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Powerless - Lauren Roberts
Powerless - Lauren Roberts
El amanecer llega antes de lo que me gustaría, y casi sin darme cuenta estoy
camino de los establos.
El edificio, grande, blanco, proyecta una sombra aún más grande a la luz
de la mañana. Hay casillas a ambos lados, y los caballos que mastican heno
me miran con curiosidad.
Lanzo una mirada a los dos imperiales que tengo a la izquierda. Llevan
tres caballos ensillados para el viaje que nos aguarda. Aprieto los dientes.
El rey ha quitado dos guardias de la vigilancia de Saqueo, aunque estoy más
que capacitado para hacer esto yo solo. Pero, por lo visto, de pronto le
preocupa mi bienestar. Solo ha necesitado diecinueve años y el hecho de
que ahora le resulte valioso.
Sacudo la cabeza para librarme de esos pensamientos y monto en el
caballo que tengo más cerca. Me trago el orgullo lo justo para reconocer
que no es mala idea ir con un par de imperiales si hay que llevar a cabo una
eliminación.
El trayecto hasta Saqueo es largo y lo hacemos en silencio. Las calles
desembocan en los barrios bajos cuando nos adentramos en la ciudad, y me
llega el olor del mercado callejero incluso antes de llegar.
Huele a pescado, a humo y a otros misterios que nos dan la bienvenida al
entrar en Saqueo. Los cascos de los caballos contra el empedrado levantan
ecos en las paredes de las tiendas destartaladas que flanquean la calle. Unos
cuantos madrugadores se apartan del camino, nos señalan y hablan en
susurros.
Doblamos a la izquierda por una calle secundaria y nos dirigimos hacia
una chabola pequeña de madera. Me bajo de un salto del caballo y le pongo
las riendas en la mano a un imperial para que lo ate.
«Ya que están aquí, que hagan algo útil».
Voy hacia la puerta, saco la mano del bolsillo y llamo con los nudillos.
Dentro se oye un golpe y luego el sonido de unos pasos antes de que la
puerta se abra con un chirrido de las bisagras oxidadas.
Un hombre alto, corpulento, de barba espesa y pelo más espeso aún,
contempla la escena. Me sorprende que quepa por la puerta. Abre mucho
los ojos azules bajo las cejas pobladas.
—¿Príncipe Kai…? —Parece atónito y nervioso a la vez—. Vaya, hola,
eh… ¡Qué honor!
La falsa alegría de su voz se transmite por toda la calle y despertará a los
vecinos.
Me tiende una mano firme, callosa, como la mía.
—Nathan, ¿verdad? —Asiente, así que sigo—. Tengo que hacerte unas
preguntas sobre una persona vulgar que han visto aquí, en Saqueo. Espero
que no te importe. —Lo miro con atención, en busca de cualquier indicio
que me diga que sabe de lo que hablo. Nada. Permanece inexpresivo—.
¿Podemos entrar?
No es una pregunta, y lo sabe. Ya he puesto un pie en el umbral antes de
que se aparte.
La casa es más pequeña que mi dormitorio en el palacio. A un lado de la
estancia hay camas pequeñas, juntas, en una línea irregular contra la pared.
En la otra mitad está la cocina, con un fregadero viejo, una encimera de
madera astillada y una mesa grande junto a la que están sentados dos niños
con los ojos muy abiertos y una mujer. La alfombra que une ambos lados de
la habitación es la única decoración, la única nota de color en la casa.
Nathan carraspea y se aclara la garganta.
—Esta es Layla, mi mujer.
Layla me sonríe con calidez. Tiene los dientes muy blancos, en contraste
con la piel oscura. Mira a los imperiales que esperan detrás de mí,
incómodos.
—Y estos son Marcus y Cal, nuestros hijos.
Nathan señala a cada uno de los niños al mencionar su nombre. Marcus
tiene la mirada clavada en la mesa y no se atreve a levantar la vista,
mientras que Cal, su hermano pequeño, es tan curioso que no puede evitar
mirarme.
Activo mi poder para asegurarme de que ninguno de ellos es un vulgar
que se esconde a plena vista. Mi habilidad de portador me resulta muy útil
como ejecutor. Hace que mi trabajo sea más sencillo y mucho más eficiente.
Nathan es un fornido, cosa que no me extraña, visto su físico gigantesco.
Noto el poder de curandera de Layla que me burbujea en la sangre como si
fuera champán, mientras que Marcus y Cal tienen poderes de nivel
mundano: Marcus es un farol capaz de detectar mentiras, y Cal es un agudo
con los sentidos potenciados.
—Ya sabéis por qué estoy aquí —digo con tono frío—. ¿Habéis visto u
oído algo acerca de un vulgar que se esconde por esta zona?
—No, señor. —La que responde es Layla, y tiene la voz firme.
Examino la casa con la mirada, y me detengo en el fregadero. Los
cuencos, aún sucios de gachas, aguardan a que los frieguen.
Cinco.
Cinco cuencos, cuando solo hay cuatro bocas que alimentar.
«Qué interesante».
No cuestiono nada, sino que paseo sin rumbo por la pequeña vivienda y
me detengo de vez en cuando para examinar algo con más atención. Noto
clavados en mí los ojos de los dos imperiales y los de la familia mientras
paseo con las manos en los bolsillos.
No hay nada fuera de lo corriente.
Estoy a punto de declarar que esto es un callejón sin salida y una pérdida
de tiempo cuando piso sobre la alfombra, descolorida por los años y las
pisadas. Se oye un crujido. Me detengo y muevo los pies, y sí, la madera
vuelve a gemir bajo la alfombra.
«Qué interesante».
Nathan sigue inexpresivo, pero se ha puesto pálido como un fantasma.
—Levantad la alfombra —digo a los guardias con tono seco sin dejar de
mirar a la familia.
Y entonces detecto una emoción que conozco muy bien. Una emoción
que encuentro allá a donde voy.
Miedo.
Cuando apartan la alfombra, veo el dibujo de una trampilla que se funde,
casi invisible, con el resto de los tablones de madera sucia.
«El golpe. Esto es lo que oí desde fuera».
A Layla se le escapa un sollozo cuando me arrodillo y abro la trampilla
para dejar al descubierto un espacio reducido, oscuro. Ahí, en un rincón,
con los brazos en torno a las rodillas, hay una niña pequeña. Alza la vista
hacia mí y el fuego de sus ojos rivaliza con el rojo vivo de su pelo.
«Por la plaga, qué joven es».
No tendrá más de ocho años, pero no opone resistencia cuando la saco
del agujero húmedo. La deposito en el suelo y me mira desafiante, sin rastro
de miedo en la carita salpicada de pecas.
La estancia se llena de sollozos ahogados.
—¡No, no, no! —Los gritos temblorosos de Layla resuenan entre las
paredes—. ¡No te la lleves! ¡No! ¡Por favor! ¡Es mi hija!
Los imperiales se interponen entre la familia y yo, pero los aparto a un
lado, molesto. Los dos niños están llorando, abrazados a las piernas de su
madre. Nathan, aturdido, tiene lagrimones en la cara que le corren por las
mejillas y le llegan a la barba poblada.
—Calmaos y decidme de dónde demonios ha salido y cuánto hace que la
escondéis.
Hablo en voz baja, firme, que corta en seco el caos. La niña que tengo
delante, con las pecas y el pelo rojo como una llamarada, no se parece en
nada a esta familia, por no mencionar que Nathan y Layla son élites, así que
no podrían engendrar a una vulgar.
—Lleva… Lleva tres años con nosotros. —Layla tiene la voz temblorosa,
sacudida por los sollozos—. La en-encontramos en la calle, y la trajimos.
Queríamos una hija… No puedo tener más bebés… —Se seca la cara con la
mano—. Soy una de las pocas curanderas de estos barrios, y parecía sana y
fuerte. Y cuando encontramos a Abigail por fin tuvimos a la niña que
queríamos…
«Abigail».
Habría preferido no saberlo. Habría preferido no añadir otro nombre a la
lista interminable de los desdichados que se han cruzado en mi camino, a
los desdichados que se han cruzado en el camino del rey.
Dejo escapar un suspiro.
«Allá voy».
—La ley es la ley. —Los sollozos vuelven a resonar en la estancia y me
obligan a levantar la voz—. Por decreto del rey, los vulgares tienen pena de
muerte. En cuanto a aquellos que dan refugio a un vulgar, serán expulsados
a las Brasas…
Voy por la mitad de las frases que tengo bien aprendidas tras repetirlas
docenas de veces cuando un cuerpo choca contra el mío. La mirada
inexpresiva de hace unos segundos ha dado lugar a un odio que le retuerce
los rasgos de rabia. Nathan se lanza conmigo contra la pared y me deja sin
aire al tiempo que me golpea la cabeza contra la madera dura.
«Esto mañana me va a doler como la plaga».
Oigo a lo lejos el grito de Layla junto con los pasos de los imperiales que
van a intervenir.
—¡No! —les grito, y esquivo un puñetazo que me iba directo a la nariz.
Los guardias se detienen, confusos—. Yo me encargo de esto.
Me lanza otro puñetazo que me habría roto la mandíbula. Esquivo justo a
tiempo de ver cómo el puño hace saltar astillas y atraviesa la pared en el
punto donde hasta hace un momento estaba mi cara.
Mis instintos de pelea entran en acción y ni siquiera me molesto en
adoptar el poder de Nathan. Mientras aún tiene el puño atrapado en la
pared, me escurro por debajo de su brazo, lo agarro por la muñeca y se la
retuerzo hasta ponérsela contra la espalda, bajo la paletilla. Suelta un
gruñido de dolor y me pega una patada en la rodilla. El dolor me sube por la
pierna. Se libra de mi presa y alza el puño con una fuerza sobrenatural.
Hago caso omiso del dolor en la rodilla, me acuclillo y describo un arco
con la pierna para acertarle en los dos tobillos y hacerlo caer de espaldas.
Luego me lanzo sobre él, le sujeto los brazos bajo las rodillas y permito que
su poder fornido salga a la superficie. Sé que, si no utilizo su habilidad
contra él, no podré evitar que se levante. Forcejea y me enseña los dientes.
—Calla y escucha —le digo con la respiración entrecortada—. Podemos
hacerlo fácil o podemos hacerlo difícil. Yo prefiero hacerlo fácil.
—¡Es mi hija! —ruge con los ojos llenos de angustia al tiempo que trata
de librarse de mí.
—Es obvio que mis sentimientos te importan muy poco, puesto que
quieres hacerlo difícil. —Suspiro, echo el puño hacia atrás y lo golpeo en la
mandíbula. La cabeza le gira hacia un lado y se queda aturdido el tiempo
suficiente para permitirme hablar—. Si no cooperas, ni tu esposa tendrá
poder para curarte cuando acabe contigo. Así que te sugiero que me des las
gracias por no matarte delante de tu familia y hagas lo que te digo.
Sigo reteniendo a Nathan, pero ya no hay desafío en sus ojos. Me pongo
a horcajadas sobre el hombre derrotado.
—Levántate antes de que cambie de opinión —digo antes de ponerme de
pie. No se mueve—. Tengo tan poca paciencia como compasión, así que no
abuses de tu suerte.
Se incorpora como puede y se levanta para ponerse delante de su familia.
Para protegerlos del monstruo. No dejo de mirarlos, veo las lágrimas que
derraman, los sollozos que los sacuden, mientras grito órdenes a los
imperiales.
Se apresuran a obedecerme y atan a los prisioneros.
—Id por las callejuelas secundarias —añado con indiferencia—. Hoy
estoy de buen humor. Compasivo y todo. —Escupo las palabras—. Así que
prefiero no tener público.
Los imperiales asienten y sonríen ante mi concepto de la compasión. En
minutos, Nathan, Layla y los dos niños están atados tras los caballos. Giran
la cabeza hacia atrás y el odio les arde en los ojos cuando ven a Abigail,
atada y en mi poder.
Ya saben lo que va a pasar. Tengo toda una reputación. Las historias
sobre el monstruo asesino corren por las calles.
Ahora viene cuando mato a la vulgar mientras los imperiales llevan a los
criminales a las Brasas, donde lo más probable es que mueran también. De
día el calor es abrasador, y las noches son gélidas, así que no es fácil cruzar
el desierto para llegar a las ciudades de Dor y Tando. Por no mencionar que
he condenado a esta familia a intentarlo sin provisiones. Sin comida, sin
agua, sin esperanza.
Es una muerte mucho más dolorosa que la que va a sufrir su hija vulgar.
—¡Por favor! ¡Por favor, te lo suplico, no la mates! —me grita Layla
entre sollozos mientras tiran de ella tras los caballos—. No es más que una
niña…
Un imperial ya montado se vuelve y la abofetea para hacerla callar.
—Cállate, mendiga.
Aparto la mirada y me llevo a la niña calle abajo. Sus intentos por
soltarse de mí serían cómicos si las circunstancias permitieran el menor
atisbo de humor.
Está muy callada para ser una niña a la que llevan a la muerte. La
mayoría de los vulgares a estas alturas no paran de gritar, suplicar, tratar de
convencerme. Pero ella forcejea en silencio, con una mirada que me taladra.
Yo solo miro los callejones desiertos, pero me pregunto hasta qué punto
tienen que estar acostumbrados a ocultar lo que son si consiguen disimular
sus emociones ante la perspectiva de la muerte.
Me meto con ella en las sombras de un callejón a donde aún no han
llegado los rayos del sol que ya pintan el reino de dorado. La vulgar…
Abigail se retuerce, trata de librarse de mi mano por enésima vez. La miro,
no puedo evitar que me haga gracia.
—Eres una mocosa testaruda, ¿eh?
Resopla y se sacude, y agita el pelo llameante antes de lanzarme una
buena patada a la espinilla. Me habría impresionado su energía si no fuera
por la creciente frustración que siento. Me acuclillo delante de ella para que
sus ojos verdes furiosos tengan que centrarse en los míos. Vuelve a levantar
la pierna para darme otra patada.
—Yo que tú no lo haría —le digo con voz tranquila.
Parpadea y, justo cuando pienso que ha entendido la advertencia, me da
un pisotón y trata de soltarse sin éxito. Luego empieza a gritar y a forcejear
para librarse de mí.
—Bueno, bueno, esto se tiene que acabar. —Me saco el puñal de la bota
—. No me lo vas a poner fácil.
Al ver el puñal, se queda paralizada y traga saliva.
—Clávamelo en el corazón —dice sin apartar la vista de la hoja, con una
voz tan delicada que solo puede ser de un niño—. Mamá me ha dicho que
así es más rápido.
—Vaya, qué cosas. Hay otras maneras rápidas, ¿sabes?
«Y yo las conozco todas».
Veo cómo se encoge cuando le acerco el puñal, veo cómo abre mucho los
ojos cuando por fin se permite sentir el terror que tanto ha tratado de
ocultar. Respira hondo con un sonido que parece de aceptación y cierra los
ojos para no ver al monstruo que tiene delante.
El puñal corta con facilidad.
La niña…
«Abigail».
… respira, temblorosa.
Tras un largo momento, abre un ojo verde lleno de lágrimas. Parpadea
cuando las cuerdas se le desatan de las muñecas enrojecidas y caen a sus
pies. Se contempla el pecho ileso, y, a continuación, me mira la cara y el
puñal que tengo en la mano.
—¿No me lo vas a clavar en el corazón?
Contengo una sonrisa.
—Escucha con atención, Abigail. Te he cortado las cuerdas, y a cambio
quiero que me hagas un favor. Quiero que estés muy callada y dejes de
forcejear. —La observo con fijeza—. ¿Entendido?
No espero la respuesta, sino que me pongo de nuevo en marcha con ella
por las calles y callejuelas. Me ha debido de entender, porque camina rígida,
en silencio, sin intentar soltarse de mi mano.
Cuando divisamos las Brasas vemos a los dos imperiales, de pie en el
límite. No prestan ninguna atención a la familia a la que tienen que vigilar
mientras se adentran en el desierto, y que no son ya más que figuras lejanas
en la arena. Los vigilo desde un callejón, los veo charlar. No pasa mucho
rato antes de que se encojan de hombros y se den media vuelta para alejarse
calle abajo.
«Típico».
He contado con la predecible pereza de los guardias y su incapacidad
para terminar lo que se les encomienda. Y no quería que pasearan a la
familia expulsada por las calles, como suelen hacer, porque entonces habría
tenido una multitud de testigos de mi traición.
Cuando los guardias están lejos, salimos a la calle y nos dirigimos a la
arena. La familia ya nos lleva mucha ventaja y yo también siento cierta
pereza, así que me apodero de la habilidad de rayo de un guardia. Pronto
estará fuera de mi alcance, por lo que cojo en brazos a la niña y me lanzo
hacia el desierto.
Casi hemos llegado hasta la familia cuando la distancia me arrebata la
habilidad de rayo. Nathan se sobresalta al oírnos tras él y se da la vuelta, y
abre mucho los ojos al ver a Abigail en mis brazos.
Layla corre hacia nosotros y en un instante me ha cogido a la niña, y la
familia entera las rodea. Sollozan, y me aparto. La arena ardiente se me está
metiendo en los zapatos.
Luego se vuelven hacia mí con ojos más llameantes que el sol que nos
abrasa. Nathan es el que hace la pregunta en voz grave, sembrada de odio.
—¿Por qué?
Saco el puñal y le corto las cuerdas de las muñecas con un movimiento
rápido. Lo miro a los ojos.
—Yo no mato a niños.
«Hipócrita».
Es exactamente lo que estoy haciendo. De hecho, solo he prolongado lo
inevitable. Pero al menos estarán juntos al final, en una parodia de
compasión que solo otorgo a los más pequeños.
Voy de un prisionero atónito al siguiente y les corto las cuerdas de las
manos para soltarlos. Los miro a los ojos, que tienen llenos de lágrimas,
antes de volverme hacia la niña. La vulgar.
«Abigail».
Me dirijo hacia ella y me dejo caer sobre una rodilla, que se me hunde en
la arena ardiente, para que quedemos cara a cara. No dice nada, pero sus
ojos hablan muy claro. No es más que una niña, y aun así en su mirada hay
una determinación devastadora.
«Tal vez no hagan falta poderes para tener poder».
Me meto la mano en el bolsillo y me saco una navajita. El mango blanco
tiene grabadas volutas doradas, pero la pequeña hoja es muy afilada. Se la
tiendo.
—Toda niña se merece algo tan bonito y mortífero como ella —le digo, y
le hago un ademán para que la coja. Me mira con desconfianza antes de
extender la manita y tomarla de la palma de mi mano—. Utilízala bien.
Me paso los dedos por el pelo y me pongo de pie con un suspiro.
—De acuerdo con nuestras leyes, y por decreto del rey Edric, os expulso
del reino de Ilya por vuestra traición.
Y, sin más, veo como Nathan rodea a su esposa con un brazo, y ella
tiende el brazo a su vez hacia los niños, que se refugian contra ella.
Se dan la vuelta.
Me quedo mirando cómo se alejan hacia la muerte.
Tengo la rodilla hinchada y protesta a gritos, pero me obligo a caminar sin
que se note. Cuando llego a Saqueo otra vez, la luz de la tarde envuelve la
calle en un brillo cálido. Me gusta este lugar. Los barrios bajos de Ilya no
tienen nada de regios, pero me resultan mucho más refrescantes que el
rígido palacio.
Miro en todas direcciones mientras camino entre la multitud de personas
que regatean, compran, sueltan tacos… Me tomo un momento para
absorber los colores y los olores de Saqueo, que no tienen nada de
agradable. Aquí abajo todo es sordo, carente de color. Los estandartes, la
comida, la gente. A mediodía, la calle huele a cuerpos sudorosos y comida
poco recomendable.
Pero, pese a todo, Saqueo rebosa vida.
El gentío me empuja y tira de mí en diferentes direcciones, como una
corriente humana, y tengo que esforzarme para escapar de la muchedumbre.
Por fin, consigo salir a una calle más pequeña y menos transitada, donde
unos cuantos sin techo están sentados con la espalda contra la pared. Unos
mendigan mientras otros se entretienen con sus poderes. En los barrios
bajos casi todos son mundanos, aunque hay algún que otro élite defensivo.
Me llama la atención el brillo purpúreo de los campos de fuerza que
envuelven a unos cuantos, y veo también a un resplandor que manipula la
luz que lo rodea para formar un punto móvil con el que se entretiene y que
entretiene también a un gato callejero.
Camino sin rumbo, sin prestar atención.
Y por lo visto lo mismo hace la persona que choca de bruces contra mí.
Por instinto, extiendo los brazos para evitar que caiga, y la agarro por la
cintura. Es una chica. El cuerpo que sostengo es de mujer, sin duda, aunque
la melena de pelo plateado que me roza los brazos ya habría bastado como
prueba.
Es menuda, pero fuerte, y más ágil que la mayoría de las chicas flacuchas
que se ven en los barrios bajos. Noto la curva de su cintura entre las manos,
aunque es obvio que la malnutrición le ha arrebatado la masa muscular que
tuvo alguna vez.
Tiene la mano contra mi pecho, con un grueso anillo en el pulgar. Tras
unos segundos en los que trata de recuperar el equilibrio, respira hondo y
me mira a los ojos.
Es como ahogarse en el océano.
Sus ojos son del color de lo más profundo del mar Bajío, un cielo
despejado que se empieza a tornar en noche, un delicado tono de
nomeolvides. Y son como la llama más abrasadora, de un azul lleno de
fuego. Los pómulos altos destacan unas cejas fuertes, oscuras, que ha
arqueado al mirarme.
Los ojos de océano se abren mucho y veo el tenue rubor que le sube por
las mejillas cuando se da cuenta de lo cerca que está de mí. Me suelta la
camisa y yo, que soy un caballero, le quito las manos de la cintura. Estoy a
punto de sonreír.
—¿Siempre te echas en brazos de los desconocidos guapos o eres nueva
en esto? —digo, y una sonrisa tan burlona como la mía se le dibuja en los
labios, aunque tiene una herida en el inferior.
«Qué interesante».
—No —dice, y cada palabra lleva una carga de sarcasmo—, solo de los
arrogantes.
Está segura de sí misma, con esa confianza que indica que hubo un
tiempo en que no lo estuvo. El interés que me despierta es casi molesto.
«Es obvio que no sabe quién soy. Perfecto».
Me echo a reír y me paso la mano por el pelo. Me mira con atención, con
intensidad. Parece tan interesada en mí como yo lo estoy en ella.
Me ahogo en sus ojos azules. Cada vez que nuestras miradas se
encuentran es como si el hielo se juntara con el fuego más ardiente, como
una niebla gris que se alzara de lo más profundo del océano azul. Aparto la
vista un momento.
—Vaya, pues parece que te he causado una fuerte primera impresión.
—Sí. Aunque todavía no sé si ha sido buena o mala.
Esboza una sonrisa de esas que hacen que un hombre se vuelva con tal de
verla otra vez, con la esperanza de que fuera dirigida a él. Ese gesto breve y
preciso me indica que no soy el primero con el que la ha practicado.
Me meto las manos en los bolsillos y me apoyo contra la pared sucia con
gesto indiferente.
—Pero te he cogido a tiempo, ¿no?
Se echa a reír, con una risa cálida pero brusca. Juguetona pero dolorida,
como si la felicidad no fuera algo habitual para ella. Echa un poco la cabeza
hacia atrás y las ondas plateadas casi le llegan a la cintura cuando me mira
con los ojos entornados por la risa.
Me inclino hacia ella para reducir la distancia que nos separa.
—Es un detalle que deberías tener en cuenta antes de decidirte, querida.
De repente, me muero de curiosidad por saber qué poder tiene. Así que
busco su habilidad con la mía.
«Nada. No siento nada».
Estudio su rostro mientras intento percibir su poder una vez, y otra.
Llegado a este punto, lo habitual sería que me la echara al hombro y me la
llevara a las mazmorras para un examen en profundidad, o que la matara
allí mismo por la mera sospecha de que se tratara de una vulgar.
Pero no hago nada.
«Estás cansado, herido. Puede ser un error».
Antes de que pueda tomar una decisión sobre su destino da un paso atrás,
hacia la calle donde hay más gente.
—Lo tendré en cuenta, querido. —Me sonríe sin dejar de mirarme
mientras retrocede—. Y gracias por salvarme de ir de bruces contra el
suelo. Cargo con la maldición de la torpeza extrema.
—La torpeza te ha servido para conocerme, así que no parece una
maldición.
Pone los ojos en blanco, lo que me provoca otra sonrisa, y se da media
vuelta para volver a Saqueo. Por fin me permito recorrerla con los ojos,
examinar los pantalones negros ajustados y el chaleco verde oliva sobre el
que cae en cascada la melena plateada. Su manera de caminar no sugiere
que viva en las calles, aunque la ropa desastrada y el labio inferior partido
indican que sí.
Me froto la cara con la mano porque me doy cuenta de que llevo
demasiado rato mirándola. Así que me vuelvo y camino por otra callejuela,
más tranquila ahora que se está poniendo el sol. No se me va de la cabeza
que acabo de dejar que se marche una vulgar.
Pero no estoy tan distraído como para no ver las tres sombras que se
alzan junto a mí, ante la pared de la calle.
—Oye —dice una voz ronca, uno de los hombres que tengo detrás—,
solo queremos esa bolsa de monedas que llevas al cinturón. Dánosla y no te
haremos nada.
Dejo escapar un suspiro y me paso las manos por los ojos.
«Esto cada vez va mejor».
Entonces, de repente, me doy cuenta.
Ahora que presto atención a la bolsa de monedas, noto de repente que
pesa mucho menos que antes de…
Antes de ella.
«¡La muy…!».
Una sombra se aparta de la pared para acercarse a mí. Me doy la vuelta y
me agacho para esquivar el puño del hombre al tiempo que le acierto en el
estómago con el mío. Se dobla por la cintura con un gruñido mientras me
vuelvo hacia los otros.
«Dos fornidos, un llamarada, un araña».
Solo unos élites defensivos y ofensivos muy desesperados se meten en
los barrios bajos para robarles a los mendigos las pocas monedas que
tengan. Lo tengo en mente cuando me dejo invadir por el poder del
llamarada y el fuego empieza a chisporrotear en mis puños.
Otro fornido se lanza sonriente contra mí.
«Siempre igual de arrogantes. Y para que lo diga yo…».
Me agacho antes de que haga contacto y el impulso lo hace rodar sobre
mi espalda y caer contra el empedrado. Le doy un puñetazo llameante a la
mandíbula y el hedor a carne quemada me pica en la nariz.
Alzo la vista, porque el araña está trepando por una pared para tirarse
sobre mí y derribarme. Cuando salta, suelto el poder de llamarada y adopto
el de fornido. Ahora tengo fuerza sobrenatural en el puño que impacta
contra el vientre del araña cuando surca el aire y lo lanza contra la pared.
Cae al suelo con un golpe sordo.
El llamarada se abalanza hacia mí con un rugido. Me tira una bola de
fuego y salto para esquivarla…, pero no lo suficiente. Dejo escapar un taco
cuando el fuego me quema la piel del bíceps y el dolor me hace más lento.
Pienso a toda velocidad con el corazón al galope. Mientras me obligue a
estar a la defensiva para esquivar el fuego no voy a poder acercarme a él,
pero si se lo empiezo a devolver vamos a provocar un incendio arrasador.
«No estoy de humor para esto».
Permito que el poder del araña suba a la superficie para hacerme con él y
esquivo bolas de fuego mientras trepo por la pared de la calle hasta llegar a
la altura del llamarada. Con un movimiento veloz, me lanzo sobre él y lo
derribo, adopto su poder y alzo un puño llameante sobre su rostro.
—E-eres el príncipe Kai… —tartamudea—. El… El futuro ejecutor.
Al verme de cerca me ha reconocido, a mí y a mi poder, y ya debe de
estar lamentando su elección de víctima.
—Por desgracia para ti, así es.
Echo el puño llameante hacia atrás y…
Un dolor penetrante me atraviesa el cráneo como un cuchillo sin filo.
El poder de llamarada se apaga y no puedo hacer más que llevarme las
manos a la cabeza. El dolor me ha cortado la respiración. A lo largo de los
años me he familiarizado bien con la tortura, pero esto no se parece a nada
que haya sufrido antes.
La neblina del dolor me ciega y apenas si veo la figura alta que ha
entrado en la calle. Alza la mano hacia mí, con el rostro sombrío y los
labios finos contraídos en una mueca.
«Un silenciador».
Imposible.
Se me dispersan los pensamientos, solo puedo concentrarme en el dolor.
El silenciador asfixia mi poder. Me asfixia a mí. Pueden hacer mucho
más que quitarte la habilidad, que convertirte en vulgar. Me está
incapacitando. Mi mente, mi poder, mi cuerpo.
Se me nublan los ojos, solo veo puntos que bailan.
«Resiste».
No puedo. Voy a perder el conocimiento. Voy a morir. Y no tengo manera
de evitarlo.
«Resiste. Resiste».
Caigo al suelo, de bruces contra las piedras.
«Si me viera mi padre ahora mismo…».
Me estoy apagando. Pese a todo mi entrenamiento, nunca me había
sentido tan débil, tan impotente. Miro por última vez al hombre que me está
drenando las fuerzas. No me había dado cuenta de que una pequeña
multitud se ha congregado en torno a nosotros, pero ahora veo los rostros
borrosos que me rodean.
«No saben quién soy».
Un público inesperado para presenciar cómo me hundo en la oscuridad.
O, peor aún, puede que sepan quién soy. Puede que estén celebrando que
alguien haya acabado con el monstruo.
Y, en ese momento, algo me llama la atención.
Parpadeo y consigo enfocar la vista el tiempo suficiente para ver un
destello detrás del silenciador… Un reflejo del sol sobre una melena
plateada.
Adena se va a morir del susto. Me empezará a gritar y me tendré que tapar
los oídos. Nunca le había robado tantas monedas a una sola persona.
Tampoco es que haya tenido ocasión. Aquí, en Saqueo, el que más tiene es
dueño de una docena como mucho, y desde luego no las pasea por ahí.
No paro de darle vueltas en la cabeza cuando camino por Saqueo, ahora
envuelto en sombras mientras el sol se pone tras los edificios en ruinas.
Voy sin prisas, todavía atónita, por el mercado. Me estoy tomando tiempo
para admirar mi logro. Muchos mercaderes están ya recogiendo los
tenderetes y cerrando las tiendas. Los niños corren y juegan por la calle, lo
que les granjea más de una mirada aviesa y gritos por parte de los
vendedores que aún siguen trabajando.
Atajo por un callejón, cerca de donde robé al joven incauto, para
dirigirme hacia el Fuerte.
«Me muero por ver la cara que pone A…».
Me detengo en seco al ver a una pequeña multitud que se ha congregado
calle abajo.
«Debe de ser un velo».
No es de extrañar que el poder de invisibilidad se utilice para hacer
trucos de magia: se pueden hacer desaparecer cartas a voluntad, solo con
tenerlas en la mano. Me encantan sus espectáculos, sus engaños para ganar
unos chelines.
Estoy a punto de seguir mi camino cuando oigo gritos que vienen de la
multitud y levantan ecos contra los edificios. No son los típicos «ooohs» y
«aaahs» que se oyen durante un truco de magia, sino exclamaciones de
miedo y sorpresa. La curiosidad me puede y me abro camino entre los
cuerpos sudorosos, hacia la primera fila. Cuando veo la escena que tiene
lugar ante mí tengo que taparme la boca para contener un grito.
Es él.
Hace menos de diez minutos que lo vi, y ahora tiene la camisa pegada al
cuerpo, empapada en sudor, mientras se dispone a golpear con un puño
flamígero al hombre al que tiene contra el suelo. Hay otros tres individuos
tirados en el callejón, detrás de él, que se ponen de pie como pueden para
marcharse tambaleantes.
Es obvio lo que ha pasado: esos hombres han tenido la misma idea que
yo al ver la bolsa del desconocido, pero han elegido una manera mucho más
violenta de hacerse con las monedas. Con las que le quedan.
Veo que el desconocido le dice algo al tipo del suelo y alza el puño
llameante para asestarle un golpe.
Y, de pronto, algo va mal, algo va muy mal.
Se agarra la cabeza y veo cómo la expresión arrogante se transforma en
otra de agonía mientras otro hombre sale de entre las sombras. Solo le veo
la espalda, pero es alto y delgado, y tiene una mano flaca alzada hacia el
desconocido, que se retuerce de dolor en el suelo de la calle.
«Es imposible».
La gente que me rodea está tan confundida como yo. El silenciador, con
la mano aún extendida, da pasos breves hacia el hombre de pelo negro
caído en el suelo.
Está ahogando su poder. Lo está ahogando a él.
Veo que el desconocido aún trata de resistir, se agarra a la consciencia.
De pronto, el espectáculo me resulta tan familiar, tan aterrador, que me
tambaleo y casi me caigo contra el hombre que tengo al lado.
El desconocido y el hombre que me crio no se parecen en nada, pero la
imagen de los dos, agonizantes, en el suelo, parece fundirse. De pronto, me
siento de nuevo como aquella niña pequeña, veo impotente cómo mi padre
se muere.
Miro a mi alrededor, a la multitud de observadores. Nadie se mueve.
Tienen poderes, pero no hacen nada para ayudar. Tienen demasiado miedo o
demasiado poco corazón.
Sé cómo va a acabar esto. Ya lo he vivido.
Vuelvo a mirar al desconocido, pero al que veo es a mi padre.
Respiro hondo y doy un paso al frente.
No voy a quedarme mirando otra vez. No pude salvar a mi padre, pero lo
honraré salvando a otro del mismo sufrimiento que él tuvo que soportar.
«Me voy a arrepentir, ya lo sé».
Camino con sigilo entre la gente y me sitúo detrás del silenciador. Casi
noto cómo toda la atención se centra en mí, cómo me miran en silencio. Me
acuclillo tras el hombre y veo una piedra suelta en el suelo, y la cojo.
«Allá voy».
Me incorporo detrás de él y levanto la piedra para darle un golpe en la
cabeza…
No hay suerte.
Se da la vuelta y los ojos negros se clavan en los míos. Ahora que se ha
concentrado en mí, ha soltado al desconocido, y oigo cómo jadea para
recuperar el aliento.
El silenciador alza la mano flaca hacia mí. La brisa le agita el pelo, que le
llega a los hombros. Está tratando de silenciarme.
Casi se me escapa una sonrisa.
No hay suerte.
No pasa nada, claro, porque no tengo ningún poder que pueda asfixiar. Se
mira la mano, luego me mira a mí, confuso. Es un espectáculo casi cómico,
y ese momento de duda es todo lo que necesito.
Lo agarro por la muñeca y le retuerzo el brazo antes de darle un rodillazo
en el estómago. El aire se le escapa de los pulmones y se sujeta el brazo. Y,
así, la adrenalina me corre por las venas y me muero por pelear.
Me acuerdo de todas aquellas noches tardías, de aquellas madrugadas con
mi padre. Horas y horas de entrenamiento en el círculo de arena
improvisado en nuestra casa. «Hay que entrenar el cuerpo y la mente. Las
dos cosas. Hay que condicionarlas», me decía mientras yo esquivaba sus
puñetazos y respondía a una pregunta tras otra, todas cuestiones ideadas
para poner a prueba mi capacidad de observación. Practicaba con cualquier
arma que cayera en nuestras manos, y mi padre me entrenaba en todos los
aspectos: el cerebro, el cuerpo, el poder mental.
Hasta que, un día, ya no estuvo a mi lado para seguir entrenándome. No
estuvo a mi lado para seguir protegiéndome. No estuvo a mi lado para
seguir enseñándome a defenderme sola.
El silenciador se recupera enseguida y me da un puñetazo con el brazo
sano, lo que me arranca de mis recuerdos. Me agacho para esquivar y
respondo con un gancho de derecha a la mandíbula. Levanta a toda
velocidad el antebrazo para parar el golpe, me agarra por el brazo y me lo
retuerce para hacer que me dé la vuelta, de manera que mi espalda queda
contra su pecho. Y, con el otro brazo, me rodea el cuello en una llave
estranguladora.
Trato de respirar, de conservar la calma. Me contengo para no ceder al
impulso de lanzar zarpazos inútiles contra el brazo que me está aplastando
la tráquea. Lo que hago es dar un cabezazo hacia atrás. Le golpeo la nariz
con el cráneo, y el crujido que se oye va seguido de un gorgoteo de sangre.
«Sangre».
Hay mucha sangre en el suelo de nuestra casita, entre las calles Mercader
y Olmo. Estoy cubierta de sangre, mi padre está cubierto de sangre. No he
vuelto allí desde la noche en que salí huyendo. La noche en que el rey le
clavó una espada en el pecho a mi padre.
El silenciador afloja la presa cuando retrocede y se lleva las manos a la
nariz. Pero no he terminado todavía. No he hecho más que empezar.
Me quito el anillo del pulgar y me lo pongo en el dedo corazón antes de
darle un puñetazo al silenciador en la mejilla sin hacer caso del dolor en la
mano. El hombre separa las manos de la nariz ensangrentada y se gira para
devolverme el golpe, pero ya me lo veía venir.
«Siempre echa atrás el pie izquierdo antes de dar un puñetazo».
Paro el golpe y lo agarro por los hombros, y le vuelvo a dar un rodillazo
en el estómago. No le doy tiempo a recuperarse: le agarro la cabeza con las
manos y le golpeo la nariz rota contra mi rodilla.
Cargo cada golpe con toda la rabia que siento.
La rabia contra el rey que entró en el estudio de mi padre mientras leía de
noche, en su sillón.
Otro gancho de derecha a la mandíbula del silenciador.
La rabia al recordar el grito de mi padre, el grito que me despertó cuando
la espada le atravesó el pecho.
Le doy una patada en la entrepierna.
La rabia cuando vi a mi padre derrumbado de su amado sillón, cayendo
al suelo, resbalando en su propia sangre.
Me acuclillo y trazo un arco con la pierna para derribar al silenciador.
La rabia mientras sostenía la mano de mi padre, mientras gritaba y le
suplicaba que se despertara.
Me pasé allí la noche con los pantalones empapados en sangre,
intentando imaginar qué razón había tenido para matarlo. Pero al rey no le
hacen falta razones para matar. Solo para dejar vivir.
Golpeo al silenciador, una y otra vez, casi sin darme cuenta de lo que
hago.
Me quedé aturdida. Agarré la mano fría de mi padre mientras me mecía
adelante y atrás entre sollozos. Le aparté el pelo castaño de los ojos, le
coloqué bien la ropa ensangrentada, le susurré los recuerdos que
compartíamos mientras le suplicaba que volviera para que creáramos más
juntos.
Estaba sola, completamente sola en el mundo.
Y, cuando la luz empezó a entrar por la ventana para iluminar la macabra
escena, no pude soportar seguir en mi propia casa…, aunque tampoco
habría podido permitírmelo a mis trece años.
Traté de enterrarlo. Traté con todas mis fuerzas de arrastrarlo afuera, de
despedirme bien, de honrarlo como se merecía. Pero era muy pequeña, y él
era muy grande, muy pesado, muy inerte. Resbalé en la sangre de mi padre
sin poder mover su cuerpo. Al final, le cogí la alianza matrimonial que
llevaba en el dedo, me la puse en el pulgar y escapé.
Es el mismo anillo que acabo de incrustarle en la mejilla al silenciador.
«Si mi padre pudiera verme…».
Me alzo sobre él mientras, por fin, la rabia empieza a disiparse, y le veo
los ojos negros muy abiertos. La sangre le corre por la cara, le sale de la
boca, de la nariz, de varios cortes que le he hecho. Saco el puñal que llevo
en la bota y veo que algo le brilla en los ojos.
Miedo.
«Tiene miedo de lo que no puede controlar».
Y, ahora mismo, no puede controlarme a mí.
Le doy un golpe en la sien con el puño del arma y lo dejo inconsciente.
Aún estoy encima de él cuando mi mirada se encuentra con unos ojos grises
clavados en mí. El rostro del desconocido es una tormenta de emociones
mientras me mira, mientras asimila lo que he hecho. Veo sorpresa, asombro,
confusión, también diversión, nada menos. Consigo apartar la vista y me
guardo el puñal en la bota entre los murmullos atónitos de la gente. Me doy
la vuelta. La multitud me está mirando: mercaderes, mujeres, niños, todos
contemplan la escena, todos hablan en susurros y me señalan. De pronto,
tres imperiales se abren camino entre la gente.
Me pongo rígida y me dispongo a recibir un castigo. Puede que unos
cuantos latigazos más para decorarme la espalda.
Pero pasan de largo junto a mí, junto al silenciador inconsciente, y caen
de rodillas junto al desconocido.
«Qué… interesante».
Parece que no soy la única que opina así. Los susurros de la multitud
suben de volumen y alcanzo a oír fragmentos de conversación.
—… silenciador aquí, en Ilya…
—… el príncipe Kai ha derrotado a cuatro hombres…
—… ¡ha luchado contra el silenciador sin ningún poder!
Me quedo paralizada, sin respirar, y el corazón me late a toda prisa.
«El príncipe Kai».
Nunca lo había visto. Nunca me imaginé que lo vería.
«Nunca pensé que le iba a robar de la bolsa».
Pero sí conozco su reputación. Se dice que es el élite más fuerte que ha
aparecido en décadas. Se dice que es el futuro ejecutor, que es cruel y
calculador, pero también encantador y carismático cuando quiere. Cuando
decide serlo.
Se dice que es un portador muy poderoso, que percibe los poderes de los
demás y puede utilizarlos si está cerca.
Dicen que es «el que trae la muerte».
El príncipe no suele alejarse de las comodidades de palacio, así que es
probable que nadie entendiera la importancia del desconocido. Además,
cuando sale del castillo, la gente a la que visita no suele vivir para contarlo.
Me vuelvo muy despacio hacia los imperiales, que se apiñan en torno al
príncipe, y veo cómo los aparta a un lado con irritación. Ruge una orden
para que lleven al silenciador a las mazmorras y despejen la calle de
mirones. El príncipe exuda autoridad y poder con cada paso, con cada
palabra. Los imperiales se apresuran a obedecer y empujan a la gente hacia
Saqueo.
Me localiza con la mirada.
Tiene innumerables heridas, pero se dirige hacia mí tratando de no cojear.
Es un depredador que avanza hacia su presa.
«Así que silencio».
Intento mezclarme con la gente, con la esperanza de pasar desapercibida
en la marea de cuerpos. Con la esperanza de que se olvide de mí y me deje
marchar sin armar jaleo.
No hay suerte.
Las manos callosas me agarran por el brazo, me obligan a darme la
vuelta y me clavan contra la pared del callejón. Me presiona las muñecas
contra el ladrillo con fuerza y se inclina hacia mí.
Me retuerzo para escabullirme, pero no me suelta. No sé qué esperaba de
él, pero no era esto. Tal vez una muestra cortés de gratitud, no un
interrogatorio contra una pared mugrienta.
«Si llego a saber quién es…, lo que es, lo que hace…, no lo habría
salvado».
Suelto un bufido irritado, con lo que el pelo plateado me cae sobre los
ojos y me impide ver su mirada penetrante.
—¿Siempre tratas así a los que te salvan la vida o eres nuevo en esto? —
consigo decir con los dientes apretados. Es una burla de la primera frase
que me ha dirigido antes.
—No sabría decirte, es la primera vez que me salvan.
De nuevo, la sombra de una sonrisa le ilumina la cara y revela ese
molesto hoyuelo.
—Pues si quieres te lo explico. Cuando alguien te salva la vida, basta con
darle las gracias con educación.
—Es posible. —Suspira y se me acerca más—. Pero no a los que me han
robado.
Se me para el corazón. El príncipe sabe que le he robado.
El príncipe. El futuro ejecutor. El que trae la muerte.
«Estoy más muerta que la plaga».
Pero el miedo desaparece pronto bajo una emoción que me gusta mucho
más: rabia. Estoy rabiosa contra mí misma por ayudar al príncipe que mata
como si nada y que cumple los deseos de su padre como si lo fueran todo.
Estoy rabiosa porque no me parece repulsivo, cuando el reino al que es tan
leal tiene unos valores y creencias repugnantes. Es el futuro ejecutor, el
verdugo de inocentes, de vulgares, de gente como yo.
Sé que estoy al borde de la muerte, y eso me da valor y osadía.
—Guapo y con cerebro. Seguro que las chicas caen a tus pies. —Le
dedico una sonrisa que es cualquier cosa menos dulce—. Podrías haber sido
un ladrón estupendo si no fuera porque es tan fácil engañarte…
Está sonriendo. Resulta que le hago gracia. No se puede ser más
arrogante.
—Sabes con quién hablas, ¿no?
—¿Con un cerdo arrogante? —se me escapa en tono inocente, y
enseguida me muerdo la lengua.
Es obvio que quiero morir.
Pero, para mi sorpresa, suelta una carcajada sincera, densa y rica como el
chocolate que robo a veces, profunda como el mar Bajío.
—No es lo peor que me han dicho —dice, todavía con las manos en torno
a mis muñecas. De pronto, la risa desaparece de sus ojos, y en su lugar veo
un razonamiento frío—. Me has robado, pero te tengo que dar las gracias
por tu ayuda.
Casi suelto la carcajada. Al parecer, salvarle la vida ha sido una simple
«ayuda».
—Aunque siento curiosidad. ¿Por qué no ha podido ahogar tu poder el
silenciador? ¿Y por qué no lo percibo yo?
Me mira igual que lo ha hecho antes, cuando le he robado. Como si fuera
un enigma y quisiera descifrarme.
Parpadeo, y me doy cuenta de lo que está pasando.
«Tiene un poder muy poco habitual, percibir las habilidades de los demás
y utilizarlas».
Antes, en la calle, ha intentado percibir mi poder.
Y no lo ha encontrado.
«Estoy más muerta que la plaga».
Lo miro, y trato de disimular el miedo para que no se me vea en la cara
pese a que mis pensamientos van a toda velocidad. Me encojo de hombros,
con la esperanza de que el gesto parezca indiferente.
—Soy mental. Mundana.
—Mental —repite, y se le transparenta la incredulidad en la voz—. ¿Qué
puedes hacer? —Hace una pausa y se encoge también él—. Es por
curiosidad. Nunca he conocido a un mental.
Contengo la risa histérica que está a punto de salirme. El futuro ejecutor
no siente curiosidad. Es calculador. Pero le hago gracia, o ya estaría muerta.
—Mi poder es una especie de… sentido —recito. Es una explicación que
tengo memorizada—. Solo puedo captar emociones fuertes en los demás;
me llegan como relámpagos de información.
Lo vuelvo a mirar a los ojos, deseando que me crea, esperando que
acepte la respuesta y siga a sus cosas. Esperando que me deje seguir a mis
cosas.
Me observa, y parece que le cuesta trabajo no sonreír.
—¿Es verdad?
—¿Por qué iba a ser mentira?
Me mira durante un instante eterno.
—Entonces ¿por qué no percibo tu poder ni puedo utilizarlo?
Trago saliva y trato de aparentar que no estoy buscando una mentira que
suene creíble.
—Mi habilidad es impredecible. No controlo lo que veo ni cuándo lo
veo. Eso, y el hecho de que es un poder de muy bajo nivel, explica que ni el
silenciador ni tú lo captarais. Es una habilidad mental. —Me encojo de
hombros—. Debe de ser que me protege de los que intentan meterse en mi
cabeza.
Contengo la respiración a la espera de su respuesta.
Pero no responde. Se queda donde está, mirándome. Al final suelto un
bufido.
—Venga, pregunta a cualquiera en los barrios bajos. O mejor aún… —
Me inclino hacia delante—. Pregunta a tus imperiales. Esta mañana he
tenido una conversación con uno de ellos.
Entorna los ojos y me suelta la muñeca sin prisa antes de dar un paso
atrás.
—Lo haré. —Luego, el muy cerdo, sonríe—. Pero sigo queriendo ver en
persona esas habilidades de mental. Muéstramelas.
Si tuviera un chelín por cada vez que me lo han pedido, no tendría que
seguir robando. Cruza los brazos ante el pecho amplio, arquea las cejas,
expectante.
—Venga, léeme. O lo que sea que hagas. —Se inclina hacia mí con los
ojos llenos de diversión—. Impresióname, querida.
—Mi poder no es un truco de feria para entretenerte, pero como quieras,
príncipe. —Le dirijo una sonrisa sarcástica antes de recorrer su cuerpo con
la mirada—. No sé si voy a detectar nada. Es una habilidad muy
impredecible.
—Vaya.
Hago caso omiso del tono burlón y me centro en las manos encallecidas,
en las docenas de cicatrices que tiene en los brazos.
«Es un luchador, eso está claro. No hace falta ser una mental para verlo».
Si quiero que me crea, si quiero sobrevivir a esta conversación, voy a
tener que decirle algo que valga la pena. La mera sospecha de que soy una
vulgar hará que me mate sin pensárselo dos veces.
—¿Me dejas que te vea la mano? —Es una orden disfrazada de pregunta.
Tiendo la mía con la palma hacia arriba, expectante, mientras le miro a los
ojos. Para convencer al príncipe, necesito una actuación espectacular.
Me irrita ver que conserva una expresión neutral y no aparta los ojos de
los míos al tiempo que me da la mano.
—Nunca he conocido a un ladrón con buenos modales —dice—. Y no
eres la excepción, por lo que veo.
Resoplo y me concentro en la mano grande, encallecida, que reposa sobre
la mía.
—¿Se puede saber por qué quieres cogerme la mano?
Le lanzo una mirada a los ojos fríos.
—Tranquilo, intentaré contenerme para no besarte los nudillos, príncipe.
Me fijo precisamente en sus nudillos mientras escucho su risa. Los tiene
enrojecidos y desollados, no solo de esta pelea, sino por una pelea anterior.
Le han sangrado las costras, aunque parece que no se da cuenta.
—Has estado metido en una pelea —digo—. Y…
Suelta un bufido que me interrumpe.
—Te he dicho que me impresiones, no que me digas obviedades.
—No me refiero a esta pelea. —Suspiro, le suelto la mano para señalar a
nuestro alrededor, pero tengo que contenerme para no borrarle a puñetazos
esa sonrisa idiota de la cara—. Hablo de la pelea que has tenido antes.
Lo miro con atención, pero no hay nada en su expresión que me indique
si acierto o me equivoco.
«Por la plaga, no me lo va a poner fácil».
Observo sus zapatos. Al tratarse del calzado de un príncipe deberían estar
más limpios, brillar, y, de hecho, no brillan nada.
«Arena».
Los zapatos bien limpios están cubiertos de una película casi invisible de
arena. Como si hubiera estado caminando por…
«Las Brasas».
Y solo hay un motivo para que un príncipe, para que el futuro ejecutor,
ponga un pie en las Brasas.
«Ha expulsado a alguien. A alguien que se ha resistido y ha peleado con
él».
Me acuerdo de que hoy había dos guardias menos y todo empieza a
encajar.
«Ha necesitado guardias para llevar a los prisioneros a las Brasas».
Noto una sensación de triunfo que me sube por el pecho, pero la
contengo.
Hay algo que no encaja.
Por lo general, los chismorreos sobre una expulsión y los motivos
habrían durado días. Los guardias habrían paseado a los «criminales» por
toda la ciudad, la gente los habría visto dirigirse hacia la muerte. Pero no he
oído ni un rumor sobre el tema. Es raro, porque las expulsiones son muy
públicas, las utilizan para demostrar al reino lo que pasa cuando te enfrentas
al rey.
«No ha querido que nadie se enterase».
Solo tardo unos segundos en tener toda la información que necesito.
—Has estado en un lugar… caluroso. Con arena. —Cierro los ojos—. En
las Brasas. —Abro los ojos y me encuentro con los suyos clavados en mí—.
Has expulsado a alguien. O a un grupo…
Cuando digo esto, se tensa de manera casi imperceptible y aparece una
brecha en su fachada gélida. Esa reacción diminuta me confirma que estoy
en lo cierto.
Y también que no debería saberlo.
—Pero… —Hago una pausa—. No quieres que nadie lo sepa, ¿verdad?
No consigo disimular la sonrisa cuando veo que me mira tan
impresionado como confuso.
—¿Y qué emoción te dice todo esto? —me pregunta en voz baja.
Suelto el aliento contenido y aventuro una suposición sobre lo que
sentiría el ejecutor si tuviera emociones.
—Parece que percibo… ¿culpa? ¿Preocupación? —No reacciona, con lo
que me confirma que estoy en lo cierto, en todo o en parte—. ¿Consideras
que es suficiente como prueba, alteza?
Soy muy consciente de que estoy jugando a un juego muy peligroso. Y
no consigo librarme del odio que siento hacia él y hacia todo lo que
representa.
Pero la sonrisa burlona que se le dibuja en la cara me dice que él también
está disfrutando con el juego.
—Suficiente y de sobra. Bueno —dice, y se mete las manos en los
bolsillos—, como has tenido la gentileza de indicarme antes, te tengo que
dar las gracias por tu ayuda, querida.
—Paedyn.
Arquea las cejas oscuras en un gesto de interrogación.
—Me llamo Paedyn, no querida.
—Paedyn —repite con una sonrisa, saboreando la palabra. Su voz grave
hace que mi nombre suene denso, regio, como si por mis venas corriera
sangre azul.
Nos miramos un momento, con sus ojos de hielo clavados en mi rostro
arrebolado, sin que me refresquen lo más mínimo.
—Si quieres, te puedo sugerir otra manera de darle las gracias a quien te
ha salvado la vida. —Me detengo y me aguanto la sonrisa—. Pagar tus
deudas.
Echa la cabeza hacia atrás y se ríe.
—¿No te basta con las monedas de plata que me robaste? —Me encojo
de hombros, y sigue—. Antes dijiste que bastaba con dar las gracias con
educación.
—Basta, pero no es lo ideal. Además, eso fue antes de saber quién eras.
Retrocede y se mete la mano en la bolsa para sacar una moneda. Me la
lanza volando, y casi no me da tiempo a atraparla en el aire.
—Para que te acuerdes de mí.
Ya está a varios pasos, pero no me ha quitado los ojos de encima.
—Ah, por cierto, querida…
—Paedyn.
—Estabas en lo cierto.
Retrocede un paso más, y yo suelto un bufido.
—No sé por qué tengo que escuchar lo que dices, si no te dignas a
dirigirte a mí por mi nombre, que es…
—Paedyn. —El sonido de mi nombre en sus labios me detiene en seco—.
Las chicas caen a mis pies.
Me guiña un ojo, se da media vuelta y se aleja por la calle.
—¿Qué plagas ha pasado?
Adena me está sacudiendo por los hombros con tanta fuerza que me
entrechocan los dientes. En cuanto he llegado al Fuerte, todavía confusa por
todo lo que había sucedido y deseando acostarme y dormir, Adena ha
saltado sobre mí y quiere que se lo cuente todo con detalle.
—¿Qué? ¿Cómo has…? —Me atropello al hablar. No entiendo cómo
sabe que hoy no ha sido un día cualquiera.
Me interrumpe con los ojos llenos de emoción y preguntas sin respuesta.
—¡Si todo el mundo está hablando de lo mismo! ¡En el mercado no hay
otro tema que la chica de pelo plateado que ha derrotado a un silenciador!
—Me la quedo mirando, aturdida. Sigue hablando a toda prisa, casi sin
tomar aire—. ¿Y el príncipe? —Casi grita—. ¡Has salvado al príncipe!
—Pues él no ha querido reconocerlo, pero sí, le he salvado el culo al
príncipe. —Esta vez sí grita—. Pero solo después de robarle.
Se queda boquiabierta con un gesto tan dramático que se me escapa la
risa.
—¿Qué has hecho?
Levanto las manos para declararme inocente.
—En mi defensa, he de decir que no sabía quién era.
—Pae, el príncipe… —De pronto, una nube de preocupación le vela el
rostro, y hace una pausa antes de seguir—. Es un portador. ¿Se ha…, se ha
dado cuenta de que no tienes ningún poder…?
La interrumpo antes de que se ponga aún más pálida y le cuento todo lo
que ha pasado en la última media hora. Adena tiene los ojos tan abiertos
que los rizos del flequillo se le enganchan a las pestañas mientras le relato
los acontecimientos, desde que le he robado al príncipe hasta que he
peleado contra el silenciador. Le cuento la mentira que he urdido para el
futuro ejecutor, y luego charlamos en voz baja mientras la oscuridad se
apodera del callejón.
—Vale, pero… ¿es tan guapo como dice la gente?
Me la quedo mirando con una expresión que no creo que vea, pero que
seguro que puede sentir.
—¿Eso es lo único que se te ocurre preguntar, después de todo lo que te
he dicho?
—No me has respondido —entona.
Me tumbo sobre las alfombras ásperas y me meto la manta en la boca
para no gritar. Y el hecho de que no le diga nada es la única respuesta que
necesita Adena.
Lanza un grito, y esta vez le meto la manta en la boca yo a ella.
Kai Azer
Andrea Vos
Jax Shields
Blair Archer
Ace Elway
Braxton Hale
Hera Colt
Sadie Knox
Paedyn Gray
Tengo la camisa empapada en sangre. Parte es mía, pero la mayoría es del
silenciador, al que tengo que llamar así, dado que se niega a decir nada, ni
siquiera su nombre. Pese a lo persuasivo que me muestro.
Llevo horas torturando a ese hombre y no he hecho el menor progreso, y
la poca paciencia que tengo en general ya se ha agotado. Me maravilla a mi
pesar la tortura que puede soportar este individuo, aunque me imagino que,
cuando te pasas la vida causando dolor a los demás, se convierte en algo
familiar. Te acostumbras.
«El silenciador y yo empezamos a parecernos mucho».
Las mazmorras que hay bajo el castillo son un lugar oscuro, sucio, lleno
de muerte, en contraste con el propio castillo, luminoso, lleno de lujos. Hay
celdas a lo largo de las paredes, unas ocupadas por prisioneros; otras, por
los restos de los que estuvieron en ellas.
En estas celdas, las paredes están cubiertas de enmudecedor, y por eso
sigo de pie ante el prisionero, causándole un dolor inimaginable. Es un
material creado con la ayuda de los silenciadores antes de la Purga, y ahora
es muy escaso, con lo que el rey lo atesora. Los eruditos utilizaron a los
transmisores y su habilidad de imbuir un poder en un objeto para dotar a los
materiales de la fuerza asfixiante de los silenciadores. Con las décadas, el
enmudecedor se ha utilizado para construir las celdas, las cadenas, los
escudos que rodean las gradas de la Arena.
Aparte del enmudecedor, me acompaña el leal silenciador de mi padre.
Porque, aunque parezca una ironía, los silenciadores se pueden silenciar
entre ellos, el más fuerte al más débil. Así que trabajo con el silenciador
solemne de pie junto a mí y el que grita a mis pies.
Si no tuviera el enmudecedor y la compañía del silenciador, estaría
retorciéndome en el suelo. Otra vez. No dejo de recordar la escena, el dolor
que me hacía estallar la cabeza. La impotencia absoluta, allí, a merced de
un simple hombre.
Hasta que apareció ella.
«Paedyn».
Una mundana. Mental, luchadora, ladrona. Y la única que quiso
ayudarme. La única que pudo ayudarme.
«O eso dice ella».
Soy desconfiado, pero tengo que reconocer que su demostración fue
impresionante. No había manera de que supiera nada de las Brasas, la
expulsión, la pelea… Y lo cierto es que nunca había conocido a un mental,
así que no sé si miente. Hay docenas de poderes con los que nunca he
tratado. Mi entrenamiento se ha centrado sobre todo en habilidades
ofensivas. Mi padre se ha asegurado de que no malgaste el tiempo
aprendiendo los poderes de los élites inferiores.
Pero, hasta en medio del dolor agónico, lo que vi de su manera de pelear
me resultó cautivador. Ella era cautivadora. Sí, tenía una gran habilidad,
pero lo que más me intrigó fue la emoción que ponía en cada golpe, la
pasión que llevaba cada patada, la rabia que le bullía dentro.
Miro por última vez al hombre ensangrentado en el rincón de la celda
antes de volverme hacia el silenciador de mi padre.
—Ya he terminado, Damion. Puedes marcharte.
Me limpio las manos de sangre en la camisa ya ensangrentada y salgo de
la celda. Recorro el largo pasillo de las mazmorras, y los prisioneros me
miran al pasar. Subo por la escalera de piedra que lleva a la planta principal
del palacio, y hago un ademán a los imperiales apostados junto a las
pesadas puertas metálicas.
El rey estará esperando un informe sobre lo que he averiguado en el
interrogatorio, y no he averiguado nada. Me preparo para la conversación
ingrata que vamos a mantener.
Antes de lo que me gustaría, me encuentro sobre la alfombra desgastada,
víctima de muchas pisadas a lo largo de los años, que cubre el suelo de su
despacho. Paseo la vista por el gran escritorio y las sillas con cojines antes
de mirar a los dos hombres sentados ante la chimenea de piedra.
Siento una oleada de alivio al ver a mi hermano. Tiene el pelo rubio
alborotado, como si hubiera estado horas despeinándose con la mano
tratando de imitar el aspecto descuidado de nuestro padre.
—Vaya, vaya, alguien ha estado… jugando con el prisionero un buen
rato.
El tono de Kitt es serio, pero se le iluminan los ojos al verme.
Dejo escapar un suspiro antes de ocupar mi asiento acostumbrado, junto
a nuestro padre. Cruzo las piernas, el tobillo sobre la rodilla.
—Tanto que debería haber sacado en claro algo útil —confieso con
indiferencia.
Mi padre deja caer los papeles sobre la mesa. Es un sonido que tengo
asociado con la decepción.
—¿Qué ha pasado?
—Se está mostrando… —Hago una pausa para dar con la palabra
correcta—. Difícil. —Es lo mejor que se me ocurre, y me granjeo un bufido
de Kitt.
A mi padre no le hace tanta gracia. No le hace ninguna gracia, como casi
todo lo que tiene que ver conmigo.
—Pues haz que se muestre menos difícil, Kai. —Se pellizca el puente de
la nariz y cierra los ojos. Es un gesto que lo hace parecer más viejo, más
cansado—. Haz que hable o mátalo. No necesito a un silenciador vivo si no
tiene nada que ofrecer.
Miro de reojo a Kitt, serio, sin asomo de su habitual alegría. Cuando el
rey está afligido, Kitt está destrozado.
—¿Se trata de esa condenada Resistencia? —gruñe nuestro padre, que se
aparta la mano de la cara para dejar al descubierto una mueca.
—¿De verdad crees que ese silenciador está con la Resistencia? —
pregunta Kitt. La preocupación salta a la vista en las arrugas que se le
forman al entornar los ojos.
—¿Por qué si no trató de matar a un príncipe, a mi hijo? —El rey niega
con la cabeza y mira sin ver las llamas que bailan en la chimenea—. Me
atacan como pueden. Creí que me había encargado de ellos. Purgué a los
fatales para que no nos pudieran hacer daño, para que no nos dominaran. —
Respira hondo antes de seguir—. Parece ser que me equivocaba. Quedó
alguno, y se han unido a ellos.
»Tenemos que acabar con esa Resistencia —escupe. Se bebe el resto del
alcohol que le queda en el vaso—. Quieren que los vulgares vivan, pero eso
hará que la raza élite y su poder mueran. Hay que limpiar el reino de
vulgares. Es un sacrificio por el bien de nuestro pueblo. Pero son tan
egoístas que no se dan cuenta. —Me mira con ojos penetrantes—. Haz que
ese silenciador desee estar muerto, Kai. Antes de concedérselo.
—Eso mismo había planeado, padre.
Aquellos que nacieron vulgares son solo eso: vulgares. Y cuando el rey
decreta que todos los vulgares serán eliminados para preservar su sociedad
de élite, carecer de poder se vuelve un crimen, convirtiendo a Paedyn Gray
en una criminal por destino y en una ladrona por necesidad. Se hace pasar
por psíquica en la ciudad real, pasando desapercibida para seguir viva y
fuera de peligro.
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Adaptación a partir del
diseño original de Seventhstar Art para Simon&Schuster
ISBN: 978-84-19688-93-4
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Índice
Powerless
1. Paedyn
2. Kai
3. Paedyn
4. Paedyn
5. Kai
6. Kai
7. Paedyn
8. Paedyn
9. Kai
10. Paedyn
11. Paedyn
12. Kai
13. Paedyn
14. Paedyn
15. Paedyn
16. Kai
17. Kai
18. Paedyn
19. Paedyn
20. Kai
21. Paedyn
22. Paedyn
23. Kai
24. Paedyn
25. Paedyn
26. Kai
27. Paedyn
28. Kai
29. Paedyn
30. Paedyn
31. Kai
32. Kai
33. Paedyn
34. Paedyn
35. Kai
36. Paedyn
37. Paedyn
38. Kai
39. Paedyn
40. Kai
41. Paedyn
42. Kai
43. Paedyn
44. Kai
45. Paedyn
46. Paedyn
47. Paedyn
48. Kai
49. Paedyn
50. Kai
51. Paedyn
52Paedyn
53. Kai
54. Kai
55. Paedyn
56. Kai
57. Paedyn
58. Kai
59. Paedyn
60. Kai
61. Paedyn
62. Kai
63. Paedyn
64. Kai
65. Paedyn
66. Paedyn
67. Kai
68. Paedyn
Epílogo. Kitt
Agradecimientos