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Mientras recorre Jerusalén en busca de documentación para su próximo

libro, Maureen tiene extrañas visiones en las que aparece una enigmática
mujer. Es sólo una de las señales que la empujan a averiguar el misterio de
Maria Magdalena y a comprender su verdadero papel en la historia. Maureen
viaja hasta Occitania, la tierra donde sigue vivo el legado de los cataros, y
allí descubre que María fue esposa de Jesús y fundadora de una dinastía
sagrada que llega hasta nuestros días. La verdad está escrita de su puño y
letra en el único evangelio auténtico… un documento oculto desde hace
siglos y que sólo otra mujer, la esperada, puede sacar a la luz. Una auténtica
bomba de relojería contra los cimientos del Vaticano, un tesoro que puede
cambiar la historia de la Cristiandad. Un texto que muchos han muerto por
preservar… y que otros están dispuestos a seguir matando para destruir.
Kathleen McGowan

La esperada
El Linaje de la Magdalena - 1

ePub r1.5
Titivillus 23.07.2016
Título original: The Expected One
Book One of the Magdalene Line
Traducción: Eduardo García Murillo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Este libro está dedicado a

María Magdalena
Mi musa, mi antepasada

Peter McGowan
La roca sobre la que erigí mi vida

Mis padres, Donna y Joe


Por su amor incondicional y una genética interesante

Y a nuestros príncipes del Grial


Patrick, Conor y Shane
Por llenar nuestras vidas de amor, risas e inspiración constante
A la Señora electa y a sus hijos,
a los cuales amo en la verdad,
y no sólo yo, sino también cuantos conocen la verdad,
por amor de la verdad, que mora en nosotros
y con nosotros está para siempre.

II EPISTOLA DE JUAN, 1-2


Prólogo

Sur de la Galia, año 72

NO LE QUEDABA mucho tiempo.


La anciana se ciñó el chal alrededor de los hombros. Este año el otoño
había llegado con antelación a las montañas rojas, y estaba helada hasta los
huesos. Flexionó los dedos poco a poco, sin forzarlos, con la esperanza de
que las articulaciones artríticas se desentumecieran. Sus manos no debían
fallarle ahora, cuando tanto estaba en juego. Tenía que acabar de escribir esta
noche. Tamar no tardaría en llegar con las jarras, y todo debía estar
preparado.
Se permitió exhalar un largo y tembloroso suspiro. Hace mucho tiempo
que estoy cansada. Muchísimo tiempo.
Sabía que esta postrera tarea sería la última que acometería en la tierra.
Los últimos días, concentrados en los recuerdos, habían vaciado de vida su
cuerpo marchito. Le pesaban sus viejos huesos, con la pena y el cansancio
indecibles que acosan a quienes sobreviven a sus seres queridos. Dios la
había puesto a prueba muchas veces, sin piedad ni compasión.
Tan sólo Tamar, su única hija y último vástago, vivía con ella. Tamar
era su bendición, el destello de luz en las horas más oscuras, cuando
recuerdos más aterradores que las pesadillas se niegan a ser domeñados. Su
hija era ahora la única otra superviviente del Gran Momento, aunque sólo
era una niña cuando todos habían asumido su papel en la historia viviente.
De todos modos, la consolaba saber que quedaba alguien que recordaba y
comprendía.
Los demás habían desaparecido. La mayoría estaban muertos,
martirizados por hombres y métodos demasiado brutales para soportarlos.
Tal vez todavía seguían con vida algunos, diseminados a lo largo y ancho del
gran mapa de la tierra de Dios. Nunca lo sabría. Habían transcurrido muchos
años desde que recibiera noticias de los otros, pero, en cualquier caso, había
rezado por ellos desde el alba hasta el ocaso, en aquellos días en que los
recuerdos eran más acuciantes. Deseaba con toda su alma y su corazón que
hubieran encontrado la paz, sin padecer la agonía de muchos millares de
noches de insomnio.
Sí, Tamar era su único refugio en aquellos años crepusculares. La niña
era demasiado pequeña para recordar todos los detalles horrorosos del
Tiempo de la Oscuridad, pero lo bastante mayor para rememorar la belleza y
la gracia de aquellos elegidos por Dios para seguir su santo sendero. Al
dedicar su vida al recuerdo de los elegidos, Tamar se había decantado por un
camino de servicio y amor. La singular dedicación de la muchacha al
consuelo de su madre en las postrimerías de su tránsito por este mundo había
sido extraordinaria.
Abandonar a mi amada hija es la única dificultad que me resta por
afrontar. Incluso ahora, cuando la muerte es inminente, no puedo
soportarla.
Y sin embargo…
Se asomó a la entrada de la caverna que había constituido su hogar
desde hacía casi cuatro décadas. El cielo estaba despejado cuando alzó su
cara arrugada y contempló la belleza de las estrellas. Nunca dejaría de
maravillarla la creación de Dios. En algún lugar, más allá de aquellos astros,
las almas que más amaba en el mundo la esperaban. Las podía sentir en
aquel mismo momento, más cerca que nunca.
Podía sentirle a Él.
—Así sea —susurró al cielo nocturno. Girándose lentamente la anciana
regresó al interior de la cueva. Respiró hondo, estudió el tosco pergamino y
forzó la vista bajo la luz tenue y humeante de una lámpara de aceite.
Tomó el cálamo y continuó escribiendo con trazos esmerados.

… Tantos años han pasado, y no me resulta más fácil escribir sobre


Judas Iscariote que en aquellos días oscuros. No porque albergue ningún
resentimiento contra él, sino por todo lo contrario.
Contaré la historia de Judas, y confío hacerlo con equidad. Era un
hombre intransigente en sus principios, y quienes nos siguen han de saber
esto: no los traicionó (o nos traicionó) por una bolsa de monedas. La verdad
es que Judas era el más leal de los doce. Durante estos años transcurridos
he tenido muchos motivos para sumirme en el dolor, pero creo que sólo a
Uno lloro más que a Judas.
Muchos querrían que escribiera sobre Judas con agrias palabras, para
condenarlo por traidor, por estar ciego a la verdad. Pero no puedo escribir
nada de eso porque serían mentiras antes de que mi cálamo tocara la
página. Bastantes mentiras se escribirán sobre nuestros tiempos, Dios me lo
ha revelado. Yo no escribiré más.
Pues ¿cuál es mi propósito, sino contar toda la verdad de lo acaecido
entonces?

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
1

Marsella
Septiembre de 1997

MARSELLA ERA UN BUEN LUGAR para morir, y lo había sido durante siglos. El
legendario puerto mediterráneo conservaba su reputación de guarida de
piratas, contrabandistas y asesinos, una fama disfrutada desde que los
romanos arrebataron la ciudad a los griegos en tiempos antes de Cristo.
A finales del siglo XX, los esfuerzos del Gobierno francés por limpiar de
delincuentes la ciudad habían conseguido por fin que fuera posible tomar
una bullabesa sin temor a ser asaltado. De todos modos, el crimen no
impresionaba a los marselleses. El asesinato estaba arraigado en su historia y
en su genética. Los curtidos pescadores ni siquiera pestañeaban cuando sus
redes atrapaban algo muy poco adecuado para preparar su famosa sopa.
Roger-Bernard Gélis no era nativo de Marsella. Había nacido y crecido
en las estribaciones de los Pirineos, en una comunidad que existía
orgullosamente como un anacronismo viviente. El siglo XX no había hecho
mella en su cultura, tan antigua que veneraba el poder del amor y la paz por
encima de todos los demás asuntos terrenales. Aun así, era un hombre de
edad madura a quien las cosas mundanas no le resultaban extrañas. Al fin y
al cabo, era el líder de su pueblo, y si bien la comunidad gozaba de una
profunda paz espiritual, no dejaba de tener enemigos.
A Roger-Bernard le gustaba decir que la luz más poderosa atrae la
oscuridad más impenetrable.
Era alto y fornido, una figura imponente para los forasteros. Quienes
desconocían el talante bondadoso de Gélis podían confundirle con alguien
temible. Con el paso del tiempo se impuso la teoría de que sus atacantes no
le eran desconocidos.
Tendría que haberlo imaginado, tendría que haber dado por sentado que
no le dejarían portar un objeto de un valor tan incalculable con absoluta
libertad. ¿Acaso no habían muerto casi un millón de sus antepasados por
salvaguardar este precioso tesoro? Pero le dispararon por la espalda y el
proyectil perforó su cráneo antes incluso de que Gélis sospechara que el
enemigo lo rondaba.
El examen forense de la bala no sirvió de nada a la policía, pues el
ataque de los asesinos concluyó con la desaparición de una parte crucial de
la anatomía del muerto. Tenían que ser varios, pues la estatura y peso de la
víctima requirió el concurso de unos cuantos hombres para hacerle lo que le
hicieron a continuación.
Roger-Bernard tuvo la suerte de estar muerto antes de que empezara el
ritual. Se ahorró el regocijo de sus asesinos cuando pusieron manos a su
espantosa obra. El jefe de los sicarios entonó su antiguo mantra de odio
mientras ejecutaba su cometido.
—Neca eos omnes. Neca eos omnes…
Separar una cabeza humana del tronco es una tarea complicada y difícil.
Exige fuerza, determinación y un instrumento muy afilado. Los asesinos de
Roger-Bernard contaban con todos estos elementos, y los utilizaron con la
máxima eficacia.

El cadáver había pasado mucho tiempo en el mar, maltratado por las


olas y mordisqueado por los hambrientos habitantes de las profundidades. El
lamentable estado del cuerpo desalentó tanto a los policías, que concedieron
escasa importancia al dedo que le faltaba en una mano. Una autopsia,
enterrada después por la burocracia (y tal vez por algo más), se limitó a
constatar que le habían seccionado el dedo índice de la mano derecha.

Jerusalén
Septiembre de 1997
LA CIUDAD VIEJA DE JERUSALÉN bullía de actividad frenética, como todos los
viernes por la tarde. La historia impregnaba el aire sagrado y enrarecido,
mientras los fieles se dirigían a los templos para preparar el sabbat. Los
cristianos paseaban por la Vía Dolorosa, una serie de tortuosas calles
adoquinadas que señalaban el camino de la crucifixión. Fue aquí donde un
magullado y ensangrentado Jesucristo, cargando una enorme cruz, se
encaminó hacia su destino divino en lo alto del Gólgota.
Aquella tarde de otoño, la escritora norteamericana Maureen Paschal no
se diferenciaba en nada de los demás peregrinos que habían llegado desde
todos los confines de la tierra. La embriagadora brisa de septiembre
combinaba el aroma de shwarma con la fragancia de los aceites exóticos que
llegaba desde los antiguos mercados. Maureen flotaba inmersa en la
sobrecarga sensorial característica de Israel, aferrando una guía comprada
por Internet a una organización cristiana. La guía detallaba el Vía Crucis,
junto con planos y direcciones de las catorce estaciones del camino de
Cristo.
—¿Quiere un rosario, señora? Madera del Monte de los Olivos.
—¿Quiere una visita guiada, señora? Nunca se perderá. Yo le enseño
todo.
Como la mayoría de mujeres occidentales, se vio obligada a rechazar el
acoso de los vendedores callejeros de Jerusalén. Algunos eran inasequibles
al desaliento en su esfuerzo por ofrecer mercancías o servicios. Otros sólo se
sentían atraídos por la menuda mujer de pelo rojo y tez blanca, una
combinación única y exótica en esta parte del mundo. Maureen rechazaba a
sus perseguidores con un educado pero firme «No, gracias». Luego
interrumpía el contacto visual y se alejaba. Su primo Peter, un experto en
estudios sobre Oriente Próximo, la había aleccionado sobre la cultura de la
Ciudad Vieja. Maureen era muy meticulosa, incluso en los detalles más
ínfimos de su trabajo, y había estudiado con detenimiento la cultura siempre
en evolución de Jerusalén. Hasta el momento, el esfuerzo había valido la
pena, y era capaz de mantener a raya las distracciones con el fin de
concentrarse en su investigación. Anotaba detalles y observaciones en su
libreta Moleskine.
Se quedó conmovida al borde del llanto por la intensidad y belleza de la
capilla franciscana de la Flagelación, de ochocientos años de antigüedad,
construida en el mismo sitio donde Jesús había recibido los azotes. Fue una
reacción emocional inesperada, porque Maureen no había ido a Jerusalén
como peregrina, sino para investigar, pues necesitaba documentarse para
plasmar un escenario histórico verosímil en su próxima obra. Mientras
Maureen procuraba comprender mejor los acontecimientos del Viernes
Santo, abordaba esta investigación más con la cabeza que con el corazón.
Visitó el convento de las Hermanas de Sión, antes de desplazarse hasta
la cercana capilla de la Condenación, el legendario lugar donde Jesús había
recibido la cruz después de que Poncio Pilatos aprobara la sentencia de
muerte por crucifixión. Una vez más, el inesperado nudo que sintió en la
garganta vino acompañado por una abrumadora sensación de dolor mientras
recorría el edificio. Esculturas en bajorrelieve de tamaño natural ilustraban
los acontecimientos de una terrible mañana de dos mil años atrás. Maureen
se detuvo, fascinada, junto a una gráfica escena de evocadora humanidad: un
discípulo que intentaba detener a María, la madre de Jesús, para que no viera
a su hijo cargando la cruz. Las lágrimas se agolparon en sus ojos mientras
contemplaba la imagen. Era la primera vez en su vida que pensaba en
aquellas figuras históricas como gente real, seres humanos de carne y hueso
presos de una angustia casi inimaginable.
Maureen se sintió momentáneamente mareada, y tuvo que apoyar una
mano contra las frías piedras de la pared para no caer. Se vio obligada a
concentrarse de nuevo para tomar más notas sobre las imágenes y las
esculturas.
Continuó su camino, pero las laberínticas calles de la Ciudad Vieja eran
engañosas, incluso con un buen plano. Los puntos de referencia eran
antiguos con frecuencia, y acusaban el paso del tiempo, y quienes no
conocían bien su emplazamiento solían pasarlos por alto. Maureen maldijo
en silencio cuando comprendió que había vuelto a perderse. Se detuvo al
abrigo de la entrada de una tienda para resguardarse de la luz del sol directa.
La intensidad del calor, pese a la leve brisa, desmentía lo avanzado de la
estación. Protegió la guía del resplandor y paseó la vista a su alrededor, con
la intención de orientarse.
—La octava estación de la cruz. Tiene que estar por aquí —murmuró en
voz baja. El lugar interesaba en especial a Maureen, pues su obra se centraba
en el papel de las mujeres en esta historia. Consultó la guía y leyó un pasaje
de los Evangelios relacionado con la octava estación.
«Un gran número de gente le seguía, incluyendo mujeres que gemían y
lloraban por él. Jesús dijo: “No lloréis por mí, hijas de Jerusalén. Llorad por
vosotras y por vuestros hijos”».
Un golpe seco en el vidrio de la puerta que tenía detrás la sobresaltó.
Alzó la vista, imaginando que vería el rostro de su propietario, airado porque
bloqueaba la entrada al comercio, pero el rostro que la miraba sonreía. Un
palestino de edad madura, vestido de manera inmaculada, abrió la puerta de
una tienda de antigüedades e invitó a Maureen a pasar con un ademán.
Cuando habló, lo hizo en un hermoso inglés, pese al acento.
—Entre, por favor. Bienvenida, me llamo Mahmoud. ¿Se ha perdido?
Maureen agitó la guía sin convicción.
—Busco la octava estación. El plano dice…
Mahmoud desechó la guía con una carcajada.
—Sí, sí. La octava estación. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén.
Está a la vuelta de la esquina —indicó—. Una cruz sobre la pared de piedra
la señala, pero hay que mirar con mucha atención.
Mahmoud observó a Maureen con detenimiento antes de continuar.
—Pasa lo mismo con todo en Jerusalén. Hay que mirar con mucha
atención para reconocer las cosas.
Maureen observaba sus gestos, satisfecha de comprender sus
indicaciones. Sonrió, le dio las gracias y se dispuso a marchar, pero se
detuvo al ver algo en una estantería cercana. La tienda de Mahmoud era uno
de los establecimientos mejor surtidos de Jerusalén, y vendía antigüedades
auténticas: lámparas de aceite de los tiempos de Cristo, monedas con la
efigie de Poncio Pilatos. Un exquisito destello colorido que atravesaba el
vidrio de un escaparate atrajo a Maureen.
—Son joyas hechas de fragmentos de cristal romano —explicó
Mahmoud, cuando Maureen se acercó al estante donde se exhibían joyas de
oro y plata con cristales engastados.
—Son bellísimas —observó Maureen, al tiempo que admiraba un
pendiente de plata. Prismas de colores bailaron en la tienda cuando alzó la
joya a la luz, iluminando su imaginación de escritora.
—Me pregunto qué historia podrían contarnos los cristales.
—¿Quién sabe lo que fueron en otro tiempo estos cristales? —
Mahmoud se encogió de hombros—. ¿Eran parte de un frasco de perfume?
¿De un tarro de especias? ¿De un jarrón para colocar rosas o lirios?
—Es asombroso pensar que hace dos mil años formaban parte de un
objeto cotidiano de una casa cualquiera. Fascinante.
Maureen dedicó a la tienda y a su contenido una inspección más
detenida, y se quedó impresionada por la calidad de los objetos y la belleza
del muestrario. Extendió la mano para pasar el dedo con delicadeza sobre
una lámpara de aceite de cerámica.
—¿De veras tiene dos mil años de antigüedad?
—Por supuesto. Algunos de mis objetos son todavía más antiguos.
Maureen meneó la cabeza.
—¿Éste tipo de antigüedades no deberían estar en un museo?
Mahmoud lanzó una estentórea y entusiasta carcajada.
—Querida mía, todo Jerusalén es un museo. No puede excavar en su
jardín sin desenterrar algo de suma antigüedad. La mayoría de los objetos
más valiosos van a parar a colecciones importantes. Pero no todos.
Maureen se acercó a una vitrina llena de joyas antiguas de cobre, batido
y oxidado. Se detuvo, su atención concentrada en un anillo que tenía
engastado un disco del tamaño de una moneda pequeña. Mahmoud siguió su
mirada, extrajo el anillo de la vitrina y se lo ofreció. Un rayo de sol que
entraba por el escaparate cayó sobre el anillo, iluminó el disco y reveló un
dibujo de nueve puntos alrededor de un círculo central.
—Una elección muy interesante —dijo Mahmoud. Su tono jovial había
cambiado. Ahora estaba serio y concentrado, y observaba a Maureen con
atención mientras ella le interrogaba acerca del anillo.
—¿Cuál es su antigüedad?
—No sabría decirle. Mis expertos afirmaron que era bizantino, tal vez
de los siglos seis o siete, pero cabe la posibilidad de que sea más antiguo
todavía.
Maureen miró con atención el dibujo que componían los puntos.
—Este dibujo me parece… familiar. Tengo la sensación de haberlo
visto antes. ¿Sabe si simboliza algo?
Mahmoud relajó su concentración.
—No puedo afirmar con seguridad lo que el artista quiso crear hace mil
quinientos años, pero me han dicho que era el anillo de un cosmólogo.
—¿Un cosmólogo?
—Alguien que comprende la relación entre la Tierra y el cosmos. Lo
que está arriba es igual que lo que está abajo. Debo decir que, la primera vez
que lo vi, me recordó a los planetas bailando alrededor del Sol.
Maureen contó los puntos en voz alta.
—Siete, ocho, nueve. Pero en aquella época no sabían que había nueve
planetas, ni que el Sol era el centro del sistema solar. No puede ser eso,
¿verdad?
—No podemos presumir de conocer lo que los antiguos sabían. —
Mahmoud se encogió de hombros—. Pruébeselo.
Maureen, que presintió de repente una argucia de vendedor, devolvió el
anillo a Mahmoud.
—Oh, no, gracias. Es muy bonito, pero sólo era curiosidad. Me prometí
que hoy no gastaría dinero.
—Ningún problema —dijo Mahmoud, negándose a tomar el anillo—.
Porque tampoco está en venta.
—¿No?
—No. Mucha gente me ha ofrecido comprar este anillo. Yo me niego a
venderlo. Por lo tanto, pruébeselo sin condiciones. Sólo por diversión.
Tal vez porque el hombre había recuperado su tono guasón y ella se
sentía menos presionada, o debido a la atracción del dibujo inexplicado,
Maureen deslizó el anillo de cobre en su dedo anular derecho. Encajó a la
perfección.
Mahmoud asintió, serio de nuevo, y susurró casi para sí:
—Como hecho a la medida.
Maureen alzó el anillo a la luz y lo examinó en su mano.
—No puedo apartar mis ojos de él.
—Es porque es para usted.
Maureen levantó la vista con suspicacia. Mahmoud era más elegante
que los vendedores callejeros, pero al fin y al cabo era un vendedor.
—¿No ha dicho que no estaba en venta?
Empezó a quitarse el anillo, a lo cual se opuso con vehemencia el
vendedor, que alzó las manos en señal de protesta.
—No. Por favor.
—De acuerdo, de acuerdo. Ahora es cuando empieza el regateo,
¿verdad? ¿Cuánto vale?
Mahmoud pareció muy ofendido antes de contestar.
—No me ha entendido bien. Me confiaron el anillo hasta que
encontrara la mano adecuada. La mano para la que fue hecho. Ahora veo que
es su mano. No puedo vendérselo porque ya es suyo.
Maureen miró el anillo, y después a Mahmoud, perpleja.
—No lo entiendo.
En el rostro de Mahmoud se dibujó una sonrisa sabia y el hombre
avanzó hacia la puerta de la tienda.
—No, pero un día lo hará. De momento, conserve el anillo. Un regalo.
—No puedo…
—Puede y lo hará. Ha de hacerlo. De lo contrario, habré fracasado. No
querrá cargar con ese peso en su conciencia, por supuesto.
Maureen meneó la cabeza, desconcertada, mientras le seguía hasta la
puerta, donde se detuvo.
—La verdad es que no sé qué decir, ni cómo darle las gracias.
—No hace falta, no hace falta. Pero ahora debe irse. Los misterios de
Jerusalén la están esperando.
Mahmoud le abrió la puerta a Maureen, quien volvió a darle las gracias.
—Adiós, Magdalena —susurró cuando ella salió. Maureen se detuvo y
se volvió al punto.
—Perdone, ¿qué ha dicho?
Mahmoud volvió a exhibir su sonrisa sabia y enigmática.
—He dicho, adiós, madonna.
Saludó a Maureen con la mano, y ésta le devolvió el gesto y salió al
ardiente sol de Oriente Próximo.

Maureen regresó a la Vía Dolorosa, donde encontró la octava estación


justo donde Mahmoud le había indicado. Pero estaba inquieta y era incapaz
de concentrarse, pues se sentía extraña después de su encuentro con el
comerciante. Cuando continuó su camino, volvió a sentirse aturdida, hasta el
punto de la desorientación. Era su primer día en Jerusalén, y debía ser efecto
del jet lag. El vuelo desde Los Ángeles había sido largo y fatigoso, y no
había dormido mucho la noche anterior. Lo que sucedió a continuación, si
fue combinación del calor, el agotamiento y el hambre, o algo más
inexplicable, Maureen jamás lo había experimentado.
Encontró un banco de piedra y se paró a descansar. Se balanceó cuando
sufrió otra oleada inesperada de vértigo, en el momento en que el sol
implacable proyectaba un destello cegador, y se sintió transportada a otra
dimensión.
De forma abrupta se encontró en medio de una turba. A su alrededor
reinaba el caos. La gente gritaba y se empujaba. Maureen conservaba la
lucidez suficiente para reparar en que las figuras hormigueantes iban
vestidas con ropas toscas de fabricación casera. Los que iban calzados
llevaban una burda versión de las sandalias modernas. Se fijó cuando alguien
la pisó. Casi todos eran hombres, barbudos y hoscos. El sol omnipresente de
la tarde caía sobre ellos. Los rostros airados y afligidos que la rodeaban
estaban cubiertos de sudor y suciedad. Se encontraba al borde de un angosto
camino, y la multitud que tenía delante empezó a propinar empellones. Se
estaba abriendo una brecha natural, y un pequeño grupo avanzaba poco a
poco por la senda. Daba la impresión de que la turbamulta la seguía. Cuando
la masa se acercó más, Maureen vio a la mujer por primera vez.
Una isla inmóvil y solitaria en el centro del caos. Era una de las pocas
mujeres de la muchedumbre, pero no era eso lo que la diferenciaba sino su
porte, majestuoso como el de una reina pese a la costra de tierra que cubría
sus manos y pies. Llevaba recogida parte de su lustrosa cabellera pelirroja
bajo un velo púrpura que ocultaba la mitad inferior de su cara. Maureen supo
al instante que debía llegar hasta ella, que necesitaba establecer contacto,
tocarla, hablar con ella. Pero la multitud se lo impedía, y ella se movía como
en un sueño, a cámara lenta.
Mientras luchaba por abrirse paso hasta donde estaba la mujer, su
dolorosa belleza la impresionó. Era menuda, de rasgos exquisitos y
delicados. Pero fueron sus ojos lo que continuaron hechizando a Maureen
mucho después de que la visión se desvaneciera. Los ojos de la mujer,
enormes y brillantes a causa de las lágrimas sin derramar, ocupaban un lugar
del espectro entre el ámbar y el verde salvia. Tenían un extraordinario color
avellana claro que reflejaba infinita sabiduría e insoportable tristeza: una
combinación que partía el corazón. La mirada desgarradora de la mujer se
posó en Maureen durante un breve e interminable momento, y aquellos ojos
inverosímiles transmitieron una súplica de absoluta y total desesperación.
Tienes que ayudarme.
Maureen sabía que la súplica iba dirigida a ella. Estaba extasiada,
petrificada, con la mirada clavada en los ojos de la mujer. El momento se
rompió cuando la desconocida bajó la vista para mirar a la niña que tiraba de
su mano con insistencia.
Los ojos de la pequeña eran como los de su madre. Detrás de ella se
erguía un chico, mayor y de ojos más oscuros, pero no cabía duda de que
también era hijo de la mujer. Maureen supo en aquel inexplicable instante
que era la única persona capaz de ayudar a aquella extraña reina sufriente y a
sus hijos. Al tiempo que adquiría esa certeza, una oleada de intensa
confusión, y rayana en el dolor, la embargó.
Entonces, la multitud se puso en movimiento de nuevo, y envolvió a
Maureen en un mar de sudor y desesperación.

Maureen parpadeó y cerró los ojos con fuerza durante unos segundos.
Meneó la cabeza enérgicamente para ayudarse a enfocar la vista, sin saber
muy bien al principio dónde estaba. Una mirada a sus tejanos, la mochila de
microfibra y las zapatillas Nike la convencieron de que continuaba en el
siglo XX. A su alrededor continuaba el bullicio de la Ciudad Vieja, pero la
gente iba vestida al estilo contemporáneo y los sonidos eran diferentes:
Radio Jordán emitía una canción pop (¿era Losing My Religion, de rem?)
desde una tienda de enfrente. Un chico palestino tamborileaba sobre el
mostrador. Le dedicó una sonrisa sin perder el ritmo.
Maureen se levantó del banco e intentó desprenderse de la visión, si
había sido eso. No estaba segura, ni tampoco podía permitirse el lujo de
seguir pensando en ello. Tenía el tiempo limitado en Jerusalén, y dos mil
años de lugares que ver. Apeló a su disciplina de periodista y a toda una vida
de reprimir los sentimientos, archivó la visión para llevar a cabo un análisis
posterior, y se obligó a seguir andando.
Se mezcló con un grupo de turistas británicos cuando doblaron una
esquina, conducidos por un guía que llevaba alzacuello de sacerdote
anglicano. El hombre anunció a los peregrinos que se estaban acercando al
lugar más sagrado de la cristiandad, la basílica del Santo Sepulcro.
Gracias a sus investigaciones, Maureen sabía que las restantes
estaciones del Vía Crucis se hallaban dentro del venerado edificio. La
basílica, que abarcaba varias manzanas, ocupaba el lugar de la crucifixión
desde que la emperatriz Elena había jurado proteger este terreno sagrado en
el siglo IV. Elena, quien también fue la madre del emperador romano
Constantino, fue canonizada con posterioridad por sus esfuerzos.
Maureen se acercó a las enormes puertas de entrada con parsimonia y
cierta vacilación. Cuando pisó el umbral, cayó en la cuenta de que hacía
muchos años que no entraba en una iglesia, pero tampoco ardía en deseos de
cambiar dicha situación. Se recordó con firmeza que la investigación que la
había llevado a Israel era de índole erudita antes que espiritual. Mientras no
perdiera de vista este detalle, podría hacerlo. Podría atravesar aquellas
puertas.
Pese a su reticencia, aquel colosal templo poseía algo carismático, algo
que provocaba temor reverencial. Cuando entró, oyó las palabras del
sacerdote británico:
—Dentro de estos muros, verán el lugar donde el Señor hizo el
sacrificio definitivo. Donde le despojaron de su ropa, donde le clavaron en la
cruz. Entrarán en la tumba sagrada donde depositaron su cuerpo. Hermanos
y hermanas en Cristo, en cuanto entren en este lugar, sus vidas nunca
volverán a ser como antes.

El penetrante e inconfundible olor a incienso envolvió a Maureen en


cuanto entró. Peregrinos de todos los rincones de la cristiandad colmaban la
gigantesca basílica. Pasó ante un grupo de sacerdotes coptos congregados en
reverente discusión, y vio que un sacerdote ortodoxo griego encendía una
vela en una de las capillas pequeñas. Un coro masculino cantaba en un
dialecto oriental, un sonido exótico para los oídos occidentales. El himno se
alzaba desde algún lugar secreto de la iglesia.
Maureen estaba asimilando las vistas y sonidos del lugar, extraviada en
la sobrecarga sensorial. No vio al hombrecillo nervudo que se situó a su lado
hasta que le dio una palmadita en el hombro, lo cual hizo que se sobresaltara.
—Lo siento, señorita. Lo siento, señorita Mo-rií.
Hablaba inglés, pero al contrario que el enigmático Mahmoud, su
acento era muy marcado. Su dominio del idioma de Maureen era
rudimentario, en el mejor de los casos, y como resultado ella no entendió al
principio que la estaba llamando por su nombre. Repitió su cantinela.
—Mo-rií. Su nombre. Es Mo-rií, ¿no?
Maureen estaba intrigada, mientras intentaba dilucidar si el hombrecillo
la estaba llamando efectivamente por el nombre, y en tal caso, cómo lo
sabía. Llevaba en Jerusalén menos de veinticuatro horas, y nadie, salvo el
recepcionista del hotel Rey David, sabía su nombre. Pero el hombre estaba
impaciente, y volvió a la carga.
—Mo-rií. Usted es Mo-rií. Escritora. Usted escribe, ¿no? ¿Mo-rií?
Maureen asintió poco a poco y contestó.
—Sí. Me llamo Maureen, pero ¿cómo lo sabe?
El hombrecillo hizo caso omiso de la pregunta, agarró su mano y tiró de
ella.
—No hay tiempo, no hay tiempo. Venga. Nosotros esperarla mucho
tiempo. Venga, venga.
Para ser un hombre tan pequeño (más que Maureen, y ella era muy
menuda), se movía con mucha celeridad. Sus cortas piernas le impulsaron a
través del vientre de la basílica, al otro lado de la cola de peregrinos que
esperaban para entrar en el Santo Sepulcro. Siguió andando hasta que
llegaron a un pequeño altar situado en la parte posterior del edificio, donde
se detuvo de repente. La zona estaba dominada por una escultura en bronce
de tamaño natural de una mujer, que extendía los brazos hacia un hombre en
posición suplicante.
—Capilla de María Magdalena. Magdalena. Usted venir por ella, ¿no?
¿No?
Maureen asintió con cautela, mientras miraba la escultura y bajaba la
vista hacia la placa, que rezaba:

EN ESTE LUGAR,
MARÍA MAGDALENA FUE LA PRIMERA
EN VER AL SEÑOR RESUCITADO

Leyó en voz alta la cita de otra placa que había debajo del bronce.
—«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién andas buscando?».
Maureen no tuvo mucho tiempo para meditar sobre la pregunta, porque
el hombrecillo ya estaba tirando de ella otra vez, caminando a toda prisa con
su paso peculiar hasta otro rincón más oscuro de la basílica.
—Venga, venga.
Doblaron una esquina y se detuvieron delante de un cuadro, el retrato
envejecido de una mujer. El tiempo, el incienso y los siglos de residuos
aceitosos de velas habían obrado su efecto en la pintura, por lo cual Maureen
tuvo que acercarse más para examinarla. El hombrecillo habló con voz muy
seria.
—Cuadro muy antiguo. Griego. ¿Entiende? Griego. El más importante
de Nuestra Señora. Necesita que usted cuente su historia. Por eso vino aquí,
Mo-rií. La hemos esperado mucho tiempo. Ella ha esperado. A usted. ¿No?
Maureen contempló con cautela la pintura, el antiguo retrato de una
mujer que llevaba una capa roja. Se volvió hacia el hombrecillo, muy
intrigada ahora por saber adónde la estaba conduciendo todo esto. Pero ya no
estaba, se había desvanecido con tanta rapidez como había aparecido.
—¡Espere!
El grito de Maureen resonó en la enorme iglesia, pero no obtuvo
respuesta. Devolvió su atención al cuadro.
Cuando se acercó más al retrato, observó que la mujer llevaba en la
mano derecha un anillo que tenía engastado un disco redondo de cobre, con
un dibujo que plasmaba nueve círculos rodeando una esfera central.
Maureen levantó la mano derecha, en la que llevaba su nuevo anillo,
para compararlo con el del cuadro.
Los anillos eran idénticos.

… Mucho se dirá y escribirá en los tiempos venideros acerca de Simón,


el Pescador de Hombres. De cómo Easa y yo misma le llamábamos la roca,
Pedro, mientras los otros le llamaban Cefas, en su lengua vernácula. Y si la
historia es justa, dirá que amaba a Easa con pasión y lealtad sin parangón.
Y mucho se ha dicho ya, según me han contado, sobre mi relación con
Simón Pedro. Están los que nos llamaban adversarios, enemigos. Preferían
creer que Pedro me despreciaba, y que pugnábamos por atraer la atención
de Easa en cada momento. También están los que acusaban a Pedro de
odiar a las mujeres, una acusación que no se puede aplicar a ningún
seguidor de Easa. Sépase que ningún hombre que siguió a Easa
menospreció a una mujer o subestimó su papel en el plan de Dios. Cualquier
hombre que actúe así y afirme que Easa es su maestro, miente.
Estas acusaciones contra Pedro son falsas. Los que fueron testigos de
las críticas que Pedro vertió sobre mí no conocen nuestra historia, ni el
motivo de sus arrebatos. Pero yo lo entiendo y no le juzgaré, jamás. Esto es,
por encima de todo, lo que Easa me enseñó, y confío en que también lo
enseñara a los demás: no juzguéis.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
2

Los Ángeles
Octubre de 2004

—BASTA YA DE DIFAMACIONES: María Antonieta nunca dijo «Que coman


cruasanes», Lucrecia Borgia jamás envenenó a nadie, y María Estuardo no
era una ramera asesina. Al enmendar estos yerros, damos el primer paso para
devolver a las mujeres al lugar de la historia que les corresponde con honor,
un lugar mancillado por generaciones de historiadores con motivaciones
políticas inconfesables.
Maureen hizo una pausa cuando el grupo de estudiantes adultos
manifestó su aprobación entre cuchicheos. Dirigirse a una clase nueva era
como la noche de estreno en un teatro. El éxito de su actuación inicial
determinaba el impacto a largo plazo de todo su trabajo.
—Durante las próximas semanas, examinaremos las vidas de algunas
de las mujeres con peor fama de la historia y la leyenda. Mujeres que han
dejado una huella indeleble en la evolución del pensamiento y la sociedad
modernos. Mujeres que han sido mal comprendidas y peor descritas por
aquellos individuos que han establecido la historia del mundo occidental al
confiar sus opiniones al papel.
Estaba lanzada y no quería interrumpir su exposición para contestar
preguntas tan pronto, pero un estudiante había alzado la mano desde la
primera fila en cuanto había empezado a hablar. Parecía muy inquieto, pero
por lo demás su apariencia era de lo más normal. ¿Amigo o rival?
¿Admirador o fundamentalista? Siempre existía ese riesgo. Maureen le cedió
la palabra, pues sabía que la distraería hasta que no le complaciera.
—¿Considera que su visión de la historia es feminista?
¿Eso era todo? Maureen se relajó un poco mientras contestaba la
pregunta.
—Considero que es una visión sincera de la historia. Mi único objetivo
es llegar al fondo de la verdad.
Aún no había conseguido escapar.
—Bien… A mí me parece muy antimasculina.
—En absoluto. Me encantan los hombres. Creo que toda mujer debería
tener uno.
Maureen hizo una pausa para dejar que las mujeres presentes rieran.
—Estoy bromeando. Mi objetivo es devolver el equilibrio a las cosas, a
base de observar la historia con ojos modernos. ¿Usted vive del mismo
modo que lo hacía la gente hace mil seiscientos años? No. En tal caso, ¿por
qué las leyes, creencias e interpretaciones históricas dictadas en los albores
de la Edad Media deberían gobernar nuestra forma de vivir en el siglo
veintiuno? Es absurdo.
—Por eso estoy aquí —replicó el estudiante—, para descubrir de qué va
todo esto.
—Bien, le aplaudo por estar aquí y sólo le pido que mantenga la mente
abierta. De hecho, quiero que todos ustedes dejen lo que estén haciendo,
levanten la mano derecha y presten el siguiente juramento.
El grupo de estudiantes nocturnos cuchicheó de nuevo, y todos
intercambiaron miradas, sonrieron y se encogieron de hombros, como para
decidir si hablaba en serio. Su profesora, escritora de grandes éxitos de
ventas y respetada periodista, se erguía ante ellos con la mano derecha
levantada y una expresión expectante en su rostro.
—Ánimo —les aguijoneó—. Levanten la mano y repitan conmigo.
La clase se mantuvo a la expectativa.
—Juro solemnemente, como estudiante de historia concienzudo —
Maureen hizo una pausa, mientras los estudiantes la coreaban—, no olvidar
jamás que todas las palabras confiadas al papel han sido escritas por seres
humanos.
Otra pausa para observar la reacción de los estudiantes.
—Y como todos los seres humanos están gobernados por sus
sentimientos, opiniones y filiaciones políticas y religiosas, toda la historia se
compone tanto de opiniones como de hechos, y en muchos casos ha sido
falsificada debido a las ambiciones personales o intenciones secretas del
autor.
»Juro solemnemente mantener mi mente abierta mientras asista a esta
clase. Repitan conmigo nuestro grito de batalla: La historia no es lo que
sucedió. La historia es lo que se escribió.
Levantó un libro de tapa dura del atril que tenía delante y lo mostró a la
clase.
—¿Todo el mundo ha comprado un ejemplar de este libro?
Cabeceos generalizados y manifestaciones afirmativas contestaron a su
pregunta. El libro que sostenía en alto Maureen era su propia y controvertida
obra Historia de Ella. Una defensa de las heroínas más odiadas de la
historia. Era el motivo de que llenara aulas nocturnas y salas de conferencias
cada vez que daba clase.
—Esta noche, empezaremos hablando de las mujeres del Antiguo
Testamento, antepasadas femeninas de la tradición judeocristiana. La semana
que viene, pasaremos al Nuevo Testamento, y dedicaremos la mayor parte de
la clase a una sola mujer: María Magdalena. Analizaremos las diferentes
fuentes y referencias sobre su vida, tanto en su condición de mujer como de
discípula de Cristo. Hagan el favor de leer los capítulos correspondientes
para preparar la discusión de la semana entrante.
»También habrá una conferencia de nuestro invitado especial, el doctor
Peter Healy, a quienes algunos de ustedes tal vez conozcan por nuestro
programa de extensión universitaria de Humanidades. Para los que aún no
hayan tenido la suerte de asistir a una de las clases del buen doctor, es
también el padre Healy, erudito jesuita y experto de fama internacional en
estudios bíblicos.
El insistente estudiante de la primera fila volvió a levantar la mano, y
no esperó a que Maureen le concediera la palabra.
—¿No están emparentados usted y el doctor Healy?
Maureen asintió.
—El doctor Healy es mi primo.
»Nos explicará el punto de vista de la Iglesia sobre la relación de María
Magdalena con Cristo, y nos ilustrará sobre la evolución de las opiniones a
lo largo de dos mil años —continuó Maureen, ansiosa por retomar el hilo y
terminar a tiempo—. Será una buena velada, de modo que procuren no
perdérsela.
»Pero esta noche, empezaremos con una de nuestras madres
ancestrales. Lo primero que conocemos de Betsabé es que está
“purificándose de su suciedad”…
Maureen abandonó a toda prisa el aula, manifestando sus disculpas y
jurando que la semana siguiente se quedaría después de la clase. En
circunstancias normales, habría permanecido media hora más, como
mínimo, en el aula, hablando con el grupo que, inevitablemente, no se movía
de su sitio al terminar la sesión. Le gustaban mucho esos ratos con sus
estudiantes, tal vez más incluso que las propias conferencias, pues los que se
quedaban eran sus almas gemelas. Eran los estudiantes que la animaban a
seguir enseñando. No necesitaba, desde luego, la miseria que le pagaban por
las clases. Maureen daba clases porque le encantaban el contacto y el
estímulo de compartir sus teorías con otros, gente entusiasta y de mentalidad
abierta.
Aceleró el paso, con los tacones repiqueteando sobre las aceras de las
avenidas flanqueadas de árboles del campus norte. No quería que Peter se le
escapara, esta noche no. Maureen maldijo su adicción a la moda, pues habría
necesitado unos zapatos más cómodos para correr y llegar a su despacho
antes de que él se marchara. Como siempre, iba vestida de manera
impecable, ya que era tan meticulosa en su vestimenta como en todos los
demás detalles de su vida. El traje de diseño de corte perfecto se adaptaba de
maravilla a su menuda figura, y el color bosque destacaba sus ojos verdes.
Un par de zapatos Manolo Blahnik bastante osados prestaban un toque
actual a su, por lo demás, indumentaria conservadora, y un poco más de
estatura a su metro cincuenta. La causa de su frustración en aquel momento
era, precisamente, el par de Manolos. Por un instante, pensó en sacárselos
dando un puntapié.
No te vayas, por favor. Quédate ahí. Invocó a Peter mentalmente
mientras corría. Siempre habían estado conectados de una forma extraña,
incluso de niños, y confió en que pudiera captar hasta qué punto necesitaba
hablar con él. Maureen había intentado llamarle antes por vías más
convencionales, pero sin éxito. Peter odiaba los teléfonos móviles y nunca
llevaba uno encima, pese a que ella se lo había suplicado numerosas veces a
lo largo de los años, y para colmo, él casi siempre se negaba a descolgar la
extensión de su despacho si estaba inmerso en el trabajo.
Se quitó los incómodos zapatos de tacón y los metió en su bolso de piel
antes de echar a correr por el último tramo que faltaba para llegar a su
destino. Maureen contuvo la respiración cuando dobló la esquina, alzó la
vista hacia las ventanas de la segunda planta y contó desde la izquierda.
Exhaló un suspiro de alivio cuando vio luz en la cuarta ventana. Peter aún no
se había marchado.
Maureen subió los escalones con parsimonia, dándose tiempo para
recuperar el aliento. Giró por el pasillo de la izquierda y se detuvo cuando
llegó a la cuarta puerta de la derecha. Peter estaba examinando un
manuscrito amarillento con una lupa. Más que verla, la presintió en la
puerta, y cuando levantó la vista, una sonrisa de bienvenida iluminó su
rostro.
—¡Maureen! Qué maravillosa sorpresa. No esperaba verte esta noche.
—Hola, Pete —contestó ella con idéntico afecto, y se acercó al
escritorio para darle un abrazo—. Me alegro de encontrarte. Tenía miedo de
que te hubieras marchado, porque necesitaba verte con desesperación.
Peter enarcó una ceja y meditó un largo momento antes de contestar.
—Ya sabes que, en circunstancias normales, me habría ido hace horas.
Me sentí impulsado a quedarme a trabajar hasta tarde, por algún motivo que
no llegué a comprender del todo… hasta ahora.
El padre Healy se encogió de hombros con una leve sonrisa de
complicidad. Maureen se la devolvió. Nunca había sido capaz de dar una
explicación lógica a la relación que sostenía con su primo mayor, pero desde
el día en que había llegado a Irlanda, cuando era pequeña, habían sido tan
íntimos como gemelos, y compartían una misteriosa habilidad de
comunicarse sin palabras.
Maureen introdujo la mano en el bolso y sacó una bolsa de plástico
azul, de las utilizadas por tiendas de importación de todo el mundo. Contenía
una pequeña caja rectangular, que entregó al sacerdote.
—Ah, Lyon’s Gold Label. Excelente elección. Aún no puedo soportar
el té norteamericano.
Maureen hizo una mueca y se encogió de hombros para indicar su
desagrado compartido.
—Agua de ciénaga.
—Bien, creo que la tetera está llena, de modo que la enchufaré y nos
tomaremos una taza en el acto.
Maureen sonrió cuando vio a Peter levantarse de la estropeada butaca
de cuero, que tanto le había costado obtener de la universidad. Después de
aceptar su cargo en el Departamento de extensión universitaria de
Humanidades, habían concedido al estimado doctor Peter Healy un despacho
con ventana y muebles modernos, que incluían un escritorio y una butaca
nuevos y muy funcionales. Peter odiaba los muebles funcionales, pero
todavía más los modernos. Utilizando su encanto irlandés como una fuerza
irresistible, logró que el personal administrativo, por lo general impasible, se
lanzara a una actividad frenética. Era clavado al actor irlandés Gabriel
Byrne, un parecido que siempre conseguía seducir a las mujeres, con
alzacuello o sin él. Habían registrado sótanos y aulas que ya no se utilizaban,
hasta encontrar justo lo que él quería: una butaca de cuero de respaldo alto,
desgastada y comodísima, y un escritorio de madera envejecida que, al
menos, parecía una antigüedad. Los complementos modernos del despacho
los eligió él: la mininevera del rincón, detrás del escritorio, una pequeña
tetera eléctrica para hervir agua y el teléfono, al que no solía hacer ningún
caso.
Maureen se sintió más relajada mientras le miraba, muy a gusto en
presencia de un pariente íntimo, inmerso en el arte, tranquilizador y tan
irlandés, de preparar el té.
Peter volvió a su escritorio y se inclinó hacia la mininevera situada
detrás de él. Extrajo un tetrabrik pequeño de leche y lo dejó al lado de la
caja de azúcar rosa y blanca que descansaba encima del frigorífico.
—En algún lugar hay una cuchara… Espera… Ya la tengo.
La tetera eléctrica empezó a silbar, indicando que el agua estaba
hirviendo.
—Yo haré los honores —dijo Maureen.
Se levantó, tomó la caja de té y abrió el plástico que la envolvía con una
uña manicurada. Sacó dos bolsas redondas y las introdujo en sendas tazas
diferentes manchadas de té. Desde el punto de vista de Maureen, los tópicos
acerca de los irlandeses y el whisky estaban muy exagerados: a lo que
verdaderamente eran adictos los irlandeses era a este brebaje.
Maureen terminó los preparativos, tendió una taza humeante a su primo
y se sentó en la silla que había delante del escritorio. Con su taza en la mano,
bebió en silencio un momento, sintiendo la mirada bondadosa de Peter
clavada en ella. Ahora que había corrido para verle, no sabía por dónde
empezar. Fue el sacerdote quien rompió por fin el silencio.
—Ella ha vuelto, ¿verdad? — preguntó en voz baja.
Maureen exhaló un suspiro de alivio. En aquellos momentos en que se
sentía al borde de la locura, Peter siempre estaba a su lado: primo, sacerdote,
amigo.
—Sí—contestó, con una dificultad para expresarse que raras veces
experimentaba—. Ella ha vuelto.

Peter se removía en la cama, incapaz de dormir. La conversación con


Maureen le había afectado más de lo que había dejado traslucir. Estaba
preocupado por ella, como pariente más cercano y como consejero espiritual.
Siempre había estado seguro de que los sueños de su prima volverían a
presentarse, y esperaba con temor ese momento.
Cuando Maureen regresó por primera vez de Tierra Santa, había tenido
sueños recurrentes sobre la mujer majestuosa de la capa roja, la mujer que
había visto en Jerusalén. Sus sueños siempre eran iguales: estaba rodeada
por la turba de la Vía Dolorosa. A veces, un sueño podía contener
variaciones sin importancia o algún detalle adicional, pero todos sus sueños
siempre transmitían una intensa sensación de desesperación. Era esta
intensidad la que preocupaba a Peter, la autenticidad de las descripciones de
Maureen. Era intangible, algo desencadenado por la propia Tierra Santa, una
sensación que él había vivido cuando estudiaba en Jerusalén: la sensación de
estar muy cerca de lo antiguo… y de lo divino.
Después de regresar de Tierra Santa, Maureen pasó muchas horas
hablando por teléfono con Peter, quien en aquel entonces estaba dando
clases en Irlanda. Su independiente primo, tan seguro de sí mismo, estaba
empezando a cuestionarse la cordura de su prima, y la intensidad y
frecuencia de los sueños le preocupaban. Solicitó el traslado a Loyola,
sabiendo que se lo concederían de inmediato, y subió a un avión con rumbo
a Los Ángeles para estar más cerca de su prima.
Cuatro años después, luchaba con sus pensamientos y su conciencia, sin
saber cuál era la mejor forma de ayudar a Maureen. Peter era el último
vínculo que ella se permitía con su antiguo pasado católico. Sólo confiaba en
él por ser miembro de la familia, y porque era la única persona de su vida
que nunca le había fallado.
Peter se sentó en el borde de la cama y cedió a la certidumbre de que el
sueño le esquivaría esa noche, al tiempo que procuraba no pensar en el
paquete de Marlboro que guardaba en el cajón de la mesita de noche. Había
intentado erradicar aquella mala costumbre. De hecho, era uno de los
motivos de que hubiera preferido vivir solo en un apartamento, y no en una
residencia para jesuitas. Pero la tensión era excesiva y se entregó al pecado.
Encendió un cigarrillo, dio una profunda calada y reflexionó sobre los
problemas que afrontaba Maureen.
Su vivaracha y menuda prima norteamericana siempre había tenido
algo especial. Cuando llegó por primera vez a Irlanda con su madre, era una
niña de siete años, asustada y solitaria, con un marcado acento sureño. Ocho
años mayor que ella, Peter la tomó bajo su protección y la presentó a los
niños del pueblo, además de poner un ojo morado a todos los que se
atrevieron a burlarse de la recién llegada por su extraño acento.
Pero Maureen no tardó en adaptarse a su entorno. Se recuperó con
rapidez de los traumas de su pasado en Luisiana, a medida que las nieblas de
Irlanda la envolvían para darle la bienvenida. Encontró refugio en el campo,
adonde Peter y sus hermanas la llevaban a dar largos paseos, para enseñarle
la belleza del río y advertirla sobre los peligros de los pantanos. Pasaba los
largos días de verano recogiendo las moras silvestres que crecían en la
granja de la familia, y jugando a fútbol hasta que el sol se ponía. Con el
tiempo, los chicos de la localidad la aceptaron, cuando se sintió más cómoda
con su entorno y dejó que su verdadera personalidad emergiera.
Peter se había preguntado a menudo sobre la definición de la palabra
carisma, cuando se utilizaba en el contexto sobrenatural de los primeros
tiempos de la Iglesia: carisma, don o poder conferido por la divinidad. Tal
vez podía aplicarse a Maureen más literal y profundamente de lo que
ninguno de ellos había soñado. Guardaba un diario de sus conversaciones
con ella, lo había hecho desde su primera llamada de larga distancia, en el
cual consignaba sus opiniones sobre el significado de los sueños. Y cada día
rezaba para recibir orientación. Si Maureen había sido elegida por Dios para
llevar a cabo alguna tarea relacionada con la época de la Pasión, que cada
vez veía más en sus sueños, necesitaría la máxima orientación de su Creador.
Y de su Iglesia.

Château des Pommes Bleues


El Languedoc
Octubre de 2004

—«MARIE DE NEGRE ELEGIRÁ el momento oportuno para la llegada de la


Esperada. La que nace del cordero pascual cuando el día y la noche son
iguales, la que es hija de la resurrección. La portadora del Sangral recibirá la
llave tras presenciar el Día Negro de la Calavera. Se convertirá en la nueva
Pastora y nos mostrará el Camino».
Lord Bérenger Sinclair paseaba de un lado a otro de su biblioteca. Las
llamas de una enorme chimenea de piedra arrojaban una luz dorada sobre
una colección ancestral de libros y manuscritos de valor incalculable. Una
bandera raída colgaba dentro de una vitrina protectora que abarcaba todo la
longitud del enorme hogar. Blanca en otro tiempo, la tela amarillenta estaba
adornada con flores de lis doradas desteñidas. El nombre compuesto Jhesus-
Maria estaba bordado en el bucarán, pero sólo era visible para los pocos que
tenían la oportunidad de acercarse a esta peculiar reliquia.
Sinclair recitó la profecía en voz alta y de memoria. Su leve acento
escocés destacaba las erres de la frase. Bérenger había aprendido las palabras
de pequeño, sentado sobre las rodillas de su abuelo. Entonces no comprendía
el significado del mensaje. Era un simple juego de memorización que
practicaba con el anciano cuando pasaba los veranos en la inmensa
propiedad francesa de su familia.
Dejó de deambular y se paró ante un árbol genealógico pintado desde el
suelo hasta el techo en la amplia pared del fondo. Era un enorme mural que
mostraba la historia de los extravagantes antepasados de Bérenger.
Esta rama de la familia Sinclair era una de las más antiguas de Europa.
De apellido original Saint Clair, fue expulsada del continente y encontró
refugio en Escocia en el siglo XIII, donde el apellido fue adaptado al inglés y
adoptó la forma actual. Los antepasados de Bérenger se hallaban entre los
personajes más ilustres de la historia inglesa, incluyendo a Jacobo I de
Inglaterra y su madre, tristemente célebre, María Estuardo.
La influyente e inteligente familia Sinclair consiguió sobrevivir a las
guerras civiles y a los conflictos políticos intestinos de Escocia, tomando
partido por ambos bandos de la Corona durante toda la tumultuosa historia
del país. Capitanes de la industria en el siglo XX, el abuelo de Bérenger había
forjado una de las mayores fortunas de Europa gracias a la creación de una
compañía petrolera en el mar del Norte. Multimillonario y par inglés en la
Cámara de los Lores, Alistair Sinclair poseía todo cuanto un hombre podía
desear, pero seguía siendo un ser insatisfecho e inquieto, siempre en busca
de algo que su fortuna no podía comprar.
El abuelo Alistair se obsesionó con Francia, y compró un enorme
castillo a las afueras de la población de Arques, en la misteriosa y escarpada
región del sudoeste conocida como el Languedoc. Llamó a su nuevo hogar
Château des Pommes Bleues, por razones sólo conocidas por unos cuantos
iniciados.
El Languedoc, una tierra montañosa, impregnada de misticismo era rica
en leyendas locales, que hablaban de tesoros enterrados y caballeros
misteriosos, que se remontaban a cientos, incluso miles de años. La
fascinación de Alistair Sinclair por el folclore del Languedoc creció cada vez
más, y compró toda la tierra que pudo en la región, al tiempo que se ponía a
buscar cada vez con mayor afán el tesoro que creía enterrado en la zona. El
botín que buscaba tenía poco que ver con oro o riquezas, algo que Alistair ya
poseía en abundancia. Era algo más valioso para él, para su familia y para el
mundo. Cada vez pasaba menos tiempo en Escocia a medida que iba
envejeciendo. Sólo era feliz cuando se encontraba en las agrestes montañas
rojas del Languedoc. Alistair insistía en que su nieto se reuniera con él los
veranos, y al final instiló su misma pasión por la mítica región (de hecho, su
obsesión) en el joven Bérenger.
Bérenger Sinclair, un hombre ya cuarentón, dejó de deambular por la
gran biblioteca, y esta vez se detuvo ante un retrato de su abuelo: un
caballero de facciones afiladas y angulosas, rizado pelo oscuro y ojos
penetrantes. Era como mirarse en un espejo.
—Se parece mucho a él, monsieur. Cada día más, y en muchos
aspectos.
Sinclair se volvió para contestar a su sigiloso criado, Roland. Pese a ser
un hombre gigantesco, se desplazaba con un sigilo extraordinario, y a
menudo daba la impresión de que se materializaba de la nada.
—¿Eso es bueno? — preguntó Bérenger con ironía.
—Por supuesto. Monsieur Alistair era un hombre excelente, muy
querido por la gente de los pueblos. Y por mi padre, y también por mí.
Sinclair asintió con una leve sonrisa. Roland siempre decía eso. El
gigante francés era un hijo del Languedoc. Su padre procedía de una familia
local que hundía sus raíces en el terruño legendario, y había sido
mayordomo de Alistair. Roland se educó en las dependencias del castillo y
comprendía a la familia Sinclair y sus excéntricas obsesiones. Cuando su
padre falleció de repente, Roland le sustituyó como encargado del Château
des Pommes Bleues. Era una de las pocas personas del mundo en quien
Bérenger Sinclair confiaba.
—Si me permite decírselo, estábamos trabajando en el vestíbulo y le
oímos, Jean-Claude y yo. Le oímos pronunciar las palabras de la profecía. —
Miró a Sinclair con curiosidad—. ¿Pasa algo?
Sinclair atravesó la sala en dirección al enorme escritorio de caoba que
dominaba la pared del fondo.
—No, Roland. No pasa nada. De hecho, creo que todo va a ir a mejor
por fin.
Levantó un libro de tapa dura que descansaba sobre el escritorio y le
enseñó la portada a su criado. Era un ensayo moderno, con un título que
rezaba: Historia de Ella. El subtítulo era; En defensa de las heroínas más
odiadas de la historia.
Roland miró el libro, perplejo.
—No entiendo.
—No, no, dale la vuelta. Mira esto. Mírala a ella.
Roland dio la vuelta al libro y vio la foto de contraportada de la autora,
cuyo nombre aparecía debajo del retrato: Maureen Paschal.
La escritora era una atractiva pelirroja de unos treinta años. Había
posado para la fotografía con las manos apoyadas en la silla, delante de ella.
Sinclair pidió a Roland que se fijara en ellas. Pequeño pero visible, en el
dedo anular de la mano derecha lucía el antiguo anillo de cobre de Jerusalén,
con el dibujo planetario.
Roland levantó la vista del libro, sobresaltado.
—Sacre bleu!
—Ya lo creo —replicó Sinclair—. Aunque tal vez sería más apropiado
decir: sacre rouge!
Una presencia en la entrada interrumpió a los dos hombres. Jean-
Claude de la Motte, un miembro de confianza del círculo íntimo de Pommes
Bleues, dirigió una mirada interrogativa a sus camaradas.
—¿Qué ha pasado?
Sinclair indicó con un ademán a Jean Claude que entrara.
—Todavía nada, pero a ver qué opinas de esto.
Roland entregó el libro a Jean Claude y señaló el anillo que llevaba la
autora en la contraportada.
Jean Claude extrajo las gafas de leer del bolsillo y examinó la foto un
momento.
—L’Attendue? ¿La Esperada? — susurró.
Sinclair lanzó una risita.
—Sí, amigos míos. Después de tantos años, creo que al final hemos
encontrado a nuestra Pastora.

… Conozco a Pedro desde que tengo uso de razón, porque su padre y el


mío eran amigos, y era íntimo de mi hermano. El templo de Cafarnaúm
estaba cerca de la casa del padre de Simón Pedro, un lugar al que íbamos
con frecuencia cuando éramos pequeños. Recuerdo que jugaba junto a la
orilla de la playa. Yo era más pequeña que los chicos y solía jugar sola,
pero el sonido de sus carcajadas cuando peleaban entre sí es algo que
todavía recuerdo.
Pedro era siempre el más serio de los chicos, pero su hermano Andrés
era más jovial. No obstante, ambos tenían sentido del humor cuando eran
pequeños. Pedro y Andrés lo perdieron por completo después de la partida
de Easa, y tenían poca paciencia con los que se aferraban a él como medio
de sobrevivir.
Pedro se parecía mucho a mi hermano en el sentido de que se tomó
muy en serio sus responsabilidades familiares cuando llegó a la edad adulta,
y trasladó ese sentido de la responsabilidad a las enseñanzas del Camino.
Poseía una energía y una firmeza que no tenían parangón entre los
maestros. Por eso confiaban tanto en él. No obstante, por más que Easa le
enseñó, Pedro luchaba contra su propia naturaleza con una ferocidad que
nadie sospechaba. Creo que renunció a más cosas que los demás para
seguir el Camino. Se sometió a mayores exigencias, a más cambios
interiores. Pedro será incomprendido, y hay quienes sienten animadversión
hacia él. Pero yo no.
Amaba a Pedro y confiaba en él. Incluso dejé en sus manos a mi hijo
mayor.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
3

McLean, Virginia
Marzo de 2005

MCLEAN, VIRGINIA, ES UN LUGAR ecléctico, una extraña mezcla de centro de


decisiones políticas y zona residencial. Situado junto a una ronda de
circunvalación, se halla a corta distancia, pasado el cuartel general de la
CIA, de Tyson’s Corner, uno de los centros comerciales más grandes y
prestigiosos de Estados Unidos. McLean no es famoso como centro
espiritual. Al menos, para casi nadie.
Maureen Paschal no estaba preocupada en absoluto por temas sagrados
cuando enfiló con su Ford Taurus alquilado el largo camino de entrada del
McLean Ritz Carlton. La agenda de la mañana del día siguiente era muy
apretada: levantarse temprano para desayunar con la Liga del Este de
Mujeres Escritoras, tras lo cual tenía una presentación y firma de libros en
una gigantesca librería de Tyson’s Corner.
Eso dejaría a Maureen casi todo el sábado por la tarde libre. Perfecto.
Iría a explorar, como hacía siempre que iba a una ciudad nueva. Daba igual
lo pequeña o rural que fuera la población. Si Maureen nunca había estado en
ella, se sentía fascinada por la perspectiva. Jamás dejaba de descubrir la joya
de la corona, un rasgo especial de cada ciudad que visitaba, el detalle que la
convertía en algo único en su recuerdo. Mañana descubriría el de McLean.
En la recepción del hotel todo fue sobre ruedas. Su editora se había
encargado de registrarla, y Maureen sólo tuvo que firmar y recoger su llave.
Subió en el ascensor a su bonita habitación, donde satisfizo su necesidad de
orden deshaciendo la maleta de inmediato, con el fin de alisar a continuación
las arrugas de su ropa.
A Maureen le encantaban los hoteles de lujo. Imaginaba que a todo el
mundo le pasaba igual, pero era como una niña cuando se alojaba en uno.
Inspeccionaba con detenimiento todos los servicios e instalaciones, se fijaba
en el contenido del minibar, comprobaba la calidad del suntuoso albornoz
colgado detrás de la puerta del cuarto de baño, y sonreía al ver el teléfono
supletorio al lado del inodoro.
Juraba que nunca se cansaría de aquellos caprichos. Tal vez todos los
años de estrecheces, comiendo Top Ramen, Pop Tarts y bocadillos de
mantequilla de cacahuete, mientras su investigación devoraba lo que
quedaba de sus ahorros, habían servido de algo. La ayudaban a apreciar las
cosas más hermosas que la vida empezaba a ofrecerle.
Paseó la vista alrededor de la espaciosa habitación y experimentó una
breve punzada de pesar. Pese a su éxito reciente, no tenía a nadie con quien
compartir sus logros. Estaba sola, siempre lo había estado, y quizá siempre
lo estaría…
Maureen reprimió la autocompasión casi al instante, y pensó en la
distracción que apartaría su mente de tales pensamientos: algunas de las
tiendas más fascinantes de Estados Unidos la estaban esperando a la vuelta
de la esquina. Recogió su bolso, comprobó que llevaba todas las tarjetas de
crédito y salió a celebrar la cultura de Tyson’s Corner.

La Liga del Este de Mujeres Escritoras se reunía para desayunar en una


sala de conferencias del McLean Ritz Carlton. Maureen llevaba su uniforme
público: traje clásico de diseño, tacones altos y una pizca de Chanel Número
5. Llegó a la sala a las nueve en punto, declinó la comida que le ofrecieron y
pidió una taza de Irish Breakfast Tea. Comer antes de una sesión de
preguntas y respuestas nunca era una buena idea. Le causaba náuseas.
Maureen estaba menos nerviosa que de costumbre aquella mañana,
porque la moderadora del evento era una aliada, una mujer encantadora
llamada Jenna Rosenberg, con quien había estado en contacto varias
semanas preparando la sesión. Primero y ante todo, Jenna era una
admiradora de la obra de Maureen, y era capaz de citarla extensamente. Sólo
eso ya conquistó a Maureen. Además, el encuentro se celebraba en un
entorno íntimo, compuesto por mesas pequeñas muy juntas, de forma que
Maureen no necesitaba micrófono.
La propia Jenna dio inicio al acto, con una pregunta obvia pero
importante.
—¿Cuál fue la inspiración de su libro?
Maureen dejó la taza de té en el platillo y contestó.
—En una ocasión, leí que los primeros textos históricos ingleses fueron
traducidos por un grupo de monjes que estaban convencidos de que las
mujeres no tenían alma. Creían que el origen de todo mal eran ellas. Estos
monjes fueron los primeros en alterar las leyendas del rey Arturo y la
imagen que tenemos de Camelot. Ginebra se convirtió en una adúltera
intrigante antes que en una poderosa reina guerrera. El hada Morgana se
transformó en la hermana malvada de Arturo, que le engaña para cometer
incesto, en lugar de en la líder espiritual de toda una nación, cosa que era en
las versiones primitivas de la leyenda.
»Esa interpretación me sorprendió, y me condujo a plantearme la
pregunta: ¿se habrían escrito otros retratos de mujeres importantes de la
historia desde un punto de vista tan parcial? Es evidente que esta perspectiva
abraza toda la historia. Empecé a pensar en las numerosas mujeres a las que
se la habrían aplicado, y ése fue el punto de partida de mi investigación.
Jenna abrió un turno de preguntas. Después de alguna discusión sobre
literatura feminista y la problemática de la paridad en el mundo editorial, la
siguiente pregunta la formuló una mujer joven que llevaba una pequeña cruz
de oro sobre su blusa de seda.
—Para alguien educado en un entorno tradicional, el capítulo de su
libro sobre María Magdalena resulta muy revelador. Usted presenta a una
mujer diferente de la prostituta arrepentida, la mujer caída. Pero aún no estoy
segura de poder creerlo.
Maureen asintió.
—Hasta el Vaticano ha admitido que María Magdalena no era una
prostituta, y que ya no debería explicarse esa mentira concreta en las clases
de religión. Han pasado más de treinta años desde que la Santa Sede
proclamó de forma oficial que María no era la mujer caída del Evangelio de
san Lucas, y que el papa Gregorio Magno había inventado la historia para
lograr sus propósitos particulares en la Edad Media. No obstante, dos
milenios de opinión pública son difíciles de erradicar. Que el Vaticano
admitiera su error en la década de 1960 no ha resultado más eficaz que una
retractación sepultada en la última página de un periódico. En esencia, María
Magdalena se convierte en la madrina de las mujeres incomprendidas, la
primera mujer de importancia capital que ha sido difamada por completo de
manera intencionada, y calumniada, por los historiadores. Era una íntima
seguidora de Cristo; era, por derecho propio, una más de sus apóstoles. No
obstante, ha sido casi borrada de los evangelios.
Jenna intervino, muy entusiasmada por el tema.
—Pero ahora se especula mucho con que María Magdalena tal vez
sostuvo relaciones íntimas con Cristo.
La mujer de la pequeña cruz de oro, la que había intervenido antes,
vaciló, pero Jenna continuó.
—No toca ninguno de estos temas en su libro, y me gustaría saber qué
opina de estas teorías.
—No los toco porque creo que no existen pruebas suficientes para
avalar dichas afirmaciones. Sólo son fantasías. Los teólogos se muestran de
acuerdo sobre ello. Como periodista que se enorgullece de serlo, no me
sentiría cómoda dando por ciertas estas especulaciones y publicándolas con
mi firma. Sin embargo, podría llegar hasta el punto de decir que existen
documentos autentificados que insinúan una posible relación íntima entre
Jesús y María Magdalena. En un evangelio descubierto en Egipto en 1945
está escrito que «la compañera del Salvador es María Magdalena. La amaba
más que a todos los discípulos, y solía besarla en la boca».
»Por supuesto, estos evangelios han sido cuestionados por las
autoridades eclesiásticas, y puede que sean la versión del siglo uno del
National Enquirer[1], por lo que sabemos. Creo que sobre este tema es
importante andar con cautela, de modo que escribí sólo sobre aquello de lo
que estaba segura. Y estoy segura de que María Magdalena no era una
prostituta y de que era una seguidora importante de Jesús. Tal vez fue
incluso la más importante, pues es la primera persona a la que el Señor
resucitado bendice con su aparición. Más allá de eso, no deseo especular
sobre el papel que tuvo en su vida. Sería una irresponsabilidad.
Maureen contestó a la pregunta guardándose las espaldas, como de
costumbre, pero siempre había pensado que quizá la caída de la Magdalena
se produjo porque estaba demasiado cerca del Maestro, y por lo tanto inspiró
celos en los discípulos varones, que más tarde intentaron desacreditarla. San
Pedro la despreciaba sin disimulos y la regañaba en los Evangelios
Gnósticos, basados en aquellos documentos del siglo II que fueron
descubiertos en Egipto. Además, daba la impresión de que los últimos
escritos de san Pablo eliminaban metódicamente toda referencia a la
importancia de la mujer en la vida de Cristo.
Como resultado, Maureen había dedicado bastante tiempo a destripar la
teoría paulina. Pablo, el perseguidor transformado en apóstol, había
moldeado el pensamiento cristiano con sus observaciones, pese a las
distancias filosóficas que mediaban entre él y Jesús, y los seguidores
elegidos y la familia del Salvador. No tenía conocimiento de primera mano
de las enseñanzas de Cristo. Era improbable que un «discípulo» tan
misógino y manipulador inmortalizara a María Magdalena como la más
devota sierva de Cristo.
Maureen estaba decidida a vengar a María, pues la consideraba el
arquetipo de la mujer vilipendiada de la historia, la madre de las
incomprendidas. Su historia se repetía, en esencia cuando no en la forma, en
las vidas de otras mujeres que había optado por defender en Historia de Ella.
Pero para Maureen era imprescindible que los capítulos acerca de la
Magdalena fueran lo más fieles posible a la teoría académica. Cualquier
insinuación de hipótesis improbables, estilo «nueva era» u otras carentes de
base, sobre la relación de María con Jesús, invalidaría el resto de su
investigación y dañaría su credibilidad. Era demasiado cautelosa en su vida y
en su trabajo para correr ese riesgo. Pese a lo que le dictaba su instinto,
Maureen había rechazado todas las teorías alternativas sobre María
Magdalena, y se había ceñido a los datos más indiscutibles.
Poco después de tomar esta decisión, los sueños la habían acuciado de
una forma más perentoria.

Tenía la mano derecha entumecida, y su rostro corría el peligro


inminente de agrietarse debido a la sonrisa permanente, pero Maureen
continuaba trabajando. Su presencia en la librería debía prolongarse durante
dos horas, incluido un descanso de veinte minutos. Se había adentrado en la
tercera hora sin descanso que valiera, y estaba decidida a continuar firmando
hasta dejar satisfecho al último cliente. Maureen nunca decepcionaba a un
lector en potencia. No despreciaba al público comprador que había
convertido su sueño en realidad.
Se sentía satisfecha por el gran número de hombres que habían hecho
cola. El tema central de su libro debía atraer a un público
predominantemente femenino, pero confiaba en haberlo escrito de una forma
que atrajera a cualquier persona de mente abierta y provista de sentido
común. Si bien su objetivo principal había sido vengar los agravios
padecidos por mujeres poderosas a manos de los historiadores, el tiempo y la
investigación habían desvelado que los motivos de plasmar la historia de una
manera tan selectiva se debían al clima religioso y político. El sexo era un
factor secundario.
Lo había explicado durante una reciente aparición en televisión, cuando
citó a María Antonieta como, quizás, el ejemplo más preclaro de esa teoría
politicosocial, porque los ensayos predominantes sobre la Revolución
Francesa habían sido escritos por revolucionarios. Si bien la atormentada
reina era acusada de los excesos de la monarquía francesa, en realidad no
había tenido nada que ver con la creación de tales tradiciones. De hecho,
María Antonieta había heredado las prácticas de la aristocracia francesa
cuando llegó de Austria como prometida del joven delfín, el futuro Luis
XVI. Aunque era hija de la gran María Teresa, la emperatriz austríaca no se
había regodeado en los excesos y los vicios. En todo caso, era muy adusta y
frugal para una mujer de su posición, y había educado a sus numerosas hijas,
incluida la pequeña Antonieta, de una manera muy estricta. La joven
dauphine se vio forzada, para sobrevivir, a adaptarse a las costumbres
francesas lo antes posible.
El palacio de versalitales, el gran monumento a la extravagancia
francesa, había sido construido décadas antes de que María Antonieta
naciera, pero se convirtió en un monumento esencial a su codicia legendaria.
La famosa réplica a «Los campesinos se mueren de hambre. No tienen pan
para comer» fue, en realidad, pronunciada por una cortesana real, una mujer
muerta antes de que la joven austríaca llegara a Francia. Sin embargo, hasta
nuestros días, «Que coman cruasanes» se reconoce como el grito de guerra
de la revolución. Con esa única cita, el Reinado del Terror, y todo el
derramamiento de sangre y la violencia instigados desde la Bastilla,
quedaron justificados.
Y María Antonieta, de trágico destino, nunca pronunció la maldita
frase.
Maureen sentía una extraordinaria compasión por la desdichada reina
de Francia. Odiada por ser extranjera desde el primer día de su llegada,
María Antonieta fue víctima de un racismo empecinado y cruel. Resultó muy
conveniente para la etnocéntrica nobleza francesa del siglo XVIII atribuir
todas y cada una de las circunstancias políticas y sociales negativas a la reina
nacida en Austria. Maureen se había quedado estupefacta por esta actitud
mayoritaria durante su visita a Francia. Los guías turísticos de versalitales
todavía hablaban de la reina decapitada con no poco rencor, sin hacer caso
de las pruebas históricas que exoneraban a María Antonieta de muchas
odiosas acusaciones. Y todo esto, pese al hecho de que la pobre mujer había
sido brutalmente guillotinada doscientos años atrás.
La primera visita a versalitales había hecho crecer el deseo de
investigar de Maureen. Había leído numerosos libros, desde las
descripciones más académicas de la Francia del siglo XVIII, hasta complejas
novelas históricas centradas en la reina. La imagen global variaba, aunque
no demasiado, de la caricatura aceptada: era superficial, inmoderada, poco
inteligente. Maureen rechazaba este retrato. ¿Por qué no hablaban de María
Antonieta como mujer, una mujer afligida que lloraba la muerte de su hija
pequeña, y que más tarde también perdió a su adorado hijo? Por otra parte,
estaba María la esposa, vendida como un objeto en el proverbial tablero de
ajedrez político, una muchacha de catorce años desposada con un extranjero
en un país extraño, rechazada más tarde por la familia de éste, y después por
sus súbditos.
Por fin, María el chivo expiatorio, una mujer que esperaba en
cautividad mientras la gente a la que más amaba era exterminada en su
nombre. La amiga más íntima de María, la princesa Lamballe, fue
despedazada literalmente por la turba, partes de su cuerpo y diversas
extremidades clavadas en estacas y paseadas ante la ventana de la celda de
María.
Maureen había tomado la decisión de plasmar un retrato compasivo,
pero realista por completo, de una de las monarcas más despreciadas de la
historia. El resultado era poderoso, una de las secciones de Historia de Ella
que más atención y debates había merecido.
Pero pese a la controversia suscitada por María Antonieta, su favorita
siempre había sido María Magdalena.
De esta atracción sobrenatural por María Magdalena estaba hablando
ahora Maureen con la vivaracha rubia que tenía delante.
—¿Sabía usted que McLean está considerado un lugar sagrado para los
seguidores de María Magdalena? — preguntó de repente la mujer.
Maureen abrió la boca atónita, y después la cerró de nuevo, sin lograr
articular ninguna palabra.
—No, no sabía nada de eso —alcanzó a responder. Había aparecido de
nuevo, esa vibración eléctrica que recorría su cuerpo cada vez que algo
extraño asomaba en el horizonte. Sintió que volvía de nuevo, incluso bajo las
luces fluorescentes de un centro comercial norteamericano. Maureen recobró
la compostura y respiró hondo—. Bien, me rindo. ¿En qué sentido está
relacionado McLean con María Magdalena?
La mujer entregó una tarjeta a Maureen.
—No sé si tendrá tiempo mientras esté en McLean, pero si araña algún
minuto, haga el favor de venir a verme.
La tarjeta era de la librería La Luz Sagrada, propietaria, Rachel Martel.
—No tiene nada que ver con esto, por supuesto —dijo la mujer que,
supuso Maureen, debía ser Rachel, indicando la enorme librería—, pero creo
que tengo algunos libros que tal vez le interesen. Escritos por gente de aquí y
publicados por su cuenta. Versan sobre María. Nuestra María.
Maureen tragó saliva una vez más, comprobó que la mujer era Rachel
Martel y preguntó cómo se llegaba a La Luz Sagrada.
Oyó una discreta tosecita a su izquierda, levantó la vista y vio que el
director de la librería le hacía señas de que la cola debía seguir moviéndose.
Maureen le fulminó con la mirada antes de volverse hacia Rachel.
—¿Estará esta tarde, por casualidad? Es el único rato libre de que
dispongo.
—Desde luego. Estoy a unos cuantos minutos, siguiendo la carretera
principal. McLean no es tan grande, y soy fácil de encontrar. Llame antes
por si necesita que la oriente. Gracias por el autógrafo, y espero verla
después.
Mientras Maureen seguía con la mirada a la mujer, alzó los ojos hacia
el director de la tienda.
—Creo que, después de todo, voy a necesitar un descanso —dijo con
voz dulce.

París (Arrondissement I)
Caveau des Mousquetaires
Marzo de 2005

EL SÓTANO DE PIEDRA del viejo edificio era conocido como el Caveau des
Mousquetaires desde tiempo inmemorial. Su proximidad al Louvre en los
días en que el gran museo había sido residencia de los reyes de Francia le
concedía importancia estratégica, algo que no era menos cierto en los
tiempos modernos. El escondite llevaba el nombre de los héroes
inmortalizados por Alexandre Dumas en su obra más celebrada. El escritor
había basado los personajes de los espadachines de su novela en hombres
reales, encargados de una misión verdadera. Esta estancia era uno de los
lugares de encuentro secretos de la guardia del rey, después de que el
malvado cardenal Richelieu les obligara a ocultarse. En realidad, no era al
rey de Francia a quien los mosqueteros habían jurado proteger, sino a la
reina. Ana de Austria era la hija de un linaje mucho más antiguo y regio que
el de su marido.
Dumas se revolvería en su tumba si supiera que este sitio sagrado había
caído en manos enemigas. Esta noche, la cueva era el lugar de encuentro de
otra hermandad secreta. La organización usurpadora no sólo era mil
quinientos años más antigua que los mosqueteros, sino que también se
oponía a su misión con un juramento de sangre.
Iluminadas por dos docenas de velas, las sombras bailaban sobre las
paredes y revelaban la presencia de un grupo de hombres embozados. Se
hallaban de pie alrededor de una maltrecha mesa rectangular, los rostros
atrapados en un juego de luces y sombras. Si bien sus facciones no se
distinguían en la semipenumbra, el peculiar emblema de su gremio era
visible en todos ellos: un cordón rojo sangre ceñido alrededor del cuello.
Las voces quedas revelaban una variedad de acentos: inglés británico y
norteamericano, francés e italiano. Todos guardaron silencio cuando el líder
ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. Ante él, una pulida calavera
humana brillaba a la luz de las velas, depositada sobre una bandeja de oro
con filigranas. A un lado de la calavera había un cáliz, adornado con
espirales doradas a juego con las filigranas de la bandeja. Al otro lado de la
calavera, un crucifijo de madera tallado a mano yacía sobre la mesa, con la
figura de Cristo cabeza abajo.
El líder tocó la calavera con reverencia, y luego alzó el cáliz de oro
lleno de un espeso líquido rojo. Habló en inglés con acento de Oxford.
—La sangre del Maestro de Justicia.
Bebió poco a poco antes de pasar el cáliz al hermano de la izquierda. El
hombre lo aceptó con un cabeceo, repitió la misma frase en francés y tomó
un sorbo. Cada miembro de la hermandad repitió el rito, hablando en su
idioma nativo, hasta que el cáliz regresó a la cabecera de la mesa.
El líder depositó la copa encima de la mesa ante él. A continuación,
alzó la bandeja y besó el hueso de la frente de la calavera con reverencia. Al
igual que había hecho con el cáliz, pasó la calavera a la izquierda, y cada
miembro de la hermandad repitió el acto. Esta parte del ritual se llevó a cabo
en absoluto silencio, como si fuera demasiado sagrado para que las palabras
lo profanaran.
La calavera completó el círculo de fieles y terminó en manos del líder.
Éste alzó la bandeja en el aire antes de devolverla a la mesa con un ademán
ostentoso y las palabras:
—El primero. El único.
El líder hizo una pausa, y después levantó el crucifijo de madera. Le dio
la vuelta para que la imagen crucificada quedara de cara a él, la levantó hasta
la altura de los ojos y escupió con ferocidad en el rostro de Jesucristo.

… Sara Tamar viene a menudo y lee mis memorias mientras yo escribo.


Me ha recordado que todavía no he hablado de Pedro y de lo que se conoce
como su negación.
Hay algunos que le juzgaron con dureza y le llamaron «Pedro en
Gallicantu» (Pedro en Negación), lo cual es injusto. Quienes juzgan tan a la
ligera ignoran que Pedro se limitó a cumplir los deseos de Easa. Me han
dicho que algunos seguidores actuales afirman que Pedro hizo realidad una
profecía de Easa, que éste dijo a Pedro: «Me negarás», y Pedro contestó:
«No, no lo haré».
Ésa es la verdad. Easa ordenó a Pedro que le negara. No fue una
profecía. Fue una orden. Easa sabía que, si sucedía lo peor, necesitaría que
Pedro, de entre todos sus amados discípulos, saliera indemne. Mediante la
determinación de Pedro, las enseñanzas continuarían propagándose a lo
largo y ancho del mundo, tal como Easa había soñado. Por eso Easa le dijo
«Me negarás», pero Pedro, en su tormento, contestó: «No, no puedo».
Pero Easa insistió: «Tienes que negarme, para que te pongas a salvo y
así las enseñanzas del Camino no se pierdan».
Ésa es la verdad de la «negación» de Pedro. Nunca fue una negación,
pues cumplió las órdenes de su maestro. De eso estoy segura, porque yo
estaba presente y fui testigo.
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA
EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
4

McLean, Virginia
Marzo de 2005

A MAUREEN SE LE HABÍA ACELERADO el pulso de una manera anormal


mientras conducía por la carretera principal que atravesaba McLean. No
estaba preparada para la extraña invitación de Rachel Martel, pero al mismo
tiempo se sentía muy entusiasmada. Siempre había sido así. La suya era una
vida plagada de acontecimientos extraños y a menudo intensos,
extraordinarias coincidencias que la afectaban para siempre. ¿Sería otro de
aquellos sucesos sobrenaturales? Sentía una especial curiosidad por
cualquier revelación relacionada con María. ¿Curiosidad? No era una
palabra lo bastante contundente. ¿Obsesión? Ésa era más precisa.
Su relación con la leyenda de María Magdalena había sido una fuerza
dominante en su vida desde los inicios de su tarea de investigación y
documentación para escribir Historia de Ella. Desde la primera visión en
Jerusalén, Maureen había percibido a María Magdalena como una mujer de
carne y hueso, casi una amiga. Cuando estaba trabajando en el borrador
definitivo del libro, tuvo la impresión de que estaba defendiendo a una
amiga calumniada por la prensa. Su relación con María era muy real. O
surreal, para ser más precisa.
La librería La Luz Sagrada era pequeña, aunque contaba con un gran
escaparate en el que se exponían ángeles de todas clases y de todos los
tamaños. Había libros sobre ángeles, figuritas de ángeles y montones de
cristales centelleantes rodeados de material gráfico que plasmaba a los
querubines de moda. Maureen pensaba que la propia Rachel era de
apariencia angelical: algo entrada en carnes, con rizos muy rubios que
enmarcaban una cara dulce. Cuando había ido a pedirle el autógrafo, llevaba
un conjunto de dos piezas de lino blanco.
El melódico tintineo de campanas anunció la llegada de Maureen
cuando abrió la puerta y entró en una versión ampliada de la exposición del
escaparate. Rachel Martel estaba agachada detrás del mostrador, buscando
en la vitrina contigua un cristal para una cliente.
—¿Ésta? — preguntó a la joven, que tendría unos dieciocho o
diecinueve años.
—Sí, ésa. — La chica extendió la mano para examinar la punta de
cristal, una piedra lavanda engarzada en plata—. Es amatista, ¿verdad?
—De hecho, es ametrina —corrigió Rachel. Acababa de reparar en que
Maureen era la causa de que hubieran sonado las campanillas de la puerta, y
le dedicó una veloz sonrisa, como diciendo, enseguida-estoy-con-usted,
antes de continuar conversando con la cliente—. La ametrina es la amatista
que contiene citrina en su interior. Si la miras a contraluz, verás el hermoso
centro dorado.
La adolescente miró el cristal a contraluz.
—Es muy bonita —exclamó—. Pero me dijeron que necesitaba
amatista. ¿Esto obrará el mismo efecto?
—Sí, y más —sonrió con paciencia Rachel—. Se cree que la amatista
expande la naturaleza espiritual, y la citrina sirve para equilibrar las
emociones en el cuerpo físico. En conjunto, es una combinación muy
potente. No obstante, también tengo amatista pura, si lo prefieres.
Maureen sólo estaba escuchando a medias la conversación. Sentía
muchísima más curiosidad por los libros de los que Rachel le había hablado.
Daba la impresión de que las estanterías estaban clasificadas por temas, y las
examinó con rapidez. Había volúmenes relativos a las culturas autóctonas
americanas y hasta una sección celta. En otra ocasión, de haber tenido más
tiempo Maureen se habría demorado en ella. No faltaba, por supuesto, la
habitual sección de ángeles.
A la derecha de los ángeles había algunos libros sobre pensamiento
cristiano. Ajajá, caliente caliente. Siguió mirando, y se detuvo de repente.
Había un volumen grande y blanco con gruesas letras negras:
MAGDALENA.
—¡Veo que no necesita mi ayuda para localizar lo que anda buscando!
Maureen pegó un bote. No había oído acercarse a Rachel. La joven
cliente se marchó con una bolsita azul y blanca, que contenía su cristal.
—Éste es uno de los libros de los que le hablé. El resto son más bien
folletos. Creo que debería echar un vistazo a éste.
Rachel extrajo un folleto delgado de la estantería que tenía a la altura de
los ojos. Era de color rosa, y parecía haber sido impreso en una impresora
casera. María en McLean, anunciaba en letra Times New Roman de 24
puntos.
—¿A qué María se refiere? — preguntó Maureen. Mientras escribía su
libro, había seguido cierto número de pistas interesantes, pero al final había
descubierto que se referían a la Virgen, y no a la Magdalena.
—Su María —dijo Rachel con una sonrisa de complicidad.
Maureen respondió a la mujer con otra sonrisa, aunque menos
convincente. Mi María.
—No hace falta concretar —continuó la librera—, pues fue escrito por
una persona de la localidad. La comunidad espiritual de McLean sabe que es
María Magdalena. Como ya le dije antes, aquí tiene muchos seguidores.
Rachel continuó explicando que, durante muchas generaciones,
residentes de esta pequeña ciudad de Virginia habían informado acerca de
visiones espirituales.
—Durante el último siglo, Jesús ha sido visto por aquí en casi cien
ocasiones documentadas. Lo extraño es que se le suele ver de pie junto a la
carretera, la carretera principal, la que usted ha tomado para venir hasta aquí.
En algunas visiones está en la cruz, visto también desde la carretera
principal. En otras, Cristo ha sido visto caminando con una mujer, que ha
sido descrita en numerosas ocasiones como menuda y de pelo largo.
Rachel pasó las páginas del folleto e indicó los diversos capítulos a
Maureen.
—La primera visión de este tipo se documentó a principios del siglo
veinte. La mujer que tuvo la visión fue Gwendolyn Maddox, y la aparición
tuvo lugar en el jardín trasero de su casa, nada más y nada menos. Insistió en
que la mujer que iba con Cristo era María Magdalena mientras el sacerdote
de su parroquia porfiaba en que la visión había sido de Cristo y la Virgen
María. Supongo que consigues más puntos del Vaticano si ves a la Virgen
María, pero la vieja Gwen no dio su brazo a torcer. Era María Magdalena.
Dijo que ignoraba cómo lo sabía, pero lo sabía. También afirmaba que la
visión la había curado por completo de la terrible artritis reumática que
sufría. Fue entonces cuando alzó un altar y abrió su jardín al público. Hasta
hoy en día, la gente de los alrededores reza a María Magdalena en busca de
curación.
»También es fascinante observar que ningún descendiente de Gwen
padeció artritis reumática, que por lo que yo sé es una enfermedad
hereditaria. Me siento muy agradecida en particular por ello, al igual que mi
madre y mi abuela. Soy la bisnieta de Gwendolyn.
Maureen contempló el folleto. Había pasado por alto la pequeña
inscripción que había justo en la parte inferior del folleto: María en McLean:
por Rachel Maddox Martel.
Rachel entregó el folleto a Maureen.
—Tenga, es un regalo. Contiene la historia de Gwen y algunos detalles
sobre su visión. En cuanto a este otro libro —Rachel indicó el volumen
blanco con la inscripción en mayúsculas negras magdalena—, también está
escrito por una nativa de McLean. La autora ha dedicado mucho tiempo a
investigar las apariciones locales de María, pero también ha llevado a cabo
una ingente tarea de investigación general. Este libro expone toda la gama de
teorías sobre María Magdalena, y debo decir que algunas son un poco
excesivas para mi gusto. Pero es una lectura fascinante, y no lo encontrará en
ningún otro lugar, porque nunca fue distribuido.
—Me lo llevaré, por supuesto —dijo Maureen, algo ausente. Su mente
estaba en varios sitios a la vez—. ¿Por qué McLean, en su opinión? Quiero
decir, de todos los lugares de Estados Unidos, ¿por qué se aparece aquí?
Rachel sonrió y se encogió de hombros.
—No tengo una respuesta para eso. Tal vez haya otros lugares de
Estados Unidos en que esto también esté pasando, pero lo guardan en
secreto. O quizá la población tiene algo especial. Lo que sé es esto: la gente
con un interés espiritual en la vida de María Magdalena suele venir a
McLean, tarde o temprano. No sabría decirle cuánta gente ha entrado en esta
tienda en busca de libros sobre ella. Al igual que usted, ignoraban la relación
de María Magdalena con esta ciudad. No puede ser una coincidencia,
¿verdad? Creo que ella atrae a sus fieles hasta aquí.
Maureen meditó un momento antes de contestar.
—¿Sabe…? — hizo una pausa, pues aún estaba elaborando la idea—.
Cuando empecé a organizar el viaje, tenía la intención de alojarme en
Washington. Tengo un buen amigo allí, y habría sido fácil venir en coche a
McLean para firmar libros. Washington también era la elección más sensata
viniendo en avión, pero en el último momento decidí que me hospedaría
aquí.
Rachel sonreía mientras Maureen explicaba su cambio de planes.
—¿Lo ve? María la trajo aquí. Prométame que, si la ve mientras
conduce por McLean, no se olvidará de llamar para contármelo.
—¿La ha visto alguna vez?
Maureen sentía la necesidad imperiosa de saberlo.
Rachel dio unos golpecitos con una uña sobre el folleto rosa que
Maureen sostenía.
—Sí, y el libro explica cómo las visiones han pasado de generación en
generación en mi familia —explicó, en un tono sorprendentemente prosaico
—. La primera vez, yo era muy pequeña. Tenía cuatro o cinco años, creo.
Fue en el jardín de mi abuela, ante el altar. María estaba sola la primera vez
que la vi. La segunda visión tuvo lugar cuando yo era adolescente. Fue junto
a la carretera, y María estaba con Jesús. Fue muy extraño. Yo iba en un
coche lleno de chicas, y volvíamos a casa de un partido de fútbol americano
del colegio. Era un viernes por la noche. Bien, mi hermana mayor Judith iba
al volante, y cuando doblamos una curva de la carretera, vimos a un hombre
y una mujer que caminaban en nuestra dirección. Judy aminoró la velocidad
para ver si necesitaban ayuda. Fue cuando nos dimos cuenta de lo que
sucedía. Estaban allí parados, como petrificados en el tiempo, pero rodeados
de un resplandor.
»Bien, Judy se quedó muy impresionada y empezó a llorar. La chica
que iba a su lado preguntó qué pasaba y por qué nos habíamos parado. Fue
cuando comprendí que las demás chicas no los veían. Sólo mi hermana y yo
podíamos verlos.
»Me he preguntado durante mucho tiempo si la genética estaba
relacionada con las visiones. Mi familia ha experimentado muchas, y yo
contaba con pruebas auténticas de que podíamos ver visiones que los demás
no. La verdad es que aún no lo sé. De hecho, hay gente en McLean sin el
menor parentesco conmigo que también ha tenido visiones.
—¿Todas las visiones fueron experimentadas por mujeres?
—Oh, sí. Me había olvidado de eso. Siempre que María ha sido vista
sola, que yo sepa, la ha visto otra mujer. Cuando aparece con Jesús, también
los hombres la ven. Pero muy pocos han tenido visiones. O puede que haya
más, pero creo que los hombres son más reacios a hablar de esas cosas en
público.
—Entiendo —asintió Maureen—. Rachel, ¿vio con mucha nitidez a
María? Quiero decir, ¿podría describir su rostro con detalle?
Rachel seguía sonriendo de aquella manera beatífica que Maureen
encontraba extrañamente reconfortante. Hablar con alguien de visiones,
como si fuera la cosa más natural del mundo, conseguía que Maureen se
sintiera a gusto por completo. Al menos, si no estaba como un cencerro, se
encontraba en una compañía de lo más agradable.
—Puedo hacer algo mejor que describir su cara. Acompáñeme.
Rachel tomó a Maureen por el brazo y la condujo hasta la parte
posterior de la tienda. Señaló la pared que había detrás de la caja
registradora, pero los ojos de Maureen ya habían descubierto el retrato. Era
un antiguo óleo en el que había representada una mujer pelirroja de rostro
exquisito y los ojos color avellana más extraordinarios que había visto en su
vida.
Rachel estaba observando con atención la reacción de Maureen, a la
espera de que dijera algo. Fue una espera larga. Maureen se había quedado
sin habla.
—Veo que ustedes dos ya se conocen —dijo Rachel en voz baja.

Pese al estupor de Maureen al ver el rostro en el cuadro, le estremeció


aún más lo que ocurrió a continuación. Después de la sorpresa inicial,
empezó a temblar justo antes de que los sollozos surgieran de su cuerpo.
Lloró durante lo que tal vez fue un minuto, o quizá dos, sollozos que
sacudieron su menudo cuerpo durante los primeros segundos, hasta
transformarse en un llanto quedo. Sentía una terrible pena, un dolor
profundo y lacerante, pero no estaba muy segura de que la tristeza le
perteneciera. Era como si estuviera experimentando el dolor de la mujer del
cuadro. Pero después cambió. Después del estallido inicial, lloró de alivio y
se rindió a él. El óleo representaba un tipo de confirmación. Convertía en
real a la mujer del sueño.
La mujer del sueño, que resultaba ser María Magdalena.
Rachel tuvo la amabilidad de preparar una tisana en la parte de atrás de
la tienda. Dejó que Maureen se sentara en el pequeño almacén para gozar de
una cierta intimidad. Una pareja joven que buscaba libros de astrología había
entrado en la tienda, y Rachel salió a ayudarlos. Maureen estaba sentada ante
un pequeño escritorio, bebiendo manzanilla con la esperanza de que la
afirmación de la caja, «calma los nervios», no fuera pura publicidad.
Cuando Rachel terminó de atender a los clientes en la parte delantera de
la tienda, volvió a ver cómo seguía Maureen.
—¿Se encuentra bien?
Maureen asintió y tomó otro sorbo.
—Ahora sí, gracias. Lamento mucho haber perdido la compostura,
Rachel. Yo, bien… ¿Pintó usted el cuadro?
La mujer asintió.
—Mi familia tiene habilidades artísticas. Mi abuela es escultora. Ha
hecho varias versiones de María en arcilla. Me he preguntado a menudo si el
motivo de que ella se nos aparezca es porque poseemos el talento de
representarla.
—O tal vez porque la gente de tendencias artísticas es más abierta. —
Maureen estaba pensando en voz alta—. ¿Algo que ver con el hemisferio
cerebral derecho?
—Es posible. Creo que es una combinación de ambas cosas, como
mínimo. Le diré algo más: creo con todo mi corazón que María desea que la
oigan. Sus apariciones han aumentado en McLean durante la última década.
El año pasado se me apareció con frecuencia, y supe que tenía que pintarla
para alcanzar cierto grado de paz. En cuanto el retrato estuvo terminado y
expuesto, pude dormir de nuevo. De hecho, no la he visto desde entonces.

Aquella noche, en la habitación del hotel, Maureen contemplaba el vino


tinto en su copa con la mirada perdida. Echó un vistazo a la televisión,
sintonizada en un canal por cable, y se esforzó por apartar de su mente la
perorata del ultraconservador presentador. Pese a que aparentaba una gran
energía, Maureen odiaba los enfrentamientos. Incluso la posibilidad de que
tal vez estaban hablando de su obra le resultaba doloroso. Era como
presenciar un accidente de tránsito espantoso: no podía apartar los ojos, por
desagradable que fuera la escena.
El fanático presentador se volvió hacia su estimado invitado.
—¿Acaso no se trata de uno más en la larga ristra de ataques contra
Cristo? — preguntó.
Las palabras Obispo Magnus O’Connor aparecieron bajo el rostro
envejecido de un airado sacerdote, que contestó con un acento
inconfundiblemente irlandés.
—Por supuesto. Durante siglos, hemos soportado las difamaciones de
individuos errados, cuya intención es atacar la fe de millones de personas
para lograr sus propios fines. Estas feministas radicales han de aceptar el
hecho de que todos los apóstoles reconocidos eran hombres.
Maureen se rindió. Esta noche no estaba en forma, había sido un día
demasiado largo y cargado de emociones. Silenció al sacerdote con un toque
del mando a distancia, y deseó que todo en la vida fuera igual de sencillo.
—Disculpe, su santidad —gruñó mientras se iba a la cama.

Un rayo de luz procedente del exterior iluminaba la mesita de noche de


Maureen, en especial sus pociones para dormir: una copa de vino tinto
medio vacía y una caja de un somnífero que había comprado sin receta. En
un pequeño cenicero de cristal contiguo a la lámpara había colocado el
antiguo anillo de cobre de Jerusalén.
Maureen se movía agitadamente en la cama, pese a haber tomado
pastillas para dormir a pierna suelta. El sueño se presentó, tan implacable
como espontáneo.
Empezó como siempre: el tumulto, el sudor, la muchedumbre. Pero
cuando Maureen llegó a la parte en que veía por primera vez a la mujer, todo
se oscureció. Se precipitó en un vacío durante un lapso de tiempo
incalculable.
Y entonces el sueño cambió.

Un idílico día a orillas del mar de Galilea un niño corría delante de su


encantadora madre. No había heredado sus sorprendentes ojos color
avellana ni el cabello cobrizo, a diferencia de su hermana pequeña. Tenía
una mirada diferente, oscura y penetrante, sorprendentemente meditabunda
en un niño tan pequeño. Corrió hasta el borde del mar, recogió una roca
interesante que había llamado su atención y la alzó para que brillara al sol.
Su madre le advirtió de que no se adentrara demasiado en el mar. Hoy
no se cubría la cabeza y el rostro con el velo, y el largo pelo suelto onduló
alrededor de su cara cuando tomó la mano de la niña, una perfecta versión
en miniatura de ella misma.
La voz de un hombre formuló una advertencia similar, pero amable, a
la diminuta niña, que se había soltado de la mano de su madre y corría
hacia su hermano. La pequeña parecía rebelde, pero su madre rio, y se
volvió para dirigir una sonrisa íntima al hombre que caminaba detrás de
ella. En este paseo informal en compañía de su joven familia, iba vestido
con ropas de lino crudo que le caían libremente, en lugar del inmaculado
hábito blanco que utilizaba en público. Apartó de los ojos largos mechones
de pelo castaño y devolvió la sonrisa a la mujer, una expresión henchida de
amor y satisfacción.

Se despertó de repente, como si desde el sueño la hubieran arrojado a su


habitación. Estaba temblando. Los sueños siempre la alteraban, pero esta
sensación de ser transportada a través del tiempo y el espacio era todavía
más desconcertante. Su respiración era agitada e intentó serenarse y respirar
más relajadamente.
Maureen estaba empezando a recobrarse, cuando tomó conciencia de
que algo se movía delante de la puerta. Adivinó más que vio la figura que
había aparecido en la puerta de su habitación. Lo que vislumbró era
indefinido: una forma, una figura, un movimiento. Daba igual. Supo quién
era, con tanta seguridad como ya sabía que el sueño había terminado. Era
Ella. Estaba en su habitación.
Maureen tragó saliva. Tenía la boca seca a causa de la impresión y algo
más que un poco de miedo. Sabía que la figura de la puerta no pertenecía al
mundo físico, pero tampoco estaba segura de que eso fuera demasiado
consolador. Hizo acopio de toda su valentía y logró emitir un susurro en
dirección a la figura.
—¿Qué…? Dime cómo puedo ayudarte. Por favor.
Se oyó un leve roce a modo de respuesta, el susurro de un velo o el
aletear de las hojas de primavera, y luego nada. La figura desapareció con
tanta rapidez como se había materializado.

Maureen saltó de la cama y encendió la luz. Las cuatro menos diez de


la madrugada, según el reloj digital. Tres horas menos en Los Ángeles.
Perdóname, padre, pensó, mientras descolgaba el teléfono de la mesita de
noche y marcaba con tanta rapidez como le permitían sus dedos temblorosos.
Necesitaba a su mejor amigo (y quizá, sólo quizá), necesitaba a un sacerdote.
La voz insistente de Peter, con su consolador acento irlandés, la
devolvió a la tierra.
—Es muy importante que no olvides los detalles de estas…, bien…,
visiones. Vas tomando nota de ellas, ¿verdad?

—¿Visiones? Por favor, no me lances al Vaticano encima, Peter —


gimió ella—. Preferiría morir antes que convertirme en una cause célebre de
la Inquisición.
—Bah, Maureen, nunca te haría algo semejante. Pero ¿y si son
visiones? No puedes descartar la importancia potencial de lo que has visto.
—Antes que nada, sólo han sido dos. El resto han sido sueños. Sueños
muy vívidos e intensos, pero sueños al fin y al cabo. Tal vez se está
imponiendo una locura genética. Cosas de familia, ya sabes —Maureen
exhaló un profundo suspiro—. Maldita sea, me estoy asustando. En teoría,
deberías ayudarme a recobrar la calma, ¿recuerdas?
—Lo siento. Tienes razón, y quiero ayudarte, pero antes prométeme que
anotarás las fechas y las horas de tus vis…, digo, sueños. Sólo para lo que
nos interesa. Eres historiadora y periodista. Tú sabes mejor que nadie que
documentar los hechos es fundamental.
Maureen se permitió una risita al oír aquello.
—Oh, sí, y no cabe duda de que estamos hablando de hechos históricos.
— Suspiró—. Muy bien, lo haré. Tal vez contribuirá a que lo comprenda
mejor algún día. Tengo la sensación de que están sucediendo muchas cosas,
y de que he perdido por completo el control.
… Debo escribir ahora algo más acerca de Natanael, al que
llamábamos Bartolomé, porque su devoción siempre me conmovió.
Bartolomé era poco más que un muchacho cuando se unió a nosotros en
Galilea. Y si bien le habían expulsado de la casa de su noble padre, Tolma
de Canae, quedó claro nada más conocerle que no tenía nada de
incorregible. Sin duda, un patriarca cruel e insensato había juzgado mal la
belleza y la promesa de un alma tan preciosa y especial, un hermoso hijo.
Easa también se dio cuenta, y de inmediato.
Bastaba mirarle a los ojos para comprender a Bartolomé. Aparte de
Easa y de mi hija, nunca he visto tal pureza y bondad en unos ojos. Su
pureza se revelaba por su mediación, un alma pura y prístina. El día que
llegó a mi casa de Magdala, mi hijito se acomodó en su regazo y no se
separó de él durante el resto de la velada. Los niños son los mejores jueces,
y Easa y yo intercambiamos una sonrisa cuando vimos al pequeño Juan con
su amigo más reciente. Juan nos confirmó lo que sabíamos después de mirar
a Bartolomé: era un miembro de nuestra familia, y lo sería por toda la
eternidad.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
5

Los Ángeles
Abril de 2005

MAUREEN ESTABA AGOTADA cuando entró en el aparcamiento de su lujoso


edificio de apartamentos en Wilshire Boulevard. Dejó que André, el
empleado de guardia, aparcara el coche, y pidió que le subiera la bolsa. El
retraso del vuelo en el aeropuerto de Dulles, combinado con la imposibilidad
de conciliar el sueño la noche anterior, habían dejado sus nervios en un
estado delicado.
Lo último que esperaba o necesitaba era una sorpresa, pero eso era justo
lo que la estaba esperando cuando entró en el vestíbulo.
—Buenas noches, señorita Paschal. Perdone. — Laurence era el
encargado de la recepción del edificio. Un hombre diminuto y con cara de
severidad salió de detrás del mostrador para hablar con Maureen—.
Discúlpeme, pero esta tarde tuve que entrar en su apartamento. La entrega
era demasiado grande para guardarla en el vestíbulo. Tendría que habernos
avisado de que esperaba algo de ese tamaño.
—¿Entrega? ¿Qué entrega? No esperaba nada.
—Bien, no cabía duda de que era para usted. Debe tener un gran
admirador.
Maureen, perpleja, dio las gracias a Laurence y subió en el ascensor al
séptimo piso. Cuando la puerta se abrió, percibió un penetrante aroma a
flores. El perfume se multiplicó por diez cuando abrió la puerta de su
apartamento, y lanzó una exclamación ahogada. No podía ver la sala de estar
por culpa de las flores. Había recargados arreglos florales por todas partes,
algunos altos y sobre pilares, otros en jarrones de cristal depositados sobre
las mesas. Todos contenían variaciones sobre el mismo tema: rosas rojas,
calas y lirios blancos de Casablanca. Los lirios estaban florecidos por
completo, el origen del olor embriagador de la habitación.
Maureen no tuvo que buscar la tarjeta. Estaba pegada a un enorme
cuadro de marco dorado que plasmaba una escena bucólica clásica, apoyado
en la pared del fondo de la sala de estar. Tres pastores, vestidos con togas y
coronados de laurel, estaban congregados alrededor de un gran objeto de
piedra que daba la impresión de ser un sepulcro vertical. Estaban señalando
una inscripción. El motivo central era una mujer, una pastora pelirroja que
parecía ser su líder.
Habían pintado su rostro de manera que tenía un parecido sobrenatural
con Maureen.

—Les Bergers d’Arcadie. — Peter leyó la inscripción en una placa de


latón que había en la base del marco, impresionado por la excelente copia
que se erguía en la sala de estar de Maureen—. De Nicholas Poussin, el
maestro del barroco francés. He visto el original de este cuadro. Está en el
Louvre.
Maureen escuchaba mientras Peter seguía hablando, aliviada de que
hubiera llegado tan pronto.
—Traducido, quiere decir Los pastores de Arcadia.
—No estoy segura de si debería estar desaforadamente halagada o
completamente asustada. Dime que, en el original, la pastora no se parece a
mí como si hubiera sido la modelo, por favor.
Peter lanzó una carcajada.
—No, no. Esto parece un añadido hecho por el autor de la
reproducción, o por el remitente. ¿Quién es…?
Maureen meneó la cabeza y entregó un sobre grande a Peter.
—Fue enviado por alguien llamado… Sinclair, o algo por el estilo. No
tengo ni idea de quién es.
—¿Un admirador? ¿Un fanático? ¿Un chiflado que acabó de perder la
cabeza después de leer tu libro?
Maureen lanzó una carcajada nerviosa.
—Podría ser. Mi editora ha recibido algunas cartas raras para mí
durante los últimos meses.
—¿Admiradores o detractores?
—Ambas cosas.
Peter sacó una carta del sobre. Estaba escrita con letra recargada en
elegante papel vitela. Una prominente flor de lis grabada, el símbolo de la
realeza europea durante siglos, adornaba el pergamino. Letras doradas al pie
de la página anunciaban que el autor era Bérenger Sinclair. Peter se colocó
sus gafas de leer y leyó en voz alta:

Mi querida señora Paschal:

Le ruego perdone la intromisión.


Pero creo que tengo las respuestas a lo que anda buscando, y
usted tiene algunas que yo he estado buscando. Si tiene el valor de
defender sus creencias y participar en una asombrosa expedición
para descubrir la verdad, espero que se reúna conmigo en París el
día del solsticio de verano. La mismísima Magdalena requiere su
asistencia. No la decepcione. Tal vez este cuadro sirva para
estimular su inconsciente. Considérelo una especie de plano, un
plano de su futuro, y tal vez también de su pasado. Confío en que
honrará el gran apellido Paschal, tal como su padre lo intentó.

Suyo sinceramente,
Bérenger Sinclair

—¿El gran apellido Paschal? ¿Tu padre? — preguntó Peter—. ¿Qué


quiere decir eso?
—Ni idea.
Maureen estaba intentando asimilarlo todo. La mención a su padre la
había perturbado, pero no quería que Peter se percatara. Su respuesta fue
frívola.
—Ya sabes cómo era la familia de mi padre. De los pantanos y regiones
apartadas de Luisiana. No tenían nada de especiales, a menos que la locura
equivalga a la grandeza.
Peter no dijo nada y esperó a que continuara. Maureen hablaba en muy
raras ocasiones de su padre, y sentía curiosidad por ver si se explayaría. Se
quedó un poco decepcionado cuando desechó el tema con un encogimiento
de hombros.
Maureen recuperó la carta y volvió a leerla.
—Qué raro. ¿De qué respuestas crees que está hablando? No es posible
que se haya enterado de mis sueños. Sólo lo sabemos tú y yo.
Recorrió la carta con el dedo mientras pensaba.
Peter paseó la vista a su alrededor, y examinó los arreglos florales y la
enorme pintura.
—Sea quien sea, este montaje habla de dos cosas: fanatismo y mucho
dinero. Según mi experiencia, es una mala combinación.
Maureen sólo estaba escuchando a medias.
—Fíjate en la calidad del papel. Es excelente. Muy francés. Y este
dibujo estampado en los bordes… ¿Qué son? ¿Uvas? — El dibujo le sonaba
de algo—. ¿Manzanas azules?
Peter se ajustó las gafas sobre la nariz y examinó el pie de la carta.
—¿Manzanas azules? Mmmm, creo que tienes razón. Mira esto, al pie
de la página. Parece una dirección: Le Château des Pommes Bleues.
—Mi francés sólo es pasable, pero ¿no habla de manzanas azules?
Peter asintió.
—Castillo, o casa, de las Manzanas Azules. ¿Te dice algo?
Maureen asintió poco a poco.
—Maldita sea, se me escapa. Sé que tropecé con referencias a
manzanas azules en el curso de mi investigación. Es una especie de código,
me parece. Estaba relacionado con grupos religiosos franceses que adoraban
a María Magdalena.
—¿Los que creían que fue a Francia después de la crucifixión?
Maureen asintió.
—La Iglesia los persiguió por herejes, porque afirmaban que sus
enseñanzas procedían directamente de Cristo. Se vieron empujados a la
clandestinidad y se convirtieron en sociedades secretas. Las manzanas azules
eran el símbolo de una de ellas.
—Muy bien, pero ¿cuál es el significado concreto de las manzanas
azules?
—No me acuerdo de la respuesta. — Maureen se esforzaba por pensar,
pero no se le ocurría nada—. Pero conozco a alguien que sí lo sabrá.

Marina del Rey, California


Abril de 2005
MAUREEN PASEABA POR EL PUERTO de Marina del Rey. Veleros de lujo, la
recompensa de los superprivilegiados de Hollywood, relucían bajo el sol del
sur de California. Un surfista con una camiseta raída y el lema «Otro día de
mierda en el paraíso» la saludó desde la cubierta de un pequeño yate. Tenía
la piel bronceada y el pelo casi blanco por la continua exposición al sol.
Maureen no le conocía, pero la sonrisa beatífica, combinada con la botella de
cerveza que sostenía en la mano, indicaban que estaba de buen humor.
Maureen le devolvió el saludo y siguió caminando en dirección al
complejo de restaurantes y tiendas para turistas. Entró en El Burrito, un
restaurante mexicano con una terraza sobre el agua.
—¡Reenie! ¡Estoy aquí!
Maureen oyó a Tammy antes de verla, cosa que sucedía casi siempre.
Se volvió en la dirección de la voz y descubrió a su amiga, que estaba
bebiendo un margarita de mango en una mesa de la terraza.
Tamara Wisdom era todo lo contrario de Maureen Paschal. Era una
belleza exótica, escultural y de piel olivácea. Llevaba el pelo largo hasta la
cintura, con mechas de colores brillantes que decidía en función de su
humor. Hoy tocaban resplandecientes reflejos violeta. En la nariz exhibía un
diamante de buen tamaño, regalo de un ex novio, famoso director de cine
independiente. Numerosos piercings adornaban sus orejas, y sobre el top de
encaje negro colgaban diversos amuletos de diseño esotérico. Tenía casi
cuarenta años, pero aparentaba diez menos.
Tammy era extravagante, llamativa y testaruda, mientras Maureen era
conservadora, discreta y cauta. No habrían podido ser más diferentes en la
vida y en el trabajo, pero habían encontrado un terreno de respeto mutuo que
las había convertido en grandes amigas.
—Gracias por quedar conmigo con tan poca antelación, Tammy.
Maureen se sentó y pidió un té helado. Tammy puso los ojos en blanco,
pero estaba demasiado entusiasmada por el motivo de la cita para criticar la
conservadora elección de bebida de Maureen.
—¿Bromeas? ¿Bérenger Sinclair te persigue y crees que quiero
perderme detalle de tan jugosa circunstancia?
—Bien, fuiste muy esquiva conmigo por teléfono, así que será mejor
que desembuches. No puedo creer que conozcas a ese tipo.
—Y yo no puedo creer que tú no le conozcas. ¿Cómo es posible, en el
nombre de Dios, literalmente, que publicaras un libro en que hablabas de
María Magdalena sin ir a Francia a investigar? ¿Y tú te llamas periodista?
—Me considero periodista, y por eso no fui a Francia. No me interesa
para nada todo ese rollo de las sociedades secretas. Ésa es tu especialidad, no
la mía. Fui a Israel a realizar investigaciones serias sobre el siglo uno.
La esgrima verbal era parte integral de su amistad. Maureen había
conocido a Tammy cuando investigaba para escribir el libro. Una amiga
mutua las había presentado después de averiguar que Maureen estaba
investigando la vida de María Magdalena. Tammy había publicado varios
libros alternativos sobre sociedades secretas y alquimia, y el documental que
había dirigido sobre tradiciones espirituales clandestinas, destacando el culto
a María Magdalena, había logrado buenas críticas en el circuito de los
festivales. Maureen se había quedado sorprendida por las afirmaciones de
una red de investigadores esotéricos, pues daba la impresión de que Tammy
conocía a todo el mundo. Y si bien Maureen descubrió enseguida que el
enfoque alternativo de Tammy estaba muy lejos de lo que ella buscaba, en
términos de fuentes fidedignas, también reconoció la mente penetrante que
ocultaba el espeso maquillaje, la sustancia debajo de la fachada. Maureen
admiraba la valentía y la sinceridad brutal de Tammy, incluso cuando era el
blanco de sus críticas.
Tammy introdujo la mano en su bolso naranja fluorescente y sacó un
sobre elegante. Lo agitó ante la nariz de Maureen antes de empujarlo sobre
la mesa hacia ella.
—Quería enseñarte esto en persona.
Maureen enarcó una ceja cuando vio el dibujo de la flor de lis, ahora ya
familiar, combinado con las extrañas manzanas azules estampadas en el
sobre. Extrajo una invitación impresa y se puso a leer.
—Es una invitación para el muy exclusivo baile de disfraces anual de
Sinclair. Parece que por fin he triunfado. ¿También te ha enviado una?
Maureen negó con la cabeza.
—No, sólo un mensaje raro para que me reúna con él el día del solsticio
de verano. ¿Cómo has conseguido esta invitación?
—Le conocí cuando fui a investigar a Francia —replicó Tammy —. Le
he pedido fondos para terminar mi nuevo documental. Le interesa hacer uno,
de manera que estamos negociando. O sea, le rascaré la espalda si él me
rasca la mía.
—¿Estás trabajando en un nuevo documental? ¿Por qué no me lo has
dicho?
—Últimamente no se te ha visto mucho el pelo, ¿no crees?
Maureen compuso una expresión contrita. Había olvidado a su amiga
por completo durante la locura de los últimos meses.
—Lo siento. Y basta de parecer tan complacida contigo mismo. ¿Qué
me estás ocultando? ¿Sabías que Sinclair me… persigue?
—No, no. En absoluto. Sólo le vi una vez. Ojalá quisiera hablar
conmigo. Su fortuna se calcula en mil millones, y es encantador. Rennie,
esto podría ser estupendo para ti. Por los clavos de Cristo, suéltate el pelo y
ve a vivir una gran aventura. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con
alguien?
—Ésa no es la cuestión.
—Tal vez sí.
Maureen desechó la pregunta con un ademán, y trató de contener su
exasperación.
—No tengo tiempo para relaciones. Tampoco tengo la impresión de que
me haya pedido una cita.
—Peor aún. No hay lugar en el planeta más romántico.
—Por eso has pasado tanto tiempo en Francia últimamente.
Tammy rio.
—No, no. Es que Francia es el centro neurálgico del esoterismo
occidental, así como el crisol de la herejía. Podría escribir cien libros sobre
el tema, o rodar el mismo número de películas, y sólo habría arañado la
superficie.
A Maureen le costaba concentrarse.
—¿Qué crees que desea Sinclair de mí?
—Quién sabe. Tiene fama de excéntrico y extravagante. Demasiado
tiempo libre y demasiado dinero para gastar. Supongo que algo de tu libro le
habrá llamado la atención y quiere añadirte a su colección. Pero no tengo ni
idea de qué pueda ser. Tu trabajo no es precisamente su especialidad.
—¿Qué quieres decir? — Maureen se puso un poco a la defensiva—.
¿Por qué no es su especialidad?
—Demasiado convencional y demasiado académico. Vamos, Maureen.
Cuando escribiste aquel capítulo sobre María Magdalena fuiste tan cauta, tan
políticamente correcta. Puede que María Magdalena sostuviera relaciones
con Jesús, pero no hay pruebas, bla, bla, bla… Todo muy comedido.
Créeme, Sinclair no tiene nada de comedido. Por eso me gusta.
Maureen replicó con más rudeza de lo que pretendía.
—Tú te dedicas a revisar la historia basándote en tus creencias
personales. Yo no.
Tammy le estaba tocando la fibra hoy, pero como de costumbre su
amiga se negó a tirar la toalla y siguió acosándola.
—¿Y cuáles son tus creencias? A mí me parece que ni siquiera lo sabes.
Escucha, eres una buena amiga y no quiero faltarte al respeto, de modo que
no te enfades, pero sabes tan bien como yo que existen pruebas de que María
Magdalena sostuvo relaciones con Jesús y de que tuvieron hijos. ¿Por qué te
aterra tanto esa posibilidad? Ni siquiera eres creyente. No debería significar
una amenaza para ti.
—No significa una amenaza para mí. No quería seguir ese camino.
Tenía miedo de que contaminara el resto de mi obra. Está claro que tu punto
de vista acerca de las «pruebas» y el mío no son el mismo. Me he pasado
casi toda mi vida adulta investigando para ese libro, y no iba a tirarlo por la
ventana arrojándome en brazos de una teoría mal hilvanada y carente de
sustancia que no me interesa en lo más mínimo.
—La teoría mal hilvanada versa sobre la unión divina —replicó Tammy
—. La idea de que dos personas honrándose mutuamente en una relación
sagrada es la mayor expresión de Dios en la tierra. Tal vez debería
interesarte.
Maureen cambió de tema con brusquedad.
—Prometiste que me contarías lo que sabes sobre las manzanas azules.
—Bien, si perdonas mis teorías mal hilvanadas y carentes de
sustancia… —empezó Tammy.
—Lo siento.
Maureen parecía contrita de verdad, lo cual provocó la risa de Tammy.
—Olvídalo. Me han llamado cosas mucho peores. Bien, esto es lo que
yo sé sobre las manzanas azules. Son el símbolo de un linaje. Sí, de ese
linaje, el que tú y tus amigos académicos queréis fingir que no existe. El
linaje de Jesucristo y María Magdalena, tal como establecieron sus
descendientes. Diversas sociedades secretas han utilizado símbolos
diferentes para representar el linaje.
—¿Por qué manzanas azules?
—Eso ha sido objeto de discusión, pero en general se cree que es una
referencia a las uvas. Las regiones vinícolas del sur de Francia son famosas
por sus uvas grandes, que las manzanas azules podrían simbolizar.
Acompáñame en el establecimiento de la conexión: los hijos de Jesús son el
fruto de la viña, es decir, son uvas, y, por consiguiente, manzanas azules.
Maureen asintió.
—¿Quiere decir eso que Sinclair está metido en una de esas sociedades
secretas?
—Sinclair es su propia sociedad secreta —rio Tammy—. Allí es como
el padrino. No pasa nada sin su aprobación o conocimiento. Además, es la
cuenta bancaria de montones de investigaciones, incluida la mía.
Tammy alzó su copa en un brindis burlón por la generosidad de
Sinclair.
Maureen tomó un sorbo de té y contempló el sobre que sostenía en la
mano.
—Pero ¿crees que Sinclair es peligroso?
—Oh, Señor, no. Es demasiado importante para eso…, aunque tiene
dinero e influencias suficientes para ocultar los cadáveres, desde luego… Es
broma, de modo que deja de palidecer. Además, debe de ser el mayor
experto en María Magdalena del mundo. Podría resultar un contacto muy
interesante para ti si decidieras abrir tu mente un poquito.
—Supongo que irás a esa fiesta…
—¿Estás loca? Pues claro que iré. Ya tengo el billete. La fiesta es el 24
de junio, tres días después del solsticio de verano. Mmm…
—¿Qué?
—Está tramando algo, pero no sé qué. Quiere que estés en París el 21
de junio, y la fiesta es el 24, que también es la fiesta de San Juan Bautista.
Esto se está poniendo muy interesante. No creo ni por un momento que estas
fechas sean una coincidencia. ¿Dónde quiere que te reúnas con él?
Maureen sacó su carta del bolso, junto con el mapa de Francia que iba
incluido con ella. Se los dio a Tammy.
—Mira —indicó Maureen—, hay una línea roja desde París al sur de
Francia.
—Es el Meridiano de París, querida. Atraviesa el corazón del territorio
de la Magdalena, y la propiedad de Sinclair, por cierto.
Tammy dio la vuelta al mapa y apareció otro, el plano de París. Lo
siguió con una uña púrpura y lanzó una estentórea carcajada cuando localizó
el punto de referencia de la orilla izquierda, rodeado por un círculo rojo.
—Oh, Dios. ¿Qué estás tramando, Sinclair? — Tammy indicó el plano
de París—. La iglesia de Saint-Sulpice. ¿Te ha pedido que os encontréis ahí?
Maureen asintió.
—¿La conoces?
—Por supuesto. Una iglesia enorme, la segunda más grande de París
después de Notre-Dame, llamada a veces la catedral de la Orilla Izquierda.
Ha sido centro de actividades de las sociedades secretas desde el siglo
dieciséis, como mínimo. Ojalá lo hubiera sabido, porque habría comprado
mi billete a París para unos cuantos días antes. Daría cualquier cosa por
presenciar tu entrevista con el padrino.
—Aún no he dicho que vaya a ir. Todo esto me parece una locura. No
tengo ningún medio de ponerme en contacto con él. Ni número de teléfono,
ni correo electrónico. Ni siquiera me pidió que le contestara. Da por sentado
que iré.
—Es un hombre muy acostumbrado a conseguir lo que desea. Por algún
motivo que no se me ocurre, quiere verte. No obstante, si quieres
relacionarte con esa gente, has de dejar de ceñirte a las reglas de la sociedad
normal. No son peligrosos, pero pueden ser muy excéntricos. Los acertijos
forman parte de su juego, y tendrás que solucionar algunos para demostrar
que eres digna de entrar en su círculo íntimo.
—No estoy segura de querer hacerlo.
Tammy acabó el resto de su margarita.
—Tú eliges, hermana. Personalmente, no me perdería una invitación
como ésta por nada del mundo. Creo que es la oportunidad de tu vida. Ve
como periodista, a investigar. Pero recuerda, en cuanto te adentres en este
misterio, será como atravesar el espejo y caer por el agujero del conejo.
»De modo que ve con cuidado. Y aférrate a tu realidad, mi querida y
conservadora Alicia.

Los Ángeles
Abril de 2005

LA DISCUSIÓN CON PETER había sido más acalorada de lo que había supuesto.
Maureen sabía que se opondría a su decisión de reunirse con Sinclair en
Francia, pero no estaba preparada para la vehemencia con que defendió su
postura.
—Tamara Wisdom es una descerebrada, y no puedo creer que te
convenciera de hacer esto. No me fío de su descripción de Sinclair.
La discusión se había prolongado durante toda la cena. Peter había
interpretado el papel de hermano mayor y protector, preocupado por su
seguridad, y Maureen se había esforzado por hacerle comprender su
decisión.
—Pete, sabes que nunca me ha gustado correr riesgos. Me gustan el
orden y el control en mi vida, y mentiría si te dijera que esto no me
aterroriza.
—¿Y por qué lo haces?
—Porque los sueños y las coincidencias me aterrorizan todavía más. No
tengo control sobre ellos, y la cosa va empeorando, pues cada vez son más
frecuentes y vívidos. Creo que he de seguir este camino y ver adónde me
conduce. Quizá Sinclair tenga las respuestas que busco, tal como él afirma.
Si es el mayor experto en María Magdalena del mundo, tal vez podrá
explicarme algo de esto. Sólo hay una forma de averiguarlo, ¿verdad?
Al final de la agotadora discusión, Peter se rindió por fin, pero con una
condición.
—Iré contigo —anunció.
Y así terminó la discusión.

Maureen marcó en el móvil el número de Peter cuando salió de la


agencia de viajes Westwood el siguiente sábado por la mañana. Aún no le
había contado todo a su primo. A veces, la trataba como si todavía fuera una
niña y él su protector. Si bien le agradecía que se preocupara por ella, era
una adulta que debía tomar decisiones importantes en esta encrucijada de su
vida. Con la decisión tomada y los billetes en la mano, había llegado el
momento de informarle.
—Hola. Todo está arreglado, y ya tengo los billetes. Escucha, he
tomado la decisión repentina de volar a Nueva Orleans un día antes.
Peter guardó silencio un momento, sorprendido.
—¿Nueva Orleans? Muy bien. ¿Iremos a París desde allí?
Ahora venía la parte difícil.
—No. Voy a Nueva Orleans sola. — Encadenó a toda prisa la siguiente
frase para que no pudiera interrumpirla—. Se trata de algo que debo hacer
sola, Pete. Nos encontraremos en JFK al día siguiente, y desde allí iremos
juntos a París.
Peter hizo una pausa, y luego aceptó con un simple «de acuerdo».
Maureen se sentía culpable por engañarle.
—Escucha, estoy en Westwood. Acabo de salir de la agencia de viajes.
¿Puedes comer conmigo? Tú eliges. Yo invito.
—No puedo. Hoy tengo seminarios de refuerzo para exámenes finales
en Loyola.
—Venga, ¿no hay nadie que pueda dar unas clases de latín durante unas
pocas horas?
—Latín, sí, pero soy el único profesor de griego, así que me ha tocado a
mí.
—De acuerdo. Quizás otro día me expliques por qué los adolescentes
del siglo veintiuno han de aprender lenguas muertas.
Peter sabía que Maureen estaba bromeando. Su respeto por la cultura y
el talento para los idiomas de Peter era inmenso.
—Por el mismo motivo que yo tuve que aprender lenguas muertas, y mi
abuelo también. Nos ha servido de mucho, ¿no?
Maureen no podía llevarle la contraria, ni siquiera en broma. El abuelo
de Peter, el estimado doctor Cormac Healy, había participado en Jerusalén en
un comité encargado de estudiar y traducir algunos papiros de la
extraordinaria biblioteca de Nag Hammadi. La pasión de Peter por los
manuscritos antiguos había florecido de adolescente, cuando pasó el verano
en Israel con su abuelo. Peter había participado en la excavación del
Scriptorium de Qumrán, donde se habían escrito los manuscritos del mar
Muerto. Durante años, había guardado un diminuto trozo de ladrillo de la
pared del Scriptorium en una vitrina contigua a su escritorio. Pero cuando su
prima mostró auténtica pasión y dedicación por su trabajo de escritora,
consideró apropiado que lo guardara ella, como fuente de inspiración.
Maureen se colgaba el fragmento de ladrillo, guardado dentro de una bolsa
de piel, alrededor del cuello cada vez que se ponía a escribir con ahínco.
Fue durante aquel verano en Israel cuando el joven Peter descubrió su
vocación, tanto académica como religiosa. Había visitado los lugares
sagrados de la cristiandad con un grupo de jesuitas, y la experiencia había
tenido un profundo impacto en el joven e idealista irlandés. La orden jesuita
resultó ser el elemento ideal para combinar sus dos pasiones, la religiosa y la
erudita.
Maureen lo había dispuesto todo para reunirse con él más avanzada la
semana. Cuando cerró el teléfono móvil, cayó en la cuenta de que hacía
meses que no se sentía tan animada.
No podía decirse lo mismo del padre Peter Healy.

La costa Oeste de Estados Unidos posee un rico patrimonio de edificios


históricos en las misiones californianas. Fundadas por el diligente monje
franciscano fray Junípero Serra en el siglo XVIII, estos vestigios de la
arquitectura española, provistos de hermosos jardines, se encuentran en
lugares de gran belleza natural.
Peter sentía una gran simpatía por la orden franciscana, y se había
propuesto visitar todas las misiones californianas desde que llegó al estado.
Las misiones armonizaban la historia con la fe, una combinación que
resonaba en el alma y el corazón de Peter. Cuando necesitaba espacio y
tiempo para pensar, solía escaparse a una de las misiones del sur de
California. Cada una poseía su particular encanto, y representaban un oasis
de calma en el centro de su agitado estilo de vida en Los Ángeles.
Hoy había elegido la misión de San Fernando, debido a la proximidad
de su amigo, el padre Brian Rourke, que vivía cerca y era el líder de la orden
jesuita instalada en el valle de San Fernando. La relación de Peter con el
padre Brian se remontaba a sus primeros años en el seminario, cuando aquél
había sido su mentor. Ahora, Peter necesitaba un amigo de confianza.
Buscaba refugio, incluso de la Iglesia a la que amaba y obedecía. El padre
Brian había accedido a recibirle con poca antelación al percibir cierto pánico
en la voz de Peter.
—¿Tu prima es católica practicante?
El sacerdote caminaba por los jardines de la misión con Peter. El sol de
la tarde bañaba el valle, y Peter se secó una gota de sudor con el dorso de la
mano.
—Ya no lo es, pero era muy devota de niña. Los dos lo éramos.
El padre Rourke asintió.
—¿Ocurrió algo que la apartó de la Iglesia?
Peter vaciló un momento.
—Problemas familiares. Prefiero no extenderme al respecto.
Creía que revelar las visiones de Maureen sin su consentimiento era
como una especie de traición. No quería desvelar los demás secretos
familiares. Todavía no, al menos. Pero no sabía muy bien qué hacer a
continuación, y necesitaba el sabio consejo de alguien de confianza dentro
de la estructura de la Iglesia.
El sacerdote de mayor edad asintió, indicando que comprendía su deseo
de confidencialidad.
—En muy pocas ocasiones se concede crédito a las visiones divinas. A
veces son sueños, a veces fantasías infantiles. Es probable que no haya de
qué preocuparse. ¿Vas a acompañarla a Francia?
—Sí. Siempre he sido su consejero espiritual, y debo de ser la única
persona en la que confía de verdad.
—Estupendo, estupendo. Así podrás vigilarla. Llama de inmediato si
crees que se está poniendo en peligro de alguna manera. Te ayudaremos.
—Estoy seguro de que no llegaremos a tanto.
Peter sonrió y dio las gracias a su amigo. La conversación se
transformó en una discusión sobre el calor extremo de California en
contraposición a los suaves veranos de su nativa Irlanda. Hablaron de viejos
amigos y del paradero de su antiguo profesor y paisano, que ahora era obispo
en algún lugar del Profundo Sur. Cuando llegó la hora de marchar, Peter
aseguró a su viejo amigo que se sentía mejor después de su charla.
Mentía.

El padre Rourke volvió a su despacho con el corazón contrito y la


conciencia desgarrada. Estuvo sentado durante mucho rato, contemplando el
crucifijo que colgaba en la pared sobre su escritorio. Exhaló un suspiro de
resignación, descolgó el teléfono y marcó el código de zona de Luisiana. No
tuvo que consultar el número.

Nueva Orleans
Junio de 2005

MAUREEN CIRCULABA POR LAS AFUERAS de Nueva Orleans en su coche de


alquiler, con un plano de la zona desplegado sobre el asiento del
acompañante. Aminoró la velocidad y se detuvo a un lado, para echar un
vistazo al plano y comprobar que iba bien encaminada. Satisfecha,
reemprendió el camino. Cuando dobló la siguiente esquina, aparecieron a la
vista las tumbas estilo sarcófago y monumentos que han hecho famosos a los
cementerios de la ciudad.
Maureen estacionó el coche en el aparcamiento y recogió del asiento
posterior su bolso y las flores que había comprado al vendedor callejero.
Bajó del coche, con cuidado de esquivar los charcos fangosos, restos de la
tormenta de antes, preludio del verano, y examinó el paisaje de tumbas bien
cuidadas. Recargados indicadores y guirnaldas de flores se extendían hasta
perderse de vista. Maureen respiró hondo y se encaminó hacia las puertas del
cementerio con sus flores. Se detuvo en la entrada principal y alzó la vista,
pero se desvió a la izquierda sin entrar en el recinto.
Rodeó el perímetro del camposanto hasta llegar a otra serie de
sepulturas. Las tumbas estaban invadidas de musgo y malas hierbas,
descuidadas y patéticas. Aquí estaban enterrados los parias.
Caminó con parsimonia y reverencia entre las tumbas. Reprimió las
lágrimas cuando pasó junto a tumbas olvidadas, individuos que habían sido
abandonados incluso en la muerte. La próxima vez traería más flores, flores
para todos ellos.
Se arrodilló, apartó a un lado las malas hierbas que cubrían una lápida
en mal estado. El nombre que dejó al descubierto era el de Edouard Paul
Paschal.
Maureen arrancó las hierbas invasoras con las manos. Limpió la tumba
indiferente a la tierra y el barro acumulados bajo sus uñas y que salpicaban
su ropa. Alisó la zona con las manos y frotó la lápida para resaltar las letras
del nombre del ocupante.
Cuando estuvo satisfecha de sus esfuerzos, depositó las flores sobre la
tumba. Extrajo la foto enmarcada del bolso y miró un momento la
instantánea. Entonces, permitió que las lágrimas se desbordaran. La imagen
mostraba a Maureen de niña, apenas cinco o seis años, sentada en las rodillas
de un hombre que le estaba leyendo un cuento de un libro. Los dos
intercambiaban una sonrisa de felicidad, sin hacer caso de la cámara.
—Hola, papá —susurró a la foto, antes de dejarla sobre la lápida.
Maureen se demoró un momento, con los ojos cerrados, perdida en su
intento de recordar a su padre con detalle. Aparte de esta fotografía, contaba
con pocas cosas para despertar recuerdos de él. Después de su muerte, su
madre había prohibido cualquier conversación sobre el hombre o el papel
que había desempeñado en sus vidas. Había dejado de existir para ellas, así
de sencillo, al igual que la familia de él. Maureen y su madre se habían
trasladado a Irlanda al cabo de muy poco tiempo. Su pasado en Luisiana
quedó relegado a los borrosos recuerdos de una niña traumatizada y afligida.
Aquella mañana, Maureen había buscado en el listín telefónico de
Nueva Orleans residentes apellidados Paschal. Encontró varios, algunos de
los cuales podían ser parientes suyos, pero había cerrado el listín al instante,
porque nunca había albergado una auténtica intención de ponerse en
contacto con presuntos parientes, sobre todo después de tanto tiempo, y
especialmente ahora. Había sido más como un ejercicio memorístico.
Maureen tocó la fotografía a modo de despedida, y luego se secó las
lágrimas con una mano fangosa que manchó de barro su cara. No le importó.
Se levantó y volvió sobre sus pasos sin mirar atrás, y se detuvo ante las
puertas de la entrada principal. Dentro del cementerio, una capilla blanca
coronada con una pulida cruz de latón relumbraba bajo la luz del sol.
Maureen contempló la iglesia a través de los barrotes.
Se protegió los ojos de los destellos de la cruz, y después dio la espalda
al camposanto y se marchó.

Ciudad del Vaticano, Roma


Junio de 2005

EL CARDENAL TOMÁS DECARO se levantó del escritorio y miró la piazza por


la ventana. No sólo sus ojos envejecidos necesitaban un descanso de la pila
de papeles amarillentos acumulados sobre la mesa. Su mente y su conciencia
anhelaban descansar y meditar sobre la información que había recibido
aquella mañana. Se avecinaba un terremoto, de eso estaba seguro. De lo que
ya no estaba tan seguro era de los daños que este cataclismo iba a provocar,
ni de quiénes serían las víctimas.
Abrió el cajón superior del escritorio y miró el objeto que le daba
fuerzas en momentos así. Era un retrato del bendito papa Juan XXIII, bajo el
encabezamiento Vatican Secundum. Debajo de la imagen había una cita de
aquel gran líder visionario que tanto había arriesgado por integrar a su
amada Iglesia en el mundo contemporáneo. Aunque DeCaro se sabía las
palabras de memoria, leerlas le confortó:
—«No es el evangelio lo que ha cambiado. Es que hemos empezado a
comprenderlo mejor. Ha llegado el momento de discernir el signo de los
tiempos, de aprovechar la oportunidad y mirar adelante».
En el exterior, el verano se estaba acercando y prometía un hermoso día
en Roma. DeCaro decidió hacer novillos unas horas y dar un largo paseo por
su amada Ciudad Eterna.
Necesitaba caminar, necesitaba pensar y, sobre todo, necesitaba rezar
para recibir consejo. Tal vez el espíritu del buen papa Juan le ayudaría a
orientarse en la crisis inminente.

… Bartolomé llegó a nosotros por mediación de Felipe, otro de nuestra


tribu que fue incomprendido, y confieso que yo fui la primera en juzgarle
mal. Desde hacía mucho tiempo era seguidor de Juan el Bautista, y yo le
conocía debido a su amistad. Por dicha causa, tardé cierto tiempo en
aprender a confiar en Felipe.
Felipe era un hombre enigmático. Práctico y culto. Podía hablarle en
la lengua de los helenos, en la cual me habían educado. Era de ascendencia
noble, nacido en Betsaida, aunque había optado por una vida de extrema
sencillez, negándose el boato de la nobleza. Este rasgo lo había aprendido
de Juan. Aparentemente, Felipe era difícil y pendenciero, pero debajo de
esta apariencia se ocultaba un carácter alegre y bondadoso.
Felipe jamás haría nada que pudiera perjudicar a un ser vivo. De
hecho, era muy severo en sus hábitos alimenticios, y no consumía carne que
pudiera causar sufrimientos a ningún animal. Mientras el resto de nuestra
tribu se alimentaba de pescado, Felipe no quería ni oír hablar de ello. Era
incapaz de soportar la idea de las tiernas bocas desgarradas por anzuelos, o
la agonía que debían padecer los peces cuando eran atrapados por las
redes. Había discutido muchas veces con Pedro y Andrés sobre este dilema.
Yo pensaba en ello a menudo. Tal vez estaba en lo cierto, y su compromiso
con esta creencia era una de las razones de la admiración que sentía por él.
… A veces pensaba que Felipe era como los animales que
reverenciaba, aquellos que se protegen con espinas o armaduras por fuera,
para que nada pueda aguijonear al blando animal que yace debajo. No
obstante, tomó bajo su protección a Bartolomé cuando le encontró en el
camino sin hogar. Percibió la bondad de Bartolomé, y nos la trajo a
nosotros.
Después del Tiempo de la Oscuridad, Felipe y Bartolomé fueron mi
mayor consuelo. Llevaron a cabo los preparativos iniciales, junto con José,
para trasladarnos sanos y salvos a Alejandría, lejos de nuestra tierra cuanto
antes. Para Bartolomé, los niños eran tan importantes como las mujeres. En
realidad, fue el mayor consuelo para el pequeño Juan, que ama a todos los
hombres. Pero Sara Tamar también quería mucho a Bartolomé.
Sí, esos dos hombres merecen un lugar en el cielo que esté lleno de lux
y perfección por toda la eternidad, la única preocupación de Felipe era
protegernos y conducirnos sanos y salvos a nuestro destino. Creo que nada
le habría detenido, con independencia de lo que le hubiera pedido. Si
hubiera dicho a Felipe que nuestro destino era la luna, habría hecho todo
cuanto hubiera estado en sus manos por llevarnos a ella.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
6

París
19 de junio de 2005

EL SOL BRILLABA SOBRE EL SENA, mientras Maureen y Peter paseaban por la


orilla del río. La luz de principios de verano bañaba París, y ambos estaban
contentos de poder relajarse un poco y disfrutar de los encantos de la ciudad
más bella del mundo. Ya tendrían tiempo para preocuparse por el encuentro
con Sinclair, que tendría lugar dentro de dos días.
Los dos primos estaban disfrutando de sendos cucuruchos de helado,
que consumían con rapidez antes de que el sol los derritiera y dejara una
senda arcoirisada en el suelo.
—Mmmm, tenías razón, Pete. Puede que Berthillon sea el mejor helado
del mundo. Es asombroso.
—¿Qué sabor has pedido?
Maureen estaba practicando su francés.
—Poivre.
—¿Pimienta? — Peter estalló en carcajadas—. ¿Has pedido helado con
sabor a pimienta?
Maureen enrojeció, pero lo intentó de nuevo.
—Pauvre?
—¿Pobre? ¿Es de sabor a pobre?
—De acuerdo, me rindo. Deja de atormentarme. Tiene sabor a pera.
—Poire. Poire es pera. Lo siento, no debería burlarme de ti. Al menos,
lo has intentado.
—Bien, no cabe duda de cuál es el miembro de la familia que más
facilidad tiene para los idiomas.
Ambos rieron, disfrutando de la frivolidad del momento y la belleza del
día.

La magnificencia gótica de Notre-Dame dominaba la Île de la Cité,


como lo había hecho durante ochocientos años. Cuando se acercaron a la
catedral, Peter miró con reverencia la impresionante fachada, con su mezcla
de santos y gárgolas.
—La primera vez que la vi dije: «Dios vive aquí». ¿Quieres entrar?
—No, prefiero quedarme fuera con las gárgolas, que es mi sitio.
—Es el edificio gótico más famoso del mundo, y un símbolo de París.
Como turista, estás obligada a entrar. Además, el vitral es fenomenal, y
tienes que ver el rosetón al sol de mediodía.
Maureen vaciló, pero Peter la tomó del brazo y tiró de ella.
—Vamos. Te prometo que los muros no se derrumbarán cuando entres.

Los rayos solares atravesaban a chorros el rosetón más famoso del


mundo, iluminando a Peter y Maureen con una luz azul celeste veteada de
púrpura. Él estaba extasiado, con el rostro alzado hacia las ventanas,
disfrutando de un momento de perfecto arrobo. Maureen caminaba con
parsimonia detrás de él, intentando no olvidar que se trataba de un edificio
de enorme significado histórico y arquitectónico, y no de otra iglesia más.
Un sacerdote francés pasó a su lado y cabeceó a modo de solemne
saludo. Maureen tropezó en aquel instante. El sacerdote se detuvo y extendió
una mano para sostenerla, al tiempo que le hablaba con cierta preocupación
en francés. Ella sonrió y levantó una mano para indicar que estaba bien.
Peter volvió a su lado y el sacerdote continuó su camino.

—¿Te encuentras bien?


—Sí. Un poco mareada de repente. Efecto del jet lag, supongo.
—No has dormido mucho estos últimos días.
—Estoy segura de que eso no me ha ayudado. — Maureen señaló uno
de los bancos laterales alineados con el rosetón—. Voy a sentarme ahí un
momento a disfrutar del vitral. Ve a dar una vuelta.
Él parecía preocupado, pero Maureen le indicó con un ademán que se
fuera.
—Estoy bien. Vete. Enseguida voy.
Él asintió y fue a explorar la catedral. Maureen se sentó en el banco. No
quería admitir delante de Peter que se sentía muy mareada. Le había
sucedido sin previo aviso, y sabía que si no se sentaba caería al suelo. Pero
no había querido decírselo a su primo. Debía ser una combinación de jet lag
y agotamiento.
Maureen se palmeó la cara con las manos, intentando sacudirse de
encima el aturdimiento. Rayos caleidoscópicos de luces de colores,
procedentes del rosetón, caían sobre el altar e iluminaban un gran crucifijo.
Maureen parpadeó varias veces. Daba la impresión de que el crucifijo estaba
aumentando de tamaño cada vez más.
Se agarró la cabeza cuando el mareo la envolvió y la visión se apoderó
de ella.

El rayo hendió el cielo anormalmente negro, en aquella lúgubre tarde


de viernes, la mujer de rojo subió la colina dando tumbos, esforzándose por
llegar a la cumbre. Era indiferente a los cortes y arañazos que se iban
acumulando en su cuerpo y desgarraban sus ropas. Tenía un único objetivo,
y era llegar a él.
El sonido de un martillo remachando un clavo, metal contra metal,
resonó en el aire con una determinación nauseabunda. La mujer perdió la
compostura al fin y lanzó un gemido, un sonido singular de irreprimible
desesperación humana.
La mujer llegó al pie de la cruz justo cuando empezó a llover. Le miró,
y gotas de su sangre cayeron sobre su rostro transido de dolor, y se
mezclaron con la lluvia incesante.
Perdida en la visión, Maureen no sabía dónde estaba. Su gemido, un
eco perfecto de la desesperación de María Magdalena, resonó en toda la
catedral de Notre-Dame, asustando a los turistas. Peter corrió a reunirse con
ella.

—¿Dónde estamos?
Maureen despertó en un sofá, en una habitación chapada en madera. El
rostro serio de Peter flotaba sobre ella cuando contestó.
—En una de las oficinas de la catedral.
Cabeceó en dirección al sacerdote francés que habían visto antes, el
cual había entrado por una puerta disimulada al fondo de la habitación, con
expresión preocupada.
—El padre Marcel me ayudó a traerte aquí. No podías ni moverte.
El padre Marcel avanzó y le ofreció un vaso de agua. Ella bebió
agradecida.
—Merci —dijo al sacerdote, quien asintió en silencio y se retiró al
fondo de la habitación para esperar con discreción, en caso de que volvieran
a necesitar su ayuda—. Lo siento —dijo a Peter sin demasiada convicción.
—Tranquila. Es evidente que no pudiste controlarlo. ¿Quieres decirme
qué viste?
Ella le contó la visión. El rostro de Peter fue palideciendo a cada nueva
palabra que oía. Cuando ella terminó, estaba muy serio.
—Maureen, sé que no querrás oír esto, pero creo que estás teniendo
visiones divinas.
—¿Crees que debería hablar con un cura? — bromeó la joven.
—Hablo en serio. Esto está fuera de mi esfera de acción, pero
encontraré a alguien que sepa de estas cosas. Sólo para hablar. Podría serte
de ayuda.
—Ni se te ocurra —replicó Maureen, al tiempo que se incorporaba en
el sofá—. Llévame de vuelta al hotel para que pueda descansar un poco. En
cuanto haya dormido un rato, estoy segura de que me encontraré bien.
Maureen pudo, por fin, sobreponerse a la visión y salir por su propio
pie de la catedral. Experimentó un gran alivio al encontrar una salida lateral,
lo cual le ahorró tener que atravesar de nuevo el interior de ese gran icono de
la cristiandad.
En cuanto Peter depositó a Maureen sana y salva en su habitación,
volvió a la suya. Estuvo sentado un momento, contemplando el teléfono. Era
demasiado temprano para llamar a Estados Unidos. Saldría un rato y
volvería cuando la hora fuera un poco más apropiada para aquella zona
horaria.

En las cercanías del Sena, el padre Marcel atravesó el interior


iluminado con velas de la catedral gótica más famosa del mundo. Le seguía
un sacerdote irlandés, el obispo O’Connor, que intentaba interrogarle en un
francés muy deficiente.
El padre Marcel le condujo al banco donde Maureen había tenido la
visión y le explicó lo sucedido poco a poco, en un intento de salvar el
abismo idiomático. Si bien fue un intento sincero de comunicarse con el
irlandés, daba la impresión de que el sacerdote francés estaba hablando con
un idiota. O’Connor le despidió con un ademán impaciente, se acomodó en
el banco y miró el crucifijo que colgaba sobre el altar, abismado en sus
pensamientos.

París
19 de junio de 2005

LA CUEVA DE LOS MOSQUETEROS era menos ominosa de día, iluminada por un


tubo fluorescente implacable. Los ocupantes iban vestidos con traje de calle,
sin los extraños cordones alrededor del cuello que los identificaban como la
Cofradía de los Justos.
Una réplica del retrato de Juan el Bautista pintado por Leonardo Da
Vinci colgaba en la pared del fondo, a sólo una manzana de distancia de
donde residía el original, en el Louvre. En este famoso cuadro, Juan mira
desde el lienzo con una sonrisa de complicidad en la cara. Tiene la mano
alzada, y el dedo índice y el pulgar apuntan hacia el cielo. Leonardo pintó a
Juan en esta postura, a menudo citada como el gesto de «Acordaos de Juan»,
en diversas ocasiones. El significado de esta postura concreta había sido
objeto de discusiones durante siglos.
El inglés estaba sentado a la cabecera de la mesa, como de costumbre,
dando la espalda a la pintura. Un norteamericano y un francés estaban
sentados a cada lado de él.
—No entiendo qué está tramando —dijo con brusquedad el inglés.
Levantó un libro de tapa dura de la mesa y lo agitó en dirección a los dos
hombres—. Lo he leído dos veces. Aquí no hay nada nuevo, nada que pueda
interesarnos. Ni a él. Entonces, ¿qué es? ¿Se os ha ocurrido alguna idea, o
estoy hablando con las paredes?
El inglés tiró el libro sobre la mesa con evidente desprecio. El
norteamericano lo recogió y pasó las páginas con aire ausente.
Miró una de las solapas y examinó la fotografía de la autora.
—Es guapa. Quizá no haya más que eso.
El inglés se encrespó. El típico yanqui ridículo, que no se entera de
nada. Siempre se había opuesto al ingreso de miembros norteamericanos en
la Cofradía, pero este idiota era de una familia rica relacionada con su
legado, y no podían quitárselo de encima.
—Con el dinero y el poder del que dispone, Sinclair tiene algo más que
chicas «guapas» a su servicio, las veinticuatro horas del día. Sus hazañas
amorosas son legendarias en Inglaterra y en el continente. No, hay algo más
que ganas de tirarse a esa tía, y espero que los dos lo descubráis. Cuanto
antes.
—Casi estoy seguro de que cree que es la Pastora, pero pronto lo sabré
—aseguró el francés—. Este fin de semana voy al Languedoc.
—Este fin de semana es demasiado tarde —replicó el inglés—. Vete a
más tardar mañana. Hoy sería preferible. El tiempo juega en nuestra contra,
como ya sabes.
—Es pelirroja —observó el norteamericano.
—Cualquier puta con veinte euros y las ganas puede teñirse el pelo de
rojo. Ve allí y averigua por qué es importante. Deprisa. Porque si Sinclair
encuentra lo que está buscando antes que nosotros…
No terminó la frase. No hacía falta. Los demás sabían muy bien qué
sucedería en ese caso, sabían lo que había sucedido la última vez que alguien
del otro bando se acercó demasiado. El yanqui era particularmente
impresionable, y pensar en la escritora pelirroja decapitada le causó desazón.
El norteamericano levantó el ejemplar del libro de Maureen de la mesa,
lo encajó bajo el brazo y siguió a su compañero francés al deslumbrante sol
de París.

Cuando sus subordinados se fueron, el inglés, quien había sido


bautizado con el nombre de John Simon Cromwell, se levantó de la mesa y
caminó hasta la parte posterior del sótano. Al doblar la esquina, había un
estrecho nicho que no se veía desde la sala principal. Dentro de ese espacio
había un pesado armario de madera oscura. A su derecha, se elevaba un
pequeño altar. Un único reclinatorio permitía que una persona se arrodillara
ante el altar.
Las puertas del armario tenían elementos de hierro forjado, y el
compartimiento inferior estaba cerrado con un candado macizo. El inglés se
llevó una mano al cuello, en busca de la llave atada a un cordel que le
colgaba alrededor de la garganta. Se arrodilló, aplicó la llave a la cerradura
del candado y abrió el compartimiento.
Extrajo dos objetos. En primer lugar, un frasco de lo que parecía ser
agua bendita, la cual vertió en una pila dorada que descansaba sobre el altar.
A continuación, sacó un relicario pequeño pero recargado.
Cromwell depositó el relicario sobre el altar y hundió las manos en el
agua. Se frotó el cuello con el líquido y pronunció una invocación. Después,
alzó el relicario hasta la altura de los ojos. A través de una diminuta ventana
practicada en la caja de oro macizo se veía un destello marfileño. El hueso
humano, largo, estrecho y surcado de muescas, vibró dentro de su estuche
cuando el inglés lo miró. Apretó el hueso contra su pecho y rezó una
ferviente oración.
—Oh, gran Maestro de Justicia, sabes que no te fallaré, pero suplicamos
tu ayuda. Ayúdanos a encontrar la verdad. Ayúdanos, a los que sólo vivimos
para servir a tu glorioso nombre.
»Sobre todo, ayúdanos a poner en su sitio a esa puta.

El norteamericano, que se había quedado solo, iba por la calle de Rivoli


gritando en su móvil para hacerse oír por encima del tráfico de París.
—Ya no podemos esperar más. Es un renegado, y ha perdido por
completo el control.
La voz de su interlocutor emulaba su acento norteamericano: educada,
del noreste y muy irritada.
—Cíñete al plan. El propósito es alcanzar nuestro objetivo de una
manera metódica y total. Fue trazado por gente mucho más sabia que tú —
dijo en tono cortante la voz, que pertenecía a un hombre mayor que él.
—Esa gente no está aquí —replicó el más joven—. No ve lo que yo
veo. Maldita sea, papá, ¿cuándo vas a reconocer mis méritos?
—Cuando te lo ganes. Entretanto, te prohíbo que cometas cualquier
idiotez.
El joven norteamericano cerró el móvil con brusquedad, al tiempo que
blasfemaba. Había doblado la esquina del hotel Regina, atajando por la Place
des Pyramides. Alzó la vista, a tiempo de evitar la colisión con la famosa
estatua dorada de Juana de Arco, esculpida por el gran Frémiet.
—Puta —increpó a la salvadora de Francia, y se detuvo el tiempo justo
para escupir sobre ella, sin importarle quién le viera.

París
20 de junio de 2005

LA PIRÁMIDE DE VIDRIO de I. M. Pei centelleaba bajo los rayos del sol del
verano francés. Maureen y Peter, ambos repuestos después de una noche de
verdadero sueño, esperaban en la cola con los demás turistas para entrar en
el Louvre.
Peter miró a la gente que esperaba en la larga cola, aferrando sus guías.
—Tanto alboroto por la Mona Lisa. Nunca lo entenderé. El cuadro más
sobrevalorado de todo el planeta.
—Estoy de acuerdo, pero mientras se amontonan para verla, tendremos
el ala Richelieu para nosotros solos.

Maureen y Peter compraron las entradas y examinaron el plano del


Louvre.
—¿Adónde vamos primero?
—Nicholas Poussin —contestó Maureen—. Quiero ver Los pastores de
Arcadia con mis propios ojos antes que nada.
Atravesaron el ala que albergaba a los maestros franceses, escudriñando
las paredes en busca de la enigmática obra maestra de Poussin.
—Tammy me dijo que este cuadro ha sido objeto de controversia desde
hace varios cientos de años —explicó Maureen—. Luis Catorce luchó por
obtenerlo durante dos décadas. Cuando por fin se hizo con él, lo encerró en
un sótano de versalitales, donde nadie más pudiera verlo. Extraño, ¿verdad?
¿Por qué crees que el rey de Francia se esforzaría tanto por conseguir una
obra de arte importante, y después la ocultó al mundo?
—Es otro en una larga serie de misterios. — Peter iba comprobando los
números en la guía mientras escuchaba—. Según esto, el cuadro debería
estar…
—¡Aquí! — exclamó Maureen. Peter se detuvo a sus espaldas y los dos
contemplaron el cuadro unos instantes. Ella se volvió hacia él y rompió el
silencio.
—Me siento tan idiota. Como si estuviera esperando que la pintura me
dijera algo. — Se volvió hacia el cuadro—. ¿Intentas decirme algo, pastora?
Una idea asaltó a Peter.
—No puedo creer que no lo pensara antes.
—¿Pensar en qué?
—La idea de la pastora. Jesús es el Buen Pastor. Tal vez Poussin, o al
menos Sinclair, estaba indicando la Buena Pastora.
—¡Sí! — gritó Maureen, dejándose llevar por el entusiasmo—. Tal vez
Poussin nos estaba enseñando a María Magdalena como la pastora, la líder
del rebaño. ¡La líder de su propia Iglesia!
Peter se encogió.
—Bien, yo no he dicho exactamente eso…
—No hacía falta. Mira, hay una inscripción en latín en la tumba del
cuadro.
—Et in Arcadia ego —leyó él en voz alta—. Mmm. No tiene sentido.
—¿Cómo se traduce?
—No se puede. Es un absurdo gramatical.
—Dime cuál sería la traducción más aproximada.
—O es un latín muy deficiente, o una especie de código. La traducción
literal es una frase incompleta, algo así como «Y en Arcadia yo…». No
significa nada.
Maureen intentaba escuchar, pero una voz de mujer empezó a gritar con
urgencia al otro lado del museo, y eso la distraía.
—¡Sandro! ¡Sandro!
Buscó a su alrededor el origen de la voz, antes de pedir disculpas a
Peter.
—Lo siento, pero la voz de esa mujer me está distrayendo.
La voz llamó otra vez, esta vez con mayor intensidad, lo cual irritó a
Maureen.
—¿Quién es?
Peter la miró, perplejo.
—¿Quién es quién?
—La mujer que grita…
—¡Sandro! ¡Sandro!
Maureen miró a Peter cuando la voz se hizo más estentórea. Estaba
claro que no la oía. Se volvió para mirar a los demás turistas y estudiantes,
absortos en las maravillosas obras de arte que colgaban de las paredes. Nadie
parecía ser consciente de la voz perentoria que llamaba.
—Oh, Dios. No la oyes, ¿verdad? Sólo yo la oigo.
Peter parecía desconcertado.
—¿Oír qué?
—Una voz de mujer llama desde el otro lado del museo. ¡Sandro,
Sandro! Vamos.
Maureen agarró a Peter de la solapa y corrieron en dirección a la voz.
—¿Adónde vamos?
—Vamos a intentar localizar la voz. Viene de esa dirección.
Recorrieron a toda prisa los pasillos del museo. Maureen tuvo que
disculparse varias veces cuando tropezó con diversos visitantes. La voz se
había convertido en un susurro perentorio, pero la estaba conduciendo a
alguna parte, y estaba decidida a seguirla. Atravesaron de nuevo el ala
Richelieu, sin hacer caso de las miradas irritadas de un guardia del museo,
bajaron unos escalones y siguieron otro corredor, pasando ante los letreros
que indicaban el ala Denon.
—¡Sandro… Sandro… Sandro!
La voz calló de repente cuando Maureen y Peter subieron la gran
escalinata y pasaron ante la mítica estatua de la diosa Nike, en toda su
grandeza alada. En lo alto de la escalera, cuando doblaron la esquina, se
encontraron con dos de las obras menos conocidas del Renacimiento
italiano. Peter fue quien hizo la primera observación.
—Frescos de Botticelli.
Ambos cayeron en la cuenta al instante.
—Sandro. Alessandro Botticelli.
Peter miró los frescos, y luego desvió la vista hacia Maureen.
—¿Cómo lo has hecho?
Maureen se estremeció.
—Yo no he hecho nada. Sólo escuché y seguí la voz.
Devolvieron la atención a las figuras, casi de tamaño natural, de los
frescos que se alzaban codo con codo. Peter tradujo la placa para Maureen.
—Este primer fresco tiene por nombre Venus y las Tres Gradas ofrecen
regalos a una joven. El segundo, Un joven es presentado por Venus¿? a las
Artes Liberales. Este fresco fue pintado para la boda de Lorenzo Tornabuoni
y Giovanna Albizzi.
—Sí, pero ¿por qué hay signos de interrogación después de Venus? —
preguntó Maureen.
Peter meneó la cabeza.
—No debían estar seguros de que era ella.
El cuadro era una elegante pero extraña plasmación de un joven que
sostenía la mano de una mujer, envuelta en una capa roja. Estaban vueltos
hacia siete mujeres, tres de las cuales sostenían objetos inusuales e
incongruentes: una aferraba un enorme y amenazador escorpión negro, en
tanto la mujer de al lado sujetaba un arco. La tercera asía una herramienta de
arquitecto en un ángulo peculiar.
Peter estaba pensando en voz alta.
—Las siete artes liberales. Las esferas del saber superior. ¿Nos está
diciendo que se trata de un joven muy culto?
—¿Cuáles son las siete artes liberales?
Peter cerró los ojos para recordar sus estudios clásicos y recitó.
—El trivium, o los tres primeros caminos del estudio, son la gramática,
la retórica y la lógica. Las cuatro últimas, el quadrivium, son las
matemáticas, la geometría, la música y la cosmología, y fueron inspiradas
por Pitágoras y su teoría de que todos los números representaban el estudio
de configuraciones en el tiempo y el espacio.
Maureen le sonrió.
—Muy impresionante. Y ahora, ¿qué?
Peter se encogió de hombros.
—No sé cómo encaja esto en nuestro rompecabezas, cada vez más
complejo.
Ella señaló el escorpión.
—¿Por qué un retrato de bodas representaría a una mujer sujetando un
enorme insecto venenoso? ¿A cuál de las artes liberales podría representar?
—No estoy seguro. — Peter se había acercado al fresco todo cuanto
permitían las barreras del Louvre—. Pero fíjate bien: el escorpión es más
oscuro y más intenso que el resto del cuadro. Todos los objetos que sujetan
las mujeres lo son. Es casi como si…
Maureen terminó la sentencia por él.
—Los hubieran añadido con posterioridad.
—Pero ¿quién? ¿El propio Sandro? ¿Alguien que echó a perder los
frescos del maestro?
Maureen meneó la cabeza, perpleja por todo lo que estaba sucediendo.

Mientras tomaban un café crème en la cafetería del Louvre, Maureen


inspeccionó sus compras con Peter. En la tienda había adquirido
reproducciones de cuadros importantes, así como un libro sobre la vida y el
arte de Botticelli.
—Espero averiguar algo más sobre los orígenes de ese fresco.
—A mí me interesa más averiguar el origen de la voz que te condujo
hasta el fresco.
Maureen tomó un sorbo de café antes de contestar.
—Pero ¿qué fue? ¿Mi inconsciente? ¿Guía divina? ¿Locura?
¿Fantasmas en el Louvre?
—Ojalá pudiera contestarte, pero no puedo.
—Menudo consejero espiritual estás hecho —bromeó Maureen, y
después devolvió su atención a la reproducción de Botticelli que había
sacado de su envoltorio. Cuando la luz refractada de la pirámide cayó sobre
la reproducción, tuvo una revelación—. Espera un momento. ¿No has dicho
que la cosmología era una de las artes liberales?
Maureen miró el dedo en el que llevaba el anillo de cobre.
Peter asintió.
—Astronomía, cosmología. Estudio de las estrellas. ¿Por qué?
—Mi anillo. El hombre de Jerusalén que me lo regaló dijo que era el
anillo de un cosmólogo.
Peter se pasó la mano sobre la cara, como si con ese gesto pudiera
estimular su cerebro para encontrar una solución.
—¿Cuál es la relación? ¿Que deberíamos buscar la respuesta en las
estrellas?
Maureen posó su dedo sobre la enigmática mujer que sujetaba el
enorme insecto negro, y casi saltó de su asiento cuando gritó:
—¡Escorpio!
—¿Perdón?
—Es el símbolo del signo astrológico, Escorpio. Y la mujer de al lado
sostiene un arco. El símbolo de Sagitario. Escorpio y Sagitario están uno al
lado del otro en el zodiaco.
—¿Crees que el fresco alberga algún tipo de código relacionado con la
astronomía?
Maureen asintió poco a poco.
—Al menos, eso nos proporciona un lugar por donde empezar.

Las luces de París brillaban a través de la ventana de la habitación de


Maureen, e iluminaban los objetos esparcidos sobre la cama. Se había
quedado dormida leyendo el libro de Botticelli, y la reproducción de Poussin
estaba desenrollada, al otro lado.
Maureen no era consciente de su entorno. Estaba de nuevo absorta en
un sueño.

En una habitación de paredes de piedra, iluminada tenuemente por


lámparas de aceite, una mujer anciana estaba encorvada sobre una mesa, la
mujer llevaba un pañuelo rojo desteñido sobre su largo pelo gris. Su mano
artrítica sujetaba una pluma de ave, y escribía con cuidado en la página.
El único otro adorno de la habitación era un cofre de madera grande.
La anciana dejó de escribir, se levantó de la silla y avanzó poco a poco
hacia el cofre. Se arrodilló con cuidado sobre sus articulaciones frágiles y
levantó la pesada tapa. Miró hacia atrás, y una sonrisa de serenidad y
complicidad se dibujó en su rostro. Se volvió hacia Maureen y le indicó por
señas que se acercara.

París
21 de junio de 2005

EN UN ENCANTADOR TRIBUTO a la excentricidad gala, el puente más antiguo de


París recibe el nombre de Pont Neuf. Es una arteria principal de la vida
parisina, que cruza el Sena para comunicar el elegante Arrondissement I con
el corazón de la orilla izquierda.
Peter y Maureen pasaron ante la estatua de Enrique IV, uno de los reyes
más queridos de Francia, que se erigía en el puente que había sido terminado
durante su tolerante reinado, en 1604. Era una hermosa mañana de París,
impregnada de la radiante majestuosidad de la incomparable Ciudad de Luz.
Pese a este marco perfecto, Maureen estaba nerviosa.
—¿Qué hora es?
—Cinco minutos más tarde de la última vez que me lo has preguntado
—contestó Peter sonriente.
—Lo siento. Todo esto empieza a ponerme muy nerviosa.
—Su carta decía, en la iglesia a mediodía. Ahora son las once. Tenemos
mucho tiempo.
Cruzaron el Sena y siguieron el plano de París en dirección a las calles
serpenteantes de la orilla izquierda donde el Pont Neuf se convertía en la rue
Dauphine, dejaron atrás la estación de metro Odéon y llegaron a la rue Saint-
Sulpice, hasta desembocar en la pintoresca plaza del mismo nombre.
Los enormes campanarios disparejos de la iglesia dominaban la plaza, y
arrojaban sombras sobre la célebre fuente construida por Visconti en 1844.
Cuando Maureen y Peter se acercaron a las enormes puertas de entrada, él
advirtió que su prima vacilaba.
—Esta vez no te dejaré.
Peter apoyó una mano tranquilizadora sobre su brazo y abrió las puertas
de la cavernosa iglesia.
Entraron en silencio, y vieron un grupo de turistas en la primera capilla
de la derecha. Por lo visto, eran estudiantes de arte ingleses. Su profesor les
estaba explicando en voz baja las tres obras maestras de Delacroix que
adornaban aquella zona de la iglesia: Jacob luchando con el ángel,
Heliodoro expulsado del templo y El arcángel Miguel venciendo al demonio.
Cualquier otro día Maureen se habría sentido inclinada a escuchar
explicaciones en inglés sobre las famosas obras, pero hoy su mente estaba
concentrada en otras cosas.
Dejaron atrás a los estudiantes ingleses y se internaron en el vientre del
edificio, ambos contemplando con admiración el gigantesco edificio
histórico. Casi guiada por un instinto, se acercó al altar, flanqueado por un
par de enormes pinturas. Cada una mediría unos nueve metros de altura. La
primera era una escena en que aparecían dos mujeres: una con capa azul, y la
otra con capa roja.
—¿María Magdalena con la Virgen? — preguntó Maureen.
—A juzgar por los colores de la vestimenta, yo diría que sí. El Vaticano
decretó que Nuestra Señora sólo debía ser pintada de blanco o de azul.
—Y mi señora siempre de rojo.
Maureen se encaminó hacia la otra pintura.
—Mira esto…
El cuadro plasmaba a Jesús tendido en su sepultura, mientras María
Magdalena parecía preparar su cuerpo para el entierro. La Virgen María y
otras dos mujeres rezaban en el borde del cuadro.
—¿María Magdalena prepara el cuerpo de Cristo para su entierro? Eso
no se cuenta en los evangelios, ¿verdad?
—Marcos quince y dieciséis habla de que ella y otras mujeres llevan
especias al sepulcro para ungirle, pero no describe de manera concreta la
unción del cuerpo.
—Mmm —meditó Maureen en voz alta—. Y aquí tenemos a María
Magdalena haciéndolo. ¿Pero en la tradición hebrea la unción del cuerpo no
estaba reservada en exclusiva a…?
—La esposa —contestó una voz aristocrática masculina, con un
levísimo deje escocés.
Maureen y Peter se volvieron al instante hacia el hombre que se había
acercado por detrás con tanto sigilo. Era una presencia impresionante. Un
atractivo hombre moreno, vestido de manera impecable, y si bien sus ropas y
su porte delataban a una persona educada, no se le veía pomposo. De hecho,
todo en Bérenger Sinclair hablaba de un tipo excéntrico, original e
individualista. Su corte de pelo era perfecto, pero lo llevaba demasiado largo
para ser aceptado en la Cámara de los Lores. Su camisa de seda era de
Versace, en lugar de Bond Street. El humor atemperaba la arrogancia natural
que acompaña a los muy privilegiados, una sonrisa torcida, casi infantil, que
amenazaba con encarnarse mientras hablaba. Maureen se quedó fascinada al
instante, petrificada mientras escuchaba sus explicaciones.
—Sólo la esposa tenía permiso para preparar el funeral de su marido. A
menos que muriera sin casarse, en cuyo caso el honor correspondía a la
madre. Como verá en este cuadro, la madre de Jesús está presente, pero está
claro que no lleva a cabo la tarea. Lo cual sólo nos puede conducir a una
conclusión.
Maureen miró el cuadro, y después al hombre carismático erguido ante
ella.
—Que María Magdalena era su esposa —terminó Maureen.
—Bravo, señorita Paschal. — El escocés le dedicó una reverencia
teatral—. Pero disculpe, he olvidado por completo mis modales. Lord
Bérenger Sinclair, a su servicio.
Ella avanzó para estrechar su mano, pero Bérenger la sorprendió al
retenerla más de lo debido. No la soltó de inmediato, sino que le dio la
vuelta y pasó el dedo sobre el anillo. Volvió a exhibir su sonrisa, algo
traviesa, y le guiñó un ojo.
Maureen se sintió desconcertada. La verdad era que se había
preguntado muchas veces cómo sería lord Sinclair en persona. Fueran cuales
fueran sus expectativas, la realidad era muy diferente. Procuró no parecer
intimidada cuando habló.
—Usted ya sabe quién soy yo. — Se volvió para presentar a Peter—.
Éste es…
Sinclair la interrumpió.
—El padre Peter Healy, por supuesto. Su primo, si no me equivoco. Un
hombre muy culto. Bienvenido a París, padre Healy. Claro que ya ha estado
en otras ocasiones. — Consultó su elegante y carísimo reloj suizo—.
Tenemos unos pocos minutos. Venga, hay cosas aquí que, en mi opinión, les
van a resultar muy interesantes.
Sinclair habló sin volverse mientras avanzaba a buen paso por la
iglesia.
—Por cierto, no se molesten en comprar la guía que venden aquí.
Cincuenta páginas que ignoran por completo la presencia de María
Magdalena. Como si ignorándola pudieran hacerla desaparecer.
Maureen y Peter le siguieron, y se detuvieron a su lado ante otro
pequeño altar lateral.
—Como verán, en esta iglesia aparece de manera repetida, pero se la
ignora concienzudamente. Aquí hay un ejemplo maravilloso.
Sinclair los había conducido hasta una elegante estatua de mármol, la
clásica escultura de la Virgen María sosteniendo el cuerpo roto de Cristo. A
la derecha de la Virgen, habían incluido a María Magdalena en la escena,
con la cabeza inclinada sobre el hombro de la Virgen.
—La guía describe esta estatua como «Pietà, siglo dieciocho italiano».
Una Pietà tradicional plasma a la Virgen acunando a su hijo después de la
crucifixión. La inclusión de María Magdalena en esta pieza es muy poco
ortodoxa, pero… se la ignora a propósito.
Sinclair exhaló un suspiro melodramático y meneó la cabeza ante
aquella injusticia.
—¿Cuál es su teoría? — preguntó Peter, con más brusquedad de la que
pretendía. La arrogancia de Sinclair le estaba sacando de quicio—. ¿Que hay
alguna conspiración de la Iglesia para excluir a María Magdalena?
—Extraiga sus propias conclusiones, padre. Pero le diré una cosa: hay
más iglesias dedicadas a María Magdalena en Francia que a cualquier otro
santo, incluida la Virgen María. Toda una zona de París lleva su nombre. Ha
estado en la Madeleine, supongo.
Maureen se quedó asombrada por el descubrimiento.
—No se me había ocurrido hasta ahora, pero Madeleine quiere decir
Magdalena en francés, ¿verdad?
—En efecto. ¿Ha estado en la iglesia de la Madeleine? Un edificio
enorme, dedicado de manera ostensible a ella, pero no había ni una imagen
de María Magdalena entre todas las obras de arte y los adornos del interior.
Ni una. Extraño, ¿verdad? Añadieron la escultura de Marochetti sobre el
altar, que según me han dicho era en principio la Asunción de la Virgen, y la
cambiaron por María Magdalena debido a la presión ejercida sobre ellos…,
bien, por aquellos a quienes importaba la verdad.
—Supongo que va a decirme ahora que Marcel Proust dio nombre al
célebre bollo por ella —replicó Peter. En contraste con la instantánea
fascinación de Maureen, estaba irritado por la seguridad de Sinclair.
—Bien, tienen forma de veneras por algún motivo.
Sinclair se encogió de hombros, y dejó que Peter meditara sobre el
acertijo mientras se reunía con Maureen cerca de la Pietà.
—Es como si hubieran intentado borrarla —comentó ella.
—Ya lo creo, señorita Paschal. Muchos han intentado hacernos olvidar
el legado de María Magdalena, pero su presencia es demasiado fuerte. Como
sin duda habrá observado, no será ignorada, sobre todo…
Empezaron a sonar las doce campanadas del mediodía, interrumpiendo
así la contestación de Sinclair. Volvió a recorrer la iglesia a buen paso.
Señaló una estrecha línea del meridiano de bronce empotrada en el suelo de
la iglesia, la cual atravesaba el crucero de norte a sur. La línea terminaba en
un obelisco de mármol de estilo egipcio, coronado por un globo de oro y una
cruz.
—Vengan, deprisa. Es mediodía y han de ver esto. Sólo sucede una vez
al año.
Maureen señaló la línea de bronce.
—¿Qué significa?
—El Meridiano de París. Divide Francia de una forma muy interesante.
Pero mire, mire allí arriba.
Sinclair indicó una ventana al otro lado de la iglesia. Cuando se
volvieron a mirar, un rayo de sol atravesó la ventana e iluminó la línea de
bronce empotrada en la piedra. Miraron mientras la luz bailaba sobre el
suelo de la iglesia y seguía el latón. La luz ascendió por el obelisco hasta
llegar al globo, e iluminó perfectamente la cruz de oro en una lluvia de luz.
—Hermoso, ¿verdad? Esta iglesia está alineada para indicar el solsticio
a la perfección.
—Es hermoso —admitió Peter—, y lamento decepcionarle, lord
Sinclair, pero existe una legítima razón religiosa para esto. La Pascua se
celebra el domingo posterior a la siguiente luna llena del equinoccio de
primavera. No era raro que las iglesias se proveyeran de un medio para
identificar los equinoccios y los solsticios.
Sinclair se encogió de hombros y se volvió hacia Maureen.
—Tiene toda la razón.
—Pero esto es algo más que el Meridiano de París, ¿verdad?
—Algunos lo llaman la Línea de la Magdalena. Si quieren descubrir por
qué, reúnanse conmigo dentro de dos días en mi casa del Languedoc, y les
enseñaré el motivo de esto, y de muchas cosas más. Ah, casi me olvidaba.
Sinclair extrajo uno de sus lujosos sobres de papel vitela de un bolsillo
interior.
—Tengo entendido que conoce a esa deliciosa directora de cine, Tamara
Wisdom. Asistirá a nuestro baile de disfraces del fin de semana. Espero que
ustedes dos vengan con ella. También insisto en que se queden en el castillo
como invitados.
Maureen miró a Peter para evaluar su reacción. No habían esperado
esto.
—Lord Sinclair —empezó Peter—, Maureen ha recorrido una enorme
distancia para presentarse a esta cita. En su carta, usted prometió algunas
respuestas…
Sinclair le interrumpió.
—Padre Healy, la gente intenta comprender este misterio desde hace
dos mil años. No puede esperar averiguarlo todo en un solo día. Hay que
ganarse el verdadero conocimiento, ¿no? Bien, llego tarde a una cita y debo
darme prisa.
Maureen apoyó la mano en el brazo de Sinclair para detenerle.
—Lord Sinclair, en su carta mencionó a mi padre. Esperaba al menos
que me contara lo que sabe de él.
Sinclair miró a Maureen y se suavizó.
—Querida mía —dijo con ternura—, tengo una carta escrita por su
padre que sin duda encontrará muy interesante. No la tengo aquí, por
supuesto, sino en el castillo. Ése es uno de los motivos por los que tiene que
venir a alojarse conmigo. Y el padre Healy, por supuesto.
Maureen se había quedado sin habla.
—¿Una carta? ¿Está seguro de que fue escrita por mi padre?
—¿Su padre no se llamaba Edouard Paul Paschal, escrito como en
francés? ¿No residía en Luisiana?
—Sí —contestó Maureen, con apenas un susurro.
—Entonces, esa carta es de él. La descubrí en nuestros archivos
familiares.
—Pero ¿qué dice…?
—Señorita Paschal, sería una terrible injusticia intentar contárselo aquí,
puesto que mi memoria es abominable. He de irme, porque ya llego tarde. Si
necesita algo antes de venir, marque el número de la invitación y pregunte
por Roland. Le ayudará en todo cuanto necesite. Absolutamente todo, sólo
tiene que decir en qué.
Sinclair se marchó a toda prisa sin despedirse. Miró un momento hacia
atrás.
—Ah, creo que ya lleva un plano. Limítese a seguir la Línea de la
Magdalena.
Los pasos del escocés resonaron en la cavernosa iglesia cuando salió
del edificio. Maureen y Peter intercambiaron una mirada de impotencia.

Repasaron su extraño encuentro con Sinclair mientras comían en un


bistrot de la orilla izquierda. Cada uno sostenía una opinión absolutamente
diferente sobre el hombre. Peter era suspicaz hasta el borde de la irritación.
Maureen estaba fascinada hasta el punto del embelesamiento.
Decidieron bajar la comida dando un paseo por los jardines de
Luxemburgo, uno de los parques más famosos de Europa.
Una familia con un grupo de niños alborotadores estaba comiendo en la
hierba cuando pasaron. Dos de los niños más pequeños jugaban a fútbol,
mientras los mayores y sus padres los jaleaban. Peter se paró a mirarlos con
expresión nostálgica.
—¿Qué pasa? — preguntó Maureen.
—Nada, nada. Sólo estaba pensando en mi familia. Mis hermanas, sus
hijos. ¿Sabes que hace dos años que no voy a Irlanda? No diré cuánto tiempo
ha transcurrido desde la última vez que fuiste tú.
—Está a poco más de una hora de avión de aquí.
—Lo sé. Créeme, lo he estado pensando. Veremos cómo van las cosas
por aquí. Si tengo tiempo, puede que vaya a pasar unos cuantos días.
—Pete, soy adulta y muy capaz de manejar todo esto. ¿Por qué no
aprovechas para ir a casa?
—¿Y dejarte sola en las garras de Sinclair? ¿Has perdido el juicio?
La pelota de fútbol, ahora controlada por los chicos mayores, voló hacia
Peter. Éste la paró con un pie y la devolvió a los niños. Les saludó con la
mano y siguió paseando con Maureen.
—¿Te has arrepentido alguna vez de tu decisión?
—¿Qué decisión? ¿La de acompañarte?
—No. La de ser sacerdote.
Peter se detuvo con brusquedad, sorprendido por la pregunta.
—¿Por qué demonios me preguntas eso?
—Porque acabo de darme cuenta. Te gustan los niños. Habrías sido un
padre estupendo.
Él reanudó el paseo mientras se explicaba.
—No me arrepiento. Sentí la vocación y la seguí. Aún la siento, y creo
que nunca la perderé. Sé que siempre te ha costado entenderlo.
—Y aún me cuesta.
—Mmm. ¿Sabes lo más irónico de todo?
—¿Qué?
—Tú eres uno de los motivos de que me hiciera sacerdote.
Esta vez fue Maureen quien paró en seco.
—¿Yo? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Leyes anticuadas de la Iglesia te volvieron contra tu fe. Ocurre muy a
menudo, y no tiene por qué ser así. Ahora hay órdenes, órdenes más jóvenes,
eruditas y progresistas, que intentan inyectar espiritualidad en el siglo
veintiuno y hacerla accesible a la juventud. Lo descubrí con los jesuitas que
conocí en Israel. Intentaban cambiar las mismas cosas que a ti te alejaron.
Quise colaborar. Quería ayudarte a encontrar de nuevo la fe. A ti, y a otros
como tú.
Maureen le estaba mirando fijamente, y un muro inesperado de
lágrimas se agolpó en sus ojos.
—No puedo creer que no me lo dijeras antes.
Peter se encogió de hombros.
—Nunca me lo preguntaste —contestó.

… El sufrimiento final de Easa fue un gran tormento para todos


nosotros, y a Felipe le costó muchísimo asumirlo. Con frecuencia lloraba en
sueños, y no me decía por qué ni permitía que le ayudara. Por fin, fue
Bartolomé quien me dijo la verdad, y me reveló que Felipe no quería
hacerme daño con aquellos recuerdos tan horribles. La agonía de Easa
atormentaba cada noche a Felipe, por la forma en que habían descrito sus
heridas.
Los hombres me rindieron homenaje, pues fui la única del grupo que
presenció la pasión de Easa.
Durante nuestra estancia en Egipto, Bartolomé se convirtió en mi
estudiante más entregado. Quería saber lo máximo posible cuanto antes.
Estaba ansioso de conocimientos, hambriento como un hombre famélico que
anhela un pedazo de pan. Era como si el sacrificio de Easa hubiera abierto
un hueco en Bartolomé que sólo pudiera llenarse con las enseñanzas del
Camino. Me di cuenta entonces de que tenía una vocación especial, que
llevaría las palabras del Amor y la Luz al mundo, y sería capaz de cambiar
a los demás. Cada noche, cuando los niños y los demás dormían, yo
enseñaba los secretos a Bartolomé. Estaría preparado cuando llegara el
momento.
Pero ignoraba si yo lo estaría. Había llegado a amarle tanto como a mi
propia sangre, y temía por él, pues su belleza y pureza no serían
comprendidas por los demás tal como las comprendían aquellos que le
amaban. Era un hombre carente de artimañas.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
7

El Languedoc
22 de junio de 2005

EL VERDOR DE LA CAMPIÑA FRANCESA desfilaba ante las ventanillas del tren de


alta velocidad. Maureen y Peter no admiraban el paisaje. Su atención estaba
concentrada por completo en el surtido de planos, libros y papeles
diseminados ante ellos.
—Et in Arcadia ego —musitaba Peter, mientras escribía en una libreta
—. Et… in… Arca-di-a… e-go…
Estaba enfrascado en el mapa de Francia, aquel con la línea roja que
atravesaba el centro. Señaló la línea.
—Como ves, el meridiano de París desciende hasta el Languedoc, hasta
esta ciudad. Arques. Un nombre muy interesante.
Peter pronunció el nombre de la ciudad de forma muy similar a «arca».
—¿Como el Arca de Noé, o el Arca de la Alianza?
Maureen estaba muy interesada en la posible pista que pudiera
proporcionarles el nombre.
—Exacto. Arco es una palabra muy versátil en latín. Por lo general,
significa contenedor, pero también puede significar tumba. Espera un
momento. Fíjate en esto.
Peter levantó de nuevo la libreta y el bolígrafo. Empezó a escribir las
palabras de Et in Arcadia ego. Garabateó ARCA en lo alto de la página en
letras mayúsculas. Debajo, escribió ARC con el mismo tipo de letra.
Maureen tuvo una idea.
—De acuerdo. ARC. ARC — ADIA. Quizá no sea una referencia a la
Arcadia mítica, sino unas cuantas letras unidas. ¿Tendría algún sentido en
latín?
Peter escribió en mayúsculas: ARC A ADIA.
—¿Y bien? — Maureen se moría de ganas de saber—. ¿Significa algo?
—Mirándolo así, podría significar «Arca de Dios». Con un poco de
imaginación, la frase podría significar «y en el Arca de Dios estoy».
Peter señaló en el plano la ciudad de Arques.
—Supongo que no sabes nada de la historia de Arques. Si la ciudad
tuviera alguna leyenda sagrada, esto podría significar «y en la ciudad de
Dios estoy». Sé que es un poco forzado, pero no se me ocurre otra cosa.
—La propiedad de Sinclair está en las afueras de Arques.
—Sí, pero eso no nos explica por qué Nicholas Poussin la pintó hace
cuatrocientos años, ¿verdad? Ni por qué escuchaste voces en el Louvre
cuando mirabas el cuadro. Creo que hemos de meditar sobre lo que te ha
estado pasando, olvidándonos de Sinclair.
Peter procuraba por todos los medios disminuir la importancia de
Sinclair en las experiencias de Maureen. Su prima tenía visiones de María
Magdalena desde hacía años, mucho antes de que hubiera oído hablar de
Bérenger Sinclair.
Maureen asintió en señal de acuerdo.
—Digamos que, si Arques era conocida como terreno sagrado por
algún motivo, «El Pueblo de Dios», Poussin nos estaba diciendo que había
algo importante en Arques, ¿no? ¿Es ésa la teoría? ¿«Y en el pueblo de Dios
estoy»?
Peter asintió con aire pensativo.
—Es una simple suposición, pero creo que los alrededores de Arques
bien merecerán una visita, ¿no crees?

Era día de mercado en el pueblo de Quillan, y la localidad situada al pie


de los Pirineos franceses bullía de actividad. Los visitantes corrían de un
puesto a otro, haciendo acopio de productos frescos y pescados del
Mediterráneo.
Maureen y Peter deambulaban por la plaza. Ella sostenía una copia de
Los pastores de Arcadia. Un vendedor de fruta la reconoció y se puso a reír,
al tiempo que señalaba la reproducción.
—¡Ah, Poussin!
Empezó a darles instrucciones en francés. Peter le pidió que fuera más
despacio. El hijo del vendedor, de unos diez años, advirtió la confusión de
Maureen cuando su padre habló en francés con Peter, y decidió intervenir
con su deficiente pero intrépido inglés.
—¿Quiere ir a tumba de Poussin?
Maureen asintió, emocionada. Ni siquiera sabía que la tumba del cuadro
existía, hasta ahora.
—Sí. Oui!
—Okey. Vaya a la carretera principal y baje. Cuando vea la iglesia,
izquierda. Tumba de Poussin en lo alto de la colina.
Maureen dio las gracias al niño, introdujo la mano en el bolso y extrajo
un billete de cinco euros.
—Merci. Merci beaucoup —dijo, al tiempo que deslizaba el billete en la
mano del niño. Éste le dedicó una amplia sonrisa.
—De rien, Madame! Bon chance: —gritó el vendedor de fruta, mientras
Maureen y Peter se alejaban.
Su hijo dijo la última palabra.
—Et in Arcadia ego!
El niño rio, y después salió corriendo para comprar caramelos con sus
euros recién ganados.

Entre ambos consiguieron aclararse con las indicaciones de padre e


hijo, y de esta manera tomaron la carretera que debían. Peter conducía sin
prisas, mientras Maureen examinaba el paisaje a través de la ventanilla.
—¡Allí! ¿Ves aquello que hay sobre la colina?
Peter frenó al lado de una pendiente suave, coronada por matorrales y
arbustos. Al otro lado, distinguieron los bordes superiores de una tumba de
piedra rectangular.
—Vi el mismo estilo de tumba vertical en Tierra Santa, y hay varias en
la región de Galilea —explicó Peter. Calló un momento cuando un
pensamiento le asaltó.
—¿Qué pasa? — preguntó Maureen.
—Se me acaba de ocurrir que hay una igual en la carretera de Magdala.
Se parece mucho a ésta. Hasta puede que sean idénticas.
Se desviaron de la carretera, en busca de un camino que subiera a la
tumba. Encontraron uno invadido de malas hierbas. Maureen se detuvo al
pie y se arrodilló.
—Mira esta maleza. No está plantada.
Peter se arrodilló a su lado y recogió algunas ramitas y arbustos que
habían colocado a la entrada del sendero.
—Tienes razón.
—Parece que alguien ha intentado ocultar el camino —observó
Maureen.
—Puede que sea obra del propietario. Quizá se ha cansado de gente
como nosotros, que se dedica a invadir sus tierras. Cuatrocientos años de
turismo volverían loco a cualquiera.
Avanzaron con cautela, pasaron por encima de la maleza y siguieron el
sendero hasta lo alto de la loma. Cuando se toparon con la tumba de granito
rectangular, Maureen sacó la reproducción del cuadro de Poussin y lo
comparó con el paisaje. El afloramiento rocoso que había detrás de la tumba
era igual al de la pintura de cuatrocientos años de antigüedad.
—Es idéntico.
Peter se acercó a la tumba y pasó la mano sobre la lápida.
—Sólo que la lápida es lisa —comentó—. No hay inscripción.
—¿La inscripción fue una invención de Poussin?
Maureen dejó la pregunta en el aire, mientras daba la vuelta alrededor
de la tumba. Al observar que la parte posterior estaba cubierta de maleza y
malas hierbas, intentó apartar los obstáculos. Al ver lo que había, lanzó un
grito.
—¡Ven aquí! ¡Tienes que ver esto!
Peter se precipitó a su lado y la ayudó a retirar la maleza. Cuando vio la
causa del entusiasmo de su prima, meneó la cabeza con incredulidad.
En la parte posterior de la lápida habían grabado un dibujo de nueve
círculos que rodeaban un disco central.
Era idéntico al del anillo de Maureen.

Maureen y Peter pasaron la noche en un pequeño hotel de Couiza, a


pocos kilómetros de Arques. Tammy había elegido la población por ellos
debido a su proximidad a un enigmático lugar llamado Rennes-le-Château,
conocido en círculos esotéricos como El Pueblo del Misterio. Iba a llegar en
avión al Languedoc más tarde, y los tres habían acordado reunirse en el
comedor por la mañana, para desayunar juntos.
Tammy irrumpió alegremente en la sala, donde Maureen y Peter
tomaban café mientras la esperaban.
—Siento llegar tarde. Retrasaron mi vuelo a Carcasona, y cuando llegué
aquí pasaba de la medianoche. Tardé un montón en dormirme, y esta mañana
no podía levantarme.
—Estaba preocupada porque anoche no sabía nada de ti —dijo
Maureen—. ¿Viniste en coche desde Carcasona?
—No. Tengo otros amigos que van a la fiesta de Sinclair mañana por la
noche, y viajé con ellos. Uno es de aquí y nos trajo.
Depositaron una cesta con cruasanes sobre la mesa, y el camarero tomó
nota de la bebida que Tammy deseaba. Ésta esperó a que el camarero se
alejara antes de continuar.
—Hemos de marcharnos del hotel esta mañana.
Maureen y Peter la miraron perplejos.
—¿Por qué? — preguntaron al unísono.
—Sinclair se ha enfadado porque nos hemos alojado aquí. Anoche me
dejó un mensaje. Tiene habitaciones en el castillo para todos nosotros.
Peter compuso una expresión cautelosa.
—No me gusta esa idea. — Se volvió para convencer a Maureen—.
Preferiría quedarme aquí. Creo que será más seguro para ti. El hotel es
territorio neutral, un lugar al que poder retirarse si algo te incomoda.
Tammy parecía irritada.
—Escucha, ¿sabéis cuánta gente mataría por conseguir esa invitación?
El castillo es fantástico, como un museo viviente. Corres el riesgo de ofender
a Sinclair si te niegas, y no creo que eso te convenga. Tiene demasiado que
ofrecerte.
Maureen estaba indecisa. Paseó la mirada entre los dos. Peter tenía
razón, el hotel les proporcionaba un terreno neutral. Pero la idea de alojarse
en el castillo (y observar de cerca al enigmático Bérenger Sinclair) espoleaba
su imaginación.
Tammy intuyó el dilema de Maureen.
—Ya te he dicho que Sinclair no es peligroso. De hecho, creo que es un
hombre maravilloso. — Miró a Peter—. Pero si usted no opina lo mismo,
mírelo así: es como adoptar la estrategia de «mantener cerca a los amigos,
pero aún más a los enemigos».
Al terminar el desayuno, Tammy los había convencido de abandonar el
hotel. Peter la observó con atención mientras comían, y tomó nota mental de
que era una mujer muy persuasiva.

Rennes-le-Château
23 de junio de 2005

—LA PRIMERA VEZ es imposible encontrar el pueblo sin que alguien te ayude
—dijo Tammy desde el asiento de atrás—. Gire a la derecha aquí. ¿Ve esa
pequeña pista? Sube por la colina hasta Rennes-le-Château.
La estrecha senda, apenas pavimentada, serpenteaba hacia lo alto de la
colina en una empinada serie de cambios de rasante muy pronunciados. Al
llegar arriba, un tosco letrero parcialmente oculto por la maleza anunciaba el
nombre de la diminuta aldea.
—Puede aparcar aquí.
Tammy los guió hasta un pequeño claro polvoriento, situado en la
entrada del pueblo.
Al bajar del coche, Maureen consultó su reloj. Volvió a mirarlo antes de
comentar:
—Qué raro. Mi reloj se ha parado, y le puse una pila nueva antes de
irme de Estados Unidos.
Tammy rio.
—¿Ves? La diversión ya ha empezado. El tiempo cobra un nuevo
significado en esta montaña mágica. Te aseguro que tu reloj volverá a la
normalidad en cuando abandonemos esta zona.
Peter y Maureen intercambiaron una mirada, y luego siguieron a
Tammy. Ésta no se molestó en dar explicaciones, sino que continuó andando.
—Damas y caballeros —bromeó—, están entrando en la Dimensión
Desconocida.
El pueblo causaba la sobrecogedora impresión de una tierra olvidada
por el tiempo. Era muy pequeño, y parecía extrañamente desierto.
—¿Vive alguien aquí? — preguntó Peter.
—Oh, sí. Es un pueblo con mucha actividad. Menos de doscientos
habitantes, pero habitantes al fin y al cabo.
—El silencio es estremecedor —comentó Maureen.
—Siempre es así —explicó Tammy—, hasta que llega un autocar
cargado de turistas.
Cuando entraron en el pueblo, vieron a la derecha los restos de un
castillo, las ruinas del palacio que daba nombre al pueblo.
—Es el castillo de Hautpol. Fue una fortaleza de los templarios durante
las cruzadas. ¿Veis la torre? — Señaló un torreón desmoronado—. Que lo
apartado del lugar y su penoso estado no os llamen a engaño. Eso se llama la
Torre de la Alquimia y es uno de los puntos esotéricos más importantes de
Francia. Tal vez del mundo.
—Supongo que va a explicarnos por qué.
Peter notaba que su irritación iba en aumento. Estaba harto de juegos
envueltos en misterios. Sólo quería que alguien le diera respuestas sensatas.
—Se lo diré, pero todavía no. Sólo porque no significará nada para
usted hasta que conozca la historia del pueblo. Lo dejaremos para el final y
se lo contaré cuando nos vayamos.
Dejaron una pequeña librería a la izquierda. Estaba cerrada, pero en los
escaparates se veían numerosos volúmenes en cuyas portadas había símbolos
ocultistas.
—No es el típico pueblo rural católico, ¿verdad? — susurró Maureen a
Peter, mientras Tammy se adelantaba.
—Por lo visto no —admitió él, al tiempo que examinaba la extraña
selección de libros y el pentagrama del escaparate.
Otro elemento extraño, situado en la pared de enfrente de la angosta
calle, llamó la atención de Maureen, mientras seguía a Tammy por las
antiguas calles de piedra del peculiar pueblo. En un costado de la casa, a la
altura de los ojos, había un bajorrelieve de lo que parecía ser un reloj de sol.
Hacía mucho tiempo que el gnomon se había desprendido, dejando un
agujero en el centro. Una inspección más detenida revelaba que las marcas
eran bastante extrañas. Empezaban con el número nueve y continuaban hasta
el diecisiete, con las medias horas señaladas entre ellas. Pero grabados sobre
los números había una serie de símbolos de aspecto arcano.
Peter miró el bajorrelieve cuando Maureen señaló los extraños glifos.
—¿Qué crees que significan? — preguntó ella.
Tammy volvió sobre sus pasos, sonriente como el gato que se comió el
ratón.
—Veo que habéis descubierto la primera de nuestras rarezas
importantes de RLC —dijo.
—¿RLC?
—Rennes-le-Château. Todo el mundo lo llama así, porque el maldito
nombre es muy largo. Tenéis que empezar a aprender la jerga local si queréis
quedar bien en la fiesta de mañana por la noche.
Maureen se volvió hacia el bajorrelieve de la pared. Peter lo estaba
examinando con detenimiento.
—Reconozco los símbolos, los planetas. Ésa es la Luna, y Mercurio.
¿Ése es el Sol?
Señaló un círculo con un punto en el centro.
—Pues claro —contestó Tammy—. Y ése es Saturno. El resto de los
símbolos están relacionados con la astrología. Aquí están Libra, Virgo, Leo,
Cáncer, y éste es Géminis.
A Maureen se le ocurrió una idea.
—¿Ves Escorpio o Sagitario?
Tammy meneó la cabeza, pero señaló a la izquierda del reloj de sol,
donde habrían estado las siete en punto en un reloj normal.
—No. ¿Ves aquí, donde acaban las marcas? Es el planeta Saturno. Si las
marcas continuaran en dirección contraria a las agujas del reloj, estaría
Escorpio a continuación de Libra, y después Sagitario.
—¿Por qué se detienen en un lugar tan raro? — preguntó Maureen.
—¿Y qué significa eso? — Peter estaba mucho más interesado en hallar
una respuesta.
Tammy alzó las manos con las palmas hacia fuera, como diciendo: «No
puedo ayudarte».
—Creemos que es una referencia a la alineación de los planetas. Aparte
de eso, no sabemos nada más.
Maureen continuaba mirando el reloj. Estaba pensando en el fresco de
Sandro que había visto en el Louvre, y trataba de determinar si existía alguna
relación con el escorpión de la imagen. Quería entender el posible cometido
de un reloj de sol tan extraño, si es que existía.
—¿Es como aquello de «cuando la Luna está en la séptima casa y
Júpiter se alinea con Marte»?
—Si os ponéis a cantar Aquarius, me largo —anunció Peter.
Todos rieron, y Tammy continuó su explicación.
—Ella tiene razón, de todos modos. Debe de ser una referencia a una
posible alineación planetaria. Como está situada delante de una casa de
alcurnia, hemos de asumir que era importante para todos los habitantes del
pueblo saber dónde estaba.
Se alejaron del reloj de sol, y Tammy señaló una villa que había
delante.
—La atracción principal del pueblo es el museo y toda la zona de la
villa. Lo tenemos justo ahí delante.
Al final de la estrecha calle se alzaba un edificio residencial, una
pintoresca villa de piedra. Una torre de piedra de forma peculiar se veía
detrás, a cierta distancia, aferrada a la ladera de la montaña.
—El misterio de este pueblo se centra en una historia muy extraña
sobre un sacerdote famoso, o mejor dicho, tristemente célebre, que vivió
aquí a finales del siglo dieciocho. El cura Bérenger Saunière.
—¿Bérenger? ¿No es el nombre de Sinclair? — preguntó Peter.
Tammy asintió.
—Sí, y no se trata de una coincidencia. El abuelo de Sinclair confiaba
en que, poniendo a su nieto el mismo nombre, tal vez heredaría algunas de
las cualidades del susodicho. Saunière protegió a capa y espada las historias
y misterios locales, y estaba dedicado en cuerpo y alma al legado de María
Magdalena.
»En cualquier caso, corren diversas leyendas sobre lo que el cura
descubrió aquí cuando empezó a restaurar la iglesia. Algunos creen que
encontró el tesoro perdido del templo de Jerusalén. Como el castillo
adyacente estaba relacionado con los Caballeros Templarios, es posible que
utilizaran este apartado reducto para esconder el botín capturado en Tierra
Santa. ¿Quién buscaría aquí arriba algo valioso? Otros dicen que Saunière
descubrió documentos de valor incalculable. Fuera lo que fuera, se convirtió
en un hombre muy rico, de repente y de manera misteriosa. Gastó millones
en vida, aunque ganaba el equivalente a veinticinco francos al año con su
salario de cura de pueblo. ¿De dónde salió toda esa riqueza?
»En la década de los ochenta, tres investigadores ingleses escribieron
un libro sobre Saunière y su misteriosa riqueza que fue un gran éxito de
ventas. Se titulaba El enigma sagrado, y se considera un clásico en los
círculos esotéricos. La mala noticia es que ese mismo libro provocó una
epidemia de cazadores de tesoros en esta zona. Se explotaron los recursos
naturales, fanáticos religiosos y cazadores de recuerdos destrozaron
monumentos. Sinclair llegó a apostar guardias armados en sus tierras para
proteger la tumba.
—¿La tumba de Poussin? — preguntó Maureen.
Tammy asintió.
—Por supuesto. Es la clave de todo el misterio, gracias a Los pastores
de Arcadia.
—Ayer vimos la tumba. No había ningún guardia —dijo Peter.
Tammy lanzó una carcajada gutural.
—Porque Sinclair no puso obstáculos. Créame, él estaba enterado de su
presencia. Si no hubiera querido que entraran, se habrían enterado.
Llegaron al gran edificio que dominaba el pueblo. Un letrero
anunciaba: «Villa Bethania. Residencia de Bérenger Saunière».
Cuando entraron por las puertas del museo, Tammy sonrió y saludó con
un cabeceo a la mujer que había en el mostrador de la entrada, la cual indicó
con un ademán que pasaran.
—¿No hemos de comprar entradas? — preguntó Maureen, cuando vio
el cartel que anunciaba el precio de las mismas.
Tammy negó con la cabeza.
—No, ya me conocen. Utilizo el museo como escenario del documental
sobre la historia de la alquimia.
Pasaron ante vitrinas donde se exhibían los hábitos utilizados por el
cura Saunière en el siglo XIX. Peter se detuvo a mirarlos, mientras Tammy
seguía hasta el final del vestíbulo. Se paró ante un antiguo pilar de piedra en
el que había grabada una cruz.
—Se llama el Pilar de los Caballeros, y se cree que fue tallado por los
visigodos en el siglo ocho. Formaba parte del altar de la iglesia antigua.
Cuando el padre Saunière trasladó el pilar durante la restauración, descubrió
unos misteriosos documentos codificados, al menos eso dicen.
Los conservadores del museo habían mandado ampliar las fotografías
de los pergaminos, para resaltar la codificación. Letras sueltas destacaban en
mayúsculas, pero cuando se miraba con atención era evidente que no estaban
dispuestas al azar. Maureen señaló la frase ET IN ARCADIA EGO, que
aparecía en mayúsculas sombreadas.
—Ahí está otra vez —dijo Maureen a Peter. Se volvió hacia Tammy—.
¿Qué significa? ¿Es alguna especie de código?
—Hay al menos cincuenta teorías diferentes, que yo sepa, sobre el
significado de la frase. Por sí sola, ha dado nacimiento a toda una industria
artesanal.
—Peter esbozó una teoría interesante en el tren, cuando veníamos hacia
aquí —intervino Maureen—. Pensó que estaba relacionada con el pueblo de
Arques: «En Arques, el pueblo de Dios, estoy».
Tammy pareció impresionada.
—No está nada mal, padre. La creencia más común es la explicación
del anagrama latino. Si reordena las letras, se lee I tego arcana Dei.
Peter tradujo.
—Yo escondo los secretos de Dios.
—Sí. No sirve de mucho, ¿verdad? — rio Tammy—. Venid, voy a
enseñaros la casa desde fuera.
Peter aún seguía pensando en la tumba de Poussin.
—Espere un momento. ¿No implicaría eso que había algo escondido
dentro de la tumba? Si lo pone todo junto, resulta algo así como: «En
Arques, la Ciudad de Dios, yo escondo los secretos».
Maureen y Peter esperaron a que Tammy respondiera. Se detuvo a
pensar un momento.
—Es una teoría tan buena como cualquier otra de las que he oído. Por
desgracia, la tumba ha sido abierta y registrada muchas veces. El abuelo de
Sinclair excavó casi tres kilómetros cuadrados de terreno alrededor de ella, y
Bérenger ha empleado todo tipo de tecnología imaginable para buscar el
supuesto tesoro enterrado: ultrasonidos, radar… De todo.
—¿Y nunca encontraron nada? — preguntó Maureen.
—Nada de nada.
—Tal vez alguien se les adelantó —aventuró Peter—. ¿Qué hay del
cura Saunière? ¿Pudo sacar de ahí su riqueza? Quizá descubrió un tesoro.
—Eso es lo que cree mucha gente. Pero ¿sabéis lo más divertido?
Después de décadas de investigaciones llevadas a cabo por hombres y
mujeres muy testarudos, nadie sabe cuál era el secreto de Saunière, ni
siquiera hoy.
Tammy los estaba guiando a través de un hermoso patio, dominado por
una fuente de piedra y mármol.
—Muy impresionante, para ser un simple cura del siglo diecinueve —
comentó Peter.
—¿Verdad? Pero lo más extraño es que, si bien el cura Saunière se
gastó una fortuna en construir este lugar, nunca vivió aquí. De hecho, se
negó a hacerlo. Al final, lo legó a su… ama de llaves.
—Ha hecho una pausa —observó Peter—. Antes de decir «ama de
llaves».
—Bien, muchos creen que la mujer era algo más que el ama de llaves
de Saunière, que era su compañera sentimental.
—Pero ¿no era un sacerdote católico?
—No juzgue, padre. Ése es mi lema y siempre lo ha sido.
Maureen se había alejado, concentrada su atención en una escultura del
jardín maltratada por el tiempo.
—¿Quién es?
—Juana de Arco —contestó Tammy.
Peter se acercó a la estatua.
—Ah, claro. Ya veo su espada y su bandera. Pero aquí parece fuera de
lugar —comentó.
—¿Por qué? — preguntó Maureen.
—Parece… muy tradicional. Un símbolo clásico del catolicismo
francés. No obstante, aquí no parece que haya nada ni remotamente
convencional.
—¿Juana? ¿Convencional? — Tammy volvió a estallar en carcajadas
—. En estos parajes no. Pero eso merece una lección de historia que
impartiremos más tarde. ¿Quiere ver algo de verdad poco ortodoxo? Tiene
que ver la iglesia.

Incluso con el calor y el sol de mediados de verano, Rennes-le-Château


era un lugar extraño y sombrío. Maureen experimentaba la desconcertante
sensación de que la estaban siguiendo, de que una silueta la acechaba en
cada esquina del jardín. Se descubrió dando media vuelta con brusquedad en
varias ocasiones, sólo para descubrir que no había nadie. El pueblo la ponía
nerviosa, este extraño lugar en que su reloj no funcionaba y sentía sin cesar
que alguien la espiaba. Pese a ser fascinante, tenía muchas ganas de irse de
allí lo antes posible.
Rodearon la casa, guiados por Tammy. A través de otro patio vieron la
entrada de una vieja iglesia de piedra.
—Ésta es la iglesia parroquial del pueblo de RLC. Desde hace mil años
ha habido aquí una iglesia dedicada a María Magdalena. Saunière empezó a
remozarla alrededor de 1891, la época en que descubrió presuntamente los
misteriosos documentos. Los llevó a París, y lo siguiente que sabemos es que
se hizo millonario. Utilizó su dinero para llevar a cabo unos añadidos muy
peculiares al templo.
Cuando avanzaron hacia la iglesia, Peter se paró a leer una inscripción
en latín en el dintel de la puerta.
—Terribilis est locus iste.
—¿Terribilis? —preguntó Maureen.
—«¡Qué terrible es este lugar!» —tradujo Peter.
—¿Lo reconoce, padre? — preguntó Tammy.
Peter asintió.
—Por supuesto. — Si Tammy quería poner a prueba sus conocimientos
bíblicos, tendría que esforzarse mucho más—. Génesis, veintiocho. Jacob lo
dice después de soñar con la escalera que sube al cielo.
—¿Por qué un cura mandaría escribir eso sobre la puerta de su iglesia?
— preguntó Maureen, y paseó la mirada entre Peter y Tammy en busca de
una respuesta.
—Tal vez deberías echar un vistazo al interior de la iglesia antes de
intentar contestar a esa pregunta —sugirió Tammy. Peter la siguió y entró.
—Aquí dentro está oscuro como boca de lobo —dijo en voz alta el
sacerdote.
—Ah, espere un momento —dijo Tammy, mientras buscaba en el bolso
un euro—. Hay que poner una moneda para que se enciendan las luces. —
Introdujo el euro en un dispositivo que había cerca de la puerta, y las luces
se encendieron—. La primera vez que vine, intenté ver la iglesia en la
oscuridad. La segunda vez traje una linterna. Fue entonces cuando uno de los
porteros me enseñó la caja del dispositivo. De esta forma, los turistas
colaboran con la iglesia. Nos proporciona unos veinte minutos de luz.
—¿Qué es eso? — exclamó Peter. Mientras Tammy había estado
explicando el problema de las luces, él había descubierto la estatua de un
espantoso demonio acuclillado a la entrada de la iglesia.
—Ah, es Rex. Hola, Rex. — Tammy dio una palmadita juguetona en la
cabeza de la estatua—. Es algo así como la mascota oficial de Rennes-le-
Château. Como pasa con todo lo demás, hay montones de teorías. Algunos
dicen que es el diablo Asmodeo, el guardián de los tesoros secretos y
escondidos. Otros dicen que es el Rex Mundi de la tradición cátara,
explicación que me convence más.
—Rex Mundi. ¿El Rey del Mundo?
Peter estaba traduciendo.
Tammy asintió.
—Los cátaros dominaron esta zona en la Edad Media —explicó a
Maureen—. Recuerda que ha existido una iglesia aquí desde el año 1059,
cuando el catarismo estaba en su apogeo. Creían que un ser inferior era el
guardián del mundo material, un demonio al que llamaban Rex Mundi, el
Rey del Mundo. Nuestras almas se hallan en lucha constante para derrotar a
Rex y alcanzar el Reino de Dios, el reino del espíritu. Rex representa todas
las tentaciones mundanas y carnales.
—Pero ¿qué hace en una iglesia católica consagrada? — preguntó
Peter.
—Ser derrotado por los ángeles, naturalmente. Mire encima de él.
Estatuas de cuatro ángeles en el acto de hacer la señal de la cruz se
erguían sobre la espalda del demonio, subidos en una pila de agua bendita en
forma de venera gigantesca.
Peter leyó la inscripción en voz alta, con dicción impecable, y después
la tradujo.
—Par ce signe tu le vaincras. Con esta señal le vencerás.
—El bien derrota al mal. El espíritu conquista la materia. Los ángeles
vencen a los demonios. — Tammy pasó la mano sobre el cuello del demonio
—. ¿Ve esto? Hace algunos años, alguien irrumpió en la iglesia y decapitó a
Rex. Esta cabeza es una reproducción. Nadie sabía si era un cazador de
recuerdos o un católico fundamentalista que protestaba por la presencia de
este símbolo dualista en suelo consagrado. Que yo sepa, es la única estatua
del demonio que existe en una iglesia católica. ¿Es eso cierto, padre?
Peter asintió.
—Debería decir que no sé de nada semejante en una iglesia católica. Es
una blasfemia.
—Los cátaros dominaban esta zona, y eran dualistas. Creían en dos
fuerzas divinas opuestas, una que trabajaba para el bien y estaba
comprometida con la purificación de la esencia del espíritu, y otra que
trabajaba para el mal y estaba unida al mundo material corrupto —explicó
Tammy—. Mirad el suelo.
Llamó su atención sobre las losas del suelo de la iglesia. Eran negras
como el ébano y blancas, dispuestas como en un tablero de ajedrez.
—Otra de las concesiones de Saunière a la dualidad: blanco y negro,
bien y mal. Más toques de diseño excéntricos. Creo que Saunière era muy
astuto. Nació a pocos kilómetros de aquí y comprendía la mentalidad local.
Sabía que su congregación descendía de sangre cátara, y tenían buenos
motivos para desconfiar de Roma, incluso tantos siglos después. No se
ofenda, padre.
—En absoluto —contestó Peter. Se estaba acostumbrando a las pullas
de Tammy. Parecían bienintencionadas, y no le importaban. Sus
excentricidades empezaban a gustarle—. La Iglesia hizo frente a la herejía
cátara con muy malos modos. Puedo comprender que ese recuerdo aún
perdure en la memoria de los lugareños.
Tammy se volvió hacia Maureen.
—La única cruzada oficial de la historia en que los cristianos mataron a
otros cristianos. El ejército del Papa masacró a los cátaros, y nadie de los
alrededores lo ha olvidado jamás. Por lo tanto, al añadir de manera evidente
elementos gnósticos y cátaros a su iglesia, Saunière creó un entorno en que
su rebaño podía sentirse cómodo, y así aumentar la asistencia y lealtad al
templo. Funcionó. La gente de por aquí le quería hasta el punto de la
adoración.
Peter recorrió la iglesia fijándose en cada detalle. Todos los elementos
de la decoración eran extraños. Llamativos, pomposos y anticonvencionales.
Había estatuas pintadas de santos improbables, como el misterioso san
Roque, que alzaba su túnica para dejar al descubierto una pierna herida, o
santa Germana, plasmada en yeso chillón como una pastora cargada con un
cordero. Todas las obras de arte del templo poseían algún elemento irregular
o inusual. La más notable era una escultura, casi de tamaño natural, del
bautismo de Jesús, con Juan erguido sobre él y vestido de manera
incongruente con túnica y capa romanas.
—¿Cómo se les ocurrió vestir de romano a san Juan Bautista? —
preguntó Peter.
Una sombra cruzó el rostro de Tammy por un breve instante, pero no
contestó. En cambio, continuó sus comentarios mientras los guiaba hacia el
altar.
—La leyenda local dice que Saunière pintó algunas de las esculturas.
Estamos muy seguros de que fue responsable, como mínimo, de una parte
del altar. Estaba obsesionado con María.
Maureen siguió a Tammy hasta un bajorrelieve de María Magdalena,
que constituía la parte principal del altar. Se hallaba rodeada de sus
habituales iconos: la calavera a los pies, el libro a un lado. Miraba con fijeza
la cruz, que parecía estar hecha de un árbol vivo.
Peter estaba concentrado en los bajorrelieves que describían las
estaciones de la cruz. Al igual que las estatuas, cada obra de arte contenía un
detalle o un rasgo extraños, contrarios a la tradición eclesiástica.
Examinaron los elementos extraños de la iglesia, y cada uno ayudaba a
consolidar el creciente misterio que los rodeaba.
De repente, se oyó un chasquido y la iglesia se sumió en la penumbra.
Maureen sufrió un ataque de pánico en la negrura absoluta. Las
sombras que la habían seguido incluso a plena luz del sol eran asfixiantes.
Gritó el nombre de Peter.
—Estoy aquí —contestó él—. ¿Dónde estás tú?
La acústica de la iglesia provocaba que el sonido rebotara de una pared
a otra del edificio, de forma que era imposible localizar a nadie.
—Estoy al lado del altar —chilló Maureen.
—No pasa nada —gritó Tammy—. No te asustes. Los veinte minutos
de luz se han consumido.
Tammy corrió a la puerta y dejó entrar la luz del sol, lo cual permitió
que Peter y Maureen se encontraran en la oscuridad. Ella le agarró y corrió
hacia la puerta principal, con la vista vuelta a la izquierda a propósito para
no ver la estatua del demonio.
—Sé que se trata del mecanismo que regula la luz, pero me he asustado.
Toda la iglesia es tan… siniestra.
Maureen estaba temblando, pese al sol del mediodía del Languedoc.
Este pueblo sobrenatural olvidado por el tiempo era muy inquietante, algo
que jamás había experimentado. Se intuía el caos. El silencio era
ensordecedor. Maureen echó un vistazo a su muñeca, lo cual le recordó que
el reloj había dejado de funcionar desde su llegada, un hecho que aumentaba
su inquietud.
Peter siguió haciendo preguntas a Tammy, mientras atravesaban el
jardín y rodeaban Villa Bethania.
—Me cuesta imaginar que Saunière hiciera todo esto sin meterse en líos
con la Iglesia.
—Oh, tuvo muchos problemas —explicó Tammy—. Incluso intentaron
apartarle de la parroquia en una ocasión y sustituirle por otro cura, pero no lo
consiguieron. La gente no aceptaba a nadie que no fuera Saunière, porque
éste era de los suyos. Estaba preparado para asumir este cargo, justo lo
contrario de lo que afirman algunos libros. Me resulta muy curioso que
supuestas autoridades de RLC dijeran que Saunière había llegado aquí por
pura casualidad. Créame, en esta región no pasa nada por casualidad. Hay
demasiadas fuerzas poderosas en acción.
—¿Se refiere a fuerzas humanas o a fuerzas sobrenaturales?
—A ambas. — Tammy indicó que la siguieran con un ademán. Caminó
hacia una torre de piedra situada al oeste de la propiedad, en lo alto de un
precipicio—. Vamos, tenéis que ver la pièce de résistance: la Torre Magdala.
—¿La Torre Magdala?
El nombre intrigó a Maureen.
—La torre de Magdalena. Era la biblioteca privada de Saunière. La
vista es espléndida.
Siguieron a Tammy al interior del torreón, y echaron un vistazo a
algunos objetos personales de Saunière, guardados dentro de vitrinas, antes
de subir los veintidós escalones que conducían a lo alto de la atalaya. La
vista del Languedoc era impresionante.
Tammy indicó una colina lejana.
—¿Veis eso? Es Arques. Y ahí, al otro lado del valle, está el legendario
pueblo de Coustassa, donde otro cura, un amigo de Saunière llamado
Antoine Gélis, fue brutalmente asesinado en su casa, que luego fue
saqueada. Se cree que el asesino estaba buscando algo más que dinero.
Dejaron monedas de oro sobre la mesa, pero robaron todo lo parecido a
documentos. Pobre viejo, tenía más de setenta años y le encontraron tendido
en un charco de su propia sangre, asesinado con unas tenazas de chimenea y
un hacha.
—Qué horror.
Maureen se estremeció, reaccionando ante la historia que Tammy había
contado, pero también por el escenario en el que se encontraban. El lugar la
fascinaba tanto como la repelía.
—La gente está dispuesta a matar por esos misterios —comentó Peter.
—Bien, eso fue hace más de cien años. Me gusta pensar que nos hemos
vuelto más civilizados.
—¿Qué fue de Saunière?
Maureen intentó concentrarse en la historia del extraño sacerdote y su
misteriosa fortuna.
—Acabó de una forma más rara todavía. Sufrió una apoplejía a los
pocos días de encargar su ataúd. La leyenda local afirma que llamaron a un
cura de otra región para administrarle los últimos sacramentos, pero que éste
se negó a hacerlo después de oír la última confesión de Saunière. El pobre
hombre abandonó Rennes-le-Château profundamente deprimido, y se dice
que nunca más volvió a sonreír.
—Caramba. ¿Qué le diría Saunière?
—Nadie lo sabe con exactitud, salvo la presunta ama de llaves, Marie
Dénarnaud, a quien Saunière dejó todos sus bienes… y secretos. Murió de
forma misteriosa unos años después, y durante los últimos días de su vida
fue incapaz de hablar, de modo que nadie lo sabe con seguridad.
»Por eso este pueblo ha dado nacimiento a una industria. Cien mil
turistas visitan cada año este lugar apartado. Algunos vienen por curiosidad,
otros decididos a encontrar el tesoro de Saunière.
Tammy se acercó al borde del torreón y miró el extenso valle que se
abría ante ellos.
—Tampoco sabemos con seguridad por qué Saunière construyó esta
torre, pero lo más probable es que buscara algo. ¿No cree, padre?
Guiñó el ojo a Peter y luego se dirigió a la escalera.

Cuando los tres se encaminaron hacia el coche, Maureen insistió en que


Tammy cumpliera su promesa anterior de hablarles de la Torre de la
Alquimia, el otrora majestuoso torreón del ahora ruinoso castillo de Hautpol.
Tammy se detuvo, sin saber muy bien por dónde empezar. Se habían escrito
muchos libros sobre esta zona, y ella había investigado durante años, de
manera que pergeñar una versión abreviada siempre le costaba.
—Algo en esta región ha atraído a la gente desde hace miles de años —
empezó—. Ha de ser algo de la propia tierra. ¿Cómo, si no, podemos
explicarnos el hecho de que posea un atractivo universalita que abarque más
de veinte siglos de historia y creencias religiosas tan variadas?
»Como en todo lo que tiene que ver con esta zona, existen incontables
teorías. Siempre es divertido empezar con los auténticos chiflados, los que
juran que todo está relacionado con extraterrestres y monstruos marinos.
—¿Monstruos marinos? — Peter coreó la carcajada de Maureen cuando
ella formuló la pregunta—. Casi me esperaba extraterrestres, pero
¿monstruos marinos?
—No bromeo. En las leyendas locales aparecen sin cesar monstruos
marinos. Muy curioso para una zona de tierra adentro, pero no tanto como
algunas historias relacionadas con platillos volantes. Os aseguro que hay
algo en esta zona que casi vuelve loca a la gente, literalmente.
»Además, no olvidemos el elemento tiempo. ¿Tu reloj sigue parado?
Maureen ya sabía la respuesta, pero consultó su reloj para confirmarla.
Marcaba las 9.33 desde hacía más de una hora. Asintió.
—Es probable que no vuelva a funcionar hasta que bajemos de la
montaña —continuó Tammy—. Hay algo aquí que afecta a los relojes y a los
aparatos electrónicos, y ésa puede ser una de las razones de que mucha gente
todavía utilice relojes de sol, incluso en el siglo veintiuno. No le pasa a todo
el mundo, pero si os dijera la cantidad de cosas raras que me han sucedido a
mí.
Empezó a explicar una de sus muchas historias sobre los inexplicables
fenómenos relacionados con el tiempo en Rennes-le-Château.
—Un día, venía con unos amigos y consulté el reloj del coche antes de
subir la colina. Cuando llegamos arriba, el coche indicaba que habíamos
tardado casi media hora. Bien, llegamos no hace mucho. ¿Cuánto tiempo
hemos tardado, incluso a la poca velocidad a la que íbamos? ¿Cinco
minutos?
Hizo la pregunta a Peter, quien asintió.
—No mucho más.
—RLC no está muy lejos, está a unos tres kilómetros. Por lo tanto,
pensamos que el reloj del coche estaba averiado, hasta que todos
consultamos los nuestros. Había transcurrido media hora. Todos sabíamos
que no habíamos estado en aquella carretera media hora, pero no obstante
habían pasado treinta minutos hasta llegar aquí. ¿Puedo explicarlo? No. Fue
como una especie de repliegue temporal, y desde entonces he hablado con
bastante gente que ha vivido la misma experiencia. Los lugareños no sienten
la menor preocupación por el problema, porque ya se han acostumbrado.
Preguntadles, y se encogerán de hombros como si fuera la cosa más normal
del mundo.
»No obstante, se ha informado de fenómenos similares en los
alrededores de la Gran Pirámide y en algunos de los sitios sagrados de
Inglaterra e Irlanda. ¿Qué es? ¿Alguna especie de fuerza magnética? ¿Algo
menos tangible, y por tanto, imposible de comprender por nuestros débiles
cerebros humanos?
Tammy enumeró las diversas teorías exploradas por equipos de
investigación locales e internacionales, y recitó una lista de posibilidades:
líneas Ley [2], vórtices, agujeros que comunican con el centro de la tierra,
puertas estelares.
—Salvador Dalí creía que la estación de tren de Perpiñán era el centro
del universo, porque era el lugar donde se cruzaban estos puntos de energía
magnética.
—¿Perpiñán está lejos de aquí? — preguntó Maureen.
—A unos sesenta kilómetros, más o menos. Lo bastante cerca para que
resulte interesante, desde luego. Ojalá tuviera una respuesta definitiva para
todo, pero no es así. Nadie la tiene. Por eso me he convertido en una adicta a
este lugar y no paro de venir. ¿Recuerdas el meridiano que Sinclair te enseñó
en la iglesia de Saint-Sulpice de París?
Maureen asintió, mientras procuraba no perder el hilo.
—La Línea de la Magdalena.
—Exacto. Baja desde París en línea recta y atraviesa esta zona. ¿Por
qué? Porque hay algo en esta región que trasciende el tiempo y el espacio, y
creo que es el motivo de que atrajera a alquimistas de toda Europa desde
tiempo inmemorial.
—Me estaba preguntando cuando volveríamos a la alquimia —comentó
Peter.
—Lo siento, padre. Tengo tendencia a enrollarme, pero es que no hay
explicaciones sencillas. Esa torre de ahí, llamada la Torre de la Alquimia, se
construyó, al parecer, sobre el legendario punto de energía, y la Línea de la
Magdalena la atraviesa. La torre ha sido escenario de incontables
experimentos de alquimia.
—Cuando dices alquimia, ¿te refieres a la creencia medieval de
convertir el azufre en oro? — preguntó Maureen.
—En algunos casos, sí, pero ¿cuál es la verdadera definición de
alquimia? Si alguna vez quieres iniciar una discusión acalorada, haz esa
pregunta en una convención sobre temas esotéricos. La sala se vendrá abajo
antes de que se llegue a una respuesta definitiva.
Tammy enumeró los diferentes tipos de alquimia.
—Hay alquimistas científicos, los que intentan transformar de manera
física materiales básicos en oro. Algunos de ellos vinieron aquí convencidos
de que la magia de la tierra era el factor clave que estaban buscando para
completar sus experimentos. Tenemos también a los filósofos, quienes creen
que la alquimia es una transformación espiritual, la transformación de los
elementos básicos del espíritu humano en un yo de oro. Están los creyentes
del esoterismo, aferrados a la idea de que los procesos alquímicos pueden
utilizarse para alcanzar la inmortalidad y alterar la naturaleza del tiempo.
Después tenemos a los alquimistas sexuales, quienes creen que la energía
sexual crea un tipo de transformación, cuando dos cuerpos se unen
utilizando cierta combinación de métodos físicos y metafísicos.
Maureen escuchaba con atención. Quería saber más sobre el punto de
vista de Tammy.
—¿Por qué teoría te decantas?
—Soy una gran admiradora de la alquimia sexual, pero creo que todas
son ciertas. Lo digo de verdad. Creo que la alquimia es un término que
designa el conjunto de principios más antiguo de la tierra. Creo que, en otros
tiempos, los antiguos conocían esas normas, como los arquitectos de la Gran
Pirámide de Gizeh.
La siguiente pregunta vino de Peter.
—¿Qué tiene que ver todo esto con María Magdalena?
—Bien, para empezar, creemos que vivió aquí, o al menos pasó cierto
tiempo aquí. Lo cual conduce a la pregunta: ¿por qué aquí? Es un lugar
remoto, incluso ahora, con los medios de transporte modernos. ¿Se imagina
lo que debía ser atravesar estas montañas en el siglo uno? El territorio era
completamente inhóspito. ¿Por qué eligió este lugar? ¿Por qué lo han elegido
tantos? Porque la tierra tiene algo especial.
»Ah, he olvidado mencionar el otro tipo de alquimia que ocurre aquí, y
es algo que bauticé hace poco como alquimia gnóstica.
—Suena interesante como nombre de una nueva religión —dijo
Maureen, mientras meditaba sobre las palabras.
—O de una antigua. Existe en estos parajes una creencia que se
remonta a los cátaros, o tal vez más atrás aún, la creencia de que esta región
era el centro de la dualidad, de que el Rey del Mundo, el viejo Rex Mundi en
persona, vive aquí. El equilibrio terrenal de luz y oscuridad, bien y mal, tiene
lugar en este extraño pueblo y su entorno inmediato. En un determinado
nivel, estos dos elementos están en guerra mutua siempre, bajo nuestros pies.
¿Crees que de día es siniestro? Ni pagándome pasearía por estas calles en
plena noche. Hay algo muy importante en este lugar, y para nada es bueno.
Maureen asintió.
—Yo también lo presiento. Tal vez Dalí se equivocó por sesenta
kilómetros. ¿Será Rennes-le-Château el centro del universo?
Peter intervino, más serio.
—Bien, eso sería lógico para los franceses en el Medioevo, puesto que
era su universo, pero ¿la gente lo sigue creyendo?
—Sólo puedo decirle que aquí suceden cosas extrañas que nadie puede
explicar, y siguen sucediendo. Aquí, en Arques, en las zonas circundantes
donde fueron construidos los castillos. Algunos dicen que los cátaros alzaron
sus castillos como fortalezas de piedra contra las energías de la oscuridad.
Los construyeron sobre vórtices de puntos de energía, donde podían celebrar
ceremonias sagradas para controlar o derrotar a las fuerzas de la oscuridad.
Y todos los castillos tienen torres, lo cual es significativo.
Peter escuchaba con atención.
—Pero ¿las torres no eran estratégicas, erigidas con fines defensivos?
—Claro —asintió Tammy—, pero eso no explica por qué cada uno de
estos castillos tiene leyendas relacionadas con experimentos alquímicos que
se realizaban en sus torres. Las torres tienen fama de ser lugares donde se
obraba algún tipo de transformación mágica. Se relacionan directamente con
el lema alquímico «Lo que está arriba es igual que lo que está abajo». Las
torres representan la tierra, porque están atadas a la tierra, pero también el
cielo, porque se elevan hacia las nubes, y de esta manera se convierten en
lugares apropiados para llevar a cabo experimentos de alquimia. Al igual que
la torre de Saunière, todas tenían veintidós escalones.
—¿Por qué veintidós? — preguntó Maureen, muy intrigada.
—El veintidós es un número maestro, y los elementos de numerología
son fundamentales en la alquimia. Los números maestros son el once, el
veintidós y el treinta y tres, pero el veintidós es la pauta que se ve con más
frecuencia en esta zona, pues pertenece a la energía femenina divina.
Observarás que la fiesta de María Magdalena en el calendario eclesiástico
es…
—El veintidós de julio —la interrumpieron al mismo tiempo Maureen y
Peter.
—Bingo. Bien, para contestar por fin a vuestra pregunta, tal vez por eso
vino aquí María Magdalena, porque conocía los elementos de la energía
natural o sabía algo acerca de la lucha entre la luz y la oscuridad que tiene
lugar en estas tierras. Esta región no era desconocida para los habitantes de
Palestina. La familia de Herodes tenía posesiones no lejos de aquí. Incluso
una tradición afirma que la madre de María Magdalena era de ascendencia
languedociana. Quizás, en cierto sentido, estaba volviendo a casa.
Tammy alzó la vista hacia la torre en ruinas del castillo de Hautpol.
—Habría dado cualquier cosa por ser una mosca inmortal posada sobre
la muralla de ese lugar.

El Languedoc
23 de junio de 2005

DEJARON A TAMMY EN COUIZA, donde iba a encontrarse con unos amigos


para comer. Maureen se sintió decepcionada por el hecho de que Tammy no
se reuniera con ellos hasta más tarde. Ir a casa de Sinclair, sin una amiga
mutua que facilitara las cosas, la ponía nerviosa. También sentía la tensión
de Peter. Hacía lo posible por disimularla, pero se notaba en la forma en que
aferraba el volante. Quizás alojarse en casa de Sinclair era una equivocación.
Pero ya se habían comprometido a hacerlo, y cambiar de opinión ahora
sería considerado un insulto y una grosería por su anfitrión. Maureen no
quería correr ese peligro. Sinclair era una pieza importante de su
rompecabezas.
Peter se desvió de la carretera y franqueó las enormes puertas de hierro
en el coche de alquiler. Al pasar, Maureen reparó en que las puertas estaban
adornadas con grandes flores de lis doradas entrelazadas con vides (o quizá
manzanas azules). El camino de entrada serpenteaba a través de la enorme y
suntuosa propiedad que era el Château des Pommes Bleues.
Se detuvieron ante el castillo, los dos sin habla un momento al ver el
tamaño y el esplendor del edificio, un castillo perfectamente restaurado del
siglo XVI. Cuando Peter y Maureen bajaron del coche, el imponente
mayordomo de Sinclair, el gigantesco Roland, salió por la puerta principal.
Dos criados con librea acudieron al instante para recoger el equipaje y seguir
las instrucciones de Roland.
—Bonjour, mademoiselle Paschal, abbé Healy. Bienvenus. — Sonrió de
repente y su expresión se suavizó, de modo que tanto Maureen como Peter
dejaron escapar el aliento—. Bienvenidos al Château des Pommes Bleues.
Monsieur Sinclair se alegra mucho de su llegada.
Maureen y Peter se quedaron esperando en el lujoso vestíbulo de
entrada, mientras Roland iba en busca de su amo. No se arrepintieron: la sala
estaba llena de obras de arte valiosas y antigüedades de valor incalculable,
que podían compararse con las de muchos museos de Francia.
Maureen se detuvo ante una vitrina que constituía el centro de interés
de la sala, seguida de Peter. Había un enorme y trabajado cáliz de plata en la
vitrina, y una calavera humana ocupaba un lugar de honor en el relicario. El
tiempo había blanqueado la calavera, pero se advertía con nitidez una
hendidura en el hueso craneal. Un mechón de pelo, descolorido, pero que
todavía conservaba pigmento rojo discernible, estaba colocado junto a la
calavera dentro del cáliz.
—Los antiguos creían que el pelo rojo era una fuente de magia
poderosa.
Bérenger Sinclair estaba detrás de ellos. Maureen dio un brinco cuando
oyó la inesperada voz, y después se volvió para contestar.
—Los antiguos no iban a escuelas públicas de Luisiana.
Sinclair rio, un intenso sonido celta, y pasó un dedo por el pelo de
Maureen.
—¿No había chicos en su escuela?
Maureen sonrió, pero devolvió a toda prisa su atención a la reliquia de
la vitrina, para que el hombre no la viera sonrojarse. Leyó en voz alta la
placa que había dentro de la vitrina.
—La calavera del rey Dagoberto Segundo.
—Uno de mis antepasados más pintorescos —replicó Sinclair.
Peter se sentía fascinado, a la vez que un poco incrédulo.
—¿San Dagoberto Segundo? ¿El último rey merovingio? ¿Es usted
descendiente de él?
—Sí. Y sus conocimientos de historia son tan buenos como los de latín.
Le felicito, padre.
—Refrésqueme la memoria. —Maureen parecía avergonzada—. Lo
siento, pero mis conocimientos de la historia de Francia no empiezan hasta
Luis Catorce. ¿Quiénes fueron los merovingios?
—Una dinastía de reyes de lo que ahora es Francia y Alemania —
contestó Peter—. Gobernaron desde el siglo cuarto al octavo. El linaje
desapareció con la muerte de este Dagoberto.
Maureen señaló la fractura del cráneo.
—Algo me dice que no fue por causas naturales.
—No exactamente —contestó Sinclair—. Su ahijado le clavó una lanza
en el cerebro a través de la cuenca de un ojo mientras dormía.
—Para que luego hablen de la lealtad familiar —contestó Maureen.
—Por desgracia, primó el deber religioso sobre la lealtad familiar, un
dilema que se ha repetido mucho en la historia. ¿No es cierto, padre Healy?
Peter frunció el ceño al captar la indirecta.
—¿Qué quiere decir?
Sinclair hizo un ademán majestuoso en dirección a un escudo que
colgaba de la pared: una cruz rodeada de rosas, y encima una inscripción en
latín que rezaba.

ELIGE MAGISTRUM.

—El lema de mi familia. Elige magistrum.


Maureen miró a Peter en busca de una explicación. Algo estaba
pasando entre los dos hombres que la ponía nerviosa.
—¿Qué significa?
—Elige amo —tradujo Peter.
Sinclair se explayó.
—El rey Dagoberto fue asesinado por orden de Roma, pues al Papa le
inquietaba su versión del cristianismo. Dijeron al ahijado de Dagoberto que
eligiera un amo, y se decantó por Roma, y así se convirtió en un asesino al
servicio de la Iglesia.
—¿Por qué era tan inquietante la visión de la cristiandad de Dagoberto?
— preguntó Maureen.
—Creía que María Magdalena era una reina y la legítima esposa de
Jesucristo, y que él, Dagoberto descendía de ambos, lo cual le concedía el
derecho divino de los reyes de una manera que superaba a cualquier otro
poder terrenal. En aquel tiempo, el Papa consideró que constituía una terrible
amenaza para la Iglesia un rey convencido de aquello.
Maureen se encogió y procuró que la conversación no se agriara. Dio
un codazo a Peter.
—¿Prometes que no me atravesarás el ojo con una lanza mientras
duermo?
Peter la miró de soslayo.
—Temo que no puedo prometerte nada. Elige magistrum, ya sabes.
Maureen le miró con fingido horror y volvió a examinar el pesado
relicario de plata, adornado con flores de lis.
—Para no ser francés, tiene mucha debilidad por este símbolo.
—¿La flor de lis? Por supuesto. No olvide que los escoceses y los
franceses han sido aliados durante cientos de años. Pero el motivo de que yo
la utilice es diferente. Es el símbolo de…
Peter terminó la frase.
—La trinidad.
Sinclair les dedicó una sonrisa.
—Sí, en efecto. Pero me pregunto, padre Healy, si es el símbolo de su
trinidad o de la mía.
Antes de que Maureen o Peter pudieran pedir una explicación, Roland
entró en la sala y habló con rapidez a Sinclair en un idioma que recordaba al
francés mezclado con otros tonos mediterráneos. Sinclair se volvió hacia sus
invitados.
—Roland les acompañará a sus aposentos, para que puedan descansar y
refrescarse antes de la cena.
Dedicó una majestuosa reverencia a Maureen, a la que guiñó el ojo, y
salió de la sala.

Maureen entró en el dormitorio y se quedó boquiabierta. La habitación


era espléndida. Una enorme cama de columnas con dosel, provista de
colgaduras de terciopelo rojo, que llevaban bordadas las omnipresentes
flores de lis, dominaba el espacio. Los restantes muebles eran también
antiguos, todos dorados.
El cuadro María Magdalena en el desierto, del maestro español Ribera,
cubría una pared. María Magdalena miraba al cielo. Pesados jarrones de
cristal de Baccarat, llenos de rosas rojas y lirios blancos, estaban
diseminados por toda la estancia, y recordaban los arreglos florales que
Sinclair había enviado al piso de Maureen en Los Ángeles.
«Una chica podría acostumbrarse a esta vida», pensó mientras los
criados llamaban a la puerta con el equipaje.

La habitación de Peter era más pequeña que la de Maureen, pero


también era digna de un rey. Aún no le habían subido la maleta, pero tenía
consigo su neceser, suficiente para sus propósitos inmediatos. Sacó la Biblia
encuadernada en piel y el rosario de cuentas de cristal de la bolsa negra.
Con el rosario en la mano, se dejó caer en la cama. Estaba cansado,
agotado del viaje y de la responsabilidad del bienestar de Maureen, tanto
físico como espiritual. Ahora se hallaba en territorio desconocido, y eso le
ponía nervioso. No confiaba en Sinclair. Peor aún, no confiaba en las
reacciones de su prima ante Sinclair. El dinero y la apariencia física del
hombre creaban una mística que atraía a las mujeres.
Al menos, sabía que Maureen era una mujer que no se dejaba
conquistar con facilidad. De hecho, conocía las escasas relaciones que había
mantenido con hombres. El odio manifestado por su madre contra su padre
había emponzoñado la opinión de Maureen sobre el amor. Que su
desdichado matrimonio hubiera acabado en tragedia era el motivo de que
ella se mantuviera alejada de todo cuanto recordara a una verdadera relación.
De todos modos, era mujer y humana. Y muy vulnerable en lo tocante a
sus visiones. Peter albergaba la intención de no permitir que Sinclair las
utilizara para manipular a Maureen. No estaba seguro de lo que ese hombre
sabía, o de cómo lo había sabido, pero se proponía averiguarlo lo antes
posible.
Cerró los ojos y empezó a rezar pidiendo consejo, pero un zumbido
insistente interrumpió sus silenciosas plegarias. Al principio, intentó hacer
caso omiso de la vibración, pero al final se rindió. Se acercó adonde había
dejado la bolsa de viaje, introdujo la mano en el interior y contestó la
llamada.

Por suerte, la habitación de Peter estaba en el mismo pasillo que la de


Maureen, de lo contrario tal vez no se habrían encontrado nunca en la
inmensa mansión de Sinclair. Maureen estaba fascinada por la casa, absorbía
cada detalle de arte y arquitectura mientras pasaban de un ala a la siguiente.
Se proponían salir a investigar juntos el exterior del castillo, pues
faltaban varias horas para la cena. Los dos estaban demasiado embelesados
por todo cuanto los rodeaba para dejarlo sin explorar. Penetraron en un
enorme vestíbulo, iluminado por la luz natural que entraba por una ventana
de cristal emplomado. Un enorme y atípico mural, que plasmaba una escena
de la crucifixión bastante abstracta, adornaba el vestíbulo en toda su
longitud.
Maureen se detuvo a admirar la obra. Al lado del crucificado Cristo,
una mujer con un velo rojo alzaba tres dedos, mientras una lágrima rodaba
por su rostro. Se hallaba de pie junto a un curso de agua (¿un río?), en el cual
tres pececillos, uno rojo y dos azules, saltaban en el aire. Tanto el dibujo de
los tres peces como los dedos alzados de la mujer evocaban el dibujo de la
flor de lis de una manera abstracta.
Había incontables detalles en la recargada pero moderna obra de arte.
Maureen estaba segura de que eran simbólicos, pero tardaría horas en
localizarlos todos, y tal vez años en comprenderlos.
Peter retrocedió para contemplar mejor la escena de la crucifixión, que
era hermosa en su sencillez. Algo parecido a un sol negro ensombrecía el
cielo, que a su vez era rasgado por un rayo.
—Recuerda el estilo de Picasso, ¿verdad? — dijo Peter.
Su anfitrión apareció al final del vestíbulo.
—Es de Jean Cocteau, el artista más prolífico de Francia y uno de mis
héroes personales. Lo pintó aquí mientras era invitado de mi abuelo.
Maureen se quedó patidifusa.
—¿Cocteau se alojó aquí? Caramba. Esta casa debe de ser un tesoro
nacional de Francia. Todas las obras de arte son fenomenales. El cuadro de
mi habitación…
—¿El Ribera? Es mi retrato de María Magdalena favorito. Captura su
belleza y gracia divina mejor que cualquier otro. Exquisito.
Peter manifestó su incredulidad.
—No va a decirme que es un original. He visto el original… en el
Prado.
—Ah, sí que es un original. Ribera lo pintó a petición del rey de
Aragón. De hecho, pintó dos. Y tiene razón, el más pequeño está en el
Prado. El rey de España regaló éste a otro de mis antepasados como ofrenda
de paz, un miembro de la familia Estuardo. Como verá, el buen arte está
muy relacionado con Nuestra Señora. Le enseñaré más ejemplos después de
cenar. Pero si no les importa que se lo pregunte, ¿adónde iban ahora?
—Íbamos a dar un paseo antes de la cena —contestó Maureen—. Vi
unas ruinas en lo alto de la colina cuando llegamos, y quería examinarlas de
más cerca.
—Sí, por supuesto, pero sería un honor para mí ser su guía. Si el padre
Healy lo considera aceptable, por supuesto.
—Por supuesto —sonrió Peter, pero Maureen percibió la tensión en las
comisuras de su boca cuando Sinclair la tomó del brazo.

Roma
23 de junio de 2005

EL SOL BRILLABA con más fuerza en Roma que en cualquier otro lugar del
mundo, o al menos eso pensaba el obispo Magnus O’Connor mientras
caminaba sobre las piedras consagradas de la basílica de San Pedro. Se
sentía abrumado por el honor de acceder a la capilla privada.
Cuando pisó suelo consagrado, se detuvo ante la estatua de mármol de
Pedro sosteniendo las llaves de la Iglesia, y besó los pies descalzos del santo.
Después se dirigió a la parte delantera de la iglesia y se acomodó en el
primer banco. Dio gracias al Señor por conducirle hasta aquel lugar santo.
Rezó por él, rezó por su obispado y rezó por el futuro de la Santa Madre
Iglesia.
Cuando terminó sus oraciones, Magnus O’Connor entró en el despacho
del cardenal Tomás DeCaro, cargado con las carpetas rojas que habían
significado su billete para el Vaticano.
—Aquí están, Su Ilustrísima.
El cardenal le dio las gracias. Si O’Connor había esperado una
invitación para sostener con el cardenal una prolongada conversación, debió
llevarse una gran decepción. El cardenal DeCaro se excusó con un brusco
cabeceo, sin decir ni una palabra más.
DeCaro estaba ansioso por ver el contenido de las carpetas, pero la
primera vez prefería hacerlo en privado.
Abrió el primer expediente, todos los cuales llevaban escrito en la
portada con mayúsculas en negrita: EDOUARD PAUL PASCHAL.

… Todavía no he escrito sobre la Gran Madre, María la Mayor. He


esperado tanto tiempo porque me he preguntado con frecuencia si sería
capaz de encontrar las palabras que hicieran justicia a su bondad, a su
sabiduría y energía. En la vida de toda mujer siempre habrá lugar para la
influencia y enseñanzas de la mujer que se alza sobre todas las demás. Para
mí, ésta sólo podía ser María la Mayor, la madre de Easa.
Mi madre murió cuando yo era muy pequeña. No me acuerdo de ella. Si
bien Marta siempre cuidó de mí y de mis necesidades terrenales como una
hermana, fue la madre de Easa quien me proporcionó instrucción espiritual.
Alimentó mi alma y me enseñó muchas lecciones de compasión y perdón. Me
enseñó lo que era ser una reina y me instruyó en el comportamiento
apropiado de una mujer con el destino trazado.
Cuando llegó el momento de ponerme el velo rojo y convertirme en una
verdadera María, ya estaba preparada. Gracias a Ella, y lo que me dio.
María la Mayor era un modelo de obediencia, pero la suya era una
obediencia que sólo respondía ante el Señor. Oía los mensajes de Dios con
absoluta claridad. Su hijo poseía el mismo talento, por eso eran diferentes
de otros que también eran de noble ascendencia. Sí, Easa era un hijo del
león, heredero de la casa de David, y su madre descendía de la gran casta
sacerdotal de Aarón. Nació reina y Easa rey. Pero no era sólo la sangre lo
que los diferenciaba de los demás, sino su espíritu y la fortaleza de su fe en
el mensaje que Dios nos había enviado.
Si no hubiera hecho otra cosa que caminar a su sombra durante todos
mis días, me habría sentido bendecida por ello.
María la Mayor fue la primera mujer en estar dotada con un claro
conocimiento de lo divino. Esto representaba un reto para los sumos
sacerdotes, que ignoraban cómo aceptar a una mujer de tan magno poder.
Pero tampoco podían condenarla. El linaje de María la Mayor era impoluto,
y su corazón y espíritu irreprochables. Su reputación sin tacha era conocida
en muchos países.
Hombres poderosos la temían, pues no podían controlarla. Sólo
respondía ante Dios.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
8

Château des Pommes Bleues


23 de junio de 2005

SINCLAIR GUIÓ A MAUREEN Y PETER por un sendero adoquinado que se


alejaba de la inmensa residencia. Estaban rodeados por accidentadas laderas
de roca roja, coronadas por las ruinas de un castillo en una colina cercana.
Maureen estaba embelesada por el impresionante paisaje.
—Este lugar es asombroso. Tiene algo místico.
—Estamos en el corazón del país cátaro. Toda esta región estuvo
dominada en otro tiempo por los cátaros. Los Puros.
—¿Cómo consiguieron ese título?
—Sus enseñanzas descendían en una línea pura e ininterrumpida de
Jesucristo. A través de María Magdalena. Fue la fundadora del catarismo.
Peter parecía muy escéptico, pero fue Maureen quien verbalizó la duda.
—¿Por qué no lo he leído en ninguna parte?
Bérenger Sinclair se limitó a reír, nada preocupado por si le creían o no.
Estaba tan a gusto con sus creencias, y tenía tanta confianza en sí mismo,
que la opinión de los demás carecía de valor para él.
—No, ni tampoco lo leerá. La verdadera historia de los cátaros no se
encuentra en los libros de historia, y el único lugar donde puede llevar a
cabo investigaciones auténticas es aquí. La verdad del pueblo cátaro reside
en las rocas rojas del Languedoc, y en ningún otro sitio.
—Me encantaría leer algo sobre ellos —dijo Maureen—. ¿Puede
recomendarme algún libro que considere veraz?
Sinclair se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Muy pocos, y casi ninguno que me haya parecido creíble se ha
traducido al inglés. La mayor parte de los libros sobre historia cátara se
basan en confesiones extraídas mediante tortura. Todos los tratados
medievales sobre los cátaros fueron escritos por sus enemigos. ¿Cree que
son muy fiables? Espero que entienda ese principio, Maureen, basado en su
propio reexamen de la historia. Ninguna práctica cátara auténtica se ha
consignado por escrito. En esta zona, sus tradiciones han pasado de
generación en generación durante dos mil años, pero son tradiciones orales
fuertemente protegidas.
—¿No dijo Tammy que habían lanzado una cruzada oficial contra
ellos? — preguntó Maureen, mientras continuaban por el sendero
serpenteante que se internaba en las colinas rojas.
Sinclair asintió.
—Un salvaje acto de genocidio, que acabó con más de un millón de
personas y cuyo responsable fue el papa Inocencio Tercero. Un nombre muy
irónico. ¿Ha oído alguna vez la frase «Matadles a todos y dejad que Dios los
elija?».
Maureen se encogió.
—Sí, por supuesto. Un juicio bárbaro.
—Fue pronunciada por primera vez en el siglo trece, por las tropas
papales que masacraron a los cátaros en Béziers. Para ser exactos, dijeron,
Neca eos omnes. Deus suos agnoset, lo cual quiere decir: «Matadlos a todos.
Dios reconocerá a los suyos».
Se volvió hacia Peter con brusquedad.
—¿Reconoce la frase?
Peter negó con la cabeza, sin saber adónde quería ir a parar Sinclair,
pero sin ganas de caer en una trampa intelectual.
—La tomaron prestada de san Pablo. De la segunda epístola a Timoteo,
versículo segundo: «Conoció el Señor a los que son suyos».
Peter levantó una mano para acallar a Sinclair.
—No puede culpar a san Pablo por el hecho de que sus palabras se
tergiversaran.
—¿No? Yo creo que sí. Pablo me saca de quicio. No es casual que
nuestros enemigos utilizaran sus palabras contra nosotros durante muchos
siglos. Eso sólo es el principio.
Maureen intentó aplacar la creciente animadversión entre los dos
hombres, retomando el hilo de la historia local.
—¿Qué pasó en Béziers?
—Neca eos omnes. Matadlos a todos —repitió Sinclair—. Eso fue
precisamente lo que los cruzados hicieron en nuestra hermosa ciudad de
Béziers. Pasaron a cuchillo a todos sus habitantes, desde los más ancianos a
los más tiernos infantes. Los carniceros no perdonaron a nadie. Tal vez hasta
cien mil personas murieron tan sólo en ese asedio. La leyenda dice que
nuestras colinas son rojas, incluso ahora, en duelo por los inocentes
exterminados.
Caminaron en silencio unos momentos, por respeto a las almas
fallecidas de aquella tierra antigua. Las masacres habían tenido lugar casi
ocho siglos antes, pero se intuía la presencia de aquellos espíritus errabundos
por todas partes, una presencia que flotaba hasta en la brisa que soplaba en
las estribaciones de los Pirineos. Aquello era y sería siempre país cátaro.
Sinclair reanudó su lección.
—Algunos cátaros escaparon, por supuesto, y se refugiaron en España,
Alemania e Italia. Conservaron sus secretos y enseñanzas, pero nadie sabe
qué fue de su gran tesoro.
—¿A qué tesoro se refiere? — preguntó Peter.
Sinclair paseó la vista a su alrededor, su inextricable relación con el
terruño era evidente en su expresión. Ese lugar y su historia estaban
grabados a fuego en su alma. Por más veces que narrara aquella historia, en
cada ocasión se revelaba su pasión sin precedentes.
—Existen muchas leyendas sobre el tesoro de los cátaros. Algunos
dicen que era el Santo Grial, otros afirman que era el auténtico sudario de
Cristo o la corona de espinas. Pero el verdadero tesoro era uno de los dos
libros más sagrados jamás escritos. Los cátaros eran los guardianes del Libro
del Amor, el único y verdadero evangelio.
Hizo una pausa para dotar de mayor énfasis a sus palabras, antes de
asestar el golpe de gracia.
—El Libro del Amor era el único y verdadero evangelio, porque fue
escrito en su totalidad por la mano del mismísimo Jesucristo.
Peter se quedó de una pieza al escuchar aquella revelación. Miró
fijamente a Sinclair.
—¿Qué pasa, padre Healy? ¿No le hablaron del Libro del Amor en el
seminario?
La expresión de Maureen también era de incredulidad.
—¿De veras cree que algo así existió?
—Ah, claro que existió. María Magdalena lo trajo desde Tierra Santa y
fue transmitido con extrema cautela por sus descendientes. Es muy probable
que el Libro del Amor fuera el verdadero propósito de la cruzada contra los
cátaros. La Iglesia estaba desesperada por apoderarse del libro, pero no para
protegerlo y atesorarlo, se lo aseguro.
—La Iglesia nunca dañaría algo tan preciado y sagrado —protestó
Peter.
—¿No? ¿Y si dicho documento pudiera ser autentificado? ¿Y si el
documento autentificado pusiera en duda no sólo muchos de los principios,
sino la misma autoridad de la Iglesia? ¿Qué pasaría entonces, padre?
—Eso no son más que especulaciones.
—Usted tiene derecho a defender su opinión, como yo la mía. No
obstante, la mía se basa en el conocimiento de hechos muy ocultos. Pero
para continuar con mis… especulaciones, la Iglesia logró sus propósitos
hasta cierto punto. Después de la persecución de los cátaros, los Puros se
vieron obligados a pasar a la clandestinidad, y el Libro del Amor
desapareció para siempre. Muy poca gente conoce su existencia. Menuda
tarea, eliminar de la historia algo tan poderoso.
Peter había estado sumido en sus pensamientos durante el discurso de
Sinclair. Habló al cabo de otro minuto de meditación.
—Ha dicho que el verdadero tesoro era uno de los dos libros más
sagrados jamás escritos. Si el evangelio escrito por la propia mano de Jesús
es uno, ¿cuál podía ser el otro?
Bérenger Sinclair se detuvo y cerró los ojos. El viento del verano,
similar a los mistrales que soplan en Provenza, más al sur, revolvió su pelo.
Respiró hondo, abrió los ojos y miró a Maureen cuando contestó.
—El otro es el Evangelio de María Magdalena, una narración pura y
perfecta de su vida con Jesucristo.
Maureen se quedó petrificada. Miró a Sinclair, fascinada por su
expresión de embeleso.
Peter rompió el encanto.
—¿Los cátaros afirmaban que también se hallaba en su posesión?
Sinclair apartó la vista de Maureen al cabo de otro segundo, y después
meneó la cabeza.
—No. Al contrario que el Libro del Amor, que contaba con testigos
históricos, nadie ha visto nunca el Evangelio de María Magdalena. Tal vez se
debe a que nunca lo han encontrado. Se cree que tal vez esté oculto cerca del
pueblo de Rennes-le-Château, que han visitado antes. ¿Les enseñó Tammy la
Torre de la Alquimia?
Maureen asintió. Peter estaba demasiado ocupado intentando discernir
cómo estaba tan bien enterado Sinclair de sus movimientos, pero Maureen se
sentía cautivada por la historia viva y por el amor sin límites que
manifestaba Sinclair por la misma.
—Sí, pero aún no entiendo por qué es tan importante.
—Es importante por muchos motivos, pero para nuestros propósitos
actuales, algunos creen que María Magdalena vivió y escribió su evangelio
en el lugar donde se alza ahora la torre. Después escondió los documentos en
una cueva, para que permanecieran ocultos hasta que llegara el momento de
revelar su versión de los acontecimientos.
Sinclair indicó una serie de grietas grandes semejantes a cavernas en las
montañas que los rodeaban.
—¿Ven aquellos cráteres en la montaña? Son cicatrices dejadas por los
cazadores de tesoros durante los últimos cien años.
—¿Buscaban esos evangelios?
Sinclair emitió una risita irónica.
—La mayoría no sabían ni lo que estaban buscando. Carecían de la más
mínima pista. Conocían la leyenda del tesoro cátaro, o habían leído alguno
de los numerosos libros sobre Saunière y su misteriosa riqueza. Pero la
mayoría no sabía qué era. Algunos creían que era el Santo Grial o el Arca de
la Alianza, mientras que otros estaban seguros de que era el tesoro saqueado
en el templo de Jerusalén, o un montón de oro visigodo enterrado en una
tumba escondida.
»Pronuncie la palabra “tesoro”, y los seres humanos racionales se
transforman al instante en salvajes. Durante siglos, ha venido gente aquí
procedente de todas partes del mundo para descubrir los misterios del
Languedoc. Créanme, lo he visto muchas veces. Los cazadores de tesoros
utilizaron dinamita para perforar esas cuevas. Sin mi permiso, debería
añadir.
Sinclair señaló más cavernas en la ladera de la montaña, y después
prosiguió su explicación.
—Proteger la naturaleza del tesoro se convirtió en algo tan importante
como el propio tesoro para los cátaros, por eso tan poca gente conoce en la
actualidad la existencia de esos evangelios. Fíjense en la destrucción causada
en estas montañas, basada tan sólo en especulaciones. Imagínense qué sería
de nuestra tierra si la gente descubriera la naturaleza sagrada e inestimable
del verdadero tesoro.

Sinclair los entretuvo con más relatos sobre las leyendas locales, así
como con más historias sórdidas de buscadores carentes de escrúpulos que
habían hecho estragos en los recursos naturales de la región. Les contó que
los nazis habían enviado equipos durante la guerra, en un esfuerzo por
descubrir objetos ocultos que creían enterrados en la zona. Por lo que se
sabía, las tropas de Hitler no tuvieron éxito en su búsqueda, y al final se
marcharon con las manos vacías y perdieron la guerra poco tiempo después.
Peter guardaba silencio para poder asimilar la cantidad de información
que estaba recibiendo. Más tarde, clasificaría los detalles y decidiría cuánto
había de cierto y cuánto de romanticismo propio del Languedoc. Era fácil
dejarse atrapar por las leyendas del Grial y sobre manuscritos santos
desaparecidos en un lugar tan misterioso y místico como ése. Peter sintió
que su pulso se aceleraba al pensar en la existencia de tales escritos.
Maureen caminaba junto a Sinclair y escuchaba con reverencia. Peter
no estaba seguro de si era Maureen la periodista o Maureen la soltera quien
absorbía cada palabra de Sinclair, pero le prestaba toda su atención,
concentrada por completo en el carismático escocés.
Cuando doblaron un recodo situado en lo alto de una pequeña colina,
vieron una torre de piedra parecida a un torreón de castillo, y que daba la
impresión de brotar de la ladera. Tendría una altitud de varios pisos, singular
e incongruente en el paisaje rocoso.
—¡Se parece a la torre de Saunière! — exclamó Maureen.
—La llamamos el Capricho de Sinclair. Fue construida por mi
bisabuelo. Y sí, imitó la de Saunière. Nuestra vista no es tan espectacular
como la de Rennes-le-Château porque la altitud es menor, pero de todos
modos es encantadora. ¿Les apetece verla?
Maureen miró al preocupado Peter, para ver si quería explorar la torre.
Su primo meneó la cabeza.
—Yo me quedó aquí. Sube tú, si quieres.
Sinclair extrajo una llave de su bolsillo y abrió la puerta de la torre.
Entró el primero y guió a Maureen por una empinada escalera de caracol.
Abrió una puerta que daba al tejado y le indicó con un ademán que pasara
delante.
La vista del país cátaro y los ruinosos y antiguos castillos que se
alzaban en la lejanía era magnífica. Maureen saboreó la panorámica un
momento.
—¿Por qué la construyó? — preguntó a Sinclair.
—Por la misma razón que Saunière construyó la suya. La vista
excepcional. Creían que se podían distinguir muchos secretos desde aquí
arriba.
Maureen se apoyó en el baluarte y emitió un gemido de frustración.
—¿Por qué todo son acertijos? Me prometió respuestas, pero hasta el
momento sólo me ha planteado más interrogantes.
—¿Por qué no pregunta a las voces de su cabeza? O mejor aún, a la
mujer de sus visiones. Es quien la ha traído aquí.
Maureen se quedó estupefacta.
—¿Cómo lo sabe?
La sonrisa era de complicidad, pero no engreída.
—Usted lleva sangre Paschal en las venas. Cabía esperarlo. ¿Conoce
los orígenes de su apellido paterno?
—¿Paschal? Mi padre nació en Luisiana de ascendencia francesa, como
toda la gente del Bayou.
—¿Cajún? Maureen asintió.
—Por lo que tengo entendido. Murió cuando yo era pequeña. No me
acuerdo mucho de él.
—¿Sabe de dónde procede la palabra cajún? De arcadiano. Los
franceses que se establecieron en Luisiana fueron llamados arcadianos,
término que en el dialecto local se convirtió en acadiano y finalmente en
cajún. Dígame, ¿ha consultado alguna vez la palabra paschal en un
diccionario de la lengua inglesa?
Maureen le estaba mirando con curiosidad, pero cada vez con más
cautela.
—No, no puedo decir que lo haya hecho.
—Me sorprende que alguien tan entregado a la investigación sepa tan
poco sobre el apellido de su familia.
Maureen desvió la vista cuando habló de su pasado.
—Al morir mi padre, mi madre me llevó a vivir con su familia de
Irlanda. Después no volvió a ponerse en contacto con la familia de mi padre.
—De todos modos, uno de sus padres debió de tener una premonición
de su destino.
—¿Por qué dice eso?
—Su nombre, Maureen. ¿Sabe qué significa?
El viento cálido sopló de nuevo y alborotó el pelo rojo de Maureen.
—Por supuesto. En irlandés es «pequeña María». Peter siempre me
llama así.
Sinclair se encogió de hombros, como si hubiera dejado claro lo que
quería decir, y desvió la vista hacia el Languedoc. Maureen siguió su mirada
hacia una serie de enormes rocas esparcidas por la llanura cubierta de hierba.
A lo lejos se produjo un destello. Maureen forzó la vista, como si
hubiera distinguido algo en el campo.
De pronto, Sinclair pareció muy interesado por saber qué había visto
Maureen.
—¿Qué pasa?
—Nada. — Maureen negó con la cabeza—. Sólo… un destello del sol
en mis ojos.
Sinclair no estaba muy convencido.
—¿Está segura?
Ella vaciló un largo momento, mientras contemplaba el campo de
nuevo. Asintió, y después formuló la pregunta que la atormentaba.
—Tanto hablar sobre mi apellido familiar, pero ¿cuándo me enseñará la
carta de mi padre?
—Creo que, cuando acabe la noche, sabrá más de lo que piensa.

Maureen regresó a su lujosa habitación del castillo para bañarse y


vestirse para la cena. Cuando salió del cuarto de baño, reparó en algo que no
había visto antes. Sobre su cama había un libro grande de tapa dura (un
diccionario de inglés), abierto por la «P».
La palabra paschal estaba rodeada por un círculo rojo. Maureen leyó la
definición.
—«Paschal: cualquier representación simbólica de Cristo. El Cordero
Pascual es el símbolo de Cristo y de la Pascua».
… Muchos me han hablado de ese hombre que se llamaba Pablo.
Provocó un gran alboroto entre los elegidos, y algunos recorrieron la gran
distancia desde Roma, y también desde Éfeso, para consultarme sobre ese
hombre y sus palabras.
No soy yo quién para juzgar, ni tampoco puedo decir qué anidaba en su
alma, pues no le conocía en persona y no le había mirado a los ojos. Pero
puedo decir con certeza que este tal Pablo jamás conoció a Easa, y que me
sentí muy afligida cuando me enteré de que hablaba en su nombre y de sus
enseñanzas sobre la luz y la bondad, que constituyen el Camino.
Yo consideraba peligrosas muchas cosas de ese hombre. En el pasado
estuvo conchabado con los partidarios más fanáticos de Juan, todos ellos
hombres que despreciaban a Easa sobremanera. Se oponían a las
enseñanzas del Camino que Él nos había legado. Me han dicho que en otro
tiempo era conocido como Saulo de Tarso, y que perseguía a los elegidos.
Estuvo presente cuando un joven seguidor de Easa, un hermoso joven
llamado Esteban, con un corazón henchido de amor, fue lapidado. Algunos
dicen que este tal Saulo alentó la lapidación de Esteban. Fue el primer
hombre que murió después de Easa por su fe en el Camino. Pero no sería el
último, ni mucho menos. Por culpa de hombres como Saulo de Tarso.
Había que tener mucho cuidado.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
9

Château des Pommes Bleues


23 de junio de 2005

EL COMEDOR QUE SINCLAIR había elegido para aquella noche era el de las
ocasiones íntimas, menos formal que el cavernoso salón principal del
castillo. La sala estaba adornada con excelentes réplicas de los más famosos
cuadros de Botticelli. Ambas versiones de las obras maestras conocidas
como las Lamentaciones cubrían casi toda una pared, mostrando a Jesús
crucificado en la posición de la Pietà sobre el regazo de su madre. En la
primera versión, una llorosa María Magdalena acuna su cabeza. En la
segunda, sujeta sus pies. Tres pinturas de la Madonna del maestro del
Renacimiento, Madonna de la granada, Madonna del libro y la Madonna
del Magnificat, colgaban enmarcadas en costosos marcos dorados en las
otras dos paredes.
Maureen y Peter sólo desviaron su atención de las obras de arte cuando
vieron que un banquete tradicional del Languedoc les aguardaba. Soperas
burbujeantes de cassoulet, el sabroso guiso de judías blancas con compota de
pato y salchichas, llegaron a la mesa transportadas por criadas, mientras
dejaban cestas con pan crujiente sobre la mesa. Botellas de vino tinto de
Courbières esperaban a ser descorchadas.
—Bienvenidos a la sala de Botticelli —anunció Sinclair cuando entró
—. Tengo entendido que, en fechas recientes, se les ha despertado cierta
simpatía por nuestro Sandro.
Maureen y Peter le miraron.
—¿Nos ha hecho seguir? — preguntó Peter.
—Por supuesto —replicó Sinclair, como si fuera la cosa más natural del
mundo—. Y estoy contento de haberlo hecho, porque me impresionó
sobremanera que acabaran en los frescos de la boda. Nuestro Sandro estaba
dedicado en cuerpo y alma a María Magdalena, lo cual resulta evidente en
sus obras más famosas. Como ésta.
Sinclair señaló una réplica de El nacimiento de Venus, el cuadro ahora
mítico que plasma a la diosa desnuda surgiendo de una venera sobre las olas.
—Representa la llegada de María Magdalena a las costas de Francia.
Toma la apariencia de la diosa del amor, frecuente en la pintura del
Renacimiento, y tiene una marcada relación con el planeta Venus.
—He visto ese cuadro cien veces, como mínimo —comentó Maureen
—. No tenía ni idea de que era María Magdalena.
—Casi nadie lo sabe. Nuestro Sandro era un miembro fundamental de
una organización de la Toscana dedicada a preservar su nombre y Su
recuerdo, la Fraternidad de María Magdalena. ¿Comprendió el significado
de los frescos que vio en el Louvre?
Maureen vaciló.
—No estoy segura.
—Inténtelo.
—Primero pensé en astrología, o al menos en astronomía. El escorpión
representaba la constelación de Escorpio, y el arco representaba a Sagitario.
—Bravo. Creo que está en lo cierto. ¿Ha oído hablar del Zodíaco del
Languedoc?
—No, pero sí del Zodíaco de Glastonbury, en Inglaterra. ¿Se parecen?
—Sí. Si superpone un plano de las constelaciones sobre esta región,
descubrirá que diferentes ciudades corresponden a ciertas constelaciones. Lo
mismo puede decirse de Glastonbury.
—Lo siento —dijo Peter, confuso—, pero no le sigo.
Maureen le informó.
—Era algo habitual para los antiguos, empezando por los egipcios. Los
lugares sagrados de la tierra se han construido de manera que reproduzcan el
cielo. Por ejemplo, las pirámides de Gizeh reproducen la constelación de
Orión. Ciudades enteras se planificaron de forma que reprodujeran
configuraciones estelares. Cumplían la filosofía alquímica de «Lo que está
arriba es igual que lo que está abajo».
—El fresco de la boda es un plano —explicó Sinclair—. Sandro nos
estaba indicando adónde debíamos mirar.
—Espere un momento. ¿Está diciendo que uno de los pintores más
grandes de la historia participaba en esta teoría conspiratoria de María
Magdalena?
—De hecho, padre Healy, estoy diciendo que muchos de los grandes
pintores de la historia participaban en ello. Hemos de dar gracias a María
Magdalena por muchas cosas, incluyendo un legado de tesoros artísticos de
grandes maestros.
—¿Como Leonardo da Vinci? — preguntó Maureen.
El rostro de Sinclair se ensombreció tan repentinamente que Maureen
se quedó sorprendida.
—¡No! Leonardo no está incluido en esa lista por buenos motivos.
—Pero pintó a María Magdalena en su fresco de la Ultima Cena. Y se
especula con que era el cabecilla de una sociedad secreta que la reverenciaba
a ella y a la feminidad divina.
Leonardo era el único artista con el que Maureen se había topado una y
otra vez durante su investigación sobre María Magdalena. Se sentía
sorprendida y confusa por el aparente desagrado que mostraba Sinclair por el
tema.
Sinclair tomó un sorbo de vino y dejó la copa sobre la mesa con mucha
lentitud.
—Querida mía, no arruinaremos esta velada hablando de ese hombre o
de su obra. No encontrará referencias a Leonardo da Vinci en mi casa, ni en
ninguna casa de esta región. De momento, esa explicación bastará. — Sonrió
para animar un poco la atmósfera—. Además, tenemos muchos grandes
artistas donde elegir, como nuestro Sandro, Poussin, Ribera, El Greco,
Moreau, Cocteau, Dalí…
—Pero ¿por qué? — preguntó Peter—. ¿Por qué todos estos artistas
tienen que ver con lo que es, en esencia, una herejía?
—Herejía según se mire. Pero para contestar a su pregunta, estos
grandes artistas pintaban para clientes acaudalados que los apoyaban, y la
mayoría de estos nobles clientes estaban relacionados con el sagrado linaje y
eran descendientes de María Magdalena. Piense en esos frescos de Botticelli,
por ejemplo. El novio, Lorenzo Tornabuoni, era de una rama de ese linaje.
Su novia, Giovanna Albizzi, era de una estirpe noble todavía más elevada.
Observará en el fresco que lleva una capa roja que simboliza su relación con
el linaje de María Magdalena. Fue una boda muy importante, porque unió a
dos dinastías muy poderosas.
Maureen y Peter guardaban silencio, a la espera de obtener más detalles
de Sinclair.
—Incluso hay quien cree que todos estos artistas eran también de dicho
linaje, y que su gran talento procedía de genes divinos. Esto es muy posible,
probable en el caso de Sandro. Además, estamos seguros de que eso es cierto
en el caso de varios maestros franceses, como Gorges de la Tour, que
pintaron a su musa y antepasada una y otra vez.
Maureen se entusiasmó cuando reconoció esta referencia.
—Vi un cuadro de De la Tour en el curso de mi investigación. La
Magdalena Penitente, en Los Ángeles.
El uso de la luz y la sombra en la hermosa pintura la había conmovido.
María Magdalena, con la mano posada sobre la calavera de la penitencia,
contempla la luz parpadeante de una vela que se refleja en un espejo.
—Vio una de las Magdalenas Penitentes —aclaró Sinclair—. Pintó
muchas con sutiles variaciones. Varias se han perdido. Una fue robada de un
museo en tiempos de mi abuelo.
—¿Cómo sabe que Georges de la Tour estaba relacionado con el linaje?
—Su nombre es la primera pista. De la Tour significa «de la torre». Es
un juego de palabras, en realidad. El nombre Magdalena proviene de migdal,
que significa «torre». Literalmente, es «María del lugar de la torre». Como
ya sabe, algunos afirman que Magdalena es un título, significando que María
era la torre, o la líder de su tribu.
»Cuando los cátaros fueron perseguidos, los supervivientes se vieron
obligados a cambiar de nombre para proteger su identidad, pues los nombres
cátaros se reconocían enseguida. Ocultaron su herencia a plena vista,
utilizando apellidos como De la Tour» o… —hizo una pausa para crear un
efecto dramático— De Paschal.
El asombro de Maureen fue mayúsculo.
—¿De Paschal?
—Por supuesto. El apellido De Paschal se utilizó para ocultar a una de
las familias cátaras más nobles. Se ocultaron a plena vista. Se hicieron
llamar De Paschal en francés y Di Pasquale en italiano. Hijos del Cordero
Pascual.
»Además —continuó Sinclair—, sé que Georges de la Tour era del
linaje, porque era el Gran Maestre de una organización dedicada a conservar
las tradiciones del cristianismo puro, tal como lo trajo a Europa María
Magdalena.
Esta vez fue Peter quien preguntó.
—¿Qué organización era ésa?
Sinclair indicó con un ademán que pasearan la vista a su alrededor.
—La Sociedad de las Manzanas Azules. Están cenando en la sede
oficial de una organización que ha existido en esta tierra desde hace más de
mil años.

Sinclair se había negado a continuar hablando de la sociedad, y se


apartó del tema con la habilidad de un manipulador nato. Pasaron el resto de
la cena comentando su visita a Rennes-le-Château y averiguando más datos
sobre el enigmático cura Bérenger Saunière. Sinclair estaba muy orgulloso
de su patronímico.
—El cura bautizó a mi abuelo en esa iglesia —explicó—. No me
extraña que Alistair se dedicara en cuerpo y alma a esta tierra.
—Es evidente que le contagió esa dedicación a usted —observó
Maureen.
—Sí. Cuando me dio el nombre de Bérenger Saunière, mi abuelo me
bendijo de una manera muy especial. Mi padre se opuso, pero Alistair era un
hombre de una voluntad de hierro, y nadie se le oponía mucho tiempo, y
mucho menos mi padre.
Sinclair no quiso dar más explicaciones, y Maureen y Peter no
insistieron en un tema que, sin duda, era muy personal y sensible.
Una vez terminada la cena, Sinclair salió del comedor, seguido de
Maureen y Peter.
—Vengan, quiero volver al tema de Sandro y a su maravilloso
descubrimiento del Louvre. Por aquí.
Les condujo hasta una enorme sala, incongruentemente moderna, que
albergaba un equipo de cine casero de alta tecnología y varios ordenadores.
Roland los esperaba junto a un monitor, y los saludó con un bonsoir cuando
entraron. El criado pulsó varias teclas en un teclado, y después se inclinó
para apretar el botón de una consola. Una pantalla descendió en la pared del
fondo.
Apareció en ella un plano de la zona, y Sinclair señaló varios puntos de
interés.
—Observarán pueblos conocidos: Rennes-le-Château está allí, y aquí
estamos nosotros, en Arques. La tumba de Poussin que vieron ayer se
encuentra aquí.
—¿Se halla en su propiedad? — preguntó Maureen.
Sinclair asintió.
—Estamos seguros de que uno de los tesoros más preciados de la
historia de la humanidad está localizado en estas tierras.
Indicó a Roland con un gesto que dejara descender un mapa
cuadriculado de constelaciones sobre el plano de la zona. Las constelaciones
llevaban su nombre, y Escorpio estaba situado justo encima de la población
de Rennes-le-Château. Arques se encontraba entre Escorpio y Sagitario.
—Sandro nos dibujó un plano. Ése fue su verdadero regalo de bodas a
la noble pareja. De hecho, lo que creó era tan peligrosamente preciso que
tuvo que ser destruido de inmediato. Los frescos estaban en unas paredes de
la casa de los Tornabuoni, de modo que no pudieron derribarlos. Se limitaron
a encalar las pinturas. Permanecieron ocultos hasta finales del siglo
dieciocho, cuando fueron descubiertos por accidente.
Entonces Maureen comprendió.
—Por eso vive usted aquí. En Arques. ¿Cree que el Evangelio de María
Magdalena está enterrado aquí?
—Estoy seguro. Ya ve que Sandro Botticelli también lo sabía. Mire el
fresco de nuevo. Roland, por favor.
Roland pulsó teclas y apareció el fresco del Louvre. Sinclair señaló los
elementos.
—Mire, la mujer del escorpión está aquí. Si nos movemos a la derecha,
hay una mujer a su lado que no sostiene ningún símbolo. Sentada sobre ellas
en un trono está la mujer del arco. Pero fíjese bien: esta mujer va vestida de
rojo, las prendas de María Magdalena, y hace la señal de la bendición sobre
la cabeza de la mujer que se encuentra entre ella y la mujer del escorpión. Es
la «X» que indica el punto en el plano, entre Escorpio y Sagitario.
»Sandro conocía el emplazamiento del tesoro, y Poussin también.
Tuvieron la amabilidad de dejarnos unas pistas para poder hallarlo.
Para Peter, todo aquel galimatías carecía de sentido.
—Pero ¿por qué esos artistas hicieron planos, que luego se exhibieron
en público, con el fin de revelar el emplazamiento de un tesoro tan preciado?
—Porque hay que ganarse este tesoro. No puede ser descubierto por
cualquiera. Es posible que estemos pisando cada día de nuestras vidas el
mismísimo lugar donde María Magdalena enterró su tesoro, pero no lo
veremos a menos que ella decida enseñárnoslo. Fue oculto mediante un
procedimiento alquímico, una cerradura que sólo puede abrir la pertinente…
energía, podríamos decir. La leyenda dice que el tesoro se revelará en su
debido momento, cuando alguien elegido por María Magdalena venga a
reclamarlo. Tanto Sandro como Poussin confiaban en que fuera descubierto
durante su vida, y trataron de colaborar en el proceso.
»En el caso de Botticelli, se cree que Giovanna Albizzi poseía la
capacidad de encontrar el tesoro. Por lo que se dice de ella, era una mujer
virtuosa y espiritual, así como inteligente y culta. En el retrato que le hizo
Ghirlandaio, incluyó un epigrama que rezaba: «¡Ojalá pudiera el arte
reproducir el carácter y el espíritu! En toda la tierra no se encontraría un
cuadro más hermoso».
»Por desgracia, no pudo ser. La pobre y encantadora Giovanna murió al
dar a luz, justo dos años después de los esponsales.
Maureen estaba absorbiendo toda la información, intentando combinar
la historia italiana con lo que había visto antes en Rennes-le-Château. Se le
ocurrió una idea.
—¿Cree que Saunière pudo encontrar el Evangelio de María
Magdalena? ¿Por eso se hizo tan rico?
—No. De ninguna manera. — Sinclair fue contundente en este punto—.
Saunière lo buscaba, de todos modos. La gente de los alrededores dice que
cada día iba a caminar kilómetros por la zona, examinando rocas, cavernas,
en busca de pistas.
—¿Cómo está tan seguro de que no lo encontró? — preguntó Peter.
—Porque si lo hubiera encontrado, mi familia se habría enterado.
Además, sólo puede encontrarlo una mujer, una mujer del linaje que haya
sido elegida por la propia Magdalena.
Peter ya no pudo ocultar sus sospechas.
—Y usted cree que Maureen es la elegida.
Sinclair calló un momento para reflexionar, y después contestó con su
habitual sinceridad.
—Admiro su franqueza, padre. Y para responder de la misma forma…
Sí, creo que Maureen es la elegida. Nadie lo ha logrado, y miles lo han
intentado. Sabemos que el tesoro está aquí, pero hasta los más intrépidos han
fracasado en sus intentos de descubrirlo. Yo incluido.
Cuando se volvió hacia Maureen, su expresión y tono se suavizaron.
—Querida mía, espero que no se haya asustado. Sé que todo debe
parecerle extraño, incluso espeluznante. Sólo le pido que me escuche. Nunca
se le pedirá que haga nada en contra de su voluntad. Su presencia aquí es
voluntaria por completo, y espero que elija quedarse.
Maureen asintió, pero no dijo nada. No sabía qué decir, cómo
reaccionar ante aquella revelación. Ni siquiera estaba segura de qué sentía al
respecto. ¿Era un honor? ¿Un privilegio? ¿O se trataba de algo aterrador?
Quizá no era más que un peón en manos de un excéntrico y su secta. Parecía
imposible que todo esto fuera, no sólo cierto, sino que estuviera relacionado
con ella. Pero había algo en el comportamiento de Sinclair que se le antojaba
sincero. Pese a sus opiniones radicales y excentricidades, Maureen no le
consideraba un loco.
—Continúe—respondió por fin.
Peter pidió más detalles.
—¿Por qué cree que Maureen es la elegida?
Sinclair cabeceó en dirección a Roland.
—Primavera, por favor.
Roland pulsó más teclas, hasta que apareció en la pantalla la obra
maestra de Botticelli, la Primavera, en todos sus gloriosos colores.
—Más de Sandro, nuestro muchacho. Lo conoce, por supuesto.
—Sí.
La respuesta de Maureen fue apenas audible. No estaba segura de lo
que estaba pasando, pero sentía un nudo en el estómago.
—Por supuesto —contestó Peter—. Uno de los cuadros más famosos
del mundo.
—La alegoría de la primavera. Poca gente conoce la verdad que se
oculta tras esta pintura, pero Sandro, una vez más, rinde tributo a Nuestra
Señora. La figura central es María Magdalena embarazada. Observe la capa
roja. ¿Sabe por qué nuestra María representa a la primavera?
Peter estaba intentando seguir los razonamientos de Sinclair.
—¿Por la Pascua?
—Porque la primera Pascua cayó en el equinoccio de primavera. Cristo
fue crucificado el veinte de marzo, y resucitó el veintidós de marzo. Una
leyenda esotérica de la región indica que Magdalena nació también el
veintidós de marzo. El primer rango del primer signo del Zodíaco, Aries, el
carnero. Es la fecha de nuevos inicios y de la resurrección, y cuenta con la
bendición adicional del número maestro espiritual veintidós, el número de la
feminidad divina. Veintidós de marzo. ¿Significa eso algo para usted,
Maureen, querida mía?
Peter ya había deducido la relación y se volvió para ver cómo
reaccionaba Maureen ante esta revelación. Se quedó sin habla durante un
largo momento. Cuando contestó, lo hizo en un susurro, con voz ronca.
—Es el día de mi cumpleaños.
Sinclair se volvió hacia Peter.
—Nacida el día de la resurrección, nacida del linaje de la Pastora.
Nacida bajo el signo del carnero el primer día de la primavera y la
resurrección.
Pronunció la sentencia definitiva.
—Querida mía, usted es el Cordero Pascual.

Maureen se había excusado al instante y había salido de la sala, pues


necesitaba tiempo para pensar y asimilar toda la información y las
deducciones de Sinclair. Se acostó en la cama y cerró los ojos.
La llamada a la puerta era inevitable, pero llegó antes de lo que
esperaba. Por suerte, oyó la voz de Peter al otro lado de la puerta.
—Soy yo. ¿Puedo entrar?
Maureen se levantó de la cama y atravesó la habitación para abrir la
puerta.
—¿Cómo estás?
—Agobiada. Entra.
Le indicó con un ademán que se sentara en una de las butacas de cuero
rojo que flanqueaban la chimenea. Peter negó con la cabeza. Estaba
demasiado tenso para sentarse.
—Escucha, Maureen. Quiero que te vayas de aquí antes de que la
situación se haga más extraña.
Ella suspiró y se sentó.
—Pero si estoy empezando a obtener las respuestas que había venido a
buscar. Que vinimos a buscar.
—No puedo decir que me interesen mucho las respuestas de Sinclair.
Creo que corres un gran peligro.
—¿Por Sinclair?
—Sí.
Maureen le dirigió una mirada de exasperación.
—Oh, por favor. ¿Cómo quieres que me haga daño, si me considera la
respuesta a su búsqueda de toda la vida?
—Porque su búsqueda es una fantasía, envuelta en siglos de
supersticiones y leyendas. Esto es muy peligroso, Maureen. Estamos
hablando de sectas religiosas. Fanáticos. Lo que me preocupa es qué te hará
cuando se dé cuenta de que no eres su salvadora.
Maureen guardó silencio un momento. Formuló su siguiente pregunta
con sorprendente calma.
—¿Cómo sabes que no lo soy?
Peter se quedó anonadado por la pregunta.
—¿Te has creído todo ese cuento?
—¿Puedes explicar todas las coincidencias, Pete? ¿Las voces, las
visiones? Porque, aparte de las explicaciones de Sinclair, yo no puedo.
El tono de Peter fue firme, como si estuviera hablando con un niño.
—Nos iremos por la mañana. Encontraremos un vuelo a París desde
Toulouse. Incluso podemos volar de Carcasona a Londres…
Maureen se mostró inflexible.
—Yo no me voy, Pete. No iré a ninguna parte hasta que encuentre las
respuestas que he venido a buscar.
Peter estaba perdiendo los estribos.
—Maureen, juré a tu madre antes de morir que siempre cuidaría de ti,
que no permitiría que te pasara lo mismo que a tu padre…
Peter calló, pero no antes de infligir el daño.
Ella experimentó la sensación de haber recibido una bofetada. Su primo
dio marcha atrás enseguida.
—Lo siento, Maureen. Yo…
Ella le interrumpió.
—Mi padre. Gracias por recordarme otro motivo por el que debo seguir
aquí. Para descubrir lo que sabe Sinclair acerca de mi padre. Me pasé casi
toda la vida intrigada por él, porque mi madre sólo me decía que era un loco
suicida. Supongo que a ti también te dijo lo mismo. Pero gracias a mis
recuerdos de él, aunque son muy borrosos, sé que no es verdad. Si alguien
puede ofrecerme una imagen más completa de él, haré lo que sea con tal de
obtenerla. Se lo debo. Y a mí también.
Peter empezó a decir algo, pero desistió. Se dispuso a salir de la
habitación, atormentado. Maureen le miró un momento, se ablandó y le
llamó.
—Intenta ser paciente conmigo, por favor. He de entender esto. ¿Cómo
sabremos que las visiones significan algo si no seguimos hasta el final? ¿Y si
fuera verdad tan sólo una ínfima parte de lo que Sinclair ha dicho esta
noche? Tengo que saber la respuesta, Pete. Si me voy ahora, me arrepentiré
hasta el día de mi muerte, y no quiero vivir así. He estado huyendo toda mi
vida, huyendo de todo. De niña, huí de Luisiana, tan lejos y tan deprisa que
ni siquiera me acuerdo. Después de la muerte de mi madre, huí de Irlanda y
regresé a Estados Unidos, huí a una ciudad en la que no había recuerdos, a
un lugar en que todo el mundo se convierte en alguien diferente de como era
al nacer. Los Ángeles es una ciudad donde todo el mundo es como yo, todo
el mundo huye de lo que era antes. Pero yo ya no quiero ser así. Cruzó la
habitación y se plantó ante él.
—Ahora, por primera vez en mi vida, tengo la sensación de que huyo
hacia algo. Sí, es aterrador, pero sé que no puedo detenerme. Y no me
gustaría afrontar esto sin ti, pero puedo hacerlo y lo haré si prefieres
marcharte por la mañana.
Peter escuchó con atención durante todo su arrebato. Cuando terminó,
asintió y dio media vuelta para marcharse. Se detuvo con la mano en la
puerta un momento y se volvió hacia ella.
—No me iré, pero procura que no me arrepienta el resto de mis días. O
de los tuyos.

Peter volvió a su dormitorio y pasó rezando toda la noche. Se descubrió


meditando largo y tendido sobre las enseñanzas de Ignacio de Loyola, el
fundador de la orden de los jesuitas. Un párrafo en particular, escrito por el
santo en 1556, le obsesionaba:

Así como el demonio demuestra una gran habilidad para


arrastrar a los hombres a la perdición, igual aptitud sería
necesaria para salvarlos. El demonio estudió la naturaleza de
cada hombre, estudió las características de su alma, se adaptó a
ellos y se insinuó poco a poco en la confianza de su víctima,
sugiriendo esplendores a los ambiciosos, ganancias a los
codiciosos, placer a los lujuriosos y una falsa apariencia de
piedad a los piadosos. Un conquistador de almas debería actuar
del mismo modo cauteloso y hábil.

El sueño le esquivaba, mientras las palabras del fundador de su orden


recorrían su corazón tanto como su mente.

Roma
23 de junio de 2005

EL OBISPO MAGNUS O’CONNOR se secó una gota de sudor de la frente. La


cámara del Consejo del Vaticano tenía aire acondicionado, pero eso no le
ayudaba en aquel momento. Estaba sentado en el centro de una gran mesa
ovalada, rodeado de autoridades de la Iglesia. Las carpetas rojas que había
entregado el día anterior estaban en las manos del vehemente y aterrador
cardenal DeCaro, que hacía las veces de interrogador.
—¿Cómo sabe que estas fotografías son auténticas?
El cardenal dejó las carpetas sobre la mesa, pero no las abrió para
revelar su contenido a los demás.
—Estaba presente cuando fueron tomadas. — Magnus se estaba
esforzando por dominar el tartamudeo que le aquejaba en momentos de
tensión—. El sacerdote de la parroquia del sujeto me habló de él.
El cardenal DeCaro extrajo una serie de fotografías de 20 x 25
centímetros de la carpeta. Eran en blanco y negro, y habían amarilleado con
el tiempo, pero eso no disminuyó el impacto de las imágenes cuando pasaron
alrededor de la mesa.
La primera en circular, etiquetada Prueba I, era una fotografía
horripilante de los brazos de un hombre. Colocados uno al lado del otro, con
las palmas hacia arriba, exhibían heridas sanguinolentas en las muñecas.
La Prueba II mostraba los pies del hombre, ambos con idénticas heridas
sangrantes.
En la tercera foto, Prueba III, se veía a un hombre sin camisa. Un corte
mellado y sanguinolento corría bajo la caja torácica, en el costado derecho.
El cardenal esperó a que las impresionantes fotografías acabaran de
circular, para luego devolverlas a las carpetas y dirigirse a los miembros del
Consejo. La expresión de los rostros congregados alrededor de la mesa era
muy seria, y comprendió que todos sospechaban lo mismo.
—Estamos viendo estigmas auténticos. Aparecen los cinco puntos,
incluso los de las muñecas.

Château des Pommes Bleues


24 de junio de 2005

SINCLAIR NO SE DEJÓ VER a la mañana siguiente. Roland recibió a Peter y


Maureen, y los acompañó al comedor donde se servía el desayuno. Peter no
estaba seguro de si las extraordinarias atenciones que estaban recibiendo
eran una muestra de impecable hospitalidad o algo más cercano al arresto
domiciliario. Estaba claro que Sinclair no quería que Maureen y él
deambularan por su cuenta.
—Monsieur Sinclair me ha asegurado que tendrán a su disposición
excelentes disfraces para el baile de esta noche. Está ocupado con los
preparativos finales de la fête, pero ha puesto al chófer a su disposición por
si quieren dar una vuelta por la zona. Pensó que tal vez les gustaría ver los
castillos cátaros de la región. Para mí sería un honor servirles de guía.
Aceptaron la oferta, y el gigantesco Roland les enseñó la zona, un
recorrido que aderezó con excelentes comentarios. Los condujo a las ruinas
de las poderosas fortalezas cátaras, explicó que, en tiempos pretéritos, los
ricos condes de Toulouse habían rivalizado en poder y privilegios con los
reyes de Francia. Todos los nobles de Toulouse eran de ascendencia cátara, o
al menos simpatizaban con sus ideales. Era uno de los motivos de las crueles
cruzadas contra los Puros, bien recibidas por el rey francés. De tal manera,
pudo confiscar lo que había pertenecido a Toulouse, amplió sus posesiones
francesas y aumentó sus ingresos, al tiempo que disminuía la influencia de
sus rivales.
Roland hablaba con orgullo de su país natal y de su dialecto nativo,
llamado oc, que daba nombre a la región. La lengua de oc llegó a ser
conocida como el Languedoc en Francia. Cuando Peter llamó francés a
Roland en un momento de la conversación, el criado afirmó al instante que
él no era francés. Era occitano.
Roland narró con todo lujo de detalles las atrocidades que habían
asolado su tierra y a su pueblo durante el siglo XIII. Habló con
apasionamiento.
—Muchos extranjeros ni siquiera están enterados de la existencia de los
cátaros, y si han oído hablar de ellos, creen que se trataba de una secta
pequeña carente de importancia atrincherada en estas montañas. La gente no
se da cuenta de que los cátaros eran la raza y la cultura dominantes de una
zona de Europa extensa y próspera. Lo que sucedió aquí sólo puede ser
calificado de genocidio. Cerca de un millón de personas fueron asesinadas
por las fuerzas papales.
Miró a Peter con cierta compasión.
—No siento rencor contra los sacerdotes actuales por los pecados de la
Iglesia medieval, padre Healy. Usted es sacerdote porque Dios le ha llamado,
cualquiera puede darse cuenta de ello.
Roland les guió en silencio a continuación, mientras Maureen y Peter
contemplaban maravillados los enormes castillos construidos sobre mellados
picos montañosos, casi mil años antes. Estas fortalezas eran prácticamente
inexpugnables debido a su emplazamiento montañoso, pero también
incomprensibles desde el punto de vista arquitectónico. Estaban intrigados
por los recursos que debía poseer una cultura capaz de construir
fortificaciones tan enormes, en un paisaje despiadado e inhóspito, sin las
ventajas de la tecnología moderna.
Después de comer en el pueblo de Limoux, Maureen se sintió lo
bastante a gusto en la compañía de Roland para interrogarle acerca de su
relación con Sinclair. Se encontraban en un café que dominaba el río Aude,
que daba nombre a toda la región. El enorme criado había resultado ser una
persona simpática y afable, incluso dotada de sentido del humor,
traicionando así su apariencia intimidante.
—Me crie en el Château des Pommes Bleues, mademoiselle —explicité
—. Mi madre murió cuando yo era un bebé. Mi padre trabajaba al servicio
de monsieur Alistair y de monsieur Bérenger, y vivíamos en la propiedad.
Cuando mi padre murió, insistí en ocupar su puesto en el castillo. Era mi
hogar, y los Sinclair son mi familia.
La imponente estatura de Roland parecía disminuir cuando hablaba de
la pérdida de sus padres y su lealtad a la familia Sinclair.
—Debió de ser muy duro para usted perder a sus padres —dijo
Maureen.
Roland se puso muy rígido.
—Sí, mademoiselle Paschal. Como ya he dicho, mi madre murió
cuando yo era un bebé, de una enfermedad incurable. He aceptado que eso
era la voluntad de Dios. Pero la muerte de mi padre es otro asunto… Mi
padre fue asesinado de una manera absurda, hace pocos años.
Maureen lanzó una exclamación ahogada.
—Dios mío. Lo siento muchísimo, Roland.
No quería forzarle a revelar más detalles. No obstante, Peter sintió que
su necesidad de saber era superior a su inclinación normal hacia la
discreción, de modo que formuló la pregunta.
—¿Qué ocurrió?
Roland se levantó de la mesa para indicar el final de la comida y de la
conversación.
—Existen amargas rivalidades en nuestra tierra, padre Healy. Se
remontan a mucho tiempo atrás, y nadie sabe el motivo. Este lugar… Lo
baña la luz más hermosa. Pero esa luz atrae en ocasiones a la oscuridad más
terrible. Combatimos la oscuridad como mejor podemos, pero al igual que
nuestros antepasados, no siempre vencemos.
»No obstante, una cosa es cierta. Aquí no ha triunfado ningún intento
de genocidio. Todavía somos cátaros, siempre hemos sido cátaros, y siempre
lo seremos. Puede que practiquemos nuestra fe con discreción y en privado,
pero es algo tan importante en nuestras vidas como siempre lo ha sido. No
deje que los libros de historia o divulgación le convenzan de lo contrario.

Cuando Maureen regresó al castillo aquella tarde, una de las camareras


la estaba esperando en su dormitorio.
—La peluquera no tardará en venir, mademoiselle. Su disfraz ya ha
llegado. Si puedo hacer algo por usted…
—Non, merci.
Maureen dio las gracias a la camarera y cerró la puerta. Quería
descansar antes de la fiesta. Había sido un día estupendo, y había disfrutado
de algunos de los paisajes más extraordinarios que había visto en su vida.
Pero también estaba agotada, y se sentía algo más que inquieta por las
enigmáticas revelaciones de Roland acerca del asesinato de su padre.
Vio una bolsa de ropa de gran tamaño tirada sobre la cama. Supuso que
era el disfraz para el baile, bajó la cremallera de la bolsa de plástico y sacó el
vestido. Tardó un momento en darse cuenta de lo que era, y después lanzó
una exclamación ahogada.
Comparó el vestido con el del cuadro de Ribera y vio que era idéntico
al voluminoso modelo con falda púrpura que llevaba María Magdalena en la
versión del artista español.

A Peter no le entusiasmaba la idea de disfrazarse. Para empezar, no


había entrado en sus planes asistir al baile, pues creía que sería impropio de
él. No obstante, debido a la cadena de intrigas de Sinclair (y a la forma en
que reaccionaba Maureen a ellas), estaba decidido a no perderla de vista.
Esto significaba ponerse la recargada túnica y las mallas del siglo XIII que le
habían asignado.
—Tonterías —masculló mientras extraía el disfraz de su envoltorio y se
preguntaba por dónde debía ponérselo.

Peter llamó a la puerta de Maureen y se ajustó el disfraz con


movimientos desmañados, mientras esperaba en el pasillo. No se pondría el
sombrero. Era pesado, y se le acomodaba sobre la cabeza en un ángulo
incómodo, al tiempo que le recordaba sin cesar su ridícula apariencia.
La puerta se abrió, y una transformada Maureen le recibió. El vestido
de Ribera le sentaba como hecho a medida: el corpiño de encaje con los
hombros al descubierto daba paso a un mar de tafetán del púrpura más
intenso. Habían peinado el largo pelo rojo de Maureen de tal forma que
parecía más abundante y con más volumen, y caía alrededor de sus hombros
como una cortina lustrosa. Pero lo que más impresionó a Peter fue el nuevo
y sorprendente aire de serenidad y confianza que proyectaba. Era como si
hubiera asumido un papel que le sentaba a la perfección.
—¿Qué opinas? ¿No crees que es demasiado…?
—Desde luego. Pero pareces… una visión.
—Interesante elección de palabra. ¿Ha sido a propósito?
Peter guiñó un ojo y asintió, feliz de que volvieran a bromear y de que
su relación no se hubiera visto afectada demasiado por la discusión de la
noche anterior. La excursión por el extraordinario país de los cátaros les
había sentado bien a los dos.
La acompañó por los sinuosos pasillos del castillo, en dirección a la
sala de baile, que se hallaba en un ala alejada. Maureen rio cuando Peter se
quejó de su disfraz.
—Te da un aspecto noble y gallardo —le aseguró.
—Me siento como un completo idiota —replicó su primo.

Carcasona
24 de junio de 2005

EN UNA VIEJA IGLESIA DE PIEDRA, situada a las afueras de la ciudad amurallada


de Carcasona, estaban teniendo lugar los preparativos para otro tipo de
celebración. Los miembros de la Cofradía de los Justos se habían reunido
con toda solemnidad. Más de doscientos hombres, ataviados con sus hábitos
oficiales, asistían a la ceremonia, con los pesados cordones rojos de su orden
ceñidos alrededor del cuello.
No había mujeres en el grupo. Ninguna hembra había profanado jamás
los salones o capillas privadas de la Cofradía. Placas grabadas con citas de
san Pablo sobre las mujeres se exhibían en cada sede de la Cofradía. La
primera era un versículo de la Primera Epístola a los Corintios:

Las mujeres en las iglesias callen, pues no les es permitido


hablar; antes muestren sujeción, como también la ley lo dice. Que
si algo desean aprender, pregunten en casa a sus propios maridos,
porque es indecoroso a la mujer hablar en la iglesia.

La segunda era de la Primera Epístola a Timoteo:

A la mujer no le consiento enseñar ni arrogarse autoridad


sobre el varón, sino que ha de estarse tranquila en casa.

No obstante, pese a que la Cofradía veneraba estas palabras de Pablo,


éste no era su Mesías.
Las reliquias de su maestro ancestral se exhibían encima de
almohadones de terciopelo sobre el altar: la calavera brillaba a la luz de las
velas, y una falange de su dedo índice derecho había sido sacada del relicario
para su exhibición anual. Tras la ceremonia oficial y la presentación por
parte del Maestro de la Cofradía, cada miembro recibiría permiso para tocar
las reliquias. Era un privilegio que, por lo general, se reservaba sólo para el
Consejo de la Cofradía después del juramento de sangre de defender las
enseñanzas de la justicia. Pero la fiesta anual era un peregrinaje al que
asistían miembros de la Cofradía de todo el mundo, y esa noche se concedía
a todos ellos el honor de tocar las reliquias.
El líder subió al púlpito para empezar su discurso de introducción. El
aristocrático acento inglés de John Simon Cromwell resonó en las antiguas
paredes de piedra de la iglesia.
—Hermanos, esta noche, no lejos de aquí, la semilla de la puta y el
sacerdote perverso se han reunido. Celebran su impureza hereditaria con
desenfreno. Pretenden profanar adrede esta noche sagrada para alardear de
su lascivia malvada y demostrarnos su fuerza.
»Pero no nos sentimos intimidados. Pronto nos vengaremos de ellos,
una venganza que ha esperado dos mil años para ver la plena luz de la
justicia. Abatimos a su pastor malvado entonces, y ahora abatiremos a sus
descendientes. Destruiremos a su Gran Maestre y a sus títeres. Eliminaremos
a la mujer a la que llaman su Pastora y nos ocuparemos de que esa reina de
las meretrices sea arrojada al infierno antes de que pueda propagar las
mentiras de la bruja de quien desciende.
»Lo haremos en el nombre del Primero, el Único y Verdadero Mesías,
porque me ha hablado y éste es su deseo. Lo haremos en nombre del
Maestro de Justicia y con las bendiciones del Señor Nuestro Dios.
Cromwell empezó el ceremonial de las reliquias. Tocó primero la
calavera, y después se demoró con reverencia en la falange del dedo. Dijo en
voz alta cuando lo hizo:
—Neca eos omnes.
Matadlos a todos.

… Los que me informaban acerca de Pablo decían que se pronunciaba


en contra del papel de las mujeres en el Camino. Es la prueba más
contundente de que un hombre semejante no puede haber conocido la
verdad de las enseñanzas de Easa ni la esencia del propio Easa. El gran
respeto de Easa por las mujeres es bien conocido por los elegidos, y yo he
servido de prueba de ello.
Nadie puede cambiar eso, salvo que me borren de la historia por
completo.
Me han dicho además que este tal Pablo reverenciaba la forma en que
había muerto Easa, más que las palabras pronunciadas por él. Esto me
entristece, porque revela una enorme falta de entendimiento.
Este Pablo fue apresado por Nerón durante un largo período de
tiempo. Me han dicho que escribió muchas cartas a sus discípulos,
propagando enseñanzas que, afirmaba, eran de Easa. Pero los que vinieron
a verme decían que él no era quien para hablar del Camino, que sus
enseñanzas eran falsas y ajenas a nuestra doctrina.
Lloro por cada hombre que ha sido torturado y asesinado en el oscuro
reino de ese monstruo llamado Nerón. Al mismo tiempo, siento miedo. Temo
que este hombre, Pablo, sea considerado un gran mártir de la Fe, y que
muchos confundan sus falsas enseñanzas con las de Easa.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
10

Le Château des Pommes Bleues


24 de junio de 2005

MAUREEN Y PETER SIGUIERON EL CÁNTICO melódico de los madrigales


mientras recorrían los pasillos. Al acercarse a la entrada de la sala de baile,
tuvieron un primer atisbo de la suntuosa y barroca fiesta de Sinclair.
Maureen experimentó la sensación de que había viajado en el tiempo.
Habían adornado con colgaduras de terciopelo la cavernosa sala de baile, y
con miles de flores y velas los pasillos. Criados con pelucas y disfraces se
movían con celeridad y eficacia por el recinto, ofrecían comida y bebida, y
limpiaban con discreción los desastres causados por los invitados más
bulliciosos.
Pero eran los propios invitados las piedras preciosas de aquel lujoso
joyero. Los disfraces eran recargados y extravagantes, trajes pertenecientes a
diversas épocas de la historia francesa y occitana, o disfraces que
representaban elementos de las tradiciones misteriosas. Una invitación a la
fiesta de Sinclair era codiciada por la élite de los adeptos al esoterismo de
todo el globo. Los gozosos elegidos dedicaban cantidades enormes de
tiempo y dinero a diseñar el atavío apropiado. Se celebraba un concurso para
elegir el disfraz más original, el más hermoso y el más humorístico. Sinclair
era el único juez y jurado, y los premios que entregaba valían con frecuencia
una pequeña fortuna, y lo más importante, ganar significaba un puesto en la
lista de invitados del año siguiente.
La música, las risas, el tintineo de las copas de cristal, todo enmudeció
cuando Maureen y Peter entraron en la sala.
Un hombre con librea hizo sonar una trompeta con una nota heráldica
cuando Roland avanzó, vestido con un sencillo hábito cátaro, para anunciar
su llegada. Maureen se llevó una sorpresa al ver a Roland vestido más como
un invitado que como un empleado, pero tuvo poco tiempo para pensar en
ello cuando la llamaron a escena.
—Es un privilegio anunciar a nuestros honorables invitados,
mademoiselle Maureen de Paschal y el padre Peter Healy.
Los congregados estaban inmóviles como maniquíes de cera,
contemplando a los recién llegados. Roland indicó al punto a la orquesta que
siguiera tocando para aliviar aquel momento de desconcierto. Extendió el
brazo para que Maureen lo tomara y la acompañó al interior de la sala. Los
invitados seguían boquiabiertos, pero de una forma menos descarada. Los
más duchos en situaciones semejantes disimulaban su sorpresa con fingido
desinterés.
—No se sienta cohibida, mademoiselle. Usted es un rostro nuevo, y un
nuevo misterio que hay que descubrir. Pero ahora —dijo de manera
intencionada— la aceptarán enseguida. No les queda otra elección.
Maureen no tuvo tiempo de pensar en las palabras de Roland, pues la
condujo hasta la pista de baile, mientras Peter se rezagaba para contemplar la
escena con creciente interés.

—¡Reenie!
El acento americano de Tamara Wisdom llamaba la atención en aquel
escenario europeo. Atravesó la sala de baile, donde Maureen había
terminado de bailar con Roland. Tammy tenía un aspecto muy exótico con
su disfraz de gitana. Su extraordinario pelo estaba teñido de negro como ala
de cuervo, y le colgaba hasta la cintura. Brazaletes de oro cubrían sus brazos.
Roland guiñó un ojo a Tamara (como si estuviera flirteando con ella,
observó Maureen), antes de hacer una reverencia a ésta y excusarse.
Maureen abrazó a Tammy, contenta de ver otra cara conocida en aquel
país cada vez más extraño.
—¡Estás guapísima! ¿De qué vas disfrazada?
Tammy giró sobre sus talones, y su pelo de color ébano flotó detrás de
ella.
—Sara la egipcia, también conocida como la Reina de los Gitanos. Era
la doncella de María Magdalena.
Tammy levantó la falda de tafetán rojo de Maureen con un dedo.
—No hace falta preguntarte quién eres. ¿Berry te lo ha dado?
—¿Berry?
Tammy rio.
—Así llaman sus amigos a Sinclair.
—No sabía que erais tan íntimos.
Maureen esperó que la decepción no se hubiera transparentado en su
voz.
Tammy no tuvo oportunidad de contestar. Una joven las interrumpió,
apenas una adolescente, vestida con una sencilla túnica cátara. La muchacha
llevaba un lirio de agua que entregó a Maureen.
—Marie de Negre —dijo, inclinó la cabeza y se alejó a toda prisa.
Maureen se volvió hacia Tammy en busca de una explicación.
—¿A qué se refería?
—A ti. Esta noche eres la comidilla de la fiesta. Sólo existe una regla en
esta soirée anual, y es que nadie tiene que ir vestido como Ella. Y entonces
apareces tú, el vivo retrato de María Magdalena. Sinclair te está anunciando
al mundo. Es tu fiesta de presentación en sociedad.
—Encantador. Ojalá me hubieran informado de este detalle. ¿Qué me
ha llamado la chica?
—Marie de Negre. María la Negra. En la jerga de la zona es María
Magdalena, la Madonna Negra. En cada generación, una mujer de su linaje
recibe este nombre como título oficial y lo conserva hasta su muerte. Te
felicito, aquí es un gran honor. Es como si hubiera dicho «su majestad».
Maureen tuvo poco tiempo para contemplar el caos que remolineaba a
su alrededor. La sala rebosaba de distracciones: demasiada música,
demasiados invitados excéntricos e interesantes. Sinclair no se veía por
ninguna parte. Había preguntado a Roland por él mientras bailaban, pero el
gigante se había encogido de hombros y ofrecido una respuesta tan vaga y
enigmática como siempre.
Maureen paseaba la vista alrededor mientras Tammy hablaba.
—¿Buscas a tu perro guardián? — preguntó Tammy.
Maureen la fulminó con la mirada, pero asintió, con la esperanza de que
su amiga pensara que estaba preocupada por el paradero de Peter. Tammy
indicó que su primo se acercaba a ellas desde atrás.
—Compórtate, por favor — le susurró Maureen.
Tammy no le hizo caso. Ya se había adelantado para dar la bienvenida a
Peter.
—Bienvenido a Babilonia, padre.
Él rio.
—Gracias. Creo.
—Llega justo a tiempo. Estaba a punto de dar a Nuestra Señora un
paseo por el espectáculo de feria. ¿Se suma a nosotras?
Peter asintió y sonrió en un gesto de impotencia a Maureen, para luego
seguir a Tammy a través de la sala de baile.

Mientras los guiaba, Tammy intercambiaba susurros conspiratorios con


diversos grupos. Les presentaba cuando veía amigos o conocidos entre la
muchedumbre. Maureen era muy consciente de ser el centro de atención de
la sala.
El trío pasó junto a un grupo de hombres y mujeres vestidos de la forma
más sucinta. Tammy dio un codazo a su amiga.
—El culto sexual. Creen que María Magdalena era la suma sacerdotisa
de un extravagante conjunto de ritos sexuales, procedentes del antiguo
Egipto.
Maureen y Peter se escandalizaron.
—No disparéis al mensajero, sólo los saludo cuando los veo. Pero
espera, no contestes todavía. Mirad allí…
El grupo más peculiar hasta el momento, vestidos con atavíos de
alienígenas repletos de antenas, se hallaba en la parte posterior de la sala.
—Rennes-le-Château es una puerta estelar, con acceso directo a otras
galaxias.
Maureen estalló en carcajadas. Peter meneó la cabeza con incredulidad.
—No bromeaba acerca del espectáculo de feria.
—Y usted creía que me lo había inventado.
Se detuvieron para observar a un grupo que escuchaba con atención a
un hombrecillo corpulento con perilla. Daba la impresión de estar hablando
en verso, mientras sus admiradores intentaban absorber cada palabra.
—¿Quién es? — susurró Maureen.
—Nostradumbass[3] —bromeó Tammy.
Maureen reprimió una carcajada y Tammy continuó.
—Afirma ser la reencarnación de ya-sabes-quién. Sólo habla en
cuartetos. Aburrido como él solo. Recuérdame después que te cuente porque
odio el culto a Nostradamus. — Se estremeció de manera melodramática—.
Charlatanes. Más les valdría vender aceite de serpiente.
Tammy siguió guiándolos.
—Por suerte, no todo son fenómenos de feria. Algunas de estas
personas son asombrosas, y en este momento veo a dos. Vamos.
Se acercaron a un grupo de hombres vestidos con disfraces de la
nobleza de los siglos XVII y XVIII. Una enorme sonrisa apareció en el rostro
de un patricio inglés cuando se acercaron.
—¡Tamara Wisdom! Es un placer volverte a ver, querida. Estás
espléndida.
Tammy dio al inglés un beso en cada mejilla, al estilo europeo.
—¿Dónde está tu manzana?
El hombre rio.
—La dejé en Inglaterra. Haz el favor de presentarme a tus amigos.
Tammy procedió, y presentó al inglés como sir Isaac. Les explicó su
disfraz.
—La manzana fue lo de menos para sir Isaac Newton. Su
descubrimiento de las leyes de la gravedad llegó como consecuencia de su
obra más importante. Newton fue uno de los alquimistas más dotados de la
historia.
Al final del discurso de sir Isaac, un joven norteamericano se acercó al
grupo, alto y bastante incómodo con su disfraz de Thomas Jefferson y la
peluca empolvada.
—¡Tammy, nena!
Rodeó a Tammy en un abrazo de oso a la norteamericana, seguido de
un beso en los labios. Ella rio y se volvió hacia Maureen.
—Te presento a Derek Wainwright. Fue mi primer guía en Francia
cuando empecé a investigar esta locura. Habla un francés perfecto, lo cual
salvó mi vida más veces de las que puedas imaginar.
Derek hizo una reverencia a Maureen. Su acento era de Cape Code
puro, plagado de vocales cerradas de Massachusetts.
—Thomas Jefferson a su servicio, madame. — Saludó a Peter con un
cabeceo—. Padre.
Derek fue el primer miembro del grupo en reconocer la presencia de
Peter, observó Maureen, pero no tuvo mucho tiempo de pensar, porque su
primo formuló una pregunta.
—¿Cuál es la relación de Thomas Jefferson con… todo esto?
—Nuestro gran país fue fundado por francmasones. Todos los
presidentes norteamericanos, desde George Washington a George W. Bush,
han sido descendientes del linaje de una manera u otra.
Maureen se quedó patidifusa.
—¿De veras?
—De veras —contestó Tammy—. Derek puede demostrarlo con
documentos. Demasiado tiempo libre en el internado.
Isaac palmeó a Derek en el hombro.
—«Pablo fue el primero que corrompió las teorías de Jesús» —anunció
con solemnidad—. ¿No es cierto, Tammy?
Peter se volvió a mirarle.
—¿Perdón?
—Es una de las citas más controvertidas de Jefferson —explicó el
inglés.
Ahora fue Maureen la sorprendida.
—¿Jefferson dijo eso?
Derek asintió, pero daba la impresión de que sólo escuchaba a medias.
Estaba paseando la vista a su alrededor, examinando la fiesta mientras
Tammy hablaba.
—Eh, ¿dónde está Draco? He pensado que a Maureen tal vez le gustaría
conocerle.
Los tres rieron al mismo tiempo.
—Le ofendí y salió corriendo en busca de los demás Dragones Rojos —
contestó Isaac—. Estoy seguro de que están agazapados en un rincón con sus
cámaras ocultas, tomando notas sobre todo el mundo. Hoy se han puesto sus
colores, de forma que los reconocerás enseguida.
Maureen estaba intrigada.
—¿Quiénes son?
—Los Caballeros de los Dragones Rojos —contestó Derek, con fingido
énfasis dramático.
—Escalofriante —dijo Tammy, y arrugó la nariz para expresar su
desagrado—. Llevan esos atavíos parecidos a uniformes del Ku-Klux-Klan,
sólo que en raso rojo intenso. Me dijeron que podría acceder a los secretos
de su estimado club si donaba mi sangre menstrual para sus experimentos
alquímicos. Rechacé la oferta, por supuesto.
—¿Y quién no? — replicó con sequedad Maureen, y después estalló en
carcajadas—. ¿Quiénes son esos tipos? Me gustaría verlos.
Paseó la vista alrededor de ella, pero no vio a nadie que encajara con
aquella descripción tan extravagante.
—Los vi salir —explicó Newton—, pero no sé si presentárselos a
Maureen todavía. Puede que aún no esté preparada.
—Una sociedad muy secreta —explicó Tammy—, y todos afirman
descender de algún miembro de la realeza famoso. El líder es un tipo al que
llaman Draco Ormus.
—¿Por qué me suena el nombre? — preguntó Maureen.
—Es escritor. Tenemos el mismo editor de libros sobre esoterismo en
Inglaterra, por eso le conozco. Puede que te hayas topado con alguno de sus
libros en tus viajes por el territorio de María Magdalena. Lo irónico de él es
que escribe acerca de la importancia del culto a la diosa y al principio
femenino, pero no admiten mujeres en su club sólo para chicos.
—Muy británico —dijo Derek, y dio un codazo a sir Isaac, que parecía
preocupado.
—No me incluyas en esa compañía de lunáticos, vaquero. No todos los
ingleses fueron creados iguales.
—Isaac es uno de los buenos —explicó Tammy—. Hay cierto número
de genios de buena fe en Inglaterra, y algunos son grandes amigos míos,
pero por mi experiencia sé que muchos ingleses dedicados al esoterismo son
unos esnobs, todos creen que poseen el secreto del universo, y los demás, en
especial los norteamericanos, son idiotas adeptos a las ideas New Age
empeñados en investigaciones de pacotilla. Creen eso porque son capaces de
escribir trescientas páginas sobre la geometría sagrada del Languedoc, y
añadir otras doscientas páginas de árboles genealógicos, la mayoría ficticios,
que han descubierto ellos solitos. Pero si dejaran sus brújulas a un lado un
momento y se permitieran sentir algo, descubrirían que aquí hay muchas más
cosas de las que pueden ser consignadas en el papel.
Tammy cabeceó en dirección a un grupo vestido con disfraces de la era
isabelina, al otro lado de sala.
—Allí hay algunos, de hecho. Yo los llamo la Multitud Transportadora.
Se pasan la vida analizando la geometría sagrada de los mapas topográficos.
¿Quieres una opinión sobre el significado de Et in Arcadia ego? Ellos te
proporcionarán anagramas en doce idiomas diferentes y te los convertirán en
ecuaciones matemáticas.
Señaló a una mujer atractiva, pero de aspecto arrogante, embutida en un
trabajado vestido estilo tudor. Una «M» dorada, acompañada de una perla
barroca, colgaba de una cadena que llevaba al cuello. La Multitud
Transportadora congregada a su alrededor la estaba lisonjeando.
—La mujer del centro afirma ser descendiente de María Estuardo.
Como si presintiera que hablaban de ella, la mujer se volvió en su
dirección. Clavó la vista en Maureen y la miró de arriba abajo con absoluto
desprecio; luego volvió a centrar su atención en sus secuaces.
—Puta altanera —dijo con brusquedad Tammy—. Es la cabecilla de
una sociedad casi secreta que quiere restaurar la dinastía Estuardo en la
Corona británica. Con ella en el trono, por supuesto.
Maureen estaba fascinada por la cantidad de creencias representadas en
la sala, por no hablar de las personalidades tan opuestas.
—Freud se lo pasaría en grande en este lugar —bromeó Peter.
Maureen rio, pero devolvió su atención al grupo inglés del otro lado de
la sala.
—¿Qué opina de ella Sinclair? Es escocés. ¿No está emparentado con
los Estuardos? — preguntó. Su curiosidad por Sinclair era cada vez mayor, y
María Estuardo era una mujer hermosa.
—Oh, sabe que está como una chota, pero no subestimes a Berry. Es
obsesivo, pero no estúpido.
—Mirad —interrumpió Derek, con su estilo juvenil y desenfadado—.
Ahí van Hans y su banda de famosos. Me han dicho que Sinclair ha estado a
punto de prohibirles la entrada este año.
—¿Por qué?
Maureen se sentía cada vez más fascinada por el Languedoc y la
extraña subcultura esotérica que había alumbrado.
—Son cazadores de tesoros en el sentido más literal de la palabra —
explicó sir Isaac—. Corren rumores de que ha sido el último grupo en
utilizar dinamita en las montañas de Sinclair.
Maureen examinó el grupo de ruidosos alemanes. Los disfraces no
mejoraban su imagen: todos iban vestidos de bárbaros.
—¿De qué se supone que van vestidos?
—De visigodos —contestó Isaac—. Esta parte de Francia fue su
territorio alrededor de los siglos siete y ocho. Los alemanes creen que los
tesoros de un rey visigodo están escondidos en la zona.
—Sería el equivalente europeo de descubrir la tumba de Tutankamón
—continuó Tammy—. Oro, joyas, objetos de un valor incalculable. El típico
rollo de los tesoros.
Un grupo particularmente vocinglero de invitados atravesó corriendo la
habitación delante de ellos, apartando a empujones a Peter y Tammy. Cinco
hombres con túnica perseguían a una mujer vestida con coloridos velos
orientales. Portaba una grotesca cabeza humana en una bandeja. Los
hombres la llamaban, y al parecer se dirigían a la cabeza cercenada.
—¡Háblanos, Bafomet, háblanos!
Tammy se encogió de hombros.
—Baptistas —explicó.
—Pero no son auténticos —intervino Derek.
—No, no son auténticos.
Tammy se volvió hacia él.
—Estoy segura de que sabe qué día es hoy en el calendario cristiano,
¿verdad, padre?
Peter asintió.
—Se celebra la festividad de San Juan Bautista.
—Los verdaderos seguidores de Juan el Bautista nunca asistirían a una
fiesta como ésta en el día de su onomástica —continuó Derek—. Sería una
blasfemia.
Tammy terminó la explicación.
—Son un grupo muy conservador, al menos la rama europea. —
Cabeceó en dirección a la mujer que portaba la cabeza en una bandeja—. Es
una parodia. Bastante brutal, debería añadir.
Los invitados contemplaban la peregrina escena mostrando diversos
grados de diversión. Algunos reían a carcajadas, otros meneaban la cabeza,
otros parecían escandalizados.
Derek les interrumpió, al parecer incapaz de ceñirse a un tema durante
demasiado rato.
—Necesito una copa. ¿Quién quiere algo del bar?

Peter aprovechó la partida de Derek para excusarse un rato. El disfraz le


torturaba, y se sentía incómodo por diversos motivos. Dijo a Maureen que
iba a buscar un lavabo. En cambio, se dirigió hacia el patio. Al fin y al cabo,
estaba en Francia: seguro que allí encontraría a alguien que le diera un
cigarrillo.

Un francés, increíblemente elegante pese a su sencilla túnica cátara,


abordó a Maureen y Tammy. Saludó con una inclinación de cabeza a la
segunda y dedicó una reverencia la primera.
—Bienvenue, Marie de Negre.
Maureen rio, incómoda a causa del saludo.
—Lo siento, mi francés es terrible.
El francés hablaba un inglés perfecto, aunque con algo de acento.
—He dicho que «el color le sienta bien».
Una voz chilló el nombre de Tammy desde el otro extremo de la sala.
Maureen pensó que se trataba de Derek, y luego miró a su amiga, que estaba
radiante.
—¡Ajá! Parece que Derek ha acorralado a uno de mis inversores en
potencia en el bar. ¿Me perdonas un momento?
Tammy se fue en un abrir y cerrar de ojos, y dejó a Maureen con el
misterioso francés, quien besó su mano derecha, vaciló un momento
mientras miraba el adorno del anillo y se presentó.
—Soy Jean-Claude de la Motte. Bérenger me ha dicho que usted y yo
somos parientes. El apellido de mi abuela también era Paschal.
—¿De veras?
Maureen estaba entusiasmada por la noticia.
—Sí. Aún quedan algunos Paschal en el Languedoc. Conoce nuestra
historia, ¿no?
—La verdad es que no. Me avergüenza decirle que lo poco que sé me lo
ha explicado lord Sinclair estos últimos días. Me encantaría saber más cosas
de nuestra familia.
Invitados disfrazados con vestidos de versalitales del siglo XVIII pasaron
bailando junto a ellos mientras Jean-Claude hablaba.
—El apellido Paschal es uno de los más antiguos de Francia. Fue un
apellido adoptado por una de las grandes familias cátaras, descendientes
directos de Jesús y María Magdalena. Casi toda la familia fue exterminada
durante la cruzada contra nuestro pueblo. En la masacre de Montségur, los
supervivientes fueron quemados vivos por herejes, pero algunos escaparon,
y más tarde se convirtieron en consejeros de los reyes y reinas de Francia.
Jean-Claude señaló a una pareja disfrazada de Luis XVI y María
Antonieta.
—¿María Antonieta y Luis?
Maureen estaba sorprendida.
—Oui. María Antonieta era una Habsburgo, y Luis un Borbón, ambos
descendientes del linaje a través de distintas ramas. Con ellos se unieron dos
brazos de la misma estirpe, por eso la gente les tenía tanto miedo. La
revolución fue provocada en parte porque se temía que las dos familias, al
unirse, formaran la dinastía más poderosa del mundo. ¿Ha estado en
versalitales, mademoiselle?
—Sí, durante mis investigaciones sobre María Magdalena.
—¿Conoce, pues, la aldea?
—Por supuesto.
La aldea había sido el lugar favorito de Maureen de todo versalitales.
Experimentó una abrumadora compasión por la reina mientras visitaba los
salones de la residencia real. Cada una de las actividades cotidianas de María
Antonieta, desde sentarse en el retrete hasta los preparativos para acostarse,
eran presenciados por nobles que ejercían de perros guardianes. Sus hijos
nacieron ante un público compuesto por nobles apretujados en su dormitorio.
María Antonieta se rebeló contra las asfixiantes tradiciones de la
realeza francesa, e intentó escapar de su prisión dorada.
—Entonces, también sabrá que a María Antonieta le gustaba mucho
disfrazarse de pastora. En todas sus reuniones privadas, sólo ella llevaba ese
disfraz.
Maureen sacudió la cabeza, asombrada, mientras todas las piezas
encajaban en su lugar.
—María Antonieta siempre se vestía de pastora. Lo sabía cuando fui a
versalitales, pero no sabía nada de todo esto.
Indicó con un gesto la escena que les rodeaba.
—Por eso la aldea fue construida lejos del palacio y bajo medidas
estrictas de seguridad —continuó Jean-Claude—. Así celebraba María
Antonieta en privado las tradiciones del linaje. Pero otros sí lo sabían, pues
en aquel palacio no había secretos. Demasiados espías, demasiado poder en
juego. Fue uno de los factores que condujeron a la muerte de Marie… y a la
revolución.
»Los Paschal fueron leales a la familia real, por supuesto, y a menudo
eran invitados a las fiestas privadas de María Antonieta, pero la familia se
vio obligada a huir de Francia durante el Reinado del Terror.
Maureen sintió que se le erizaba el vello de los brazos. La historia de la
trágica reina austríaca siempre había sido una fuente de intensa fascinación,
y se había convertido en un importante factor de estímulo a la hora de
escribir su libro. Jean-Claude continuó.
—La mayoría se establecieron en Luisiana.
La atención de Maureen se disparó al punto.
—De ahí era mi padre.
—Por supuesto. Cualquiera con ojos en la cara se daría cuenta de que
usted desciende de esa rama del linaje real. Tiene visiones, ¿no?
Maureen vaciló. No le gustaba hablar de sus visiones, ni siquiera con
sus íntimos, y aquel hombre era un completo desconocido. No obstante, estar
en compañía de otros como ella, otros que consideraban de lo más natural
tener tales visiones, era inmensamente liberador.
—Sí —se limitó a contestar.
—Muchas mujeres del linaje tienen visiones de la Magdalena. A veces,
incluso los hombres, como Bérenger Sinclair. Las tiene desde niño. Es muy
corriente.
A mí no me parece tan corriente, pensó Maureen, pero sintió curiosidad
por aquella nueva revelación.
—¿Lord Sinclair tiene visiones?
A ella no se lo había dicho.
Pero tendría la oportunidad de preguntárselo en persona, pues Sinclair
estaba atravesando la sala en su dirección, disfrazado del último conde de
Toulouse.
—Jean-Claude, veo que has descubierto a nuestra prima perdida.
—Oui. Hace honor al apellido de la familia.
—En efecto. ¿Puedo robártela un momento?
—Sólo si me permites llevarla a dar un paseo en coche mañana. Me
gustaría enseñarle algunos lugares relacionados con el apellido Paschal. No
ha estado en Montségur, ¿verdad, cherie?
—No. Hemos visitado varios sitios con Roland esta mañana, pero no
llegamos a Montségur.
—Es suelo sagrado para los Paschal. ¿Te importa, Bérenger?
—En absoluto, pero Maureen es perfectamente capaz de tomar sus
propias decisiones.
—¿Me concederá ese honor? Le enseñaré Montségur, y después la
llevaré a un restaurante tradicional. Sólo sirven comida preparada al
auténtico estilo cátaro.
Maureen no hubiera encontrado una forma elegante de negarse aunque
hubiera querido, pues la combinación del encanto francés y la posibilidad de
averiguar más cosas sobre su historia familiar era irresistible.
—Será un placer —contestó.
—Entonces, nos veremos mañana, prima. ¿A las once?
Jean-Claude besó su mano de nuevo cuando ella accedió, y después se
despidió de Bérenger.
—Me marcho, pues quiero hacer planes para mañana.
Maureen y Sinclair sonrieron cuando se fue.
—Veo que ha impresionado mucho a Jean-Claude. No me sorprende.
Está maravillosa con ese vestido, como ya sabía que pasaría.
—Gracias por todo.
Maureen sabía que estaba enrojeciendo, ya que no estaba acostumbrada
a tantas atenciones masculinas. Desvió la conversación hacia Jean-Claude.
—Parece muy simpático.
—Es un erudito brillante, un experto absoluto en historia de Francia y
Occitania. Trabajó durante años en la Biblioteca Nacional, donde tuvo
acceso a los más asombrosos materiales de investigación. A Roland y a mí
nos ha ayudado muchísimo.
—¿Roland?
El trato deferente que Sinclair deparaba a su criado sorprendió a
Maureen. No parecía el típico comportamiento de un aristócrata.
Sinclair se encogió de hombros.
—Roland es un hijo leal del Languedoc. Está muy interesado en la
historia de su pueblo. — Tomó el brazo de Maureen y la guió a través de la
sala—. Venga, quiero enseñarle algo.
Subieron un tramo de escaleras y entraron en una pequeña sala de estar
con una terraza privada. El balcón dominaba el patio y los enormes jardines
que se extendían al otro lado. Los jardines, con sus puertas doradas en forma
de flor de lis, estaban cerrados y protegidos por guardias en ambos lados.
—¿Por qué hay tantos guardias en la puerta?
—Es mi dominio más privado, suelo sagrado. Los llamo los Jardines de
la Trinidad, y permito la entrada a muy pocos visitantes. Créame, muchos
invitados de esta noche pagarían lo que fuera por franquear esas puertas.
Sinclair se explicó.
—El baile de disfraces es una tradición, el encuentro anual que preparo
para reunir a personas que comparten un mismo interés. — Indicó a los
invitados del patio—. Respeto a algunos, incluso los venero. A otros los
llamo amigos. Otros… Otros me divierten. Pero a todos los vigilo con
cuidado. A algunos, con mucho cuidado.
—Pensaba que le parecía interesante ver a gente que viene de todas
partes del mundo para investigar los misterios del Languedoc.
Maureen contempló la escena desde el balcón, y disfrutó de la brisa
sedosa que transportaba el aroma de la rosaleda cercana. Observó que
Tammy parecía muy pegada a Derek, a quien se le iban las manos sobre el
cuerpo de la sensual reina de los gitanos. Vio a alguien que tal vez era Peter,
pero luego decidió que no. El hombre estaba fumando. Peter no fumaba
desde que era adolescente.
De pronto, se volvió hacia Sinclair.
—¿Cómo me localizó?
El hombre levantó su mano derecha con delicadeza.
—El anillo.
—¿El anillo?
—Lo lleva en la foto de la solapa del libro.
Maureen asintió y empezó a comprender.
—¿Sabe lo que significa el dibujo?
—Tengo una teoría sobre ese dibujo, por eso la he traído hasta este
balcón en concreto. Venga.
Sinclair tomó a Maureen del brazo y la condujo al interior, hasta un
objeto encerrado en una caja de cristal montada en la pared. La pieza era
pequeña, no más larga que una fotografía de 20 x 25 centímetros, pero
quedaba destacada por el hecho de estar situada en el centro y por la cuidada
iluminación.
—Es un grabado medieval —explicó el hombre—. Representa la
filosofía. Y las siete artes liberales.
—Como en el fresco de Botticelli.
—Exacto. Como puede ver, se basa en la perspectiva clásica de que, si
abrazas las siete artes liberales, puedes conseguir el título de filósofo. Por
eso la figura femenina central está representada como una diosa,
Philosophia, y las artes liberales están a sus pies, a su servicio. Pero aquí está
lo que, en mi opinión, le parecerá más interesante.
Empezó por la izquierda, y fue nombrando las artes liberales al tiempo
que las seguía con los dedos. Se detuvo en la séptima y última.
—Ya hemos llegado. La cosmología. ¿Ve algo que le parezca familiar?
Maureen lanzó una exclamación ahogada.
—¡Mi anillo!
La figura que representaba la cosmología sostenía un disco adornado
con el dibujo del anillo de Maureen. Contó las estrellas y levantó la mano
hacia la imagen.
—Es idéntico, incluso en la distancia que separa del centro a algunos
círculos.
Calló un momento, y luego se volvió hacia Sinclair.
—Pero ¿qué significa todo esto? ¿Qué relación guarda con María
Magdalena y conmigo?
—Hay explicaciones espirituales y alquímicas. En relación con los
misterios de María Magdalena, creo que este símbolo aparece con frecuencia
como una pista, un recordatorio de que hemos de prestar atención a la
relación crítica entre la Tierra y las estrellas. Los antiguos lo sabían, pero
nosotros lo hemos olvidado en la edad moderna. Lo que está arriba es igual
que lo que está abajo. Las estrellas nos recuerdan cada noche que tenemos la
oportunidad de crear el paraíso en la Tierra. Creo que es eso lo que querían
enseñarnos. Era su regalo definitivo, su mensaje de amor.
—¿A quiénes se refiere?
—Habló de Jesucristo y María Magdalena. Nuestros antepasados.
Como si un temporizador cósmico hubiera sido preparado para puntuar
esta frase, los fuegos artificiales iniciaron su espectáculo de luz en el jardín,
mientras los invitados miraban complacidos. Sinclair condujo a Maureen al
balcón para que viera los estallidos de color sobre los terrenos del castillo.
Cuando la rodeó con el brazo, ella se lo permitió, y sintió una extraña
comodidad en la calidez de su abrazo.

En el patio, el padre Healy no estaba mirando los fuegos artificiales. Al


menos, los del cielo no. Su atención estaba concentrada en Bérenger
Sinclair, que se hallaba en el balcón rodeando firme y posesivamente con su
brazo la cintura de la prima pelirroja de Peter. A diferencia de Maureen, no
se sentía nada cómodo, ni con Sinclair, ni con esta gente, ni con sus planes.
Había otros ojos que vigilaban la evolución de la química entre Sinclair
y Maureen aquella noche. Derek miraba desde abajo, en el extremo opuesto
del patio. Examinó el balcón y vio que su colega francés estaba bien
posicionado arriba, tal vez lo bastante cerca para escuchar la conversación
entre su anfitrión y la mujer vestida de María Magdalena.
Derek Wainwright palmeó su cuerpo con discreción, para asegurarse de
que el cordón rojo ceremonial de su Cofradía estaba bien oculto entre los
pliegues de su disfraz de Thomas Jefferson. Aquella noche lo necesitaría
más tarde, cuando regresara a Carcasona.

… Tal vez soy la única defensora de la princesa Salomé, pero es mi


deber hacerlo. Lamento haberlo demorado tanto, porque no merecía su
terrible destino. Hubo un tiempo en que hablar de ella y de sus actos
significaba la muerte, y no podía defenderla sin poner en peligro a los
seguidores de Easa y el sendero superior del Camino. Pero como muchos de
nosotros, fue juzgada por aquellos que desconocían la verdad.
Primero diré esto: Salomé me amaba, y amaba a Easa todavía más. De
haber gozado de la oportunidad, en otro tiempo, lugar o circunstancias, la
muchacha podría haber sido una verdadera discípula, una sincera
seguidora del Camino de la Luz. Por ello la incluyo en el Libro de los
Discípulos, por lo que habría podido ser. Como Judas, Pedro y los demás, el
papel de Salomé estaba escrito, y pocas oportunidades tuvo de escapar de
ese lugar. Su nombre estaba grabado en las piedras de Israel, grabado en la
sangre de Juan, y tal vez también en la de Easa.
Si sus actos infantiles e impulsivos fueron fruto de su juventud, de una
joven que habla sin pensar, de ello es culpable. Pero ser recordada,
insultada y despreciada como la meretriz que ordenó la muerte de Juan el
Bautista, creo que es una de los mayores injusticias que puedo recordar.
El Día del Juicio, tal vez me perdone.
Y tal vez Juan nos perdone a todos.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
11

Château des Pommes Bleues


24 de junio de 2005

MAUREEN SE ACOSTÓ poco después de que terminaran los fuegos artificiales.


Peter había aparecido cuando bajaba la escalera con Sinclair, y se ofreció a
acompañarla a la habitación. Ella aceptó la oferta, más que dispuesta a
retirarse a una soledad que necesitaba mucho. Habían sido veinticuatro horas
abrumadoras, y le dolía la cabeza.
Más tarde, unas voces en el pasillo la despertaron. Pensó reconocer a
Tammy, que hablaba en susurros. Le contestó una voz masculina apagada.
Después oyó la carcajada ronca, una característica de Tammy tan distintiva
como sus huellas dactilares. Maureen escuchó, contenta de que su amiga
estuviera disfrutando de la fiesta.
Sonrió mientras volvía a dormirse, con la idea vaga de que la voz que
oía susurrar en tono íntimo a Tammy no era norteamericana.

Carcasona
25 de junio de 2005

DEREK WAINWRIGHT GRUÑÓ cuando el sol de la mañana entró a raudales sin


compasión a través de la ventana de la habitación de su hotel.
Hoy había dos cosas a las que no quería enfrentarse: la resaca y los
ocho mensajes nuevos de su móvil.
Se levantó poco a poco para calibrar la intensidad de su dolor de
cabeza, se arrastró hasta su bolsa de viaje de piel italiana y sacó un frasco.
Lo abrió y vio el surtido de píldoras. Encontró la que buscaba y engulló un
Vicodin, al que añadió tres Tylenoles. Fortalecido de esta manera, echó un
vistazo a su móvil, que descansaba sobre la mesita de noche. Lo había
desconectado anoche, cuando regresó al hotel. No podía soportar los pitidos
incesantes, y no tenía el menor deseo de escuchar los mensajes.
Derek se pasaba la vida eludiendo las responsabilidades de forma
similar. Hijo de una familia de la costa Este inmensamente rica e influyente,
el benjamín del magnate de bienes inmuebles Eli Wainwright lo había tenido
todo muy fácil desde el principio. Entró como si nada en Yale gracias a las
donaciones de su padre y su hermano mayor, y se adjudicó un empleo de alto
ejecutivo en una firma de inversiones pese a sus notas mediocres. Perdió el
trabajo al cabo de menos de un año, cuando decidió que el horario no era
compatible con su estilo de vida de playboy. Tampoco era que necesitara
trabajar. La fortuna de su familia bastaba para mantenerle durante toda su
vida, y las vidas de sus hijos y nietos, si es que alguna vez sentaba la cabeza
y tenía alguno.
Eli Wainwright había exhibido una paciencia sorprendente con los
defectos de su hijo menor. Derek carecía del ansia de aprender y la aptitud
de sus hermanos, pero había demostrado el máximo interés en un elemento
vital de la vida y éxito de su familia: ser miembro de la Cofradía de los
Justos. Bautizado por primera vez de niño, y de nuevo a los quince años tal
como era tradicional en la organización, daba la impresión de que Derek
poseía una afinidad natural con la sociedad y sus enseñanzas. Su padre lo
eligió para sustituirle. Era uno de los miembros de la Cofradía más
importantes de Estados Unidos, una organización que se extendía no sólo a
lo largo y ancho del mundo occidental, sino también a países de Asia y
Oriente Próximo. La Cofradía de los Justos contaba entre sus miembros con
algunos de los hombres más influyentes del mundo de los negocios y la
política internacional.
La condición de miembro se transmitía de generación en generación, y
los hombres bautizados debían casarse con las Hijas de la Justicia, hijas de
los cofrades que eran educadas según un estricto código de decoro.
Preparaban a las muchachas para que supieran comportarse como esposas y
madres, y recibían las lecciones contenidas en un antiguo documento
conocido como El libro verdadero del Santo Grial, que había pasado de
generación en generación durante siglos. Algunos de los bailes de debutantes
y cotillones más concurridos de la costa Este, el sur y Texas eran «fiestas de
puesta de largo» para las Hijas de la Justicia, que anunciaban su buena
disposición a ingresar en el mundo como esposas obedientes y virtuosas de
los miembros de la Cofradía.
Todos los hijos mayores de Eli se habían casado con Hijas de la
Justicia, y estaban instalados a la perfección en sus vidas de clase alta. El
más joven de los Wainwright, ya con treinta años, estaba empezando a
recibir presiones para que se comportara de manera similar. Derek no estaba
interesado, aunque no se atrevía a decírselo a su padre. Consideraba a las
Hijas de la Justicia inmensamente aburridas, con toda su inmaculada
virginidad. La idea de acostarse cada noche con alguna de aquellas princesas
de hielo tan bien educadas le provocaba escalofríos. Podría hacer lo mismo
que sus hermanos y demás miembros de la Cofradía, es decir, casarse con la
adecuada y digna madre de sus hijos, y buscarse por su cuenta alguna zorra
seductora para mantener el interés. Pero ¿por qué apoltronarse en esta fase
de su vida? Aún era joven y terriblemente rico y tenía pocas
responsabilidades. Mientras hubiera mujeres sensuales y exóticas como
Tamara Wisdom que le sedujeran, no iba a encadenarse a alguna yegua que
le recordara demasiado a su madre. Si su padre seguía convencido de que
sólo estaba interesado en la Cofradía, Derek podría evadirse de las demás
responsabilidades unos años más.
Lo que Eli Wainwright no veía, con los ojos ciegos de un padre que
prefiere no fijarse en los defectos de su hijo, era que a Derek no le atraía la
filosofía de la Cofradía, sino la mística de una sociedad al margen de la ley,
los ritos, la sensación de elitismo que proporcionaba saber secretos que
habían sido transmitidos durante siglos, protegidos por la sangre. La
verdadera atracción procedía de saber que cualquier acto repugnante de un
miembro de la Cofradía podía ser borrado y ocultado con celeridad, debido a
la red mundial de influencias. Estas cosas deleitaban a Derek, así como la
forma en que le trataban allá donde iba, debido a la riqueza y los contactos
de su padre. O al menos hasta que el ex Maestro de Justicia había muerto de
manera misteriosa, siendo sustituido por este nuevo, el fanático inglés que
gobernaba la Cofradía con mano de hierro.
Su nuevo líder lo había cambiado todo. Se jactaba de su relación
hereditaria con Oliver Cromwell, al tiempo que estudiaba las tácticas
despiadadas, y en ocasiones espantosas, de su antepasado para tratar con la
oposición. En cuanto accedió al cargo de Maestro de Justicia, John Simon
Cromwell dejó clara su postura mediante una horrible ejecución. Cierto, el
hombre asesinado era enemigo de la Cofradía y líder de una organización
que se les había opuesto durante centenares de años. Pero el mensaje era
claro: eliminaré a cualquiera que me desafíe, y lo haré de la forma más
desagradable. Decapitar al hombre con una espada y amputarle el dedo
índice derecho comunicaba el toque dramático y literal del imparable
fanatismo de su nuevo líder.
Derek intentó apartar aquella imagen concreta de su cerebro algo
obnubilado, mientras conectaba el móvil para ver qué llamadas tenía en su
buzón de voz. Había llegado el momento de afrontar los hechos. Tenía una
misión que cumplir y se había comprometido a ello, decidido a demostrar a
aquel bastardo inglés de una vez por todas de qué pasta estaba hecho. Ya se
había hartado de que el francés y el líder le ridiculizaran. Le trataban como a
un idiota, y nadie lo había hecho hasta entonces.
Mientras los mensajes empezaban a reproducirse, Derek se preparó para
soportar el acento de Oxford, más amenazador a cada mensaje que
escuchaba. Después de escuchar las últimas palabras del octavo mensaje, ya
sabía qué debía hacer.

Château des Pommes Bleues


25 de junio de 2005

TAMARA WISDOM SE CEPILLÓ SU lustroso pelo negro, mientras se miraba en el


gigantesco espejo dorado. El potente sol de la mañana iluminaba su
habitación, tan majestuosa como la de Maureen. Había rosas de tonos crema
y lavanda en jarrones de cristal que descansaban sobre todas las mesas. De
su enorme cama, que pocas veces ocupaba sola, colgaban terciopelos
púrpura y pesados brocados.
Sonrió, y se regodeó un momento en los recuerdos de la noche anterior.
El calor del hombre había dejado una impresión en su piel mucho después de
que se marchara, justo antes del amanecer. Gracias a su actitud abierta y
desenfrenada ante la vida había conocido muchas grandes pasiones, pero
ninguna como ésta. Por fin comprendía lo que los alquimistas querían decir
cuando hablaban de la Gran Obra, la unión perfecta de un hombre y una
mujer, una fusión perfecta de cuerpo, mente y espíritu.
Su sonrisa se desvaneció cuando volvió a la realidad de lo que debía
hacer aquel día.
Al principio, todo había sido muy divertido, como una gran partida de
ajedrez que se jugara de continente a continente. Enseguida se había
encariñado con Maureen. A todos les había pasado lo mismo. Para colmo, el
cura no era la persona entrometida que habían temido. Era un místico a su
manera, muy lejos del rígido dogmático que sospechaban.
Después estaba la cuestión del papel que estaba desempeñando ella.
Jugar a Mata Hari había sido divertido al principio, pero ahora se le antojaba
repelente. Hoy tendría que equilibrar ambos polos opuestos para obtener la
información que necesitaba y no perderse en el intento. Tenía que alcanzar
varios objetivos, por ella, por la Sociedad y por Roland. No debes olvidar lo
que de verdad importa, Tammy —recordó—. Si te alzas con el éxito, lo
ganamos todo, pero lo perdemos todo si fracasas.
El juego había cambiado. Y se estaba convirtiendo en algo mucho más
peligroso de lo que habían previsto.
Tammy dejó el cepillo y se roció las muñecas y la garganta con una
embriagadora fragancia floral, en preparación para lo que se avecinaba.
Cuando se disponía a salir de la habitación, se detuvo ante la asombrosa
pintura que decoraba su pared. Era del pintor simbolista francés Gustave
Moreau, y plasmaba a la princesa Salomé, cubierta con los siete velos y
sosteniendo la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja.
—Ésta es mi chica —susurró Tammy para sí, y partió hacia el último y
más crucial episodio de su intriga.

Maureen desayunaba sola en el comedor. Roland, que pasaba por el


corredor contiguo, se dio cuenta y entró.
—Bonjour, mademoiselle Paschal. ¿Está sola?
—Buenos días, Roland. Peter aún duerme, así que no quise molestarle.
Roland asintió.
—Le traigo un mensaje de su amiga, la señorita Wisdom. Ahora se
aloja en el castillo y le gustaría cenar con usted esta noche.
—Eso sería estupendo. — Maureen estaba ansiosa por reunirse con
Tammy y comentar la fiesta—. ¿Dónde está?
El mayordomo se encogió de hombros.
—Esta mañana se fue temprano a Carcasona. Algo relacionado con la
película que está rodando. Sólo me dio este mensaje para usted. Ahora,
mademoiselle, iré a buscar a monsieur Bérenger, pues si la descubriera
desayunando sola se disgustaría muchísimo.

Sinclair interrumpió los pensamientos de Maureen, pues apareció en el


comedor apenas se hubo marchado Roland.
—¿Ha podido dormir?
—¿Cómo evitarlo en esa cama? Es como dormir sobre nubes.
Maureen había observado la primera noche que había un enorme
colchón de plumas bajo las caras sábanas de algodón egipcio.
—Soberbio. ¿Tiene algún plan esta mañana?
—Hasta las once no. Tengo una cita con Jean-Claude, ¿recuerda?
—Sí, por supuesto. La lleva a Montségur. Un lugar asombroso. Sólo
lamento no ser yo quien se lo enseñe por primera vez.
—¿Le gustaría acompañarnos?
Sinclair rio.
—Querida mía, Jean-Claude ordenaría que me colgaran, ahogaran y
descuartizaran si yo la acompañara hoy. Ahora es la estrella de la región,
después de su gran debut de anoche. Todo el mundo quiere saber más cosas
de usted. Aumentará el prestigio de Jean-Claude en cien puntos cuando le
vean paseando con usted.
»Pero no le guardaré rencor. Yo también tengo algo que enseñarle, en
cuanto haya terminado de desayunar, algo que, estoy seguro, considerará
inolvidable.

Estaban en el mismo balcón desde donde habían presenciado los fuegos


artificiales la noche anterior. Los extraordinarios jardines del castillo se
extendían ante ellos.
—Es mucho más fácil ver y apreciar los jardines a la luz del día —dijo
Sinclair con orgullo, al tiempo que indicaba tres secciones distintas—. ¿Ve
que forman un dibujo de flor de lis?
—Son magníficos.
Maureen era sincera. Los jardines eran asombrosos en su belleza
escultural, vistos desde arriba.
—Pueden contar la historia de nuestros antepasados mucho mejor que
yo. Sería un honor para mí enseñárselos. ¿Me permite?
Ella tomó su brazo. Bajaron la escalera y atravesaron el atrio. Observó
que la mansión estaba inmaculada, pese a los cientos de invitados que había
recibido la noche anterior. Los criados habrían tenido que trabajar sin
descanso para limpiar y sacar brillo. Un orden impecable reinaba en el
castillo.
Atravesaron las enormes puertas cristaleras y salieron al patio de
mármol, y luego siguieron el meticuloso sendero que serpenteaba hacia las
puertas doradas. Sinclair extrajo una llave del bolsillo y la introdujo en el
grueso candado. Soltó la cadena y empujó las barras doradas, y de esta
manera accedieron a su sanctasanctórum.
Una fuente reluciente de mármol rosado gorgoteaba ante ellos, el
adorno principal de la entrada del jardín. El sol se reflejaba en las gotas de
agua que caían sobre los hombros de una escultura de tamaño natural de
María Magdalena, tallada en mármol marfileño. Sostenía una rosa en la
mano izquierda. Sobre su mano derecha extendida se posaba una paloma. En
la base de la fuente estaba tallada la omnipresente flor de lis.
—Anoche conoció a mucha gente. Todos ellos sostienen teorías sobre
esta región y su misterioso tesoro. Estoy seguro de que habrá escuchado
muchas, que oscilan entre lo sublime y lo ridículo.
Maureen rio.
—La mayoría ridículas, en efecto.
Sinclair sonrió.
—Todos sostienen teorías, y todos creen, al menos eso diría yo, que
María Magdalena es la reina del sur de Francia. Eso es lo único en que todos
los congregados aquí anoche coinciden.
Maureen escuchaba con atención. Sinclair hablaba en un tono
entusiasta, impaciente. Era contagioso.
—Y todos saben que existe un linaje. Un linaje real que nace de María
Magdalena y sus hijos. Pero pocos conocen toda la verdad. La auténtica
historia está reservada a los verdaderos seguidores del Camino. El Camino
tal como fue enseñado por nuestra Magdalena, el Camino tal como fue
enseñado por el propio Jesucristo.
Maureen le detuvo, algo vacilante.
—No sé si es oportuno que se lo pregunte, pero ¿cuál es el objetivo de
su Orden de las Manzanas Azules?
—La Orden de las Manzanas Azules es antigua y compleja. Le contaré
más a su debido momento. Por ahora, baste decir que la Orden existe para
defender y proteger la verdad.
»Y la verdad es que María Magdalena fue madre de tres hijos.
Maureen se quedó estupefacta.
—¿Tres?
Sinclair asintió.
—Muy poca gente conoce toda la historia, porque los detalles fueron
ocultados a propósito para proteger a los descendientes. Tres hijos. Una
trinidad. Y cada uno fundó una estirpe de sangre real que cambió la faz de
Europa, y por fin del mundo. Estos jardines celebran la dinastía fundada por
cada hijo. Mi abuelo los creó. Yo los he ampliado y me he comprometido a
protegerlos.
Tres pasajes abovedados diferentes se desviaban del jardín principal.
—Venga, empezaremos con nuestra antepasada.
Condujo a la aturdida Maureen a través de la puerta central.
—¿Qué pasa? ¿Le sorprende que seamos parientes? Muy lejanos, sin
duda, pero procedemos del mismo linaje.
—Estoy intentando asimilar tanta información. Para usted es algo
archisabido, pero para mí resulta sorprendente. No puedo imaginar qué
opinaría el resto del mundo.
Entraron en un jardín de extraordinaria exuberancia. Varias especies de
lirios estaban plantadas en círculo alrededor de otra estatua. Esta
combinación proyectaba el magnífico perfume que Maureen había percibido
la noche anterior.
Una paloma blanca zureaba y volaba sobre las exquisitas rosas
entrelazadas, mientras Sinclair y Maureen caminaban en silencio. Ella se
detuvo para oler una rosa roja en todo su esplendor.
—Rosas. El símbolo de todas las mujeres del linaje. Y lirios. El lirio es
el símbolo específico de María Magdalena. La rosa puede referirse a
cualquier mujer que sea descendiente de ella, pero en nuestra tradición sólo
Ella es portadora del lirio.
Condujo a Maureen hasta la impresionante estatua, que representaba a
una mujer esbelta con el pelo suelto.
A Maureen le costó encontrar la voz. Su pregunta fue poco más que un
susurro.
—¿Ésta es la hija?
—Permítame que le presente a Sara Tamar, la única hija de Jesús y
María Magdalena. La fundadora de las dinastías reales francesas. Y nuestra
mutua tatarabuela de hace mil novecientos años.
Maureen miró la estatua antes de volverse hacia Sinclair.
—Es todo tan increíble… Y sin embargo, no me resulta difícil
aceptarlo. Tan extraño, pero parece… cierto.
—Porque su alma reconoce la verdad.
Una paloma zureó desde los rosales como para mostrar su acuerdo.
—¿Oye las palomas? Son el símbolo de Sara Tamar, emblemas de su
corazón puro, y más tarde se convirtieron en el símbolo de sus
descendientes: los cátaros.
—¿Fue ése el motivo de que la Iglesia ordenara acabar con los cátaros
por herejes?
—Sí, en parte. Porque podían demostrar, mediante ciertos objetos y
documentos que se hallaban en su posesión, que eran descendientes de Jesús
y María, y su misma existencia significaba una amenaza para Roma.
Hombres, mujeres, niños. La Iglesia intentó exterminarlos a todos para
guardar el secreto. Pero no se trata tan sólo de eso. Venga.
Sinclair y Maureen describieron un semicírculo entre las rosas, lo cual
proporcionó a la joven la oportunidad de experimentar la belleza del jardín
bajo el sol del verano de una dorada mañana del Languedoc. Él tomó su
mano y ella se lo permitió, pues se sentía sorprendentemente a gusto con
aquel excéntrico extranjero. Le siguió cuando la guió a través del pasaje
abovedado y rodearon la fuente de María Magdalena.
—Es hora de conocer al hermano pequeño.
Maureen se dio cuenta de que Sinclair estaba cada vez más
entusiasmado, y se preguntó qué debía sentir al guardar un secreto de tal
magnitud. Pensó por un momento, algo agitada, que pronto lo sabría por
experiencia propia.
Sinclair la condujo por el pasillo abovedado situado más a la derecha
hacia un jardín cuidado con primor.
—Esto parece muy inglés —observó Maureen.
—Muy bien dicho, querida. Ahora le enseñaré por qué.
La estatua de un joven de pelo largo, que sostenía un cáliz en alto, era
el motivo central de la fuente de esta parte. Agua transparente como el cristal
se derramaba del cáliz.
—Yeshua David, el hijo menor de Jesús y María. Nunca conoció a su
padre, porque María Magdalena estaba embarazada de él cuando Cristo fue
crucificado. Nació en Alejandría, donde su madre y su séquito se refugiaron
antes de embarcarse rumbo a Francia.
Maureen se detuvo en seco. Se llevó una mano al vientre sin querer.
—¿Qué pasa?
—Estaba embarazada. Lo vi. Estaba embarazada en la Vía Dolorosa
y… en el momento de la crucifixión.
Sinclair empezó a asentir como si ya lo supiera, y de pronto se detuvo.
Ahora le tocó a Maureen preguntar.
—¿Qué pasa?
—¿Ha dicho en la crucifixión? ¿Tuvo una visión de la crucifixión?
Maureen sintió un nudo en la garganta y se agolparon lágrimas en sus
ojos. Por un momento, tuvo miedo de hablar, temerosa de que su voz se
quebrara. Sinclair se dio cuenta y se dirigió a ella tuteándola con gran
ternura.
—Querida, puedes confiar en mí. Habla, por favor. ¿Tuviste una visión
de Magdalena durante la crucifixión?
Las lágrimas se derramaron, pero Maureen no sintió la necesidad de
reprimirlas. Era liberador, cuando menos, confesarse a alguien que
comprendía.
—Sí —susurró—. Ocurrió en Notre-Dame.
Sinclair secó una lágrima de su rostro.
—Querida, querida Maureen. ¿Sabes lo extraordinario que es?
Ella negó con la cabeza. Sinclair continuó en voz baja.
—A lo largo de nuestra historia, cientos de descendientes han tenido
sueños y visiones de Nuestra Señora, incluido yo. Pero las visiones se
detienen antes del Viernes Santo. Que yo sepa, nadie la ha visto durante la
crucifixión.
—¿Por qué es tan importante?
—La profecía.
Maureen esperó la explicación.
—Existe una profecía que se remonta a tiempos inmemoriales. La
leyenda dice que formaba parte de un libro más voluminoso de profecías y
revelaciones escrito en griego. El libro se atribuía a Sara Tamar, de modo
que habría sido un evangelio por derecho propio. Sabemos que una princesa
importante de la estirpe, Matilde de Toscana, duquesa de Lorena, poseía el
libro original cuando construyó la abadía de Orval en el siglo once.
—¿Dónde está Orval?
—En lo que ahora es la frontera belga. Hay varios centros religiosos
muy importantes en Bélgica que pertenecen a nuestra historia, pero Orval es
el lugar donde las profecías de Sara Tamar se guardaron durante cierto
número de años. Sabemos que el original de su libro estuvo después en
posesión de los cátaros del Languedoc algún tiempo. Por desgracia,
desapareció de la historia y se sabe muy poco de lo que fue de él. Nuestra
única información sobre su contenido procede de Nostradamus.
—¿Nostradamus?
La cabeza de Maureen daba vueltas. Pensaba que nunca dejaría de
sorprenderse de todos los hilos que iban apareciendo y de su mutua relación.
—Sí, sí —confirmó Sinclair—. Se lleva todo el mérito de sus
sorprendentes visiones y revelaciones, pero las profecías no eran de él, sino
de Sara Tamar. Por lo visto, Nostradamus tuvo acceso a una copia del
manuscrito original cuando visitó Orval. La copia desapareció poco después,
de modo que extrae tus propias conclusiones acerca de su destino.
Maureen rio.
—No me extraña que Tammy hable de él con tanto desprecio.
Nostradamus era un plagiario.
—Y muy listo. Hemos de concederle el mérito de haber creado las
cuartetas. Fueron invención suya. Se limitó a reescribir las profecías de Sara
Tamar de tal forma que disfrazaran la fuente original y provocaran el
máximo impacto en su tiempo. El viejo Michel era muy brillante, la verdad.
Sus grandes conocimientos de alquimia le concedieron la posibilidad de
descodificar lo que debió ser un documento muy complicado.
»Pero nos ha quedado muy poco de Sara Tamar, aparte de la obra de
Nostradamus y la única profecía arraigada en algunos de los que vivimos
aquí.
—¿Qué dice la profecía?
Sinclair alzó la vista hacia el agua que se derramaba del cáliz. Cerró los
ojos y recitó una parte de la profecía.
—«Marie de Negre elegirá el momento oportuno para la llegada de la
Esperada. La que nace del cordero pascual cuando el día y la noche son
iguales, la que es hija de la resurrección. La que transporta el Sangral
recibirá la llave tras presenciar el Día Negro de la Calavera. Se convertirá en
la nueva Pastora del Camino».
Maureen estaba aturdida. Sinclair tomó su mano de nuevo.
—El Día Negro de la Calavera. Gólgota, el monte de la crucifixión, que
traducido es «el lugar de la calavera», y el Día Negro es lo que hoy
llamamos el Viernes Santo. La profecía indica que la hija del linaje que
tenga visiones de la crucifixión tendrá la llave.
—¿La llave de qué?
Maureen aún dudaba. Su cabeza daba vueltas; demasiada información.
—La llave que abrirá el secreto de María Magdalena. Su evangelio.
Una narración en primera persona de su vida y su época. Lo escondió
utilizando un tipo de alquimia. Sólo podrá encontrarse cuando se hayan
cumplido ciertos criterios espirituales.
Indicó la estatua del joven, y en concreto el cáliz que sostenía.
—Esto es lo que muchos han buscado durante tanto tiempo.
Maureen intentaba pensar y ordenar los numerosos pensamientos que
cruzaban por su mente. El cáliz. Y entonces comprendió.
—El cáliz que sostiene… ¿es el Santo Grial?
—Sí. La palabra Grial procede de un antiguo término, Sangral, que
significa la «Sangre de Dios». Simboliza el linaje divino, por supuesto. Pero
no sólo estaban buscando a los hijos de dicho linaje. Casi todos los
caballeros del Grial eran de la misma estirpe, y conocían muy bien el
significado de su herencia. No, estaban buscando un descendiente concreto:
una princesa del Grial, que también se conoce como la Esperada. Es la hija
que estaba en posesión de la llave que todos ansiaban.
—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que la búsqueda del Santo
Grial era la búsqueda de la mujer de tu profecía?
—En parte, sí. El hijo menor, Yeshua David, fue a Glastonbury con su
tío abuelo, el hombre que la historia conoce como José de Arimatea. Juntos
fundaron la primera colonia cristiana de Inglaterra. Allí nacieron las
leyendas del Santo Grial.
Sinclair señaló otra estatua del mismo jardín, pero más alejada. Parecía
un rey blandiendo una enorme espada.
—¿Por qué se conoce al rey Arturo como el que reinó una vez y volverá
a reinar? Porque desciende de Yeshua David. Cierta nobleza inglesa
desciende de él. Sobre todo escocesa.
—Incluido tú.
—Sí, por parte de mi madre. Pero también desciendo del linaje de Sara
Tamar por parte de mi padre, como tú.
Un pitido inoportuno le interrumpió. Maldijo, levantó el móvil, habló a
toda prisa en francés y cortó.
—Era Roland. Jean-Claude ha llegado para alejarte de mí.
Maureen no pudo disimular su decepción. Aún no quería marcharse.
—Pero no he visto la tercera parte del jardín.
Dio la impresión de que el rostro de Sinclair se ensombreció. Algo
apenas perceptible.
—Tal vez sea mejor así —dijo—. Hace un día espléndido. Y eso —
indicó con un cabeceo— es el jardín del hijo mayor de la Magdalena.
Contestó a la pregunta no verbalizada de Maureen de aquella forma
vaga y enigmática que parecía tan querida por los nativos de la región.
—Y si bien es hermoso a su manera, ese jardín parece invadido por
sombras en un día como hoy.

Cuando salían del jardín, Sinclair se detuvo ante las puertas doradas de
la entrada del mismo.
—El día que llegaste, me preguntaste por qué me gustaban tanto las
flores de lis. Flor de lis significa «flor del lirio» y, como ya sabes, el lirio
representa a María Magdalena. La flor del lirio representa a su progenie. Son
tres, como los pétalos de la flor.
Siguió las tres ramas con el dedo.
—La primera rama, su hijo mayor, Juan José, es un personaje muy
complicado, del cual te hablaré más cuando llegue el momento. Baste decir
que sus herederos florecieron en Italia. El pétalo central representa a la hija
Sara Tamar, y esta tercera hoja es el hijo menor, Yeshua David.
ȃse es el secreto bien conservado de la flor de lis. El motivo de que
represente tanto a la nobleza italiana como a la francesa. El motivo de que la
veas en la heráldica británica. La primera vez fue utilizada por los
descendientes de la trinidad de hijos de María Magdalena. En un tiempo fue
un símbolo muy secreto, de forma que sólo los iniciados en estas verdades
podían reconocerse cuando viajaban por Europa.
La revelación asombró a Maureen.
—Y ahora es uno de los símbolos más conocidos del mundo. Se ve en
joyas, ropas, muebles. Oculto a plena vista todo este tiempo. Y la gente no
tiene ni idea de lo que simboliza.

El Languedoc
25 de junio de 2005

MAUREEN OCUPABA EL ASIENTO del pasajero del Renault deportivo de Jean-


Claude, mientras esperaban a que se abriera la puerta electrónica del castillo
que daba a la carretera principal. Vio con el rabillo del ojo que un hombre
deambulaba de manera extraña por el perímetro de la verja.
—¿Qué sucede? —preguntó Jean-Claude, mientras observaba la
expresión de Maureen.
—Hay un hombre ahí, junto a la verja. Ahora no puede verle, pero
estaba hace un momento.
Jean-Claude se encogió de hombros al estilo francés.
—Tal vez es un jardinero o un guardia de seguridad de Bérenger.
¿Quién sabe? Hay mucho personal a su servicio.
—¿Hay guardias de seguridad apostados a todas horas?
Maureen sentía curiosidad por el castillo y todo cuanto contenía,
incluido su propietario.
—Ah, oui. Apenas se les ve, porque su trabajo consiste en que no se les
vea. Tal vez era uno de ellos.
Pero Maureen no gozó de la oportunidad de meditar sobre los aspectos
mundanos de la administración del castillo. Jean-Claude se lanzó a relatar la
leyenda de la familia Paschal, tal como él la conocía.
—Su inglés es perfecto —observó Maureen, mientras el hombre refería
algunos de los acontecimientos históricos más complejos.
—Gracias. Pasé dos años en Oxford para perfeccionarlo.
Maureen estaba fascinada, pendiente de cada palabra, mientras el
historiador francés atravesaba las estribaciones rojizas. Su destino era
Montségur, el majestuoso y trágico emblema de la última batalla de los
cátaros.
Hay lugares en la tierra que proyectan un aura poderosa de misterio y
tragedia. Con sus raíces hundidas en ríos de sangre y siglos de historia,
obsesionan a sus visitantes durante los años venideros, mucho después de
que hayan regresado a su hogar y a las comodidades del mundo moderno.
Maureen había visto algunos durante sus viajes. Cuando vivía en Irlanda,
había experimentado esta sensación en ciudades históricas como Drogheda,
donde Oliver Cromwell había exterminado a toda la población, así como en
pueblos asolados por la Gran Hambruna de la década de 1840. En Israel,
Maureen había subido a la montaña de Masada para ver salir el sol sobre el
mar Muerto. Se había sentido conmovida sobremanera mientras caminaba
entre las ruinas del palacio donde, en el siglo I, varios centenares de judíos
habían preferido quitarse la vida a someterse a los opresores romanos y a
una esclavitud segura.
Mientras Jean-Claude aparcaba al pie de la colina de Montségur,
Maureen experimentó la abrumadora sensación de que se hallaba en uno de
esos lugares tan extraordinarios. Incluso en aquel luminoso día de verano, la
zona parecía envuelta en la noche de los tiempos. Alzó la vista hacia la
montaña, mientras Jean-Claude la guiaba en dirección al sendero que subía a
la cumbre.
—Un buen trecho. Por eso le dije que llevara calzado cómodo.
Por suerte, Maureen siempre viajaba con zapatillas de deporte
resistentes, pues caminar era su ejercicio favorito. Iniciaron la larga y
serpenteante ascensión a la montaña. Ella pensó que sus últimos
compromisos no le habían dejado mucho tiempo libre para el ejercicio, y
maldijo al descubrir que no estaba en su mejor forma. Sin embargo, Jean-
Claude no tenía prisa y caminaba con parsimonia, al tiempo que hablaba
sobre los misteriosos cátaros y contestaba a las preguntas de Maureen.
—¿Cuánto sabemos sobre sus prácticas? Con certeza, quiero decir.
Lord Sinclair afirma que la mayor parte de lo que se ha escrito sobre ellos no
son más que especulaciones.
—Eso es verdad. Sus enemigos inventaron muchos de los detalles que
se les han atribuido, con el fin de convertirlos en seres aún más heréticos y
monstruosos. Al mundo le da igual que extermines a parias, pero si masacras
a cristianos que, en teoría, están más cerca de Cristo que tú, tal vez te
encuentres con un problema. Por lo tanto, los historiadores de la época
inventaron muchas falacias sobre las prácticas cátaras, y también los
posteriores. No obstante, ¿sabe de lo que sí estamos seguros? La piedra
angular de la fe cátara era el padrenuestro.
Maureen se detuvo al oír esto, para recuperar el aliento y formular más
preguntas.
—¿De veras? ¿El mismo padrenuestro que rezamos hoy?
El hombre asintió.
—Oui, el mismo, pero recitado en occitano, por supuesto. Cuando
estuvo en Jerusalén, ¿visitó la iglesia del Pater Noster en el Monte de los
Olivos?
—¡Sí!
Maureen conocía muy bien el lugar. Era una iglesia de la zona este de
Jerusalén, construida sobre una cueva que tenía fama de ser el lugar donde
Jesús había rezado por primera vez el padrenuestro. Un hermoso claustro
exterior exhibe la oración en paneles compuestos de mosaicos, escrita en
más de sesenta idiomas. Maureen había fotografiado el panel que plasmaba
la oración en una forma antigua de irlandés, para regalar a Peter la
instantánea.
—Todos los cátaros rezaban la oración en occitano —explicó Jean-
Claude— cuando se levantaban por la mañana. No por costumbre, como
afirman muchos hoy, sino como un acto de meditación y verdadera oración.
Cada línea significaba una ley sagrada para ellos.
Maureen pensó en esto mientras caminaban. Jean-Claude continuó.
—Como ve, aquí vivía gente en paz, y enseñaba lo que ellos llamaban
el Camino, una vida centrada en las enseñanzas del amor. Era una cultura
que reconocía el padrenuestro como su escritura más sagrada.
Maureen comprendió adónde quería ir a parar.
—Por lo tanto, si eres la Iglesia y quieres eliminar a esa gente, no
puedes permitir que se sepa que son buenos cristianos.
—Exacto. De manera que se lanzaron falsas acusaciones contra los
cátaros para poder exterminarlos.
Jean-Claude se detuvo cuando llegaron a un monumento situado en
mitad del sendero. Era una losa de granito grande coronada con la cruz del
Languedoc.
—Es el monumento a los mártires —explicó—. Está aquí porque fue el
lugar donde se alzó la pira.
Maureen se estremeció. La misma sensación, evocadora pero
estimulante al mismo tiempo, se apoderó de ella, la sensación de estar
pisando un lugar terrible de la historia. Escuchó mientras Jean-Claude
recitaba la historia del último baluarte de los cátaros.
A finales de 1243, el pueblo cátaro había sufrido casi medio siglo de
persecución por los ejércitos del Papa. Ciudades enteras habían sido pasadas
a cuchillo, y la sangre de los inocentes había corrido literalmente por las
calles de ciudades como Béziers. La Iglesia estaba decidida a erradicar
aquella «herejía» a cualquier precio, y el rey de Francia aportaba sus tropas
de buena gana, porque cada victoria sobre los nobles cátaros, en otro tiempo
ricos, significaba más tierras para los territorios franceses. Los condes de
Toulouse habían amenazado demasiadas veces con crear su propio estado
independiente. Si utilizar la ira de Dios era conveniente para detenerlos, el
rey se decantaba por esa solución, confiado en que la historia le absolvería
en parte.
Los restantes dirigentes de la sociedad cátara se refugiaron en la
fortaleza de Montségur en marzo de 1244. Como los judíos de Masada más
de mil años antes, se reunieron para rezar en comunidad con el fin de
salvarse del opresor, y juraron que nunca renunciarían a su fe. De hecho, se
especuló con que los cátaros habían tomado fuerzas «del legado de los
mártires de Masada durante su asedio final. Al igual que los ejércitos
romanos que eran sus antepasados, las fuerzas del Papa intentaron rendir por
hambre al enemigo, cortando todos los accesos a la comida y el agua. Esto
resultó tan difícil en Montségur como lo había sido en Masada, pues ambos
estaban situados en precario sobre colinas casi imposibles de vigilar desde
todos los ángulos. Los rebeldes de ambas culturas encontraron métodos de
frustrar y confundir a sus opresores.
Tras varios meses de asedio, las fuerzas papales decidieron poner fin a
la situación. Enviaron un ultimátum a los líderes cátaros. Si confesaban y se
arrepentían de su herejía ante la Inquisición, salvarían la vida. Pero en caso
contrario, todos arderían en la hoguera por insultar a la Santa Iglesia
Católica. Les concedieron dos semanas para tomar una decisión.
El último día, los jefes del ejército del Papa encendieron la pira
funeraria y exigieron una respuesta. El Languedoc nunca ha olvidado la que
recibieron. Doscientos cátaros salieron de la fortaleza de Montségur,
vestidos con sus sencillas túnicas y dándose las manos. Cantaron al unísono
el padrenuestro en occitano, mientras caminaban en masa hacia la pira
funeraria. Murieron como habían vivido, en perfecta armonía con la fe en
Dios.
Las leyendas relacionadas con los últimos días de los cátaros eran
abundantes, cada una más dramática que la anterior. La más memorable
hablaba de los enviados franceses que parlamentaron con los cátaros en
nombre de las tropas del rey. Los enviados, mercenarios empedernidos,
fueron invitados a quedarse dentro de las murallas de Montségur y a
escuchar las enseñanzas cátaras. Lo que vieron en aquellos últimos días fue
tan milagroso, tan asombroso, que los soldados franceses solicitaron ser
admitidos en la fe de los Puros. Sabiendo que sólo la muerte les esperaba, los
franceses tomaron el postrer sacramento cátaro, conocido como el
consolamentum, y desfilaron hacia las llamas en compañía de sus hermanos
y hermanas recién encontrados.
Maureen se secó una lágrima de la cara, mientras alzaba la vista hacia
la montaña y luego miraba la cruz.
—¿Qué cree que fue? ¿Qué vieron los franceses, que les animó a morir
con aquella gente? ¿Alguien lo sabe?
—No. — Jean-Claude meneó la cabeza—. Sólo son especulaciones.
Algunos dicen que el Espíritu Santo apareció durante los rituales cátaros y
les mostró el reino de los cielos que les aguardaba. Otros dicen que fue el
famoso tesoro que poseían los cátaros.
La leyenda de Montségur siguió desplegándose ante Maureen mientras
continuaban subiendo por la empinada senda. El penúltimo día del asedio,
cuatro miembros del grupo de cátaros descendieron por la muralla más
precaria del castillo y se pusieron a salvo. Se cree que recibieron
información de los enviados franceses convertidos al catarismo, los cuales
murieron con los demás al día siguiente.
—Se llevaron con ellos el legendario secreto de los cátaros. Lo que era,
sigue siendo materia de especulación. Tenía que ser fácil de transportar, pues
dos de los elegidos para la fuga eran mujeres jóvenes, y seguramente
menudas. Además, todos estaban débiles tras meses de asedio y alimentos
racionados. Algunos dicen que se llevaron el Santo Grial, la corona de
espinas, o incluso el más valioso tesoro de la tierra, el Libro del Amor.
—¿El evangelio escrito por el propio Jesucristo?
Jean-Claude asintió.
—Todas las leyendas sobre él desaparecieron de la historia alrededor de
esa época.
Maureen, como historiadora y periodista, estaba saturada de
información.
—¿Puede recomendarme algún libro? ¿Documentos que pueda
investigar durante mi estancia en Francia, y que me proporcionen más
información sobre esto?
El francés lanzó una leve carcajada y se encogió de hombros.
—Mademoiselle Paschal, a la gente del Languedoc le gusta proteger
sus secretos y leyendas, por lo tanto no los consignan por escrito. Sé que a
muchos les cuesta comprenderlo, pero mire a su alrededor, chérie. ¿Quién
necesita libros, cuando tiene todo esto para que le cuente la historia?
Habían llegado a la cima de la colina, y las ruinas de lo que había sido
una gran fortaleza se extendían ante ellos. En presencia de aquellas enormes
piedras, que parecían proyectar la historia de su entorno, Maureen
comprendió a la perfección las palabras de Jean-Claude. De todos modos,
estaba desgarrada entre lo que le dictaban sus instintos y la necesidad del
periodista de autentificar todos sus descubrimientos.
—Un sentimiento extraño para un hombre que se autocalifïca de
historiador —observó.
Él rio con ganas, y sus carcajadas resonaron en el verde valle que se
abría bajo sus pies.
—Me considero historiador, pero no académico. Existe una diferencia,
sobre todo en un lugar como éste. Los académicos no son necesarios en
todas partes, mademoiselle Paschal.
La expresión de Maureen debió revelar desconcierto, de modo que el
hombre se explicó.
—Para conseguir los títulos más prestigiosos del mundo académico,
basta con leer todos los libros adecuados y escribir los documentos
apropiados. Cuando estuve dando una serie de conferencias en Boston,
conocí a una norteamericana que tenía un doctorado en historia de Francia y
estaba especializada en las herejías medievales. Ahora está considerada una
de las grandes expertas en el tema, y ha escrito uno o dos textos
universitarios. ¿Sabe lo más curioso? Nunca ha estado en Francia, ni una
sola vez. Ni siquiera en París, y mucho menos en el Languedoc. Peor
todavía, no lo considera necesario. Haciendo honor a la tradición académica,
cree que todo cuanto necesita se encuentra en libros o documentos
disponibles en las bases de datos de la universidad. La comprensión del
catarismo de esa mujer es tan realista como leer un tebeo, y dos veces más
risible. No obstante, se la reconoce públicamente como una autoridad muy
superior a cualquiera de nosotros, debido a los títulos que posee y a las
asociaciones a las que pertenece.
Maureen escuchaba mientras avanzaban entre las rocas y recorrían las
magníficas ruinas. El razonamiento de Jean-Claude la impresionó. Siempre
se había considerado una académica, pero su experiencia como reportera la
había impulsado a investigar los artículos en su entorno nativo. No podía
imaginar escribir sobre María Magdalena sin visitar Tierra Santa, y había
insistido en ir a versalitales y a la prisión de la Conserjería cuando
investigaba para escribir el capítulo sobre María Antonieta. Ahora, pese a los
pocos días que había pasado en la historia viva del Languedoc, reconocía
que se trataba de una cultura que necesitaba ser vivida.
Jean-Claude aún no había terminado.
—Permítame que le dé un ejemplo. Puede leer cualquiera de las
cincuenta versiones de la tragedia de Montségur escritas por historiadores.
Pero mire a su alrededor. Si no hubiera subido a esta montaña, ni visto el
lugar donde ardió la hoguera, ni observado lo inexpugnables que son estas
murallas, ¿cómo habría podido entenderlo? Venga, le enseñaré algo.
Maureen siguió al francés hasta el borde de un precipicio, donde se
habían derrumbado las murallas de la otrora inexpugnable fortaleza. Señaló
la pronunciada pendiente que caía hasta el valle. Soplaban vientos tibios, que
alborotaron su pelo mientras intentaba ponerse en el lugar de una joven
cátara del siglo XIII.
—Por este punto escaparon los cuatro —explicó el hombre—.
Imagínelo ahora. En plena noche, cargados con las más preciadas reliquias
de su pueblo, sujetas con cuerdas a su cuerpo, debilitados después de meses
de nerviosismo y hambre. Uno de ellos es una joven y está aterrorizada, y
sabe que, aunque pueda sobrevivir, todas las personas a las que más quiere
en el mundo serán quemadas vivas. Con todo esto en su mente, la bajan por
una muralla al frío y la soledad de la noche, con bastantes posibilidades de
precipitarse al vacío y morir.
Maureen exhaló un profundo suspiro. Era una experiencia emocionante
hallarse en un lugar donde las leyendas gozaban de vida y realidad.
Jean-Claude interrumpió sus pensamientos.
—Ahora, imagine que de esto sólo sabe lo que ha leído en una
biblioteca de New Haven. La experiencia es diferente, ¿no?
Maureen asintió.
—Sin la menor duda.
—Ah, y algo que me olvidaba. La chica más joven que escapó aquella
noche es muy posible que sea su antepasada. Más tarde adoptó el apellido
Paschal. De hecho, la llamaron la Paschalina hasta que murió.
Maureen se quedó aturdida: otra antepasada Paschal admirable.
—¿Sabe más cosas de ella?
—Muy poco. Murió en el monasterio de Montserrat, en Cataluña, a una
edad muy avanzada, y en él se guardan todavía documentos sobre su vida.
Sabemos que se casó con otro cátaro refugiado en España y tuvieron varios
hijos. Está escrito que llevó al monasterio un regalo de incalculable valor,
pero la naturaleza de ese regalo nunca se ha revelado.
Maureen arrancó una de las flores silvestres que crecían en las grietas
de las murallas derruidas. Caminó hasta el borde del precipicio, por donde la
muchacha cátara, que más tarde sería conocida como la Paschalina, había
descendido la montaña, la última esperanza de su pueblo. Tiró la diminuta
flor púrpura por el borde y rezó una breve oración por la mujer que tal vez
había sido su antepasada. Casi daba igual. Con la historia de aquel hermoso
pueblo, y el propio regalo de la tierra, aquel día ya la había cambiado de
manera irrevocable.
—Gracias —dijo a Jean-Claude en un susurro. Él la dejó a solas, para
que reflexionara sobre la forma en que su pasado y su futuro estaban
entrelazados con aquel antiguo y enigmático lugar.

Maureen y Jean-Claude comieron en el diminuto pueblo situado al pie


de Montségur. Tal como había prometido, el restaurante servía comida al
estilo cátaro. El menú era sencillo, pues consistía sobre todo en pescado y
verduras frescas.
—Existe la falsa idea de que los cátaros eran vegetarianos estrictos,
pero comían pescado —explicó Jean-Claude—. Se tomaban al pie de la letra
ciertos aspectos de la vida de Jesús. Como Jesús dio de comer a las
multitudes pan y pescado, creían que era una indicación de que debían
incluir el pescado en su dieta.
Maureen encontró la comida muy buena, y descubrió que estaba
disfrutando mucho. Sinclair tenía razón: Jean-Claude era un historiador
brillante. Ella le había ametrallado a preguntas mientras bajaban de la
montaña, y él había contestado a todas con paciencia y asombrosa
perspicacia. Cuando se sentaron a comer, ella respondió de buen grado a las
preguntas del hombre.
Jean-Claude empezó preguntándole por sus sueños y visiones. Antes,
este tipo de interrogatorio la incomodaba en grado sumo, pero estos últimos
días en el Languedoc habían abierto su mente al respecto. Aquí, aquel tipo
de visiones se consideraban normales, un hecho más de la vida. Era un alivio
hablar de ellas con esta gente.
—¿Tenía visiones de niña? — quiso saber Jean-Claude.
Maureen negó con la cabeza.
—¿Está segura?
—Si las tuve, no me acuerdo. Las primeras que recuerdo son las que
tuve en Jerusalén. ¿Por qué lo pregunta?
—Simple curiosidad. Continúe, por favor.
Maureen se explicó con más detalle, mientras Jean-Claude parecía
escuchar con mucha atención, y de vez en cuando intercalaba alguna
pregunta. Su interés aumentó cuando ella describió la visión de la crucifixión
que la había asaltado en Notre-Dame.
Maureen se dio cuenta.
—Lord Sinclair también pensó que esa visión es significativa.
—Lo es —asintió Jean-Claude—. ¿Le habló de la profecía?
—Sí, es fascinante, pero me preocupa un poco que piense en mí como
la Esperada de la profecía. Para que luego hablen del miedo a salir a escena.
El francés rio.
—No, no. Estas cosas no pueden forzarse. O lo es o no, y si lo es lo
sabrá muy pronto. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en el Languedoc?
—Habíamos pensado pasar cuatro días antes de volver a París, para
estar unos cuantos días más allí. Pero ahora no estoy segura. Aquí hay
mucho que ver y aprender. Improvisaré sobre la marcha.
Jean-Claude la escuchaba con semblante pensativo.
—¿Le ocurrió algo extraño anoche, después de la fiesta? ¿Algo que
considerara poco común? ¿Algún sueño nuevo?
Maureen meneó la cabeza.
—No, nada. Estaba agotada y dormí muy bien. ¿Por qué?
Jean-Claude se encogió de hombros y pidió la cuenta. Cuando habló,
fue casi como si lo hiciera para sí.
—Bien, eso reduce las posibilidades.
—¿Qué posibilidades?
—Pues que si piensa dejarnos pronto, tendremos que ver qué podemos
hacer para decidir si es la descendiente de la Paschalina, si en verdad es la
Esperada que nos conducirá hasta el gran tesoro secreto.
Guiñó un ojo a Maureen, mientras le retiraba la silla y se preparaban
para abandonar el suelo sagrado de Montségur.
—Será mejor que volvamos, antes de que Bérenger pida mi cabeza.

… ¿Cómo empiezas a escribir sobre una época que cambia el mundo?


He esperado tanto porque siempre he temido que este día llegaría y
tendría que revivirlo todo de nuevo. Lo he visto en mis sueños todos estos
años, una y otra vez, pero llega sin permiso para atormentarme. Nunca he
deseado devolverlo a la vida con una intención concreta. Pues si bien he
perdonado a todos los que participaron en el sufrimiento de Easa, el perdón
no ha traído el olvido.
Pero así debía ser, porque soy la única que queda capaz de contar lo
que pasó en realidad durante aquellos días de oscuridad.
Hay quienes dicen que Easa lo planeó desde el primer momento. Esto
no es cierto. Fue planeado para Easa, y lo vivió debido a su obediencia a
Dios. Bebió del cáliz que le sirvieron con una valentía y un talante que
nunca más se ha visto, salvo en su madre. Sólo su madre, María la Mayor,
oyó la llamada del Señor con la misma claridad, y sólo su madre respondió
a esa llamada con idéntico coraje.
Los demás nos conformamos con aprender de la gracia de ambos.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
12

Carcasona
25 de junio de 2005

TAMARA WISDOM Y DEREK WAINWRIGHT PARECÍAN la típica pareja de turistas


norteamericanos, paseando ante las murallas de Carcasona. Se encontraron
en el vestíbulo del hotel de Derek, y éste la besó con apasionamiento nada
más llegar. Ella sonrió con coquetería, al tiempo que le apartaba con
suavidad.
—Habrá mucho tiempo después para eso, Derek.
—¿Prometido?
—Por supuesto. — Recorrió con un dedo su espalda como para
confirmarlo—. Pero ya sabes que soy una adicta al trabajo. En cuanto me lo
quite de encima, tendremos el resto del día para… jugar.
—Bien, vámonos. Será mejor que conduzca yo.
Derek tomó la mano de Tammy y la guió hasta el aparcamiento y el
coche que había alquilado. Salió a la calle y rodeó la ciudad amurallada, para
luego desviarse por una carretera que se internaba en las colinas.
—¿Seguro que no hay peligro? — preguntó ella.
Derek asintió.
—Todos se han ido a París esta mañana. Todos, excepto…
—¿Excepto quién?
Dio la impresión de que iba decírselo, pero al final se echó atrás.
—Nada. Uno se ha quedado en el Languedoc, pero hoy está ocupado y
no existe ninguna posibilidad de que se tope con nosotros.
—¿Te importaría explicarte más?
Derek rio.
—Todavía no. Ya es bastante que corra este riego. ¿Sabes cuál será el
castigo si me pillan?
Tammy negó con la cabeza.
—No, ¿cuál? ¿Libertad condicional?
Él la miró de soslayo.
—Bromea lo que quieras, pero estos tipos no juegan.
Se pasó el dedo índice de un lado a otro de la garganta.
—No hablarás en serio.
—Pues sí. El castigo por revelar secretos de la Cofradía a alguien que
no pertenece a ella es la muerte.
—¿Ha ocurrido alguna vez o es el hombre del saco que se han
inventado para aumentar la mística de sociedad secreta y controlar a sus
miembros?
—Hay un nuevo Maestro de Justicia, así llamamos a nuestro líder, y es
un radical.
Tammy sopesó la información en serio un momento. Derek le había
confesado que era miembro de la Cofradía hacía algunos años, en un
momento de indiscreción alcohólica, pero después se serenó y no quiso
volver a hablar de ello. Le había extraído más información durante la fiesta
de la noche anterior. Al final, la combinación de alcohol y su deseo
largamente frustrado de poseerla habían conseguido que revelara el lugar
donde se hallaba su sede: en las afueras de Carcasona. O al menos eso creía
ella. Derek incluso se había ofrecido a enseñarle el sanctasanctórum hoy.
Pero Tammy no quería llevar sobre su conciencia las siniestras
consecuencias de su indiscreción, si es que éstas eran ciertas.
—Escucha, Derek, si esto es tan peligroso, no quiero empujarte a
hacerlo. En serio. Te puedo utilizar como fuente anónima si decido hablar de
la Cofradía en mis proyectos. Volvamos a Carcasona y comamos algo.
Podrás explicarme más cosas en la seguridad de un café, a plena luz del día.
Ya estaba. Le había proporcionado una salida fácil. Se sorprendió de
que no la aceptara.
—Oh, no. Quiero enseñarte esto. De hecho, ardo en deseos de hacerlo.
El entusiasmo de su respuesta inquietó a Tammy.
—¿Por qué?
—Ya lo verás.
Derek aparcó detrás de un seto, a varios cientos de metros de la entrada
de la propiedad. Caminaron con cautela siguiendo la carretera, y después se
desviaron por un camino estrecho y sin pavimentar. Anduvieron otros cien
metros, hasta que apareció ante su vista la capilla de piedra, la misma iglesia
en que los miembros de la Cofradía habían celebrado la ceremonia religiosa
la noche anterior.
—Ésa es la iglesia. Entraremos después, si quieres verla.
Tammy asintió, satisfecha con seguirle y ver adónde la conducía. Hacía
años que conocía a Derek, pero nunca habían hablado demasiado. Ahora se
dio cuenta de que no le conocía lo bastante bien para saber cuáles eran sus
verdaderos motivos. Al principio, había supuesto que era una cuestión de
instintos básicos masculinos, algo que podía manejar sin problemas. Pero, de
repente, hacía gala de una determinación desconocida, algo que jamás había
visto en él. La asustaba. Gracias a Dios que Sinclair y Roland sabían dónde
estaba.
La guió hasta una casita alargada que había detrás de la iglesia, sacó
una llave del bolsillo y abrió la puerta. El exterior vulgar del edificio no
preparó a Tammy para el tamaño y la ornamentación del Salón de la
Cofradía. Era lujoso, dorado, y las paredes estaban cubiertas hasta el último
centímetro cuadrado de obras de arte…, y cada una era la copia de un cuadro
de Leonardo da Vinci. En la pared opuesta, el primer espacio que se veía al
entrar en la sala, dos versiones del San Juan Bautista de Leonardo colgaban
una al lado de la otra.
—Dios mío —susurró Tammy—. Así que es verdad. Leonardo era un
juanista. Un absoluto hereje.
Derek rio.
—¿Según qué normas? En lo tocante a la Cofradía, los «cristianos» que
siguen a Cristo son los verdaderos herejes. Nos gusta llamarle el Usurpador
y el Sacerdote Malvado. — Derek abarcó el cuadro con un ampuloso
ademán y habló de una forma que Tammy nunca le había oído—. Leonardo
da Vinci era el Maestro de Justicia de su tiempo, el líder de nuestra Cofradía.
Creía que sólo Juan el Bautista era el verdadero Mesías, y que Jesús le
despojó de este puesto mediante la manipulación de las mujeres.
—¿La manipulación de las mujeres?
Derek asintió.
—Es la base de nuestra tradición. Salomé y María Magdalena
planearon la muerte de nuestro Mesías con el fin de colocar en el trono a su
falso profeta. La Cofradía las llama putas a las dos. Siempre lo ha hecho, y
siempre lo hará.
Tammy le miró con incredulidad.
—¿Crees eso? Maldita sea, Derek, ¿hasta qué punto estás metido en
esta filosofía? ¿Cómo has podido ocultarme este secreto?
Él se encogió de hombros.
—Los secretos es lo nuestro. En cuanto a la filosofía, me educaron para
creer en ella y estudié los textos secretos durante años. Es muy convincente.
—¿A qué te refieres?
—Al material que se halla en nuestra posesión. Lo llamamos El libro
verdadero del Santo Grial. Ha pasado de generación en generación desde la
época de Roma, transmitido por seguidores de Juan el Bautista. Describe con
todo lujo de detalles los acontecimientos que rodearon su muerte. Te
parecería fascinante.
—¿Puedo verlo?
—Te conseguiré una copia. Tengo una en la habitación de mi hotel.
Había algo más que una leve insinuación en esta última frase.
Tammy tomó nota mental y procuró no acobardarse. No le cabía duda
de lo que Derek esperaba a cambio de un documento tan valioso. Se alejó de
él y cruzó la sala para mirar los cuadros.
—¿Observas lo que tienen en común? — preguntó él.
—¿Aparte de que todos son de Leonardo? — Tammy negó con la
cabeza. No estaba viendo la relación; sólo distinguía lo evidente —. No. Al
principio pensé que todos plasmaban a Juan el Bautista, pero no es así. Ése
de ahí arriba parece un detalle de La Última Cena, pero es absurdo, a tenor
de lo que acabas de decir. ¿Por qué estaría aquí, si la Cofradía considera a
Jesús un usurpador y culpa a María Magdalena de la muerte de Juan?
—Por eso —dijo Derek, y extendió la mano derecha ante sí en un gesto
concreto. Su dedo índice apuntaba al cielo, con el pulgar hacia arriba, y los
otros tres dedos doblados hacia abajo. Tammy miró y reparó en que uno de
los apóstoles del famoso fresco de Leonardo estaba haciendo el mismo gesto
con la mano, de una forma casi amenazadora en dirección al rostro de Jesús.
—¿Qué significa eso? — preguntó Tammy—. Lo he visto antes, en el
Juan el Bautista que hay en el Louvre. Supuse que era una referencia al
cielo.
Derek rio con fingida decepción.
—Vamos, vamos, Tammy. Deberías saber que Leonardo siempre era
sutil. Lo llamamos el gesto de «Acordaos de Juan», y posee múltiples
significados. En primer lugar, si miras con atención, los dedos forman la «J»
de Juan. El dedo índice derecho alzado también representa el número uno.
De forma que el gesto, en su conjunto, significa «Juan es el primer Mesías».
Ah, y hay otra cosa más importante acerca del gesto de «Acordaos de Juan»,
y es la reliquia.
—¿Tenéis una reliquia de Juan?
Derek sonrió con malicia.
—Ojalá estuvieran aquí para poder enseñártelas, pero el Maestro de
Justicia nunca las suelta. Tenemos las falanges del dedo índice derecho de
Juan, el mismo dedo utilizado para hacer el gesto que ha sido nuestra
contraseña en público durante mil años. Permitía a caballeros y nobles
reconocerse mutuamente con discreción en la Edad Media, y aún lo
utilizamos hoy. Usamos el dedo de Juan en nuestras ceremonias iniciáticas.
Y también la cabeza.
Eso llamó la atención de Tammy.
—¿Tenéis la cabeza de Juan?
Derek rio.
—Sí. El Maestro de Justicia le saca brillo cada día. Es la gran atracción
de todos los ritos de la Cofradía.
—¿Cómo sabes que es la auténtica?
—La tradición. Ha sido transmitida desde tiempo inmemorial. Hay una
gran historia detrás, pero dejaré que la leas en El libro verdadero del Santo
Grial. Bien, a propósito del dedo índice: si te fijas, aparece en todos estos
cuadros.
Incluso hablando de un tema tan importante, Tammy reparó en que la
atención de Derek era errática, e iba saltando de un tema a otro. ¿Era a
propósito? ¿Tenía intenciones ocultas? Hasta aquel momento, no había
creído que poseyera una gran inteligencia, pero ahora experimentaba la
sensación de que le había subestimado. Diversas ideas acudieron a su mente,
mientras intentaba conservar la frialdad. ¿Aquel tipo era un fanático? ¿Cómo
no se había dado cuenta de lo obcecado que era? Tammy intentaba no
dejarse vencer por la espantosa idea de que se había metido hasta las cejas en
una situación muy peligrosa.
Derek le fue enseñando las pinturas, indicando el gesto de «Acordaos
de Juan» en cada una. En los retratos de Juan, el propio Bautista hacía el
mismo gesto. En La Última Cena, era uno de los apóstoles, un Tomás muy
agitado.
—Varios apóstoles eran seguidores de Juan mucho antes de que Jesús
apareciera —le informó Derek—. Lo más importante de esta versión de La
Última Cena es que Jesús anuncia que uno de ellos le traicionará. Tomás lo
afirma, y le explica el motivo con el gesto de «Acuérdate de Juan», en
memoria del Bautista. El sino de Juan será el tuyo. Es lo que está diciendo
con el dedo índice en las narices del falso profeta. Serás martirizado como
Juan en venganza.
Tammy estaba conmocionada por aquella nueva y sorprendente
interpretación de una de las imágenes más famosas del mundo. No pudo
contener su siguiente pregunta.
—Supongo que no creerás que María Magdalena está sentada al lado de
Jesucristo en La Última Cena.
Derek escupió en el suelo a modo de respuesta.
—Esto es lo que pienso de esa teoría, y de todos quienes la creen.
Derek desechó con un ademán La Última Cena, pero aún no había
terminado la lección de historia del arte. Condujo a Tammy hasta la pared
larga que albergaba las dos versiones de la famosa Virgen de las Rocas, y
señaló en primer lugar el lienzo de la derecha.
—Encargaron a Leo un cuadro de la Virgen y el Niño para la fiesta de
la Inmaculada Concepción. Por lo visto, esto no era lo que deseaba la
Fraternidad de la Inmaculada Concepción. Lo rechazaron. Pero se ha
convertido en un clásico de nuestra Cofradía, y todos guardamos una
reproducción en casa.
El motivo central del cuadro era una Madonna con el brazo derecho
alrededor de un niño, y la mano izquierda sobre otro niño sentado bajo ella.
Un ángel observaba la escena.
—Todo el mundo cree que es María, pero se equivocan. El título
original del cuadro era la Madonna de las Rocas, no la Virgen de las Rocas.
Fíjate bien. Es Isabel, la madre de Juan el Bautista.
Tammy no se quedó muy convencida.
—¿En qué te basas para afirmar eso?
—En primer lugar, la tradición de la Cofradía. Lo sabemos —replicó
con seguridad teñida de arrogancia—. Pero la historia del arte nos respalda.
Leonardo se peleó con la Fraternidad por el pago de este cuadro, de modo
que se vengó haciéndoles creer que les entregaba la escena tradicional que
habían encargado. Pero en realidad pintó una versión de toda nuestra
filosofía que era como una bofetada en plena cara. Era travieso y juguetón.
Gran parte del arte de Leonardo consistía en tomar el pelo a la Iglesia y
salirse con la suya, porque era mucho más inteligente que los estúpidos
papistas de Roma.
Tammy intentó disimular la sorpresa que le causaba el fanatismo de
Derek. Nunca había conocido esta faceta de él, que cada vez la incomodaba
más. Acarició el móvil en su bolsillo. Si la situación empeoraba, podría
enviar un mensaje de socorro. No obstante, se sentía desgarrada. Como
escritora y realizadora, había encontrado la gallina de los huevos de oro. ¿Se
atrevería a sacar partido de la situación?
Derek seguía perorando sobre Leonardo, su ídolo.
—¿Sabías que la Mona Lisa es un autorretrato? Leonardo hizo un
boceto de sí mismo, y después lo convirtió en la mujer que conocemos hoy.
Para él, fue una gran tomadura de pelo, y la sigue siendo, porque la gente
hace cola durante horas para ver ese cuadro. Odiaba a las mujeres por culpa
de su madre. Incluso intensificó las restricciones sobre las mujeres en la
Cofradía, a modo de castigo por su desdichada infancia. Consta en una
enmienda de El libro verdadero del Santo Grial. Ya lo verás.
Derek se explayó con una breve historia de Leonardo. El artista fue
abandonado por su madre natural, y padeció una infancia confusa con una
madrastra difícil. De hecho, todas las relaciones documentadas de Leonardo
con mujeres fueron negativas o traumáticas. Su aversión hacia las mujeres
había sido investigada a fondo por historiadores, quienes también habían
consignado que el artista fue detenido y encarcelado en una ocasión por
sodomía. Pero el peor estigma para su reputación llegó cuando adoptó a un
niño de diez años como aprendiz, que permaneció con él durante largo
tiempo. Si bien la vida personal de Leonardo fue escandalosa con frecuencia,
se libró de problemas con las autoridades porque pintaba para la Iglesia y
contaba con la protección de otros mecenas, que solicitaban favores por su
mediación.
—Siempre que se veía obligado a pintar a una mujer, como la Mona
Lisa, la convertía en una especie de chiste, sólo para divertirse. Era su forma
de superar la aversión a pintar temas que no le apetecían.
Derek se volvió hacia la Madonna de las Rocas.
—La única mujer a la que respetaba, por lo que sabemos, era Isabel, la
madre y mujer perfecta. La verdadera Madonna. Aquí está con el brazo
alrededor de un niño, su hijo. Es Juan, no cabe la menor duda.
Tammy asintió. Estaba claro que el niño refugiado en los brazos de la
mujer era Juan el Bautista.
—Ahora, mira la mano izquierda de Isabel. Está apartando a Cristo,
para demostrar que es inferior a su hijo. Leonardo llega incluso a situar a
Jesús por debajo de Juan para demostrar su inferioridad. Y mira los ojos del
arcángel Uriel. ¿A quién está mirando con adoración? ¿Lo ves en la primera
pintura? Está señalando a Juan, pero también está haciendo el símbolo de
«Acordaos de Juan».
»A la gentuza de la Inmaculada Concepción no le gustó ni el cuadro ni
su obvio mensaje juanista. Encargaron a Leo un segundo lienzo, y esta vez
insistieron en que María y Jesús debían llevar halos, y en que el ángel no
señalara a Juan. Mira aquí y verás que recibieron lo que deseaban, más o
menos. María y Jesús tienen halo, pero Juan también. Asimismo, concedió a
Juan un báculo bautismal, para dejar todavía más claro quién es y dotarle de
más autoridad. En ambos cuadros, Jesús está bendiciendo a Juan. Bien, si
miras los dos cuadros, ¿a quién crees que Leonardo veneraba como Mesías y
profeta verdadero?
Tammy contestó con sinceridad.
—A Juan el Bautista, sin duda.
—Por supuesto. El arcángel Uriel está afirmando la superioridad de
Juan el Bautista, y también la de su madre. En nuestra tradición, veneramos
a Isabel de la misma forma que los engañados cristianos veneran a la madre
de Jesús. Nuestras chicas son educadas a imagen y semejanza de Isabel, para
convertirse en Hijas de la Justicia.
Tammy enarcó una ceja.
—¿Qué significa eso?
Derek sonrió con astucia y se acercó más a ella.
—Las mujeres deberían saber cuál es su lugar, y éste no es otro que ser
obedientes y sumisas con los hombres en el curso de sus vidas. Pero no es
tan horrible como suena. En cuanto son madres, se ganan el título de
«Isabel» y son tratadas como reinas. Deberías ver los diamantes que mi
padre regaló a mi madre por cada hijo que tuvo. Créeme, si supieras cómo
fue su vida plena de privilegios, no sentirías compasión por ella.
—¿Tú apoyas la idea de que las mujeres han de ser dóciles?
Tammy no cedió terreno, pues no quería que se notara su creciente
nerviosismo.
—Como ya he dicho, me educaron así. Ya me va bien.
Se encogió de hombros.
Ella meneó la cabeza, y después se puso a reír, una mezcla de ironía y
nerviosismo.
—¿Qué pasa? — preguntó Derek.
—Estaba pensando en esta sala, con las herejías de Da Vinci, y en la
sala de Sinclair y las herejías de Botticelli. Es una especia de «Lucha a
muerte en el Renacimiento», Leonardo frente a Sandro.
Derek no rio.
—Sería divertido si no fuera tan dramático. La rivalidad entre los
descendientes de Juan y los descendientes de Jesús ha causado un gran
derramamiento de sangre. Todavía es origen de muchos problemas en la
actualidad, más de los que creerías.
Tammy miró a Derek con fingida confusión. Sabía muy bien lo que
quería decir, pero no podía permitir que se diera cuenta.
—¿Los descendientes de Juan? — preguntó con inocencia.
Derek pareció sorprenderse.
—Por supuesto. No me digas que no lo sabías.
Ella no cedió y negó con la cabeza.
—Pues no.
Su expresión le imploraba que continuara.
—Vamos, ¿no sabías que Juan tuvo un hijo? Los descendientes de Juan
fundaron la Cofradía. Bien, es una larga historia, porque al final la mitad se
vendieron a los papistas y a los seguidores de Cristo, como los Médicis.
Hizo una mueca cuando mencionó el nombre de la primera familia
histórica de Italia.
—Incluso Leonardo acabó al servicio del enemigo al final de su vida,
aunque creemos que le retuvieron cautivo en Francia contra su voluntad.
Pero los demás, el núcleo duro, formaron nuestra Cofradía. De hecho, estás
mirando a un tataranieto de Juan el Bautista, salvando un abismo de unos
dos mil años.

Tammy temía lo inevitable, que acabaría en la habitación de Derek, y


algo aún peor. Pero no había manera de sortear el escollo. Tenía que
apoderarse de El libro verdadero del Santo Grial y descubrir que tramaban
estos chicos juanistas. Tenía la oportunidad de ser la primera persona ajena a
la Cofradía que obtuviera esta información secreta, y no iba a desperdiciarla.
Se trataba de algo mucho más importante de lo que habían imaginado, y no
pensaba marcharse sin ese libro. Lo haría por su futura película, lo haría por
sus amigos de las Manzanas Azules, y sobre todo, lo haría por Roland. Él
nunca sabría hasta dónde había tenido que llegar para obtener los
documentos. Tendría que inventar una versión verosímil de los hechos. Por
suerte, el chófer del Château des Pommes Bleues la recogería por la tarde, de
modo que tendría tiempo para meditar sobre su historia durante el viaje de
regreso a Arques.
Tammy insistió en comer antes de regresar al hotel de Derek, y pidió
una botella del vino color rubí del Pays d’Oc. Le había visto ingerir
fármacos para combatir la resaca, y albergaba una mínima esperanza de que,
combinados con el vino, transformaran a Derek en un ser más dócil, o le
sumieran en la inconsciencia.
Durante la comida, Derek confesó a Tammy que le estaba contando
secretos de la Cofradía porque quería que los aireara en letra impresa y en
una película. Nunca podría hablar en público de ello (sus propósitos eran
muy concretos, pero no estaba loco), pero quería que alguien revelara la
verdad de la Cofradía.
—Pero ¿por qué? — preguntó Tammy. Para ella, carecía de sentido.
Derek estaba metido hasta el cuello en la Cofradía, y la influencia de su
doctrina en él era más que notable. La Cofradía era responsable en parte de
la riqueza de su familia. ¿Por qué se volvía Derek contra ellos?
—Escucha, Tammy —susurró, al tiempo que se inclinaba hacia ella
sobre la mesa—. Quiero contarte muchas cosas, cosas relacionadas con
delitos graves. Incluido el asesinato. Pero no puedes decir a nadie que he
sido yo, de lo contrario soy hombre muerto.
—Aún no lo entiendo —contestó ella—. ¿Por qué traicionas a una
organización tan importante para ti y para tu familia?
—El nuevo Maestro de Justicia —replicó con rabia Derek—.
Cromwell. Es un demente bastardo, y nos arrastrará a todos con él. De
hecho, soy leal, no desleal. La única esperanza que tenemos de salvar a la
Cofradía es eliminarle antes de que cause daños permanentes. Quiero
desenmascararle a él, no a la Cofradía. Presentarle al mundo como una
bomba de relojería, un loco fanático.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Tammy se sentía cada vez más inquieta. Esto era mucho más grande de
lo que había imaginado, y mucho más turbio de lo que deseaba.
Derek acarició su brazo con un dedo, al parecer satisfecho de sí mismo.
—Porque eres ambiciosa y te encantará tener la exclusiva de esta
información, que podrás explicar en tu libro y en tu película. Y porque mi
fondo fiduciario equivale al producto nacional bruto de varias naciones
independientes, y sabes que te extenderé todos los cheques que necesites
para financiarte. ¿Me equivoco?
Tammy le sonrió con dulzura y posó la mano sobre la de él, intentando
no vomitar. Tenía que seguir el juego.
—Claro que no.
Lo que Derek no había revelado en su conversación era que la
delegación norteamericana estaba preparando un golpe en el seno de la
Cofradía. En primer lugar, necesitaban atar algunos cabos sueltos en Europa,
eliminando a quienes detentaban puestos de poder. Su padre, Eli Wainwright,
sería el siguiente Maestro de Justicia (con Derek como eventual sucesor), si
eran capaces de neutralizar la estructura de poder europea.
Derek Wainwright sonrió. En su rostro se dibujó la expresión astuta de
un depredador. Había estado utilizando a Tammy para sus propósitos desde
el primer momento. Si pensaba que le había alentado a revelar secretos de la
Cofradía utilizando sus encantos femeninos, entonces era la golfa estúpida
que merecía ser manipulada como él deseaba. De todos modos, sería una
forma sumamente agradable de acabar la tarde. ¿Y acaso no le había
excitado ya bastante la muy puta?

Tammy intentó no despertar a Derek mientras recogía sus cosas.


Necesitaba salir cuanto antes de allí, ardía en deseos de volver a la seguridad
del castillo y tomar una ducha muy larga. Se preguntó si lograría eliminar el
hedor de estos fanáticos de la Cofradía que impregnaba su piel.
Por suerte, había evitado el peor desenlace posible. Había calculado
bien: el consumo de fármacos, combinado con el vino y el agotamiento,
habían hecho que Derek perdiera el sentido en cuanto regresaron a la
habitación de su hotel.
Al principio, había sido difícil. Las manos de Derek no le concedieron
tregua cuando llegaron a su habitación, pero Tammy le recondujo con
habilidad hacia su obsesión evidente: derrotar a su rival, John Simon
Cromwell. Subrayó que necesitaba la máxima información posible si iba a
ser su socia en un juego tan peligroso. Derek reveló lo que había prometido,
y algo más: documentos, secretos y la descripción horriblemente gráfica de
un brutal asesinato cometido en Marsella años antes.
Tammy había necesitado hacer un gran esfuerzo para no vomitar
cuando Derek describió la ejecución de un hombre del Languedoc, dos años
antes. Habían decapitado y mutilado a la víctima, el dedo índice derecho
seccionado como símbolo de la venganza de la Cofradía. Saber que
semejante acto se había llevado a cabo le resultaba aborrecible, pero conocer
quién había sido el muerto: el ex Gran Maestre de la Sociedad de las
Manzanas Azules, hacía que para Tammy todo fuera aún más horrible. No
podía permitir que Derek supiera que estaba enterada del crimen. Había
procurado mostrarse lo más inexpresiva posible.
Se estaba esforzando por recogerlo todo y salir con sigilo de la
habitación, cuando derribó con estrépito una lámpara de mesa. Oyó que
Derek se removía y maldijo su torpeza.
—Eh —gruñó el hombre, atontado—. ¿Dónde vas?
—Ha llegado el coche de Sinclair para llevarme a Arques. He de volver
para cenar esta noche con Maureen.
Derek intentó incorporarse, se agarró la cabeza y gimió. Se derrumbó
de nuevo en la cama.
—Ah, Maureen —dijo—. Maldita sea, casi me olvido de decírtelo.
Tammy se quedó petrificada.
—¿Qué?
—Puede que hoy tenga problemas.
—¿Cómo?
—Hoy ha ido de paseo con Jean-Claude de la Motte, ¿verdad?
Tammy asintió, mientras intentaba deducir algo de sus palabras. Derek
rodó sobre su espalda y se estiró con languidez.
—Despierta, nena. Jean-Claude es uno de los nuestros. O quizá debería
decir uno de ellos. Es el brazo derecho de ese chiflado Maestro de Justicia, y
el jefe de nuestra sección francesa. Lo ha sido desde que era joven. Su
verdadero nombre no es ni siquiera Jean-Claude, sino Jean-Baptiste. — Hizo
una pausa para reír esta pequeña broma antes de continuar—. Pero no creo
que le haya hecho nada. Todavía. Están demasiado interesados en si
encuentra o no el supuesto tesoro durante su estancia. Y ambos sabemos que
esa posibilidad tiene un límite de tiempo.
La cabeza de Tammy daba vueltas. Era incapaz de aceptar la traición de
Jean-Claude, tan deprisa no. Hacía años que era amigo de Sinclair y Roland,
y ambos confiaban en él. ¿Cuándo había empezado esta infiltración? No
obstante, algo más la atormentaba, y debía saber. Rezó para disimular la
agitación que experimentaba, y formuló la pregunta con una calma que no
sentía.
—Desde un punto de vista histórico, la Esperada fue eliminada antes de
que el tesoro se descubriera. ¿Por qué iba a ser ésta diferente? Si Jean…
Baptiste y tu líder creen que Maureen es la de la profecía, ¿por qué no se
deshacen de ella antes de que pueda desempeñar ese papel, como hicieron
con Juana y Germana?
Derek bostezó.
—Porque quieren que les conduzca hasta el libro de la Magdalena de
una vez por todas, y así poder destruirlo. Después tu amiga será historia
antes de que tenga la oportunidad de escribir al respecto.
—¿Por qué me cuentas todo esto? — preguntó Tammy con cautela.
—Porque quiero que Jean-Baptiste se hunda con su líder, y me imagino
que cuando tu Gran Maestre Sinclair se entere de que le han engañado,
eliminará a ese gabacho entrometido y yo me quedaré contento.
Tammy tuvo ganas de chillar, tuvo ganas de decirle que Sinclair y los
demás miembros de la organización no eran como Derek y los sembradores
de odio de su Cofradía. Pero no iba a decir nada hasta que saliera sana y
salva por la puerta.
Pero Derek aún no había terminado.
—Entretanto, digamos que yo en tu lugar sacaría a esa pelirroja del
Languedoc lo antes posible.
Tammy se volvió hacia la puerta, y luego se detuvo. Tenía que hacer
una última pregunta, tenía que saber hasta qué punto la había engañado
Derek durante todos esos años.
—¿Qué sientes al respecto? — preguntó en voz baja.
—Todo me da igual, en realidad —contestó él en tono aburrido, más
que dispuesto a volver al sopor inducido por el vino—. Aunque tu amiga
parece bastante simpática, es hija de Jesús, y eso la convierte en mi enemiga
natural. Las cosas son así. Tal vez no lo entiendas, pero nuestras creencias se
remontan a tiempos inmemoriales. En cuanto al descubrimiento de los
pergaminos de la puta, todo el mundo parece seguro de que esta vez ocurrirá,
porque tu chica encaja en todo lo anunciado en la profecía, no sólo en
algunas cosas. Pero no me preocupa. ¿Qué más da?
Rio un segundo y rodó de costado. Luego se incorporó sobre un codo y
la miró.
—Lo más divertido es que nadie quiere esos pergaminos. El Vaticano
no desea reconocerlos debido al contenido, ni tampoco las principales
corrientes cristianas. Los historiadores no los quieren, porque todos los
académicos y estudiosos de la Biblia quedarían como idiotas. Por lo tanto,
existen muchas posibilidades de que nuestros enemigos los entierren antes
de que la gente se entere de su existencia. Eso nos ahorrará el problema de
saber qué hacer con ellos. Yo lo veo así.
Bostezó de nuevo, como si el tema fuera demasiado prosaico para
concederle más importancia, y se tendió de nuevo.
—Los despreciamos porque sabemos que contienen mentiras sobre
Juan el Bautista —añadió—. Y porque los escribió una puta.

Tammy deseaba huir del hotel, alejarse de Derek y de su odiosa


filosofía de la Cofradía lo antes posible. Tenía agarrado con fuerza el móvil,
y lo sacó del bolsillo en cuanto salió a la calle. No había tiempo para pensar,
no había tiempo de hacer nada, salvo averiguar dónde estaba Maureen.
Pulsó la tecla que comunicaba con Roland y le entraron ganas de llorar
cuando oyó su consolador acento occitano. La conexión era horrible, y tuvo
que chillar varias veces para que la oyera.
—¡Maureen! ¿Sabes dónde está Maureen?
¡Maldición! No pudo oír su respuesta. Gritó de nuevo.
—¿Qué? No te oigo. Grita, Roland. Grita, a ver si te oigo.
—¡Maureen… está… aquí!
—¿Estás seguro?
—Sí. Te estaba buscando. Ella…
La conexión se interrumpió. Mejor —pensó Tammy—. No quiero
explicar nada a Roland hasta que haya tenido tiempo de pensar en todo
esto. Mientras Maureen estuviera a salvo en el Château des Pommes Bleues,
habría tiempo de reorganizarse. Se encontraría con Sinclair antes de la cena
para elaborar alguna estrategia.
Tammy consultó la hora en el móvil. Faltaban menos de treinta minutos
para la hora en que había quedado con el chofer, cerca de las puertas de la
ciudad. No estaba muy lejos, pero se sentía débil y no estaba segura de que
sus piernas temblorosas la sostuvieran. Empezó a andar, intentando respirar
mientras reflexionaba sobre todas las noticias sorprendentes que Derek le
había comunicado. Lo recordó todo en vividos colores y se le revolvió el
estómago. Al observar el jardín de un pequeño hotel que había enfrente,
corrió y llegó a los arbustos justo a tiempo de vomitar.

Château des Pommes Bleues


25 de junio de 2005

MAUREEN SE SENTÍA MUY CULPABLE por haberse olvidado de Peter, pero


cuando regresó de su paseo con Jean-Claude, no lo encontró por ninguna
parte.
—No he visto al padre desde esta mañana —le informó Roland—.
Desayunó tarde, y al cabo de poco le vi marcharse con el coche que
alquilaron. Pero es domingo. A lo mejor ha ido a misa. Hay muchas iglesias
en la zona.
Maureen asintió, sin preocuparse demasiado. Peter era un hombre de
mundo y hablaba francés con fluidez, de modo que era lógico que hubiera
decidido ir a misa y seguir explorando aquella extraordinaria región.
Había quedado para cenar con Tammy más tarde en el castillo, algo que
estaba impaciente por hacer, pero no a expensas de herir los sentimientos de
Peter.
—¿Hay alguna forma de ponerse en contacto con Tamara Wisdom? —
preguntó a Roland—. Olvidé preguntarle si tiene móvil.
—Oui, tiene. La llamaré, porque he de preguntarle algo relacionado con
lord Bérenger. ¿Ocurre alguna cosa?
—No, sólo me estaba preguntando si le importaría que Peter cenara con
nosotras.
—Estoy seguro de que no habrá ningún problema, mademoiselle
Paschal. De hecho, creo que ella espera que el padre acuda. Pidió que
preparara cena para los cuatro a las ocho.
Maureen dio las gracias a Roland y se retiró a su habitación. Antes se
detuvo ante la puerta de Peter y llamó con los nudillos, pero nadie contestó.
Giró el pomo dorado, empujó la puerta con suavidad y asomó la cabeza en el
interior. Sus cosas estaban colocadas pulcramente al lado de la cama: la
Biblia forrada de cuero y el rosario de cuentas de cristal. Pero él no estaba.
Maureen volvió a su suite palaciega y sacó la libreta Moleskine más
grande. Quería escribir sobre Montségur mientras todo estuviera fresco en su
mente, pero cuando quitó la goma elástica de la libreta y abrió las páginas, se
sorprendió de que otra historia de martirio acudiera a su mente.

Una mañana, durante su visita a Tierra Santa, Maureen había subido a


las escarpadas montañas de la región del mar Muerto, y seguido la senda
rocosa y serpenteante junto con un puñado de turistas. No estaba segura de
qué la había impulsado a emprender aquella agotadora ascensión. Incluso a
una hora tan temprana, el calor era agobiante. Los otros visitantes eran
judíos, y para ellos debía tratarse de un peregrinaje emotivo. Maureen no
podía alardear de herencia o religión semejantes.
Se detuvo muchas veces durante el camino para admirar el panorama de
luz y color, de una belleza casi dolorosa, que se dibujaba sobre el extraño
paisaje lunar y se reflejaba en los cristales de sal del agua dormida. La vista
le dio fuerzas para seguir abusando de sus músculos doloridos.
Escuchó retazos de conversación de los demás peregrinos mientras
subían. No entendía el hebreo, pero la pasión que les había empujado hacia
aquel viaje era inconfundible. Se preguntó si estarían hablando de los
mártires de Masada, que eligieron morir antes que vivir de rodillas, o ver a
sus mujeres e hijos sometidos a la esclavitud y corrupción de los romanos.
Al llegar a la cumbre exploró los restos de lo que había sido una gran
fortaleza, deambuló entre los salones en ruinas y los muros derruidos. Al
tratarse de un espacio muy amplio, pronto se encontró sola, separada de los
demás peregrinos, que estaban explorando otros espacios del recinto
sagrado. Reinaba una quietud absoluta en aquel lugar, un calmo silencio que
era una ruina en sí mismo, tan tangible como las piedras. Estaba inmersa en
aquella sensación mientras miraba casi ausente las ruinas de un mosaico
romano. Entonces la vio.
Sucedió con suma rapidez, sin previo aviso, como sus demás visiones.
No podía recordar cómo había sabido que la niña estaba allí, sólo supo que
había una presencia cercana. A unos tres metros de distancia, una niña que
no tendría más de cuatro o cinco años estaba mirándola con sus enormes
ojos oscuros. Su ropa estaba raída y desgarrada. Las lágrimas se mezclaban
con el barro que manchaba su cara. No habló, pero en aquel momento
Maureen supo que la niña se llamaba Hannah, y que había presenciado
acontecimientos que ningún niño debería padecer.
Maureen también sabía que, de alguna manera, la niña había
sobrevivido a la indecible tragedia de Masada. Abandonó este lugar y se
llevó con ella la historia de lo ocurrido. Ése era su legado, divulgar la verdad
de lo ocurrido a su pueblo.
Ignoraba cuánto rato hacía que la niña había aparecido ante ella. Sus
visiones parecían ser ajenas al transcurrir del tiempo. ¿Fueron minutos?
¿Segundos? ¿Eternidades?
Más tarde, Maureen habló con uno de los guías israelíes de Masada. Era
joven y franco, y se sorprendió a sí misma refiriéndole el encuentro con la
niña. El joven se encogió de hombros y dijo que no consideraba increíble o
anormal ver algo así en un lugar tan cargado de emociones. Explicó que
corrían leyendas sobre los supervivientes de Masada, una mujer y varios
niños que se escondieron en una cueva y lograron escapar, y que se llevaron
la verdadera historia y la conservaron a su manera.
Maureen creía que la pequeña Hannah era uno de esos niños.
Desde aquel día se había preguntado muchas veces por qué había tenido
la visión, por qué le había pasado a ella. Se consideraba indigna de aquel
honor, de un encuentro tan profundo con la historia sagrada del pueblo judío.
Pero después de la experiencia en Montségur, todo comenzaba a formar un
delicado dibujo que Maureen estaba empezando a comprender por fin. La
pequeña Hannah y la muchacha cátara conocida como la Paschalina estaban
relacionadas, en espíritu cuando no por herencia de sangre. Eran niñas que
habían huido para conservar la historia, a fin de que la verdad nunca se
perdiera. Su destino era convertirse en los más sagrados maestros de la
humanidad. Aquellas niñas, y las mujeres en que se convirtieron, encarnaban
la historia y supervivencia de la raza humana. Sus experiencias carecían de
fronteras. Sus historias pertenecían a todo el mundo, con independencia de
razas y creencias religiosas.
Al comprender esa relación, ¿no podíamos compartir todos el
conocimiento de que, en último extremo, constituíamos una sola tribu?
Maureen dio las gracias a Hannah y a la Paschalina en un susurro,
mientras terminaba de escribir en su diario.
Tammy entró corriendo en el castillo, con la esperanza de no cruzarse
con nadie antes de tomar una ducha. Estaba agotada, y sentía sucio hasta el
último centímetro de su cuerpo. Pero la soledad no le iba a ser concedida.
Roland la interceptó cuando llegó a la puerta de su habitación.
La abrió para dejarla pasar.
—¿Te encuentras bien? — preguntó con semblante grave.
—Estoy bien.
Había ensayado un discurso durante el trayecto de vuelta, pero una sola
mirada al enorme occitano bastó para derretir su corazón. Experimentó un
enorme alivio al encontrarse con él, de forma que se arrojó entre sus brazos
y lloró.
Roland se quedó estupefacto. Nunca había observado el menor signo de
vulnerabilidad en aquella mujer.
—¿Qué ha pasado, Tamara? ¿Te ha hecho daño? Tienes que decírmelo.
Tammy intentó serenarse. Dejó de llorar y miró a Roland.
—No, no me ha hecho daño, pero…
—¿Qué ha sucedido?
Ella tocó su rostro, el rostro anguloso y masculino que estaba
empezando a amar.
—Roland —susurró—. Roland… Tenías razón en lo referente a la
identidad del asesino de tu padre. Creo que ahora puedo demostrarlo.

… Easa era el hijo de la profecía, todo el mundo lo sabía. Y la profecía


significaba un destino que debía cumplirse de la manera exacta. Easa lo
hizo. No por cubrirse de gloria, sino para que los hijos de Israel
comprendieran y abrazaran mejor su papel de Mesías. Cuanto más se
adaptara la existencia de Easa a la naturaleza exacta de la profecía, más
fuerte sería la gente cuando él se hubiera marchado.
Pero pese a todo eso, no esperábamos que sucediera de esa forma.
Easa entró en Jerusalén a lomos de un asno, fiel a las palabras del
profeta Zacarías acerca de la llegada del ungido. Le seguimos con palmones
y cantando hosanas. Una gran muchedumbre se congregó cuando entramos
en Jerusalén, y una sensación de alegría y esperanza impregnaba el aire.
Muchos nos seguían desde Betania, y salieron a nuestro encuentro los
compatriotas de Simón, los zelotes. Hasta representantes de un movimiento
muy solitario de esenios habían abandonado su morada del desierto para
acompañarnos en este día triunfal.
Los hijos de Israel se regocijaban de que este elegido hubiera venido
para liberarlos de Roma y del yugo de la opresión, la pobreza y la miseria.
Este hijo de la profecía se había hecho hombre y era un mesías. Había
fortaleza en nuestros corazones, y en nuestras filas.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
13

Château des Pommes Bleues


25 de junio de 2005

LAS CENAS EN EL CASTILLO siempre implicaban un gran despliegue


gastronómico cuando había invitados, y esta noche no era diferente.
Bérenger Sinclair había confiado en el personal de cocina y en su bodega
para ofrecer una fiesta languedociana de proporciones medievales y
decadentes. La conversación también era muy animada. Tammy mostraba un
aplomo merecedor de un oscar. Adoptó su habitual actitud provocadora,
como si estuviera recuperada por completo.
Maureen disfrutó viendo a Sinclair y Tammy discutir amistosamente
con Peter, convencida de que su primo podría salir indemne de cualquier
debate teológico. Lo sabía por propia experiencia.
Sinclair se lanzó a su perorata.
—Sabemos que el Nuevo Testamento procede del Concilio de Nicea. El
emperador Constantino y su concilio tenían muchos evangelios donde elegir,
pero sin embargo seleccionaron cuatro, que luego fueron alterados de
manera radical. Fue un acto de censura que cambió la historia.
—No puedes evitar preguntarte qué decidieron ocultarnos —intervino
Tammy.
Peter no se sentía nada molesto por una discusión que había sostenido
cientos de veces. Su respuesta sorprendió a sus presuntos antagonistas.
—No cejen en su empeño. Recuerden que ni siquiera nosotros sabemos
con seguridad quiénes escribieron esos cuatro evangelios. De hecho, sólo
estamos seguros hasta cierto punto de que no fueron escritos por Mateo,
Marcos, Lucas y Juan. Debieron ser atribuidos a los evangelistas en algún
momento del siglo dos, y algunos dirían que ni siquiera eso se acerca a la
verdad. Además, incluso con la escasa documentación que posee el
Vaticano, no podemos asegurar en qué idioma estaban escritos los
evangelios.
Tammy se quedó patidifusa.
—Pensaba que estaban escritos en griego.
Peter negó con la cabeza.
—Las primeras versiones que tenemos están en griego, pero deben de
ser traducciones de textos más antiguos. No estamos seguros.
—¿Por qué es tan importante el idioma original? — preguntó Maureen
—. Aparte de los errores de traducción.
—Porque el idioma original es la primera indicación de la identidad y el
origen geográfico del autor —explicó Peter—. Por ejemplo, si los evangelios
originales hubieran sido escritos en griego, eso indicaría que los autores eran
helenizantes, una influencia griega reservada para la élite, para los cultos e
ilustrados. Por tradición, no pensamos en los apóstoles así, de modo que
esperamos otra cosa, una lengua vernácula como el arameo o el hebreo. Si
estuviéramos seguros de que los originales estaban escritos en griego,
deberíamos investigar quiénes eran los primeros seguidores de Jesús.
—Los evangelios gnósticos descubiertos en Egipto estaban escritos en
copto —aportó Tammy.
Peter la corrigió con delicadeza.
—Existen textos coptos, pero muchos fueron copiados del griego y
traducidos al copto.
—¿Y eso qué nos da a entender? — preguntó Maureen.
—Bien, sabemos que ninguno de los seguidores originales era egipcio,
lo cual nos dice que algunos se exiliaron a Egipto y que el cristianismo
primitivo floreció allí. Los cristianos coptos.
—Pero, entonces, ¿qué sabemos con certeza sobre esos cuatro
evangelios?
Maureen se sentía intrigada por la conversación. En el curso de sus
investigaciones, no había podido permitirse el lujo de profundizar en los
temas relativos a la historia del Nuevo Testamento. Se había concentrado en
los pasajes sobre María Magdalena.
—Sabemos que Marcos fue el primero —contestó Peter—, y que el de
Mateo es una copia casi exacta del de Marcos, con casi seiscientos párrafos
idénticos. El de Lucas también es muy parecido, aunque el autor aporta
algunos datos que no se encuentran en Marcos y Mateo. No obstante, el
Evangelio de Juan es el más misterioso de los cuatro, pues adopta una
postura política y social muy diferente de la de los otros tres.
—Sé que hay quienes creen que María Magdalena escribió el cuarto
evangelio, el que se atribuye a Juan —añadió Maureen—. En el curso de mi
investigación, entrevisté a un erudito muy brillante que afirmó eso. No es
que esté de acuerdo con él, pero la idea me parece fascinante.
Sinclair meneó la cabeza y respondió con vehemencia.
—No, yo no lo creo. La versión de María Magdalena aún espera ser
descubierta.
—El cuarto evangelio es el gran misterio del Nuevo Testamento —dijo
Peter—. Hay muchas teorías, incluida la teoría del concilio: que fue escrito
por varias personas a lo largo de un período de tiempo, en un intento por
comunicar los acontecimientos de la vida de Jesús de una manera específica.
Tammy escuchaba a Peter con interés.
—Pero a mí me parece que muchos cristianos tradicionalistas quieren
taparse los oídos y hacer caso omiso de los hechos —contestó. Era un tema
que la apasionaba, y había sostenido muchas discusiones similares durante
su vida—. No quieren conocer esta historia, sólo quieren creer a ciegas lo
que la Iglesia les dice. O lo que les dicen los curas.
Peter replicó con pasión.
—No, no. No lo entiende. No se trata de ceguera, sino de fe. Para la
gente de fe, los hechos no importan. No cometa el error común de confundir
fe con ignorancia.
Sinclair lanzó una risita burlona.
—Hablo en serio —continuó Peter—. La gente de fe cree que el Nuevo
Testamento fue inspirado por Dios, por lo tanto da igual quién escribió los
evangelios o en qué idioma. Los autores fueron inspirados por Dios. Y quien
tomó la decisión de compilar los evangelios en los concilios de
Constantinopla o Nicea también estaba inspirado por Dios. Etcétera,
etcétera. Es una cuestión de fe, y ahí no hay espacio para la historia. Ni se
puede discutir. La fe es algo que no puede ser discutido.
Nadie contestó, a la espera de lo que diría Peter a continuación.
—¿Cree que no conozco la historia de mi Iglesia? Pues sí, por eso las
investigaciones y opiniones de Maureen no me ofenden en absoluto. Por
cierto, ¿saben que algunos estudiosos creen que el Evangelio de Lucas fue
escrito por una mujer?
Sinclair expresó su sorpresa.
—¿De veras? No lo había oído nunca. ¿Esa idea no le molesta?
—En absoluto —replicó Peter—. La importancia de las mujeres en la
Iglesia primitiva, así como en la propagación del cristianismo, es algo que no
se puede negar. Tampoco sería deseable, cuando pensamos en grandes
mujeres como Clara de Asís, que mantuvo cohesionado el movimiento
franciscano después de que Francisco muriera tan joven. — Peter contempló
los rostros asombrados de Sinclair y Tammy—. Lamento arruinar una
discusión tan perfecta, pero estoy de acuerdo con la idea de que María
Magdalena merece el título de «Apóstol de los apóstoles».
—¿De veras? — preguntó Tammy con incredulidad.
—Desde luego. En los Hechos de los Apóstoles, Lucas explica las
condiciones exigidas para ser apóstol: haber sido discípulo de Jesús en vida
de éste, haber sido testigo de su crucifixión y su resurrección. Si nos lo
tomamos al pie de la letra, sólo hay una persona que cumple esas
condiciones: María Magdalena. Los apóstoles varones no presenciaron la
crucifixión, lo cual es ciertamente vergonzoso. María Magdalena es la
primera persona a la que se aparece Jesús cuando resucita.
Maureen intentaba contener las carcajadas al ver las caras de Sinclair y
Tammy. Estaban estupefactos por la demostración de inteligencia y
personalidad de Peter.
Su primo continuó.
—Las únicas otras personas que encajan con la descripción de los
apóstoles son otras Marías: la Virgen María, así como María Salomé y María
la de Santiago, las cuales estuvieron presentes en la crucifixión y en el
sepulcro el día de la resurrección.
Cuando Peter miró a Maureen, ésta ya no pudo contenerse más. Su
carcajada resonó en la habitación.
—¿Qué pasa? — preguntó Peter con malicia.
—Lo siento —se disculpó ella, y levantó al instante su vaso de vino
para dar un sorbo y ocultar su expresión risueña—. Es que… Bien, Peter
suele sorprender a la gente, y a mí siempre me divierte ser testigo.
Sinclair asintió.
—Admito que no es usted como había supuesto, padre Healy.
—¿Y qué suponía, lord Sinclair? — preguntó Peter.
—Bien, con las debidas disculpas, esperaba una especie de perro
guardián de la Iglesia romana. Alguien inmerso en dogma y doctrina.
Peter rio.
—Ay, lord Sinclair, pero ha olvidado algo muy importante. No sólo soy
un sacerdote, soy jesuita. E irlandés, encima.
—Touché, padre Healy.
Sinclair alzó la copa en dirección a Peter. La orden de éste, la
Compañía de Jesús, más conocida en todo el mundo como los jesuitas, se
dedicaba a la educación y a la cultura. Si bien era la orden más numerosa de
la Iglesia católica, los conservadores opinaban que los jesuitas formaban un
grupo independiente, y así había sido durante varios siglos. Los llamaban la
Infantería del Papa, si bien corrían rumores desde hacía cientos de años de
que los jesuitas elegían a su propio líder en el seno de la orden, y respondían
ante el Pontífice romano sólo para conservar las formas.
—¿Otros sacerdotes de su orden opinan igual que usted? — preguntó
Tammy, intrigada—. Me refiero al papel de las mujeres.
—Siempre es imprudente generalizar —contestó Peter—. Como ha
dicho Maureen, la gente tiende a convertir a los curas en estereotipos, dando
por sentado que todos pensamos con un solo cerebro, lo cual no es cierto.
Los curas son personas, y muchos de nosotros somos muy inteligentes y
cultos, además de estar comprometidos con nuestra fe. Cada hombre extrae
sus propias conclusiones.
»Pero hemos discutido largo y tendido sobre María Magdalena y la
exactitud de los cuatro evangelios. Los apóstoles varones debieron
considerar vergonzoso que Jesús confiara toda su misión a esta mujer, fuera
cual fuera el papel que desempeñó en su vida y en su ministerio. En aquel
tiempo, las mujeres no eran consideradas iguales a los hombres. Por lo tanto,
los evangelistas se vieron obligados a escribir esto porque era verdad, por
vergonzoso que les resultara. Pues aún en el caso de que los autores de los
evangelios manipularan los hechos, no habrían alterado el elemento más
importante de la resurrección de Jesús: que se apareció primero a María
Magdalena. No se aparece a los apóstoles varones, se aparece a ella. Por lo
tanto, creo que los autores de los evangelios no tuvieron otra alternativa que
escribir esto porque era la verdad.
La admiración de Tammy por Peter estaba aumentando, y se reflejaba
en su expresivo rostro.
—¿Quiere decir que está dispuesto a explorar la posibilidad de que
María Magdalena haya sido el discípulo más importante de Jesús? ¿O que
haya sido incluso más que eso?
Peter la miró con gran seriedad.
—Estoy dispuesto a explorar cualquier cosa que nos acerque a una
sincera comprensión de la naturaleza de Jesucristo, Nuestro Señor y
Salvador.

Fue una estupenda velada para Maureen. Peter era la persona en quien
más confiaba, pero había llegado a admirar a Sinclair y le consideraba
fascinante. El que su primo hubiera encontrado un terreno común con el
excéntrico escocés le causaba un profundo alivio. Tal vez podrían trabajar
juntos para analizar las extrañas circunstancias de las visiones de Maureen.
Al terminar la cena, Peter, que había pasado el día explorando la región
a solas, alegó cansancio y se excusó. Tammy hizo un comentario acerca de
que debía efectuar unos retoques en el guión de su documental y le imitó.
Sinclair y Maureen se quedaron solos. Animada por el vino y la
conversación, acorraló a Sinclair.
—Creo que ha llegado el momento de que cumplas tu promesa —dijo.
—¿De qué promesa hablas, querida?
—Quiero ver la carta de mi padre.
Sinclair meditó unos momentos. Tras una breve vacilación, se rindió.
—Muy bien. Acompáñame.

Sinclair condujo a Maureen por un corredor sinuoso hasta una


habitación cerrada con llave. Sacó el llavero del bolsillo, abrió la puerta y la
dejó entrar en su estudio privado. Accionó un interruptor que había a la
derecha, y un enorme cuadro que había en la pared del fondo quedó
iluminado.
Maureen lanzó una exclamación ahogada, y después chilló de placer.
—¡Cowper! ¡Es mi cuadro!
Sinclair rio.
—Lucrecia Borgia reina en el Vaticano en ausencia del papa Alejandro
VI. Confieso que lo adquirí después de leer tu libro. Fueron necesarias
complicadas negociaciones para arrebatárselo a la Tate, pero soy un hombre
muy decidido cuando quiero algo.
Maureen se acercó a la pintura con reverencia, y admiró el sentido
artístico y el color utilizados por el pintor inglés del siglo XIX Frank Cadogan
Cowper, el creador de aquella obra maestra. El cuadro plasmaba a Lucrecia
Borgia sentada en el trono del Vaticano, rodeada de un suntuoso mar de
cardenales ataviados de rojo. Había visto por primera vez el cuadro en su
antiguo hogar, el Tate Museum de Londres. La había fulminado como un
rayo. Para Maureen, esta sola imagen había explicado cientos de años de
calumnias que esta hija del Papa había soportado. Le habían dedicado todos
los epítetos imaginables, entre ellos puta asesina e incestuosa. Lucrecia
Borgia había sido castigada por los historiadores medievales porque había
tenido la audacia de sentarse en el sagrado trono de San Pedro, y también
había dado órdenes papales durante las ausencias de su padre.
—Lucrecia fue la fuerza impulsora de mi libro. Su historia encarnaba el
tema de la mujer que fue escarnecida y despojada de su verdadero poder en
la historia —explicó Maureen a Sinclair.
La investigación de Maureen había revelado que las terribles
acusaciones de incesto habían sido fraguadas por el primer marido de
Lucrecia, un patán violento que quedó arruinado después de la anulación de
su matrimonio. Inició los rumores de que Lucrecia había buscado la
anulación porque mantenía relaciones sexuales con su padre y su hermano.
Estas malignas mentiras perduraron durante siglos, perpetuadas por los
enemigos de la muy envidiada familia Borgia.
—Son de la estirpe.
—¿Los Borgia? — preguntó Maureen con evidente incredulidad—.
¿Cómo?
—Por la rama de Sara Tamar. Sus antepasados fueron cátaros que
escaparon a España. Buscaron refugio en el monasterio de Montserrat, y al
final se establecieron en Aragón, donde adoptaron el apellido Borgia, antes
de inmigrar a Italia. Pero no eligieron el lugar por accidente, espoleados por
su legendaria ambición. César Borgia estaba decidido a sentarse en el trono,
con el fin de devolver Roma a quienes consideraba sus auténticos regentes.
Maureen sacudió la cabeza, asombrada, y Sinclair continuó.
—La subida de su hija al trono fue emblemática de su descendencia
cátara. En el Camino, los hombres y las mujeres eran iguales en todos los
aspectos, incluido el liderazgo espiritual. César estaba dejando clara una
cosa, lo cual provocó la caída de su hija. Por desgracia, la historia recuerda a
los Borgia como seres malvados y conspiradores.
Maureen se mostró de acuerdo.
—Algunos escritores han llegado al extremo de llamarles la primera
familia del crimen organizado. Me parece brutalmente injusto.
—Lo es, por no decir totalmente equivocado.
—Esa información sobre el linaje… —Maureen aún estaba asimilando
la idea—. Añade un nuevo estrato a la historia.
—¿Crees que se avecina una secuela, querida? — bromeó Sinclair.
—Creo que se avecinan dos décadas de investigación, como mínimo.
Estoy fascinada. Ardo en deseos de ver adónde me conduce todo esto.
—Sí, pero antes hay que examinar un capítulo de tu propia vida.
Maureen se puso tensa. Le había suplicado este momento, había
insistido. Era el motivo de que hubiera ido a Francia. Pero ahora no estaba
segura de querer saber.
—¿Te encuentras bien?
Él parecía muy preocupado.
Ella asintió.
—Estoy bien. Es que ahora que estoy aquí… Me siento nerviosa, eso es
todo.
Sinclair indicó una silla, y Maureen se sentó, agradecida. El hombre
abrió un archivador empotrado con otra llave y extrajo una carpeta.
—Descubrí esta carta en los archivos de mi abuelo, hace años —explicó
a Maureen mientras andaba—. Cuando me informaron sobre tu obra y vi tu
fotografía con el anillo, se dispararon timbres de alarma en mi cabeza. Sabía
que en Francia había descendientes de los Paschal, pero también me
acordaba de que, en otro tiempo, hubo un Paschal importante en Estados
Unidos. No recordaba por qué, hasta que descubrí esta carta.
Sinclair depositó la carpeta con suavidad delante de Maureen y la abrió,
revelando papel amarillento y tinta desteñida.
—¿Quieres que te deje a solas?
Ella le miró y sólo vio comprensión y seguridad en su rostro.
—No. Quédate conmigo, por favor.
Sinclair asintió, palmeó su mano, y después se sentó en silencio al otro
lado de la mesa. Maureen levantó la carpeta y empezó a leer.
—«Estimado monsieur Gélis» —empezaba la carta.
—¿Gélis? — preguntó Maureen—. ¿No la enviaron a tu abuelo?
Sinclair negó con la cabeza.
—No, estaba en los archivos de mi abuelo, pero la escribieron a un
hombre de la zona, descendiente de una antigua familia cátara apellidada
Gélis.
Maureen pensó por un momento que se había topado con ese apellido
antes, pero no le dedicó mucho tiempo. Estaba demasiado preocupada por
los demás elementos de la carta.

Estimado monsieur Gélis:

Le ruego que me disculpe, pero no tengo otra persona a la


que acudir. Me han dicho que posee usted extensos conocimientos
sobre los asuntos espirituales. Que es usted un verdadero
cristiano. Eso espero. Pues desde hace muchos meses estoy
atormentado por pesadillas y visiones de Nuestro Señor en la cruz.
He sido visitado por Él y me ha dado su dolor.
Pero no escribo por mí. Escribo por mi hijita, mi Maureen.
Grita por las noches y me habla de las mismas pesadillas. Es poco
más que un bebé. ¿Cómo puede ocurrirle esto? ¿Cómo puedo
detenerlo, antes de que sienta el mismo dolor que yo?
No puedo soportar ver a mi hija así. Su madre me echa la
culpa, amenaza con llevarse a mi hija para siempre. Ayúdeme, por
favor. Haga el favor de decirme qué puedo hacer para salvar a mi
hija.

Con mi más profundo agradecimiento,


Edouard Paschal

A Maureen se le nubló la vista a causa de las lágrimas. Dejó la carta y


se puso a sollozar.

Sinclair se ofreció a quedarse con ella, pero Maureen rechazó la oferta.


Estaba conmovida por la carta hasta lo más íntimo, y necesitaba estar sola.
Pensó por un momento en despertar a Peter, pero luego decidió que no era
prudente. Antes necesitaba reflexionar. El reciente desliz de Peter, cuando
dijo que había «prometido a su madre no permitir que aquello volviera a
suceder», había despertado sus sospechas. Su primo siempre había sido su
ancla, la figura masculina salvadora de su vida. Confiaba en él, y sabía que
jamás haría nada que no fuera por su bien. Pero ¿y si Peter estaba mal
informado? Lo que él sabía de la infancia de Maureen, y sobre lo cual se
negaba a hablar en términos concretos, se lo había contado su madre.
Su madre. Maureen se sentó en la enorme cama y se reclinó sobre las
almohadas bordadas. Bernadette Healy había sido una mujer dura e
inflexible, o al menos así la recordaba Maureen. Las únicas pistas de que en
su juventud hubiera sido distinta procedían de las fotografías: guardaba
algunas instantáneas de su madre en Luisiana, con la pequeña Maureen en
brazos. Bernadette sonreía a la cámara, la proverbial madre primeriza
orgullosa.
Maureen se había preguntado muchas veces qué había cambiado a
Bernadette, qué había transformado a la joven y optimista madre de las fotos
en la fría y severa mujer de sus recuerdos. Cuando se trasladaron a Irlanda,
Maureen fue criada sobre todo por sus tíos, los padres de Peter. Su madre la
depositó en la seguridad y el anonimato de una remota comunidad rural del
oeste de Irlanda, y luego regresó a Galway para reanudar su trabajo de
enfermera.
Maureen veía a su madre en raras ocasiones, cuando Bernadette volvía
a la granja espoleada por el sentido del deber o la obligación. Estas visitas
eran tensas, porque su madre era cada vez más una extraña para ella.
Maureen adoptó a la familia de Peter como propia, y se entregó a la ternura
reparadora de su numerosa y bulliciosa prole. Tía Ailish, la madre de Peter,
desempeñó el papel de figura materna. La ternura y el humor de Maureen
procedían de la influencia que había ejercido en ella la familia de Peter. La
tendencia a la contención, el orden y la cautela eran de su madre.
Algunas veces, por lo general después de alguna desastrosa y
destructiva visita de Bernadette, Ailish hablaba a solas con su sobrina.
—No has de juzgar a tu madre con excesiva severidad, Maureen —
decía con tono paciente—. Bernadette te quiere. Tal vez su problema es que
te quiere demasiado. Pero su vida ha sido dura, y eso la ha cambiado.
Cuando seas mayor, lo entenderás.
El tiempo y el destino habían eliminado cualquier posibilidad de que
Maureen llegara a comprender mejor a su madre. Bernadette fue víctima de
un linfoma cuando ella era adolescente. Murió al poco tiempo. Peter había
sido llamado al lecho de muerte de Bernadette, y fue el sacerdote que le
administró la extremaunción. Oyó su confesión final, y había cargado sobre
los hombros el peso de las sorprendentes revelaciones de su tía todos los días
de su vida. Pero no quiso nunca hablar de ello con Maureen, alegando el
secreto de confesión.
Y ahora había una nueva pieza en el rompecabezas. Maureen tenía que
buscar una interpretación a la carta de su padre, un breve vistazo a la
compleja herencia que le había legado. Lo consultaría con la almohada, y al
día siguiente hablaría de ello con Peter, más despejada.

Carcasona
25 de junio de 2005

DEREK WAINWRIGHT DORMÍA a pierna suelta. El cóctel de fármacos y vino


tinto se había mezclado con el agotamiento y la tensión, hasta sumirle en una
especie de letargo.
De haber estado consciente, tal vez los pasos, el sonido de la puerta al
abrirse o el cántico susurrado por su atacante le habrían advertido.
—Neca eos omnes. Neca eos omnes. Deus suos agnoset.
Matadles a todos. Matadles a todos. Dios reconocerá a los suyos.
Pero cuando el cordón rojo estuvo anudado alrededor de su cuello, ya
era demasiado tarde para Derek Wainwright. Al contrario que Roger-
Bernard Gélis, no tuvo la buena suerte de estar muerto cuando el ritual
empezó.

Château des Pommes Bleues

MAUREEN SE ENCOGIÓ al oír una llamada en la puerta. En aquel momento no


tenía ganas de ver a Sinclair o a Peter. Se sintió aliviada cuando oyó una voz
femenina al otro lado de la puerta.
—¿Reenie? Soy yo.
Maureen abrió la puerta y vio a Tammy, que la miró y gimió.
—Estás hecha polvo.
—Caramba, gracias. Me siento de maravilla.
—¿Quieres hablar de ello?
—Todavía no. Estoy asimilando ciertos asuntos personales. Tammy
vaciló. Maureen recuperó la concentración cuando vio algo nuevo por
completo: Tamara Wisdom estaba nerviosa.
—¿Qué pasa, Tammy?
Su amiga suspiró y se pasó la mano por su largo pelo.
—Detesto hacerte esto cuando ya estás afectada por otra cosa, pero he
de hablar contigo.
Maureen indicó el saloncito de su dormitorio.
—Entra y siéntate.
Tammy negó con la cabeza.
—No, necesito que vengas conmigo. He de enseñarte algo.
—De acuerdo —dijo Maureen, y siguió a Tammy por los laberínticos
pasillos del Château des Pommes Bleues. Después de todo lo sucedido, no
creía que nada pudiera sorprenderla ya. Estaba equivocada.

Entraron en la moderna sala de audio y vídeo donde Sinclair había


enseñado a Maureen y Peter los mapas de la región comparados con las
constelaciones. Tammy indicó un sofá de piel situado ante una pantalla de
televisión gigante. Levantó un mando a distancia y se sentó al lado de
Maureen. Respiró hondo y empezó su explicación.
—Quiero enseñarte algunas secuencias en las que he estado trabajando
para mi próximo documental. Giran alrededor del linaje. Verás, necesito que
me escuches bien, porque es muy importante y al final te concierne a ti y al
papel que desempeñas en todo esto.
»Como ya sabes, el misterio de Jesús y María Magdalena ha inspirado a
un buen número de sociedades secretas. Hablan en susurros del linaje.
Llevan a cabo rituales supersecretos.
Tammy accionó el mando a distancia y la pantalla cobró vida. Por ella
fueron desfilando diapositivas de una en una. Las primeras imágenes eran
pinturas de María Magdalena, obras de maestros del Renacimiento y del
Barroco.
—Algunos de estos grupos están integrados por fanáticos, pero otros
cuentan con gente buena y espiritual. Sinclair es uno de los buenos, de modo
que aquí estás a salvo. Te lo voy a explicar.
Hizo una pequeña pausa, mientras ordenaba sus ideas.
—Quería rodar una película que mostrara el alcance de este concepto,
hasta qué punto la idea de un linaje sagrado está interiorizada en el mundo
occidental y en nuestra historia. Mi deseo es plasmar un amplio abanico de
quiénes eran, y son, sus descendientes. Desde los famosos hasta los
tristemente célebres, pasando por los anónimos.
Retratos conocidos de figuras históricas y religiosas llenaron la
pantalla, mientras Tammy continuaba.
—Algunos de ellos tal vez te sorprendan. Carlomagno. El rey Arturo.
Robert Bruce[4]. San Francisco de Asís.
—Espera un momento. ¿San Francisco de Asís?
Tammy asintió.
—Su madre, la dama Pica, nació en Tarascón. De pura cepa cátara, de
la rama de Sara Tamar, nacida en la familia noble Bourlemont. De ahí
recibió el santo su nombre. Le bautizaron Giovanni, pero sus padres le
llamaban Francesco porque les recordaba mucho la rama francocátara de su
madre. ¿Has estado alguna vez en Asís?
Maureen negó con la cabeza. Cada nueva revelación la asombraba, la
abrumaba. Contempló fascinada las imágenes del pueblo italiano de Asís, el
hogar del movimiento franciscano.
—Has de entenderlo, es uno de los lugares más cargados de magia de la
tierra. Además, el espíritu de san Francisco y de su compañera, santa Clara,
aún sigue vivo allí. Creo que intentaron reproducir los papeles de Jesús y
María Magdalena. Fíjate bien en las obras de arte que contiene la basílica de
San Francisco. El maestro italiano Giotto, contemporáneo de Francisco,
dedicó toda una capilla a María Magdalena, a quien se la ve en un mural
llegando a las costas de Francia después de la crucifixión. El artista estaba
expresando claramente su opinión. Hay mucho sentimiento cátaro en la
filosofía franciscana.
Pulsó el botón de pausa cuando apareció el retrato de san Francisco,
pintado por Giotto, en el que recibe estigmas del cielo.
—Francisco es el único santo del que existe constancia de que
manifestó los cinco puntos de los estigmas. ¿Por qué? Por el linaje. Es
descendiente de Jesucristo. Creo que existe la teoría de que cualquier
persona con estigmas autentificados es del linaje. Pero lo importante de
Francisco es que muestra los cinco. Y a nadie más le ha sucedido eso.
Maureen estaba contando, intentando seguir a Tammy.
—Las dos manos, los dos pies… Eso hacen cuatro, pero…
—El costado derecho. Donde el centurión atravesó a Jesús con la lanza.
Pero debo corregirte. Los verdaderos estigmas no se producen en las manos,
sino en las muñecas. En contra de la creencia popular, Cristo no fue
crucificado por las manos, sino por las muñecas. Las manos no son lo
bastante fuertes para aguantar el peso del cuerpo.
»De modo que, si bien se han observado estigmas autentificados en las
manos, como en el caso del santo padre Pío, son los estigmas en las muñecas
lo que llama la atención de la Iglesia. Por eso Francisco es tan importante.
Aunque artistas como Giotto pintan los estigmas en las manos para causar un
efecto dramático, documentos históricos nos cuentan una historia diferente.
Francisco mostraba los cinco puntos, incluidas las muñecas.
Tammy desactivó el botón de pausa para pasar a la siguiente imagen, la
estatua dorada de Juana de Arco que domina la rue de Rivoli de París.
Después apareció otra imagen de Juana, la estatua del jardín de Saunière que
habían visto dos días antes.
—¿Recuerdas cuando Peter me preguntó por esta estatua de Juana?
Dijo que el mundo la considera un símbolo del catolicismo convencional.
Bien, ella está aquí porque es cualquier cosa menos eso.
Apareció una foto de Juana de Arco enarbolando su tradicional bandera
de «Jesús-María».
—Los cristianos creen que el lema de Juana se refería a Cristo y a su
madre, porque en la bandera se leía «Jhesus-Maria». Pero no es así. Era una
referencia a Cristo y María Magdalena, por eso juntó con un guión los
nombres, para mostrarlos unidos. Jesús y su esposa, antepasados de Juana.
—Pero creía que era una campesina… Una… pastora.
Maureen emitió un gruñido cuando pronunció la última palabra.
—Exacto. Una pastora. ¿Y qué me dices de su apellido? «De Arco»
indica que tenía cierta relación con esta región, Arques, aunque había nacido
en Domrémy. Juana de Arco es una referencia a su linaje. Y a su peligroso
legado. Berry te habló de la profecía, ¿verdad? De la Esperada.
Maureen asintió pausadamente.
—Creo que el mundo no está preparado para esto. Creo que yo no lo
estoy.
Tammy pulsó el botón de pausa y se volvió hacia Maureen.
—Necesito que escuches el resto de la historia de Juana, porque es
importante. ¿Qué sabes de ella?
—Supongo que lo que sabe casi todo el mundo. Luchó para devolver al
delfín al trono de Francia, dirigió batallas contra los ingleses. Fue quemada
viva en la hoguera por bruja, aunque todo el mundo sabe que no lo era…
—Fue quemada en la pira porque tenía visiones.
Maureen sopesó las palabras de Tammy, sin saber muy bien adónde
quería ir a parar. Su amiga se explicó con vehemencia.
—Juana tenía visiones, visiones divinas. Y era del linaje. ¿Qué significa
eso para ti?
No esperó la respuesta de Maureen.
—Juana era la Esperada, y todo el mundo lo sabía. Iba a cumplir la
profecía. Tenía visiones que la habrían guiado hasta el Evangelio de la
Magdalena. Por eso tuvieron que silenciarla de manera permanente.
Maureen estaba atónita.
—Pero… ¿el día de nacimiento de Juana era el mismo que el mío?
—Sí, pero no lo verás escrito en los libros de historia. Suelen decir que
nació en enero. Fue ocultado a propósito para proteger su verdadera
identidad, como bastarda real y como la esperada princesa del Grial.
—¿Cómo lo sabes? ¿Existe documentación que respalde lo que dices?
—Sí, pero has de dejar de pensar como una académica. Tienes que leer
entre líneas, porque todo está ahí. Y no deseches las leyendas locales. Eres
irlandesa, conoces el poder de las tradiciones orales, que se transmiten de
generación en generación. Los cátaros no eran tan diferentes de los celtas.
De hecho, existen toneladas de pruebas de que ambas culturas se fusionaron
en Francia y España. Protegieron sus tradiciones al no reseñarlas por escrito,
sin dejar pruebas para sus enemigos. La leyenda de Juana como la Esperada
salta a la luz en cuanto rascas un poco en la superficie.
—Creía que las fuerzas inglesas ejecutaron a Juana.
—Falso. Los ingleses la detuvieron pero fue el clero francés el que la
juzgó e insistió en su ejecución. El torturador de Juana fue un sacerdote
llamado Cauchon. Por aquí es como un chiste, porque Cauchon suena igual
que cochon, que significa cerdo en francés. Bien, fue ese cochino quien
extrajo la confesión a Juana, y después manipuló las pruebas para imponerle
el martirio. Cauchon tenía que matarla antes de que pudiera desempeñar el
papel que le correspondía por ser la Esperada.
Maureen guardaba silencio, escuchando con atención a Tammy.
—Juana no fue la última pastora en morir. ¿Recuerdas la estatua de la
santa por la que me preguntaste en Rennes-le-Château, la chica con el
cordero?
—Santa Germana —asintió Maureen—. Anoche soñé con ella.
—Porque es otra hija del equinoccio de verano y la resurrección. Se la
representa con un cordero pascual por motivos evidentes, pero también con
una cría de carnero, lo cual representa que nació bajo el signo de Aries.
Maureen recordaba bien la estatua. El rostro solemne de la pastorcilla la
había conmovido sobremanera.
—Su madre ocupaba una posición elevada en el linaje, la Marie de
Negre de su tiempo. Cuando Germana era una niña, su madre murió de
manera muy misteriosa. Ella fue criada por una familia adoptiva que la
asesinó mientras dormía cuando estaba a punto de cumplir veinte años.
Tammy tomó la mano de Maureen, muy seria de repente.
—Escúchame, querida. Durante mil años ha existido gente capaz de
matar para impedir el descubrimiento del Evangelio de María. ¿Comprendes
lo que te estoy diciendo?
Maureen empezó a darse cuenta de la gravedad de la situación. De
pronto, sintió escalofríos.
—Todavía hay gente capaz de matar para impedir el cumplimiento de
esa profecía. Si esa gente cree que eres la Esperada, puede que corras un
gran peligro.

Tammy había tenido la previsión de llevar una botella de vino a la sala.


Volvió a llenar la copa de Maureen, mientras ambas guardaban silencio un
momento.
Maureen habló por fin, en un tono algo acusador.
—En Los Ángeles sabías mucho más de lo que me dejaste creer, ¿no?
Tammy suspiró y se reclinó en el sofá.
—Lo siento muchísimo, Maureen. Entonces no podía explicártelo todo.
Ni ahora tampoco, pensó abatida, antes de continuar.
—No quería asustarte. Nunca habrías hecho este viaje, y no podíamos
correr ese riesgo.
—¿Podíamos? ¿Te refieres a ti y a Sinclair? ¿Eres miembro de la
Sociedad de las Manzanas Azules?
—No es tan sencillo. Escucha, Sinclair hará cualquier cosa para
protegerte.
—¿Porque cree que soy su chica de oro?
—Sí, pero también porque siente un gran afecto por ti. Me he dado
cuenta. Pero Berry también se siente responsable. Te condujo al matadero,
como al cordero pascual de tu apellido, cuando te exhibió con ese vestido.
Debido a su entusiasmo, no se paró a pensarlo.
Maureen tomó otro sorbo del excelente vino tinto.
—¿Qué sugieres que haga? Estoy en territorio desconocido, Tammy.
¿Me marcho? ¿Olvido que esto ha sucedido y vuelvo a mi vida normal? —
Lanzó una risita irónica—. Claro, ningún problema.
Su amiga la miró con semblante compasivo.
—Quizá deberías hacerlo, por tu bien. Berry podría sacaros a
escondidas, a ti y a Peter, mañana. Eso le matará, pero lo hará si se lo pides.
—Y después, ¿qué? ¿Volveré a Los Ángeles, para vivir atormentada el
resto de mi vida por visiones y pesadillas? ¿Se resentirá mi trabajo porque
nunca más podré afrontar la historia de la misma manera, y seré incapaz de
llevar a cabo futuras investigaciones, por temor a que algunos matones
misteriosos me hagan daño? ¿Quién es esa gente tan peligrosa? ¿Por qué
quieren impedir que se cumpla la profecía, hasta el punto de matar por ello?
Tammy se levantó y empezó a pasear de un lado a otro.
—Hay cierto número de facciones interesadas en conservar en secreto
las opiniones de María Magdalena. Está la Iglesia tradicional, por supuesto,
pero ésos no son los peligrosos.
—Entonces, ¿quiénes son? Maldita sea, Tammy, estoy harta de acertijos
y jueguecitos. Alguien me debe una explicación completa, y la quiero ya.
Tammy asintió con aire sombrío.
—La tendrás por la mañana. Pero no soy yo quien debe dártela.
—¿Dónde está Sinclair? Quiero hablar con él. Ahora.
Su amiga se encogió de hombros.
—Te lo contará todo por la mañana, te lo prometo.
Pero cuando Bérenger Sinclair regresó al Château des Pommes Bleues,
el mundo había cambiado.

… La llegada de Easa llamó la atención de todas las autoridades de


Jerusalén, desde los sacerdotes del templo a la guardia de Pilatos. Los
romanos estaban preocupados por la Pascua judía. Temían levantamientos o
disturbios incitados por alguna oleada de sentimiento o nacionalismo judío.
Y como nos acompañaban zelotes, Pilatos no tuvo otro remedio que tomar
nota.
Entre nosotros había algunos que tenían hermanos en la casta
sacerdotal. Nos informaron de que el sumo sacerdote Caifás, yerno de Anás,
quien tanto nos despreciaba, se había reunido en consejo para hablar sobre
«esa idea del nazareno convertido en mesías».
Ya he hablado suficiente de este Anás en el pasado, y ahora hablaré
más de sus actos, pero con una advertencia: no condenéis a muchos por los
actos de un solo hombre. Porque la casta sacerdotal es como todas las
demás: algunos son buenos y justos en sus corazones, y otros no. Hay
aquellos que obedecieron las órdenes de Anás en los días oscuros,
sacerdotes y hombres. Algunos lo hicieron porque eran obedientes al templo,
porque eran hombres buenos y justos, como lo era mi hermano cuando tomó
aquella terrible decisión.
Nuestro pueblo estaba engañado por líderes corruptos, cegado a la
verdad por aquellos que tenían el deber de darles algo más. Algunos se nos
oponían porque temían más derramamiento de sangre judía, y sólo
deseaban paz para el pueblo durante la Pascua. No puedo culparles por esa
elección.
¿Hemos de condenar a los que no vieron la luz? No. Easa nos enseñó
que no debemos rechazarlos, sino perdonarlos.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
14

Château des Pommes Bleues


25 de junio de 2005

MAUREEN REGRESÓ A SU CUARTO, presa de miedo y angustia. No entendía


nada y no sabía qué hacer. Se desvistió poco a poco, intentando pensar, a
pesar de las recientes revelaciones y el efecto del vino tinto. Será inútil, —
se dijo—. Esta noche no podré dormir.
Pero cuando se entregó a la suntuosa comodidad de la enorme cama, se
durmió en cuestión de minutos. Y el sueño la reclamó.

La mujer menuda del velo rojo avanzaba sigilosamente en la oscuridad.


Su corazón latía acelerado, mientras intentaba no quedarse demasiado
atrás de los dos hombres y sus largas zancadas. Era todo o nada, un terrible
peligro para todos ellos, pero se trataba de la circunstancia más importante
de su vida.
Bajaron a toda prisa las escaleras exteriores. Sería el momento más
peligroso, porque quedarían expuestos a la noche de Jerusalén, y sólo
podían rezar para que hubieran retirado los guardias, tal como les habían
prometido.
Se miraron con alivio cuando se acercaron a la entrada subterránea.
No había guardias. Un hombre se quedó fuera para vigilar. El otro hombre,
que sabía orientarse por los pasillos de la prisión, continuaba guiando a las
mujeres. Se detuvo ante una pesada puerta y sacó una llave escondida entre
los pliegues de su túnica.
Miró a las mujeres y les dijo algo de manera rotunda. Todos sabían que
tenían poco tiempo y que corrían el riesgo de ser descubiertos, sobre todo
ella.
El hombre giró la llave en la cerradura y abrió la puerta para que ella
pasara, y la cerró a su espalda con el fin de proporcionar intimidad a la
mujer y el prisionero.
No sabía qué había esperado, pero no era esto. Habían tratado con
crueldad a su hermoso hombre, de eso no cabía duda. Tenía las ropas
desgarradas y moratones en la cara. Pero pese a todas sus heridas, él sonrió
con ternura y amor a la mujer, que se arrojó a sus brazos.
La retuvo apenas un momento, pues el tiempo obraba en su contra.
Después, la tomó por los hombros y empezó a darle instrucciones,
perentorias y categóricas. Ella asintió una y otra vez, le aseguró que le
había entendido y que todos sus deseos se cumplirían. Por fin, él apoyó las
manos sobre la hinchazón de su estómago y le dio la orden final. Cuando
hubo terminado, ella se arrojó en sus brazos por última vez, y trató con
valentía de reprimir los sollozos que estremecían su cuerpo.

Los mismos sollozos estremecían a Maureen. Lloraba de manera


incontrolada, con la cara sepultada en la almohada para que nadie la oyera.
La habitación de Peter era la más cercana, y no deseaba atraer su atención.
Este sueño había sido el peor de todos. Era demasiado real, demasiado
intenso. Sentía cada segundo de tensión y dolor, sentía la urgencia de las
directrices que habían sido dictadas. Y sabía por qué. Eran las últimas
instrucciones que Jesucristo había dado a María Magdalena la víspera del
Viernes Santo.
Y había otra directriz urgente en el sueño, ésta para Maureen. Había
oído la voz del hombre en su oído… ¿Era su oído? ¿O era el oído de María?
La veía a ella desde fuera, pero al mismo tiempo sentía todo cuanto María
experimentaba en su interior. Y oyó las instrucciones finales.
—Porque ha llegado el momento. Ve, y asegúrate de que nuestro
mensaje perdure.
Maureen se sentó en la cama e intentó pensar. Ahora se estaba guiando
por los instintos y otra cosa, algo indefinible, sin lógica ni razón. Algo en lo
que tenía que confiar con el corazón, y no analizar con el cerebro.
Reinaba la noche en el Languedoc, negra y sedosa, y rayos de luna
entraban en la habitación de Maureen. La luz iluminó el hermoso rostro de
María Magdalena en el desierto, cuando la Madonna de Ribera miraba hacia
el cielo en busca de consejo divino. Maureen decidió imitar a María. Por
primera vez desde que tenía ocho años, se puso a rezar para pedir ayuda.

Más tarde, Maureen no pudo recordar cuánto tiempo había transcurrido


hasta que oyó la voz. ¿Segundos? ¿Minutos? Daba igual. Cuando la oyó,
supo lo que debía hacer. Era como en el Louvre, el mismo susurro femenino
insistente que la llamaba, que la guiaba. Esta vez, la llamó por el nombre.
—Maureen, Maureen…
El susurro era cada vez más perentorio.
Se vistió y calzó, temerosa de demorarse demasiado y perder el
contacto con la guía etérea que la estaba llamando. Abrió la puerta de su
habitación con cautela, rezando para que no chirriara y despertara a alguien.
Como María Magdalena en el sueño, el sigilo era de capital importancia. No
podían verla, todavía no. Era algo que tenía que hacer sola.
El corazón de Maureen martilleaba en sus oídos mientras avanzaba de
puntillas por el castillo. Sinclair se había marchado y todo el mundo dormía.
Cuando se encaminó hacia la puerta principal, un pensamiento la dejó
petrificada. La alarma. La puerta principal estaba protegida con una alarma
codificada. Había visto a Roland desactivarla una mañana después del
desayuno, pero no vio el código. Había pulsado el teclado tres veces con
rapidez. Tap tap tap. Tres números. El código de la alarma constaba de tres
dígitos.
Se detuvo ante el panel e intentó pensar como Sinclair. ¿Qué código
podría utilizar? El 22 de julio era la festividad de María Magdalena. Tecleó
el código como había visto a Roland hacerlo. 7-2-2. Nada. Una luz roja
destelló y se oyó un fuerte pitido, lo cual le provocó un gran sobresalto.
¡Maldita sea! Por favor, por favor, no dejes que ese ruido haya despertado a
alguien.
Se serenó y pensó de nuevo. Sabía que no tenía demasiado margen de
error. La alarma se dispararía si seguía pulsando códigos erróneos. Alzó la
cabeza hacia el cielo y susurró:
—Por favor, ayúdame. No sabía qué esperar. ¿Contestaría la voz? ¿Le
diría el código? ¿Se abriría la puerta como por arte de magia y la dejaría
salir? Esperó un momento, pero no ocurrió ninguna de esas cosas.
No seas idiota. Piensa, Maureen. Y entonces, oyó algo. No la voz
etérea de la mujer, sino en su propia cabeza, procedente de su memoria. La
voz de Sinclair, la primera noche en el castillo.
—Querida, usted es el cordero pascual.
Maureen se volvió hacia el panel y tecleó los números 3-2-2: su
cumpleaños, el día de la resurrección.
Sonaron dos breves pitidos, una luz verde destelló y una voz mecánica
dijo algo en francés. Maureen no esperó a ver si había despertado a alguien.
Abrió la pesada puerta y salió corriendo hacia el camino adoquinado
iluminado por la luna.

Maureen sabía muy bien adónde iba. Ignoraba por qué pero sabía cuál
era su destino. La voz ya no se oía, pero no la necesitaba. Otra cosa había
tomado el mando, una certeza interior a la que seguía sin vacilar.
Rodeó la casa a toda prisa, la misma ruta que Sinclair había tomado
cuando fueron a recorrer la finca. Había un sendero, invadido de malas
hierbas y difícil, que habría sido imposible recorrer en una noche oscura,
pero la luz de la luna iluminaba su camino. Lo siguió a buen paso hasta que
vio su objetivo a lo lejos. El Capricho de Sinclair. La torre que Alistair
Sinclair había construido en mitad de su propiedad sin ningún motivo
concreto.
Sólo que sí existía un motivo, y ella sabía cuál era. Era una torre de
vigilancia, como la torre Magdala de Bérenger Saunière en Rennes-le-
Château. Los dos hombres vigilaban la región, a la espera del día en que
María decidiera revelar sus secretos. Ambas torres dominaban la zona donde
se creía que estaba oculto el tesoro. Maureen se dirigió hacia la torre con
impaciencia, pero su corazón dio un vuelco cuando estuvo más cerca.
Recordó que Sinclair la mantenía cerrada con llave. Había utilizado una
llave para abrirla cuando fueron a verla.
Pero ¿qué había hecho al salir? Maureen intentó reconstruir la escena
cuando se acercó a la torre. Habían estado conversando muy animadamente,
y no recordaba que Sinclair hubiera cerrado con llave la puerta. ¿Era posible
que se hubiera olvidado, absorto en la charla? ¿Habría vuelto después para
reparar su negligencia? ¿Se cerraba de manera automática?
No tuvo que esperar mucho. Cuando rodeó la torre y llegó a la entrada,
vio que la puerta estaba abierta.
Exhaló un suspiro de alivio y gratitud.
—Gracias —dijo al cielo. No sabía si era cosa de Sinclair o
intervención divina, pero, fuera lo que fuera, se sentía muy agradecida.
Maureen subió por la escalera con cautela. Reinaba una oscuridad
absoluta en el interior del extraño edificio de piedra, y no veía nada.
Reprimió su tendencia a la claustrofobia y se impuso al miedo que la
embargaba. Oyó la voz de Tammy en su cabeza, recordándole que tanto
Sinclair como Saunière habían construido sus torres siguiendo la
numerología espiritual. Contó con cuidado, pues sabía que encontraría la
puerta después del peldaño veintidós. La puerta se abrió, y la luz de la luna
inundó la escalera del torreón cuando Maureen salió al exterior.
Se quedó inmóvil un minuto, escudriñando la belleza sobrecogedora de
la tibia noche. Como no sabía lo que estaba buscando, se limitó a esperar. Si
había llegado hasta allí, tenía que confiar en que no era el fin de su viaje. La
luz de la luna se reflejó en algo que había observado cuando había ido con
Sinclair. Grabado en la pared de piedra, detrás de la puerta, había un reloj de
sol similar al que había visto en Rennes-le-Château. Maureen pasó la mano
sobre el grabado, pero no conocía lo bastante los símbolos para estar segura
de si era idéntico o sólo similar al otro. Meditó sobre el dilema mientras
regresaba al punto de observación situado más al centro. Por un momento,
pensó que había visto algo en el horizonte. Esperó, contemplando la noche
del Languedoc.
Entonces lo vio, primero como un destello en el límite de su visión.
Volvió a mirarlo, como había hecho la primera vez que acompañó a Sinclair.
Algo intangible, una especie de luz o movimiento, atrajo su mirada hacia el
horizonte. Vio que la luz de la luna parecía hincharse, concentrar un rayo
intenso en una zona situada justo delante de ella, a lo lejos. La luz se reflejó
en algo. ¿Una piedra? ¿Un edificio?
Entonces, lo supo. La tumba. La luz estaba adquiriendo mayor
intensidad en la zona de la tumba de Poussin.
Por supuesto. Oculto a plena vista, como todo hasta el momento.
La luz continuaba moviéndose, más opaca, como si estuviera adoptando
una forma humana alargada. Ahora era una forma iridiscente, viva y
bailarina, que se desplazaba por los campos hacia ella, y luego se alejaba. Le
estaba pidiendo que la siguiera, le mostraba el camino. Miró fascinada todo
el rato que se atrevió, antes de tomar la única decisión posible: seguirla.
Maureen dejó abierta la puerta para que la luz de la luna iluminara la
escalera. Bajó corriendo los peldaños y salió de la torre, pero se detuvo
cuando estuvo fuera. Llegar a la tumba en la oscuridad presentaba
dificultades. No había un camino recto, ningún atajo. El terreno era
accidentado, estaba sembrado de enormes cantos rodados y maleza espesa.
Sólo se le ocurrió un camino seguro: atravesar el sendero de entrada del
castillo y seguir la carretera principal que daba la vuelta a la finca, hasta
llegar a la tumba. Eso exigía pasar por delante de la puerta principal de la
casa, con el peligro de ser vista si alguien circulaba por la carretera. Avanzó
con la mayor rapidez posible por el sendero y vio la casa delante de ella.
Reinaba el silencio y no se veía ninguna luz. Siguió el borde del largo
camino de entrada y corrió sobre los adoquines hasta llegar a las puertas de
acceso al castillo.
Experimentó un gran alivio al descubrir que las puertas estaban dotadas
de detectores de movimiento, y se abrieron con un susurro mecánico cuando
se acercó. Las atravesó y se desvió a la izquierda para seguir la carretera
principal. Era noche cerrada, de manera que no parecía probable que pasaran
muchos coches por aquella zona apartada. El silencio amenazaba con
engullirla. Reinaba una quietud sobrecogedora, el tipo de silencio que
desconcierta. La finca era extensa, y no había vecinos en las inmediaciones.
El único sonido procedía del corazón de Maureen, que martilleaba
desbocado contra su pecho.
Procuró no desviarse de la cuneta de la carretera, y mientras caminaba
iba mirando a su alrededor.
El corazón le dio un vuelco cuando un sonido rompió el silencio.
Procuró refrenar el pánico. Un vehículo. ¿De qué dirección venía? Era difícil
saberlo, debido a la acústica de la montañosa región. No esperó a
descubrirlo. Se arrojó al suelo y rezó para que la maleza y la hierba crecida
bastaran para ocultarla a la luz de los faros. Permaneció inmóvil cuando un
coche pasó y sus faros barrieron la zona circundante. El conductor debía de
tener otras cosas en su mente, pues no disminuyó la velocidad cuando pasó
al lado de la pelirroja tirada entre la maleza de la cuneta.
Cuando estuvo segura de que el automóvil se había alejado lo
suficiente, se levantó y se sacudió la hierba. Siguió andando por la carretera.
Echó un vistazo al castillo, ahora ya lejano. ¿Había una luz en una ventana
de arriba? Forzó la vista un momento, con la intención de concretar qué
ventana podía ser, pero el edificio era demasiado enorme, y no tenía tiempo
para pararse a pensarlo.
Aceleró el paso de nuevo, y se quedó atónita cuando dobló un recodo
que reconoció. Justo en lo alto de aquella elevación, la tumba de Poussin
brillaba bajo la luz de la luna.
—Et in Arcadia ego —susurró Maureen—. Allá voy.
Buscó el sendero que Peter y ella habían descubierto unos días antes, el
que estaba oculto de una forma tan evidente. Maureen lo encontró gracias a
una combinación de suerte, buena memoria y, tal vez, algo más, y subió
hacia el lugar donde la tumba se alzaba desde hacía siglos, testigo leal y
silencioso de un antiguo legado que aún no había revelado sus secretos.
¿Y ahora qué? Maureen paseó la vista a su alrededor y se acercó a la
tumba, pensando y a la espera. La asaltó un breve momento de duda, y de
nuevo oyó la voz de Tammy en su memoria. «Alistair excavó cada
centímetro de aquella tierra, y Sinclair ha utilizado todo tipo de tecnología
imaginable».
No sólo eso, sino que cientos de cazadores de tesoros habían recorrido
también esos terrenos, una y otra vez. Nadie había encontrado nada. ¿Por
qué iba a ser ella diferente? ¿Por qué pensaba que tenía derecho a esperar
más?
Pero entonces oyó la voz del sueño. La voz de Él.
—Porque ha llegado el momento.
Un ruido entre los arbustos la sobresaltó hasta el punto de que perdió
pie y cayó al suelo. Su mano derecha golpeó una roca afilada, y notó que le
hacía un corte en la palma. No podía permitirse el lujo de pensar en el dolor.
Estaba demasiado asustada por el ruido. ¿Qué era? Maureen esperó, inmóvil.
No podía respirar. Entonces el ruido se repitió, cuando dos palomas blancas
salieron volando de los arbustos y se perdieron en la noche del Languedoc.
Maureen respiró de nuevo. Se incorporó y avanzó hacia la maraña de
arbustos que ocultaban un grupo de cantos rodados encarados a la montaña.
Empujó con las manos para ver si había algo detrás. Nada, salvo roca.
Empujó con más fuerza, pero las rocas no se movieron ni cedieron. Se
detuvo a descansar un momento y trató de pensar. Le dolía el corte de la
mano, y la sangre le corría por la palma. Cuando levantó la mano derecha
para examinar la gravedad de la herida, la luz de la luna se reflejó en su
anillo, en el dibujo circular grabado en el cobre antiguo.
El anillo. Siempre se quitaba las joyas antes de acostarse, pero esta
noche el cansancio se había impuesto a sus hábitos, y se había dormido con
el anillo puesto. El dibujo de estrellas circular. Lo que está arriba es igual
que lo está abajo. Había un duplicado del dibujo en la parte posterior del
monumento.
Maureen rodeó la tumba y apartó la maleza en busca del dibujo. Pasó la
mano sobre él, y la sangre de su palma manchó el interior del círculo.
Contuvo el aliento y se quedó quieta, esperando lo que sucedería a
continuación.
No pasó nada. El silencio se prolongó varios minutos, hasta que se
sintió atrapada en un vacío: era como si hubieran absorbido el aire de la
noche. Entonces, un sonido vibró en el aire. Desde una distancia
desconocida, tal vez desde lo alto de la extraña colina donde estaba
emplazado Rennes-le-Château, sonó la campana de una iglesia. El sonido
estremeció el cuerpo de Maureen. O bien era el sonido más santo que había
escuchado en toda su vida, o bien el más impío. El extemporáneo tañido de
la campana en plena noche era ensordecedor.
La campana sacudió la oscuridad que rodeaba a Maureen, pero fue
seguida a continuación por un agudo y ominoso crujido. Procedía de la losa
que tenía a su espalda, el lugar del que se habían elevado las palomas. El
extraño foco lunar lo iluminaba ahora, pero había cambiado. Donde antes se
alzaba una muralla de maleza y roca sólida, había ahora una abertura, una
hendidura en el costado de la montaña, que invitaba a Maureen a entrar.
Avanzó con cautela hacia la caverna. Temblaba de pies a cabeza, casi
de manera incontrolada. Pero siguió adelante. Al acercarse a la entrada, lo
bastante grande para estar de pie, vio un tenue resplandor en el interior.
Reprimió su miedo, se agachó y entró en las profundidades de la montaña.
Nada más entrar contuvo el aliento, estupefacta. Dentro de la cueva
había un arcón antiguo y abollado. Maureen lo había visto en su sueño de
París. La anciana se lo había enseñado, la había atraído hacia él. Estaba
segura de que era el mismo. Un extraño resplandor rodeaba el arcón.
Maureen se arrodilló y apoyó las manos sobre el objeto con reverencia. No
tenía cerradura. Cuando deslizó los dedos bajo la tapa para levantarla, estaba
tan concentrada en la tarea que no oyó los pasos detrás de ella. Después sólo
tuvo conciencia del cegador dolor que recorrió su nuca antes de que la
negrura invadiera el mundo.

Roma
26 de junio de 2005

SI EL OBISPO MAGNUS O’CONNOR había esperado que el Consejo del Vaticano


le recibiera como a un héroe, iba a llevarse una cruel decepción. Los rostros
de los estoicos hombres sentados alrededor de la antigua mesa eran
inescrutables. El cardenal DeCaro se había convertido en el gran inquisidor.
—¿Tendría la bondad de explicar al Consejo por qué el primer hombre
que mostró cinco puntos de estigmas desde san Francisco de Asís no fue
tomado en serio?
El obispo O’Connor estaba sudando profusamente. Estrujaba un
pañuelo en el regazo, que utilizaba para secar las gotas que se acumulaban
sobre su cara. Carraspeó, y habló con voz más temblorosa de lo que había
deseado.
—Su Ilustrísima, Edouard Paschal caía en trances preocupantes.
Gritaba, lloraba y afirmaba tener visiones. Se decidió que no eran nada más
que desvaríos lunáticos de una mente perturbada.
—¿Quién tomó esa decisión oficial?
—Yo, Su Ilustrísima. Pero ha de comprender que se trataba de un
hombre vulgar, un cajún de los pantanos…
DeCaro no conseguía controlar su irritación. Ya no le importaban las
explicaciones del obispo. Había demasiado en juego, y tenían que actuar con
celeridad. Sus preguntas eran cada vez más incisivas, y su tono más áspero.
—Describa esas visiones para los que no han tenido la oportunidad de
leer los expedientes.
—Tenía visiones de Nuestro Señor con María Magdalena, visiones muy
preocupantes. Vociferaba acerca de su… unión, y hablaba de hijos. Estos
desvaríos adquirieron más virulencia después de… los estigmas.
Los miembros del Consejo se removieron inquietos y susurraron entre
sí. DeCaro continuó su implacable interrogatorio.
—¿Qué fue de este hombre, Edouard Paschal?
O’Connor tragó saliva antes de contestar.
—Sus delirios le atormentaban hasta tal punto que… se pegó un tiro en
la cabeza.
—¿Y después de su muerte?
—Como suicida, no podíamos permitir que se le enterrara en tierra
sagrada. Cerramos su expediente y nos olvidamos de él. Hasta…, hasta que
su hija reclamó nuestra atención.
El cardenal DeCaro asintió y levantó otra carpeta roja del escritorio. Se
dirigió a los demás miembros del consejo.
—Ah, sí, eso nos lleva a la cuestión de la hija.

… Muchos considerarán sorprendente que incluya a la romana Claudia


Prócula, nieta de César Augusto e hija adoptiva del emperador Tiberio,
entre nuestros seguidores. Pero no fue su condición de romana lo que la
convirtió en un miembro inesperado de nuestro grupo. Claudia era la esposa
de Poncio Pilatos, el mismo procurador que había condenado a Easa a
morir crucificado.
De los muchos que acudieron en nuestro auxilio durante los días más
oscuros, Claudia Prócula arriesgó más por Easa que nadie. De hecho, tenía
mucho más que perder que cualquiera.
Pero la noche en que nuestras vidas se cruzaron en Jerusalén, nuestros
corazones y espíritus quedaron unidos, y así continuamos desde aquel día,
como esposas, madres y mujeres. Leí en sus ojos que llegaría a ser una hija
del Camino cuando llegara el momento. Vi la luz que acompaña a la
conversión, cuando un hombre o una mujer ve a Dios con toda claridad.
El corazón de Claudia estaba henchido de amor y perdón. Que
estuviera al lado de Poncio Pilatos durante todo aquel episodio fue un signo
de su fidelidad. Hasta su fin, sufrió por él como sólo puede hacerlo una
mujer que ama de verdad. Esto es algo que conozco muy bien.
La historia de Claudia aún no se ha contado. Espero hacerle justicia.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
15

Château des Pommes Bleues


27 de junio de 2005

MAUREEN TENÍA LA BOCA SECA y experimentaba la sensación de que la cabeza


le pesaba tres toneladas. ¿Dónde estaba? Intentó darse la vuelta. ¡Ay! El
dolor procedía de la cabeza, pero por lo demás estaba cómoda. Muy cómoda.
Estaba en la cama, en el castillo. Pero ¿cómo?
Aturdida, todo era confuso. Por un momento, pensó que tal vez la
habían drogado, además de golpearla. ¿Quién la había agredido? ¿Dónde
estaba Peter?
Voces al otro lado de la puerta. Exaltadas. Disgustadas y preocupadas.
¿Airadas? Hombres. Intentó identificar los acentos. Occitano, sin duda.
Roland. La exaltada era… ¿escocesa? Irlandesa. Era Peter. Intentó llamarle,
pero sólo consiguió emitir un ronco quejido. De todos modos, bastó para
llamar la atención de los que estaban afuera, que entraron corriendo en la
habitación.

Peter nunca se había sentido más aliviado en su vida que cuando oyó el
ruido procedente de la habitación de Maureen. Empujó a un lado al
gigantesco Roland y consiguió entrar en la habitación antes que Sinclair. Los
otros dos le pisaron los talones. Maureen tenía los ojos abiertos y parecía
aturdida, pero consciente. Tenía la cabeza vendada, lo cual le daba el aspecto
de una víctima de guerra.
—Maureen, gracias a Dios. ¿Me oyes?
Peter asió su mano.
Ella intentó asentir. Mala idea. La cabeza le dio vueltas, y la vista se le
nubló durante un minuto.
Sinclair se detuvo detrás de Peter, y Roland se apostó en silencio al
fondo de la habitación.
—No te muevas, si puedes evitarlo —le recomendó Sinclair—. El
médico ha dicho que debes permanecer inmóvil el máximo tiempo posible.
Se arrodilló al lado de Peter para estar más cerca de Maureen. Su rostro
transparentaba dolor y preocupación.
Maureen parpadeó varias veces para indicar que comprendía. Quería
hablar, pero descubrió que no podía.
—Agua —logró susurrar.
Sinclair indicó un plato con cubitos de hielo y una cuchara, que
descansaba sobre la mesita de noche. Se esforzó por hablar con un tono
despreocupado.
—Nada de agua todavía. Órdenes del médico. No obstante, puedes
chupar cubitos de hielo. Si te sienta bien, nos darán el aprobado.
Sinclair y Peter hicieron de enfermeros de Maureen. Peter ayudó a
levantarla con delicadeza, y Sinclair le puso en la boca cubitos de hielo con
la cuchara.
Maureen, al sentir que volvía a hidratarse, intentó hablar de nuevo.
—¿Qué…?
—¿Qué ha pasado? — terció Peter. Miró a Sinclair, y después a Roland,
antes de continuar su explicación—. Te lo contaremos cuando hayas
descansado más. Roland… Bien, es tu héroe. Y el mío.
Los ojos de Maureen se desviaron hacia el mayordomo, quien asintió
con aire solemne. Había llegado a sentir un gran afecto por el enorme
occitano, y estaba agradecida por lo que hubiera hecho para devolverla al
castillo. Pero no estaba preocupada por ella. Aún no había recibido la
respuesta que necesitaba. Sinclair le dio otra cucharada de hielo, y ella probó
de nuevo.
—¿El… arcón?
Sinclair sonrió por primera vez desde hacía días.
—A buen recaudo. Lo trajeron contigo, y está guardado bajo llave en
mi estudio.
—¿Qué…?
—¿Qué hay dentro? Aún no lo sabemos. No lo abriremos sin ti,
querida. Sería una equivocación. El arcón te fue encomendado, y tienes que
estar presente cuando su contenido salga a la luz.
Maureen cerró los ojos aliviada, y permitió que el sueño confortable de
los sedantes se apoderara de ella una vez más, tranquilizada después de saber
que no había fracasado.

Cuando Maureen se removió por segunda vez, Tammy estaba sentada al


lado de su cama en una de las butacas de cuero rojo.
—Buenos días, guapa —dijo, y dejó a un lado el libro que había estado
leyendo—. La enfermera Tammy a su servicio. ¿Qué le apetece? ¿Un
margarita? ¿Una piña colada?
Maureen quiso sonreír, pero aún no podía.
—¿Prefieres unos cubitos de hielo? Ah, ya veo, el signo internacional
de los pulgares hacia arriba. Vamos allá.
Tammy levantó el plato de los cubitos y se acercó a Maureen. Le puso
algunos en la boca.
—¿Deliciosos, no? Los preparé esta mañana.
Esta vez, Maureen pudo sonreír un poco. Al cabo de unas cuantas
cucharadas más, pensó que podía hablar. Mejor todavía, podía pensar. Le
dolía la cabeza, pero el aturdimiento se estaba desvaneciendo e iba
recobrando la memoria poco a poco.
—¿Qué me ha pasado?
El humor desapareció de la cara de Tammy. Se sentó de nuevo al lado
de Maureen, muy seria.
—Confiamos en que puedas contarnos la primera mitad. Después
nosotros te contaremos la segunda. Ahora no, por supuesto, sino cuando te
sientas con fuerzas para hablar. Pero la policía…
—¿La policía? — graznó Maureen.
—Chisss, no te pongas nerviosa. No tendría que haber dicho eso. Todo
va bien. Es lo único que debes saber.
—Ni hablar. — Maureen estaba recobrando la voz, además de las
fuerzas—. Tengo que saber qué pasó.
—De acuerdo —asintió Tammy—. Iré a buscar a los chicos.
Los cuatro entraron en la habitación de Maureen. Primero Sinclair, y
después Peter, Roland y Tammy. Sinclair se acercó a su cama y se sentó en
la única silla que había al lado.
—Maureen, no puedo decirte cuánto lo siento. Te traje aquí y te puse en
peligro, pero jamás imaginé que pudiera ocurrirte algo semejante. Estaba
seguro de que podría protegerte en los terrenos del castillo. No habíamos
previsto que te aventuraras sola en la noche.
Tammy se acercó más a Maureen.
—¿Recuerdas lo que te dije? ¿Que habría gente empeñada en impedir
que descubrieras el tesoro?
Maureen asintió, lo suficiente para que vieran el gesto, pero sin correr
el riesgo de que la cabeza le diera vueltas.
—¿Quiénes son? — susurró.
Sinclair intervino de nuevo.
—La Cofradía de los Justos. Un grupo de fanáticos que actúan en
Francia desde hace siglos. Sus objetivos son complejos, de modo que te los
explicaré cuando te hayas recuperado por completo.
Maureen empezó a protestar. Quería respuestas verdaderas. Por
sorprendente que fuera, fue Peter quien acudió en auxilio de Sinclair.
—Tiene razón, Maureen. Tu estado de salud es todavía delicado, de
manera que vamos a dejar los detalles sórdidos para cuando estés más fuerte.
—Te siguieron —continuó Sinclair—. Han controlado tus movimientos
desde que llegaste a Francia.
—Pero ¿cómo?
Sinclair se veía pálido y agotado cuando se inclinó hacia ella, que
reparó en las ojeras púrpura a causa de la falta de sueño.
—Es ahí donde te fallé, querida. Teníamos un infiltrado. Yo lo ignoraba
por completo, pero uno de los nuestros era un topo, un traidor, desde hacía
años.
El dolor de aquel fracaso, sumado a la vergüenza, había afectado a
Sinclair. No obstante, mientras él parecía abrumado, Roland parecía
dispuesto a matar a quien fuera. Maureen le hizo la pregunta a él.
—¿Quién?
El hombretón escupió en el suelo.
—De la Motte.
Se puso a hablar en su lengua natal, el occitano. Sinclair continuó la
explicación donde su hombre de confianza la había dejado.
—Jean-Claude. Pero no debes sentirte traicionada por los de tu propia
sangre. En realidad, no es del linaje de los Paschal. Eso era una mentira,
como todo lo demás que contaba. Confiaba en él, de lo contrario nunca
habría permitido que se acercara a ti. Cuando llegó ayer para recogerte, lo
hizo como un espía.
Maureen estaba pensando en el encantador Jean-Claude, quien se había
mostrado tan deferente y cordial durante la excursión. ¿Era posible que aquel
hombre hubiera conspirado contra ella desde el primer momento? Costaba
dilucidar el enigma. Además, había algo más que carecía de sentido. Intentó
formular la pregunta.
—¿Cómo lo supieron? El momento elegido…
Roland, Sinclair y Tammy se miraron. Era evidente que se sentían
culpables. Tammy levantó una mano, como presentándose voluntaria en
broma.
—Yo se lo diré.
Se arrodilló junto a la cama de Maureen, y después miró a Peter para
incluirle en la explicación.
—Es parte de la profecía. ¿Recuerdas el extraño reloj de sol de Rennes-
le-Château? Indica una alineación astrológica de la que habla la profecía, la
cual sólo ocurre cada veintidós años, más o menos, durante un período total
de dos días y medio.
Sinclair continuó.
—Dicha alineación tiene lugar cada veintidós años, y los lugareños
vigilan sin cesar la zona por si se produce alguna actividad poco usual. Para
eso se construyeron las torres, la de Saunière y la mía. En ella estuve anoche.
De hecho, no te vi por muy poco. Estuve vigilando en el Capricho de
Sinclair durante varias horas, hasta que me desplacé a RLC para observar
desde allí. Es la tradición familiar.
»Desde la Torre Magdala vi un punto brillante que crecía en el
horizonte, hacia la zona de Arques, y comprendí que debía volver a mis
propiedades de inmediato. Llamé al móvil de Roland, pero ya había salido
en tu busca. Los alrededores de la tumba están vigilados por equipos de
seguridad, y hay sensores de movimiento que disparan alarmas en las
habitaciones de Roland. Los estaba vigilando con suma atención debido a la
alineación, y porque Tammy nos había dicho que nuestros adversarios tal
vez se hallaban más cerca de lo que pensábamos. Roland salió en cuanto se
disparó una alarma cerca de la tumba, y llegó pocos segundos después de
que fueras atacada. Yo llegué en coche enseguida. Diré que tu atacante…
hoy no se siente tan bien como tú. Cuando le den el alta en el hospital, curará
sus huesos rotos en la cárcel.
Maureen comprendió por qué la puerta de la torre estaba abierta:
Sinclair había estado en ella.
—Jean-Claude calculó el momento tan bien como nosotros, porque
hasta ayer mismo era miembro de nuestro círculo íntimo —continuó Sinclair
—. Cuando te descubrimos a ti y a tu obra, dos años antes de la alineación,
estuvimos casi seguros de que el momento había llegado, siempre que
pudiéramos atraerte hasta aquí durante la alineación.
Peter hizo una pregunta que también estaba rondando por la cabeza de
Maureen. Miró a Tammy con expresión acusadora.
—Espere un momento. ¿Desde cuándo sabía esto?
Tammy compuso una expresión abatida. Tenía los ojos enrojecidos a
causa de la tensión, el insomnio y las lágrimas reprimidas.
—Maureen… —dijo con voz quebrada, pero se sobrepuso—, lo siento
muchísimo. No he sido nada sincera contigo. Cuando te conocí en Los
Ángeles hace dos años, vi tu anillo, escuché las historias que me contabas
con tanta inocencia… Bien, en aquel momento no tomé ninguna decisión,
pero procuré introducirme en tu círculo de conocidos y espiar tus progresos.
En cuanto se publicó tu libro, envié un ejemplar a Berry. Hace años que
somos amigos íntimos, y sabía lo que estaba buscando. Lo que todos
estábamos buscando.
Esta última revelación no agradó a Peter, porque Tammy había
terminado por caerle bien. Sabiendo que había utilizado a Maureen, sus
sentimientos hacia ella cambiaron de inmediato.
—Le ha estado mintiendo desde el primer momento.
Tammy dejó escapar las lágrimas.
—Tiene razón. Lo siento mucho. Más de lo que imagináis.
Roland rodeó con un brazo protector a Tammy, pero fue Sinclair quien
habló en su defensa.
—No la juzguéis con demasiada dureza. Tal vez no os guste lo que
hizo, pero tenía buenos motivos para ello. Además, ni siquiera sabéis hasta
qué punto se ha arriesgado Tammy. Es generosa, una verdadera guerrera del
Camino.
Maureen estaba intentando relacionarlo todo: las mentiras, el engaño
deliberado, la consumación de años de extrañas profecías y sueños. Su
nerviosismo debió reflejarse en su cara, porque Peter se apresuró a
intervenir.
—Ya es suficiente por ahora. En cuanto estés mejor, te contarán lo que
falta.
Maureen meditó unos momentos. Había una pregunta crucial que
necesitaba una respuesta.
—¿Cuándo abriremos el arcón?
Le había sorprendido mucho que no lo hubieran hecho. Todos ellos
habían dedicado dilatados períodos de su vida a buscar este tesoro. En el
caso de Sinclair, varias generaciones habían gastado millones de dólares en
su búsqueda. Era cierto que la consideraban la Esperada, pero no creía que
mereciera ver el contenido del arcón antes que ellos. No obstante, Sinclair
había insistido en que nadie lo tocara hasta que Maureen estuviera
preparada, y Roland lo custodió durante las noches, durmiendo entre la
puerta y el arcón.
—En cuanto te sientas con fuerzas para bajar —respondió Sinclair.
Roland daba muestras de nerviosismo, algo muy llamativo en un
hombre de su corpulencia. Tammy se dio cuenta.
—¿Qué pasa, Roland? — preguntó preocupada.
El occitano se acercó más a Maureen.
—El arcón. Es una reliquia sagrada, mademoiselle. Creo… Creo que si
lo toca, tal vez sanarán sus heridas.
Su fe conmovió a Maureen hasta lo más hondo. Tocó su mano. —
Puede que tenga razón. Vamos a ver si puedo levantarme…
Peter estaba preocupado.
—¿Estás segura de que quieres intentarlo tan pronto? El recorrido por
esos pasillos será largo, y hay varios tramos de escaleras.
Roland sonrió a Peter, y después a Maureen.
—No tiene que caminar, mademoiselle.
Como Maureen había dicho que estaba dispuesta, Roland la levantó de
la cama y recorrió con ella en brazos el castillo.
El padre Peter Healy mascullaba detrás del gigante que cargaba por el
castillo con la muñeca de trapo que era su prima. Nunca se había sentido tan
impotente en su vida, tan falto de control sobre una situación.
Experimentaba la sensación de que Maureen se hallaba ahora en un lugar
donde él no podía alcanzarla. El descubrimiento del arcón se había
producido mediante una especie de intervención divina. Lo veía en ella, y
sabía que los otros se daban cuenta también. Algo monumental estaba
sucediendo, y ninguno de ellos volvería a ser el mismo después de que todo
hubiera acabado.
Además, era preciso pensar en el estado de salud de Maureen. El
médico se había quedado estupefacto al ver la herida de la nuca. Había dicho
que estaba viva de milagro. Peter pensó que tal vez habría que tomar aquella
frase al pie de la letra. Tal vez Roland estaba en lo cierto. De hecho, Peter
había insistido en que su prima fuera ingresada en un hospital. Fue Roland,
no Sinclair, quien se opuso a la sugerencia. El hombretón insistía en que no
había que alejar a Maureen del arcón. Acaso el contacto de Maureen con la
reliquia obrara alguna especie de curación divina, pues el hecho de que
hubiera sobrevivido era asombroso.
Cuando se acercaron a la puerta del estudio de Sinclair, Peter cayó en la
cuenta de que se estaba clavando la cadena del rosario en la mano, debido a
la fuerza con que asía las cuentas.

El arcón descansaba sobre el suelo, al lado de un suntuoso sofá. Roland


depositó a Maureen con delicadeza sobre los almohadones de terciopelo, y
ella le dio las gracias en voz baja. Tammy se sentó a un lado de ella, Peter al
otro, mientras Roland y Sinclair seguían en pie. Nadie se movió ni habló
durante un largo momento. Un leve sollozo de Maureen rompió el silencio.
Nadie se movió cuando ella se inclinó hacia adelante con cautela. Posó
las manos sobre la tapa del arcón y cerró los ojos. Resbalaron lágrimas por
sus mejillas. Por fin, abrió los ojos y miró de uno en uno a sus
acompañantes.
—Están aquí —dijo en un susurro—. Lo presiento.
—¿Estás preparada? — preguntó Sinclair con dulzura.
Ella le sonrió, fue una sonrisa serena y cómplice que transformó su
rostro. Por un momento, no fue Maureen Paschal, sino alguien por completo
diferente, una mujer que transpiraba luz y paz interior. Más tarde, cuando
Bérenger Sinclair recordó el momento, dijo que la mismísima María
Magdalena había ocupado su lugar.
Maureen se volvió hacia Tammy con una sonrisa de radiante
compasión. Apretó con fuerza la mano de su amiga un instante, y luego la
soltó. En aquel segundo, Tammy comprendió que la había perdonado. Un
propósito divino, un bien superior, las había llevado hasta allí, y todos los
presentes en la habitación lo sabían. Era esa certeza lo que los transformaba,
y los unía por toda la eternidad al mismo tiempo. Tammy sepultó la cara
entre las manos y lloró en silencio.
Sinclair y Roland se arrodillaron al lado del arcón y miraron a Maureen
como esperando su permiso. Cuando ella asintió, ambos hombres pasaron
los dedos por debajo de la tapa y se prepararon para una operación difícil,
pero los goznes no se resistieron como cabía esperar debido a la oxidación
de todos aquellos años. La tapa se levantó sin esfuerzo, de tal modo que
Roland estuvo a punto de perder el equilibrio. Nadie se dio cuenta. Todos se
quedaron boquiabiertos al ver las dos grandes jarras de arcilla perfectamente
conservadas que descansaban en el interior del arcón.

Peter estaba muy tenso al lado de Maureen, pero fue el primero en


romper el silencio.
—Las jarras… Son casi idénticas a las utilizadas para guardar los
manuscritos del mar Muerto.
Roland se arrodilló al lado del arcón y pasó la mano con reverencia por
encima de una jarra.
—Perfecto —susurró.
Sinclair asintió.
—En efecto. Mira, no hay polvo ni erosión, ni señales de desgaste o del
paso de los años. Es como si estas jarras hubieran estado suspendidas en el
tiempo.
—Están precintadas con algo —comentó Roland.
Maureen pasó la mano por una jarra, y pegó un bote como si hubiera
recibido una corriente eléctrica.
—¿Podría ser cera?
—Espera un poco —interrumpió Peter—. Hemos de hablar de esto un
momento. Si esas jarras contienen lo que ustedes esperan y creen, no
tenemos derecho a abrirlas.
—¿No? ¿Y quién lo tiene? — El tono de Sinclair era cortante—. ¿La
Iglesia? Estas jarras no irán a ninguna parte hasta que hayamos comprobado
su contenido. El último lugar donde quiero que terminen es en alguna cripta
del Vaticano, allí las ocultarían al mundo durante otros dos mil años.
—No me refería a eso —dijo Peter, con más calma de la que sentía—.
Lo que quiero decir es que, si los documentos de estas jarras han estado
precintados durante dos mil años, exponerlos al aire de repente podría
dañarlos, incluso destruirlos. Sólo estoy sugiriendo que busquemos un lugar
apropiado aceptable, tal vez por mediación del Gobierno francés, donde abrir
estas jarras. Si las estropeamos, su vida consagrada a la búsqueda de estos
documentos no habrá servido de nada. Sería un acto criminal, en un sentido
tanto literal como espiritual.
El rostro de Sinclair expresó su dilema. La idea de dañar el contenido
de las jarras era demasiado horripilante para no tenerla en cuenta, pero
costaba muchísimo resistir la tentación de convertir en realidad un sueño de
toda la vida, que se encontraba a escasos centímetros de sus dedos, así como
hacer caso omiso de las sospechas que despertaban en él los desconocidos
interesados en los asuntos del linaje. Se quedó un momento sin habla,
mientras Roland se arrodillaba delante de Maureen.
—Mademoiselle —dijo—, usted decide. Creo que Ella la ha conducido
hasta nosotros, y que por su mediación nos revelará la verdad.
Maureen se dispuso a contestar a Roland, pero en aquel momento se
sintió mareada. Peter y Tammy la sostuvieron para que no se desplomara.
Ella perdió la consciencia, pero sólo un instante. Y después, lo vio todo claro
como el cristal. Sus palabras brotaron como una orden.
—Abra las jarras, Roland.
La instrucción salió de su boca, pero la voz que habló no era la de
Maureen.

Sinclair y Roland sacaron con cuidado las jarras del arcón y las
depositaron sobre la gran mesa de caoba.
Roland habló a Maureen con reverencia excepcional.
—¿Cuál primero?
Ella, sostenida por Peter y Tammy, apoyó un dedo sobre una de las
jarras. No podía explicar por qué aquélla debía ser la primera, pero sabía que
era la decisión correcta. Roland siguió sus instrucciones y pasó un dedo por
el borde de la jarra. Sinclair extrajo un abrecartas antiguo del escritorio y
empezó a romper el sello de cera. Tammy estaba inmóvil, como
transfigurada; no apartaba los ojos de Roland ni un momento.
Peter parecía petrificado. Era el único de ellos que sabía lo que era
trabajar con documentos antiguos y datos del pasado de valor incalculable.
Las posibilidades de causar daños tremendos eran inmensas. Hasta dañar las
jarras sería una pena.
Justo en ese momento un aterrador crujido resonó en la habitación,
donde reinaba la tensión. El abrecartas de Sinclair había roto la tapa de la
primera jarra y astillado el borde. Peter se encogió y se llevó las manos a la
cara. Pero no pudo esconderla mucho rato. La exclamación ahogada de
Maureen le obligó a mirar.
—Mis manos son demasiado grandes, mademoiselle —dijo Roland.
Maureen avanzó un paso sobre sus piernas inseguras e introdujo una
mano en la jarra.
Lo que extrajo, lenta y cautelosamente, parecían dos libros escritos en
papel antiguo, similar al lino. La tinta negra de la escritura contrastaba con
las páginas de color tostado. Las letras eran pequeñas, meticulosas y
perfectamente legibles.
Peter se inclinó sobre Maureen, incapaz de contener su creciente
nerviosismo. Miró los rostros embelesados que le rodeaban, pero se dirigió a
su prima.
—La escritura —dijo, y su voz se quebró—. Está en… griego.
Maureen contuvo el aliento.
—¿Sabes leerlo? — preguntó esperanzada.
Pero ya sabía la respuesta antes de que él hablara. El color había
abandonado su rostro. Todos los presentes comprendieron que el mundo que
conocía el padre Peter Healy jamás volvería a ser el mismo.
—«Soy María, llamada la Magdalena —tradujo poco a poco—. Y…»
Calló, no para causar un efecto dramático, sino porque no estaba seguro
de poder continuar. Una mirada al rostro de Maureen le bastó para
comprender que no tenía otra alternativa que seguir traduciendo.
—«Soy la esposa legítima de Jesús, llamado el Mesías, que era hijo
soberano de la casa de David».
16

Château des Pommes Bleues


28 de junio de 2005

PETER ESTUVO TODA LA NOCHE traduciendo. Maureen se negó a abandonar la


habitación, y descansaba de vez en cuando en el sofá de terciopelo. Roland
trajo más almohadas y una colcha. Maureen le miraba mientras deambulaba
de un lado a otro con cara de preocupación. Por extraño que fuera, se
encontraba bien. No le dolía nada la cabeza, y se sentía asombrosamente
fuerte.
Se quedó en el sofá porque no quería agobiar a Peter. Ya se ocupaba de
ello Sinclair, pero a Peter no parecía importarle. Maureen pensó que ni
siquiera debía darse cuenta. Su primo estaba absorto por completo en la
sagrada naturaleza de sus tareas de escriba.
Tammy aparecía de vez en cuando para saber cuánto avanzaba Peter,
pero se retiró tarde, al mismo tiempo que Roland. Maureen los había visto
juntos todo el día, y llegó a la conclusión de que no se trataba de una
coincidencia. Pensó en la noche de la fiesta, cuando oyó a Tammy en el
pasillo de su habitación, en compañía de un hombre que hablaba inglés con
acento. Tammy y Roland. Algo se estaba cociendo, y parecía, sin duda, que
se trataba de una pareja nueva. Supuso que su relación era reciente. Cuando
todo se calmara, arrancaría la confesión a Tammy. Quería saber toda la
verdad sobre las relaciones que albergaba el Château des Pommes Bleues.
Su atención se desplazó a los manuscritos al oír la exclamación de
Sinclair.
—¡Dios mío! ¡Mirad esto!
Había estado observando por encima del hombro de Peter. Éste escribía
como un poseso en libretas, traduciendo el texto griego literalmente. Al
principio, sería difícil encontrar sentido a las frases. Primero habría que
llevar a cabo la transcripción, para luego aprovechar todos sus
conocimientos del idioma con el fin de modificar las frases y dotarlas de una
forma lógica, desde el punto de vista del siglo XXI.
—¿Qué pasa? — preguntó Maureen.
Peter alzó la vista y se pasó las manos sobre la cara.
—Tienes que verlo. Ven aquí, si puedes. En este momento, no me
atrevo a mover el manuscrito.
Maureen se levantó del sofá poco a poco, aún consciente del golpe en la
cabeza, pese a su milagrosa recuperación. Se acercó a la mesa y tomó
asiento a la derecha de Peter. Sinclair indicó los manuscritos, mientras Peter
se explicaba.
—Esto aparece al final de cada segmento importante, que nosotros
llamaremos capítulos. Parece un sello de lacre.
Maureen siguió el dedo de Sinclair hasta el símbolo en cuestión. El
ahora familiar dibujo del anillo de Maureen, nueve círculos que bailaban
alrededor de un décimo, aparecía estampado al pie de la página.
—El sello personal de María Magdalena —dijo Sinclair con fervor.
Maureen colocó el anillo junto a la imagen. Eran idénticos. De hecho,
habrían podido ser obra del mismo orfebre.

Cuando el sol se alzó sobre el Château des Pommes Bleues, Peter ya


había traducido casi todo el primer libro, la narración en primera persona de
la vida de María Magdalena. El sacerdote trabajaba como un hombre
poseído en este Evangelio de la Magdalena, encorvado sobre las páginas.
Sinclair le había llevado té, pero aparte de un breve descanso para tomar dos
sorbos, Peter no quiso interrumpir su trabajo. Estaba muy pálido, y Maureen
se sentía preocupada.
—Tienes que descansar, Peter. Has de dormir unas horas.
—No —replicó—. No puedo. Ahora ya no puedo parar. No lo entiendes
porque aún no has visto lo que yo he visto. He de continuar. He de saber qué
más dice Ella.
Todos habían decidido esperar a que Peter estuviera satisfecho con la
traducción para leer algún fragmento. Respetaban su talento y eran
conscientes de la enorme responsabilidad que recaía sobre sus hombros, pero
de todos modos les costaba esperar. En aquel momento, sólo Peter conocía el
contenido de los manuscritos.
—No puedo abandonarlos —continuó, con los ojos brillando de un
modo que Maureen no había visto en su vida.
—Sólo cinco minutos. Acompáñame fuera cinco minutos y respira un
poco de aire puro. Te sentará bien. Después vuelves y te traeremos el
desayuno.
—No, nada de comer. He de ayunar hasta que acabe la traducción.
Ahora no puedo parar.
Sinclair creía comprender lo que Peter sentía, pero también le preocupa
su aspecto agotado. Probó una táctica diferente.
—Padre Healy, su labor es encomiable, pero la precisión se verá
afectada por el cansancio. Diré a Roland que baje a vigilar los manuscritos
mientras usted descansa.
Sinclair tocó un timbre para llamar al mayordomo. Peter miró el rostro
preocupado de Maureen.
—De acuerdo —concedió—. Cinco minutos, para respirar un poco de
aire matinal.

Sinclair abrió las puertas de los Jardines de la Trinidad, y Maureen


entró con Peter. Una paloma voló sobre los rosales, mientras la fuente de
María Magdalena gorgoteaba bajo el sol de la mañana.
Peter fue el primero en hablar, en voz baja y transida de emoción.
—¿Qué está pasando, Maureen? ¿Cómo hemos llegado, a participar en
esto? Es como un sueño, como… un milagro. ¿Te parece real?
Maureen asintió.
—Sí. No sé cómo explicarlo, pero experimento una inmensa sensación
de calma. Como si todo estuviera sucediendo según un plan preestablecido.
Y tú estás tan metido en esto como yo, Pete. No es una casualidad que me
acompañaras, ni que seas profesor de lenguas muertas y sepas griego. Todo
esto fue… orquestado.
—Sí que tengo la sensación de desempeñar un papel en un plan
maestro, pero no estoy seguro de cuál, ni por qué.
Maureen se detuvo a oler una gloriosa rosa roja en plena floración.
Después se volvió hacia Peter.
—¿Cuándo empezó todo esto? ¿Fue planeado antes de que naciéramos?
¿O antes incluso? ¿Estaba previsto que tu abuelo trabajara en la Biblioteca
de Nag Hammadi con el fin de prepararte para esto? ¿Acaso fue planeado
hace dos mil años, cuando María escondió su evangelio?
Peter guardó un momento de silencio antes de contestar.
—Antes de esta noche te habría dado una respuesta muy diferente.
—¿Por qué?
—Por Ella, y por lo que dice en los manuscritos. Afirma exactamente lo
mismo que acabas de decir. Es asombroso. Dice que algunas cosas están
previstas en el plan de Dios, que algunas personas están destinadas a
desempeñar un papel concreto. Es increíble, Maureen. Estoy leyendo un
relato de primera mano sobre Jesús y los apóstoles, escrito por alguien que
habla de ellos en términos humanos. No hay nada como este… —vaciló sólo
un momento en utilizar la palabra— evangelio en ninguna literatura sagrada.
Me siento indigno de él.
—Pero eres digno —le aseguró Maureen con vehemencia—. Fuiste
elegido para esto. Piensa en la intervención divina que fue necesaria para
reunimos a todos en este momento y lugar, con el fin de contar esta historia.
—Pero ¿qué historia contaremos? — Peter parecía atormentado, y por
primera vez Maureen comprendió que estaba luchando con demonios
interiores muy fuertes—. ¿Qué historia cuento? Si estos evangelios son
auténticos…
Maureen paró en seco y le miró con incredulidad.
—¿Cómo puedes dudarlo, después de todo lo que nos ha traído aquí, a
este lugar?
Maureen se tocó la nuca, en el punto donde el profundo corte estaba
cicatrizando.
—Para mí es una cuestión de fe, Maureen. Los pergaminos están
perfectamente conservados, ni un error, no falta ni una palabra. Las jarras ni
siquiera estaban cubiertas de polvo. ¿Cómo es posible? Una de dos:
falsificación moderna, o acto de la voluntad divina.
—¿Qué crees en el fondo?
—He pasado veinte horas seguidas traduciendo el documento más
asombroso. Casi todo lo que estoy leyendo es… herético, en esencia, pero
también aporta una perspectiva de Jesús hermosa, desde un punto de vista
humano. Pero lo que yo crea carece de importancia. Los manuscritos tendrán
que ser autentificados mediante un proceso riguroso, para que el mundo los
acepte a la larga.
Hizo una pausa, y aprovechó el tiempo para ordenar todas las ideas que
daban vueltas en su cabeza.
—Si se demuestra que son auténticos, esto significará un desafío a todo
cuanto ha creído gran parte de la raza humana durante los últimos dos mil
años. Pone en duda todo lo que me han enseñado, todo lo que he creído.
Maureen miró a Peter, su primo y mejor amigo, durante un largo
momento. Siempre había sabido que era una roca, un pilar de fuerza e
integridad absoluta. Era un hombre de intensa fe y lealtad a su Iglesia.
—¿Qué vas a hacer? — preguntó.
—No he tenido tiempo de pensar en eso. Tengo que ver lo que dice el
resto de los pergaminos para examinar hasta qué punto contradicen o
confirman los evangelios tal como los conocemos. Aún no he llegado a la
descripción de la crucifixión ni de la resurrección según María.
Maureen comprendió de repente por qué Peter se resistía tanto a
abandonar los pergaminos antes de terminar la traducción. La versión
autentificada escrita por María Magdalena de los acontecimientos
posteriores a la crucifixión podía ser fundamental para las creencias de una
tercera parte de la población de la tierra. El cristianismo se basaba en la idea
de que Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día. Y como María
Magdalena fue la primera testigo de su resurrección según los evangelios, su
versión en primera persona de dichos acontecimientos sería vital.
Maureen averiguó en el curso de su investigación que los autores que
habían escrito sobre María Magdalena como esposa de Jesús habían
adoptado, de manera abrumadora, la postura de que Jesús no era el Hijo de
Dios, ni resucitó de entre los muertos. Existían diversas hipótesis sobre el
hecho de que Jesús sobreviviera a la crucifixión. Otra teoría habitual era que
su cuerpo físico había sido robado por sus seguidores. Nadie había afirmado
jamás que Jesús se había casado, siendo al mismo tiempo el Hijo de Dios.
Por algún motivo, estas dos circunstancias siempre habían sido consideradas
mutuamente excluyentes. Tal vez por eso la existencia de María como
primer apóstol siempre había sido tan amenazadora para la Iglesia a lo largo
de la historia.
No cabía duda de que todas estas cosas habían estado dando vueltas en
la cabeza de Peter durante las últimas e intensas horas. Contestó a la
pregunta de Maureen.
—Todo dependerá de la postura oficial que adopte la Iglesia.
—Y si lo rechazan, ¿qué harás? ¿Te decantarás por la institución
eclesiástica, o por lo que sabes que es verdad en el fondo de tu corazón?
—Espero que ambas cosas no se excluyan mutuamente —dijo Peter con
una sonrisa irónica—. Quizá soy muy optimista. Pero si eso ocurre, llegará
el momento.
—¿El momento de qué?
—Eligere magistrum. De elegir amo.

Terminaron el paseo y volvieron al castillo. Maureen logró persuadir a


Peter de que tomara una ducha para refrescarse antes de regresar al trabajo.
Ella volvió a su dormitorio para lavarse la cara y ordenar sus ideas. El
agotamiento estaba al acecho, pero aún no podía rendirse. Al menos, hasta
conocer el contenido de los manuscritos.
Mientras se secaba la cara con una elegante toalla roja, alguien llamó a
la puerta.
Tammy entró en la habitación.
—Buenos días. ¿Me he perdido algo?
—Todavía no. Peter nos leerá el primer libro en cuanto considere que la
traducción es aceptable. Dice que el texto es asombroso, pero no sé nada
más.
—¿Dónde está?
—En su habitación, descansando un poco. No quería separarse de los
manuscritos, pero insistimos. Lo está pasando fatal, aunque no quiera
admitirlo. Para él, es una responsabilidad enorme. Incluso una carga enorme.
Tammy se sentó en el borde de la cama de Maureen.
—¿Sabes lo que no entiendo? ¿Por qué molesta a tanta gente la idea de
que Jesús se casara y tuviera hijos? ¿En qué le disminuye eso, o su mensaje?
¿Por qué los cristianos han de sentirse amenazados?
Tammy continuó con apasionamiento. No cabía duda de que había
estado pensando muy en serio al respecto.
—¿Qué me dices de ese famoso párrafo del Evangelio de Marcos, el
que leen en las ceremonias matrimoniales? «Mas desde el principio de la
creación varón y hembra los hizo; por causa de esto dejará el hombre a su
padre y a su madre, y se harán los dos una sola carne».
Maureen la miró sorprendida.
—No sabía que conocieras tan bien los evangelios.
Tammy le guiñó un ojo.
—Marcos, capítulo diez, versículo diez. La gente utiliza el evangelio
contra nosotras sin cesar, y trata de disminuir la importancia de María, de
modo que me dediqué a buscar los versículos que apoyan nuestras creencias.
Y es lo que Jesucristo predica en el evangelio. Encuentra una esposa y
quédate con ella. ¿Por qué iba a predicar algo que él no pudiera hacer?
Maureen meditó con detenimiento sobre la pregunta de Tammy.
—Buena pregunta. Para mí, la idea de Jesús casado le hace más
accesible.
Tammy aún no había terminado.
—Y llama padre a Dios, de modo que ¿por qué no podía Cristo, Hijo de
Dios hecho a su imagen y semejanza, engendrar hijos? No lo entiendo.
Maureen meneó la cabeza. No tenía respuesta para una pregunta tan
trascendental.
—Supongo que, en última instancia, es una pregunta para la Iglesia, y
para los que aceptan su doctrina.

Al anochecer, Peter anunció que había terminado la traducción


provisional del primer libro.
Sinclair se levantó de la mesa.
—¿Está preparado para leérnosla, padre? En tal caso, me gustaría
llamar a Roland y Tamara. Su papel en todo esto ha sido muy importante.
Peter asintió.
—Sí, llámelos. — Después miró a Maureen, con una indescifrable
combinación de luces y sombras en los ojos—. Porque ha llegado el
momento.
Tammy y Roland bajaron corriendo, y se reunieron con los demás en el
estudio de Sinclair. Cuando todos estuvieron congregados alrededor de Peter,
éste explicó que todavía quedaban algunos fragmentos de la traducción que
exigirían más tiempo y opiniones de expertos. En conjunto, no obstante,
contaba con una sólida traducción y una idea bastante aproximada de quién
era María en realidad, y de cuál había sido su papel en la vida de Jesucristo.
—Llama a éste el Libro del Gran Momento.
Tomó el fajo de libretas y empezó a leer en voz baja a su público.
—«Soy María, llamada la Magdalena, princesa de la tribu real de
Benjamín e hija de los nazarenos. Soy la esposa legítima de Jesús, el Mesías
del Camino, quien era hijo real de la casa de David y descendiente de la
casta sacerdotal de Aarón.
»Mucho se ha escrito sobre nosotros y más se escribirá en tiempos
venideros. Muchos de los que escriben sobre nosotros desconocen la verdad
y no estuvieron presentes durante el Gran Momento. Juro ante Dios que las
palabras que confío a estas páginas son ciertas.
Eso fue lo que ocurrió durante mi vida, durante el Gran Momento, el
Tiempo de la Oscuridad, y todo lo que sucedió después.
»Lego estas palabras a los hijos del futuro, para que cuando llegue el
momento puedan encontrarlas y saber la verdad sobre aquellos que iniciaron
el Camino».
La historia de María Magdalena se desplegó ante ellos con todos sus
detalles, inesperados y sorprendentes.
17

Galilea
Año 26

MARÍA SENTÍA LA TIERRA blanda y fría bajo los pies. Los miró, consciente de
que sus piernas desnudas estaban muy sucias. No le importó lo más mínimo.
Además, sólo era uno más de los numerosos elementos indecorosos de su
apariencia. Su lustroso pelo rojizo le colgaba suelto y enmarañado hasta la
cintura, y llevaba la túnica suelta.
Antes, cuando intentaba salir de la casa sin que nadie la viera, Marta la
había descubierto y expresado su desaprobación.
—¿Adónde crees que vas así?
María lanzó una alegre carcajada, indiferente a que la hubieran
sorprendido cuando intentaba escapar.
—Sólo voy al jardín. Y está tapiado. Nadie me verá.
Su explicación no pareció convencer a Marta.
—Es indecoroso que una mujer de tu rango y condición corretee por el
jardín como una criada descalza.
La regañina de Marta era más rutinaria que sincera. Estaba
acostumbrada a las maneras libres de convencionalismos de su joven
cuñada. María era una creación de Dios única, y Marta la adoraba. Además,
la muchacha gozaba de pocas oportunidades de divertirse. Sobre su vida se
proyectaba la sombra de la responsabilidad, y casi siempre soportaba ese
hecho con elegancia y valentía. Eran escasos los días que María tenía un
momento libre para pasear por el jardín, y sería injusto negarle ese pequeño
placer.
—Tu hermano volverá antes de que se ponga el sol —le recordó Marta
con énfasis.
—Lo sé. No te preocupes, no me verá. Volveré a tiempo de ayudarte en
la cocina.
La mujer más joven dio un beso en la mejilla a la esposa de su
hermano, y corrió a disfrutar de la privacidad de su jardín. Marta la vio
alejarse con una sonrisa triste. María era tan menuda y esbelta que era fácil
tratarla como a una niña. Pero ya no era una niña, se recordó Marta. Era una
mujer en edad de casarse, una mujer muy consciente de su profundo y serio
destino.
María no pensaba en el destino cuando entró en el jardín. Ya tendría
bastante de eso mañana. Alzó la cabeza para aspirar el aroma especiado de
octubre, mezclado con la brisa del mar de Galilea. El monte Arbel se alzaba
hacia el noroeste, fuerte y tranquilizador bajo el sol de la tarde. Siempre la
había considerado su montaña personal, una pila rocosa de suelo rojo y fértil
que se elevaba al lado de su pueblo natal. Lo echaba mucho de menos.
Últimamente, la familia pasaba más tiempo en la casa de Betania, pues el
hecho de que Jerusalén estuviera cerca era importante para el trabajo de su
hermano. Sin embargo, María amaba la belleza salvaje de Galilea, y
experimentó una gran alegría cuando su hermano anunció que pasarían el
otoño allí.
Estos momentos eran sus favoritos, rodeada de flores silvestres y
olivos. Cada vez era más difícil encontrar un rato de soledad, y saboreaba
cada segundo de estas oportunidades robadas. Aquí podía gozar en paz de la
belleza de Dios, libre de las estrictas normas de vestimenta y tradición que
eran parte integral de su posición social.
En una ocasión, su hermano la sorprendió en el jardín y le preguntó qué
había hecho durante las horas en que había «desaparecido».
—¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Lázaro había mirado con severidad a su hermana pequeña, pero luego
se ablandó. Le había enfurecido que no apareciera a la hora de cenar, una ira
nacida del miedo. Era algo más que simple preocupación de hermano.
Quería muchísimo a su hermosa e inteligente hermana pequeña, pero
también era su tutor. Su salud y bienestar constituían su principal prioridad.
Debía ser protegida a toda costa, y ésa era su tarea sagrada, con su familia,
con su pueblo, con Dios.
Cuando llegó a su lado, ella estaba tumbada en la hierba, con los ojos
cerrados y muy quieta, lo cual le aterrorizó por un momento. Por suerte,
María se había removido, como si presintiera su pánico. Se protegió los ojos
del sol con la mano y miró el rostro furioso de su hermano. Parecía capaz de
matar a alguien.
La ira de Lázaro se desvaneció cuando habló con él. Empezó a
comprender por primera vez con cuánta desesperación necesitaba la joven
estos escasos momentos de soledad. La única hija del linaje de Benjamín, su
futuro había sido trazado desde la infancia. Suyo era el privilegiado destino
de la sangre real y la profecía. La hermana pequeña estaba destinada a un
matrimonio dinástico, predicho por los grandes profetas de Israel, un
matrimonio que muchos consideraban voluntad absoluta de Dios.
Unos hombros tan diminutos para una carga tan pesada, había pensado
Lázaro mientras la escuchaba. María habló de una manera que no solía
permitirse, con franqueza y sentimiento. Consiguió que su hermano
comprendiera, con una punzada de culpabilidad, que su papel predestinado
en la historia le causaba un gran temor. Pocas veces pensaba en ella como un
simple ser humano. Era un bien precioso, que debía proteger y cuidar. Se
había dedicado a todas estas tareas con absoluta diligencia, y las había
llevado a cabo a la perfección. Pero también la quería, aunque no se permitió
tomar plena conciencia de ello hasta que conoció a su mujer, Marta.
Lázaro era muy joven cuando su padre murió. Demasiado joven, tal
vez, para asumir la enormidad de las responsabilidades dinásticas de su
familia, además de sus obligaciones como terrateniente. No obstante, el
joven había jurado a su padre, durante aquellos últimos días, que no
decepcionaría a la Casa de Benjamín. No decepcionaría a su pueblo ni al
Dios de Israel.
Con gran determinación, Lázaro hizo frente a sus numerosas
responsabilidades, la principal de ellas cuidar de su hermana menor, María.
La suya era una vida de deberes y obligaciones. Lázaro se encargó de la
educación de su hermana como correspondía a su noble cuna, pero nunca se
permitió sentir nada. Los sentimientos eran un lujo, y con frecuencia
peligrosos.
Pero entonces, Dios le dio a Marta.
Era la mayor de tres hermanas de Betania, nacidas de una familia noble
de Israel. A decir verdad, había sido un matrimonio de conveniencia, aunque
Lázaro pudo elegir entre las tres chicas. Había elegido a Marta por razones
prácticas. Al ser la mayor, era sensata y responsable, con más experiencia en
la tarea de llevar un hogar. Las hijas menores eran demasiado frívolas y
mimadas. Le preocupaba que fueran una mala influencia para su hermana.
Todas las muchachas eran encantadoras, pero la belleza de Marta era más
serena. Obraba en él un extraño efecto balsámico.
El matrimonio de conveniencia se transformó en un gran amor, y Marta
abrió el corazón de Lázaro. Cuando la madre de Lázaro murió de forma
inesperada, dejando a María sin influencia materna, Marta adoptó ese papel
sin el menor esfuerzo.
María estaba pensando en Marta cuando se sentó a descansar bajo su
árbol favorito. Mañana, el sumo sacerdote Anás vendría y empezarían los
preparativos de la boda. No habría más oportunidades de escapar sin escolta
durante mucho tiempo, de modo que María decidió aprovechar al máximo su
tiempo. Llegaría el momento, como todos sabían, en que se vería obligada a
abandonar su amado hogar para viajar al sur con su futuro marido. ¡Su
marido!
Easa.
Sólo pensar en el hombre al que estaba prometida infundió en María
una sensación de felicidad. Cualquier mujer envidiaría su posición de futura
reina de un rey dinástico. Pero era algo más que la posición lo que
embargaba de gozo a María, era el hombre en cuestión. La gente le llamaba
Yeshua, el hijo mayor y heredero de la casa de David, pero María le llamaba
Easa, un apodo de la infancia, para disgusto de su hermano y de Marta.
—No es apropiado llamar a nuestro futuro rey y líder elegido del
pueblo por un mote infantil, María —la había reprendido Lázaro durante la
última visita de Easa.
—Ella puede hacerlo —respondió la voz profunda y dulce que
reclamaba la atención sin el menor esfuerzo.
Lázaro calló al oír las palabras. Se volvió y vio al Hijo del León en
persona detrás de él.
—María me conoce desde que era niña, y siempre me ha llamado Easa.
No lo cambiaría por nada.
El hermano de María compuso una expresión mortificada, hasta que
Easa salvó la situación con una sonrisa. Había magia en su expresión, una
transformación imposible de resistir. El resto de la velada había sido
maravilloso, con la presencia de la gente a la que María más amaba, reunida
alrededor de Easa y escuchando su sabiduría.
Tumbada bajo el más grande de los dos olivos, María se durmió bajo el
sol de la tarde, mientras imágenes de su futuro marido desfilaban por su
cabeza.

Cuando María notó la sombra sobre su cara fue presa del pánico, pues
pensó que había dormido más de la cuenta. ¡Estaba oscureciendo! Lázaro se
pondría furioso.
Pero cuando sacudió la cabeza para desprenderse de la modorra, se dio
cuenta de que todavía era mediodía, pues el sol brillaba en todo su esplendor
sobre el monte Arbel. María alzó la vista para ver qué objeto había arrojado
sombra sobre su rostro dormido. Lanzó una exclamación ahogada,
paralizada por la sorpresa, antes de lanzarse con toda la exuberancia de una
joven enamorada hacia la figura que tenía delante.
—¡Easa! — gritó con alegría.
Él abrió los brazos y la estrechó en un enorme abrazo durante un
momento. Después retrocedió para contemplar su rostro exquisito.
—Mi palomita —dijo, utilizando el mote que le había dado de niña—.
¿Es posible que cada día seas más bella?
—¡Easa! No sabía que ibas a venir. Nadie me dijo…
—No lo sabían. Será una sorpresa para ellos. No podía permitir que los
preparativos del matrimonio se hicieran sin mí.
Volvió a dirigirle toda la fuerza de aquella sonrisa. María examinó sus
facciones un momento, los intensos ojos oscuros resaltados por los pómulos
salientes. Era el hombre más bello que había visto, el hombre más bello del
mundo.
—Mi hermano dice que es peligroso para ti estar aquí ahora.
—Tu hermano es un gran hombre que se preocupa demasiado —la
tranquilizó Easa—. Dios proveerá y protegerá.
Mientras Easa hablaba con ella, María bajó la vista y comprobó
horrorizada su apariencia desaliñada. El cabello largo hasta la cintura estaba
enredado y lleno de briznas de hierba, aparte de una hoja seca, un marco
adecuado para sus extremidades desnudas, cubiertas de tierra. En aquel
momento, no parecía ni remotamente una futura reina. Empezó a farfullar
una disculpa sobre su aspecto, pero Easa la acalló con una sonora carcajada.
—No te preocupes, palomita. Es a ti a quien he venido a ver, no a tu
rango.
Le quitó una hoja del pelo.
Ella sonrió, se ajustó la túnica y se sacudió la tierra.
—Mi hermano no pensará lo mismo —dijo con fingida preocupación.
Lázaro era muy severo en lo tocante a los asuntos de protocolo y honor.
Se enfadaría mucho si llegaba a saber que su hermana estaba en el jardín, sin
escolta y mal vestida y en presencia del futuro rey de la Casa de David.
—Yo me ocuparé de Lázaro —la tranquilizó Easa—. Pero por si acaso,
entra en casa y finge que no me has visto. Me iré por atrás y volveré esta
noche después de haberme hecho anunciar como es debido. De esa forma, no
pillaré desprevenidos ni a tu hermano ni a Marta.
—Entonces, nos veremos esta noche —contestó María, tímida de
repente. Se volvió para ir hacia la casa.
—Finge sorpresa —le gritó Easa, y rio mientras veía alejarse a través
del jardín a su futura esposa.

Aquel día, y la noche que le siguió, quedaron grabados en la memoria


de María durante el resto de su vida. Era la última vez que iba a sentirse
despreocupada, joven, enamorada y feliz.
Anás vino al día siguiente, pero llegó con intenciones diferentes. El
clima político y espiritual de Jerusalén mostraba una inestabilidad creciente,
y se habían cambiado los planes para evitar más amenazas de los romanos.
Los sacerdotes habían elegido a un nuevo líder durante un consejo secreto,
un consejo que declaró a Yeshua inapropiado para asumir las
responsabilidades del ungido. Miembros de aquel consejo acompañaron a
Anás para anunciar sus conclusiones.
María había sido expulsada de la habitación junto con Marta en cuanto
llegaron, pero no quiso mantenerse al margen mientras los más poderosos de
su pueblo discutían sobre su futuro. Easa le sonrió para tranquilizarla, pero
ella vio algo en sus ojos que la asustó. Inseguridad. Nunca lo había visto
antes, pero allí estaba y la aterrorizó. En contra de los deseos de Marta,
María se escondió en el pasillo y escuchó.
Oyó voces alzadas, algunos gritos, hombres hablando entre sí. A veces,
era difícil oír con precisión de qué estaban hablando. La voz áspera, sonora y
rasposa pertenecía a Anás.
—Tú te lo has buscado por aliarte con los zelotes. Los romanos nunca
nos permitirán ningún tipo de alianza contigo, debido a los asesinos y
revolucionarios que se encuentran entre tus partidarios. Los invitaríamos a
masacrar a nuestro propio pueblo.
La voz melódica que se escuchó después pertenecía a Easa.
—Acepto a todo hombre que elige seguirme y buscar el Reino de Dios.
Los zelotes saben que desciendo de David. Soy su líder legítimo. Y el
vuestro.
—No entiendes contra qué nos enfrentamos —replicó Anás—. El
nuevo procurador, Poncio Pilatos, es un bárbaro. Derramará cuánta sangre le
parezca conveniente para silenciar hasta nuestras demandas más básicas.
Exhibe sus banderas paganas en nuestras calles, estampa sus símbolos de
blasfemia en nuestras monedas, y todo nos recuerda que somos impotentes
ante ello. No dudaría en eliminarnos a todos los que estamos reunidos aquí,
si presintiera que estábamos alentando la insurgencia contra Roma desde el
templo.
—El tetrarca nos apoyará —dijo Easa—. Tal vez intercedería ante el
nuevo procurador.
Anás escupió.
—Herodes Antipas no apoya nada que no sean su lascivia y sus
placeres. Roma le paga. Sólo es judío cuando conviene a sus ambiciones.
—Su esposa es nazarena —replicó Easa.
El silencio respondió a su comentario. Easa había abrazado las
enseñanzas liberales del pueblo nazareno, uno de cuyos líderes era su madre.
Los nazarenos no guardaban la ley con la estricta observancia de los judíos
del templo. Entre sus diferentes tradiciones, incluían mujeres en sus ritos e
incluso las reconocían como profetas. También permitían que los gentiles
escucharan sus enseñanzas y participaran en sus ceremonias.
Aunque Anás había hecho hincapié en que la facción zelote era la razón
principal de que el consejo hubiera decidido retirar su apoyo a Easa, todos
los presentes en la habitación sabían que era una cortina de humo, destinada
a disimular la verdad. Las enseñanzas de Easa eran demasiado
revolucionarias, demasiado influidas por los nazarenos. Los sacerdotes del
templo no podían controlarle.
Con el comentario de que la esposa de Herodes era nazarena, Easa
había desafiado a los sacerdotes del templo. Adoptaría su papel profetizado
de rey davídico y mesías sin ellos, y como nazareno. Tal decisión era
extremadamente peligrosa. Si bien podía disminuir el poder de los
sacerdotes del templo, también podía volverse en contra de Easa si la gente
le retiraba el apoyo popular en favor de sus líderes tradicionales.
Pero el ataque de Anás aún no había terminado. Su voz resonó en la
atmósfera tensa de la habitación.
—El que tiene esposa es el esposo.
El silencio se hizo de nuevo en la habitación, y María se quedó
petrificada al otro lado de la puerta. Notó la lengua seca y pastosa en la boca.
Era una referencia al Cantar de los Cantares, el poema escrito por el rey
Salomón para celebrar la unión dinástica suprema de las casas nobles de
Israel. Con el fin de que un rey gobernara a su pueblo, la tradición mantenía
que necesitaba una novia de idéntico linaje real. María, como descendiente
benjamita del rey Saúl, era la princesa de mayor rango de Israel por sangre.
Como tal había sido prometida a Yeshua, el Hijo del León de Judá, desde su
infancia. Las tribus de Judá y Benjamín habían estado emparentadas desde la
antigüedad, y el matrimonio dinástico de estos dos linajes se había asegurado
desde que la hija de Saúl, Michal, se casara con David.
Pero para ser rey dinástico por ley, debía tener una reina dinástica. Anás
había urdido una amenaza frontal al compromiso.
Fue el hermano de María quien habló a continuación. Lázaro era un
hombre que siempre controlaba sus emociones, y sólo los muy íntimos
habrían percibido la tensión en su voz cuando se dirigió al sumo sacerdote.
—Anás, mi hermana está prometida a Yeshua por ley. Los profetas han
dicho que es el Mesías de nuestro pueblo. No sé cómo podemos desviarnos
de esta senda, cuando Dios nos la eligió.
—¿Osas decirme lo que Dios ha elegido? — replicó Anás.
María se encogió. Lázaro era un hombre justo, y le mortificaría ofender
al sumo sacerdote.
—Creemos que Dios ha elegido a otro hombre. Un recto defensor de la
ley, un hombre que defenderá todo lo que es sagrado para nuestro pueblo sin
ofender políticamente a los romanos.
Aquélla era la verdad, y todos se dieron cuenta. Un recto defensor de la
ley. Era la manera de Anás de demostrar a Easa que no iba a tolerar sus
reformas nazarenas, pese a su linaje sin mácula.
—¿Y quién es ése? — preguntó Easa en voz baja.
—Juan.
—¿El Bautista? — preguntó Lázaro con incredulidad.
—Es de la estirpe del León —intervino otra voz áspera, que María no
reconoció. Tal vez era el sacerdote más joven, Caifás, yerno de Anás.
—No es de la Casa de David —repuso con calma la voz de Easa.
—No —dijo Anás—, pero su madre es descendiente de la línea de
sacerdotes de Aarón, y su padre de los saduceos. El pueblo cree que es
heredero del profeta Elías. Será suficiente para animar al pueblo a seguirle,
si se casa con la mujer apropiada.
El círculo se había cerrado. Anás había venido para asegurar el
compromiso de María con el candidato a mesías de su elección. Ella era el
objeto que todos necesitaban para legitimar cualquier monarquía.
La siguiente voz sonó colérica y se expresó a gritos. María no conocía a
Santiago, un hermano menor de Easa, pero supuso que era él quien
vociferaba. Este hombre sonaba como Easa, pero sin el control sereno
omnipresente en su hermano mayor.
—No podéis elegir vuestros mesías como chucherías en un bazar.
Todos sabemos que Yeshua es el elegido para liberar a nuestro pueblo de sus
cadenas. ¿Cómo osáis adoptar un sustituto, debido a que teméis por vuestras
posiciones privilegiadas?
Los hombres se pusieron a chillar entre sí para hacerse oír. María
intentó distinguir las voces y las palabras, pero estaba temblando. Todo
estaba a punto de cambiar, lo sentía en el fondo de su alma.
La voz rasposa y autoritaria de Anás se impuso a las demás.
—Lázaro, como tutor de la muchacha, sólo tú puedes tomar la decisión
de romper el compromiso y entregar a la hija de Benjamín al candidato que
hemos elegido. Ahora, todo está en tus manos. Pero debo recordarte que tu
padre era un fariseo, siervo leal del templo. Yo le conocía bien. Él esperaría
de ti que hicieras lo mejor por el pueblo.
María pudo sentir la carga que se abatía sobre los hombros de Lázaro.
Era cierto, su padre se había dedicado en cuerpo y alma al templo, y fue
siervo de la ley hasta su muerte. Su madre era nazarena, pero eso no
importaba a hombres como éstos. Lázaro había jurado a su padre en su lecho
de muerte que defendería la ley y protegería la posición de la Casa de
Benjamín a toda costa. Se enfrentaba a una terrible decisión.
—¿Deseáis casar a mi hermana con el Bautista? — preguntó Lázaro
con cautela.
—Es un hombre justo y un profeta. En cuanto Juan sea ungido como
mesías, tu hermana gozará del mismo rango, siendo su esposa, que habría
tenido con este hombre —contestó Anás.
—Juan es un eremita, un asceta —interrumpió Easa—. No tiene deseo
ni necesidad de esposa. Ha elegido una vida de reclusión, pues considera que
de esa forma tiene más posibilidades de escuchar la voz de Dios. ¿Vais a
destruir su soledad y su buena obra, obligándole a un matrimonio con todas
las responsabilidades que implica la ley?
—No —contestó Anás—. No vamos a obligar a Juan a nada. Se casará
con la muchacha para confirmar su rango de mesías al pueblo. Después ella
se irá a vivir con los familiares de él y Juan regresará a sus prédicas. Ella
cumplirá los deberes dinásticos que exige la ley, y él también.
María escuchaba, rezando para que su estómago revuelto no impusiera
su dictado y revelara su escondite. Sabía lo que significaban los «deberes
dinásticos que exige la ley»: tener hijos con Juan el asceta. No era suficiente
que aquellos hombres intentaran arrebatarle la mayor felicidad con la que
había soñado, casarse con Easa. Encima, intentaban despojarle de su lugar
como futuro rey.
Además, había que pensar en la idea del propio Bautista. María nunca
había visto a este hombre que predicaba en las orillas del Jordán, pero era
legendario entre la gente. Era el primo mayor de Easa, pero los dos eran de
un temperamento muy diferente. Easa veneraba a Juan, decía de él a menudo
que era un gran servidor de Dios, y un hombre sincero y recto. Pero también
conocía sus límites. Se lo había explicado a María en una ocasión, cuando
ella le preguntó por el fanático predicador que bautizaba con agua. Juan
rechazaba a las mujeres, a los gentiles, a los lisiados o a los que consideraba
impuros, mientras Easa creía que la palabra de Dios pertenecía a toda la
gente que deseaba escucharla. No era un mensaje para las élites, explicaba
Easa. Era el mensaje de la buena nueva para todos. Estas diferencias habían
sido motivo de discusiones entre Easa y Juan.
Juan había pasado mucho tiempo en las áridas orillas del mar Muerto
después de la muerte de sus padres. Se convirtió a las ideas de los esenios de
Qumrán, una severa secta de ascetas, de la que había extraído muchas de sus
estrictas observancias. La secta de Qumrán vivía en penosas condiciones y
despreciaba a los que llamaban «buscadores de molicie». Hablaban de un
Maestro de Justicia que les traería el arrepentimiento y la adhesión definitiva
a la ley.
Easa también había pasado algún tiempo entre los esenios, y había
explicado sus costumbres a María. Respetaba su devoción a Dios y a la ley, y
alababa sus buenas obras. Easa contó con muchos esenios entre sus
compañeros más íntimos durante toda la vida, y se retiraba a la absoluta
soledad de Qumrán de vez en cuando para meditar. Pero mientras que Juan
abrazaba las duras observancias de los esenios, Easa rechazaba muchas de
sus creencias, por rigurosas y sentenciosas.
Easa explicó a María más detalles de Juan, acerca de la extraña dieta
que había adoptado en Qumrán, langostas mezcladas con miel, y de su
peculiar vestimenta, hecha de pieles de animales y áspero pelo de camello,
que desgarraba la piel y producía urticaria. Había contado que su primo Juan
el Bautista había optado por vivir al raso, bajo el cielo, porque se sentía más
cerca de Dios. No era una existencia apropiada para una mujer o un hijo
noble. Y, desde luego, no era aquello para lo que María Magdalena se había
preparado durante toda la vida.
Ahora todo dependía de Lázaro, pensó con tristeza María. Los hombres
estaban discutiendo de nuevo en la habitación de al lado, mientras las
lágrimas rodaban sobre el rostro de María. Ya no podía distinguir una voz de
otra. ¿Cuál era la de Lázaro, y qué estaba diciendo? Su hermano quería y
respetaba a Easa, como hombre y como descendiente de David, aunque
nunca había aceptado las reformas de los nazarenos. Lázaro era muy
tradicional. Su padre había sido un fariseo, y había apoyado
económicamente al templo de Jerusalén.
Anás le estaba obligando a tomar una dura decisión: si apoyaba a Easa,
el legítimo rey dinástico y heredero de todas las profecías, Lázaro sería
expulsado del templo. Estaba implícito en las palabras del sumo sacerdote.
Lázaro no tendría otro remedio que alinearse con los nazarenos, abrazar un
credo reformista en el que no creía.
Los más moderados de su pueblo, incluido Lázaro, se habían sentido
satisfechos porque Easa había sido aceptado tanto por los nazarenos como
por los sacerdotes del templo. Pero se hallaban en vísperas de un cisma, una
separación absoluta de los dos bandos, lo cual crearía hostilidades entre las
grandes familias dinásticas de Israel y daría nacimiento a una amarga
rivalidad. Era necesario tomar una decisión que resultaría dolorosa para
mucha gente corriente.
Pero en aquel momento a María sólo le importaba una decisión.
La decisión de Lázaro de aceptar la orden de los sacerdotes del templo
haría algo más que destruir sus sueños juveniles y condenarla a un
matrimonio aborrecible. Era una decisión que cambiaría el curso de la
historia durante miles de años.

Easa llegó a un acuerdo con Lázaro aquella noche: quería ser él quien
diera la noticia a María. Lázaro accedió, con bastante alivio, y condujeron a
María a una cámara privada para que se reuniera con el hombre que siempre
había considerado su futuro esposo.
Cuando Easa vio su cuerpo tembloroso y el rostro empañado en
lágrimas, supo que la muchacha había oído lo hablado en la reunión. Y
cuando María vio el dolor en los ojos de Easa, supo que su destino estaba
sellado. Se arrojó en sus brazos y lloró hasta que las lágrimas se agotaron.
—Pero ¿por qué? — le preguntó—. ¿Por qué has accedido? ¿Por qué
dejaste que te robaran tu reino?
Easa acarició su pelo para calmarla, y le dedicó su sonrisa consoladora.
—Tal vez mi reino no es de este mundo, palomita.
María meneó la cabeza. No entendía nada. Easa se dio cuenta y
continuó su explicación.
—María, mi trabajo es enseñar el Camino, enseñar a la gente que el
Reino de Dios está al alcance de la mano, que tenemos el poder de liberarnos
aquí y ahora de la opresión. Para esto no necesito una corona terrenal o un
reino. Me bastará con compartir la palabra de Dios con la mayor cantidad de
gente posible.
»Siempre había pensado que heredaría el trono de David y que tú te
sentarías a mi lado, pero si eso no ocurre en el curso de nuestras vidas,
tendremos que resignarnos a la voluntad de Dios.
María reflexionó sobre sus palabras, y procuró ser valiente y aceptarlas
con todas sus fuerzas. Había sido educada como una princesa. Por eso le
habían dado el nombre de María, un título reservado a las hijas de familias
nobles en la tradición nazarena. También había sido educada por mujeres
nazarenas, a la cabeza de las cuales se encontraba la madre de Easa. María la
Mayor se había ocupado de la educación de María desde muy temprana
edad, con el fin de prepararla para la vida con el Hijo de David, pero
también para instruirla en las lecciones espirituales de su credo reformista.
En cuanto se casara con Easa, María Magdalena adoptaría el velo rojo de las
sacerdotisas nazarenas, el mismo velo rojo que llevaba María la Mayor.
Pero eso no iba a suceder.
María no podía soportar el dolor y se puso a llorar de nuevo. En aquel
momento, un terrible pensamiento la asaltó, y un sollozo estremecedor
sacudió su cuerpo.
—Easa —susurró, temerosa de formular la pregunta.
—¿Sí?
—¿Te…? ¿Con quién te casarás ahora?
Easa la miró con tal ternura que María pensó que su corazón iba a
estallar. Tomó sus manos y le habló con voz dulce, pero firme.
—¿Te acuerdas de lo que dijo mi madre la última vez que entraste en
casa?
María asintió, y sonrió entre las lágrimas.
—Nunca lo olvidaré. Dijo: «Dios te ha hecho la perfecta compañera de
mi hijo. Los dos os convertiréis en una sola carne. Ya no habrá dos, sino uno.
Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».
Easa asintió.
—Mi madre es la más sabia de las mujeres, además de una gran profeta.
Vio que Dios te había hecho para mí. Si Dios ha decidido en su plan que no
serás mía, no seré de otra.
María experimentó un inmenso alivio. De todas las cosas que no podía
soportar, una mujer que no fuera ella como compañera de Easa era la más
impensable. Otra realidad la asaltó con fuerza incontenible.
—Pero… si he de ser la esposa de Juan… nunca permitirá que me
convierta en sacerdotisa nazarena.
—No, María —contestó Easa con semblante serio—. Juan insistirá en
una observancia estricta de la ley. Desprecia las reformas de nuestro pueblo,
y puede que sea muy severo contigo y te imponga crueles penitencias. Pero
recuerda lo que te he dicho, y lo que mi madre te enseñó. El Reino de Dios
está en tu corazón, y ningún opresor, ni los romanos, ni siquiera Juan, podrán
arrebatártelo.
Alzó la barbilla de María y la miró a los enormes ojos color de avellana
cuando habló:
—Escúchame bien, palomita. Hemos de recorrer esta senda con
bondad, y hemos de hacer lo que es debido por los hijos de Israel. Esto
significa que, en este momento, no puedo oponerme a Anás y al Templo.
Acataré su decisión para que la enseñanza del Camino pueda continuar en
paz y se propague por el país, y he accedido a dos cosas para demostrar mi
apoyo. Asistiré a tu boda con Juan acompañado de mi madre, y permitiré
que mi primo me bautice en público para demostrar que reconozco su
autoridad espiritual.
María asintió con solemnidad. Recorrería esa senda que se extendía
ante ella; era su responsabilidad como hija de Israel. Las palabras de amor y
apoyo de Easa la ayudarían a superarlo.
Él la besó en la cabeza, y dio la vuelta para marcharse.
—Para ser tan menuda, eres muy fuerte —dijo con dulzura—. Siempre
he visto esa fuerza en ti. Algún día serás una gran reina, una líder de nuestro
pueblo.
Se detuvo en la puerta para mirarla por última vez y dejarla con un
pensamiento final. Se llevó la mano al corazón.
—Siempre estaré contigo.

Manipular a Juan el Bautista no fue tan fácil como Anás y su consejo


habían esperado.
Cuando fueron a comunicarle su propuesta, él rugió contra su falta de
honradez y les llamó víboras. Les recordó que ya existía un mesías, y era su
primo Yeshua, un profeta elegido por Dios, y que él, Juan el Bautista, no era
digno de tal empresa. Los sacerdotes replicaron que la gente opinaba que él
era un profeta más grande, el heredero de Elías.
—No soy ninguna de esas cosas —replicó Juan.
—Entonces, dinos qué eres, para poder explicárselo al pueblo de Israel,
que te seguiría como profeta y como rey —adujeron.
Juan contestó de una manera enigmática.
—Yo soy la voz que clama en el desierto.
Despidió a los fariseos, pero el astuto Caifás había comprendido que la
extraña afirmación de Juan, «Yo soy la voz que clama en el desierto», era
una referencia al profeta Isaías. ¿Estaba calificándose de profeta Juan
mediante las Escrituras? ¿Estaba poniendo a prueba a los sacerdotes?
Los enviados sacerdotales volvieron al día siguiente, y pidieron a Juan
que los bautizara. Insistió en que se arrepintieran de todos sus pecados antes
de meditar sobre la idea. Los sacerdotes se encolerizaron, pero sabían que
debían ceñirse a las reglas de Juan, de lo contrario perderían la clave de su
estrategia, el propio Bautista. Recibir el bautismo de Juan fortalecería su
posición entre las multitudes que aclamaban al Bautista como profeta, su
principal objetivo.
Cuando los sacerdotes anunciaron su arrepentimiento, Juan los
sumergió en el Jordán, pero no sin recordarles algo.
—Yo os bautizo con agua, pero el que venga después será más
poderoso que yo a los ojos de Dios.
Los sacerdotes se quedaron con Juan aquel día, y le hablaron de su plan
en cuanto las multitudes que abarrotaban las orillas del río fueron
disminuyendo. Juan no quiso saber nada de ello. Se oponía radicalmente a
tomar esposa, y sobre todo si ésta era la prometida de su primo. Pero el
consejo estaba preparado para las objeciones de Juan, y las habían analizado
con detenimiento debido a su vehemencia del día anterior. Hablaron de
Lázaro, el noble, recto y honrado miembro de la casa de Benjamín, y dijeron
que aquel buen hombre temía que su piadosa hermana, al casarse, cayera
bajo la influencia de los nazarenos.
El Bautista se encogió al escuchar esta revelación. Esta idea era el
punto débil de Juan. Si bien aceptaba las profecías de que Yeshua era el
elegido, le preocupaba cada vez más la senda que su primo estaba
recorriendo con los nazarenos, y su flagrante indiferencia por la ley. Juan les
despidió e interrumpió la discusión.
Los sacerdotes se marcharon sin que Juan hubiera cambiado de
decisión.
Aquel día, más tarde, Easa llegó a la orilla este del Jordán para cumplir
la promesa hecha a Anás. Un amplio séquito de seguidores le acompañaba, y
este encuentro de dos hombres tan célebres atrajo a multitudes hasta el río.
Juan el Bautista extendió la mano para detener a Easa.
—¿Vienes a que te bautice? — preguntó—. Tal vez tenga yo más
necesidad de bautizo que tú, pues eres el elegido de Dios.
Easa sonrió.
—Primo, así ha de ser. Hemos de seguir el sendero de la justicia.
Juan asintió, sin demostrar sorpresa ni emoción alguna por la
aceptación de Easa. Era la primera vez que ambos se reunían desde las
intrigas de Anás, y la primera oportunidad de medirse mutuamente. El
Bautista alejó a Easa de los oídos de la muchedumbre y habló con palabras
muy meditadas, con el fin de conocer la opinión de su primo.
—El que tiene esposa es el esposo.
Easa no reaccionó a las palabras de Juan. Se limitó a asentir como si
estuviera de acuerdo.
—El amigo del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra
grandemente de oír la voz del esposo —continuó Juan—. Pues así mi gozo
es cumplido, tu generoso regalo de justicia, si es cierto que lo das de buen
grado.
Easa asintió de nuevo.
—Me conformaré con ser el amigo del esposo. Preciso es que él crezca
y yo mengüe, y así ha de ser.
Era un juego de palabras, una especie de danza entre los dos grandes
profetas, mientras cada uno tomaba nota de la postura política del otro.
Satisfecho de que su primo hubiera accedido pacíficamente a renunciar a su
cargo, así como a su novia, Juan se volvió hacia la muchedumbre
apelotonada en ambas orillas del Jordán. Habló a la gente antes de pedir a
Easa que se adelantara.
—Detrás de mí viene uno que es antes de mí, porque era primero que
yo.
Easa se sumergió en el río mientras resonaban las palabras de Juan.
Habían sido elegidas con suma cautela, para indicar que si Juan debía asumir
el papel de mesías, Yeshua sería el heredero de su trono si algo le sucediera.
«Porque era primero que yo» era una clara referencia a que Juan todavía
aceptaba las profecías sobre el nacimiento de Yeshua. Esta frase protegería a
Juan de los moderados que le apoyaban y que tenían miedo de las reformas
de los nazarenos, pero al mismo tiempo honraba a Easa como el hijo de las
profecías. Sus primeras palabras, «Detrás de mí viene», eran una indicación
de que Juan estaba meditando la posibilidad de asumir el papel de ungido.
Tal vez era fácil subestimar a Juan, el predicador del desierto, de
vestimenta salvaje y estilo evangélico radical, pero aquel día, sus actos y
palabras en la orilla del río Jordán demostraron que era un político mucho
más avezado de lo que muchos imaginaban.
Cuando Easa salió del agua, la muchedumbre aclamó a los dos
hombres, profetas emparentados tocados por la mano de Dios. Pero se hizo
el silencio en el valle cuando una paloma surgió de los cielos y voló sobre la
cabeza de Easa, el león de David. Fue un momento que sería recordado por
la gente del valle del Jordán y de todos los pueblos hasta el fin de los
tiempos.
Caifás regresó al río Jordán al día siguiente con su contingente de
fariseos. Había planeado con mucho cuidado la estrategia relacionada con
Juan. El bautismo de Yeshua el día anterior no había servido a los propósitos
anhelados por Anás y él. Creían que, al someterse al bautismo, Easa
reconocería en público la autoridad de Juan. En cambio, el acontecimiento
había servido para recordar a la gente que el molesto nazareno era el elegido
de la profecía. Ahora, más que nunca, los fariseos tenían que reducir el
impacto de la idea de que Yeshua era el Mesías. La única forma de hacerlo
era transferir el título de mesías a otra persona lo antes posible, y el único
candidato aceptable era Juan.
Pero éste estaba preocupado por la señal de la paloma. ¿Acaso no
demostraba esta aparición celestial tras el bautismo que Easa era el elegido
de Dios? Juan vaciló, y al final volvió a apoyar la opción de su primo.
Caifás, que había aprendido mucho de su suegro Anás, estaba preparado
para esta posibilidad y contraatacó.
—Tu primo nazareno ha estado hoy con los leprosos —informó.
Juan se quedó estupefacto. No había nada más impuro que aquellos
miserables abandonados de Dios. Era impensable que su primo hubiera
acudido a aquellos seres después del bautismo.
—¿Estás seguro de que eso es cierto? — preguntó.
Caifás asintió con gravedad.
—Sí. Siento informarte de que Yeshua ha estado en el lugar más impuro
esta mañana. Me han dicho que predicó la palabra del Reino de Dios. Hasta
permitió que le tocaran.
Juan estaba asombrado de que Yeshua hubiera caído tan bajo. Conocía
la profunda influencia que ejercían los nazarenos sobre su primo. ¿Acaso no
era la madre de Yeshua una María, y miembro de ese grupo? Pero era una
mujer, y por tanto, de escasa importancia, salvo por el hecho de que había
influido mucho en su hijo. No obstante, si Yeshua se había mezclado con los
impuros, cuando ni tan sólo había transcurrido un día completo desde el
bautismo, tal vez Dios le había dado la espalda.
Y había que pensar en la muchacha, la hija de Benjamín. A Juan le
preocupaba mucho que se llamara María, un nombre nazareno, una clara
señal de que la muchacha había sido educada en sus impías costumbres.
Pero era preciso reflexionar con toda seriedad sobre la profecía
relacionada con la muchacha, por el bien del pueblo. Se creía que era la Hija
de Sión, tal como se describía en el libro del profeta Miqueas. El pasaje se
refería a la Migdal-Eder, la Torre del Rebaño, una pastora que guiaría al
pueblo: «A ti, torre del rebaño, fortaleza de la Hija de Sión, volverá tu
antiguo poderío, y la realeza que es propia de la Hija de Sión».
Si María era en verdad la mujer de la profecía, Juan tenía la obligación
de mantenerla en el camino de la rectitud. Caifás le aseguró que la muchacha
era lo bastante joven y piadosa para ser adiestrada tal como él considerara
conveniente, siguiendo la ley más tradicional. De hecho, su hermano
suplicaba que lo hicieran antes de que fuera demasiado tarde. El compromiso
de esta princesa benjamita con Yeshua se había disuelto, basándose en las
inclinaciones nazarenas del novio. La ley consideraba esta decisión
perfectamente aceptable. ¿Acaso el propio sumo sacerdote, Anás, no había
redactado los documentos de disolución?
Lo más importante era que Yeshua y sus seguidores nazarenos no se
oponían a esta decisión, y habían prometido apoyar a Juan cuando lo
ungieran. Yeshua había accedido incluso a asistir al banquete de bodas para
manifestar su apoyo. La oferta era perfectamente aceptable. Si Juan se
casaba con la princesa de la Casa de Benjamín y se convertía en el ungido, el
número de sus bautismos se multiplicaría por diez. Tendría acceso a
muchísimos más pecadores, y les mostraría la senda del arrepentimiento. Se
convertiría en el Maestro de Justicia de las profecías de sus antepasados.
Juan, teniendo en cuenta la posibilidad de convertir a más pecadores y
enseñar la senda del arrepentimiento a los hijos de Israel, accedió a casarse
con la muchacha y ocupar su lugar en la historia de su pueblo.

La boda de María, la hija de la Casa de Benjamín, y Juan el Bautista,


del linaje sacerdotal de Aarón y Zadok, tuvo lugar en la colina de Caná,
Galilea. A ella asistieron nobles, nazarenos y fariseos. Tal como había
prometido, Easa fue con su madre, sus hermanos y un grupo de discípulos.
Isabel, la piadosa madre de Juan, era prima de la madre de Easa, María,
pero tanto ella como su esposo Zacarías habían muerto hacía muchos años.
No había pariente cercano que pudiera ocuparse de los preparativos de la
celebración, y Juan desconocía el protocolo que, por otra parte, no le
importaba en lo más mínimo. Cuando María la Mayor observó que nadie
agasajaba a los invitados, se hizo cargo de los preparativos, como pariente
femenino de mayor edad de Juan. Se acercó a su hijo, que estaba sentado con
varios de sus seguidores.
—No hay vino para el convite de bodas —dijo.
Easa escuchó a su madre con atención.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo? — preguntó—. No es mi boda. No
sería apropiado que yo interviniera.
María explicó a su hijo que no estaba de acuerdo. En primer lugar, se
sentía obligada a responsabilizarse de que el banquete fuera un éxito, en
memoria de Isabel. Pero, además, María era una mujer sabia, que conocía a
la gente y las profecías. Éste sería el momento oportuno de recordar a los
nobles y sacerdotes congregados la posición única de su hijo en la
comunidad. Easa accedió con cierta reticencia.
María llamó a los criados y les dio instrucciones.
—Haced lo que os pida sin dudarlo.
Los criados esperaron las órdenes de Easa. Al cabo de un momento,
pidió que le trajeran seis tinajas, llenas hasta el borde de agua. Los criados
obedecieron, y dejaron las tinajas de arcilla delante de él. Cerró los ojos y
rezó una oración, al tiempo que pasaba las manos sobre cada tinaja. Cuando
hubo terminado, aconsejó a los criados que sirvieran el líquido. La primera
criada vertió un poco en su copa de servir. Las tinajas ya no estaban llenas de
agua, sino de un espeso vino tinto.
Easa dio órdenes a un criado de que llevara una copa de vino a Caifás,
quien oficiaba la ceremonia. Caifás levantó la copa en dirección a Juan, el
novio, y alabó la calidad del vino.
—La mayoría sirven el mejor vino a primera hora y reservan el de
escasa calidad para el final, cuando pocos se dan cuenta —bromeó Caifás—.
Pero tú has reservado el mejor vino para el final.
Juan miró a Caifás, algo confuso. Ni él ni el sacerdote se habían dado
cuenta de lo sucedido. El único indicio de que algo extraordinario había
ocurrido eran los murmullos de los criados y de algunos discípulos. Pero no
pasaría mucho tiempo antes de que toda Galilea supiera lo que había
ocurrido en la boda de Caná.
Tras la boda de Juan y María, nadie volvió a hablar del esposo o de la
esposa. Algo más extraordinario había relegado a un segundo plano la fusión
dinástica. El tema de discusión entre la gente corriente era la milagrosa
transformación del agua en vino, llevada cabo por el joven profeta. En la
región situada al norte de Galilea, el nombre de Yeshua estaba en labios de
todos. Era su único mesías, pese a las manipulaciones urdidas en el Templo.
El poder y la popularidad de Juan crecían en el sur, desde las orillas del
Jordán, en las cercanías de Jericó, hasta las zonas desérticas del mar Muerto,
pasando por Jerusalén. Auspiciado por los sacerdotes del Templo, el número
de seguidores de Juan aumentó hasta que las orillas del río rebosaban de
hombres que solicitaban el bautismo. Como Juan insistía en que estos
hombres debían mantener la más estricta observancia de la ley, el número de
sacrificios aumentó y, en consonancia, las arcas del Templo se llenaron aún
más. Todo el mundo estaba complacido con el resultado del acuerdo.
Todos, salvo María Magdalena, que ahora estaba casada con el
Bautista.
Tal vez era una bendición que esta unión no fuera deseada ni por el
novio ni por la novia. Juan sólo quería volver al desierto y trabajar por Dios.
Acataba la ley, la cual exigía a los hombres que fueran fértiles y se
multiplicaran, y visitaba a su esposa en los días apropiados por motivos de
procreación. Pero aparte de esos períodos, dictados por la ley y la tradición,
detestaba la compañía de las mujeres.
Encontrar un lugar donde María viviera había sido la primera prioridad
del recién casado Juan. En ningún momento ocultó que no sería bienvenida
en las cercanías de su ministerio. De hecho, los esenios de Qumrán no
permitían que vivieran mujeres con ellos, sino que las exiliaban a edificios
separados porque eran impuras por naturaleza. Además, la madre de Juan
había muerto, lo cual suponía un problema. De haber vivido Isabel, María
habría vivido en casa de sus suegros.
Juan y Lázaro hablaron del asunto antes de la boda, pero María ya había
expresado sus deseos a su hermano. Lázaro pidió a Juan que María pudiera
seguir viviendo con Marta y él en sus propiedades de Magdala y Betania. De
esta forma, María siempre tendría compañía, y estaría bajo la vigilancia de
un hombre y una mujer piadosos. Además, Betania no estaba demasiado
lejos de Jericó, en vistas a las raras ocasiones en que Juan debía visitar a su
esposa.
Para éste fue una solución fácil y providencial, pues no albergaba el
menor interés por las actividades de María, aparte de contar con la seguridad
de que se comportara como una mujer piadosa y arrepentida en todo
momento. Si esta muchacha tenía que ser la madre de su hijo, debía ser
irreprochable. María aseguró a Juan que, durante su ausencia, obedecería en
todo a su hermano, como siempre había hecho. Procuró no demostrar su
alegría cuando acordaron que se iría a vivir con Lázaro y Marta.
Pero el placer de María duró poco, pues Juan impuso sus restantes
leyes. No toleraría que María estuviera presente en prédicas de los
nazarenos. No podría visitar el hogar de María la Mayor, su amiga y maestra
más venerada. Y, desde luego, jamás aparecería en público si Easa estaba
hablando. Juan estaba dolido porque algunos de sus discípulos habían
abandonado las orillas del río para seguir a su primo. El Bautista les
reprendió por convertirse en nazarenos y los acusó de ser «buscadores de
molicie». Poco a poco, se estaba gestando una rivalidad entre los ministerios,
muy diferentes, del nazareno Easa y del ascético Bautista. Su esposa no lo
avergonzaría. Jamás podría estar en presencia de nazarenos. Juan arrancó
esta solemne promesa a Lázaro.
Joven, ingenua, sin haber conocido otra cosa que amor y aceptación,
María intentó hablar con él, pero recibió el primer puñetazo de su marido
cuando protestó. La mano de Juan dejó una señal en la mejilla de María, lo
cual le recordó durante el resto del día que no debía discutir con él sobre
asuntos de obediencia. El Bautista abandonó a su esposa en su casa de
Magdala el mismo día, sin ni siquiera despedirse.

María temía las visitas de Juan, y agradecía que fueran escasas y


separadas por largos intervalos de tiempo. Juan sólo iba a Betania cuando se
hallaba en las cercanías ocupado en sus asuntos, por lo general cuando se
desplazaba a Jerusalén. Se interesaba por la salud de María para
salvaguardar las apariencias, y cuando era aceptable para la ley cumplía sus
deberes de marido. Durante estas visitas, se pasaba el tiempo enseñando la
ley a María e imponiéndole penitencias, así como advirtiéndola de que el
Reino de Dios estaba cerca.
Como princesa de la Casa de Benjamín, María sabía que era indecoroso
comparar a su marido con otro hombre, pero no podía evitarlo. Se pasaba los
días y las noches pensando en Easa y en lo que le había enseñado. Era
asombroso que Easa y Juan predicaran más o menos lo mismo (la cercanía
del Reino de Dios), porque el significado era muy diferente para cada
profeta. Para Juan, se trataba de un mensaje ominoso, una advertencia
terrorífica para los perversos. Para Easa, era una hermosa oportunidad para
todo el mundo de abrir sus corazones a Dios.
El día que María averiguó que Easa iría a Betania con su madre y un
grupo de seguidores nazarenos, sintió que la alegría volvía a su corazón por
primera vez desde hacía muchos días.

—No se alojarán aquí. Y no puedes ir a verlos, María. Tu marido lo


tiene prohibido.
Lázaro se opuso con expresión inexorable a las súplicas de su hermana.
—¿Cómo puedes hacerme esto? — lloró María—. Son mis amigos más
antiguos, y algunos también lo son tuyos. Los pescadores, Pedro y Andrés,
que jugaban con nosotros en las escalinatas de Cafarnaúm y en las orillas de
Galilea. ¿Cómo puedes negarles hospitalidad?
La dificultad de la decisión se leía en el rostro del hermano de María.
Dar la espalda a sus amigos de la infancia, así como a Easa y María la
Mayor, venerados hijos de David, era un acto espantoso, pero Lázaro había
recibido órdenes del sumo sacerdote de no admitir a la facción nazarena
cuando pasaran por la ciudad camino de Jerusalén. Además, el marido de su
hermana había dado instrucciones explícitas de que ella no debía estar
presente cuando los nazarenos predicaran. Lázaro había jurado proteger a
María dentro de los límites trazados por su marido.
—Lo hago por tu bien, hermana.
—¿También me casaste con Juan el Bautista por mi bien?
María no esperó su respuesta, ni vio su expresión de asombro. Salió
como una tromba al jardín, donde pudo llorar por fin.
—Te aseguro que desea lo mejor para ti.
María no había oído que Marta la seguía, tan inmersa estaba en su
desdicha. Por más que amara a Marta, no quería oír más discursos sobre
obediencia. María empezó a hablar, pero Marta la interrumpió.
—No he venido para reprenderte. He venido a ayudarte.
María la miró con cautela. Que ella supiera, la esposa de su hermano
Lázaro jamás se había opuesto a sus deseos. No obstante, Marta poseía una
energía oculta, y María la vio entonces en los ojos de su cuñada.
—María, eres como una hermana para mí, en algunos aspectos como mi
propia hija. No puedo soportar ver el dolor que has padecido este último año.
Estoy orgullosa de ti, al igual que tu hermano. Sé que él no te lo dice, pero a
mí no para de repetírmelo. Cumpliste tu deber como noble hija de Israel, y
siempre con la cabeza bien alta.
María se secó las lágrimas mientras Marta continuaba.
—Lázaro parte hacia Jerusalén en viaje de negocios. No volverá hasta
mañana por la noche. Los nazarenos estarán en Betania, y se reunirán en
casa de Simón.
María abrió los ojos de par en par mientras escuchaba. ¿La obediente y
piadosa Marta estaba planeando una estratagema?
—¿Simón? ¿Te refieres a esa casa?
María señaló la casa en cuestión, que se veía con facilidad desde su
propiedad. Marta asintió.
—Si tomas precauciones y eres discreta, haré la vista gorda si decides
visitar a tus viejos amigos.
María rodeó a Marta entre sus brazos.
—¡Te quiero! — gritó.
—¡Chisss! — Marta se soltó de María, y miró a su alrededor para
comprobar que nadie las había visto—. Si Lázaro viene a verte antes de
marcharse a Jerusalén, tienes que estar furiosa con él. No puede sospechar
nada, de lo contrario nos veríamos en un terrible trance.
María asintió con solemnidad y reprimió una sonrisa. Marta se marchó
corriendo a la casa para despedir a Lázaro, mientras María bailaba bajo los
olivos.

María se acercó a la casa de Simón desde una entrada lateral, llevaba su


pelirroja cabellera cubierta por uno de sus velos más gruesos. Dijo la
contraseña y la dejaron entrar al punto. Sintió una gran alegría cuando vio
tantas caras conocidas. Paseó la vista alrededor de la habitación, pero no vio
el rostro más amado e importante, pues Easa y su madre aún no habían
llegado. Tuvo poco tiempo de pensar en esto, porque en aquel momento una
voz femenina juvenil gritó su nombre. María se volvió y vio la exquisita
sonrisa de Salomé, la hija de Herodías e hijastra del tetrarca de Galilea,
Herodes. María gritó a su vez de júbilo, pues ambas habían sido adoctrinadas
a los pies de María la Mayor. Se abrazaron con alborozo y cariño.
—¿Qué haces tan lejos de casa? — preguntó María.
—Mi madre me ha dado permiso para seguir a Easa y continuar mi
adoctrinamiento, con el fin de tomar así los siete velos. — Sólo las mujeres
que habían sido iniciadas como sumas sacerdotisas podían llevar los siete
velos—. Herodes Antipas da a mi madre todo cuanto desea, y además,
simpatiza con los nazarenos. Sólo detesta a Juan el Bautista.
Salomé se cubrió la boca al instante después de aquel desliz. Compuso
una expresión mortificada.
—Lo siento. Me olvidé.
María sonrió con tristeza.
—No, Salomé, no te disculpes. A veces, yo también me olvido.
Salomé la miró compadecida.
—¿Tan horrible es para ti?
María meneó la cabeza. Quería a Salomé como a una hermana, y se
llamaban entre sí por el título tradicional de las sacerdotisas nazarenas, pero
María era todavía una princesa, educada para comportarse como tal. No
hablaría mal de su marido con nadie.
—No, no es horrible. Veo muy pocas veces a Juan.
Salomé habló a toda prisa, como si quisiera seguir disculpándose por la
metedura de pata.
—Espero no haberte ofendido, hermana. Es que el Bautista dice cosas
terribles sobre mi madre. La llama puta y adúltera.
María asintió. Se había enterado. Herodías, la madre de Salomé, era la
nieta de Herodes el Grande, y había heredado la tozudez del infame rey.
Abandonó a su primer marido para casarse con Herodes Antipas, quien
gobernaba Galilea, y el tetrarca se había divorciado a su vez de su esposa
árabe para contraer matrimonio con Herodías. Juan se había sentido
indignado por el hecho de que un monarca judío despreciara de una forma
tan flagrante la ley, y había denunciado en público el matrimonio de Herodes
Antipas con Herodías, acusándoles de adulterio. Hasta el momento, Herodes
había expresado irritación, pero demostrado escaso interés por emprender
alguna acción contra Juan. Como tetrarca de Galilea, ya tenía bastante con
afrontar los caprichos de un césar y las exigencias de su difícil puesto. No
necesitaba el dolor de cabeza añadido de un profeta asceta y desabrido.
El hecho de que Herodías fuera nazarena añadía más leña al fuego de
Juan, y no mejoraba su opinión sobre la cultura nazarena. Además,
demostraba por qué no podía permitirse que las mujeres asumieran cargos de
autoridad o gozaran de libertad social. Estaba claro que las convertía en
rameras. Juan utilizaba con frecuencia a Herodes y Herodías como ejemplos
de la corrupción nazarena.
Pero mientras el Bautista se granjeaba la enemistad del tetrarca, Easa
era muy admirado por la esposa de Herodes. Herodías había enviado a su
única hija para ser adoctrinada en el Camino cuando tuvo edad para ello.
Salomé y María se habían hecho amigas íntimas durante el tiempo que
pasaron juntas en Galilea, unidas en su amor espiritual por María la Mayor y
su hijo.
—Nuestra hermana Verónica está aquí —dijo Salomé, ansiosa por
cambiar de tema. La sobrina de Simón, Verónica, era una joven espiritual y
encantadora, que había sido adoctrinada con ellas en casa de la madre de
Easa. María amaba a Verónica, y buscó con la vista a su amiga querida.
—¡Allí está!
Salomé asió la mano de María y la arrastró hacia la sonriente Verónica.
Las tres mujeres, hermanas en el credo nazareno, se abrazaron con afecto,
pero tuvieron poco tiempo para hablar, porque en aquel instante entró Easa.
Le seguían su madre y dos hermanos menores, Santiago y Judas, así
como los hermanos pescadores de Galilea y un hombre de aspecto
amargado, de nombre Felipe, si María no se equivocaba. Easa saludó a todos
los presentes, pero se detuvo delante de María. La abrazó con ternura, pero
con el decoro y el respeto debidos a una noble casada con otro hombre. Le
dedicó una larga mirada para indicar la sorpresa que le producía el hecho de
que hubiera desobedecido a su hermano, pero no dijo nada.
María le sonrió y apoyó la cabeza sobre su corazón.
—El reino de Dios está en mi corazón, y ningún opresor me lo puede
arrebatar.
Easa le devolvió la sonrisa, con una expresión de afecto infinito, y
después avanzó hacia la parte delantera de la habitación y se puso a predicar.
Fue una noche hermosa, impregnada del amor de los amigos y la
palabra del Camino. María casi había olvidado hasta qué punto la Palabra
había llegado a ser importante para ella, y que Easa era un maestro
inspirador. Sentarse a sus pies y escucharle predicar era como experimentar
el Reino de Dios en la tierra. No podía imaginar que alguien pudiera
condenar palabras tan hermosas, o que intentara a propósito negar aquellas
enseñanzas de amor, compasión y caridad.
Cuando Easa se levantó para marchar, se acercó a María y le acarició el
estómago.
—Estás embarazada, palomita.
María lanzó una exclamación ahogada. Juan se había quedado una
noche para cumplir sus deberes durante la última estación, pero ignoraba que
había concebido.
—¿Estás seguro?
Easa asintió.
—Un niño crece en tu seno. Cuídale bien, pequeña. Porque quiero que
des a luz sin peligro.
Una sombra cruzó su rostro un breve momento.
—Di a tu hermano que has de pasar tu confinamiento en Galilea. Pídele
que te deje partir mañana, al alba.
María se quedó perpleja. Betania estaba cerca de Jerusalén, y las
mejores comadronas estaban al alcance de la mano en caso de necesidad. Lo
más sensato era quedarse aquí, y Lázaro tardaría en llegar un día más. No
obstante, Easa había visto algo en aquel momento sombrío, algo que le
impulsó a recomendarle que se marchara a Galilea de inmediato.
Lo que María ignoraba era que, en un clarividente momento de
profecía, Easa había visto que la joven necesitaba alejarse lo máximo posible
de Juan.

—¡Puta! — gritó Juan, mientras abofeteaba a María una y otra vez—.


Sabía que era demasiado tarde para ti y para tus costumbres de ramera
nazarena. ¿Cómo osas desobedecer a tu marido y a tu hermano?
Marta y Lázaro estaban en sus habitaciones de la casa de Betania, pero
oían el estallido de violencia que se había producido. Marta lloraba en la
cama, mientras escuchaba los golpes que llovían sobre el diminuto cuerpo de
María. Era culpa de ella. La había animado a desobedecer las órdenes
explícitas de su marido y su hermano. Marta pensaba que era ella quien
merecía la paliza.
Lázaro estaba sentado inmóvil, petrificado de miedo e impotencia.
Estaba furioso con Marta y María, pero mucho más preocupado por la paliza
que su hermana estaba recibiendo a manos de su marido. No podía hacer
nada al respecto. Intervenir sólo serviría para insultar todavía más a Juan,
algo que no se atrevía a hacer. Además, era normal que un marido pegara a
una esposa desobediente. En los hogares más tradicionales, se trataba de
algo habitual. Los actos de Juan se ajustaban a su interpretación de la ley.
Aún no sabían cómo había llegado Juan a descubrir que María había
asistido a la reunión nazarena. ¿Había un delator entre los presentes en la
velada? ¿O el don de la profecía que poseía Juan el Bautista era tan poderoso
que veía a María en sus visiones?
Fuera cual fuera el agente catalizador, Juan había llegado a Betania a la
tarde siguiente, preso de una rabia incontrolada, decidido a castigar a todos
los implicados en el engaño. Sabía que su joven esposa se había sentado
devotamente a los pies de su primo la noche anterior. Peor todavía, se había
sentado con la lasciva hija de la puta Herodías. Que María exhibiera sus
simpatías por los nazarenos y su amistad por Salomé era una fuente de
vergüenza y aflicción para Juan. Era algo susceptible de perjudicar su
reputación.
¡Malditas fueran las mujeres! ¿Es que no comprendían que cualquier
lacra que manchara su nombre podía influir en su obra y atenuar el mensaje
de Dios? Esto era una prueba de que las mujeres carecían de sentido común,
eran incapaces de pensar en las consecuencias de sus actos. Las hembras
eran seres pecadores por naturaleza, hijas de Eva y Jezabel. Estaba llegando
a la conclusión de que era imposible redimirlas.
Juan gritaba estas cosas y otras mientras continuaba propinándole la
paliza. María estaba acurrucada en un rincón con los brazos sobre la cabeza,
en un esfuerzo inútil para protegerse la cara. Era demasiado tarde. Un círculo
púrpura estaba empezando a extenderse alrededor de un ojo, y tenía el labio
inferior hinchado y ensangrentado debido a un manotazo.
—¡Basta, vas a matar al niño! — consiguió gritar por fin.
Juan detuvo su mano.
—¿Qué has dicho?
María respiró hondo para calmarse.
—Estoy embarazada.
Juan la miró con frialdad.
—Eres una puta nazarena que ha pasado la noche en casa de otro
hombre sin escolta. Ni siquiera puedo estar seguro de que el niño es mío.
María habló poco a poco, mientras intentaba levantarse.
—No soy lo que tú me llamas. Acudí a ti como novia virgen y no he
estado nunca con otro hombre, excepto contigo, mi esposo según la ley. —
Enfatizó las últimas cinco palabras—. Estás furioso por mi desobediencia, y
soy merecedora de tu ira.
Le plantó cara. Aunque le sacaba una cabeza, se irguió en toda su
estatura y le miró a la cara.
—Pero tu hijo no merece que duden de su origen. Algún día será un
príncipe de nuestro pueblo.
Juan emitió un sonido gutural y dio media vuelta para marcharse.
—Explicaré los términos estrictos de tu confinamiento a Lázaro.
Abrió la puerta y salió al pasillo. Sin volverse, lanzó una última
amenaza.
—Si es una niña, os abandonaré a ambas.

Avanzada la tarde del día siguiente, María decidió salir al jardín para
tomar un poco de aire. Se había pasado en la cama casi todo el día, curando
sus contusiones. El jardín estaba aislado, encerrado entre muros, de manera
que nadie podía ver las marcas del deshonor en su cara. Al menos, eso
pensaba ella.
María oyó un ruido entre los arbustos que le dejó sin respiración. ¿Qué
era? ¿Quién era?
—¿Hola? — preguntó en voz alta, vacilante.
—¿María? — susurró una voz femenina, y se oyeron más ruidos. De
repente, una figura salió de detrás de una hilera de setos cercanos al muro
del jardín.
—¡Salomé! ¿Qué haces aquí?
María corrió a abrazar a su amiga, una princesa que merodeaba como
un vulgar ladrón.
Salomé no pudo contestar enseguida. Se había quedado inmóvil,
mirando el rostro amoratado de María.
Ésta volvió la cabeza.
—¿Tanto se nota? — preguntó en un susurro.
Salomé escupió en el suelo.
—Mi madre tiene razón. Juan el Bautista es un animal. ¿Cómo se atreve
a tratarte así? Eres una noble.
María quiso defender a Juan, pero no tuvo energías. De pronto se sentía
agotada, exhausta por los acontecimientos del día anterior y por los efectos
que el embarazo estaba causando en su cuerpo menudo. Se sentó en un
banco de piedra, acompañada de su amiga.
—Te he traído esto. — Salomé tendió a María una bolsa de seda—. En
el tarro hay un ungüento medicinal. Curará tus heridas.
—¿Cómo te has enterado? — preguntó María. Se le ocurrió de repente
que Salomé sabía algo que sólo habían presenciado Lázaro y Marta.
Su amiga se encogió de hombros.
—Él lo vio. — Sólo podía referirse a una persona—. No me contó lo
sucedido. Me dijo: «Lleva tu mejor ungüento a tu hermana María. Lo
necesitará de inmediato». Y luego añadió que nadie debía verme entrar aquí,
por culpa de Juan.
María intentó sonreír al pensar en la visión de Easa, pero el dolor del
corte en el labio se lo impidió. El adorable rostro de Salomé se ensombreció
cuando vio a su amiga encogerse.
—¿Por qué lo hizo? — preguntó Salomé.
—Le desobedecí.
—¿Cómo?
—Asistiendo a la reunión de los nazarenos.
Salomé empezó a comprender.
—Ah, de manera que ahora somos el enemigo, según él. Me pregunto
cuándo denunciará en público a Easa. No me cabe duda de que será pronto.
María lanzó una exclamación ahogada.
—Son parientes, y Juan proclamó en público a Easa cuando le bautizó.
No haría una cosa semejante.
—¿No? Yo no estaría tan segura, hermana. — Salomé reflexionó—. Mi
madre dice que Juan es astuto como una serpiente. Piénsalo. Se casó contigo
para legitimar su monarquía, y ahora estás embarazada de su heredero.
Denuncia a mi madre por adúltera y utiliza el hecho de que es nazarena en su
contra, y como un arma contra nosotros. ¿Cuál es el siguiente paso? Retirar
en público su apoyo a Easa, basándose en su creencia de que los nazarenos
despreciamos la ley. No quedará satisfecho hasta destruir el Camino.
—Creo que Juan no haría eso, Salomé.
—¿No? — La muchacha rio, un sonido amargo para ser tan joven—.
No has vivido tanto tiempo como yo con los Herodes. Lo que hacen los
hombres para mejorar su condición es asombroso.
María suspiró y meneó la cabeza.
—Sé que cuesta creerlo, pero Juan es un buen hombre y un verdadero
profeta. No me habría casado con él si no lo hubiera creído, ni mi hermano
habría accedido. Juan es diferente de Easa, es rudo y riguroso, pero cree en
el Reino de Dios. Sólo vive para ayudar a los hombres a encontrar a Dios por
mediación del arrepentimiento y la ley.
—Sí, cree en ayudar a los hombres. En cuanto a las mujeres, Juan
preferiría ahogarnos en su precioso río antes que ofrecernos la salvación. —
Salomé hizo una mueca para expresar su desdén—. Se ha convertido en un
títere de los fariseos, aunque sólo sea porque carece de toda habilidad
política o social. Hace lo que le dicen. Te garantizo que le ordenarán
cuestionar la legitimidad de Easa aún más si no le detenemos.
María miró a su amiga. La forma de hablar de Salomé la estaba
poniendo nerviosa, pero era un temor mezclado con respeto. Su amiga de la
infancia había desarrollado una profunda comprensión de la política de su
tiempo en los palacios de Herodes.
—¿Qué propones?
Cuando María levantó la vista, un rayo de sol iluminó su rostro,
revelando las moraduras y cardenales. La princesa se estremeció al ver
semejantes marcas en la cara hermosa y adorable de María. Cuando Salomé
habló, lo hizo con suave determinación.
—Lograré que Juan el Bautista pague lo que ha hecho, contra ti, contra
Easa y contra mi madre. No escatimaré medios.
Un estremecimiento sacudió el cuerpo de María al oír aquellas palabras.
Pese al calor del sol de mediodía, sintió de repente mucho frío.

La celeridad de la detención de Juan fue asombrosa. María averiguó


mucho después que Salomé había ido sin demora al palacio de invierno del
tetrarca, cerca del mar Muerto, donde se celebraba la fiesta de cumpleaños
de Herodes Antipas. Éste había pedido que Salomé bailara para él y sus
invitados. La gracia y belleza de la muchacha eran legendarias, y había gente
que había recorrido grandes distancias para rendir tributo a Herodes. El
tetrarca consideraba que sería un gesto de buena voluntad exhibir a su
exquisita hijastra.
Salomé entró en la sala donde la celebración se hallaba en pleno
apogeo. Iba vestida con sedas relucientes y cadenas de oro que le había
regalado su generoso padrastro. Cuando hizo acto de aparición, se produjo
un revuelo entre los invitados, que estiraron el cuello para ver mejor a la
extraordinaria princesa.
—Eres la joya más preciosa de mi reino, Salomé —anunció su
padrastro—. Baila para nosotros, te lo ruego. Admirar tu prodigiosa gracia
estremecerá de emoción a nuestros invitados.
Salomé se acercó al trono de Herodes, que dominaba el banquete. Era el
mal humor personificado.
—No sé si seré capaz de bailar, padrastro. Mi corazón está tan transido
de dolor por lo que he tenido que padecer durante mi viaje que no creo tener
fuerzas para bailar.
Herodías, reclinada sobre un almohadón al lado de su esposo, se
enderezó.
—¿Qué ha obrado ese efecto en ti, hija?
Salomé les contó una historia lacrimógena sobre el hombre horrible al
que llamaban el Bautista, y dijo que sus palabras la atormentaban y parecían
perseguirla a todas partes.
—¿Quién es este hombre, el Bautista? — preguntó un noble romano
que estaba de visita.
Herodes hizo un gesto desdeñoso.
—Nadie. Uno de los diversos mesías que están de moda este año. Es un
agitador, pero carece de importancia.
Al oír esto, Salomé estalló en lágrimas y se arrojó a los pies de su
madre. Habló entre sollozos de los terribles calificativos que Juan el Bautista
dedicaba a Herodías. Estaba asustada, porque este profeta pedía que echaran
a Herodes y predecía que el palacio se vendría abajo con todos dentro.
Incitaba al odio contra los Herodes, hasta el punto de que Salomé ya no
podía viajar con los nazarenos a menos que fuera disfrazada.
—Parece más un insurgente que un profeta —observó el noble romano
—. Lo mejor es acabar con los de su ralea lo antes posible.
Herodes no estaba de humor para discutir de política, pero no podía
aparecer como un gobernante débil ante un enviado romano. Llamó a sus
guardias y dio la orden.
—Detened a ese hombre, el Bautista, y traedle aquí. A ver si tiene la
valentía de decirme semejantes cosas a la cara.
Los invitados aplaudieron esta decisión e imitaron al noble romano
cuando alzó su copa en honor del anfitrión. Salomé se secó las lágrimas de
los ojos y sonrió con dulzura a Herodes Antipas.
—¿Qué danza quieres que baile esta noche, padrastro?

Juan el Bautista era un prisionero molesto. Herodes Antipas no había


sospechado el número de seguidores de Juan, que había alcanzado
extraordinarias proporciones. Invadían el palacio cada día y exigían la
liberación de su profeta. Apelaban a Herodes como judío, suplicaban que
fuera compasivo con uno de los suyos. Como el palacio de invierno se
encontraba en las cercanías de Qumrán, la comunidad esenia enviaba
emisarios cada día para pedir la libertad de su virtuoso prisionero. No se
trataba de un simple profeta regional, que pudiera ser reprendido y castigado
con facilidad. Juan el Bautista era un fenómeno.
Herodes se propuso interrogarle, y ordenó que trajeran a su presencia al
ascético predicador. Interrogó a Juan en persona, esperando respuestas
farisaicas y los desvaríos típicos de estos predicadores del desierto y
supuestos mesías. Para Herodes, esto era una especie de deporte, y tenía
muchas ganas de atormentar al hombre que tan preocupadas tenía a su
esposa y a su hijastra. Después de jugar con el prisionero un rato, decidiría la
sentencia definitiva.
El interrogatorio no siguió el curso que había esperado el tetrarca. Si
bien el tal Juan iba vestido como un salvaje y tenía aspecto incivilizado, sus
palabras no eran las de un loco. Herodes descubrió que poseía una
inquietante inteligencia, tal vez incluso sabiduría. Juan habló con severidad
de los pecadores y de la necesidad del arrepentimiento, y no vaciló en mirar
a Herodes a los ojos cuando le advirtió de que alguien cargado con los
pecados del tetrarca no entraría en el Reino de Dios. Pero aún quedaba
tiempo para la redención, si Herodes renunciaba a su esposa adúltera y se
arrepentía de sus muchas transgresiones.
Al final del interrogatorio, Herodes estaba muy preocupado por el
encarcelamiento de Juan. Deseaba liberar al asceta, pero no podía hacerlo sin
quedar como un hombre débil e ineficaz ante Roma. ¿No había estado
presente un enviado romano cuando dio la orden de prender a Juan? Poner
en libertad al hombre daría la impresión de que Herodes era incongruente, y
tal vez incluso incompetente para enfrentarse a los insurgentes judíos. No,
no se atrevía a liberar a Juan el Bautista, al menos todavía no. A cambio,
mejoró las condiciones del encarcelamiento y le permitió que recibiera
visitas de sus seguidores y de los esenios de las cercanías.
Cuando se enteró de estas medidas, María de Magdala envió un
mensajero a palacio, preguntando si su esposo querría verla o recibir noticias
del hijo que llevaba en su seno. Juan hizo caso omiso del mensaje. Las
únicas palabras que había recibido María de Juan durante su encarcelamiento
fueron de condenación. Sus seguidores más acérrimos le comunicaron que
Juan seguía dudando de la paternidad de su hijo, y se refería a ella en los
términos más despectivos. Culpaba a su joven esposa de su detención, y sus
seguidores más fanáticos habían enviado amenazas a su familia. Por fin,
María convenció a su hermano y a Marta de que la llevaran de vuelta a
Galilea, lo más lejos posible de Juan el Bautista y de sus seguidores. No
entendía cómo era posible que una noche de desobediencia inocente le
hubiera hecho merecer una reputación de ramera, pero era la realidad que
debía afrontar. María prefería hacerlo en el refugio de su hogar al pie del
monte Arbel, más cerca de los nazarenos y de sus simpatizantes.
Juan continuaba su ministerio desde la cárcel, y su leyenda e influencia
seguían aumentando en la región del sur. No obstante, el ministerio de su
primo, el carismático nazareno, florecía con renovados bríos en la zona norte
del Jordán y en Galilea. Los seguidores de Juan le informaron en la cárcel de
las grandes obras y las curaciones milagrosas de Easa, pero también dijeron
que el nazareno continuaba siendo indulgente con los gentiles y los impuros.
¡Hasta había impedido la lapidación de una mujer adúltera! Estaba claro que
el primo de Juan ya no se ceñía a la ley. Había llegado el momento de que él
adoptara una postura.
Siguiendo instrucciones de Juan, sus seguidores asistieron a un
numeroso encuentro de nazarenos. Cuando Easa apareció ante la multitud
congregada para empezar a predicar, dos embajadores de los ascetas se
adelantaron. Habló el primero, dirigiéndose a Easa, y después a la
muchedumbre.
—Venimos de la celda de Juan el Bautista. Nos ruega que os hagamos
llegar este mensaje a todos vosotros. Te dice a ti, Yeshua el Nazareno, que
duda de ti. Que antes creía que eras el Mesías enviado por Dios, pero no
puede creer que aceptar a los impuros esté contemplado por la ley. Por
consiguiente, te pregunta si eres tú el esperado, o si debería esta buena gente
esperar a otro.
Estas palabras inquietaron a la multitud. El bautismo de Jesús por Juan
había sido un momento decisivo para algunos de los discípulos más recientes
del nazareno. Aquel mágico día a orillas del Jordán, cuando Juan anunció a
su primo como el elegido, y Dios demostró su favor en forma de paloma,
había transformado a muchos en seguidores del Camino. Ahora, Juan el
Bautista estaba retirando el apoyo a su primo al cuestionarle en público.
La pregunta dejó indiferente al nazareno, así como el insulto. Silenció a
la muchedumbre.
—No hay mayor profeta en esta tierra que Juan el Bautista —contestó.
Se volvió hacia los hombres que le habían desafiado.
—Dad recuerdos a mi primo —añadió—. Id y contadle lo que habéis
visto y oído hoy.
Mucho tendrían que contar. El líder nazareno se abrió paso entre la
multitud y atendió a los enfermos. Se dice que aquel día devolvió la vista a
muchos que habían estado ciegos. Curó las enfermedades de los ancianos,
expulsó malos espíritus y humores enfermizos de los afligidos. Todo ello sin
dejar de predicar la palabra del Camino y hablar a la gente de la luz de Dios.
Contó una historia, una parábola acerca de una mujer que fue perdonada de
sus pecados porque su corazón estaba henchido de fe y amor. Fue su último
mensaje del día.
—Los pecados de los que están henchidos de amor se perdonan, pero si
el hombre más recto no guarda amor en su corazón, poco perdón se le
otorgará.
Fue un día que definió el ministerio de Yeshua el Nazareno como el
Camino regenerador del amor y el perdón, un sendero de salvación al
alcance de todos cuantos quisieran caminar bajo aquella luz.

Herodes Antipas tenía un problema. El enviado romano que había


presenciado la orden de detención de Juan el Bautista meses antes había
regresado. Cuando el romano preguntó a los funcionarios del tetrarca por
qué había tantos judíos rodeando el palacio, le dijeron que el profeta
encarcelado continuaba atrayendo seguidores. El enviado se quedó
estupefacto al enterarse de que Herodes no había tomado ninguna decisión
en firme sobre el insurgente.
Durante la cena, el noble romano habló con Herodes del tema en
términos severos.
—No puedes ser blando con esa chusma. Estás aquí porque César
confía en ti para representar a Roma, y porque cree que la gente te acepta
más por el hecho de ser judío. Sería una terrible equivocación aparentar
demasiada debilidad. Este hombre insulta a Roma cada día desde la prisión
donde está encarcelado, y tú lo permites.
El tetrarca defendió su postura.
—Esta tierra desértica está controlada por sectas esenias y otras que
llaman profeta a este hombre. Ejecutarle provocaría disturbios.
—¿Tú, ciudadano romano y rey, permites que te tomen como rehén
esos habitantes del desierto? — le reprendió el enviado.
Herodes sabía cuándo estaba acorralado. Este hombre regresaría a
Roma al día siguiente, y no podía correr el riesgo de que informara de
cualquier debilidad a César. Ya tenía bastantes enemigos, que se regocijarían
de ver su caída de una vez por todas. Eso no podía suceder. Antipas no era
del linaje de tales reyes para nada. ¿Acaso su abuelo no había ejecutado a
sus propios hijos, cuando consideró que constituían una amenaza para su
trono? Herodes sabía luchar por lo que era suyo.
El tetrarca dio dos palmadas para llamar a sus criados, y ordenó que se
presentaran los centuriones.
—Comunicad de inmediato la sentencia al prisionero Juan el Bautista.
Será ejecutado a espada.
El enviado romano asintió vigorosamente cuando Herodes Antipas
ocupó un lugar en la historia por primera vez, pero no la última.

Antes de su ejecución, Juan sólo pidió una cosa: que enviaran un


mensaje a su esposa en Galilea. Se le permitió recibir a un seguidor que
haría las veces de emisario. Juan le dio las últimas instrucciones, antes de
que el centurión descargara su espada. El primer golpe separó la cabeza del
cuerpo, y Juan el Bautista, profeta del Jordán, fue enviado al Reino de Dios.
La cabeza de Juan fue clavada en una lanza, que se colocó en lo alto de
la puerta del palacio para demostrar al enviado romano con qué velocidad y
severidad se castigaba la traición. Se quedó allí hasta que fue despojada de la
carne por las aves carroñeras, pero una noche desapareció misteriosamente.
Los restos del cuerpo de Juan fueron entregados a los seguidores esenios
para ser enterrados.

La noticia de la ejecución de Juan el Bautista fue comunicada a una


María de Magdala en fase avanzada de su embarazo. El mensajero repitió
ante ellas las últimas palabras de su esposo.
—Arrepiéntete, mujer. Haz penitencia cada día por los pecados que nos
han conducido a este lugar. Hazlo en mi memoria y por el bien del hijo que
llevas en tu vientre. Si existe alguna esperanza de que el niño sea aceptado
en el Reino de Dios, has de arrepentirte y bautizar al niño cuando nazca.
María nunca supo si Juan creía que el hijo era suyo. Que se molestara
en enviar un mensaje con su última petición indicaba que tal vez sí. María se
tomó las palabras al pie de la letra y rezó hasta el fin de sus días por el
perdón de Juan. Había sido injusto con ella, pero no le guardaba rencor. Easa
y María la Mayor le habían enseñado que el perdón era divino, y abrazaba
aquel principio con toda sinceridad.
Juan había sido un enigma para ella desde el primer momento. Había
sido un hombre rudo que nunca había pedido lo que se le impuso, nunca
quiso tomar esposa. Ella hizo lo posible por comportarse de una forma que
Juan considerara obediente, pero jamás le había complacido en nada. Por
desgracia, se había casado con el único hombre de Israel que no habría dado
cualquier cosa por poseerla. Era hermosa, virtuosa, rica por nacimiento y
llevaba la sangre real de su pueblo. Ninguna de estas cualidades había
interesado lo más mínimo a Juan el Bautista.
El matrimonio había sido una especie de sentencia para ambos. La
bendición fue que estuvieron separados casi siempre, y sólo se reunieron
cuando los fariseos insistieron a Juan en que tuviera un heredero. Al final, el
matrimonio fue más aborrecible para él que para ella. Ahora estaban libres,
pero María habría dado cualquier cosa por cambiar las circunstancias que le
habían permitido recuperar la libertad.
Al igual que María había sido acusada del encarcelamiento de Juan, sus
más leales seguidores la acusaron de la ejecución. La única mujer más
vilipendiada del reino era Salomé. La princesa fue acusada de actos terribles,
incluido el incesto con su padrastro. Morbosas habladurías hablaban de la
sexualidad desatada de Salomé, que había utilizado para pedir la cabeza de
Juan el Bautista en una bandeja de plata. Nada de esto era cierto. Salomé
había empleado una argucia infantil para conseguir el encarcelamiento de
Juan, pero más tarde confesó entre lágrimas a María que nunca había
pensado que le ejecutarían. Sólo quería tener apartado una temporada a Juan,
disminuir su creciente poder entre la gente, para que no perjudicara a Easa y
María. Salomé era demasiado joven e inexperta en política y religión para
prever que la detención de Juan le granjearía todavía más popularidad entre
el populacho. Peor aún, no había previsto el desafortunado dilema de
Herodes y su singular solución.
Un anónimo mensajero enviado por los partidarios de Juan entregó una
última e inesperada reliquia de arrepentimiento a su joven viuda algunas
semanas después. Sin decir palabra, el asceta le tendió una cesta de caña
entretejida y partió con celeridad. No iba acompañada de ningún mensaje, y
el correo no la miró a los ojos cuando le entregó la cesta. María levantó la
tapa para descubrir su contenido, picada por la curiosidad.
La calavera blanqueada por el sol de Juan el Bautista descansaba sobre
un almohadón de seda dentro de la cesta.

María dio a luz prematuramente. Fue una bendición, porque su frágil


cuerpo no habría sido capaz de llegar hasta el final. En cualquier caso, dio a
luz un niño robusto. Llegó a la vida vociferando contra la iniquidad del
mundo. Al cabo de un día, era la viva imagen de Juan.
Cualquiera que oyera la insistencia de los lloriqueos del niño le habría
reconocido como hijo legítimo de Juan el Bautista.
María de Magdala comunicó mediante un mensaje a María la Mayor y a
Easa que su hijo había nacido sano y salvo, y les dio las gracias por sus
oraciones de bienvenida.
Puso al niño el nombre de Juan José, el de su padre.
Después de la ejecución de Juan, los seguidores de Easa insistieron en
que adoptara una postura de firmeza. Fue al desierto y se reunió con los
esenios y los discípulos de su primo, y predicó el Reino de Dios a su manera.
Algunos esenios aceptaron a Easa como su nuevo Mesías y le siguieron,
porque era de la estirpe de David. Otros se opusieron a sus reformas
nazarenas, porque Juan había hablado con aspereza de estas cosas al final de
su vida. Para la mayoría de habitantes del desierto, Juan era el único Maestro
de Justicia, y cualquiera que intentara sustituirle era un impostor.
En aquellos días se creó la profunda división entre los seguidores de
Juan y los fieles a Easa. El espíritu nazareno hablaba de amor y perdón,
accesible a todos cuantos quisieran abrazarlo. La filosofía juanista era muy
diferente, basada en juicios severos y normas estrictas. Mientras que Easa y
los nazarenos daban la bienvenida y honraban a las mujeres, los seguidores
de Juan las vilipendiaban. Éste siempre había tenido muy mala opinión de
las mujeres, y su descripción de María y Salomé como las putas de Babilonia
fortaleció la idea entre sus seguidores de que las mujeres eran impuras.
Se forjó una imagen inexacta e injusta de María Magdalena como
pecadora arrepentida, y de Salomé como ramera decadente. Los seguidores
de Juan el Bautista atizaron estas llamas de injusticia, y dieron lugar a una
conflagración que ardería durante varios miles de años.

Easa el Nazareno, príncipe de la casa de David, pretendía cambiar la


opinión pública sobre la calumniada princesa, recién viuda. Él, más que
cualquiera, sabía que esa bondadosa y virtuosa mujer había sufrido una
terrible injusticia. Seguía siendo, como antes, una princesa de la casa de
Benjamín. Su sangre aún era real, su corazón todavía puro, y él todavía la
amaba.
Lázaro se quedó estupefacto cuando el Hijo del León apareció en su
puerta, completamente solo y sin sus seguidores.
—He venido a ver a María y al niño —dijo.
Lázaro, azorado, llamó a Marta, al tiempo que invitaba a Easa a pasar.
Su esposa entró en la habitación y no hizo el menor esfuerzo por disimular
su alborozo. Hacía mucho tiempo que simpatizaba con los nazarenos, pese al
conservadurismo de su familia. Siempre había querido y venerado a Easa.
—Traeré a María y al niño —dijo, y salió a toda prisa de la habitación.
Cuando se quedaron solos, Lázaro intentó hablar de nuevo.
—Yeshua, tengo tantas cosas de que disculparme…
Easa alzó una mano.
—Paz, Lázaro. No he sabido jamás que hicieras algo que no
consideraras recto y justo en el fondo de tu corazón. Eres fiel a ti mismo y
fiel a tu Señor. Por lo tanto, no has de pedirme disculpas ni a mí ni a nadie.
Lázaro experimentó un tremendo alivio. Desde hacía mucho tiempo
cargaba con la tristeza de haber roto el compromiso entre Easa y su hermana,
y con la culpa de negar alojamiento a los nazarenos aquella noche en
Betania, circunstancia que se había convertido en una inmensa calamidad
para María. Pero no tuvo tiempo para decir nada de eso, porque el pequeño
Juan José anunció su llegada a la sala con un potente chillido.
Easa se volvió y sonrió a María y a su hijo. Extendió los brazos hacia el
niño, que estaba congestionado debido a sus gritos.
—Es tan hermoso como su madre y tan obstinado como su padre —rio,
y tomó al niño en sus brazos. En cuanto Easa le tocó, el niño dejó de llorar.
Permaneció en silencio y examinó aquella nueva figura con sumo interés. El
pequeño Juan emitió unos gorgoritos de felicidad cuando Easa le meció en
sus brazos.
—Le caes bien —dijo María, tímida de repente en presencia del hombre
que se había convertido en una leyenda entre su pueblo.
Easa la miró con seriedad.
—Eso espero. — Miró a Lázaro—. Querido hermano, me gustaría
hablar en privado con María de un asunto muy serio. Es viuda, y lo más
apropiado es hablarlo con ella sin intermediarios.
—Claro —murmuró Lázaro, y salió a toda prisa de la habitación.
Easa, sosteniendo todavía al pequeño Juan, indicó con un ademán a
María que se sentara. Guardaron silencio un momento, mientras el niño
seguía emitiendo gorgoritos y agarraba el largo pelo de Easa, que lo llevaba
al estilo nazareno.
—He de pedirte algo, María.
Ella asintió en silencio, sin saber qué iba a decirle, pero embargada de
una gran felicidad por estar cerca de él otra vez. La presencia de Easa era un
bálsamo para su espíritu conturbado.
—Has sufrido mucho, por tu fe en mí y en el Camino. Quiero enmendar
ese yerro, por ti y por este niño. María, quiero que seas mi esposa y me des
permiso para criar a Juan como si fuera hijo mío.
María se quedó petrificada. ¿Había oído bien? Era imposible, no cabía
duda.
—No sé qué decir, Easa. — Hizo una pausa, intentando atajar los
pensamientos que desfilaban por su mente sorprendida—. Toda la vida soñé
que me casaría contigo. Cuando no pudo ser… Nunca volví a pensar en ese
sueño. Pero no puedo permitir que hagas algo semejante. Sería perjudicial
para ti y para tu misión. Hay demasiados que me culpan de la muerte de
Juan, hombres que me odian y me llaman pecadora.
—Eso a mí me da igual. Cualquiera que me sigue sabe la verdad, y
enseñaremos la verdad a aquellos que todavía no la saben. De hecho, es
apropiado que te tome como esposa. Eres la viuda de Juan y yo soy pariente
suyo. Soy el pariente varón más cercano de tu esposo, y como tal debería
educar a este niño según las mismas tradiciones que obedecen los seguidores
de Juan. Y le educaré como príncipe de su pueblo, como mi heredero elegido
y el hijo del profeta. Es una unión adecuada, para la ley y para el pueblo de
Israel. Todavía soy el hijo de David y tú todavía eres la hija de Benjamín.
María estaba abrumada. Nunca había esperado que algo semejante
pudiera suceder. A lo sumo, había confiado en que Easa bautizaría a su hijo,
tal como Juan había solicitado. Pero ¿adoptar al pequeño y tomarla a ella
como esposa? Era más de lo que podía soportar. Apoyó la cabeza en las
manos y se puso a llorar.
—¿Por qué lloras, palomita? No somos menos perfectos el uno para el
otro, a los ojos de Dios, que cuando decidimos unir nuestras vidas.
María se secó las lágrimas y miró al nazareno, su Easa, que Dios le
había devuelto.
—Jamás creí que volvería a conocer la felicidad —susurró.

En contraste con la fastuosa boda de Caná, Easa y María contrajeron


matrimonio en una pequeña ceremonia íntima, presidida por María la Mayor
y rodeados de los nazarenos más leales. El acontecimiento tuvo lugar en
Galilea, en el pueblo de Tagba.
Pero la noticia del enlace se esparció con celeridad, y al día siguiente
multitudes de personas empezaron a llegar a Tagba. Algunos eran
seguidores, otros simples curiosos, atraídos por la idea del novio y la novia
anunciados en la profecía de Salomón. A otros no les hacía ninguna gracia
que su amado profeta de Galilea se uniera con esa mujer de reputación
empañada. Pero Easa se alegró de la presencia de todos. Repitió a María una
y otra vez que cada día significaba una nueva oportunidad de enseñar el
Camino a alguien que no lo había visto nunca, una oportunidad de devolver
la vista a los ciegos.
La noticia de la boda atrajo a miles de personas durante los dos días
siguientes.
María la Mayor fue a ver a Easa al final del segundo día. Le recordó el
primer milagro de las bodas de Caná, cuando no hubo suficiente vino para el
convite. Ahora Galilea rebosaba de viajeros que no habían comido desde
hacía varios días, y les quedaban muy pocos alimentos. Su madre le pidió
que considerara la posibilidad de celebrar su banquete de bodas aquel día.
Easa llamó a sus seguidores más fieles. Les pidió que contaran el
número de invitados.
—Hay casi cinco mil —contestó Felipe—, y sólo tenemos dinero para
doscientos.
—Conozco a un muchacho que es hijo de un pescador —intervino
Andrés, el hermano de Pedro—. Tiene unas cinco hogazas de pan de cebada
y dos pececillos, pero eso es todo. No es nada comparado con el número de
visitantes.
—Decidles que se sienten en la hierba —dijo Easa—. Traedme los
panes y los peces.
Andrés obedeció, y dejó los panes y los peces dentro de una cesta, a los
pies del maestro. Easa rezó una oración de acción de gracias por la
abundancia de comida, y después devolvió la cesta a Andrés.
—Empieza con esta cesta y pásala entre los invitados. Reúne todos los
fragmentos, para que no se pierda nada. Después coloca esos fragmentos en
otras cestas y pásalas también.
Andrés obedeció las órdenes, con la ayuda de Pedro y los demás. Se
quedaron maravillados al ver que las cestas que apenas contenían unos
mendrugos rebosaban de hogazas de pan. Pronto hubo hasta doce cestas
grandes cargadas de comida. Las pasaron entre la multitud, hasta que cada
persona hubo tomado su parte.
Todos los congregados en las orillas de Tagba aquel día se quedaron
convencidos, sin la menor duda, de que Easa el Nazareno era el auténtico
Mesías de la profecía. Su reputación de gran obrador de milagros, así como
de sanador, continuó propagándose, y sus partidarios aumentaron en número.
Muchos más se sintieron inclinados a aceptar a María de Magdala en aquel
momento. Si un gran profeta había elegido a aquella mujer, debía ser digna
de él.
El rango y posición de María presentaban un problema: su nombre. En
una época en que las mujeres eran definidas por su parentesco con los
hombres, su situación era delicada y difícil desde un punto de vista político.
No habría sido correcto referirse a ella como la viuda de Juan, ni tampoco
era del todo aceptable llamarla esposa de Easa. Fue conocida en aquel
tiempo por su propio nombre, como líder que era. Reinaría para siempre
jamás como Hija de Sión, la Torre de su Rebaño: la Migdal-Eder. Su nombre
era el de una reina. La gente la llamaba sencillamente María Magdalena.

Este período de ministerio que siguió al milagro de los panes y los


peces sucedido en Tagba fue llamado por María Magdalena el Gran
Momento. Poco después de la boda, los nazarenos, con María ahora entre
sus filas, partieron hacia Siria. Easa curó a un número asombroso de
personas durante el viaje. Dedicó el tiempo a enseñar en sinagogas y llevar
la palabra del Camino a nuevos oídos. Pero al cabo de unos meses, el grupo
volvió a Galilea. María Magdalena estaba embarazada, y Easa quería que su
hijo naciera donde ella se sentía más a gusto: en su hogar.
María dio a luz a una hija perfecta y diminuta nada más regresar a
Galilea. Le dieron el doble nombre de una princesa, Sara Tamar. El nombre
de Sara evocaba a una noble hebrea de las Escrituras, la esposa de Abraham.
Tamar era un nombre galileo. Hacía referencia a las abundantes palmeras
que crecían en la región, y había sido elegido para las hijas de casas reales
desde hacía generaciones.
La noble familia estaba aumentando en número, su ministerio crecía, y
los hijos de Israel albergaban esperanza en el futuro. Era, en verdad, un Gran
Momento.
18

Château des Pommes Bleues


29 de junio de 2005

NADIE HABLÓ CUANDO PETER terminó de leer su traducción del primer libro.
Todos guardaron silencio durante un largo momento, asimilando cada cual a
su manera la enormidad de la información. Todos habían llorado en un
momento u otro: los hombres de una forma más reservada, las mujeres sin
disimulos al escuchar la historia de María.
Por fin, Sinclair rompió el silencio.
—¿Por dónde empezamos?
Maureen meneó la cabeza.
—Yo ni siquiera sabría por dónde. — Miró a Peter, para ver cómo
afrontaba las circunstancias. Parecía muy sereno, incluso sonriente, cuando
sus ojos se encontraron—. ¿Te encuentras bien?
Peter asintió.
—Nunca me había sentido mejor. Es muy extraño, pero no me siento
escandalizado, preocupado ni sorprendido… Sólo me siento… satisfecho.
No puedo explicarlo, pero eso es lo que siento.
—Parece agotado —observó Tammy—. Pero ha hecho un trabajo
asombroso.
Sinclair y Roland manifestaron su acuerdo, y ambos dieron las gracias a
Peter por su empeño en terminar la traducción.
—¿Por qué no vas a descansar un poco y empiezas con los demás libros
mañana? — sugirió con ternura Maureen—. Te lo digo en serio, Peter, tienes
que descansar.
Peter negó con la cabeza, obstinado.
—Ni hablar. Quedan dos libros más: el Libro de los Discípulos y el que
ella llama El Libro del Tiempo de la Oscuridad. Creo que hemos de asumir
que es la crónica de la crucifixión relatada por un testigo, y no iré a ninguna
parte hasta que lo averigüe.
Cuando comprendieron que Peter no cambiaría de opinión, Sinclair
mandó que le trajeran una bandeja con té. El sacerdote se negó a comer, pues
creía que debía ayunar mientras efectuaba las traducciones. Después le
dejaron solo, y Sinclair, Maureen y Tammy se trasladaron al comedor para
tomar una cena ligera. Invitaron a Roland a unirse a ellos, pero el criado se
negó cortésmente, aduciendo que tenía demasiadas cosas que hacer. Miró a
Tammy desde el otro lado de la sala y se fue.
La cena fue frugal, pues ninguno tenía demasiada hambre. Aún les
costaba expresar con palabras lo que sentían tras la lectura del primer libro.
Por fin, Tammy habló de las características de Juan.
—Después de pasar el día con Derek, todo adquiere mucho más
sentido. Ahora entiendo por qué los seguidores de la Cofradía odian tanto a
María y Salomé, pero es muy injusto.
Maureen estaba confusa. Aún desconocía los descubrimientos de
Tammy.
—¿Qué quieres decir? ¿Es la gente que me atacó?
Su amiga explicó todo lo que Derek le había revelado durante aquella
horrible visita a Carcasona. Maureen escuchó sumida en un silencio
estupefacto.
—Pero ¿ya sabíais que María tenía un hijo de Juan el Bautista? — Hizo
la pregunta a los dos—. Porque para mí ha sido una absoluta sorpresa. Me he
quedado de piedra.
Sinclair asintió.
—Será una sorpresa para casi todo el mundo. Es una tradición conocida
por la gente de la región, pero muy pocas personas, aparte de nuestras
orgullosas sectas heréticas, la conocen. Se llevó a cabo un esfuerzo
compartido… por ambos bandos para eliminar estos hechos de la historia. Es
sabido que los seguidores de Jesús no querían que ninguna información
sobre Juan hiciera sombra a la historia del Mesías, tal como cuentan
cautelosa e inteligentemente los autores de los evangelios.
Tammy le interrumpió.
—Los seguidores de Juan no hablan de ello porque desprecian a María
Magdalena. He empezado a leer los documentos de la Cofradía, el llamado
Libro verdadero del Santo Grial. Lo llaman así porque creen que la única
sangre santa desciende de Juan y su hijo. Eso convierte a su linaje en el
verdadero Santo Grial, el único de sangre sagrada auténtica. Si hubieran
podido salirse con la suya, habrían eliminado toda mención de María
Magdalena, no sólo en las Escrituras, sino en la historia. Una ley de la
Cofradía impone que no se la puede mencionar sin añadir el título de puta a
su nombre.
—Eso es absurdo —dijo Maureen—. Era la madre del hijo de Juan, y le
reconocen como legítimo, así que ¿por qué odian todavía tanto a María
Magdalena?
—Porque están convencidos de que Salomé y ella urdieron la muerte de
Juan para que María pudiera casarse con Jesús, Easa, de forma que éste
accediera al honor de ser ungido. Además, así podía usurpar el lugar de Juan
como padre y educar a su hijo en las costumbres nazarenas. Una parte de su
ritual consiste en negar a Cristo escupiendo sobre la cruz y llamándole el
Usurpador.
Maureen miró a los dos.
—No sé si debería decirlo, pero me cuesta creer que Jean-Claude esté
implicado en todo esto.
—Te refieres a Jean-Baptiste.
Tammy pronunció el nombre con desdén.
—Cuando estuvimos en Montségur… Sabía mucho de los cátaros. No
sólo eso, sino que hablaba de ellos con reverencia, con respeto. ¿Era todo
una pantomima?
Sinclair suspiró y le acarició el rostro.
—Sí, y sólo era una parte muy pequeña de una pantomima muy grande,
por lo que tengo entendido. Roland ha descubierto que Jean-Claude fue
educado desde pequeño para infiltrarle en nuestra organización. Su familia
es rica, y gracias a los recursos de la Cofradía pudo crear esta identidad.
Cierto, añadió con posterioridad el elemento Paschal, lo cual habría tenido
que despertar mis sospechas, pero carecía de motivos para no creerle. Es
cierto que se trata de un erudito e historiador consumado, un experto en
nuestra historia. Pero en su caso no es para reverenciarla, sino para seguir
aquel consejo de «conoce a tu enemigo».
—¿Desde cuándo se prolonga esta rivalidad?
—Dos mil años —respondió Sinclair—. Pero sólo por un bando.
Nuestra gente no tiene nada contra Juan, y siempre ha dado la bienvenida a
sus descendientes como hermanos nuestros. Al fin y al cabo, todos somos
hijos de María Magdalena, ¿verdad? Así lo vemos aquí, desde siempre.
—Es la rama de su familia la que crea problemas —bromeó Tammy.
Sinclair la interrumpió.
—Pero no todos los seguidores de Juan el Bautista son extremistas, y es
importante recordarlo. Los fanáticos de la Cofradía constituyen una minoría.
Un grupo aterrador, y muy poderoso, pero una minoría. Acompañadme,
quiero enseñaros algo.
Los tres se levantaron de la mesa, pero Tammy se excusó. Pidió a
Maureen que se reuniera más tarde con ella en la sala de audio y vídeo.
—Ahora que hemos llegado tan lejos, quiero enseñarte algunas cosas
más que he descubierto en el curso de mi investigación.
Maureen se citó con Tammy al cabo de una hora, y siguió a Sinclair al
exterior. El cielo del ocaso brillaba con los restos del sol del verano,
mientras se dirigían hacia la puerta de entrada de los Jardines de la Trinidad.
—¿Te acuerdas del tercer jardín? ¿El que no llegaste a ver el otro día?
Te lo voy a enseñar ahora.
Sinclair tomó el brazo de Maureen y la guió alrededor de la fuente de
María Magdalena, por el primer pasillo abovedado de la izquierda. Un
sendero de mármol los condujo hasta un barroco jardín que recordaba a una
villa italiana.
—Parece de estilo románico —observó Maureen.
—Sí. Conocemos muy poco de este joven, Juan José. Por lo que yo sé,
no hay nada escrito acerca de él, o al menos no lo había hasta hoy. Sólo
contamos con unas pocas tradiciones y leyendas locales que han ido pasando
de generación en generación.
—¿Qué sabes?
—Únicamente que este chico no era hijo de Jesús, sino de Juan.
Sabemos su nombre, Juan José, aunque algunas leyendas se refieren a él
como Juan Yeshua, e incluso Juan Marcos. La leyenda afirma que fue a
Roma en algún momento y dejó a su madre y a sus hermanos en Francia. Si
esto era o no parte de un plan maestro, son puras especulaciones. Tampoco
sabemos qué fue de él. Hay dos escuelas de pensamiento.
Sinclair la condujo hasta una estatua de mármol de un joven, al estilo
del Renacimiento. Se hallaba de pie ante una gran cruz, pero en una mano
sostenía una calavera.
—Fue educado por Jesús, así que es posible que se integrara en la
floreciente comunidad cristiana de Roma. En tal caso, es probable que
acabara sus días como un gran número de los primeros líderes cristianos, que
fueron eliminados por Nerón. El historiador romano Tácito dijo que «Nerón
castigó con todo tipo de crueldades al grupo depravado conocido como los
cristianos», y sabemos que eso es cierto por las crónicas sobre la muerte de
Pedro.
—¿Crees que fue martirizado?
—Es muy posible, hasta puede que fuera crucificado con Pedro. Cuesta
imaginar que alguien con sus antecedentes no fuera un líder, y todos los
líderes fueron ejecutados. Pero también existe otro punto de vista.
Sinclair señaló la calavera que sostenía la mano de mármol de Juan
José.
—Ésta es la otra posibilidad. Una leyenda dice que los seguidores más
fanáticos de Juan el Bautista buscaron a su heredero en Roma y le
convencieron de que los cristianos habían usurpado su legítimo lugar, de que
su padre era el verdadero Mesías, y él, su único hijo, era el heredero del
trono del ungido. Algunos dicen que Juan José dio la espalda a su madre y a
su familia para abrazar las enseñanzas de los seguidores de su padre. No
sabemos dónde terminó, pero sabemos que existe una secta de adoradores
fanáticos de Juan en Irán e Irak, llamados los mandeanos. Gente pacífica,
pero muy estricta en sus leyes y en su creencia de que Juan era el único y
verdadero Mesías. Es posible que sean descendientes directos, que Juan José
o sus herederos se hayan trasladado a Oriente, después del cisma del
cristianismo primitivo. Además, ya te has enterado de la existencia de la
Cofradía de los Justos, que afirman ser verdaderos descendientes del linaje
aquí en Occidente.
Maureen miraba con atención la calavera, mientras escuchaba la
explicación de Sinclair. Se le ocurrió de repente una idea.
—¡Es Juan! La calavera… aparece en toda la iconografía de María
Magdalena, en las pinturas. Siempre la plasman con una calavera, y nadie ha
sido capaz de darme una buena explicación de ello. Siempre vagas
referencias a la penitencia. La calavera representa la penitencia. Pero ¿por
qué? Ahora lo entiendo. Pintaban a María con una calavera porque estaba
haciendo penitencia por Juan, literalmente, con la calavera de Juan.
Sinclair asintió.
—Sí. Y siempre aparece con un libro.
—Las Escrituras, tal vez —observó Maureen.
—Podría ser, pero no. María aparece con un libro porque es su libro, el
mensaje que nos dejó para que lo encontráramos. Espero que eso sirva para
aportar más datos sobre el misterio de su hijo mayor y de su suerte, porque
no sabemos nada. Confío en que la María Magdalena ponga fin a ese
misterio.
Atravesaron el jardín en silencio un momento, y gozaron de la
panorámica del cielo del crepúsculo, tachonado de estrellas. Maureen habló
por fin.
—Dijiste que había otros seguidores de Juan que no eran fanáticos.
—Por supuesto. Hay millones. Se llaman cristianos.
Maureen le miró, mientras él continuaba.
—Lo digo en serio. Piensa en tu país, en la cantidad de iglesias que se
llaman baptistas. Son cristianos que han asumido la idea de Juan como
profeta por derecho propio. Algunos le llaman el Precursor, y ven en él al
que anunció la llegada de Jesús. En Europa, hay algunas familias del linaje
que se fusionaron, mezclaron la sangre del Bautista con la sangre del
Nazareno. La más famosa fue la dinastía de los Médicis. Estaban integrados,
honraban tanto a Jesús como a Juan. Nuestro chico, Sandro Botticelli,
también era uno de ellos.
Maureen se quedó sorprendida.
—¿Botticcelli descendía de ambos linajes?
Sinclair asintió.
—Cuando volvamos dentro, echa otro vistazo a la Primavera de
Sandro. A la izquierda verás la figura de Hermes, el alquimista, sosteniendo
en el aire su símbolo caduceo. Sus manos hacen el gesto de «Acordaos de
Juan» del que te habló Tammy. Sandro nos está diciendo, en esta alegoría
dedicada a María Magdalena y al poder de la resurrección, que hemos de
reconocer a Juan, que la alquimia es una forma de integración, y la
integración no admite la intolerancia ni el fanatismo.
Maureen le observaba con atención. En su interior estaba empezando a
nacer una auténtica admiración por aquel hombre, que al principio había
constituido un enigma para ella. Era un místico y un poeta por derecho
propio, un buscador de verdades espirituales. Más todavía, era un buen
hombre, bondadoso, afectuoso y muy leal. Le había subestimado, como fue
evidente en sus últimas palabras sobre el tema.
—Opino que una actitud de perdón y tolerancia es la piedra angular de
la verdadera fe. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, he llegado a creer
en eso con más fuerza que nunca.
Maureen sonrió, entrelazó su brazo con el de él y regresaron por el
jardín. Unidos.

Ciudad del Vaticano


29 de junio de 2005

EL CARDENAL DECARO estaba a punto de colgar el teléfono cuando la puerta


de su despacho se abrió con estrépito. El prelado se asombró de que el
obispo O’Connor todavía no se hubiera dado cuenta de lo precaria que era su
situación en Roma, pero daba la impresión de que el hombre no tenía ni idea
de lo que estaba sucediendo. DeCaro aún no estaba seguro de si O’Connor
estaba poseído por una ambición desmedida, o de si vivía en la inopia. Tal
vez ambas cosas.
El cardenal escuchó con fingida paciencia y burlona sorpresa al
irlandés, mientras éste le refería con palabras atropelladas el descubrimiento
que se había producido en Francia. Pero después O’Connor dijo algo que
provocó un escalofrío a DeCaro. Se trataba de información reservada. En
este momento, nadie debería conocer todavía la existencia de los
manuscritos ni su contenido, por supuesto.
—¿Quién es su informante? — preguntó el cardenal, aparentando
indiferencia.
O’Connor se encogió. Aún no estaba dispuesto a revelar su fuente.
—Es de mucha confianza. Absoluta.
—Temo que no puedo tomarme esto muy en serio si es incapaz de
darme más detalles, Magnus. Ha de comprender que por aquí circula mucha
información falsa. No podemos investigarla toda.
El obispo Magnus O’Connor se removió en su asiento, inquieto. No se
atrevía a revelar su fuente, aún no. Era el único as en la manga que le
quedaba. Si revelaba su fuente, ya no tratarían directamente con él, y
quedaría marginado de este importantísimo acontecimiento histórico.
Además, tendría que responder ante otros, además del cardenal DeCaro y el
Consejo del Vaticano.
—Consultaré con el informante si puedo revelar su identidad —dijo por
fin O’Connor.
El cardenal DeCaro se encogió de hombros, lo cual irritó al irlandés.
Esta forma indiferente de recibir tan increíble noticia no era lo que deseaba o
esperaba.
—Muy bien. Gracias por su información —dijo el cardenal a modo de
despedida—. Puede seguir con sus tareas habituales.
—Pero, Su Eminencia, ¿no quiere saber con exactitud qué han
descubierto?
El cardenal DeCaro le miró por encima de sus gafas de leer.
—Las fuentes carentes de base no me interesan. Buenas noches, señor.
Que el Señor le bendiga y acompañe.
El cardenal dio media vuelta y recogió un fajo de papeles, que empezó
a clasificar como si el obispo le hubiera dicho algo tan elemental como que
el sol salía por la mañana y se ponía por la noche. ¿Dónde estaba la
sorpresa? ¿La preocupación? ¿La gratitud?
El obispo O’Connor masculló una respuesta, furioso, y se marchó. De
momento, había acabado con Roma. Iría a Francia. Entonces, les daría una
buena lección.

Château des Pommes Bleues


29 de junio de 2005

TAL COMO HABÍA PROMETIDO, Maureen se encontró con Tammy en la sala de


audio y vídeo después de su paseo por el jardín con Sinclair. Primero asomó
la cabeza en el estudio para comprobar que Peter estaba inmerso en la
traducción del segundo libro. Su primo alzó la vista y le dirigió un gruñido
ininteligible, con los ojos vidriosos a causa del cansancio. Maureen sabía
que no era un buen momento para interrumpirle, y fue en busca de Tammy.
En el castillo reinaba un ambiente de entusiasmo y júbilo. Maureen se
preguntó qué sabían los criados, pero supuso que todos eran de absoluta
confianza y lealtad. Roland y Sinclair estaban reunidos para hablar de las
medidas de seguridad que deberían tomar hasta que se hubiera traducido el
resto del Evangelio de María y decidido su futuro. Nadie había hablado de
esto todavía, pero Maureen descubrió que sentía mucha curiosidad por las
intenciones de Sinclair y por cuándo pensaba llevarlas a cabo.
—Entra, entra —dijo Tammy cuando la vio en la puerta.
Maureen se dejó caer en el sofá al lado de Tammy, y apoyó la cabeza en
el respaldo con un gemido.
—¿Qué pasa?
Maureen sonrió.
—Nada y todo. Sólo me estaba preguntando si mi vida volverá a ser
como antes.
Tammy contestó con una carcajada ronca.
—No, así que será mejor que te acostumbres a eso. — Tomó su mano.
Esta vez, habló con más dulzura—. Escucha, sé que casi todo esto es nuevo
para ti, y que has de asimilar muchas cosas en muy poco tiempo. Sólo quiero
que sepas que eres mi heroína, ¿de acuerdo? Y también Peter, naturalmente.
—Gracias —suspiró Maureen—, pero ¿de veras crees que el mundo
está preparado para este cataclismo que amenaza a sus creencias más
sagradas? Porque yo no.
—No estoy de acuerdo —dijo Tammy con su habitual convicción—.
Creo que es el momento óptimo. Estamos en el siglo veintiuno. Ya no
quemamos a la gente en la pira por herejes.
—No, sólo les hundimos el cráneo.
Maureen se masajeó la nuca para subrayar sus palabras.
—Mensaje recibido. Lo siento.
—Me he puesto un poco dramática. Estoy bien, de veras. — Maureen
indicó el televisor de pantalla gigante—. ¿En qué estás trabajando ahora?
—La otra noche nos desviamos del tema, y no tuve la oportunidad de
enseñarte el resto. Creo que ahora, más que nunca, lo encontrarás
interesante.
Tammy sujetaba el mando a distancia. Lo apuntó a la televisión.
—Estábamos mirando fotos del linaje, ¿te acuerdas? — continuó.
Liberó el botón de la pausa y la pantalla se llenó de retratos—. El rey
Fernando de España. Tu chica, Lucrecia Borgia. María Estuardo. Carlos
Tercero de Inglaterra y Escocia, conocido como el Joven Pretendiente. La
emperatriz María Teresa de Austria y su hija más famosa, María Antonieta.
Sir Isaac Newton. — Detuvo una imagen de varios presidentes
norteamericanos—. Y aquí empiezan los norteamericanos, con Thomas
Jefferson a la cabeza. Después vamos avanzando poco a poco hacia los
tiempos modernos.
Una fotografía actual de una familia norteamericana numerosa llenó la
pantalla.
—¿Qué es eso?

—La reunión de la familia Stewart en Cherry Hill, Nueva Jersey. La


tomé el año pasado. Y ésta también. Gente corriente en lugares corrientes,
pero todos son del linaje.
Maureen tuvo una idea.
—¿Has estado alguna vez en McLean, Virginia?
Tammy compuso una expresión de perplejidad.
—No. ¿Por qué?
Maureen le habló de sus improbables experiencias en McLean, y de la
encantadora librera que había conocido.
—Se llamaba Rachel Martel, y…
Tammy la interrumpió.
—¿Martel? ¿Has dicho Martel?
Maureen asintió, y Tammy estalló en carcajadas.
—Sí, no me extraña que tenga visiones —dijo Tammy—. Martel es uno
de los apellidos más antiguos del linaje. Carlos Martel, de la estirpe de
Carlomagno. Si escarbas en esa parte de Virginia, encontrarás una gran
concentración de familias del linaje. Debieron de llegar buscando refugio
durante el Reinado del Terror. Por eso, casi todas las familias nobles
francesas acabaron en Estados Unidos, sobre todo en Pensilvania.
Maureen rio.
—Por eso hay tantas visiones allí. Tendré que llamar a Rachel cuando
vuelva a casa para informarla.
Devolvieron su atención a la pantalla, donde había aparecido otro
retrato de grupo mientras Tammy hablaba.
—Aquí tenemos una reunión de la familia Saint Clair en Baton Rouge,
el verano pasado. Luisiana cuenta con la mayor concentración de familias
del linaje, debido a la herencia francesa. Ahora lo sabes de primera mano.
¿Ves este tipo de aquí? — Tammy pulsó el botón de la pausa para congelar
la imagen de un joven músico callejero melenudo, que tocaba el saxo en el
Barrio Francés. Liberó la pausa, y una melodía de saxo bellísima sonó en la
sala. Volvió a congelar la imagen—. Se llama James Saint Clair. Es un
indigente. Sobrevive como puede en las calles de Nueva Orleans, pero
cuando toca el saxo te parte el corazón. Me senté en la esquina y estuve
hablando con él tres horas. Un hombre hermoso y brillante.
—¿Esta gente sabe que es del linaje?
—Claro que no. Eso es lo más bonito de todo, y también el punto final
de mi película. En dos mil años de historia y evolución, debe de haber un
millón de personas en la tierra portadoras de la sangre de Jesucristo en sus
venas. Tal vez más. No es una cuestión de elitismo o secretismo. Podría ser
el verdulero del barrio, o el cajero del banco. O el indigente que te parte el
corazón cada vez que toca el saxo.

Château des Pommes Bleues


2 de julio de 2005

PETER TRABAJABA SIN CESAR, pero su afán perfeccionista se impuso, y


transcurrieron otros dos días antes de que estuviera preparado para leer la
traducción de los últimos manuscritos, El Libro del Tiempo de la Oscuridad.
Maureen se había quedado dormida en el sofá la tarde del segundo día,
contenta de estar en el lugar donde se estaba traduciendo el Evangelio de
María.
Los sollozos de su primo la despertaron.
Alzó la vista y vio a Peter, con la cabeza sepultada entre las manos,
rendido al agotamiento y la emoción que le invadían. Sin embargo, Maureen
no pudo decidir de inmediato cuál era el sentimiento: ¿alegría o dolor? Miró
a Sinclair, sentado delante de Peter. Él meneó la cabeza, indicando que
tampoco podía comprender la reacción del sacerdote.
Maureen se acercó a Peter y apoyó una mano sobre su hombro.
—Pete, ¿qué pasa?
Él se secó las lágrimas de la cara y miró a su prima.
—Preferiría que te lo contara ella —susurró, al tiempo que señalaba la
traducción—. ¿Quieres llamar a los demás, por favor?

Tammy y Roland corrieron al estudio de Sinclair. No fue difícil


localizarlos, porque ya no disimulaban su intimidad. Tampoco querían estar
demasiado lejos de los manuscritos, por temor a perderse algo. Ambos
repararon en la expresión febril de Peter cuando entraron en el estudio.
Roland llamó a una criada y pidió que trajera té para todos. En cuanto
la puerta se cerró a su espalda, Peter reanudó la conversación donde la había
dejado.
—Ella lo llama el Libro del Tiempo de la Oscuridad —dijo Peter—.
Relata la última semana de la vida de Cristo.
Sinclair intentó formular una pregunta, pero Peter le detuvo.
—Ella la cuenta mucho mejor que yo.
Y empezó a leer.

… Es importante saber quién era Judas Iscariote, con el fin de


comprender su relación conmigo, con Easa y con las enseñanzas del
Camino. Al igual que Simón, era un fanático en lo tocante a expulsar a los
romanos de nuestra tierra. Ya había matado por esta idea, y ardía en deseos
de volverlo a hacer. Hasta que Simón le presentó a Easa.
Judas abrazó el Camino, pero su conversión no fue ni rápida ni fácil
Descendía de un linaje de fariseos, y su concepto de la ley era muy estricto.
De joven, era seguidor de Juan, y sospechaba de mí a causa de todo cuanto
le habían contado. Con el tiempo, nos convertimos en amigos, hermano y
hermana en el Camino, gracias a Easa, el gran unificador. No obstante,
había momentos en que Judas y sus antiguas costumbres emergían, lo cual
causaba tensión entre sus seguidores. Era un líder nato, y se ganaba a pulso
la autoridad. Easa admiraba esta virtud, pero no sucedía lo mismo con otros
seguidores. Sin embargo, yo comprendía a Judas. Como yo, su destino era
ser incomprendido.
Judas creía que debíamos aprovechar todas las oportunidades de
expandir nuestra enseñanza, mediante donaciones a los pobres. Easa lo
nombró tesorero, y su responsabilidad principal era recaudar dinero para
distribuirlo entre los necesitados. Era un hombre honrado y concienciado en
lo referente a esta tarea, pero también era un hombre intransigente.
La mayor discusión se suscitó la noche en que ungí a Easa en Betania,
en casa de Simón. Tomé un tarro de alabastro lacrado que nos habían
enviado desde Alejandría. Estaba lleno de una mezcla de nardos aromáticos
y mirra. Rompí el sello y ungí la cabeza y los pies de Easa con el bálsamo, y
le proclamé nuestro Mesías, obedeciendo a las tradiciones de nuestro pueblo
y del Cantar de los Cantares, que nos había transmitido Salomón. Fue un
momento espiritual para todos nosotros, henchido de esperanza y
simbolismo.
Pero Judas no dio su aprobación. Estaba irritado y me reprendió
delante de todo el mundo, diciendo: «Ese bálsamo era valioso. Lacrado,
habría alcanzado un precio muy elevado, dinero que habríamos podido
destinar a los pobres».
No tuve que defender mis decisiones, porque Easa lo hizo en mi
nombre. Reprobó a Judas, y dijo: «Siempre tendrás a los pobres, pero no
siempre me tendrás a mí. Déjame decirte esto: donde se alaben mis actos,
también se alabará el nombre de esta mujer. Haced esto en conmemoración
de ella y de sus buenas obras».
Aquel momento demostró que Judas no acababa de comprender del
todo los ritos sagrados del Camino, y enojó a algunos de los elegidos, que
nunca volvieron a confiar en él después de aquello.
Como ya he dicho, no le guardo rencor por aquel acto, ni por cualquier
otro. Judas era incapaz de sobreponerse a lo que dominaba su corazón, y
siempre fue fiel a eso.
Todavía le lloro.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
19

Jerusalén
Año 33

HABÍA SIDO UN DÍA LLENO de incidentes para los nazarenos. La entrada de


Easa en Jerusalén había sido recibida con el apoyo popular que habían
esperado. De hecho, había superado todas las expectativas. Cuando los
seguidores fueron convocados para aprender la oración del Camino, que
Easa llamaba ahora el padrenuestro, el monte de los Olivos resultó
demasiado pequeño. Los seguidores que asistieron a la prédica de Easa
ocuparon toda la colina, esperando el turno de acercarse al ungido, su
Mesías, para que les enseñara a rezar.
Easa se quedó hasta que todos los hombres, mujeres y niños quedaron
satisfechos, sabiendo que conocían y comprendían su oración, y la llevaban
en sus corazones.
Cuando bajaban el monte en dirección a la ciudad, un par de
centuriones romanos detuvieron a los nazarenos. Los romanos eran los
guardias de la entrada este de Jerusalén, la puerta más cercana a la residencia
de Pilatos, la fortaleza Antonia. Interrogaron al grupo acerca de sus
intenciones en un deficiente arameo. Easa se adelantó y los sorprendió
hablando un griego perfecto. Señaló a uno de los centuriones, al observar
que el hombre llevaba la mano cubierta por un grueso vendaje.
—¿Qué te ha pasado? — preguntó sin más.
El centurión no se esperaba esto, pero contestó con sinceridad.
—Me caí sobre unas piedras durante una patrulla nocturna.
—Demasiado vino —tronó su compañero, un tipo de aspecto
desagradable, con una cicatriz mellada que recorría la parte izquierda de su
cara.
El centurión herido le traspasó con la mirada.
—No creáis ni una palabra de Longinos —añadió—. Perdí el equilibrio.
—Te duele —se limitó a constatar Easa.
El centurión asintió.
—Creo que la tengo rota, pero no he podido ir todavía a un médico.
Con las multitudes que se congregan durante la Pascua, estamos al límite de
nuestra capacidad.
—¿Puedo verla? — añadió Easa.
El hombre extendió la mano vendada, que colgaba en un ángulo
anormal de la muñeca. Easa apoyó una mano encima y colocó la otra debajo,
con dulzura. Cerró los ojos y rezó en silencio una oración, mientras sus
manos se cerraban suave pero firmemente sobre la del centurión. El herido
abrió los ojos de par en par, mientras los nazarenos congregados observaban
la curación que estaba teniendo lugar. Hasta el centurión de la cicatriz
parecía fascinado.
Easa abrió los ojos y miró a los del romano.
—Ahora deberías sentirte mejor.
Cuando soltó la mano, todo el mundo vio que había recuperado su
estado normal. El romano tartamudeó, incapaz de hablar. Quitó los vendajes
y flexionó los dedos. Sus ojos azul cielo se nublaron de lágrimas cuando
miró a Easa. No se atrevió a hablar por temor a los comentarios de sus
compañeros. Easa se dio cuenta y le salvó de la atribulada situación.
—El Reino de los Cielos está a tu alcance. Comunica a los demás la
buena nueva —dijo Easa, y continuó rodeando las murallas de la ciudad,
seguido de María, los niños y los elegidos.

María estaba agotada, pero no se quejó. El peso del niño que llevaba en
su seno impedía que andara más deprisa, pero estaba tan embargada de dicha
que se negaba a protestar. Se habían instalado en casa del tío de Easa, José,
un hombre rico e influyente que poseía tierras en las afueras de la ciudad.
Tanto el pequeño Juan como Tamar estaban dormidos, por suerte. El día
también había sido duro para ellos.
María tuvo tiempo de reflexionar sobre las capacidades curativas de
Easa mientras estaba sentada a la sombra del jardín de José, sola. Easa se
había reunido con su tío y algunos seguidores varones que pensaban ir al
templo al día siguiente. María los dejó solos, acostó a los niños y se tomó
unos momentos de descanso para rezar. Las otras Marías y las mujeres se
habían congregado en una ceremonia de oraciones, pero ella prefirió no
asistir. Cada vez le resultaba más difícil encontrar un momento de soledad, y
lo ansiaba.
Pero mientras recordaba los detalles concernientes a la curación del
soldado romano, se sintió cada vez más inquieta y desconcertada. No podía
identificar la sensación, y no sabía muy bien por qué estaba nerviosa. El
centurión, para ser un soldado romano, parecía bastante decente, casi
agradable. Y ella había sentido su desazón, al igual que Easa, cuando estuvo
a punto de llorar después del milagro. El otro soldado era muy diferente. Se
trataba de un hombre duro y áspero, lo que cabía esperar de los mercenarios
que habían derramado tanta sangre judía. El hombre de la cicatriz llamado
Longinos se había quedado estupefacto por la curación, pero no le había
afectado de ninguna manera positiva. Estaba demasiado curtido en el
combate para eso.
Pero el hombre de los ojos azules no sólo había sanado, sino cambiado.
María lo vio en sus ojos cuando sucedió. Al pensar en ello, sintió que una
corriente eléctrica recorría su cuerpo, la extraña experiencia, cercana a la
profecía, de estar a punto de vislumbrar el futuro. María cerró los ojos e
intentó capturar la imagen, pero no logró nada. Estaba demasiado cansada, o
tal vez no debía ver esto.
¿Qué podía ser?, se preguntó. La reputación de Easa de gran sanador se
había extendido a lo largo y ancho de Israel durante los últimos tres años. El
pueblo le honraba y veneraba por ello. En los últimos tiempos, daba la
impresión de que lo hacía sin esfuerzo. El poder curativo de Dios se
manifestaba a través de Easa con una facilidad impresionante.
¿Acaso Easa no había curado a su propio hermano cuando los médicos
de Betania le declararon muerto? El año anterior, María y él habían
marchado a toda prisa de Galilea, después de recibir un mensaje de Marta en
que anunciaba que Lázaro estaba gravemente enfermo. Sin embargo, el viaje
se había prolongado más de lo previsto, y cuando llegaron, un hedor
mortífero emanaba de Lázaro. Todos temían que era demasiado tarde. Si
bien los poderes curativos de Easa eran asombrosos, nunca había resucitado
a nadie de entre los muertos. Era demasiado pedir a un hombre, mesías o no.
Pero Easa entró en casa de Marta con María, y ambas mujeres se
aferraron a su fe y rezaron con él. Después entró en el dormitorio de Lázaro
solo y empezó a rezar sobre el hombre muerto.
Easa salió de la cámara y miró los rostros pálidos de María y Marta.
Sonrió para tranquilizarlas y se volvió hacia la habitación.
—Lázaro, querido hermano, levántate de tu lecho y saluda a tu esposa y
tu hermana, que han rezado con tanto amor para que volvieras con nosotros.
Marta y María vieron estupefactas que Lázaro salía poco a poco por la
puerta. Estaba pálido y débil, pero muy vivo.
Todo el mundo estuvo de fiesta aquella noche en Betania, cuando corrió
la voz de la milagrosa resurrección de Lázaro. Las filas de seguidores del
nazareno fueron aumentando cuando las buenas obras de Easa se hicieron
legendarias en todo el país. Continuó su sendero de curación, y se detuvo en
el río Jordán para bautizar a los nuevos seguidores, tal como Juan le había
enseñado. Las multitudes que se congregaban para recibir el bautismo eran
enormes, y provocaron que los nazarenos se quedaran más de lo que habían
previsto en las orillas del Jordán.
El hecho de que Easa hubiera seguido los pasos de Juan le había
granjeado una gran popularidad entre los moderados que rezaban para que
fuera el verdadero Mesías. Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, había
proclamado que veía en Easa el espíritu de Juan redivivo. Pero no a todo el
mundo complacían estos acontecimientos. El que Herodes apoyara en
público a Easa no fue bien recibido por los más acérrimos partidarios de
Juan, ni por los ascetas esenios más radicales. Maldijeron en silencio a Easa
por haber usurpado el lugar de Juan, pero su ira más feroz no iba dirigida
contra el nazareno, sino contra la mujer.
Al día siguiente, en el río, María Magdalena cayó al suelo, aferrándose
el estómago. Enseguida se sintió muy indispuesta, mientras sus seguidores se
apelotonaban a su alrededor. Easa corrió a su lado de inmediato.
María la Mayor se hallaba presente en aquel instante, y también atendió
a María Magdalena. Examinó con detenimiento a su nuera y tomó nota de
sus síntomas. Se volvió hacia su hijo.
—No es la primera vez que veo esto —dijo con semblante grave—. No
se trata de una enfermedad natural.
Easa asintió.
—Veneno.
María la Mayor confirmó la opinión de su hijo.
—No es un veneno cualquiera. ¿Ves que sus piernas están paralizadas?
No puede mover la parte inferior del cuerpo, y las náuseas le van a revolver
el estómago. Es un veneno oriental llamado el veneno de los siete demonios.
El nombre se refiere a los siete ingredientes mortíferos que contiene. Mata,
lenta pero dolorosamente. No tiene antídoto. Tendrás que esforzarte por
salvar a tu esposa, hijo mío.
María la Mayor despejó la zona con el fin de proporcionar paz y
privacidad a Easa, mientras él curaba a su esposa. Asió las manos de María y
rezó, hasta que notó que el veneno abandonaba su cuerpo y recuperaba la
salud. Mientras Easa obraba el trabajo de Dios, sus discípulos decidieron
averiguar quién había envenenado a María Magdalena.
El culpable nunca fue descubierto. Supusieron que era un seguidor
fanático de Juan, llegado al Jordán bajo el disfraz de converso, y que había
administrado el veneno a una María muy confiada. A partir de aquel día,
María Magdalena tuvo el cuidado de no comer o beber en público, a menos
que conociera con exactitud la procedencia de los alimentos. Pasó el resto de
su vida sufriendo ataques de aquellos que la despreciaban o envidiaban.
La curación de María Magdalena del veneno de los siete demonios
gracias a la intervención de Easa se convirtió en una de las mayores leyendas
del ministerio del nazareno. Como tantos elementos de la historia de María
Magdalena, éste también fue malinterpretado y utilizado contra ella.

Un grito en el patio interrumpió los pensamientos de María. Era Judas,


que estaba buscando con desesperación a Easa. María corrió hacia él.
—¿Qué pasa?
—Mi sobrina, la hija de Jairo —jadeó Judas, falto de aliento. Había
corrido sin parar desde las murallas del este en busca de Easa—. Puede que
sea demasiado tarde, pero le necesito. ¿Dónde está?
María le guió hasta la casa de José. Easa vio la agitación de Judas y se
levantó al punto para recibirle. El discípulo explicó que su sobrina era
víctima de unas fiebres que afectaban a los hijos de Jerusalén y sus límites.
Muchos estaban muriendo. Cuando Judas se enteró y fue a ver a Jairo, los
médicos ya le habían dicho que era demasiado tarde. Debido a su cargo en el
templo y a su intimidad con Poncio Pilatos, Jairo gozaba de acceso a los
mejores médicos. Judas sabía que, si estos médicos se habían rendido, la
muchacha ya habría muerto a estas alturas. De todos modos, tenía que
intentarlo.
Judas era duro por fuera, pero tierno por dentro. Como hombre que
había rechazado el sendero de la familia para abrazar la causa de la
revolución, adoraba a sus sobrinos y sobrinas. Smedia, la niña de doce años
que estaba enferma, era su favorita.
Easa vio el miedo y la angustia que reconcomían a Judas y miró a
María Magdalena.
—¿Podrías viajar esta noche?
Ella asintió. Claro que podía. Habría una madre afligida en aquel hogar,
y María le prestaría el máximo apoyo posible.
—Nos vamos —se limitó a decir Easa. Nunca vacilaba, como bien
sabía María. Daba igual la hora, daba igual lo cansado que estuviera. Nunca
rechazaba a alguien que le necesitara. Nunca.
Judas los siguió afuera, y dirigió una mirada de gratitud a María cuando
se fueron. Se alegró de verla. Tal vez Judas regresará al Camino esta noche,
pensó, henchida de esperanza.

La posición de Jairo en la comunidad no tenía parangón. Era un fariseo


y un líder del templo, pero también era el enviado especial ante el
procurador. Cada semana se reunía con Poncio Pilatos para discutir sobre los
asuntos de Roma, con el fin de mantener una relación amigable y pacífica
con el templo y los judíos de Jerusalén.
Jairo se había hecho amigo de Pilatos, y los dos discutían de política
mientras jugaban al ajedrez, a veces durante horas. Raquel, su esposa, le
acompañaba a la fortaleza Antonia y pasaba estas horas con la esposa de
Pilatos, Claudia Prócula. La amistad entre Raquel y Claudia aumentaba pese
a sus diferencias innatas. Claudia era una romana de elevada posición. No
sólo era la esposa del procurador de Palestina, sino nieta de un césar e
hijastra favorita de otro. Por contra, Raquel era una judía procedente de una
familia noble de Israel. No obstante, estas dos mujeres, de orígenes tan
diferentes, tenían muchas cosas en común, como esposas de hombres
poderosos y, sobre todo, como madres.
Smedia, la hija de Raquel, iba con frecuencia a la fortaleza Antonia con
su madre. Le gustaba jugar en los elegantes salones, y cuando la muchacha
se hizo mayor, Claudia le prestaba sus lociones y cosméticos. A los doce
años, se estaba convirtiendo en una joven realmente hermosa.
Claudia sentía un afecto especial por Smedia, porque a la niña le
gustaba jugar con su hijo. Pilo, de siete años, hijo de Poncio Pilatos y
Claudia Prócula, era un misterio para casi todo Jerusalén. Pocos sabían que
Pilatos tenía un hijo. La deformidad de la pierna izquierda torcida de Pilo
limitaba su actividad, y estaba confinado en la fortaleza. Pilatos no presentó
a su hijo al mundo, porque sabía que este niño nunca sería un soldado, nunca
seguiría los pasos de su padre y llegaría a ser un líder romano. Un niño
nacido con tan poca simpatía por parte de los dioses era un mal presagio para
un romano.
Pero Claudia conocía una faceta de Pilatos oculta al resto del mundo.
Sabía que lloraba por el niño en sus horas más sombrías, cuando creía que
nadie le veía ni oía. Pilatos había invertido la mitad de su fortuna en caros
doctores de Grecia, enderezadores de miembros de la India y sanadores de
todo tipo. Cada sesión terminaba con Pilo anegado en lágrimas de dolor y
frustración. Claudia abrazaba al niño, mientras éste se dormía sollozando. Su
padre se ausentaba de la fortaleza durante largas horas, y se mantenía alejado
de ambos cada vez que esto sucedía.
La joven Smedia mostraba una paciencia infinita con el niño, y se
sentaba con él durante horas, le contaba cuentos y cantaba canciones.
Claudia sonreía y los observaba con el rabillo del ojo, mientras bordaba con
Raquel. ¿Qué diría Pilatos si oyera a su hijo cantar en hebreo? Pero Pilatos
entraba muy pocas veces en los aposentos de Claudia, y ella sabía que no
debían preocuparse por eso.
Fue durante una de estas visitas cuando Claudia Prócula oyó hablar por
primera vez de Easa el Nazareno. Raquel adoraba a aquel hombre y sus
obras. Regalaba a Claudia con historias sobre las curaciones y milagros de
Easa. El marido de Raquel, Jairo, no permitía que ella alabara al nazareno.
Anás y Caifás le consideraban un enemigo. Esos hombres pensaban que
Easa era un renegado, que no respetaba la autoridad del templo. Jairo no
podía permitir que se le relacionara de ninguna manera con aquel hombre.
No obstante, el primo de Jairo, Judas, era uno de los seguidores
elegidos de Easa. Esto desconcertaba a Jairo, pero hasta el momento lo
asumía bastante bien. Por su parte, Raquel estaba complacida, pues ahora
contaba con relatos de primera mano sobre los milagros del nazareno.
—Deberías llevar a Pilo a ver a Easa —dijo Raquel un día.
Los ojos de Claudia se nublaron de dolor.
—¿Cómo? Mi marido nunca permitiría que nos vieran en compañía de
un predicador nazareno ambulante. Sería muy mal visto.
Raquel no volvió a hablar del asunto para no herir la sensibilidad de su
amiga, pero Claudia no dejó de pensar en la idea ni un momento. Cuando
Smedia fue presa de una terrible fiebre, Pilo cayó enfermo también al cabo
de unos días.

Una auténtica multitud se había congregado ya alrededor de la casa de


Jairo. Familias relacionadas con el templo, así como muchos ciudadanos de
Jerusalén que conocían a Jairo y Raquel, habían llegado para manifestarles
su pésame. Smedia, su adorada hija, había muerto.
Judas se abrió paso a empujones entre la muchedumbre, en dirección a
la casa de su primo. Easa y María le pisaban los talones. Él agarraba con
firmeza la mano de su diminuta esposa, para no perderla entre la multitud.
Andrés y Pedro los seguían a escasa distancia para protegerlos en caso
necesario. Los nazarenos comprendieron que la niña había sucumbido a la
fiebre, pero eso no los detuvo. Entraron por fin en casa de Jairo.

En la fortaleza Antonia, Poncio Pilatos y Claudia Prócula habían


recibido la sentencia de muerte de su único hijo. Los médicos se habían
rendido. Ya no podían hacer nada más por el niño. Además, ¿acaso no había
nacido ya tullido? Poncio Pilatos abandonó la habitación sin decir palabra y
se encerró durante el resto de la noche con sus filósofos estoicos. Se había
reconciliado con la pérdida al estilo romano.
Claudia se quedó a solas con Pilo. Le abrazó en la cama y clamó entre
sollozos que su dulce y valiente hijo se estaba muriendo. Así la encontró el
esclavo griego cuando entró en la habitación.
—Mi pobre niño nos va a dejar —dijo Claudia en voz baja—. ¿Qué
haremos? ¿Qué haré sin él?
El esclavo corrió al lado de su ama.
—Mi señora, traigo noticias de casa de Raquel y Jairo. Son muy tristes,
pero tal vez vienen envueltas en esperanza. La encantadora Smedia ha
muerto.
—¡No! — gritó Claudia. Era demasiado para ella. ¿Qué justicia era
ésta, que se llevaba del mundo a la hermosa hija de Raquel la misma noche
que a su amado hijo?
—Pero espera, señora, aún hay más. Raquel me rogó que te dijera que
el sanador nazareno, Easa, va a su casa esta noche. Aunque sea demasiado
tarde para Smedia, puede que no lo sea para Pilo.
Claudia no tenía tiempo para sopesar las consecuencias de sus actos.
Estaba claro que Pilo iba a exhalar su último suspiro.
—Envuélvele y llévale al carro. Rápido, por favor.
El griego, que también era profesor del niño y le quería mucho,
envolvió a Pilo con delicadeza y le transportó hasta el carro, seguido de
Claudia. La mujer no se detuvo para avisar a Pilatos, pero supuso que él no
repararía en su ausencia. Además, ella era muy capaz de tomar decisiones
importantes sin consultar a nadie. ¿Acaso no era la nieta de un césar?

Pilo todavía respiraba, acunado entre su madre y el esclavo griego.


Claudia se cubría la cabeza con un espeso velo, pues quería ocultar su alto
rango imperial al llegar a casa de una familia judía de luto. El esclavo griego
avanzó con el carro entre la multitud hasta donde pudo, y después lo
abandonó para ayudar a su ama y al niño a abrirse paso entre la
muchedumbre. Era difícil. Además de los amigos y familiares, había corrido
la voz de que el milagroso mesías de Galilea se dirigía hacia la casa, y las
calles estaban llenas de curiosos y de fieles. No obstante, el pequeño grupo
de la fortaleza Antonia estaba decidido a todo, y avanzó hasta llegar a la
puerta del vestíbulo.
—Queremos ver a Raquel, la esposa de Jairo —anunció el esclavo
griego—. Haz el favor de decir a Raquel que ha venido Claudia, su querida
amiga.
La puerta se abrió, pero no fueron admitidos al instante. Judas montaba
guardia en el interior. Ordenó al hombre que vigilaba fuera que no dejara
entrar a nadie hasta que Easa hubiera salido. Judas no quería testigos, con el
fin de proteger a Easa. Jairo era un fariseo, y otros miembros del templo se
hallaban entre la multitud para ver qué pasaba, gente enemiga de los
nazarenos. Si Easa no podía resucitar a Smedia, le llamarían farsante. Si el
éxito coronaba sus esfuerzos, le acusarían de brujería o algo por el estilo,
una acusación que podría perjudicar, no sólo a Easa, sino a Jairo, y si un
testigo ocular fariseo confirmaba los cargos, el castigo podría ser la pena de
muerte. Lo mejor era no permitir la entrada de testigos en la habitación,
aparte de los familiares cercanos.
Claudia Prócula sólo oyó la orden perentoria de Judas: «Nada de visitas
todavía», pero cuando la puerta se abrió, vislumbró actividad en la
habitación. Vio a Smedia en su lecho de muerte, pálida y sin vida entre el
espeso incienso. Raquel estaba sentada a su lado, sujetando la mano inmóvil
de su hija, la cabeza gacha, rendida al dolor insoportable. Una mujer con un
velo rojo de sacerdotisa nazarena se encontraba de pie al lado de Raquel, una
torre de fuerza y compasión en el trágico escenario. Jairo, un hombre
orgulloso y enérgico, estaba derrumbado en el suelo a los pies de Easa el
Nazareno. Le estaba suplicando que curara a su hija.
Más tarde, cuando hubo asimilado todo lo sucedido aquella noche,
Claudia habló de la primera vez que vio a Easa.
—Nunca había experimentado algo semejante —dijo—. Verle me
inundó de una sensación de calma, como si estuviera en presencia de la
encarnación del amor y la luz. Pese a la brevedad del momento, supe que era
más que humano, que todos estaríamos bendecidos por toda la eternidad con
sólo estar en su presencia, aunque fueran unos pocos segundos.
La puerta no se cerró como Claudia había supuesto. Judas estaba
atendiendo al abatido Jairo, y el guardia de fuera estaba demasiado fascinado
por la escena para actuar. Claudia observó con extrema fascinación que Easa
se acercaba a un lado de la cama. Miró a la mujer de rojo, su esposa, María
Magdalena, como Claudia averiguaría más tarde, y apoyó las manos sobre
los hombros de Raquel. Susurró algo en su oído que nadie pudo oír, pero
Raquel levantó la cabeza por primera vez. Después Easa se inclinó sobre la
niña y besó su frente. Tomó la mano de Smedia entre las suyas y cerró los
ojos para rezar. Al cabo de un largo y silencioso minuto, cuando nadie en la
habitación se atrevía a respirar, Easa se volvió hacia Smedia.
—Levántate, hija —dijo.
Claudia no recordaba todo lo que sucedió a continuación. Fue como un
sueño extraño, que nunca se recuerda del mismo modo dos veces. La niña,
Smedia, se removió muy despacio al principio, pero después se sentó y
llamó a su madre entre sollozos. Jairo y Raquel gritaron y corrieron a abrazar
a su hija. En algún momento, Claudia había caído de rodillas, justo cuando la
muchedumbre se abalanzó hacia adelante. Se produjo el caos alrededor de la
casa. Se oyeron vítores cuando los seguidores del nazareno y los amigos de
la familia empezaron a celebrar el milagro de la resurrección de Smedia.
Pero también hubo silbidos y abucheos, procedentes de fariseos y enemigos
que le acusaban de blasfemo y de practicar la magia negra.
Una oleada de pánico se apoderó de Claudia. Por culpa de la avalancha,
el griego y ella habían sido apartados de la puerta, y ahora los arrastraba la
multitud. Pilo estaba muy enfermo, y sabía que podía morir justo delante de
la casa de Jairo. Había sido peligroso, incluso cruel, llevar a Pilo allí, cuando
habría podido exhalar su último suspiro en la comodidad de su cama. Y
ahora, parecía inútil, para colmo. El nazareno estaba saliendo entre sus
seguidores, y Claudia no podía llegar hasta él.
Pero cuando toda esperanza estaba abandonando a Claudia, vio que
María Magdalena se detenía en medio de la multitud. Algo ocurrió entre las
dos, la comunicación mística entre hermanas en momentos difíciles. Sus ojos
se encontraron un momento, y después la mirada de María se desvió hacia el
niño que el griego sostenía en sus brazos. María apoyó en silencio una mano
sobre el hombro de Easa. Éste se detuvo y se volvió para ver lo que su
esposa le estaba pidiendo. Los ojos de Easa se encontraron con los de
Claudia un instante, y después sonrió, una expresión de pura esperanza y luz.
Claudia jamás supo decir cuánto había durado este momento, pues la distrajo
la voz de su hijo, que estaba gritando para atraer su atención.
—¡Mamá! ¡Mamá! — Pilo se retorcía entre los brazos del griego—.
¡Bájame!
Claudia vio que el color volvía a la cara de Pilo. Su aspecto era
saludable y fuerte de nuevo. En menos de un instante, el moribundo hijo de
Claudia y Pilatos se había recuperado por completo. Pero la cosa no acababa
ahí. Cuando los pies del niño tocaron el suelo, tanto Claudia como el griego
se percataron de que la pierna del niño ya no estaba torcida. Caminó hacia
ella, erguido y fuerte.
—¡Mira, mamá! ¡Puedo andar!
Claudia abrazó a su hermoso hijo, mientras veía que el sanador
nazareno y su menuda esposa desaparecían entre la bulliciosa multitud de
Jerusalén.
—Gracias —les susurró. Y aunque pareciera extraño, pese a que
estaban demasiado lejos para verlos, supo que la habían oído.
La curación de Pilo significó una espada de doble filo para Poncio
Pilatos. Estaba muy contento de que su hijo se hubiera curado por completo,
de una manera que ni Claudia ni él habían imaginado posible jamás. Ahora
sí que era un heredero digno de su legado romano, un niño que se convertiría
en un hombre y un soldado. Pero el método de la curación era inquietante.
Peor aún, tanto Claudia como Pilo estaban obsesionados con ese nazareno,
que era una especie de espina clavada en el costado de las autoridades
romanas y de los sacerdotes del templo.
Pilatos se había reunido con Caifás y Anás, a petición de éstos, unas
horas antes, para hablar de la escena ocurrida en las puertas del este. El
nazareno había llegado a lomos de un asno, tal como había pronosticado uno
de los profetas judíos, y los sacerdotes estaban muy preocupados por lo que
consideraban una declaración de proporciones mesiánicas. Si bien las
rencillas religiosas de los judíos no significaban un problema inmediato para
Pilatos, se rumoreaba que ese nazareno se autodenominaba rey de los judíos,
lo cual era una traición contra el césar. Pilatos sabía que debería tomar
alguna medida contra Easa si daba otro paso controvertido, sobre todo ahora
que se acercaba la Pascua.
Para complicar todavía más la situación, Herodes, el tetrarca de Galilea,
había cargado contra Easa en un mensaje confidencial a Pilatos. «Me han
informado de que ese hombre quiere ser el rey de todos los judíos. Se ha
convertido en un personaje peligroso para mí, para ti y para Roma».
Ésos eran los problemas prácticos de Pilatos. Sus problemas filosóficos
eran otra cuestión.
¿Qué fuerzas controlaba o canalizaba ese nazareno, que le permitían
hacer cosas tales como resucitar a un niño de entre los muertos? De no haber
sido por Pilo, Pilatos habría pensado que los milagros de Easa eran simples
trucos, y aceptado las acusaciones de blasfemia de los fariseos, pero él sabía
mejor que nadie que la enfermedad y la deformidad de Pilo eran reales. O al
menos lo habían sido. Ahora habían desaparecido sin más.
Había algo que necesitaba una explicación. La razón romana exigía una
respuesta, comprender lo ocurrido. Poncio Pilatos se quedaba muy frustrado
cuando no podía encontrar una explicación.
Pero su esposa no necesitaba más pruebas. Había presenciado dos
grandes milagros, había gozado de la presencia y la gloria del nazareno y su
Dios: Claudia Prócula se había convertido al instante. Estaba decepcionada y
disgustada porque su marido se había negado a dejarla asistir a una de las
prédicas de Easa en Jerusalén. Deseaba ir con Pilo, permitir que su hijo
conociera a ese asombroso nazareno que era algo más que un hombre.
Pilatos se lo prohibió de manera terminante.
El procurador romano era un hombre complicado, mortificado por las
dudas, los temores y las ambiciones. La tragedia de Poncio Pilatos se
produciría cuando todas estas cargas se impusieran al amor, la energía y la
gratitud que había podido sentir.

Era muy tarde cuando los nazarenos llegaron a casa de José. Easa,
como siempre, estaba muy despierto y preparado para reunirse con sus
seguidores más cercanos antes de retirarse a descansar. Estaban sopesando
las posibilidades del día siguiente en Jerusalén. María se quedó a escuchar la
discusión, para saber qué iba a suceder. El incidente de la casa de Jairo había
dejado claro que el pueblo de Jerusalén estaba dividido acerca de Easa.
Había más partidarios que detractores, pero todos sospechaban que los
detractores eran hombres poderosos relacionados con el templo.
Judas habló a los hombres reunidos. Se le veía demacrado y agotado,
pero el júbilo de lo que había presenciado en el lecho de muerte de Smedia
le mantenía en pie.
—Jairo conversó conmigo antes de que nos fuéramos —les dijo—. Está
mucho más inclinado a apoyarnos ahora, cuando ha visto con sus propios
ojos que Easa es el verdadero Mesías. Me advirtió que los consejos de
fariseos y saduceos estaban inquietos por los grupos de partidarios nazarenos
que entraban en la ciudad. Somos más numerosos de lo que habían
imaginado. Nos tienen miedo, y es probable que pasen a la acción si creen
que suponemos una amenaza para ellos o para la paz del templo durante la
Pascua.
Pedro escupió en el suelo, asqueado.
—Todos sabemos por qué. La Pascua es la época más provechosa del
año para el templo. Se realiza el mayor número de sacrificios, y una gran
cantidad de dinero cambia de manos.
—Es la época de la cosecha para mercaderes y prestamistas —añadió
su hermano Andrés.
—Y los que más salen beneficiados son Anás y su yerno —concluyó
Judas—. No supondrá una sorpresa para ninguno de vosotros que son los
cabecillas de la campaña de descrédito lanzada contra nosotros. Hemos de
proceder con mucha cautela, de lo contrario presionarán a Pilatos para que
firme una orden de detención contra Easa.
Éste alzó la mano, cuando los hombres empezaron a hablar entre sí,
muy agitados.
—Paz, hermanos míos —dijo—. Mañana iremos al templo y
demostraremos a nuestros hermanos Anás y Caifás que no tenemos la menor
intención de desafiarlos. Podemos coexistir en paz, sin necesidad de
excluirnos mutuamente. Iremos para celebrar la Pascua, en compañía de
nuestros hermanos nazarenos. No pueden negarnos la entrada, y tal vez
llegaremos a una tregua con ellos.
Judas no estaba tan seguro.
—Creo que no le arrancarás ningún compromiso a Anás. Nos desprecia,
a nosotros y a nuestras enseñanzas. Lo último que desean Anás y Caifás es
que el pueblo crea que no necesita el templo para llegar a Dios.
María se levantó del suelo y dirigió una mirada afectuosa a Easa desde
el otro lado de la habitación. Él la vio y le devolvió la mirada mientras su
esposa salía con sigilo por la puerta de atrás. Ahora estaba demasiado
cansada para estrategias. Además, si Easa estaba decidido a hacer acto de
aparición en el templo al día siguiente, intuía que todos necesitaban reponer
fuerzas.
María compartía una habitación con los niños, como hacía siempre
cuando viajaban. Creía que esto les daba una sensación de seguridad,
elemento necesario para niños que llevaban con frecuencia una existencia
nómada. Dormían como ángeles, Juan José con sus espesas pestañas oscuras
y las mejillas oliváceas, y Sara Tamar acurrucada en una nube de lustroso
pelo rojo.
Su madre reprimió el ansia de besarlos. Tamar tenía el sueño ligero, y
no quería despertar a ninguno de los dos. Los niños necesitarían descansar si
querían acompañarla mañana a Jerusalén. Para ellos, la ciudad resultaría
bulliciosa y colorida. Mientras estuvieran a salvo en Jerusalén, lo permitiría,
pero si las circunstancias se ponían difíciles para Easa, tendría que llevarse a
los niños de la ciudad. Si ocurría lo peor, ni siquiera las tierras de José serían
seguras. Tendría que dejarlos en Betania, en casa de Lázaro y Marta.
María se acomodó por fin en su cama y cerró los ojos. Pero el sueño no
llegó con facilidad, aunque lo deseaba y necesitaba. Había demasiados
pensamientos e imágenes en su cabeza. En su mente vio a la mujer del
espeso velo, la que había aparecido con un niño en brazos ante la casa de
Jairo. María supo dos cosas en cuanto vio el rostro de la mujer. Primero, no
era ni judía ni plebeya. Su porte y la calidad del velo impedían que pudiera
confundirse con el populacho. María sabía muy bien cuándo una mujer
intentaba disfrazarse. ¿Acaso no lo había hecho ella muchas veces, cuando la
situación lo había exigido?
Lo segundo en lo que María había reparado era la desesperación de la
mujer. La había sentido en lo más íntimo de su ser. Era casi como si el
propio dolor hubiera pedido la ayuda de Easa. Cuando María miró la cara de
la mujer, vio la misma sensación de pérdida que experimenta toda madre
cuando no puede salvar a un hijo. Es un dolor que no conoce raza, credo ni
clase, un dolor que sólo pueden compartir padres que sufren. Durante los tres
últimos años de ministerio, María había visto esa expresión muchas veces.
Pero también muchas veces había visto la expresión de desesperación
cambiar por otra de alegría.
Easa había salvado a muchos hijos de Israel. Por lo visto, ahora había
salvado a uno de Roma.

Tal como habían planeado, Easa y sus seguidores fueron al templo al


día siguiente. María llevó a los niños a Jerusalén con ella, y se detuvo a
presenciar la actividad y las discusiones que tenían lugar fuera de los muros
sagrados. Easa se hallaba en el centro de una numerosa y creciente multitud,
predicando el Reino de Dios. Los hombres de la muchedumbre le desafiaban
y lanzaban preguntas, que él contestaba con su calma habitual. Las
respuestas eran meticulosas e incorporaban las enseñanzas de las Escrituras.
Al poco, resultó evidente que su conocimiento de la ley era insuperable.
Más tarde, gracias a la información aportada por Jairo, descubrieron
que Anás y Caifás habían infiltrado a algunos de sus hombres entre la
multitud. Tenían órdenes de formular preguntas rebuscadas. Si las respuestas
de Easa podían ser interpretadas como blasfemas, sobre todo tan cerca del
templo y en presencia de tantos testigos, los sumos sacerdotes contarían con
más pruebas contra él.
Un hombre se adelantó y formuló una pregunta sobre el tema del
matrimonio. Judas vio al hombre y lo reconoció. Susurró en el oído de Easa
que era un fariseo que había repudiado a su esposa para casarse con otra más
joven.
—Dime, rabino —dijo el hombre—, ¿es conforme a la ley que un
hombre repudie a su esposa por alguna causa? He oído decirte que no, y no
obstante la ley de Moisés afirma lo contrario. Moisés escribió un contrato de
divorcio.
Easa habló en voz alta, para que todo el mundo le oyera. Su réplica fue
severa, pues conocía las transgresiones personales del hombre.
—Moisés escribió ese precepto debido a la dureza de tu corazón.
La multitud consistía sobre todo en hombres de Jerusalén que conocían
a este fariseo. Se elevó un murmullo entre ellos al oír el insulto, pero Easa
no había terminado. Estaba harto de estos corruptos fariseos, que vivían
como reyes decadentes a costa de las dádivas de los judíos pobres y devotos.
Consideraba que los sacerdotes actuales, hombres encargados de defender la
ley con la más absoluta integridad, constituían una pandilla de hipócritas.
Predicaban una vida de santidad, pero no daban ejemplo. Durante los
últimos años de su ministerio, Easa había llegado a la conclusión de que el
pueblo de Jerusalén estaba acobardado por estos hombres. Temían el poder
de los fariseos tanto como el de Roma. En muchos aspectos, estos hombres
del templo eran tan peligrosos para los judíos corrientes como los romanos,
porque gozaban de autoridad para influir en su vida cotidiana de muchas
maneras.
—¿No has leído las Escrituras? — La pregunta de Easa fue otro ataque
contra el hombre. Después se volvió hacia la muchedumbre—. Quien los
creó al principio los hizo hombre y mujer, y dijo: «Porque esto será motivo
de que un hombre abandone a padre y madre y se aferre a su esposa, y los
dos serán una sola carne, de forma que ya no serán dos, sino uno. Lo que
Dios ha unido, el hombre no lo separe». Y yo os digo que aquel que repudia
a su esposa, salvo en caso de adulterio, también comete adulterio.
—Si ése es el caso, tal vez no sea bueno casarse —bromeó alguien.
Easa no rio. El sacramento del matrimonio y la importancia de la vida
familiar constituían la piedra angular de la doctrina nazarena. Habló en
contra de aquella idea.
—Algunos hombres nacen eunucos, y otros han sido convertidos en
eunucos. Que todos los hombres capaces de recibir el sacramento del
matrimonio lo reciban, porque es la voluntad del Señor nuestro padre. Y que
se aferren a su esposa hasta que la muerte los separe.
El fariseo, ofendido, contraatacó.
—¿Y tú qué, nazareno? La ley de Moisés dice que el hombre que sea el
Ungido ha de casarse con una virgen, y nunca con una casquivana, ni
siquiera una viuda.
Era un ataque sin disimulos contra María Magdalena, que se hallaba
algo apartada de la multitud con sus hijos. Había optado por vestirse con
sencillez para confundirse con la multitud, y no llevaba el velo rojo de su
rango. Se alegró de ello en aquel momento, mientras esperaba la respuesta
de Easa.
Ésta consistió en otra pregunta al fariseo.
—¿Soy de la estirpe de David?
El hombre asintió.
—De eso no cabe duda.
—¿Y fue David un gran rey, y Ungido de nuestro pueblo?
El fariseo replicó en sentido afirmativo, consciente de que estaba
cayendo en una trampa, pero sin saber cómo salir de ella.
—¿No pedirías que emulara a David si he de ser su heredero? ¿Quién
de los aquí presentes no consideraría positivo y honorable seguir los pasos
de David?
La multitud se hizo eco de la pregunta de Easa, reconociendo con
asentimientos y gestos que sería positivo imitar el modelo del Gran León de
Judá.
—Pues eso es exactamente lo que he hecho. Al igual que David se casó
con la viuda Abigail, una excelente hija de Israel, yo he contraído
matrimonio con una viuda de sangre noble.
El fariseo sabía que había caído en su propia trampa y desapareció entre
la muchedumbre, pero no era fácil desmontar la estructura de poder de los
hombres del templo. A medida que lanzaban más preguntas a Easa, las
respuestas eran como flechas afiladas que disparaba contra los fariseos. Otro
hombre, vestido con el hábito sacerdotal, se acercó a él con agresividad no
disimulada.
—Me han dicho que tú y tus discípulos transgredís la tradición de
vuestros mayores. ¿Por qué no os laváis las manos cuando coméis pan?
Numerosos murmullos habían recorrido la muchedumbre durante estos
últimos intercambios. La disensión pendía en el aire, y Easa sabía que debía
adoptar una actitud firme. Estos hombres de Jerusalén no eran como los de
Galilea y las regiones más lejanas. Los hombres de la ciudad exigían acción.
Podían seguir a un rey capaz de liberarlos de sus cadenas, pero antes tendría
que demostrar su fuerza y valía.
La voz de Easa resonó, no tanto en defensa de los nazarenos como
condenando a los sacerdotes.
—¿Por qué transgredís los mandamientos de Dios con vuestras
tradiciones? Hipócritas. — El insulto resonó en los muros del templo—. Mi
primo Juan os llamó víboras, con todo el derecho. — La referencia al
Bautista era una cita astuta para ganarse el apoyo de los hombres más
conservadores de la muchedumbre—. Juan era Isaías encarnado, y fue Isaías
quien dijo: «Este pueblo me honra con los labios, pero sus corazones están
lejos de mí». Ahora veo que los fariseos estáis limpios por fuera, pero por
dentro estáis llenos de codicia y perversidad. ¿Acaso no creó el Señor lo que
hay dentro y lo que hay fuera?
Easa alzó la voz para culminar su razonamiento.
—Ésta es la diferencia entre mis nazarenos y estos sacerdotes —dijo—.
Nosotros nos preocupamos por la limpieza de nuestras almas, para tener en
la tierra el Reino de Dios que está en los cielos.
—¡Eso es una blasfemia contra el templo! — gritó un hombre. A
continuación, se produjo un gran tumulto, gritos a favor y otros en contra.
El ruido y el alboroto iban en aumento. María, que estaba observando la
escena desde una colina, pensó al principio que sólo se trataba de una
reacción a las palabras osadas de Easa. De hecho, ésa era la causa de gran
parte de la turbación que afectaba a los hombres de Jerusalén, pero varios
discípulos del nazareno se estaban abriendo paso entre las turbas para llegar
hasta Easa, a la cabeza de un grupo de hombres y mujeres que habían oído
hablar de las curaciones milagrosas. Todos estaban tullidos, trágicos
guiñapos que se consideraban menos que humanos debido a su ceguera o sus
deformidades.
Los prestamistas y mercaderes protestaron por la intrusión de los
lisiados. Era su semana más beneficiosa, y esa turba estaba perjudicando los
negocios que tenían su sede en el templo. Cuando un ciego tropezó con la
mesa de un mercader y esparció sus ganancias, los ánimos se desataron. El
mercader persiguió al ciego con un bastón, al tiempo que gritaba insultos
contra el pobre desgraciado y los nazarenos. Easa fue en ayuda del ciego, le
ayudó a ponerse en pie con delicadeza y susurró algo en su oído. Indicó a sus
discípulos con un ademán que apartaran a un lado a los tullidos y volcó otras
mesas del cruel mercader que había atacado al ciego. Gritó para hacerse oír
por encima del tumulto.
—Está escrito que el templo de Dios debería ser una casa de oraciones.
Vosotros lo habéis convertido en una guarida de ladrones.
Otros mercaderes apostrofaron a Easa cuando avanzó por el templo. El
caos amenazaba con provocar graves disturbios, hasta que el Mesías levantó
las manos y pidió a sus discípulos que le siguieran hasta la fachada del
templo. Allí condujeron a los desgraciados plagados de toda clase de
enfermedades y deformidades. Easa empezó a curarlos a todos de uno en
uno, y el primero fue el ciego.
La multitud que rodeaba el templo iba aumentando en número. Pese a
las osadas palabras de Easa, o tal vez por ello, los hombres y mujeres de
Jerusalén estaban muy interesados por este nazareno, el hombre que sanaba
en segundos enfermedades incurables hasta ese momento. María ya no le
veía desde donde estaba. Además, Tamar y Juan estaban inquietos, con el
nerviosismo de los pequeños cuando se encuentran en un ambiente agitado.
María se alejó del lugar para llevar a los niños al mercado.
Mientras caminaban por las calles adoquinadas, vio a dos fariseos
enfundados en sus hábitos negros delante de ella. Estaba segura de haber
oído el nombre de Easa en sus labios. Se tapó casi toda la cara con el velo y
se mantuvo a escasa distancia de ellos, con los niños cogidos de sus manos.
Los hombres hablaban sin disimulo, pero en griego, porque sabían que el
populacho que los rodeaba no entendía el idioma más culto. Pero María,
debido a su noble cuna, hablaba el griego con fluidez.
Entendió muy bien lo que dijo uno de los hombres cuando se volvió
hacia su acompañante.
—Mientras viva este nazareno, no tendremos paz. Cuanto antes nos
deshagamos de él, mejor para todos.

María encontró a Bartolomé en la plaza del mercado. Le habían enviado


a comprar provisiones para los discípulos. Ella le rogó que volviera con Easa
y le dijera que ni él ni sus seguidores debían pernoctar en casa de José.
Tendrían que irse de Jerusalén por el bien de Easa. María creía que la casa de
Betania que había compartido con Lázaro y Marta era la mejor elección.
Estaba a un buen trecho de Jerusalén, pero permitía acceder a la ciudad sin
tardar mucho o escapar de ella con celeridad.

Aquella noche Easa se encontró con María y los niños en Betania.


Algunos discípulos se quedaron con ellos en casa de Lázaro, mientras otros
fueron a casa de Simón, su amigo de confianza. Era en casa de Simón donde
María había desobedecido a Lázaro y Juan con desastrosas consecuencias
años antes. Los discípulos se reunieron después para comentar los
acontecimientos del día y planear sus siguientes pasos.
María estaba preocupada. Intuía que las opiniones estaban divididas en
Jerusalén: la mitad a favor del brillante nazareno, obrador de milagros y
defensor de los pobres, y la mitad opuesta a un arribista que desafiaba al
templo y a sus tradiciones de una forma tan descarada. Repitió la
conversación de los sacerdotes, tal como la había oído en la plaza del
mercado. Mientras hablaba, Judas llegó de casa de Jairo con más noticias.
—Ella tiene razón. Jerusalén se está haciendo peligrosa para ti —dijo a
Easa—. Jairo dice que Anás y Caifás piden que te ejecuten por blasfemo.
—Disparates —dijo Pedro, asqueado—. Easa jamás ha proferido una
blasfemia, y no podría hacerlo aunque quisiera. Ellos son los blasfemos, esas
víboras.
Easa no parecía preocupado.
—Da igual, Pedro. Los sacerdotes carecen de autoridad para condenar a
muerte a un hombre. Sólo Roma puede hacerlo, y los romanos no reconocen
las leyes sobre la blasfemia de los judíos.
Los hombres hablaron hasta bien entrada la noche acerca de la
estrategia que debían adoptar al día siguiente. María quería mantener alejado
a Easa de Jerusalén durante un día, para que la calma regresara a la ciudad,
pero él se negó en redondo. Multitudes aún más numerosas le esperaban al
día siguiente, pues había corrido la voz por toda Jerusalén de las atrevidas
enseñanzas y las extraordinarias curaciones de Easa. No decepcionaría a
quienes habían viajado hasta Jerusalén para verle. Tampoco se rendiría a las
presiones de los sacerdotes. Ahora, más que nunca, necesitaba ser un líder.
María prefirió quedarse en Betania con los niños y Marta al día
siguiente. Estaba empezando a acusar los efectos de su avanzado embarazo,
y el largo y apresurado regreso a Betania la había agotado. Mantuvo
ocupados a los niños en la casa, mientras intentaba alejar de su mente los
posibles peligros a los que Easa se enfrentaría dentro de los muros de la
ciudad.
Estaba sentada en el jardín, mirando jugar a Tamar en la hierba, cuando
vio que una mujer se acercaba a la casa, cubierta con un espeso velo negro.
Llevaba ocultos la cara y el pelo, de forma que era imposible saber si la
conocía o no. Tal vez era una amiga de Marta o una nueva vecina.
La mujer se acercó más y María oyó una carcajada reprimida.
—¿Qué pasa, hermana? ¿Ya no me reconoces después de tanto tiempo?
El velo descendió y reveló que la mujer era Salomé, la princesa de la
familia Herodes. Su rostro había perdido la redondez de la infancia, y estaba
alcanzando la plena madurez. María corrió para abrazarla, y se quedaron así
durante un largo minuto. Después de la muerte de Juan, había sido
demasiado peligroso para Salomé ser vista en compañía de los nazarenos. Su
presencia era peligrosa para Easa. Además aspiraba a ganarse a los
seguidores de Juan, así que no podía permitir que le vieran en compañía de
la mujer a la que acusaban de provocar su detención, cuando no su muerte.
La separación forzosa había sido dura para ambas. Salomé se sintió
muy afligida cuando no pudo terminar su preparación de sacerdotisa y tuvo
que alejarse de la gente a la que había llegado a querer más que a su familia.
Para María, era otra secuela amarga de la opinión injusta que había recaído
sobre ellas después de la ejecución de Juan.
Salomé chilló cuando vio a la pequeña Tamar en la hierba.
—¡Mírala! ¡Es igual que tú!
María sonrió y asintió.
—Por fuera, pero por dentro se está convirtiendo en la viva imagen de
su padre.
María contó algunas anécdotas de la pequeña Tamar, y de cómo había
demostrado ser especial desde que empezó a andar. Había curado a un
cordero caído en una zanja en Magdala, con una simple caricia de su mano
infantil. Ahora tenía algo más de tres años, pero sabía hablar muy bien, tanto
en griego como en arameo.
—Tiene suerte de que seáis sus padres —dijo Salomé, y su rostro se
ensombreció—. Y hemos de conservar vuestras vidas, por eso estoy aquí.
Traigo noticias de palacio, María. Easa corre grave peligro.
—Entremos para que nadie nos oiga —contestó María.
Se agachó para levantar a Tamar, pero su abultado estómago le dificultó
la tarea. Salomé extendió las manos.
—Ven con tu hermana Salomé —dijo. Tamar miró a la desconocida, y
después a su madre como pidiendo permiso. Una sonrisa de dientes perfectos
se dibujó en la cara de la niña, que saltó a los brazos de la princesa.
Entraron juntas en la casa, y María indicó con un gesto a Marta que se
llevara a Tamar.
Marta tomó a la pequeña de los brazos de Salomé.
—Ven, princesita. Vamos a buscar a tu hermano.
Juan había salido a pasear por las tierras con Lázaro. Marta indicó que
iba a llevarse a su sobrina para que María y Salomé hablaran en privado.
Después de que se marchó, Salomé aferró la mano de María.
—Escúchame, lo que debo decirte es muy urgente. Mi padrastro ha
estado hoy en casa de Poncio Pilatos, y yo le he acompañado. Se marcha a
Roma dentro de dos días para ver al emperador, y necesitaba un informe
completo del procurador. Utilicé la excusa de que deseaba ver a Claudia
Prócula, la esposa de Pilatos, para ir con él. Claudia es la nieta de César
Augusto, y sabía que mi padrastro no me lo negaría. Pero no quería ir por
eso, claro está. Sabía que Easa, tú y los demás estabais aquí. ¿Dónde está
María la Mayor?
—Aquí —contestó María—. Esta noche se hospeda en casa de la
familia de José con algunas mujeres más, pero mañana te acompañaré a
verla, si quieres.
Salomé asintió y continuó su historia.
—Utilicé la excusa de ir a ver Claudia para saber qué noticias había en
Jerusalén de los nazarenos. ¡Poco imaginaba yo lo mucho que Claudia tenía
que contarme! ¿No es asombroso?
María no sabía muy bien a qué se refería Salomé.
—¿El qué?
Los ojos oscuros y exóticos de Salomé relucieron.
—¿No lo sabes? Oh, María, esto es demasiado. La noche que Easa
resucitó a la hija de Jairo, ¿te acuerdas de una mujer que había entre la
multitud cuando os fuisteis? Iba con un griego que llevaba a un niño
enfermo en brazos, un niño pequeño.
María recordó toda la escena. Había visto el rostro de la mujer las dos
últimas noches, antes de dormir.
—Sí —contestó—. Se lo dije a Easa y se volvió para curar al niño. Es
lo único que sé con seguridad, aparte de que la mujer no parecía plebeya, ni
judía.
Salomé lanzó una carcajada.
—María, esa mujer era Claudia Prócula. ¡Easa curó al hijo de Poncio
Pilatos!
María estaba asombrada. Ahora todo adquiría sentido: la sensación de
clarividencia, de saber que algo, además de la curación, estaba pasando en
aquel momento.
—¿Quién sabe esto, Salomé?
—Nadie, salvo Claudia, Pilatos y el esclavo griego. Pilatos ha
prohibido a su esposa que hable de ello, y ha dicho a todo el mundo que le
ha preguntado por la milagrosa recuperación del niño que había sido la
voluntad de los dioses romanos. — Salomé hizo una mueca para expresar su
desagrado—. La pobre Claudia ardía en deseos de contárselo a alguien, y
sabía que yo había sido nazarena en otra época.
—Aún eres una nazarena —dijo María, mientras se levantaba para
permitir que el niño cambiara de posición en su vientre. Tenía que meditar
sobre esta importante información. Era reconfortante, pero aún no se atrevía
a esperar demasiado de ella. Tal coincidencia debía formar parte del plan
maestro que Dios había trazado para Easa. ¿Había dado a Claudia un hijo
enfermo para que Easa le curara y demostrara su divinidad a Pilatos? Y si el
sino de Easa terminaba en las manos de Poncio Pilatos, ¿cómo iba a
condenar a muerte al hombre que había salvado a su hijo?
—Pero hay más, hermana. — El semblante de Salomé se entristeció de
nuevo—. Cuando estaba allí, esos horribles Anás y su yerno Caifás
acudieron para ver a Pilatos y a mi padrastro. Están acumulando pruebas
contra Easa. — Dirigió una sonrisa astuta a María—. Oí que los anunciaban
y supliqué a Claudia que me dijera el mejor lugar para esconderme y poder
escucharles sin ser vista.
María sonrió a Salomé, tan impetuosa como siempre.
—Pilatos no quiso saber nada de ello, y trató de desechar el tema como
carente de importancia, porque quería terminar su entrevista con Herodes. A
Pilatos sólo le importa que llegue a Roma un buen informe sobre su
capacidad de gobernante. Aspira a un puesto en Egipto.
María estaba escuchando con paciencia, y su corazón se aceleró cuando
Salomé continuó.
—Pero mi padrastro, ese arrogante Herodes, se alineó con esos
sacerdotes idiotas. Jugaron con él, le dijeron que Easa se hacía llamar rey de
los judíos y que deseaba suplantar a Herodes en el trono.
María meneó la cabeza. Era absurdo, por supuesto. Easa no deseaba
sentarse en ningún trono. Era rey en los corazones de la gente, el que les
entregaría el Reino de Dios. Para eso, no necesitaba palacio ni trono. Pero un
inseguro Herodes se sentía amenazado debido a las manipulaciones de Anás
y Caifás.
—Poco después, oí que Pilatos entraba en los aposentos de Claudia (no
me vio porque seguía escondida), y le dijo: «Querida mía, temo que los
hados se han confabulado contra tu Easa el Nazareno. Los sacerdotes piden a
gritos su cabeza, y quieren que le detenga antes de Pascua». A lo que
Claudia respondió: «Pero tú le perdonarás, ¿verdad?». Pilatos no dijo nada, y
oí que Claudia repetía: «¿Verdad?», y no volví a oír nada más hasta que
Pilatos salió de la habitación. Cuando estuve segura de que se había ido, salí
y encontré a Claudia en un estado lamentable. Dijo que su marido no la
había mirado al marcharse. Oh, María, está muy preocupada por lo que le
pueda suceder a Easa, y yo también. Tienes que sacarle de Jerusalén.
—¿Dónde cree tu padrastro que estás ahora?
Salomé se encogió de hombros.
—Le dije que iba a pasar el día comprando sedas. Está demasiado
preocupado por su viaje a Roma para que le importe dónde paso la noche.
Tiene sus propias diversiones en Jerusalén.
María estaba tratando de diseñar una estrategia. Debía esperar a que
Easa regresara a casa por la noche para contárselo todo. Sabía que no
necesitaría animar mucho a Salomé para que pernoctara en su casa y le diera
todos los detalles.
Salomé se quedó, y experimentó una gran alegría cuando María la
Mayor acudió por la tarde. La madre de Easa trajo con ella a las demás
Marías, su hermana, María la de Santiago, y su prima, María Salomé, madre
de los dos seguidores más leales de Easa. Fue un honor para Salomé estar en
compañía de estas sabias mujeres, fuertes aunque a menudo silenciosas
líderes de la tradición nazarena. No obstante, su alegría fue fugaz, como la
de María Magdalena.
—He visto una gran oscuridad en el horizonte, hijas mías —les dijo
María la Mayor—. He venido para ver a mi hijo. Todas debemos estar
preparadas para la prueba de fe y coraje que esta Pascua nos traerá.
Las noticias procedentes de Jerusalén eran, ciertamente, preocupantes.
Multitudes más numerosas habían recibido a Easa y los nazarenos aquella
mañana al llegar a la ciudad, causando nerviosismo entre los guardias
romanos. Los nazarenos se habían instalado frente al templo, donde Easa
predicó y contestó a las preguntas y desafíos que le plantearon. Al igual que
el día anterior, representantes del sumo sacerdote y del templo habían
infiltrado hombres entre la muchedumbre. El nerviosismo aumentó cuando
los mercaderes y prestamistas que habían sido reprendidos el día anterior
fueron a protestar por la presencia de los nazarenos. Por fin, en un esfuerzo
por mantener la paz y evitar derramamientos de sangre, Easa se marchó con
sus seguidores nazarenos más leales.
Aquella noche, en Betania, la combinación de las observaciones de
Salomé, la información facilitada por Jairo y la profecía de María la Mayor
creó una atmósfera de consternación y preocupación. Sólo Easa parecía
indiferente a las amenazadoras circunstancias, mientras hacía planes para el
día siguiente.
Simón y Judas, que habían pasado el día reunidos con sus hermanos
zelotes, habían trazado un plan.
—Somos suficientes para luchar contra cualquiera que te ataque —dijo
Simón—. Mañana habrá una multitud en el templo. Si vas y dices al pueblo
que el Reino de Dios, tal como lo conocemos, liberará a los judíos de la
opresión de Roma, las masas te seguirán.
—¿Con qué objetivo? — preguntó Easa con calma—. El resultado de
tal acción sería la matanza de muchos judíos inocentes. Ése no es el Camino.
No, Simón, no incitaré disturbios que derramen la sangre de nuestro pueblo
en la víspera de un día tan sagrado. ¿Cómo puedo demostrar que el Reino de
Dios está en todos los hombres y mujeres si les pido que den su sangre y
mueran por él? No habéis comprendido el sentido del Camino, hermanos
míos.
—Pero no hay Camino sin ti —replicó Pedro. Las tensiones de los
últimos días estaban afectando a Pedro más que a cualquiera de los
discípulos. Había sacrificado todo por su fe en Easa y en el Camino. Era
demasiado para él plantearse cualquier desenlace adverso.
—Te equivocas, hermano —repuso Easa. No había reproche en su voz
cuando se volvió hacia Pedro—. Te he dicho esto desde que éramos niños,
Pedro. Tú eres la roca sobre la cual florecerá nuestro ministerio. Tu legado
pervivirá tanto como el mío.
Pedro no pareció consolarse, ni tampoco los demás discípulos. Easa se
dio cuenta y alzó las manos.
—Escuchadme, hermanos y hermanas. Recordad lo que os he dado, la
certeza de que el Reino de Dios vive en vuestro interior, y de que ningún
opresor os lo podrá arrebatar. Si cobijáis esa verdad en vuestros corazones,
jamás conoceréis ni un día de miedo o dolor.
Después extendió las manos hacia los discípulos y rezó el padrenuestro.

Easa dejó a sus seguidores aquella noche para conversar en privado con
María la Mayor. Cuando terminaron, deseó buenas noches a su madre y fue
en busca de su esposa.
—No has de tener miedo de lo que va a ocurrir, palomita —dijo con
ternura.
María escudriñó su cara. Easa solía ocultar sus visiones a los discípulos,
pero a ella raras veces. Era la única persona con la que lo compartía todo.
Pero esa noche percibió su reserva.
—¿Qué has visto, Easa? — preguntó en voz baja.
—He visto que mi Padre, que está en los cielos, ha dispuesto un gran
plan y hemos de seguirlo.
—¿Para cumplir las profecías?
—Si tal es su voluntad.
María guardó silencio un momento. Las profecías eran concretas:
afirmaban que el Mesías sería ejecutado por su propio pueblo.
—¿Qué me dices de Poncio Pilatos? — preguntó María con cierta
esperanza—. Fuiste enviado a curar a su hijo para que se diera cuenta de
quién eres. ¿No crees que eso forma parte del plan de Dios?
—María, escucha con atención lo que voy a decirte, porque te dará una
idea del Camino de los nazarenos. Dios crea su plan y coloca a cada hombre
y mujer en su lugar. Pero no les obliga a entrar en acción. Como cualquier
buen padre, el Señor guía a sus hijos, pero les concede la oportunidad de
tomar sus propias decisiones.
María escuchaba, y aplicó la filosofía de Easa a la situación actual.
—¿Crees que Poncio Pilatos fue colocado en este lugar por Dios?
Easa asintió.
—Sí. Pilatos, su buena esposa, su hijo.
—Y si Pilatos decide o no ayudarnos, ¿no será decisión de Dios?
Easa meneó la cabeza.
—El Señor no nos impone nada, María. Nos guía. Cada persona ha de
elegir a su amo, lo cual equivale a elegir entre el plan de Dios y nuestros
deseos terrenales. No puedes servir a Dios y a estas necesidades terrenales al
mismo tiempo. El Reino de los Cielos es de aquellos que eligen a Dios. No
sé a qué amo decidirá servir Poncio Pilatos cuando llegue el momento.
María escuchaba con atención. Aunque conocía bien las ideas
nazarenas, el ejemplo de Easa sobre Poncio Pilatos no dejaba dudas al
respecto. María, en un destello de clarividencia, experimentó la necesidad de
saborear las palabras de su marido, de recordarlas con exactitud. Llegaría el
momento en que enseñaría a los demás lo que él le había enseñado a ella.
—El sumo sacerdote y sus partidarios están decididos a conseguir mi
detención. Ahora sabemos que no podemos escapar a eso —continuó
explicando Easa—. Pero pediremos que me envíen ante Pilatos, y yo
defenderé mi caso ante él. Dependerá entonces de su conciencia y fe tomar
una decisión. Debemos estar preparados para ella, sea cual sea. Hemos de
demostrar mediante nuestros actos que sabemos la verdad: cuando
permitimos que el Reino de Dios more en nuestro interior, nada puede
cambiar eso, ni un imperio, ni un opresor, ni el dolor. Ni siquiera la muerte.
Hablaron hasta bien entrada la noche de los planes de Easa para el día
siguiente. María sólo formuló una vez la pregunta que estrujaba su corazón.
—¿No podríamos irnos de Jerusalén esta noche? ¿Volver a predicar en
las colinas de Galilea, hasta que Anás y Caifás se encaprichen de otra presa?
—Tú, de entre todas las personas, sabes que eso no puede ser, María
mía —la reprendió con ternura Easa—. Somos el centro de las miradas de la
gente. Debo darles ejemplo.
Ella asintió para indicar que lo comprendía, y después Easa le contó su
conversación con María la Mayor. Habían decidido que sería demasiado
peligroso aparecer al día siguiente en el templo. Demasiados inocentes
corrían el riesgo de resultar heridos si estallaban disturbios. La principal
preocupación de Easa era la protección de sus discípulos. El sumo sacerdote
le quería a él, no a los demás. Jairo se lo había confirmado. No era necesario
que los demás corrieran peligro. Sus seguidores más íntimos se reunirían al
atardecer en una propiedad de José para celebrar la cena de Pascua en
privado. Allí Easa daría instrucciones a cada uno sobre su papel en el
ministerio, por si le esperaba un largo período de encarcelamiento como a
Juan, o por si ocurría algo peor. Pasarían la noche en los terrenos de José en
Getsemaní, bajo las sagradas estrellas de Jerusalén.
Y allí Easa dejaría que le apresaran.
—¿Vas a entregarte a las autoridades del templo? — preguntó María
con incredulidad.
—No, no. No puedo hacer eso. La gente perdería la fe en nuestro
Camino si sucediera así. Debo conseguir que mi arresto se produzca fuera de
la ciudad, de tal manera que no haya derramamiento de sangre ni disturbios.
Ordenaré que uno de nosotros «me traicione» y delate el lugar donde me
oculto de las autoridades. Los guardias irán a Getsemaní, donde no habrá
multitudes, ni por tanto peligro de disturbios.
La cabeza de María daba vueltas. Todo estaba ocurriendo con mucha
rapidez. Se le ocurrió una idea terrible.
—Oh, Easa, pero ¿quién? ¿Quién de los nuestros podría hacer algo
semejante? No pensarás que Pedro o Andrés serían capaces. Ni Felipe o
Bartolomé. Tu hermano Santiago derramaría antes su sangre, y Simón la de
los demás.
Enseguida comprendió la respuesta, y los dos pronunciaron el nombre
al unísono.
—Judas.
La expresión de Easa era seria.
—Ahora voy a verle, palomita. Debo hablar con él y decirle que ha sido
elegido para esta tarea debido a su fortaleza.
Besó la mejilla de su esposa cuando se levantó para marchar. Ella le vio
partir con una creciente sensación de miedo por lo que traería el día
siguiente.

A la tarde siguiente, se reunieron para cenar juntos, tal como habían


acordado: Easa, sus doce elegidos y todas las Marías. Los niños se quedaron
en Betania con Marta y Lázaro.
Easa empezó la velada con su versión del ritual de la unción,
invirtiendo los papeles, pues lavó los pies a todos los presentes en la sala.
Explicó que era para reconocer a cada persona como hijo de Dios, con la
misión especial de predicar la palabra del Reino.
—Porque ejemplo os di, para que, como yo hice con vosotros, así
vosotros lo hagáis, y reconozcáis a los demás como iguales ante Dios. Y un
nuevo mandamiento os doy esta noche, que os améis los unos a los otros
como yo os he amado. Y cuando salgáis al mundo, la gente os reconocerá
como nazarenos por vuestra forma de amaros.
Cuando hubo lavado los pies a todos sus seguidores, Easa les condujo
hasta la mesa para la cena de Pascua. Cogió un pedazo de pan ácimo, lo
bendijo y dijo:
—Tomad y comed, porque esto es mi cuerpo. — Tomó una copa de
vino y la fue pasando de uno en uno—. Ésta es la sangre del nuevo
testamento, que será derramada para muchos.
María observaba en silencio junto con los demás. Sólo ella y las demás
Marías sabían todos los detalles de los acontecimientos que se avecinaban.
Cuando Easa hiciera una señal a Judas, éste abandonaría la cena e iría a ver a
Jairo, el cual le conduciría ante la presencia de Anás y Caifás, y le
presentaría como un traidor. Judas pediría treinta monedas de plata. De esta
forma su traición parecería auténtica. A cambio del dinero, guiaría a los
sacerdotes hasta el retiro secreto de Easa, donde, lejos de las impredecibles
multitudes de la ciudad, sería fácil detenerle.
La tensión se leía en la cara de Judas. Los demás discípulos no sabían
nada de este plan, porque Easa no quería correr riesgos. No deseaba
discusiones, ni que los hombres opusieran resistencia. Más tarde, María
lloraría por Judas y por la injusticia de todo ello. Le defendería ante los
demás discípulos, que le considerarían un traidor. Pero para entonces ya
sería demasiado tarde para Judas Iscariote. Dios había creado un lugar para
él, y Judas había decidido aceptarlo.
Easa se volvió hacia él. Le tendió un pedazo de pan mojado en vino, la
señal predeterminada.
—Lo que has de hacer, hazlo pronto.
Cuando María vio que Judas salía de la sala, su corazón dio un vuelco.
Ya no había forma de volver atrás. Levantó los ojos a tiempo de ver que
María la Mayor también miraba a Judas marchar, con el destino de Easa en
sus manos. Las dos mujeres sostuvieron la mirada un momento, y rezaron en
silencio para que Dios protegiera a su amado Easa.
Los guardias acudieron en gran número, con una fuerza que María no
había sospechado. La noche estaba bastante avanzada cuando Judas apareció
en lo alto de la colina con los soldados del sumo sacerdote. Se produjo el
caos cuando el grupo de guardias, armados hasta los dientes, irrumpieron en
la escena y despertaron a los discípulos. Las mujeres velaban despiertas
junto al fuego. Todas, excepto María Magdalena, que esperaba con Easa.
Pedro se puso en pie de un salto y agarró la espada de uno de los
soldados más jóvenes.
—¡Lucharemos por ti, Señor! — gritó, y fue tras un hombre al que
había reconocido, Malco, criado del sumo sacerdote. Le cortó la oreja con la
espada, y la sangre manó en abundancia de la herida.
Easa se levantó y caminó con calma hacia el grupo.
—Basta, hermanos —dijo a Pedro y los demás. Se volvió hacia la
cohorte del sumo sacerdote—. Guardad vuestras armas. Ningún hombre os
hará daño. Os doy mi palabra.
Se acercó a Malco, que había caído de rodillas y se apretaba la túnica
contra la oreja cercenada. Easa apoyó la mano sobre la oreja.
—Ya has sufrido bastante por esto —dijo. Cuando apartó la mano, la
oreja estaba curada y ya no sangraba.
Easa ayudó a Malco a levantarse.
—Caifás ha enviado a este grupo de hombres armados contra mí —le
dijo—, como si fuera un asesino o un ladrón. ¿Por qué? Cada vez que he ido
al templo no ha intentado detenerme, ni me ha considerado un peligro. En
verdad que es una hora de oscuridad para nuestro pueblo.
Uno de los soldados, distinguido con la insignia del líder, avanzó y
preguntó en un arameo gutural:
—¿Eres Easa el Nazareno?
—Lo soy —contestó éste en griego.
Algunos seguidores gritaron preguntas y acusaciones a Judas. Easa le
había aconsejado callar si esto sucedía, y él obedeció. Besó a Easa en la
mejilla, con la esperanza de que, gracias a esta señal, los discípulos
comprendieran cuál había sido su misión.
El soldado con la insignia de su rango leyó la orden de detención, y
Easa fue conducido ante la presencia de los sumos sacerdotes.
María Magdalena continuó la vigilia con las demás Marías hasta altas
horas de la noche. No podían acercarse mucho a los hombres. Era demasiado
peligroso. Los ánimos estaban exaltados, y las mujeres no podían revelar
todo lo que sabían acerca de los acontecimientos de la noche.
Las Marías rezaron y se ofrecieron mutuo consuelo en silencio. En
plena noche, vieron que una antorcha brillaba en el valle de Kidron,
avanzando en su dirección. Era un grupo pequeño, dos hombres y una mujer
menuda. María se levantó cuando reconoció la forma femenina de la
princesa herodiana. Corrió hacia Salomé y la abrazó. Sólo entonces se dio
cuenta de que el hombre de la antorcha era un centurión romano vestido de
paisano, el hombre de los ojos azules a quien Easa había curado un brazo
roto.
—No tenemos mucho tiempo, hermana —dijo Salomé sin aliento. Era
evidente que habían llegado corriendo—. Vengo de la fortaleza Antonia.
Claudia Prócula me ha enviado aquí para comunicarte su profundo pesar por
la injusta detención de tu marido.
María asintió, animó a Salomé a continuar y disimuló su miedo. Si la
esposa de un procurador romano enviaba mensajeros reales en plena noche,
algo muy grave estaba pasando.
—Easa será llevado a juicio mañana ante Pilatos —continuó Salomé—.
Pero Pilatos ha recibido muchas presiones para condenarle a muerte. Oh,
María, él no quiere hacerlo. Claudia dice que su esposo sabe que Easa curó a
su hijo, o al menos intenta aceptarlo al estilo romano. Pero mi abominable
padrastro exige la muerte de Easa lo antes posible. Herodes va a viajar a
Roma. Dijo a Pilatos que deseaba que estuviera solucionado este «problema
nazareno» antes de irse. María, es necesario que comprendas la gravedad de
la situación. Puede que ejecuten a Easa mañana.
Los acontecimientos se estaban precipitando. Nadie lo había imaginado,
y menos así. Esperaban un período de encarcelamiento durante el cual Easa
tendría tiempo para defender su caso ante Roma y ante Herodes. Siempre
había existido la posibilidad de que sucediera lo peor, pero no con tanta
rapidez.
Salomé continuó.
—Claudia Prócula nos ha enviado a buscarte. Estos dos hombres son
servidores de confianza.
María alzó la vista y vio que la luz se reflejaba en el hombre silencioso
que estaba detrás de la antorcha. Le reconoció. Era el griego que cargaba en
brazos al hijo impedido de la romana delante de la casa de Jairo.
—Te conducirán al lugar donde Easa está encarcelado. Claudia ha
pactado con los guardias que se retiren hasta el alba. Puede que sea tu última
oportunidad de verle. Pero tenemos que irnos sin pérdida de tiempo.
María pidió que esperaran un momento, y fue en busca de María la
Mayor. Sabía que la mujer no podría resistir un viaje tan apresurado, pero le
ofreció la posibilidad de ir en su lugar.
María la Mayor besó a su nuera en la mejilla.
—Dale esto a mi hijo. Dile que estaré allí mañana, pase lo que pase. Ve
con Dios, hija mía.

María y Salomé apresuraron el paso para alcanzar a los hombres


silenciosos que se dirigían con rapidez hacia la parte este de la ciudad. María
había empleado otro momento en cambiarse el velo rojo que la identificaba
como sacerdotisa nazarena por uno negro, igual que el de Salomé. La
princesa le informó mientras andaban.
—He enviado un mensajero a Marta. Easa quiere ver a los niños. Se lo
dijo al criado de Claudia. — Indicó al esclavo griego—. Sabía que no
tendrías tiempo de ir a Betania a recogerlos si ibas a verle.
La mente de María bullía de pensamientos. No quería que Tamar y Juan
fueran testigos de algo traumático, pero si lo peor iba a ocurrir, Easa
necesitaría ver a sus hijos por última vez. El pequeño Juan era tan suyo
como Tamar. Easa amaba a ambos de manera incondicional. Cuando saliera
el sol, habría que pensar en su protección y seguridad. María rezó en silencio
un momento, pero tuvo poco tiempo para reflexionar sobre aquel problema.
Habían llegado a la zona donde Easa estaba detenido. Hasta el momento, la
oscuridad los había protegido y no habían atraído la atención, pero tendrían
que bajar un largo tramo de escaleras exteriores iluminado por antorchas.
El centurión les susurró instrucciones, y esperaron a que el griego
examinara la zona. El esclavo corrió hasta el pie de la escalera y les indicó
por señas que podían continuar. Salomé se quedó en lo alto de la escalera
para vigilar, mientras el griego se ocupaba del mismo cometido abajo. María
y el centurión bajaron a toda prisa los peldaños y entraron en los corredores
de la prisión. El hombre sostenía la antorcha en alto para iluminar el espacio
subterráneo. María le seguía a toda prisa, intentando no pensar en los
gemidos de los hombres doloridos y desesperados que resonaban en los
muros de piedra que la rodeaban. Sabía que ninguno de tales sonidos
procedía de Easa. Por más daño que le infligieran, nunca gritaría, no era
propio de él. Pero experimentó una profunda compasión por las pobres
almas que esperaban su sino en una prisión romana.
El centurión sacó una llave de debajo de la túnica y la introdujo en la
puerta. Dejó entrar a María en la celda de su marido. María descubrió
muchos años después cómo Salomé y Claudia habían logrado la hazaña de
apoderarse de las llaves y alejar a los guardias. Había implicado un soborno
masivo y un alto coste personal para la princesa. María estaría agradecida
hasta el fin de sus días a la mujer romana, Claudia Prócula, y a su amiga, la
incomprendida Salomé, no sólo por los acontecimientos de esa noche, sino
también por el día terrible que los seguiría.

María tuvo que reprimir un grito de desesperación cuando vio a Easa.


Le habían golpeado con brutalidad. Tenía contusiones en su hermoso rostro,
y le vio encogerse cuando se levantó para abrazarla. Susurró la pregunta
cuando examinó su rostro magullado.
—¿Quién te ha hecho esto? ¿Los hombres de Caifás y Anás?
—Chisss. Escúchame, María, hay poco tiempo y mucho que decir. No
ha lugar para la culpa, pues ésta sólo engendra venganza. Cuando
perdonamos, estamos más cerca de Dios. Esto es lo que hemos venido a
enseñar a los hijos de Israel y al resto del mundo. No lo olvides y enséñalo a
quien quiera escuchar, en memoria mía.
Esta vez fue María quien se encogió. No podía soportar que Easa
hablara así de sí mismo, como si su muerte fuera inminente. Al notar su
desesperación, él le habló con dulzura.
—La última noche, en Getsemaní, fui a rezar al señor nuestro Padre. Le
pedí que apartara este cáliz de mí, si ésa era su voluntad. Pero no lo hizo. No
lo hizo porque es su voluntad. No hay otra forma, ¿no lo entiendes? La gente
es incapaz de comprender el Reino de Dios sin un ejemplo supremo. Yo lo
seré, yo les enseñaré que puedo morir por ellos, sin miedo ni dolor. Nuestro
Señor me enseñó el cáliz y yo bebí de él jubiloso. Está decidido.
María no pudo detener el torrente de lágrimas, pero se esforzó por
reprimir los sollozos. Cualquier ruido los delataría. Easa intentó consolarla.
—Ahora has de ser fuerte, palomita, porque llevarás contigo el
verdadero Camino nazareno y lo enseñarás al mundo. Los otros también
harán lo que puedan, pues di instrucciones a cada uno después de la cena.
Pero sólo tú sabes todo lo que hay en mi corazón y en mi cabeza, por lo cual
has de convertirte en la líder de nuestro pueblo, y nuestros hijos harán lo
mismo después de ti.
María intentaba pensar con serenidad. Necesitaba concentrarse en los
últimos deseos de Easa, no en su aflicción. Ya tendría tiempo para llorarle
más adelante. Ahora debía ser digna de la confianza depositada en ella.
—Easa, no todos los hombres me quieren, y tú lo sabes. Algunos no me
seguirán. Aunque tú les has enseñado a tratar a las mujeres como iguales,
temo que en cuanto te hayas ido ese entendimiento desaparecerá. ¿Cómo
quieres que diga que me has elegido como líder de los nazarenos?
—Lo he estado pensando esta noche —contestó—. En primer lugar,
sólo tú tienes El Libro del Amor.
María asintió. Easa había pasado gran parte de su ministerio
escribiendo las creencias nazarenas y sus propias interpretaciones en un
volumen al que llamaban El Libro del Amor. Los demás discípulos conocían
su existencia, pero Easa sólo se lo había enseñado a María. Lo guardaba bajo
llave en su casa de Galilea.
—Siempre he dicho que El Libro del Amor no vería la luz mientras yo
viviera en la tierra, pues mientras yo esté aquí estará incompleto —continuó
Easa—. Cada minuto de cada día que he vivido, Dios me ha concedido
mayor entendimiento. Cada persona que he conocido me ha enseñado más
sobre la naturaleza de Dios. He escrito estas cosas en El Libro del Amor.
Cuando me haya ido, has de convertirlo en la piedra angular de todas las
enseñanzas que seguirán.
María asintió. El Libro del Amor era un compendio hermoso y
poderoso de todo cuanto Easa había enseñado en vida. Sus discípulos se
sentirían admirados y honrados cuando lo conocieran.
—Hay algo más, María. Daré a los hombres una señal, algo que les
indique con claridad que eres mi sucesora. No temas, palomita, porque
informaré al mundo de que eres mi discípula más amada.
Easa apoyó las manos sobre el abdomen hinchado de María. Todavía
quedaban muchas cosas por decir.
—Este hijo que llevas en tu seno, este hijo de los dos, lleva la sangre de
profetas y reyes, al igual que nuestra hija. Sus descendientes ocuparán su
lugar en el mundo, predicarán el Reino de Dios y las palabras contenidas en
El Libro del Amor, para que todo el mundo viva en paz y justicia. — El niño
pataleó en respuesta a la profecía de su padre—. A este hijo le aguarda un
destino especial en las islas occidentales, donde sembrará la palabra del
Camino. He dado a mi tío, José, instrucciones sobre la educación de este
niño. Has de confiar en José y dejar que el niño siga el camino que Dios le
dicte.
María lo aceptó. José era un gran hombre, sabio, fuerte y sofisticado.
Viajaba mucho debido a su profesión, comerciante de estaño. De joven, Easa
había acompañado a José a las verdes islas brumosas situadas al oeste de la
Galia. En una ocasión dijo a María que, durante su estancia allí, tuvo la
premonición de que el Camino nazareno florecería entre los fieros habitantes
de ojos azules de las islas.
—Y has de llamarle Yeshua David, en recuerdo mío y del fundador de
nuestro linaje real. El rey más grande que gobernará en la tierra descenderá
de su sangre.
María accedió a la petición de Easa.
—¿Qué debo hacer con Sara Tamar?
Easa sonrió cuando oyó el nombre de su querida hija.
—Debe quedarse contigo hasta alcanzar la edad adulta, y después, ella
decidirá. Nuestra Tamar posee tu energía. Sin embargo, he visto que Israel
no será seguro ni para ti ni para los niños. José te llevará a Egipto, junto con
todos aquellos que decidan acompañarte. Alejandría es el centro de
enseñanza más importante para nuestro pueblo, y allí no corréis peligro.
Podéis quedaros o viajar hasta los países occidentales. Lo dejo en tus manos,
María. Has de decidir la mejor forma de comunicar al mundo las enseñanzas
de los nazarenos. Sigue a tu corazón y confía en que Dios te guíe.
—¿Qué será del pequeño Juan? — preguntó María. Easa siempre
trataba al niño como si fuera de él, pero su sangre y su destino siempre
serían diferentes, y ambos lo sabían.
Los ojos de Easa se nublaron.
—Incluso a su edad, Juan es testarudo e inestable. Tú eres su madre y le
guiarás, pero él necesitará la influencia de hombres que domeñen su
inestabilidad. Pedro y Andrés le quieren mucho. Cuando Juan sea mayor,
sería menester que Pedro o su hermano lo adoptaran.
Easa no necesitó dar más explicaciones. María sabía a qué se refería.
Pedro y Andrés habían sido seguidores de Juan el Bautista, y todos se
conocían desde que eran niños en Galilea e iban al templo de Cafarnaúm.
Los dos hermanos veneraban al pequeño Juan por ser hijo del gran profeta,
al tiempo que hijo adoptivo de Easa.
—Tengo palabras de gratitud y consuelo para una persona más —
continuó Easa—. Has de decir a la mujer romana, Claudia Prócula, que parto
de este mundo sintiéndome en deuda con ella. Ha sacrificado muchas cosas
para conseguir que pudieras venir a verme, y le doy las gracias por ello. Dile
que no juzgue a su marido con demasiada severidad. Poncio Pilatos debía
elegir a su amo, y ya he visto que eligió mal. Sin embargo, a la postre, su
decisión servirá al plan de Dios.
Easa dio más instrucciones a su mujer, algunas de carácter espiritual y
otras de tipo práctico, antes de sus últimas palabras de consuelo.
—Sé fuerte, con independencia de lo que suceda mañana. No temas por
mí, pues yo no siento el menor miedo. Me contento con tomar el cáliz de mi
Padre y reunirme con Él en los cielos. María, guía a nuestro pueblo y no
tengas miedo. Recuerda siempre quién eres. Eres una reina, una nazarena, y
mi esposa.

Una María destrozada recorría las calles de Jerusalén dando tumbos,


detrás de Salomé, mientras el cielo empezaba a teñirse con las primeras
luces del alba. La princesa tenía una casa donde podrían alojarse sin correr
riesgos, la misma a la que acudirían Marta y los niños. En cuanto María se
encontrara a salvo en la casa, a la espera de que llegara su cuñada con Juan y
Tamar, Salomé buscaría otro mensajero que transmitiera las últimas nuevas a
María la Mayor y a los demás en Getsemaní.

En Jerusalén, otra noble mujer, Claudia Prócula, sentía el enorme peso


que gravitaba sobre su familia aquel mismo día. Su sueño fue inquieto, hasta
que el agotamiento la reclamó ya avanzada la noche. En cuanto el griego fue
a informarla de que su misión con la esposa del nazareno había sido
coronada con el éxito, se permitió cerrar los ojos.
Claudia se despertó bañada en un sudor frío. La había asaltado un sueño
torturante. Lo sentía remolineando a su alrededor en la habitación. Cerró los
ojos, pero las imágenes perduraron, así como el sonido de un cántico que
invadía su cabeza. Un coro de voces, cientos de ellas, tal vez miles, repetían
la frase «Crucificado por orden de Poncio Pilatos, crucificado por orden de
Poncio Pilatos». El cántico se prolongaba, repetido obedientemente por las
voces del sueño, pero ella sólo oía aquellas seis palabras.
Si los sonidos de la pesadilla eran inquietantes, las imágenes eran
peores. Empezaban como un sueño hermoso, con niños bailando en una
colina cubierta de hierba bajo el sol de primavera. Easa se erguía en el centro
de un círculo, rodeado de niños vestidos de blanco. Pilo se encontraba entre
los niños que reían y bailaban, al igual que Smedia. La colina se había
llenado de gente de todas las edades, vestidas de blanco, que cantaban y
sonreían.
Claudia reconoció a uno de los hombres que llegaban, Pretorio, el
centurión al que Easa había curado la mano rota. El hombre le confió el
secreto de su curación, después de escuchar los susurros sobre el milagro de
Pilo. Pero cuando Claudia se dio cuenta de que todas las almas sonrientes del
sueño, niños y adultos, habían sido curadas por Easa, el paisaje cambió. El
baile se detuvo y el cielo se oscureció, mientras el cántico aumentaba de
volumen: «Crucificado por orden de Poncio Pilatos, crucificado por orden de
Poncio Pilatos».
Claudia vio en el sueño que su amado Pilo caía al suelo. La última
imagen antes de despertar fue la de Easa inclinado sobre él para levantarle.
Llevó en brazos a Pilo sin mirar atrás, mientras los demás caían al suelo a su
alrededor. Entonces vio a Poncio, chillando inútilmente, mientras Easa el
Nazareno se alejaba con el cuerpo sin vida de Pilo. Un rayo rasgó el cielo
cuando el cántico los siguió colina abajo.
—Crucificado por orden de Poncio Pilatos.
—¡Crucifícale!
Este sonido era nuevo. No era el cántico tétrico de la pesadilla, sino el
sonido real del odio que llegaba desde el otro lado de las murallas de la
fortaleza Antonia.
—¡Crucifícale!
Claudia se levantó para vestirse, al tiempo que el esclavo griego entraba
corriendo en la habitación.
—Mi señora, tienes que venir antes de que sea demasiado tarde. El amo
se dispone a dictar sentencia, y los sacerdotes claman venganza.
—¿Qué son esos gritos?
—Una gran turba. Es temprano para que haya tantos. Los hombres del
templo habrán hecho un gran esfuerzo esta noche para reunir a todo esta
gentuza. La sentencia será ejecutada antes de que el pueblo de Jerusalén
haya tenido tiempo de levantarse para salvar al nazareno.
Claudia se vistió a toda prisa, sin su cuidado habitual. Hoy no estaba
interesada en su apariencia, le bastaba con estar decente para hacer acto de
presencia ante los hombres que formaban el tribunal. Cuando se miró un
momento en el espejo, un pensamiento cruzó por su mente.
—¿Dónde está Pilo? Aún no se ha despertado, ¿verdad?
—No, mi señora. Continúa acostado.
—Bien. Quédate con él y procura que no se mueva de su cuarto. Si
despierta, mantenle lo más alejado que puedas de las murallas. No quiero
que vea u oiga lo que está pasando en la ciudad.
—Por supuesto, mi señora —contestó el esclavo griego, mientras
Claudia salía corriendo de su cuarto hacia la misión más importante de su
vida.

Claudia Prócula se esforzó por disimular su desesperación y desagrado


cuando entró en el patio que se había convertido en sala de juicio
improvisada. Pilatos había accedido a esta medida para que los sumos
sacerdotes no entraran en los aposentos oficiales romanos y se sintieran
ultrajados. Esta zona estaba cercada, aislada de la plebe que se estaba
congregando ante las murallas. Poncio Pilatos había ordenado que trajeran
su silla, en la cual estaba sentado. Detrás de él se erguían dos de sus guardias
de confianza, Pretorio, el de los ojos azules, y el hombre desagradable al que
Claudia detestaba, Longinos. Pilatos estaba flanqueado en el estrado por
Caifás y Anás a un lado, y por un enviado de Herodes en el otro. El enviado
del templo, Jairo, se hacía notar por su ausencia.
En el suelo, delante de ellos, ensangrentado y atado, estaba Easa el
Nazareno.
Claudia lo miró desde detrás de una cortina. Él alzó la vista como si
hubiera intuido su presencia. Sus ojos se encontraron durante un largo
segundo, que pareció prolongarse eternamente. En aquel momento, Claudia
experimentó la misma sensación de amor y luz que había conocido la noche
en que Pilo había sanado. No albergaba el menor deseo de romper el
contacto visual, ni de apartarse de la ternura de ese hombre. ¿Es que no la
sentían los demás? ¿Cómo era posible que estuvieran en ese espacio cerrado
y no se sintieran afectados por el resplandor que emanaba un ser tan santo?
Carraspeó para advertir a su marido de su presencia. Pilatos alzó la
vista de su silla y vio a Claudia.
—Os ruego que me excuséis —dijo el procurador, al tiempo que se
levantaba para acercarse a su esposa. Ella se alejó para que no pudieran
oírlos, y experimentó una oleada de pánico cuando vio el rostro ceniciento
de su marido. El sudor resbalaba por su frente y sus sienes, aunque no hacía
calor.
—No veo una salida fácil, Claudia —dijo en voz baja.
—No puedes permitirles que maten a ese hombre, Poncio. Ya sabes
quién es.
Pilatos meneó la cabeza.
—No, no sé quién es, y por eso me cuesta decidir la sentencia.
—Pero sabes que es un hombre justo que ha hecho buenas obras por
todo el país. Sabes que no ha cometido ningún crimen que exija un castigo
severo.
—Le llaman insurgente. Si se le considera una amenaza para Roma, no
puedo permitir que viva.
—¡Sabes que eso no es cierto!
Pilatos desvió la vista durante un largo momento. Respiró hondo antes
de mirar a su esposa.
—Me siento atormentado, Claudia. Este hombre desafía toda la lógica y
la razón romanas. La situación que afrontamos significa un reto a todas las
filosofías que he estudiado. En el fondo de mi corazón sé que es inocente, y
no debería condenar a un hombre inocente.
—¡Pues no lo hagas! ¿Por qué es tan difícil? Tienes el poder de
salvarle, Poncio. Salva al hombre que nos devolvió a nuestro hijo.
Pilatos se pasó las manos por la cara para secar el sudor.
—Es difícil porque Herodes exige su ejecución, y la exige cuanto antes.
—Herodes es un chacal.
—Sí, pero un chacal que parte hacia Roma esta noche y tiene el poder
de destruirme ante César si no le complazco. Este hombre puede acabar con
nosotros, Claudia. ¿Vale la pena? ¿Vale la pena arruinar nuestro futuro por
un judío insurgente más?
—¡No es un insurgente! — replicó ella.
El enviado de Herodes los interrumpió para reclamar la presencia de
Pilatos en el tribunal. Cuando se volvió para despedirse de su esposa,
Claudia le agarró del brazo.
—Esta noche he tenido un sueño terrible, Poncio. Por favor, temo por ti
y por Pilo si no salvas a este hombre. La ira de Dios caerá sobre todos
nosotros.
—Tal vez. Pero ¿qué dios? ¿Debo creer que el dios de los judíos
gobierna Roma? — preguntó. Cuando otros hombres le llamaron para que
volviera al tribunal, Pilatos miró fijamente a su mujer—. Estoy en un dilema,
Claudia. El más difícil que he afrontado. No creas que este peso me agobia
menos que a ti.
Volvió al estrado para interrogar al prisionero, mientras Claudia miraba
desde detrás de la cortina.
—Los sumos sacerdotes de tu nación te han entregado a mí y piden tu
muerte —dijo Pilatos al prisionero nazareno—. ¿Qué has hecho? ¿Eres tú el
rey de los judíos?
Easa contestó con su calma proverbial. Un extraño que estuviera
observando la escena jamás habría sospechado que su vida dependía de la
respuesta.
—¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mí?
—Responde a la pregunta. ¿Eres un rey? Si dices que no, te devolveré a
los sacerdotes para que te juzguen bajo vuestras leyes.
—Es que a nosotros no nos es permitido dar muerte a nadie, procurador
—saltó Anás al instante—. Por eso hemos acudido a ti. Si no fuera un
malhechor y un hombre peligroso, nunca te habríamos molestado con este
asunto.
—El prisionero contestará a la pregunta —dijo Pilatos, sin hacer caso
de Anás.
Easa obedeció, mirando sólo a Pilatos. Mientras Claudia observaba la
conversación, tuvo la clara sensación de que ninguno de los dos veía ni oía a
los demás presentes. Lo que estaba en juego se debatía entre ambos, una
danza del destino y la fe que cambiaría el mundo. Claudia sintió que un
escalofrío recorría su cuerpo.
—Vine al mundo para enseñar a la gente el Camino de Dios y para dar
testimonio de la verdad.
El filósofo romano que moraba en Pilatos no pudo contenerse.
—La verdad —musitó—. Dime, nazareno, ¿qué es la verdad?
Los dos se miraron durante un largo momento, atrapados en sus
destinos entrelazados. Pilatos desvió la vista y se volvió hacia los sacerdotes.
—Yo os diré qué es la verdad: la verdad es que yo no veo que este
hombre haya cometido delito alguno.
El anuncio de una llegada interrumpió a Pilatos. El juicio se detuvo
cuando Jairo entró en la sala y saludó a los demás sacerdotes. Pidió disculpas
a Pilatos por el retraso, alegando asuntos urgentes relacionados con la
Pascua.
—Buen Jairo —Pilatos se sintió aliviado al ver al enviado que había
llegado a ser su amigo. Compartían un secreto—, he informado a tus
hermanos de que no encuentro ninguna culpabilidad en este hombre, y no
puedo juzgarle.
Jairo asintió.
—Entiendo.
Caifás fulminó a Jairo con la mirada.
—Sabes que este hombre es muy peligroso —dijo.
Jairo paseó la vista entre el sacerdote y Pilatos, intentando por todos los
medios no mirar al prisionero.
—Pero es Pascua, hermanos. Una época de justicia y paz entre nuestro
pueblo. ¿Sabes cuál es nuestra costumbre en esta época del año? — preguntó
a Pilatos.
Éste comprendió las intenciones de Jairo y aprovechó la oportunidad.
—Sí, por supuesto. Cada año, en esta época, permito que tu pueblo elija
un prisionero para liberarlo. ¿Llevamos al prisionero ante la multitud y le
preguntamos su opinión?
—¡Excelente! — dijo Jairo.
Sabía que Caifás y Anás estaban acorralados y no podían rechazar esta
generosa oferta de Roma. También sabía que la multitud estaba plagada de
partidarios de los sumos sacerdotes y de bastantes mercenarios que habían
sido pagados con generosidad para agitar al populacho contra el nazareno en
caso necesario. Jairo sólo podía confiar en que los nazarenos y sus
partidarios hubieran llegado ya con numerosos seguidores.
Pilatos indicó a los centuriones que sacaran al prisionero a lo alto de las
murallas. Caifás y Anás se excusaron, aduciendo que no se les podía ver en
presencia de romanos aquella mañana, pero que regresarían en cuanto se
hubiera tomado una decisión respecto al prisionero. Pilatos sospechó que los
sumos sacerdotes iban a sumarse a sus seguidores, pero no podía hacer nada
por impedirlo. Jairo le miró y se excusó también. Los dos hombres
intercambiaron una mirada de complicidad antes de que cada uno se
dispusiera a cumplir sus respectivas obligaciones.
Pilatos se dirigió a la muchedumbre.
—Hay entre vosotros la costumbre de que os entregue a un prisionero
en la Pascua. — Su voz resonó en la mañana de Jerusalén. Easa fue
conducido con rudeza al lado de Pilatos. El procurador fulminó con la
mirada a Longinos por su brutalidad innecesaria—. ¿Queréis, pues, que
libere al rey de los judíos?
Se produjo una frenética actividad entre la multitud, mientras voces
alzadas competían para hacerse oír.
—¡No tenemos otro rey que César! — gritó una voz.
—Libera a Barrabás el zelote —se escuchó.
Esta sugerencia fue saludada con gritos de aprobación por parte de la
muchedumbre.
—Libera al nazareno —gritaron voces valientes, pero sin éxito. Los
seguidores del templo estaban bien preparados y corearon el nombre de
Barrabás.
—¡Barrabás, Barrabás, Barrabás!
Pilatos no tuvo otra opción que liberar al prisionero solicitado por la
muchedumbre. Barrabás el zelote fue puesto en libertad para celebrar la
Pascua, y Easa el Nazareno fue sentenciado a ser flagelado.
Claudia Prócula cortó el paso a su marido cuando bajaba de las
murallas.
—¿Vas a azotarle?
—¡Paz, mujer! — replicó Pilatos, al tiempo que la agarró con rudeza
para hacerla a un lado—. Le azotaré en público y ordenaré a Longinos y
Pretorio que monten un buen espectáculo. Es nuestra última oportunidad de
salvarle la vida. Tal vez eso satisfaga su ansia de sangre y dejen de chillar
que le crucifique. — Exhaló un profundo suspiro y soltó a su esposa—. Es lo
único que puedo hacer, Claudia.
—¿Y si no es suficiente?
—No hagas esa pregunta si no quieres que conteste.
Ella asintió. Era lo que sospechaba.
—Poncio, voy a pedirte una cosa más. La familia de este hombre, su
mujer y sus hijos, están en la parte posterior de la fortaleza. Te pido que
aplaces la flagelación lo suficiente para que pueda verlos. Tal vez sea su
última oportunidad de hablar con sus seres queridos. Por favor.
Pilatos asintió con brusquedad.
—La aplazaré, pero no por mucho tiempo. Ordenaré a Pretorio que se
lleve al prisionero. Es de confianza en lo tocante a tu nazareno. Enviaré a
Longinos a preparar el espectáculo público.

Poncio Pilatos cumplió su palabra y permitió que Easa fuera conducido


a los aposentos situados en la parte posterior de la fortaleza, para reunirse
unos minutos con María y los niños. Easa abrazó a Juan y Tamar, y les dijo
que debían ser muy valientes y cuidar de su madre. Besó a ambos.
—Recordad, pequeños míos, que pase lo que pase siempre estaré con
vosotros.
Cuando el tiempo estaba a punto de expirar, abrazó a María Magdalena
por última vez.
—Escúchame, palomita. Esto es muy importante. Cuando haya
abandonado mi cuerpo de carne, no debes aferrarte a mí. Debes dejarme ir
con la certeza de que siempre estaré con tu espíritu. Si cierras los ojos, me
verás.
Ella intentó sonreír entre las lágrimas, esforzándose por ser valiente.
Tenía el corazón destrozado, y estaba aturdida de dolor y terror, pero no
debía mostrarlo. Su fuerza era el regalo final que podía darle.
Pretorio entró en la habitación para llevarse a Easa. El centurión tenía
los ojos azules enrojecidos. Easa se dio cuenta y le consoló.
—Haz lo que debas.
—Te arrepentirás de haber sanado esta mano —dijo el centurión con
voz estrangulada.
Easa negó con la cabeza.
—No. Preferiría saber que el hombre al que pertenece era un amigo.
Has de saber que te perdono. ¿Me concedes un momento más, por favor?
Pretorio asintió y fue a esperar fuera.
Easa se volvió hacia los niños y posó la mano sobre su corazón.
—Recordad que estaré aquí. Siempre.
Ambos asintieron con solemnidad, Juan con sus enormes ojos oscuros
muy serios, los de la pequeña Tamar anegados en lágrimas, aunque no
acababa de comprender del todo la horrible situación.
Easa se volvió hacia María.
—Prométeme que no les dejarás ver nada de lo que suceda hoy —
susurró—. No querría que fueras testigo de lo que ocurrirá a continuación.
Pero al final…
Ella no le dejó terminar. Le apretó contra sí un último momento, para
grabar en su cerebro y en su cuerpo el contacto de su carne. Guardaría este
postrer recuerdo hasta el fin de sus días.
—Yo estaré allí —susurró—. Pase lo que pase.
—Gracias, María mía —dijo él, y la apartó con suavidad. Pronunció sus
últimas palabras con una sonrisa, como si fuera a estar de vuelta para cenar
al final de la jornada.
—No me echarás de menos, porque no me iré. Todo será mejor que
ahora, porque nunca más volveremos a estar separados.

María y los niños salieron por la parte posterior de la fortaleza Antonia,


acompañados por el esclavo griego de Claudia Prócula. María pidió ver a
Claudia para darle las gracias en persona, pero el esclavo negó con la cabeza
y habló en su lengua nativa.
—Mi ama está muy disgustada por los acontecimientos del día. Me ha
dicho que no puede mirarte a la cara. Ha hecho lo imposible por salvarle.
—Dile que lo sé. Y Easa también lo sabe. Dile que espero que nos
conozcamos algún día para darle las gracias.
El griego asintió con humildad y regresó con su ama.
María y los niños salieron al caos que era Jerusalén ese viernes
infausto. Tenía que sacar a los niños de aquella zona, necesitaba alejarse lo
máximo posible para que no oyeran el sonido de los azotes. La casa que
Salomé les había facilitado estaba cerca. María decidió ir allí para
encontrarse con Marta y decirle que llevara a sus hijos a Betania.
María la Mayor y las otras dos Marías estaban en casa, pero Marta no.
Había salido a buscar a Magdalena y a los niños, sin saber que iban de
regreso. María Magdalena se impuso la difícil tarea de explicar los
acontecimientos de la mañana a la madre de Easa. María la Mayor asintió,
mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos envejecidos, henchidos de
sabiduría y compasión.
—Hace mucho tiempo que lo vio. Ambos lo vimos —dijo por fin.
Las mujeres tomaron la decisión de salir y enfrentarse a las turbas de
Jerusalén. Localizarían a Marta y le dirían que se ocupara de conducir a Juan
y Tamar a un lugar seguro, y después acudirían al lado de Easa. Si hoy iba a
ser crucificado, no le abandonarían. María se lo había prometido. Él sólo
había preguntado por ella y por su madre en estas últimas horas.
Mientras se preparaban para marchar, María la Mayor entregó a su
nuera el velo rojo de su rango.
—Lleva esto, hija mía. Eres una nazarena y una reina, ahora más que
nunca.
María Magdalena asintió poco a poco, tomó el largo velo rojo y lo dejó
caer sobre su cuerpo, muy consciente de que su vida en la tierra nunca
volvería a ser igual.

—¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — vociferaba la multitud.


Pilatos contemplaba la escena con una mezcla de impotencia y asco. La
brutal flagelación del prisionero no le había gustado. De hecho, daba la
impresión de que no había logrado otra cosa que animar a las masas a pedir
su muerte con más ahínco. Un hombre había avanzado con una corona de
espinas afiladas y la había arrojado a Easa, todavía derrumbado contra el
poste de la flagelación, la espalda expuesta al rabioso sol de la mañana.
—Aquí está tu corona, si eres rey —chilló el hombre, mientras el
populacho reía en tono desdeñoso.
Pretorio desencadenó a Easa, y estaba apartándole del poste, cuando
Longinos se apoderó de la corona y la clavó brutalmente en la cabeza de
Easa. La carne de su cráneo y frente se abrió, de modo que la sangre se
mezcló con el sudor y cegó sus ojos, mientras la bestial muchedumbre
aullaba para demostrar su aprobación.
—¡Basta! — gruñó Pretorio a su compañero.
Longinos rio, con una carcajada áspera y amarga.
—Te estás ablandando —le espetó a Pretorio—. No te mostraste nada
entusiasmado cuando azotaste a este rey de los judíos.
Cuando Pretorio contestó, lo hizo con una voz tan mortífera que un
escalofrío recorrió la espina dorsal del encallecido Longinos.
—Si le tocas innecesariamente de nuevo —dijo—, tendrás una cicatriz
nueva en la otra mejilla.
Pilatos se interpuso entre los dos al presentir el peligro. Hoy no podía
permitirlo. Lo que aquellos dos se hicieran más tarde, lejos de la vista de la
plebe, era problema de ellos, pero debía tomar el control antes de que la
situación empeorara. El procurador alzó la mano para acallar a la multitud.
—He aquí el hombre —dijo—. El hombre, digo. Pero creo que no es un
rey. No le considero culpable de nada, y ha sido flagelado según la ley
romana. Nuestro trabajo ha terminado.
—¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — se repitió el cántico, una y otra vez,
como si lo hubieran ensayado. Pilatos estaba furioso por la manipulación de
las masas y la situación en que le dejaba.
Apoyó la mano sobre la cabeza de Easa y se agachó para hablar con él.
—Escúchame, nazareno —dijo en voz baja—. Ésta es tu última
oportunidad de salvarte. Te pregunto, ¿eres rey de los judíos? Porque si dices
que no, no tengo motivos para crucificarte según la ley romana. Tengo poder
para dejarte en libertad.
Pronunció esta última frase en tono perentorio.
Easa miró a Pilatos durante un largo momento.
¡Dilo, maldita sea! ¡Dilo!
Fue como si Easa hubiera leído los pensamientos de Poncio Pilatos.
—No puedo facilitarte las cosas —dijo en un susurro—. Eligieron
nuestros destinos, pero tú has de elegir ahora a tu amo.
La tensión estaba aumentando entre la muchedumbre, y los gritos
resonaban en el cerebro de Poncio Pilatos. Se escuchaban muchos gritos en
favor del nazareno, pero eran ahogados por los bramidos sedientos de sangre
de los mercenarios pagados con generosidad para cumplir su tarea. Pilatos
tenía los nervios tensos como la cuerda de un arco, mientras sopesaba sus
obligaciones, sus ambiciones, su filosofía y su familia, todo lo cual
descansaba sobre las frágiles espaldas del nazareno. Un grito que sonó a su
izquierda le sobresaltó, y vio que era el enviado de Herodes, el tetrarca de
Galilea.
—¿Qué pasa? — preguntó con brusquedad Pilatos.
El hombre tendió a Pilatos un pergamino con el sello de Herodes. El
procurador rompió el lacre y leyó el manuscrito.
«Soluciona de inmediato el problema del nazareno, pues parto hacia
Roma temprano y he de saber que puedo dar al césar un excelente informe
sobre cómo afrontas las amenazas contra su majestad imperial».
Fue el golpe definitivo para Poncio Pilatos. Leyó de nuevo el
pergamino y se dio cuenta de que estaba manchado de sangre, la sangre del
nazareno, que cubría las manos de Pilatos. Llamó a un criado y pidió que le
trajeran una jofaina de plata llena de agua. Pilatos sumergió las manos en el
agua, frotó las manchas y procuró no ver que el agua se teñía de rojo con la
sangre del prisionero.
—¡Lavo mis manos de la sangre de este hombre! — gritó a la
muchedumbre—. Crucificad a vuestro rey, si eso es lo que queréis.
Se volvió sin mirar a Easa y entró como una tromba en la fortaleza
Antonia.
Pero los problemas de Poncio Pilatos aún no habían terminado. Caifás
fue a verle momentos después con varios hombres del templo.
—¿Es que no he hecho bastante ya por vosotros en un solo día? — gritó
Pilatos al sacerdote.
—Casi, excelencia.
Caifás le dedicó una sonrisa untuosa.
—¿Qué más quieres de mí?
—La tradición exige que se cuelgue un signo en la cruz, para anunciar
al mundo el crimen cometido por el reo. Queremos que escribas que era un
blasfemo.
Pilatos ordenó que le trajeran pergamino, cálamo y tinta para escribir el
letrero.
—Escribiré el motivo de mi sentencia, no el que tú me pides. Ésa es la
tradición.
Y escribió la abreviatura INRI, y debajo el significado: Easa el
Nazareno, rey de los judíos.
Pilatos miró a su criado.
—Encárgate de que lo claven en la cruz del prisionero. Que el escriba
copie lo mismo en hebreo y arameo.
Caifás se quedó estupefacto.
—¡No debería decir eso! Deberías escribir: «El que afirmaba ser rey de
los judíos», para que la gente sepa que no le honramos como tal.
Pilatos estaba harto de aquel hombre y de sus manipulaciones. Inyectó
veneno en su réplica.
—Lo escrito, escrito está.
Y dio la espalda a Caifás y a los demás, para retirarse a la tranquilidad
de sus aposentos durante el resto del día.

La multitud se movía y crecía como un ser vivo, y engulló a María y los


niños. Ella los llevaba cogidos de la mano, mientras se abría paso en busca
de Marta. A juzgar por los rumores, Easa había sido sentenciado e iba
camino del Gólgota para ser ejecutado. Examinó los movimientos de la
multitud y se hizo una idea de dónde debía estar Easa. Se sentía cada vez
más desesperada. Tenía que encontrar a Marta, tenía que poner a salvo a los
niños para poder pasar estos últimos momentos con Easa.
Y entonces la oyó. La voz de Easa resonó en su cabeza con tanta
claridad como si estuviera a su lado.
—Pedid y se os dará. Es muy sencillo. Hemos de pedir al Señor
Nuestro Padre lo que queremos, y Él proveerá por los hijos a los que ama.
María Magdalena apretó las manos de sus hijos y cerró los ojos.
—Por favor, Señor, ayúdame a encontrar a Marta, para dejar los niños a
su cuidado y estar con mi amado Easa en estos momentos de sufrimiento.
—¡María! ¡María, estoy aquí! — La voz de Marta llegó a oídos de su
cuñada a los pocos momentos de terminar su plegaria. María abrió los ojos y
vio que Marta avanzaba hacia ella. Se fundieron en un abrazo emocionado
—. Te he reconocido porque llevas el velo rojo —explicó Marta.
María reprimió las lágrimas. No había tiempo, pero la presencia de su
cuñada le resultó muy consoladora.
—Ven, princesita —dijo Marta a su sobrina, y levantó del suelo a
Tamar—. Y tú también, jovencito —dijo al tiempo que asía la mano de Juan.
María abrazó a sus dos hijos un momento, y les aseguró que se reuniría
con ellos en Betania muy pronto.
—Ve con Dios, hermana —susurró Marta—. Cuidaremos de los niños
hasta que puedas venir.
Besó a su joven cuñada, ahora una mujer y una reina por derecho
propio, y empezó a abrirse paso entre la multitud con los niños.
A María Magdalena le costó mucho avanzar entre la muchedumbre
congregada. Consiguió moverse en paralelo a la turba, pero no acercarse a
Easa. Vio los velos rojos de María la Mayor y de las otras Marías, y los
siguió por el camino serpenteante del Gólgota, aunque la distancia que la
separaba de ellas se iba haciendo cada vez más grande.
Cuando los centuriones llegaron a la cima de la colina conocida como
el Lugar de la Calavera, vio que se hallaban cien metros más adelante.
Divisó la figura acurrucada de Easa y los velos rojos de su madre y las
demás Marías. La multitud le impedía avanzar. Le daba igual, pues lo único
importante en este momento era llegar hasta Easa. Abandonó el sendero y
empezó a subir por la ladera rocosa. Estaba erizada de piedras afiladas y
matas de ortigas, pero continuó adelante. Su cuerpo no sentía absolutamente
nada, mientras avanzaba con decidida determinación para llegar hasta Easa.
María estaba tan concentrada en su meta que al principio no se dio
cuenta de que el cielo estaba oscureciendo. Resbaló en una roca, se desgarró
la parte inferior del velo y la pierna con una mata de espinos. Cuando cayó,
oyó el ruido estremecedor que la atormentaría todas las noches de su vida:
metal sobre metal, un martillo clavando clavos. Se oyó un grito de agonía
cuando María volvió a resbalar, pero no fue hasta después cuando cayó en la
cuenta de que el grito había surgido de sus labios.
Estaba tan cerca que ya nada podía detenerla. Cuando María se levantó,
comprendió que las rocas estaban resbaladizas debido al agua. El cielo se
había ennegrecido y la lluvia caía como lágrimas divinas sobre la tierra
agostada y condenada, donde el Hijo de Dios había sido clavado a una cruz
de madera.

María Magdalena llegó al pie de la cruz unos momentos después, y se


unió a la vigilia de su suegra y las demás Marías. Había otros dos hombres
sufriendo en la colina del Gólgota, uno a cada lado de Easa. María no los
miró. Sólo tenía ojos para Easa. Estaba decidida a no mirar sus heridas. Se
concentró en su cara, que parecía serena y calma, con los ojos cerrados. Las
mujeres estaban muy juntas, sosteniéndose mutuamente, rezando a Dios para
que liberara a Easa de sus sufrimientos. María miró a su alrededor y se dio
cuenta de que no conocía a nadie entre la multitud que tenían detrás, y de
que no había visto a ninguno de los discípulos en todo el día.
Los romanos mantenían a la multitud alejada del lugar de la ejecución.
Vio a Pretorio al mando. Rezó en silencio para darle gracias. Sin duda era el
responsable de haber permitido a la familia estar al pie de la cruz.
Se quedaron petrificadas cuando oyeron que Easa intentaba hablar. Era
difícil, pues la presión del peso del cuerpo sobre el diafragma casi
imposibilitaba que respirara y hablara a la vez.
—Madre… —susurró—. He aquí a tu hijo.
Las mujeres se acercaron más a la cruz para escuchar sus palabras.
Manaba sangre de su cuerpo destrozado, y se mezclaba con las gotas de
lluvia que caían sobre las caras de las mujeres.
—Amada mía —dijo a la Magdalena—. He aquí a tu madre.
Easa cerró los ojos y dijo en voz baja, pero con toda claridad:
—Todo ha terminado.
Inclinó la cabeza y se quedó inmóvil.
Se hizo un silencio absoluto y nadie se movió. El cielo se ennegreció
por completo, pero no del color del cielo henchido de lluvia, sino de un
negro como la pez, desprovisto por completo de luz.
El pánico se apoderó de la muchedumbre, y gritos de miedo resonaron
en el aire, pero la negrura duró tan sólo un momento, y adquirió un tono gris
oscuro cuando dos soldados se acercaron a Pretorio.
—Tenemos órdenes de acelerar la muerte de estos prisioneros, para que
sus cadáveres puedan ser retirados antes del sabbat de los judíos.
Pretorio miró el cuerpo de Easa.
—No es necesario romper las piernas de este hombre. Ya está muerto.
—¿Estás seguro? — preguntó un soldado—. Por lo general, un hombre
tarda horas en morir crucificado, y a veces días.
—Este hombre ha muerto —gruñó Pretorio—. No le toquéis.
Los dos soldados captaron la amenaza latente en el tono de su oficial.
Tomaron los garrotes y se dedicaron a la desagradable tarea de romper las
piernas de los otros dos crucificados, con el fin de acelerar el proceso de
asfixia.
Pretorio estaba tan preocupado dando órdenes que no vio a Longinos
acercarse desde el otro lado de la cruz. Cuando volvió la vista hacia Easa, ya
era demasiado tarde. Longinos hundió la lanza en el costado derecho del
prisionero. María Magdalena lanzó un grito de protesta.
La carcajada de Longinos fue áspera y sádica.
—Sólo para asegurarme, pero tienes razón. Está muerto. — Se volvió
hacia Pretorio, que estaba lívido de rabia—. ¿Qué vas a hacer al respecto?
Pretorio empezó a hablar, pero se contuvo. Cuando lo hizo, habló con
suma serenidad.
—Nada. No necesito hacer nada. Con tu acto, tú mismo te has
condenado.

—¡Bajad a este hombre! — ordenó Pretorio.


Desde la fortaleza de Pilatos habían enviado un emisario con el mensaje
de que bajaran el cuerpo del nazareno y lo entregaran a los suyos para ser
enterrado antes de la caída del sol. Era algo muy poco habitual, pues las
víctimas de la crucifixión se dejaban pudrir en sus cruces como advertencia a
la gente. Pero el caso de Easa el Nazareno era diferente.
El acaudalado tío de Easa, José, el mercader de estaño, había llegado
con Jairo a la fortaleza Antonia, donde se reunió con Claudia Prócula. Era
ella quien había obtenido permiso para que se llevaran el cuerpo de
inmediato con el fin de darle sepultura. Cuando José llegó a la cruz, consoló
a María la Mayor mientras bajaban a su hijo del instrumento de su ejecución.
La madre de Easa extendió los brazos cuando los soldados recogieron el
cuerpo.
—Me gustaría abrazar a mi hijo por última vez —dijo.
Pretorio tomó el cadáver de Easa y lo depositó con delicadeza sobre el
regazo de María la Mayor. Fue entonces cuando se permitió llorar sin
disimulos por la pérdida de su hermoso hijo. María Magdalena se arrodilló a
su lado, y María la Mayor abrazó a los dos, con un brazo alrededor de su
nuera y el otro acunando la cabeza de Easa.
Permanecieron juntas en esa postura de duelo durante mucho rato.

José había adquirido un sepulcro para su familia en un cementerio no


lejos del Gólgota. Fue allí donde los nazarenos transportaron el cadáver de
Easa. Nicodemo, un joven empleado de José, llevó mirra y áloe a la tumba.
María empezó los preparativos para sepultar el cadáver colocando el sudario,
pero cuando llegó el momento de ungir a Easa con mirra, María la Mayor
entregó el tarro a María Magdalena.
—Este honor te está reservado a ti sola —dijo.
Magdalena se encargó de las tareas reservadas a las viudas en el rito
funerario. Besó a Easa en la frente y se despidió de él, mientras sus lágrimas
se mezclaban con los aceites de mirra. Mientras lo hacía, estuvo segura de
oír su voz, débil pero segura, que llegaba desde el sepulcro.
—Siempre estaré contigo.
Las mujeres nazarenas se despidieron y abandonaron la cámara interior
de la tumba. Habían elegido una enorme lápida para cerrarla y proteger así
los restos de Easa. Hicieron falta muchos hombres y una polea hecha de
cuerda y tablas para apoyar la lápida sobre la tumba. Una vez finalizada la
tarea, el contrito grupo regresó a la seguridad de la casa de José. María
Magdalena se derrumbó nada más llegar, y durmió hasta el día siguiente.
El sábado por la tarde, cierto número de apóstoles se reunieron en casa
de José para encontrarse con María Magdalena y las otras Marías. Contaron
su versión de los acontecimientos del día anterior, mientras lloraban y se
consolaban juntos. Era un momento de desesperación, pero también de
unión. Aún no había llegado la hora de pensar en el futuro del movimiento,
pero el espíritu de unidad era un bálsamo que curaba sus heridas psíquicas.
Pero María Magdalena estaba preocupada. Nadie sabía nada de Judas
Iscariote desde la detención de Easa. Jairo fue a casa de José y pidió hablar
con él. Explicó que Judas se hallaba en un terrible estado después de la
detención. La noche anterior había gritado a Jairo: «¿Por qué me eligió para
este acto? ¿Por qué fui yo el elegido para perpetrar este crimen contra
nuestro pueblo?»
Mientras María explicaba al círculo íntimo de discípulos que Easa había
ordenado a Judas entregarle a las autoridades, los de fuera ignoraban la
verdad, que además les estaba vedada. Por consiguiente, el nombre de Judas
se convirtió en sinónimo de traidor en todo Jerusalén, y la noticia se esparció
a toda prisa. La reputación que el discípulo se ganó fue otra de una larga
serie de injusticias que sucedieron en este sendero del destino y la profecía.
María rezó para poder limpiar algún día el nombre de Judas. Pero no sabía
cómo hacerlo.
Él no supo nunca si María sería capaz de devolver el honor a su
nombre. Descubrieron después que ya era demasiado tarde, que otra tragedia
había acaecido en aquella tarde negra. Incapaz de aceptar que su nombre
quedara unido para siempre a la muerte de su Señor y Maestro, Judas
Iscariote se suicidó el Día de la Oscuridad. Le encontraron colgando de un
árbol ante las murallas de Jerusalén.

María Magdalena durmió mal aquella noche. Había demasiadas


imágenes en su cabeza, demasiados sonidos y recuerdos. Y algo más. Había
empezado como una sensación de inquietud, una vaga certeza de que algo
iba mal. María se levantó de la cama y atravesó en silencio la casa de José.
El cielo aún estaba oscuro. Faltaba una hora para el amanecer. No había
nadie despierto, la normalidad reinaba en la casa.
Entonces lo supo. Sintió aquel destello de profecía que combina la
certeza con la visión. Easa. Tenía que ir a la tumba. Algo estaba ocurriendo
en su tumba. María vaciló un momento. ¿Debía despertar a José o a alguno
de los otros para que la acompañaran? ¿Pedro, tal vez?
¡No! Has de venir tú sola.
Oyó la respuesta en su cabeza, pero resonó a su alrededor. Envuelta en
su fe y en el velo de luto, María Magdalena se acercó con sigilo a la puerta.
En cuanto estuvo fuera de la casa, corrió hacia la tumba.
Aún estaba oscuro cuando María llegó al cementerio que albergaba el
sepulcro. El cielo era más púrpura que negro. No tardaría en amanecer.
Había suficiente luz para que María viera la enorme piedra, la losa que
requería la fuerza de casi una docena de hombres para levantarla, apartada
de la tumba.
Corrió hacia la entrada abierta, con el corazón encogido de miedo.
Agachó la cabeza para entrar en la tumba y vio que Easa había desaparecido.
Había luz en el sepulcro, un extraño resplandor que iluminaba la cámara.
María vio que el sudario descansaba sobre la lápida. Se veía en la tela el
contorno del cuerpo de Easa, pero era la única prueba de que había estado
allí.
¿Cómo había sucedido? ¿Los sacerdotes odiaban tanto a Easa que
habían robado su cadáver? No debía ser ése el caso. ¿Quién habría hecho
algo semejante?
María salió de la tumba en busca de aire. Se derrumbó en el suelo,
llorando por lo que consideraba otra indignidad infligida a Easa. Mientras
lloraba, el sol inició su periplo de luz a través del cielo. Los primeros rayos
de sol bailaron sobre su rostro, y entonces oyó una voz masculina detrás de
ella.
—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
María no alzó la vista enseguida. Pensó que tal vez un jardinero había
ido de buena mañana para cuidar de las flores y la hierba que rodeaban las
tumbas. Después se preguntó si habría sido testigo de algo, y si podría
prestarle su ayuda. Habló entre lágrimas mientras levantaba la cabeza.
—Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Si
sabes dónde está, te ruego que me lo digas.
—María —fue la sencilla respuesta, procedente de una voz
inconfundible. Se quedó petrificada, temerosa por un momento de volverse,
insegura de lo que vería detrás de ella—. Estoy aquí, María —habló de
nuevo la voz.
María Magdalena se volvió, mientras los primeros rayos del sol de la
mañana iluminaban la hermosa figura que tenía delante. Era Easa, vestido
con una inmaculada túnica blanca y curado de sus heridas. Le sonrió, su
hermosa sonrisa tierna y cálida.
Cuando avanzó hacia él, Easa levantó una mano.
—No te aferres a mí, María —dijo con afecto—. Mi tiempo en la Tierra
ha terminado, pero aún no he subido al Padre. Antes debía darte esta señal:
ve con nuestros hermanos y diles que ahora subo a mi Padre, que también es
el tuyo y el de ellos.
María asintió, henchida de asombro, sintiendo la luz pura y cálida de la
bondad que la rodeaba.
—Mi tiempo aquí ha terminado. Ahora empieza el tuyo.
20

Château des Pommes Bleues


2 de julio de 2005

MAUREEN ESTABA SENTADA EN EL JARDÍN con Peter. La fuente de María


Magdalena gorgoteaba a su espalda. Le había obligado a salir para tomar el
aire, lejos de los demás. El rostro de su primo estaba pálido y demacrado,
debido a la falta de sueño y la tensión de los acontecimientos de la semana.
Parecía haber envejecido una década durante los últimos días. Maureen se
fijó en que habían aparecido canas en sus sienes.
—¿Sabes qué es lo más difícil de todo esto?
Peter habló apenas en un susurro.
Maureen negó con la cabeza. Para ella, las circunstancias no podían ser
más jubilosas, pero sabía que gran parte de aquello en lo que Peter más creía,
incluso aquello para lo que vivía, se había visto cuestionado por lo que había
leído en los Evangelios de María. No obstante, sus palabras confirmaban la
premisa más sagrada de la cristiandad, la resurrección.
—No. ¿Qué?
Peter la miró, con los ojos enrojecidos e inyectados en sangre, e intentó
explicar sus pensamientos.
—¿Qué pasaría si… si durante estos dos mil años hemos estado
negando a Jesucristo su deseo final? ¿Y si el Evangelio de Juan nos lo
hubiera intentado decir desde el primer momento, cuando Jesús se aparece a
María Magdalena, decirnos que ella es la sucesora elegida? ¿No sería irónico
que, en su nombre, le hayamos negado a Magdalena un lugar, no sólo como
apóstol, sino como líder de los apóstoles?
Hizo una pausa, mientras intentaba repasar los retos lanzados a su
mente tanto como a su alma.
—No te aferres a mí. Eso es lo que le dice. ¿Sabes lo importante que
es?
Maureen negó con la cabeza y esperó la explicación.
—Los evangelios no están traducidos así. Ponen «no me toques». Se
podría argumentar que la palabra griega del original podría haber sido
«aferrarse» en lugar de «tocar», pero nadie lo ve así. ¿Comprendes la
diferencia? — Toda la idea era una revelación para Peter, como erudito y
como lingüista—. ¿Te das cuenta de que la traducción de una sola palabra lo
cambia todo? En estos evangelios, la palabra definitiva es aferrarse, y la
utiliza dos veces cuando cita a Jesús.
Maureen estaba intentando comprender la reacción de Peter a esa única
palabra.
—Existe una gran diferencia entre «no te aferres a mí» y «no me
toques».
—Sí —afirmó Peter—. Esa traducción de «no me toques» ha sido
utilizada contra María Magdalena, para demostrar que Cristo la estaba
repudiando. Pero en realidad le dice que no se aferre a él cuando se haya ido,
porque quiere que ella siga adelante sola. — Exhaló un suspiro de
agotamiento—. Es enorme, Maureen. Enorme.
Ella sólo estaba empezando a intuir las consecuencias de la historia de
María.
—Creo que la descripción de las mujeres como líderes del movimiento
es uno de los elementos más importantes de su historia —dijo—. Pete,
detesto ponerte las cosas más difíciles en este momento, pero ¿qué opinas de
esta perspectiva de la Virgen? La llama María la Mayor y se refiere a ella
como líder de su pueblo. Parece evidente que María es un título conferido a
una mujer líder. Y, además, está el velo rojo…
Peter meneó la cabeza, como si quisiera despejarla.
—En una ocasión —contestó—, me dijeron que el Vaticano había
declarado que la Virgen sólo podía representarse en blanco y azul, como una
forma de disminuir su poder, de ocultar su importancia original como líder
nazarena, que iba vestida de rojo, como hemos visto. La verdad, siempre
pensé que eran tonterías. A mí me parecía evidente que la Virgen se
representaba de azul y blanco como señal de su pureza.
»Pero ahora —dijo Peter, al tiempo que se levantaba con movimientos
cansados—, ya nada me parece evidente.

Cape Cod, Massachusetts


2 de julio de 2005

AL OTRO LADO DEL ATLÁNTICO, en Cape Cod, el magnate de bienes inmuebles


Eli Wainwright estaba sentado mirando por la ventana el jardín de su
propiedad. Hacía casi una semana que no tenía noticias de Derek, lo cual le
preocupaba mucho. Había un contingente norteamericano en Francia con
motivo de la festividad de San Juan Bautista, y el líder del grupo había
telefoneado a Eli cuando Derek no apareció en París para unirse a ellos.
Eli se devanaba los sesos intentando pensar como Derek. Su hijo
siempre había sido un poco alocado, pero conocía la importancia del asunto.
Sólo tenía que ceñirse al plan, mantenerse cerca del Maestro de Justicia y
averiguar todo cuanto pudiera sobre sus movimientos y motivaciones. Una
vez recibieran un informe completo, los norteamericanos podrían empezar a
planificar el golpe para arrebatar la estructura de poder de la Cofradía al
contingente europeo.
En la última reunión celebrada en Estados Unidos, Derek se había
mostrado disgustado por el dilatado período de tiempo que su padre
proponía para conseguir sus propósitos. Eli era un estratega, pero su hijo no
había heredado la paciencia y el sentido de la planificación que habían
convertido a Wainwright en multimillonario. ¿Era posible que Derek hubiera
cometido alguna estupidez, alguna temeridad?
La respuesta llegó aquella tarde, cuando Eli Wainwright oyó que un
chillido de su esposa truncaba la tranquilidad del hogar. Saltó de su silla y
corrió hacia el vestíbulo de entrada, donde la encontró caída en el suelo.
—Susan, por el amor de Dios. ¿Qué ha pasado?
Ella no pudo contestarle. Sollozaba de manera histérica, era incapaz de
articular una palabra coherente, y no dejaba de señalar el paquete de Federal
Express que había a su lado.
Eli sacó del paquete un pequeño estuche de madera. Lo abrió y vio el
anillo de graduación de Yale que pertenecía a Derek.
El anillo estaba sujeto a lo que quedaba del dedo índice amputado de la
mano derecha de Derek Wainwright.
Château des Pommes Bleues
3 de julio de 2005

INCLUSO EN CIRCUNSTANCIAS normales, el sueño de Maureen era ligero. Con


tantos interrogantes concernientes a los manuscritos dando vueltas en su
cabeza, no podía conciliar el sueño, pese al cansancio. Oyó pasos en el
corredor y se incorporó en la cama. Los pasos eran muy leves, como si
alguien intentara que no le oyeran. Escuchó con detenimiento, pero no se
movió. Era una casa enorme, con muchas habitaciones y criados que ni
siquiera debía conocer, razonó.
Se acostó de nuevo e intentó dormir, pero de nuevo la perturbó el ruido
del motor de un coche en las proximidades del castillo. El reloj indicaba que
eran casi las tres de la mañana. ¿Quién podía ser? Maureen se levantó de la
cama y se acercó a la ventana que daba a la parte delantera de la casa. Se
frotó los ojos para estar segura de que veía bien.
El automóvil que pasó ante su ventana y salió por la puerta principal del
castillo era su propio coche de alquiler, y al volante iba su primo Peter.
Maureen salió a toda prisa del cuarto y fue a la habitación de Peter.
Cuando encendió la luz, comprobó que estaba vacía. Su bolsa de viaje negra
había desaparecido, así como sus gafas, la Biblia y el rosario, objetos que
guardaba al lado de la cama.
Maureen miro alrededor por si le había dejado alguna nota, pero no
encontró nada.
El padre Peter Healy se había marchado.

Maureen intentó repasar los acontecimientos de las últimas veinticuatro


horas. Su última conversación había sido junto a la fuente, cuando Peter
explicó la importancia de la frase «No te aferres a mí». Le había parecido
angustiado, pero lo atribuyó a la falta de sueño y las emociones
experimentadas durante la semana. ¿Cuál había sido el motivo de que se
marchara en plena noche, y adónde había ido? Era impropio de él. Nunca la
había abandonado, nunca le había fallado. Maureen sintió un principio de
pánico. Si perdía a Peter, no tendría a nadie. Era su única familia, la única
persona en la tierra en la que confiaba.
—¿Reenie?
Maureen pegó un bote cuando oyó una voz a su espalda. Tammy había
aparecido en su puerta, y se frotaba los ojos para combatir el sueño.
—Lo siento. Oí el coche, y después movimientos por aquí arriba.
Supongo que todos estamos un poco nerviosos. ¿Dónde está el padre?
—No lo sé. — Maureen intentó controlar sus nervios—. Peter se
marchó en el coche. No sé ni por qué ni a dónde. ¡Maldita sea! ¿Qué
significa?
—¿Por qué no le llamas al móvil, a ver qué te dice?
—Peter no tiene móvil.
Tammy miró a Maureen, perpleja.
—Claro que sí. Yo le he visto llamar.
Ahora fue Maureen quien se mostró estupefacta.
—Peter los detesta. La tecnología no le interesa, y considera los
móviles particularmente desagradables. No llevaría uno encima aunque se lo
pidiera de rodillas.
—Maureen, le he visto llamar por el móvil un par de veces. Ahora que
lo pienso, ambas llamadas las hizo desde el coche. Siento decirlo, pero creo
que algo huele a podrido en Arques.
Maureen pensó que iba a vomitar. Vio en el rostro de Tammy que
ambas habían pensado lo mismo al mismo tiempo.
—Vamos —dijo Maureen, y se puso a correr por el pasillo en dirección
al estudio de Sinclair. Tammy la siguió a toda prisa.
Bajaron la escalera y se detuvieron ante la puerta. Estaba entornada.
Desde que los manuscritos se guardaban en el estudio, había estado cerrada
con llave, aunque alguno de ellos estuviera en la habitación. Maureen tragó
saliva y se preparó para lo peor cuando entraron en el cuarto a oscuras.
Tammy localizó el interruptor y encendió la luz del estudio, que reveló una
mesa vacía. La superficie de caoba brilló bajo la luz. No había nada encima.
—Han desaparecido —susurró Maureen.
Tammy y ella registraron la habitación, pero no había ni rastro de los
manuscritos de María Magdalena. Las libretas de apuntes también habían
desaparecido. No quedaba ni un trozo de papel, ni un lápiz. La única prueba
de la existencia de los manuscritos eran las vasijas de barro que seguían en el
rincón, apartadas para evitar accidentes. Pero también estaban vacías. El
tesoro había desaparecido.
Y daba la impresión de que el padre Peter Healy, la persona en quien
Maureen más confiaba, se lo había llevado.
Fue a sentarse, con piernas temblorosas, en el sofá de terciopelo. No
podía hablar, no sabía qué decir ni qué pensar. Se sentó en el sofá sin más,
con la vista clavada en el vacío.
—Maureen, tengo que localizar a Roland. Quédate aquí. Volveremos
enseguida.
Ella asintió, demasiado aturdida para contestar. Seguía sentada en la
misma postura cuando Tammy y Roland aparecieron, seguidos de Bérenger
Sinclair.
—Mademoiselle Paschal —dijo el mayordomo con gentileza, al tiempo
que se arrodillaba junto al sofá—, lamento el dolor que esta noche le va a
causar.
Maureen miró al enorme occitano, inclinado sobre ella con cara de
preocupación. Más tarde, cuando se permitió el lujo de recordar aquel
momento con todo detalle, pensó que se trataba de un hombre
extraordinario. Habían robado el tesoro más valioso de su pueblo, pero su
principal preocupación era el dolor de Maureen. Roland, más que nadie a
quien hubiera conocido, le había enseñado mucho sobre la verdadera
espiritualidad. Llegaría a comprender por qué llamaban a esta gente les
bonnes hommes.
—Ah. Veo que el padre Healy ya ha elegido a su amo —comentó con
calma Sinclair—. Me lo imaginaba. Lo siento, Maureen.
Ella estaba confusa.
—¿Esperaba que sucediera esto?
Sinclair asintió.
—Sí, querida. Supongo que ha llegado el momento de revelarlo todo.
Sabíamos que su primo estaba trabajando para alguien, pero no estábamos
seguros de para quién.
—¿Qué está diciendo? — preguntó Maureen con incredulidad—. ¿Que
Peter me traicionó? ¿Que desde el primer momento pensaba traicionarme?
—No puedo afirmar que conozco los motivos del padre Healy, pero sí
sabía que tenía motivos. Sospecho que antes de que acabe el día de mañana
sabremos la verdad.
—¿Alguien puede hacer el favor de contarme lo que está pasando? —
Era Tammy, y Maureen se dio cuenta de que también ella estaba
desconcertada. Roland se sentó con calma a su lado, mientras Tammy le
dirigía una mirada acusadora—. Veo que me habéis ocultado muchas cosas
—dijo al hombretón.
Roland se encogió de hombros.
—Era para protegerte, Tamara. Todos tenemos secretos, como ya sabes.
Era necesario. Pero creo que ha llegado el momento de que hablemos todos
con franqueza. Creo que es justo que mademoiselle Paschal sepa toda la
verdad. Ha demostrado que se lo merece de sobra.
Maureen tuvo ganas de chillar, debido a la tensión y a la confusión. La
frustración debió transparentarse en su rostro, porque Roland tomó su mano.
—Venga, mademoiselle. He de enseñarle algunas cosas. — Se volvió
hacia Sinclair y Tammy, e hizo algo sin precedentes: les dio órdenes—.
Bérenger, pide a los criados que traigan café, y luego reúnete con nosotros
en la sala del Gran Maestre. Acompáñanos, Tamara.

Recorrieron los sinuosos corredores y entraron en un ala del castillo que


Maureen no había visto todavía.
—Debo pedirle un poco de paciencia, mademoiselle Paschal —dijo
Roland sin volverse—. He de explicarle algunas cosas antes de contestar a
sus preguntas más acuciantes.
—De acuerdo —dijo ella, y se sintió un poco patética mientras seguía a
Roland y Tammy, sin saber qué decir. Pensó en el día que había conocido a
su amiga, en el puerto deportivo del sur de California. Qué ingenua había
sido. Experimentó la sensación de que había sucedido dos vidas atrás.
Tammy la había comparado con Alicia en el País de las Maravillas. Una
comparación muy acertada, pues Maureen tenía la sensación ahora de estar
atravesando el espejo. Todo lo que creía saber sobre su vida se había
trastocado por completo.
Roland abrió las enormes puertas dobles con una llave que llevaba
colgada del cuello. Se oyó un pitido cuando entraron en la habitación, y
tecleó un código para desactivar la alarma. La luz reveló una estancia
enorme y recargada, una hermosa sala de reuniones digna de reyes. Su
magnificencia recordaba los salones del trono de versalitales y
Fontainebleau. En el centro, había un estrado con dos sillones dorados y
tallados, decorados con manzanas azules.
—Éste es el corazón de nuestra organización —explicó Roland—. La
Sociedad de las Manzanas Azules. Todos los miembros son de linaje real, de
la rama de Sara Tamar. Somos descendientes de los cátaros, y hacemos lo
posible por preservar sus tradiciones en la forma más pura posible.
Las guió hasta un retrato de María Magdalena que colgaba detrás de los
sillones. Se parecía al cuadro de la Magdalena, pintado por Georges de la
Tour, que Maureen había visto en Los Ángeles, con una diferencia
importante.
—¿Se acuerda de la noche en que Bérenger le dijo que uno de los
cuadros más importantes de De la Tour había desaparecido? Está aquí —dijo
—. De la Tour era miembro de nuestra sociedad, y nos legó este cuadro. Se
titula Magdalena penitente con el crucifijo.
Maureen miró el retrato con asombro y admiración. Como todas las
creaciones del artista francés, era una obra maestra de luces y sombras. Pero
en este cuadro María Magdalena estaba plasmada de una forma diferente a
todas las que Maureen había visto. Esta versión la representaba con la mano
izquierda apoyada sobre la calavera (ahora sabía que era la calavera de Juan
el Bautista), y en la mano derecha sostenía un crucifijo y miraba la cara de
Cristo.
—El cuadro era demasiado peligroso para exhibirlo en público. La
referencia es clara para quienes tienen ojos para ver: María está haciendo
penitencia por Juan, su primer marido, y mira con amor a Jesús, su segundo
esposo.
Condujo a las dos mujeres hasta un enorme cuadro que colgaba en otra
pared. En él, dos santos ancianos en un paisaje rocoso estaban enzarzados en
una discusión.
—Tamara le contará la historia de este cuadro —dijo Roland, al tiempo
que sonreía a la mujer.
—Es del artista francés David Teniers el Joven —explicó Tammy—. Se
titula San Antonio Eremita y san Pablo en el desierto. No es el mismo san
Pablo del Nuevo Testamento, sino otro santo de la región que también era
ermitaño. Bérenger Saunière, el sacerdote tristemente célebre de Rennes-le-
Château, adquirió este cuadro para la Sociedad. Sí, era uno de los nuestros.
Maureen examinó con detenimiento la pintura y empezó a distinguir
elementos que ya le estaban resultando familiares. Los fue indicando.
—Veo un crucifijo y una calavera.
—Exacto —contestó Tammy—. Aquí está san Antonio. Lleva un
símbolo parecido a una «T» en la manga, pero de hecho es la versión griega
de la cruz, llamada Tau. San Francisco de Asís la popularizó entre nuestro
pueblo. San Antonio tiene la vista levantada del libro, que es El Libro del
Amor, y mira el crucifijo. San Pablo está aquí, hace el gesto de «Acordaos
de Juan» con la mano y discute con su amigo acerca de quién fue el primer
Mesías, Juan o Jesús. Hay libros y pergaminos diseminados alrededor de sus
pies, lo cual indica que hay mucho material que considerar en esta discusión.
Es un cuadro muy importante. De hecho, son los dos cuadros más
significativos de nuestra tradición. El cuadro representa Rennes-le-Château
en lo alto de la colina, y sobre el paisaje… ¿quién hay?
Maureen sonrió.
—Una pastora y sus ovejas.
—Por supuesto. San Antonio y san Pablo están discutiendo, pero la
pastora se cierne sobre ellos para recordar que la Esperada descubrirá algún
día los evangelios perdidos de María Magdalena, y acabará con todas las
controversias cuando revele la verdad.
Bérenger Sinclair entró en la sala con sigilo.
—Quería enseñarle estas cosas, mademoiselle Paschal —dijo Roland
—, para que sepa que mi pueblo no guarda ningún resentimiento hacia los
seguidores de Juan, como tampoco lo hizo en el pasado. Todos somos
hermanos y hermanas, hijos de María Magdalena, y lo único que deseamos
es poder vivir en paz todos juntos.
Sinclair se sumó a la conversación.
—Por desgracia, algunos de estos seguidores son unos fanáticos, y
siempre lo han sido. Constituyen una minoría, pero ésta es muy peligrosa.
Sucede igual en cualquier parte del mundo, cuando un grupo de fanáticos
eclipsa a una mayoría pacífica que cree en lo mismo. Pero la amenaza de
esta gente sigue siendo muy real, como Roland te explicará.
El rostro expresivo de Roland se ensombreció.
—Es cierto. Siempre he intentado vivir acorde con las creencias de mi
pueblo. Amar, perdonar, sentir compasión por todos los seres vivos. Mi
padre creía lo mismo, y ellos le mataron.
Maureen intuyó la profunda tristeza del occitano por la pérdida de su
padre, pero también el reto que el asesinato había supuesto para sus
creencias.
—Pero ¿por qué? — preguntó—. ¿Por qué mataron a su padre?
—Hace muchos siglos que mi familia vive en esta zona, mademoiselle
Paschal —dijo Roland—. De mí, sólo sabe que me llamo Roland, pero mi
apellido es Gélis.
—¿Gélis? — Maureen creyó recordar el nombre. Miró a Sinclair—. La
carta de mi padre estaba dirigida a un hombre apellidado Gélis —recordó.
Roland asintió.
—Sí, estaba dirigida a mi abuelo, cuando era Gran Maestre de la
Sociedad.
Todo empezaba a encajar. Maureen paseó la vista entre Roland y
Sinclair. El escocés respondió a su pregunta no verbalizada.
—Sí, querida mía, Roland Gélis es nuestro Gran Maestre, aunque su
humildad le impide confesártelo. Es el líder oficial de nuestro pueblo, al
igual que su padre y su abuelo antes de él. No me sirve a mí, ni yo le sirvo a
él. Servimos juntos como hermanos, tal como prescribe la ley del Camino.
—Las familias Sinclair y Gélis están consagradas al servicio de María
Magdalena desde tiempo inmemorial.
Tammy intervino.
—Maureen, ¿recuerdas que cuando estuvimos en la Torre Magdala de
Rennes-le-Château te hablé del viejo sacerdote que había sido asesinado en
la década de 1880? Se llamaba Antoine Gélis: el tío tatarabuelo de Roland.
Maureen miró al hombre en busca de una respuesta.
—¿Por qué tanta violencia contra su familia?
—Porque sabíamos demasiado. Mi tío tatarabuelo conservaba un
documento titulado El libro de la Esperada, donde la Sociedad había
recogido las revelaciones de todas las pastoras durante más de mil años. Era
nuestra herramienta más valiosa para intentar encontrar el tesoro de nuestra
Magdalena. La Cofradía de los Justos le asesinó por ello. Mataron también a
mi padre por motivos similares. Entonces no lo sabía, pero Jean-Claude era
su informador. Me enviaron la cabeza y el dedo índice derecho de mi padre
dentro de una cesta.
Maureen se estremeció al escuchar la macabra revelación.
—¿Terminará ahora este derramamiento de sangre? Hemos encontrado
los manuscritos. ¿Qué cree que harán?
—Es difícil decirlo —contestó Roland—. Tienen un nuevo líder, muy
radical. Es el hombre que asesinó a mi padre.
—Hoy he hablado con las autoridades —añadió Sinclair—, gente,
digamos, afecta a nuestras creencias. Aún no te lo habíamos dicho, Maureen,
pero ¿recuerdas que conociste a Derek Wainwright, el norteamericano?
—El que iba disfrazado de Thomas Jefferson —explicó Tammy—, mi
viejo amigo.
Sacudió la cabeza al recordar los años de engaños de Derek, y al pensar
en la probabilidad de que su vida hubiera acabado trágicamente.
Maureen asintió y esperó a que Sinclair continuara.
—Derek ha desaparecido, en circunstancias bastante siniestras. La
habitación de su hotel estaba… —Observó la creciente palidez de Maureen y
decidió ahorrarle los detalles—. Digamos que había indicios de que se había
cometido un asesinato.
»Las autoridades creen que, debido a las circunstancias desagradables
que rodean la desaparición del norteamericano, y casi con toda seguridad su
asesinato, la Cofradía de los Justos tendrá que hacerse invisible durante un
tiempo. Jean-Claude se esconde en París, y sospechamos que su líder, el
inglés, ha regresado a Inglaterra, al menos temporalmente. No creo que
representen una amenaza para nosotros en un futuro inmediato. Eso espero,
al menos.
Maureen miró a Tammy de repente.
—Tu turno —dijo—. Aún no me lo has contado todo. He tardado
bastante en deducirlo, pero ahora me gustaría saber el resto. También me
gustaría saber qué hay entre vosotros dos —dijo al tiempo que señalaba a
Roland y Tammy, separados por apenas unos centímetros.
Tammy lanzó una de sus carcajadas roncas.
—Bien, ya sabes que aquí nos gusta esconder las cosas a plena vista —
dijo—. ¿Cómo me llamo?
Maureen frunció el ceño. ¿Qué había pasado por alto?
—Tammy. — Entonces comprendió—. Tamara. Tamara. Dios mío, qué
imbécil soy.
—No —dijo Tammy, sin dejar de reír—. Recibí el nombre de la hija de
María Magdalena. Y tengo una hermana que se llama Sara.
—Pero me dijiste que habías nacido en Hollywood. ¿También era
mentira?
—No. Además, «mentira» es una palabra muy desagradable. Digamos
falsedades piadosas. Sí, nací y crecí en California. Mis abuelos maternos
eran occitanos, muy implicados en la Sociedad. Pero mi madre, nacida en el
Languedoc, fue a Los Ángeles para trabajar como diseñadora de vestuario
cuando entró en el mundo del cine, gracias al artista y director Jean Cocteau,
otro miembro de la Sociedad. Conoció a mi padre en Estados Unidos y se
quedó allí. Su madre vino a vivir con nosotros cuando yo era pequeña. No
hace falta decir que mi abuela influyó mucho en mí.
Roland señaló los dos sillones.
—En nuestra tradición, hombres y mujeres son iguales por completo,
tal como Jesús nos dio ejemplo con María Magdalena. Un Gran Maestre está
al frente de la Sociedad, pero también una María la Mayor. He elegido a
Tamara para que sea mi María y se siente a mi lado. Ahora debo conseguir
que se venga a vivir a Francia, para pedirle que se convierta en una parte de
mi vida aún más importante.
Roland rodeó con el brazo a Tammy, que se acurrucó contra él.
—Me lo estoy pensando —dijo con coquetería.
Dos criados que entraron en la sala con bandejas con café los
interrumpieron. Había una mesa de reuniones al fondo, y Roland indicó que
le siguieran. Los cuatro tomaron asiento, mientras Tammy servía a cada uno
un café fuerte y oscuro. Roland miró a Sinclair y le invitó a continuar con un
cabeceo.
—Maureen, vamos a decirte lo que sabemos sobre el padre Healy y el
Evangelio de María Magdalena, pero pensamos que necesitabas conocer
todos los antecedentes para comprender la situación.
Ella bebió su café, y agradeció el calor y la energía que le aportó.
Escuchó con atención cuando Sinclair continuó.
—La verdad es que dejamos que tu primo se llevara los manuscritos.
Maureen casi dejó caer su taza de café.
—¿Que le dejasteis?
—Sí. Roland dejó el estudio abierto a propósito. Sospechábamos que el
padre Healy intentaría robar los manuscritos para sus jefes.
—Espera un momento. ¿Para sus jefes? ¿Qué estás diciendo? ¿Que
Peter es una especie de espía de la Iglesia?
—No exactamente —contestó Sinclair.
Maureen observó que Tammy también estaba escuchando con mucha
atención. Ella tampoco estaba enterada de esta información.
—No sabemos con seguridad para quién espía, por eso permitimos que
se llevara los manuscritos, y por eso no estamos demasiado preocupados por
ellos. Todavía. Hay un dispositivo de localización en el coche de alquiler.
Sabemos con toda exactitud dónde está y adónde va.
—¿A Roma? — preguntó Tammy.
—Creemos que a París —contestó Roland.
—Maureen —Sinclair apoyó una mano sobre su brazo—, siento decirte
esto, pero tu primo ha estado informando a funcionarios eclesiásticos de tus
movimientos desde que llegaste a Francia, y probablemente desde hace
mucho más tiempo.
Maureen se tambaleó de manera visible. Fue como si le hubieran
pegado una bofetada en la cara.
—Es imposible. Peter no me haría eso.
—En el curso de esta semana, durante la cual le vimos trabajar y
tuvimos la oportunidad de llegar a conocerle, se nos fue haciendo cada vez
más difícil aceptar la idea de que tu encantador y erudito primo era un espía.
Al principio, pensamos que sólo estaba intentando protegerte de nosotros,
pero creo que su compromiso con la gente que le emplea es demasiado
profundo para romper sus vínculos, incluso después de leer la verdad en los
manuscritos.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Crees que está trabajando para el
Vaticano? ¿Para los jesuitas? ¿Para quién?
Sinclair se reclinó en su silla.
—Todavía no lo sé, pero puedo decirte lo siguiente: tenemos gente en
Roma que lo está investigando. Te sorprenderías si supieras hasta qué
niveles llegan nuestras influencias. Estoy seguro de que tendremos todas las
respuestas mañana por la noche, pasado mañana a lo sumo. Hemos de ser
pacientes.
Maureen tomó otro sorbo de café, con la vista clavada en el retrato de la
María Magdalena penitente. Pasarían casi veinticuatro horas antes de que
obtuviera todas las respuestas.

París
3 de julio de 2005

EL PADRE PETER HEALY ESTABA EXHAUSTO cuando llegó a París. El trayecto


desde el Languedoc había sido duro. Incluso sin el tráfico de mediodía en la
ciudad, había tardado ocho horas. También había parado para preparar el
paquete de Maureen, que le había llevado más tiempo del previsto. No
obstante, las energías emocionales exigidas para tomar esta decisión habían
sido enormes, y se sentía como si le hubieran sorbido la vida.
Peter llevaba su precioso cargamento en la bolsa de cuero negra. Cruzó
el río camino de la enormidad gótica de Notre-Dame, donde le recibió en
una entrada lateral el padre Marcel. El sacerdote francés le guió a través de
la parte posterior de la catedral, hasta llegar a una puerta disimulada en el
coro.
Peter entró en la habitación, esperando ver a su intermediario, el obispo
Magnus O’Connor, pero en cambio se encontró con un alto dignatario de la
Iglesia, un italiano imponente vestido con el manto rojo de cardenal.
—Su Ilustrísima —dijo sin aliento—. Perdone, no me esperaba esto.
—Sí, tengo entendido que se había citado con el obispo Magnus. No va
a venir. Creo que ya ha hecho bastante. — El italiano extendió las manos
hacia la bolsa con semblante inexpresivo—. Supongo que lleva los
pergaminos ahí, ¿no?
Peter asintió.
—Estupendo. Bien, hijo mío —dijo el cardenal, al tiempo que se
apoderaba de la bolsa—, vamos a hablar de los acontecimientos de estas
últimas semanas. ¿O tal vez deberíamos hablar de los acontecimientos de
estos últimos años? Dejaré que decida por dónde empezar.

Château des Pommes Bleues


3 de julio de 2005

UNA FRENÉTICA ACTIVIDAD había tenido lugar en el castillo durante todo el


día. Sinclair y Roland iban de un lado a otro, hablando en francés y occitano
entre sí, con los criados y por los móviles con diversas personas. Maureen
oyó en dos ocasiones a Roland hablar en italiano, pero no quiso preguntar.
Se reunió un rato con Tammy en la sala de audio y vídeo, y miró
algunos fragmentos de su documental sobre el linaje. Hablaron de que los
manuscritos de María Magdalena cambiarían el punto de vista de Tammy
como realizadora. Maureen sentía cada vez más respeto por su amiga,
después de tomar conciencia de lo capaz y creativa que era, y porque Tammy
poseía la virtud de sumergirse en el trabajo cuando estaba tensa, tal como
estaban todos en aquel momento.
Por su parte, Maureen se sentía inútil por completo. No podía
concentrarse en nada. Pensaba que debería estar tomando notas, intentando
plasmar las impresiones que le había causado el Evangelio de María
Magdalena. Pero era incapaz. Estaba demasiado desanimada por la traición
de Peter. Fueran cuales fueran sus motivos, había partido sin decir ni una
palabra, y se había llevado algo que no le pertenecía. Maureen pensó que
tardaría mucho tiempo en recuperarse de ese golpe.
Aquella noche, cenaron los tres en silencio, Maureen, Tammy y
Sinclair. Roland había salido, pero no tardaría en regresar, según dijeron
Sinclair y Tammy. Había ido a recoger a un invitado al aeropuerto privado
de Carcasona, explicó Tammy. En cuanto llegara el misterioso invitado,
tendrían más información. Maureen asintió. Hacía tiempo que había
aprendido a no impacientarse. Los secretos se irían revelando a su debido
tiempo. Era algo típico de la cultura de Arques. No obstante, reparó en que
Sinclair parecía más tenso de lo habitual.
Poco después de pedir que les sirvieran café en el estudio, entró un
criado y habló con Sinclair en francés.
—Bien. Nuestro invitado ha llegado —explicó a Tammy y Maureen.
Roland franqueó la puerta con un hombre de aspecto igualmente
imponente. Iba vestido con ropas oscuras, informal pero elegante. Tenía el
aire de un aristócrata que se sentía muy cómodo con su poder e influencia.
Tomó el control de la energía de la habitación en cuanto entró.
Roland se adelantó.
—Mademoiselle Paschal, mademoiselle Wisdom, tengo el placer de
presentarles a nuestro estimado amigo el cardenal DeCaro.
DeCaro ofreció la mano a Maureen, y después a Tammy. Sonrió con
calidez a las dos mujeres.
—Es un placer. — Señaló a Maureen—. ¿Es ésta nuestra Esperada? —
preguntó a Roland.
Éste asintió.
—Perdón, ¿ha dicho cardenal? — preguntó Maureen.
—No dejes que la ropa te engañe —advirtió Sinclair—. El cardenal
DeCaro es un dignatario de enorme influencia en el Vaticano. Tal vez su
nombre completo te diga algo: Francesco Borgia DeCaro.
—¿Borgia? — exclamó Tammy.
El cardenal asintió, una sencilla respuesta a la pregunta no verbalizada
de Tammy. Roland le guiñó el ojo desde el otro lado de la sala.
—A Su Excelencia le gustaría estar un rato a solas con mademoiselle
Paschal, así que vamos a marcharnos —dijo Roland—. Llamen si necesitan
algo, por favor.
Roland dejó pasar primero a Sinclair y Tammy, mientras el cardenal
DeCaro indicaba a Maureen con un gesto que se sentara a la mesa de caoba.
Tomó asiento frente a ella.
—Signorina Paschale, antes que nada, quiero decirle que me he reunido
con su primo.
Maureen se quedó estupefacta. No sabía qué se esperaba, pero esto no.
—¿Dónde está Peter?
—Camino de Roma. Esta mañana he estado en París con él. Se
encuentra bien, y los documentos que usted descubrió están a buen recaudo.
—¿Dónde? ¿Y con quién? ¿Qué…?
—Paciencia. Se lo contaré todo. Pero antes quiero enseñarle algo.
El cardenal introdujo la mano en el maletín que llevaba y sacó una serie
de carpetas rojas. Todas portaban la etiqueta Edouard Paul Paschal.
Maureen lanzó una exclamación ahogada al ver las etiquetas.
—Es el nombre de mi padre.
—Sí, y dentro de estas carpetas encontrará fotografías de él. No
obstante, debo ponerla sobre aviso. Lo que va a ver es perturbador, pero muy
importante para que usted comprenda.
Maureen abrió la primera carpeta, y la dejó caer sobre la mesa cuando
sus manos empezaron a temblar. El cardenal DeCaro contó la historia,
mientras ella examinaba poco a poco las horrendas fotos de las heridas de su
padre.
—Mostraba estigmas. ¿Sabe lo que quiere decir eso? Manifestaba las
heridas de Cristo en su cuerpo. Aparecen en las muñecas, los pies, además
de un quinto punto debajo de las costillas, donde el centurión Longinos
hundió una lanza en el cuerpo de nuestro Señor.
Maureen miraba las fotos, aturdida. Veinticinco años de especulaciones
sobre la supuesta «enfermedad» de su padre habían deformado su opinión
sobre él. Ahora todas las piezas empezaban a encajar: el miedo y la
hostilidad de su madre, su propia ira hacia la Iglesia. Esto explicaba la carta
que su padre había dirigido a la familia Gélis, y que se hallaba en los
archivos del castillo. Había escrito a Gélis debido a los estigmas, y porque
quería proteger a su hija del mismo sino aterrador. Maureen miró al cardenal
con los ojos anegados en lágrimas.
—Siempre…, siempre me dijeron que se quitó la vida por culpa de su
enfermedad mental. Mi madre decía que estaba loco cuando murió. Yo no
tenía ni idea, nadie me habló de esto…
El prelado asintió con solemnidad.
—Temo que su padre fue incomprendido por mucha gente —dijo—.
Incluso por aquellos que habrían podido ayudarle, su propia Iglesia. Aquí es
donde entra su primo.
Maureen alzó la vista y prestó toda su atención. Sintió escalofríos que
recorrieron todo su cuerpo cuando el cardenal continuó.
—Su primo es un buen hombre, signorina. Creo que no le juzgará mal
por lo que ha hecho cuando le cuente lo siguiente. Pero antes hemos de
volver a su infancia. Cuando su padre manifestó los estigmas, el sacerdote
que acudió en su ayuda pertenecía a una organización clandestina dentro del
seno de la Iglesia. Somos como todo el mundo: humanos. Y si bien la
mayoría seguimos el sendero de la bondad, algunos quieren proteger
determinadas creencias a cualquier precio.
»E1 caso de su padre hubiera tenido que ser llevado a Roma sin más,
pero no fue así. Le habríamos ayudado, trabajado con él para descubrir el
origen, analizado el significado sagrado de sus heridas. Pero estos hombres
decidieron que era peligroso. Como ya he dicho, era una organización
clandestina en el seno de la Iglesia, con propósitos determinados, pero su
influencia llegaba a los círculos más elevados, cosa que he descubierto en
fecha reciente.
El cardenal continuó explicando la inmensa red que emana del
Vaticano, las decenas de miles de hombres que trabajan en todo el mundo
para preservar la fe. Con un número tan enorme diseminado por la faz de la
tierra, era imposible dilucidar los motivos personales de los individuos, e
incluso de grupos de individuos. Una organización secreta extremista había
florecido después del Concilio Vaticano II, un grupo de sacerdotes que se
oponían con vehemencia a las reformas de la Iglesia. Un joven sacerdote
irlandés llamado Magnus O’Connor fue reclutado para sumarse a esta
organización, así como otros irlandeses jóvenes. Fue O’Connor quien
trabajaba en la parroquia de las afueras de Nueva Orleans cuando Edouard
Paschal se puso en contacto con la Iglesia para pedir ayuda.
Los estigmas de Paschal habían asustado a O’Connor, pero todavía le
inquietaron más las visiones de Jesús con una mujer a su lado, y de Jesús
como padre. El clérigo irlandés había explicado el caso a su organización
secreta, en lugar de utilizar los canales oficiales de la Iglesia. Después de
que Edouard Paschal se quitara la vida, arrastrado por la confusión y la
desesperación que le producían los estigmas, la organización clandestina
siguió espiando a su mujer y a su hija. La pequeña Maureen Paschal tenía
visiones como las de su padre desde que andaba a gatas. O’Connor
convenció a su madre, Bernadette, de que debía alejar a la pequeña de la
familia Paschal. Fue entonces cuando la madre de Maureen se trasladó a
Irlanda y recuperó su apellido de soltera, Healy. Intentó cambiar el apellido
de su hija, pero Maureen, que aún no había cumplido los ocho años, ya era
muy testaruda. La niña se negó, insistió en que su apellido era Paschal y que
no lo cambiaría por nada del mundo.
Resultó muy conveniente para Magnus O’Connor, ahora elevado al
rango de obispo, que la pequeña Paschal tuviera un pariente próximo con
vocación sacerdotal. Cuando Peter Healy entró en el seminario, O’Connor
aprovechó su procedencia irlandesa para influir en él de la misma forma que
había empleado con Bernadette. Informó a Peter de la historia de Edouard
Paschal, y le pidió que vigilara a su prima y enviara informes regularmente
sobre sus progresos.
Maureen interrumpió al cardenal para pedir una aclaración.
—¿Está diciendo que mi primo me ha estado vigilando y que ha estado
informando de mis actividades a estos hombres, desde que era pequeña?
—Sí, signorina, ésa es la verdad. Sin embargo, el padre Healy sólo lo
hizo movido por amor. Estos hombres le manipularon, le indujeron a creer
que todo era para protegerla. No sabía que se habían negado a ayudar a su
padre, o peor aún, que tal vez eran los culpables de su triste fallecimiento.
El cardenal la miró compadecido.
—Creo que los motivos de su primo, en lo tocante a usted, son puros y
encomiables. También creo que decidió entregar los manuscritos a la Iglesia
por buenas razones.
—Pero ¿cómo es posible? Conoce su contenido. ¿Por qué quiere que
desaparezcan?
—Sería fácil juzgarle mal, basándose en la información limitada que
usted posee, pero no creo que el padre Healy quiera hacer desaparecer nada.
Tenemos motivos para sospechar que el obispo O’Connor y su organización
le presionaron con amenazas contra usted. Le ruego que comprenda que esto
se hizo al margen de Roma, pero su primo robó los manuscritos para
O’Connor a cambio de que no le pasara nada a usted.
Maureen iba asimilando poco a poco la información, sin saber muy bien
cómo debía sentirse. Por una parte, la tranquilizaba que Peter, el único aliado
verdadero que había tenido en toda su vida, no la hubiera traicionado, pero
por otra aún quedaba mucho por averiguar.
—¿Cómo descubrieron todo esto? — preguntó.
—La ambición de O’Connor pudo más que él. Confiaba en utilizar el
descubrimiento del Evangelio de María para ascender en la jerarquía
eclesiástica. Además, así tendría más poder y acceso a información
reservada, que trasladaría a su organización. — El cardenal DeCaro esbozó
una sonrisa de satisfacción—. Pero no se preocupe. Estamos trabajando para
cambiar de destino a O’Connor y a sus correligionarios, ahora que los hemos
identificado a todos. Nuestra red de inteligencia no tiene rival.
Esto no sorprendió a Maureen, quien siempre había pensado que la
Iglesia católica era una organización omnipotente, cuyas ramas se extendían
por todo el mundo. Sabía que era la organización más rica del planeta, y que
contaba con los mejores recursos que el dinero podía comprar.
—¿Qué será de los manuscritos de María? — preguntó, preparándose
para una respuesta desagradable.
—Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Estoy seguro de que
comprenderá que se trata del descubrimiento más importante de nuestro
tiempo, si no el más importante de la historia de la Iglesia. Es un asunto que
tendrá que discutirse al más alto nivel, una vez hayan sido autentificados los
pergaminos.
—¿Peter le explicó su contenido?
El cardenal asintió.
—Sí, leí algunas de sus notas. Signorina Paschal, esto puede que la
sorprenda, pero en el Vaticano no estamos sentados en tronos de plata ni
planeamos conspiraciones cada día.
Maureen lanzó una carcajada.
—¿La Iglesia intentará detenerme si escribo sobre mis experiencias,
más aún, si escribo sobre los manuscritos? — preguntó muy seria.
—Goza de plena libertad para hacer lo que quiera, y para ir adonde su
corazón y su conciencia la guíen. Si Dios la está utilizando para revelar las
palabras de María, nadie la apartará de esta sagrada tarea. La Iglesia no se
dedica a suprimir información, como muchos creen. Puede que eso fuera
cierto en la Edad Media, pero hoy no. La Iglesia está interesada en la
supervivencia y la propagación de la fe, y yo creo que el descubrimiento del
Evangelio de María Magdalena nos proporcionará una nueva oportunidad de
atraer a los jóvenes a nuestro redil. Pero yo sólo soy un hombre —añadió al
tiempo que levantaba una mano—. No puedo hablar por los demás, no puedo
hablar en nombre del Santo Padre. El tiempo lo dirá.
—Y hasta entonces, ¿qué pasará?
—Hasta entonces, el Evangelio de Arques de María Magdalena será
conservado en la Biblioteca Vaticana, bajo los cuidados de un tal padre Peter
Healy.
—¿Peter va a quedarse en Roma?
—Sí, signorina Paschal. Supervisará al equipo de traductores oficiales.
Es un gran honor, pero creemos que se lo merece. Por otra parte, no crea que
hemos olvidado su contribución —dijo al tiempo que le tendía una tarjeta—.
Aquí tiene mi número de teléfono personal en el Vaticano. Cuando esté
preparada, nos gustaría que fuera nuestra invitada. Me gustaría escuchar de
sus labios todo el viaje que la ha traído hasta aquí. Ah, y puede localizar a su
primo en este número hasta que le hayamos adjudicado uno. Trabaja
directamente bajo mis órdenes.
Maureen miró el nombre de la tarjeta.
—«Francesco Borgia DeCaro» —leyó en voz alta—. Me perdonará si
le pregunto…
El cardenal rio y una sonrisa sincera apareció en su cara.
—Sí, signorina, soy hijo del linaje, al igual que usted. Le sorprendería
saber cuántos somos. Nos encontrará cuando sepa adónde mirar.

—Hay luna llena y la noche es perfecta. ¿Me concederías el honor de


acompañarme a pasear por los jardines antes de retirarte? — preguntó
Bérenger Sinclair a Maureen, después de que el cardenal se marchara.
Ella accedió. Ahora se sentía muy a gusto con él, cómoda de esa
manera única que experimentan las personas que han padecido
circunstancias extremas juntas. Además, había pocas cosas más hermosas
que una noche de verano en el sudoeste de Francia. Con los focos que
iluminaban el majestuoso castillo, y la luz de la luna que se reflejaba en los
senderos de mármol, los Jardines de la Trinidad se habían transformado en
un lugar de magia pura.
Maureen le contó todo cuanto había hablado con el cardenal, mientras
Sinclair escuchaba con interés y atención.
—¿Qué harás ahora? — preguntó cuando terminó—. ¿Crees que
empezarás a escribir un libro sobre esta experiencia? ¿Cómo piensas revelar
al mundo las palabras del Evangelio de María?
Ella caminó alrededor de la fuente de la Magdalena, y pasó el dedo
sobre el mármol frío y suave mientras meditaba la respuesta.
—Aún no lo he decidido. — Miró la estatua—. Espero que ella me
guiará. En cualquier caso, confío en hacerle justicia.
Sinclair sonrió.
—Estoy seguro de ello. No me cabe la menor duda. Ella te eligió por
algún motivo.
Maureen le devolvió la expresión de afecto.
—También te eligió a ti.
—Creo que todos fuimos elegidos para interpretar un papel a nuestro
modo. Tú, yo, Roland y Tammy. Y el padre Healy, por supuesto.
—¿No desprecias a Peter por lo que hizo?
La respuesta de Sinclair fue categórica.
—No. No, en absoluto. Aunque Peter cometiera una equivocación, lo
hizo por una buena causa. Además, ¿qué clase de hipócrita sería yo si
sintiera odio hacia un hombre de Dios después de descubrir este tesoro? El
mensaje de María Magdalena es de compasión y perdón. Si todo el mundo
pudiera abrazar esas dos cualidades, sería mucho más agradable vivir en este
planeta, ¿no crees?
Maureen le miró con admiración, y experimentó el nacimiento de un
sentimiento que era nuevo para ella. Por primera vez en su agitada vida se
sintió segura.
—No sé muy bien cómo darte las gracias, lord Sinclair.
—¿Las gracias de qué, Maureen? — respondió él con su marcado
acento escocés.
—Por esto. — Indicó su exuberante entorno—. Por introducirme en un
mundo en el que la mayoría de la gente ni siquiera ha soñado jamás. Por
enseñarme cuál es mi lugar. Por ayudarme a no sentirme sola.
—Nunca volverás a estar sola. — Sinclair tomó la mano de Maureen y
los dos se adentraron en los jardines perfumados por el aroma de las rosas—.
Pero deja de llamarme lord Sinclair.
Maureen sonrió y le llamó Berry por primera vez, justo antes de que él
la besara.
A la mañana siguiente, llegó al castillo un paquete para Maureen. Lo
habían enviado desde París el día anterior. No había remitente, pero tampoco
era necesario. La letra de Peter era inconfundible.
Maureen abrió la caja, ansiosa por ver lo que su primo le había enviado.
Aunque ya no estaba enfadada con él por lo que había hecho, Peter aún lo
ignoraba. Tendrían que recorrer un vacilante período de disculpas y
abismarse en profundas discusiones sobre su historia común, pero Maureen
no dudaba de que superarían el trance.
Maureen emitió un gritito de sorpresa y placer cuando vio el contenido
de la caja. Eran las fotocopias de todas las notas que Peter había tomado de
los tres libros que componían el Evangelio de María Magdalena. Todas sus
notas, desde las primeras transcripciones hasta las traducciones definitivas.
En la primera página, arrancada de su libreta, Peter había escrito:

Querida Maureen:

Hasta que te lo pueda explicar todo en persona, te confío


esto. Al fin y al cabo, eres su legítima propietaria, mucho más que
la gente a la que me he visto obligado a entregar los originales.
Haz el favor de transmitir mis disculpas, así como mi
agradecimiento, a los demás. Espero hacerlo en persona lo antes
posible.
Me pondré en contacto contigo muy pronto.

Peter

… Fue muchos años después cuando tuve la oportunidad de dar las


gracias en persona a Claudia Prócula por los peligros que había arrostrado
al ayudar a Easa. La tragedia de Poncio Pilatos tras su decisión de elegir a
Roma como amo fue que no salvó su carrera ni sirvió a sus ambiciones.
Herodes partió hacia Roma al día siguiente de la pasión de Easa, pero no
habló bien de Pilatos al emperador. El tetrarca, haciendo honor a su
nombre, albergaba otros propósitos, un primo al que deseaba ver en el
puesto del procurador. Vertió veneno en los oídos de Tiberio, y Pilatos fue
convocado a Roma para ser juzgado por sus fechorías cuando era
gobernador de Judea.
Las propias palabras de Poncio Pilatos fueron utilizadas contra él en el
juicio. Había enviado una carta a Tiberio informándole de los milagros de
Easa, y de los acontecimientos del Día de la Oscuridad. Los romanos
utilizaron estas palabras en su contra, no sólo para desposeerle de su título
y de su posición, sino para exiliarle y confiscar sus tierras. Si Pilatos
hubiera perdonado a Easa y desafiado a Herodes y a los sacerdotes, su sino
no habría sido diferente.
Claudia Prócula permaneció leal a su marido durante las épocas más
terribles. Me dijo que su hijo Pilo había muerto a las pocas semanas de la
ejecución de Easa. No había explicación, simplemente se consumió ante sus
propios ojos. Claudia me confesó que, al principio, había necesitado de
todas sus fuerzas para no culpar a su marido de la muerte del niño, pero
sabía que Easa no aprobaría eso. Le bastaba con cerrar los ojos para ver su
rostro la noche que había sanado a su hijo. Así fue como Claudia Prócula
encontró el Reino de Dios. Esta mujer romana de sangre real poseía un
extraordinario entendimiento del Camino nazareno. Lo vivía sin el menor
esfuerzo.
Claudia y Pilatos se trasladaron a la Galia, donde ella había vivido
cuando era pequeña. Dijo que Pilatos dedicó el resto de su vida a tratar de
comprender a Easa: quién era, qué quería, qué enseñaba. A lo largo de
muchos años, ella le repitió con frecuencia que el Camino de Easa no era
algo a lo que pudiera aplicar su lógica romana. Era preciso convertirse en
un niño para comprender la verdad. Los niños son puros, francos y sinceros.
Son capaces de aceptar la bondad y la fe sin vacilar. Si bien Pilatos creía
que era incapaz de abrazar el Camino como Claudia lo había hecho, ésta
opinaba que su marido era, a su manera, un converso.
Claudia me contó una historia extraordinaria acaecida el día antes de
que el procurador y ella abandonaran Judea para siempre. Poncio Pilatos
había ido al templo en busca de Anás y Caifás, y exigió verlos. Les pidió a
los dos que le miraran a los ojos, sobre el suelo más sagrado de su pueblo, y
contestaran a una pregunta: ¿hemos ejecutado o no al Hijo de Dios?
No sé qué es más extraordinario, el que Pilatos fuera a buscar a los
sacerdotes para formular la pregunta, o que ambos sacerdotes confesaran
que habían cometido una terrible equivocación.
Tras la resurrección de Easa y su ascensión a los cielos, cierto número
de hombres afirmaron que los discípulos habían robado su cuerpo físico.
Estos hombres habían sido pagados por el templo, el cual estaba asustado
de que se produjera una reacción violenta si el pueblo averiguaba la verdad.
Anás y Caifás también confesaron esto. Pilatos dijo a su esposa estar
convencido de que aquellos hombres se habían arrepentido de todo corazón,
y de que su conciencia los atormentaría hasta el último día de sus vidas.
Ojalá hubieran venido a decírmelo. Les habría entregado las
enseñanzas del Camino, y les habría transmitido el perdón de Easa. Pues en
cuanto el Reino de Dios despierta en tu corazón, nunca más tienes que
sufrir.

EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA


EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
21

Nueva Orleans
1 de agosto de 2005

EL DÍA DECLINABA CUANDO MAUREEN entró en el aparcamiento del


cementerio en el coche de alquiler. La tenue luz bañaba la iglesia situada en
el interior.
Esta vez, la zona adonde se dirigía sí tenía puertas. La hija de Edouard
Paschal las franqueó con la cabeza bien alta. Nadie tendría que volver a
visitar el lugar de descanso de sus seres queridos en una sección del
camposanto apartada e invadida de malas hierbas, al menos no en este lugar.
Las puertas que ahora dejaban paso a las antes patéticas parcelas eran obra
de la influencia y de una donación de cierto cardenal italiano.
El mármol blanco de la nueva lápida de su padre parecía brillar desde
dentro cuando Maureen se acercó. Una trabajada guirnalda de rosas y lirios
descansaba sobre él, justo debajo de la flor de lis dorada y la inscripción que
rezaba:

EDOUARD PAUL PASCHAL


AMADO PADRE DE MAUREEN

Se arrodilló delante de la tumba y sostuvo una larga conversación


aplazada con su padre.
La sensación de paz interior que experimentaba Maureen era nueva, y
muy bienvenida. Estaba nerviosa por lo que el mañana traería, pero en
conjunto se sentía más entusiasmada que temerosa. Mañana se celebraría en
Nueva Orleans una comida de miembros del clan Paschal, tíos y primos que
nunca había conocido. Después de dicho acontecimiento, volaría al
aeropuerto de Shannon, Irlanda, para trasladarse en coche a la pequeña
población de Galway, en el oeste, donde se alojaría en la granja de la familia
Healy. Se reuniría allí con Peter. Sería la primera vez que se verían desde
que su primo había abandonado el Château des Pommes Bleues. Habían
hablado por teléfono en varias ocasiones. Peter había pedido que se vieran
en Irlanda, lejos del mundanal ruido y de los ojos curiosos. Podrían hablar
largo y tendido, y él tendría tiempo suficiente para hablarle de la situación
actual del Evangelio de Arques.
Maureen estaba pensando en todas estas cosas mientras paseaba por el
Barrio Francés, que estaba cobrando vida aquella hermosa tarde de viernes.
Mientras andaba, la brisa del sur transportó el lejano sonido de un saxofón.
Maureen dobló una esquina, atraída por la música, y vio por primera vez al
músico. Llevaba el pelo oscuro largo, lo cual realzaba su apariencia enjuta y
conmovedora. Cuando se acercó más a él, el hombre levantó la vista y sus
ojos se encontraron un momento.
James Saint Clair, el músico callejero de Nueva Orleans, guiñó un ojo a
Maureen. Ella le sonrió cuando pasó a su lado, mientras el saxo desgranaba
las notas de Amazing Grace, que flotaron en la atmósfera del barrio.
22

Condado de Galway, Irlanda


Octubre de 2005

EN EL CORAZÓN DE LA CAMPIÑA IRLANDESA existe un silencio incomparable,


un silencio que recorre la tierra cuando el sol se pone. Es como si la noche
exigiera silencio y devorara cualquier enemigo de la tranquilidad.
Para Maureen, esta paz era un respiro necesario después del caos de los
meses anteriores. Se encontraba a gusto en esta reclusión, una soledad que se
transmitía a su corazón y su mente. No se había permitido analizar los
acontecimientos recientes desde una perspectiva puramente personal; eso
vendría después. O tal vez no vendría nunca. Todo era demasiado
abrumador, demasiado trascendental… y demasiado absurdo. Había
desempeñado su papel de la Esperada debido a un caprichoso giro del
destino, o a la divina providencia que la había elegido.
Su trabajo había terminado. La Esperada era una criatura espectral,
vinculada al tiempo y el espacio en los paisajes agrestes del Languedoc, y
que por suerte había quedado atrás, en Francia. Pero Maureen Paschal era
una mujer de carne y hueso, y estaba muy agotada. Aspiró el dulce aire del
hogar de su infancia y se retiró a descansar a su cuarto.
Pero no pudo librarse de los sueños.

Ya había presenciado una escena similar: una figura encorvada en las


sombras sobre una vieja mesa, el sonido que producía un cálamo al
desgranar las palabras del autor. Miró por encima del hombro del
escribiente, tuvo la impresión de que un resplandor azul celeste emanaba de
aquellas páginas. Fascinada por aquella luz, Maureen no se fijó en que el
escribano se movía. Cuando la figura se volvió y avanzó hacia la luz de la
lámpara, se quedó sin aliento.
Había vislumbrado fugazmente su rostro en sueños anteriores,
momentos huidizos que duraban apenas un instante. La figura concentró
toda su atención en Maureen. Petrificada en el sueño, miró al hombre. El
hombre más hermoso que había visto en su vida.
Easa.
Él sonrió, en su rostro se reflejaba una expresión tan divina y cálida que
Maureen quedó bañada en ella, como si el propio sol irradiara de aquella
simple expresión. Maureen permaneció inmóvil, incapaz de hacer otra cosa
que contemplar su belleza y gracia.
—Tú eres mi hija, en la cual me complazco.
Su voz era una melodía, una canción de amor y unidad que resonó a su
alrededor. Flotó en aquella música durante un momento eterno, antes de
derrumbarse cuando oyó sus siguientes palabras.
—Pero tu labor todavía no ha terminado.
Con otra sonrisa, Easa el Nazareno, el Hijo del Hombre, se volvió hacia
la mesa donde había estado escribiendo. La luz de las páginas se hizo más
brillante, las letras proyectaron un resplandor añil y aparecieron pautas
azules y violeta en el papel, que parecía de lino.
Maureen intentó hablar, pero las palabras no acudieron a sus labios. No
podía comportarse como un ser humano. Sólo podía contemplar al ser divino
que había ante ella, el cual señaló las páginas. Easa devolvió su atención a
Maureen, y sus miradas se encontraron durante un momento eterno.
Easa se deslizó sin el menor esfuerzo y se plantó ante ella. No dijo nada
más, pero se inclinó hacia adelante y depositó un único beso paternal en lo
alto de su cabeza.

Maureen despertó, empapada en sudor. El cráneo le ardía como si lo


hubieran marcado a fuego, y se sentía aturdida y desorientada.
Echó un vistazo al reloj de la mesita de noche y meneó la cabeza para
despejarla. La primera luz de la mañana se filtraba a través de los pesados
cortinajes, pero aún era demasiado temprano para llamar a Francia. Dejaría
que Berry durmiera unas cuantas horas más.
Después, le llamaría, y le pediría todos los detalles sobre el último lugar
de descanso de El Libro del Amor, el único y verdadero Evangelio de
Jesucristo.
Epílogo

«¿Qué es verdad?»
PONCIO PILATOS (JUAN, 18-38)

MI VIAJE POR EL LINAJE DE MARÍA MAGDALENA, en busca de la respuesta a la


pregunta de Poncio Pilatos, empezó con María Antonieta, Lucrecia Borgia y
una reina guerrera celta del siglo I. Conocida como Boadicea, su apasionado
grito de batalla «Y gwir erbyn y byd» significa en galés «La verdad contra el
mundo». He llevado estas palabras como mi mantra personal durante una
investigación que ha abarcado mi vida adulta, la cual me condujo por un
sendero tortuoso a través de dos mil años de historia.
Desde hace mucho tiempo me he sentido impulsada a desenterrar
grandes historias jamás contadas, capas de experiencia humana que están
enterradas, en silencio y a veces de manera deliberada, bajo informes
académicos. Como mi protagonista Maureen nos recuerda, «La historia no es
lo que ocurrió. La historia es lo que está escrito». Más a menudo de lo
esperado, lo que conocemos y aceptamos como historia fue creado por un
autor movido por intereses políticos. Esta certeza me convirtió en
investigadora de tradiciones populares desde muy temprana edad. Me
produce una inmensa satisfacción explorar culturas de primera mano, buscar
al historiador o escritor local para descubrir las auténticas crónicas humanas
que no se encuentran en bibliotecas o libros de texto. Mi herencia irlandesa
hace que conceda un enorme respeto al poder de los testimonios orales y las
tradiciones vivas.
Mi sangre irlandesa también me impulsó a ser escritora y activista, y
como tal me vi inmersa en la tumultuosa política de Irlanda del Norte
durante la década de 1980. Fue durante este período cuando desarrollé un
punto de vista cada vez más escéptico sobre la historia documentada y, por
tanto, aceptada. Como testigo de acontecimientos históricos, me di cuenta de
que en todas las circunstancias la versión presentada se parecía muy poco a
lo que yo había visto suceder delante de mí. En muchos casos, el relato de
dichos hechos en periódicos, telediarios, y más tarde en libros de «historia»,
me resultaba casi irreconocible. Todas estas versiones documentadas fueron
escritas bajo la influencia de prejuicios políticos, sociales y personales. La
verdad se perdía para siempre, salvo tal vez para aquellos que habían sido
testigos oculares de los acontecimientos. En general, estos testigos eran
gente de clase obrera que sólo quería seguir adelante con sus vidas. No iban
a escribir cartas a los periódicos nacionales, ni buscar un editor que
inmortalizara su versión para la posteridad. Enterraban a sus muertos,
rezaban por la paz y hacían lo posible por continuar adelante. Pero también
conservaban su experiencia como testigos de la historia de una manera
personal, volviendo a contar lo que habían presenciado a la familia y la
comunidad.
Mis experiencias en Irlanda reforzaron mi creencia en la importancia de
las tradiciones orales y culturales, pues a menudo son la fuente más rica de
entendimiento que poseemos de la experiencia humana. Estos
acontecimientos localizados en las calles de Belfast se convirtieron en mi
microcosmos. Si parecían lo bastante importantes para ser reconstituidos y
alterados por la prensa nacional, ¿qué podía deducirse de ello cuando el
concepto se aplicaba al macrocosmos de la historia del mundo? ¿La
tendencia a manipular la verdad no tendía a reforzarse cuando ahondábamos
en el pasado, en una época en que sólo los muy ricos, los muy cultos y los
que triunfaban en política eran capaces de documentar los acontecimientos?
Empecé a sentir una obligación abrumadora de cuestionar la historia.
Como mujer, quería llevar esta idea un paso más adelante. Desde el alba de
los documentos escritos, la inmensa mayoría de los materiales que los
eruditos consideran aceptables desde un punto de vista académico han sido
creados por hombres de cierta posición social y política. Creemos, por lo
general sin vacilaciones, en la veracidad de los documentos sólo porque
pueden ser «autentificados» en un período específico de tiempo. Pocas veces
tenemos en cuenta que fueron escritos en tiempos más oscuros, cuando las
mujeres tenían menos importancia que el ganado, o cuando se creía que no
tenían alma. ¿Cuántas historias maravillosas se han perdido porque las
mujeres que las protagonizaron no fueron consideradas lo bastante
importantes, lo bastante humanas, para merecer una mención? ¿Cuántas
mujeres han sido borradas por completo de la historia? ¿No sería lógico
suponer que esto sucedió sobre todo en el siglo I?
También hay mujeres que fueron tan poderosas e influyentes en
gobiernos mundiales que no pudieron ser ignoradas. Muchas que
encontraron un lugar en los libros de historia fueron recordadas como
célebres villanas, adúlteras, intrigantes, mentirosas, incluso asesinas. ¿Eran
justas estas descripciones, o mera propaganda política para desacreditar a
mujeres que osaban hacer valer su inteligencia y poder? Armada con estas
preguntas y mi creciente sensación de desconfianza por lo aceptado
académicamente como pruebas históricas, me puse a investigar y escribir un
libro sobre mujeres de mala reputación que habían sido calumniadas e
incomprendidas. Empecé a trabajar con las antes mencionadas: María
Antonieta, Lucrecia Borgia y Boadicea.
María Magdalena fue al principio uno de los múltiples temas de mi
investigación. Me propuse abordar este enigma del Nuevo Testamento desde
el punto de vista de su importancia como seguidora de Cristo. Sabía que el
concepto de María Magdalena como prostituta prevalecía en la sociedad
cristiana, y que el Vaticano había hecho algunos esfuerzos para corregir esta
injusticia. Ése fue mi punto de partida. Mi intención era incorporar la
historia de María Magdalena, una entre más, en el contexto de una obra que
abarcaba veinte siglos.
Pero María Magdalena tenía otros planes para mí.
Empecé a experimentar una serie de sueños recurrentes y obsesivos que
se centraban en los acontecimientos y personajes de la Pasión. Sucesos
inexplicables, como los vividos por Maureen, me condujeron a investigar
pistas relativas a las leyendas de María Magdalena, en lugares tan dispares
como McLean, Virginia o el desierto del Sáhara. Viajé desde la montaña de
Masada a las calles medievales de Asís, desde las catedrales góticas de
Francia a las colinas ondulantes del sur de Inglaterra, sin olvidar las islas
rocosas de Escocia.
Me esforcé por compensar los elementos surrealistas de mi vida,
caminando por una línea daliniana entre la típica mamá de barrio residencial
e Indiana Jones. Comprendí por fin que durante casi toda mi vida me había
estado preparando para este viaje de descubrimiento. Experiencias
personales y profesionales, en apariencia no relacionadas entre sí,
empezaron a establecer una pauta compleja, lo cual me condujo a descubrir
una serie de secretos familiares que jamás habría imaginado antes. Incluso
tuve que afrontar la sorpresa de desechar por inciertas cosas que creía a pies
juntillas sobre algunos miembros de mi familia. Casi dos décadas después de
su fallecimiento, descubrí que mis conservadores y muy tradicionales
abuelos paternos (mi hermosa abuela del sur y su devoto marido baptista del
sur) habían estado muy implicados en actividades relacionadas con la
francmasonería y las sociedades secretas. Averigüé que mi abuela estaba
emparentada con algunas de las familias más antiguas de Francia, un hecho
que cambiaría, no sólo el curso de mi investigación, sino de mi vida. La
sorpresa definitiva llegó con la revelación de que mi fecha de nacimiento era
el tema de una profecía relacionada con María Magdalena y sus
descendientes, la Profecía de Orval, formulada por Bérenger Sinclair. Estas
«coincidencias» personales se convirtieron en la llave maestra que abriría
puertas cerradas hasta entonces a los investigadores precedentes.
Mi interés en el folclore de María se convirtió en una obsesión cuando
conocí fascinantes tradiciones culturales antiguas que habían sido
conservadas con amor y ferviente pasión por toda Europa occidental. Fui
invitada al sanctasanctórum de sociedades secretas y conocí a guardianes de
información tan sagrada que me sorprende que todavía existan, así como la
información que protegen, después de dos mil años.
Lo que no hice fue ponerme a explorar temas que ponían en cuestión el
credo de mil millones de personas. Nunca fue mi intención escribir un libro
que abordara un tema tan espinoso como la naturaleza de Jesucristo o su
relación con sus íntimos. No obstante, al igual que mi protagonista, descubrí
que a veces nos eligen el camino. En cuanto descubrí la Historia Más Grande
Jamás Contada desde la perspectiva de María Magdalena, supe que no había
vuelta atrás. Me poseyó entonces como me posee ahora. Estoy segura de que
siempre será así.
Dos milenios de controversia han hecho de María Magdalena el
personaje más escurridizo del Nuevo Testamento. En mi búsqueda de la
verdadera mujer que hay detrás de la leyenda, comprendí que no albergaba el
menor deseo de hacer un refrito de todas las fuentes tradicionales, tal como
han sido interpretadas por los sospechosos habituales. Me envolví en el
confortable manto de folclorista y fui en busca de un misterio más profundo.
Descubrí que las numerosas tradiciones populares y mitos relativos a María
Magdalena son tan abundantes como antiguos en Europa occidental. La
Esperada y los libros posteriores de esta serie exploran teorías acerca de la
identidad y el impacto de esta controvertida María, inspiradas por
subculturas del sur de Francia y otros lugares.
El folclore y las tradiciones de Europa también proporcionaron nuevos
datos sobre los misterios de María, los que nunca han sido explicados de
ninguna manera que yo considere aceptable en el saber tradicional. Un
extracto del Evangelio de san Marcos (16, 9) ha sido utilizado contra María
durante siglos: «Resucitado Jesús la mañana del primer día de la semana, se
apareció primero a María Magdalena, de quien había echado siete
demonios». Este solo versículo ha provocado afirmaciones radicales sobre el
estado mental de María, incluyendo libros dedicados a la idea de que estaba
poseída por demonios o padecía alguna enfermedad mental. No fue hasta
que me familiaricé con el punto de vista de Arques, tal como está presentado
aquí (Jesús curó a María después de que la hubieran envenenado con una
pócima mortífera conocida como el veneno de los siete demonios), cuando la
frase de Marcos adquirió para mí su verdadero sentido.
En una época en que las mujeres se definían por sus relaciones, María
Magdalena no es identificada como la esposa de nadie en el Nuevo
Testamento, y mucho menos como la esposa de Jesús. Este hecho ha llevado
a los estudiosos a afirmar de manera categórica que la idea del matrimonio
de Jesús y María era imposible. Pero esto crea otro enigma, pues es la única
mujer con personalidad propia e independiente en los cuatro evangelios. Es
un personaje autónomo, lo cual indica que habría sido fácilmente
reconocible por la gente de su tiempo, y del período inmediatamente
posterior. Creo que las complicadas relaciones de María (su posición de
noble que es a la vez viuda y esposa) eran problemáticas. Habría sido torpe,
e incluso políticamente incorrecto, intentar identificarla en función de sus
relaciones con los hombres. Como resultado, llegó a ser conocida por su
nombre y título: María Magdalena.
Además, su iconografía siempre me ha intrigado. Pese a la naturaleza
enigmática de su leyenda, evolucionó hasta llegar a ser uno de los temas más
populares de los grandes artistas de la Edad Media, el Renacimiento y el
Barroco. Existen centenares de retratos de María Magdalena, obra de
maestros italianos como Caravaggio y Botticelli, o de europeos modernos
como Salvador Dalí y Jean Cocteau. Hay una pauta común en todos los
retratos de María Magdalena, tan diferentes entre sí: se la plasma una y otra
vez con los mismos elementos: una calavera, que en teoría representa su
penitencia, un libro, que se cree simboliza los evangelios, y el tarro de
alabastro utilizado para ungir a Jesús. Siempre va de rojo, una tradición que
hunde sus raíces en la historia y se cree relacionada con la idea de que era
una ramera.
Pero yo creo ahora que la iconografía está vinculada con esta versión
secreta de su historia, tal como ha sido conservada en Europa de manera
clandestina. Para mí, esta calavera es una clara representación de Juan, por
quien siempre hará penitencia. El libro es una referencia a su propio
evangelio, o bien a la obra de Easa, El Libro del Amor. Y el manto y el velo
rojos representan su linaje real en la tradición nazarena. Creo de todo
corazón que muchos de los grandes artistas y autores de Europa eran
cómplices de la «herejía» de María Magdalena y del rico legado que dejó en
el continente.
A lo largo de este camino se desvelan con todo detalle las historias
jamás contadas de los héroes y antihéroes del Nuevo Testamento. El lector
descubre en estas páginas una interpretación muy diferente (y espero que
muy humana) del papel de la tristemente célebre Salomé. Juan el Bautista es
un hombre diferente visto a través de los ojos de María Magdalena, y de
quienes le han venerado durante dos mil años. Es mi ferviente deseo que el
lector no crea que me ensaño en este retrato de Juan. Tanto María como Easa
reiteran que era un gran profeta. Creo que también era un hombre de su
tiempo y del lugar en que habitaba, un hombre comprometido con su ley, un
hombre opuesto firmemente a cualquier reforma. Si bien estoy segura de no
ser la primera escritora que indica una rivalidad entre los seguidores de Juan
y los de Jesús (y no seré la última), soy consciente de que la idea de Juan
como primer marido de María será escandalosa para muchos. Me llevó años,
literalmente, asimilar esta revelación antes de estar preparada para escribirla.
El legado de Juan, a través del hijo que tuvo con María Magdalena, se
continuará revelando en mis futuros libros.
Durante el proceso de escritura me enamoré de los discípulos Felipe y
Bartolomé. Vistos a través de los ojos de María, eran héroes extraordinarios.
Pedro cobró vida para mí de una forma que trasciende al «hombre que negó
a Jesús», al igual que desarrollé una nueva perspectiva de Judas en su trágico
y eterno papel desempeñado en la Pasión.
Tal vez la información que más me entusiasmó fue la relativa a Poncio
Pilatos y su heroica y conmovedora esposa, una princesa romana conocida
como Claudia Prócula. Documentos guardados en los archivos vaticanos y
una fascinante tradición regia francesa apoyan la extraordinaria historia de la
relación de Jesús con la familia de Pilatos, un informe que autentifica sus
milagros y explica los actos más enigmáticos de Pilatos en el Evangelio de
Juan. Creo que el material sobre Pilatos es fundamental para una nueva
comprensión de los acontecimientos concernientes a la Pasión, y me fascinó
descubrir que Claudia es una santa en las tradiciones ortodoxas, al igual que
Poncio Pilatos en las Iglesias abisinias.
Trabajé para confirmar el nuevo material sobre María Magdalena desde
muchos ángulos diferentes, utilizando la correspondencia del siglo I de
Claudia Prócula, publicada por Issana Press, múltiples versiones del Nuevo
Testamento apócrifo, escritos tempranos de los padres de la Iglesia, cierto
número de fuentes gnósticas de incalculable valor, e incluso los manuscritos
del mar Muerto. Comprendo que esta versión de los acontecimientos pueda
resultar sorprendente, incluso asombrosa, pero confío en que los lectores se
sientan inspirados para explorar por su cuenta estos misterios. Existe un
tesoro de información, la mayoría escrita entre los siglos II y IV, que no está
incluida en el canon tradicional de la Iglesia. Hay miles de páginas de
material por descubrir: evangelios alternativos, textos complementarios de
los Hechos de los Apóstoles y escritos diversos que revelan detalles y
opiniones sobre la vida y época de Jesús, los cuales constituirán una novedad
absoluta para lectores que nunca han buscado más allá de los cuatro
evangelistas. Creo que explorar todo este material con el corazón y la mente
abiertos puede construir un puente de luz y comprensión entre las muchas
divisiones de la cristiandad, y aún más.
A lo largo de mis años de investigación, he discutido, interrogado,
argumentado e incluso admitido muchos puntos con sacerdotes y creyentes
de numerosos credos. Cuento con la bendición de tener amigos y asesores de
muchos sectores espirituales, incluyendo sacerdotes católicos, ministros
luteranos, practicantes gnósticos y sacerdotisas paganas. En Israel, me reuní
con estudiosos y místicos judíos, así como con guardianes ortodoxos de los
santos lugares de la cristiandad. Mi padre es baptista, mi marido católico
devoto. Todas estas personas se convirtieron en parte del mosaico de mis
creencias, y al final, en parte de esta historia. Pese a las numerosas
diferencias entre sus filosofías, cada una de estas personas me bendijo con el
mismo don: la posibilidad de intercambiar ideas y entablar un diálogo exento
de ira.
Existen elementos de esta historia que no puedo confirmar con ninguna
fuente académica «aceptable». Existen como tradiciones orales y han sido
conservados en entornos muy protegidos por aquellos que han temido
repercusiones durante siglos. Al trabajar en este libro, he ido construyendo
mi teoría basándome en dos mil años de pruebas circunstanciales. Si bien no
puedo aportar pruebas concluyentes, cuento con el respaldo de muchos
testimonios interesantes y de una serie impresionante de obras de arte,
muchas creadas por grandes maestros del Renacimiento y del Barroco.
Presento mi caso dentro del contexto de dichas pruebas, y dejo que el jurado
de lectores emita su veredicto.
Debo ser discreta sobre la fuente principal de información nueva
presentada aquí por motivos de seguridad, pero diré esto: el contenido del
Evangelio de María Magdalena, tal como está interpretado aquí, proviene de
material sin revelar todavía. Nunca había sido presentado en público antes.
Me he tomado licencias poéticas en la interpretación para hacerlo más
accesible a los lectores del siglo XXI, pero creo que la historia que cuenta es
auténtica, y de su puño y letra.
En mi necesidad de proteger la naturaleza sagrada de esta información
y de quienes la custodian, no tuve otra alternativa que escribir este libro de
ficción, al igual que haré con los posteriores de la serie, como ficción. Sin
embargo, muchas aventuras de mi protagonista, y prácticamente todos sus
encuentros sobrenaturales, están basadas en mis propias experiencias vitales.
En numerosos casos, Maureen recibe información de la misma forma que me
pasó a mí durante mi investigación, como le pasa a Tammy. Si bien los
personajes son ficticios, he hecho lo posible por proporcionar al lector una
experiencia auténtica. Ciertamente me he tomado libertades con la
descripción de algunos lugares, que, no obstante, sin duda serán reconocidos
por los lectores que han investigado estos misterios por su cuenta. La tumba
de Arques, tal como la pintó Poussin, ya no existe. Fue dinamitada por el
actual propietario de la finca, cansado de las idas y venidas de tantos
curiosos. También solicito la indulgencia del lector por otras licencias que
me he tomado. En concreto por la traducción en tiempo récord de Peter del
Evangelio de Arques. En realidad, la traducción de dicho documento llevaría
meses o incluso años.
He tardado casi dos décadas en escribir este libro, y a lo largo del
camino, a veces traicionero, he recibido ayuda de valor incalculable de
muchas almas intrépidas. Agradezco muchísimo los conocimientos
compartidos y confiados a mis manos por individuos fenomenales, algunos
de los cuales corrieron grandes peligros por ayudarme. Muchas veces me
pregunté si valía la pena contar esta historia. Creo que no he dormido una
noche de un tirón desde hace más de diez años, preocupada por los detalles
del libro y sus posibles repercusiones.
Mientras revisábamos las pruebas de imprenta, el controvertido
Evangelio de Judas fue hecho público por primera vez. De inmediato
empecé a recibir correos electrónicos de lectores que reconocían que hay
elementos de este sensacional descubrimiento que corroboran mi afirmación
de que Judas no «traicionó» a Jesús. Y que, de hecho, se limitó a cumplir las
dolorosas órdenes de su amigo y maestro. La injusticia hecha a Judas y a su
reputación es quizá mayor que la sufrida por María Magdalena a lo largo de
veinte siglos. Creo que ha llegado la hora de devolver a quienes fueron
íntimos de Jesús su justo papel en la historia. Como plantea el padre Healy,
«¿Y si hubiéramos estado negando a Jesús su deseo final durante dos mil
años?» En mi esfuerzo por resolver esta pregunta, presento mi propio retrato
de Judas como un leal amigo y hasta como un héroe; a María Magdalena
como esposa, madre, alma gemela y compañera; a Pedro como alguien que
negó a su amigo y maestro sólo porque así se lo ordenó Jesús. Creo,
también, que los descubrimientos arqueológicos del pasado y del futuro
continuarán arrojando luz y demostrarán que estos retratos son fieles y
justos.
Sólo puedo confiar en que el resultado final sea digno de los guardianes
de la verdad de María Magdalena, que dependen de mí para dar a conocer la
historia. Sobre todo, espero que transmita el mensaje de amor, tolerancia,
perdón y responsabilidad personal de María, de una forma que sea capaz de
inspirar al lector. Es un mensaje de unidad y tolerancia para gentes de todas
las creencias. A lo largo de todo el proceso, he sido fiel a las enseñanzas de
paz de Cristo, y a la convicción de que podemos crear el cielo en la tierra.
Mi fe en Él, y en Ella, me ha impelido a seguir adelante en algunas noches
muy oscuras del alma.
Soy consciente de que seré objeto de críticas por parte de estudiosos y
académicos, muchos de los cuales me llamarán irresponsable por presentar
una versión que no puede ser confirmada mediante fuentes aceptables. Sin
embargo, no voy a disculparme por el hecho de contradecir prácticas
académicas aceptadas a la hora de narrar mi historia. Mi enfoque se basa en
mi convicción personal, tal vez radical, de que es irresponsable limitarse a
aceptar lo que estaba escrito. Llevaré la etiqueta de «antiacadémica» con no
poco orgullo, y me armaré con el grito de batalla de Boadicea. Sólo el lector
decidirá cuál es la versión de la historia de María que resuena en su espíritu.
De todos modos, tiendo la mano de la amistad a todos los escritores e
investigadores que han teorizado, postulado, argumentado, especulado y
forjado con valentía durante dos mil años de pistas e indicios falsos, con el
fin de comprender la naturaleza de María Magdalena y sus hijos. Los
desacuerdos vehementes sobre el papel de nuestra Magdalena (y de los
muchos artistas y autores que la han retratado) son acaso la esencia misma
de la búsqueda de la verdad. Espero que tengan a bien llamarme hermana
cuando todo esté dicho y hecho.
Dos mil años después, y todavía es la verdad contra el mundo.

KATHLEEN MCGOWAN
22 DE MARZO DE 2006
LOS ANGELES
Agradecimientos

DAR LAS GRACIAS INDIVIDUALMENTE a todas las personas que me han ayudado
durante más de dos décadas es una tarea que requeriría un libro entero, y por
desgracia no es posible con un espacio tan limitado. Haré lo posible por
incluir a todos aquellos que han sido decisivos a la hora de ayudarme a
escribir este libro.
A mi agente y amigo Larry Kirshbaum, quien se convirtió en mi
arcángel particular durante el proceso, le ofrezco mi admiración y gratitud
ilimitadas. Su pasión por la historia de María y su determinación de
ayudarme a traerla al mundo fue la fuerza gracias a la cual todo ocurrió.
No tengo palabras para agradecer el firme apoyo, el asesoramiento
profesional y el consejo fraterno de mi editora, Trish Todd. Mi
agradecimiento a ella, y al extraordinario equipo de profesionales de Simon
and Schuster/Touchstone Fireside, es ilimitado.
Para mi familia ha supuesto un enorme sacrificio apoyarme durante mis
años de investigación. A lo largo de todo este tiempo, mi marido, Peter
McGowan, aportó la fe, me apoyó económica y emocionalmente, estuvo al
mando del fuerte y mantuvo unida a la familia mientras yo viajaba. Nunca
dudó de mis experiencias ni perdió la fe en mis descubrimientos, por más
descabellados que parecieran al principio. Mis hermosos muchachos,
Patrick, Conor y Shane, han aguantado a una madre que estuvo ausente
algunas temporadas y se perdió demasiados partidos de la liga infantil de
béisbol. No obstante, mi marido y mis hijos han presenciado tantos milagros
en mi compañía a lo largo de esta senda de descubrimientos que todos
pensamos que no había otra alternativa que seguir hasta acabar la obra, pese
a los riesgos, a menudo considerables. Espero que este libro demuestre ser
digno de sus sacrificios.
Esto ha sido un asunto familiar, y algo de todo lo que hago y todo lo
que soy pertenece a mis padres, Donna y Joe. Su amor y apoyo han sido la
piedra angular de mi vida, y han padecido algunos momentos muy difíciles
como resultado del espíritu zíngaro de su hija. Les doy las gracias por todo,
y me siento bendecida en particular por el amor incondicional que sienten
por sus nietos.
Comparto esta obra y las futuras con mis hermanos, Kelly y Kevin, y
sus familias. Para mis extraordinarias sobrinas y sobrinos, Sean, Kristen,
Logan y Rhiannon, espero que las revelaciones de este libro les inspiren
algún día mientras cumplen sus destinos únicos. El mismo día que terminé la
versión final del manuscrito, dimos la bienvenida al mundo a mi sobrina más
reciente, Brigit Erin. Nació el 22 de marzo de 2006. Seguiré con interés
afectuoso cómos sus pasos siguen la senda de las Esperadas anteriores.
Toda mi familia debe su felicidad al equipo de la Unidad de Cuidados
Intensivos Neonatales de la Universidad de California, Los Ángeles por
salvar al pequeño Shane. De hecho, nos salvaron a todos. A quien dude de
los milagros, le sugiero que pase unos días en esa unidad. Allí verá que en la
tierra existen ángeles de verdad. Llevan batas blancas y están disfrazados de
médicos, enfermeras y terapeutas. El milagro de Shane fue la fuerza
catalizadora que me obligó a terminar este libro.
He recorrido incontables kilómetros de este viaje con Stacey K, que ha
sido mi hermana, mi compañera de investigaciones y mi amiga del alma.
Merece una mención especial por aceptar las tareas más extravagantes sin
pestañear, como seguir voces incorpóreas que llamaban a «Sandro» por todo
el Louvre y perseguir a extraños hombrecitos por la basílica del Santo
Sepulcro. No habría podido terminar el libro sin su fe y lealtad.
Mi agradecimiento infinito a «tía Dawn» por su generosidad
sobrehumana y por ser un ancla asombrosa de amistad y lealtad.
Eterna gratitud para Olivia Peyton, mi hermana espiritual y maestra de
investigadores. Me inclino ante su genio como mujer y como cibersibila, y
rindo homenaje a su brillante novela Bijoux, que contiene la clave de tantos
misterios.
Gracias especiales a Marta Collier por su contribución y su fe en la
música de Finn MacCool, así como por su apoyo incondicional al clan
McGowan contra viento y marea.
Mi más sincero agradecimiento a mi gran amigo y valiente caballero
del Grial, Ted Grau. Creo que en realidad no comprende la importancia de su
contribución. Pero yo sí.
Gracias a Stephen Gaghan por sus comentarios incisivos, aunque
angustiosos, sobre los primeros borradores de la historia. Su sinceridad
descarnada me obligó a llevar a cabo mejoras sustanciales.
Go raibh mile math agat para Michael Quirke, el tallador de madera
místico del condado de Sligo, quien también es el mejor narrador de
historias de la tierra. Desde el día en que entré en su tienda «por casualidad»,
perdida en el verano de 1983, he vivido al otro lado del espejo. Más que
cualquier persona o acontecimiento, Michael me hizo comprender que la
historia no es lo que está confiado al papel, sino lo que está escrito en las
almas y los corazones de los seres humanos, y grabado en la tierra donde
vivieron sus grandes alegrías y sus penas más profundas. Mil gracias por
darme ojos para ver y oídos para escuchar.
Gracias adicionales para:
Patrick Ruffino, quien me enseñó el significado de la amistad e impidió
que me extraviara por Zsx Avenue.
Linda G, quien hace malabarismos con los arquetipos de Martha y
Vivienne con inmensa gracia.
Verdena, por encarnar el espíritu de María Magdalena y enseñarme más
que unas cuantas cosas sobre fe, milagros y la valentía más pasmosa.
R. C. Welch, por su labor de traductor en el museo Moreau y por una
gran conversación sobre la vida y la literatura en los bancos de Saint-
Sulpice.
Branimir Zorjan, por aportar a nuestro hogar su amistad, luz y sanación.
Jim McDonough, el magnate de los medios de comunicación más
encantador de todo el planeta y un gran amigo nuestro.
Carolyn y David, quienes sólo están empezando a comprender su papel
en todo esto.
Joyce y Dave, mis amigos antiguos más recientes.
Joel Gotler, por luchar en el bando de los buenos y trabajar para que la
historia de María llegue a un público más amplio.
Larry Weinberg, mi abogado y amigo, por creer en mí tanto como en el
libro.
Don Schneider, por hacerme reír.
Dev Chatillon, por su gran personalidad.
Glenn Sobel, por su paciencia ilimitada y apoyo en el pasado.
Cory y Annie, quienes compraron el primer ejemplar.
También estoy en deuda con la ilustre Linda Goodman, la fallecida
astróloga y autora, la primera en susurrar este secreto en mi oído antes de
que estuviera preparada para comprenderlo. Alteró el curso de mi vida con
esta información, y al legarme sus traducciones de las Tablas Esmeralda (que
demostrarán su importancia en libros posteriores). Mi destino permanece
extrañamente entrelazado con el de Linda, un hecho que ha provocado un
dolor sorprendente, pero también una gran dicha. Ojalá se hubiera quedado
con nosotros el tiempo suficiente para ver la prueba que descubrí de su
vinculación con el linaje.
También estoy agradecida de que el sendero que atravesaba la vida de
Linda me condujera también a otra gran autora y astróloga, Carolyn
Reynolds. Ella fue mi roca en algunos días muy oscuros, con su grito de
batalla «Nadie puede robarte el destino». Le doy las gracias con todo mi
corazón.
Gracias especiales a las damas ilustradas del Fórum de las Tablas
Esmeralda por su apoyo y amor a lo largo de los años.
A veces tardas la mitad de la vida en comprender por qué ciertos
acontecimientos modelan tu destino. Jackson Browne cambió mi joven vida
impresionable el día que cumplí diecisiete años, en los camerinos del
Pantages Theater, y creo de verdad que si no hubiera sido por él este libro no
existiría. Como activista adolescente, fui la destinataria de su apasionado
discurso sobre el poder de una persona para cambiar el mundo, y de su
alabanza de mi necesidad juvenil de cuestionar un statu quo injusto. Me
agarró por los hombros mientras repetía con vehemencia: «Nunca dejes de
hacer lo que haces. Nunca». Le doy las gracias por convertirse en un
catalizador (aunque mis padres no estén de acuerdo), y por toda una vida de
música inspirada, pero sobre todo por The Rebel Jesus. Creo que Easa daría
su aprobación.
Gracias de todo corazón a Ted Neely, y un recuerdo afectuoso para el
fallecido Carl Anderson, que tanto me conmovieron a mí y a muchos más
con sus retratos inspirados por Dios de Easa y Judas. (¿Es casual que
Andrew Lloyd Webber naciera un 22 de marzo?). Cualquiera que haya
tenido la fortuna de pasar un rato en la presencia resplandeciente de Ted sabe
hasta qué punto encarna la belleza del espíritu nazareno.
Los talentosos miembros del Screenwriter’s Refuge me han
proporcionado terapia de grupo y un tremendo apoyo durante los últimos
años. De modo que, Cindy, Robert, James, Mel, Kathy, Fitchy, Teddy, Chris
y Wenonah, quiero transmitiros mi más sincera admiración y daros las
gracias. Es fantástico estar en las trincheras con unos amigos tan buenos.
Mi corazón vive en Irlanda, y mi gratitud concreta es para el condado
de Cavan, donde mis suegros, John y May, siempre me han tratado como a
una hija. Amor y gracias para mi numerosa familia irlandesa: Brian, Bridie y
Pat; Susan, Philomena, Pam y Paul; Geraldine y Eugene; Peter; Laura, y
Noeleen, David y Daniel.
Gracias a toda la pandilla de Drogheda por enseñarme la esencia de la
ciudad que sobrevivió a Cromwell. Son gente muy especial y unos amigos
maravillosos. Y ese punto de referencia se llama Magdalen Tower por algún
motivo, ¿no?
En el curso de esta investigación, Los Ángeles fue mi hogar, Irlanda mi
refugio y Francia mi inspiración. Estoy agradecida al personal del hotel
Place du Louvre, que siempre me hizo sentir como en casa en París, y por
introducirme en la historia del Caveau des Mousquetaires. Hay mucha gente
en Francia que me ha entregado trocitos de sus almas y corazones, y no
transcurre un día sin que suspire por la belleza del Languedoc, la Camargue,
el Midi y Provenza, y por la gente extraordinaria que habita en esas regiones
mágicas.
La esencia de María Magdalena es compasión y perdón, y con ese
espíritu ofrezco este libro como una rama de olivo a quienes pueda haber
ofendido durante el camino. En especial a mi tío, Ronald Paschal, pues su
pasión por nuestra herencia francesa fue algo que fui incapaz de comprender
cuando intentó transmitírmela.
También me gustaría ofrecer este libro a Michele-Malana. Nuestra
amistad no sobrevivió al tumultuoso sendero en que nos depositaron, pero su
generosidad e inspiración nunca serán olvidadas. Si alguna vez lee esto, y su
amor por María Magdalena indica que es posible, espero que vuelva a
encontrarme.
Debo dar las gracias a la maravillosa gente de Issana Press por publicar
las traducciones de las cartas de Claudia Prócula. Recomiendo en especial su
folleto Reliquias del arrepentimiento, muy breve, pero muy poderoso. Les
doy las gracias por confirmarme que Pilo era el auténtico nombre del hijo de
Pilatos, y por espolear mi mente con la información de que tal vez existan
otros hijos de Pilatos…
Considero necesario que los escritores honren a los pioneros que
abrieron la puerta para que todos nosotros pasáramos. Como tales, debo dar
las gracias a los autores, con frecuencia controvertidos, Michael Baigent,
Henry Lincoln y Richard Leigh, quienes trajeron al mundo El enigma
sagrado en la década de 1980. Este libro fue un terremoto que despertó en el
público la idea de que algo importante se estaba cociendo en el sudoeste de
Francia. He llegado a conclusiones diferentes por completo, y he descubierto
un enfoque alternativo para mi investigación. De todos modos, saludo la
valentía, tenacidad y espíritu de pioneros de estos tres honorables caballeros,
y lo que fueron capaces de conseguir, y les agradezco que introdujeran en el
mundo esotérico a un personaje tan enigmático y astuto como Bérenger
Saunière.
Por fin, a todos los brillantes artistas que anhelaron que esta
información fuera descubierta durante su vida. Les dispenso mi gratitud por
proporcionarnos los mapas y pistas necesarios para encontrarla. En particular
a Alessandro Filipepi, quien era en verdad un «amado hijo de los dioses», y
continúa fascinándome a través del tiempo y el espacio.
Pronto nos encontraremos en la catedral de Chartres, a la entrada del
laberinto, cuando empecemos nuestra búsqueda de El Libro del Amor. Ya
tienen el plano. Pero tal vez les apetezca traer su ejemplar más sobado de las
obras completas de Alejandro Dumas, y envolverse en el tapiz de un
unicornio…

Lux et veritas
KDM
Et in Arcadia ego

Conocí a una mujer en el camino de Sión,


una pastora de singular belleza.
Dijo estas palabras en un susurro secreto:
Et in Arcadia ego.

Viajé hacia el este a través de las montañas rojas.


Junto a la cruz y este caballo de Dios,
san Antonio el ermitaño dijo:
«¡Fuera de aquí, fuera de aquí!»
Yo guardo los secretos de Dios.

En el tiempo de la cosecha descansé.


Cuando buscaba la fruta de la parra,
las vi bajo el sol de mediodía,
manzanas azules, manzanas azules.
Et in Arcadia ego.

A la sombra de Maria
descubrí los secretos de Dios.

Del álbum Music of the Expected One, por Finn MacCool. Música y
letra de Peter McGowan y Kathleen McGowan Visite
www.theexpectedone.com para escuchar la canción. Entre en
www.laesperada.com
Notas
[1] Publicación sensacionalista. (N. del T.) <<
[2]Descubiertas por Alfred Watkins, cualquier línea que une más de cinco
puntos de renombrada antigüedad y justifica la existencia de un camino. (N.
del T.) <<
[3]Juego de palabras intraducibie con el nombre de Nostradamus. Dumbass
significa «estúpido, tarado». (N. del T.) <<
[4]Rey de Escocia que derrotó a los ingleses en la batalla de Bannockburn,
en 1314. (N. del T.) <<
Table of Contents
La esperada
Dedicatoria
Cita
Mapa
Prólogo
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22
Epílogo
Agradecimientos
Et in Arcadia ego
Notas

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