. —Busco algo que decir, pero al final decido dejarlo en sus
manos. Ya sabes de dónde vengo, así que ahora háblame de ti. ¿Cómo ha
sido crecer en el palacio?
Me contempla, inexpresivo.
—Vivir en un castillo no es tan maravilloso como parece. A veces es frío,
hay demasiada gente, y siempre te están vigilando. —Le vibra en los labios
un atisbo de sonrisa—. Pero Kitt y yo lo hemos convertido en un hogar. Por
la plaga, no había quien nos controlara. Conseguimos que… —Sisea entre
dientes—. Caray, Paedyn, ahora sí que creo que intentas matarme.
—Venga ya. —Me echo a reír y le pongo más bálsamo en la herida—. Si
solo escuece.
Me da un golpecito en el estómago, esquivando con todo cuidado la zona
de la herida.
—Cuando a ti te escoció, me diste una bofetada, así que yo puedo
quejarme un poquito.
Le lanzo una mirada.
—¿Eso es un poquito? —Entorna los ojos, pero noto que está a punto de
echarse a reír—. Lo siento. —Suspiro—. Sigue hablándome del castillo, y
quejándote un poquito.
—Como iba diciendo —responde con un bufido—, Kitt y yo lo hemos
convertido en un hogar. Nos hemos hecho amigos de los criados, hemos
corrido por los pasillos, nos hemos escapado de los bailes para ir a
emborracharnos en la bodega y olvidarnos de todo, y reírnos hasta el
amanecer. Estoy seguro de que nos hemos peleado en casi todas las
estancias del palacio. Dos veces.
Aprieta los dientes cuando le pongo más bálsamo en la herida, y me
lanza una mirada asesina antes de continuar.
—Buena falta nos hacía. Lo de pelear, o las bromas que le gastábamos a
la pobre Gail y al resto de los criados, digo. Porque, cuando no nos
estábamos divirtiendo, estábamos entrenando y estudiando. Aunque cosas
muy diferentes.
Mira hacia un punto indefinido, hacia el cielo azul. Escudriña las nubes
con los ojos grises.
—No recuerdo mi vida antes de convertirme en el futuro ejecutor —dice
con tono inexpresivo—. No recuerdo un solo día antes de que empezaran
las pruebas y los exámenes. Es como si siempre hubiera sido así. —Deja
escapar una risa carente de humor. Luego, suspira—. El destino es
caprichoso. No te deja elegir cómo vivir la vida.
Dejo de aplicarle el bálsamo y lo miro con atención.
—¿En qué consistía el entrenamiento?
Suspira de nuevo, de una manera que me hace preguntarme cuánto ha
tenido que soportar en su breve vida.
—Mi educación ha sido muy diferente de la de Kitt. El entrenamiento del
futuro rey consiste en lecciones, en educación para gobernar algún día,
mientras que el mío es más… práctico. Como futuro ejecutor, no solo
diseño estrategias de batalla, también he luchado en ellas. No solo aprendo
el arte de la tortura, también lo he soportado.
Mis manos se detienen sobre su pecho.
—¿Lo has… soportado?
Me mira un instante con atención, como si estuviera decidiendo qué
quiere decirme.
—Sí. Muchas veces —dice al final.
—¿Quién…? —Trago saliva—. ¿Quién te ha hecho eso?
—No importa. —Sonríe al devolverme mis palabras de la noche anterior.
Le pago con la misma moneda.
—Si no importa, dímelo.
Su sonrisa se acentúa.
—Me alegro de que me escuches cuando te digo algo, Gray.
—No me has respondido.
Coge aire. Se le ha borrado la sonrisa.
—Mi… El rey se hizo cargo de entrenarme con regularidad. Tenía más
tutores y generales, claro, pero, cuando no estaba con ellos, estaba con mi
padre. Sus métodos eran…, vamos a decir que severos.
No quería saberlo. No quería saber lo que le había hecho el rey a su hijo,
a qué horrores lo había sometido. Siento náuseas. Pero no debería ni
sorprenderme. También mató a mi padre, y ese odio que siento hacia el rey
hace que necesite saber qué otros crímenes aborrecibles ha cometido. Y lo
pregunto.
—¿Qué te hizo?
Se queda en silencio un momento eterno.
—Gray, no tienes que…
—Por favor —interrumpo—. No me lo digas si no quieres. Pero, si
quieres, te pido que me lo cuentes.
El silencio del bosque, la protección de las copas de los árboles tienen
algo que hace que no te asuste compartir secretos. Tal vez sea porque sabes
que quizá no sobrevivas un día más, y por eso haces cosas que lamentarás si
sobrevives. Las Pruebas no se diseñaron para fomentar la confianza, pero
aquí estamos, compartiendo nuestros secretos más ocultos. Dando al
adversario la posibilidad de causarnos una herida más honda de la que nos
haría cualquier arma.
Me mira a los ojos y no aparta la vista mientras habla.
—No te daré detalles, pero me mostró lo que era la tortura. Lo que era ser
torturado. Me enseñó todo lo que sé. Me entrenó física y mentalmente hasta
que quedó satisfecho con su obra. —Respira hondo—. La relación de Kitt
con nuestro padre es muy diferente. Se pasan las horas trabajando entre
papeles, discutiendo. Mi padre le está enseñando a seguir sus pasos. Y Kitt
lo hará. Hará lo que sea con tal de que el rey esté orgulloso de él, como
siempre ha hecho. Yo, en cambio… —Kai se ríe, pero sin rastro de humor
—. Yo no soy el heredero. No soy imprescindible. Solo el futuro ejecutor, al
que mi padre lleva años moldeando, encargando misiones. —Lo dice casi
con una sonrisa—. Mi hermano y yo ocuparemos posiciones muy distintas,
y nuestra relación con él también es bastante diferente. Precisamente por
eso, Kitt será un gran rey. Y yo asesinaré en su nombre.
Me detengo y lo miro a la cara cuando dice estas últimas palabras.
«Y yo asesinaré en su nombre».
Nada. Ni rastro de emoción, la expresión no le cambia. Me lo quedo
mirando un momento. Tal vez esas máscaras que se ha fabricado son porque
ha tenido que enterrar las emociones ante su propio padre. Y puede que eso
fuera precisamente lo que el rey quería del futuro ejecutor, que pareciera
desapasionado.
—En cierta ocasión me preguntaste si me gustaría ser yo el heredero —
dice Kai—. Y te repito lo que te dije. No quiero el puesto de Kitt, porque
me niego a que él ocupe el mío. Mi hermano no es un asesino. Mejor yo
que él.
Me concedo unos momentos para asimilar lo que ha dicho.
—¿Por eso son distintas las Pruebas este año? ¿Son otra misión que
tienes que llevar a cabo?
—Llevar a cabo, no. Ganar —dice—. En las Pruebas tengo que
demostrar mi valía ante mi pueblo y ante el rey.
Me lo quedo mirando. Daría cualquier cosa por saber en qué piensa.
Nunca me había hablado tanto sobre su vida, sobre lo que tuvo que soportar
de niño, sobre lo que aún tiene que soportar hoy. Él es el motivo de que las
Pruebas de la Purga sean tan diferentes este año, y los demás no somos más
que peones en un juego que no se ha hecho para nosotros.
Le pongo más bálsamo en la herida y espero hasta que deja de mascullar
algo sobre que ahora está seguro de que intento matarlo. Solo entonces le
hago la pregunta que me corroe.
—Tu papel en la vida como futuro ejecutor… ¿qué te parece?
—Me parece que es mi deber.
Frunzo el ceño.
—Y a mí me parece que seguro que le has dado más vueltas que todo
eso. Te lo estoy preguntando a ti, Kai. No al príncipe, ni al futuro ejecutor.
A ti. —Hago una pausa, y lo repito mientras me mira—. ¿Qué te parece? Tu
papel, tu vida.
Se queda en silencio un momento. Luego, esboza una sonrisa.
—Si respondo como Kai, ¿dejarás ya el pringue este? —Mira de reojo la
pasta que tengo en la mano.
Sonrío.
—Vale, dejo el pringue.
La sonrisa se le borra, y aprieta los dientes.
—¿La verdad?
—La verdad. Siempre.
Guarda silencio unos segundos.
—Nunca quise esto —dice al final con tono seco—. Nunca quise ser lo
que he llegado a ser. Pero los monstruos se hacen, no nacen. Y no me
dejaron elegir. Sigo sin poder elegir. Aunque no por eso voy a negar lo que
soy, y haré lo que tenga que hacer por mi reino. Por mi rey.
Sus palabras son un golpe. Sabe muy bien lo que es, lo que hace. Es un
peón atrapado para siempre en un juego, y cada cosa espantosa que hace es
en nombre del deber, en nombre de Ilya.
Pero este chico que tengo delante me ha mirado a los ojos y ha
reconocido que es un monstruo, ha admitido que lo han hecho así, sin
espantarse. Al revés, lo acepta, entiende lo que es y lo que va a hacer.
Inmersa en mis pensamientos, voy a ponerle más bálsamo en la herida,
pero me agarra por la muñeca.
—Hemos hecho un trato, Gray. Estoy acostumbrado a la tortura, pero
este bálsamo es insoportable.
Me sonríe. Es obvio que quiere despejar los nubarrones, que sigamos con
lo que mejor se nos da: jugar el uno con el otro. Y eso es lo que hago.
—Es verdad. Un trato es un trato. —Me limpio las manos en la hierba—.
Gracias por hablarme… de ti. —Suelta un bufido, que me apresuro a
interrumpir—. Y recuérdame que te copie la idea y me escape del próximo
baile para ir a emborracharme con Kitt.
Habría jurado que, cuando lo digo, se pone tenso.
—¿Para qué te vas a escapar con él, si yo soy mucho más entretenido?
Me echo a reír.
—Si con entretenido quieres decir seductor… Desde luego, sí.
Me lanza una sonrisa traviesa y el corazón me da un salto. Me siento
estúpida.
—Cuando estoy con ciertas personas, no puedo evitarlo.
Suelto un bufido.
—Sí, siempre que lo de «con ciertas personas» se refiera a todo el reino,
porque no creo que haya mujer en Ilya a la que no intentes seducir.
Me mira a los ojos.
—¿Qué pasa, me quieres solo para ti…?
La palma de mi mano le impacta contra el rostro y lo calla en seco.
Parpadea. En el rostro que acabo de abofetear se refleja la confusión y un
atisbo de diversión. Cuando se vuelve para mirarme, le muestro la mano
con el bicho aplastado.
—Un mosquito. —Sonrío con inocencia—. De nada.
—Qué amable por tu parte.
Mi sonrisa está cargada de fingida dulzura, y le vuelvo a vendar la herida
y el hombro con la tela desgarrada.
—No hay de qué, tengo que cuidar de mi nuevo compañero.
—¿De verdad?
—Ajá —asiento distraída mientras me muerdo la mejilla por dentro y
examino mi obra.
—Bueno, entonces…
Kai se pone de pie, se me acerca y me abofetea.
Se me escapa la risa y me llevo los dedos a la cara. Luego lo miro, y se
encoge de hombros.
—Un mosquito —dice como si tal cosa.
—Demuéstralo —lo desafío.
Esboza una sonrisa y me pone una mano en la barbilla.
—La prueba está estampada en tu mejilla. —Contengo el aliento y me
pasa el pulgar con delicadeza por la piel antes de mostrármelo para que vea
los restos del insecto.
—Tengo que cuidar de mi compañera.
Me lo ha dicho en tono burlón, pero no puedo contener la risa. Es
imposible parar. Solo de imaginarnos pegándonos tortas como niños en
mitad de una Prueba mortífera es de lo más cómico. Por primera vez he
deseado que hubiera un vista para presenciarlo.
La confusión que se refleja en el rostro de Kai me hace reír todavía más.
Me tengo que sujetar la herida palpitante con una mano mientras me
estremezco de risa.
«Puede que aún esté delirando».
Casi me ahogo con la risa, y no hace falta más para que Kai se empiece a
reír conmigo… o, bueno, de mí. Es un sonido intenso y grave, y me molesta
darme cuenta de que trato de reírme con menos fuerza para escucharlo
mejor. Y entonces, de repente, el sonido cesa.
Me está mirando, y yo lo estoy mirando. No sé qué hacer, qué decir o qué
pensar mientras sus ojos me recorren la cara, se fijan en cada detalle de mi
aspecto desaliñado.
«Y él, en cambio, está tan insoportablemente atractivo como siempre».
Trato de no pensar en eso y me paso la mano por el pelo enredado
buscando qué decir. Kai se conforma con ver lo incómoda que estoy en el
pesado silencio que se ha generado entre nosotros.
Le miro la herida vendada y las palabras me salen sin poder contenerme.
—Esto te lo ha hecho Braxton, ¿no?
Kai deja escapar la risa y se pasa una mano por el pelo, pero las ondas
negras le vuelven a caer sobre la frente.
—Tendrías que haber visto como quedó él.
Lo dice con tanta naturalidad que pensaría que está de broma si no
supiera de lo que es capaz.
—Sí, bueno.
Aparto la vista y voy a decir algo que haga enfadar al príncipe, pero de
pronto alza una mano para que me calle.
—No te muevas.
Suelto un bufido.
—¿Qué pasa, tengo otro mosquito en la…?
Me tapa la boca con una mano y me agarra por la cintura para que me
vuelva al tiempo que me inmoviliza contra su cuerpo. Por un momento me
quedo atónita, y se me pasa por la cabeza darle un mordisco en los dedos.
Pero se le ha acelerado la respiración, y no me aparto de él. Noto su corazón
contra el pecho, y late deprisa. Demasiado deprisa.
Veo un movimiento con el rabillo de ojo y miro hacia la forma enorme
que avanza hacia nosotros desde los árboles. El pelaje plateado brilla a la
luz del sol, cambia con cada movimiento del cuerpo poderoso. Los ojos
amarillos se clavan en los míos. La bestia se detiene y nos mira desde lejos.
Un lobo.
No. Varios lobos.
Escudriño los árboles y veo otros cuatro cuerpos enormes con pelaje de
diferentes colores. Los cinco nos miran, todavía protegidos entre los pinos,
observan con ojos hambrientos su próxima comida.
El corazón me late a toda velocidad, tengo la respiración superficial,
acelerada. Menos mal que Kai aún me tiene la boca tapada con la mano,
porque casi suelto un grito cuando me roza la oreja con los labios.
—Nunca haces caso, ¿verdad? —susurra.
Alzo la mano muy despacio sin dejar de mirar en dirección a los lobos.
Le cojo la muñeca y me aparto su mano de la boca.
—Técnicamente, te he hecho caso. He hablado, no me he movido —digo,
también en susurros.
Noto que los labios se le curvan en una sonrisa.
—Listilla.
—Bueno, ¿cuál es el plan? ¿Qué vamos a hacer?
Mi voz es apremiante y no dejo de mirar a los lobos.
—No «vamos» a hacer nada —dice, y me suelta para moverse muy
despacio y situarse delante de mí—. Sigues herida, y no pienso correr el
riesgo de que se te suelten los puntos.
«Ni hablar».
Me aparto a un lado, irritada.
—¿No íbamos a ser compañeros?
—No seremos compañeros mucho tiempo si te empeñas en dejarte matar
—masculla, y desenfunda la espada en silencio.
—Así que te vas a enfrentar a cinco lobos tú solo. No lo pienso permitir.
Mi voz es un susurro ronco. No voy a dejar que luche solo. Me lo
prohíben el orgullo y la paranoia.
—Es obvio que me subestimas, Gray.
Despacio, muy despacio, me descuelgo el arco que llevo a la espalda
siempre con los ojos clavados en los lobos. No se mueven, pero parecen
más alerta, más agazapados, listos para saltar.
Pongo una flecha.
—Se te va a abrir la herida y te habré salvado la vida para nada —sisea
Kai con tono apremiante, agitado.
Tenso la cuerda, y al mismo tiempo se me tensan los puntos, amenazando
desgarrarme la piel. El dolor me recorre el abdomen y las costillas como un
latigazo, pero me muerdo la lengua.
—Siento echar a perder tu obra de arte, compañero —digo con una
sonrisa.
—Pae, que no se te ocurra…
Disparo.
La flecha se clava en el pecho del lobo más cercano, en el pelaje
plateado. Los demás lobos han saltado hacia nosotros antes de que su
compañero toque el suelo. Ya tengo otra flecha lista y apuntando al rayo de
pelo pardo que se me echa encima. Un dolor lacerante me recorre el vientre
cuando suelto la flecha, que acierta al animal en la pata trasera.
Dos lobos se han apartado y van a atacarnos por detrás, y siento la
espalda de Kai contra la mía cuando se vuelve para hacerles frente. Hago
caso omiso del lobo que cojea y me centro en el que viene hacia mí. Trato
de controlar la respiración antes de disparar. Suelto un taco cuando fallo. La
flecha pasa silbando junto a la oreja de la fiera y se clava en el suelo.
Ya no noto la espalda de Kai contra la mía. No sé qué está pasando detrás
de mí. Solo oigo gruñidos y el sonido de la espada contra la piel y el hueso.
Pero no puedo volverme, porque tengo a la bestia encima. El pelaje rojizo
brilla casi tanto como los dientes blancos. Se detiene a menos de dos metros
de mí, se agazapa, se acerca milímetro a milímetro. Es enorme, es aterrador,
y me mira como si fuera su próxima comida.
Noto que me sangra la herida, y el dolor es brutal. Si vuelvo a tensar el
arco, me saltarán los puntos, si es que no lo han hecho ya. Pero no tengo
más armas, ni ningún poder, ni fuerza para pelear.
El lobo se agazapa aún más, gruñe, juega con la comida.
«Qué hago. Qué hago. Qué hago».
Tenso la cuerda del arco.
El lobo salta.
Es un salto enorme, poderoso. Vuela hacia mí con las fauces abiertas, los
dientes afilados al aire, dispuesto a hacerme pedazos.
Por impulso, por puro instinto, empuño la flecha y levanto la punta de
metal para recibir al lobo en pleno salto.
La flecha se le clava en el corazón. La sangre caliente del animal me
llueve encima antes de que su cuerpo caiga al suelo con un golpe sordo.
Estoy jadeante. Trato de asimilar lo que ha pasado cuando oigo un
gruñido detrás de mí. Me vuelvo justo a tiempo de ver a Kai clavarle la
espada a un lobo en el costado, abrirlo en canal como si tal cosa. Se vuelve
a toda prisa hacia la otra bestia que se arrastra hacia él, ya con una herida
brutal, pero todavía gruñendo.
Cuando el lobo salta en un último intento por clavarle los dientes, Kai
mueve la espada en un arco ascendente. La hoja abre a la fiera por el pecho
y, cuando cae, Kai agarra el puño con las dos manos para clavárselo al
animal en el costado.
Se queda donde está por un momento. Lo educaron para ser un asesino y
lo hicieron bien. Luego, arranca la espada del cadáver del lobo, y limpia la
sangre de la hoja en su pelaje. Se vuelve hacia mí.
—¿Sigues viva?
Contengo un grito cuando le veo la mordedura profunda en el hombro.
La sangre le mana de los orificios desgarrados de los colmillos, le corre por
el brazo, le llega hasta los dedos. Me mira, y abre más los ojos al ver algo
detrás de mí.
—Al suelo —ordena; no titubeo y me dejo caer en cuclillas.
Como un relámpago, se saca del bolsillo un shuriken y lo lanza hacia el
lugar donde hace un instante estaba mi cabeza. Oigo algo pesado que cae
contra el suelo y me vuelvo. El lobo al que antes he herido en una pata se
me estaba acercando por la espalda. Pero está muerto, en el suelo, con el
shuriken clavado en el ojo.
Me levanto muy despacio y respiro hondo.
—Tenías razón. Hacemos un buen equipo.
Aparta la vista y suelta una carcajada seca.
—Sí, si no fuera porque no obedeces órdenes.
—¿Órdenes? —Suelto un bufido—. No soy uno de tus soldados, Kai.
—Cierto, no lo eres. —Se me acerca y, de repente, verlo así, cubierto de
sangre, me resulta intimidante. Pero me obligo a no retroceder cuando se
detiene hasta mí, tan cerca que veo cómo los ojos de humo se le convierten
en hielo—. Mis soldados no son nada para mí. Son prescindibles y fáciles
de reemplazar. —Tiene la respiración acelerada; los ojos, clavados en los
míos—. Así que no, Gray. No eres uno de mis soldados.
Abro la boca, pero no me sale nada. Él cierra los ojos y respira hondo, y
solo los abre cuando vuelve a ser él mismo, frío, controlado. Ha
desaparecido todo rastro del hombre frenético, alterado. De nuevo rebosa
arrogancia y trata de bromear con la situación.
Se da la vuelta para contemplar la carnicería que nos rodea.
—Bueno, esta noche no nos quedamos sin cenar.
Le sigo el juego, aunque tengo la voz débil.
—Menos mal que no hemos sobrevivido al ataque de los lobos para
morir de hambre.
Se le enturbian los ojos y me mira la herida, que me sangra bajo la ropa.
—Los puntos. ¿Se te han…?
Me levanto la camiseta y echo un vistazo bajo las vendas ensangrentadas.
El alivio es inmenso cuando veo que la sutura sigue cerrándome la herida.
La pelea solo ha tensado los puntos y me ha hecho sangrar, pero no se ha
abierto. De lo contrario, me imagino que estaría mucho peor.
—No. —Suspiro—. Todo bien.
Se pasa una mano por el pelo antes de envainar la espada, pero no se me
escapa la mueca que hace. Es la herida del hombro. Le señalo el tocón, que
está detrás de él.
—Siéntate.
Ahora las órdenes las doy yo.
Me obedece, y esboza una sonrisa burlona cuando me pongo de nuevo
ante él.
—Estás cubierta de sangre —comenta con un desinterés demasiado
exagerado.
—Y tú estás sangrando. Pero tienes suerte. —Sonrío con dulzura—. Sé
preparar el bálsamo perfecto para esto.
Suspira y sacude la cabeza.
—Me lo temía. Entre tus bálsamos y tú, me vais a matar.
—Ya lo sé. —Examino la herida con más atención—. Empiezo a pensar
que te gusta estar herido para que te toque.
Se le escapa la risa. Casi noto cómo me recorre con la mirada.
—Pero, querida, si no te obligo a nada. Si quieres, deja que me desangre.
Porque solo quiero que me toques si tú deseas tocarme.
Clavo los ojos en los ojos grises, penetrantes.
Estoy jugando a un juego muy peligroso.
Camino por el filo de una espada y espero no cortarme. Juego con fuego
y espero no quemarme. Nado en una corriente peligrosa y espero no
ahogarme.
Este hombre es peligroso.
Y, mientras ese pensamiento me resuena en la mente, le sostengo la
mirada y lo toco.
Han pasado tres días desde que me mordió el lobo. Tres días desde que
Paedyn me tocó después de que le dijera que me tocara solo si deseaba
tocarme. Creo que desde entonces no he recuperado el aliento. Cada vez
que me mira me siento como si se me cortara la respiración. Y lo detesto.
«Mentiroso».
Han sido tres días largos y aburridos. Lo único bueno que hemos
encontrado ha sido una camisa para mí. Otro de los regalos que han dejado
en el bosque para los contendientes. El arroyo y el pequeño claro se han
convertido en nuestra base, aunque durante el día apenas pasamos tiempo
ahí. La apasionante rutina consiste en separarnos y buscar a cualquier otro
oponente en el bosque. Pero la búsqueda de más bandas no solo ha sido
inútil, sino insoportablemente aburrida. Yo habría preferido que no nos
separásemos porque es mucho más entretenido estar con Paedyn, pero se ha
empeñado en que, por separado, cubriríamos más terreno.
«Para lo que nos ha servido hasta ahora…».
El sol se está poniendo muy deprisa y las estrellas salpican el cielo;
empieza a anochecer. Regreso al campamento, descargando la frustración a
mandobles de espada contra las plantas que me cruzo.
Nada. Ninguno de los dos hemos dado con otros adversarios todavía.
Solo con serpientes, eso sí, muchas. Solo hemos tenido que luchar contra
serpientes y contra unos cuantos coyotes.
Oigo el rumor del arroyo antes de verlo. Luego, aparece ante mis ojos el
pequeño claro, y Paedyn. Está sentada en un tocón, dándole vueltas al
grueso anillo plateado que lleva en el pulgar mientras contempla el fuego y
la brisa le agita el pelo.
Cojo unas ramitas y voy hacia la hoguera, las tiro al fuego y me siento en
otro tocón, frente a ella.
—No te veo heridas recientes, así que no ha habido suerte, ¿no?
—Me ofende que no creas que puedo salir ilesa de una pelea. —Le lanzo
una mirada escéptica, y por fin deja escapar un gruñido—. No. No ha
habido suerte.
La miro con atención. Se muerde la cara interna de la mejilla, le da
vueltas al anillo de acero del pulgar y da golpecitos en el suelo con el pie.
Es un hervidero de energía, la ansiedad la devora. Pero la dejo pensar, le
doy tiempo antes de preguntar por qué está tan tensa. De modo que
seguimos en silencio, y me dedico a mordisquear el conejo mientras Paedyn
se muerde la mejilla por dentro.
El sol se ha puesto tras el horizonte y el cielo está teñido de tonos
anaranjados y rosados. Al final, tengo que romper el silencio.
—Venga, ¿qué pasa? Escupe.
—¿Eh? —Alza la vista del fuego y me mira a los ojos, pero luego decide
que las llamas son más interesantes—. Nada. Estoy bien.
Casi se me escapa la risa. He aprendido por las malas que eso es lo peor
que te puede decir una mujer. Que significa que está cualquier cosa menos
bien. Atizo el fuego.
—Mientes fatal, Gray —digo con un suspiro.
Por fin me mira, y se echa a reír a carcajadas. Contengo el aliento
mientras veo cómo echa la cabeza hacia atrás, hacia el cielo, mientras el
pelo plateado le cae en cascada por la espalda y se le entornan los ojos. Me
vuelve a mirar de pronto, y espero haber borrado de mi rostro la expresión
de anhelo.
Es asombrosa, pero ignora por completo que la puesta de sol palidece en
comparación con su brillo.
«Qué demonios me pasa».
—Para que te enteres, miento de maravilla.
Casi no puede decirlo sin que se le escape la risa, como si a mí se me
escapara el chiste.
—Hum. —Me meto un trozo de carne en la boca—. Siento decirte que no
estoy de acuerdo.
—¿De verdad?
—De verdad.
Se inclina hacia delante con los codos sobre las rodillas.
—Ilústrame, príncipe.
«Bien. Así te distraeré un poco».
Esbozo una sonrisa.
—Tienes un tic, querida.
—Mentira.
Ya no se ríe, y casi lamento habérselo dicho.
—Cuando mientes, das golpecitos en el suelo con el pie izquierdo. —Me
mira boquiabierta, y sonrío—. La primera vez que me di cuenta fue cuando
dijiste que detestabas mis hoyuelos. Y, como bien sabemos, es mentira.
Me agacho para esquivar la piedra que me tira a la cabeza. Es mi turno de
reírme. Ha vuelto a concentrarse en la hoguera y trata por todos los medios
de no sonreír.
—No sabía que me habías observado tanto.
—¿En pasado? Ni que hubiera dejado de hacerlo, querida.
Me mira a los ojos, y en los suyos color océano veo una emoción que no
sé identificar.
Luego, vuelve a darle vueltas al anillo que lleva en el pulgar.
«Qué interesante».
—¿Por qué estás haciendo esto? —Irrumpe en mi hilo de pensamientos y
la miro, aunque ella tiene los ojos clavados en las llamas—. ¿Por qué no me
quitaste la banda y me dejaste?
Oigo las palabras que no dice.
«Por qué no me dejaste morir».
Levanta la vista hacia mí y tiene los ojos cargados de emociones. Quiere
una respuesta, necesita una respuesta, saber por qué no me comporté como
el monstruo que me han educado para ser.
Abro la boca con la esperanza de que me salga una buena respuesta. Era
mucho pedir.
—No llegamos a terminar nuestro primer baile —digo.
Parpadea y me mira.
—Eso no es respuesta.
—No es respuesta porque todavía no hemos bailado. A estas alturas ya
deberías saber cómo funciona la cosa, Gray. Bailamos y respondo. O no
bailamos y te quedas sin saber todo lo que quieres saber de mí.
Se controla para no reírse.
—Será en broma, ¿no? ¿Otra vez esto?
—Sí, otra vez esto. —Me levanto y me dirijo hacia ella—. ¿Qué me
dices? —Le tiendo la mano y amago una reverencia—. ¿Bailamos o no,
Gray?
Pone los ojos en blanco y trata de controlar la sonrisa que le aflora en los
labios.
—Vale.
Me pone la mano en la mía y el contacto me acelera el pulso.
«¿Qué me está haciendo esta chica?».
Nos apartamos unos pasos del fuego, bajo la luna clara, las estrellas
titilantes. Le guío una mano hasta mi hombro y le tomo la otra con cuidado
de no tirarle de los puntos. Con mi mano libre, le rodeo la cintura y la
atraigo hacia mí. Noto su forma tan familiar entre los brazos, absorbo cada
detalle, memorizo cada movimiento.
Empezamos a movernos al ritmo del silencio, al son del latido de
nuestros corazones y la melodía de los grillos. Nos engulle la oscuridad, no
somos más que sombras a la luz de las llamas palpitantes.
—No hay música —dice, directa, divertida.
—Entonces no vamos a saber cuándo tenemos que dejar de bailar. Qué
lástima.
Le rozo el pelo con la barbilla. La llevo hacia atrás, hacia el suelo, y tiene
que contener un grito de sorpresa.
—No me tientes, que aún te puedo dar un pisotón —me amenaza con el
aliento entrecortado.
La vuelvo a levantar muy despacio.
—Inaceptable —digo—. Todavía me estoy recuperando de nuestro
último baile.
Nos quedamos en silencio. Solo se oye el crujido de las ramitas bajo
nuestros pies, el chisporroteo del fuego. Noto el calor de su cuerpo a través
de la camiseta fina y maltrecha, noto su piel bajo la mano.
«Así no puedo concentrarme».
Habla en voz baja, casi como si no quisiera interrumpir el momento.
—¿Y la respuesta a mi pregunta?
«Ah. Eso. Claro».
—¿Tan increíble te resulta que no te quiera muerta? —Retrocedo un
poco, lo justo para mirarla a los ojos—. ¿Tanto te extraña que ayude a
alguien?
No titubea.
—Sí.
Casi se me escapa la risa.
—La verdad, no me sorprende.
—Es que… —Hace una pausa y me mira a los ojos como si buscara en
ellos la respuesta—. Pensaba que eras más como tu padre.
Las palabras son como un golpe. Mi padre es…, bueno, es el rey. Es frío,
es estricto, nada lo afecta, ni siquiera sus hijos. Supongo que, en cierto
modo, me ha hecho a su imagen, me ha enseñado a actuar como él, me ha
dicho qué debía sentir y, sobre todo, qué no debía sentir. Gracias a él me he
fabricado diferentes máscaras que puedo ponerme y quitarme a voluntad.
Soy un caos. Un caos de emociones sofocadas y muros bien construidos.
No sé la respuesta a la pregunta que me ha hecho, así que le hago otra yo
a ella.
—¿Por eso me odias tanto? ¿Porque pensabas que era como mi padre,
que es obvio que no te gusta?
—No te odio —responde demasiado deprisa; se detiene para preguntarse
si ha dicho lo que debía, mientras que yo me pregunto por qué no lo ha
dicho antes.
Esbozo una sonrisa malévola.
—Ah, ¿no me odias? Entonces, cuando amenazas con matarme, ¿en
realidad son declaraciones de amor?
—He dicho que no te odio, príncipe. No que no te desprecie.
Bajo la vista para mirarla a los ojos.
—Yo creo que te desprecias a ti misma por no despreciarme.
Se queda boquiabierta, pero enseguida aprieta los labios con fuerza y me
lanza una mirada asesina. Creo que la he dejado sin palabras.
«Bueno, para todo hay una primera vez».
—Di algo, Gray. —Sonrío y la hago girar antes de atraerla de nuevo
hacia mí—. Dime que es mentira.
—Yo soy la que hace las preguntas, ¿no? —dice. Me distrae con esa
sonrisa arrolladora, con esas palabras deliberadas.
«Y luego dice que yo soy calculador».
Aparta la vista y se muerde la cara interior de la mejilla antes de mirarme
de nuevo.
—¿Habrías ayudado a alguno de los otros? —Hace una pausa—.
Quitando a Jax y a Andy.
A alguien que no fuera una de las pocas personas que me importan de
verdad.
Se me dibuja una sonrisa en la cara.
—Querida, no creo que ver morir a alguien me afectara tanto como verte
a ti sana y salva.
Traga saliva.
—Eres un seductor sin remedio, Azer.
—Solo para ti.
—Vaya. Y también eres un mentiroso sin remedio.
Sofoco una carcajada.
—Ahora me toca a mí hacer preguntas. —Abre la boca con intención de
protestar, seguro, pero no le doy ocasión—. Dime, aquel día, con toda la
gente que había en Saqueo, ¿cómo tuve yo la fortuna de que me eligieras
como víctima para desplumarme?
Cierra la boca, pero no puede esconder la sonrisa.
—Eres justo mi tipo.
—¿Tu tipo?
La sonrisa es cualquier cosa menos dulce.
—Sí. Parecías arrogante y forrado. Justo mi tipo de víctima.
Me acerco más a ella.
—Bueno, pues esta víctima se dio cuenta de que le habías robado.
—Te diste cuenta de que te había robado… demasiado tarde.
—Qué curioso, recuerdo que te cogí no mucho después.
Rebosa fanfarronería.
—Solo porque fui a salvarte. —Se echa a reír—. ¿Qué pasa? ¿Crees que
no podría robarte de nuevo sin que te dieras cuenta?
—Me doy cuenta de todo lo que haces. Así que no.
Se detiene con la cara muy cerca de la mía, aturdida por un momento
ante lo que le he dicho. Sonrío. Me encanta verla azorada. Cuando vuelve a
hablar es en tono bajo, pausado.
—¿Es un desafío, Azer?
—Es un hecho, Gray.
—¿De veras? —De pronto, agita algo entre nuestros rostros—. Qué
interesante, porque te birlé esto poco después de empezar a bailar.
Entorno los ojos y mascullo un taco cuando veo lo que tiene en la mano.
La banda de cuero de Braxton, que antes llevaba en el bolsillo, oscila ahora
ante mi rostro.
—Impresionante, Gray. —Me encojo de hombros con indiferencia—.
Sobre todo porque no me he dado cuenta, y eso que te estoy prestando toda
mi atención.
Pone los ojos en blanco.
—Una distracción.
Le lanzo una mirada antes de sonreír.
—Se te da bien esto, ¿eh?
Se queda en silencio y me observa. Luego, aparta la vista. Yo también
miro hacia otro lado y me preparo para otra pregunta indiscreta.
—¿Cuál es tu color favorito?
Vuelvo el rostro hacia ella.
—¿Qué? —Me cuesta no ahogarme con la risa.
—Tu color favorito. ¿Cuál es?
De la sorpresa, estoy a punto de pisarla yo para variar.
—Con todo lo que podrías preguntarme, ¿vas y me preguntas cuál es mi
color favorito? —No consigo que se me borre la sonrisa.
Se aparta un mechón de pelo de los ojos con un soplido de irritación.
—Hay muchas cosas que no sé de ti, así que prefiero empezar con lo
básico. —Su tono es burlón—. Te estoy dejando escapar con una pregunta
fácil, así que no me falles. ¿Cuál es tu color favorito?
La hago girar solo para pensar un momento. Nunca me había parado a
pensar cuál es mi color favorito. No me pareció importante.
O no me lo pareció hasta que vi unos ojos azules como el océano y se me
ocurrió que tal vez ahogarme fuera lo más hermoso.
No hasta que vi unos ojos azules llameantes y pensé que quemarme no
iba a doler.
Nunca había pensado en cuál era mi color favorito porque nunca había
visto ninguno merecedor del título. Hasta ahora.
—El azul —digo con voz ronca.
—Hum. —Me mira, pensativa, con atención sincera—. No me lo habría
imaginado.
«Yo tampoco».
—¿Y el tuyo? —le pregunto.
Se para a pensar, va a decir algo, pero se detiene y aprieta los dientes.
—No tengo. —Se encoge de hombros—. ¿Comida favorita? Puede ser un
postre.
—¿Estamos en mitad de una Prueba y me preguntas cuál es mi comida
favorita?
No me hace ni caso.
—Bueno, ya sé que no es el conejo. He visto cómo frunces los labios
cuando lo comes.
—No frunzo los… —Me detengo con una sonrisa—. ¿Me has estado
mirando la boca, Gray?
Va a decir algo, pero al final suelta un bufido.
—Responde a la pregunta, Azer.
Dejo escapar una risita y la hago girar otra vez.
—Es muy fácil. Las tartaletas de limón.
Resopla de nuevo.
—¿Me tomas el pelo? ¿Las tartaletas de limón? Eres un príncipe, puedes
comer lo que quieras, ¿y elegirías las tartaletas de limón?
—Sí, sí, las tartaletas de limón —repito imitando su tono—. Y por
burlarte de mí te obligaré a comer una conmigo en cuanto salgamos de aquí.
—Sobre mi cadáver.
Sonrío, malévolo.
—Si te empeñas…
Cumple su amenaza de darme un pisotón, visto que en este momento los
pies son su única arma.
—Ups.
—Pequeña salvaje… —mascullo entre dientes.
—No tienes ni idea, príncipe.
—Ah, pero algún día la tendré.
Nos quedamos en silencio un momento, nos estudiamos el uno al otro.
—Bueno —digo al final—, ¿cuál es tu comida favorita, esa que te parece
que es mucho mejor que las tartaletas de limón?
—Es mil veces mejor que las tartaletas de limón.
—Venga, Gray, que me muero de curiosidad.
Levanta la barbilla para mirarme directamente a la cara.
—El caramelo de mantequilla.
—El caramelo de mantequilla —repito, y memorizo la información.
—Sí. —Sonríe, pero detecto la tristeza—. Mi padre se lo daba a sus
pacientes. Y siempre que me curaba una herida, o cuando lo ayudaba a
curar a alguien, luego, como premio, comíamos caramelo de mantequilla.
Nos quedamos en silencio un momento.
—¿Estabais muy unidos?
—Sí —responde—. Tu padre y tú, no, ¿verdad? Con lo que te ha
hecho…
Le agradezco que no me hable con compasión, aunque la repugnancia
que siente es latente. Se me escapa una risa amarga.
—No. Soy más soldado que hijo, y él, más rey que padre. Es difícil estar
unido a alguien cuando solo estás con él mientras te entrena, y no eran
momentos que aguardara con impaciencia, la verdad.
—¿Y tu madre? —me pregunta.
—Mi madre es lo mejor —digo, sin dudar—. De niño, no habría podido
pedir más. Ha sido una de las pocas constantes de mi vida, siempre me ha
querido y me ha cuidado.
—Pero… —Paedyn parece titubeante—. Ha permitido que tu padre te
hiciera lo que te hizo.
Hago una pausa. Quiero decírselo, pero también quiero recordármelo a
mí mismo.
—No tenía elección. Y mi deber es convertirme en el futuro ejecutor, por
cualquier método que sea necesario.
Me mira con esa expresión que no termino de identificar. ¿Sorpresa?
¿Confusión? En un momento dado es un libro abierto, y al siguiente no
puedo ni entender la letra.
Me acribilla con más preguntas. Muchas parecen al azar, aunque a todas
les da la misma importancia. Me cuenta anécdotas de su infancia y yo hago
lo mismo, y escucho su risa cuando se entera de las tonterías que hacíamos
Kitt y yo.
—Cuéntame otra vez por qué tenías el labio partido cuando nos
conocimos —le pregunto arqueando las cejas.
Se echa a reír. Es un sonido que me cosquillea en la espalda.
—Te dije la verdad, fue un regalito de uno de tus imperiales.
—Claro. Pero me lo dijiste, si mal no recuerdo, mientras me ponías un
puñal contra el cuello.
—Eso coincide con lo que recuerdo yo, sí.
—Sigo sin saber los detalles. —Se me enturbian los ojos al pensarlo—.
No me tomo bien que los imperiales vayan golpeando a las mujeres.
—¿No? Pues no fue la primera vez. —Su tono es directo, desenfadado—.
Resumiendo, para no aburrirte, no se creyó que fuera una mental, así que se
lo demostré. Y no le debió de gustar lo que le dije.
La miro con incredulidad.
—¿Y te dejaste golpear así, sin más?
—Tendrías que haber visto cómo quedó su orgullo.
—¿Por qué será que no me sorprende?
Me sonríe con astucia.
—Porque te has acostumbrado a que te derrote, príncipe.
—Cierto. —Me la quedo mirando—. Nunca dejas de sorprenderme,
Gray.
Sonrío y le suelto la mano para darle un golpecito en la punta de la nariz.
Ella me aparta los dedos y resopla.
—Y tú nunca dejas de irritarme.
Le vuelvo a coger la mano, se la llevo hasta mi brazo hasta que tiene las
dos palmas sobre los hombros. Luego, le rodeo la cintura con las manos, la
cojo por la espalda con cuidado de no rozarle la herida, y la atraigo hacia
mí.
Nos mecemos juntos.
Sin pasos, sin piruetas de baile. Solo nosotros, en medio del bosque,
rodeados de miles de estrellas centelleantes. Sus párpados aletean. Me
entrelaza los dedos detrás del cuello.
Crece la tensión entre nosotros, es como un cable invisible que nos une.
Se me acelera el pulso, y a ella se le acelera la respiración. Su pecho sube y
baja más deprisa.
—Nunca dejo de irritarte, ¿eh? —Le miro la cara y la atraigo hacia mí.
Es imposible estar más cerca—. ¿Y ahora? ¿Esto es la excepción?
Traga saliva y baja la cabeza, sin responder. Sonrío y trato de hacer que
hable, cosa que nunca me había costado el menor esfuerzo.
—¿Pae?
Sigue sin responder.
La cojo por la barbilla, la obligo con delicadeza a alzar la cabeza para
mirarme. Tiene la confusión pintada en el rostro, y se le escapa una risa
temblorosa.
—Me resulta irritante que esto no me resulte irritante.
Se me tensa la mano en torno a su cintura como si el contacto con ella me
fuera a incendiar. Me avergüenza hasta qué punto me obsesiona esta chica,
me da miedo cómo me afecta. Me hace sentir débil e increíble a la vez.
Aterrado y vivo.
—¿Por qué no me disparaste, Paedyn?
La pregunta se me escapa en voz baja, curiosa. Alza la vista y me
examina.
—Vas a tener que ser más concreto, Azer.
«Esquiva».
Esbozo una sonrisa, porque sé que sabe a qué me refiero.
—Hace unos días, me podrías haber matado, pero apuntaste la flecha al
suelo. Quiero saber por qué.
Hace una pausa y sopesa la respuesta. Luego, me vuelve a mirar.
—Yo iba a morir, pero no tenía que llevarte conmigo.
Me recorre con los ojos y disfruto al sentir su mirada.
Luego, se aparta.
Vuelve a ponerme las manos en los hombros, rígida, sin moverse. Mira
hacia las estrellas, en lugar de a mí. Respira por la nariz como si tratara de
recuperar el control.
Y yo estoy haciendo lo mismo, intentar recuperar el control después de
que se aparte.
Sí, somos adversarios. Sí, soy el futuro ejecutor. Sí, soy un asesino y no
tengo derecho a retenerla. Pero hay algo más, algo que la obliga a rechazar
esta confusa conexión que compartimos.
«Por la plaga, si yo tampoco quiero reconocerlo».
Aún tengo mis máscaras, mis muros, pero ella está derribando la fachada,
mi fortaleza. Y, de pronto, estoy furioso conmigo mismo por permitirlo. Por
permitir que me importe. Por permitirme pensar en ella como otra cosa que
lo que es, una competidora.
«Porque ha dejado bien claro que para ella no soy otra cosa».
—Kai —dice con voz queda, y el sonido de mi nombre en sus labios me
arranca de mis pensamientos—. Yo no…
Una voz femenina corta la frase.
—Siento interrumpir, pero tenéis una cosa que necesito.
La voz despierta ecos a nuestro alrededor. Kai y yo nos apartamos,
sobresaltados, y nos ponemos espalda contra espalda por puro instinto.
Entorno los ojos para ver a la escasa luz mientras las siluetas altas y oscuras
empiezan a cobrar forma. Un suspiro desganado resuena en la oscuridad,
amplificado por los numerosos cuerpos que nos rodean.
«Estamos atrapados».
Todos dan un pequeño paso adelante y nos encierran en una jaula
humana. Docenas de ojos color avellana centellean a la luz de las llamas.
Veo el brillo del pelo negro, la piel oscura.
«Sadie».
—Solo quiero vuestras bandas, luego os dejo en paz y me voy. —Esboza
una sonrisa y mira a sus copias—. Bueno, nos vamos.
Kai suelta un bufido. Parece más molesto que otra cosa.
—Sabías que no te las íbamos a dar y aun así nos has interrumpido.
—Vale —responde Sadie—. Una banda. Dadme una y nadie saldrá
herido.
Miro hacia mi arco, que está a pocos metros…, a pocos metros de mí,
pero detrás de la muralla de Sadies. No tengo nada, ni un arma con la que
defenderme. Nunca me había sentido tan vulnerable. Es como si estuviera
desnuda. Casi noto el fantasma del puñal de mi padre contra el muslo. Daría
cualquier cosa por tenerlo en este momento.
Varios pares de ojos color avellana nos miran, espalda contra espalda. Al
final, se clavan en los míos.
—No quiero hacerte daño, no me obligues. —Se detiene. Su voz se
vuelve átona, insensible—. Lo que haga falta para ganar.
Estoy a punto de responder algo cuando una mano callosa me agarra la
mía a la espalda. Casi pego un salto ante el contacto, pero Kai me hace abrir
el puño y me pone algo frío y duro contra la palma antes de volver a
cerrarme los dedos. Luego, también a toda velocidad, aparta la mano.
El objeto se me clava en la piel. Tiene puntas afiladas. Tengo que hacer
un esfuerzo por no sonreír cuando entiendo lo que me ha dado.
«Un arma. Me ha ofrecido la posibilidad de luchar».
Es pequeña, pero es un arma. Agarro con fuerza el shuriken aunque los
filos se me claven en la piel. Este objeto diminuto puede ser la diferencia
entre la vida y la muerte.
Kai no tiene más arma que la espada que le cuelga del cinturón, pero él
mismo es un arma. Me sorprende que no sintiera el poder de Sadie cuando
se nos acercó, pero tampoco lo culpo: yo estaba igual de distraída con sus
manos, sus palabras cargadas de dobles sentidos, el latido de mi corazón al
sentirlo tan cerca.
Respiro hondo.
«Los problemas, de uno en uno».
—Mala suerte. Si quieres mi banda, vas a tener que hacerme daño —
siseo mientras las Sadies dan un paso adelante.
Sacude la cabeza con gesto apenado, como si mi decisión la
decepcionara.
—De acuerdo. Pero no digas que no te avisé.
Y entonces, de repente, está delante de mí, con la punta del puñal contra
mi cuello. En un instante, me agarra el brazo y me retuerce hasta que quedo
de espaldas contra su pecho. El filo del puñal se me clava en el cuello con
cada bocanada de aire que tomo.
—Por última vez. —La voz de Sadie es cortante; no se parece nada a su
tono suave habitual—. Dame tu cuero o le corto el cuello, Kai.
El príncipe parpadea y observa la escena sin inmutarse. Es consciente de
que me sé cuidar sola, y, aunque eso me halaga, ahora mismo me vendría
bien su ayuda. La sangre caliente me empieza a correr por el cuello y tengo
que hacer un esfuerzo para mantener la calma.
Kai se encoge de hombros ante la amenaza.
—Adelante. Por mí… —Hace un ademán hacia el puñal que tengo contra
el cuello—. Solo somos adversarios. Menos competencia.
Casi oigo a Sadie parpadear a mi espalda. Es obvio que su desinterés la
sorprende. Nos ha visto bailar juntos hace unos minutos. Yo misma me
habría sorprendido si no estuviera tan acostumbrada a sus máscaras, si no
reconociera la de frialdad que se acaba de poner.
La noto tensarse detrás de mí.
—Vas de farol, príncipe.
Noto que va a mover la mano, que me va a enterrar el puñal en la piel.
Y ataco.
Le clavo el shuriken en la carne delicada del vientre, tan hondo como
puedo, al tiempo que le aparto la mano en la que aún tiene el puñal. Lanza
un grito y se aleja, y me manda de un empujón contra Kai. Contra un Kai.
Ahora hay varios cuerpos musculosos con su mismo pelo negro revuelto y
sus ojos de tormenta. Ha adoptado la habilidad de Sadie.
Choco contra su pecho y unas manos fuertes me sujetan por los brazos.
Cuando alzo la vista hacia él tiene el descaro de guiñarme un ojo.
—Buen trabajo, Gray. Siempre se puede contar contigo y con tus
tendencias agresivas.
Sin decir más, se da media vuelta y le clava la espada a un duplicado de
Sadie.
Una multitud de Sadies lo rodean a él y a sus copias, lo entretienen para
que no pueda llegar hasta la original y poner fin a la pelea. Recuerdo un día
de entrenamiento en el castillo, cuando vi a Sadie practicar con Braxton.
Peleaban y se movían el uno en torno al otro hasta que Braxton consiguió
llegar a la verdadera Sadie y la derribó, y con eso puso fin a la pelea.
Y eso mismo pienso hacer. Pero, a diferencia de las ilusiones de Ace,
contra las que ya he tenido el placer de pelear, Sadie y sus copias me
pueden tocar, me pueden hacer daño. Con tan perturbadora idea muy
presente, adopto una posición de combate y me dispongo a atacar. Me
aparto de las copias que rodean a Kai: sé que puede defenderse solo, confío
en él igual que él confía en mí.
Solo quedan tres Sadies, dos de las cuales protegen a la real, que ahora
mismo tiene una mano contra el vientre ensangrentado. Todas se vuelven
hacia mí, y apenas tengo tiempo para adoptar una posición de combate
antes de que una se lance al ataque.
Por desgracia, Sadie sabe pelear. Su poder es multiplicarse, así que tiene
la fuerza del número, pero se ha entrenado para que cada uno de esos
números tenga fuerza propia.
Un gancho de derecha viene hacia mi rostro; me agacho para esquivarlo
y le propino un puñetazo en el vientre. Sadie se tambalea hacia atrás con un
gruñido y aprovecho la ocasión para lanzarle una patada al costado. Me
agarra la pierna y tira de mí. Es exactamente lo que quería: la cojo por los
hombros y salto, y le clavo la otra rodilla en el estómago. Grita de dolor y
me libera la pierna, y me paso el anillo al dedo corazón antes de asestarle
un puñetazo en la sien. Suelto un taco y sacudo la mano dolorida, pero ella
cae sin sentido.
Una mano me agarra por el pelo con fuerza y me tira de la cabeza hacia
atrás. Dejo escapar un grito estrangulado cuando un brazo flexionado me
sujeta por el cuello y me aprieta la tráquea. No puedo respirar y el dolor me
aturde, empiezo a ver puntos negros. Pero consigo darle un pisotón en el
pie, seguido por un codazo en el estómago. Afloja la presa y me giro, la
agarro por la nuca y le estrello la nariz contra mi rodilla. Ella responde con
un puñetazo que me acierta en la barbilla. Hago caso omiso del dolor y me
dejo caer, trazo un arco con la pierna y Sadie está en el suelo, pero ya no le
presto atención.
Busco con la mirada los ojos avellana de la verdadera Sadie. Se me
acerca. La sangre le corre entre los dedos con los que se tapa la herida.
—No quiero llegar a esto, de verdad —dice con voz tensa—. Pero no
tengo más remedio.
Y me lanza una andanada de puñetazos, ganchos, directos… Me
impresiona la velocidad y la fuerza que aún tiene pese a la herida. Me
obliga a defenderme. Esquivo sus golpes hasta que consigo encajarle uno en
la mandíbula.
Suelta un gruñido de dolor y me dirige una patada a la sien. Casi no me
da tiempo a bloquearla y me roza la cabeza con el talón. Nos movemos la
una en torno a la otra al tiempo que lanzamos combinaciones diversas de
patadas y puñetazos.
Me da un puñetazo contra la boca y mi cabeza se gira bruscamente.
Escupo sangre y le lanzo una patada contra la herida del costado, y grita de
dolor. Luego, le suelto un puñetazo en la barbilla, otro en la herida y una
patada en la sien.
Grita y trata de propinarme un golpe, pero la agarro por la muñeca con
facilidad y le retuerzo el brazo para darle un rodillazo en el estómago. La
agarro por la camisa con una mano mientras cierro el otro puño y me
dispongo a golpear. Dirijo el puñetazo directo a su rostro. Va a ser el golpe
definitivo, el que pondrá fin a la pelea.
Solo que mi puño no se mueve.
Unas manos frías me agarran por las dos muñecas y me retuercen los
brazos para llevármelos a la espalda. Con la conmoción y el agotamiento,
no puedo hacer nada para liberarme de su presa.
Giro la cabeza y me encuentro con la Sadie de la nariz ensangrentada, a
la que me he enfrentado hace un minuto.
—Mírame, Paedyn.
Me vuelvo hacia la Sadie original, que ahora tiene un cuchillo en las
manos ensangrentadas. Le doy una patada a la Sadie que tengo detrás, pero
solo consigo que ella me dé otra en la parte trasera de las rodillas y me
derribe.
«Indefensa. Sin poder».
Sadie se alza ante mí. Parece meditar mientras me observa arrodillada a
sus pies.
—No vas a dejar de pelear, ¿verdad? —Mi respuesta es forcejear para
tratar de liberarme. Me mira y sacude la cabeza como si me pidiera perdón
—. Puede que Kai tuviera razón. Cuantos menos competidores, mejor.
Coge el puñal con las dos manos y lo levanta.
Entonces voy a morir así.
He sobrevivido toda la vida como vulgar, y así acaba esto. Con un simple
puñal. No sé si tengo ganas de reír o de llorar.
Sadie agarra el cuchillo bien alto, preparada para clavármelo en el
corazón, que me late a toda velocidad.
—Te dije que no quería hacer esto. Pero no tengo más remedio.
«Menudo se va a poner Kai. Me salvó la vida para nada».
—Lo siento —casi solloza Sadie, y la punta del puñal desciende hacia mi
corazón.
Es imposible, es increíble, pero, de pronto, estoy preparada para morir.
«Pronto estaré contigo, papá».
Nada.
La hoja se detiene a pocos centímetros de mi corazón.
Estoy temblando. Miro la hoja del arma, luego a la que me iba a matar. A
Sadie le sale sangre de la boca. A continuación, un gemido gorgoteante.
Mira hacia abajo con los ojos muy abiertos, y sigo la dirección de su mirada
hacia la espada que le sale del pecho.
Se le cae el puñal de entre los dedos al tiempo que le empiezan a rodar
lágrimas por las mejillas. Da un paso atrás y cae contra el pecho amplio de
Kai, que la rodea con los brazos y la deposita con delicadeza en el suelo. Un
espantoso sonido se le escapa de entre los labios.
Y, luego, nada. Silencio. Los ojos color avellana miran hacia el cielo,
muy abiertos, vidriosos, sin ver.
Las Sadies que nos rodeaban desaparecen y me dejan las manos libres
para llevármelas a la boca y ahogar un grito. Estoy tratando de asimilar lo
que ha pasado, tratando de respirar hondo, y no puedo.
Kai se deja caer de rodillas a mi lado con el ceño fruncido de
preocupación.
—¿Estás herida? —Me recorre con los ojos, me recorre con los dedos en
busca de heridas, igual que hizo unas noches atrás—. Paedyn, mírame. —
Las manos rudas me sostienen el rostro, me guían la mirada hacia él—. ¿Te
ha hecho algo? Dímelo.
—E-estoy bien.
No estoy bien.
Odio estas Pruebas porque en ellas muere gente y lo acabo de ver en
persona. He formado parte de ello. Yo no lo pedí, yo no quería que muriera
nadie. Y ahora hay otra víctima de las Pruebas, inmóvil, a un metro de mí.
«Te dije que no quería hacer esto. Pero no tengo más remedio».
Sadie no quería matarme, pero casi habría preferido que sí. Casi querría
tener un motivo para detestarla, un motivo para pensar que se merecía lo
que le ha pasado. Pero han sido estas condenadas Pruebas las que la
obligaron a levantar el puñal con las manos temblorosas, las que la forzaron
a optar por matar.
Miro su cadáver ensangrentado, tan cerca. Vuelvo a ver la imagen de mi
padre. Ya no es la chica que ha tratado de matarme, es el padre que habría
matado por mí. Lo vi morir de manera tan parecida, y trato de quitarme esa
visión de la cabeza, pero su cuerpo cubierto de sangre no se mueve…
—Oye, oye, mírame, ¿vale? No la mires a ella. Solo a mí.
Las manos de Kai me sujetan la cara y trato de hacerlo, de concentrarme
en algo que no sea la muerte. Pero el príncipe es la muerte encarnada, es el
arma letal.
—Concéntrate en mis ojos. Sé que te gustan.
Su mirada gris centellea de humor y las comisuras de los labios se le
curvan. Voy a abrir la boca, y me conoce lo suficiente para saber que será
una réplica a su comentario. Me pone el dedo sobre los labios antes de que
me dé tiempo.
—Concéntrate en esos hoyuelos que tanto quieres odiar, aunque sé que te
mueres por verlos cada vez que sonrío.
Y sí, sonríe, y los ojos traidores se me escapan hacia los hoyuelos de sus
mejillas.
El pulgar que me pasa por el labio inferior hace que deje de mirarle los
hoyuelos para subir a los ojos.
—Concéntrate en mis labios. —Su voz es un murmullo, una caricia,
como los dedos que me pasa por la cara, por la boca—. No seas tímida, sé
que no es la primera vez.
Le miro los labios, la curva sensual de la boca. Es muy fácil mirarlo,
admirarlo. Todo en él es tan atractivo que no lo soporto, me distrae de una
manera que…
«Me distrae».
De pronto, me doy cuenta de lo que está haciendo, y su sonrisa arrogante
me dice que no me equivoco. Este muchacho calculador me ha distraído
para que no piense en el cadáver, y para eso ha echado mano de su propio
cuerpo.
—¿Seguro que ha sido para distraerme, y no para alimentar tu ego? —
digo con voz engañosamente tranquila.
—¿No pueden ser las dos cosas?
—Cretino —mascullo.
No ha dejado de sonreír.
—Seré un cretino, pero te acabo de salvar el pellejo. —Sin previo aviso,
se le borra la sonrisa y me vuelve a mirar con atención—. ¿Cómo estás? ¿Te
has recompuesto?
Respiro hondo y cierro los ojos un momento. La imagen del cuerpo
ensangrentado de Sadie me pasa por la mente, y al momento se convierte en
el de mi padre.
—Estoy bien —miento mientras trato de hablar con voz calmada.
Menea la cabeza.
—Mientes fatal, Gray. Ya te lo he dicho.
Se me escapa una carcajada temblorosa. El sonido está fuera de lugar en
presencia de un cadáver, pero no me puedo controlar. En este momento solo
tengo dos opciones, reírme o llorar, y no pienso hacer lo segundo.
Kai me estudia con atención, parece ver mi lucha interna. Sin decir
palabra, me coge por la cintura y me ayuda a ponerme de pie. Sé que
debería apartarlo, debería decirle que no lo necesito. Pero estoy débil en
muchos sentidos, y su proximidad es lo único que me reconforta en este
momento.
Me lleva hasta el tocón, me sienta y se acuclilla ante mí.
—Pae. —Pronuncia la sílaba con delicadeza—. Quédate aquí y cálmate.
Respira hondo, ¿vale? Estás conmocionada.
Asiento, aturdida. Me sigue mirando. No aparta la mirada mientras
levanta la mano para entrelazar los dedos con los míos, como si buscara
algo. Se detiene cuando toca el acero frío que llevo en el pulgar y lo hace
girar, como en el movimiento que tan bien conozco.
—Distráete. Dale vueltas a esto como haces siempre cuando no quieres
pensar en algo.
Lo miro, asombrada de que conozca mis costumbres, de que sepa cómo
ayudarme. Aturdida ante lo tranquilo y compuesto que está tras matar a
alguien, cuando no debería estarlo. Lo han educado para esto, lo han criado
para ser un asesino indiferente a la muerte. Trato de controlar un escalofrío
cuando pienso en las cosas horrendas que ha hecho. En las cosas horrendas
que ha soportado.
Kai se pone de pie.
—Voy a… limpiar esto. Vuelvo enseguida. Y por una vez… —Se le
escapa un suspiro—. Por una vez, hazme caso y quédate aquí.
Y se va, y me deja dándole vueltas al anillo.
Para sorpresa de nadie, no le hago caso. En cuanto se me queda el trasero
insensible de tanto esperar sentada en el puñetero tocón, me levanto y paseo
en círculos por el campamento antes de ir al arroyo para echarme agua
fresca en la cara y por todo el cuerpo. Luego, cuando tengo frío, me acerco
a la hoguera para tumbarme en la tierra dura que ya conozco tan bien.
Me he negado a mirar cuando Kai se ha echado al hombro el cadáver de
Sadie y se ha alejado. No tengo ni idea de dónde la ha tirado. Tampoco
quiero saberlo. Pero dejo que mis pensamientos vaguen al mismo tiempo
que él vaga por el bosque con un cuerpo muerto a cuestas.
Tendida de lado, con la cabeza apoyada en el hueco del codo a modo de
incómoda almohada, veo cómo se va consumiendo el fuego. He recuperado
el control de la respiración, ya no tiemblo por la adrenalina y la conmoción.
Puede que me haya pasado horas así. He perdido la noción del tiempo.
Una sombra se proyecta sobre mí de repente y alguien se acuclilla a mi
lado.
Agarro el puñal de Sadie y me vuelvo con un movimiento veloz para
poner la punta de la hoja contra el cuello de quien haya pensado que era
buena idea acercarse a hurtadillas. Mis ojos se encuentran con otros que no
muestran miedo, sino diversión.
—Eeeh, calma. —Kai me agarra la muñeca con delicadeza con la mano
ruda y aparta el puñal—. Solo soy yo. —Esboza una sonrisa—. Aunque no
sé si eso te habría impedido ponerme ese cuchillo en el cuello.
Me las arreglo para sonreír ante la idea y me paso los dedos por el pelo
enmarañado mientras veo cómo se acomoda a mi lado.
—Somos compañeros, así que no tienes que preocuparte. No te voy a
clavar un puñal, por el momento.
Deja escapar una carcajada y tengo la esperanza de que, a la escasa luz,
no vea cómo sonrío ante ese sonido.
—¿Y cuando ya no seamos compañeros? ¿Debería temer por mi vida?
—Pues sería lo más recomendable, sí.
—Pequeña salvaje —murmura tan bajo que casi no lo oigo.
Nos quedamos en silencio un momento y se me empieza a borrar la
sonrisa. Estoy cansada y, para mi sorpresa, muy cómoda en la tierra dura,
así que ni me molesto en moverme.
—¿La has…?
—Sí —me interrumpe para que no tenga que hablar del cadáver de Sadie.
Le miro las manos manchadas de tierra. Se le ha metido bajo las uñas, la
lleva pegada en los brazos. Me llama la atención un polvillo fino,
amarillento, en las yemas de los dedos.
«Tierra. Y polen».
Mi voz es poco más que un susurro.
—La has enterrado.
Kai se queda paralizado junto a mí.
—No solo eso. —Alzo los ojos hacia los suyos—. Has puesto flores en
su tumba.
Esboza una sonrisa casi triste, llena de fatiga.
—No se te escapa una, mi pequeña mental.
Alza la mano y me da un golpecito en la punta de la nariz igual que hizo
cuando bailamos. No sé por qué, ese pequeño gesto me resulta más íntimo
de lo que quiero reconocer, como si estuviera compartiendo conmigo algo
muy valioso, como si me lo dijera sin palabras.
Le cojo la mano antes de que la retire y trato de no hacer caso del tacto
de sus dedos encallecidos contra los míos.
—Gracias, Kai. Es muy bonito lo que has hecho por ella.
Esboza una sonrisa y baja la vista hacia nuestras manos entrelazadas.
Luego vuelve a mirarme a los ojos.
—No lo he hecho por ella.
La intensidad de su mirada me hace tragar saliva, pero no aparto los ojos.
No quiero apartar los ojos. Me pasa el pulgar por los nudillos en un gesto
tranquilizador, delicado.
Inclina la cabeza hacia un lado y me inspecciona.
—¿Cómo te sientes? —Abro la boca para responder, pero Kai me
interrumpe antes de que recite la respuesta aprendida—. Y no te molestes
en decirme que bien, porque los dos sabemos que es mentira.
Otra caricia del pulgar en los nudillos.
—Pues… —Cierro los ojos y respiro hondo—. Siento que hoy he estado
a punto de morir. Me siento abrumada y superada. Me siento furiosa y
frustrada porque no sé qué sentir acerca de todo esto. —Hago una pausa.
Kai espera con paciencia a que termine—. Y siento que te tengo que dar las
gracias. Si no me hubieras salvado, hoy habría muerto.
Se inclina hacia mí con los ojos desbordantes de emociones apenas
contenidas.
—Y te salvaré la vida una y otra vez, con la vana esperanza de que me
permitas formar parte de ella.
Nos miramos.
Son palabras hermosas que hacen que se me acelere el corazón, que me
dé vueltas la cabeza en busca de posibles significados. La tensión que hay
entre nosotros es tangible, es como si me robara el aliento. Busco algo que
decir, lo que sea, pero apenas puedo pensar.
Y una sola pregunta me aflora a los labios para romper la tensión que se
ha creado entre nosotros.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo con todo lo que ha pasado?
Sé la respuesta, pero quiero que me lo diga él.
—No siempre he sido así —dice en voz baja—. Pero la práctica ayuda, y
yo he tenido mucha práctica.
Nos miramos en silencio y, una vez más, no sé qué decir. Entonces,
recuerdo la banda de cuero que le robé, y le suelto la mano para sacármela
del bolsillo.
—Bueno, solo se me ocurre una manera de pagártelo. Aunque, como esto
ya era tuyo…
Se encoge de hombros con gesto desdeñoso.
—Quédatela.
Suelto un bufido.
—No me hace falta tu compasión.
—No es compasión, Paedyn. —La palabra, mi nombre, le sale como un
suspiro—. Además, ahora tengo otra, y lo de Sadie ha sido a medias. —Lo
miro y estoy a punto de discutir, de decirle que ambos sabemos que no
necesitaba mi ayuda contra ella. Y se da cuenta—. Quédate con la puñetera
banda, Gray.
«Si me quiere dar lo único que necesito para ayudarme a ganar estas
Pruebas, perfecto».
Me quedaré con la puñetera banda, pero antes me lo pienso pasar bien a
su costa. Sonrío.
—Pídemelo por favor.
Aparta la vista y alza los ojos hacia el cielo estrellado.
—Te morías de ganas de decir eso, ¿no?
—Ni te lo imaginas.
Apoya los brazos en las rodillas y se inclina más hacia mí, con el rostro
suspendido sobre el mío. La sonrisa que me dedica es tan traviesa como la
mirada con la que me recorre el rostro.
—Por favor, Pae.
Siento un escalofrío por toda la espalda ante la caricia de su voz.
—No se te da muy bien decirlo, príncipe.
—Tengo la sensación de que, gracias a ti, voy a repetirlo a menudo. Poca
gente tiene el poder de hacerme suplicar.
Trago saliva y opto por no analizar sus palabras. Me meto el cuero en el
bolsillo y me vuelvo hacia el fuego. De pronto, tengo frío, y no me importa
que estemos en silencio. La temperatura ha bajado mucho esta noche, y la
fina camiseta no me abriga gran cosa.
—Pero con una condición.
Pongo los ojos en blanco.
«Me lo tendría que haber imaginado».
—¿Qué condición? —pregunto entre dientes sin molestarme en mirarlo.
Un brazo me rodea por la cintura con cuidado de no rozarme la herida y
me atrae hacia su pecho. El contacto repentino me hace estremecer, y una
risa suave me acaricia el oído.
—Me tienes que dar calor.
Hay en su tono un cierto titubeo, una timidez que solo me permite ver en
momentos como este. Me sostiene sin apretarme, con delicadeza, como si
los sentimientos frágiles que hay entre nosotros, sean los que sean, se
pudieran quebrar si no los manejara con cuidado.
Cada roce es una pregunta, cada mirada demasiado larga, cada capa de
nosotros mismos que dejamos que el otro vea. El brazo que me rodea,
también. Los dedos que no llegan a tocarme, la ligereza de su presión lo
preguntan a gritos.
«¿Te parece bien esto?».
Trago saliva con esfuerzo. Tengo la garganta seca.
Mi respuesta es dolorosa debido a la lentitud con la que me deslizo para
estar más cerca de él.
«Me parece más que bien».
El anhelo es una emoción que siempre he podido achacar a las
circunstancias, y quiero con todas mis fuerzas que no sea el deseo lo que
guía mis decisiones.
Lo oigo respirar, y solo entonces me doy cuenta de que había contenido
el aliento.
Y todo rastro de duda se ha desvanecido.
Me pone la mano en la cintura, en el punto donde la camiseta se me
empieza a subir. No ha perdido ni un momento en atraerme hacia él, en
permitirme sentir cómo su pecho sube y baja, cómo su corazón me late
firme contra la espalda.
—Dime, ¿esto te molesta? —me pregunta en voz baja, al oído.
Me está devolviendo mis propias palabras y me imagino perfectamente
su sonrisa burlona. Quiere que esto me moleste. Quiere ponerme nerviosa,
que me acalore cada vez que me roza con un dedo.
«Canalla».
No se lo voy a permitir.
—Para nada —digo con una seguridad que no siento—. Ni me entero,
Azer.
—Perfecto —dice con tono frío. Luego, me pone la cabeza en el hombro.
El pelo negro me hace cosquillas contra la piel—. ¿Quién quiere almohadas
teniéndote a ti?
Resoplo con lo que espero que suene a irritación. Gracias a él, de repente
estoy más que despierta e incapaz de concentrarme en nada que no sea el
calor de su cuerpo contra el mío. Al final, aparta la cabeza y la reposa
contra el suelo, cerca de la mía, prácticamente bajo mi cabello.
—Buenas noches, Pae.
—Buenas noches, Kai.
Su mano se tensa apenas una fracción de segundo al oír su nombre en
mis labios, y me acaricia con el pulgar por encima del tejido de la camiseta.
Siento un escalofrío y cierro fuerte los ojos.
«Duérmete y ya».
Se dice fácil.
Estoy demasiado concentrada en su pulgar, en el pecho que sube y baja
contra mi espalda.
Lo detesto porque no lo detesto.
Y entonces lo entiendo.
Es una distracción.
Lo ha vuelto a hacer. Me ha hecho dejar de pensar en la muerte que he
presenciado, en el hecho de que lo he visto matar a una persona porque me
iba a matar a mí. Solo quiere que deje de pensar en el cadáver de Sadie.
Esta noche no voy a tener pesadillas porque me he distraído pensando en él.
Es una distracción que nos beneficia a ambos.
Sonrío sin saber por qué al pensar en el muchacho calculador tumbado
detrás de mí. El muchacho calculador al que, no sé por qué, le importo.
El último día en los Susurros nos lo pasamos tratando de salir. Ya caía la
tarde cuando una vista interrumpió nuestra rutina de comer juntos un conejo
fibroso. La chica era muy joven y tímida, y apenas se las arregló para dejar
caer un pergamino doblado cerca de un tocón antes de volver a desaparecer
en el bosque.
No nos sorprendió en absoluto que la nota fuera críptica. No daba ningún
detalle, solo nos decía que debíamos estar al amanecer en las afueras de los
Susurros.
Trepamos a otro pino de mil plagas para ver en qué dirección debíamos
avanzar y nos pusimos en marcha. Han pasado varias horas, y estamos
inquietos, por decirlo de manera delicada.
Paedyn suelta un taco cuando da un traspié detrás de mí.
—¡Condenada serpiente!
Me vuelvo justo a tiempo de ver que agarra el puñal por la hoja y lo lanza
sin esfuerzo hacia la cabeza de una serpiente que se desliza cerca de sus
pies. El siseo muere junto con el resto del animal, y Paedyn le arranca la
hoja de la cabeza con indiferencia.
Vuelvo al sendero de follaje espeso que tengo por delante. La chica que
camina detrás de mí me hace sonreír. Luego la oigo mascullar algo que no
entiendo y soltar una ristra de tacos, y la sonrisa de me acentúa.
—Vaya, Gray, ¿qué era esta vez? —pregunto sin volverme.
—Nos hacen venir aquí para que haya una carnicería —bufa, y pasa junto
a mí.
—Seguro que sí —respondo con un suspiro.
Sobre nosotros, el cielo se oscurece a toda prisa, y las copas de los
árboles hacen que la luz sea aún más escasa. En ese momento oigo una voz
amortiguada que se va acercando.
—Venga ya, no puedes usar el parpadeo para ir de aquí a las afueras de
los Susurros.
—Claro que puedo. Es solo que ha oscurecido, y que los árboles me
bloquean la vista. Pero, si no fuera por eso, claro que podría.
—Seguro, seguro. Menuda excusa.
—Lo que te pasa es que tienes celos.
—Claro. Es por eso.
Oigo los ecos de una risa y el sonido de unos pies que se arrastran por el
suelo, fruto sin duda de bromas y empujones. El poder de los dos
adversarios que se acercan se me cuela en los huesos, pero no me hace falta
conocer sus habilidades para saber quiénes son.
Paedyn me sigue dubitativa cuando me dirijo hacia ellos. Me abro
camino entre los árboles y plantas, con el pulso acelerado por la
expectación. Aparto una rama y veo a las dos figuras que se nos acercan.
Andy estira una pierna y zancadillea a Jax, que casi cae de bruces. Sus
risas quedas se interrumpen de repente cuando me ven.
—Vaya, no os alegréis tanto de verme —digo en tono seco, y avanzo
hacia ellos.
—¿Kai?
Jax ha entornado los ojos para ver en la creciente oscuridad, pero se le
iluminan cuando me reconoce. Se me planta delante con dos zancadas
largas, y le agarro la cabeza para revolverle el pelo corto a pesar de sus
protestas.
Andy se acerca con una sonrisa.
—Me alegro de verte vivo.
—Sí, es genial —asiente Jax al tiempo que se frota la cabeza—. Aunque
no echaba de menos tu saludo habitual.
—Bueno, ¿qué tal te ha ido en los Susurros…?
Andy se para en seco al ver algo detrás de mí.
Paedyn se pone a mi altura y sonríe, titubeante. No confía en ellos, y la
entiendo. Pero es obvio que confía en mí, o habría salido corriendo en lugar
de seguirme. Contengo una sonrisa.
—Hemos tenido una estancia un tanto agitada aquí.
Andy sonríe a Paedyn y la saluda con un ademán, y Jax sonríe también
con timidez. Lanzo una mirada hacia el cielo, cada vez más oscuro.
—Más vale que nos pongamos en marcha o no llegaremos a las afueras
antes del amanecer. —Nos damos la vuelta y echamos a andar por la
espesura, algo inseguros en la oscuridad—. Bueno, contad, ¿qué os ha
pasado a vosotros?
Andy se echa a reír con amargura.
—Será más bien qué no nos ha pasado.
—Nos encontramos el tercer día —interrumpe Jax—. Hasta entonces,
intenté pasar desapercibido, porque mi poder no es gran cosa en este
terreno. Vi a Blair, pero parpadeé a la copa de un árbol antes de que ella me
viera y me arrancara el brazo para quitarme el cuero.
—La plaga sabe que lo habría hecho —masculla Andy, y Paedyn lanza
un gruñido de asentimiento.
—¿Y tú, Andy? —pregunta Paedyn con curiosidad.
—A diferencia de Jax, tuve la suerte de tropezarme con dos adversarios.
—Solo le falta poner los ojos en blanco—. Tuve un choque con Blair y la
pelea fue… intensa. Lo malo es que al final me quitó la banda, la muy
animal. Luego… —Arrastra un poco las palabras—, un día antes de
encontrar a Jax, Hera me hizo una visita. Me desperté a medianoche,
cuando un cuchillo invisible intentaba cortarme el cuero del brazo. Al final
le quité la banda yo a ella. No fue fácil, la mitad del tiempo ni la veía.
—Después Andy me encontró, y desde entonces hemos estado juntos. —
Oigo la sonrisa en la voz de Jax—. Braxton dio con nosotros, pero cuando
lo tumbamos… Bueno, fue Andy, sobre todo… Pues eso, que cuando lo
tumbamos vimos que no tenía el cuero. —Jax abre mucho los ojos—. Y
estaba lleno de quemaduras. Un horror.
Carraspeo para aclararme la garganta.
—Sí, eso es culpa mía.
Andy se echa a reír.
—No me sorprende.
—Ah, y también nos caímos en un pozo de serpientes. —Jax se
estremece—. Qué asco de bichos, son peores que la Prueba.
A Andy se le escapa una carcajada.
—Sí, me extraña que no oyerais a Jax gritando como una niña.
Jax se encoge de hombros y no se molesta en negarlo.
—Luego nos tropezamos con Ace. Entre los dos no fue difícil quitarle el
cuero. —Se rasca la cabeza—. Sobre todo porque cojeaba mucho.
Veo la sonrisa de Paedyn a pesar de la oscuridad que nos envuelve.
—Y eso es culpa mía.
Paedyn y yo les contamos brevemente lo que nos ha pasado durante la
semana, aunque ella evita con cuidado los detalles más íntimos.
—Así que Sadie está muerta —pregunta Andy, y es más una afirmación
que una pregunta.
—Sí —me limito a confirmar.
Hablamos largo rato mientras avanzamos hacia las afueras del bosque. Al
final, se hace el silencio entre nosotros, y no oímos más que el sonido de los
pájaros en los árboles y el crujido de las ramas y las hojas bajo nuestros
pies.
Contemplo la salida justo cuando el cielo se empieza a aclarar. La
libertad está a pocos cientos de metros, donde los árboles se dispersan. El
límite de los Susurros está cerca. Aceleramos el paso, todos deseosos de
librarnos de este lugar mientras el sol compite con nosotros en la carrera
hacia el horizonte.
Divisamos a la multitud al otro lado de los árboles. A un kilómetro más
allá del bosque, cientos de personas se han congregado y aguardan con
paciencia para ver el espectáculo.
«Nuestro público».
Atravesamos en silencio la última línea de árboles. El sol parece haber
aminorado su avance, como si le diera pereza salir. Así que la Prueba no ha
terminado. Contemplo la marea de personas que nos observan. Sus poderes
están fuera de mi alcance, pero siento el poder de los vistas a nuestro
alrededor. Se disponen a documentar la final.
Veo un movimiento con el rabillo del ojo. Todos nos volvemos hacia el
origen. Paedyn ya tiene el arco tenso y apunta hacia la figura que sale de
entre los árboles, a campo abierto, al otro lado.
El pelo lila enmarañado cae sobre el rostro de Blair mientras sus labios
esbozan una sonrisa despectiva al mirarnos. Tiene los ojos fríos clavados en
Paedyn.
—¿No sabes que las alianzas echan a perder la diversión?
Paedyn suspira.
—Diría que me alegro de verte con vida, pero me han contado que
miento fatal, así que no me voy a molestar.
Sonrío al oírla, y en ese momento Braxton sale de entre los árboles. Nos
mira a todos, decidido, desesperado por conseguir una banda antes de que
termine la Prueba.
Y su solución es lanzarse contra Blair.
Aparto la vista de ellos al oír el crujido de una rama detrás de nosotros.
Me vuelvo y no hay nada. Y, entonces, Jax se dobla por la cintura ante el
impacto de un puñetazo invisible.
—¡Ay! —bufa.
Hera ha llegado.
Andy se transforma en lobo y olfatea el aire para dar con Hera antes de
saltar en su dirección.
Miro en todas direcciones, buscando.
«Solo falta un élite».
Y, en ese momento, lo veo. Es el que se encuentra más alejado y está con
los brazos cruzados sobre el pecho. Observa el caos que se desarrolla a su
alrededor y sonríe despectivo. Los ojos de Ace se encuentran con los míos.
Su sonrisa se acentúa.
«Ya tengo objetivo».
A mi alrededor, todo es un borrón de cuerpos y sangre. Paedyn y Andy
están peleando con Braxton y Blair, mientras que Jax y Hera desaparecen y
bailan el uno en torno al otro, se asestan golpes, desaparecen de nuevo.
Eso deja a Ace todo para mí.
Casi ni presencio la violencia que me rodea cuando adopto el poder de
Hera y desaparezco en medio del caos. Prescindo del velo solo cuando
estoy ante él, para que me vea la cara cuando le doy un puñetazo en la
nariz. El crujido es repulsivo. Se tambalea y se sujeta la nariz rota mientras
me mira a los ojos.
Y, de pronto, no veo nada. Estoy envuelto por un muro de piedra, pero
algo me lacera el costado. El dolor punzante no hace más que agudizarme
los sentidos y me recuerda que esto no es más que una ilusión, aunque el
dolor del costado sea muy real. Atravieso el muro, que desaparece en un
jirón de humo, y me encuentro con Ace, con una lanza ensangrentada en la
mano.
La lanza que estuvo a punto de matar a Paedyn.
Adopto la habilidad de Jax y parpadeo para situarme tras él, y le doy un
rodillazo en la espalda. Luego, parpadeo a su alrededor para asestarle golpe
tras golpe, sin vacilar. Estoy jugando con él. Podría terminar la pelea en un
momento, pero no voy a negar que soy un monstruo y, antes, quiero
divertirme un poco con él.
Le doy un golpe en la mandíbula, y de pronto se multiplica a mi
alrededor. Docenas de Aces me rodean, se mueven al unísono, y no sé cuál
es el real.
Repaso los poderes que tengo a mi disposición, los que bailan bajo mi
piel, los de los élites que me rodean. El tele de Blair me corre por las venas.
«Esto va a estar bien».
Ahora solo me falta encontrar al verdadero…
El dolor me recorre la pierna cuando me hiere con la punta de la lanza.
Aprieto los dientes y me vuelvo hacia él.
—Ahí estás. —Sonrío y lo levanto del suelo con el poder de mi mente.
Se atraganta, se ahoga cuando le aprieto el cuello, patalea a medio metro
por encima del suelo. Mueve los labios, emite sonidos extraños mientras
intenta que el aire le llegue a los pulmones desesperados.
Sigo sonriendo.
—¿Cómo dices? Lo siento, no te oigo bien.
Sus duplicados se convierten en humo a mi alrededor. Los sonidos de la
batalla que me rodea se apagan cuando me concentro en él, en la vida que
tengo en mis manos, en mi mente.
Pero el grito de dolor que me llega no es suyo.
Conozco esa voz. Ya he escuchado ese sonido, y no quería volver a oírlo
nunca. Me giro como un relámpago hacia el cuerpo caído que yace muy
cerca de mí, con el pelo plateado pegado al rostro febril, las lágrimas que
corren entre las tenues pecas. La sangre mana a borbotones por la herida
que tiene bajo las costillas. Se le escapa un sollozo estrangulado.
—Kai… Ayúdame… —El susurro de Paedyn es tan quedo, apenas un
hilo de voz, cerca de la muerte. La sangre le corre por las manos, le mancha
el pelo, el cuerpo entero, la tiñe de un rojo espantoso—. ¡Kai, me duele! —
grita agónica mientras se retuerce entre sollozos y espasmos de dolor.
No me había dado cuenta de que he perdido el control sobre Ace, de que
lo he dejado caer al suelo. Solo lo sé cuando lo tengo encima y me
encuentro sin aliento de un golpe. Me ha derribado, me sujeta los brazos
con las rodillas, tiene la punta de la lanza contra mi cuello. Y recupera la
sonrisa arrogante, como si hace un instante no hubiera estado pidiendo aire
a gritos.
—Y yo que pensaba que eras el fuerte. El príncipe que no se dejaba
afectar por las emociones. —Sonríe mientras la punta de la lanza me
perfora la piel, hace brotar la sangre caliente—. Y, en cambio, mira. —Una
risa condescendiente—. La chica te importa, y eso te hace débil.
Está a punto de atravesarme el cuello…
—¡Kai!
La voz de Jax nos sobresalta a los dos. Vuelvo la cabeza justo a tiempo
de ver que me tira una flecha. No necesito más. La agarro por el asta y, de
un solo movimiento rápido, se la clavo a Ace al tiempo que aparto la lanza.
Ace grita cuando la flecha se entierra en el músculo del hombro. Afloja
la presa y lo echo a un lado de un empujón para levantarme tambaleante,
sangrando por el cuello. Me doy la vuelta y de pronto Ace está detrás de mí,
y a mi izquierda, y a mi derecha. Vuelvo a estar rodeado.
—¡Aquí, aquí! —me grita un Ace, y me giro al tiempo que cojo el
shuriken que tenía olvidado en el bolsillo.
Los duplicados de Ace aparecen y reaparecen mientras busco a la
desesperada al real.
—¡Detrás de ti! —se burla, y me giro mientras me hierve la sangre de
rabia—. ¿Sabes lo que voy a hacer cuando te mate? —me dice uno—.
Luego, acabaré con Paedyn —dice otro—. Aunque va a ser una pena —
añade un Ace más—. Una verdadera pena. No verla más, digo.
Lo voy a matar. Lo voy a matar. Se acabaron los juegos. Esto va a
terminar ahora.
De pronto, los múltiples Aces desaparecen y solo queda uno.
Y no dudo ni un instante: alzo la estrella arrojadiza y se la lanzo directa
al corazón.
Veo cómo se le abren mucho los ojos cuando el arma se le entierra en el
pecho. Se tambalea hacia atrás, se mira la herida mortal. Una sonrisa me
aflora a los labios.
«Me voy a divertir viendo cómo muere».
Me tomo mi tiempo, me dirijo hacia él despacio, lo veo caer de rodillas.
Estoy ante él, le miro los ojos brillantes, llenos de lágrimas.
Se me borra la sonrisa.
«No son sus ojos».
No, los ojos que me miran con cálidos, grandes, del color intenso del
chocolate fundido. Tan dulces como el muchacho al que pertenecen.
Me dejo caer de rodillas.
Por primera vez en años, me invade el terror, un terror profundo, el terror
más intenso que existe.
La ilusión se disipa bajo la brisa y se disuelve en jirones de humo en el
cielo nocturno.
Atrás solo queda un chico ensangrentado.
Mi hermano.
Jax.
—¡No!
El grito me desgarra la garganta mientras el horror y la incredulidad me
agarrotan, amenazan con hacerme pedazos.
Jax no hace el menor ruido. Tiene los ojos muy abiertos, clavados en los
míos. Unas lágrimas silenciosas le corren por las mejillas, se le agarran a las
pestañas espesas que sombrean esos enormes ojos marrones. Me mira con
horror, se tambalea de rodillas, cae hacia atrás.
«No. Él, no. No puede ser. Él, no».
Lo agarro por el hombro, le sostengo la cabeza, lo deposito con cuidado
en el suelo. Lo veo todo borroso. Me froto los ojos y trato de controlarme
para inspeccionar la herida. Tiene el shuriken clavado en el pecho y la
sangre rezuma a su alrededor. Es sangre densa, oscura, y no para, no deja de
manar. Es la sangre de la despedida.
«He sido yo. Va a morir por mi culpa. Porque soy un monstruo».
Sacudo la cabeza, y no es metafórico, para despejarla de la idea
espantosa, y me concentro en la escena que tengo delante.
—Jax, Jax, escucha, mírame, ¿vale?
Hablo en voz baja, temblorosa, pero me mira. Veo que la herida ya le está
quitando la vida, que no enfoca la mirada, que apenas respira.
—Te vas a poner bien, ¿entendido?
Parpadea, cierra los ojos, le doy palmaditas en la mejilla para obligarlo a
mirarme, a seguir conmigo.
—¿Me oyes? Te vas a poner bien.
Tengo los ojos llenos de lágrimas. Es una sensación tan extraña para mí
que parpadeo a toda prisa.
—Lo voy a arreglar todo.
La voz se me quiebra. Yo estoy a punto de quebrarme.
«Mi hermano pequeño».
De pronto, vuelvo a oír el sonido de la lucha de los élites que luchan a
nuestro alrededor, el choque de las armas, los gritos de dolor. Todo vuelve a
su sitio. Recuerdo por qué estoy aquí, qué está pasando a mi alrededor,
quién ha sido el que le ha hecho esto a Jax.
Una risa fría, gélida, resuena muy cerca. Su risa. Miro en todas
direcciones, busco al canalla al que voy a matar de la manera más brutal
para que pague por esto. Pero no está por ninguna parte. Vuelvo a oír su
risa, a pocos pasos de mí.
Nada. Ahí no hay nadie.
Y, entonces, lo entiendo.
«Ha proyectado una ilusión sobre sí mismo».
El muy canalla se ha fundido con el entorno, ha envuelto su cuerpo en
una ilusión que hace que no vea nada, y ha proyectado su forma sobre Jax.
Si no fuera porque mi hermano se está muriendo, registraría hasta el último
centímetro de este lugar para dar con Ace. Y luego lo haría pedazos. Muy
despacio.
Jax deja escapar un gemido, se le cierran los ojos. Le miro la herida. Si
no lo ayuda pronto un curandero, va a morir. Y será culpa mía. El corazón
se me acelera en el pecho, la cabeza me da vueltas. Ninguno de los élites
que tengo cerca es curandero, no puedo utilizar su poder.
Jax mueve la cabeza con un gemido débil.
«Mi hermano pequeño. Mi hermano pequeño. Mi hermano pequeño».
Miro hacia el cielo. El sol me devuelve la mirada. Ya casi ha salido por el
horizonte. Cuando lo haga, la Prueba habrá terminado. Veo a la multitud, a
menos de un kilómetro del caos que me rodea.
«Entre toda esa gente habrá un curandero».
Me seco las lágrimas que no recuerdo haber derramado y cojo a Jax en
brazos. Y, al instante, me levanto y corro hacia la multitud. Jax apenas
respira ya. Puede que esté inconsciente. No estoy seguro, pero corro tan
deprisa como puedo para salvarlo.
Me lleno los músculos con la habilidad de fornido de Braxton para que
Jax pese menos y yo corra más. No tengo que llegar hasta la gente, basta
con que me acerque lo justo para absorber el poder de un curandero y
salvarlo.
—¡Jax! —le grito. Apenas se mueve—. ¡Aguanta, Jax! ¡Solo un poco
más!
Estoy jadeando, aterrado de que sea tarde. Pero la multitud está cada vez
más cerca, los veo señalarme, gritar mientras me ven correr hacia ellos.
Y, entonces, lo noto. El cosquilleo me recorre el cuerpo, los huesos, las
venas. Se convierte en un zumbido, luego en un rugido, en una avalancha
de poder. Hay muchas habilidades a mi disposición, cortesía de la multitud
a la que me he acercado. Me siento abrumado mientras busco un poder de
curandero entre la avalancha que se me ha venido encima.
«Aquí está».
Me concentro en él, lo afino, me cierro al resto de los poderes que
quieren aflorar. Deposito a Jax en el suelo y me arrodillo a su lado. No
quiero ver que ya no respira. Agarro la parte del shuriken que le sobresale
del pecho. Tengo que arrancarlo para poder curarlo.
—Si me oyes, Jax, esto va a doler mucho. Lo siento.
Y tiro del arma. Sale desgarrando la piel con un sonido estremecedor.
Jax no se mueve.
No hago caso del terror que me pesa en el estómago y pongo las manos
sobre la herida abierta. Dejo que el poder del curandero entre en su cuerpo,
en la carne, que empiece a cerrarla, que una de nuevo la piel. Recuerdo
cómo aprendí a curarme cada herida que me hizo mi padre cuando era niño,
y meto ese mismo poder en el cuerpo del muchacho que tengo delante.
La sangre deja de correr. La piel se cierra. Solo queda una cicatriz larga,
rosada, en el centro del pecho.
Pero no se mueve.
—¿Jax?
Le doy unas palmaditas en la mejilla. Nada. Luego, lo sacudo con fuerza.
Nada. Y de pronto le estoy gritando con voz temblorosa.
—¡Jax!
La voz se me quiebra ante el cuerpo sin vida. Le busco el pulso,
frenético.
—No, no, no, no, no…
«Mi hermano pequeño. Mi hermano pequeño. Mi hermano…».
Abre los ojos de repente y respira hondo.
Dejo escapar una carcajada que es mitad sollozo y lo veo parpadear,
llevarse la mano hacia la piel curada en el punto donde ha tenido clavado el
shuriken. Mira a su alrededor y al final clava en mí los ojos castaños.
Esboza una sonrisa débil y tiene la voz ronca, pero llena de humor.
—¿Vas a intentar matarme otra vez?
Me echo a reír y me froto la cara para secarme las lágrimas.
—No es el plan, tío.
Y lo estrecho contra mi pecho en un fuerte abrazo mientras le revuelvo el
pelo.
El sonido de los tambores nos sobresalta y nos volvemos hacia la
multitud que tenemos cerca. Gritan aclamaciones, aplauden, patean el suelo.
El sol ya no toca el horizonte.
La primera Prueba ha terminado.
Miles de ojos me tienen clavada en el incómodo asiento que me han
obligado a ocupar. La Arena está abarrotada de ilynos entusiastas,
emocionados. Los últimos espectadores están ya en sus localidades, en los
bancos más altos del estadio, y ahora todos miran hacia el Pozo,
expectantes.
Han pasado tres días.
Tres días desde la batalla final en las afueras de los Susurros.
«Y solo quedamos siete».
Oigo las patadas impacientes de la multitud que nos rodea, y el sonido
hace que el corazón me dé un vuelco. De pronto, vuelvo a estar junto al
bosque, y el sonido de las patadas se convierte en el batir de los tambores
que marcaba el final de la Prueba.
Solo que nadie se detuvo.
Los tambores no significaban nada para nosotros. Seguimos intentando
matarnos. De no ser por la ayuda de Andy, Blair me habría despedazado y
habría repartido mis restos para que me devoraran las aves. No me mató,
pero me dejó su marca. Sus marcas. Los curanderos tuvieron que esmerarse
a fondo para curarme esas marcas y la carne lacerada.
Fue como si no viéramos que el sol había salido, como si no oyéramos el
batir de los tambores. Estábamos rabiosos, incapaces de soltar las armas, de
dejar de pelear. Los rayos fueron los primeros en llegar y corrieron para
interponerse entre nosotros. Luego, los fornidos nos apartaron a la fuerza. A
mí me tuvieron que arrancar de encima de Blair, a la que por fin había
conseguido derribar: un hombre corpulento me cargó al hombro y cruzó
conmigo en medio de la gente. No fui la única. A todos los contendientes
nos metieron en carruajes separados para que nos enfriáramos.
Es comprensible que el rey quisiera cortar la pelea de raíz y separarnos
para que no nos hiciéramos más daño. Está prohibido luchar contra otro
contendiente fuera de las Pruebas, así que sofocar la rabia servirá para que
el resto de los enfrentamientos sean aún más interesantes. Aún más
sangrientos.
Vuelvo a la realidad, a la silla rígida en la que estoy sentada, al vestido
rígido que me constriñe el cuerpo, a los contendientes tan rígidos como yo
que están a mi alrededor. Me intento acomodar en el asiento y rozo con el
brazo otro brazo duro, el del príncipe con el que llevo días sin hablar.
Me paso una mano por las costillas y casi noto la cicatriz irregular que
me hizo el mismo chico que estuvo a punto de provocar la muerte de Jax.
Miro de reojo a Kai, a mi lado, tan frío y compuesto como siempre pese a
todo lo que pasó. O eso parece. Ahora tengo experiencia y veo las grietas de
las máscaras, veo detrás de su fachada.
Me doy cuenta de que Azulah está hablando a la multitud y nos señala
con movimientos emocionados. No me interesa tanto como para prestar
atención a lo que dice, pero la multitud devora sus palabras. Adoran estas
Pruebas. Me parecen repugnantes.
—… ¡El momento que todos esperábamos! —Por fin, decido escuchar
las palabras de Azulah, que, amplificadas, resuenan por toda la Arena—.
Como ya sabéis, las Pruebas de la Purga de este año van a ser… únicas.
Hace un ademán hacia Kai para indicar que él es el motivo. Un examen
más para el futuro ejecutor.
La presentadora sonríe al público. Tiene los dientes de un blanco
cegador.
—Por eso mismo, la primera Prueba se celebró fuera de la Arena, sin
testigos. —Se oye un murmullo. Es obvio que eso a la gente no le ha
gustado. Ellos querían presenciar la violencia—. ¡Pero no temáis,
ciudadanos de Ilya! —exclama Azulah con entusiasmo—. Aún podréis ver
los mejores momentos, ¡sin la parte aburrida!
Se echa a reír, y con ella la multitud.
—Por tanto…, ¡aquí tenéis la primera Prueba de las sextas Pruebas de la
Purga!
La multitud ruge de emoción antes de quedar en silencio. Todos nos
erguimos en el asiento para ver bien la gigantesca pantalla el otro lado del
óvalo de la Arena. Las grabaciones cobran vida, fragmentos proyectados
por la hilera de vistas que están al pie de la pantalla.
Me veo despertar en el bosque, y lo mismo los demás contendientes,
todos con la confusión y el temor dibujados en el rostro al leer la nota que
nos han dejado. Veo la pelea de Blair contra Andy, y luego hay un corte y
veo a Hera que se hunde en las arenas movedizas en las que se metió. Grita,
nos mira con ojos suplicantes… No, en realidad mira al vista que la observa
sin hacer nada.
Hera desaparece de la pantalla y de pronto veo a Kai. Pero no está solo.
Está peleando con Braxton junto a la hoguera. Intercambian puñetazos a la
escasa luz antes de quemarse el uno al otro con las llamas.
La multitud grita, aplaude, patea mientras contempla la Prueba como si
estuvieran allí. Yo estoy callada, rígida, igual que mis adversarios. Estamos
viendo cómo luchamos por sobrevivir.
De pronto veo mi rostro, y vuelvo a ver aquellas espantosas ilusiones. El
cadáver de Kitt flotando en el agua. Las niñas muertas de hambre que me
piden ayuda… Yo misma que me pido ayuda. Veo el terror dibujado en mi
cara, veo cómo me derrumbo.
El cuerpo que tengo a mi lado se tensa, y poco a poco desvío la mirada
hacia él. Miro a los ojos de Kai sin hacer caso de los dientes apretados y el
ceño fruncido. Me concentro en esos ojos fríos. Nunca había visto una
mirada tan gélida y tan llena de fuego a la vez. La mirada de esos ojos es
escalofriante, y me estremezco. Es una mirada llena de carámbanos,
hermosos pero afilados. Fríos y mortíferos. Cautivadores y letales.
No aparta la vista, y trago saliva. Luego dice algo, aunque no mueve los
labios. Me vuelvo hacia la pantalla y me veo luchar por sujetar el arco pese
al dolor de la herida. Veo a Kai correr hacia mí cuando me derrumbo. Veo
algo extraño en su rostro cuando corre hacia mí, ¿es preocupación? Tiene la
misma expresión mientras trata de despertarme. Mientras trata de
mantenerme viva.
Vuelvo a mirarlo, pero está concentrado en la pantalla. No sabía que
podía mirarme así. Como si le importara. Me resulta frustrante y, al mismo
tiempo, me pone nerviosa, pero no consigo apartar la vista de la escena que
se desarrolla delante de mí, delante de miles de ojos.
No me había dado cuenta de todas las ocasiones en las que nos
observaron los vistas. Me pongo roja cuando todos oyen la conversación
con Kai mientras me cosía. Y a la gente le encanta. Se oye un suspiro
colectivo cada vez que Kai me toca o dice mi nombre, y también murmullos
de celos motivados por lo mismo.
Veo a Jax parpadear de árbol en árbol, y luego con Andy, gritando,
rodeados por docenas de serpientes. Veo a Hera tropezar con Blair y luego
la torpe pelea en la que la segunda grita de frustración al no poder dar con
su adversaria invisible.
Kai y yo volvemos a la pantalla y esta vez soy yo la que le cura las
heridas. La multitud aplaude y prestan atención a cada una de nuestras
bromas. Miro a Kai de reojo, pero él no se molesta en hacerlo y la media
sonrisa que esboza me dice que esto le parece gracioso.
Vemos momentos e instantáneas de todos los adversarios a lo largo de los
días mientras luchan entre ellos o contra los peligros que acechan en los
Susurros. Demasiado pronto para mi gusto, Kai y yo aparecemos de nuevo
y…
«Por la plaga, no, no, no».
Por suerte, el vista solo presenció el final del baile antes de que Sadie nos
interrumpiera, pero con eso basta para que la multitud ruja de entusiasmo.
Los entiendo. La matanza se acaba por volver aburrida, y esto es un giro
inesperado. El futuro ejecutor les está dando un buen espectáculo.
Me giro hacia Kai y me irrita descubrir que está sonriendo con
suficiencia.
—¿Por qué demonios no me dijiste que había vistas? —le susurro en voz
baja, agitada.
Por fin, me mira, y eso hace que el corazón se me acelere.
«Músculo idiota».
Se inclina tanto hacia mí que me roza la oreja con los labios.
—No sé, debía de estar distraído.
Me obligo a calmarme y a apartar los ojos para centrarme de nuevo en la
pantalla, donde me veo pelear con Sadie.
Y luego la veo morir otra vez.
La multitud se mueve: presionan ante el pecho los dedos índice y corazón
de las dos manos. Forman un diamante. El símbolo ilyno de la fuerza, el
poder, el honor.
Están presentando sus respetos a los caídos.
Los contendientes hacen lo mismo, y la multitud guarda silencio hasta
que aparece en la pantalla la batalla final, en las afueras de los Susurros.
Sangre. Mucha sangre. La escena es un caos absoluto, no sé a dónde
mirar, en quién concentrarme. El ángulo cambia una y otra vez, de la
perspectiva de un vista a la de otro, concentrados en diferentes élites. Veo
cómo nos enfrentamos, cómo buscamos sangre y esas malditas bandas.
Y por fin veo cómo murió Hera.
Sabía que no había sobrevivido a la Prueba, pero no por qué. El vista se
concentra en Braxton, que sangra por una herida de arma blanca mientras
un cuchillo invisible lo apuñala una y otra vez, y él ruge de rabia y angustia.
Hera lo hiere en un costado y él grita, busca a ciegas y agarra el cuchillo
invisible. Cierra los dedos en torno al puño, lo coge y asesta golpes delante
de él, enloquecido.
Oigo el sonido repulsivo del acero al atravesar la piel y el hueso, y Hera
aparece ante Braxton con el cuchillo clavado en su pecho menudo. Lo mira
y se le llenan los ojos de lágrimas antes de derrumbarse.
Vuelven a formarse los triángulos ante el pecho por la niña muerta
mientras el resto de la lucha tiene lugar en la pantalla. Casi no veo a Kai,
que corre hacia la multitud con Jax moribundo entre los brazos, antes de
que la escena muestre una última toma de los élites, ensangrentados y
enloquecidos. Luego, la pantalla queda a oscuras y la multitud guarda
silencio un instante antes de romper a aplaudir.
Apenas escucho a Azulah cuando se dirige a la multitud y les da las
gracias por haber acudido a ver la primera Prueba.
—¡Y no lo olvidéis! —casi chilla—. Vuestro voto es más importante de
lo que imagináis. ¡Honrad al reino, honrad a vuestra familia, honraos a
vosotros mismos!
La gente recita el lema con ella y luego empiezan a salir. Veo a cientos de
personas que bajan de las hileras de bancos y salen por los túneles anchos
que llevan fuera de la Arena. Van dejando sus votos en enormes cuencos de
cristal que hay dispuestos junto a las salidas, sin entender el poder que han
tenido al escribir cada nombre.
No soporto no lograr controlar el miedo que me sigue constantemente.
No soporto sentirme tan indefensa. Tan sin poder. Tan vulgar. Estoy
compitiendo en unos juegos que se crearon para exhibir los poderes y la
fuerza de los élites. Esos poderes que no tengo.
Pero aquí estoy. Viva.
Y así pienso continuar.

Alguien me está siguiendo.


Iba camino de mi habitación después de cenar cuando he notado que
había alguien muy cerca. Me doy la vuelta con la mano en el puñal, por
puro instinto. Me encuentro ante unos ojos verdes muy abiertos y aparto la
mirada a toda prisa.
—¡Calma, Paedyn! —Kitt se echa a reír y alza las manos como si se
rindiera—. Chica, estás nerviosa.
Me doy media vuelta y sigo caminando pasillo abajo.
—Pues no te me acerques sin avisar como un idiota, así no hay riesgo de
que te lleves una puñalada.
—Me da la sensación de que no hace falta que alguien te siga sin avisar
para que lo apuñales.
Tiene la voz cargada de risa, como si le pareciera divertidísimo.
No puedo evitarlo y esbozo una sonrisa, y agacho la cabeza para ocultarla
cuando se pone a mi altura. Caminamos por el pasillo, hacia mi habitación,
cuando una mano firme me agarra por la muñeca y me lleva hacia uno de
los muchos corredores que se abren a la izquierda.
Voy a decir algo, a protestar, pero Kitt se da cuenta, incluso de espaldas.
—No me apuñales todavía. Quiero enseñarte una cosa.
Se vuelve un instante para sonreírme y luego me sigue guiando por el
laberinto de pasillos.
Ya me ubico cuando voy por los corredores principales, pero en los
pasillos más estrechos que recorren el castillo estoy perdida por completo.
Kitt los recorre sin vacilar, dobla por uno o por otro, pasamos junto a
secciones enteras de habitaciones que no he visto nunca. Estoy segura de
que él podría hacer este camino con los ojos vendados, cosa que solo está al
alcance de los que han nacido en este laberinto que es su hogar.
La luz dorada del sol me caldea el rostro cuando Kitt abre una gran
puerta de madera al final de un pasillo y saluda con un ademán a los
imperiales que la guardan antes de que salgamos a la tarde templada. Me
quedo sin aliento. Estoy rodeada de color, de vida. Ante nosotros se abre un
sendero de piedra del que parten otros, como ramas, todos rodeados de
cientos de flores.
«Los jardines».
Son hermosos, son impresionantes. La vida en los barrios bajos, en los
callejones oscuros y entre colores mortecinos, casi me ha hecho olvidar lo
bello que puede ser el mundo. Fuera del empedrado de los caminos, todo
son flores y plantas de todo tipo y color. Hay estallidos de fucsia y de azul
intenso entre los amarillos claros y el lavanda. Por todas partes hay estatuas,
muchas cubiertas de plantas trepadoras.
Es el caos más pulcro que he visto jamás. A ambos lados de los caminos
veo hileras de flores que crean un muro de hojas y follaje. Todos los
senderos de piedra trazan círculos amplios y forman anillos en torno a la
inmensa fuente que es el centro del jardín.
Nunca había visto nada tan vivo, tan vibrante, y tengo que parpadear, casi
cegada por los colores que me bombardean. Entre parpadeo y parpadeo veo
que Kitt me mira curioso, satisfecho.
Carraspea para aclararse la garganta y da un paso al tiempo que me
indica que lo siga.
—Te prometí que algún día te enseñaría los jardines.
No dejo de mirar las flores mientras avanzamos despacio por un sendero.
Kitt llena el silencio hablándome de sus aventuras con Kai en este mismo
jardín. Me señala las estatuas que han derribado y la fuente en la que se
dieron un baño. Me esfuerzo por parecer indiferente, pero se me escapa la
risa y tengo que taparme la boca con las manos para ahogar el sonido.
Me detengo de repente y mando al cuerno toda precaución. La curiosidad
me puede.
—¿Por qué? ¿Por qué haces esto?
—¿Por qué hago qué?
Está tratando de no reírse de mí, y yo estoy tratando de no darle un
puñetazo por la misma razón.
—Por qué me has traído aquí. Me estás contando cosas personales y… —
La frustración me deja sin palabras.
Me aventuro a mirar los ojos verdes a juego con la vegetación que nos
rodea.
—Con el… futuro que me espera, es difícil conocer gente —dice muy
despacio—. Conocer de verdad. A fondo. Casi todo el mundo en el castillo
quiere algo. —Señala el edificio con un ademán—. Y dicen lo que creen
que quiero escuchar para conseguirlo. Tú, en cambio…
Se interrumpe cuando me echo a reír.
—Pero yo suelo decir lo que no debo.
—Y yo suelo disfrutar al oírlo —responde con tono suave.
Miro las flores con tal de no mirarlo a los ojos.
—Lo recordaré la próxima vez que te quiera echar la bronca.
Me muerdo la lengua, pero ya lo he dicho. A Kai le puedo decir lo que
quiera, pero Kitt es el futuro rey. Si quiero conservar la cabeza sobre los
hombros, tengo que ir con cuidado con lo que digo.
Pero el muchacho se echa a reír, cada vez menos regio.
—Bien —dice—, porque quiero preguntarte una cosa, y espero de ti una
sinceridad brutal.
Trago saliva.
«Es imposible que sea sincera con nada».
—La Prueba… ¿Qué te parece?
Suelto un bufido. Desde luego, no es la pregunta que me esperaba.
—¿Que qué me parece? ¿Aparte de lo evidente?
Se detiene y se me acerca un paso para acortar la distancia que nos
separa.
—¿Qué es lo evidente?
Le miro el cuello de la camisa para no tener que ver los ojos de su padre.
—Que estas Pruebas son una manera muy canalla de celebrar una
tragedia.
Otra vez me muerdo la lengua, y otra vez demasiado tarde. Pero este
príncipe tiene algo que me vuelve imprudente, que hace que quiera
señalarle los errores de todo aquello en lo que cree.
—Una tragedia —dice con voz inexpresiva—. Te refieres a la Purga.
—Sí, a la Purga —le espeto—. A la expulsión de miles de personas, y
luego a los asesinatos. —Lo que digo es traición, lo sé, pero una vez que he
empezado ya no puedo parar—. Son tu pueblo, Kitt. Gente inocente que
sigue muriendo hoy por algo sobre lo que no tienen ningún control.
Me mira, y yo le miro al cuello de la camisa para no verle los ojos.
—La Purga fue imprescindible, Paedyn. Lo sabes de sobra.
Su voz es amable. La mía, no.
—¿Por qué? ¿Porque los vulgares son enfermos? ¿Por qué creéis que
debilitan a los élites? ¿Aunque han convivido con los élites durante
décadas?
Me mira y parpadea.
—¿Tú crees que no están enfermos?
«Estoy jugando a un juego muy peligroso».
Aprieto los labios. Sé que ya he hablado demasiado. Responder a esa
pregunta sería correr un riesgo al que ni yo estoy dispuesta, así que cojo aire
y cambio de tema a toda prisa.
—Solo creo que, como futuro rey, tienes que saber muchas cosas.
No lo estoy mirando, pero noto sus ojos clavados en mí.
—¿Y tú me las vas a enseñar? ¿Me vas a enseñar acerca de mi propio
reino?
«Haz tu papel. Haz tu papel. Haz tu…».
Se me escapa una carcajada amarga.
—No seas idiota, no finjas que conoces tu reino. ¿Has visto los barrios
bajos? ¿Has visto la división, has visto a los ciudadanos que se mueren de
hambre? ¿A tus ciudadanos que se mueren de hambre?
«Adiós a mi papel».
Alzo las manos, señalo las flores con la barbilla.
—¿Me escucharías siquiera si intentara enseñarte, si te dijera que hay que
hacer cambios? —Se queda silencioso, inmóvil, así que se lo pregunto de
nuevo con tono apremiante—. Dime, ¿me escucharías?
De pronto me coge la cara con las manos y me la levanta hacia él
mientras me controlo para no apartarme bruscamente.
—Si te escucho, ¿me mirarás?
Se me corta la respiración.
—Por favor, Paedyn, mírame.
Es el tono amable, suplicante, lo que me hace respirar hondo y cerrar los
ojos un momento. Cuando vuelvo a abrirlos, su mirada verde está cargada
de compasión, de preocupación. Y, por primera vez, me permito estudiar
esos ojos. Porque nunca han sido tan diferentes de los del rey. La calidez de
esa mirada me inunda, me abruma.
—Llevo desde el principio buscando una mirada que no me quieres dar,
esperando a que me mires a los ojos —dice en voz baja. Se detiene y toma
aliento—. ¿Por qué no me miras a los ojos? ¿Por qué me evitas?
«Es obvio que no he hecho bien mi papel».
—Es que… —Trago saliva—. Es que me recuerdas a alguien del…, del
pasado. Pero, cuanto más te conozco, más diferentes sois.
Me lo quedo mirando, sorprendida de mi sinceridad. El rey y su heredero
se parecen, pero en este momento son muy distintos.
Kitt me sonríe.
—Entonces ¿empezarás a mirarme a los ojos?
—Solo si tú empiezas a escucharme —le respondo, y yo también sonrío.
—Trato hecho —dice. Echamos a andar de nuevo por el camino—. Te
voy a preguntar otra cosa.
Casi me echo a reír.
—Y lo más seguro es que yo te responda.
Sonríe, pero luego se pone serio. Se entrelaza los dedos a la espalda
mientras caminamos.
—En la Prueba, Ace te hizo…, te hizo verme. Me viste muerto, y pareció
que eso te…
Sacude la cabeza mientras busca la palabra correcta. Recuerdo cuando
vio la escena en la pantalla de la Arena, la expresión de mi rostro al verlo,
el grito que se me escapó.
—¿Me afectaba? —digo con un hilo de voz—. ¿Me asustaba, se podría
decir? —Para variar, soy yo la que lo mira hasta que levanta la vista—.
Creo que, al verte muerto, vi de repente todo el potencial que moría
contigo. Todo el potencial de un rey mejor para Ilya, de cambios, de un
gobernar como tienes que gobernar, y no como te dicen.
Llegamos al centro del jardín y nos detenemos junto a la fuente. Ahora
que por fin quiero mirarlo, Kitt no aparta los ojos de los míos.
—Gracias —dice con una sonrisa—. Ya sé que siempre puedo contar con
tu sinceridad brutal. Eres la primera persona de verdad que he conocido en
mucho tiempo.
Casi me echo a reír.
Si él supiera. Soy una mentirosa. Lo he utilizado como pareja en el baile
para llamar la atención de la gente. Soy una vulgar, me mataría si supiera la
verdad, u ordenaría que lo hiciera su futuro ejecutor, el mismo que tanto me
atrae aunque no quiera admitirlo. Qué poco le iba a importar entonces que
fuera una persona de verdad.
Pero esbozo lo que espero que le parezca una sonrisa dulce antes de mirar
la fuente. Es tan grande que entiendo que los príncipes no se resistieran a
bañarse allí. Me asomo al borde. Mi reflejo en las aguas cristalinas me
devuelve la mirada.
Chelines.
Hay cientos de monedas ahí, en el fondo, tiradas. Recuerdo cómo me
sentí la primera noche cuando vi la cantidad de comida que se
desperdiciaba. Fue repugnante. Y tanto dinero ahí, abandonado. ¿Para qué?
¿Para que los ricos formulen deseos idiotas?
Trago saliva. Tengo náuseas.
«Haz tu papel».
—Venga, dilo —me dice Kitt con un atisbo de sonrisa.
—¿Eh? No, nada. —Me detengo y lo miro—. ¿Qué quieres decir?
Se echa a reír.
—Te mueres de ganas de echarme una bronca, ¿a que sí?
Me lo quedo mirando.
—¿Cómo lo…?
—Haces un gesto especial, arrugas la nariz, antes de empezar a discutir.
Es inconfundible.
Abro la boca y no me sale nada, para variar. Sonríe y se queda mirando
cómo me debato. Al final, me aclaro la garganta.
Le lanzo una mirada de irritación, cosa que seguramente no debería haber
hecho.
—Vale. Arrugo la nariz por esos chelines.
No sigo, y Kitt me anima.
—Continúa.
—Todo ese dinero bastaría para dar de comer a docenas de ilynos en los
barrios bajos durante semanas, puede que meses —digo—. Y ahí está,
tirado, para que la gente formule deseos.
Los ojos de Kitt se clavan en la fuente y frunce el ceño.
—Tienes razón. Daré orden de que lo recojan y lo repartan.
El corazón me da un salto en el pecho.
—¿De verdad?
Deja de fruncir el ceño y en su rostro se dibuja una amplia sonrisa.
—Te recuerdo que hemos hecho un trato. Tú me sigues mirando y yo te
escucho.
Casi se me escapa la risa y me vuelvo hacia la fuente. Me recuerdo que
esto no es más que una pequeña victoria, que puede no significar nada. Que
tal vez no lleguen a recoger y repartir las monedas. Pero me está
escuchando, ya es todo un progreso. Hay potencial.
Acerco la cara al agua para ver los chelines entre las ondas.
—¿Cuánto dinero calculas que habrá ahí…?
El agua fría sube de la fuente y me da en el rostro, y me corta la frase.
Me enderezo y me vuelvo, y veo a Kitt muerto de risa, con la mano alzada.
«Su puñetera habilidad dual».
—Tenías razón —digo con una sonrisa engañosamente dulce—.
Apuñalaría a cualquiera por mucho menos que darme un susto. Hasta puede
que por salpicarme agua en la cara.
Alza las manos en gesto inocente y deja escapar una risita. La sonrisa
amplia le ilumina el rostro bronceado.
—Oye, has empezado tú, me has llamado idiota.
Me quedo boquiabierta al darme cuenta de que es cierto, le he llamado
precisamente eso al futuro rey de Ilya. La expresión que pongo hace que se
ría aún más, y no me lo pienso dos veces: meto la mano en el agua y lo
salpico entero.
Es un error. No es buena idea empezar una pelea de agua contra un dual
que me puede ahogar si quiere. Cuando Kitt se cansa de salpicarme, estoy
chorreando, con el pelo empapado y gotas en las pestañas. Y me echo a reír
al vernos, los dos calados en el jardín del castillo.
Me aparto de las mejillas los mechones húmedos.
—No ha sido una pelea justa.
El hedor familiar de Saqueo me invade las fosas nasales y tengo que
contener una arcada.
«Hogar, dulce hogar».
La calle larga y ancha está envuelta en sombras, sin rastro de las carretas
de los comerciantes ni de los mendigos. Camino entre grupos de indigentes
que se amontonan en los callejones que salen de Saqueo para jugar o para
entretenerse con sus poderes.
Pasan quince minutos de la medianoche, y acelero el paso. Porque esta
noche tengo que ir a un lugar concreto, a buscar respuestas.
Esta noche voy a dar con la Resistencia.
No me ha resultado difícil escabullirme de palacio. Lenny ya no vigila mi
puerta por la noche. Los imperiales que rondan por el palacio tampoco me
han causado el menor problema. Estoy acostumbrada a moverme sin que
me vean. Salgo a hurtadillas por el jardín y sigo el camino que lleva a la
Arena, y de ahí a Saqueo. No tengo ni idea de montar a caballo, y esta
noche no era el mejor momento para aprender.
Paso por la calleja donde conocí a Kai, y sonrío ante el delicioso
recuerdo de haberlo desplumado.
«Los viejos tiempos».
No quiero pensar en él, no quiero distraerme cuando doblo para entrar en
una calle que conozco bien. Mi calle. La calle donde está la casita pequeña,
blanca. Me trago el nudo que se me forma en la garganta al verla. No había
vuelto aquí desde que escapé, hace cinco años. Empapada con la sangre de
mi padre, ahogada de dolor.
Pero aquí es a donde me ha hecho venir la nota del chico, el que ahora sé
que forma parte de la Resistencia. De pronto estoy ante la puerta y se me
acelera la respiración al ver las grietas tan conocidas en la madera.
«Allá vamos».
Respiro hondo y empujo la puerta.
Cerrada.
Pero las puertas cerradas son un juego de niños para una ladrona. Saco el
puñal de mi padre y fuerzo la cerradura con facilidad. Por algo él me enseñó
a hacerlo hace muchos años con esta misma puerta y esta misma hoja.
La puerta se abre con un chirrido de las bisagras oxidadas y entro. Agarro
con fuerza el puñal y miro con cautela lo que fue mi hogar. Todo parece
normal, como siempre. Los viejos muebles están justo donde los dejé, las
grietas de las paredes aún llegan hasta el techo. Hay telarañas en casi todas
las superficies. Es como si aquí no hubiera habido nadie desde hace años.
«Puede que me equivocara».
—Vaya, vaya, vaya. Mira lo que nos ha traído la plaga.
Alzo el puñal, preparada para lanzarlo contra la figura que ha aparecido
entre las sombras, a mi espalda.
En la oscuridad, veo la silueta oscura que levanta las manos en gesto de
rendición. Cuando se me acostumbran los ojos a la penumbra, veo un atisbo
de pelo rojo y revuelto que cae sobre una frente pecosa.
—¿Lenny?
Me quedo boquiabierta. El guardia da un paso adelante y veo ante mí los
ojos castaños y la sonrisa que conozco bien.
—En persona.
Tiene la misma voz divertida y amable de siempre, en palacio, pero no
por eso voy a bajar el puñal que llevo en la mano. Estoy confusa,
desorientada, y necesito respuestas ahora mismo.
—¿Qué pasa? —quiero saber, y lo miro con desconfianza—. ¿Qué haces
aquí?
«¿Forma parte de la Resistencia? Seguro que sí, pero…».
—Sí… —Se rasca la nuca con timidez—. Tenemos mucho que contarte.
Parpadeo.
—¿«Tenemos»?
—Sí. —Señala con el dedo los tablones del suelo—. Tenemos.
Me lo quedo mirando a la espera de una explicación, de que me diga qué
demonios está pasando, por qué demonios está aquí y con quién demonios
ha venido.
Me mira a los ojos, luego contempla el arma con la que le apunto al
corazón.
—Y cuando bajes el puñal te enseñaré lo que quiero decir. —Habla
despacio, como si estuviera ante un animal salvaje, y estoy segura de que en
ese momento se lo parezco.
Bajo la hoja muy despacio y asiento. Suelta el aliento contenido y se le
relajan un poco los hombros.
—Por la plaga, a veces das miedo, ¿lo sabías? Aquí el imperial soy yo,
pero seguro que me puedes tumbar…
—Y lo haré si no me dices qué está pasando —replico con los dientes
apretados.
—Qué manera de dar órdenes. —Lenny suspira y me hace un ademán
para que lo siga—. Bien pensado, igual tienes más de sangre azul que de
imperial. ¿No, princesa?
Vuelve la cabeza, me sonríe y entra en el estudio. En el estudio de mi
padre. En la habitación donde lo asesinaron. Me siento como si me
aplastaran los pulmones, como si me estrujaran el corazón.
Todo es normal. Normal y corriente, tan vulgar como yo. No hay sangre
en el suelo o en el sillón…
«El sillón en el que lo asesinaron».
Es lo único que falta. Siento una punzada de tristeza al pasear los ojos
por la estancia en busca del sillón en el que le gustaba leer. Yo me sentaba a
sus pies, o en su regazo, y él me contaba historias de mundos mejores, con
magia, héroes y niñas que no tenían que ocultar lo que eran de verdad.
Lenny se dirige hacia una estantería en un rincón de la estancia. Está
abarrotada de libros y cubierta de polvo y telarañas. Voy a preguntarle qué
hace cuando, de pronto, la agarra por el borde y tira, y observo con asombro
que la estantería se desliza con facilidad hacia la izquierda. Detrás hay una
escalera descendente.
«Eso no lo conocía».
Lenny me sonríe de nuevo y hace un ademán hacia la oscuridad que hay
al otro lado.
—Las damas primero.
Tendría que haber soltado una carcajada y luego obligarlo a bajar él por
delante, pero estoy harta de precauciones y me devora la curiosidad. El
sonido de mis pisadas contra la piedra levanta ecos y pongo una mano
contra la pared mugrienta para descender en la oscuridad. Una vez que llego
a la roca maciza, al pie de la escalera, me detengo.
Lenny choca contra mí y está a punto de tirarme.
—Ay, mierda… O sea, perdona. No había visto que estabas parada.
—Claro, porque no hay manera de ver nada —le replico, dando por
hecho que le estoy hablando a la cara.
—Eso tiene remedio.
La voz femenina viene de la oscuridad y me hace dar un salto, y choco de
nuevo contra Lenny. Oigo el sonido de un interruptor y el zumbido de las
luces que se encienden. Parpadeo para tratar de comprender lo que estoy
viendo.
Me encuentro en una habitación grande, húmeda, llena de mesas cargadas
de diagramas, mapas y suministros. Tiene notas y papeles pegados a las
paredes, casi las cubren por completo. Al otro lado hay sillas dispares en
círculo, con papeles por encima, y al fondo se ven unos catres destartalados.
Pero lo más importante son las personas que están en la habitación. A
uno lo reconozco de inmediato, el chico al que robé, al que después vi en el
baile. A su derecha se encuentra un hombre mayor que él, de la edad que
tendría mi padre ahora, con el pelo pajizo y los ojos de un azul claro, y me
mira con atención. La chica que está junto a él es solo unos años mayor que
yo y parece una copia del hombre.
«Su hija».
Luego miro a la chica que me sonríe junto al interruptor de la luz. Tiene
la piel olivácea que parece brillar y destaca contra la melena negra que le
llega a la cintura. Me mira con curiosidad con unos ojos de un castaño
intenso.
—Siento haberte tenido a oscuras —dice—. Literalmente. —La chica
cruza los brazos sobre la túnica color naranja y me observa—. Las orejas
mágicas de Lenny han oído que se abría la puerta, así que apagamos las
luces. Por si acaso.
Lenny le dirige una sonrisa sarcástica antes de responder a la pregunta
que no le he formulado.
—Soy un híper. Tengo sentidos agudizados, y hay gente a la que por lo
visto le hace gracia. Aunque eso les haya salvado el pellejo más de una vez.
Lo miro, confusa.
—¿Eres un mundano? Pero los imperiales…
—Suelen ser élites ofensivos o defensivos, sí. —Suspira—. Ya lo sé, ya
lo sé. Me ha costado una eternidad ascender para llegar a este puesto.
Eso solo responde a una de las cien preguntas que me dan vueltas en la
cabeza.
—A ver, ¿me podéis explicar qué demonios está pasando?
Lenny, junto a mí, sacude la cabeza.
—Qué manera de dar órdenes…
—Empezaba a pensar que no vendrías —interviene el chico del baile
antes de que le dé a Lenny la prometida patada en el culo—. Después de
robarme la nota y la mitad de las monedas de plata, pensé que te
presentarías tarde o temprano. —Parece que le hace gracia—. Anda que no
has tardado.
Abro la boca para decir algo, pero no sé qué.
«Por la plaga, ¿qué está pasando aquí?».
El hombre rubio carraspea.
—Finn, acércale una silla a Paedyn, por favor. Tenemos que contarle
muchas cosas.
Finn asiente y añade otra silla al círculo que nos aguarda. Los cuatro
desconocidos se sientan sin añadir palabra.
Noto una mano en el hombro y, por puro instinto, retuerzo el brazo de
quien me la ha puesto.
—¡Paedyn! ¡Calma! —bufa Lenny.
Parpadeo, me doy cuenta de lo que he hecho y le suelto la mano.
—Lo siento —murmuro—. Estoy un poco nerviosa.
Se frota el brazo dolorido y me mira con cautela.
—Vale, tomo nota, a la princesa no le gusta que la toquen.
—No me llames princesa.
—Vale, eso también, a la princesa no le gusta que la llamen princesa. —
Le lanzo una mirada asesina—. Bueno —se apresura a añadir—. Esta noche
vas a recibir mucha información. Cosas que te van a sorprender. —Me mira
a los ojos—. Escucha y calla, ¿entendido?
—Por supuesto. Escucho muy bien.
Se echa a reír.
—Ya veremos.
—¿Por qué estáis aquí? —pregunto bruscamente con una voz más
tranquila de lo que me siento en realidad.
—Paciencia, princesa. Te lo contaré enseguida.
Lenny me pone una mano en el hombro y me mira para confirmar que no
le voy a romper el brazo. Cuando se asegura, me dirige hacia el círculo de
sillas y se sienta a mi lado.
El hombre rubio se sitúa frente a mí y suspira al verme.
—Debiste de salir a tu madre, porque no te pareces nada a tu padre. —
Me da un vuelco el corazón y lo miro con los ojos muy abiertos—. Pero
seguro que tienes su espíritu, su valor. Es obvio por tu manera de
presentarte esta noche. —Abro la boca para empezar a hacer preguntas,
pero me interrumpe—. Y también tienes el puñal de tu padre. Bien. —
Señala el cuchillo que aún llevo en la mano. El puño está resbaladizo de
sudor—. Me imagino que tendrás muchas preguntas, querida. —Me mira
con tanta intensidad que me cuesta no apartar los ojos—. Muchas. Para
empezar, yo me llamo Calum. Bienvenida a la Resistencia. Bueno, a una
pequeña parte. Esperábamos tu llegada con impaciencia.
—¿Cómo que esperabais…?
—Sí, escuchas de maravilla —masculla Lenny a mi lado.
Lo corto en seco con una mirada que hace que Calum se ría y que Lenny
se encoja al fijarse en que aún tengo el puñal en la mano.
—Te prometo que responderé a todas tus preguntas, Paedyn. Pero, antes,
vamos a presentarnos. Esta es Mira, mi hija. —Señala a la chica rubia
sentada junto a él que apenas me dedica una sonrisa—. Y esta es Leena. —
Hace un ademán hacia la chica del pelo azabache que le cae por la espalda.
—Eres más menuda de lo que me imaginaba —comenta Leena con la
cabeza inclinada hacia un lado—. Ahora me parece aún más increíble que
sobrevivieras a la primera Prueba.
No habla en tono burlón, sino lleno de curiosidad.
—Soy más dura de lo que aparento, te lo aseguro. El arma más potente
de una mujer es que la suelen subestimar —respondo con una sonrisa—. Y
yo la utilizo siempre.
El rostro de Leena se ilumina con una sonrisa que no va dirigida a nadie
en concreto.
—Me cae bien. Nos la vamos a quedar, ¿a que sí?
—No es un perrito —dice Mira al tiempo que pone los ojos en blanco.
—A Finn ya lo conociste —interviene Calum. Finn me guiña un ojo y
estoy a punto de soltarle un bufido—. Bueno, tengo que explicarte muchas
cosas y tenemos muy poco tiempo, así que vamos al grano. —Respira
hondo—. Tu padre y yo éramos muy amigos.
«Pues yo no te he visto en mi vida».
—Y ya sé que no me conoces —sigue como si me leyera el pensamiento
—. Eso es porque tu padre me…, me tenía en secreto. Igual que la
existencia de la Resistencia.
La cabeza me da vueltas y me alegro de estar sentada.
—No es solo que tu padre supiera de la Resistencia. La Resistencia lleva
en marcha casi una década, y Adam fue uno de los líderes originales. Por
eso seguimos aún en esta casa. La utilizamos como cuartel, como hacíamos
cuando él vivía.
—Entonces ¿por qué no me lo dijo nunca?
Hago caso omiso de la mirada que me lanza Lenny ante la interrupción.
Calum deja escapar un suspiro.
—No solo te lo ocultó a ti. En los primeros años, nos escondimos, fuimos
haciendo correr la voz sobre nuestra causa solo entre aquellos en quienes
confiábamos. Era peligroso que te unieras a la Resistencia, así que quería
esperar a que fueras mayor. —Hace una pausa—. Pero no pudo contártelo
nunca. Y cuando encontramos a tu padre… habías desaparecido.
Me las arreglo para asentir y trago saliva para aliviar el nudo que tengo
en la garganta.
—¿Por eso lo mató el rey? ¿Porque se enteró de que era de la
Resistencia?
Calum parece confuso por un momento y me mira con tal intensidad que
es casi abrumador antes de apartar los ojos.
—Eso pensamos, sí.
Trago saliva. Pensaba que, tras tantos años de culpa y tristeza, descubrir
el motivo de la muerte de mi padre me haría sentir un poco mejor. Y no es
así.
—Tú, igual que Ilya, solo sabes de nuestra existencia porque hemos
crecido —sigue Calum—. En tamaño y fuerza. Hace años que somos un
secreto, mientras íbamos haciéndonos con más miembros y encontrábamos
a más vulgares. Pero ahora el rey ya no puede contenernos. Le cuesta más
ocultar nuestra presencia.
—¿Dónde están los demás? —pregunto—. ¿Quiénes son los demás?
—Estamos por todas partes —dice Mira, pero su mirada penetrante habla
muy claro. Es obvio que no se fía de mí.
Calum retoma la palabra con calma.
—Durante la Purga, hace tres décadas, tras la expulsión, en Ilya se
quedaron más vulgares de los que creíamos. Se escondieron ante las narices
del rey. Hay miembros de la Resistencia por toda Ilya. Por motivos obvios,
no es práctico ni seguro que vivamos en la misma zona. Ni siquiera yo sé el
paradero de todos. Hay líderes de zona por todo el reino, lo que nos permite
transmitir información a los miembros de la Resistencia sin despertar
sospechas. Las noticias se propagan rápido porque los líderes trasladan la
información a sus secciones.
—Por eso nos hemos reunido aquí esta noche —dice Leena con voz
animada—. Para trazar planes y luego informar a nuestras secciones.
Los miro, boquiabierta.
—¿Sois líderes? O sea, algunos sois muy… jóvenes.
—Y atractivos —añade Finn—. Pero sí, somos los líderes que hemos
podido venir esta noche. La verdad es que somos poco más que palomas
mensajeras con ínfulas. Solo transmitimos la información en secreto de
modo que la Resistencia pueda seguir unida a pesar de no estar junta.
—Yo no soy una paloma mensajera —bufa Mira.
—¿Se puede saber por qué estamos hablando de pájaros? —Lenny deja
escapar un suspiro—. Pero sí, nos encargamos de informar a los miembros
de la Resistencia en diferentes zonas del reino. Y no es cosa fácil. Los
vulgares siguen perseguidos, y muchos más morirán si se sabe quién forma
la Resistencia.
Me los quedo mirando.
—Entonces… ¿sois vulgares?
Finn sonríe.
—Yo, sí.
—Y yo —dice Leena, orgullosa.
Los miro. Son personas como yo, tan vulgares como yo. Luego clavo los
ojos en Mira.
—Yo soy silenciadora.
Calum retoma la palabra antes de que pueda hacer más preguntas.
—Los vulgares de Ilya se suelen hacer pasar por hípers porque es un
poder que se puede fingir bien. —Leena aprovecha para lanzar una mirada
burlona a Lenny—. Cuando un vulgar da con nosotros y se une a la
Resistencia, le ayudamos a hacerse una vida, a sobrevivir. —Me sonríe con
tristeza—. No todo el mundo tuvo un padre como el tuyo, que te enseñó a
tener un poder propio. Tu habilidad de mental… Te has entrenado desde
niña y es la tapadera más convincente que he visto nunca.
Hace una pausa para organizar sus pensamientos.
—En cuanto a quiénes somos… Bueno, obviamente, la mayoría somos
vulgares. Pero también nos ayudan unos cuantos élites.
—Los fatales —apunto.
—Sí. —Se pone un poco rígido al oír la palabra—. Creo que ya has
conocido a uno.
Recuerdo al silenciador contra el que luché en la calleja.
—¿Era…?
—Sí, era de la Resistencia. —Calum alza una mano para detener la
disculpa que estoy a punto de formular por haber acabado con uno de los
suyos—. No tienes que pedir perdón, Paedyn. La estupidez de Micah fue su
perdición.
—Siempre fue un atolondrado —murmura Lenny—. Y un idiota. Un
idiota temerario. Mira que pensar que podía enfrentarse al príncipe, al
futuro ejecutor, sin consecuencias…
—¿Por qué era un idiota temerario el tal Micah?
—Porque vio al príncipe en inferioridad de condiciones y se dejó llevar
por la rabia —dice Mira sin la menor compasión—. Por resumir, el príncipe
Kai mató a una persona a la que Micah estaba muy unido, y el silenciador
estaba consumido por la rabia y el deseo de venganza. Cuando vio al
príncipe en esa calleja quiso aprovechar la ocasión de acabar con él. —Me
clava una mirada—. En lugar de eso, tú acabaste con Micah.
—En aquel momento, no sabíamos quién eras —aporta Lenny—.
Sumamos dos y dos cuando vimos tu nombre en el cartel de Saqueo, y
luego cuando hablaste en las entrevistas.
—Te daba por muerta, Paedyn —dice Calum, muy serio—. Y luego, de
pronto, apareciste en las Pruebas. Encontramos a la hija de Adam. Bueno,
tú nos encontraste a nosotros.
—Quién iba a decir que la hija de Adam Gray, de un líder de la
Resistencia, era la que me iba a desplumar y a robarme la nota —comenta
Finn con un suspiro—. La nota que te iba a traer directa a nosotros, de
vuelta a tu propia casa. —Mira al techo y sonríe como para sí mismo—.
Cuando te vi en el baile, cuando vi que me reconocías, supe que no
tardarías en venir a buscarnos.
Trago saliva. No puedo dejar el tema anterior.
—Siento lo del silenciador…, lo de Micah. —Me sigo sintiendo culpable.
Si lo atraparon fue por mi culpa—. ¿Sabéis si sigue con vida?
La expresión de Calum es sombría.
—No estamos seguros. Si está vivo, no será por mucho tiempo. —Sigue
hablando para interrumpirme cuando estoy a punto de pedir perdón de
nuevo—. Y no te sientas culpable, Paedyn. El único responsable es el
propio Micah.
Respira hondo y retoma el hilo.
—Como iba diciendo, la Resistencia la componemos vulgares y élites,
entre ellos silenciadores, lectores de mentes y controladores. El rey trató de
acabar con los fatales y ha seguido intentándolo, así que ellos también
quieren justicia. Otros élites se nos han unido, cada uno por sus motivos.
Los que se molestan en pensar no se creen que los vulgares desaparecieran
de repente debido a una enfermedad.
—Así que los miembros de la Resistencia no piensan que los vulgares
estén debilitando a los élites —digo, y Calum asiente—. ¿Hay alguna
prueba que se pueda utilizar contra el rey y sus curanderos?
Calum me mira a los ojos y suspira.
—No, no tenemos pruebas.
—Solo somos los ilynos que nos hemos molestado en ver lo que pasaba,
y que no salen las cuentas. Los vulgares convivieron con los élites durante
décadas antes de la Purga, y ahora mismo siguen viviendo con nosotros,
ante las narices del rey, sin que ningún élite haya sentido que perdía su
habilidad. —Suspira—. Pero el rey y sus curanderos dijeron que los
vulgares transmitían enfermedades, y la mayoría de los élites no quieren
saber más si piensan que peligran sus vidas o sus poderes.
Asiento, despacio. Vuelvo a tener la cabeza llena de preguntas.
«¿Cuál es el objetivo de la Resistencia, y cómo puedo serles de ayuda?».
Voy a preguntarlo, pero Calum se me adelanta.
—La Resistencia va a entrar por fin en acción. Y no somos radicales que
matan por diversión, como dice el rey. Queremos justicia. Queremos que se
sepa la verdad. Queremos que los vulgares y los fatales vuelvan a vivir en
paz con el resto de los élites. Que no los persigan y los maten por cosas que
escapan a su control, solo porque el rey quiere una sociedad de élites y, para
conseguirla, está dispuesto a mentir sobre los vulgares. Ese es nuestro
objetivo. Esa es nuestra causa.
Y eso es precisamente lo que quiero yo, lo que he deseado toda mi vida.
Que me acepten. Ser libre.
Solo entonces me doy cuenta de lo mucho que deseo ser parte de esto. Lo
mucho que deseo ayudar, contribuir. Toda mi vida he buscado tener esto: un
objetivo.
—¿Y lo del baile? —pregunto de repente—. ¿A qué vino ese ataque?
Lenny y Calum se miran. Al final, el segundo suspira.
—Nos sorprendió tanto como a los invitados. —Recuerdo lo poco
preparados que parecían los miembros de la Resistencia, cómo lucharon por
salir del salón de baile.
—No estaba en el plan. —Arqueo una ceja, y Lenny lo toma como una
petición para que se explique—. El baile era la ocasión perfecta para que un
pequeño grupo entrara en el castillo para registrarlo. Y, bueno, los
atraparon.
Miro a Finn.
—Tú estabas allí, y escapaste. ¿Qué pasó?
Finn carraspea para aclararse la garganta.
—Por no aburrirte con los detalles, un guardia me encontró en un pasillo
y le pareció raro que un criado anduviera tan lejos de la fiesta. Empezó a
hacerme preguntas y yo mentí, claro. —Mira al suelo y sacude la cabeza—.
Cuando me arrastró de vuelta al salón de baile, me enteré de que era un
farol y había detectado todas las mentiras.
—Pero Finn no fue el único —lo interrumpe Mira con una expresión
sombría—. Resultó que en el castillo había muchos más imperiales de lo
previsto.
Finn suspira de nuevo.
—Portábamos bombas de poca potencia, puñales, cápsulas suicidas,
aunque no teníamos planes de utilizarlas. Pero nos pusimos armadura de
cuero y llevábamos las máscaras por precaución, por si había que pelear
para salir. Y así fue. Un imperial hizo estallar una de nuestras bombas sin
saber lo que era, y se organizó un caos en el salón de baile. Intentamos
escapar, pero los élites nos atacaron y tuvimos que luchar. —Se detiene y
traga saliva para contener el dolor—. Al final, utilizamos las bombas, y los
que quedaron atrapados recurrieron a las cápsulas suicidas.
El hermoso rostro de Leena está contraído de pena.
—Los secretos que guardamos son demasiado valiosos, y ellos eran tan
leales que nunca los revelarían. Y sabían que, de cualquier manera, iban a
morir.
Todos nos quedamos en silencio un momento para honrar a los que
perdieron la vida.
—No teníamos previsto que el reino supiera de la existencia de la
Resistencia esa noche, pero por lo visto el destino tenía otros planes —dice
Calum en voz baja—. Es una pena, aunque a veces hacen falta mártires para
que la gente vea que vale la pena luchar por una causa.
Asimilo la información y me quedo en silencio antes de formular la
pregunta a la que he estado dando forma.
—¿Qué estabais buscando esa noche?
Lenny es el que me responde.
—A los imperiales nos han informado de que la última Prueba tendrá
lugar en la Arena, y ahí es donde vamos a presentarnos ante Ilya. El castillo
está lleno de pasadizos secretos y túneles que llevan a diferentes lugares,
dentro y fuera de la fortaleza. Tenemos que localizar el que desemboca
justo bajo el palco del estadio. Lo más difícil será apoderarnos del rey, así
que nos hace falta el elemento sorpresa contra él, mientras que el resto de la
Resistencia llega por los diferentes túneles de entrada de la Arena.
Frunzo el ceño, confusa.
—¿Cómo sabéis que hay un túnel que lleva a la sala de espera, bajo el
palco?
No recuerdo haber visto allí ninguna puerta antes de las entrevistas, pero
tampoco prestaba mucha atención.
—Porque lo he visto —se limita a responder Lenny. Voy a decir algo,
pero me interrumpe—. Y todo sería genial, solo que la puerta del túnel se
abre desde dentro, y no tengo ni idea de dónde está el otro extremo del
pasadizo.
—Ah.
Lenny deja escapar una risa seca.
—Exacto. Ah.
Los miro uno tras otro, expectante.
—¿Y qué? ¿Queréis que dé con el túnel que lleva al palco?
—Sí —responden casi al unísono.
Tengo que contenerme para no reír.
—Si Lenny no lo ha encontrado, no sé cómo voy a…
—Bueno, me habría resultado mucho más fácil si tuviera al futuro rey a
mis pies —masculla Lenny.
Le lanzo una mirada asesina.
—Tus relaciones con los príncipes son muy… valiosas —dice Calum con
tono pausado—. Sobre todo, con el príncipe Kitt. —Se inclina hacia mí para
que lo escuche bien—. Tienes más poder sobre ese chico del que crees,
Paedyn.
No sé si está en lo cierto, pero asiento.
—Quieres que utilice a Kitt para dar con el túnel —repito, como para
asimilarlo.
—Exacto —dice Finn.
—Ya ha empezado a confiar en ti —insiste Calum—. Utilízalo. ¿Cómo
dijiste antes? «El arma más potente de una mujer es que la suelen
subestimar». Deja que te subestime. Es tu herramienta para conseguir lo que
quieres. Lo tienes en tus manos. —No aparta los ojos de los míos—.
Consigue que lleguemos a la Arena. Llevamos mucho tiempo planeando
esto, será cuando más miembros de la Resistencia estén juntos a la vez.
Tenemos que conseguirlo.
Asiento.
—Lo puedo hacer. Lo voy a hacer. —Un instante de silencio—. ¿Y qué
pasará luego?
—La verdad, es sencillo —sigue Calum—. La mayoría estaremos juntos
por primera vez y mostraremos al pueblo de Ilya quiénes somos y qué
queremos. Les enseñaremos que no somos una amenaza y les mostraremos
a quién llevan décadas asesinando. El rey tendrá que admitir que ha
mentido sobre los vulgares o dejarnos en libertad. Y será gracias a ti.
—Tenemos que encontrar el túnel —insiste Lenny—. Yo estaré en el
castillo y te ayudaré en todo lo que necesites, y le daremos la información a
Calum.
«Así que Calum es el jefe de la Resistencia».
—En cierto modo, se puede decir que sí, aunque no tenemos cargos ni
títulos —dice Calum al tiempo que se pasa la mano por el pelo.
«Por la plaga, es un…».
—Sí, Paedyn, soy un leementes.
Se me acelera la respiración.
«Me ha estado leyendo los pensamientos todo el tiempo. Seguro que
ahora mismo me los está…».
—Sí, te he estado leyendo los pensamientos todo el tiempo, y sí, también
acabo de leer esos. —No trato de ocultar la expresión de mi rostro. Me
siento traicionada. Se le dulcifica el gesto—. Siento haberlo hecho, pero
tenía que asegurarme de que estabas de nuestro lado. Que de verdad querías
ayudarnos.
«Sal. De. Mi. Cabeza».
Casi sonríe.
—Tan testaruda como tu padre. Pero ya he visto que eres digna de
nuestra confianza, y no lo volveré a hacer.
Lenny se aclara la garganta, se levanta y me tiende una mano.
—Tenemos que volver. Nos queda mucho trabajo por delante. Y tú tienes
que pasar todo el tiempo que puedas con el futuro rey para descubrir el
pasadizo.
—Sí, pero no sé cómo le voy a sacar la información —reconozco.
—Coquetea —dice Finn.
—Pestañea o algo así —dice Lenny casi a la vez.
Suelto un bufido. Lenny señala hacia la escalera.
—Vamos. Tengo que llevarte a tu habitación cuanto antes.
Hago un ademán con la cabeza a modo de despedida.
—Gracias. Me habéis dado algo por lo que pelear.
Sin decir más, me vuelvo hacia la escalera, detrás de Lenny.
—¿Paedyn? —Me vuelvo y veo que Calum me está mirando—. Tu padre
estaría orgulloso de ti.
El entrenamiento y la tortura son lo único que me ha permitido conservar la
razón, aunque soy muy consciente de que nadie en su sano juicio lo
reconocería.
Ha pasado casi una semana desde que terminó la primera Prueba.
Casi una semana desde que le clavé a Jax un shuriken en el pecho.
Casi una semana de aguantarme las ganas de hacerle lo mismo a Ace.
Me mantengo ocupado todo el tiempo, me paso horas dando puñetazos
contra protecciones para no dárselos a nadie en la cara, ya que no tengo al
silenciador para seguir dándole palizas.
Es una lástima haberlo matado.
Estoy seguro de que sabía más, sí, pero yo no amenazo en vano. Le
prometí a Micah que lo mataría si no me demostraba que su vida me servía
para algo. Y no me dio la información que quería, así que cumplí mi
promesa.
Ese hombre era un problema, demasiado peligroso para dejarlo vivir
aunque me sirviera de entretenimiento. No iba a decirme lo que quería
saber, y yo no iba a perder el tiempo.
Pero echo de menos descargar en él la ira y la frustración.
A pesar de todo, me sigo pasando buena parte del día con el silenciador
de mi padre. Su poder es uno de los pocos con los que no me he entrenado,
que ni siquiera había visto hasta hace un mes. Entreno horas y horas con
Damion, trato de comprender y desarrollar este nuevo poder lo mejor que
puedo. No quiero volver a sentirme impotente, sin poder, como cuando
Micah me sorprendió en Saqueo. No, quiero su poder. Quiero ser capaz de
utilizarlo y de rechazarlo para que no vuelva a afectarme tanto.
Se dice fácil.
El entrenamiento es aburrido y agotador. Aprender a utilizar la habilidad
del silenciador es mucho más sencillo que defenderte de ella. Su poder me
sofoca día tras día cada vez que trato de acceder a él, de utilizarlo contra él.
Me está costando mucho, por decirlo de manera suave, y eso pese a mi
determinación y pese a lo mucho que detesto sentirme impotente.
Pero también estoy inquieto. Me paso el día trabajando con la esperanza
de que las pesadillas estén tan agotadas que no puedan perseguirme cuando
duermo por la noche.
La hoja de la espada se clava honda en la madera del muñeco que estoy
golpeando.
Suelto un bufido de irritación, agarro el puño con las dos manos y
arranco el acero afilado de la madera astillada. La tiro a un lado y la
emprendo a puñetazos contra el trozo de madera una vez más, concentrado
en el impulso y la precisión de cada golpe, en lo que es traer la muerte,
tenerla en la palma de la mano, moldearla a mi voluntad.
Pero una risa familiar es lo único que hace falta para desconcentrarme.
Está apoyada contra el árbol acolchado que es su favorito para entrenar,
con Kitt cerca de ella. Algo me arde por dentro, pero lo acallo, me niego a
reconocer que los celos lo están pintando todo del color del reino de Ilya.
No puedo apartar la vista de ellos mientras charlan distraídos.
Últimamente, Paedyn está cada vez más a gusto con Kitt, y pasa horas con
él cuando no estamos entrenando o comiendo. Intento contener los celos,
evaporarlos de mi organismo, pero me corroen cada vez que me los imagino
juntos.
Paedyn se despide de Kitt con un ademán y una sonrisa cuando mi
hermano se va de vuelta al castillo. Yo me obligo a concentrarme en el
entrenamiento. Lanzo golpes y tajos con la espada. Con cada golpe se me
alivia un poco la tensión de los hombros.
—¿Quieres la revancha?
Golpeo la madera con fuerza en el pecho del muñeco. Paedyn aguarda
con paciencia mientras me doy la vuelta despacio al tiempo que trazo
círculos con la espada. Ni me molesto en sonreír.
—Alguien se ha levantado con ganas de perder.
Parece a punto de fruncir el ceño y se cruza de brazos.
—Pues yo diría que alguien se ha levantado de mal humor.
Dejo escapar una risa carente de humor.
—Querida, no estoy de mal humor. Si lo estuviera, habría mucha más
sangre.
Me sonríe, burlona.
—Eso es fácil comprobarlo. Cuando te derrote, veré en persona tu mal
humor.
Suspiro y me rindo.
—De acuerdo. ¿Cuerpo a cuerpo?
—No —dice con tono pausado—. Mejor otra cosa.
—¿Y eso? ¿Por qué? —Me acerco un paso y me inclino hacia ella—. ¿El
cuerpo a cuerpo te distrae? ¿Prefieres no estar tan cerca de mí?
No sé cómo, pero se las arregla para acercarse un paso a mí.
—De ninguna manera. Yo no me distraigo, Azer.
—¿Es un reto?
—Solo si tienes ganas de perder.
«Por la plaga, esta chica…».
Me sonríe.
—¿Qué tal tiro con arco? Aunque, claro, puede que tu orgullo no soporte
la idea de perder contra mí. Otra vez.
—Ah, no es problema, porque no voy a perder.
Aparto el rostro del suyo y le rozo el hombro al pasar junto a ella. Sé lo
que está haciendo y le agradezco la distracción. Le agradezco que sea la
distracción.
Cojo un arco del estante de las armas y tiro un montón de flechas al
suelo, entre nosotros. Paedyn ya tiene el arma en la mano y está frente a la
maltratada diana, a quince metros.
—Tres turnos —dice sin apartar los ojos del objetivo—. Tres flechas por
turno para cada uno. Gana quien tenga la puntuación más alta.
—Me parece bien. —Le tiendo la mano para cerrar el acuerdo sobre las
reglas, como es costumbre. Muy despacio, ella me la coge y me la estrecha
con firmeza. Sus callosidades rozan las mías. Entonces, de repente, tiro de
ella para atraerla contra mi pecho—. Buena suerte, Gray —le susurro al
oído.
Pone los ojos en blanco. Yo no aparto los míos de ella.
—No me hace falta suerte para competir contigo —dice, con la sonrisa
de suficiencia cada vez más acentuada.
Se me escapa una carcajada. Tras un momento que dura más de lo
necesario, la suelto, y se vuelve hacia el objetivo. Al ver que no pongo una
flecha en el arco me dirige una mirada expectante, y respondo con un
ademán en dirección al blanco.
—Las damas primero.
—Ah, sí, se me olvidaba que eres un caballero.
Pone una flecha en el arco. Inclino la cabeza hacia un lado al ver que lo
sujeta como si fuera zurda, cuando sé muy bien que no lo es.
«Qué interesante».
La flecha surca el aire y se clava muy cerca de la diana. Paedyn pone otra
flecha y respira hondo. Cierra los ojos un momento, los abre y dispara.
Diana. La veo repetir la misma rutina con la última flecha. La veo tensar el
brazo cuando tira de la cuerda. La veo cerrar los ojos para concentrarse. La
veo respirar hondo antes de soltar la flecha, que se clava en el centro.
«Rayos».
El tiro con arco nunca ha sido mi práctica favorita, y es obvio que para
Paedyn la cosa es muy diferente. Tiene talento innato, seguridad, control,
como si el arco fuera una extensión del brazo. La flecha se doblega a su
voluntad y se clava justo donde quiere.
Y de pronto pienso que tal vez tenga razón, que tal vez pierda.
—Tu turno. —Da un paso atrás—. Buena suerte, Azer —añade con un
susurro burlón.
«Bien sabe la plaga que me va a hacer falta».
Doy un paso adelante y pongo una flecha en el arco. Noto su mirada
clavada en mí, sigue cada uno de mis movimientos y es increíble cómo me
distrae. Tenso la cuerda, apunto, disparo. Suelto un taco entre dientes
porque he fallado por poco, y pongo otra flecha en el arco. Sigue el mismo
camino. Estoy frustrado y cada vez con más ganas de dar puñetazos.
Disparo la última flecha y por fin acierto en el blanco. Por poco. La punta
plateada se clava en la periferia de la diana, probablemente por pura suerte.
Paedyn no dice ni palabra, se adelanta y lanza tres flechas más. Igual que
antes, dos dan en el centro y la tercera casi. Resulta hipnótico mirarla, verla
manejar el arma.
«Voy a perder. No me gusta perder».
Paedyn también lo sabe. Pasa junto a mí y me sonríe como si ya hubiera
ganado. Cosa que es más que probable. Me tomo tiempo para lanzar las tres
siguientes flechas, me concentro, trato de respirar con calma antes de
disparar. No sirve de gran cosa. Las tres en la diana, pero solo una en el
centro.
Miro el blanco. Luego, la sonrisa de Paedyn, que está poniendo otra
flecha en el arco.
—Ya veo por qué preferías el cuerpo a cuerpo. Ahí tenías más
posibilidades de ganar.
No se equivoca. El tiro con arco nunca ha sido mi fuerte. Aún sonríe
mientras se concentra en el blanco, acompasa la respiración, tensa la
cuerda.
«No hay manera de derrotarla».
Trato de no sonreír ante la idea que se me ha ocurrido.
«Si voy a perder, al menos me divertiré un poco».
Me acerco un paso a ella. Luego, muy despacio, me sitúo detrás de ella,
muy cerca de su cuerpo. Presiono el pecho contra su espalda y, al mismo
tiempo, le pongo la mano en la cintura. Se sobresalta con el contacto
repentino, y me río junto a su oído.
—¿Qué haces? —Tiene la respiración entrecortada, pero no se mueve,
está paralizada contra mí.
—Distraerte —le susurro al oído.
Deja escapar una risa forzada y finge seguridad.
—Ya te he dicho… —Se atraganta cuando mi mano le sube por la cintura
hacia el abdomen por encima de la fina camiseta. Traga saliva—. Ya te he
dicho que yo no me distraigo.
—Sí. —Le dibujo círculos en el costado con los dedos—. Y al decirlo me
ha parecido que dabas golpecitos con el pie izquierdo. —Me inclino todavía
más hacia ella para susurrarle al oído—. Los dos sabemos que eso significa
que mientes.
Lo cierto es que el que miente soy yo. Su pie es lo último en lo que me
habría fijado. Pero sé que miente, y lo voy a demostrar.
—Bueno —dice, se aclara la garganta y trata de concentrarse en lo que va
a decir, no en mis dedos—, pues te equivocas.
Le rodeo la cintura con el brazo y le recorro con el otro la mano con la
que tensa la cuerda, desde los nudillos hasta el hombro rígido. Tiene todo el
cuerpo contra el mío, así que noto el escalofrío que la estremece cuando la
toco. Sonrío muy cerca de su oreja, y sé que se da cuenta, porque suelta un
bufido de irritación.
La oigo coger aire, temblorosa, mientras intenta calmarse y recuperar el
control. Y dispara. Me río muy cerca de ella cuando la flecha se clava lejos
de la diana. Se gira bruscamente con el ceño fruncido, y nuestros rostros
quedan a escasos centímetros. Sonrío y me permito mirarle la cara, fijarme
en cada peca, en cada pestaña oscura que le enmarca los ojos azules.
De repente, los ojos como océanos se apartan de los míos y se vuelve de
nuevo hacia el objetivo tras coger otra flecha. Pero no intenta hacer que la
suelte. Es demasiado testaruda. Si me quita la mano, sabe que habré
demostrado hasta qué punto puedo distraerla.
Así que pone la flecha, tensa la cuerda y respira hondo. La brisa le agita
un mechón de pelo plateado ante la cara. Se lo cojo con delicadeza y se lo
pongo tras la oreja.
—¿Por qué estás disparando con la izquierda? —le susurro.
Es una pregunta sin sentido, tanto para distraerla como para satisfacer mi
curiosidad.
Respira hondo antes de responder.
—¿Me crees si te digo que era para darte una oportunidad de ganar?
Me echo a reír y niego con la cabeza antes de apoyarle la barbilla en el
hombro.
—Mentirosa. Tú jamás me darías una oportunidad de ganar.
—En eso tienes razón. —Se le escapa una risa insegura—. Mi padre me
enseñó a tirar con las dos manos. Con lo que me pasó en la primera Prueba,
he pensado que tengo que practicar más con la izquierda.
No duda más, tensa la cuerda y suelta la flecha, que se clava lejos de la
diana.
—Ni una palabra. No digas ni una palabra —masculla entre los dientes
apretados.
Ni se molesta en mirarme mientras coge otra flecha, furiosa.
—Si no iba a decir nada —respondo con fingida inocencia.
—Mentiroso. Esa sonrisa sarcástica casi se te oye.
Vuelvo a tener los labios junto a su oreja, y es verdad, estoy sonriendo.
—No puedo evitarlo. Cuando tengo razón…
Sigue manipulando la flecha, furiosa. Su voz es engañosamente dulce.
—Pues, si sigues sonriendo así, me voy a dar media vuelta y te voy a
apuntar al corazón.
Sonrío y sigo dibujándole círculos con los dedos sobre el vientre.
—Sí, bueno, en el corazón igual me aciertas, porque lo que es en la
diana…
No me sorprende que me clave un codazo en el estómago. Me quedo sin
aire, pero cuando recupero el aliento ya me estoy riendo. Paedyn suelta un
bufido y la acerco aún más a mí. Este juego me está sirviendo para cogerla,
para tocarla.
Tiene la cabeza contra mi pecho mientras mira el objetivo y respira
hondo. Yo estoy haciendo lo mismo. Encajamos de maravilla, a la
perfección. Cuando muevo los dedos por su piel, por su cintura, por su
cuerpo, casi no puedo pensar, ni respirar, ni moverme.
Luego, alza la cabeza, levanta el arco y suelta la flecha. En el centro.
Pero por poco. Vuelvo a apoyar la barbilla en su hombro y contemplo la
flecha que por fin se ha clavado en su objetivo.
—Ya era hora, Gray.
—A ver qué tal lo haces tú —bufa, y se aparta cuando la suelto de mala
gana.
Suspiro, cojo una flecha y la coloco en el arco. Disparo y suelto un taco
cuando se clava en el círculo más próximo al centro. Cojo otra flecha,
decidido a que vaya a donde yo quiero.
Algo me roza el brazo, como un susurro contra la piel.
Giro la cabeza como un látigo y me encuentro con sus ojos azules. Alza
la vista hacia mí en medio de las pestañas con llamas en la mirada. Tiene la
mano suspendida sobre la piel de mi brazo, sin llegar a tocarme.
—¿Qué haces, Gray? —Vuelvo a concentrarme en el objetivo.
—Distraerte —dice muy despacio, arrastrando las sílabas.
Me roza el brazo con la mano, muy poco. Apenas.
Sonrío.
—Vas a tener que esforzarte más, querida.
—No —dice con tono frío—. Creo que no.
Me roza la piel con las yemas de los dedos. Me recorre el brazo, se
detiene en la muñeca, luego regresa por el mismo camino, muy despacio,
tanto que duele. Se cuelan bajo la manga de la camisa de algodón, suben,
suben…
Y se apartan.
Su contacto se esfuma, me deja anhelante, ansioso por el roce de sus
manos…
Y en ese momento me doy cuenta.
Tiene razón. No hace falta que haga nada para distraerme.
La sola idea de tenerla tan cerca, casi tocándome, hace que me dé vueltas
la cabeza. Me he derretido bajo la promesa que me hacían esos dedos, una
promesa de más, una promesa de algo. Nada. No me va a tocar. Solo me va
a volver loco con un roce para luego apartarse y dejarme hambriento, frío
sin el fuego de sus dedos en la piel.
Suelto el aire y me doy cuenta de que me sale entrecortado, estremecido.
Estoy temblando. Tenso el arco y otro dedo me recorre el brazo, la piel.
La flecha se clava a dos anillos del centro, pero mi mente está muy lejos,
en el roce fantasma que me sube y baja por el brazo. No recuerdo haber
cogido otra flecha, pero ya la tengo montada en el arco cuando bajo la vista.
Despacio, tan despacio que es una tortura, me desliza los dedos por la
piel, con más contacto que antes. Jamás me había encendido tanto el
contacto con nadie. Y sabe muy bien lo que está haciendo. Sabe que apenas
sentirla me va a volver loco de una manera que no sé explicar, de una
manera que nunca había experimentado.
—Eres cruel, ¿lo sabías? —Tengo la voz ronca, desesperada.
—Si apenas te estoy tocando —dice con suavidad, y para enfatizar sus
palabras me pasa la yema del dedo por el brazo.
—Exacto.
Puede que yo lo haya hecho a propósito. Puede que la distrajera porque
sabía que es tan testaruda que iba a hacerme lo mismo a mí. Puede que
fuera porque quería que me tocara. Porque era una excusa para sujetarla
contra mí, para sentirla contra mí. Y, ahora que ya no la estoy tocando,
necesito su contacto. La necesito a ella.
Disparo la flecha y no me molesto en esperar para ver dónde se clava.
Tiro el arco al suelo, me giro y la agarro por las muñecas. La atraigo hacia
mí, la miro a los ojos sobresaltados. Entreabre los labios, no sé si por la
sorpresa o para ordenarme que me aparte.
—No —digo. Hago una pausa, suelto el aire—. No juegues así conmigo.
Se me queda mirando. Abre la boca, la vuelve a cerrar, es obvio que no
sabe qué decir. Le sostengo la mirada y le guío una mano hacia mi brazo, le
suelto la otra para agarrarla por la cintura y atraerla hacia mí. Cuando su
palma me toca la piel es como si me acordara de respirar. Pongo la mano
sobre la suya, la presiono contra mí. Sonrío. Ahora me está tocando de
verdad, plenamente, no es un roce, no es una caricia burlona de un dedo.
Su contacto, o la falta de contacto, basta para volverme loco.
«¿Qué ha hecho conmigo?».
Aparto la mano de la suya y le recorro el brazo con los dedos antes de
bajar el mío. Pero ella no se mueve, no retira la palma de la mano. Mira el
punto donde nuestra piel está en contacto, y por fin alza la vista hacia mi
rostro. Trata de esbozar una sonrisa burlona, pero le sale tan débil como la
voz.
—No sabía que un simple roce te iba a afectar tanto.
—Yo tampoco.
Aparta la vista y, casi con timidez, va bajando la mano por mi brazo antes
de apartarse. Luego, estira el cuello y mira a mi espalda, hacia la diana.
Lo que ve la hace sonreír.
—Has perdido, Azer.
—Concéntrate, Paedyn. Cálmate y concéntrate. Tú puedes hacerlo.
Asiento en respuesta a las palabras tranquilizadoras de Kitt, cierro los
ojos y respiro hondo. Tras un momento, lo miro y vuelvo a asentir.
—Adelante. Estoy lista.
Kitt deja escapar un suspiro teatral, aunque la risa se le escapa por los
ojos. Luego, empieza la cuenta atrás.
—Tres… —Le devuelvo la sonrisa—. Dos… —Echo la cabeza hacia
atrás—. Uno.
Como un rayo, lanza algo al aire. Abro la boca expectante, preparada
para el sabor dulce del chocolate, pero me acierta en la nariz, rebota y cae al
suelo.
La risa de Kitt resuena contra las paredes de la ajetreada cocina, y veo
que los criados sonríen ante ese sonido que conocen bien. Alza una mano
para detenerme cuando voy a decir algo. Salta a la vista que necesita un
momento para recuperarse antes de dirigir sus ojos hacia mí. Pero, cuando
al final se yergue y me mira a la cara, estalla en carcajadas otra vez.
—Vale, vale, así que no tengo la mejor coordinación del mundo para
atrapar comida con la boca —mascullo, incapaz de impedir que se me
forme una sonrisa.
—¿Que no es «la mejor»? —Kitt se pasa la mano por el pelo alborotado,
todavía muerto de risa—. Que se lo digan a Gail, que por tu culpa se ha
quedado sin la mitad de los bombones.
Me cruzo de brazos con gesto desafiante.
—Pues tampoco tú has pillado todos los bombones, majestad.
Kitt se inclina hacia mí y me sonríe.
—Cierto. Pero yo me he comido las pruebas inculpatorias. Tú, en
cambio… —Señala el suelo, lleno de dulces—. No.
Suelto un bufido, me agacho y empiezo a recoger los bombones. Kitt se
acuclilla a mi lado y me ayuda, y me los va poniendo en la palma de la
mano. Lo miro un instante, asombrada todavía ante cada muestra de
gentileza, ante cada sonrisa compartida. He pasado mucho tiempo con él, y
las diferencias entre el rey y su hijo cada vez me sorprenden menos.
Al principio solo acepté su compañía para que la gente se fijara en mí,
pero ahora nos une una extraña amistad. No me cuesta ningún esfuerzo
pasarme la mayor parte del día con el futuro rey y así buscar el túnel que
quiere la Resistencia. Lo malo es que me siento culpable. Más de una vez
desearía que se pareciera más a su padre. Así podría soportar mejor el
hecho de traicionarlo.
Una criada menuda y muy bonita deja escapar una exclamación al
vernos.
—Sí, ¿verdad? —Kitt suspira—. Se le da fatal atrapar cosas con la boca.
—¡No, no, alteza! —La criada corre hacia nosotros con la alarma pintada
en el rostro—. ¡Por favor, no te molestes!
Antes de que pueda decir nada, ya se ha arrodillado a mi lado y me está
cogiendo los bombones de la mano.
—Gracias, Liza.
Kitt se pone de pie y me tiende las manos. Acepto y dejo que me ayude a
levantarme. Liza le sonríe.
—No hay de qué, alteza.
«Se sabe los nombres de los criados. Encima».
Hay docenas de ellos a nuestro alrededor, y chocan unos contra otros en
la prisa por ir a donde hacen falta. Una voz retumbante se oye por encima
del bullicio.
—Kitt, cielo, te quiero mucho, pero en mi cocina no cabe ni una persona
más. —Gail nos está mirando desde la otra punta de la estancia. Nos hace
ademanes con las manos para que vayamos hacia la puerta—. Largo de
aquí, pero ven a verme pronto, ¿vale?
Kitt se echa a reír y me pone una mano cariñosa en la espalda, y no me
aparto. Me lleva hacia la entrada de la cocina.
—¡Como si pudieras evitarlo, Gail!
El pasillo está lleno de criados, bulliciosos y ajetreados con la
preparación del próximo baile, que será mañana por la noche. Eso me
recuerda el poco tiempo que me queda para dar con el túnel que lleva al
palco.
He pasado días y días con Kitt, me he ganado su confianza mientras
tramaba un plan para conseguir la información que necesito.
Casi me choco de bruces con otro criado, o mejor dicho, él casi se choca
contra mí. El muchacho larguirucho pide disculpas antes de seguir
corriendo.
«Justo a tiempo. Allá vamos».
Me vuelvo hacia Kitt y dejo escapar una carcajada.
—¿A veces no te entran ganas de escapar del caos del castillo?
Sé la respuesta, claro. Cuando estábamos en la sala refugio, casi
reconoció ante mí que se sentía atrapado en el palacio, en su posición. Y
ahora voy a utilizar contra él la información que me confió.
Me mira a los ojos, parece escudriñar los míos con cierta tristeza.
—Ni te lo imaginas.
Alzo las manos en gesto de exasperación.
—¿Y por qué no lo haces? Puedes ir a Saqueo aunque sea un día. Allí
hay tanto caos como en el castillo, pero es un caos diferente. Te confundes
entre la gente. Dejas que el caos te cubra hasta que sea algo conocido,
cotidiano. Hasta que eres parte de él.
«Vamos. Di que sí».
Kitt me está observando como si no se creyera lo que ve. Una sonrisa se
le empieza a dibujar en los labios mientras los ojos verdes se clavan en los
míos como si tuviera miedo de que volviera a dejar de mirarlo.
—¿Qué pasa? —pregunto, un poco preocupada.
Parpadea y sacude la cabeza como para despejársela.
—Nada. Es solo… Es tu manera de hablar de Saqueo. —Aparta la vista y
dice algo que me suena como «Demonios, es tu manera de hablar».
No me paro a pensarlo.
—Entonces… ¿te parece bien?
Se le borra la sonrisa.
—Ojalá pudiera ver Saqueo. De verdad. No he estado allí desde que era
niño. Desde antes de estar…
—¿Atrapado aquí? —Termino la frase por él.
No me había dado cuenta de que nos hemos detenido hasta que Kitt me
saca del centro del pasillo, para que el enjambre de criados no nos arrastre.
—Exacto —dice con una sonrisa desganada—. Pero eres de las pocas
personas que lo entiende.
Asiento y esbozo un amago de sonrisa.
—Kitt, te voy a echar una bronca, ¿vale?
Se echa a reír.
—No espero menos de ti. Venga.
—Eres el futuro rey. Tienes que conocer a tu pueblo, ver cómo viven en
los barrios bajos. Ver cómo sobreviven.
—Ya lo sé —dice en voz baja.
—¿Y qué te lo impide?
Suelta una risa carente de humor y se frota la nuca.
—El rey actual. No salgo nunca del castillo a menos que sea
imprescindible, y ver a mi pueblo por lo visto no lo es. Soy el heredero del
trono y no se va a arriesgar a que salga del palacio. No digamos ya a que
ayude, como intenté hacer cuando la Resistencia atacó durante el baile.
Trato de no reaccionar ante la afirmación ignorante, ante la idea de que la
Resistencia atacara durante el baile. Pero es mejor que no le hable de cosas
de las que no debería saber nada.
—¿Y tú estás de acuerdo con él? —pregunto con cautela.
—Comprendo su postura, y la respeto…
—Y nunca dejarás de intentar demostrarle que eres digno de él, así que
siempre obedecerás. Ya lo sé. —En mi voz hay un deje de amargura que
trato de ocultar—. Pues aunque sea una noche, Kitt. Tienes que ver a tu
pueblo. Tienes que ver cómo es mi vida en los barrios bajos. No te encierres
aquí.
Kitt se echa a reír y se apoya en la pared.
—No puedo salir como si tal cosa, Paedyn. Hay guardias por todas
partes, y no tengo permiso para irme así, sin más.
«Eso quería oír».
Lo miro como si no lo entendiera.
—Pero… eres el príncipe.
—Bueno, a veces ser el príncipe es solo un título, no un privilegio. No
puedo salir por la puerta principal como si tal cosa.
—Pues sal por otra puerta. —Me acerco un paso, levanto las manos,
luego las bajo otra vez con indiferencia fingida—. ¿Me vas a decir que no
conoces otra salida? ¿Que no hay alguna puerta sin vigilancia? —Hablo en
tono casual, casi con curiosidad.
«Vamos. Confía en mí. Dímelo».
Si consigo que empiece a hablar de los túneles, que me lleve a uno,
puede que me hable también del que me interesa. Fingiré curiosidad,
preguntaré por otros túneles para saber dónde está este en concreto. No es
un plan sin fisuras, pero me vale para empezar.
Me lanza una mirada que en cierto modo me recuerda a la de Kai. Aparto
con cautela cualquier pensamiento sobre su hermano y me concentro en el
que tengo delante. Con este es fácil estar, es fácil hablar…
«Es fácil engañarlo, traicionarlo, utilizarlo…».
—Ah, sí. Hay muchas maneras de salir del castillo sin ser visto.
Kitt ha interrumpido mis pensamientos, y sonríe. El corazón se me
acelera.
—Te llevaré allí. Una noche cualquiera. Verás Saqueo y a la gente.
Sabrás cómo son, cómo viven… —Me mira con tanta intensidad que me
detengo, devorada por esos ojos verde esmeralda que hace unos días no
quería ni mirar—. Un rey que no conoce a su pueblo no puede ser un rey
para su pueblo.
Sé que estoy diciendo la verdad, pero las palabras me dejan un sabor
amargo en la boca por la razón que las motiva.
Solo hace falta una semilla de duda, un grano de incertidumbre que se
pudra y crezca.
Y yo lo acabo de plantar.
Le dedico una sonrisa tranquilizadora como si no fuera una mentirosa.
«Confía en mí».
—Puede —dice, y me mira. Tengo que contener las ganas de insistir. Si
parezco desesperada, sospechará—. Pensaré en lo que has dicho.
—Kitt.
Los pelos de la nuca se me erizan al oír esa voz fría, encallecida. Me doy
la vuelta. El rey está al final del pasillo y viene hacia nosotros. Hago un
amago de reverencia mientras me muerdo la lengua y sonrío.
—Kitt, te necesito en el estudio, tenemos una discusión pendiente con los
consejeros. —Tarda unos segundos en decidir que soy digna de una mirada.
Tiene los mismos ojos verdes que Kitt, pero no podrían ser más diferentes.
Son gélidos. Siento un escalofrío al recordar por qué casi no soportaba
mirar a su hijo a la cara. El rey vuelve a dirigirse a Kitt—. Ahora mismo.
Kitt no parece entusiasmado, pero hace una inclinación.
—Por supuesto, padre. —Se adelanta hacia el rey para ir con él al
estudio.
—Adelántate, hijo. Nos vemos allí.
La voz severa no deja lugar a discusión, y Kitt asiente antes de dirigirme
una sonrisa y darse la vuelta.
Me cuesta mucho mirarlo, pero me obligo a clavar los ojos en los del
asesino de mi padre. Me mira como si fuera la basura que se limpia de las
suelas de los zapatos lustrosos. No lo soporto, pero hago un esfuerzo por
estar quieta, sin encogerme bajo su escrutinio. Le dedico una sonrisa,
aunque no sé si no parecerá que le estoy enseñando los dientes.
—Majestad —digo a modo de despedida, y doy un paso a un lado para
pasar de largo, para escapar de este hombre y de las ideas de rabia y
venganza que me provoca.
Los zapatos se mueven contra el suelo de piedra y me corta el paso.
Me detengo ante su cuerpo imponente. Goza de una salud excelente para
su edad, y es fácil ver de quién han heredado sus hijos la fuerza y el
atractivo. El parecido entre Kitt y su padre es asombroso, pero me fijo sobre
todo en la habilidad de fornido del rey, y recuerdo que podría romperme el
cuello sin despeinarse.
—Me alegro de que escaparas de la primera Prueba casi ilesa, Gray. —
No parece alegrarse en absoluto de mi bienestar físico—. Bueno, gracias a
mi hijo, claro.
No quiero ni imaginarme lo que pensó el rey cuando vio las grabaciones
de Kai y de mí durante la Prueba. Sé que no le gustaron. No le gustó que su
hijo ayudara a una chica cualquiera, una mundana, una mendiga.
«Una vulgar».
—Sí, tuve suerte de que Kai fuera mi compañero —digo en tono frío. No
sé a dónde se dirige esta conversación.
—Hum. —El rey me mira con los ojos entornados.
—Y espero con ganas la próxima Prueba —añado sin darle tiempo a
decir nada—. Y la siguiente.
Mentira.
Solo quería ver qué cara ponía ante mi confianza en sobrevivir tanto
tiempo. Acompaño la afirmación con una sonrisa falsa y me dispongo a dar
por terminada la conversación.
—Voy a ser sincero contigo, Paedyn —dice—. No vas a ganar.
Me pongo rígida.
—¿Cómo dices?
—Sé muy bien qué buscas. Quieres ganar las Pruebas de la Purga y
conseguir una vida mejor para ti y para tu amiga, la costurera. —Deja
escapar una carcajada amarga, insultante—. Por cierto, felicidades por el
truquito de tu vestido en el baile. Conseguiste lo que querías, recordarle a la
gente que eras la «Salvadora de Plata».
Aparto la vista, incapaz de seguir mirándolo, pero él no se detiene.
—Dime, ¿has visto los resultados?
Los he visto. Un día después de que se presenciara la primera Prueba en
la Arena, se hizo un recuento de la puntuación de los contendientes y los
votos de la gente. Los resultados de los siete oponentes que quedan se
mostraron en estandartes y panfletos por toda la ciudad. Kai va el primero,
seguido de Ace, y Andy es la tercera. Blair y yo estamos empatadas en
cuarta posición, y Braxton y Jax en la última.
Por lo visto, el reino de Ilya no sabe qué pensar de mí. La gente de los
barrios bajos votará por su Salvadora de Plata, y los de fuera, en contra, con
muchas ganas de que la mendiga tenga una muerte entretenida. Y si alguien
de fuera de los barrios bajos vota por mí es porque les hago gracia.
—Sí, he visto los resultados —digo con los dientes apretados.
—Bien. No creo que tu clasificación pase de ahí, así que lo que me
preocupa de verdad es tu relación con mis hijos. No les hace la menor falta
que los arrastres a tu nivel, o que influyas en ellos. —Miro al pecho del rey
mientras él se coloca bien los puños de la chaqueta—. No tengo que
recordarte cuál es tu sitio, así que no te metas en su camino y no habrá
ningún problema. ¿Entendido?
Nunca me había parecido tan tentador el puñal que llevo en la bota. Me
atormenta el sueño de clavárselo en el pecho, como hizo él con mi padre.
Pero aquel día no solo mató al único progenitor que me quedaba. También
acabó con una parte de mí misma.
Y yo nunca había odiado tanto a alguien.
Tengo los puños apretados; las uñas se me clavan en las palmas. Pero
compongo una expresión sumisa y dulce.
—Entendido, majestad.
—Bien —dice, cortante—. En ese caso, demos gracias a la plaga porque
estés sana y salva, ¿no?
En su tono, en sus ojos, hay un cierto desafío. Le copio la sonrisa y me
trago el orgullo.
Jamás he dicho esa frase repugnante y he jurado que nunca la diría, pero
tengo que abrir la boca, tengo que dejar salir las palabras como si no me
dolieran en la lengua, como si no me dejaran un sabor amargo.
—Sí, claro. Gracias a la plaga.

—¡Estate quieta o te voy a sacar un ojo!


Suelto un gruñido, y Ellie se limita a sonreír. Aún me está pasando un
pincel por las pestañas, y eso que ya ha estado a punto de dejarme ciega
varias veces. Ella dice que es porque no paro de moverme. Yo digo que es
porque le tiemblan las manos.
—¡Venga, aguanta la respiración!
A mi espalda, Adena está emocionada y me sujeta las lazadas del vestido.
Me da tiempo para respirar por última vez antes de apretar el corpiño y
arrancarme el aire de entre las costillas comprimidas. Va atando los lazos
para apretarlo cada vez más y cerrármelo en la espalda.
Me tengo que agarrar a la silla que tengo delante.
—Si das un tirón más, me vas a clavar las costillas en los pulmones, A.
Dudo mucho que Adena me oiga entre sus gritos de alegría.
—¡Te queda perfecto, Pae! Estaba preocupada por el dobladillo, pero
míralo, qué caída, y oye, el corte es increíble… —Hace una pausa y suspira
—. Nada, déjalo. Tú mírate y ya está.
Me agarra por los brazos y me hace volverme hacia el espejo, en el que
veo su rostro sonriente que asoma por encima de mi hombro. Parpadeo, y la
chica del espejo hace lo mismo.
El vestido plateado que llevé al primer baile era asombroso, seductor,
pero este es una maravilla que corta la respiración. El tejido color rojo
intenso me abraza y cae en cascada hacia el suelo. Es reluciente, sin
mangas, con el corpiño redondeado en la parte superior, pero el resto de los
bordes rematados en ángulos elegantes. Y es muy ceñido. Me aprieta la
cintura gracias a las lazadas de la espalda, recogidas en un lazo perfecto y
que dejan a la vista parte de la piel. La falda tiene una larga raja en la pierna
derecha para que se vea bien el puñal de mi padre. Todo el mundo hablará
de él.
—Lo adoro, Adena… —Me quedo sin palabras mientras examino el
vestido que me envuelve. Luego, veo en el espejo los ojos color avellana
llenos de emoción, y me vuelvo hacia mi mejor amiga—. Te adoro, Adena.
Sonríe de oreja a oreja.
—Y yo te adoro a ti, Pae. —Su sonrisa cobra un matiz travieso—. Todo
el mundo te va a adorar con este vestido. Sobre todo cierto príncipe…
No es difícil entender que se refiere a Kai. Le lanzo una mirada. No
quiero hablar del tema.
—Adena…
—¿Qué pasa? —pregunta con demasiada inocencia—. Por si no te
acuerdas, he visto el resumen de las Pruebas. He visto lo que pasaba entre
vosotros. —Arquea una ceja—. Pensaba que ibas a hablarme del tema.
—No hay nada de que hablar. —Me mira fijamente—. Vale, no sé qué
decir —añado a la fuerza—. Es desconcertante, es cautivador, y no consigo
mantener las distancias.
—Claro —dice en voz baja—. Porque eres… tú.
—Y él es… él. —Suspiro.
«Porque yo soy una vulgar y él es el futuro ejecutor».
Adena deja escapar un bufido teatral.
—Entiendo que no puedas mantener las distancias. No hay más que
verlo.
Pongo los ojos en blanco y me río muy a mi pesar. Para cortar el tema,
me miro al espejo que las chicas han girado hacia mí. Tengo el pelo
recogido en un complejo trenzado que me cae por la espalda, maquillaje
oscuro que me enmarca los ojos y un brillo intenso en los labios.
«Han hecho un milagro».
Estamos charlando y riendo cuando llaman a la puerta con los nudillos.
Al verme, Lenny lanza un silbido.
—¡Vaya! Pareces una verdadera princesa, princesa.
—Si me pica alguna, la culpa es tuya —masculla Lenny. Me acompaña
por los jardines, en los que nos cruzamos con docenas de invitados
boquiabiertos—. Tu vestido atrae toda la atención, y también a muchas
abejas.
Me contengo para no soltar un bufido y bajo la vista hacia la falda del
vestido, que rivaliza con el rojo de las rosas que bordean el camino
empedrado por el que caminamos. Los invitados se han desperdigado por
los jardines y charlan en grupos en la hierba más allá de la fuente donde,
hace pocos días, jugué con su futuro rey.
Las Pruebas no son lo único que ha cambiado este año, así que el
segundo baile se celebra en los jardines, donde el sol poniente arranca
destellos de las copas de champán y lo baña todo en un brillo dorado. Nos
salimos del camino para pisar la hierba y contemplamos las mesas de los
postres, las guirnaldas colgadas de los árboles cercanos. Los músicos están
bajo un sauce de ramas amplias y bajas, casi ocultos tras una cortina de
hojas, e interpretan una melodía animada. En el centro se ven alfombras
superpuestas de diferentes tamaños y estilos, que crean una pista de baile
llena de color sobre la que ya se deslizan varias parejas.
—Por desgracia para ti, no soy tu acompañante de esta noche —dice
Lenny con un suspiro teatral—. Así que aquí me despido.
Sofoco una carcajada.
—No sé cómo voy a soportar una noche sin ti.
Me hace una reverencia burlona.
—Ya me lo imagino. Valor, princesa. Ve a buscar a tu príncipe. —Se
yergue, me guiña un ojo y se aleja por el jardín.
Sacudo la cabeza, respiro hondo y me adentro más en el improvisado
salón de baile. Recorro la marea de parejas en busca de Kitt.
—Menos mal que llevas ese vestido. Si no, no te habría visto.
Me sobresalto al oír la voz de Kitt detrás de mí y me vuelvo hacia él con
un vuelo de la falda. Me sonríe y me mira de la cabeza a los pies.
—Aunque, bien pensado, sería imposible no verte aunque fueras de
verde.
Trago saliva sin saber qué decir.
—Gracias. —Es lo único que me sale.
Me tiende la mano.
—¿Bailas conmigo?
Pongo la palma sobre la suya y asiento, él me lleva a la pista de baile.
Tengo la sensación de bailar con un muchacho muy diferente al de la otra
vez. Pero lo único que ha cambiado es mi manera de verlo. Charlamos de
cosas intrascendentes, y es un alivio poder mirarlo a los ojos, no encogerme
cuando me toca.
—¿Te dijo algo mi padre ayer, cuando me fui? —me pregunta Kitt con
curiosidad cuando termina la canción.
Abro la boca para responder con cualquier mentira, pero se me adelanta
una voz fría.
—¿Puedo interrumpir?
Respiro hondo, molesta, antes de volverme hacia Blair, que aguarda para
llevarse a mi pareja. Junto con su sonrisita despectiva, luce un vestido color
verde oscuro con intricados adornos de incrustaciones que resaltan su
silueta.
La mirada que me lanza Kitt es casi cómica. Consigo contener la risa
mientras me clava la mirada y me suplica que no lo deje. Le respondo con
otra sonrisa en la que espero que sepa ver una disculpa.
—Claro. Todo tuyo.
El príncipe sacude la cabeza y me mira cuando salgo de entre sus brazos
para que Blair ocupe mi lugar.
—Divertíos —digo, incapaz de disimular la sonrisa.
Kitt me lanza una mirada que promete venganza y tengo que contener la
carcajada. Me doy media vuelta, aún sonriente…
Y choco contra algo sólido.
No. Contra alguien sólido.
Algo húmedo me salpica la mejilla cuando retrocedo para apartarme del
cuerpo contra el que he chocado con tan poca elegancia. El olor a vino y a
pino me golpean a la vez. Trago saliva, y sé muy bien a quién tengo delante
aun antes de alzar la vista hacia su rostro.
Kai sonríe, tan rudo como atractivo bajo los últimos rayos del sol
poniente. Tiene el pelo más revuelto de lo normal, con las ondas negras
alborotadas que le caen sin orden. Sus ojos son luminosos, de un gris
nublado, llenos de risa. El traje que lleva y la camisa blanca no solo están
ahora algo arrugados, sino también llenos de salpicaduras rojas.
En la copa que tiene en la mano se mece un poco de vino tinto. Muy
poco, porque la mayoría lo lleva ahora en la ropa, gracias a mí.
Lo miro a los ojos cuando se echa a reír.
A nuestro alrededor varios invitados se vuelven e intercambian miradas
de extrañeza al oír un sonido tan poco habitual. Estoy segura de que mi
expresión rivaliza con la de los invitados. Está muerto de risa, y yo he
contenido el aliento. La sonrisa amplia de Kai va acompañada por los dos
hoyuelos.
De pronto, estoy muy preocupada.
El vino le gotea por el traje y se está riendo tanto que no lo nota, o no le
importa que mi torpeza le haya echado a perder el traje. Carraspeo. Los
invitados nos están mirando.
—Kai. —Se ríe de nuevo al oír su nombre—. Vamos a limpiarte.
Lo cojo de la mano antes de que tenga ocasión de discutir conmigo o de
volver a reírse, y lo llevo hacia los árboles circundantes, consciente de todas
las miradas que nos siguen. Tomo una servilleta de una mesa antes de
empujarlo tras las ramas de un sauce enorme que nos oculta de los invitados
curiosos.
Kai se apoya contra el tronco y me dedica una sonrisa malévola. Yo lo
miro de arriba abajo para evaluar el estado de su ropa, así como su extraño
comportamiento.
Se inclina para acercarse a mí, para acercarse mucho a mí, y me estudia.
—Oye —me susurra de una manera que hace que un escalofrío me
recorra la espalda—, no hacía falta que me tirases la copa encima para que
nos quedáramos a solas. Bastaba con que me pidieras un baile.
Lo miro a los ojos, y él me mira todo el cuerpo. Contengo el aliento. Casi
noto cómo me queman al pasar sobre mi piel. Luego, muy despacio,
insoportablemente despacio, sensualmente despacio, vuelve a mirarme a los
ojos.
—Aunque la verdad es que con ese vestido yo habría ido a buscarte tarde
o temprano.
Trago saliva. Lo observo, sopeso la ropa arrugada, la risa fuera de lugar,
el juego de seducción…, aunque esto no es nuevo.
—Estás borracho —digo. Sacudo la cabeza.
Esboza una sonrisa traviesa, más descontrolada que las que le he visto ya
tantas veces.
—Puede. Un poquito.
Pongo los ojos en blanco, doblo la servilleta y empiezo a desabotonarle la
chaqueta para limpiarle lo mejor que puedo la camisa.
—¿Me estás desnudando, Gray? —Tiene el rostro muy cerca del mío y
su aliento me hace cosquillas en la mejilla—. Te seré sincero, sabía que este
momento llegaría tarde o temprano. No te has podido resistir, ¿verdad,
querida? —me susurra con una sonrisa.
Alzo la vista hacia él y le devuelvo la sonrisa con una confianza que no
siento.
—Venga ya, hombre —bufo—. Lo único a lo que me tengo que resistir es
a las ganas de clavarte un puñal en el cuello cada vez que te veo.
Tiene los ojos fijos en los míos.
—Me encanta que amenaces con matarme.
—¿Sí? ¿Y eso?
Esboza una sonrisa.
—Porque cada vez que no lo haces es una prueba de que no quieres.
Y me da un golpecito en la punta de la nariz con gesto satisfecho.
Le aparto la mano de un manotazo, azorada, frustrada, rabiosa de que él
sea el motivo de que tenga los nervios de punta. Me concentro en la camisa
manchada, en la tela que se le pega al cuerpo musculoso.
«Por la plaga, esto va de mal en peor».
Empiezo a empapar el líquido rojo y me obligo a concentrarme en la
tarea, no en el muchacho que tengo delante. Trato de olvidarme de que lo
estoy ayudando a él, y al mismo tiempo de recordar por qué lo hago.
Unos dedos me cogen por la barbilla y se me corta la respiración.
Kai me echa la cabeza hacia atrás para que lo mire a los ojos, me recorre
la mandíbula con los dedos. Me mira como quien contempla un cuadro, se
fija en cada detalle, se deleita en sus trazos artísticos.
Me gira la cabeza hacia un lado para que la luz me dé en la mejilla.
«Tengo que apartarlo de mí».
Me pasa el pulgar por la mandíbula.
«No quiero apartarlo».
Se ríe, y es un sonido ebrio, delicioso.
—Siempre se me olvida tu talento. Has conseguido que el vino nos
cayera encima a los dos. —Me pasa el pulgar por la mejilla para limpiarme
el vino que me ha salpicado a la cara, y del que me había olvidado.
—Bueno, si tuvieras los ojos puestos en la pista de baile y la nariz fuera
de la copa de vino, no nos veríamos así —le replico.
—Pero, querida, si estaba con los ojos puestos en la pista de baile —dice
como quien no quiere la cosa—. Clavados en ti mientras bailabas con mi
hermano. —Sofoca una risita y echa la cabeza hacia atrás para mirar hacia
las hojas—. ¿Por qué crees que he estado bebiendo?
El corazón se me acelera en el pecho, en los estrechos límites del vestido,
y amenaza con reventar las esmeradas puntadas de Adena. Kai me está
mirando y se encoge de hombros.
—Además —añade—, esto es culpa de tu juego de pies, que es pésimo.
Le clavo los ojos y consigo no sonreír.
—¿Tú crees?
—Chis.
Sus dedos han encontrado el camino hasta mi barbilla, me roza la
mandíbula, me coge la cara. Los ojos grises se clavan en mi boca, intensos.
Y me pasa el pulgar por todo el labio inferior.
Vino.
Lo noto en el dedo que me pasa por la boca. Estoy aturdida, paralizada,
mientras recorre con los ojos el camino que trazan sus dedos, muy despacio,
adelante y atrás.
«Tengo que apartarlo de mí».
Pero no lo hago.
Lo que hago es ver cómo me mira. Ver cómo me recorre la cara con los
ojos. Ver cómo el pecho le sube y baja con la respiración entrecortada. Ver
el músculo que se le contrae de manera involuntaria en la mejilla. Ver la
sonrisa que le baila en los labios.
Luego, habla en un susurro, como si murmurase sus pensamientos más
íntimos sin dejar de pasarme el pulgar por el labio.
—¿Vas a ser para siempre el premio que intento conseguir?
Cojo aliento bruscamente y lo miro.
—¿Eso soy para ti? ¿Un trofeo?
Una sonrisa le baila en los labios y sacude la cabeza.
—Querida, un trofeo es algo que ganas, que consigues, que te mereces.
—Se inclina hacia mí, y veo en su mirada algo parecido a la reverencia—.
Pero, si alguna vez te tengo, será porque tú me lo permites.
Trago saliva. De pronto, noto la boca muy seca.
«Son los balbuceos de un borracho, sin más».
Me recorre la boca con el pulgar y me concedo un momento más para
memorizar la sensación.
Y, luego, lo aparto de mí.
Consigo ponerle una palma en el pecho, abrir espacio entre nosotros,
mientras que con la otra lo agarro por la muñeca. Le aparto los dedos de mi
boca, aunque aún me cosquillean los labios por su contacto. Estoy mareada,
como si su mero roce bastara para emborracharme.
«Es peligroso».
—No estás sobrio. —Inclino la cabeza hacia un lado y sonrío—. Por
tanto, no tienes permiso para tocarme.
Me imita, inclina la cabeza hacia un lado y baja la vista a la muñeca que
le tengo agarrada.
—Pero tú me estás tocando.
—Sí, bueno, pero yo estoy sobria.
Una sonrisa le baila en los labios.
—Entonces ¿cuando esté sobrio tengo permiso para tocarte? —Es más un
desafío que una pregunta.
Me paro a pensarlo y, luego, me echo a reír.
—Solo lo he dicho porque dudo que mañana recuerdes esta conversación.
Su mirada va de mis ojos a mis labios.
—Dudo mucho que pueda olvidarme de esto, querida.
Sacudo la cabeza y ni me molesto en disimular la sonrisa, y solo entonces
recuerdo que lo tengo agarrado por la muñeca. Bajo la mano muy despacio,
le dejo el brazo colgando a lo largo del cuerpo y trato de concentrarme en la
mancha otra vez.
Dejo escapar un suspiro de exasperación.
—Esta mancha no sale así. Tienes que quitarte la camisa para ponerla en
remojo.
Su sonrisa es malévola.
—¿Quieres hacer que me desnude? ¿Otra vez?
Lo dice tan alto que estoy segura de que nos oye la gente. Lo empujo
contra el árbol y le pongo la mano en la boca para que no diga más
tonterías.
Estoy tratando de no reírme, y es un fracaso. Me tapo la boca con la otra
mano mientras me estremezco entre carcajadas menos silenciosas de lo que
me gustaría. Noto la sonrisa de Kai contra la palma y la aparto antes de que
me dé tiempo a cambiar de opinión.
—No pares —susurra.
Casi me ahogo de la risa.
—¿Que no pare de qué?
—De eso. De reír.
Me quedo paralizada sin querer. Me mira con el ceño fruncido.
—El caso es no hacer lo que te digo.
Y, sin añadir más, me arrastra hacia las alfombras que son la pista de
baile.
—¿A dónde me…?
Se detiene bruscamente al llegar junto a las parejas de la pista y se da
media vuelta. Me quedo sin palabras cuando me levanta la mano, se lleva el
dorso a los labios y me besa los nudillos. Luego me busca con la boca la
yema del pulgar y deposita otro beso antes de apartarse tan deprisa que no
sé si me lo he imaginado todo.
Me quedo tan aturdida que no digo nada. A Kai parece que le gusta.
No me suelta la mano y sonríe de oreja a oreja, y se inclina en una
reverencia muy controlada dado su estado.
—¿Me permites este baile? —No tengo ocasión de responder antes de
que me agarre por el brazo y me lleve al centro de la pista. Me envuelve
entre los brazos y me estrecha contra él. De pronto, tiene la boca junto a mi
oreja—. La verdad, no te lo estaba pidiendo.
Me echo un poco hacia atrás para poder mirarlo a la cara y suelto un
bufido.
—¿No decías que eras un caballero?
—Solo cuando quiero.
Se me van los ojos hacia la mancha de la camisa, a la vista de todos.
—Kai, la camisa. Te tendrías que cambiar…
—Querida —me interrumpe con una risa—, estoy acostumbrado a ir
sucio de líquidos rojos pegajosos mucho peores que el vino.
Es cierto.
Trato de quitarme de la cabeza la imagen sangrienta y me dejo llevar por
las alfombras. El sol se ha puesto, y, pese a la luz temblorosa de las
lámparas, los demás invitados y nosotros estamos envueltos en sombras.
Me resulta tan familiar… sentirnos el uno al otro, el movimiento de los
pies, el juego de seducción. Es familiar. Pero lo que más me sorprende es lo
firme y preciso que es el movimiento de Kai. Lo elocuente que es hasta
cuando está ebrio. Me imagino que algunas máscaras no caen nunca.
Al final, sí, Kai da un traspié, aunque solo por un momento. Es apenas un
tropezón.
—Para que luego hables de mi juego de pies.
Sonrío. No me había dado cuenta de las ganas que tenía de ver que le
resultaba difícil bailar. Que le resultaba difícil algo.
Me mira, hosco.
—Sí, bueno, es lo normal cuando estás borracho.
—Has dicho que solo estabas «un poco» borracho.
—Excelente. Así que solo me tienes que dar un poco de margen. —Me
está mirando, y lo que ve hace que sacuda la cabeza en gesto de negación
—. Además, ese vestido distrae a cualquiera. Me encanta.
Sofoco una carcajada.
—Vaya porquería de excusa.
—Porque no es una excusa, es un cumplido.
—Pues vaya porquería de cumplido.
Veo el destello de desafío en sus ojos antes de oírselo en la voz.
—Dame un ejemplo de cumplido bueno, Gray.
Lo tendría que haber visto venir. Por supuesto, tiene que utilizarlo para
conseguir que lo adule…, cosa que no voy a hacer.
—De acuerdo —digo en tono seco—. Tu pelo parece muy… suave.
—¿Suave? —repite Kai con una tos que más bien es una carcajada—.
Venga ya. Seguro que se te ocurre algo mejor. —Se inclina hacia mí y sigue
con voz burlona—. Pero, si quieres pasarme los dedos por el pelo, no me
opongo…
—Tu sonrisa —lo interrumpo antes de que me tiente con la oferta—. Me
gusta cuando sonríes de verdad. Cuando no llevas la máscara del futuro
ejecutor, o la del príncipe, cuando me dejas que te vea de verdad. Es una
sonrisa que me gustaría que compartieras conmigo más a menudo.
Trago saliva y me callo. Eso no es lo que pensaba decirle, pero sí es
cierto. Cuando le veo esa sonrisa no me cuesta olvidarme de quién es y de
lo que hace. Cuando le veo esa sonrisa, veo a un chico, no al mortífero peón
del rey. Cuando le veo esa sonrisa, veo a alguien que es más que un amigo,
no a alguien que me mataría si supiera lo que soy.
De pronto, esa sonrisa parece muy peligrosa.
—¿Te gusta hasta con esos hoyuelos idiotas?
Kai habla en voz baja, casi entrecortada. De la misma manera le
respondo yo.
—Hasta con esos hoyuelos de idiota, Azer.
Le tiemblan los labios en una especie de sonrisa que yo no debería estar
buscando, pese a que es más suave que otras que le he visto. Abre la boca
para decir algo y…
—Malakai.
Volvemos la cabeza hacia la reina, que está a un par de metros con una
sonrisa dibujada en el hermoso rostro.
—Tienes que compartirla con otros caballeros.
—Esta noche, es mía, madre. —Kai vuelve a mirarme—. No es un precio
muy alto por echarme a perder la ropa.
Pero la reina ya se ha marchado antes de que Kai termine de hablar,
arrastrada por la charla de los invitados y las parejas que bailan.
Parpadeo. Soy incapaz de contener la sonrisa que me aflora a los labios.
—¿Te llamas Malakai?
—Sí, bueno, también me han llamado otras cosas. Arrebatador, atractivo,
poderoso… y, más recientemente, cerdo arrogante.
—Sin duda te lo dijo alguien que te conocía bien.
—Más de lo que me gusta reconocer, sí —dice con voz queda.
El susurro de los violines llena el silencio que se hace entre nosotros. Al
final, Kai lo rompe con una pregunta en voz baja.
—¿Estás preparada para lo de mañana?
Recuerdo que Kitt me hizo la misma pregunta en el baile anterior.
—¿Y tú?
Suelta el aire en una lenta exhalación.
—Tengo que estarlo.
Otra larga pausa.
Al final, le sonrío con tristeza.
—No te he preguntado eso.
—Listilla —masculla entre dientes, y con eso me hace sonreír de verdad
—. ¿La verdad?
—La verdad. Siempre.
—Entonces, no. No estoy preparado. —Suspira y acerca la cabeza a la
mía—. Pero saldremos adelante. Como siempre.
Asiento, aturdida. No hace falta que me explique lo que quiere decir.
Tanto su vida como la mía han sido una larga sucesión de pruebas a las que
hemos tenido que sobrevivir. Solo que ahora nos vamos a enfrentar a una
juntos, y tendremos que pelear para sobrevivir, igual que en el pasado.
Para dar énfasis a sus palabras, me da un golpecito en la punta de la nariz
y comparte conmigo esa sonrisa. Y, en vez de apartarlo de un empujón, que
es lo que debería hacer, se lo devuelvo.
Dejamos que se haga un silencio cómodo mientras bailamos. La luz de la
luna baña el jardín, y la luz cálida de las lámparas titila sobre los rostros de
los que nos rodean.
Kai me echa hacia atrás de pronto y me roza la piel desnuda de la pierna,
por la raja de la falda, antes de deslizarse hacia el puñal frío que tengo
contra la piel caliente. Tengo que contener una exclamación de sorpresa. Se
ríe.
—¿Te he dicho alguna vez que no hacen falta puñales para bailar?
Vuelve a enderezarme.
—Depende de quién sea tu pareja —respondo con el aliento entrecortado.
Detesto que me haga sentir así, quedarme sin respiración. Y detesto
todavía más que se dé cuenta.
«Lo detesto. Lo detesto. Lo detesto».
Me grabo las palabras en la cabeza, me obligo a repetirlas a ver si me
entero. Me niego a dejarme atrapar por él.
Seguro que se da cuenta de mi debate interior, porque me sonríe.
Y aparecen los hoyuelos.
Esos malditos hoyuelos.
Casi estoy jadeando, trato de respirar, trato de no hacer caso del chico
que tengo delante. Trato de no hacer caso de su sonrisa deslumbrante, de su
pasado difícil que ahora conozco. Su lado cariñoso y encantador, las
pequeñas cosas que hacen que sea quien es, las manos con las que me
toca…
«Lo detesto. Lo detesto. Lo detesto».
Los ojos grises se clavan en los míos, llenos de preocupación.
—¿Estás bien?
No me había dado cuenta, pero respiro muy deprisa. Trato de coger
aliento y no lo consigo. De pronto, Kai parece muy sobrio y serio, y es por
el pánico que me ve en el rostro. El brazo con el que me rodea se tensa,
protector.
«Lo detesto. Lo detesto. Lo detesto».
—Pae…
«¿Por qué no lo puedo detestar? ¿Por qué?».
—¿Qué te pasa? —La voz es firme, atraviesa la neblina de histeria.
A mi alrededor hay tantos cuerpos, tan cerca, me oprimen. El aire que me
llega a los pulmones es escaso y muy caliente. Me siento confinada,
atrapada. El cuerpo, encerrado; el corazón, acelerado; la mente se burla de
mi debilidad.
La cabeza me da vueltas, y nosotros también. Nos detenemos
bruscamente: mi pareja, mis pensamientos, mi respiración, todo se para
conmigo. No puedo tragarme el pánico, no puedo tragar aire, no puedo
tragarme el orgullo y reconocer que me pasa algo.
«Cálmate. Estás bien».
De pronto, vuelvo a ser una niña pequeña, indefensa. La niña del padre
muerto y los sueños asesinados. La niña atada al poste, la que recibe
latigazos por robar para comer. La que se hace una bola, destrozada por el
dolor, consumida por el pánico. La que no podía estar entre mucha gente ni
en un espacio reducido sin que le faltara el aliento. Debilitada por la
angustia. Sin poder hacer nada por el pánico. Sin poder.
«Cálmate. Estás…».
Tengo un ataque de pánico.
De pronto, el vestido me aprieta demasiado, me estruja las costillas, me
ahoga, me impide respirar. La multitud que me rodea hace lo mismo: me
oprime, me asfixia, me presiona, sin entender que un jardín abarrotado de
gente me resulta de pronto aterrador.
—N-no puedo respirar… —jadeo, y me avergüenza reconocer ante él,
ante mí misma, un miedo que creía olvidado desde hace años—.
Claustrofobia —consigo decir.
No espera a que me esfuerce por explicárselo, sino que me aprieta contra
él y dejo que me lleve hacia los árboles.
—Aguanta. Un poco más —susurra mientras pasamos entre la gente, de
vuelta hacia el sauce.
Siento la corteza rugosa de un tronco contra la espalda y abro los ojos.
No me había dado cuenta de que los tenía cerrados.
En las sombras, casi no distingo a Kai delante de mí. Me mira con la
misma cara que cuando me estaba desangrando en el bosque.
—Respira, Pae. Respira.
También a él parece que le cuesta respirar. Me mira el rostro, también a
los ojos, frenético.
—Eh, eh, eh. Mírame —dice con voz amable, la más amable que le he
oído nunca.
Y, para variar, le hago caso. Parpadeo deprisa, estudio su rostro entre las
sombras, en la oscuridad, para tratar de calmarme. Aunque, técnicamente, él
ha sido la causa del ataque de pánico. Él me ha provocado pánico. Me lo
provoca. Perdí el control sobre mi mente y el miedo arraigado, la
claustrofobia, salió a la luz tras las huellas del pánico inicial que me causó
él.
Que me causó la frustración de lo que siento por él.
Sigo respirando jadeante, no consigo llenarme los pulmones. Él se
mantiene lejos, me deja espacio. Pero de pronto me rodea la espalda con el
brazo, despacio, con suavidad.
—¿Qué estás…?
De repente, el aire me llena los pulmones como si hubiera estado bajo el
agua hasta ahora y saliese a la superficie. Respiro a bocanadas, ansiosa,
disfrutando de la sensación de dilatar los pulmones. El pánico se empieza a
disolver y por fin puedo concentrarme.
—Así está mejor, ¿verdad? —Kai parece aliviado, aunque tiene la
sombra de una sonrisa burlona en los labios.
En ese momento me doy cuenta.
Se me mueve el vestido.
Bajo la vista y casi me atraganto al ver el tejido suelto que antes llevaba
ceñido al torso. La cintura está floja, ya no me abraza por encima de las
caderas.
El vestido se me va a caer.
Me sujeto la parte de arriba contra el cuerpo y le lanzo una mirada
llameante.
—¿Cómo se te ocurre…?
—Se me ha ocurrido que no podías respirar. —Kai se mete las manos en
los bolsillos. Es la viva imagen de la despreocupación—. Por mucho que
me gustara cómo te quedaba el vestido, he pensado que te quedaría igual de
bien desatado. —Inclina la cabeza hacia un lado y sonríe. Por lo visto, esto
le parece muy divertido—. Para que pudieras respirar, claro.
Me guiña un ojo. Tiene la cara dura de guiñarme un ojo.
Estoy echando humo.
—Te voy a…
—¿Dar las gracias? —me interrumpe mientras se estira las mangas de la
chaqueta.
Se me han acostumbrado los ojos a la luz escasa y no me sorprende ver la
diversión pintada en su rostro cuando me mira. No queda ni rastro del
hombre preocupado de hace unos momentos.
Tengo que sujetarme la parte superior del vestido con una mano mientras,
con la otra, intento cerrármelo por detrás, ya que, gracias a Kai, las lazadas
ya no lo hacen.
—Si tuviera una mano libre, te clavaría el puñal —le digo con los dientes
apretados.
—Me alegra ver que ya te encuentras tan bien como para amenazarme.
—Me dirige una mirada como si sopesara mi estado.
Tiene razón. Debería darle las gracias. No me había dado cuenta de lo
mucho que me apretaba el vestido hasta que el ataque de pánico hizo que
me faltara el aire. No me había dado cuenta de que solo con volver a
respirar hondo se me despejaría la mente. Ha sido buena idea desatarme las
lazadas, pero no se lo pienso decir.
«Distracción».
La palabra me resuena la cabeza y empiezo a pensar que es lo que ha
hecho Kai. Otra vez. Con sus bromas. Ha conseguido que dejara de pensar
en el pánico para centrarme en él. Ha utilizado la furia que me provoca para
distraerme. Pero lo que me sorprende no es lo calculador que puede ser,
sino lo atento que se muestra. Que comprenda qué necesito.
—Pae. —Se me ha acercado, y ya no queda ni rastro de diversión en su
rostro—. ¿Estás bien? ¿De verdad?
—Sí. Gracias. —Está a punto de sonreír—. No por desnudarme —me
apresuro a decir—. Sino por… por ayudarme.
Se encoge de hombros.
—Lo mismo digo.
Pongo los ojos en blanco y sigo manipulando las lazadas del vestido,
aunque sé muy bien que no me las podré atar.
—¿Te importa…? —Suspiro, molesta por tener que pedirle esto—. ¿Te
importa atarme las lazadas?
Me mira durante un largo momento.
—Sería mejor que te retiraras ya. Ve a descansar.
—Pues a ver cómo llego a mi habitación sin que se me caiga el vestido.
Noto que está a punto de decir algo de lo más inapropiado, pero se
contiene y se me acerca un paso.
—Es verdad —se limita a decir.
—No hace falta que esté apretado —digo al tiempo que me pongo de
cara al árbol—. Con que no se me caiga, me vale.
Casi no oigo sus pisadas suaves cuando se sitúa detrás de mí, pero noto
los dedos que me rozan la espalda desnuda para coger los cordones.
Tira de ellos con delicadeza, casi como si no supiera qué hacer. Me falta
poco para echarme a reír. Se muestra tan tímido que no parece él.
—Tengo que reconocer que se me da mejor quitar vestidos que ponerlos
—dice, distraído.
Suelto un bufido.
—Me imagino.
Su risa tranquila me agita el pelo y me quedo inmóvil. Tira de los
cordones una última vez antes de atarlos con habilidad. Los dedos
encallecidos me rozan la piel. Consigo contener un escalofrío y me vuelvo
al tiempo que me aliso la falda del vestido. La mirada gris me recorre el
cuerpo antes de detenerse en mis ojos.
—¿Ya no te ahogas? —me dice.
—No. —Me echo a reír—. Estoy respirando bien. Gracias.
Doy un paso para salir de debajo del sauce y Kai se sitúa a mi lado.
—Te acompaño a tu habitación —dice.
—No hace falta.
—Cierto. No hace falta. —Me ofrece el brazo y echamos a andar por el
jardín bullicioso hacia el castillo—. Pero me apetece.
Inclino la cabeza y sonrío.
—No me costaría acostumbrarme a esta caballerosidad, Azer.
Se queda callado tanto tiempo que creo que no va a responder. Al final,
cuando lo hace, la sonrisa se le trasluce en la voz.
—Y a mí no me costaría ser un caballero por ti, Gray.
—Este juego se te da fatal.
La respuesta de Kitt es una carcajada que solo se interrumpe cuando se
lleva la petaca a los labios y bebe un sorbo.
—El juego consiste en beber cada vez que Jax pisa a Andy —farfulla
después de tragar—. ¿Cómo se me va a dar mal?
Mi hermano tiene las mejillas sonrojadas y el pelo revuelo, y me imagino
que yo debo de estar igual. Llevamos casi una hora sentados en la hierba,
viendo bailar a los invitados sobre las alfombras de colores. La corteza
rugosa del árbol contra el que me he recostado se me clava en la espalda
ahora que me he quitado la chaqueta y solo llevo la camisa manchada.
Kitt me mira, todavía a la espera de que responda a su pregunta. Y lo
hago sin vacilar.
—Se te da fatal porque no te aciertas en la boca.
—Espera, que ahí va… —murmura Kitt con los ojos clavados en Andy y
Jax, que bailan entre las demás parejas. Jax se ríe y tropieza, se enreda con
los pasos, y vuelve a pisar a Andy—. Y ya. No falla.
—Salud. —Suspiro, y le cojo la petaca para beber un trago que me arde
en la garganta.
Kitt me mira.
—¿Seguro que quieres seguir bebiendo? La Prueba es mañana.
—Un poco de fe en tu ejecutor, hermano. Me he enfrentado a cosas
mucho peores que una resaca.
No me responde, y sigo la dirección de su mirada. Está mirando a nuestro
padre, que baila con mi madre.
—No lo veía tan feliz desde hace…, ufff, años —dice Kitt en voz baja,
sin rastro de humor.
Asiento al ver que el rey sonríe a la reina como solo le sonríe a ella. Le
tiene reservado un afecto que no nos ha dedicado nunca a nosotros. A mí.
Pienso en eso y bebo otro trago de la petaca.
—No sé, igual cuando acabemos con la Resistencia es más feliz. —Kitt
se encoge de hombros—. Por cierto. —Aparta la vista de la pista de baile
para centrarse en mí—. ¿Le has sacado información al silenciador?
Yo también me encojo de hombros.
—Lo he matado.
No se inmuta.
—Eso quiere decir que no.
Suspiro.
—Eso quiere decir que no.
—Hum. —Kitt frunce el ceño—. ¿Y la vulgar de Saqueo? ¿Le sacaste
información?
Vuelvo a ver la cara de la niña, el pelo rojo como el fuego.
—Era una cría. Dudo que supiera nada de la Resistencia.
Nos quedamos en silencio un momento. Kitt carraspea para aclararse la
garganta.
—¿Pequeña?
—Muy pequeña.
Asiente, pausado.
—Así que no lo hiciste.
Me pongo rígido. Kitt y yo nunca hemos hablado de esto. Nunca hemos
hablado de la vez que me encontró en los establos, cubierto de sangre,
vomitando tras una de mis primeras misiones a la ciudad para matar a un
vulgar. Yo era un chico de catorce años cuando maté a otro no mucho más
joven que yo. Y juré que no volvería a hacerlo.
Desde entonces, el rey me ha encargado muchas muchas misiones para
entrenarme. Kitt está atrapado en palacio, pero yo nunca estaré libre de
matar. Nunca podré elegir. Así que conservo una pizca de cordura
expulsando a los niños vulgares con sus familias.
Aunque sé que los estoy condenando a muerte.
—No, no lo hice —respondo.
Mi hermano es el único al que le confío el peso de estas palabras. Tardó
años en sumar dos y dos antes de venir a mi habitación una noche para
beber conmigo, para enfrentarse a mí cuando yo ya no podía ni pensar.
Mi deber es destruir, y el rey se ha encargado de que no me importe
matar. Pero, en el caso de los niños, quiero que me siga importando.
Hasta los monstruos tienen principios.
Dejo escapar un suspiro y me llevo la petaca a los labios.
—No estoy tan borracho como para hablar del tema.
—Ni yo. —Kitt me quita la petaca de la mano con una sonrisa, y solo
entonces se fija en la mancha de la camisa—. ¿Qué demonios te ha pasado?
—Paedyn. —Suspiro de nuevo—. Me ha pasado Paedyn.
Kitt se ríe, pero parece tenso.
—Esa chica es… demasiado.
—Qué bien te expresas, Kitty.
Niega con la cabeza y se pasa una mano por la cara.
—No sé ni cómo expresar lo que es. Pero…, por la plaga, ella sí que se
expresa sobre mí, y se queda a gusto.
Me pongo rígido, aunque me esfuerzo para que la voz me salga natural.
—¿En serio?
Se echa a reír.
—Sí. Es la única persona que no me dice lo que quiero escuchar. No
tiene miedo de decir lo que piensa. Y a menudo, por cierto.
—¿Quieres que te lleve la contraria más a menudo, hermano? —pregunto
en tono indiferente—. ¿Te refieres a eso?
Me da un codazo sin hacerme caso.
—Tiene… una especie de fuego. El otro día me llamó idiota.
Se me escapa una sonrisa, y eso pese a que la tensión es casi dolorosa.
—No le falta razón.
—Es curioso —dice. Tiene la mirada perdida entre la gente que se mueve
por el jardín—. Hace poco que la conozco, pero sé que quiero conocerla
más.
Se hace el silencio. Sus palabras quedan suspendidas en el aire.
—Pues me equivocaba —digo, tenso—. Sí que te expresas bien.
Se vuelve hacia mí con una sonrisa.
—¿Y tú? ¿Qué piensas de ella?
Me miro la mancha de la camisa. Huelo a vino y a whisky, y a ese toque
de lavanda que siempre acompaña a Paedyn. Y esta noche ha estado muy
cerca de mí, así que su aroma se me ha pegado a la ropa y me distrae.
¿Qué pienso de ella?
«¿Cuándo no pienso en ella?».
Le cojo la petaca de la mano y repito lo que he dicho antes.
—No estoy tan borracho como para hablar del tema.
Mentira.
Hasta cuando estoy sobrio, Paedyn hace que me dé vueltas la cabeza. No
tengo que estar borracho para saber lo que ha hecho conmigo, lo que me ha
hecho sentir.
El movimiento de las faldas y los murmullos nerviosos me obligan a
levantar la vista. Veo que los invitados salen de los jardines y se dirigen
hacia la zona de entrenamiento. Miro a Kitt, confuso.
—No tengo ni idea —responde, antes de que yo formule la pregunta
Nos ponemos de pie, aunque no del todo firmes, y seguimos a la gente.
Antes incluso de llegar al patio iluminado con antorchas, veo que se han
erigido plataformas en torno a un círculo de tierra, y que los invitados están
ocupando sus asientos.
Azulah sale al centro del círculo y sonríe a los invitados.
—¡Sorpresa! ¿No es genial? Hoy no nos conformamos con un baile,
¡también tenemos una pelea!
«No tenía planeado luchar esta noche».
La gente aplaude y grita, y mira por todas partes, supongo que buscando
a los contendientes. Yo hago lo mismo. No hay ni rastro de las chicas. Solo
veo a Jax, a Braxton y a Ace, al otro lado.
Me paso una mano por el pelo. De pronto, estoy mareado, tanto por el
alcohol como por todos los poderes que me rodean. Tengo la petaca en la
mano sudorosa, y desearía no haber bebido tanto, aunque al mismo tiempo
me estoy planteando vaciarla de un trago. Me voy a dirigir hacia los otros
contendientes, cuando una mano me agarra del brazo.
—Kai. —Me vuelvo. Kitt me está mirando—. Por si no te veo mañana…
—Lo sé —digo. No necesito que me diga lo que siente por mí. Sé que es
verdad—. Lo sé.
—Ve con cuidado —me dice con un atisbo de sonrisa—. Y ni se te ocurra
morirte.
—Tranquilo. No te vas a librar de mí con tanta facilidad, Kitty.
—¿Por qué tardas tanto? A veces eres de lo más princesa.
El gruñido de Lenny me llega amortiguado por la puerta que lo separa de
mi habitación. Me estoy desnudando a toda prisa.
—Calma —le gruño yo también—. No quiero destrozarme el vestido.
—Justo lo que diría una princesa.
Pongo los ojos en blanco y me visto con los pantalones finos de entrenar
y una camiseta suelta de algodón.
—No sé, ¿qué princesa iría a pelear para divertir a los invitados de un
baile?
Me pongo las botas. Me pican las manos de ganas de esconder el puñal
en una, pero, cuando Lenny ha venido a aporrear la puerta para decirme que
vaya a la zona de entrenamientos para una lucha, ha mencionado que no se
podían llevar armas. Miro el puñal plateado y suspiro. Ojalá pudiera tenerlo
conmigo, aunque solo fuera para sentir el peso reconfortante.
Abro la puerta de golpe y Lenny, que se había recostado contra ella, está
a punto de caerse. Suelto un bufido y me responde con una sonrisa
sarcástica antes de echar a andar a buen paso por el corredor.
—¿Esto es normal? —pregunto en un susurro apresurado, muy cerca de
él para que ningún otro imperial nos escuche—. Lo de hacernos pelear en
un baile, digo. Justo antes de una Prueba.
Me mira y, aunque la máscara blanca le tapa la mitad de la cara, veo la
preocupación en sus ojos. Lenny siempre lleva las emociones a la vista,
pintadas en el rostro.
—En las Pruebas de este año no hay nada normal.
Asiento. Doblamos una esquina y nos dirigimos apresurados hacia el
patio de entrenamiento. Las gradas que se han levantado en torno al círculo
de tierra están ocupadas por los invitados, vestidos con elegancia en verde y
en negro. Parecen fuera de lugar entre tanto barro. Las antorchas que rodean
el círculo proyectan sombras misteriosas en los rostros emocionados de los
espectadores.
—¿Le has sacado ya información a tu príncipe? ¿Sobre algún túnel, por
ejemplo? —me pregunta Lenny en voz baja.
Le lanzo una mirada intencionada.
—No. En las horas transcurridas desde que me lo preguntaste por última
vez, no.
Se le escapa una sonrisa, que contiene de inmediato cuando entramos en
el círculo. Recorro la escena con la mirada. Azulah está en el centro, y la
multitud se inclina hacia delante para escuchar cada palabra, a pesar de la
amplificación.
—¡No pudisteis presenciar la primera Prueba en directo, como es
tradicional, así que esta noche os hemos preparado algo muy especial! —La
gente aplaude—. Vamos a seleccionar al azar a los contendientes para un
enfrentamiento, ¡esperamos que el resultado os ayude a la hora de votar!
Me da un vuelco el corazón.
«No solo voy a perder en la pelea. También voy a perder en los votos».
Busco con la mirada al resto de los contendientes y los veo al otro lado
del círculo. Por lo visto, solo las chicas hemos tenido ocasión de
cambiarnos de ropa. Los chicos aún llevan los pantalones y la camisa de
gala.
Veo que Andy hace estiramientos, y Blair está a su lado, muy rígida.
Junto a ellas, Jax y Braxton hablan en susurros, y el segundo se sube las
mangas para dejar al descubierto los brazos musculosos. Ace está un poco
aparte, con la barbilla muy alta, observando a la gente.
Y entonces lo veo a él, con las perneras de los pantalones arremangadas y
la camisa, ahora traslúcida, pegada al cuerpo. Se ha echado agua por encima
para disipar los efectos del alcohol, y se me escapa una sonrisa cuando lo
veo sacudirse el pelo empapado.
Azulah grita su nombre, y Kai alza la vista para mirar a los ojos a su
oponente. Braxton le devuelve la mirada, lo saluda con un ademán y entra
en el círculo. El corazón me palpita frenético, y los dos chicos se enzarzan
en la pelea.
No me sorprende ver a Kai más torpe que de costumbre. Era de esperar,
no es que esté sobrio. Pero, pese a la desventaja, los años de entrenamiento
entran en acción, y se sumerge en el ritmo que conoce tan bien. La pelea es
feroz, y la multitud se muestra encantada con cada puñetazo que asestan o
esquivan. Cuando Kai consigue a duras penas clavar a Braxton contra el
suelo durante unos segundos, la multitud lo aclama. Los imperiales entran a
toda prisa y los separan antes de que se hagan más daño.
Los siguientes en intervenir son Andy y Ace, y su enfrentamiento es
rápido. Nada más entrar en el círculo, Andy se transforma en un lobo de
lustroso pelaje color vino. Gruñe cuando Ace recurre a su truco habitual de
rodear al adversario con copias intangibles de sí mismo. Pero, en su forma
animal, Andy solo tiene que olfatear el aire para detectar al verdadero Ace y
saltar sobre él sin darle tiempo a reaccionar. Lo derriba y le clava las garras
en el pecho, mucho más animal que Andy.
—A continuación, se enfrentarán Blair Archer y… —Azulah mira la
tarjeta antes de exclamar—. ¡Paedyn Gray!
Suelto la respiración contenida. El corazón me late a toda velocidad.
«Tenía que ser ella».
Me adelanto hacia el círculo dispuesta a enfrentarme a mi destino cuando
unos dedos callosos se me cierran en torno a la muñeca y me hacen girarme
en redondo. Con el impulso, la trenza me vuela por encima del hombro y
casi me da en la cara cuando me vuelvo y choco de bruces contra Kai. Casi
no me da tiempo a verle los cortes y magulladuras que tiene en la cara antes
de que tire de mí.
Cualquiera que lo haya visto pensará que he tropezado con el príncipe.
Baja la cabeza hasta casi rozarme la oreja con los labios y habla bajo,
deprisa.
—No pierdas la concentración y no dejes de moverte. Eres más dura que
ella, así que utiliza la cabeza y cualquier cosa que puedas. Físicamente, es
débil, y tú, no. Aprovéchalo. —Alza la cabeza y le veo los ojos color humo
—. Distráela —murmura—. Eso se te da bien.
Me da un tironcito de la trenza y me guiña un ojo antes de apartarse.
Parpadeo y trato de concentrarme al tiempo que me doy la vuelta y entro
en el círculo.
Miro a la multitud, y me detengo cuando mis ojos se posan en el rey,
sentado en un sillón de madera tallada, junto a su reina. No me estoy
imaginando la expresión de satisfacción que se le ve en la cara, lo que me
hace preguntarme hasta qué punto son aleatorios los emparejamientos. No
me extrañaría que fueran cosa del rey. Seguro que tiene tantas ganas como
todos los presentes de ver cómo Blair me despedaza.
La sonrisa de Kitt, al lado del rey, no podría ser más diferente de la de su
padre. Me hace un ademán con la cabeza, apenas un gesto alentador. Un
movimiento color lila me llama la atención desde el otro lado del círculo,
hacia mi adversaria. Tiene el pelo recogido con una cinta, y lo sacude al
adelantarse.
En cuanto pone el pie en la arena, empieza el juego.
Un cuchillo me pasa silbando junto a la cabeza y me tiro al suelo. Oigo la
risa cínica cuando un hacha vuela hacia mí. Me está lanzando las armas de
los estantes cercanos al círculo. No sé si está permitido, pero estoy
demasiado ocupada esquivando para planteármelo.
Me echo hacia un lado cuando un cuchillo pequeño y muy afilado corta
el aire y, de paso, mi piel. Siento un latigazo de dolor ardiente en el pómulo,
cortesía del metal.
—¿Qué pasa? ¿Tu poder de mental no te ha avisado de lo que se te venía
encima? —se burla al tiempo que me sigue lanzando las armas.
El latido de la sangre en las orejas es tan estruendoso que casi no oigo los
gritos de la multitud.
Por ahora, lo único que he conseguido es cansarme. Es obvio que Blair
no quiere que la pelea termine deprisa. Le bastaría con estrangularme para
ganar. No, se quiere divertir un rato a mi costa, aparte de demostrar a la
gente de lo que es capaz.
No puedo seguir mucho más a la defensiva, pero tampoco quiero acabar
como un alfiletero, llena de cuchillos.
«Allá vamos».
Me lanzo contra ella. Solo que, en vez de ir directa, hago un zigzag. Abre
más los ojos; es obvio que no esperaba esto, pero se recupera enseguida y
me sigue lanzando armas, ramas, piedras.
«Solo tengo que ponerle las manos encima…».
No es buena luchadora y lo sabe. Por eso se esconde detrás de su poder,
como hacen la mayoría de los élites. De no ser por su habilidad, este
enfrentamiento habría terminado muy deprisa.
Pese a todos los zigzags que hago, me sigue empujando hacia fuera del
círculo. No puedo ganar terreno mientras me siga lanzando objetos afilados
y obligándome a esquivar.
Una piedra se me estrella contra el hombro.
Piensa. «Piensa».
Blair interrumpe la andanada de objetos voladores para levantarme por
los aires con solo un movimiento de la muñeca. Se me escapa un grito
estrangulado cuando me veo suspendida en el aire, a un metro por encima
de la tierra prensada.
Luego, me suelta.
Choco contra el suelo con fuerza. Suelto de golpe el aire de los pulmones
y tengo que luchar por tomar aliento. Una nube de polvo se levanta en el
lugar donde he quedado tirada, sin respiración en medio del aire húmedo.
«Levántate».
Me duele todo el cuerpo, pero consigo ponerme de pie. Blair parece
sorprendida de que lo intente.
«Distráela».
Vuelvo a oír lo que me ha dicho Kai, y se me ocurre una idea.
Cojo una piedra del suelo, seguramente la que me ha dejado el hombro
dolorido, y la agarro con el puño. Blair ha vuelto a lanzarme objetos, y
mientras esquivo, me agacho y ruedo, consigo dar con un cuchillo tirado en
la arena, entre otras muchas armas.
Con un movimiento veloz, cojo impulso con el brazo y le lanzo el
cuchillo contra la cara, seguido de inmediato por la piedra. Se detiene y, con
indiferencia, alza las manos para detener ambos objetos antes de que la
toquen. Sonríe. Por lo visto le hace gracia que no pueda hacer más.
O eso cree.
Mientras está concentrada en detener los objetos, no pierdo un segundo
en lanzarme contra ella. La agarro por la cintura y rodamos por el suelo. Se
queda sin respiración, lo que me da unos segundos antes de que eche mano
de su poder para alejarme de ella. Solo unos segundos.
Pero no necesito más.
En ningún momento he intentado ganar. Solo quería demostrar algo.
Tengo que dejar claro, para mí misma y para los que me miran, que sigo
siendo peligrosa. Puede que no tenga un poder como los de ellos, pero voy
a encontrar la manera de hacerles daño.
Le doy un puñetazo en la mandíbula con tal fuerza que el cuello le da un
latigazo. Seguro que no está familiarizada con el dolor que acompaña a un
golpe, con que nadie se le acerque tanto como para intentarlo. Se queda
aturdida. Consigo encajarle otro puñetazo en la naricita perfecta y empieza
a sangrar. Alzo el puño de nuevo…
Pero por fin ha recuperado el control.
Grita y me lanza por los aires como una muñeca de trapo. Me estrella
contra el suelo con fuerza y, una vez más, me encuentro mirando al cielo y
luchando por coger aire.
Oigo su grito de frustración. Se debe de estar frotando la mandíbula
dolorida, con las manos sobre la nariz llena de sangre. El sonido de las
botas que se alejan a toda prisa me indica que ha debido de salir corriendo
en busca de un curandero para que nadie le vea las heridas en el rostro
impecable. Y menos si se las he causado yo. Una mendiga.
Oigo aplausos y aclamaciones, y un murmullo confuso entre el público.
Sonrío y, antes de darme cuenta, estoy riendo a carcajadas. No puedo
contenerme y me sigo riendo donde estoy, tirada en el suelo.
«He perdido el enfrentamiento, pero la que ha perdido el orgullo es
Blair».
Me despierto al pie de una montaña.
Monte Picado.
Lo sé porque ya he estado aquí, con mi padre, casualmente, dominando
mis miedos y esas cosas.
Pero no estoy solo.
Andy, a mi lado, deja escapar un gemido. Abre los ojos y se incorpora de
repente, y mira a su alrededor igual que he hecho yo hace unos minutos.
El corazón me late a toda velocidad. Entre el alcohol, las peleas de
anoche y la droga con la que me han dormido para traerme aquí, me he
sentido mejor en el campo de batalla. Pero, en Picado, lo primero que he
notado son las palabras que llevo garabateadas en la mano.
«Ha dicho que puedo tocarla cuando esté sobrio».
No recuerdo haberlo escrito, y me sorprende, considerando lo bien que
recuerdo cada detalle de la noche anterior. Paedyn pegada a mí, nuestra
conversación, el ataque de pánico hasta que le desaté las lazadas del
vestido. Tengo que contenerme para no sonreír cuando recuerdo cómo
inmovilizó a Blair y le dio puñetazos en la cara.
—Por la plaga, ¿qué pasa aquí?
Braxton está de pie y parpadea bajo el sol de la tarde. El pelo lila de Blair
brilla tras él cuando se incorpora, tan confusa y tensa como los demás. Nos
miramos y recordamos cómo peleamos la noche anterior, cómo nos tuvieron
que separar.
Me saco la nota arrugada del bolsillo y la tiro al suelo.
—Nos han dejado esto.
Oigo el bufido de Blair, que coge el papel y lee en voz alta con tono
aburrido.

La segunda Prueba podéis ganar.


Y ahora tendréis que colaborar.
En doce horas llegad a la cima.
Dejad al otro equipo en esta sima.

—Menuda gracia —gruñe Andy a mi lado, y se frota el rostro sucio con


las manos.
—A ver si me entero —dice Blair—, ¿tenemos que trabajar en equipo?
«Mi padre se lo debe de estar pasando en grande».
Anoche nos obligó a luchar para echar leña a la tensión entre los
contendientes, para dejarnos con ganas de matarnos. Fue una sucesión de
peleas contra adversarios al azar que duraron hasta bien entrada la noche y
nos dejaron agotados. Y ahora tenemos que trabajar hombro con hombro, al
tiempo que nos aguantamos las ganas de terminar lo que dejamos a medias.
Alzo la cabeza dolorida para examinar el cielo. El sol me dice que la
tarde está avanzada, así que vamos a tener que escalar de noche.
«Qué bien».
—Nos vamos a quedar sin luz —digo con un suspiro—. Venga, en
marcha.
Iniciamos el ascenso, confusos. No entendemos esta Prueba, ni que
esperen que colaboremos en lugar de despedazarnos. Picado no es la
montaña más alta, pero resulta, como mínimo, intimidante. En la base nos
enfrentamos a una densa barrera de árboles y rocas. Más arriba, los árboles
empezarán a escasear y las rocas serán más empinadas; las laderas, más
resbaladizas. Vamos a tener que escalar doce horas seguidas sin comida, sin
agua, sin armas, y sin confiar los unos en los otros.
Veo con el rabillo del ojo a los vistas, veloces y silenciosos, que van
documentando nuestros progresos. Debe de haber docenas de ellos situados
por toda la ladera, a la espera de que pasemos cerca de donde están.
Blair y Braxton ascienden, rígidos, muy cerca el uno del otro, sin dejar de
mirarse con desconfianza. Andy se mantiene a mi lado para dejar bien clara
su lealtad. Se ha convertido en mi única fuente de entretenimiento; la charla
intrascendente me distrae de la montaña que se alza amenazadora ante
nosotros. La escucho quejarse de que se podría transformar en halcón y
dejarnos tirados si no fuera porque tiene que ser un trabajo de equipo.
—Vale, venga —dice con la respiración algo acelerada tras dos horas de
ascenso—. Veo veo…
—Por mil plagas, para de una vez —protesta Blair al tiempo que con su
poder le lanza una piña a la cabeza a Andy—. Llevas una hora con el veo
veo, y nadie está jugando contigo. Me dan ganas de pasar de esto del
trabajo en equipo y arrancarte la cabeza de cuajo.
Su voz es casi un gruñido, pero Andy no deja de sonreír.
—No has cambiado nada, Blair —comenta con desdén. Se encoge de
hombros—. La que nace odiosa…
Blair hace que un ejército de piñas se eleve sobre el suelo a modo de
amenaza silenciosa.
—Como no cierres el pico, te vas a encontrar con una piña en la garganta.
—Gracias por darme la razón —entona Andy.
Blair suelta las piñas y coge una de las grandes rocas que salpican el
terreno. La manda volando hacia Andy, que es lo mismo que lanzarla
volando hacia mí. Adopto la habilidad de Blair y, con un movimiento de la
muñeca, mando la roca en otra dirección, y se estrella contra un árbol
cercano.
—Ya está bien, chicas —digo en un tono aburrido que refleja mi estado
de ánimo—. No quiero que me pilléis en medio.
Braxton me dedica un gruñido de asentimiento, y nos encerramos en un
silencio tenso durante el ascenso. El sol sigue su viaje por el cielo, nos cae
implacable. El sudor me corre por la frente y tengo la garganta reseca.
Entonces, un grito rasga el silencio.
Me vuelvo y veo que Andy se sujeta la pantorrilla con los ojos clavados
en el suelo.
—Kai. —Su voz es poco más que un susurro—. No. Te. Muevas.
Sigo la dirección de su mirada y me encuentro con docenas de ojos
negros como piedrecillas y lenguas bífidas que vibran. Serpientes. Grandes,
hambrientas. Con la maleza y las rocas, ni siquiera veo cuántas son, pero sé
que hay suficientes para estar preocupado.
Blair contiene un grito al ver a las bestias sibilantes que nos rodean, y
Braxton masculla un taco.
—Vale —digo en voz baja sin apartar la vista del suelo—. De esto nos
vamos a encargar tú y yo, Blair.
Me clava los ojos muy abiertos, la pose gélida derretida por el miedo.
—¿Qué hacemos? —susurra con voz ronca mientras trata de disimular el
pánico.
Cojo aire, aunque no sé si tengo la respuesta. La serpiente que tengo más
cerca se aproxima por momentos. La miro y pienso a toda velocidad.
—Yo me encargo de las de esta zona. —Hago un ademán para incluir el
área donde estamos Andy y yo—. Tú, encárgate de ese lado.
—¿Que me encargue? —sisea como una serpiente de las que nos rodean.
—Eso es. Encárgate. —Suspiro—. No es el mejor plan del mundo,
pero… lánzalas lejos.
—¿Que las lance?
Hago caso omiso de la pregunta.
—¿Preparada? —Gruñe algo y lo tomo como una confirmación—. Bien.
—Una pausa—. ¡Vamos!
Ataco con el poder de Blair a las serpientes que se deslizan a nuestros
pies. Levanto tres grandes cuerpos del suelo y las lanzo montaña abajo.
Oigo un coro de siseos y veo dos más, y las lanzo junto con sus amigas.
Hay docenas de serpientes. Blair y yo las hacemos volar a derecha e
izquierda mientras todos saltamos y esquivamos las que se nos acercan
demasiado. Oigo un grito de Andy y veo que se le acerca una con la boca
abierta y los colmillos preparados para enterrarse en la carne. La alzo por
los aires antes de que vuelva a morder a Andy en la pierna.
Cuando por fin conseguimos pasar de largo el nido de serpientes, veo que
Andy se tambalea, y al instante estoy a su lado.
—Te han mordido. —No es una pregunta—. Déjame ver.
Está muy pálida y se quita la mano de la pantorrilla para mostrar dos
heridas profundas de colmillo. La sangre le corre por la pierna y se le mete
en el zapato.
Le aparto de la frente sudorosa un mechón de pelo rojo y la miro a los
ojos.
—¿Cómo estás?
—Bueno. —Trata de reírse—. Con el orgullo herido, sobre todo. Ni
siquiera la vi venir. Luego aparecieron las demás y… Lo siento…
No termina la frase, sino que se concentra en el sol que empieza a
ponerse detrás de la montaña.
—Oye, que nadie las ha visto. Pero necesito que me digas si estás bien.
«Por la plaga, que no sea venenosa».
—Me encuentro bien. Duele de mil demonios, pero estoy bien.
«Por ahora».
Las palabras que no llegamos a pronunciar quedan suspendidas en el aire,
entre nosotros.
Quiero creer que nuestro único problema es el dolor, nada más. Quiero
creer que no voy a perder a otra de las pocas personas que me importan.
—¿Puedes caminar? —le pregunto.
Da un paso con una mueca de dolor.
—Sí, sí. Estoy bien.
—Y una mierda —mascullo, y me agacho ante ella—. Venga, súbete a la
espalda. —Vuelvo al cabeza y le sonrío—. Como en los viejos tiempos.
Deja escapar una risa ronca.
—No, en serio, estoy bien…
—Es obvio que no —interviene la voz nerviosa de Blair—. Deja que te
lleve de una puñetera vez para que podamos seguir. —Reanuda el ascenso
—. Por la plaga, cómo detesto trabajar en equipo.
—Me puedo intentar transformar en un animal pequeño para que te
cueste menos llevarme. —Andy no parece muy segura—. Pero no sé si por
mucho tiempo.
—Conserva las fuerzas. Venga, arriba.
La ayudo a subir y la agarro por la parte trasera de las rodillas mientras
ella se me sujeta a los hombros. Es flaca y larguirucha, y apenas me pesa.
«De momento».
Y seguimos subiendo.
Tengo una piedra en el zapato. Es la misma piedra que llevo hace media
hora, pero tengo las manos ocupadas en agarrarme para no caer hacia una
muerte segura, así que no puedo hacer nada.
Llevamos horas escalando. Ahora hay muchos menos árboles, y han
dejado paso a laderas empinadas cubiertas de plantas resbaladizas. Me
agarro a las rocas más grandes y trato de recuperar el aliento mientras miro
hacia arriba, hacia nuestro destino.
La cumbre.
No hemos parado de subir, pero sigue muy lejos. Jax, a mi lado, jadea
tanto como yo.
—Me parece que no estamos en forma —le digo con la respiración
entrecortada.
Me sonríe.
—¿Te parece? —responde.
Sofoco una risa y obligo a mis pies a que se sigan moviendo. Tengo las
piernas temblorosas de la tensión de horas de escalar sin comida y sin agua.
Le tiendo una mano a Jax para ayudarlo en un tramo rocoso más empinado.
Así le devuelvo el favor que él me ha hecho repetidas veces.
—Qué monos.
Jax y yo nos tensamos al oír la voz, sobre todo porque su dueño ha
tratado de matarnos a los dos. Me muerdo la lengua y trato de sofocar la
llamarada de ira que se me enciende dentro, y no hacerle caso.
Ace deja escapar un suspiro teatral y sigue ascendiendo cerca de
nosotros.
—Qué situación más incómoda. Los tres en el mismo equipo.
«No es incómodo. Es deliberado».
El rey lo hace todo con una intención. Una intención retorcida. Y esta
Prueba no es la excepción. Las peleas de anoche, los equipos, la tensión
entre los contendientes… Todo es calculado.
—¿Qué? ¿Me vais a ignorar hasta que lleguemos a la cima? —canturrea
Ace detrás de nosotros.
Menos mal que Jax es el otro élite de mi equipo. Así no tengo ganas de
matar a mis dos compañeros. Bien pensado, tal vez sea un inconveniente,
porque confío demasiado en él. Pero desecho la idea, y me niego a pensar
en eso igual que no pienso en el chico que escala detrás de mí.
—Por lo menos… —empieza Ace, pero se corta en seco—. ¡Paedyn!
¡Cuidado! —exclama.
Me vuelvo para mirarlo y veo la serpiente gigante que se desliza en torno
a mis tobillos. Se me escapa un grito estrangulado, tropiezo con una roca y
caigo hacia atrás…
Lo último que veo cuando parece que estoy a punto de caer montaña
abajo hacia la muerte es cómo la serpiente se convierte en sombras cuando
la rozo con el pie.
«Una ilusión».
Pero es demasiado tarde. Voy a caer rodando, sin nada a lo que
agarrarme…
—¡Te tengo! —exclama Jax detrás de mí—. Creo.
Estiro el brazo y me agarro a la roca escarpada que hay más cerca, y
recupero el equilibrio. Vuelvo a estar casi erguida y con las piernas firmes,
y Jax parpadea delante de mí, sudoroso y jadeante. Me imagino que mi
aspecto no es mucho mejor, pero le sonrío, y espero que sepa leer la gratitud
en mis ojos. Ha parpadeado detrás de mí para salvarme de…
El pensamiento se me borra de la mente junto con cualquier otra idea
racional. Me giro hacia Ace, todavía agarrada a la roca. No me fío de mis
piernas temblorosas.
Me dirige una sonrisa fría.
—Cuidado. No quiero que mi compañera de equipo resulte herida.
—Eres un… —Me muerdo la lengua. Me dan ganas de bajar por la
pendiente y estrangularlo.
—No —me dice Jax en voz baja—. Todavía no.
Titubeo, pero al final vuelvo a mirarlo a los ojos oscuros. Tras una larga
pausa, tras respirar hondo, asiento. Jax tiene razón al recordarme que no
puedo matar a nuestro compañero de equipo, y además es obvio que se le da
mejor que a mí controlar la rabia. Así que, todavía tensa, vuelvo a
concentrarme en la montaña, en la escalada.
Seguimos ascendiendo en silencio. Al cabo de unos momentos, carraspeo
para aclararme la garganta reseca.
—Gracias, Jax. No tenías por qué ayudarme, y aun así…
—Pues claro. —Se encoge de hombros—. Además, si no te ayudo, mis
hermanos no me habrían perdonado.
«Sus hermanos».
La noche en que Kai y yo bailamos durante la primera Prueba, la noche
en la que hablamos con sinceridad sobre nuestras vidas, me enteré de lo
unidos que están los príncipes y Jax. Kai me contó en pocas palabras el
naufragio del barco de los consejeros en el mar Bajío, cómo incluyeron a su
hijo en la familia cuando apenas tenía seis años.
Me río sin ganas.
—No sé… Seguro que Kai prefiere tener menos competencia.
Me mira, extrañado, y tiene que hacer un esfuerzo para no reírse.
—No en tu caso. —Suelto un bufido, pero Jax sigue hablando en tono
animado—. Hablando de Kai, no sé cómo estará llevando esto.
—¿Estará llevando qué?
Jax se da impulso para subir por una roca escarpada. Me responde casi
sin aliento.
—La montaña. —Ve mi expresión confusa—. No soporta las alturas.
—¿Qué? —se me escapa—. Pero si lo vi subirse a un pino en los
Susurros en la primera Prueba. Me pareció que estaba…
Jax se echa a reír y termina la frase por mí.
—¿Bien? ¿Incluso tranquilo? Sí, se le da de maravilla ocultar lo que
siente.
—Una máscara más que se pone —susurro.
Jax asiente, con lo que una gota de sudor le rueda por la cara.
—Ya lleva mucho mejor lo de las alturas, pero solo porque el rey lo ha
sometido a un entrenamiento muy duro.
Ya sabía lo del «entrenamiento» canalla del rey, pero Kai no me ha
mencionado nunca su miedo a las alturas.
—¿Qué lo obligó a hacer?
—Se tuvo que subir a los árboles más altos de los Susurros una y otra vez
hasta que el rey se convenció de que había superado el miedo.
—¿Qué? —La voz me tiembla tanto como las piernas que a duras penas
me llevan montaña arriba.
«Su padre, su propio padre, lo obligó a revivir su peor miedo una y otra
vez».
Por lo visto, las torturas que Kai me contó que tuvo que soportar no
fueron solo físicas.
—Yo era muy pequeño cuando Kai pasó por la mayor parte de su
entrenamiento para ser el futuro ejecutor, pero no se me olvidarán las
noches que volvía lleno de sangre y con lágrimas en la cara. —Jax se mira
los pies. De pronto, está más serio de lo que lo he visto nunca—. Me parece
que tenía miedo de asustarme, así que entraba en su habitación todas las
noches casi a hurtadillas. Pero lo vi más de una vez lanzando tajos con la
espada contra los postes de la cama.
Seguimos ascendiendo en silencio un momento. Hago lo posible por
dejar de lado los pensamientos que me dan vueltas en la cabeza, el nudo en
la garganta, la presión que noto tras los ojos. Luego, Jax esboza una sonrisa
cansada.
—A pesar de todo, mis hermanos son los mejores.
—Siento interrumpir esta conversación tan tierna —dice Ace arrastrando
las palabras—, pero ¿soy yo o se oye un ruido?
Al principio creo que es otro intento de engañarme con una ilusión, pero,
de pronto, lo noto. Un temblor me estremece por dentro. Viene de la
montaña. Las piedras más pequeñas ruedan por la pendiente empinada. Me
agacho para agarrarme a algo, lo que sea.
—Una avalancha —susurro.
Me invade el miedo, pero lo aparto a un lado con determinación.
«No voy a morir hoy, y menos por culpa de unas rocas».
Me trago el pánico ante el sonido de las rocas que ruedan hacia nosotros,
que lo arrasan todo y chocan en su camino hacia nuestra muerte.
—¿Qué hacemos? —jadea Jax a mi lado.
—No morir —respondo.
—Qué buena idea —masculla Ace, demasiado tranquilo dada la situación
en la que nos encontramos.
El rugido de las rocas suena cada vez más cerca. Vemos los peñascos que
se han soltado y ruedan hacia nosotros. No es fácil esquivarlos. La ladera es
empinada, y no podemos saltar de un lado a otro sin riesgo de caer y
matarnos. Me agarro a las plantas, a las grietas de la roca, para tratar de
apartarme del camino de la avalancha.
Jax parpadea una y otra vez para apartarse del camino de las piedras. Ace
está detrás de mí. No lo veo, pero con un poco de suerte algún peñasco se lo
habrá llevado ya montaña abajo.
Me muevo hacia la derecha y evito por poco que una roca me aplaste el
brazo. Luego salto a la izquierda y…
Algo me golpea en la sien.
Veo puntos negros que se mueven ante mis ojos. Estoy mareada,
aturdida, apenas consciente de que alguien grita mi nombre. Alzo la vista
justo a tiempo de ver que una roca enorme va a aplastarme. Me aparto,
caigo, consigo agarrarme. Y de pronto, tan rápido como ha empezado, la
montaña vuelve a quedar inmóvil, y las rocas dejan de rodar.
Me pongo de pie como puedo y parpadeo para quitarme de los ojos el
líquido denso, caliente. Noto que la sangre me corre también por un lado de
la cara y el dolor palpitante de la herida. Estoy segura de que tengo una
conmoción, y también de que voy a vomitar.
—¿Jax? ¿Estás bien? —grito. Doy un paso adelante para pisar terreno
firme y agarrarme a las piedras. Sí, voy a vomitar.
—Estoy bien —dice.
Parpadea delante de mí. Los dos estamos llenos de arañazos y
magulladuras.
—Gracias por tu interés, Paedyn, me encuentro perfectamente —dice
Ace con un tono carente por completo de emociones.
Me froto un ojo con el dorso de la mano para limpiarme la sangre que me
cae de la herida.
—No ha habido suerte.
Me duele todo. Los pies. La espalda. El cuerpo entero.
Me duele de puro cansancio, de hambre, y me duele ver lo furioso que
estoy conmigo mismo. He soportado torturas, me he enfrentado a mis
peores miedos, he dirigido ejércitos en la batalla, pero escalar una montaña
con resaca puede acabar conmigo.
Llevar a Andy a cuestas lo hace aún peor. No me molesta su peso, para
algo tengo la habilidad de Braxton. Pero es tan larguirucha que sus piernas
largas me estorban a cada paso.
—¿Cómo puedes ser tan huesuda? —mascullo, y me responde con un
puñetazo débil en el hombro.
«Bien. Por lo menos tiene fuerzas para pegarme».
—Cuando salgamos de aquí, te voy a hacer bollos de miel con mis
propias manos para que engordes un poco.
Lanza un gruñido de aprobación, pero solo tiene un hilo de voz. Se está
apagando muy deprisa. La luz de la luna enfatiza lo pálida que está, y tiene
la respiración acelerada, superficial.
Conozco bien la diferencia entre dolor y veneno, y esto es veneno.
Así que la mantengo despierta, la mantengo ocupada. Le hablo en voz
baja, me meto con ella, le recuerdo los viejos tiempos. La mayoría de las
veces me responde solo con una risa jadeante o un ademán de la cabeza,
pero cualquier cosa es mejor que el silencio.
La luna es lo único que nos guía. Proyecta una luz escasa que apenas
ilumina la montaña que llevamos escalando desde que despertamos. Ahora
es tan empinada que Andy se me tiene que agarrar a la cintura con las
piernas para dejarme las manos libres.
Noto cómo se le cae la cabeza contra mi hombro, superada por el
agotamiento y el dolor.
—Eh, eh, eh —le digo, y la sacudo un poco para mantenerla despierta—.
Casi hemos llegado. Un poquito más.
La noto asentir, cansada, e intento acelerar la subida.
Ya veo sobre nosotros la meseta del pico.
«Falta muy poco».
Ahora estoy trepando, me agarro con las manos a la piedra, las rocas
ruedan cuando las piso. He perdido pie más de una vez, hemos estado a
punto de caer hacia una muerte segura. Pero casi hemos llegado. La
pesadilla casi ha terminado. Casi somos libres.
Veo las sombras de las figuras que nos rodean. Que nos esperan. Los
vistas nos observan luchar por llegar a la cima, jadeantes, llenos de sudor,
muertos de hambre, agotados.
«Eufóricos».
Lo hemos logrado.
Me doy impulso para subir a la meseta mientras Andy se me agarra con
las fuerzas que le quedan. La dignidad es lo único que me obliga a ponerme
de pie, aunque el agotamiento me tiene doblado.
—Lo conseguimos —suelta Braxton a mi lado.
Todos estamos de pie, aturdidos. La meseta es una superficie grande de
tierra y roca irregular, más amplia de lo que parece desde abajo. Miro a mi
alrededor, examino el entorno. Hay docenas de vistas repartidos por el pico.
En ese momento, veo una pértiga larga de madera clavada en el suelo, en
el otro extremo de la cima. En la punta ondea una bandera verde, andrajosa.
«¿Otro juego?».
Veo un movimiento con el rabillo del ojo y, a la escasa luz, distingo las
figuras que llegan por el otro lado de la meseta. Pese a la oscuridad, sé muy
bien quiénes son.
Jax. Ace. Paedyn.
Nos miramos, todos inmóviles, aturdidos.
Un vista se adelanta y, con voz alta y clara, lee el mensaje escrito en el
papel arrugado que lleva en la mano.
—Nos alegramos de que hayáis aprendido a trabajar como uno solo, pero
esta Prueba no ha terminado. Las reglas del juego han vuelto a cambiar. El
primero que capture la bandera será el ganador. —Se aclara la garganta y
continúa—. Solo puede haber un ganador. ¿Quién será?
Silencio.
Nadie se mueve.
Sus palabras me van calando en el cerebro. No sé por qué me sorprendo.
A los espectadores les resultará muy entretenido: hacernos colaborar para
luego obligarnos a pelear.
Porque, pese a lo mucho que cuesta llegar a la cima del Picado, ha sido
demasiado fácil. Y yo debería haber sabido que siempre hay un pero, que
siempre hay un truco. Me lo ha enseñado mi padre.
Nos miramos. Miramos a nuestros competidores, después a bandera que
se ha vuelto vital.
Y, a continuación, nos enfrentamos.
Es el caos.
No hay otra cosa, solo oscuridad y destrucción. Los dos grupos chocan, los
poderes estallan, los gritos rasgan la noche. Pero, cuando lo miro a los ojos
a la escasa luz, no titubeo, y le doy un puñetazo en la mandíbula.
Ace se tambalea hacia atrás, aturdido por la fuerza y la rabia que llevaba
el golpe. Sonrío al verlo. Llevo todo el día muriéndome de ganas de
hacerlo. Llevo muchos días.
Nos olvidamos de la lucha que tiene lugar a nuestro alrededor. Solo lo
veo a él. Y veo rojo, tanto por la sangre como por la rabia.
«Lo voy a matar».
Le doy una patada en el estómago y lo dejo sin aliento antes de asestarle
un puñetazo en la nariz, que se le rompe con un crujido delicioso. No tengo
más arma que mi cuerpo. No tengo cuchillos, ni arcos, ni espadas tras las
que esconderme. Casi lo prefiero. Quiero hacer esto con mis propias manos.
A mi pesar, me impresiona lo retorcido y genial que es el rey a la hora de
montar espectáculos. Sabía que empezaríamos la Prueba con ganas de
venganza, y en lugar de eso nos obligó a colaborar. Nuestros enemigos se
convirtieron en compañeros de equipo. Pero, ahora, va a dar a la gente lo
que quiere.
Nos vamos a matar entre nosotros.
Ace ha conseguido recuperar el aliento y me mira jadeante, pero con una
sonrisa de suficiencia, las manos sobre las rodillas.
—Vaya, tenías ganas, ¿eh?
—Desde el viaje en coche al castillo —respondo, recordando lo mal que
me cayó incluso mucho antes de intentar matarme. Dos veces.
—A mí tampoco me gustas —escupe mientras la sangre le mana de la
nariz.
Me muevo con intención de darle una patada en la sien, pero, de pronto,
me envuelve la oscuridad. Es como si me hubiera echado una manta sobre
la cabeza, como si hubieran apagado todas las luces a mi alrededor.
Ahora estoy furiosa de verdad.
Pero sé cómo funciona lo que hace. Muevo los brazos y avanzo un par de
pasos. La ilusión se disuelve como el humo, el viento se lleva la oscuridad.
Parpadeo para que se me acostumbren los ojos y busco a Ace con la mirada.
Y, de pronto, me estoy ahogando.
Algo me oprime la tráquea, no me llega aire a los pulmones. Tengo un
objeto duro, rugoso, presionando contra el cuello, y no me deja respirar.
Lanzo manotazos contra lo que sea que me oprime, contra lo que separa en
este momento la vida de la muerte.
Le doy una patada a Ace, detrás de mí, me retuerzo y trato de escapar. La
corteza se me mete bajo las uñas cuando intento librarme de lo que me
ahoga. Me están estrangulando con un palo.
«Un palo».
Veo puntos negros, la herida de la cabeza me palpita, los pulmones me
piden aire a gritos.
«No. No será hoy. La muerte me llevará cuando encuentre una manera
menos patética de acabar conmigo».
Paro de mover las manos, de forcejear, y me quedo inerte, suspendida.
Aparento que no estoy viva y llena de rabia. Permito que las rodillas se me
relajen, y la rama se me aparta del cuello mientras caigo desplomada.
«No te olvides nunca: si tienes la mente tan afilada como la espada, tu
ingenio es un arma».
Las palabras de mi padre me resuenan en la mente, me recuerdan que no
todas las peleas se ganan con la fuerza. Esta la voy a ganar con el cerebro.
He caído con fuerza contra el suelo y me he dado en la cabeza con una
piedra, pero puedo respirar de nuevo. Por poco. Me obligo a fingir que
apenas respiro para que mi atacante se acerque a rematar su obra.
Unas botas pisan las piedras sueltas y una forma se acuclilla junto a mi
cuerpo inerte. Oigo un suspiro profundo, y el roce de unos dedos en la
frente casi me hace reaccionar.
—Qué lástima que las guapas sean siempre unas zorras. —Ace me pone
un mechón de pelo detrás de la oreja casi con delicadeza. Me dan ganas de
vomitar—. Qué pena. Qué desperdicio.
Empieza a echar la mano hacia atrás y sé que tengo que actuar de
inmediato. Abro los ojos de repente y él hace lo mismo, sorprendido. Está
acuclillado junto a mí. Me tiene cogida una mano, y en la otra lleva una
piedra casi tan grande como mi cabeza.
Iba a aplastarme el cráneo.
Con un movimiento rápido, le retuerzo el brazo en un ángulo imposible.
El sonido del hueso al romperse y el grito desgarrador me llegan a la vez.
Levanto las piernas y le doy una patada en el pecho para apartarlo a un
lado. Cae de espaldas, junto a mí, y se le escapa la roca de la mano.
No tardo ni un instante en colocarme sobre él.
Le sujeto los brazos con las rodillas y descargo todo mi peso sobre su
pecho. Bajo la mano hacia la muñeca y le presiono sobre el hueso roto que
le ha perforado la piel. Nunca me había imaginado que un grito de dolor
pudiera proporcionarme tanto placer.
—Qué lástima no tener el puñal para arrancarte ese corazón podrido. —
Sonrío y disfruto del odio puro que le brilla en los ojos, y sé que él debe de
estar viendo lo mismo en los míos—. Qué lástima.
«¿Cuándo me he vuelto tan cruel?».
Algo capta mi atención y se me van los ojos hacia las figuras etéreas que
nos rodean.
Soy yo.
Docenas de Paedyns enfermizas, pálidas. Se tambalean, se acercan con
los brazos extendidos hacia mí. Se me echan encima suplicando ayuda,
suplicando que acabe con su sufrimiento de una vez por todas.
Las miro, me miran.
Y esbozo una sonrisa triste.
—Ya no tengo miedo de mí misma —susurro.
Esa niña, esa chiquilla débil y acosada que suplica ayuda, que suplica
amor, soy yo. Sin ella, no sería quien soy ahora. Todavía me siento acosada,
puede que todavía busque amor, pero ya no soy débil.
Y, cuando vuelvo a mirar a Ace, ya no sonrío.
—¿De verdad crees que me puedes utilizar contra mí misma? ¿Otra vez?
—Mi risa está desprovista de humor—. Si me engañas una vez, mala cosa.
Si me engañas dos veces… No, no te voy a dar ocasión.
Inclino la cabeza hacia un lado, le miro la cara, distorsionada por una
mueca de dolor.
—Adiós, Ace —susurro.
¿Debería sentir remordimientos?
Veo con el rabillo del ojo que algo cambia. Las ilusiones han
desaparecido. Ace está demasiado débil por el dolor para mantenerlas. Y
eso me permite ver una figura cercana.
Está cubierto de sangre, aunque sé que la mayor parte no será suya.
Nuestras miradas se cruzan, y el sonido de la pelea a nuestro alrededor,
antes ensordecedor, se amortigua. La conexión es electrizante, me da
fuerzas cuando me mira, pero no hace nada por interponerse en mi camino.
No hace nada para convencerme de que no lo mate. No hace nada porque
sabe que puedo encargarme sola de esto.
No hace nada porque Kai haría lo mismo.
El chico que tengo bajo las rodillas intentó matar a su hermano, intentó
que Jax muriera a manos de Kai. Veo los ojos grises del príncipe, del futuro
ejecutor, del que trae la muerte, y sé que quiere matarlo. Que ha esperado
con paciencia este momento. El momento de la venganza.
Pero está ahí, de pie, empapado en sangre, y no hace nada para impedir
que le arrebate la venganza.
«No me corresponde a mí quitar esta vida».
—Te mataría… —Mi voz es dura, fuerte, suficiente para que Kai me
oiga. Veo que a Ace se le iluminan los ojos con la suposición de que soy
demasiado débil para acabar con su vida. No sabe cuánto se equivoca—.
Pero no seré yo quien lo haga —termino, y veo que la mirada se le enturbia
y la esperanza deja paso al odio.
Vuelvo a buscar a Kai con la vista. Los ojos le brillan a la luz de la luna,
son como el humo de una hoguera. Un músculo se le contrae
involuntariamente en la barbilla. Flexiona los dedos.
Asiento despacio, una sola vez.
Camina hacia donde estamos, con las sombras cosidas a su silueta.
Casi no me da tiempo a apartarme de Ace antes de que Kai lo levante con
sus brazos fuertes.
—Estás de suerte, no tengo tiempo ni paciencia para hacerte pedazos con
calma.
Kai me mira, me examina. El futuro ejecutor está conteniendo sus ansias
de venganza para observar mi cuerpo en busca de heridas. La sola idea hace
que me cueste tragar saliva. Sus ojos se demoran en el corte que tengo en la
cabeza, y luego en el cuello, donde es probable que ya me haya salido un
moretón. Después clava los ojos en algo que hay más allá de mí.
La bandera.
Nadie ha llegado allí todavía, están demasiado ocupados peleando,
demasiado concentrados en la venganza. Vuelvo a mirar a Kai.
—Ve a por ella —murmura, y hace un ademán hacia el trapo que me dará
la victoria—. Gana, Gray.
Parpadeo, pero ya se ha vuelto a centrar en lo que tiene entre manos. De
modo que me vuelvo hacia la bandera. Las rocas crujen bajo mis pies
cuando corro hacia la tela que parece tan insignificante.
Se oyen alaridos entre los gritos de la lucha y no tengo que darme la
vuelta para saber que Kai se ha centrado en Ace. Aparto este pensamiento y
me concentro solo en la bandera.
De pronto, ya estoy debajo de ella, con la vista alzada hacia el trofeo,
hacia la victoria.
Y nadie me detiene cuando me hago con ella.
Es curioso, pero nunca me siento tan vivo como cuando mato. Es como si
me hubiera quitado un peso con el que he cargado durante días. Tengo la
mente más clara, más despejada, ahora que no me consumo pensando en
Ace.
Solo lamento no haber tenido más tiempo para divertirme con él. Si fuera
mejor persona, la sola idea me resultaría repulsiva.
El resumen de la Prueba fue muy aburrido, y consistió sobre todo en el
ascenso silencioso de los dos equipos. Pero la pelea en la cumbre bastó para
despertar al público adormilado. Los vistas captaron todo el caos y lo
reprodujeron para que pudiera revivirlo.
Vi a Paedyn mirarme a los ojos y darme un regalo.
El regalo de una vida. Una vida para que yo acabara con ella.
Me cedió a Ace aunque ella también quería matarlo. Me permitió
vengarme sin siquiera saber que en parte era por ella. Porque, antes de
querer matar a Ace porque casi mató a Jax, quería matar a Ace porque casi
mató a Paedyn.
La muerte no me es ajena. He matado más veces de las que puedo
recordar. Tengo las manos y el alma tan sucias de sangre que jamás podré
limpiarme. Pero me miró como si me mereciera a Ace, un acto generoso…
«A ella. Solo quiero merecerla a ella».
Vi que la muerte se cobraba otra víctima. Blair acabó de manera brutal
con Braxton. Bueno, no todo el mérito fue suyo. Tal vez la ayudé un poco.
Con su poder, le lanzó una gruesa rama, que se le incrustó en el pecho. La
carne y los huesos se apartaron para dejar sitio a la madera que lo empaló.
Le drenó la vida de los ojos sorprendidos antes aun de llegar al suelo.
Pero la sorpresa en la mirada de Braxton no era menor que la que vi en
los ojos de Blair.
La rama no iba contra Braxton. No, esa muerte brutal estaba dirigida
hacia la chica de pelo plateado que corría desprevenida hacia la victoria. Le
arrebaté a la muerte la víctima prevista, pero le di otra. Cogí el poder de
Blair y empujé el destino en otra dirección. Y Braxton estaba en ese
camino.
Lo volvería a hacer tantas veces como fuera necesario. Para salvar a la
chica de pelo plateado.
La muerte y yo hacemos un buen equipo.
Ya he tenido tres días para recuperarme de la Prueba. Tres largos días que
he pasado en el patio de entrenamientos, empapado en sudor, o encerrado
en una habitación con el silenciador de mi padre, también empapado en
sudor. Damion me presiona mucho, me ahoga con su habilidad, mientras
que yo intento utilizarla contra él.
El entrenamiento hace que me duela el cuerpo o la mente, y cualquiera de
las dos cosas es más que bienvenida. Necesito algo que me distraiga, es lo
mejor para que pase el tiempo. Y estos días quiero distraerme de muchas
cosas.
—Kai, chico, ¿estás escuchando?
Sacudo la cabeza y vuelvo a centrarme en la conversación.
—Cien por cien, padre.
El rey suspira y Kitt me lanza una mirada asesina. Llevamos horas en su
despacho discutiendo acerca de todo, desde las rotaciones de la guardia a
las actividades de la Resistencia, sobre la que no tenemos más información,
ya que los atacantes del primer baile están todos muertos. Pero mi padre no
parece muy preocupado por eso, y lleva mucho rato hablando de las
Pruebas. Más del que yo llevo escuchando.
Nos mira a los dos.
—Es interesante cómo ganó la última la chica mendiga, ¿no os parece?
—dice con tono pausado.
Me pongo rígido, y juraría que Kitt también.
Sé que la dejé ganar cuando elegí la venganza en lugar de la victoria, la
tortura en lugar del triunfo. ¿Lo sabe mi padre? ¿Se dio cuenta de que
permití sin vacilar que se llevara la bandera? ¿De que sonreí al verla, fuerte,
segura, cuando la ondeó?
—Ganó en buena lid. No me parece «interesante».
Las palabras se me han escapado casi sin querer.
Suena una risa carente de humor.
—De eso se trata —dice mi padre, y me clava los ojos verdes de una
manera que Kitt nunca imitaría—. Los mendigos no ganan.
Me tenso al escuchar cómo escupe el insulto, pero no aparto la vista.
—Pues ha ganado.
Kitt me lanza una mirada, pero yo no aparto la vista del rey.
—Encárgate de que no vuelva a suceder. Estas Pruebas las tienes que
ganar tú, y, si necesitas que te recuerde lo que pasará si no es así, no te
preocupes, lo haré. —Se inclina hacia delante. Su voz es letal—. Te he
entrenado para esto, así que no me falles. ¿Entendido, ejecutor?
La amenaza que late en su tono es muy clara, y me retumba en los oídos.
«Si pierdes, no eres nada».
—Entendido, majestad.
Sin añadir más, me pongo de pie y salgo por la puerta. Recorro los
pasillos con ganas de golpear algo, de clavar la espada en los postes de la
cama por centésima vez. Tantos años de entrenamiento, de dominar las
máscaras, y mi padre sigue siendo capaz de hacer que pierda el control. Me
paso la mano por el pelo de camino a mi habitación mientras trato de
recuperar la compostura.
—Kai.
Me froto la cara, suspiro y me vuelvo para ver a un Kitt muy disgustado.
—¿Qué demonios ha pasado ahí? —pregunta sin contemplaciones.
Me falta poco para soltar la carcajada.
—Ha sido una de las conversaciones más corteses que hemos tenido, lo
sabes de sobra.
Kitt deja escapar un suspiro. Parece cansado.
—Mira, ya sé que tu relación con nuestro padre es… complicada. Lo
entiendo, de verdad. Te ha sometido a un entrenamiento muy duro y tiene
unas expectativas muy altas en ti, así que por eso tenéis problemas para
llevaros bien. Pero hace lo que es mejor.
Suelto una risa amarga, sacudo la cabeza y me quedo mirando el techo.
Kitt nunca dejará de tratar de demostrarle al rey que es digno de él.
—A lo mejor no pensarías lo mismo si te hubiera hecho un tajo a ti y
luego te hubiera observado mientras te cosías la herida. —Doy un paso
hacia él—. Si te hubiera obligado a enfrentarte a tus peores miedos una vez,
y otra y otra, tal vez verías que no siempre hace lo que es mejor.
Mi risa es tan amarga que Kitt casi se encoge al oírme.
—Me convirtió en un asesino, ha hecho de mí un monstruo. Pero ha sido
lo mejor, ¿no? —Le clavo un dedo en el pecho—. Bueno, tal vez lo mejor
para ti, para que me utilices cuando seas rey. Igual que hace él.
No he debido decir eso.
Las palabras son como un golpe físico. Veo en su rostro la sorpresa y la
conmoción, y me fuerzo a retroceder un paso, a tranquilizarme. Estoy
perdiendo el control y ni siquiera sé por qué, y eso me pone aún más
furioso. Es como si cada fragmento reprimido de mi pasado se estuviera
liberando, como si quisieran salir a la superficie.
—Kai…
—Creo que vas a ser un gran rey, Kitt —lo interrumpo con voz tranquila
—. Y será un orgullo servirte. Pero tienes que empezar a pensar por ti
mismo. Algún día, nuestro padre no estará aquí para pensar por ti. Así que
te sugiero que empieces a plantearte qué es lo mejor.
Me doy media vuelta y me alejo por el pasillo.
De noche, los jardines están en silencio. Mientras voy hacia el sauce junto
al que tuvo lugar el último baile solo se oye el coro de los grillos y el
susurro del viento.
He venido a menudo desde aquella noche. Cuando no puedo dormir, la
sombra del sauce me resulta reconfortante. He adquirido la costumbre de
sentarme ahí horas y horas, solo para pensar.
Aparto las ramas colgantes y me meto bajo la bóveda de las hojas. De
inmediato me siento más tranquila, y respiro hondo el aire cálido de la
noche.
Pero la paz no dura mucho, y una sombra se mueve junto al tronco.
Me doy la vuelta y las manos se me van al puñal que llevo en el muslo,
pero una mano recia me sujeta.
—Calma, Gray. Solo soy yo.
Parpadeo para que se me acostumbren los ojos a la escasa luz y veo la
mirada gris, divertida.
—¿Qué haces aquí? —le espeto.
—Lo mismo podría preguntarte yo.
—¡Te podría haber apuñalado!
Kai arquea las cejas.
—¿Ni lo vas a intentar? Es todo un progreso.
—Pues debería, por el susto que me has dado.
Me suelta la mano despacio, sin dejar de mirarme.
—¿Que yo te he asustado? ¡Tú has sido la que se me ha acercado a
hurtadillas!
—¿Cómo iba a saber que estabas aquí? —susurro con voz ronca—. No
tenía ni idea.
—Es obvio —dice, y le baila una sonrisa en los labios—. Pero te puedes
quedar, claro.
Se acomoda en el suelo con la cabeza apoyada en el brazo. Me lo quedo
mirando.
—¿Qué haces?
—Esperar a que te tumbes conmigo.
Veo cómo se le dibuja una sonrisa en la cara.
—¿Es por el vestido? —insiste. Se incorpora y se quita la chaqueta del
traje para colocarla en el suelo junto a él—. Venga, ahora ya no te
mancharás.
Me miro el sencillo vestido de seda que me he puesto para la cena con los
reyes. Es cómodo, y me ha dado pereza quitármelo antes de venir aquí. A
Kai le ha debido de pasar lo mismo, porque todavía lleva el traje con el que
ha cenado.
Pero la vacilación no tiene nada que ver con el vestido, sino con el hecho
de que no debería quedarme. Debería darme la vuelta, desearle buenas
noches y volver a mi habitación sin decir nada más. Pero los pies se niegan
a alejarse de él.
Da unas palmaditas en la chaqueta, expectante, y casi se me escapa la
risa.
—Qué caballeroso por tu parte, pero con la chaqueta no basta para que
no me manche el vestido.
—Me puedo quitar también la camisa, si quieres —dice con indiferencia.
—Bien pensado, basta con la chaqueta —susurro.
Se ríe y, casi sin darme cuenta, me encuentro caminando hacia él, sin
hacer caso de que el cerebro me dice que salga corriendo. Me siento y luego
me tumbo a su lado, hombro con hombro. Guardamos silencio durante un
rato, satisfechos con mirar las estrellas entre las hojas y escuchar el canto de
los grillos a nuestro alrededor.
Casi me da pena romper el cómodo silencio.
—¿Qué haces aquí? —pregunto en voz baja.
Le falta poco para echarse a reír.
—Llevo viniendo a este lugar desde que era niño. De hecho, de este
mismo árbol me caí una vez cuando Kitt me desafió a trepar. Me rompí un
brazo…
Se me escapa la risa, y se interrumpe.
—¿Te ríes de mí, Gray? —Él mismo tiene que hacer un esfuerzo por no
sonreír—. Me alegro de que mi dolor te parezca tan divertido.
Me aclaro la garganta y recupero la compostura.
—Entonces ¿vienes a recordar ese momento tan dichoso?
—Algo por el estilo. —Suspira—. Vengo aquí a pensar, a calmarme.
Siempre me ha gustado este silencio. Escapar de palacio. —Se vuelve hacia
mí—. Y tú ¿qué haces aquí?
Sonrío y repito sus palabras.
—Pensar. Me gusta el silencio. Escapar.
Veo con el rabillo del ojo que sonríe, y nos quedamos callados un
momento.
—¿Me has hecho tirarme al suelo por algún motivo especial?
Le miro de reojo el perfil, entre las sombras. Está contemplando las
ramas que penden sobre nosotros.
—Para hablar. Para estar en silencio. —Se encoge de hombros—. No
importa.
Aparto la vista.
—Así que solo quieres que alguien te haga compañía.
—Alguien, no. Tú.
Noto que tiene los ojos clavados en mí, pero no me vuelvo para mirarlo.
—¿Quieres compañía en silencio o compañía con conversación?
Se le escapa un sonido que parece una risa.
—Solo a ti se te ocurre preguntar qué tipo de compañía quiero que me
hagas.
Por fin, vuelvo la cara para mirarlo yo también.
—No me has respondido.
Se queda en silencio un largo momento mientras me estudia el rostro, me
escudriña los ojos.
—Háblame.
Fijo mis ojos en él.
—¿De qué? —pregunto al final en voz muy baja.
Veo que se le curvan los labios en la sombra de una sonrisa.
—De lo que sea. De todo. De lo que se te pase por la cabeza en este
momento, querida.
Casi me echo a reír.
—Pues ahora mismo estoy pensando que esta chaqueta es demasiado
áspera para un príncipe. —Se ríe—. También me preguntaba cuántos huesos
os habéis roto Kitt y tú.
—Demasiados. —Kai suspira y sacude la cabeza—. El de los huesos
rotos y las heridas era sobre todo yo, aunque no siempre se debía a las
geniales ideas de Kitt. —Hace una pausa—. La mayor parte eran por el
entrenamiento. Sobre todo cuando estaba aprendiendo a utilizar la habilidad
de curandero.
Cuando comprendo lo que ha dicho me pongo rígida.
—No querrás decir que… —Me interrumpo, y lo intento de nuevo—. No
tendrías que…
—Sí —se limita a responder—. Me tenía que romper un hueso y luego
curarme. O, a veces, me hacían un tajo con una espada y yo tenía que
coserme la herida.
Lo dice en tono tan casual que no puedo ni imaginarme los horrores a los
que lo han sometido.
—¿Cómo es posible que no lo detestes? —susurro.
Se hace el silencio entre nosotros.
Esboza una sonrisa triste.
—Porque me ha hecho fuerte.
Lo dice con demasiada calma y quiero sacarlo de esa compostura fría. No
importa lo fuerte que lo hiciera el rey. El príncipe que tengo a mi lado no ha
sido más que una marioneta para el hombre al que llama padre. La sola idea
me revuelve el estómago, me da ganas de gritar.
Pero lo entiendo.
Comprendo lo que ha dicho. Nuestras vidas parecen compartir ciertas
similitudes tristes, ciertos destinos desafortunados. Para los dos, la infancia
fue un constante entrenamiento. No nos criamos como nos habría gustado.
Solo que los padres que nos educaron no podían ser más diferentes: uno lo
hizo por amor; el otro, por ambición.
Nadie nace fuerte. Nos hacen así.
Y el príncipe y yo lo sabemos mejor que cualquiera.
Kai sigue hablando como si tal cosa, como si sus palabras no me
acabaran de cortar el aliento.
—Bueno, Kitt y yo resultamos heridos más de una vez por idiotas, pero
no todos nuestros juegos eran peligrosos. De hecho, como nuestras
actividades favoritas eran siempre violentas, nuestra tutora nos obligaba a
sentarnos y a jugar a juegos que le parecían seguros. —Suspira—. A
nosotros nos parecían aburridos.
—¿De verdad? —Se me escapa la risa—. ¿Qué juegos?
—Bueno… —Extiende una mano para coger la mía—. El favorito de la
señorita Platt para torturarnos era la guerra de pulgares. Pero
encontrábamos la manera de que fuera un juego violento.
—¿Guerra de pulgares? —Frunzo el ceño, confusa—. Si es una guerra,
¿cómo va a ser algo seguro?
Nunca había visto tal expresión de desconcierto en el rostro de Kai. Casi
se me escapa la risa de nuevo.
—¿No has oído hablar de la guerra de pulgares?
Me acaricia los nudillos con el pulgar, y me cuesta concentrarme en lo
que digo a continuación.
—Bueno, en los barrios bajos mi único juego es tratar de adivinar cuántas
monedas lleva alguien en el bolsillo antes de robárselas.
Se le curvan los labios en una sonrisa.
—¿Jugaste a eso antes de robarme a mí?
—No, pero habría perdido. —Suelto un bufido—. Nunca había visto
tanta plata junta.
—Hasta que me robaste la mitad.
Sonrío. Él se me queda mirando. Cuando bajo la vista hacia la mano con
la que todavía sujeta la mía, hacia el pulgar que me acaricia los nudillos, al
final carraspea para aclararse la garganta.
—Bueno, el juego que te iba a enseñar no es ni la mitad de divertido,
estoy seguro. —Sacude la cabeza—. No me puedo creer que no sepas lo
que es una guerra de pulgares.
—Por tu manera de hablar, tampoco me estoy perdiendo gran cosa.
—Bien visto. —Esboza una sonrisa—. Por eso te lo voy a enseñar, para
que suframos juntos. —Se pone de lado y se apoya en un codo, y me
observa mientras hago lo mismo—. Las reglas de este juego apasionante
son muy sencillas. —Entrelaza nuestros dedos, se ríe y, con la otra mano,
me estira el pulgar—. Gana el que obliga a bajar el pulgar al otro, pero hay
que hacerlo sin mover la mano ni el brazo. —Me mira—. ¿Entendido?
Miro las manos unidas y frunzo el ceño.
—Ahora entiendo por qué os parecía tan aburrido.
Se echa a reír.
—¡Ya! —dice.
No me da tiempo a reaccionar cuando ya me está aplastando el pulgar
con el suyo. Me mira con una sonrisa petulante.
—Yo que pensaba que tenías mejores reflejos, Gray.
—No estaba preparada, Azer.
—En eso consisten los reflejos.
Pongo los ojos en blanco.
—Eres inaguantable.
—Pero aquí sigues —dice con voz tranquila. Incluso a la escasa luz, le
brillan los ojos al mirarme.
Guardamos silencio un momento mientras sopeso cómo derrotarlo en
este juego. Como siempre, el mejor sistema parece ser la distracción.
—Dime algo que no sepa de ti —le pido.
Parece un poco sorprendido, pero no tarda en responder.
—No me gustan los arándanos.
Contengo la risa.
—¿No te gustan los arándanos?
—Espera, lo retiro. —Se detiene como si lo estuviera pensando—.
Detesto los arándanos.
—¿Algún motivo para tanto odio?
—¿Los has probado? —me pregunta. Asiento—. Entonces, ya lo sabes.
No hace falta más motivo. Son asquerosos.
Contengo la carcajada y, justo cuando va a decir algo, lo interrumpo.
—¡Ya!
Pongo el pulgar sobre el suyo y estoy a punto de alardear de mi victoria
cuando lo saca con facilidad y, una vez más, me inmoviliza el dedo.
—Ha sido un intento adorable, querida.
Suelto un bufido de frustración.
—Ahora entiendo por qué no soportabas este juego.
—No, yo no soportaba el juego porque era aburrido. Tú no lo soportas
porque se te da fatal.
Le lanzo una mirada asesina y me sonríe. Me acaricia el pulgar con el
suyo, pero me niego a apartar la mirada.
—Ahora te toca decirme algo de ti que no sepa.
—Muy fácil. —Le dedico una sonrisa luminosa—. Me encantan los
arándanos.
Deja escapar un gemido.
—Cómo no.
—Es que son deliciosos. La mezcla perfecta de dulce y ácido que…
—No vas a dejar el tema, ¿verdad?
—No creo que haya una fruta mejor. No me importaría que me los
pusieran en cada comida…
Kai se inclina hacia mí.
—Paedyn —susurra, exasperado. Cierro la boca ante el sonido de mi
nombre—. Puedo escucharte hablar horas y horas, pero si vas a hablar de
una fruta al menos elige una que nos guste a los dos.
Aprieto los labios para no sonreír. El futuro ejecutor quiere que le hable
de frutas. La sola idea hace que dude entre partirme de risa y sonrojarme.
—De acuerdo —me limito a responder—. ¿Qué tal naranjas?
Hace una mueca.
—No me gusta la pulpa.
—Vale. ¿Plátanos?
—No soporto la textura.
—¿Te gusta alguna fruta? —Sacudo la cabeza—. Eres el príncipe más
tiquismiquis que conozco.
—Soy uno de los dos príncipes que conoces, y te garantizo que Kitt es
peor que yo.
Me lo quedo mirando.
—Sigo esperando. ¿Qué fruta te gusta?
Se queda en silencio un momento, pensativo, mientras me pasa el pulgar
por el mío.
—Las fresas.
Lo miro.
—Me encantan las fresas.
Esboza una sonrisa.
—Y a mí no me parecen asquerosas.
—Bien.
—Bien.
—¡Ya!
Nada más decirlo, aprovecho la sorpresa y le bajo el pulgar, pero muevo
la mano y el brazo. Casi me caigo encima de él para conseguirlo, aunque sé
que me he saltado las normas.
Y, en un instante, me encuentro con que me atrae contra su cuerpo.
Me tira del brazo y me acerca tanto a él que podría contar las pestañas
oscuras que le sombrean los ojos.
—Has hecho trampa, Gray.
—He hecho lo que he tenido que hacer paga ganar, Azer.
—Mmm —murmura, y siento la vibración en su pecho—. En fin, es
culpa mía por olvidarme de que eres una pequeña salvaje.
—Pero he…
Las palabras se me ahogan en la garganta cuando me suelta la mano y me
pasa los dedos por el brazo. Me estremezco ante lo repentino del roce y,
aunque trato de disimularlo, su sonrisa me dice que no le ha pasado
desapercibido.
—Retiro lo dicho —dice en voz baja—. Contigo, este juego no tiene
nada de aburrido.
Ha bajado la vista hacia los dedos con los que me recorre el brazo. No
me muevo.
No sé cuánto tiempo permanecemos así, escuchando el viento entre las
hojas, mirándonos. Solo recupero el sentido común cuando me sube los
dedos por el cuello y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Tengo que irme.
Las palabras titubeantes quedan suspendidas entre nosotros. Son apenas
un susurro, y el viento casi se las lleva.
—No parece que tengas muchas ganas —susurra.
Ni siquiera me paro a pensar qué tengo ganas de hacer.
—Cualquier día de estos te derrotaré en una guerra de pulgares según las
reglas, y ya no te parecerá tan divertido.
Deja escapar una risita queda.
—Lo que me divierte no es ganar, querida. Eres tú.
Tardo un momento demasiado largo en apartarme de él e incorporarme
poco a poco. La noche se ha vuelto fresca y, sin el calor del cuerpo de Kai
junto al mío, el fino vestido no basta para abrigarme.
Kai se sienta a mi lado y me echa la chaqueta sobre los hombros.
—Tienes razón. Esta chaqueta es demasiado áspera para un príncipe. —
Esboza una sonrisa arrogante—. Así que mejor póntela tú.
Me tapo las orejas con las manos para protegerme de los gritos.
—Venga, venga, ¿qué te parece?
Adena sonríe ampliamente al tiempo que me señala con ademanes
aparatosos el vestido a medio hacer que me ha puesto sobre la cama.
—Guau —se asombra Ellie, que se ha asomado desde detrás de mí para
verlo mejor—. Es…
Se queda sin palabras mirando el tejido.
—Perfecto —termino la frase por ella—. Inmejorable. Te has superado,
A.
Le dedico una sonrisa, maravillada de que tanto talento quepa dentro de
una persona.
—Pues está sin acabar. —Adena coge el vestido de la cama y se lo
vuelve a poner en el regazo—. Solo faltan dos días para el último baile, así
que tiene que estar perfecto de verdad…
La miro.
—No te estreses, será ideal. —Suelto un bufido y sacudo la cabeza—.
Me podrías poner un saco de patatas y hacer que me quedara bien.
Adena sopesa la idea con espanto.
—Jamás te pondría un saco de patatas. —Se da unos golpecitos en el
labio con el dedo—. No solo porque no te quedaría bien ni a ti. Es que
además el tejido es muy áspero y rígido… —Clava los grandes ojos color
avellana en Ellie y en mí, que no conseguimos aguantarnos la risa—. ¿Qué
pasa?
Se pone las manos en las caderas y frunce el ceño con las piernas
cruzadas y la tela en el regazo. Nunca había visto a nadie tratar de aparentar
enfado y a la vez parecer tan dulce e inocente.
Es agradable reírse un rato, hacer algo que no sea entrenar o recorrer el
castillo con la esperanza de encontrar el túnel por mi cuenta. Pero la clave
es Kitt, y, si no me enseña dónde está el pasadizo, no puedo hacer nada. Si
no confía en mí, no puedo hacer nada. He pasado con él casi todo el tiempo,
aunque tengo que tratar de no parecer desesperada cuando le hablo de
Saqueo para que quiera escabullirse para verlo conmigo.
Sin resultado.
Estamos inmersas en la charla cuando unos golpes en la puerta nos
sobresaltan. Ellie me mira para preguntarme sin palabras si espero a
alguien, a lo que respondo encogiéndome de hombros. Se dirige hacia la
puerta, abre con un titubeo y aparece un joven alto, sonriente.
Kitt.
Ellie hace una reverencia. Salgo a su encuentro con una sonrisa un poco
burlona.
—Qué inesperada sorpresa, alteza.
—Espero no interrumpir nada, señorita Gray. —Mira con diversión a
Ellie y a Adena, sentada en mi cama y con el vestido en el regazo—.
Señoritas, ¿os importa si secuestro a Paedyn?
Ellie sonríe con timidez y Adena trata de sofocar un grito de emoción.
—¡No, alteza, para nada!
Agacho la cabeza para ocultar una sonrisa que es tanto de rubor como de
diversión. Cuando vuelvo a alzar la vista, Kitt me está mirando y sonríe.
—¿Vamos?
Las risitas de mis amigas nos siguen por el pasillo. Se me escapa un
suspiro.
—Bueno, ¿para qué me secuestras?
—La verdad… —Kitt mira a su alrededor, nervioso—. Estaba pensando
que me secuestraras tú a mí.
Lo miro y se me acelera el corazón, pero me controlo para que no se me
note y finjo confusión.
—No te entiendo.
Kitt aminora el paso y doblamos una esquina, se para y se inclina sobre
mí. Me sobresalta este repentino giro de los acontecimientos, su repentina
proximidad, el repentino olor a especias que me envuelve.
Inclina la cabeza y baja la voz hasta que no es más que un susurro.
—Saqueo.
Ya está.
Una sola palabra y se me acelera el corazón.
—Quiero que me lleves.
—¿De verdad? —Me salen las palabras apresuradas, un poco más
ansiosas de lo que querría.
Parece que Kitt no se da cuenta. Está centrado en mirar arriba y abajo por
el pasillo para confirmar que nadie nos escucha.
—Sí. —Vuelve a mirarme a los ojos—. No debería…, pero sí que debo.
Lo que me dijiste es verdad. De principio a fin. Tengo que ver a mi pueblo.
No puedo gobernar a un reino que apenas conozco, a gente con necesidades
de las que no sé nada. —Se detiene como si sopesara algo—. Tengo que
empezar a pensar por mí mismo qué es lo mejor. —Suspira—. Tengo que
hacerlo. —Suelta una risita, pero más tensa que otra cosa—. Y sé que, si no
lo hago ahora, no lo haré nunca. Tengo que darte las gracias por recordarme
qué clase de rey no quiero ser.
La alegría que me caldeó el corazón hace un momento ha desaparecido
para dejar paso a los dedos helados de la culpa. De pronto, solo me acuerdo
de su amabilidad, de su tolerancia cuando lo regaño, de lo dispuesto a
escuchar que está.
¿Y qué le doy a cambio?
Traición.
Me trago el nudo que noto en la garganta.
—Estás haciendo lo que debes. Y ya que has tenido la gentileza de
enseñarme tu casa, yo te voy a enseñar la mía.
Sonrío y trato de parecer indiferente, no calculadora, mientras espero a
que me enseñe lo que he estado buscando.
Los túneles.
Asiente, despacio, muy serio de repente.
—¿Seguro que puedes llevarme allí sin que nadie me reconozca?
—¿Confías en mí?
Las palabras me saben amargas en la boca, pero me salen suaves como la
seda. Noto una opresión en el pecho, pero respiro más hondo. Me tiemblan
las rodillas, pero estiro la espalda.
«Estás traicionando a un hombre para salvarles la vida a cientos. Para
salvar la vida de los tuyos».
Kitt me sonríe.
—Sí.
Y nos damos la mano mientras, sin saberlo, me lleva a dar el primer paso
para buscar la salvación de mi gente.

No me imaginaba que esa salvación estaría en las mazmorras.


Kitt abre una puerta muy pesada que da a uno de los corredores y
bajamos por la escalera. El aire se vuelve más húmedo y frío a cada paso.
Saluda con un ademán, con toda naturalidad, a los guardias que nos vamos
encontrando por las mazmorras bajo el castillo. Como si estuviera
acostumbrado a traer de visita a sus amigas.
Pasamos junto a muchas celdas sucias sórdidas, algunas todavía
decoradas con los huesos de sus antiguos ocupantes, otras con prisioneros
vivos. Nos miran pasar, me perforan la piel con los ojos, me tienden los
brazos entre los barrotes oxidados.
—Por aquí —me dice Kitt para que me concentre en lo que estamos
haciendo.
Mira a derecha e izquierda y, cuando comprueba que nadie nos ve, nos
metemos en la última celda.
El corazón me da un salto y trago saliva. El pasadizo está en una celda.
Es una maniobra genial. Nadie se habría imaginado que la ruta para escapar
del castillo se encuentra en el único lugar del que no quieren que nadie
escape.
—En esta celda nunca hay prisioneros, aunque si los hubiera tampoco
encontrarían el pasadizo —susurra Kitt al tiempo que pasa las manos por la
pared.
Empuja una piedra grande por encima de su cabeza. A primera vista, la
piedra es idéntica a las demás, pero se hunde un par de centímetros. A toda
prisa, cuento las piedras para identificar el lugar exacto en la pared.
Kitt tiene en la mano un manojo tintineante de llaves. El metal reluce a la
escasa luz cuando elige una y la saca de la anilla. Es grande, muy vieja, con
volutas desgastadas por los años en la parte superior.
Vuelve la cara para sonreírme e introduce la llave en la pequeña
cerradura que ha quedado a la vista al mover la piedra. La hace girar.
—Como te decía, aunque tuviéramos prisioneros en esta celda, aunque
encontraran esta piedra en particular, no podrían escapar. Siempre llevo las
llaves conmigo. —Oigo un clic metálico que viene de la pared—. Es el
lugar más seguro.
Me las arreglo para emitir algún sonido de asentimiento. Tengo el pulso
acelerado por la expectación. Kitt vuelve a poner la llave en el aro plateado
antes de metérselo en el bolsillo interior.
A continuación, empuja una sección del muro, que se abre.
Las piedras, que parecían normales, se han convertido en una puerta
camuflada. Kitt me coge de la mano y tira de mí, y luego cierra la puerta de
manera que quedamos envueltos por una oscuridad absoluta. La negrura cae
sobre nosotros como una pesada manta.
Ni siquiera me veo la mano cuando me la pongo delante de la cara, así
que me sobresalto cuando hace contacto con su pecho. Ese mismo pecho
vibra de risa, y un momento después le brillan llamas en el puño. El
resplandor casi me ciega.
—¿Vamos? —pregunta Kitt con una sonrisa.
Bajamos por un túnel ancho, húmedo, resbaladizo, y nuestras pisadas
resuenan contra las paredes. Mido con cuidado lo que voy a decir. Tengo
que parecer curiosa, no demasiado interesada.
—¿A dónde lleva este túnel? ¿Hay muchos así, como una especie de
laberinto bajo el castillo? —pregunto como si tal cosa.
Titubeo y me detengo al llegar a una bifurcación del túnel, donde el
camino se divide en dos. Kitt también se detiene.
—Este túnel es uno de los principales, de los más grandes, por eso tengo
yo la llave. Hay muchos que están bloqueados, o en tan malas condiciones
que son peligrosos.
Trato de aparentar indiferencia, aunque se me viene el mundo encima. ¿Y
si el pasadizo que lleva a la Arena es uno de los túneles cerrados? ¿Y si está
bloqueado, o se ha derrumbado o…?
Kitt señala el túnel de la izquierda con un ademán de la cabeza.
—Ese sale cerca de la zona de entrenamiento, pero no se puede abrir
desde fuera. —Luego señala el de la derecha—. El que vamos a seguir lleva
a la Arena, a la habitación que hay debajo del palco. Donde estuviste antes
de las entrevistas.
Casi me atraganto. Empiezo a toser y digo que es por el aire polvoriento,
no por la información que ha compartido con tanta naturalidad. La
información exacta que necesitaba.
Me da vueltas la cabeza. Se me había ocurrido que Kitt utilizara uno de
los túneles para llegar a Saqueo y así sonsacarle dónde estaban los otros,
cuál llevaba a la Arena. Y resulta que estamos precisamente en el que
quería localizar.
Kitt me conduce por el túnel hacia la Arena, y el alivio de haber
descubierto por fin el pasadizo es inmenso. Caminamos durante casi diez
minutos sin dejar de charlar, y al final el fuego de Kitt ilumina una puerta
pesada.
«Ahí está. La salvación».
La empuja para abrirla y vemos la habitación oscura bajo el palco, y
ponemos una piedra para mantener la puerta abierta para cuando volvamos.
Luego, vamos hasta la trampilla del techo y la abrimos, y una vez más me
doy impulso para subir. Noto el roce de sus manos en la espalda justo
cuando estoy subiendo. Kitt me sigue a toda prisa, y salimos a la Arena
desierta.
—¿Cómo vamos a ir a Saqueo? —le pregunto con las cejas arqueadas.
—Los mozos del establo no pueden vernos cabalgar hacia el ocaso,
literalmente. —Kitt sonríe de oreja a oreja—. Así que mejor vamos al prado
que hay junto a la Arena. Allí dejan pastar a los caballos durante el día.
Salimos del estadio por uno de los muchos túneles de cemento, ominosos
incluso sin el agresivo público. Cuando lo hacemos, la sombra de la Arena
nos escuda del calor del sol.
Un precioso caballo blanco acude al trote, encantado de escapar de este
lugar de la plaga. Carraspeo para aclararme la garganta y me trago el
orgullo para hacer una confesión.
—No sé montar.
—Entonces te vas a tener que agarrar fuerte —me dice Kitt con una
sonrisa.
Me ayuda a subir al caballo sin ensillar y luego monta él. No sé dónde
poner las manos, y de pronto me resulta incómodo estar con el pecho contra
su espalda.
Vuelve la cabeza para mirarme. El pelo rubio le brilla bajo el sol.
—¿Seguro que me puedes llevar sin que nadie se dé cuenta?
—Por favor. Soy una ladrona. Me especializo en llevarme las cosas sin
que nadie se dé cuenta.

Kitt no ha dejado de toser desde que llegamos a Saqueo.


—Por mil plagas, aquí huele fatal. —Vuelve a toser para limpiarse los
pulmones del aire denso—. Rayos.
Suelto un bufido mientras él examina los alrededores y trata de asimilarlo
todo. Mira las carretas de los comerciantes, decoradas con carteles
descoloridos y destartalados. Examina los edificios que amenazan ruina, las
tiendas a ambos lados de la calle ancha, ve a su pueblo entrar y salir.
Gira la cabeza en todas direcciones con cada grito. Escucha al hombre
que pregona su pescado fresco, mientras que otro regatea a voces con una
mujer que quiere comprar tela. A nuestro alrededor, todo es caos, una
especie de locura alegre. Y estamos en el centro, rodeados por un enjambre
de personas que se dedican a sus asuntos. Comprar y vender. Vivir y tratar
de vivir. Saqueo parece un hervidero de gente, pero yo solo veo un
hervidero de existencia.
Le bajo la gorra para ocultarle mejor la cara. Le he obligado a ponérsela,
junto con una camisa vieja, aunque dudo que nadie se fije en nosotros. Me
responde con el mismo gesto y se ríe al bajarme la visera de la gorra sobre
los ojos. Los mechones plateados se me escapan en torno al rostro. Suelto
un bufido y me vuelvo a colocar el pelo, y trato de no sonreír mientras lo
llevo calle abajo, junto a niños que juegan y ríen entre nuestras piernas.
Kitt está intentando absorberlo todo, empaparse de cada imagen de
Saqueo. De cada cartel descolorido, de cada persona que tropieza con
nosotros en las calles abarrotadas. Hay un velo que hace trucos de magia
para unos pocos observadores, que entretiene a la gente a cambio de unas
pocas monedas. A los élites defensivos les suele ir bien en esta zona de los
barrios bajos. Destacan sobre los mundanos.
Observo a Kitt, que mira hacia los callejones y calles menores que salen
de Saqueo para fijarse en las tiendas de campaña improvisadas, en los sin
techo que se acurrucan dentro de ellas. Se pone rígido al ver a los niños
solitarios que pasean entre las carretas deseosos de echar mano de algo para
comer.
—Cuando los atrapen, les darán latigazos —me limito a señalar.
Clava los ojos en los míos.
—¿Cuando los atrapen?
—Sí. Cuando. —Suspiro y sigo abriendo camino por la calle abarrotada
—. Los más pequeños son impetuosos, demasiado impacientes para ser
buenos ladrones a esa edad. Y, como la mayoría de los élites que viven en
los barrios bajos son mundanos, los poderes no les sirven de gran cosa a la
hora de sobrevivir. Lo sé muy bien.
Me detengo y hago que se pare ante el poste ensangrentado, en el centro
de Saqueo, donde se azota a los ladrones y a los criminales.
—Aquí es donde tus imperiales castigan a esos niños por sus crímenes.
Hago un ademán con la cabeza hacia los guardias que bordean la calle y
observan a la multitud en busca de la próxima víctima.
—¿A ti alguna vez te…?
—Sí. Yo fui como esos niños. Más de una vez. Tengo las cicatrices.
Las líneas blancas que me recorren la base de la espalda parecen
cosquillear cuando las menciono. Me mira con tanto dolor, tanta compasión
en los ojos que, por primera vez desde aquel paseo por el jardín, no soporto
su mirada.
Así que me lo llevo de allí antes de que pueda decir nada más.
—Vamos. Quiero enseñarte otra cosa.
Tiro de él por la calle, bien agarrado de la mano para que no se despiste
en medio de la multitud. Nadie se fija en el futuro rey que camina entre
ellos, ni en la vulgar que lo guía a plena vista de todos.
Me detengo a la entrada de un callejón que conozco bien. Mi pequeño
hogar destartalado sigue allí, en un rincón, y me sorprende encontrarlo
intacto. Los recuerdos agridulces me vienen a la cabeza mientras voy hacia
la barricada de alfombras y basura que yo llamo el Fuerte.
Kitt está a mi lado, me roza el brazo con el suyo al contemplar el
montículo.
—Dormías aquí. —No es una pregunta.
—Hogar, dulce hogar —susurro, y me sorprende lo tensa que me sale la
voz.
De pronto me coge la cara, y la voz le sale seria, diferente.
—Lo siento. Siento que hayas tenido que vivir así. —Suspira y me mira a
los ojos—. Gracias. Gracias por enseñarme esto. Saqueo. Mi pueblo. —
Hace una pausa—. Por ti. Gracias por contarme tu vida.
La garganta se me cierra y la culpa me vuelve a golpear, me obliga a
luchar por tener la voz firme.
—No, Kitt, gracias a ti por confiar en mí.
—¿Por qué tarda tanto? Por la plaga, me estoy quedando helada.
Me castañetean los dientes en la noche extrañamente fría, y la camisa
fina no me sirve de gran cosa contra la brisa gélida que me besa la piel.
—Paciencia, princesa —susurra Lenny a mi lado.
No ha terminado de decirlo cuando le doy un empujón al tiempo que
sonrío, molesta. Resiste la tentación de devolverme el empujón, pese a que
lo provoco con una sonrisa malévola.
Y, justo cuando las cosas se ponen interesantes, la puerta se abre de
golpe.
—Siento interrumpir la discusión, pero aquí fuera hace frío. Entrad o
pillaréis un buen resfriado. —La voz de Calum apenas le oculta la risa
cuando se hace a un lado para que pasemos.
Mi casa.
Vamos al estudio y bajamos por la escalera que lleva al sótano. He estado
aquí varias veces desde la primera noche que me aventuré a volver a mi
hogar, y ver el estudio de mi padre ya no me afecta tanto. No me deja
indiferente, para nada, pero supongo que hasta el trauma se cansa de
atormentarte constantemente.
Una voz grave, burlona, me saluda cuando llego al pie de la escalera.
—Y aquí está.
Saludo a Finn con un ademán. Está sentado, con los pies sobre la mesa y
los brazos cruzados detrás de la cabeza. Me sonríe, y luego miro a Leena,
que se ha instalado en el suelo y está rodeada de mapas.
Aparte de saber que son líderes de la Resistencia en toda Ilya, me he
dado cuenta de que cada uno tiene un objetivo, algo que aporta a la causa.
Leena es una artista de mucho talento, y le debemos a ella los mapas que
tenemos, mientras que Finn es experto en diseñar las protecciones y
máscaras de cuero. Lenny es los ojos y las orejas en el castillo, y el poder
de Mira como silenciadora la hace muy valiosa.
Leena sonríe al verme y deja de trabajar para reunirse con nosotros,
seguida de Finn. Ocupamos nuestros asientos en el círculo de sillas.
—¿Hoy no viene Mira? —pregunto mientras recorro con la vista la
amplia estancia llena de mesas cubiertas de documentos y camastros sin
hacer.
—Hoy no viene Mira —responde Calum con calma—. Se ha quedado en
casa, cuidando de su madre.
Me planteo hacer preguntas que seguramente no debo hacer, pero Calum
cambia el rumbo de la conversación.
—¿Qué nos traes, Paedyn? ¿Has averiguado algo?
Oigo en su voz la misma desesperación que cada vez que he venido con
las manos vacías.
Pero, hoy, la cosa es distinta.
—He encontrado el túnel. Bueno, Kitt me lo ha enseñado esta mañana.
Tengo la respiración entrecortada, pero por fin he podido contarlo. Todos
se inclinan hacia mí con los ojos muy abiertos mientras les hablo de mi plan
y de cómo, aunque parezca increíble, ha dado resultado.
Cuando termino, se hace el silencio, y es Finn quien lo rompe.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que hacías lo que querías con el futuro rey!
—Bien hecho, princesa —dice Lenny con una sonrisa de medio lado.
Me centro en explicar todo lo que he visto, dónde empieza y termina el
pasadizo.
—Tras entrar en el túnel por la última celda de la izquierda, más o menos
a medio camino, hay una bifurcación. El ramal de la izquierda lleva a una
puerta cerca de la zona de entrenamiento, y el de la derecha desemboca en
la Arena, en la sala que hay debajo del palco.
Leena toma nota de toda la información, palabra por palabra. Solo tardo
unos minutos contarles todo lo que sé sobre el túnel, a dónde lleva y cómo
dar con él.
—Solo veo un problema —les digo al final. No paro de darle vueltas al
anillo en el pulgar, nerviosa—. La llave que hace falta para entrar en el
pasadizo la tiene siempre Kitt.
Finn suelta una risita burlona.
—Es fácil, quítale la ropa.
Le lanzo una mirada asesina, pero me vuelvo hacia Calum.
—Puedo hacerme con ella. En el baile le robaré la llave y se la daré a
Lenny. La Prueba es al día siguiente, y Kitt no la va a echar en falta antes.
—Me muerdo la cara interior de la mejilla—. Espero.
—Buen plan —dice Lenny con un bostezo.
Lo fulmino con una mirada.
—Los que vayan por el túnel al palco deberán entrar por la zona de
entrenamiento, así que les tendrás que abrir la puerta, Lenny. Solo se puede
desde dentro. Desde ahí, podéis bajar por el túnel que lleva a la Arena.
¿Entendido?
Lenny asiente.
—Entendido.
Discutimos los detalles durante una hora. Después, Lenny y yo nos
levantamos para marcharnos, nos desperezamos para quitarnos de encima la
rigidez y nos despedimos.
Una vez afuera, la brisa fría me asalta, y vuelvo a tiritar. Lenny me rodea
los hombros con un brazo y me estrecha para darme calor, y de paso me
revuelve el pelo con la otra mano. Me río, lo aparto y trato de alisarme los
mechones plateados que me caen sobre los hombros.
—Mañana es el baile —dice, y casi suena solemne.
—Mañana es el baile —repito con una voz que es poco más que un
susurro.
—Y, luego, la última Prueba. —Alza la vista hacia las estrellas que nos
observan desde el cielo.
Dejo escapar un suspiro tembloroso. No se me ocurre nada nuevo que
decir.
—Y, luego, la última Prueba.
Lenny me mira, divertido.
—¿Ahora eres un loro, Paedyn?
Suelto un bufido y echo la cabeza hacia atrás para mirar yo también el
cielo estrellado.
—No sé lo que soy —digo en voz baja, pensativa.
Noto que me aprieta el hombro, y me vuelvo hacia Lenny, que me sonríe.
—Eres Paedyn Gray. La Salvadora de Plata, con una lengua que vale más
que la plata y capaz de clavarle a cualquiera ese puñal de plata.
Gritos. Gritos espantosos, torturados, que me retumban en la cabeza, que
me resuenan en la mente.
Ella.
Es ella.
Corro por las estancias del castillo, sudoroso, buscándola, llamándola.
La única respuesta que obtengo es un grito que pide ayuda, que pide
misericordia.
Abro de golpe la puerta de su cuarto, irrumpo en la habitación, busco en
la oscuridad.
Algo plateado brilla a la luz de la luna, a través de la ventana abierta.
Ahí.
Es su pelo. Tiene que ser su pelo. Ese hermoso pelo plateado.
Pero lo que veo no es hermoso.
No. Es algo roto.
Está cubierta de sangre, en un charco de sangre. Le corren las lágrimas
por el rostro retorcido de sufrimiento.
Un dolor imposible.
Una agonía de la que no hay retorno.
Vuelvo a ver el destello de plata, pero no es el brillo de su pelo, como
pensaba.
El puñal.
Su puñal.
Tiene la punta afilada clavada en el pecho, en una herida de la que mana
la sangre y le corre por el cuerpo igual que las lágrimas le corren por la
cara.
Una simetría espantosa.
De pronto, estoy a su lado, arrodillado en un charco de sangre. De su
sangre.
No me ve, no habla, no hace nada, solo grita.
Angustia. Nunca había visto tanta angustia.
—¡Paedyn! ¡Pae! ¡Mírame!
Nada. No reacciona.
Más sollozos. Más sangre.
Agarro el puño resbaladizo de la daga que se está clavando poco a poco
en el corazón.
Está cubierto de sangre.
La sangre es tan pegajosa que se me adhiere a las manos, me sube por los
brazos, me cubre de tal manera que no podré lavarme jamás.
Vuelve la cabeza, muy despacio, hasta que el rostro surcado de lágrimas
me mira.
—Que pare ya.
Está llorando.
Paedyn no llora.
—Duele mucho. Por favor, que pare ya. Que pare ya. ¡Que pare ya!
Los sollozos la sacuden entera, mientras yo sujeto el puñal y ella trata de
clavárselo en el corazón, en ese hermoso corazón.
—Me duele el corazón.
Más sollozos. Más súplicas para que la deje morir.
Esto no puede ser. Esto es imposible.
Paedyn es demasiado fuerte, demasiado testaruda, demasiado especial.
No puede morir. No voy a permitirlo. Ni por su propia mano ni por la de
nadie.
Sus gritos me rompen el alma, la cabeza, el corazón.
Noto que las lágrimas me pican en los ojos, me corren por la cara.
Y soy yo el que está suplicando.
El que suplica que se quede. Que viva. Por mí.
Puede que también esté gritando, sollozando, temblando.
—¿Kai?
Giro la cabeza como un látigo y, entre los destellos de la histeria, veo una
figura desgarbada inclinada sobre mí.
Tiene en el rostro una sonrisa infantil que conozco, pese a que la sangre
le mana del pecho allí donde se le ha clavado un shuriken.
Cae de rodillas. Los ojos que me miran se vuelven vidriosos.
Esta vez oigo el grito que me desgarra la garganta cuando me lanzo sobre
él, lo acuno entre mis brazos, le suplico que viva.
Las pisadas despiertan ecos entre las paredes, y al alzar la vista veo
docenas de cuerpos que me rodean. Todos ensangrentados, suplicantes.
Todos, mis víctimas.
Me miran con odio en los ojos. Odio hacia el hombre que los mató.
Reconozco cada rostro. Cada herida que he infligido.
Forman un círculo en torno a mí. Son buitres expectantes de muerte.
Entonces oigo un sonido que conozco demasiado bien.
El crujido espantoso del metal al destrozar el hueso, los tendones, de los
músculos al abrazar una hoja.
Se derrumba. El puñal en el corazón. La sonrisa en los labios.
Estoy gritando.
La cojo entre mis brazos, le quito de la cara el pelo ensangrentado, digo
algo, no sé qué.
Tengo el cerebro embotado. Tengo el corazón embotado.
«Todo está embotado».
Me sonríe en la muerte, como dichosa de haberse librado de la vida.
De haberse librado de mí.
Soy pesar. Soy dolor.
Soy todo angustia.
Puede que esté muerto.
Que me haya podrido por dentro.
Gritos. Nunca había escuchado un dolor tan puro.
Me acabo de meter en la cama tras volver de Saqueo cuando aparto las
sábanas y me pongo en pie de un salto. Ahora estoy corriendo por la
habitación a oscuras, tropiezo con las botas que me he quitado y he tirado al
suelo de cualquier manera.
Cuando por fin tengo los dedos sobre el pestillo frío de la puerta, lo bajo
de golpe y salgo a las sombras del pasillo.
Suena un grito, y me quedo paralizada.
Es él.
No sé cómo lo sé, porque nunca he oído gritar al futuro ejecutor, pero
algo me hace correr hacia su habitación. Mis pies se mueven por voluntad
propia, me guían paso a paso hacia él.
Me detengo ante la puerta, consigo frenarme.
«¿Qué estoy haciendo?».
No puedo entrar en su habitación como si tal cosa, ¿no?
«Sí».
No debo.
«Pero quiero».
Otro grito de angustia le desgarra la garganta. No dudo más y abro la
puerta de golpe. La oscuridad me envuelve y avanzo a trompicones por la
habitación, sin ver, con los brazos extendidos para guiarme.
Distingo la silueta de la cama y la forma del cuerpo que yace en ella.
Consigo llegar hasta él y parpadeo mientras los ojos se me acostumbran a la
falta de luz, se me van hacia el pecho desnudo, jadeante, sudoroso.
Tiene la cabeza contra la almohada y los mechones de pelo negro
pegados a la frente. Respira con jadeos entrecortados, tenso de la cabeza a
los pies. No quiero ni imaginarme qué lo tortura en sueños, qué le roba el
descanso y lo deja tan destrozado. ¿Qué pesadilla puede ser tan terrible
como para que ni el príncipe se pueda defender?
Mueve los labios y murmura palabras que no entiendo, y ahora sí que
estoy preocupada.
Estoy preocupada por él.
Acepto la idea y luego le pongo una mano en el hombro. Casi grito al
sentir el calor de su piel. Está ardiendo.
—Kai —digo en voz baja. No quiero sobresaltarlo.
Nada.
—Kai. —Esta vez repito su nombre más alto y lo sacudo por el hombro
para arrancarlo de la pesadilla.
Me subo a la cama, le paso una pierna sobre el cuerpo para aprisionarlo
entre los muslos y ponerle las manos en el pecho sudoroso.
—¡Kai!
Lo sacudo con fuerza, quiero que despierte.
—¡Kai!
Me molesta que me preocupe tanto. Me molesta que me preocupe que
sufra. Me molesta no soportar verlo así…
Y, de pronto, los ojos grises se abren de golpe.
Unas manos fuertes me agarran por la cintura y me apartan a un lado.
Caigo de espaldas contra el colchón y me sujeta, me presiona los brazos con
las manos, me aplasta con su peso.
Y algo frío me roza el cuello.
Reconozco al instante la sensación del puñal, así que no me molesto en
bajar la vista hacia el objeto que me presiona el cuello. Estoy respirando
con fuerza, sin apartar los ojos de los suyos, enloquecidos. Hablo con voz
suave.
—Soy yo, Kai.
Tiene una fuerza alarmante, y no podría escapar de él aunque lo intentara.
Su respiración es tan acelerada como la mía. Parece paralizado encima de
mí.
—Kai. Era una pesadilla. —Trato de mantener una voz tranquila, aunque
el corazón al galope me dice que no lo estoy—. Soy yo, Kai. Paedyn.
Parpadea. Luego, vuelve a parpadear, una y otra vez, como si se
despejara la cabeza. Como si me viera por primera vez. Siento el aire fresco
contra el cuello cuando aparta el puñal, pero no desvía los ojos.
—Soy yo. Pae. —Me tiembla la voz, es apenas un susurro—. ¿Kai?
Y la voz se me quiebra, y algo se quiebra también dentro de él.
Respira hondo, con el aliento entrecortado, al ver lo que ha hecho. Me
suelta el brazo y vuelve a meter el puñal bajo la almohada al tiempo que
trata de controlarse. La máscara gélida se ha agrietado, se ha derrumbado
bajo el pánico, y veo todas las emociones que le surcan el rostro.
Nunca lo había visto tan alterado, tan desorientado, tan asqueado consigo
mismo.
Tiene los ojos atormentados, llenos de terror, y con ellos recorre la
habitación para no mirarme. Sé que va a levantarse sin decir palabra y no lo
voy a permitir. No pienso olvidarme de este momento en que el príncipe no
era más que un niño.
Los ojos grises, fantasmales, se cierran al sentir mi mano en la mejilla.
Lo cojo por el rostro con timidez, con ternura, sin dejar de maravillarme en
silencio ante su contacto contra la palma de mi mano. Tiene la mandíbula
rígida, pero un músculo se estremece cuando le paso el pulgar por la
mejilla.
Agacha la cabeza con los ojos todavía cerrados para no ver los míos.
—Mírame —ordeno, amable y firme, segura y temblorosa a la vez.
Tengo también la otra mano en su rostro, lo guío hacia arriba para que
nuestras miradas se encuentren. Respira hondo, tembloroso, y abre los ojos
acerados, tan sobrecogedores como asombrosos.
—No te escondas de mí —digo, incapaz de respirar hondo bajo su mirada
—. No vuelvas a hacerlo.
Quiero mirarlo a la cara, a esa cara sin rostro que tantas veces he
atisbado. Veo cómo me recorre con los ojos, cómo me mira el cuerpo entero
presionado bajo el suyo, el pelo contra su almohada.
Casi como si me estuviera memorizando.
Trago saliva, con lo que solo consigo que baje los hombros hacia mi
cuello, y noto que el calor me sube por las mejillas. No, no es solo calor.
Me arde la piel del cuello. De pronto, caigo en la cuenta de que aún le
sostengo el rostro con las manos, y las bajo muy despacio para llevarme los
dedos bajo la barbilla.
Con un movimiento rápido, me agarra por la muñeca y me pasa los dedos
por el cuello con cuidado. Un escalofrío me recorre cuando me roza,
cuando los dedos callosos me tocan la piel.
—Mira lo que he hecho.
Aún tiene la voz ronca, arrancada del sueño y rota por los gritos que le
han desgarrado la garganta. Aparta los dedos manchados de sangre
pegajosa.
Parece tan angustiado por el rasguño que me ha hecho con el puñal que
se me escapa la risa a pesar de la situación. Me mira con alarma, y eso hace
que me ría todavía más.
—Qué curioso —digo—. Por lo general soy yo la que te pone el puñal en
el cuello.
Espero en silencio que le asome una sonrisa en los labios, que aparezcan
esos hoyuelos y se burlen de mí. Pero se limita a mirarme.
—Se te va a manchar el pelo de sangre —me dice en voz baja.
Me habría echado a reír de nuevo, pero tiene los dedos sobre mi cuello, y
guardo silencio. Se yergue y me desliza una mano bajo la nuca para
levantarme la cabeza con cuidado sobre la almohada y, con la otra, me echa
el cabello hacia atrás. Se toma tiempo en colocar cada mechón mientras me
sostiene la cabeza.
—Te haría una trenza, pero ya me dijiste que no es lo mío —dice con voz
brusca, en contradicción con la manera delicada en que me pone la cabeza
sobre la almohada.
Coge una esquina de la manta y me limpia con cuidado la sangre del
cuello.
—Te falta práctica, nada más.
Nos callamos y dejamos que se haga el silencio entre nosotros.
Baja la vista hacia mí, yo la subo hacia él. Me dejo perder en el
momento, en sus ojos. No hay rastro de una mueca burlona, de una sonrisa
compartida, de una observación irónica. Solo estamos nosotros, los dos con
el corazón acelerado, con la respiración entrecortada.
Parpadeo y me doy cuenta de lo que estoy haciendo, de lo que está
pasando, de lo que sucede entre nosotros. Así que me aclaro la garganta y
me muevo. Él respira hondo, se percata de lo que hago y se aparta de mí
muy despacio. No advierto lo acalorada que estoy, de lo caliente que tengo
la piel, hasta que el aire fresco me vuelve a rozar.
Me siento, me estiro la camiseta y me deslizo hacia el borde de la cama.
Noto su mirada penetrante sobre mí mientras me pongo de pie, muy
consciente de pronto de la poca ropa que llevo.
Me alejo un paso.
Y otro.
Unos dedos me rozan la cara interior de la muñeca.
—No te vayas.
Me paro en seco. El tiempo se detiene. Dejo de respirar.
Es asombroso que tan pocas palabras puedan afectarme tanto.
—Por favor.
Me da un vuelco el corazón al oírlo.
«Poca gente tiene el poder de hacerme suplicar».
El peso de lo próximo que diga me aplasta, me oprime los pulmones, y
no tengo aire para pronunciar ni una palabra. Lo próximo que diga puede
separarnos o acercarnos más. Acercarnos demasiado.
«¿Me quedo? ¿Me voy?».
El cerebro me dice a gritos que haga una cosa, pero el corazón me late al
galope y me suplica que haga otra. Se ha hecho el silencio entre nosotros,
pero mis pensamientos son ensordecedores.
Sigo de espaldas a él, pero noto sus ojos clavados, siento el fantasma de
sus manos sobre la piel. Siento lo que me está haciendo.
«¿Y si no digo nada?».
Las palabras solo te pueden condenar si las pronuncias.
Eso voy a hacer. No voy a hablar, no voy a pensar. Voy a sentir. Acallaré
los pensamientos acuciantes y me limitaré a sentir.
Me vuelvo muy despacio, lo miro a los ojos. Se le corta la respiración, se
le suaviza la mirada.
Pensaba que no me iba a quedar.
«Cree que todo el mundo va a abandonarlo».
Esa idea desoladora se me ancla en la mente, no dudo más y levanto las
mantas. Sigue con la mirada cada uno de mis movimientos, me ve apartar la
ropa de cama y tumbarme bajo ella.
No lo oigo respirar, y la cabeza me da vueltas tan deprisa que creo que yo
tampoco respiro. Me hundo en su colchón, en sus almohadas blandas, en el
olor que las impregna. Olor a él. Estoy rodeada por él. Me acurruco de
costado y se me acelera el corazón cuando noto que la cama se mueve junto
a mí.
Y de pronto estoy rodeada de verdad por él. Su pecho me roza la espalda
interrogante, me pregunta en silencio si lo quiero más cerca, más lejos.
Trago saliva antes de acercarme más a él, solo un poquito, a modo de
respuesta.
«Te quiero más cerca».
No titubea más. Me rodea la cintura con el brazo y me atrae hacia él
antes de que me dé tiempo a recuperar el aliento. Estoy pegada a su cuerpo
fuerte, entre las mantas y él. Me siento segura, a salvo, más reconfortada
entre sus brazos de lo que he estado en muchos años.
Todo eso siento.
Hay algo diferente en esta situación, entre nosotros. Hay algo que es
intencionado. Los dos lo queríamos. No nos ha obligado el frío, ni una
herida. Yo podría haberme marchado, pero he elegido esto. No, los dos lo
hemos elegido. Nos hemos elegido el uno al otro.
Cosa que me aterroriza.
Me dibuja círculos en el vientre con el pulgar, y la fina camiseta no
impide que note el calor de sus dedos. Se me cierran los ojos. Estoy
agotada, y a la vez muy consciente de su cuerpo contra el mío, demasiado
como para dormir.
Me apoya la cabeza junto al cuello y su aliento me acaricia la piel cuando
habla.
—Gracias.
Una sola palabra que me sobresalta tanto como para hacerme volver la
cabeza y mirarlo. Es muy poco frecuente que el príncipe, el futuro ejecutor,
diga lo que ha dicho.
Su rostro está muy cerca del mío. Me estudia pensativo, como si tuviera
todo el tiempo del mundo. Inclina la cabeza hacia un lado y, con toda
delicadeza, me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Se me corta la
respiración cuando me recorre el cuello con los dedos y me sonríe dulce,
tierno, satisfecho. En este momento no necesita nada más.
Es una sonrisa que ha creado solo para mí.
—¿Tanto te sorprende que te dé las gracias? —pregunta en voz baja,
tranquila.
Estudio las facetas de su cara, toda su perfección.
—No debería. Ya, no.
Trago saliva cuando me doy cuenta de que lo que he dicho es muy cierto.
He llegado a conocerlo, a ver al hombre detrás de las numerosas máscaras,
al ser humano que es mucho más que lo que ha hecho de él su padre.
No sé cuánto tiempo llevo mirándolo, pero me doy cuenta de todo lo que
me pesan los párpados. Pestañeo para tratar de escapar del sueño que me
atenaza. Quiero seguir memorizando su rostro un poco más.
Él hace lo mismo, me escudriña centímetro a centímetro con ojos
maravillados. Parpadeo y casi creo que ya no voy a poder abrir los ojos, que
el sueño me va a arrancar de este momento.
De pronto me ha puesto los labios junto a la oreja y eso basta para que
abra los ojos de repente.
—La tentación de que me mires toda la noche es grande —dice con una
voz como una caricia que me arrulla—. Pero duérmete, Pae.
Me las arreglo para dedicarle una sonrisa somnolienta.
—¿Vas a dormir tú?
—Querida, yo ya estoy soñando.
Me atrae más hacia él, tan cerca que no es posible, y vuelvo la cabeza. Se
me cierran los ojos al ritmo acompasado de su corazón. Noto los dedos que
me recorren el pelo, que me trenzan los mechones sueltos.
—¿Qué haces?
Acerca la cabeza a la mía y me roza el pelo con los labios.
—Practicar —susurra.
Me dejo llevar por la sensación de Kai trenzándome el cabello, y me
pregunto si no debería tener miedo de sentirme tan segura con él. Debería
preocuparme lo reconfortantes y seguros que me parecen sus brazos.
Me siento feliz, siento las palabras que me susurra al oído, siento la
caricia de los dedos en el pelo.
Luego, solo siento el sueño maravilloso.
No puedo apartar los ojos de ella.
No puedo dejar de pensar en ella.
No puedo alejar mi cuerpo del de ella.
El sol de la mañana se derrama por la ventana de mi habitación y le
arranca reflejos del pelo, de los mechones plateados. Tiene los ojos
cerrados, las pestañas oscuras casi contra las mejillas en los párpados
cerrados que ocultan, lo sé, un mar azul. Tiene la respiración acompasada,
profunda. Es un caos de brazos y piernas, de pelo revuelto.
Un caos perfecto.
Le cuento las tenues pecas de la nariz. Una vez. Dos.
Veintiocho.
Se mueve y me quedo inmóvil mientras se pone las manos bajo la
mejilla, ahora con la cara cubierta por los mechones plateados. Me apoyo
sobre un codo y le acaricio la piel suave, le aparto el pelo para seguir
admirando el rostro que estoy tratando de memorizar.
Ella tiene la culpa del agotamiento que me pesa en los huesos. De que no
haya dormido apenas. Me he pasado casi toda la noche escuchándola
respirar, respirándola. Igual que llevo haciendo más tiempo del que quiero
reconocer. Es cautivadora hasta cuando está acurrucada y dormida.
Suspiro, le quito de la cara un último mechón de pelo plateado, salgo de
la cama y voy hacia la puerta. Me dejo los mismos pantalones finos, me
pongo una camisa antes de salir al pasillo y voy a las cocinas. Lo mínimo
que puedo hacer es que se despierte con el olor de un desayuno caliente,
sobre todo después de lo que hizo anoche por mí.
Tenía una pesadilla en la que sostenía su cadáver entre los brazos, y
despertar para encontrármela viva, sobre mí, me sobresaltó, y decirlo así es
quedarse corto. Reaccioné sin pensar. La herí. Un arañazo no es nada para
la chica que está acostumbrada a heridas serias, pero para mí es mucho. Yo
me dedico a matar. A matar, a hacer daño. Para eso me he entrenado, para
eso nací, eso me obligan a hacer.
Pero no a ella.
Si llego a ser más rápido, habría tenido entre los brazos su cadáver real,
pero no hizo nada por enfrentarse a mí. Sostuvo mi rostro entre las manos
mientras yo tenía su vida en el filo del puñal. Y me miró como si valiera la
pena verme, como si quisiera verme. Y cuando dijo mi nombre, cuando sus
labios lo pronunciaron, por fin se me despejó la cabeza, se me aceleró el
corazón.
Y entonces le pedí lo que nunca había pedido a nadie.
«No te vayas».
Salgo de la cocina con una bandeja de comida en cuestión de minutos.
Las cejas arqueadas de Gail me han hecho sonreír, y no tardo en estar junto
a la puerta de mi habitación, empujarla con la espalda y entrar.
Y cuando me doy la vuelta…
Me está apuntando con un zapato.
Está de pie al borde de la cama. Con una mano se cierra la manta con la
que se cubre los hombros, y en la otra tiene uno de mis mejores zapatos,
que como arma no es gran cosa. Está preparada para lanzarlo, para librarse
del intruso a golpe de calzado. Veo que suspira de alivio cuando se da
cuenta de que soy yo, y baja el zapato. Un poco.
—No es tu arma habitual.
Sonrío y tengo que contener la carcajada.
Paedyn me lanza una mirada de exasperación a la que ya me he
acostumbrado.
—Me has asustado. —Se echa para atrás el pelo que le cae sobre los ojos
y sonríe, petulante—. Y te aseguro que puedo hacer mucho daño con un
zapato.
—No me cabe la menor duda.
Ya estoy delante de ella, aunque no recuerdo haber avanzado. Con
cautela, me sitúo a su espalda y pongo la bandeja en la cama. El zumo
salpica un poco y las galletas ruedan por el plato. Me enderezo y la miro a
esos ojos en los que me podría ahogar.
—Buenos días, Gray.
Al oírme llamarla por el apellido hace un gesto de frustración casi
imperceptible.
—Volvemos al trato formal, ¿eh? —dice con tono indiferente, pero sus
ojos me hacen la pregunta que nunca formulará en voz alta.
«¿Qué sucede entre nosotros?».
—Bueno, como estabas a punto de atacarme, un trato formal me parece
lo mínimo.
Me acerco un paso y echa la cabeza hacia atrás para mirarme a los ojos.
—A estas alturas, tendrías que estar acostumbrado.
—La verdad, querida, no creo que me acostumbre nunca a tus tendencias
violentas.
Me dirige una sonrisa taimada.
—Es una manera de mantenerte alerta, príncipe.
—Claro, porque la vida es mucho más entretenida cuando no te esperas
un puñal en el cuello o un zapato en la cara. —Bajo la mirada hacia el
zapato que aún tiene en la mano—. Por cierto, ¿me lo vas a tirar al final?
—Todavía me lo estoy pensando.
La sonrisa que le dedico es sincera, una rareza que últimamente se ha
vuelto más y más habitual cuando me encuentro con ella. Gira la cabeza y
hace un ademán en dirección a la bandeja de la cama.
—Me has traído el desayuno.
Me cruzo de brazos.
—¿Cómo sabes que no es para mí?
—Has puesto arándanos en las gachas, Azer.
Me encojo de hombros. Todavía quiero jugar un poco más con ella.
—Con tanto hablar de fruta me has convencido de que son deliciosos.
Se echa a reír.
—Eso querría decir que reconoces que yo tenía razón, cosa que me
parece harto improbable.
—Qué bien me conoces. —Suspiro, y sonrío—. Claro que es para ti. Yo
no me comería esas gachas ni muerto.
Le baila la sonrisa en los labios.
—El príncipe tiquismiquis.
—La lista de Pae.
Nos miramos, los dos con una sonrisa.
Dirijo la vista a la mano en la que no tiene el zapato, con la que se sujeta
la manta en torno a los hombros. Al notarlo, se la cierra todavía más.
—¿Tienes frío?
Se tensa un poco.
—No.
—¿Y esto?
Miro la manta y mis dedos rozan los suyos, los que sujetan con fuerza los
pliegues del tejido. Me mira a la cara, luego la mano que le está acariciando
los nudillos, la muñeca, el puño, la tela que tiene agarrada.
Se le acelera la respiración de una manera que hace que se me pare el
corazón.
—Es una manta.
Me echo a reír.
—Ya lo veo, listilla.
Le paso los dedos por el brazo y el contacto hace que me dé vueltas la
cabeza, que se me acelere el pulso. Cada roce es embriagador. Cada mirada
compartida es cautivadora.
—Pareces acalorada, Gray. —Le cojo un mechón de pelo que le cae
sobre el hombro—. Debe de ser por la manta. —Yo mismo noto cómo me
florece una sonrisa burlona—. A menos que la razón de ese sonrojo sea yo.
Veo las emociones que le pasan por el rostro. Primero, algo que seguro
que también está en el mío: deseo. Luego parpadea y veo sorpresa al darse
cuenta, seguida por negación. Al final, irritación.
—Ni hablar. Es por el calor.
Pese a la tensión que se le nota en la voz parece tan segura como
siempre.
Inclino la cabeza hacia un lado, miro la manta, luego la miro a ella.
—Pues tendré que ayudarte una vez más, solo que esta vez lo que te voy
a quitar es la manta, no el vestido.
Sonrío al recordar el último baile, pero, antes de que mis dedos lleguen
cerca de los suyos, suelta la manta, que le cae en torno a los tobillos.
Está de pie, muy cerca de mí, sin más ropa que unos pantalones cortos y
una camiseta fina de seda. Me tienta, me provoca, juega conmigo. Anoche,
con la oscuridad, no llegué a ver el tejido negro que se le pega al cuerpo.
Pero, ahora, lo veo, la veo a ella, Con toda claridad.
Tiene fuego en los ojos, un fuego abrasador.
—Vamos a dejar las cosas claras, príncipe. No me hace falta que me
ayudes. Ni para desnudarme ni para nada.
—No, ya, claro. En fin, ganas no faltaban.
Se contiene para no reírse.
—No puedes dejar el juego de la seducción ni un minuto, ¿no?
—Cuando estoy contigo, por lo visto, no.
—¿No? ¿Y qué más haces cuando estás conmigo, si se puede saber?
Trago saliva. Me pone nervioso.
—El idiota.
Me sonríe con una sonrisa divertida y provocadora a la vez.
—¿Solo cuando estás conmigo?
—Solo por ti.
Clava los ojos en los míos y se queda en silencio, inmóvil de repente.
Avanzo un paso hacia ella, y retrocede. Tiene la parte posterior de las
piernas contra el borde de la cama. Trago saliva, intento no fruncir el ceño.
«¿Por qué se aparta?».
—Además, cuando estoy contigo tiendo a ser mejor persona, así que
quiero darte las gracias. Otra vez.
No recuerdo haber hablado nunca a nadie en tono tan dulce, tan
tranquilizador. Pero lo que más me asusta es pensar que no lo haré con
nadie más. Solo con ella.
De pronto, le rozo la cintura con la mano, se la subo por el brazo, con un
roce como una pluma que le sube por la piel. Se le eriza el vello al paso de
mis dedos, y sonrío.
Y vuelvo a tener en torno al dedo ese mechón de cabello sedoso.
—Gracias, Pae. Por lo de anoche.
Se estremece, pero sigue sonrojada. Soy incapaz de contenerme y sonrío.
—Pese a todo lo que intento ayudarte, todavía pareces acalorada.
—Y tú todavía pareces ser el responsable.
Está tan enfadada consigo misma que casi me escupe las palabras.
Le coloco el mechón de pelo detrás de la oreja con una sonrisa lenta, sin
prisas.
—¿Acabas de reconocer que yo te provoco este calor? ¿Que te pongo
nerviosa?
—Más bien me pones de los nervios —me replica—. Eso, seguro.
Aparto la vista y sacudo la cabeza.
—Mentirosa.
—¿Me ha delatado el pie izquierdo o has llegado a esa conclusión tú
solito? —me pregunta con calma.
Vuelvo a mirarla a los ojos, tan azules, tan bellos. Luego, a los labios,
suaves, apretados en una expresión huraña que le cuesta mantener.
Me acerco un paso. Se inclina hacia mí.
—No puedo apartar la vista de ti para mirarte el pie. Así que, sí, he
llegado a esa conclusión yo solito.
Tiene fuego en la mirada, me está suplicando que me acerque más.
Y lo hago.
No puedo alejarme de ella.
No quiero alejarme de ella.
Le aparto el pelo de los ojos, le rozo la piel con los dedos. Solo con
tocarla siento una descarga eléctrica que me acelera el corazón. Y sé que
ella también la siente. Me mira a los ojos, me mira a los labios, le aletean
las pestañas.
Ya no puedo más. No puedo evitar querer esto. Quererla a ella.
Me acerco más, entreabre los labios y…
Noto algo que me presiona el cuello.
«¿Qué demonios…?».
Me ha puesto el puñetero zapato contra la nuez.
—Me tengo que ir.
Sus palabras son poco más que un susurro. Me las murmura casi contra
los labios, como si hablara consigo misma, con la misma inseguridad que
dijo esas mismas palabras bajo el sauce.
Me aclaro la garganta, le aparto las manos del pelo, me alejo de ella.
«¿Qué demonios ha pasado? ¿Y por qué demonios no ha pasado nada?».
—Claro. Vas a tardar mucho rato en ponerte guapa para mi hermano esta
noche.
No me molesto en disimular la amargura, los celos, la confusión.
¿Quiere verme sin máscara? Muy bien. Que me vea. Que vea toda la
frustración, todos los sentimientos que ha provocado.
Se encoge.
La chica que mata lobos, escala montañas y sobrevive en los barrios
bajos se acaba de encoger. Nunca la había visto así. Nunca pensé que la
vería así. Se me arruga el corazón, quiero estrecharla entre mis brazos y
protegerla.
Pero, en lugar de eso, doy un paso atrás, pongo distancia entre nosotros.
No confío en mí cuando estoy cerca de ella. No me veo capaz de no tocarla,
de no saborearla.
Abre la boca, se debate contra las palabras que tanto ansía decir. Las que
no voy a oír porque aprieta los dientes, me deja fuera de sus pensamientos.
La miro durante segundos enteros, segundos largos. La veo respirar hondo
antes de devolverme la mirada con serenidad.
—De nada —dice en voz baja—. Por lo de anoche. Nadie debería
soportar a solas el horror de sus propios pensamientos. Las pesadillas
pueden ser nuestro peor enemigo. Sé lo que se siente.
Me coge la mano, me deja el zapato sobre la palma y sale a zancadas de
la habitación.

Sopeso la posibilidad de emborracharme de nuevo.


El alcohol que hago girar en la copa que tengo entre los dedos es
tentador, me pide a gritos que me lo acabe y me sirva más, mucho más. Lo
que sea con tal de sobrevivir al último baile.
Las parejas han empezado a bailar ahora que ya han llegado casi todas las
mujeres. Parece ser que el último baile va a ser lo único normal en las
Pruebas de este año.
He dejado a Blair en brazos de un joven para sustituirla por una copa de
vino, y no sé por qué no lo he hecho antes. Mientras considero la
posibilidad de vaciarla de un trago, alzo la vista hacia el grupo de damas
que me rodean, todas vestidas en diferentes tonos de verde, todas risitas y
sonrisas mientras asiento, charlo con cortesía, me aburro a mí mismo con
mi propia insustancialidad.
Estoy a punto de apartarme del corro con cualquier excusa cuando
alguien me llama la atención.
Alguien me deja aturdido, desconcertado.
Alguien que se alza en medio de un mar de negro.
Envuelta en un tejido como la medianoche, las lentejuelas que le salpican
el vestido centellean como estrellas. La tela se le ciñe al cuerpo como una
sombra. Es una segunda piel que le perfila cada curva mientras baja por la
escalera.
Los brazos bronceados y el escote le destacan sobre la tela negra. De la
cintura hacia arriba, el vestido consiste en un elaborado corsé que la ciñe y
deja al descubierto el nacimiento del pecho y las clavículas. La zona del
pecho es transparente, con un diseño de flores, volutas y cuentas que
contrasta contra la piel que permite ver. Las complejas mangas son tiras
sueltas, negras, que conectan la parte superior del corsé y le caen sobre los
hombros.
Y desde la cintura hasta el suelo hay una cascada de satén que se derrama
en torno a ella. Le recorro con los ojos las piernas desnudas que quedan a la
vista a través de las rajas a ambos lados del vestido, rajas que le llegan hasta
la parte superior de los muslos. Allí, a la vista de todos, lleva ceñido el
puñal de plata, con el mango de volutas a juego con el vestido.
Tiene el pelo plateado en un recogido a la altura de la nuca, y los
mechones ondulados le caen sobre la espalda, le rodean la cara, me piden a
gritos que los coja entre los dedos y se los meta detrás de las orejas.
Toda ella está envuelta en oscuridad, cubierta de noche. Doy las gracias a
la plaga por su vestido diferente, oscuro, porque quiero que destaque. No
quiero perderla de vista entre la multitud.
No es que a ella le cueste destacar.
No es que yo haya tenido nunca dificultades para encontrarla.
Su vestido negro apaga todos los colores, hace que no vea nada más, solo
a ella.
Desliza las piernas por las rajas del vestido al bajar por la escalinata con
el puñal a la vista de todos. Cientos de ojos siguen cada uno de sus
movimientos. De pronto siento celos de todos los que la ven al mismo
tiempo que yo.
No me mira a los ojos. Desde la primera vez que la vi, cuando la conocí
en la callejuela, nunca la había visto tan cobarde.
Tiene miedo. Tiene miedo de lo que hay entre nosotros. Siempre lo ha
tenido. Por eso elige ser mi enemiga, mi rival, lo que sea con tal de no
permitirse sentir…, y yo tampoco estoy acostumbrado.
Ella tiene la culpa. Tiene la culpa de que se me haya agrietado la máscara
diseñada con tanto cuidado, de que salte en mil pedazos cada vez que la
veo. Nunca he sentido tanto, nunca he tenido tanto miedo. Pero, si tengo
que soportar las consecuencias de sentir algo por ella, al menos sé que a ella
le pasa lo mismo.
Esta conexión que nos consume es como un lazo tangible que nos ata.
Clavo la mirada en ella para que me mire, y cuando me mira…
Chispas.
Electricidad.
Todo lo que es bello, osado, deslumbrante… Todo eso siento en su
mirada.
Es una visión, una pesadilla, un sueño.
Es la muerte ataviada de negro que viene a robarme el alma y el corazón.
Es un demonio.
Es una diosa.
Es la perdición para cualquiera.
Es la perdición para mí.
Luego, desvía la mirada hacia Kitt.
La conexión se rompe.
Y me quedo vacío, a solas con los celos que me crecen por dentro.
¿Cómo se me ha ocurrido que podía tenerla, que ella querría tenerme?
La bestia nunca se lleva a la bella.
Lo estoy esquivando. No es la mejor manera de hacer frente a un problema,
ya lo sé. Pero Kai es un problema muy inmediato. Una distracción muy
deseable.
De modo que trato de mantenerme ocupada, y aun así me doy cuenta de
que él hace lo mismo. Las chicas más atractivas van pasando por sus brazos
en la pista de baile, todas con una sonrisa deslumbrante, todas vestidas de
verde.
Entierro muy honda una emoción que no quiero identificar como celos,
aunque me clava las garras.
«Tengo una misión».
Vuelvo a concentrarme en mi pareja por enésima vez. Kitt sonríe y sigue
con la charla amena de la que mi cerebro no para de escapar. Me obligo a
concentrarme en lo que me dice en lugar de en lo que quiero robarle.
Damos vueltas por la pista y atisbo el aro de llaves dentro del bolsillo
interior de la chaqueta. Me pican los dedos con ganas de seguir los instintos
de ladrona que he controlado mientras he estado en el castillo. Hasta cierto
punto.
—Estás preciosa.
La voz amable de Kitt me sobresalta y alzo los ojos hacia los suyos.
Sonríe al ver mi expresión.
—No sé por qué te sorprende tanto.
Nos quedamos en silencio un momento, y por fin doy forma a las
palabras.
—El que me sorprendes eres tú.
—¿De veras?
—Sí —respondo con sinceridad—. No eres como me imaginaba.
Esboza una sonrisa tan infantil que no puede pertenecer al futuro rey.
—¿Decepcionada?
«Ojalá».
—No. —La sonrisa de Kitt se acentúa—. Todavía no —me apresuro a
añadir.
Me baja hacia el suelo y se ríe cuando tengo que contener un grito de
sorpresa. Se queda así unos instantes, y esa es mi ocasión. Es el momento
que he temido, el momento que he planeado. Se le abre la chaqueta del
traje, tiene los ojos clavados en mí, en lo último que piensa es en las llaves
que lleva en el bolsillo.
Así que hago lo que mejor se me da: robar.
Finjo que resbalo, cosa muy creíble con los tacones que llevo. Le pongo
las manos encima para no caer, una en el hombro, otra en el pecho, cerca
del bolsillo de la chaqueta.
Me agarra la cintura con más fuerza y le sostengo la mirada, y hasta
sonrío mientras deslizo la mano en el bolsillo. Sonrío mientras traiciono al
chico que no ha hecho más que tratarme con gentileza. Sonrío mientras abro
el aro de las llaves y saco la más grande guiándome por las volutas en
relieve que la decoran, y me la llevo en la palma de la mano.
Me alza despacio, me sostiene con firmeza, pero ya he sacado la mano
del bolsillo y se la he vuelto a poner en el hombro, inocente, insignificante.
—Y yo que pensaba que tu técnica de baile estaba mejorando… —dice
Kitt con una sonrisa burlona.
—Y yo que pensaba que me avisarías antes de tumbarme. —Suelto un
bufido y sonrío—. Me vendría bien una copa.
—No sé yo, si ya no sabes ni dar los pasos… —Me sonríe y se vuelve
hacia la mesa de las bebidas—. Pero te la traeré.
Se me escapa un suspiro mientras lo veo alejarse entre la gente. De
pronto, el corsé me aprieta demasiado. Tengo la llave en la palma de la
mano, resbaladiza de sudor.
—¿Bailas conmigo?
Me doy la vuelta y me encuentro ante un rostro salpicado de pecas. El
pelo siempre revuelto de Lenny está ahora repeinado, con los mechones
rojizos en su sitio. Viste un traje negro de buen corte. Parece uno más de los
hombres que nos rodean.
—Cómo no —respondo al tiempo que me obligo a sonreír—. Me pone
una mano en la cintura, le pongo yo otra en el hombro, y las manos libres se
unen en el aire.
Así le paso la llave. Al notarla, Lenny me sonríe.
—Bien hecho. ¿Ha sido fácil?
—Sí. Muy fácil. —Tengo la voz lejana, distraída.
—¿Te acuerdas del plan?
Dejo escapar un suspiro.
—No es que yo haga gran cosa, ¿no? Ahora solo me queda sobrevivir a
la última Prueba.
—Puede que sea la parte más difícil de la misión.
Asiento y me concentro en las figuras que bailan a nuestro alrededor. Veo
que Andy baila con una chica sonrojada a la que no he visto antes. Se me
van los ojos hacia Kitt y Jax, que se ríen juntos. El príncipe le alborota el
pelo a su hermano pequeño, que sonríe de oreja a oreja. A Blair la he visto
antes, y no me cuesta localizarla de nuevo, con ese vestido verde claro que
me hace daño en los ojos. Aparto la mirada o sé que empezaré a buscar
entre la gente a cierto príncipe.
Solo quedamos cinco.
Me pregunto cuántos veremos mañana la puesta de sol. Me pregunto qué
padres llorarán la pérdida de su hijo o de su hija. Estas Pruebas traen la
muerte. Nada de honor, de gloria. De felicidad. Solo muerte.
—¿Estás bien? —La voz amable de Lenny me envuelve y me concentro
de nuevo en sus ojos grandes, marrones.
—¿Quién de nosotros está bien?
Se encoge de hombros.
—No te falta razón.
Termina la música y bajamos las manos, y Lenny se desliza la llave en el
bolsillo.
—Ten cuidado mañana —me susurra con un tono que denota
preocupación.
—Oooh, qué tierno, te preocupas por mí.
—Un poco, princesa. Sin exagerar. —Solo le falta poner los ojos en
blanco—. Que no te maten, ¿vale?
—No prometo nada, pero ya que me lo pides con tanta educación, lo
intentaré. No quiero que tengas que vivir sin mí. —Sonríe y sacude la
cabeza, pero lo agarro del brazo antes de que se aleje—. Oye, buena suerte.
Recuerda lo que te conté del túnel. Ah, y no te…
Me interrumpe con una risa.
—Por la plaga, Paedyn, un poco de fe. Lo tengo controlado.
Suspiro y asiento, y me quedo mirando cómo desaparece entre la gente.
Me seco la mano sudorosa contra el corsé del vestido y acaricio la tela
delicada que cae en cascada. Me doy media vuelta con agilidad gracias a las
rajas de la falda. Le tuve que suplicar a Adena para que las hiciera bien
largas, de modo que el vestido no me limitara. Puede que fuera por la
claustrofobia, o para tener la opción de darle una patada en la cara a alguien
si hacía falta.
Casi choco de bruces contra Jax en la pista de baile. El chico sonríe al
verme.
—¡Hola, Paedyn! ¿Quieres bailar? Andy me ha dejado tirado. Además,
con lo que ha bebido, prefiero que no se me caiga encima.
Me echo a reír y asiento, y pronto estamos dando vueltas por la pista de
baile. Ha empezado una danza de las que requieren pasos específicos y
cambios de pareja, de las que yo siempre trato de evitar. Pero dejo que me
lleven los pies y confío en recordar los pasos correctos y en olvidarme de
cómo los aprendí. En olvidar aquellos bailes a oscuras, guiada por unos
brazos fuertes…
Para de una vez.
«Por la plaga, contrólate».
Miro al chico que tengo delante, todo sonrisas y emoción.
—Estás muy guapo, Jax.
La sonrisa se le vuelve tímida.
—Gracias… Eh… Tú estás…
Seguimos dando vueltas y me encuentro entre los brazos de otro hombre.
Asiento con cortesía y él hace lo propio mientras nos movemos al unísono.
Antes de que me dé tiempo a pensarlo, me pasa a otro hombre, y este a otro,
a los que no conozco. Es un vals largo y me arrepiento de haber salido a la
pista.
«Los zapatos me están matando».
Luego me encuentro ante otro cuerpo, y los brazos que me envuelven son
los de un sonriente Kitt.
—Por fin. Sabía que te iba a recuperar tarde o temprano.
Consigo sonreír.
—Has tardado lo tuyo.
Me da tiempo a escuchar su risa antes de girar hacia una pareja diferente.
—Me estás esquivando.
El corazón se me estremece al oír esa voz y las mariposas que me
revolotean en el estómago hacen lo mismo cuando siento el olor a pino.
Parpadeo ante el pecho ancho, muy consciente del cuerpo fuerte que se
esconde bajo la camisa de un blanco inmaculado. Respiro hondo y alzo la
vista hacia él.
Y desearía no haberlo hecho.
Tiene unos ojos hipnóticos, acero fundido, niebla en la madrugada. Se me
clavan como si no le diera miedo verme entera. Siento que la mirada me
recibe, me acoge, y no sé por qué me he molestado en mirar a nadie más…
No. No. No.
No puedo. No debo. Estoy tan confusa…
No ha apartado la vista de mí en ningún momento y el peso de su mirada
me pesa mientras ve cómo trato de desenmarañar este enigma. Estos
sentimientos.
—No es exactamente… esquivar.
No sueno nada convincente, claro, porque es precisamente lo que he
estado haciendo. Y, aunque mi vida entera es una mentira constante, mi
capacidad para engañar parece haberse agotado, porque no me cree.
Esboza una sonrisa y tengo que hacer un esfuerzo consciente para no
mirarle a los labios. Y, como esta mañana, me muero por acercarme más a
él. No sé qué habría pasado si hubiera permanecido en su habitación…,
pero me he pasado el día reprochándome no haberme quedado para
averiguarlo.
Tuve que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para apartarlo, pese a
que lo que quería era atraerlo hacia mí. Pero recordé quién era, lo que era.
El príncipe, el futuro ejecutor, el hijo del hombre al que detesto, mientras
que yo soy una mendiga, una vulgar, la encarnación de todo lo que le han
enseñado a odiar.
No soy capaz de concentrarme, solo tengo ojos para sus hoyuelos.
—Pues acláramelo, Gray. ¿Cómo lo llamarías tú?
Me hace girar con una mano antes de atraerme de nuevo hacia él, mi
espalda contra su pecho. Tengo las manos cruzadas sobre el vientre
mientras él me sujeta y nuestros cuerpos se mecen al son de la música.
—Parecías muy ocupado, no quería interrumpirte —digo, y recuerdo a
todas las mujeres con las que ha bailado.
Deja escapar una carcajada que me dice que él también las recuerda.
Me roza el pelo con la barbilla y se me acelera el corazón. Se inclina
hasta que tiene el rostro junto al mío, los labios junto a mi oreja.
—Por si quieres saber lo que me parece a mí… —Me atrae más hacia él
—. Creo que me esquivas para no bailar conmigo porque no te puedes
controlar cuando estoy cerca de ti.
Casi me ahogo de risa.
—Por favor. No me cuesta nada controlarme.
Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa.
Por lo visto he recuperado la capacidad de engañar.
—¿De verdad? —Otra vez tiene los labios contra mi oreja, los dedos
entrelazados con los míos, el cuerpo muy apretado contra mí.
Tengo frío y calor, sí y no, bien y mal. Soy la encarnación viva de los
opuestos, un caos de confusión y contradicciones.
«Esto es lo que quiero».
No quiero esto.
Baja la cabeza y me apoya la barbilla en el hombro.
«Vaya si lo quiero».
Pero no debo, no debo.
—Entonces ¿por qué me rechazas?
Me paro en seco. Tiene la voz cargada de emoción, de una incertidumbre
desgarradora. Me hace girar muy despacio sin dar un paso atrás, sin
permitir que se abra espacio entre nosotros.
Tengo la respiración entrecortada, y el corazón, acelerado. Me mira a los
ojos y me permito a mí misma mirarlo, admirar al muchacho al que he
llegado a conocer tan bien.
Es arrebatador. Todo en él es asombroso, me corta el aliento. Pero su
manera de mirarme es lo que me hace un nudo en la garganta, lo que me
impide respirar. Nunca me habían mirado así, como si fuera un privilegio
estar en mi presencia, un honor contemplar mis ojos, un regalo solo verme.
Nunca, hasta que lo conocí.
La máscara se agrieta, se desmorona, salta en mil pedazos, solamente
queda un chico que tiene en sus brazos a una chica y solo la quiere a ella.
Y lo que me aterroriza aún más es que seguramente yo lo miro de la
misma manera, con el mismo anhelo. Por mucho que me resista, no puedo
dejar de desear a este chico que me ha salvado la vida más veces de las que
quiero reconocer. Este chico que es calculador y encantador a la vez, a la
vez frío y cariñoso. El que me curó las heridas, se interesó por mi pasado,
me distrajo cuando más falta me hacía.
El que me comprende.
Y entonces se me para el corazón.
«Eso no es cierto».
No sabe quién soy de verdad. Qué soy de verdad. Y, si lo supiera, me
mataría. Es la misión del ejecutor. Es lo que haría el hijo del rey. Para eso lo
han modelado.
Y por eso lo rechazo. Porque, si no lo rechazo, lo querré tener aún más
cerca. Y, si lo tengo más cerca, me clavará un puñal en el corazón. En ese
corazón que late un poco más deprisa cuando él está cerca, que se rompe
con más facilidad, que lo anhela demasiado.
Lo miro sin saber qué decir, qué hacer, qué…
De pronto, me arrancan de sus brazos antes de que tenga ocasión de
responder.
«Justo a tiempo».
—Estás preciosa —farfulla Jax mientras sonríe de oreja a oreja—. Eso
quería decir antes.
Hincha un poco el pecho, orgulloso de haberme hecho el cumplido, al
final.
—Gracias, Jax. —Le sonrío.
La canción termina y salgo de la zona de baile. Me muero por escapar del
mar de cuerpos. Cojo una copa de la bandeja de un criado y me alejo del
centro. Pero no hay manera de escapar de la multitud. Mire a donde mire,
por todas partes hay grupos de invitados que chismorrean o criados
silenciosos.
Recorro con los ojos el salón de baile abarrotado, me fijo en los
ventanales, pienso en el aire fresco que me aguarda al otro lado. Quiero
estar a solas un momento, quiero verme libre de la gente, de la habitación
cerrada.
Bebo un sorbo de vino y miro bailar a los invitados. Luego, dejo la copa
en la mesa y voy hacia el pasillo que sale del salón. Tengo que pasar entre
cuerpos apretados. Cada vez me ahogo más.
Cojo aire y me dirijo hacia las enormes puertas que dan al patio. El
sonido de los tacones contra el suelo llena el silencio mientras me aproximo
al arco imponente.
Extiendo la mano para abrir la puerta y salir cuando un rayo aparece de
repente y se interpone en mi camino hacia la salvación.
La sonrisa del imperial es fría cuando me mira de arriba abajo. Lleva el
uniforme blanco impecable y huele a almidón.
—No te puedo dejar salir, jovencita —me dice con tanto menosprecio
que tengo que contenerme para no soltarle lo primero que me viene a la
cabeza.
«No estoy de humor».
—Solo quiero salir unos minutos a tomar el aire.
Si estuviéramos en Saqueo, ni me molestaría en parecer cortés.
—Te acabo de decir que no puedo dejar que salgas. —Sonríe, burlón, y
unos cuantos imperiales que montan guardia en el pasillo se ríen. Por lo
visto, el chiste que yo no he pillado les parece desternillante—. No tienes
permiso para salir del castillo, jovencita.
Aprieto los puños y me contengo para no decirle que vuelva a llamarme
«jovencita» si se atreve, a ver qué pasa.
—Lo único que quiero es salir un momento.
—¿De verdad? ¿Y qué estás dispuesta a dar a cambio? —Se inclina hacia
mí. El aliento le apesta a alcohol—. ¿Qué gano yo con esto?
Me rodea la cintura con un brazo y tira de mí hacia él.
Grave error.
Cojo con la mano el puñal, noto el acero frío, estoy a punto de…
—Cuidado, te lo va a clavar en el cuello. Te lo digo yo.
Me quedo inmóvil y vuelvo la vista. Kai está a pocos metros, con las
manos en los bolsillos.
—Suéltala y abre la puerta.
Tiene la voz como el acero del puñal, fría y afilada.
—Pero, señor… —farfulla el imperial—. Tenemos orden de no dejar que
los contendientes salgan del…
—Acabo de darte otra orden. Así que abre la puñetera puerta. —La
expresión neutra de Kai no ha cambiado pese a lo letal de su tono. Hasta se
ha recostado contra la pared, sin sacar las manos de los bolsillos. Es la viva
imagen del poder—. Por cierto, si quieres conservar el empleo, la mano y la
cabeza, te recomiendo que sueltes a la «jovencita».
Casi se me escapa una sonrisa cuando lo oigo. El imperial se apresura
tanto en soltarme que casi da un salto para alejarse de mí. Sabe tan bien
como yo que Kai no amenaza en vano.
El imperial trata de escabullirse y pasar de largo, pero el príncipe lo
agarra por la camisa y lo estampa contra la pared.
—He mentido —le dice con la cara muy pegada a la suya—. Vas a tener
suerte si no te corto la cabeza, no digamos ya la mano, por ponerle un dedo
encima.
Las puertas se abren y me distraen de una escena que no sé si quiero ver.
Al momento me golpea el aire húmedo y pegajoso. Bajo por los peldaños
hacia el patio. El cielo está oscuro, lleno de nubes que retumban con una
promesa de lluvia.
Respiro hondo, disfruto del aire fresco y el espacio abierto que me rodea.
Una gota me choca contra la mejilla y vuelvo el rostro hacia el cielo nuboso
que empieza a llorar sobre mí. Extiendo los brazos, echo la cabeza hacia
atrás y me dejo acariciar por la lluvia.
De pronto, las gotas se convierten en un chaparrón. Llueve mucho, y sigo
sonriendo como una idiota. El agua fría me corre por la piel y noto la
cabeza más despejada que en mucho tiempo. Tengo la ropa empapada, el
pelo me chorrea. Doy vueltas en el mismo sitio mientras la falda del vestido
me envuelve los tobillos. Me siento muy tonta y me encanta.
Me quito los zapatos de los pies doloridos y camino por los charcos como
cuando era niña. Me recuerda a los tiempos en que era pequeña, en que
anhelaba el amor de un padre que ya no estaba conmigo. Los días en los
que vivía aterrada, traumatizada. Las calles abarrotadas de Saqueo se me
venían encima, me hacían sentir prisionera, claustrofóbica.
Pero entonces me subía al tejado de las tiendas y los edificios viejos, sin
más compañía que las estrellas. Allí me sentía más libre, mucho más en
paz. Eso hice durante meses, años, hasta que perdí el miedo y Saqueo pasó
a ser menos aterrador, más hogar.
Se me escapa la risa. Histérica. Estoy histérica.
«Por la plaga, ¿cuánto vino he bebido?».
La lluvia me pega el pelo a la cara, me gotea por la punta de la nariz, y
no paro de sonreír. Por un momento, me olvido de todos los problemas y
me permito existir.
—Jamás había vivido hasta que te vi.
Me doy la vuelta y parpadeo para ver en medio de la lluvia, y mis ojos
tropiezan con otros grises que se mezclan con el torrente que nos está
cayendo encima. Él también tiene el pelo chorreando, revuelto. La camisa
blanca es ahora transparente contra el pecho, contra el torso bronceado.
Solo con verlo se me dibuja una sonrisa en la cara.
—Seguro que se lo dices a todas las «jovencitas» que te llaman la
atención —le digo entre risas.
—Lo que pasa es que solo me llama la atención una jovencita, y no
puedo quitarle los ojos de encima.
El pecho se le agita con una respiración tan acelerada como la lluvia. El
corazón me palpita con el estrépito de los truenos.
Se pone serio de repente y me estudia la cara.
—¿Te ha hecho falta aire fresco de repente? ¿Has tenido que salir del
salón?
Siempre me comprende.
—Sí —digo en voz baja—. Aquí afuera me encuentro mejor. Más libre.
Se inclina hacia el lecho de flores que crecen junto a la escalera, arranca
una del suelo embarrado y se incorpora.
—Bien —dice, tranquilo—. Porque me voy a acercar mucho mucho a ti.
Se me escapa el aliento y se adelanta un paso. Luego, otro. Y otro. Está
tan cerca que noto el calor de su cuerpo, noto el calor que irradia, que me
invade cuando está junto a mí.
Echo la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos, parpadeo para tratar de
verlo en medio de la lluvia. Me froto la cara, consciente de repente de que
debo tener el maquillaje corrido, y llego a la conclusión de que no me
importa.
Tiene una sonrisa en los labios cuando me muestra la flor, que también
chorrea. Los pétalos diminutos son de un azul vivo, casi púrpura.
—Es un nomeolvides. Porque siempre te olvidas de quién soy —me dice
Kai con una sonrisa, con una carcajada. Alza la mano y me la pone detrás
de la oreja, y aprovecha para acariciarme el pelo empapado.
—Claro que sé quién eres —le digo con el aliento entrecortado—. Un
cerdo arrogante.
Sacude la cabeza sin apartarme los dedos del pelo.
—Me importa un rábano que te olvides de mis títulos mientras recuerdes
quién soy para ti.
Lo miro, y algo le debe de hacer gracia, porque veo que en sus ojos se
dibuja una sonrisa. Abro la boca para decir algo, pero la cierro de golpe
cuando empieza a quitarse la chaqueta del traje. Se queda delante de mí con
la camisa blanca empapada, transparente, pegada al cuerpo.
«Esto no me desconcentra, no, para nada».
Se acerca aún más y me pone la chaqueta sobre la cabeza para
protegerme de la lluvia.
—Kai…
La sonrisa que le ilumina el rostro me detiene en seco, me deja sin
aliento. Es una de esas sonrisas tan escasas, una sonrisa sincera, de las que
le dije que quería ver más. Una sonrisa que me pertenece a mí.
Hoyuelos. Los dos. Los dos me desconcentran. Los dos me arrebatan.
—¿Qué pasa? —digo, con la voz llena de risa.
Se encoge de hombros. La sonrisa le ilumina la cara.
—Me encanta cuando dices mi nombre.
Carraspeo para aclararme la garganta. De pronto la noto muy seca.
—Pero no te llamas Kai.
Se queda en silencio. Solo sonríe, con una intensidad repentina en los
ojos como para provocarme para que diga su nombre completo. Quiere que
lo diga. Y por lo visto yo también lo quiero porque abro la boca y solo me
sale una palabra.
—Malakai.
Parpadea y cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás para que la lluvia le
corra por la cara. La curva de sus labios, la columna de su cuello me hacen
tragar saliva. Me habla todavía con la cara vuelta hacia el cielo.
—Solo tú podías decir así mi nombre.
—Bueno, ¿cómo quieres que te llame? ¿Kai? ¿Malakai?
Tengo la voz tan entrecortada que me encantaría atribuirlo al ataque de
pánico.
La respuesta cuando baja la cabeza para mirarme es simple, directa.
—Llámame como quieras. Lo que sea con tal de oír tu voz, querida.
Se me escapa una sonrisa.
—Vale, de acuerdo. Pues cerdo arrogante.
No estoy preparada para la carcajada. Es una risa profunda, hermosa, que
me gustaría memorizar.
—Cuidado, Kai. —La sonrisa se le acentúa al oír de nuevo su nombre—.
Estás siendo un caballero otra vez. —Miro la chaqueta con la que me
protege de la lluvia—. Supongo que sabes que ya estoy empapada, ¿no?
—Sí, bueno. —Suspira y baja la cabeza para mirarme a los ojos—.
Estabas adorable parpadeando para verme en medio de la lluvia, pero
prefiero que me veas con claridad cuando te diga esto.
Otra vez se me acelera el corazón, qué estúpida soy.
—Lo he dicho en serio. No puedo quitarte los ojos de encima. No puedo
dejar de pensar en ti.
Aparto la vista de su mirada abrasadora y sacudo la cabeza.
—Kai, no…
—Paedyn.
Me detengo. Me estremezco. Pronuncia mi nombre como si fuera
sagrado, como si estuviera prestando juramento.
Inclina la cabeza hacia un lado, me recorre la cara con la mirada.
—Dime —susurra—, ¿cómo quieres que te llame?
Lo miro, confusa.
—¿Cómo quieres llamarme tú?
—Quiero llamarte «mi chica».
Nos miramos. Los dos tenemos la respiración entrecortada, estamos
inmersos el uno en el otro. La lluvia sigue cayendo sobre Kai, las gotas le
ruedan por las pestañas espesas, le corren por la mandíbula.
—Sé que tú sientes lo mismo —dice en voz baja.
—¿El qué?
—Te sientes viva. Te sientes en llamas. Sientes. —Tiene una intensidad
en la mirada, en la voz, que me acelera todavía más el corazón. Aparta la
vista y masculla un taco antes de volver a clavarme los ojos—. Cuando te
miro, Pae…, me deshago. Me ahogo. No puedo ni respirar.
El aire se me escapa de los pulmones y tengo que parpadear de nuevo, y
no es por la lluvia.
—Mírame y dime que no sientes lo mismo —me susurra.
Silencio. Luego…
—Yo no siento lo mismo, Kai.
Mentira. Mentira. Mentirosa.
Agacha la cabeza y, cuando la vuelve a alzar para mirarme, tiene una
sonrisa traviesa. Me quita la chaqueta con la que me protege la cabeza y me
la pone sobre los hombros, y de paso me roza las clavículas, lo que me
provoca una descarga eléctrica.
Es demasiado grande y sus manos agarran el tejido cuando me atrae
hacia él, hasta que nuestros cuerpos quedan juntos. Sigue con las solapas de
la chaqueta en las manos, me roza la piel desnuda con los nudillos cuando
me acerca los labios a la oreja.
—Ahora, dímelo otra vez —murmura, y sé que está sonriendo—, pero
sin dar golpecitos con el pie izquierdo.
Me quedo boquiabierta.
Sonríe contra mi oreja, y trato de concentrarme, de no notarlo.
—No es… Yo no…
Me interrumpe su risa.
—Dios, eres asombrosa. —Los dedos callosos nunca me han rozado con
tanta suavidad como cuando me aparta de los ojos un mechón de pelo
empapado—. Pero tan tan testaruda…
No puedo seguir así. No puedo no caer en la tentación que representa. De
pronto, no se me ocurre ni un motivo para resistirme, para no cruzar el
espacio que nos separa. Quiero…
Sus labios rozan los míos.
Como una pluma.
Es el susurro de un beso, una promesa de pasión. Y, aun así, el contacto
casi me derrite. Me coge el rostro con la mano, me acaricia el pómulo con
el pulgar, y entonces…
Nada.
Retrocede.
Casi grito, quiero agarrarlo, atraerlo hacia mí, presionar los labios contra
los suyos. Y es lo que estoy a punto de hacer cuando, de repente, recuerdo
un momento en el que estábamos en la situación contraria. Era yo la que lo
provocaba con mi roce.
Ahora comprendo cuánto le afectó a Kai la falta de contacto cuando lo
distraje antes de tirar con arco. Sentir algo y luego nada es muy cruel, y me
ha hecho estallar en llamas. Con la otra mano, me tiene rodeada la cintura
bajo la enorme chaqueta, y el calor de la palma a través del corsé es como
un hierro al rojo vivo. Me inclina la cabeza hacia atrás, me estudia con una
sonrisa apenas esbozada.
Sabe muy bien lo que hace.
Pero me mira como si no quisiera apresurar el momento. Me ha buscado
el labio inferior con el pulgar y lo recorre muy despacio. Me enciende por
dentro.
—Me prometiste que, cuando estuviera sobrio, te podría tocar.
Se me corta la respiración. Lo nota y casi sonríe. No me esperaba que
dijera eso. No me esperaba que recordara una promesa apresurada que le
hice en el último baile.
Inclina la cabeza. De pronto, su boca vuelve a estar a un aliento de la
mía.
—Pero, cuando estás cerca de mí, no puedo estar sobrio, Pae. Nunca dejo
de emborracharme con cada detalle de ti.
Estoy sin palabras. No me imaginaba que este muchacho pudiera sentir
tanto.
Por mí.
—Si te beso… Si te beso de verdad, como quiero hacer, como he
esperado tanto tiempo para hacer…, ¿me pondrás un puñal en el cuello?
Tiene la voz ronca. La mirada, hambrienta.
Y, entonces, alzo la mano muy despacio y le doy un golpecito en la punta
de la nariz.
Y me tomo un momento para memorizar la sonrisa que me dedica.
—Vas a tener que besarme para averiguarlo.
Me ha dado un golpecito en la punta de la nariz. Jamás me habría
imaginado que el corazón se me pudiera hinchar tanto por el movimiento de
un dedo.
—Vas a tener que besarme para averiguarlo.
Es lo que pienso hacer, y ahora mismo.
Casi no he sido capaz de controlarme. Me muero por estrecharla.
Tampoco puedo creerme lo hermosa que es. Me deja sin aliento. Y su
corazón es arrebatador. Es pura luz, es valiente, es mucho mucho mejor que
yo. Está muy lejos de mi alcance. No tengo derecho a mirarla, no digamos
ya a apoderarme de ella.
Pero aquí está, pese a todo. Me elige a mí.
Es un privilegio mirar en esos ojos, ahogarme en su esencia.
Porque todo en ella es demasiado bueno, y todo en mí es demasiado
malo. Pero soy egoísta. Tomo lo que quiero y, por una vez, lo que quiero
puede quererme a mí.
Lleva mi chaqueta sobre los hombros y la lluvia le corre por la cara, se le
acumula en las largas pestañas, se le ha corrido el maquillaje. Las gotas se
unen a las tenues pecas que le salpican la nariz, a las veintiocho. El
constante chaparrón azota las losas a nuestros pies y nos cala hasta los
huesos.
—Correré el riesgo —susurro, y la cojo por la barbilla, le inclino el rostro
hacia el mío.
Sus labios se curvan en una sonrisa que atrae más a los míos.
No se aparta.
Puede que al final la bestia se quede con la bella.
Parpadea, cierra los ojos para protegerse de la lluvia, jamás he vivido un
momento tan hermoso.
—Mi preciosa Pae, ¿qué me has hecho? —susurro, y le rozo la nariz con
la mía.
«¿Así es cuando sientes de verdad?».
Más cerca.
Las chispas que saltan entre nosotros casi son tangibles, me suben por el
cuerpo, me sacuden con descargas eléctricas.
Más cerca.
Nuestros labios se rozan.
—Alteza.
Me detengo en seco.
Suspiro contra sus labios, y eso la hace estremecer.
Me aparto un poco, lo justo para mirarla a los ojos, a la boca que quiero
explorar con toda calma.
Ni siquiera me vuelvo hacia el imperial que ha tenido la osadía de
distraerme de ella. Tengo los ojos clavados en Paedyn.
—Espero que lo que vayas a decir valga la pena o te cortaré la lengua por
interrumpirnos.
Veo con el rabillo del ojo que el imperial está tan inquieto como
preocupado.
—Señor, yo… Es que…
Paedyn tiene cara de querer clavarle el puñal, y estoy a punto de
permitírselo. Sigo sin mirar al imperial, me dirijo a Pae.
—Escupe de una vez o te lo saco a la fuerza. O dejo que ella haga los
honores.
Pae esboza una sonrisa que hace que pierda el control, que atraiga su
rostro hacia el mío. Me da igual el guardia que nos mira boquiabierto.
—Es el rey —se apresura a decir el imperial. Sin duda se ha dado cuenta
de que, una vez que mi boca roce la de ella, ya no conseguirá apartarme—.
Es urgente.

En realidad, no era urgente.


Y sopeso la posibilidad de cortarle la lengua al imperial.
Aunque sé que no tiene la culpa, pero necesito descargar la rabia sobre
alguien, y no puede ser mi padre, claro.
—No hace falta que me vigiles. —Suspiro sin molestarme en ocultar lo
irritado que estoy.
—Pues deja de comportarte como un niño y yo dejaré de tratarte como
tal.
La mirada penetrante de mi padre me tiene clavado en el sitio. Vuelven
como una avalancha los recuerdos de mi infancia, los recuerdos de esos
ojos severos que me observaban mientras yo soportaba una prueba tras otra.
Que me observaban mientras torturaba a un hombre por primera vez. Que
me obligó a luchar contra él.
Una risa fría me sube por la garganta, pero queda ahogada por el ruido de
la música y las charlas que llenan el salón de baile.
—Esto es una tontería.
—No, esto es necesario. —Alza la voz tanto que los invitados se alejan
unos pasos para esquivar el genio del rey—. Lo que ha sido una tontería es
que mi pueblo viera a su príncipe, al futuro ejecutor, salir corriendo detrás
de una mendiga.
Escupe la palabra como si le diera asco.
—Parece que se te olvida que los «mendigos» también son tu pueblo,
padre. Mi pueblo —replico con los puños apretados para no hacer algo que
podría lamentar.
Lo que desde luego no lamento es haber salido corriendo tras ella.
—No pienso tolerar que pierdas el respeto de tu reino por una chica. Y
menos por esa chica —dice en voz baja, letal—. Si te hace falta, ya te
buscaré algún juguete bonito que no sea una mundana.
Una vez más, me asombra el evidente odio que siente hacia Paedyn, y
que es recíproco. Pero sé que no me lo va a explicar.
—Así que mandaste a uno de mis imperiales a espiarme, a mentirle a su
príncipe diciendo que había un problema urgente. —Bajo la voz y me
acerco un paso a él—. Un hombre inocente va a perder la lengua porque tú
le has dado una orden.
—Me alarma que no te parezca urgente. —El rey tiene las fosas nasales
dilatadas de rabia, y es una expresión que conozco. Tras verla siempre llega
un castigo—. Pensaba que te había entrenado mejor que todo esto. —Casi
se le escapa una sonrisa—. Quizá te hagan falta más lecciones. Tu deber es
para con tu pueblo, para con tu reino. Tu lugar está aquí, en este baile,
donde todo el mundo pueda verte. Donde puedan ver su futuro. —Hace una
mueca despectiva—. No afuera, con tu juguetito nuevo.
Algo se rompe dentro de mí.
El poder me ruge por las venas cuando todas las habilidades presentes en
el salón me suben por dentro, me piden a gritos que libere una. Cuando
estoy tan furioso como ahora me cuesta mucho mantener el control,
contener el poder que me palpita dentro. Las palabras del rey me resuenan
en la cabeza, se burlan de mí, me hacen sentir débil por dejar que se me
escape el dominio de mí mismo.
«Pensaba que te había entrenado mejor que todo esto. Quizá te hagan
falta más lecciones».
Una mano fuerte me aprieta el hombro.
—Calma, hermano —susurra Kitt entre dientes, y se interpone entre mi
padre y yo.
Como siempre, su sonrisa alivia la tensión. No es la primera vez que
corta de raíz una pelea entre nosotros.
Kitt se frota las manos con un gesto natural, como si no nos acabara de
ver a punto de matarnos.
—Siento interrumpir, padre, pero he pensado que te iría bien beber algo.
Y bailar un rato con la reina.
Le lanza la misma sonrisa que me ha estado dirigiendo desde que éramos
niños. Una sonrisa que pide a gritos que nuestro padre lo considere digno.
La sonrisa que luce para que el rey esté orgulloso de él. Para estar a la altura
de sus elevadas expectativas, para subir hasta donde se espera de él.
Siempre ha buscado la aprobación, la atención del rey. Kitt quiere que lo
quieran, nota la carencia de afecto cuando se trata de nuestro padre, y eso
que su relación con él es infinitamente mejor que la mía. Así que hará lo
que sea para ganárselo.
No lo culpo. Si yo no hubiera crecido con un padre que me torturaba para
entrenarme, también lo querría, y buscaría su amor. Pero Kitt conoce a una
versión muy diferente del rey. Para él, el rey es un instructor, y entre ellos
hay una mesa llena de papeles, no una hoja afilada. Le ha enseñado a
gobernar, no a torturar. Lo ha modelado para que sea un hombre, no un
monstruo.
Kitt pone una mano tranquilizadora en el brazo de nuestro padre para
llevárselo hacia las mesas de bebidas y dulces. Los dos me lanzan una
última mirada: una, afectuosa; la otra, todo lo contrario.
Por suerte, yo nunca he necesitado amor, y menos el de nuestro padre.
Desde el día en que me hirió por primera vez.
Busco con los ojos a Paedyn, aunque sé que no la voy a encontrar.
Seguro que la han llevado a sus habitaciones por orden del rey. Ese patético
intento por alejarme de ella casi me hace reír.
Si yo no puedo apartarme de su lado, cómo lo va a conseguir él.
La Arena está abarrotada de gente. Los gritos y aplausos se oían ya desde el
castillo cuando bajamos por el camino bordeado de árboles hacia la última
Prueba.
Por tercera vez, nos enfrentamos al que puede ser nuestro último día.
Al menos en esta ocasión no nos han drogado para llevarnos a un destino
desconocido. Me ha despertado un golpe en la puerta, seguido por una nota
que me han pasado por debajo en la que se me informaba de que la última
Prueba iba a tener lugar en la Arena.
Eso no me ha dejado tiempo para hablar con Paedyn, casi ni para pensar
en ella, antes de que nos escoltaran hacia el estadio.
Esta vez el público nos ve en directo, y se oye un rugido cuando
aparecemos. Los imperiales nos rodean y nos dirigen hacia la baranda desde
la que se domina el Pozo, abajo. Oigo que todos los contendientes
reprimimos un grito al ver lo que nos aguarda.
Es un laberinto.
Toda la superficie ovalada del Pozo está ocupada por un entramado de
setos y plantas que forman muros gruesos.
Es gigantesco.
Nos guían hacia la escalera que baja al laberinto. Soy el último en la fila
de contendientes y, cuando se me hunden los pies en la arena, nos
detenemos.
—¡Bienvenidos a la última Prueba, jóvenes élites!
Miro en dirección al palco de cristal, en la base de las gradas, con los tres
sillones ornamentados. Kitt está situado en el de la derecha, y mira el
laberinto antes de clavar la vista en mí. Veo cómo inclina un poco la cabeza
en un gesto silencioso con el que me desea buena suerte. Asiento y miro a
mi madre, sentada tan elegante como siempre, con las piernas cruzadas y el
rostro relajado, los ojos fijos en su marido, que, junto a la baranda, nos mira
desde arriba.
—Todos habéis llegado hasta aquí —sigue mi padre; Azulah, junto a él,
le ha puesto una mano en el hombro para proyectarle la voz—. Pero solo
puede haber un vencedor.
La multitud ruge y aplaude; el sonido es como un grito de batalla que
conozco demasiado bien.
—Ante vosotros tenéis la última Prueba. Un laberinto. —Una sonrisa
gélida le distorsiona el rostro—. Aunque nada es tan sencillo como parece.
En ese momento, el laberinto cambia.
Veo el movimiento con el rabillo del ojo y vuelvo la cabeza como un
resorte. Los muros de follaje se mueven, se redistribuyen. Los setos giran
en otra dirección, lo que altera los caminos y genera otros nuevos.
Germinadores.
Ahora los veo. Hay muchos, docenas de ellos, fuera de los setos del
laberinto, con los brazos extendidos. Han creado esta Prueba para nosotros
y la controlan.
—El primer contendiente que llegue al centro del laberinto ganará esta
Prueba e incrementará sus posibilidades de ganar las Pruebas de la Purga.
—El rey hace una pausa—. Pero eso no es todo.
«Siempre hay más condiciones».
—No basta con ser el primero en llegar al centro. También tendrá que
matar a la persona que allí le aguarda.
Se oye un murmullo entre la multitud, pero la voz retumbante de mi
padre se impone con facilidad.
—Esa persona es merecedora del castigo. Ha cometido crímenes contra
el reino y lo va a pagar con su vida.
No me sorprende. Así el rey garantiza que habrá al menos una muerte
para entretener al pueblo durante esta Prueba. Repaso en mi mente la lista
de prisioneros que se pudren en nuestras mazmorras. ¿Cuál de esos
desgraciados va a morir hoy?
—¡Honrad al reino, honrad a vuestra familia, honraos a vosotros mismos!
La multitud corea las palabras del rey y un imperial nos acompaña a cada
uno a una entrada diferente del laberinto. Recorro el Pozo con los ojos, miro
a los imperiales y a los contendientes a los que escoltan.
Y, entonces, la veo.
El pelo plateado, recogido, que se le mece con cada zancada. Las
veintiocho pecas en la nariz, aunque desde donde estoy no llego a contarlas.
Los labios que aún no he saboreado de verdad, los ojos como océanos que
rompen contra los míos.
Yo también le doy algo. Una sonrisa. Una sonrisa que es solo para ella.
No hay nada que pueda decirle, no tengo tiempo para dedicarle alguna
burla que me garantice que seguirá viva el tiempo suficiente para darme un
puñetazo en la nariz cuando todo termine.
Así que no digo nada.
Alzo la mano y le doy un golpecito al aire, ante mí, sin dejar de mirarla.
Por la plaga, qué sonrisa me dedica. Es maravillosa.
Alza la mano, da un golpecito en el aire y…
Y desaparece.
Hoy es el día. De hecho, hoy puede ser mi último día.
El imperial me lleva hasta una entrada al otro lado del laberinto y me
deja ante las imponentes paredes de vegetación que me desafían a entrar, a
perderme entre sus giros y vericuetos.
«Sobrevive a este día. Es lo único que tienes que hacer».
El sonido de ramitas que se rompen y el susurro de los setos que giran
dentro del laberinto me dice que los caminos han cambiado de nuevo. El
laberinto se está transformando.
Veo un movimiento a la izquierda y me vuelvo hacia una chica de ojos
vidriosos que me miran sin parpadear. Tiene una mano alzada y está
proyectando lo que espero que parezca una expresión impasible a una de las
pantallas gigantes. Debe de haber docenas de vistas por todo el laberinto
para retransmitir la carnicería.
Permanezco inexpresiva y me vuelvo de nuevo hacia la entrada, aunque
en realidad me estoy muriendo por entrar y que esto acabe de una vez.
Porque, a partir de hoy, todo va a cambiar.
—¡Que dé comienzo la última Prueba!
Casi no oigo las palabras del rey que retumban en la Arena, porque los
gritos de la multitud enfervorizada los ahogan. Parpadeo para apartar a un
lado los pensamientos y me concentro en la entrada, en los muros de
vegetación que me aguardan.
Y echo a correr.
En cuanto entro en el laberinto me envuelven las sombras. Todo es
oscuro y húmedo, pero no dejo de correr. Paso entre las plantas y los setos,
y me detengo de golpe cuando tengo que tomar la primera decisión.
«Izquierda o derecha». No tengo tiempo para sopesar las opciones, así
que voy hacia la izquierda y, de inmediato, me veo enfrentada a la misma
decisión.
Derecha.
Corro, corro, corro y…
Callejón sin salida.
Doy marcha atrás y giro hacia la izquierda en lugar de hacia la derecha, y
recupero la velocidad, aunque empiezo a jadear. Y así doy paso a una rutina
de elegir al azar, volver sobre mis pasos y decir tacos. Muchos muchos
tacos.
—¡Maldita sea! —grito contra nada en concreto, solo contra el sexto
callejón sin salida en el que me he metido de cabeza.
Doy media vuelta y regreso por donde he llegado sin mirar dos veces al
vista que ha presenciado y grabado mi estallido. Suelto un bufido. Este
laberinto húmedo me aturde. Los gritos de la multitud me llegan ahogados,
amortiguados por las capas de follaje espeso que me separan de ellos.
Aquí el silencio es escalofriante. Solo se oye el sonido de mis pisadas, los
latidos de mi corazón, mi respiración acelerada.
Y entonces el laberinto se mueve de nuevo.
El camino en el que me encuentro se estrecha; los setos, a ambos lados,
se me echan encima. Me van a aplastar.
Esto es mi peor pesadilla. Mi pesadilla más aterradora, más
claustrofóbica.
Corro hacia un extremo del camino, hacia otro seto que no se mueve, que
no se me echa encima. Los pulmones me arden. Los pies se me hunden en
la arena a cada paso.
Las ramas, las hojas, el follaje verde me azotan los hombros a ambos
lados, amenazan con engullirme entera, se siguen abalanzando sobre mí. Y
yo no paro de correr hacia la salvación, hacia la salida que me espera a
pocos metros.
Las ramas y las espinas que no había visto hasta ahora me desgarran la
piel de los brazos mientras las paredes se siguen cerrando sobre mí. Un
segundo más y me quedaré atrapada entre el follaje, empalada por las ramas
y las espinas.
Moriré. Moriré si no salgo. Ahora mismo.
Me lanzo.
Caigo de bruces al suelo y ruedo para amortiguar la caída.
El dolor me abrasa la pierna.
Tumbada de costado, jadeante, me miro el pie izquierdo, que ha quedado
atrapado entre los dos setos, ahora fundidos.
Un grito estrangulado se me escapa de los labios y me tapo la mano con
la boca para ahogarlo. La sangre roja y caliente me corre por la pierna,
gotea en la arena. Me siento y trato de controlar la respiración al tiempo que
me llevo las manos temblorosas al tobillo, apenas cubierto ahora por los
restos de la bota.
Me echo hacia delante y trato de apartar las ramas, las hojas, las espinas
que me aprisionan la pierna. Me cuesta un esfuerzo inmenso arrancar una
rama. Nunca había echado tanto de menos el puñal.
El laberinto es obra de germinadores, de élites. El follaje que crea estas
paredes está lleno de poder, un poder que entrelaza las ramas y las hojas, las
hace más densas, más fuertes, más letales.
Respiro hondo y me obligo a no pensar en el dolor lacerante del pie. Me
agarro la pantorrilla con las manos. Cojo aire. Y tiro.
Es como una llamarada. El dolor es tan ardiente, tan abrasador, que me
muerdo la lengua hasta que la boca se me llena de sangre. Sigo sacando el
pie y pierdo los restos de la bota. Hago una pausa para recuperar el aliento,
para soñar con una tregua del dolor.
Ahora que la bota ya no me protege el pie de las espinas y las ramas
afiladas, veo que es un amasijo de carne desgarrada. Pero no lo veo entero.
La mitad sigue en el seto, entre el follaje que se ha cerrado y se niega a
liberarme.
Ahogo un grito de dolor cuando vuelvo a tirar de la pierna. Aparece a la
vista más carne desgarrada, ensangrentada, como jirones rojos. Un último
tirón, un último grito de dolor, y consigo sacar el pie.
Caigo de espaldas. El dolor me corta la respiración. Miro hacia el cielo,
parpadeo, me concedo un momento más para recomponerme. Luego me
siento y me arranco una tira de la parte baja de la camiseta. El color vino de
la tela se confunde con el de la sangre mientras me vendo el pie lo mejor
que sé.
Adena estaría fascinada y asqueada de lo bien que combinan los dos
colores.
Me levanto del suelo y me incorporo como puedo.
Dolor. Un dolor lacerante y una ristra de tacos.
Avanzo cojeando y tratando de hacer caso omiso del dolor que me sube
por la pierna. Pero puedo caminar, lo que demuestra que la herida podría
haber sido peor, mucho peor.
Estoy empapada en sudor, un sudor que me cala la camiseta, ahora
peligrosamente corta. Deja a la vista una buena franja de piel hasta la
cintura de los pantalones, que llevo por debajo del ombligo. Pese a la brisa
fría y húmeda que se cuela entre los setos, el calor es incómodo, pegajoso.
Sigo adelante, descalza, dolorida. La oscuridad se hace más densa cuanto
más me adentro hacia el centro del laberinto y lo que allí me espera.
Y, si llego, la vida de alguien estará en mis manos.
«Izquierda. Derecha. Izquierda. Izquierda. Callejón sin salida. Derecha.
Izquierda. Callejón sin salida».
La claustrofobia hace que tenga la sensación de que los setos se cierran
sobre mí…
Aminoro el paso y me detengo. Se están cerrando sobre mí.
Aterrada, miro en todas direcciones en busca de un camino que no quiera
engullirme. No hay suerte. Me obligo a correr dentro de lo que puedo, sigo
caminos al azar, y todos se están cerrando.
«No puede ser».
El rey no metería a los contendientes en este laberinto solo para divertirse
aplastándonos, ¿verdad? Lo divertido es ver cómo nos matamos unos a
otros.
Me detengo para recuperar la respiración, para permitirme sentir pánico.
Si el rey quiere aplastarme entre dos setos, no puedo hacer nada. Así que
me detengo y miro las paredes verdes que se ciernen sobre mí.
Entonces cierro los ojos y me preparo.
«Habrá una vulgar menos de la que preocuparse».
Las ramas me rozan los hombros y me pongo rígida. De pronto, estoy
preparada para morir.
«Pronto nos veremos, padre».
No pasa nada.
Abro un ojo y me encuentro ante un muro verde. Parpadeo. Los setos ya
no se mueven. Me doy la vuelta y una rama se me engancha en la camiseta.
El camino que ha quedado es tan estrecho que casi lo toco con los dos
hombros. Trago saliva y giro a la izquierda para entrar en otro camino igual
de angosto.
Qué cruel, qué astuto es el rey. Casi me dan ganas de aplaudirle por su
espantoso juego. Yo estaba en lo cierto. Lo divertido de las Pruebas es que
nos matemos entre nosotros. Y acaba de diseñar el escenario para el
espectáculo.
Un grito rasga el silencio. Resuena unos momentos hasta que lo supera el
siguiente, que me provoca un escalofrío.
Una vez más, nos obligan a pelear. Y por estos caminos solo hay sitio
para que pase una persona.
Tomo aliento. La claustrofobia me oprime tanto como las paredes que me
rozan los hombros.
Solo un contendiente puede pasar por estos caminos a la vez. Así que si
me tropiezo con otro…
—Gracias a la plaga. —La voz que suena detrás de mí rezuma veneno—.
Tenía miedo de no poder matarte antes de que terminaran las Pruebas.
Derecha.
Derecha.
Izquierda.
Callejón sin salida.
«Mierda».
Miro hacia el cielo nuboso, muy arriba, que desde dentro del laberinto
parece aún más oscuro. Respiro hondo, doblo una esquina, vuelvo por
donde he venido, y esta vez elijo la derecha.
Error.
Otro callejón sin salida, y me dan ganas de abrirme paso a puñetazos,
aunque sé que me haré más daño yo que a las plantas.
Echo a andar de nuevo y paso junto a un vista sin hacer caso de su
mirada desconcertante. Estoy de un humor de perros. No es de extrañar,
porque no he hecho más que correr por un laberinto, muerto de calor,
topando una y otra vez con un callejón sin salida, volviéndome loco.
Aparte de esquivar las paredes que se mueven y de encontrarme unas
cuantas docenas de serpientes que salen de ellas, solo con moverme ya he
estado bastante ocupado. No tengo manera de medir el tiempo, pero la
respiración acelerada y el corazón que me late a toda prisa me dicen que
llevo así un buen rato.
La arena se mueve bajo mis pies y, a los lados, las paredes también se
mueven.
Oigo gritos de entusiasmo que me llegan amortiguados. A la gente le
encanta cuando el laberinto se reorganiza de nuevo, de manera que salgo
corriendo de un camino y me meto en otro que se está cerrando a igual
velocidad. Giro a la derecha y lo único que veo a ambos lados son setos que
se cierran.
Me giro en redondo, miro en todas direcciones. Una muerte vegetal me
aguarda por cada lado. Nunca me había sentido tan impotente, tan incapaz
de hacer algo para escapar de una muerte inminente.
Y, de pronto, las paredes se detienen.
Tengo los hombros contra los dos setos que amenazaban con aplastarme.
Avanzo y los muros de follaje me arañan los brazos.
Se me escapa una carcajada amarga, y las gruesas paredes absorben el
sonido.
«Muy listo, padre».
Suspiro y sigo avanzando por el laberinto. Ahora sé que, si me tropiezo
con otro contendiente, solo hay una manera de pasar.
Izquierda.
Derecha.
Derecha.
Jaguar.
Parpadeo.
Eso no era lo que esperaba.
El jaguar también me mira. Tiene el pelaje del color vino, con ojos como
la miel.
—Hola, Andy.
Inclina la cabeza hacia un lado como el gato que juega con un ratón. Y
eso me preocupa. No sé cuánto tiempo lleva en forma animal, pero veo que
ha sido suficiente como para que se haya perdido dentro de la fiera.
El poder de Andy es tan peligroso para ella misma como para los demás.
Por eso se entrena tanto con su habilidad, y por eso no la utilizo apenas.
Cuando éramos niños, a veces se pasaba días enteros en forma animal,
incapaz de cambiar, hasta que un día se despertaba como humana sin
recuerdo alguno de lo que había pasado.
A lo largo de los años ha aprendido a controlarla, a conservar la mente
racional hasta cuando su cuerpo cambia. Pero la adrenalina corre por estas
venas de jaguar y ha perdido el control, y por eso me mira como si fuera un
trozo de carne.
—Calma, Andy.
Alzo las manos muy despacio, doy un paso atrás.
Ella da un paso adelante. Un paso felino, elástico.
«Mierda».
El camino es tan estrecho que no podría pasar a mi lado tranquilamente
aunque quisiera. Y su manera de mirarme no tiene nada de tranquilo.
Tampoco su manera de agazaparse para saltar.
No quiero hacerle daño, pero ella sí quiere hacerme daño a mí. Me mira
como un depredador que promete a su presa una muerte dolorosa.
Busco alguna habilidad cercana igual que he hecho ya muchas veces
desde que he entrado en el laberinto. La plaga sabe que he intentado
apoderarme del poder de un germinador para derribar estos muros e ir
directo al centro del laberinto. Y lo haría, pero tienen buen cuidado de
mantenerse fuera de mi alcance.
El zumbido de la habilidad de Andy es abrumador. Solo ella está tan
cerca como para…
Un momento.
Noto un cosquilleo tenue en las venas, la sensación de un poder que se
me acerca. Lo tomo y…
Andy salta hacia mí.
Las zarpas extendidas hacia mi cuello, mostrando los dientes, un
relámpago color vino que se me viene encima.
Y, de pronto, estoy detrás de ella.
Andy cae en la arena cuando pensaba que iba a caer sobre mí. Lanza un
rugido de frustración. Apenas puede darse la vuelta en el camino estrecho.
Solo la agilidad felina le permite volverse en tan poco espacio para hacerme
frente. Otro rugido y vuelve a saltar hacia mí. Y otro parpadeo con la
habilidad de Jax y me sitúo tras ella de nuevo. Repite de nuevo la maniobra
de darse la vuelta para tratar de clavarme los dientes.
Y, en ese momento, el poder de Jax que me corre por las venas se
debilita, se vuelve intermitente.
«No, no…».
Y desaparece.
Está demasiado lejos, se ha alejado en el laberinto y se ha llevado con él
su habilidad.
«En fin, ya no me queda más remedio».
Solo tengo un poder a mi alcance, y lo utilizo.
Cambio.
Por la plaga, se me había olvidado cuánto lo detesto. Veo una ráfaga de
luz antes de que mis huesos cambien. Los músculos se me estiran, cada
parte de mi cuerpo se transforma dolorosamente. Estoy más cerca del suelo,
alargado, fuerte, flexible, con un pelaje reluciente. Siento que me crecen los
caninos, que se rematan en puntas mortíferas. Con ellos se me agudiza la
vista, y me concentro en el jaguar que tengo delante, más pequeño que yo.
«No pierdas la cabeza. No pierdas la cabeza. No pierdas la cabeza».
He entrenado poco con este poder, así que corro mucho más riesgo que
Andy de que el animal en que me he transformado se apodere de mi mente.
Así que esta pelea tiene que terminar cuanto antes.
Andy parece algo sorprendida de que haya mutado de hombre en jaguar,
a su imagen, pero se recupera de inmediato. El zarpazo repentino me lacera
la cara hacia arriba, no me saca el ojo por muy poco.
Grito de dolor. No, rujo de dolor.
Salto sobre ella, lanzo zarpazos yo también. Uno le cruza el pecho y
lanza un rugido doloroso, y salta sobre mí.
Esta debe de ser la pelea más extraña que he tenido en mi vida, y no han
sido pocas.
Pero, en este cuerpo, me parece lo más natural. Mis garras y dientes
saben lo que tienen que hacer, y la ataco. La sangre roja le mancha el pelaje
color vino. Rodamos enzarzados entre gruñidos y zarpazos que nos
desgarran la carne.
Estamos peleando como animales salvajes. Literalmente.
Me dejo llevar por el instinto, permito que el lado animal se apodere un
poco más de mí.
«No pierdas la cabeza. No pierdas la cabeza. No pierdas la cabeza».
Andy está encima de mí y le lanzo una dentellada contra la piel tierna del
cuello. Aúlla y la tiro a un lado, la veo rodar por la arena hasta que se
detiene contra un seto. Camino hacia ella con pasos felinos.
«No. No es mi presa. Es mi familia. Andy».
Está tratando de levantarse, tratando de atacarme con garras y dientes.
Este pequeño jaguar ha tenido la osadía de atacarme. Le enseño los
colmillos y me sale un gruñido en lo más hondo de la garganta.
«Soy Kai Azer, príncipe y futuro ejecutor de Ilya. Soy Kai Azer, príncipe
y fu…».
Dolor.
Unos dientes se me han clavado en el hombro y me desgarran el pelaje, la
carne. Rujo y alzo la pata delantera ilesa para acabar con el otro animal de
un solo golpe.
Un rayo de luz me ciega por un momento los ojos sensibles y retrocedo,
aturdido, al tiempo que recupero la razón.
«He estado a punto de matarla».
Tengo que cambiar. Tengo que cambiar de inmediato.
Parpadeo y miro a donde debería estar Andy, tendida debajo de mí, pero
allí no hay nada. De pronto, una sombra me cubre y me hace mirar hacia el
cielo. Bueno, a donde está el cielo, pero no lo veo.
Las lianas y el follaje han creado una barrera en la parte superior del
laberinto, una cúpula verde que nos encierra por completo. Oigo unas
plumas que se agitan y un rayo de alas color vino que se sacuden
impotentes contra el techo.
Andy se ha transformado en halcón para tratar de sobrevolar el laberinto,
pero sin suerte. Baja en picado hacia mí, me ciega con una luz. Parpadeo y
es un jaguar de nuevo, pero ni se vuelve para mirarme antes de alejarse
cojeando.
Yo tampoco pierdo tiempo y me transformo. Tengo la ropa intacta, pero
empapada en sangre. Estoy lleno de cortes profundos. El de la cara me
escuece y la sangre se me mete en el ojo. Pero lo que más me preocupa es el
mordisco del hombro. Es profundo, sangra mucho, se ve la marca de cada
diente afilado.
Y duele como mil demonios.
Me arranco una tira de tela de la camisa y me vendo la herida para tratar
de parar la hemorragia. Me duelen los huesos. Echo a andar de nuevo por el
laberinto. He perdido demasiado tiempo peleando con mi prima.
Derecha.
Izquierda.
Izquierda.
Gritos.
Me detengo.
Otro grito.
Derecha.
Izquierda.
Derecha.
Me detengo de repente.
Un poder muy tenue me cosquillea en las venas. Me concentro en él,
quiero que crezca. Y crece. No titubeo y lo agarro.
Una sonrisa me ilumina el rostro ensangrentado.
«Un germinador se ha acercado demasiado».
—Tranquila, será rápido. Es una pena, pero no tengo tiempo para jugar
contigo.
Me vuelvo muy despacio en el camino estrecho. La dueña de esa voz fría
tiene unos ojos castaños aún más fríos. Me pongo rígida.
—Blair.
Se adelanta hacia mí y se le dibuja una sonrisa en los labios.
—Hola, Paedyn.
—¿Seguro que quieres seguir adelante con esto? ¿Ya se te ha olvidado lo
que te hice en la nariz la última vez que peleamos?
—No. —Solo le falta rugir—. No se me ha olvidado.
Doy un paso atrás. Las ramas me arañan los brazos, el pie aúlla de dolor.
Abro la boca para soltar otra frase provocadora y ganar tiempo, pero no me
sale nada. De hecho, tampoco entra el aire.
Y mis pies se despegan del suelo.
Me ahogo, me llevo las manos al cuello aunque sé que no hay una mano
que me apriete. No, esto es obra de la mente retorcida de Blair. Es su ataque
favorito. Me quedo suspendida en el aire, a un par de metros de altura, sin
poder respirar.
—He dicho que va a ser rápido, no que no vaya a ser doloroso. —Hace
un puchero burlón—. Lo siento, Paedyn. No siempre conseguimos lo que
queremos, ya lo sabes.
Se me nublan los ojos y me cuesta ver la mano extendida hacia mí o la
sonrisa cruel que le curva los labios. Apenas puedo respirar. Ha prometido
que sería rápido, pero lo está alargando.
Piensa. Piensa.
Tengo que acercarme a ella para golpearla. El enfrentamiento después del
baile me enseñó que su poder físico es despreciable. Si pudiera
aproximarme…
Si pudiera respirar…
—Tú entiendes bien lo que es no conseguir lo que quieres.
La voz me sale casi como un graznido. He invertido en esas pocas
palabras el escaso aire que me quedaba, y la cabeza me da vueltas. Necesito
que muerda el anzuelo.
La presión del cuello se reduce. Solo un poco.
En sus ojos brilla una pregunta, y voy a responder.
—Kai. —Su nombre me sale como un jadeo. La mirada de Blair es tan
afilada como el puñal que daría cualquier cosa por tener en este momento
—. Los príncipes —sigo con una tos—. Kai y Kitt, los dos. No son para ti.
—Una pausa—. No te quieren —consigo decir.
Caigo al suelo.
El poco aire que me quedaba se me escapa de los pulmones. Estoy
jadeando, de bruces contra el suelo.
«Levántate».
Alzo la cabeza y me apoyo sobre los brazos temblorosos, y poco a poco
consigo levantarme. Y es alarmante que Blair me lo permita. Se me escapa
una risa llena de toses cuando la miro a los ojos.
Me mira con llamaradas de rabia.
«Perfecto. Eso es. Necesito que estés tan furiosa que quieras matarme
con tus propias manos».
—¿Qué se siente? Cuando te rechazan una y otra vez…
No me da tiempo a terminar la frase. Salgo despedida por el aire y vuelvo
a caer en la arena. Toso, recupero el aliento, empiezo a darme la vuelta.
Un dolor cegador me sube por las costillas.
Me hago un ovillo, que es la única defensa contra la bota que me golpea
el vientre. Abro un ojo y veo a Blair, lívida de ira.
«No te olvides nunca: si tienes la mente tan afilada como la espada, tu
ingenio es un arma».
Sonrío a pesar del dolor.
«La tengo justo donde la quería».
Me lanza otra patada contra el vientre, pero esta vez la atrapo. Oigo el
grito de sorpresa cuando le retuerzo la pierna, tiro de ella hacia mí y la
derribo.
La he dejado sin aliento, y no está acostumbrada. Siempre se ha
escondido detrás de su poder. No tardo ni un segundo en estar encima de
ella y le clavo los brazos al suelo con las rodillas. Me lanza un gruñido de
rabia gutural.
Sé que solo tendré tiempo para un golpe antes de que se recupere y me
lance lejos con su poder. Así que tiene que ser un buen golpe.
Me coloco el anillo de mi padre en el dedo corazón y le lanzo un gancho
contra la sien, contra el punto más delicado de una cabeza muy poco
delicada.
Y la dejo sin sentido.
Pero no por mucho tiempo. Solo tardará un par de minutos en despertar.
Para entonces, tengo que estar muy lejos en el laberinto. Porque la próxima
vez que nos encontremos me paralizará el corazón sin demora.
Me pongo de pie como puedo, dolorida. Cada centímetro de mi cuerpo
grita, me tambaleo con cada paso. Pero me obligo a seguir adelante, me
obligo a ir más deprisa.
Vuelvo a estar perdida en este laberinto demencial. Elijo caminos sin
saber si el otro me habría llevado a la victoria.
¿Izquierda o derecha?
Izquierda. Izquierda, seguro.
Seguro que no, es un callejón sin salida.
Cada pocos minutos, oigo un grito de dolor o ruidos de pelea que se
confunden con los rugidos de la multitud tras las paredes vegetales. Me
encuentro con muchos vistas y algunos me dan tal susto que estoy a punto
de tumbarlos de un puñetazo. Pero, en cuanto me ven llegar, se apartan
como pueden. Siento pena por ellos, por las cosas que han presenciado y
que se les han quedado grabadas para siempre.
El laberinto se reorganiza por enésima vez, me obliga a salir de un
camino y a elegir otro diferente.
Me dan ganas de gritar.
Giro a la derecha por un camino al azar y me detengo de golpe. Ahí, al
final de este pasadizo angosto, se ve un círculo arenoso.
El centro.
La victoria.
Mi victoria.
Tengo el control sobre la tierra misma. Se podría decir que tengo el mundo
en la palma de la mano, aunque eso sería una interpretación un tanto
dramática de mi poder. Bueno, del poder que he cogido prestado.
El muro del laberinto que hay ante mí se colapsa. Las lianas y el follaje
del seto se hunden en el suelo, bajo la arena. Echo a correr y utilizo el poder
del germinador para derribar las paredes o abrir huecos en ellas. Destruyo
cada fragmento del laberinto, desenredo las lianas y las ramas.
Estoy creando un camino amplio y despejado, espero que en la dirección
correcta. Y no aminoro el paso. Los setos se apartan para dejarme pasar, o
vuelven a la tierra de la que salieron.
Los gritos de la multitud se amplifican con cada pared que derribo. El
sonido de mi nombre me llega una y otra vez, pero no hago caso, me
concentro en el poder.
Me concentro en una habilidad que se está desvaneciendo.
El poder se va apagando dentro de mí.
Los germinadores han comprendido por fin lo que hago y se están
alejando del laberinto, fuera de mi alcance.
Abro la pared que tengo delante para crear un camino. El hueco crece,
crece y…
Y se detiene.
La habilidad se escapa de mis huesos y me quedo sin poder, con la mano
señalando el seto en vano. Paso como puedo por el agujero que he creado.
Las ramas y las espinas me desgarran.
Oigo cómo el laberinto se reconstruye a mi espalda. Los germinadores
intentan reparar los daños que he causado, pero es demasiado tarde.
He llegado al centro.
Entro en el círculo, en el que solo hay arena y dos figuras. La primera
acaba de llegar por un camino justo enfrente del mío, y el destello plateado
de su pelo me dice quién es.
Paedyn cojea. Parece arrastrar todo el cuerpo, aunque intenta correr.
Tiene la pierna ensangrentada, el cuerpo lleno de magulladuras.
Voy hacia ella.
Pero no me mira. No. Los ojos azules están clavados en la otra figura, en
el centro del círculo. Los pasos de Paedyn son tambaleantes, torpes, como si
estuviera de nuevo en mi dormitorio, donde la enseñé a bailar.
Y echa a correr hacia el criminal destinado a morir.
De pronto, por segunda vez hoy, no puedo respirar, y una parte remota de
mí se pregunta si Blair está cerca y me está sacando el aire de los pulmones
con un puño invisible.
Me paro en seco, se me hunden los pies en la arena al borde del círculo.
Estoy viendo visiones. Tienen que ser visiones.
Me tambaleo al dar un paso al frente, intento correr, me fuerzo a ir más
deprisa pese a las protestas del pie.
—¿Adena?
«No puede ser. No es verdad».
Está rota, sangrando. Tiene las rodillas hundidas en la arena y las manos
atadas a la espalda. Las lágrimas le corren por la piel oscura, antes
luminosa, ahora mortecina y ensangrentada.
Se le escapa un sollozo estremecido y el sonido hace que se me pare el
corazón. Nunca he oído llorar a Adena. Ni cuando perdió a sus padres igual
que yo, ni cuando le dieron una paliza por intentar robar los bollos de miel
que tanto le gustan, ni cuando tiritaba de frío en las calles. Nada la ha
quebrado, nunca. Nada ha apagado esa luz que es ella misma.
Ella es mi luz.
Me tambaleo hacia ella, aturdida, a punto de vomitar.
«No puede ser. No puede ser verdad».
—¡Paedyn! —exclama con la voz rota, y me rompe a mí el corazón.
Trata de levantarse, trata de caminar hacia mí incluso con los pies atados.
Sus palabras son un grito de pánico—. Lo siento, Pae, te…
El tiempo parece detenerse.
La escena se desarrolla muy despacio, se despliega ante mí vívida,
violenta.
Y sé que veré este momento cada vez que cierre los ojos, hasta el fin de
mis días.
Lo único que hace falta es una rama rota, brutal.
La madera nudosa vuela guiada por una fuerza invisible, le acierta en la
espalda, la empala, le sale por el pecho. El grito que me desgarra la
garganta no llega a tiempo.
—¡Adena!
Se mece, baja la vista hacia la rama ensangrentada que le sale del pecho.
Luego, poco a poco, me mira a los ojos cuando me lanzo hacia ella. Las
lágrimas no me dejan ver.
El sonido de los gritos me retumba en los oídos.
Creo que la que grita soy yo.
Se derrumba.
Y, cuando cae, veo una sonrisa burlona y una mata de pelo color lila al
otro lado del círculo, una mano extendida. La mano que ha matado con el
poder de la mente.
—¡No! —El grito de angustia me desgarra la garganta.
Llego junto a Adena antes de que caiga, la cojo entre mis brazos, la
deposito con cuidado en el suelo. Le acuno la cabeza mientras su cuerpo
ensangrentado yace en mi regazo. Las lágrimas me corren por la cara, los
gritos me rompen la garganta.
Tiene la piel pegajosa de sudor. Le aparto los rizos oscuros de la cara, le
quito de los ojos el flequillo irregular que me hizo cortarle en el Fuerte con
manos inseguras. Esos ojos grandes color avellana, brillantes de las
lágrimas que aún no han caído.
—Te vas a poner bien, A. —Me tiemblan las manos mientras le rozo la
herida. Me tiembla la voz mientras derramo las palabras tan deprisa como
las lágrimas—. ¿Me oyes? Te vas a poner bien, y cuando estés bien te voy a
traer tantos bollos de miel que les vas a coger manía, ¿vale?
Alzo la vista, frenética.
—¡Socorro! —grito—. ¡Por favor, ayuda! —Pero los aullidos de la
multitud ahogan mis súplicas, y solo me queda susurrarlas—. Por favor.
Ayudadla. Por favor…
Miro a Adena a través de las lágrimas.
—Tienes que quedarte conmigo. —Se me rompe la voz. Me rompo yo—.
Prométeme que te quedarás…
Adena coge aire con una bocanada débil, temblorosa.
—Pae.
El sollozo que he tratado de contener se me escapa cuando dice mi
nombre con tanta delicadeza, con tanta dulzura. Como si yo fuera la que
necesitara consuelo.
—Sabes que no prometo lo que no puedo cumplir.
Con cada palabra su voz se vuelve más queda, va agotándose su energía.
Pero consigue tomar aire y fuerza una sonrisa de labios agrietados. Sigue
sonriendo hasta al borde de la muerte.
De la muerte.
Se está muriendo.
—No, no, no… —Hablo en sollozos, en un gemido de angustia—. No
digas eso. Te pondrás bien. Todo se arreglará.
Sigue sonriendo cuando las lágrimas le brotan de los ojos cálidos que
empiezan a estar vidriosos.
—Prométeme que lo llevarás…
Parpadeo, pero solo consigo ver más borroso.
—¿El qué?
—El chaleco. —Su voz es apenas un susurro. Tengo que inclinarme para
oír lo que dice—. E-el verde con bolsillos. —Toma una bocanada de aire
sibilante y una tos húmeda le sacude el cuerpo. La sangre le sale de la boca,
le salpica las comisuras de los labios, pero sigue hablando, tan decidida
como siempre—. He tardado siglos en coserlo… No quiero que se pierda…
tanto trabajo…
Se me escapa un sonido a medias entre el sollozo y la carcajada histérica.
—Te lo prometo, A. Me lo pondré todos los días. Por ti.
Sonríe con una sonrisa triste que podría ser la del sol al ponerse. Cálida y
bella. Agotada. Preparada para decir adiós, para descansar de ser una fuente
constante de luz. Con alivio ante la esperanza del descanso.
Cierra los ojos y de pronto estoy aterrada, no puedo ni imaginar que no
volveré a ver esa mirada color avellana.
—Por favor —susurro, y la atraigo hacia mí—. No me dejes, A. Eres lo
único que tengo.
Es la única persona que me conoce.
El corazón me duele. Es un dolor físico.
La muerte es demasiado oscura para Adena, demasiado lúgubre para su
luz, no se merece su corazón deslumbrante.
Entreabre los ojos y veo un atisbo color avellana para memorizarlo.
Trata de hablar, trata de tomar aliento.
—No te digo adiós… Te digo hasta la vista…
Los sollozos me estremecen mientras acaricio su bello rostro. Eran las
mismas palabras que me decía cada vez que salía de Saqueo. Solo que
entonces sonreía y agitaba la mano, segura de que volvería a verme.
Ya no me verá más.
Tendría que haber muerto yo. Debería haber muerto yo. La muerte me
esperaba a mí en las Pruebas, no a ella. A cualquiera menos a ella.
La oleada de culpa me arrasa, amenaza con ahogarme igual que las
lágrimas. Todo es por mi culpa. Si está aquí es por mi olvido y mi egoísmo.
Me olvidé de ella y luego la traje aquí. La traje a la muerte.
—Quiero que sepas que nunca te olvidaré, A. —Los sollozos me ahogan
las palabras—. Ni en esta vida ni en la otra.
Consigue asentir, y cierra los ojos.
Grito y me derrumbo sobre ella, presiono la frente contra la suya.
—Eres mi persona favorita, A.
Esboza una sonrisa y la oigo tomar aliento con un estertor.
Su último aliento.
Me deja temblorosa.
Me deja gritando.
Me deja sollozando.
Me deja.
Angustia absoluta.
Dolor absoluto.
Absoluta soledad.
Todo eso oigo en su grito.
Estoy paralizado en el sitio, incapaz de arrancar los pies de la arena o los
ojos de ella. Casi no he visto la rama antes de que atravesara a la criminal.
No, a la criminal no. A Adena.
La confusión me nubla los pensamientos y otro grito de Paedyn rasga el
aire. ¿Qué hacía Adena aquí? No era mi prisionera, y desde luego no era
una criminal que mereciera esta muerte.
Paedyn está en el suelo, se mece adelante y atrás con el cuerpo de su
mejor amiga estrechado contra su pecho. Durante la primera Prueba me
habló mucho de su vida juntas. El amor que Paedyn sentía hacia ella ya era
evidente entonces, pero ahora lo tiene escrito en la cara, en cada grito.
Nunca pensé que la vería llorar, pero hasta los más fuertes nos rompemos
bajo el peso del dolor.
Quiero ir con ella. Quiero abrazarla, distraerla, reconfortarla como he
hecho otras veces, pero no sé cómo. Sé causar dolor, no aliviarlo.
La multitud grita y aplaude. Blair se adentra más en el círculo, sonríe
ante lo que ha hecho. Ha ganado esta Prueba y la aplauden.
Se acabó.
«Todo ha terminado».
Voy hacia Paedyn, hacia el centro del círculo. Veo un atisbo de la cabeza
de Jax tras una pared antes de que parpadee hacia el centro. Con el rabillo
del ojo también veo a Andy, en forma humana, tambaleante y
ensangrentada. Parece desorientada, pero ha podido cambiar. El dolor de las
heridas que le he causado ha debido de bastar para devolverle la capacidad
de pensar.
Estoy tan cerca de Paedyn que observo los surcos de las lágrimas en la
cara, dibujados sobre la suciedad y la sangre que le cubren la piel. Tiene la
frente contra la de su amiga; los ojos, cerrados; el cuerpo, estremecido por
los sollozos.
Los gritos de la gente son ensordecedores cuando me dirijo hacia ella.
Voy a arrodillarme a su lado y…
Algo ha cambiado en la multitud.
Los gritos de emoción y entusiasmo son ahora de espanto. Estaba tan
centrado en Paedyn que no me he dado cuenta, pero ahora vuelvo la vista,
confuso.
Oigo a un imperial que ha llegado jadeante.
—¡Los túneles! ¡Han llegado por los túneles al palco!
Me doy la vuelta, casi tan desesperado como los espectadores. Todos
gritan a la vez, atrapados en su sitio por las figuras con máscaras negras que
bloquean las salidas de todas las gradas. El enmudecedor bloquea sus
poderes y les impide contraatacar. Veo los ojos asustados antes de mirar al
palco de cristal donde están mis padres y Kitt.
Y entonces lo veo. Los veo.
«La Resistencia».
Hay un hombre junto a mi padre. Lleva máscara negra y le ha puesto un
puñal en el cuello. Otros miembros de la Resistencia también están en el
palco y rodean al rey, a la reina, a Kitt. Todos llevan puñal, pero no parece
que vayan a utilizarlo, lo que solo puede significar una cosa.
Son silenciadores.
Puede que otros fatales.
De lo contrario, mi padre ya los habría despedazado, Kitt los habría
abrasado y mi madre los habría electrocutado. Sus poderes están
controlados o anulados.
Apenas distingo sus rostros contraídos, distorsionados por el peso del
poder de un fatal que los aplasta. Es la agonía que se siente cuando te
arrancan el poder que tienes, cuando suprimen todo lo que eres. Sé lo que
sienten porque yo lo he sentido muchas veces.
Los silenciadores los están ahogando.
Y, de pronto, a mí también.
—Por favor —murmuro esas palabras una y otra vez, como si con eso
fuera a recuperarla. Como una plegaria, como una súplica—. Por favor, por
favor, por favor…
Casi no oigo los gritos de la multitud por encima del rugido de dolor que
tengo en la cabeza, en el corazón. La estrecho contra mí, pongo la frente
contra sus rizos suaves. Aún huelo el aroma a miel que siempre lleva
pegado al cuerpo, al pelo. Siempre ha olido a miel. Siempre ha olido a
hogar.
Noto la cara entumecida, ya no siento las lágrimas que me corren por las
mejillas. La levanto con delicadeza, le sostengo la espalda para abrazarla.
Con los ojos empañados, le veo las manos atadas a la espalda, y me
estremece un sollozo.
Le rompieron los dedos.
Los tiene doblados en ángulos imposibles, ensangrentados, magullados.
Las manos esbeltas, pequeñas, están destrozadas, son una burla de lo que
fueron, de lo que sabían hacer. Antes de matarla, le robaron lo que la hacía
sentir más viva.
Sus manos de coser. Sus dedos llenos de talento.
Rotos.
Luego, la mataron.
Una oleada de rabia hirviente me corre por las venas, arrastra la culpa y
el dolor para dejar en su lugar una ira arrolladora.
Ella la ha matado
Blair.
Voy a acabar con ella.
Parpadeo y bajo la vista hacia el cuerpo sin vida de Adena. Es hermosa
hasta muerta, quita la respiración. Verla tan inmóvil, tan silenciosa,
alimenta las llamas de la rabia y las dirige hacia otro asesino.
Él la ha matado.
El rey.
La trajo aquí para que la asesinaran. Adena no es…, no era una criminal.
El odio que siento hacia el rey es abrasador. Lo ha hecho con toda
intención. Me dijo que no iba a ganar, que él se encargaría de eso. Porque,
para ganar, tendría que matar a mi mejor amiga.
Ese hombre me lo ha quitado todo.
El rey ha matado a la única familia que he tenido. Primero, a mi padre.
Ahora, a Adena.
Por fin oigo los gritos de los espectadores, que me arrancan por un
momento de la angustia. Alzo la vista. Las paredes del laberinto han
desaparecido, y estoy sentada en el centro del Pozo.
Los demás contendientes están a mi alrededor y todos parecen igual de
confusos. Los espectadores han enloquecido. Hay élites por todas partes
que gritan y señalan a…
—¡Los túneles! ¡Han llegado por los túneles al palco!
Me pongo rígida.
Ya están aquí.
Observo el gentío en busca de algún rostro familiar antes de mirar hacia
el palco de cristal. Y sí, ahí está Calum, sacando al rey. Le ha puesto un
puñal en la garganta mientras, con la otra mano, lo tiene agarrado por el
brazo. Un hombre al que no he visto nunca, supongo que un silenciador, los
sigue de cerca tras la baranda que domina el Pozo.
—¡… por los túneles! —oigo gritar a otro imperial que ruge órdenes.
Pero no hay demasiados guardias que no estén atrapados en las gradas
forradas de enmudecedor, y los miembros de la Resistencia bloquean las
salidas. Los pocos imperiales que podrían hacer algo no se atreven a correr
hacia el rey. No pueden, no sin arriesgarse a que le corten el cuello a su
líder.
Por una vez en su vida, los élites pueden experimentar lo que es carecer
de poder.
Y, luego, siento sus ojos clavados en mí.
Son como esmeraldas verdes, con filo cortante, cuando su mirada se
encuentra con la mía desde detrás del cristal del palco. Qué equivocada
estaba al pensar que no tenía los mismos ojos.
Porque, cuando me mira, no lo veo a él. Veo a su padre.
El futuro rey sabe que ha sido obra mía.
Lo sabe porque él me enseñó el túnel y la llave.
Lo sabe porque me confió esa información.
Kitt sabe que lo he traicionado.
Me mira sin parpadear, dolido, espantado, lleno de odio. Tiene una
mirada tan gélida que casi me hace tiritar. El chico que me clava los ojos
desde el palco no tiene ni una pizca del calor, del encanto que yo conocía.
Es frío. Es duro. Y es así por mi culpa.
Es su padre.
Oigo pisadas en la arena y veo que cuatro silenciadores caminan hacia
nosotros con las manos extendidas, con su poder arrollador.
Los contendientes gritan, y miro a Kai, a pocos pasos. Tiene los ojos
cerrados para escudarse del dolor. Se me encoge el corazón al ver que se
lleva las manos a la cabeza, que cae de rodillas al suelo. Blair, Jax y Andy
están igual, retorcidos de dolor, con los poderes silenciados, sofocados,
ahogados.
—Y así terminan las sextas Pruebas de la Purga.
La voz de Calum retumba en el estadio. La frase corta de raíz el griterío.
Azulah está junto a él con cara de pánico y la mano sobre su brazo. El rey,
por el contrario, casi parece tranquilo y trata de aparentar indiferencia ante
el puñal que tiene en el cuello y la Resistencia que lo rodea.
—Muchos de vosotros no sabéis quiénes somos —sigue Calum con voz
clara, mirando a la multitud—. Es porque somos el secreto mejor guardado
de vuestro rey. El más letal, el más sucio. Somos vulgares. Somos fatales.
Somos la Resistencia.
Una exclamación colectiva recorre las gradas. Los espectadores están
conmocionados. No pueden hacer nada, solo observar la escena que tiene
lugar ante ellos, con los poderes desactivados en la Arena y los miembros
de la Resistencia en todas las salidas.
—Hoy hemos salido de la oscuridad para mostraros quiénes somos. Qué
queremos cambiar.
No me puedo mover. Tengo los ojos clavados en Calum, que se vuelve
hacia el rey. Todos los guardias, todos los ciudadanos observan en silencio
atónitos, incapaces de impedir lo que vaya a suceder.
—Todo esto podría terminar. Adiós a las muertes, adiós a las peleas. —
Hace un ademán que abarca a toda la multitud—. Estamos en todas partes.
Pese a lo que os haya dicho vuestro rey, no hemos desaparecido del reino.
Nunca hemos dejado de crecer, de luchar contra las injusticias que provocó
la Purga. Y hoy nos hemos reunido aquí.
La gente parece aterrada al ver que tantos vulgares enfermos viven entre
ellos. Salta a la vista que los élites harán lo que sea para conservar sus
poderes, para sobrevivir. Y, si siguen pensando que los vulgares vamos a
matarlos, seguirán matándonos a nosotros para impedirlo.
Le suplico en silencio a Calum que les diga que el rey miente, que
estamos sanos. No podemos probarlo, pero hemos vivido entre ellos desde
hace décadas sin que hubiera rebrotes de la enfermedad, sin que los élites
hayan perdido su poder, y con eso tendrá que bastar por ahora. Aunque
parece que buena parte del reino ni siquiera ha pensado nunca en el tema.
Se han limitado a creer a ciegas a su malvado rey.
Calum mira al futuro rey en el palco, al futuro ejecutor doblado de dolor
a mi lado.
—Podemos vivir juntos y en paz, o no. Quiero pensar que las vidas de tus
herederos bastarán para convencerte de que dejes de lado el orgullo y
vuelvas a unir al pueblo de Ilya.
El corazón se me para. Luego, vuelve a latir, acelerado.
Si el rey no cede, matarán a los príncipes. Es una apuesta y está en juego
el futuro de Ilya. Están en juego sus vidas.
«Esto no me lo habían dicho».
No, no, no.
La respuesta de la multitud es un rugido de rabia. Esto no era lo previsto.
Amenazar al príncipe solo servirá para que la gente nos odie, para que odie
nuestra causa. Solo nos va a hacer daño, no servirá de nada.
La cabeza me da vueltas mientras oigo los gritos de protesta de los
ilynos.
La voz de Calum es inflexible.
—Pueblo de Ilya, acogednos. No somos una amenaza para…
Un jadeo ahogado suena detrás de mí y me sobresalto, y dejo de mirar a
Calum y al rey. El silenciador que hay junto a Kai está rígido. Tiene los ojos
muy abiertos y el sudor le corre por la frente. Abre la boca para gritar algo,
tal vez una advertencia. Y entonces…
Kai estalla en llamas.
Tengo la mente embotada, llena de niebla. «No es posible». Hay cuatro
silenciadores delante de nosotros y están ahogando nuestros poderes.
Cuatro silenciadores ahogando nuestros poderes.
Todos los contendientes menos Paedyn sienten ahora mismo que les va a
estallar la cabeza. Sé que el poder de los silenciadores no tiene efecto sobre
ella, pero ¿por qué nadie de la Resistencia la toca, la vigila, se le acerca?
No tengo tiempo de pensar en eso, porque me asalta otra ola de algo que
apenas puedo describir. Es como un peso gigantesco que me aplasta.
El dolor es insoportable, y eso pese a lo mucho que me he entrenado con
Damion. Los latidos en la cabeza hacen que me cueste concentrarme en el
hombre que hay junto a mi padre. Lo veo todo distorsionado.
Por lo que oigo, a pesar del zumbido en los oídos, habla de cómo quieren
vivir los vulgares, aunque contagien la enfermedad a los élites.
«Pero, si entre nosotros viven tantos vulgares como dice, ¿por qué no
hemos notado los efectos? ¿Por qué no hemos perdido poderes?».
La cabeza me palpita todavía más mientras trato de pensar en eso. El
hombre sigue hablando, pero aprieto los dientes y no lo escucho. Respiro
hondo, aparto el dolor a un lado para concentrarme en la sensación de poder
que hay debajo. Me concentro en el hombre que me silencia. El cosquilleo
de su habilidad me va creciendo bajo la piel.
Cierro los ojos e intento captar ese poder como he hecho tantas veces con
Damion. Y nunca lo he logrado, claro…
«Eso no me sirve de nada».
La adrenalina se mezcla con la sensación del poder tenue como una
pluma.
Me aferro a ella.
Es extraño que el mismo poder que el silenciador utiliza para suprimir mi
habilidad sea ahora mi poder.
Me agarro a la habilidad del silenciador, siento cómo me corre por las
venas y la lanzo contra él.
Abre mucho los ojos al notar de repente que su poder le hace frente. No
estaba preparado para esto, no se lo esperaba. Ha bajado la guardia.
«Solo un silenciador puede derrotar a un silenciador».
Y eso es lo que hago.
Me enfrento a él con su propia habilidad.
Me quito de los hombros el peso de su silencio.
Y, después, los consumo en fuego.
Los gritos rasgan el aire. Los silenciadores están envueltos en llamas, y el
olor de la carne quemada casi me hace vomitar.
Los silenciadores se han tirado al suelo y se revuelcan por la arena para
intentar apagar el fuego que les devora la piel, la ropa. Han perdido el
control sobre los contendientes, que han quedado libres.
No sé cómo lo ha hecho, pero Kai se ha liberado del control del
silenciador y se ha apoderado de la habilidad dual de Kitt. Su ráfaga de
fuego, un ataque brutal, ha provocado que el caos reine en el estadio. Miro
hacia las gradas, donde la multitud empieza a enfrentarse a la Resistencia.
Es una batalla.
De pronto, los imperiales han entrado en el estadio. Es increíble cuántos
han llegado en tan poco tiempo. Miro en todas direcciones, y me doy cuenta
de que el número de enmascarados es cada vez más reducido.
No nos esperábamos esto. No veníamos preparados para luchar, para
perder.
«Tengo que salir de aquí. Ahora mismo».
La sola idea de huir en un momento como este me revuelve el estómago,
pero el futuro rey sabe lo que he hecho. Eso me retumba en la cabeza. Lo
busco con la mirada. Se está abriendo camino entre la gente que se ha
arremolinado en torno al palco de cristal tras arrollar a la Resistencia y salir
de las gradas. Tiene llamas en las manos y lucha con todo el que se le pone
por delante.
Kai se ha unido a la pelea. Sus movimientos son precisos, perfectos.
Abate a miembros de la Resistencia a derecha e izquierda. Solo con verlo
me pongo enferma. No tengo ni idea de dónde está Jax, pero diviso una
mata de pelo color vino en el mar de gente, y sé que es Andy.
Y Blair tiene suerte de que no la encuentre.
«Pero la encontraré. La mataré, y será un placer».
Voy a ponerme de pie, pero me detengo en seco al sentir el peso en el
regazo.
Adena.
Las lágrimas me llenan los ojos de nuevo, pero parpadeo para contenerlas
y hago un esfuerzo por mantener la cabeza fría. Aparto la vista de su rostro
sereno e inmóvil para observar el caos que nos rodea, el fragor sangriento
de la batalla. Trato de levantarla, pero pesa mucho. Un peso muerto.
Literalmente. Se me hace un nudo en la garganta. La aparto de mi regazo y
la deposito sobre la arena.
No puedo llevármela.
No tendrá un entierro digno. No tendrá la despedida que se merece.
—Lo… Lo siento, A —susurro, y le beso la frente—. Lo siento mucho.
Me pongo de pie y me seco las lágrimas que se me han escapado. Me
aparto de su cuerpo sin vida. Ya no soporto verlo.
—Te quiero —digo, y echo a correr.
«Cobarde. Igual que hiciste con tu padre».
La simetría de sus muertes es repulsiva.
Los dos con una herida en el pecho.
Los dos se desangraron ante mí.
A los dos los he dejado tirados en el suelo, sin darles un entierro digno.
Y las dos veces he huido.
Quiero gritar.
Gritarme a mí misma. A sus asesinos. Al mundo.
Me abro camino entre la gente, entre la multitud que pelea en el Pozo, en
la escalera, en las gradas. Las máscaras blancas y las negras chocan cuando
los imperiales se enfrentan a la Resistencia. Pero no es una pelea justa. Los
imperiales son muchos más y, pese a la ayuda que los fatales prestan a los
vulgares, la Resistencia está en inferioridad.
Corro entre los cuerpos, me agacho para esquivar golpes mientras subo
por la escalera abarrotada que sale del Pozo a la zona superior, igual de
abarrotada. Cuento con la experiencia de tantos años de esquivar y
escurrirme sin ser vista por Saqueo.
El griterío es espantoso y retumba en todo el estadio. El ruido de la lucha
es un rugido, pero me fuerzo a fundirme en la corriente de hombres y
mujeres que tratan de escapar de la pelea, en lugar de tomar parte en ella.
Quiero darme la vuelta. Quiero luchar al lado de la Resistencia, al lado de
mi gente.
«¿De qué les voy a servir?».
Esas pocas palabras me estallan en la cabeza y me oprimen con tal fuerza
que siento como si fuera a ahogarme.
«Sin poder».
En todos los sentidos. Son dos palabras devastadoras.
Me dejo arrastrar por la corriente humana que, por fin, me saca de la
Arena. El viento me azota el pelo en el ancho camino bordeado de árboles.
El camino que lleva al palacio.
A mi alrededor, los ilynos se dispersan. Rodean el estadio hasta llegar a
otro camino que va en dirección opuesta, hacia la ciudad.
Echo a andar tras ellos sin pensar, de vuelta a Saqueo, a casa.
Y, entonces, me detengo.
Me duele algo en el pecho. Es el corazón.
«El chaleco de Adena».
Doy media vuelta y miro el castillo donde se encuentra la promesa que he
hecho.
«Me lo pondré todos los días. Por ti».
La promesa me retumba en la cabeza y no hace falta más para que eche a
correr por el sendero, entre los árboles. Hace mucho que desaparecieron las
flores color rosa y los pétalos que me llovieron encima el primer día. Ahora
están en el suelo, pisoteados, y en las ramas que se agitan sobre mí solo
quedan las hojas.
No pienso en las heridas, no pienso en el pie. Los imperiales que me
perseguían en Saqueo por robar no me habrían hecho correr más tiempo,
más deprisa.
Cuando llego a las losas del patio, no me molesto en aminorar el paso.
Sigo corriendo mientras las gotas de lluvia empiezan a caerme sobre la piel
y a mojar el suelo. Subo por los peldaños de piedra que llevan a las
gigantescas puertas doradas del castillo.
«Entra. Coge el chaleco. Sal. Ve a Saqueo y…».
—¡Señorita Gray!
Miro a los cuatro imperiales que montan guardia ante las puertas,
sobresaltada. Con la prisa, ni los había visto. El de más edad baja corriendo
a mi encuentro. La preocupación se refleja en las arrugas de los ojos que
quedan a la vista bajo la máscara blanca.
—¿Estás bien? ¿Ha terminado la pelea? ¿Han derrotado a la Resistencia?
Tiene la mirada clavada en mí, en busca de respuestas.
Es obvio que saben lo que está pasando entre los muros del estadio, pero
no se han movido de aquí. Han debido de recibir órdenes específicas de
quedarse y defender el castillo, junto con los demás imperiales que seguro
que están dentro. Y ante los que tengo que pasar para llegar a mi habitación.
—Sí, estoy…
Tengo que pensar un plan. Deprisa.
Y el primero que se me ocurre no me hace sentir orgullosa.
Dejo el cuerpo inerte y me tambaleo en la escalera. Lanzo los brazos
hacia delante para detener la caída, pero el imperial se me adelanta. Me
rodea la cintura con un brazo para mantenerme erguida, y tengo que
contenerme para no rompérselo.
Me echo la mano al pie, al trapo ensangrentado con que lo llevaba mal
vendado y que se ha soltado casi del todo. Compongo una mueca de dolor,
lo que no me cuesta gran cosa: la adrenalina se empieza a retirar y el dolor
ha vuelto en toda su intensidad.
—Estás herida. —El imperial me mira el pie cuando siseo de dolor.
«Qué observador».
—Sí, pero estoy bien, solo es que…
Vuelvo a apoyar el pie en el peldaño y lanzo un grito de dolor de lo más
dramático. Le estoy sacando todo el jugo a la herida. Agarro el uniforme
blanco almidonado del imperial y lo miro con ojos suplicantes.
—Casi no he podido escapar. Aquello es el caos. Tengo… —Tomo
aliento con la respiración temblorosa—. Tengo miedo, y me duele mucho el
pie, y no sé qué hacer…
«Por la plaga, verme reducida a esto…».
Parezco histérica, y eso es precisamente lo que quiero. El imperial mira a
sus compañeros, junto a las puertas, antes de clavar en mí unos ojos
preocupados.
—Es mejor que te llevemos a tu habitación para que descanses y te curen
el pie. Esto acabará enseguida.
Me corre una lágrima por la mejilla y asiento con fervor. Necesito
parecer aturdida y asustada, aunque no lo esté. Pero he de llegar a mi
habitación sin despertar sospechas. Sin llamar la atención de los otros
imperiales, que me harán preguntas a las que no puedo responder. En
cambio, si me lleva un imperial, el problema está resuelto.
—Ranken, lleva a la señorita Gray a su habitación, y pide que le manden
a un curandero. —El imperial hace un ademán hacia un hombre de espaldas
anchas y músculos bien marcados incluso bajo el uniforme almidonado.
Un fornido.
El hombre asiente y viene hacia mí.
—Será más rápido y menos doloroso si lo hacemos a mi manera —dice
con voz grave.
Por lo visto, su manera consiste en cogerme en brazos y llevarme como si
fuera una niña inútil. Me pone las manos bajo las rodillas y en la espalda, y
me apoya contra él para transportarme con facilidad a través de las grandes
puertas y por el pasillo. Todos los instintos me piden a gritos que le eche las
piernas al cuello y le haga una llave estranguladora antes de tirarlo al suelo.
Pero luego la parte estratégica y más inteligente de mi cerebro me recuerda
que esto es precisamente lo que quiero, lo que necesito.
Así que me trago el orgullo y dejo que me lleve. Recorre los pasillos y las
salas conmigo en brazos, mientras docenas de imperiales corren a nuestro
alrededor. Tengo que contenerme para no sonreír al darme cuenta de que ni
nos miran.
Muy pronto, el imperial me deposita en la cama y gruñe algo de que va a
ir a buscar a un curandero. Espero hasta que el sonido de las pisadas se
aleja, salto del colchón y abro de par en par las puertas del armario.
Aparto a manotazos los vestidos y la ropa de entrenamiento hasta dar con
un estante en la parte de atrás. Ahí están doblados los pantalones y las
camisas más cómodas. Ellie es muy organizada. Meto las manos en la pila
de camisas de algodón hasta que rozo con los dedos un tejido basto que
conozco bien.
Con el corazón encogido, saco el chaleco que he tenido bien escondido.
La tela color verde oliva es tosca, pero nunca he visto nada tan perfecto.
Paso los dedos por los bolsillos que hay por dentro y por fuera, el accesorio
ideal para cualquier ladrón.
Respiro hondo y me lo pongo sobre la camiseta destrozada, empapada en
sudor. Luego, cojo unas botas nuevas y estoy a punto de ponérmelas cuando
la puerta se abre con un crujido para dejar paso a un hombre grueso, sin
duda el curandero.
—Me han dicho que estás herida.
—Sí —consigo decir, y cojeo hacia él para demostrarlo—. En el pie.
—Ya.
Se dirige hacia mí y me hace un ademán para que me siente en la cama.
Voy a noquearlo, pero se me ocurre aprovechar antes su poder de curación.
Me coge el pie con delicadeza y veo cómo me pasa los dedos por los cortes
desgarrados que me llegan al tobillo. Ver cómo se cierran la carne y la piel
me recuerda a mi padre, y esa imagen me duele más que la herida.
Parpadeo para concentrarme en el curandero, que termina su labor
cuando solo quedan unas tenues líneas rosadas en la piel.
—Si no necesitas nada más…
Saco el puñal de debajo de la almohada y le doy un golpe en la sien que
lo deja sin sentido. Trato de amortiguar el impacto de su cuerpo al caer
como puedo, pero casi me aplasta. Salto por encima de su cuerpo, me
pongo las botas y le doy las gracias, aunque nunca lo sabrá.
Salgo al pasillo con sigilo. Los imperiales creen que estoy en mi cuarto,
lloriqueando, herida e indefensa. Solo de pensarlo me enfurezco, pero es lo
mejor. Si me ven, adiós a mi tapadera.
Por suerte, tengo mucha práctica en pasar desapercibida.
Camino de puntillas por el pasillo, siempre preparada para meterme de
un salto en cualquier habitación o para cambiar de dirección al menor
indicio de movimiento. Recorro las salas, y trato de evitar las más grandes y
frecuentadas.
Los pocos imperiales con los que me cruzo están distraídos y me resulta
fácil esquivarlos de camino a mi ruta de escape: los jardines. Son la salida
más cercana a donde estoy, y la única en la que es más probable que no
haya vigilancia. El caos ha hecho que falten muchos guardias en el castillo,
y me la estoy jugando a que no se les haya ocurrido vigilar esa zona.
Y acierto.
Llego a la puerta que lleva al hermoso paisaje del exterior y la abro de
golpe. La lluvia cae implacable del cielo nuboso. Corro por los caminos
bordeados de flores de todas las formas, colores y tamaños posibles. Paso a
toda velocidad junto a la fuente donde Kitt y yo nos salpicamos agua…
«Kitt».
Trato de no pensar en él, en mi traición, y me concentro en volver a
Saqueo lo antes posible. Que no será muy deprisa, porque tengo que ir a
pie.
Vuelvo a estar en el camino que lleva a la Arena, y de ahí llegaré al de
Saqueo. Estoy jadeando, corro a toda velocidad entre los árboles. El dolor y
la rabia se mezclan con la adrenalina y me hacen sentir llena de energía y
agotada a la vez.
La estructura de la Arena es más amenazadora que nunca. Las vigas de
metal, la torre de cemento, los gritos y sonidos de la pelea… Todo se suma
para crear una presencia intimidante. Los ciudadanos que no están tomando
parte en la batalla ya se han ido hace tiempo, solo quedan la Resistencia y
los imperiales.
Paso de largo junto a un túnel de entrada. Luego, junto a otro.
No aparto los ojos del camino que lleva a casa, ya más cercano.
Un hombre alto y corpulento sale al camino al que tanto deseo llegar. Se
sujeta la cabeza. No le veo la cara, y parpadeo a toda prisa en medio de la
lluvia.
Lo único que sé es que está en mi camino.
Se vuelve, todavía con la mano contra la sien, y me ve. No me molesto
en aminorar el paso. Sea quien sea ese hombre, no vacilaré en derribarlo si
trata de detenerme.
Estoy corriendo, me acerco más y más, con los ojos entornados para
tratar de ver mejor su rostro.
Me está sonriendo.
Es una de esas sonrisas que dan escalofríos. Una de esas sonrisas que son
cualquier cosa menos amables. De esas sonrisas que me dicen que ese
hombre sabe muy bien quién soy.
Casi tropiezo. Estoy a diez metros de él.
Y entonces lo veo.
Veo los ojos verdes, más fríos que la lluvia que me empapa la tela fina de
la ropa.
Veo el pelo rubio, de un tono más apagado que el cielo nuboso.
Veo los labios fruncidos en una sonrisa, más perversos que la tormenta
que nos azota.
—Ah, Paedyn Gray —dice con una voz afilada y sedosa a la vez que se
hace oír por encima del viento—. Aunque hay muchas cosas que puedo
llamarte. Miembro de la Resistencia. Vulgar. Traidora.
Me acerco un paso más, aunque ya sé bien quién se interpone en mi
camino.
Veo al rey.
La palabra «rabia» no basta para describir el sentimiento que me embarga
al ver a este hombre. A este monstruo, a este asesino.
Tiene los ojos enloquecidos y el pelo ensangrentado por un corte
profundo en la sien. No sé cómo ha conseguido escapar de la batalla que
tiene lugar dentro de la Arena, pero ahí está, en mi camino. Y solo.
El rey está completamente solo.
Casi le doy las gracias a la plaga por este regalo. Casi.
Sigo adelante, me niego a huir de él, de la oportunidad que se me ha
presentado. El sonido del acero al salir de la funda se impone al del trueno
cuando saca la espada que lleva al costado.
—No pongas esa cara de sorpresa, claro que lo sé. —Su voz hace que me
hierva la sangre—. Te veía venir. Te has abierto camino hasta el corazón del
ingenuo de mi hijo y le has sacado lo que has querido para tus amiguitos de
la Resistencia. En cuanto a lo de que eres vulgar, hace tiempo que lo sé. —
La sonrisa le desfigura el rostro al ver mi gesto de sorpresa—. Por no
mencionar que sabía quién era tu padre, de qué formaba parte. Sabía
muchas cosas de él antes de su desgraciado final. —Esa sonrisa es la viva
imagen del mal—. Una puñalada en el pecho, ¿no?
Me pongo rígida de rabia, pero hago un esfuerzo por aparentar frialdad.
—¿Y cómo quieres que te llame yo a ti? ¿Rey o cobarde? ¿Mentiroso o
asesino? Porque todo te encaja, ¿no?
La carcajada es como un ladrido y casi me hace perder el control. Las
manos me tiemblan y cierro los puños con tanta fuerza que me clavo las
uñas en la palma de la mano.
—Tú la has matado —digo sin poder contenerme.
Resopla como si esto le pareciera de lo más divertido.
—¿A quién? ¿A tu amiguita? —Un brillo en los ojos traiciona la rabia
que quiere ocultarme—. No. La mataste tú. Te advertí sobre las Pruebas. Te
advertí que te alejaras de mis hijos. Has hecho que mi reino parezca débil.
Has hecho que mis herederos parezcan débiles. —Escupe la palabra como
si la carne de su carne le resultara repulsiva—. Hiciste que Kai te ayudara
en las Pruebas, que corriera detrás de ti en el baile. Tenías al futuro rey
comiendo de la palma de tu mano y contándote todos los secretos, toda la
información que te hacía falta. La asesina eres tú, Paedyn. —Da un paso
hacia mí. Estoy clavada en el suelo, solo puedo sacudir la cabeza—. Te has
olvidado de quién eres, mendiga. Una vulgar condenada a morir. No eres
nada.
—Entonces ¿por qué no me mataste? —grito—. Si sabías lo que era, ¿por
qué no me mataste, como a los demás vulgares?
—Porque te necesitaba viva —se limita a replicar—. Pero ya no me
sirves de nada. Y, visto que las Pruebas no han acabado contigo, será para
mí un placer encargarme en persona. —Hace una pausa y frunce los labios
en una mueca despectiva—. ¿No sabes lo que voy a hacer? ¡Léeme! ¡Utiliza
tu poder de mental!
Un relámpago plateado se mezcla con la lluvia.
Una espada se mueve hacia mí.
Siento un rodillazo contra la espalda. «Por lo visto, alguien tiene ganas de
morir».
Me doy la vuelta y clavo el cuchillo que le he quitado al último hombre
que he matado en el pecho de este, a través del cuero con que se protege.
Noto la sangre que me salpica la ropa y la cara. Estoy acostumbrado, voy
empapado en sangre. Arranco el puñal de un tirón y el hombre cae al suelo
con un golpe sordo.
«Todos tienen ganas de morir».
El estadio entero es un caos. Los imperiales y la Resistencia han
chocado, unos de blanco, los otros vestidos de cuero. Hay vulgares, élites y
fatales luchando hombro con hombro.
Es muy extraño.
Y es también la única razón de que la pelea no haya terminado. Si no
fuera por los fatales y los élites que ayudan a la Resistencia, esto habría sido
una carnicería. Pero, pese a todo, los superamos en número gracias a los
imperiales que han llegado a la Arena.
Una figura con máscara negra se lanza contra mí, con la armadura de
cuero ensangrentada, mientras la lluvia cae sobre los dos. Clavo los pies en
el suelo resbaladizo y dejo que se me acerque. Lo más difícil de esta pelea
es no saber si te enfrentas a un vulgar o a un élite, o incluso a un fatal. Casi
no me da tiempo a tantearlo con mi poder cuando ya lo tengo encima.
No noto nada. Un vulgar.
Pero no hay que subestimarlos.
Lleva en las manos dos cuchillos, afilados, letales, y los esgrime con
habilidad. Lanza tajos rápidos que me obligan a retroceder. Me agacho para
esquivar uno que me habría cortado el cuello y aprovecho para encajarle un
puñetazo en el estómago. Deja escapar un gruñido, pero el cuero que le
cubre el vientre absorbe buena parte del impacto. Barajo los poderes que me
rodean. Docenas de ellos me cosquillean bajo la piel.
¿Por qué no me parece bien combatir a un vulgar con poderes? Hasta
ahora solo he utilizado mi fuerza para matarlos, sin echar mano de ninguna
habilidad. No sé por qué, me parece que sería hacer trampas, y me gusta
ganar con justicia. Ni siquiera he tocado los poderes de los fatales, aunque
los noto cerca, potentes, poderosos. Para utilizar bien sus habilidades me
haría falta entrenar durante años, así que me ciño a lo que conozco: mato
con las manos y con las habilidades que domino.
Me lanza una cuchillada al pecho.
«Qué predecible».
Lo agarro por la muñeca y se la retuerzo, y apenas oigo su grito de dolor
cuando el otro puñal sube hacia mí para clavárseme en el corazón. Me giro
y esquivo por poco la herida letal. Solo me hace un corte superficial sobre
las costillas.
Aún lo tengo agarrado por el brazo retorcido, y giro el puñal hacia él al
tiempo que lo cojo por el hombro. Luego, tiro de él hacia delante. Se clava
su propio puñal en el pecho y abre mucho los ojos al ver la hoja enterrada
en la carne.
Se tambalea y se desploma, pero ya me he dado la vuelta incluso antes de
que el cuerpo llegue al suelo. Miro el caos de la batalla al tiempo que me
pongo una mano ensangrentada en el corte de las costillas. Diviso a Kitt,
que está envolviendo en llamas a los que se le acercan.
Algo va mal.
Nunca había visto así a mi hermano. Tan sanguinario, tan brutal. Esas
palabras suelen representarme a mí, al futuro ejecutor, y no a Kitt, el futuro
rey, bondadoso y sabio. Pero, en este momento, está rabioso, más fiero de lo
que lo he visto jamás.
Sigo peleando, tratando de localizar a mis padres. No los veo, y eso es un
alivio y una preocupación a la vez. Espero que los imperiales los hayan
llevado de vuelta al castillo.
Solo entonces me doy cuenta de lo mucho que se ha reducido la multitud.
Veo una figura que corre por el túnel para salir de la Arena, seguido de otra.
Visten de cuero y llevan máscaras negras.
«Intentan escapar».
Y yo los voy a seguir.
El acero afilado de la espada me hace un corte profundo en el brazo. He
saltado para apartarme de la trayectoria de la hoja, pero aun así ha
conseguido acertarme en el brazo. Ahogo un grito de dolor y me acuclillo
para sacarme el puñal de la bota con una mano sudorosa.
El rey se echa a reír. Vuelve a trazar un arco con la espada y me obliga a
saltar para evitar que me haga pedazos. Tiene todas las ventajas, con un
arma más larga y su poder de fornido. Pero, pese a eso, no parece estable,
gracias a la herida en la cabeza.
De modo que hago lo que antes me sugirió en tono de burla: lo leo.
Se tambalea cada vez que ataca con la espada y tiene que recuperar el
equilibrio antes de lanzar un nuevo golpe. Siempre adelanta el pie derecho y
luego da un paso más corto con el izquierdo. Tiene la espada en la mano
derecha, pero lleva dos fundas al costado, lo que me dice que ha tenido en
algún momento un arma diferente y que también puede pelear con la
izquierda.
Un nuevo golpe de la espada, y en esta ocasión tengo que agacharme y
rodar hacia la derecha. Trazamos círculos el uno en torno al otro. La lluvia
constante no me impide ver su sonrisa cruel.
«Tengo que acercarme a él. Tengo que distraerlo».
Porque no me voy a marchar de aquí sin matar a este asesino.
Tal vez eso me rebaje a su nivel.
—¡Lo mataste tú! ¡Tú! ¡Tú mataste a mi padre! —grito, y mi voz se oye
por encima del trueno.
Me adelanto un paso y la espada desciende en un arco amplio que me
habría cortado en dos si no llego a agacharme a tiempo. Se tambalea, como
sabía que iba a hacer, y aprovecho la ocasión para lanzarle una puñalada al
pecho. Le dibuja una línea roja de sangre que le florece en la camisa.
Algo duro me golpea la sien y de pronto solo veo puntos negros. Me
tambaleo hacia atrás, parpadeando. Veo borroso, pero distingo el pecho
ensangrentado del rey y la espada que tiene en la mano. Me ha golpeado el
cráneo con el puño del arma.
Se echa a reír, pero detecto el temblor en la risa. Está preocupado. No
soporta que yo, una mendiga, una vulgar, nadie, le haya dejado mi marca.
«No me voy a conformar con una cicatriz».
—Sí, bueno… Alguien que conozco me habló de sus intenciones, de esa
«Resistencia» de la que formaba parte. —Se ríe—. Así que hice lo que tenía
que hacer.
Otro tajo de la espada me pilla desprevenida y me hace un arañazo
superficial en el abdomen antes de que me dé tiempo a esquivar.
—Tranquila, Paedyn. No maté a tu padre por un simple chismorreo,
aunque he matado a hombres por mucho menos. Lo maté para proteger mi
sociedad de élites.
No entiendo lo que dice, pero puede que sea por la rabia, que me nubla la
mente.
—¡Reconócelo! —escupo—. Mentiste para crear esa sociedad de élites.
Los vulgares no contagiamos ninguna enfermedad. No debilitamos a los
élites ni a sus poderes.
—Hice lo que tenía que hacer, y no tienes pruebas.
—¡Eres un monstruo!
Hace un gesto como si se encogiera de hombros.
—¿Un monstruo? Puede. ¿El rey más poderoso que ha tenido Ilya? Sin
duda. No hay ciudad como Ilya y no hay pueblo como mis élites, y así va a
seguir.
Me lanzo contra él con el puñal por delante. El acero de la espada choca
contra la hoja mucho más corta de mi puñal. Con fuerza. Con mucha fuerza.
Hasta debilitado, es un fornido, mucho más fuerte que yo. El puñal sale
volando por los aires.
No titubeo, no me concedo ni un momento para dejarme llevar por el
pánico: le agarro la muñeca del brazo extendido y le doy un rodillazo en el
codo. El repulsivo crujido del hueso se mezcla con el retumbar del trueno
sobre nosotros.
La espada se le escapa de la mano. El rey lanza un grito.
Y, de pronto, el suelo sube hacia mí.
Me ha lanzado al suelo con toda su fuerza sobrehumana, con toda su
rabia. Me doy en la cabeza contra la tierra dura y la visión se me llena de
puntos negros.
«No veo nada».
Parpadeo a toda prisa, desesperada por despejarme la vista. La cabeza me
late, me siento como si se me fuera a partir en dos, y puede que sea así. Me
sale del cuero cabelludo algo caliente y pegajoso, y hasta en mi estado sé
que no es buena señal.
Poco a poco, recupero la vista, justo a tiempo de ver lo que se me viene
encima.
El rey, con la espada en el brazo ileso y una sonrisa en los labios resecos.
«No».
Consigo incorporarme, pero un peso inmenso vuelve a clavarme en el
suelo. Me está aplastando las costillas con la bota, me tiene clavada,
impotente.
«Así, no. Me niego a morir así».
—¿Eso es lo único que te importa? —La voz me suena extraña, ronca,
asustada—. ¿El poder? ¿Gobernar a un pueblo de élites? ¿La vida humana
no significa nada para ti?
—Lo de los vulgares no se puede considerar vida. Es una burla —gruñe
—. Debieron morir con la plaga, y en lugar de eso nos infectan a nosotros.
Llevo mucho tiempo planeando esto, esperando el momento de librarme de
la Resistencia. Y ahora han caído, todo gracias a ti. —Tiene una sonrisa
retorcida, y me cuesta entender lo que está diciendo—. Solo quedarán los
más fuertes, los más poderosos. —Se inclina hacia mí y clava sus ojos
gélidos en los míos—. Es la supervivencia del más apto, y los más aptos
son los élites.
Se yergue, todavía con la bota sobre mi pecho.
—¿Por dónde íbamos? —Se ríe como si acabara de decir algo muy
divertido—. Ah, sí. Iba a liberar mi reino de una vulgar.
Me señala con la punta de la espada y me retuerzo bajo el peso de la bota.
Es tan fuerte, y yo estoy tan débil…
—Lo malo es que Kai es mucho más hábil que yo a la hora de jugar con
sus presas. Ese chico aprende deprisa. Le enseñé todo lo que sabe, ¿te lo ha
contado? Su crueldad me la debe a mí.
Me estremezco cuando la punta afilada de la espada toca la piel de mi
mejilla, justo por encima del pómulo.
Y, luego, empieza a bajar.
Puede que haya gritado, no estoy segura. Solo sé que el dolor cortante,
pausado, me desciende por la mandíbula, por el cuello. La sangre caliente
brota del corte y me corre por la piel mientras la lluvia me escuece en la
herida abierta. Noto que muevo los labios, pero no me salen palabras, solo
oigo el zumbido en los oídos.
Sonríe cuando por fin detiene la espada cobre la clavícula.
—Esto es muy entretenido. Pero sería mejor que Kai hiciera los honores,
¿eh?
Siento náuseas y lo único que huelo es el olor de mi sangre. El acero frío
me vuelve a rozar la piel, me inmoviliza, me paraliza el estómago. Ahora
está bajo la otra clavícula, justo encima del corazón.
Chasquea la lengua.
—Casi me impresiona que este corazoncito patético siga latiendo. Con
todas las traiciones, todo el dolor y experiencias cercanas a la muerte que
has sufrido siendo vulgar.
—Todo lo que he sufrido ha sido por tu culpa. —Mi voz es un rugido, y
la cabeza me pesa, pero he conseguido levantarla del suelo.
—Hum. —Casi parece pensativo—. Muy cierto.
Un dolor cegador me vuelve a estremecer cuando me dibuja una línea
sobre el corazón con la espada. Se me escapa un grito estrangulado que casi
me impide oír lo que dice.
—Así que voy a dejarte mi marca en el corazón para que no se te olvide
quién te lo ha roto.
Los cortes son profundos, y lentos, muy lentos. Repasa cada uno, una y
otra vez, y no puedo evitar gritar. Cierro los ojos para no ver la sonrisa que
le desfigura el rostro. Ya no soporto ver a este hombre. No, no es un
hombre. A este monstruo.
Las lágrimas me corren por las mejillas contra mi voluntad, se mezclan
con la lluvia y con la sangre que me mancha la cara. Sé muy bien lo que me
está grabando en la piel, lo noto con cada movimiento de la espada, y casi
me duele más que la agonía que me recorre el cuerpo entero.
No sé cuánto tiempo tarda, pero al final levanta la espada para admirar su
obra.
—Ya está. —Indiferente. Habla con indiferencia. No puede haber más
crueldad—. Así te acordarás de mí en el otro mundo.
Alza la espada y me pone la punta contra el pecho.
«No. No, no, no…».
Sonríe.
—Apuñalada en el pecho. De tal palo, tal astilla.
«No puedo morir».
Estoy desesperada, la locura me da fuerzas. Levantar los brazos hace que
el dolor me recorra todo el cuerpo, pero lo ignoro y le agarro la bota con la
que me oprime el pecho, una mano en el tobillo, la otra en la punta.
Y, con todas las fuerzas que me quedan, se lo retuerzo.
Lanza un gruñido de dolor y se tambalea, inestable.
Perfecto.
Le empujo el pie hacia delante con energía. La herida de la cabeza y las
que le he provocado yo lo han debilitado, lo han desequilibrado.
Y cae al suelo empapado con un fuerte golpe.
Sin titubear, me arrastro hacia la espada que se le ha escapado de la
mano. El dolor y la adrenalina se mezclan para crear una peligrosa pócima
de temeridad. Una mano grande me agarra por el tobillo y tira de mí sobre
el barro.
Grito de frustración y de miedo, y rozo con los dedos el puño de la
espada antes de que me aparte de ella. Me vuelvo y veo el rostro del rey
desfigurado de ira, lleno de sangre y de barro. Le propino una patada tan
fuerte como me lo permiten mis heridas, y el crujido que se oye me informa
de que el talón ha dado en el blanco.
El rey grita y oigo el gorgoteo de la sangre que le sale de la nariz
aplastada y se le mete en la boca. Consigo que me suelte el tobillo y
aproveho para lanzarme hacia la espada, y por fin la agarro por el puño.
Consigo ponerme de pie. Cada movimiento es un suplicio. Estoy
empapada en sangre, calada hasta los huesos por la lluvia incesante. Me
tambaleo hacia el rey, jadeante, arrastrando la espada por el barro.
Estoy de pie sobre él. Es curioso lo deprisa que se han invertido los
papeles. Yo estoy a punto de matarlo. Él está a punto de morir a mis manos.
Me enseña los dientes manchados de sangre.
—¿No quieres saber quién mató a tu padre, Paedyn?
La frase detiene en seco la espada con la que estoy a punto de atravesarle
el pecho. Suelta una carcajada gorgoteante de sangre.
—Ya sé quién fue —digo con los dientes apretados—. Te vi clavarle una
espada en el corazón.
Me concentro en el arma que tengo en la mano. No lo soporto más y voy
a…
—Te equivocas.
Me detengo.
—¿Me equivoco? —Suelta otra risa agónica y no espero a que termine de
toser sangre antes de clavarle la punta de la hoja en el pecho—. Fuiste tú —
digo, muy despacio.
—Es curioso —dice entre toses—. La mente nos hace ver lo que
queremos ver. Ya me odiabas por lo que les hice a los tuyos, así que no te
costó convencerte de que fui yo quien le clavó la espada en el pecho a tu
padre. —La sonrisa sanguinolenta le retuerce los labios—. Pero no fui yo.
—Mentiroso. —La voz me sale ronca, y le presiono más la espada contra
el pecho.
Sus palabras son poco más que un susurro histérico.
—Digámoslo así: tu primer encuentro con un príncipe no fue cuando
salvaste a Kai en la callejuela.
No. No.
—Fue cuando mató a tu padre.
El mundo me da vueltas, amenaza con hacerme caer. No puede ser. Es
mentira. Es un mentiroso. Es…
—Fue la primera vez que mataba —sigue el rey con su mueca sangrienta
que quiere ser una sonrisa—. La primera misión que le encomendé. Creo
que luego lloró y todo. Y mira lo lejos que ha llegado. Mira qué bien lo he
entrenado. Ahora mata cuando se lo ordeno y sin pestañear, lo ha hecho
docenas de veces.
Apenas puedo respirar. El chico que me enseñó a bailar, el que me curó
las heridas, el que me preguntó bajo las estrellas cuál era mi color
favorito…
—Mentiroso. —Casi no puedo hablar.
Deja escapar una risa ronca.
—No, Paedyn. Eres tú la que te mientes a ti misma.
El recuerdo de la noche en que murió mi padre me parece de repente muy
borroso, desenfocado. Donde antes creí ver la cara del rey veo ahora una
mancha confusa. No recuerdo ningún detalle, no recuerdo nada del asesino
de mi padre.
Sacudo la cabeza. No puedo pensar en eso ahora. No puedo pensar en
Kai y distraerme de lo que estoy haciendo.
Porque yo sí voy a matar a su padre.
Una vez más, esta simetría me hace sentir náuseas.
«No voy a fallar».
La sonrisa del rey es una mancha de sangre.
«No voy a dudar».
Oigo una risa histérica, burlona.
«No voy a sentir remordimientos».
—Débil. Igual que tu padre…
La espada que le clavo en el pecho lo hace callar.
La voz me sale hueca, espantosamente tranquila.
—Esto es por mi padre.
Deja escapar un gemido agónico, sibilante, y levanta la cabeza para ver la
herida. Los ojos se le abren mucho al ver su espada que le sobresale del
pecho. Tras el silbido llega un gorgoteo cuando la boca se le llena de
sangre.
Nada. No siento nada ante este hombre que muere a mis pies, que muere
a mis manos.
—Y esto… —Retuerzo el puño de la espada y grita cuando la hoja le
desgarra la carne—. Esto es por Adena.
Cuando arranco la espada y la tiro al suelo, se le escapa un sollozo
estrangulado. Miro a mi alrededor. El puñal está a un par de metros. Con
cada paso que doy hacia él, y, pese a las heridas que me debilitan, me siento
más fuerte.
Las volutas plateadas del puño están resbaladizas de lluvia, lodo y
sangre. Igual que yo. Las gotas me corren por la cara, me escuecen en las
heridas abiertas, cuando hago girar el puñal en la mano. Le doy una vuelta
en el aire, dos, noto su peso familiar.
—Y esto es por mí, hijo de puta.
Lanzo el puñal.
La hoja afilada alcanza su objetivo impulsada por el odio, por mi corazón
roto. Se le clava en el centro del cuello y le corta en seco los jadeos y
estertores.
Tiemblo de la cabeza a los pies, ante el cadáver de un asesino que mira
sin ver a la chica que se acaba de convertir en asesina.
El rey tiene la cabeza inclinada hacia un lado, con el puñal de mi padre
en el cuello y los ojos muy abiertos. Una lágrima me resbala por la mejilla,
se mezcla con las perlas de lluvia que se deslizan por la cara. Me la seco
con las manos ensangrentadas. No sé por qué estoy llorando.
«¿Es arrepentimiento?».
No. No es arrepentimiento. Ni remordimientos. Ni nada remotamente
parecido a la culpa.
Es alivio.
Doy un paso inseguro hacia él. Quiero recuperar el puñal y salir
corriendo.
Veo algo con el rabillo del ojo.
Me doy la vuelta hacia el origen del movimiento, pese a que todo mi
cuerpo grita y protesta. Veo unos ojos vidriosos, fijos. La niña es pequeña,
de piel oscura y pelo más oscuro todavía. Parpadea y se le aclaran los ojos,
y veo en su rostro una expresión de espanto.
Luego, sale corriendo.
«Una vista».
Parpadeo en medio de la lluvia y sigo con la mirada a la niña que huye.
Seguro que me ha grabado matando al rey. Apenas tengo tiempo para
procesar la idea cuando oigo pisadas fuertes que resuenan en el túnel de
piedra que hay a mi derecha.
Titubeo.
El puñal.
Lo necesito. Tengo que cogerlo. Tengo que…
Sea quien sea la persona que viene por el túnel, va muy deprisa. Tengo
que marcharme de inmediato. No sé si será amigo o enemigo, y no pienso
quedarme para averiguarlo.
No tengo un momento que perder, ni un segundo para recuperar mi
posesión más preciada, y el dolor que eso me causa es peor que el de
cualquier herida.
Echo a correr.
Me arde todo el cuerpo, cada parte de mí protesta a gritos, estoy
empapada en sangre, me tambaleo de debilidad. Pero no puedo detenerme.
Si llego camino abajo, a la derecha quedará el bosque y…
Un cuchillo pasa silbando junto a mí y me roza el brazo con el filo.
Miro hacia atrás y me detengo en seco.
Está cubierto de sangre de la cabeza a los pies. Su pelo es una maraña de
ondas negras pegajosas de sudor, de sangre. Lleva un cuchillo entre los
dedos y tiene la mano alzada, me lo va a lanzar.
Y, al verlo así, algo encaja de repente.
Vuelvo a estar en mi vieja casa, escondida tras una puerta agrietada
mientras veo cómo le clavan una espada en el pecho a mi padre. La espada
la esgrime un chico de pelo ondulado muy negro, un chico de ojos grises
llenos de miedo, un chico que se acaba de convertir en asesino.
Me estremezco al volver a ver ese mismo pelo negro, esos mismos ojos
grises. A ese mismo asesino delante de mí. Y verlo así ahora hace que de
pronto el recuerdo de aquella noche sea más claro que nunca.
Las piezas del rompecabezas que han estado perdidas entre mis recuerdos
encajan en su lugar.
Aquella noche lejana mi mente me hizo creer que el rey había matado a
mi padre; me hizo culpar al hombre al que ya odiaba. Y, en cierto modo, fue
el rey quien lo mató, solo que no con sus propias manos. Fue su hijo quien
clavó la espada en el pecho de mi padre.
Se me corta el aliento al mirarlo.
De pronto todo tiene sentido.
La atracción. La conexión. La familiaridad. Me sentí atraída hacia él de
inmediato porque, en lo más profundo de mí, lo reconocí, lo recordé. Me
resultó familiar.
Y ahora sé que el asesino de mi padre va a matarme.
Nos miramos. Veo al chico que ha sido el arma letal del rey toda su vida,
al que ha ordenado que matara, al que ha controlado para que matara. Él lo
hizo así. Un espejo del monstruo que es…, que era su padre.
Pero no por eso es menos asesino.
Los ojos me asustan más que su aspecto sucio, rabioso. La mirada gris es
como el humo que sale de la hoguera más ardiente, y a la vez es fría,
penetrante como carámbanos de hielo. Esos ojos traicionan el espanto que
siente. Son como la noche en que lo vi matar por primera vez.
He sido yo quien le ha hecho esto. He matado a su padre.
«Pero él mató al mío».
Sabe lo que he hecho. No creo que se haya olvidado del puñal que tantas
veces le he puesto en el cuello. Es el mismo que ahora sobresale del pecho
de su padre.
Pero no ha acertado con el cuchillo.
Y Kai no falla. A menos que quiera.
—¿Qué me has hecho?
Casi no oigo sus palabras en el fragor de la tormenta, pero me hielan
hasta los huesos, mucho más que la lluvia incesante. No es la primera vez
que me dice esas mismas palabras, ya salieron de sus labios cuando rozaban
los míos. He sentido esta lluvia fría sobre la piel ardiente cuando estábamos
a pocos centímetros. He tenido esos ojos grises clavados en mí cuando
estaban cargados de pasión, no de odio.
«Mi preciosa Pae, ¿qué me has hecho?».
¿Cómo puede un momento tener tal simetría con otro y a la vez ser tan
opuesto? ¿Fue solo ayer cuando dijo esas mismas palabras con anhelo, las
que hoy pronuncia con tanto odio?
Pero lo único similar entre anoche y ahora es el fuego, la fuerza de los
sentimientos que le llenan los ojos. La máscara ha caído y veo con claridad
el dolor que se refleja en su rostro.
La mano con la que sostiene el cuchillo, a punto de atacar, tiembla en el
aire. Casi veo cómo encajan las piezas del rompecabezas en su mente. Veo
cómo se da cuenta de lo que soy, de lo que he hecho.
Echa el brazo hacia atrás, va a clavarme el arma en el pecho. Cierro los
ojos, afianzo los pies, acepto mi destino.
Estoy sufriendo. Todo me duele. Tal vez merezco esta muerte. Tal vez
incluso la deseo.
Un grito estrangulado de frustración me hace reaccionar y abrir los ojos.
Kai se ha llevado las manos a la cabeza, agachado. Cuando por fin alza los
ojos y me mira bajo la lluvia, salvando la distancia que nos separa, veo el
conflicto que tiene lugar dentro de ellos.
Sabe lo que tiene que hacer, pero no lo hace.
La voz le tiembla tanto como las manos.
—Debería clavarte este cuchillo en el cuello.
Y lo podría hacer con facilidad. Yo no tengo armas, ni voluntad, ni
energía para defenderme.
La voz me sale desgarrada, y así es como me siento.
—¡Pues hazlo!
Sacude la cabeza, parece tan asqueado consigo mismo como lo está
conmigo.
—Debería. Lo voy a hacer.
Tiene el rostro desencajado cuando me apunta con el puñal. Un sollozo
de frustración le desgarra la garganta. Se pasa las manos ensangrentadas por
el pelo, sacude la cabeza.
—Entonces ¿por qué no puedo? —Mira el arma que tiene en la mano,
con la que podría matarme en un instante—. ¿Por qué me vuelvo cobarde
cuando tú estás de por medio? ¿Por qué me importas? ¿Por qué no le puedo
lanzar un cuchillo a la asesina de mi padre?
Tiene la respiración acelerada, entrecortada. Yo, en cambio, he dejado de
respirar.
—Te dije que, cuando estaba contigo, hacía el idiota, y por lo visto es
verdad. —Suelta una carcajada hiriente—. Cuando estoy contigo, soy
idiota.
Me mira, y de pronto su voz se tiñe de una calma engañosa.
—Recuperaré el valor cuando me libre de ti. Así que te daré ventaja.
Me lo quedo mirando. Estoy clavada en el sitio. No me muevo,
demasiado conmocionada, demasiado sobresaltada para hacer nada que no
sea mirarlo.
—Al menos has cumplido tu promesa. Has seguido con vida el tiempo
suficiente para clavarme un cuchillo en la espalda. —Se ríe con amargura al
recordar el ataque tras el primer baile, cuando le curé la herida—. Voy a
hacer lo mismo por ti. —Tiene la voz tensa de la emoción—. Corre,
Paedyn. Porque, cuando te alcance, no fallaré. No titubearé. No cometeré el
error de sentir algo por ti.
Estoy paralizada, congelada bajo la lluvia.
—¡Corre! —me grita con voz desgarrada—. Corre antes de que
encuentre a alguien que no sea un cobarde, que no sea un idiota, y le deje
clavarte el puñal en el corazón aquí mismo, ahora mismo.
Me tambaleo en el terreno desigual antes de darme la vuelta. Y luego
corro, corro como he hecho todo el día, toda mi vida. Miro hacia atrás y veo
a Kai, que ha caído de rodillas junto al rey y me sigue con la mirada.
Me trago las emociones que me suben por la garganta, que amenazan con
desbordarme los ojos que me escuecen.
Y ya no vuelvo a mirar hacia atrás.
¿Cómo he podido estar tan ciego, tan engañado?
Veo cómo se aleja, cada vez más diminuta en la distancia, cómo escapa
de mí. Escapa de un asesino.
Solo que yo no me he comportado como el asesino que debería ser.
No me he comportado como el asesino que me han enseñado a ser.
Dejo que se marche.
«Dejo que se marche».
Miro su puñal. Lo tengo en la mano con la hoja llena de sangre.
La sangre de mi padre.
Miro su cuerpo sin vida, los ojos vidriosos fijos en el lugar desde donde
Paedyn le debió de lanzar el puñal. Extiendo una mano de dedos
temblorosos y se los cierro. No soporto ver sin vida los ojos de Kitt.
No he derramado ni una lágrima.
Me siento embotado.
Me siento aturdido.
Me siento traicionado.
¿Hubo algo sincero en ella? ¿O fue todo mentira, fingido?
Sé que debería estar pensando en el rey muerto junto al que me he
arrodillado, pero no puedo dejar de pensar en ella.
Nunca sentí su poder. Los silenciadores no la afectaban. La Resistencia
no le puso un dedo encima durante el ataque.
Porque es una vulgar.
Es parte de la Resistencia.
Bueno, era. Ya no queda Resistencia de la que ser parte.
¿Cómo no lo he visto antes?
Sacudo la cabeza porque ya sé la respuesta a esa pregunta.
Porque estaba cegado por ella, por todo lo que ella es.
«Ella lo ha matado. Ha matado al rey. Ha matado a mi padre».
Y he permitido que se fuera.
«Pero no por mucho tiempo».
Me pongo de pie y miro al rey muerto antes de volver a fijar los ojos en
la mota distante, ya casi invisible en medio de la lluvia.
El título de ejecutor nunca me había pesado tanto.
Tengo que encontrarla.
Y, cuando la encuentre, encontraré de nuevo el valor.
No dejo de correr hasta que entro tambaleante en el bosque, junto al camino
que lleva a casa. Solo entonces paso a avanzar a trompicones. Las raíces se
me enredan en los tobillos, tropiezo con las rocas. La lluvia no ha cejado en
su intento de ahogarme, me azota todas las heridas abiertas.
Me llevo un dedo al corte que me baja de la mandíbula al cuello, sigo con
delicadeza el camino desgarrado, ensangrentado. Nunca volveré a ser como
antes. Luego me toco el pecho hasta dar con la piel herida sobre el corazón.
Hago una mueca. Ojalá fuera de dolor.
«V».
Sigo las líneas que forman la letra. Una sola letra que me marcará para
siempre, que me recordará todos los días lo que me hizo, lo que soy.
V de vulgar.
Es una marca tan dolorosa como el corazón que apenas late bajo ella.
Sigo avanzando, tambaleante, con la mano contra la V que llevo grabada
en la piel, contra todo lo que significa esa simple letra.
Un atisbo de color me llama la atención entre el follaje del bosque
húmedo. El corazón se me parte al verlo, los pulmones se me encogen, me
tiemblan las piernas. Y solo ayer eso mismo me hizo sonreír cuando me lo
puso en el pelo con dedos fuertes, seguros.
«Es un nomeolvides. Porque siempre te olvidas de quién soy».
Miro las flores azules que se burlan de mí con el recuerdo de contactos
robados, de promesas silenciosas.
Ahora solo quedan gritos de venganza, ojos acerados que me juran que
no habrá piedad, y un puñal de plata en sus manos, un puñal que tanto me
importa y que es el que me clavará en el corazón.
«Me importa un rábano que te olvides de mis títulos mientras recuerdes
quién soy para ti».
Casi me río, pero solo me sale un sollozo. Mi cuerpo elige el dolor, no el
humor.
Claro que recuerdo quién es para mí.
¿Cómo me voy a olvidar del asesino de mi padre?
Sigo adelante, tambaleándome, casi sin ver entre la lluvia y las lágrimas.
Un líquido espeso y caliente me baja de la marca, me recorre el cuerpo,
todo mi ser.
«Miel».
Eso me digo a mí misma.
«No es más que miel».
Han pasado tres días desde que vi a mi padre muerto, tendido en el barro.
Tres días desde que dormí por última vez.
Tres días desde la última vez que cerré los ojos sin ver su cuerpo
ensangrentado.
Tres días desde el ataque de la Resistencia en la última Prueba.
Tres días desde que la chica en la que confiaba, la chica que quería, se
convirtió en una asesina, en una traidora.
Tres días desde que yo me convertí en rey.
La corona me pesa en la cabeza, igual que los párpados, igual que el
reino que cargo sobre los hombros. Parpadeo para despejarme y me
recuerdo lo que veré si me rindo a la fatiga.
«El único progenitor que me quedaba, muerto. El padre al que siempre he
tratado de complacer, al que toda mi vida he querido hacer sentir orgulloso.
Mis rodillas en el barro mientras lloro sobre su pecho ensangrentado, sobre
su cuello herido…».
Acallo los gritos de los pensamientos que me retumban en el cráneo, que
llevan así horas y más horas. Vuelvo a mirar el sillón favorito de mi padre,
de cuero marrón desgastado por los años de uso. Lo miro a menudo.
También lo miraba cuando estaba vivo y se sentaba en él para firmar
tratados y diseñar estrategias.
Miraba todo lo que hacía.
«Antes de su brutal asesinato».
—Kitt.
«Kai».
Mi ejecutor.
Entra en el estudio tras llamar con los nudillos a la puerta abierta, casi
con timidez. Me falta poco para reírme al ver a Kai tan cauteloso a mi
alrededor. Le cuesta un verdadero esfuerzo, pero yo no se lo he pedido.
No soy como Kai. No soy frío y controlado, no llevo siempre una
máscara bien construida para presentarme ante casi todo el mundo. Muestro
mis emociones, soy abierto. Soy Kitt, el hermano amable y encantador. El
que se iba a convertir en el rey más bondadoso que ha tenido Ilya.
Ya no.
Siento que soy cualquier cosa menos bondadoso. Me siento de todo
menos bondadoso.
Siento rabia y dolor. Siento impotencia, vacío. Desesperación y…
—¿Querías verme?
Mi hermano me habla con voz amable, preocupada.
Tiene motivos. El bondadoso Kitt no se porta como un demente. El
bondadoso Kitt es amable, no un asesino.
El bondadoso Kitt ya no existe.
El dolor es letal.
—Sí. Siéntate.
Le señalo su silla habitual con gesto indiferente. Él también mira el sillón
de nuestro padre antes de sentarse y cruzarse de piernas.
Se inclina hacia delante y me mira a los ojos en busca de unas respuestas
que no encontrará.
—¿Cómo lo llevas, Kitt?
La preocupación que le rebosa la voz hace que algo se me rompa en el
corazón, en este corazón que se ha vuelto tan frío en las últimas setenta y
dos horas. Por un momento, mi mirada vuelve a ser más de Kitt, menos del
rey. Sigue siendo mi hermano, la única persona de mi sangre que me queda.
Tal vez la única persona que me queda.
—Lo… Lo llevo.
«¿Qué estoy diciendo? ¿Qué mierda de respuesta es esa?».
Carraspeo para aclararme la garganta.
—¿Cómo…, cómo lo lleva mamá?
«No es mi madre. Mi madre está muerta, igual que mi padre».
—Lo… Lo lleva. —Kai me dedica un atisbo de sonrisa—. No quiere
salir de su habitación. Es como si el dolor de haberlo perdido la estuviera…
Se queda sin palabras y vuelve a mirar el sillón gastado de nuestro padre
para distraerse de lo que no ha llegado a decir.
—Lo entiendo.
Y es verdad, lo entiendo. Entiendo lo que siente. Sé lo que es estar
ahogado de dolor, consumido de dolor.
Vuelvo a mirar a Kai. Examino sus hombros rígidos, sus nudillos
magullados y ensangrentados.
«No sé con quién o con qué lo ha pagado, pero me da pena».
Estoy a punto de chasquear la lengua. Quiero regañar a mi hermano
pequeño por ponerse esa máscara fría cuando está conmigo. Nunca hace
eso, nunca me oculta sus sentimientos como está haciendo ahora.
No sé bien qué sentía Kai por nuestro padre, pero sé que nunca lo quiso
como lo quiero yo…, como lo quería yo. Puede que fuera una mezcla de
amor y desprecio hacia el hombre que lo convirtió en lo que es. El hombre
que para él era el rey, no un padre.
Pero, para mí, mi padre era mis cimientos. Era quien yo quería ser, era la
persona cuyo amor anhelaba. Ahora ha muerto, y sigo deseando actuar de
manera que se sienta orgulloso de mí. Toda mi vida he aguardado para
seguir sus pasos, y de pronto aquí estoy, ocupando su lugar. Y haré lo que
haya que hacer para enorgullecerlo hasta en la muerte.
Miro a mi hermano y sé que él también sufre. Pese a la relación tensa que
tenían, Kai ha perdido al que era su padre, aunque solo fuera de nombre.
Veo el dolor en los dientes apretados, el ceño fruncido, el temblor de la
rodilla.
Pero sé que llora la pérdida de más de una persona.
«Igual que yo».
—Kai. —Se concentra en mí al momento—. La coronación ya se ha
llevado a cabo, hemos enterrado a nuestro padre. —Hago una pausa. Tengo
que limpiarme la garganta de todo rastro de emoción—. Ahora eres mi
ejecutor. —Asiente despacio. Ya sabe todo lo que le he dicho—. Ha llegado
la hora de tu primera misión.
Asiente de nuevo, si bien es una formalidad. Los dos sabemos que no
podría negarse aunque quisiera. Ha jurado servirme, pese a lo extraña que
se ha vuelto nuestra relación. Siempre supe que algún día reinaría sobre mi
hermano. Solo que no pensaba que sería tan pronto, de manera tan
repentina.
Trato de revestir mi rostro de neutralidad.
—Búscala.
La máscara de Kai se derrumba, y su rostro refleja algo tan fugaz que no
puedo interpretarlo. Pero no estoy ciego. He visto cómo le afectaba. He
visto cómo bajaba la guardia cuando estaba junto a ella. Era algo que antes
solo hacía conmigo. Parece que se las arregló para sacar lo mejor de
nosotros antes de apuñalarnos por la espalda al apuñalar a nuestro padre en
el pecho y en la garganta.
«El único progenitor que me quedaba, muerto. El padre al que siempre he
tratado de complacer, al que toda mi vida he querido hacer sentir orgulloso.
Tendido sin vida junto a mí. Mis rodillas que se hunden en el barro mientras
lloro…».
—Quiero que la busques —digo por encima del dolor que me ruge en la
cabeza—, y quiero que la traigas ante mí.
Kai no me mira, pero asiente.
—Sí, majestad.
El título me suena extraño viniendo de sus labios, pero me doy cuenta de
que me gusta cómo suena. Me levanto de mi asiento y voy hacia el de
cuero, el que todavía parece ocupado por el recuerdo de un rey muerto.
Y, muy despacio, me siento.
—Ejecutor, trae ante mí a Paedyn Gray.
Antes de empezar a aplaudir a todas las personas que han contribuido a que
Powerless sea una realidad, primero quiero dejar claro que jamás me
imaginé que iba a llegar hasta aquí. El viaje para terminar este manuscrito
ha sido largo, una verdadera aventura que no creía que fuera a concluir. Y
por eso mismo, aunque he escrito muchos miles de palabras, si de una estoy
orgullosa es de esta que he tecleado aquí arriba, «Agradecimientos».
Dicho lo cual, empiezo ahora a aplaudir, agradecida.
Lo más importante y lo más evidente: quiero dar las gracias en primer
lugar a mis padres y a su paciencia infinita. Mamá, papá, me habéis
apoyado en cada paso por este camino de locos, y jamás habría cumplido
este sueño sin vosotros. Gracias por creer en mí. Os quiero mucho.
Por seguir con la familia, hay otras tres personas que merecen mi
gratitud. Nikki, muchas gracias por aguantarme farfullar sobre agujeros en
el argumento, pero sobre todo por ayudarme a resolverlos. Te la debo. Josh,
no se puede pedir mejor falso agente que tú. Gracias por tu disposición e
inteligencia durante todo el proceso, Foo. Jessie, el cariño y apoyo que me
has dado significan mucho más de lo que te imaginas para mí. Tu
entusiasmo por mí y por mi sueño es contagioso.
Me quedo sin palabras, cosa poco frecuente, cuando quiero expresar lo
mucho que valoro a mi asombrosa editora, Michelle Rosquillo. Gracias, mil
gracias por toda la dedicación y trabajo que has puesto en Powerless,
Michelle. Tu guía y tus conocimientos han ayudado a que este manuscrito
sea hoy lo que es, y nadie como tú podría haber editado un libro tan largo.
Gracias por haber hecho el proceso divertido y emocionante, y gracias por
esas llamadas de cuatro horas a las que te he sometido. Eres la mejor y ya
está.
La maravillosa portada se debe a Stefanie Saw, de Seventhstar Art. Tú sí
que haces magia, y tu obra nunca dejará de cautivarme. En cuanto al
delicioso mapa del principio, tenemos que dar las gracias a JoJo Elliot. Me
encanta ver cómo has dado vida a mi mundo.
Si tuviera que escribir sobre todas y cada una de las personas que me han
ayudado a llegar hasta este punto, ya sea con su colaboración o con su
apoyo, tendría que escribir un libro nuevo. Por eso, quiero volcar una
tonelada de gratitud sobre mis increíbles amigos. Vuestro apoyo,
entusiasmo y atención cuando hablaba sin parar sobre lo que estaba
escribiendo son más de lo que se puede soñar. Gracias por aguantarme. No
todo el mundo es capaz.
Y es el momento de dar las gracias a unos cuantos miles de personas que
han tenido una importancia fundamental a la hora de escribir Powerless,
pero también en mi vida. A mi caótica familia en TikTok: sois el motivo de
que esté escribiendo esta página. Powerless no existiría sin el apoyo y el
cariño que me habéis mostrado desde que colgué mi primer vídeo en
BookTok. Sois mis amenazas favoritas, y jamás podré agradeceros
suficiente a todos y a cada uno que me hayáis dado esta oportunidad.
Vosotros, todos, sois protagonistas de este libro. Nunca lo olvidaré.
Y tengo que dar las gracias ahora a Aquel que me dio el don del amor a
las palabras y el deseo de escribir. Sin duda no estaría donde estoy sin mi
Señor y Salvador. Doy las gracias a Dios por la oportunidad que me ha
dado.
Vale, ya se acaban las cursiladas. Solo me queda darte las gracias a ti,
querido lector. No me imagino un mundo en el que la gente quiere leer mis
ocurrencias, así que gracias por pasar horas en el mundo que he creado, con
los personajes a los que estoy unida de una manera casi enfermiza. Tú eres
mi inspiración, y espero tener el privilegio de seguir escribiendo para ti.
Vamos a hacer como que te doy un abrazo.
XO,
Lauren
Ella es lo que él ha pasado toda su vida cazando.
Él es todo lo que ella ha pasado la vida fingiendo
ser.

Solo lo extraordinario pertenece al reino de Ilya: los excepcionales, los


poderosos, los élites.

Aquellos que nacieron vulgares son solo eso: vulgares. Y cuando el rey
decreta que todos los vulgares serán eliminados para preservar su sociedad
de élite, carecer de poder se vuelve un crimen, convirtiendo a Paedyn Gray
en una criminal por destino y en una ladrona por necesidad. Se hace pasar
por psíquica en la ciudad real, pasando desapercibida para seguir viva y
fuera de peligro.

Cuando Paedyn inesperadamente salva a uno de los príncipes de Ilya, se ve


arrojada a las Pruebas de la Purga. La brutal competición existe para exhibir
los poderes de los élites, algo de lo que Paedyn carece. Si la Purga y sus
rivales no la matan, lo hará el príncipe cuando descubra lo que ella es en
realidad...
Aunque Lauren Roberts ha vivido toda su vida en Michigan, su mente ha
viajado a un sinfín de mundos extraordinarios. Además de escribir sobre
ellos y sobre los romances nada vulgares que viven sus habitantes, también
consigue colarse un rato en estos reinos mágicos con el poder de la lectura.
Powerless, el primer libro de la trilogía marca su debut como escritora, el
cual ha causado gran furor en redes sociales como TikTok. Además de vivir
en mundos de fantasía, también se recrea en actividades más mundanas
como tejer, buscar palabras en sopas de letras o colorear.
Título original: Powerless

Primera edición: febrero de 2024

© 2024, Lauren Roberts


© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2023, Cristina Macía, por la traducción
© 2023, Lauren Roberts, por el mapa
Diseño del mapa: Jojo Elliott

Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Adaptación a partir del
diseño original de Seventhstar Art para Simon&Schuster

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.


El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y
el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por
comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al
no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin
permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe
publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de
Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún
fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-19688-93-4

Compuesto en: punktokomo.com

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Índice

Powerless

1. Paedyn
2. Kai
3. Paedyn
4. Paedyn
5. Kai
6. Kai
7. Paedyn
8. Paedyn
9. Kai
10. Paedyn
11. Paedyn
12. Kai
13. Paedyn
14. Paedyn
15. Paedyn
16. Kai
17. Kai
18. Paedyn
19. Paedyn
20. Kai
21. Paedyn
22. Paedyn
23. Kai
24. Paedyn
25. Paedyn
26. Kai
27. Paedyn
28. Kai
29. Paedyn
30. Paedyn
31. Kai
32. Kai
33. Paedyn
34. Paedyn
35. Kai
36. Paedyn
37. Paedyn
38. Kai
39. Paedyn
40. Kai
41. Paedyn
42. Kai
43. Paedyn
44. Kai
45. Paedyn
46. Paedyn
47. Paedyn
48. Kai
49. Paedyn
50. Kai
51. Paedyn
52Paedyn
53. Kai
54. Kai
55. Paedyn
56. Kai
57. Paedyn
58. Kai
59. Paedyn
60. Kai
61. Paedyn
62. Kai
63. Paedyn
64. Kai
65. Paedyn
66. Paedyn
67. Kai
68. Paedyn
Epílogo. Kitt
Agradecimientos

Sobre este libro


Sobre Lauren Roberts
Créditos

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