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La Esperada
La Esperada
libro, Maureen tiene extrañas visiones en las que aparece una enigmática
mujer. Es sólo una de las señales que la empujan a averiguar el misterio de
Maria Magdalena y a comprender su verdadero papel en la historia. Maureen
viaja hasta Occitania, la tierra donde sigue vivo el legado de los cataros, y
allí descubre que María fue esposa de Jesús y fundadora de una dinastía
sagrada que llega hasta nuestros días. La verdad está escrita de su puño y
letra en el único evangelio auténtico… un documento oculto desde hace
siglos y que sólo otra mujer, la esperada, puede sacar a la luz. Una auténtica
bomba de relojería contra los cimientos del Vaticano, un tesoro que puede
cambiar la historia de la Cristiandad. Un texto que muchos han muerto por
preservar… y que otros están dispuestos a seguir matando para destruir.
Kathleen McGowan
La esperada
El Linaje de la Magdalena - 1
ePub r1.5
Titivillus 23.07.2016
Título original: The Expected One
Book One of the Magdalene Line
Traducción: Eduardo García Murillo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Este libro está dedicado a
María Magdalena
Mi musa, mi antepasada
Peter McGowan
La roca sobre la que erigí mi vida
Marsella
Septiembre de 1997
MARSELLA ERA UN BUEN LUGAR para morir, y lo había sido durante siglos. El
legendario puerto mediterráneo conservaba su reputación de guarida de
piratas, contrabandistas y asesinos, una fama disfrutada desde que los
romanos arrebataron la ciudad a los griegos en tiempos antes de Cristo.
A finales del siglo XX, los esfuerzos del Gobierno francés por limpiar de
delincuentes la ciudad habían conseguido por fin que fuera posible tomar
una bullabesa sin temor a ser asaltado. De todos modos, el crimen no
impresionaba a los marselleses. El asesinato estaba arraigado en su historia y
en su genética. Los curtidos pescadores ni siquiera pestañeaban cuando sus
redes atrapaban algo muy poco adecuado para preparar su famosa sopa.
Roger-Bernard Gélis no era nativo de Marsella. Había nacido y crecido
en las estribaciones de los Pirineos, en una comunidad que existía
orgullosamente como un anacronismo viviente. El siglo XX no había hecho
mella en su cultura, tan antigua que veneraba el poder del amor y la paz por
encima de todos los demás asuntos terrenales. Aun así, era un hombre de
edad madura a quien las cosas mundanas no le resultaban extrañas. Al fin y
al cabo, era el líder de su pueblo, y si bien la comunidad gozaba de una
profunda paz espiritual, no dejaba de tener enemigos.
A Roger-Bernard le gustaba decir que la luz más poderosa atrae la
oscuridad más impenetrable.
Era alto y fornido, una figura imponente para los forasteros. Quienes
desconocían el talante bondadoso de Gélis podían confundirle con alguien
temible. Con el paso del tiempo se impuso la teoría de que sus atacantes no
le eran desconocidos.
Tendría que haberlo imaginado, tendría que haber dado por sentado que
no le dejarían portar un objeto de un valor tan incalculable con absoluta
libertad. ¿Acaso no habían muerto casi un millón de sus antepasados por
salvaguardar este precioso tesoro? Pero le dispararon por la espalda y el
proyectil perforó su cráneo antes incluso de que Gélis sospechara que el
enemigo lo rondaba.
El examen forense de la bala no sirvió de nada a la policía, pues el
ataque de los asesinos concluyó con la desaparición de una parte crucial de
la anatomía del muerto. Tenían que ser varios, pues la estatura y peso de la
víctima requirió el concurso de unos cuantos hombres para hacerle lo que le
hicieron a continuación.
Roger-Bernard tuvo la suerte de estar muerto antes de que empezara el
ritual. Se ahorró el regocijo de sus asesinos cuando pusieron manos a su
espantosa obra. El jefe de los sicarios entonó su antiguo mantra de odio
mientras ejecutaba su cometido.
—Neca eos omnes. Neca eos omnes…
Separar una cabeza humana del tronco es una tarea complicada y difícil.
Exige fuerza, determinación y un instrumento muy afilado. Los asesinos de
Roger-Bernard contaban con todos estos elementos, y los utilizaron con la
máxima eficacia.
Jerusalén
Septiembre de 1997
LA CIUDAD VIEJA DE JERUSALÉN bullía de actividad frenética, como todos los
viernes por la tarde. La historia impregnaba el aire sagrado y enrarecido,
mientras los fieles se dirigían a los templos para preparar el sabbat. Los
cristianos paseaban por la Vía Dolorosa, una serie de tortuosas calles
adoquinadas que señalaban el camino de la crucifixión. Fue aquí donde un
magullado y ensangrentado Jesucristo, cargando una enorme cruz, se
encaminó hacia su destino divino en lo alto del Gólgota.
Aquella tarde de otoño, la escritora norteamericana Maureen Paschal no
se diferenciaba en nada de los demás peregrinos que habían llegado desde
todos los confines de la tierra. La embriagadora brisa de septiembre
combinaba el aroma de shwarma con la fragancia de los aceites exóticos que
llegaba desde los antiguos mercados. Maureen flotaba inmersa en la
sobrecarga sensorial característica de Israel, aferrando una guía comprada
por Internet a una organización cristiana. La guía detallaba el Vía Crucis,
junto con planos y direcciones de las catorce estaciones del camino de
Cristo.
—¿Quiere un rosario, señora? Madera del Monte de los Olivos.
—¿Quiere una visita guiada, señora? Nunca se perderá. Yo le enseño
todo.
Como la mayoría de mujeres occidentales, se vio obligada a rechazar el
acoso de los vendedores callejeros de Jerusalén. Algunos eran inasequibles
al desaliento en su esfuerzo por ofrecer mercancías o servicios. Otros sólo se
sentían atraídos por la menuda mujer de pelo rojo y tez blanca, una
combinación única y exótica en esta parte del mundo. Maureen rechazaba a
sus perseguidores con un educado pero firme «No, gracias». Luego
interrumpía el contacto visual y se alejaba. Su primo Peter, un experto en
estudios sobre Oriente Próximo, la había aleccionado sobre la cultura de la
Ciudad Vieja. Maureen era muy meticulosa, incluso en los detalles más
ínfimos de su trabajo, y había estudiado con detenimiento la cultura siempre
en evolución de Jerusalén. Hasta el momento, el esfuerzo había valido la
pena, y era capaz de mantener a raya las distracciones con el fin de
concentrarse en su investigación. Anotaba detalles y observaciones en su
libreta Moleskine.
Se quedó conmovida al borde del llanto por la intensidad y belleza de la
capilla franciscana de la Flagelación, de ochocientos años de antigüedad,
construida en el mismo sitio donde Jesús había recibido los azotes. Fue una
reacción emocional inesperada, porque Maureen no había ido a Jerusalén
como peregrina, sino para investigar, pues necesitaba documentarse para
plasmar un escenario histórico verosímil en su próxima obra. Mientras
Maureen procuraba comprender mejor los acontecimientos del Viernes
Santo, abordaba esta investigación más con la cabeza que con el corazón.
Visitó el convento de las Hermanas de Sión, antes de desplazarse hasta
la cercana capilla de la Condenación, el legendario lugar donde Jesús había
recibido la cruz después de que Poncio Pilatos aprobara la sentencia de
muerte por crucifixión. Una vez más, el inesperado nudo que sintió en la
garganta vino acompañado por una abrumadora sensación de dolor mientras
recorría el edificio. Esculturas en bajorrelieve de tamaño natural ilustraban
los acontecimientos de una terrible mañana de dos mil años atrás. Maureen
se detuvo, fascinada, junto a una gráfica escena de evocadora humanidad: un
discípulo que intentaba detener a María, la madre de Jesús, para que no viera
a su hijo cargando la cruz. Las lágrimas se agolparon en sus ojos mientras
contemplaba la imagen. Era la primera vez en su vida que pensaba en
aquellas figuras históricas como gente real, seres humanos de carne y hueso
presos de una angustia casi inimaginable.
Maureen se sintió momentáneamente mareada, y tuvo que apoyar una
mano contra las frías piedras de la pared para no caer. Se vio obligada a
concentrarse de nuevo para tomar más notas sobre las imágenes y las
esculturas.
Continuó su camino, pero las laberínticas calles de la Ciudad Vieja eran
engañosas, incluso con un buen plano. Los puntos de referencia eran
antiguos con frecuencia, y acusaban el paso del tiempo, y quienes no
conocían bien su emplazamiento solían pasarlos por alto. Maureen maldijo
en silencio cuando comprendió que había vuelto a perderse. Se detuvo al
abrigo de la entrada de una tienda para resguardarse de la luz del sol directa.
La intensidad del calor, pese a la leve brisa, desmentía lo avanzado de la
estación. Protegió la guía del resplandor y paseó la vista a su alrededor, con
la intención de orientarse.
—La octava estación de la cruz. Tiene que estar por aquí —murmuró en
voz baja. El lugar interesaba en especial a Maureen, pues su obra se centraba
en el papel de las mujeres en esta historia. Consultó la guía y leyó un pasaje
de los Evangelios relacionado con la octava estación.
«Un gran número de gente le seguía, incluyendo mujeres que gemían y
lloraban por él. Jesús dijo: “No lloréis por mí, hijas de Jerusalén. Llorad por
vosotras y por vuestros hijos”».
Un golpe seco en el vidrio de la puerta que tenía detrás la sobresaltó.
Alzó la vista, imaginando que vería el rostro de su propietario, airado porque
bloqueaba la entrada al comercio, pero el rostro que la miraba sonreía. Un
palestino de edad madura, vestido de manera inmaculada, abrió la puerta de
una tienda de antigüedades e invitó a Maureen a pasar con un ademán.
Cuando habló, lo hizo en un hermoso inglés, pese al acento.
—Entre, por favor. Bienvenida, me llamo Mahmoud. ¿Se ha perdido?
Maureen agitó la guía sin convicción.
—Busco la octava estación. El plano dice…
Mahmoud desechó la guía con una carcajada.
—Sí, sí. La octava estación. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén.
Está a la vuelta de la esquina —indicó—. Una cruz sobre la pared de piedra
la señala, pero hay que mirar con mucha atención.
Mahmoud observó a Maureen con detenimiento antes de continuar.
—Pasa lo mismo con todo en Jerusalén. Hay que mirar con mucha
atención para reconocer las cosas.
Maureen observaba sus gestos, satisfecha de comprender sus
indicaciones. Sonrió, le dio las gracias y se dispuso a marchar, pero se
detuvo al ver algo en una estantería cercana. La tienda de Mahmoud era uno
de los establecimientos mejor surtidos de Jerusalén, y vendía antigüedades
auténticas: lámparas de aceite de los tiempos de Cristo, monedas con la
efigie de Poncio Pilatos. Un exquisito destello colorido que atravesaba el
vidrio de un escaparate atrajo a Maureen.
—Son joyas hechas de fragmentos de cristal romano —explicó
Mahmoud, cuando Maureen se acercó al estante donde se exhibían joyas de
oro y plata con cristales engastados.
—Son bellísimas —observó Maureen, al tiempo que admiraba un
pendiente de plata. Prismas de colores bailaron en la tienda cuando alzó la
joya a la luz, iluminando su imaginación de escritora.
—Me pregunto qué historia podrían contarnos los cristales.
—¿Quién sabe lo que fueron en otro tiempo estos cristales? —
Mahmoud se encogió de hombros—. ¿Eran parte de un frasco de perfume?
¿De un tarro de especias? ¿De un jarrón para colocar rosas o lirios?
—Es asombroso pensar que hace dos mil años formaban parte de un
objeto cotidiano de una casa cualquiera. Fascinante.
Maureen dedicó a la tienda y a su contenido una inspección más
detenida, y se quedó impresionada por la calidad de los objetos y la belleza
del muestrario. Extendió la mano para pasar el dedo con delicadeza sobre
una lámpara de aceite de cerámica.
—¿De veras tiene dos mil años de antigüedad?
—Por supuesto. Algunos de mis objetos son todavía más antiguos.
Maureen meneó la cabeza.
—¿Éste tipo de antigüedades no deberían estar en un museo?
Mahmoud lanzó una estentórea y entusiasta carcajada.
—Querida mía, todo Jerusalén es un museo. No puede excavar en su
jardín sin desenterrar algo de suma antigüedad. La mayoría de los objetos
más valiosos van a parar a colecciones importantes. Pero no todos.
Maureen se acercó a una vitrina llena de joyas antiguas de cobre, batido
y oxidado. Se detuvo, su atención concentrada en un anillo que tenía
engastado un disco del tamaño de una moneda pequeña. Mahmoud siguió su
mirada, extrajo el anillo de la vitrina y se lo ofreció. Un rayo de sol que
entraba por el escaparate cayó sobre el anillo, iluminó el disco y reveló un
dibujo de nueve puntos alrededor de un círculo central.
—Una elección muy interesante —dijo Mahmoud. Su tono jovial había
cambiado. Ahora estaba serio y concentrado, y observaba a Maureen con
atención mientras ella le interrogaba acerca del anillo.
—¿Cuál es su antigüedad?
—No sabría decirle. Mis expertos afirmaron que era bizantino, tal vez
de los siglos seis o siete, pero cabe la posibilidad de que sea más antiguo
todavía.
Maureen miró con atención el dibujo que componían los puntos.
—Este dibujo me parece… familiar. Tengo la sensación de haberlo
visto antes. ¿Sabe si simboliza algo?
Mahmoud relajó su concentración.
—No puedo afirmar con seguridad lo que el artista quiso crear hace mil
quinientos años, pero me han dicho que era el anillo de un cosmólogo.
—¿Un cosmólogo?
—Alguien que comprende la relación entre la Tierra y el cosmos. Lo
que está arriba es igual que lo que está abajo. Debo decir que, la primera vez
que lo vi, me recordó a los planetas bailando alrededor del Sol.
Maureen contó los puntos en voz alta.
—Siete, ocho, nueve. Pero en aquella época no sabían que había nueve
planetas, ni que el Sol era el centro del sistema solar. No puede ser eso,
¿verdad?
—No podemos presumir de conocer lo que los antiguos sabían. —
Mahmoud se encogió de hombros—. Pruébeselo.
Maureen, que presintió de repente una argucia de vendedor, devolvió el
anillo a Mahmoud.
—Oh, no, gracias. Es muy bonito, pero sólo era curiosidad. Me prometí
que hoy no gastaría dinero.
—Ningún problema —dijo Mahmoud, negándose a tomar el anillo—.
Porque tampoco está en venta.
—¿No?
—No. Mucha gente me ha ofrecido comprar este anillo. Yo me niego a
venderlo. Por lo tanto, pruébeselo sin condiciones. Sólo por diversión.
Tal vez porque el hombre había recuperado su tono guasón y ella se
sentía menos presionada, o debido a la atracción del dibujo inexplicado,
Maureen deslizó el anillo de cobre en su dedo anular derecho. Encajó a la
perfección.
Mahmoud asintió, serio de nuevo, y susurró casi para sí:
—Como hecho a la medida.
Maureen alzó el anillo a la luz y lo examinó en su mano.
—No puedo apartar mis ojos de él.
—Es porque es para usted.
Maureen levantó la vista con suspicacia. Mahmoud era más elegante
que los vendedores callejeros, pero al fin y al cabo era un vendedor.
—¿No ha dicho que no estaba en venta?
Empezó a quitarse el anillo, a lo cual se opuso con vehemencia el
vendedor, que alzó las manos en señal de protesta.
—No. Por favor.
—De acuerdo, de acuerdo. Ahora es cuando empieza el regateo,
¿verdad? ¿Cuánto vale?
Mahmoud pareció muy ofendido antes de contestar.
—No me ha entendido bien. Me confiaron el anillo hasta que
encontrara la mano adecuada. La mano para la que fue hecho. Ahora veo que
es su mano. No puedo vendérselo porque ya es suyo.
Maureen miró el anillo, y después a Mahmoud, perpleja.
—No lo entiendo.
En el rostro de Mahmoud se dibujó una sonrisa sabia y el hombre
avanzó hacia la puerta de la tienda.
—No, pero un día lo hará. De momento, conserve el anillo. Un regalo.
—No puedo…
—Puede y lo hará. Ha de hacerlo. De lo contrario, habré fracasado. No
querrá cargar con ese peso en su conciencia, por supuesto.
Maureen meneó la cabeza, desconcertada, mientras le seguía hasta la
puerta, donde se detuvo.
—La verdad es que no sé qué decir, ni cómo darle las gracias.
—No hace falta, no hace falta. Pero ahora debe irse. Los misterios de
Jerusalén la están esperando.
Mahmoud le abrió la puerta a Maureen, quien volvió a darle las gracias.
—Adiós, Magdalena —susurró cuando ella salió. Maureen se detuvo y
se volvió al punto.
—Perdone, ¿qué ha dicho?
Mahmoud volvió a exhibir su sonrisa sabia y enigmática.
—He dicho, adiós, madonna.
Saludó a Maureen con la mano, y ésta le devolvió el gesto y salió al
ardiente sol de Oriente Próximo.
Maureen parpadeó y cerró los ojos con fuerza durante unos segundos.
Meneó la cabeza enérgicamente para ayudarse a enfocar la vista, sin saber
muy bien al principio dónde estaba. Una mirada a sus tejanos, la mochila de
microfibra y las zapatillas Nike la convencieron de que continuaba en el
siglo XX. A su alrededor continuaba el bullicio de la Ciudad Vieja, pero la
gente iba vestida al estilo contemporáneo y los sonidos eran diferentes:
Radio Jordán emitía una canción pop (¿era Losing My Religion, de rem?)
desde una tienda de enfrente. Un chico palestino tamborileaba sobre el
mostrador. Le dedicó una sonrisa sin perder el ritmo.
Maureen se levantó del banco e intentó desprenderse de la visión, si
había sido eso. No estaba segura, ni tampoco podía permitirse el lujo de
seguir pensando en ello. Tenía el tiempo limitado en Jerusalén, y dos mil
años de lugares que ver. Apeló a su disciplina de periodista y a toda una vida
de reprimir los sentimientos, archivó la visión para llevar a cabo un análisis
posterior, y se obligó a seguir andando.
Se mezcló con un grupo de turistas británicos cuando doblaron una
esquina, conducidos por un guía que llevaba alzacuello de sacerdote
anglicano. El hombre anunció a los peregrinos que se estaban acercando al
lugar más sagrado de la cristiandad, la basílica del Santo Sepulcro.
Gracias a sus investigaciones, Maureen sabía que las restantes
estaciones del Vía Crucis se hallaban dentro del venerado edificio. La
basílica, que abarcaba varias manzanas, ocupaba el lugar de la crucifixión
desde que la emperatriz Elena había jurado proteger este terreno sagrado en
el siglo IV. Elena, quien también fue la madre del emperador romano
Constantino, fue canonizada con posterioridad por sus esfuerzos.
Maureen se acercó a las enormes puertas de entrada con parsimonia y
cierta vacilación. Cuando pisó el umbral, cayó en la cuenta de que hacía
muchos años que no entraba en una iglesia, pero tampoco ardía en deseos de
cambiar dicha situación. Se recordó con firmeza que la investigación que la
había llevado a Israel era de índole erudita antes que espiritual. Mientras no
perdiera de vista este detalle, podría hacerlo. Podría atravesar aquellas
puertas.
Pese a su reticencia, aquel colosal templo poseía algo carismático, algo
que provocaba temor reverencial. Cuando entró, oyó las palabras del
sacerdote británico:
—Dentro de estos muros, verán el lugar donde el Señor hizo el
sacrificio definitivo. Donde le despojaron de su ropa, donde le clavaron en la
cruz. Entrarán en la tumba sagrada donde depositaron su cuerpo. Hermanos
y hermanas en Cristo, en cuanto entren en este lugar, sus vidas nunca
volverán a ser como antes.
EN ESTE LUGAR,
MARÍA MAGDALENA FUE LA PRIMERA
EN VER AL SEÑOR RESUCITADO
Leyó en voz alta la cita de otra placa que había debajo del bronce.
—«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién andas buscando?».
Maureen no tuvo mucho tiempo para meditar sobre la pregunta, porque
el hombrecillo ya estaba tirando de ella otra vez, caminando a toda prisa con
su paso peculiar hasta otro rincón más oscuro de la basílica.
—Venga, venga.
Doblaron una esquina y se detuvieron delante de un cuadro, el retrato
envejecido de una mujer. El tiempo, el incienso y los siglos de residuos
aceitosos de velas habían obrado su efecto en la pintura, por lo cual Maureen
tuvo que acercarse más para examinarla. El hombrecillo habló con voz muy
seria.
—Cuadro muy antiguo. Griego. ¿Entiende? Griego. El más importante
de Nuestra Señora. Necesita que usted cuente su historia. Por eso vino aquí,
Mo-rií. La hemos esperado mucho tiempo. Ella ha esperado. A usted. ¿No?
Maureen contempló con cautela la pintura, el antiguo retrato de una
mujer que llevaba una capa roja. Se volvió hacia el hombrecillo, muy
intrigada ahora por saber adónde la estaba conduciendo todo esto. Pero ya no
estaba, se había desvanecido con tanta rapidez como había aparecido.
—¡Espere!
El grito de Maureen resonó en la enorme iglesia, pero no obtuvo
respuesta. Devolvió su atención al cuadro.
Cuando se acercó más al retrato, observó que la mujer llevaba en la
mano derecha un anillo que tenía engastado un disco redondo de cobre, con
un dibujo que plasmaba nueve círculos rodeando una esfera central.
Maureen levantó la mano derecha, en la que llevaba su nuevo anillo,
para compararlo con el del cuadro.
Los anillos eran idénticos.
Los Ángeles
Octubre de 2004
McLean, Virginia
Marzo de 2005
París (Arrondissement I)
Caveau des Mousquetaires
Marzo de 2005
EL SÓTANO DE PIEDRA del viejo edificio era conocido como el Caveau des
Mousquetaires desde tiempo inmemorial. Su proximidad al Louvre en los
días en que el gran museo había sido residencia de los reyes de Francia le
concedía importancia estratégica, algo que no era menos cierto en los
tiempos modernos. El escondite llevaba el nombre de los héroes
inmortalizados por Alexandre Dumas en su obra más celebrada. El escritor
había basado los personajes de los espadachines de su novela en hombres
reales, encargados de una misión verdadera. Esta estancia era uno de los
lugares de encuentro secretos de la guardia del rey, después de que el
malvado cardenal Richelieu les obligara a ocultarse. En realidad, no era al
rey de Francia a quien los mosqueteros habían jurado proteger, sino a la
reina. Ana de Austria era la hija de un linaje mucho más antiguo y regio que
el de su marido.
Dumas se revolvería en su tumba si supiera que este sitio sagrado había
caído en manos enemigas. Esta noche, la cueva era el lugar de encuentro de
otra hermandad secreta. La organización usurpadora no sólo era mil
quinientos años más antigua que los mosqueteros, sino que también se
oponía a su misión con un juramento de sangre.
Iluminadas por dos docenas de velas, las sombras bailaban sobre las
paredes y revelaban la presencia de un grupo de hombres embozados. Se
hallaban de pie alrededor de una maltrecha mesa rectangular, los rostros
atrapados en un juego de luces y sombras. Si bien sus facciones no se
distinguían en la semipenumbra, el peculiar emblema de su gremio era
visible en todos ellos: un cordón rojo sangre ceñido alrededor del cuello.
Las voces quedas revelaban una variedad de acentos: inglés británico y
norteamericano, francés e italiano. Todos guardaron silencio cuando el líder
ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. Ante él, una pulida calavera
humana brillaba a la luz de las velas, depositada sobre una bandeja de oro
con filigranas. A un lado de la calavera había un cáliz, adornado con
espirales doradas a juego con las filigranas de la bandeja. Al otro lado de la
calavera, un crucifijo de madera tallado a mano yacía sobre la mesa, con la
figura de Cristo cabeza abajo.
El líder tocó la calavera con reverencia, y luego alzó el cáliz de oro
lleno de un espeso líquido rojo. Habló en inglés con acento de Oxford.
—La sangre del Maestro de Justicia.
Bebió poco a poco antes de pasar el cáliz al hermano de la izquierda. El
hombre lo aceptó con un cabeceo, repitió la misma frase en francés y tomó
un sorbo. Cada miembro de la hermandad repitió el rito, hablando en su
idioma nativo, hasta que el cáliz regresó a la cabecera de la mesa.
El líder depositó la copa encima de la mesa ante él. A continuación,
alzó la bandeja y besó el hueso de la frente de la calavera con reverencia. Al
igual que había hecho con el cáliz, pasó la calavera a la izquierda, y cada
miembro de la hermandad repitió el acto. Esta parte del ritual se llevó a cabo
en absoluto silencio, como si fuera demasiado sagrado para que las palabras
lo profanaran.
La calavera completó el círculo de fieles y terminó en manos del líder.
Éste alzó la bandeja en el aire antes de devolverla a la mesa con un ademán
ostentoso y las palabras:
—El primero. El único.
El líder hizo una pausa, y después levantó el crucifijo de madera. Le dio
la vuelta para que la imagen crucificada quedara de cara a él, la levantó hasta
la altura de los ojos y escupió con ferocidad en el rostro de Jesucristo.
McLean, Virginia
Marzo de 2005
Los Ángeles
Abril de 2005
Suyo sinceramente,
Bérenger Sinclair
Los Ángeles
Abril de 2005
LA DISCUSIÓN CON PETER había sido más acalorada de lo que había supuesto.
Maureen sabía que se opondría a su decisión de reunirse con Sinclair en
Francia, pero no estaba preparada para la vehemencia con que defendió su
postura.
—Tamara Wisdom es una descerebrada, y no puedo creer que te
convenciera de hacer esto. No me fío de su descripción de Sinclair.
La discusión se había prolongado durante toda la cena. Peter había
interpretado el papel de hermano mayor y protector, preocupado por su
seguridad, y Maureen se había esforzado por hacerle comprender su
decisión.
—Pete, sabes que nunca me ha gustado correr riesgos. Me gustan el
orden y el control en mi vida, y mentiría si te dijera que esto no me
aterroriza.
—¿Y por qué lo haces?
—Porque los sueños y las coincidencias me aterrorizan todavía más. No
tengo control sobre ellos, y la cosa va empeorando, pues cada vez son más
frecuentes y vívidos. Creo que he de seguir este camino y ver adónde me
conduce. Quizá Sinclair tenga las respuestas que busco, tal como él afirma.
Si es el mayor experto en María Magdalena del mundo, tal vez podrá
explicarme algo de esto. Sólo hay una forma de averiguarlo, ¿verdad?
Al final de la agotadora discusión, Peter se rindió por fin, pero con una
condición.
—Iré contigo —anunció.
Y así terminó la discusión.
Nueva Orleans
Junio de 2005
París
19 de junio de 2005
—¿Dónde estamos?
Maureen despertó en un sofá, en una habitación chapada en madera. El
rostro serio de Peter flotaba sobre ella cuando contestó.
—En una de las oficinas de la catedral.
Cabeceó en dirección al sacerdote francés que habían visto antes, el
cual había entrado por una puerta disimulada al fondo de la habitación, con
expresión preocupada.
—El padre Marcel me ayudó a traerte aquí. No podías ni moverte.
El padre Marcel avanzó y le ofreció un vaso de agua. Ella bebió
agradecida.
—Merci —dijo al sacerdote, quien asintió en silencio y se retiró al
fondo de la habitación para esperar con discreción, en caso de que volvieran
a necesitar su ayuda—. Lo siento —dijo a Peter sin demasiada convicción.
—Tranquila. Es evidente que no pudiste controlarlo. ¿Quieres decirme
qué viste?
Ella le contó la visión. El rostro de Peter fue palideciendo a cada nueva
palabra que oía. Cuando ella terminó, estaba muy serio.
—Maureen, sé que no querrás oír esto, pero creo que estás teniendo
visiones divinas.
—¿Crees que debería hablar con un cura? — bromeó la joven.
—Hablo en serio. Esto está fuera de mi esfera de acción, pero
encontraré a alguien que sepa de estas cosas. Sólo para hablar. Podría serte
de ayuda.
—Ni se te ocurra —replicó Maureen, al tiempo que se incorporaba en
el sofá—. Llévame de vuelta al hotel para que pueda descansar un poco. En
cuanto haya dormido un rato, estoy segura de que me encontraré bien.
Maureen pudo, por fin, sobreponerse a la visión y salir por su propio
pie de la catedral. Experimentó un gran alivio al encontrar una salida lateral,
lo cual le ahorró tener que atravesar de nuevo el interior de ese gran icono de
la cristiandad.
En cuanto Peter depositó a Maureen sana y salva en su habitación,
volvió a la suya. Estuvo sentado un momento, contemplando el teléfono. Era
demasiado temprano para llamar a Estados Unidos. Saldría un rato y
volvería cuando la hora fuera un poco más apropiada para aquella zona
horaria.
París
19 de junio de 2005
París
20 de junio de 2005
LA PIRÁMIDE DE VIDRIO de I. M. Pei centelleaba bajo los rayos del sol del
verano francés. Maureen y Peter, ambos repuestos después de una noche de
verdadero sueño, esperaban en la cola con los demás turistas para entrar en
el Louvre.
Peter miró a la gente que esperaba en la larga cola, aferrando sus guías.
—Tanto alboroto por la Mona Lisa. Nunca lo entenderé. El cuadro más
sobrevalorado de todo el planeta.
—Estoy de acuerdo, pero mientras se amontonan para verla, tendremos
el ala Richelieu para nosotros solos.
París
21 de junio de 2005
El Languedoc
22 de junio de 2005
Rennes-le-Château
23 de junio de 2005
—LA PRIMERA VEZ es imposible encontrar el pueblo sin que alguien te ayude
—dijo Tammy desde el asiento de atrás—. Gire a la derecha aquí. ¿Ve esa
pequeña pista? Sube por la colina hasta Rennes-le-Château.
La estrecha senda, apenas pavimentada, serpenteaba hacia lo alto de la
colina en una empinada serie de cambios de rasante muy pronunciados. Al
llegar arriba, un tosco letrero parcialmente oculto por la maleza anunciaba el
nombre de la diminuta aldea.
—Puede aparcar aquí.
Tammy los guió hasta un pequeño claro polvoriento, situado en la
entrada del pueblo.
Al bajar del coche, Maureen consultó su reloj. Volvió a mirarlo antes de
comentar:
—Qué raro. Mi reloj se ha parado, y le puse una pila nueva antes de
irme de Estados Unidos.
Tammy rio.
—¿Ves? La diversión ya ha empezado. El tiempo cobra un nuevo
significado en esta montaña mágica. Te aseguro que tu reloj volverá a la
normalidad en cuando abandonemos esta zona.
Peter y Maureen intercambiaron una mirada, y luego siguieron a
Tammy. Ésta no se molestó en dar explicaciones, sino que continuó andando.
—Damas y caballeros —bromeó—, están entrando en la Dimensión
Desconocida.
El pueblo causaba la sobrecogedora impresión de una tierra olvidada
por el tiempo. Era muy pequeño, y parecía extrañamente desierto.
—¿Vive alguien aquí? — preguntó Peter.
—Oh, sí. Es un pueblo con mucha actividad. Menos de doscientos
habitantes, pero habitantes al fin y al cabo.
—El silencio es estremecedor —comentó Maureen.
—Siempre es así —explicó Tammy—, hasta que llega un autocar
cargado de turistas.
Cuando entraron en el pueblo, vieron a la derecha los restos de un
castillo, las ruinas del palacio que daba nombre al pueblo.
—Es el castillo de Hautpol. Fue una fortaleza de los templarios durante
las cruzadas. ¿Veis la torre? — Señaló un torreón desmoronado—. Que lo
apartado del lugar y su penoso estado no os llamen a engaño. Eso se llama la
Torre de la Alquimia y es uno de los puntos esotéricos más importantes de
Francia. Tal vez del mundo.
—Supongo que va a explicarnos por qué.
Peter notaba que su irritación iba en aumento. Estaba harto de juegos
envueltos en misterios. Sólo quería que alguien le diera respuestas sensatas.
—Se lo diré, pero todavía no. Sólo porque no significará nada para
usted hasta que conozca la historia del pueblo. Lo dejaremos para el final y
se lo contaré cuando nos vayamos.
Dejaron una pequeña librería a la izquierda. Estaba cerrada, pero en los
escaparates se veían numerosos volúmenes en cuyas portadas había símbolos
ocultistas.
—No es el típico pueblo rural católico, ¿verdad? — susurró Maureen a
Peter, mientras Tammy se adelantaba.
—Por lo visto no —admitió él, al tiempo que examinaba la extraña
selección de libros y el pentagrama del escaparate.
Otro elemento extraño, situado en la pared de enfrente de la angosta
calle, llamó la atención de Maureen, mientras seguía a Tammy por las
antiguas calles de piedra del peculiar pueblo. En un costado de la casa, a la
altura de los ojos, había un bajorrelieve de lo que parecía ser un reloj de sol.
Hacía mucho tiempo que el gnomon se había desprendido, dejando un
agujero en el centro. Una inspección más detenida revelaba que las marcas
eran bastante extrañas. Empezaban con el número nueve y continuaban hasta
el diecisiete, con las medias horas señaladas entre ellas. Pero grabados sobre
los números había una serie de símbolos de aspecto arcano.
Peter miró el bajorrelieve cuando Maureen señaló los extraños glifos.
—¿Qué crees que significan? — preguntó ella.
Tammy volvió sobre sus pasos, sonriente como el gato que se comió el
ratón.
—Veo que habéis descubierto la primera de nuestras rarezas
importantes de RLC —dijo.
—¿RLC?
—Rennes-le-Château. Todo el mundo lo llama así, porque el maldito
nombre es muy largo. Tenéis que empezar a aprender la jerga local si queréis
quedar bien en la fiesta de mañana por la noche.
Maureen se volvió hacia el bajorrelieve de la pared. Peter lo estaba
examinando con detenimiento.
—Reconozco los símbolos, los planetas. Ésa es la Luna, y Mercurio.
¿Ése es el Sol?
Señaló un círculo con un punto en el centro.
—Pues claro —contestó Tammy—. Y ése es Saturno. El resto de los
símbolos están relacionados con la astrología. Aquí están Libra, Virgo, Leo,
Cáncer, y éste es Géminis.
A Maureen se le ocurrió una idea.
—¿Ves Escorpio o Sagitario?
Tammy meneó la cabeza, pero señaló a la izquierda del reloj de sol,
donde habrían estado las siete en punto en un reloj normal.
—No. ¿Ves aquí, donde acaban las marcas? Es el planeta Saturno. Si las
marcas continuaran en dirección contraria a las agujas del reloj, estaría
Escorpio a continuación de Libra, y después Sagitario.
—¿Por qué se detienen en un lugar tan raro? — preguntó Maureen.
—¿Y qué significa eso? — Peter estaba mucho más interesado en hallar
una respuesta.
Tammy alzó las manos con las palmas hacia fuera, como diciendo: «No
puedo ayudarte».
—Creemos que es una referencia a la alineación de los planetas. Aparte
de eso, no sabemos nada más.
Maureen continuaba mirando el reloj. Estaba pensando en el fresco de
Sandro que había visto en el Louvre, y trataba de determinar si existía alguna
relación con el escorpión de la imagen. Quería entender el posible cometido
de un reloj de sol tan extraño, si es que existía.
—¿Es como aquello de «cuando la Luna está en la séptima casa y
Júpiter se alinea con Marte»?
—Si os ponéis a cantar Aquarius, me largo —anunció Peter.
Todos rieron, y Tammy continuó su explicación.
—Ella tiene razón, de todos modos. Debe de ser una referencia a una
posible alineación planetaria. Como está situada delante de una casa de
alcurnia, hemos de asumir que era importante para todos los habitantes del
pueblo saber dónde estaba.
Se alejaron del reloj de sol, y Tammy señaló una villa que había
delante.
—La atracción principal del pueblo es el museo y toda la zona de la
villa. Lo tenemos justo ahí delante.
Al final de la estrecha calle se alzaba un edificio residencial, una
pintoresca villa de piedra. Una torre de piedra de forma peculiar se veía
detrás, a cierta distancia, aferrada a la ladera de la montaña.
—El misterio de este pueblo se centra en una historia muy extraña
sobre un sacerdote famoso, o mejor dicho, tristemente célebre, que vivió
aquí a finales del siglo dieciocho. El cura Bérenger Saunière.
—¿Bérenger? ¿No es el nombre de Sinclair? — preguntó Peter.
Tammy asintió.
—Sí, y no se trata de una coincidencia. El abuelo de Sinclair confiaba
en que, poniendo a su nieto el mismo nombre, tal vez heredaría algunas de
las cualidades del susodicho. Saunière protegió a capa y espada las historias
y misterios locales, y estaba dedicado en cuerpo y alma al legado de María
Magdalena.
»En cualquier caso, corren diversas leyendas sobre lo que el cura
descubrió aquí cuando empezó a restaurar la iglesia. Algunos creen que
encontró el tesoro perdido del templo de Jerusalén. Como el castillo
adyacente estaba relacionado con los Caballeros Templarios, es posible que
utilizaran este apartado reducto para esconder el botín capturado en Tierra
Santa. ¿Quién buscaría aquí arriba algo valioso? Otros dicen que Saunière
descubrió documentos de valor incalculable. Fuera lo que fuera, se convirtió
en un hombre muy rico, de repente y de manera misteriosa. Gastó millones
en vida, aunque ganaba el equivalente a veinticinco francos al año con su
salario de cura de pueblo. ¿De dónde salió toda esa riqueza?
»En la década de los ochenta, tres investigadores ingleses escribieron
un libro sobre Saunière y su misteriosa riqueza que fue un gran éxito de
ventas. Se titulaba El enigma sagrado, y se considera un clásico en los
círculos esotéricos. La mala noticia es que ese mismo libro provocó una
epidemia de cazadores de tesoros en esta zona. Se explotaron los recursos
naturales, fanáticos religiosos y cazadores de recuerdos destrozaron
monumentos. Sinclair llegó a apostar guardias armados en sus tierras para
proteger la tumba.
—¿La tumba de Poussin? — preguntó Maureen.
Tammy asintió.
—Por supuesto. Es la clave de todo el misterio, gracias a Los pastores
de Arcadia.
—Ayer vimos la tumba. No había ningún guardia —dijo Peter.
Tammy lanzó una carcajada gutural.
—Porque Sinclair no puso obstáculos. Créame, él estaba enterado de su
presencia. Si no hubiera querido que entraran, se habrían enterado.
Llegaron al gran edificio que dominaba el pueblo. Un letrero
anunciaba: «Villa Bethania. Residencia de Bérenger Saunière».
Cuando entraron por las puertas del museo, Tammy sonrió y saludó con
un cabeceo a la mujer que había en el mostrador de la entrada, la cual indicó
con un ademán que pasaran.
—¿No hemos de comprar entradas? — preguntó Maureen, cuando vio
el cartel que anunciaba el precio de las mismas.
Tammy negó con la cabeza.
—No, ya me conocen. Utilizo el museo como escenario del documental
sobre la historia de la alquimia.
Pasaron ante vitrinas donde se exhibían los hábitos utilizados por el
cura Saunière en el siglo XIX. Peter se detuvo a mirarlos, mientras Tammy
seguía hasta el final del vestíbulo. Se paró ante un antiguo pilar de piedra en
el que había grabada una cruz.
—Se llama el Pilar de los Caballeros, y se cree que fue tallado por los
visigodos en el siglo ocho. Formaba parte del altar de la iglesia antigua.
Cuando el padre Saunière trasladó el pilar durante la restauración, descubrió
unos misteriosos documentos codificados, al menos eso dicen.
Los conservadores del museo habían mandado ampliar las fotografías
de los pergaminos, para resaltar la codificación. Letras sueltas destacaban en
mayúsculas, pero cuando se miraba con atención era evidente que no estaban
dispuestas al azar. Maureen señaló la frase ET IN ARCADIA EGO, que
aparecía en mayúsculas sombreadas.
—Ahí está otra vez —dijo Maureen a Peter. Se volvió hacia Tammy—.
¿Qué significa? ¿Es alguna especie de código?
—Hay al menos cincuenta teorías diferentes, que yo sepa, sobre el
significado de la frase. Por sí sola, ha dado nacimiento a toda una industria
artesanal.
—Peter esbozó una teoría interesante en el tren, cuando veníamos hacia
aquí —intervino Maureen—. Pensó que estaba relacionada con el pueblo de
Arques: «En Arques, el pueblo de Dios, estoy».
Tammy pareció impresionada.
—No está nada mal, padre. La creencia más común es la explicación
del anagrama latino. Si reordena las letras, se lee I tego arcana Dei.
Peter tradujo.
—Yo escondo los secretos de Dios.
—Sí. No sirve de mucho, ¿verdad? — rio Tammy—. Venid, voy a
enseñaros la casa desde fuera.
Peter aún seguía pensando en la tumba de Poussin.
—Espere un momento. ¿No implicaría eso que había algo escondido
dentro de la tumba? Si lo pone todo junto, resulta algo así como: «En
Arques, la Ciudad de Dios, yo escondo los secretos».
Maureen y Peter esperaron a que Tammy respondiera. Se detuvo a
pensar un momento.
—Es una teoría tan buena como cualquier otra de las que he oído. Por
desgracia, la tumba ha sido abierta y registrada muchas veces. El abuelo de
Sinclair excavó casi tres kilómetros cuadrados de terreno alrededor de ella, y
Bérenger ha empleado todo tipo de tecnología imaginable para buscar el
supuesto tesoro enterrado: ultrasonidos, radar… De todo.
—¿Y nunca encontraron nada? — preguntó Maureen.
—Nada de nada.
—Tal vez alguien se les adelantó —aventuró Peter—. ¿Qué hay del
cura Saunière? ¿Pudo sacar de ahí su riqueza? Quizá descubrió un tesoro.
—Eso es lo que cree mucha gente. Pero ¿sabéis lo más divertido?
Después de décadas de investigaciones llevadas a cabo por hombres y
mujeres muy testarudos, nadie sabe cuál era el secreto de Saunière, ni
siquiera hoy.
Tammy los estaba guiando a través de un hermoso patio, dominado por
una fuente de piedra y mármol.
—Muy impresionante, para ser un simple cura del siglo diecinueve —
comentó Peter.
—¿Verdad? Pero lo más extraño es que, si bien el cura Saunière se
gastó una fortuna en construir este lugar, nunca vivió aquí. De hecho, se
negó a hacerlo. Al final, lo legó a su… ama de llaves.
—Ha hecho una pausa —observó Peter—. Antes de decir «ama de
llaves».
—Bien, muchos creen que la mujer era algo más que el ama de llaves
de Saunière, que era su compañera sentimental.
—Pero ¿no era un sacerdote católico?
—No juzgue, padre. Ése es mi lema y siempre lo ha sido.
Maureen se había alejado, concentrada su atención en una escultura del
jardín maltratada por el tiempo.
—¿Quién es?
—Juana de Arco —contestó Tammy.
Peter se acercó a la estatua.
—Ah, claro. Ya veo su espada y su bandera. Pero aquí parece fuera de
lugar —comentó.
—¿Por qué? — preguntó Maureen.
—Parece… muy tradicional. Un símbolo clásico del catolicismo
francés. No obstante, aquí no parece que haya nada ni remotamente
convencional.
—¿Juana? ¿Convencional? — Tammy volvió a estallar en carcajadas
—. En estos parajes no. Pero eso merece una lección de historia que
impartiremos más tarde. ¿Quiere ver algo de verdad poco ortodoxo? Tiene
que ver la iglesia.
El Languedoc
23 de junio de 2005
ELIGE MAGISTRUM.
Roma
23 de junio de 2005
EL SOL BRILLABA con más fuerza en Roma que en cualquier otro lugar del
mundo, o al menos eso pensaba el obispo Magnus O’Connor mientras
caminaba sobre las piedras consagradas de la basílica de San Pedro. Se
sentía abrumado por el honor de acceder a la capilla privada.
Cuando pisó suelo consagrado, se detuvo ante la estatua de mármol de
Pedro sosteniendo las llaves de la Iglesia, y besó los pies descalzos del santo.
Después se dirigió a la parte delantera de la iglesia y se acomodó en el
primer banco. Dio gracias al Señor por conducirle hasta aquel lugar santo.
Rezó por él, rezó por su obispado y rezó por el futuro de la Santa Madre
Iglesia.
Cuando terminó sus oraciones, Magnus O’Connor entró en el despacho
del cardenal Tomás DeCaro, cargado con las carpetas rojas que habían
significado su billete para el Vaticano.
—Aquí están, Su Ilustrísima.
El cardenal le dio las gracias. Si O’Connor había esperado una
invitación para sostener con el cardenal una prolongada conversación, debió
llevarse una gran decepción. El cardenal DeCaro se excusó con un brusco
cabeceo, sin decir ni una palabra más.
DeCaro estaba ansioso por ver el contenido de las carpetas, pero la
primera vez prefería hacerlo en privado.
Abrió el primer expediente, todos los cuales llevaban escrito en la
portada con mayúsculas en negrita: EDOUARD PAUL PASCHAL.
Sinclair los entretuvo con más relatos sobre las leyendas locales, así
como con más historias sórdidas de buscadores carentes de escrúpulos que
habían hecho estragos en los recursos naturales de la región. Les contó que
los nazis habían enviado equipos durante la guerra, en un esfuerzo por
descubrir objetos ocultos que creían enterrados en la zona. Por lo que se
sabía, las tropas de Hitler no tuvieron éxito en su búsqueda, y al final se
marcharon con las manos vacías y perdieron la guerra poco tiempo después.
Peter guardaba silencio para poder asimilar la cantidad de información
que estaba recibiendo. Más tarde, clasificaría los detalles y decidiría cuánto
había de cierto y cuánto de romanticismo propio del Languedoc. Era fácil
dejarse atrapar por las leyendas del Grial y sobre manuscritos santos
desaparecidos en un lugar tan misterioso y místico como ése. Peter sintió
que su pulso se aceleraba al pensar en la existencia de tales escritos.
Maureen caminaba junto a Sinclair y escuchaba con reverencia. Peter
no estaba seguro de si era Maureen la periodista o Maureen la soltera quien
absorbía cada palabra de Sinclair, pero le prestaba toda su atención,
concentrada por completo en el carismático escocés.
Cuando doblaron un recodo situado en lo alto de una pequeña colina,
vieron una torre de piedra parecida a un torreón de castillo, y que daba la
impresión de brotar de la ladera. Tendría una altitud de varios pisos, singular
e incongruente en el paisaje rocoso.
—¡Se parece a la torre de Saunière! — exclamó Maureen.
—La llamamos el Capricho de Sinclair. Fue construida por mi
bisabuelo. Y sí, imitó la de Saunière. Nuestra vista no es tan espectacular
como la de Rennes-le-Château porque la altitud es menor, pero de todos
modos es encantadora. ¿Les apetece verla?
Maureen miró al preocupado Peter, para ver si quería explorar la torre.
Su primo meneó la cabeza.
—Yo me quedó aquí. Sube tú, si quieres.
Sinclair extrajo una llave de su bolsillo y abrió la puerta de la torre.
Entró el primero y guió a Maureen por una empinada escalera de caracol.
Abrió una puerta que daba al tejado y le indicó con un ademán que pasara
delante.
La vista del país cátaro y los ruinosos y antiguos castillos que se
alzaban en la lejanía era magnífica. Maureen saboreó la panorámica un
momento.
—¿Por qué la construyó? — preguntó a Sinclair.
—Por la misma razón que Saunière construyó la suya. La vista
excepcional. Creían que se podían distinguir muchos secretos desde aquí
arriba.
Maureen se apoyó en el baluarte y emitió un gemido de frustración.
—¿Por qué todo son acertijos? Me prometió respuestas, pero hasta el
momento sólo me ha planteado más interrogantes.
—¿Por qué no pregunta a las voces de su cabeza? O mejor aún, a la
mujer de sus visiones. Es quien la ha traído aquí.
Maureen se quedó estupefacta.
—¿Cómo lo sabe?
La sonrisa era de complicidad, pero no engreída.
—Usted lleva sangre Paschal en las venas. Cabía esperarlo. ¿Conoce
los orígenes de su apellido paterno?
—¿Paschal? Mi padre nació en Luisiana de ascendencia francesa, como
toda la gente del Bayou.
—¿Cajún? Maureen asintió.
—Por lo que tengo entendido. Murió cuando yo era pequeña. No me
acuerdo mucho de él.
—¿Sabe de dónde procede la palabra cajún? De arcadiano. Los
franceses que se establecieron en Luisiana fueron llamados arcadianos,
término que en el dialecto local se convirtió en acadiano y finalmente en
cajún. Dígame, ¿ha consultado alguna vez la palabra paschal en un
diccionario de la lengua inglesa?
Maureen le estaba mirando con curiosidad, pero cada vez con más
cautela.
—No, no puedo decir que lo haya hecho.
—Me sorprende que alguien tan entregado a la investigación sepa tan
poco sobre el apellido de su familia.
Maureen desvió la vista cuando habló de su pasado.
—Al morir mi padre, mi madre me llevó a vivir con su familia de
Irlanda. Después no volvió a ponerse en contacto con la familia de mi padre.
—De todos modos, uno de sus padres debió de tener una premonición
de su destino.
—¿Por qué dice eso?
—Su nombre, Maureen. ¿Sabe qué significa?
El viento cálido sopló de nuevo y alborotó el pelo rojo de Maureen.
—Por supuesto. En irlandés es «pequeña María». Peter siempre me
llama así.
Sinclair se encogió de hombros, como si hubiera dejado claro lo que
quería decir, y desvió la vista hacia el Languedoc. Maureen siguió su mirada
hacia una serie de enormes rocas esparcidas por la llanura cubierta de hierba.
A lo lejos se produjo un destello. Maureen forzó la vista, como si
hubiera distinguido algo en el campo.
De pronto, Sinclair pareció muy interesado por saber qué había visto
Maureen.
—¿Qué pasa?
—Nada. — Maureen negó con la cabeza—. Sólo… un destello del sol
en mis ojos.
Sinclair no estaba muy convencido.
—¿Está segura?
Ella vaciló un largo momento, mientras contemplaba el campo de
nuevo. Asintió, y después formuló la pregunta que la atormentaba.
—Tanto hablar sobre mi apellido familiar, pero ¿cuándo me enseñará la
carta de mi padre?
—Creo que, cuando acabe la noche, sabrá más de lo que piensa.
EL COMEDOR QUE SINCLAIR había elegido para aquella noche era el de las
ocasiones íntimas, menos formal que el cavernoso salón principal del
castillo. La sala estaba adornada con excelentes réplicas de los más famosos
cuadros de Botticelli. Ambas versiones de las obras maestras conocidas
como las Lamentaciones cubrían casi toda una pared, mostrando a Jesús
crucificado en la posición de la Pietà sobre el regazo de su madre. En la
primera versión, una llorosa María Magdalena acuna su cabeza. En la
segunda, sujeta sus pies. Tres pinturas de la Madonna del maestro del
Renacimiento, Madonna de la granada, Madonna del libro y la Madonna
del Magnificat, colgaban enmarcadas en costosos marcos dorados en las
otras dos paredes.
Maureen y Peter sólo desviaron su atención de las obras de arte cuando
vieron que un banquete tradicional del Languedoc les aguardaba. Soperas
burbujeantes de cassoulet, el sabroso guiso de judías blancas con compota de
pato y salchichas, llegaron a la mesa transportadas por criadas, mientras
dejaban cestas con pan crujiente sobre la mesa. Botellas de vino tinto de
Courbières esperaban a ser descorchadas.
—Bienvenidos a la sala de Botticelli —anunció Sinclair cuando entró
—. Tengo entendido que, en fechas recientes, se les ha despertado cierta
simpatía por nuestro Sandro.
Maureen y Peter le miraron.
—¿Nos ha hecho seguir? — preguntó Peter.
—Por supuesto —replicó Sinclair, como si fuera la cosa más natural del
mundo—. Y estoy contento de haberlo hecho, porque me impresionó
sobremanera que acabaran en los frescos de la boda. Nuestro Sandro estaba
dedicado en cuerpo y alma a María Magdalena, lo cual resulta evidente en
sus obras más famosas. Como ésta.
Sinclair señaló una réplica de El nacimiento de Venus, el cuadro ahora
mítico que plasma a la diosa desnuda surgiendo de una venera sobre las olas.
—Representa la llegada de María Magdalena a las costas de Francia.
Toma la apariencia de la diosa del amor, frecuente en la pintura del
Renacimiento, y tiene una marcada relación con el planeta Venus.
—He visto ese cuadro cien veces, como mínimo —comentó Maureen
—. No tenía ni idea de que era María Magdalena.
—Casi nadie lo sabe. Nuestro Sandro era un miembro fundamental de
una organización de la Toscana dedicada a preservar su nombre y Su
recuerdo, la Fraternidad de María Magdalena. ¿Comprendió el significado
de los frescos que vio en el Louvre?
Maureen vaciló.
—No estoy segura.
—Inténtelo.
—Primero pensé en astrología, o al menos en astronomía. El escorpión
representaba la constelación de Escorpio, y el arco representaba a Sagitario.
—Bravo. Creo que está en lo cierto. ¿Ha oído hablar del Zodíaco del
Languedoc?
—No, pero sí del Zodíaco de Glastonbury, en Inglaterra. ¿Se parecen?
—Sí. Si superpone un plano de las constelaciones sobre esta región,
descubrirá que diferentes ciudades corresponden a ciertas constelaciones. Lo
mismo puede decirse de Glastonbury.
—Lo siento —dijo Peter, confuso—, pero no le sigo.
Maureen le informó.
—Era algo habitual para los antiguos, empezando por los egipcios. Los
lugares sagrados de la tierra se han construido de manera que reproduzcan el
cielo. Por ejemplo, las pirámides de Gizeh reproducen la constelación de
Orión. Ciudades enteras se planificaron de forma que reprodujeran
configuraciones estelares. Cumplían la filosofía alquímica de «Lo que está
arriba es igual que lo que está abajo».
—El fresco de la boda es un plano —explicó Sinclair—. Sandro nos
estaba indicando adónde debíamos mirar.
—Espere un momento. ¿Está diciendo que uno de los pintores más
grandes de la historia participaba en esta teoría conspiratoria de María
Magdalena?
—De hecho, padre Healy, estoy diciendo que muchos de los grandes
pintores de la historia participaban en ello. Hemos de dar gracias a María
Magdalena por muchas cosas, incluyendo un legado de tesoros artísticos de
grandes maestros.
—¿Como Leonardo da Vinci? — preguntó Maureen.
El rostro de Sinclair se ensombreció tan repentinamente que Maureen
se quedó sorprendida.
—¡No! Leonardo no está incluido en esa lista por buenos motivos.
—Pero pintó a María Magdalena en su fresco de la Ultima Cena. Y se
especula con que era el cabecilla de una sociedad secreta que la reverenciaba
a ella y a la feminidad divina.
Leonardo era el único artista con el que Maureen se había topado una y
otra vez durante su investigación sobre María Magdalena. Se sentía
sorprendida y confusa por el aparente desagrado que mostraba Sinclair por el
tema.
Sinclair tomó un sorbo de vino y dejó la copa sobre la mesa con mucha
lentitud.
—Querida mía, no arruinaremos esta velada hablando de ese hombre o
de su obra. No encontrará referencias a Leonardo da Vinci en mi casa, ni en
ninguna casa de esta región. De momento, esa explicación bastará. — Sonrió
para animar un poco la atmósfera—. Además, tenemos muchos grandes
artistas donde elegir, como nuestro Sandro, Poussin, Ribera, El Greco,
Moreau, Cocteau, Dalí…
—Pero ¿por qué? — preguntó Peter—. ¿Por qué todos estos artistas
tienen que ver con lo que es, en esencia, una herejía?
—Herejía según se mire. Pero para contestar a su pregunta, estos
grandes artistas pintaban para clientes acaudalados que los apoyaban, y la
mayoría de estos nobles clientes estaban relacionados con el sagrado linaje y
eran descendientes de María Magdalena. Piense en esos frescos de Botticelli,
por ejemplo. El novio, Lorenzo Tornabuoni, era de una rama de ese linaje.
Su novia, Giovanna Albizzi, era de una estirpe noble todavía más elevada.
Observará en el fresco que lleva una capa roja que simboliza su relación con
el linaje de María Magdalena. Fue una boda muy importante, porque unió a
dos dinastías muy poderosas.
Maureen y Peter guardaban silencio, a la espera de obtener más detalles
de Sinclair.
—Incluso hay quien cree que todos estos artistas eran también de dicho
linaje, y que su gran talento procedía de genes divinos. Esto es muy posible,
probable en el caso de Sandro. Además, estamos seguros de que eso es cierto
en el caso de varios maestros franceses, como Gorges de la Tour, que
pintaron a su musa y antepasada una y otra vez.
Maureen se entusiasmó cuando reconoció esta referencia.
—Vi un cuadro de De la Tour en el curso de mi investigación. La
Magdalena Penitente, en Los Ángeles.
El uso de la luz y la sombra en la hermosa pintura la había conmovido.
María Magdalena, con la mano posada sobre la calavera de la penitencia,
contempla la luz parpadeante de una vela que se refleja en un espejo.
—Vio una de las Magdalenas Penitentes —aclaró Sinclair—. Pintó
muchas con sutiles variaciones. Varias se han perdido. Una fue robada de un
museo en tiempos de mi abuelo.
—¿Cómo sabe que Georges de la Tour estaba relacionado con el linaje?
—Su nombre es la primera pista. De la Tour significa «de la torre». Es
un juego de palabras, en realidad. El nombre Magdalena proviene de migdal,
que significa «torre». Literalmente, es «María del lugar de la torre». Como
ya sabe, algunos afirman que Magdalena es un título, significando que María
era la torre, o la líder de su tribu.
»Cuando los cátaros fueron perseguidos, los supervivientes se vieron
obligados a cambiar de nombre para proteger su identidad, pues los nombres
cátaros se reconocían enseguida. Ocultaron su herencia a plena vista,
utilizando apellidos como De la Tour» o… —hizo una pausa para crear un
efecto dramático— De Paschal.
El asombro de Maureen fue mayúsculo.
—¿De Paschal?
—Por supuesto. El apellido De Paschal se utilizó para ocultar a una de
las familias cátaras más nobles. Se ocultaron a plena vista. Se hicieron
llamar De Paschal en francés y Di Pasquale en italiano. Hijos del Cordero
Pascual.
»Además —continuó Sinclair—, sé que Georges de la Tour era del
linaje, porque era el Gran Maestre de una organización dedicada a conservar
las tradiciones del cristianismo puro, tal como lo trajo a Europa María
Magdalena.
Esta vez fue Peter quien preguntó.
—¿Qué organización era ésa?
Sinclair indicó con un ademán que pasearan la vista a su alrededor.
—La Sociedad de las Manzanas Azules. Están cenando en la sede
oficial de una organización que ha existido en esta tierra desde hace más de
mil años.
Roma
23 de junio de 2005
Carcasona
24 de junio de 2005
—¡Reenie!
El acento americano de Tamara Wisdom llamaba la atención en aquel
escenario europeo. Atravesó la sala de baile, donde Maureen había
terminado de bailar con Roland. Tammy tenía un aspecto muy exótico con
su disfraz de gitana. Su extraordinario pelo estaba teñido de negro como ala
de cuervo, y le colgaba hasta la cintura. Brazaletes de oro cubrían sus brazos.
Roland guiñó un ojo a Tamara (como si estuviera flirteando con ella,
observó Maureen), antes de hacer una reverencia a ésta y excusarse.
Maureen abrazó a Tammy, contenta de ver otra cara conocida en aquel
país cada vez más extraño.
—¡Estás guapísima! ¿De qué vas disfrazada?
Tammy giró sobre sus talones, y su pelo de color ébano flotó detrás de
ella.
—Sara la egipcia, también conocida como la Reina de los Gitanos. Era
la doncella de María Magdalena.
Tammy levantó la falda de tafetán rojo de Maureen con un dedo.
—No hace falta preguntarte quién eres. ¿Berry te lo ha dado?
—¿Berry?
Tammy rio.
—Así llaman sus amigos a Sinclair.
—No sabía que erais tan íntimos.
Maureen esperó que la decepción no se hubiera transparentado en su
voz.
Tammy no tuvo oportunidad de contestar. Una joven las interrumpió,
apenas una adolescente, vestida con una sencilla túnica cátara. La muchacha
llevaba un lirio de agua que entregó a Maureen.
—Marie de Negre —dijo, inclinó la cabeza y se alejó a toda prisa.
Maureen se volvió hacia Tammy en busca de una explicación.
—¿A qué se refería?
—A ti. Esta noche eres la comidilla de la fiesta. Sólo existe una regla en
esta soirée anual, y es que nadie tiene que ir vestido como Ella. Y entonces
apareces tú, el vivo retrato de María Magdalena. Sinclair te está anunciando
al mundo. Es tu fiesta de presentación en sociedad.
—Encantador. Ojalá me hubieran informado de este detalle. ¿Qué me
ha llamado la chica?
—Marie de Negre. María la Negra. En la jerga de la zona es María
Magdalena, la Madonna Negra. En cada generación, una mujer de su linaje
recibe este nombre como título oficial y lo conserva hasta su muerte. Te
felicito, aquí es un gran honor. Es como si hubiera dicho «su majestad».
Maureen tuvo poco tiempo para contemplar el caos que remolineaba a
su alrededor. La sala rebosaba de distracciones: demasiada música,
demasiados invitados excéntricos e interesantes. Sinclair no se veía por
ninguna parte. Había preguntado a Roland por él mientras bailaban, pero el
gigante se había encogido de hombros y ofrecido una respuesta tan vaga y
enigmática como siempre.
Maureen paseaba la vista alrededor mientras Tammy hablaba.
—¿Buscas a tu perro guardián? — preguntó Tammy.
Maureen la fulminó con la mirada, pero asintió, con la esperanza de que
su amiga pensara que estaba preocupada por el paradero de Peter. Tammy
indicó que su primo se acercaba a ellas desde atrás.
—Compórtate, por favor — le susurró Maureen.
Tammy no le hizo caso. Ya se había adelantado para dar la bienvenida a
Peter.
—Bienvenido a Babilonia, padre.
Él rio.
—Gracias. Creo.
—Llega justo a tiempo. Estaba a punto de dar a Nuestra Señora un
paseo por el espectáculo de feria. ¿Se suma a nosotras?
Peter asintió y sonrió en un gesto de impotencia a Maureen, para luego
seguir a Tammy a través de la sala de baile.
Carcasona
25 de junio de 2005
Cuando salían del jardín, Sinclair se detuvo ante las puertas doradas de
la entrada del mismo.
—El día que llegaste, me preguntaste por qué me gustaban tanto las
flores de lis. Flor de lis significa «flor del lirio» y, como ya sabes, el lirio
representa a María Magdalena. La flor del lirio representa a su progenie. Son
tres, como los pétalos de la flor.
Siguió las tres ramas con el dedo.
—La primera rama, su hijo mayor, Juan José, es un personaje muy
complicado, del cual te hablaré más cuando llegue el momento. Baste decir
que sus herederos florecieron en Italia. El pétalo central representa a la hija
Sara Tamar, y esta tercera hoja es el hijo menor, Yeshua David.
ȃse es el secreto bien conservado de la flor de lis. El motivo de que
represente tanto a la nobleza italiana como a la francesa. El motivo de que la
veas en la heráldica británica. La primera vez fue utilizada por los
descendientes de la trinidad de hijos de María Magdalena. En un tiempo fue
un símbolo muy secreto, de forma que sólo los iniciados en estas verdades
podían reconocerse cuando viajaban por Europa.
La revelación asombró a Maureen.
—Y ahora es uno de los símbolos más conocidos del mundo. Se ve en
joyas, ropas, muebles. Oculto a plena vista todo este tiempo. Y la gente no
tiene ni idea de lo que simboliza.
El Languedoc
25 de junio de 2005
Carcasona
25 de junio de 2005
Fue una estupenda velada para Maureen. Peter era la persona en quien
más confiaba, pero había llegado a admirar a Sinclair y le consideraba
fascinante. El que su primo hubiera encontrado un terreno común con el
excéntrico escocés le causaba un profundo alivio. Tal vez podrían trabajar
juntos para analizar las extrañas circunstancias de las visiones de Maureen.
Al terminar la cena, Peter, que había pasado el día explorando la región
a solas, alegó cansancio y se excusó. Tammy hizo un comentario acerca de
que debía efectuar unos retoques en el guión de su documental y le imitó.
Sinclair y Maureen se quedaron solos. Animada por el vino y la
conversación, acorraló a Sinclair.
—Creo que ha llegado el momento de que cumplas tu promesa —dijo.
—¿De qué promesa hablas, querida?
—Quiero ver la carta de mi padre.
Sinclair meditó unos momentos. Tras una breve vacilación, se rindió.
—Muy bien. Acompáñame.
Carcasona
25 de junio de 2005
Maureen sabía muy bien adónde iba. Ignoraba por qué pero sabía cuál
era su destino. La voz ya no se oía, pero no la necesitaba. Otra cosa había
tomado el mando, una certeza interior a la que seguía sin vacilar.
Rodeó la casa a toda prisa, la misma ruta que Sinclair había tomado
cuando fueron a recorrer la finca. Había un sendero, invadido de malas
hierbas y difícil, que habría sido imposible recorrer en una noche oscura,
pero la luz de la luna iluminaba su camino. Lo siguió a buen paso hasta que
vio su objetivo a lo lejos. El Capricho de Sinclair. La torre que Alistair
Sinclair había construido en mitad de su propiedad sin ningún motivo
concreto.
Sólo que sí existía un motivo, y ella sabía cuál era. Era una torre de
vigilancia, como la torre Magdala de Bérenger Saunière en Rennes-le-
Château. Los dos hombres vigilaban la región, a la espera del día en que
María decidiera revelar sus secretos. Ambas torres dominaban la zona donde
se creía que estaba oculto el tesoro. Maureen se dirigió hacia la torre con
impaciencia, pero su corazón dio un vuelco cuando estuvo más cerca.
Recordó que Sinclair la mantenía cerrada con llave. Había utilizado una
llave para abrirla cuando fueron a verla.
Pero ¿qué había hecho al salir? Maureen intentó reconstruir la escena
cuando se acercó a la torre. Habían estado conversando muy animadamente,
y no recordaba que Sinclair hubiera cerrado con llave la puerta. ¿Era posible
que se hubiera olvidado, absorto en la charla? ¿Habría vuelto después para
reparar su negligencia? ¿Se cerraba de manera automática?
No tuvo que esperar mucho. Cuando rodeó la torre y llegó a la entrada,
vio que la puerta estaba abierta.
Exhaló un suspiro de alivio y gratitud.
—Gracias —dijo al cielo. No sabía si era cosa de Sinclair o
intervención divina, pero, fuera lo que fuera, se sentía muy agradecida.
Maureen subió por la escalera con cautela. Reinaba una oscuridad
absoluta en el interior del extraño edificio de piedra, y no veía nada.
Reprimió su tendencia a la claustrofobia y se impuso al miedo que la
embargaba. Oyó la voz de Tammy en su cabeza, recordándole que tanto
Sinclair como Saunière habían construido sus torres siguiendo la
numerología espiritual. Contó con cuidado, pues sabía que encontraría la
puerta después del peldaño veintidós. La puerta se abrió, y la luz de la luna
inundó la escalera del torreón cuando Maureen salió al exterior.
Se quedó inmóvil un minuto, escudriñando la belleza sobrecogedora de
la tibia noche. Como no sabía lo que estaba buscando, se limitó a esperar. Si
había llegado hasta allí, tenía que confiar en que no era el fin de su viaje. La
luz de la luna se reflejó en algo que había observado cuando había ido con
Sinclair. Grabado en la pared de piedra, detrás de la puerta, había un reloj de
sol similar al que había visto en Rennes-le-Château. Maureen pasó la mano
sobre el grabado, pero no conocía lo bastante los símbolos para estar segura
de si era idéntico o sólo similar al otro. Meditó sobre el dilema mientras
regresaba al punto de observación situado más al centro. Por un momento,
pensó que había visto algo en el horizonte. Esperó, contemplando la noche
del Languedoc.
Entonces lo vio, primero como un destello en el límite de su visión.
Volvió a mirarlo, como había hecho la primera vez que acompañó a Sinclair.
Algo intangible, una especie de luz o movimiento, atrajo su mirada hacia el
horizonte. Vio que la luz de la luna parecía hincharse, concentrar un rayo
intenso en una zona situada justo delante de ella, a lo lejos. La luz se reflejó
en algo. ¿Una piedra? ¿Un edificio?
Entonces, lo supo. La tumba. La luz estaba adquiriendo mayor
intensidad en la zona de la tumba de Poussin.
Por supuesto. Oculto a plena vista, como todo hasta el momento.
La luz continuaba moviéndose, más opaca, como si estuviera adoptando
una forma humana alargada. Ahora era una forma iridiscente, viva y
bailarina, que se desplazaba por los campos hacia ella, y luego se alejaba. Le
estaba pidiendo que la siguiera, le mostraba el camino. Miró fascinada todo
el rato que se atrevió, antes de tomar la única decisión posible: seguirla.
Maureen dejó abierta la puerta para que la luz de la luna iluminara la
escalera. Bajó corriendo los peldaños y salió de la torre, pero se detuvo
cuando estuvo fuera. Llegar a la tumba en la oscuridad presentaba
dificultades. No había un camino recto, ningún atajo. El terreno era
accidentado, estaba sembrado de enormes cantos rodados y maleza espesa.
Sólo se le ocurrió un camino seguro: atravesar el sendero de entrada del
castillo y seguir la carretera principal que daba la vuelta a la finca, hasta
llegar a la tumba. Eso exigía pasar por delante de la puerta principal de la
casa, con el peligro de ser vista si alguien circulaba por la carretera. Avanzó
con la mayor rapidez posible por el sendero y vio la casa delante de ella.
Reinaba el silencio y no se veía ninguna luz. Siguió el borde del largo
camino de entrada y corrió sobre los adoquines hasta llegar a las puertas de
acceso al castillo.
Experimentó un gran alivio al descubrir que las puertas estaban dotadas
de detectores de movimiento, y se abrieron con un susurro mecánico cuando
se acercó. Las atravesó y se desvió a la izquierda para seguir la carretera
principal. Era noche cerrada, de manera que no parecía probable que pasaran
muchos coches por aquella zona apartada. El silencio amenazaba con
engullirla. Reinaba una quietud sobrecogedora, el tipo de silencio que
desconcierta. La finca era extensa, y no había vecinos en las inmediaciones.
El único sonido procedía del corazón de Maureen, que martilleaba
desbocado contra su pecho.
Procuró no desviarse de la cuneta de la carretera, y mientras caminaba
iba mirando a su alrededor.
El corazón le dio un vuelco cuando un sonido rompió el silencio.
Procuró refrenar el pánico. Un vehículo. ¿De qué dirección venía? Era difícil
saberlo, debido a la acústica de la montañosa región. No esperó a
descubrirlo. Se arrojó al suelo y rezó para que la maleza y la hierba crecida
bastaran para ocultarla a la luz de los faros. Permaneció inmóvil cuando un
coche pasó y sus faros barrieron la zona circundante. El conductor debía de
tener otras cosas en su mente, pues no disminuyó la velocidad cuando pasó
al lado de la pelirroja tirada entre la maleza de la cuneta.
Cuando estuvo segura de que el automóvil se había alejado lo
suficiente, se levantó y se sacudió la hierba. Siguió andando por la carretera.
Echó un vistazo al castillo, ahora ya lejano. ¿Había una luz en una ventana
de arriba? Forzó la vista un momento, con la intención de concretar qué
ventana podía ser, pero el edificio era demasiado enorme, y no tenía tiempo
para pararse a pensarlo.
Aceleró el paso de nuevo, y se quedó atónita cuando dobló un recodo
que reconoció. Justo en lo alto de aquella elevación, la tumba de Poussin
brillaba bajo la luz de la luna.
—Et in Arcadia ego —susurró Maureen—. Allá voy.
Buscó el sendero que Peter y ella habían descubierto unos días antes, el
que estaba oculto de una forma tan evidente. Maureen lo encontró gracias a
una combinación de suerte, buena memoria y, tal vez, algo más, y subió
hacia el lugar donde la tumba se alzaba desde hacía siglos, testigo leal y
silencioso de un antiguo legado que aún no había revelado sus secretos.
¿Y ahora qué? Maureen paseó la vista a su alrededor y se acercó a la
tumba, pensando y a la espera. La asaltó un breve momento de duda, y de
nuevo oyó la voz de Tammy en su memoria. «Alistair excavó cada
centímetro de aquella tierra, y Sinclair ha utilizado todo tipo de tecnología
imaginable».
No sólo eso, sino que cientos de cazadores de tesoros habían recorrido
también esos terrenos, una y otra vez. Nadie había encontrado nada. ¿Por
qué iba a ser ella diferente? ¿Por qué pensaba que tenía derecho a esperar
más?
Pero entonces oyó la voz del sueño. La voz de Él.
—Porque ha llegado el momento.
Un ruido entre los arbustos la sobresaltó hasta el punto de que perdió
pie y cayó al suelo. Su mano derecha golpeó una roca afilada, y notó que le
hacía un corte en la palma. No podía permitirse el lujo de pensar en el dolor.
Estaba demasiado asustada por el ruido. ¿Qué era? Maureen esperó, inmóvil.
No podía respirar. Entonces el ruido se repitió, cuando dos palomas blancas
salieron volando de los arbustos y se perdieron en la noche del Languedoc.
Maureen respiró de nuevo. Se incorporó y avanzó hacia la maraña de
arbustos que ocultaban un grupo de cantos rodados encarados a la montaña.
Empujó con las manos para ver si había algo detrás. Nada, salvo roca.
Empujó con más fuerza, pero las rocas no se movieron ni cedieron. Se
detuvo a descansar un momento y trató de pensar. Le dolía el corte de la
mano, y la sangre le corría por la palma. Cuando levantó la mano derecha
para examinar la gravedad de la herida, la luz de la luna se reflejó en su
anillo, en el dibujo circular grabado en el cobre antiguo.
El anillo. Siempre se quitaba las joyas antes de acostarse, pero esta
noche el cansancio se había impuesto a sus hábitos, y se había dormido con
el anillo puesto. El dibujo de estrellas circular. Lo que está arriba es igual
que lo está abajo. Había un duplicado del dibujo en la parte posterior del
monumento.
Maureen rodeó la tumba y apartó la maleza en busca del dibujo. Pasó la
mano sobre él, y la sangre de su palma manchó el interior del círculo.
Contuvo el aliento y se quedó quieta, esperando lo que sucedería a
continuación.
No pasó nada. El silencio se prolongó varios minutos, hasta que se
sintió atrapada en un vacío: era como si hubieran absorbido el aire de la
noche. Entonces, un sonido vibró en el aire. Desde una distancia
desconocida, tal vez desde lo alto de la extraña colina donde estaba
emplazado Rennes-le-Château, sonó la campana de una iglesia. El sonido
estremeció el cuerpo de Maureen. O bien era el sonido más santo que había
escuchado en toda su vida, o bien el más impío. El extemporáneo tañido de
la campana en plena noche era ensordecedor.
La campana sacudió la oscuridad que rodeaba a Maureen, pero fue
seguida a continuación por un agudo y ominoso crujido. Procedía de la losa
que tenía a su espalda, el lugar del que se habían elevado las palomas. El
extraño foco lunar lo iluminaba ahora, pero había cambiado. Donde antes se
alzaba una muralla de maleza y roca sólida, había ahora una abertura, una
hendidura en el costado de la montaña, que invitaba a Maureen a entrar.
Avanzó con cautela hacia la caverna. Temblaba de pies a cabeza, casi
de manera incontrolada. Pero siguió adelante. Al acercarse a la entrada, lo
bastante grande para estar de pie, vio un tenue resplandor en el interior.
Reprimió su miedo, se agachó y entró en las profundidades de la montaña.
Nada más entrar contuvo el aliento, estupefacta. Dentro de la cueva
había un arcón antiguo y abollado. Maureen lo había visto en su sueño de
París. La anciana se lo había enseñado, la había atraído hacia él. Estaba
segura de que era el mismo. Un extraño resplandor rodeaba el arcón.
Maureen se arrodilló y apoyó las manos sobre el objeto con reverencia. No
tenía cerradura. Cuando deslizó los dedos bajo la tapa para levantarla, estaba
tan concentrada en la tarea que no oyó los pasos detrás de ella. Después sólo
tuvo conciencia del cegador dolor que recorrió su nuca antes de que la
negrura invadiera el mundo.
Roma
26 de junio de 2005
Peter nunca se había sentido más aliviado en su vida que cuando oyó el
ruido procedente de la habitación de Maureen. Empujó a un lado al
gigantesco Roland y consiguió entrar en la habitación antes que Sinclair. Los
otros dos le pisaron los talones. Maureen tenía los ojos abiertos y parecía
aturdida, pero consciente. Tenía la cabeza vendada, lo cual le daba el aspecto
de una víctima de guerra.
—Maureen, gracias a Dios. ¿Me oyes?
Peter asió su mano.
Ella intentó asentir. Mala idea. La cabeza le dio vueltas, y la vista se le
nubló durante un minuto.
Sinclair se detuvo detrás de Peter, y Roland se apostó en silencio al
fondo de la habitación.
—No te muevas, si puedes evitarlo —le recomendó Sinclair—. El
médico ha dicho que debes permanecer inmóvil el máximo tiempo posible.
Se arrodilló al lado de Peter para estar más cerca de Maureen. Su rostro
transparentaba dolor y preocupación.
Maureen parpadeó varias veces para indicar que comprendía. Quería
hablar, pero descubrió que no podía.
—Agua —logró susurrar.
Sinclair indicó un plato con cubitos de hielo y una cuchara, que
descansaba sobre la mesita de noche. Se esforzó por hablar con un tono
despreocupado.
—Nada de agua todavía. Órdenes del médico. No obstante, puedes
chupar cubitos de hielo. Si te sienta bien, nos darán el aprobado.
Sinclair y Peter hicieron de enfermeros de Maureen. Peter ayudó a
levantarla con delicadeza, y Sinclair le puso en la boca cubitos de hielo con
la cuchara.
Maureen, al sentir que volvía a hidratarse, intentó hablar de nuevo.
—¿Qué…?
—¿Qué ha pasado? — terció Peter. Miró a Sinclair, y después a Roland,
antes de continuar su explicación—. Te lo contaremos cuando hayas
descansado más. Roland… Bien, es tu héroe. Y el mío.
Los ojos de Maureen se desviaron hacia el mayordomo, quien asintió
con aire solemne. Había llegado a sentir un gran afecto por el enorme
occitano, y estaba agradecida por lo que hubiera hecho para devolverla al
castillo. Pero no estaba preocupada por ella. Aún no había recibido la
respuesta que necesitaba. Sinclair le dio otra cucharada de hielo, y ella probó
de nuevo.
—¿El… arcón?
Sinclair sonrió por primera vez desde hacía días.
—A buen recaudo. Lo trajeron contigo, y está guardado bajo llave en
mi estudio.
—¿Qué…?
—¿Qué hay dentro? Aún no lo sabemos. No lo abriremos sin ti,
querida. Sería una equivocación. El arcón te fue encomendado, y tienes que
estar presente cuando su contenido salga a la luz.
Maureen cerró los ojos aliviada, y permitió que el sueño confortable de
los sedantes se apoderara de ella una vez más, tranquilizada después de saber
que no había fracasado.
Sinclair y Roland sacaron con cuidado las jarras del arcón y las
depositaron sobre la gran mesa de caoba.
Roland habló a Maureen con reverencia excepcional.
—¿Cuál primero?
Ella, sostenida por Peter y Tammy, apoyó un dedo sobre una de las
jarras. No podía explicar por qué aquélla debía ser la primera, pero sabía que
era la decisión correcta. Roland siguió sus instrucciones y pasó un dedo por
el borde de la jarra. Sinclair extrajo un abrecartas antiguo del escritorio y
empezó a romper el sello de cera. Tammy estaba inmóvil, como
transfigurada; no apartaba los ojos de Roland ni un momento.
Peter parecía petrificado. Era el único de ellos que sabía lo que era
trabajar con documentos antiguos y datos del pasado de valor incalculable.
Las posibilidades de causar daños tremendos eran inmensas. Hasta dañar las
jarras sería una pena.
Justo en ese momento un aterrador crujido resonó en la habitación,
donde reinaba la tensión. El abrecartas de Sinclair había roto la tapa de la
primera jarra y astillado el borde. Peter se encogió y se llevó las manos a la
cara. Pero no pudo esconderla mucho rato. La exclamación ahogada de
Maureen le obligó a mirar.
—Mis manos son demasiado grandes, mademoiselle —dijo Roland.
Maureen avanzó un paso sobre sus piernas inseguras e introdujo una
mano en la jarra.
Lo que extrajo, lenta y cautelosamente, parecían dos libros escritos en
papel antiguo, similar al lino. La tinta negra de la escritura contrastaba con
las páginas de color tostado. Las letras eran pequeñas, meticulosas y
perfectamente legibles.
Peter se inclinó sobre Maureen, incapaz de contener su creciente
nerviosismo. Miró los rostros embelesados que le rodeaban, pero se dirigió a
su prima.
—La escritura —dijo, y su voz se quebró—. Está en… griego.
Maureen contuvo el aliento.
—¿Sabes leerlo? — preguntó esperanzada.
Pero ya sabía la respuesta antes de que él hablara. El color había
abandonado su rostro. Todos los presentes comprendieron que el mundo que
conocía el padre Peter Healy jamás volvería a ser el mismo.
—«Soy María, llamada la Magdalena —tradujo poco a poco—. Y…»
Calló, no para causar un efecto dramático, sino porque no estaba seguro
de poder continuar. Una mirada al rostro de Maureen le bastó para
comprender que no tenía otra alternativa que seguir traduciendo.
—«Soy la esposa legítima de Jesús, llamado el Mesías, que era hijo
soberano de la casa de David».
16
Galilea
Año 26
MARÍA SENTÍA LA TIERRA blanda y fría bajo los pies. Los miró, consciente de
que sus piernas desnudas estaban muy sucias. No le importó lo más mínimo.
Además, sólo era uno más de los numerosos elementos indecorosos de su
apariencia. Su lustroso pelo rojizo le colgaba suelto y enmarañado hasta la
cintura, y llevaba la túnica suelta.
Antes, cuando intentaba salir de la casa sin que nadie la viera, Marta la
había descubierto y expresado su desaprobación.
—¿Adónde crees que vas así?
María lanzó una alegre carcajada, indiferente a que la hubieran
sorprendido cuando intentaba escapar.
—Sólo voy al jardín. Y está tapiado. Nadie me verá.
Su explicación no pareció convencer a Marta.
—Es indecoroso que una mujer de tu rango y condición corretee por el
jardín como una criada descalza.
La regañina de Marta era más rutinaria que sincera. Estaba
acostumbrada a las maneras libres de convencionalismos de su joven
cuñada. María era una creación de Dios única, y Marta la adoraba. Además,
la muchacha gozaba de pocas oportunidades de divertirse. Sobre su vida se
proyectaba la sombra de la responsabilidad, y casi siempre soportaba ese
hecho con elegancia y valentía. Eran escasos los días que María tenía un
momento libre para pasear por el jardín, y sería injusto negarle ese pequeño
placer.
—Tu hermano volverá antes de que se ponga el sol —le recordó Marta
con énfasis.
—Lo sé. No te preocupes, no me verá. Volveré a tiempo de ayudarte en
la cocina.
La mujer más joven dio un beso en la mejilla a la esposa de su
hermano, y corrió a disfrutar de la privacidad de su jardín. Marta la vio
alejarse con una sonrisa triste. María era tan menuda y esbelta que era fácil
tratarla como a una niña. Pero ya no era una niña, se recordó Marta. Era una
mujer en edad de casarse, una mujer muy consciente de su profundo y serio
destino.
María no pensaba en el destino cuando entró en el jardín. Ya tendría
bastante de eso mañana. Alzó la cabeza para aspirar el aroma especiado de
octubre, mezclado con la brisa del mar de Galilea. El monte Arbel se alzaba
hacia el noroeste, fuerte y tranquilizador bajo el sol de la tarde. Siempre la
había considerado su montaña personal, una pila rocosa de suelo rojo y fértil
que se elevaba al lado de su pueblo natal. Lo echaba mucho de menos.
Últimamente, la familia pasaba más tiempo en la casa de Betania, pues el
hecho de que Jerusalén estuviera cerca era importante para el trabajo de su
hermano. Sin embargo, María amaba la belleza salvaje de Galilea, y
experimentó una gran alegría cuando su hermano anunció que pasarían el
otoño allí.
Estos momentos eran sus favoritos, rodeada de flores silvestres y
olivos. Cada vez era más difícil encontrar un rato de soledad, y saboreaba
cada segundo de estas oportunidades robadas. Aquí podía gozar en paz de la
belleza de Dios, libre de las estrictas normas de vestimenta y tradición que
eran parte integral de su posición social.
En una ocasión, su hermano la sorprendió en el jardín y le preguntó qué
había hecho durante las horas en que había «desaparecido».
—¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Lázaro había mirado con severidad a su hermana pequeña, pero luego
se ablandó. Le había enfurecido que no apareciera a la hora de cenar, una ira
nacida del miedo. Era algo más que simple preocupación de hermano.
Quería muchísimo a su hermosa e inteligente hermana pequeña, pero
también era su tutor. Su salud y bienestar constituían su principal prioridad.
Debía ser protegida a toda costa, y ésa era su tarea sagrada, con su familia,
con su pueblo, con Dios.
Cuando llegó a su lado, ella estaba tumbada en la hierba, con los ojos
cerrados y muy quieta, lo cual le aterrorizó por un momento. Por suerte,
María se había removido, como si presintiera su pánico. Se protegió los ojos
del sol con la mano y miró el rostro furioso de su hermano. Parecía capaz de
matar a alguien.
La ira de Lázaro se desvaneció cuando habló con él. Empezó a
comprender por primera vez con cuánta desesperación necesitaba la joven
estos escasos momentos de soledad. La única hija del linaje de Benjamín, su
futuro había sido trazado desde la infancia. Suyo era el privilegiado destino
de la sangre real y la profecía. La hermana pequeña estaba destinada a un
matrimonio dinástico, predicho por los grandes profetas de Israel, un
matrimonio que muchos consideraban voluntad absoluta de Dios.
Unos hombros tan diminutos para una carga tan pesada, había pensado
Lázaro mientras la escuchaba. María habló de una manera que no solía
permitirse, con franqueza y sentimiento. Consiguió que su hermano
comprendiera, con una punzada de culpabilidad, que su papel predestinado
en la historia le causaba un gran temor. Pocas veces pensaba en ella como un
simple ser humano. Era un bien precioso, que debía proteger y cuidar. Se
había dedicado a todas estas tareas con absoluta diligencia, y las había
llevado a cabo a la perfección. Pero también la quería, aunque no se permitió
tomar plena conciencia de ello hasta que conoció a su mujer, Marta.
Lázaro era muy joven cuando su padre murió. Demasiado joven, tal
vez, para asumir la enormidad de las responsabilidades dinásticas de su
familia, además de sus obligaciones como terrateniente. No obstante, el
joven había jurado a su padre, durante aquellos últimos días, que no
decepcionaría a la Casa de Benjamín. No decepcionaría a su pueblo ni al
Dios de Israel.
Con gran determinación, Lázaro hizo frente a sus numerosas
responsabilidades, la principal de ellas cuidar de su hermana menor, María.
La suya era una vida de deberes y obligaciones. Lázaro se encargó de la
educación de su hermana como correspondía a su noble cuna, pero nunca se
permitió sentir nada. Los sentimientos eran un lujo, y con frecuencia
peligrosos.
Pero entonces, Dios le dio a Marta.
Era la mayor de tres hermanas de Betania, nacidas de una familia noble
de Israel. A decir verdad, había sido un matrimonio de conveniencia, aunque
Lázaro pudo elegir entre las tres chicas. Había elegido a Marta por razones
prácticas. Al ser la mayor, era sensata y responsable, con más experiencia en
la tarea de llevar un hogar. Las hijas menores eran demasiado frívolas y
mimadas. Le preocupaba que fueran una mala influencia para su hermana.
Todas las muchachas eran encantadoras, pero la belleza de Marta era más
serena. Obraba en él un extraño efecto balsámico.
El matrimonio de conveniencia se transformó en un gran amor, y Marta
abrió el corazón de Lázaro. Cuando la madre de Lázaro murió de forma
inesperada, dejando a María sin influencia materna, Marta adoptó ese papel
sin el menor esfuerzo.
María estaba pensando en Marta cuando se sentó a descansar bajo su
árbol favorito. Mañana, el sumo sacerdote Anás vendría y empezarían los
preparativos de la boda. No habría más oportunidades de escapar sin escolta
durante mucho tiempo, de modo que María decidió aprovechar al máximo su
tiempo. Llegaría el momento, como todos sabían, en que se vería obligada a
abandonar su amado hogar para viajar al sur con su futuro marido. ¡Su
marido!
Easa.
Sólo pensar en el hombre al que estaba prometida infundió en María
una sensación de felicidad. Cualquier mujer envidiaría su posición de futura
reina de un rey dinástico. Pero era algo más que la posición lo que
embargaba de gozo a María, era el hombre en cuestión. La gente le llamaba
Yeshua, el hijo mayor y heredero de la casa de David, pero María le llamaba
Easa, un apodo de la infancia, para disgusto de su hermano y de Marta.
—No es apropiado llamar a nuestro futuro rey y líder elegido del
pueblo por un mote infantil, María —la había reprendido Lázaro durante la
última visita de Easa.
—Ella puede hacerlo —respondió la voz profunda y dulce que
reclamaba la atención sin el menor esfuerzo.
Lázaro calló al oír las palabras. Se volvió y vio al Hijo del León en
persona detrás de él.
—María me conoce desde que era niña, y siempre me ha llamado Easa.
No lo cambiaría por nada.
El hermano de María compuso una expresión mortificada, hasta que
Easa salvó la situación con una sonrisa. Había magia en su expresión, una
transformación imposible de resistir. El resto de la velada había sido
maravilloso, con la presencia de la gente a la que María más amaba, reunida
alrededor de Easa y escuchando su sabiduría.
Tumbada bajo el más grande de los dos olivos, María se durmió bajo el
sol de la tarde, mientras imágenes de su futuro marido desfilaban por su
cabeza.
Cuando María notó la sombra sobre su cara fue presa del pánico, pues
pensó que había dormido más de la cuenta. ¡Estaba oscureciendo! Lázaro se
pondría furioso.
Pero cuando sacudió la cabeza para desprenderse de la modorra, se dio
cuenta de que todavía era mediodía, pues el sol brillaba en todo su esplendor
sobre el monte Arbel. María alzó la vista para ver qué objeto había arrojado
sombra sobre su rostro dormido. Lanzó una exclamación ahogada,
paralizada por la sorpresa, antes de lanzarse con toda la exuberancia de una
joven enamorada hacia la figura que tenía delante.
—¡Easa! — gritó con alegría.
Él abrió los brazos y la estrechó en un enorme abrazo durante un
momento. Después retrocedió para contemplar su rostro exquisito.
—Mi palomita —dijo, utilizando el mote que le había dado de niña—.
¿Es posible que cada día seas más bella?
—¡Easa! No sabía que ibas a venir. Nadie me dijo…
—No lo sabían. Será una sorpresa para ellos. No podía permitir que los
preparativos del matrimonio se hicieran sin mí.
Volvió a dirigirle toda la fuerza de aquella sonrisa. María examinó sus
facciones un momento, los intensos ojos oscuros resaltados por los pómulos
salientes. Era el hombre más bello que había visto, el hombre más bello del
mundo.
—Mi hermano dice que es peligroso para ti estar aquí ahora.
—Tu hermano es un gran hombre que se preocupa demasiado —la
tranquilizó Easa—. Dios proveerá y protegerá.
Mientras Easa hablaba con ella, María bajó la vista y comprobó
horrorizada su apariencia desaliñada. El cabello largo hasta la cintura estaba
enredado y lleno de briznas de hierba, aparte de una hoja seca, un marco
adecuado para sus extremidades desnudas, cubiertas de tierra. En aquel
momento, no parecía ni remotamente una futura reina. Empezó a farfullar
una disculpa sobre su aspecto, pero Easa la acalló con una sonora carcajada.
—No te preocupes, palomita. Es a ti a quien he venido a ver, no a tu
rango.
Le quitó una hoja del pelo.
Ella sonrió, se ajustó la túnica y se sacudió la tierra.
—Mi hermano no pensará lo mismo —dijo con fingida preocupación.
Lázaro era muy severo en lo tocante a los asuntos de protocolo y honor.
Se enfadaría mucho si llegaba a saber que su hermana estaba en el jardín, sin
escolta y mal vestida y en presencia del futuro rey de la Casa de David.
—Yo me ocuparé de Lázaro —la tranquilizó Easa—. Pero por si acaso,
entra en casa y finge que no me has visto. Me iré por atrás y volveré esta
noche después de haberme hecho anunciar como es debido. De esa forma, no
pillaré desprevenidos ni a tu hermano ni a Marta.
—Entonces, nos veremos esta noche —contestó María, tímida de
repente. Se volvió para ir hacia la casa.
—Finge sorpresa —le gritó Easa, y rio mientras veía alejarse a través
del jardín a su futura esposa.
Easa llegó a un acuerdo con Lázaro aquella noche: quería ser él quien
diera la noticia a María. Lázaro accedió, con bastante alivio, y condujeron a
María a una cámara privada para que se reuniera con el hombre que siempre
había considerado su futuro esposo.
Cuando Easa vio su cuerpo tembloroso y el rostro empañado en
lágrimas, supo que la muchacha había oído lo hablado en la reunión. Y
cuando María vio el dolor en los ojos de Easa, supo que su destino estaba
sellado. Se arrojó en sus brazos y lloró hasta que las lágrimas se agotaron.
—Pero ¿por qué? — le preguntó—. ¿Por qué has accedido? ¿Por qué
dejaste que te robaran tu reino?
Easa acarició su pelo para calmarla, y le dedicó su sonrisa consoladora.
—Tal vez mi reino no es de este mundo, palomita.
María meneó la cabeza. No entendía nada. Easa se dio cuenta y
continuó su explicación.
—María, mi trabajo es enseñar el Camino, enseñar a la gente que el
Reino de Dios está al alcance de la mano, que tenemos el poder de liberarnos
aquí y ahora de la opresión. Para esto no necesito una corona terrenal o un
reino. Me bastará con compartir la palabra de Dios con la mayor cantidad de
gente posible.
»Siempre había pensado que heredaría el trono de David y que tú te
sentarías a mi lado, pero si eso no ocurre en el curso de nuestras vidas,
tendremos que resignarnos a la voluntad de Dios.
María reflexionó sobre sus palabras, y procuró ser valiente y aceptarlas
con todas sus fuerzas. Había sido educada como una princesa. Por eso le
habían dado el nombre de María, un título reservado a las hijas de familias
nobles en la tradición nazarena. También había sido educada por mujeres
nazarenas, a la cabeza de las cuales se encontraba la madre de Easa. María la
Mayor se había ocupado de la educación de María desde muy temprana
edad, con el fin de prepararla para la vida con el Hijo de David, pero
también para instruirla en las lecciones espirituales de su credo reformista.
En cuanto se casara con Easa, María Magdalena adoptaría el velo rojo de las
sacerdotisas nazarenas, el mismo velo rojo que llevaba María la Mayor.
Pero eso no iba a suceder.
María no podía soportar el dolor y se puso a llorar de nuevo. En aquel
momento, un terrible pensamiento la asaltó, y un sollozo estremecedor
sacudió su cuerpo.
—Easa —susurró, temerosa de formular la pregunta.
—¿Sí?
—¿Te…? ¿Con quién te casarás ahora?
Easa la miró con tal ternura que María pensó que su corazón iba a
estallar. Tomó sus manos y le habló con voz dulce, pero firme.
—¿Te acuerdas de lo que dijo mi madre la última vez que entraste en
casa?
María asintió, y sonrió entre las lágrimas.
—Nunca lo olvidaré. Dijo: «Dios te ha hecho la perfecta compañera de
mi hijo. Los dos os convertiréis en una sola carne. Ya no habrá dos, sino uno.
Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».
Easa asintió.
—Mi madre es la más sabia de las mujeres, además de una gran profeta.
Vio que Dios te había hecho para mí. Si Dios ha decidido en su plan que no
serás mía, no seré de otra.
María experimentó un inmenso alivio. De todas las cosas que no podía
soportar, una mujer que no fuera ella como compañera de Easa era la más
impensable. Otra realidad la asaltó con fuerza incontenible.
—Pero… si he de ser la esposa de Juan… nunca permitirá que me
convierta en sacerdotisa nazarena.
—No, María —contestó Easa con semblante serio—. Juan insistirá en
una observancia estricta de la ley. Desprecia las reformas de nuestro pueblo,
y puede que sea muy severo contigo y te imponga crueles penitencias. Pero
recuerda lo que te he dicho, y lo que mi madre te enseñó. El Reino de Dios
está en tu corazón, y ningún opresor, ni los romanos, ni siquiera Juan, podrán
arrebatártelo.
Alzó la barbilla de María y la miró a los enormes ojos color de avellana
cuando habló:
—Escúchame bien, palomita. Hemos de recorrer esta senda con
bondad, y hemos de hacer lo que es debido por los hijos de Israel. Esto
significa que, en este momento, no puedo oponerme a Anás y al Templo.
Acataré su decisión para que la enseñanza del Camino pueda continuar en
paz y se propague por el país, y he accedido a dos cosas para demostrar mi
apoyo. Asistiré a tu boda con Juan acompañado de mi madre, y permitiré
que mi primo me bautice en público para demostrar que reconozco su
autoridad espiritual.
María asintió con solemnidad. Recorrería esa senda que se extendía
ante ella; era su responsabilidad como hija de Israel. Las palabras de amor y
apoyo de Easa la ayudarían a superarlo.
Él la besó en la cabeza, y dio la vuelta para marcharse.
—Para ser tan menuda, eres muy fuerte —dijo con dulzura—. Siempre
he visto esa fuerza en ti. Algún día serás una gran reina, una líder de nuestro
pueblo.
Se detuvo en la puerta para mirarla por última vez y dejarla con un
pensamiento final. Se llevó la mano al corazón.
—Siempre estaré contigo.
Avanzada la tarde del día siguiente, María decidió salir al jardín para
tomar un poco de aire. Se había pasado en la cama casi todo el día, curando
sus contusiones. El jardín estaba aislado, encerrado entre muros, de manera
que nadie podía ver las marcas del deshonor en su cara. Al menos, eso
pensaba ella.
María oyó un ruido entre los arbustos que le dejó sin respiración. ¿Qué
era? ¿Quién era?
—¿Hola? — preguntó en voz alta, vacilante.
—¿María? — susurró una voz femenina, y se oyeron más ruidos. De
repente, una figura salió de detrás de una hilera de setos cercanos al muro
del jardín.
—¡Salomé! ¿Qué haces aquí?
María corrió a abrazar a su amiga, una princesa que merodeaba como
un vulgar ladrón.
Salomé no pudo contestar enseguida. Se había quedado inmóvil,
mirando el rostro amoratado de María.
Ésta volvió la cabeza.
—¿Tanto se nota? — preguntó en un susurro.
Salomé escupió en el suelo.
—Mi madre tiene razón. Juan el Bautista es un animal. ¿Cómo se atreve
a tratarte así? Eres una noble.
María quiso defender a Juan, pero no tuvo energías. De pronto se sentía
agotada, exhausta por los acontecimientos del día anterior y por los efectos
que el embarazo estaba causando en su cuerpo menudo. Se sentó en un
banco de piedra, acompañada de su amiga.
—Te he traído esto. — Salomé tendió a María una bolsa de seda—. En
el tarro hay un ungüento medicinal. Curará tus heridas.
—¿Cómo te has enterado? — preguntó María. Se le ocurrió de repente
que Salomé sabía algo que sólo habían presenciado Lázaro y Marta.
Su amiga se encogió de hombros.
—Él lo vio. — Sólo podía referirse a una persona—. No me contó lo
sucedido. Me dijo: «Lleva tu mejor ungüento a tu hermana María. Lo
necesitará de inmediato». Y luego añadió que nadie debía verme entrar aquí,
por culpa de Juan.
María intentó sonreír al pensar en la visión de Easa, pero el dolor del
corte en el labio se lo impidió. El adorable rostro de Salomé se ensombreció
cuando vio a su amiga encogerse.
—¿Por qué lo hizo? — preguntó Salomé.
—Le desobedecí.
—¿Cómo?
—Asistiendo a la reunión de los nazarenos.
Salomé empezó a comprender.
—Ah, de manera que ahora somos el enemigo, según él. Me pregunto
cuándo denunciará en público a Easa. No me cabe duda de que será pronto.
María lanzó una exclamación ahogada.
—Son parientes, y Juan proclamó en público a Easa cuando le bautizó.
No haría una cosa semejante.
—¿No? Yo no estaría tan segura, hermana. — Salomé reflexionó—. Mi
madre dice que Juan es astuto como una serpiente. Piénsalo. Se casó contigo
para legitimar su monarquía, y ahora estás embarazada de su heredero.
Denuncia a mi madre por adúltera y utiliza el hecho de que es nazarena en su
contra, y como un arma contra nosotros. ¿Cuál es el siguiente paso? Retirar
en público su apoyo a Easa, basándose en su creencia de que los nazarenos
despreciamos la ley. No quedará satisfecho hasta destruir el Camino.
—Creo que Juan no haría eso, Salomé.
—¿No? — La muchacha rio, un sonido amargo para ser tan joven—.
No has vivido tanto tiempo como yo con los Herodes. Lo que hacen los
hombres para mejorar su condición es asombroso.
María suspiró y meneó la cabeza.
—Sé que cuesta creerlo, pero Juan es un buen hombre y un verdadero
profeta. No me habría casado con él si no lo hubiera creído, ni mi hermano
habría accedido. Juan es diferente de Easa, es rudo y riguroso, pero cree en
el Reino de Dios. Sólo vive para ayudar a los hombres a encontrar a Dios por
mediación del arrepentimiento y la ley.
—Sí, cree en ayudar a los hombres. En cuanto a las mujeres, Juan
preferiría ahogarnos en su precioso río antes que ofrecernos la salvación. —
Salomé hizo una mueca para expresar su desdén—. Se ha convertido en un
títere de los fariseos, aunque sólo sea porque carece de toda habilidad
política o social. Hace lo que le dicen. Te garantizo que le ordenarán
cuestionar la legitimidad de Easa aún más si no le detenemos.
María miró a su amiga. La forma de hablar de Salomé la estaba
poniendo nerviosa, pero era un temor mezclado con respeto. Su amiga de la
infancia había desarrollado una profunda comprensión de la política de su
tiempo en los palacios de Herodes.
—¿Qué propones?
Cuando María levantó la vista, un rayo de sol iluminó su rostro,
revelando las moraduras y cardenales. La princesa se estremeció al ver
semejantes marcas en la cara hermosa y adorable de María. Cuando Salomé
habló, lo hizo con suave determinación.
—Lograré que Juan el Bautista pague lo que ha hecho, contra ti, contra
Easa y contra mi madre. No escatimaré medios.
Un estremecimiento sacudió el cuerpo de María al oír aquellas palabras.
Pese al calor del sol de mediodía, sintió de repente mucho frío.
NADIE HABLÓ CUANDO PETER terminó de leer su traducción del primer libro.
Todos guardaron silencio durante un largo momento, asimilando cada cual a
su manera la enormidad de la información. Todos habían llorado en un
momento u otro: los hombres de una forma más reservada, las mujeres sin
disimulos al escuchar la historia de María.
Por fin, Sinclair rompió el silencio.
—¿Por dónde empezamos?
Maureen meneó la cabeza.
—Yo ni siquiera sabría por dónde. — Miró a Peter, para ver cómo
afrontaba las circunstancias. Parecía muy sereno, incluso sonriente, cuando
sus ojos se encontraron—. ¿Te encuentras bien?
Peter asintió.
—Nunca me había sentido mejor. Es muy extraño, pero no me siento
escandalizado, preocupado ni sorprendido… Sólo me siento… satisfecho.
No puedo explicarlo, pero eso es lo que siento.
—Parece agotado —observó Tammy—. Pero ha hecho un trabajo
asombroso.
Sinclair y Roland manifestaron su acuerdo, y ambos dieron las gracias a
Peter por su empeño en terminar la traducción.
—¿Por qué no vas a descansar un poco y empiezas con los demás libros
mañana? — sugirió con ternura Maureen—. Te lo digo en serio, Peter, tienes
que descansar.
Peter negó con la cabeza, obstinado.
—Ni hablar. Quedan dos libros más: el Libro de los Discípulos y el que
ella llama El Libro del Tiempo de la Oscuridad. Creo que hemos de asumir
que es la crónica de la crucifixión relatada por un testigo, y no iré a ninguna
parte hasta que lo averigüe.
Cuando comprendieron que Peter no cambiaría de opinión, Sinclair
mandó que le trajeran una bandeja con té. El sacerdote se negó a comer, pues
creía que debía ayunar mientras efectuaba las traducciones. Después le
dejaron solo, y Sinclair, Maureen y Tammy se trasladaron al comedor para
tomar una cena ligera. Invitaron a Roland a unirse a ellos, pero el criado se
negó cortésmente, aduciendo que tenía demasiadas cosas que hacer. Miró a
Tammy desde el otro lado de la sala y se fue.
La cena fue frugal, pues ninguno tenía demasiada hambre. Aún les
costaba expresar con palabras lo que sentían tras la lectura del primer libro.
Por fin, Tammy habló de las características de Juan.
—Después de pasar el día con Derek, todo adquiere mucho más
sentido. Ahora entiendo por qué los seguidores de la Cofradía odian tanto a
María y Salomé, pero es muy injusto.
Maureen estaba confusa. Aún desconocía los descubrimientos de
Tammy.
—¿Qué quieres decir? ¿Es la gente que me atacó?
Su amiga explicó todo lo que Derek le había revelado durante aquella
horrible visita a Carcasona. Maureen escuchó sumida en un silencio
estupefacto.
—Pero ¿ya sabíais que María tenía un hijo de Juan el Bautista? — Hizo
la pregunta a los dos—. Porque para mí ha sido una absoluta sorpresa. Me he
quedado de piedra.
Sinclair asintió.
—Será una sorpresa para casi todo el mundo. Es una tradición conocida
por la gente de la región, pero muy pocas personas, aparte de nuestras
orgullosas sectas heréticas, la conocen. Se llevó a cabo un esfuerzo
compartido… por ambos bandos para eliminar estos hechos de la historia. Es
sabido que los seguidores de Jesús no querían que ninguna información
sobre Juan hiciera sombra a la historia del Mesías, tal como cuentan
cautelosa e inteligentemente los autores de los evangelios.
Tammy le interrumpió.
—Los seguidores de Juan no hablan de ello porque desprecian a María
Magdalena. He empezado a leer los documentos de la Cofradía, el llamado
Libro verdadero del Santo Grial. Lo llaman así porque creen que la única
sangre santa desciende de Juan y su hijo. Eso convierte a su linaje en el
verdadero Santo Grial, el único de sangre sagrada auténtica. Si hubieran
podido salirse con la suya, habrían eliminado toda mención de María
Magdalena, no sólo en las Escrituras, sino en la historia. Una ley de la
Cofradía impone que no se la puede mencionar sin añadir el título de puta a
su nombre.
—Eso es absurdo —dijo Maureen—. Era la madre del hijo de Juan, y le
reconocen como legítimo, así que ¿por qué odian todavía tanto a María
Magdalena?
—Porque están convencidos de que Salomé y ella urdieron la muerte de
Juan para que María pudiera casarse con Jesús, Easa, de forma que éste
accediera al honor de ser ungido. Además, así podía usurpar el lugar de Juan
como padre y educar a su hijo en las costumbres nazarenas. Una parte de su
ritual consiste en negar a Cristo escupiendo sobre la cruz y llamándole el
Usurpador.
Maureen miró a los dos.
—No sé si debería decirlo, pero me cuesta creer que Jean-Claude esté
implicado en todo esto.
—Te refieres a Jean-Baptiste.
Tammy pronunció el nombre con desdén.
—Cuando estuvimos en Montségur… Sabía mucho de los cátaros. No
sólo eso, sino que hablaba de ellos con reverencia, con respeto. ¿Era todo
una pantomima?
Sinclair suspiró y le acarició el rostro.
—Sí, y sólo era una parte muy pequeña de una pantomima muy grande,
por lo que tengo entendido. Roland ha descubierto que Jean-Claude fue
educado desde pequeño para infiltrarle en nuestra organización. Su familia
es rica, y gracias a los recursos de la Cofradía pudo crear esta identidad.
Cierto, añadió con posterioridad el elemento Paschal, lo cual habría tenido
que despertar mis sospechas, pero carecía de motivos para no creerle. Es
cierto que se trata de un erudito e historiador consumado, un experto en
nuestra historia. Pero en su caso no es para reverenciarla, sino para seguir
aquel consejo de «conoce a tu enemigo».
—¿Desde cuándo se prolonga esta rivalidad?
—Dos mil años —respondió Sinclair—. Pero sólo por un bando.
Nuestra gente no tiene nada contra Juan, y siempre ha dado la bienvenida a
sus descendientes como hermanos nuestros. Al fin y al cabo, todos somos
hijos de María Magdalena, ¿verdad? Así lo vemos aquí, desde siempre.
—Es la rama de su familia la que crea problemas —bromeó Tammy.
Sinclair la interrumpió.
—Pero no todos los seguidores de Juan el Bautista son extremistas, y es
importante recordarlo. Los fanáticos de la Cofradía constituyen una minoría.
Un grupo aterrador, y muy poderoso, pero una minoría. Acompañadme,
quiero enseñaros algo.
Los tres se levantaron de la mesa, pero Tammy se excusó. Pidió a
Maureen que se reuniera más tarde con ella en la sala de audio y vídeo.
—Ahora que hemos llegado tan lejos, quiero enseñarte algunas cosas
más que he descubierto en el curso de mi investigación.
Maureen se citó con Tammy al cabo de una hora, y siguió a Sinclair al
exterior. El cielo del ocaso brillaba con los restos del sol del verano,
mientras se dirigían hacia la puerta de entrada de los Jardines de la Trinidad.
—¿Te acuerdas del tercer jardín? ¿El que no llegaste a ver el otro día?
Te lo voy a enseñar ahora.
Sinclair tomó el brazo de Maureen y la guió alrededor de la fuente de
María Magdalena, por el primer pasillo abovedado de la izquierda. Un
sendero de mármol los condujo hasta un barroco jardín que recordaba a una
villa italiana.
—Parece de estilo románico —observó Maureen.
—Sí. Conocemos muy poco de este joven, Juan José. Por lo que yo sé,
no hay nada escrito acerca de él, o al menos no lo había hasta hoy. Sólo
contamos con unas pocas tradiciones y leyendas locales que han ido pasando
de generación en generación.
—¿Qué sabes?
—Únicamente que este chico no era hijo de Jesús, sino de Juan.
Sabemos su nombre, Juan José, aunque algunas leyendas se refieren a él
como Juan Yeshua, e incluso Juan Marcos. La leyenda afirma que fue a
Roma en algún momento y dejó a su madre y a sus hermanos en Francia. Si
esto era o no parte de un plan maestro, son puras especulaciones. Tampoco
sabemos qué fue de él. Hay dos escuelas de pensamiento.
Sinclair la condujo hasta una estatua de mármol de un joven, al estilo
del Renacimiento. Se hallaba de pie ante una gran cruz, pero en una mano
sostenía una calavera.
—Fue educado por Jesús, así que es posible que se integrara en la
floreciente comunidad cristiana de Roma. En tal caso, es probable que
acabara sus días como un gran número de los primeros líderes cristianos, que
fueron eliminados por Nerón. El historiador romano Tácito dijo que «Nerón
castigó con todo tipo de crueldades al grupo depravado conocido como los
cristianos», y sabemos que eso es cierto por las crónicas sobre la muerte de
Pedro.
—¿Crees que fue martirizado?
—Es muy posible, hasta puede que fuera crucificado con Pedro. Cuesta
imaginar que alguien con sus antecedentes no fuera un líder, y todos los
líderes fueron ejecutados. Pero también existe otro punto de vista.
Sinclair señaló la calavera que sostenía la mano de mármol de Juan
José.
—Ésta es la otra posibilidad. Una leyenda dice que los seguidores más
fanáticos de Juan el Bautista buscaron a su heredero en Roma y le
convencieron de que los cristianos habían usurpado su legítimo lugar, de que
su padre era el verdadero Mesías, y él, su único hijo, era el heredero del
trono del ungido. Algunos dicen que Juan José dio la espalda a su madre y a
su familia para abrazar las enseñanzas de los seguidores de su padre. No
sabemos dónde terminó, pero sabemos que existe una secta de adoradores
fanáticos de Juan en Irán e Irak, llamados los mandeanos. Gente pacífica,
pero muy estricta en sus leyes y en su creencia de que Juan era el único y
verdadero Mesías. Es posible que sean descendientes directos, que Juan José
o sus herederos se hayan trasladado a Oriente, después del cisma del
cristianismo primitivo. Además, ya te has enterado de la existencia de la
Cofradía de los Justos, que afirman ser verdaderos descendientes del linaje
aquí en Occidente.
Maureen miraba con atención la calavera, mientras escuchaba la
explicación de Sinclair. Se le ocurrió de repente una idea.
—¡Es Juan! La calavera… aparece en toda la iconografía de María
Magdalena, en las pinturas. Siempre la plasman con una calavera, y nadie ha
sido capaz de darme una buena explicación de ello. Siempre vagas
referencias a la penitencia. La calavera representa la penitencia. Pero ¿por
qué? Ahora lo entiendo. Pintaban a María con una calavera porque estaba
haciendo penitencia por Juan, literalmente, con la calavera de Juan.
Sinclair asintió.
—Sí. Y siempre aparece con un libro.
—Las Escrituras, tal vez —observó Maureen.
—Podría ser, pero no. María aparece con un libro porque es su libro, el
mensaje que nos dejó para que lo encontráramos. Espero que eso sirva para
aportar más datos sobre el misterio de su hijo mayor y de su suerte, porque
no sabemos nada. Confío en que la María Magdalena ponga fin a ese
misterio.
Atravesaron el jardín en silencio un momento, y gozaron de la
panorámica del cielo del crepúsculo, tachonado de estrellas. Maureen habló
por fin.
—Dijiste que había otros seguidores de Juan que no eran fanáticos.
—Por supuesto. Hay millones. Se llaman cristianos.
Maureen le miró, mientras él continuaba.
—Lo digo en serio. Piensa en tu país, en la cantidad de iglesias que se
llaman baptistas. Son cristianos que han asumido la idea de Juan como
profeta por derecho propio. Algunos le llaman el Precursor, y ven en él al
que anunció la llegada de Jesús. En Europa, hay algunas familias del linaje
que se fusionaron, mezclaron la sangre del Bautista con la sangre del
Nazareno. La más famosa fue la dinastía de los Médicis. Estaban integrados,
honraban tanto a Jesús como a Juan. Nuestro chico, Sandro Botticelli,
también era uno de ellos.
Maureen se quedó sorprendida.
—¿Botticcelli descendía de ambos linajes?
Sinclair asintió.
—Cuando volvamos dentro, echa otro vistazo a la Primavera de
Sandro. A la izquierda verás la figura de Hermes, el alquimista, sosteniendo
en el aire su símbolo caduceo. Sus manos hacen el gesto de «Acordaos de
Juan» del que te habló Tammy. Sandro nos está diciendo, en esta alegoría
dedicada a María Magdalena y al poder de la resurrección, que hemos de
reconocer a Juan, que la alquimia es una forma de integración, y la
integración no admite la intolerancia ni el fanatismo.
Maureen le observaba con atención. En su interior estaba empezando a
nacer una auténtica admiración por aquel hombre, que al principio había
constituido un enigma para ella. Era un místico y un poeta por derecho
propio, un buscador de verdades espirituales. Más todavía, era un buen
hombre, bondadoso, afectuoso y muy leal. Le había subestimado, como fue
evidente en sus últimas palabras sobre el tema.
—Opino que una actitud de perdón y tolerancia es la piedra angular de
la verdadera fe. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, he llegado a creer
en eso con más fuerza que nunca.
Maureen sonrió, entrelazó su brazo con el de él y regresaron por el
jardín. Unidos.
Jerusalén
Año 33
María estaba agotada, pero no se quejó. El peso del niño que llevaba en
su seno impedía que andara más deprisa, pero estaba tan embargada de dicha
que se negaba a protestar. Se habían instalado en casa del tío de Easa, José,
un hombre rico e influyente que poseía tierras en las afueras de la ciudad.
Tanto el pequeño Juan como Tamar estaban dormidos, por suerte. El día
también había sido duro para ellos.
María tuvo tiempo de reflexionar sobre las capacidades curativas de
Easa mientras estaba sentada a la sombra del jardín de José, sola. Easa se
había reunido con su tío y algunos seguidores varones que pensaban ir al
templo al día siguiente. María los dejó solos, acostó a los niños y se tomó
unos momentos de descanso para rezar. Las otras Marías y las mujeres se
habían congregado en una ceremonia de oraciones, pero ella prefirió no
asistir. Cada vez le resultaba más difícil encontrar un momento de soledad, y
lo ansiaba.
Pero mientras recordaba los detalles concernientes a la curación del
soldado romano, se sintió cada vez más inquieta y desconcertada. No podía
identificar la sensación, y no sabía muy bien por qué estaba nerviosa. El
centurión, para ser un soldado romano, parecía bastante decente, casi
agradable. Y ella había sentido su desazón, al igual que Easa, cuando estuvo
a punto de llorar después del milagro. El otro soldado era muy diferente. Se
trataba de un hombre duro y áspero, lo que cabía esperar de los mercenarios
que habían derramado tanta sangre judía. El hombre de la cicatriz llamado
Longinos se había quedado estupefacto por la curación, pero no le había
afectado de ninguna manera positiva. Estaba demasiado curtido en el
combate para eso.
Pero el hombre de los ojos azules no sólo había sanado, sino cambiado.
María lo vio en sus ojos cuando sucedió. Al pensar en ello, sintió que una
corriente eléctrica recorría su cuerpo, la extraña experiencia, cercana a la
profecía, de estar a punto de vislumbrar el futuro. María cerró los ojos e
intentó capturar la imagen, pero no logró nada. Estaba demasiado cansada, o
tal vez no debía ver esto.
¿Qué podía ser?, se preguntó. La reputación de Easa de gran sanador se
había extendido a lo largo y ancho de Israel durante los últimos tres años. El
pueblo le honraba y veneraba por ello. En los últimos tiempos, daba la
impresión de que lo hacía sin esfuerzo. El poder curativo de Dios se
manifestaba a través de Easa con una facilidad impresionante.
¿Acaso Easa no había curado a su propio hermano cuando los médicos
de Betania le declararon muerto? El año anterior, María y él habían
marchado a toda prisa de Galilea, después de recibir un mensaje de Marta en
que anunciaba que Lázaro estaba gravemente enfermo. Sin embargo, el viaje
se había prolongado más de lo previsto, y cuando llegaron, un hedor
mortífero emanaba de Lázaro. Todos temían que era demasiado tarde. Si
bien los poderes curativos de Easa eran asombrosos, nunca había resucitado
a nadie de entre los muertos. Era demasiado pedir a un hombre, mesías o no.
Pero Easa entró en casa de Marta con María, y ambas mujeres se
aferraron a su fe y rezaron con él. Después entró en el dormitorio de Lázaro
solo y empezó a rezar sobre el hombre muerto.
Easa salió de la cámara y miró los rostros pálidos de María y Marta.
Sonrió para tranquilizarlas y se volvió hacia la habitación.
—Lázaro, querido hermano, levántate de tu lecho y saluda a tu esposa y
tu hermana, que han rezado con tanto amor para que volvieras con nosotros.
Marta y María vieron estupefactas que Lázaro salía poco a poco por la
puerta. Estaba pálido y débil, pero muy vivo.
Todo el mundo estuvo de fiesta aquella noche en Betania, cuando corrió
la voz de la milagrosa resurrección de Lázaro. Las filas de seguidores del
nazareno fueron aumentando cuando las buenas obras de Easa se hicieron
legendarias en todo el país. Continuó su sendero de curación, y se detuvo en
el río Jordán para bautizar a los nuevos seguidores, tal como Juan le había
enseñado. Las multitudes que se congregaban para recibir el bautismo eran
enormes, y provocaron que los nazarenos se quedaran más de lo que habían
previsto en las orillas del Jordán.
El hecho de que Easa hubiera seguido los pasos de Juan le había
granjeado una gran popularidad entre los moderados que rezaban para que
fuera el verdadero Mesías. Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, había
proclamado que veía en Easa el espíritu de Juan redivivo. Pero no a todo el
mundo complacían estos acontecimientos. El que Herodes apoyara en
público a Easa no fue bien recibido por los más acérrimos partidarios de
Juan, ni por los ascetas esenios más radicales. Maldijeron en silencio a Easa
por haber usurpado el lugar de Juan, pero su ira más feroz no iba dirigida
contra el nazareno, sino contra la mujer.
Al día siguiente, en el río, María Magdalena cayó al suelo, aferrándose
el estómago. Enseguida se sintió muy indispuesta, mientras sus seguidores se
apelotonaban a su alrededor. Easa corrió a su lado de inmediato.
María la Mayor se hallaba presente en aquel instante, y también atendió
a María Magdalena. Examinó con detenimiento a su nuera y tomó nota de
sus síntomas. Se volvió hacia su hijo.
—No es la primera vez que veo esto —dijo con semblante grave—. No
se trata de una enfermedad natural.
Easa asintió.
—Veneno.
María la Mayor confirmó la opinión de su hijo.
—No es un veneno cualquiera. ¿Ves que sus piernas están paralizadas?
No puede mover la parte inferior del cuerpo, y las náuseas le van a revolver
el estómago. Es un veneno oriental llamado el veneno de los siete demonios.
El nombre se refiere a los siete ingredientes mortíferos que contiene. Mata,
lenta pero dolorosamente. No tiene antídoto. Tendrás que esforzarte por
salvar a tu esposa, hijo mío.
María la Mayor despejó la zona con el fin de proporcionar paz y
privacidad a Easa, mientras él curaba a su esposa. Asió las manos de María y
rezó, hasta que notó que el veneno abandonaba su cuerpo y recuperaba la
salud. Mientras Easa obraba el trabajo de Dios, sus discípulos decidieron
averiguar quién había envenenado a María Magdalena.
El culpable nunca fue descubierto. Supusieron que era un seguidor
fanático de Juan, llegado al Jordán bajo el disfraz de converso, y que había
administrado el veneno a una María muy confiada. A partir de aquel día,
María Magdalena tuvo el cuidado de no comer o beber en público, a menos
que conociera con exactitud la procedencia de los alimentos. Pasó el resto de
su vida sufriendo ataques de aquellos que la despreciaban o envidiaban.
La curación de María Magdalena del veneno de los siete demonios
gracias a la intervención de Easa se convirtió en una de las mayores leyendas
del ministerio del nazareno. Como tantos elementos de la historia de María
Magdalena, éste también fue malinterpretado y utilizado contra ella.
Era muy tarde cuando los nazarenos llegaron a casa de José. Easa,
como siempre, estaba muy despierto y preparado para reunirse con sus
seguidores más cercanos antes de retirarse a descansar. Estaban sopesando
las posibilidades del día siguiente en Jerusalén. María se quedó a escuchar la
discusión, para saber qué iba a suceder. El incidente de la casa de Jairo había
dejado claro que el pueblo de Jerusalén estaba dividido acerca de Easa.
Había más partidarios que detractores, pero todos sospechaban que los
detractores eran hombres poderosos relacionados con el templo.
Judas habló a los hombres reunidos. Se le veía demacrado y agotado,
pero el júbilo de lo que había presenciado en el lecho de muerte de Smedia
le mantenía en pie.
—Jairo conversó conmigo antes de que nos fuéramos —les dijo—. Está
mucho más inclinado a apoyarnos ahora, cuando ha visto con sus propios
ojos que Easa es el verdadero Mesías. Me advirtió que los consejos de
fariseos y saduceos estaban inquietos por los grupos de partidarios nazarenos
que entraban en la ciudad. Somos más numerosos de lo que habían
imaginado. Nos tienen miedo, y es probable que pasen a la acción si creen
que suponemos una amenaza para ellos o para la paz del templo durante la
Pascua.
Pedro escupió en el suelo, asqueado.
—Todos sabemos por qué. La Pascua es la época más provechosa del
año para el templo. Se realiza el mayor número de sacrificios, y una gran
cantidad de dinero cambia de manos.
—Es la época de la cosecha para mercaderes y prestamistas —añadió
su hermano Andrés.
—Y los que más salen beneficiados son Anás y su yerno —concluyó
Judas—. No supondrá una sorpresa para ninguno de vosotros que son los
cabecillas de la campaña de descrédito lanzada contra nosotros. Hemos de
proceder con mucha cautela, de lo contrario presionarán a Pilatos para que
firme una orden de detención contra Easa.
Éste alzó la mano, cuando los hombres empezaron a hablar entre sí,
muy agitados.
—Paz, hermanos míos —dijo—. Mañana iremos al templo y
demostraremos a nuestros hermanos Anás y Caifás que no tenemos la menor
intención de desafiarlos. Podemos coexistir en paz, sin necesidad de
excluirnos mutuamente. Iremos para celebrar la Pascua, en compañía de
nuestros hermanos nazarenos. No pueden negarnos la entrada, y tal vez
llegaremos a una tregua con ellos.
Judas no estaba tan seguro.
—Creo que no le arrancarás ningún compromiso a Anás. Nos desprecia,
a nosotros y a nuestras enseñanzas. Lo último que desean Anás y Caifás es
que el pueblo crea que no necesita el templo para llegar a Dios.
María se levantó del suelo y dirigió una mirada afectuosa a Easa desde
el otro lado de la habitación. Él la vio y le devolvió la mirada mientras su
esposa salía con sigilo por la puerta de atrás. Ahora estaba demasiado
cansada para estrategias. Además, si Easa estaba decidido a hacer acto de
aparición en el templo al día siguiente, intuía que todos necesitaban reponer
fuerzas.
María compartía una habitación con los niños, como hacía siempre
cuando viajaban. Creía que esto les daba una sensación de seguridad,
elemento necesario para niños que llevaban con frecuencia una existencia
nómada. Dormían como ángeles, Juan José con sus espesas pestañas oscuras
y las mejillas oliváceas, y Sara Tamar acurrucada en una nube de lustroso
pelo rojo.
Su madre reprimió el ansia de besarlos. Tamar tenía el sueño ligero, y
no quería despertar a ninguno de los dos. Los niños necesitarían descansar si
querían acompañarla mañana a Jerusalén. Para ellos, la ciudad resultaría
bulliciosa y colorida. Mientras estuvieran a salvo en Jerusalén, lo permitiría,
pero si las circunstancias se ponían difíciles para Easa, tendría que llevarse a
los niños de la ciudad. Si ocurría lo peor, ni siquiera las tierras de José serían
seguras. Tendría que dejarlos en Betania, en casa de Lázaro y Marta.
María se acomodó por fin en su cama y cerró los ojos. Pero el sueño no
llegó con facilidad, aunque lo deseaba y necesitaba. Había demasiados
pensamientos e imágenes en su cabeza. En su mente vio a la mujer del
espeso velo, la que había aparecido con un niño en brazos ante la casa de
Jairo. María supo dos cosas en cuanto vio el rostro de la mujer. Primero, no
era ni judía ni plebeya. Su porte y la calidad del velo impedían que pudiera
confundirse con el populacho. María sabía muy bien cuándo una mujer
intentaba disfrazarse. ¿Acaso no lo había hecho ella muchas veces, cuando la
situación lo había exigido?
Lo segundo en lo que María había reparado era la desesperación de la
mujer. La había sentido en lo más íntimo de su ser. Era casi como si el
propio dolor hubiera pedido la ayuda de Easa. Cuando María miró la cara de
la mujer, vio la misma sensación de pérdida que experimenta toda madre
cuando no puede salvar a un hijo. Es un dolor que no conoce raza, credo ni
clase, un dolor que sólo pueden compartir padres que sufren. Durante los tres
últimos años de ministerio, María había visto esa expresión muchas veces.
Pero también muchas veces había visto la expresión de desesperación
cambiar por otra de alegría.
Easa había salvado a muchos hijos de Israel. Por lo visto, ahora había
salvado a uno de Roma.
Easa dejó a sus seguidores aquella noche para conversar en privado con
María la Mayor. Cuando terminaron, deseó buenas noches a su madre y fue
en busca de su esposa.
—No has de tener miedo de lo que va a ocurrir, palomita —dijo con
ternura.
María escudriñó su cara. Easa solía ocultar sus visiones a los discípulos,
pero a ella raras veces. Era la única persona con la que lo compartía todo.
Pero esa noche percibió su reserva.
—¿Qué has visto, Easa? — preguntó en voz baja.
—He visto que mi Padre, que está en los cielos, ha dispuesto un gran
plan y hemos de seguirlo.
—¿Para cumplir las profecías?
—Si tal es su voluntad.
María guardó silencio un momento. Las profecías eran concretas:
afirmaban que el Mesías sería ejecutado por su propio pueblo.
—¿Qué me dices de Poncio Pilatos? — preguntó María con cierta
esperanza—. Fuiste enviado a curar a su hijo para que se diera cuenta de
quién eres. ¿No crees que eso forma parte del plan de Dios?
—María, escucha con atención lo que voy a decirte, porque te dará una
idea del Camino de los nazarenos. Dios crea su plan y coloca a cada hombre
y mujer en su lugar. Pero no les obliga a entrar en acción. Como cualquier
buen padre, el Señor guía a sus hijos, pero les concede la oportunidad de
tomar sus propias decisiones.
María escuchaba, y aplicó la filosofía de Easa a la situación actual.
—¿Crees que Poncio Pilatos fue colocado en este lugar por Dios?
Easa asintió.
—Sí. Pilatos, su buena esposa, su hijo.
—Y si Pilatos decide o no ayudarnos, ¿no será decisión de Dios?
Easa meneó la cabeza.
—El Señor no nos impone nada, María. Nos guía. Cada persona ha de
elegir a su amo, lo cual equivale a elegir entre el plan de Dios y nuestros
deseos terrenales. No puedes servir a Dios y a estas necesidades terrenales al
mismo tiempo. El Reino de los Cielos es de aquellos que eligen a Dios. No
sé a qué amo decidirá servir Poncio Pilatos cuando llegue el momento.
María escuchaba con atención. Aunque conocía bien las ideas
nazarenas, el ejemplo de Easa sobre Poncio Pilatos no dejaba dudas al
respecto. María, en un destello de clarividencia, experimentó la necesidad de
saborear las palabras de su marido, de recordarlas con exactitud. Llegaría el
momento en que enseñaría a los demás lo que él le había enseñado a ella.
—El sumo sacerdote y sus partidarios están decididos a conseguir mi
detención. Ahora sabemos que no podemos escapar a eso —continuó
explicando Easa—. Pero pediremos que me envíen ante Pilatos, y yo
defenderé mi caso ante él. Dependerá entonces de su conciencia y fe tomar
una decisión. Debemos estar preparados para ella, sea cual sea. Hemos de
demostrar mediante nuestros actos que sabemos la verdad: cuando
permitimos que el Reino de Dios more en nuestro interior, nada puede
cambiar eso, ni un imperio, ni un opresor, ni el dolor. Ni siquiera la muerte.
Hablaron hasta bien entrada la noche de los planes de Easa para el día
siguiente. María sólo formuló una vez la pregunta que estrujaba su corazón.
—¿No podríamos irnos de Jerusalén esta noche? ¿Volver a predicar en
las colinas de Galilea, hasta que Anás y Caifás se encaprichen de otra presa?
—Tú, de entre todas las personas, sabes que eso no puede ser, María
mía —la reprendió con ternura Easa—. Somos el centro de las miradas de la
gente. Debo darles ejemplo.
Ella asintió para indicar que lo comprendía, y después Easa le contó su
conversación con María la Mayor. Habían decidido que sería demasiado
peligroso aparecer al día siguiente en el templo. Demasiados inocentes
corrían el riesgo de resultar heridos si estallaban disturbios. La principal
preocupación de Easa era la protección de sus discípulos. El sumo sacerdote
le quería a él, no a los demás. Jairo se lo había confirmado. No era necesario
que los demás corrieran peligro. Sus seguidores más íntimos se reunirían al
atardecer en una propiedad de José para celebrar la cena de Pascua en
privado. Allí Easa daría instrucciones a cada uno sobre su papel en el
ministerio, por si le esperaba un largo período de encarcelamiento como a
Juan, o por si ocurría algo peor. Pasarían la noche en los terrenos de José en
Getsemaní, bajo las sagradas estrellas de Jerusalén.
Y allí Easa dejaría que le apresaran.
—¿Vas a entregarte a las autoridades del templo? — preguntó María
con incredulidad.
—No, no. No puedo hacer eso. La gente perdería la fe en nuestro
Camino si sucediera así. Debo conseguir que mi arresto se produzca fuera de
la ciudad, de tal manera que no haya derramamiento de sangre ni disturbios.
Ordenaré que uno de nosotros «me traicione» y delate el lugar donde me
oculto de las autoridades. Los guardias irán a Getsemaní, donde no habrá
multitudes, ni por tanto peligro de disturbios.
La cabeza de María daba vueltas. Todo estaba ocurriendo con mucha
rapidez. Se le ocurrió una idea terrible.
—Oh, Easa, pero ¿quién? ¿Quién de los nuestros podría hacer algo
semejante? No pensarás que Pedro o Andrés serían capaces. Ni Felipe o
Bartolomé. Tu hermano Santiago derramaría antes su sangre, y Simón la de
los demás.
Enseguida comprendió la respuesta, y los dos pronunciaron el nombre
al unísono.
—Judas.
La expresión de Easa era seria.
—Ahora voy a verle, palomita. Debo hablar con él y decirle que ha sido
elegido para esta tarea debido a su fortaleza.
Besó la mejilla de su esposa cuando se levantó para marchar. Ella le vio
partir con una creciente sensación de miedo por lo que traería el día
siguiente.
París
3 de julio de 2005
Querida Maureen:
Peter
Nueva Orleans
1 de agosto de 2005
«¿Qué es verdad?»
PONCIO PILATOS (JUAN, 18-38)
KATHLEEN MCGOWAN
22 DE MARZO DE 2006
LOS ANGELES
Agradecimientos
DAR LAS GRACIAS INDIVIDUALMENTE a todas las personas que me han ayudado
durante más de dos décadas es una tarea que requeriría un libro entero, y por
desgracia no es posible con un espacio tan limitado. Haré lo posible por
incluir a todos aquellos que han sido decisivos a la hora de ayudarme a
escribir este libro.
A mi agente y amigo Larry Kirshbaum, quien se convirtió en mi
arcángel particular durante el proceso, le ofrezco mi admiración y gratitud
ilimitadas. Su pasión por la historia de María y su determinación de
ayudarme a traerla al mundo fue la fuerza gracias a la cual todo ocurrió.
No tengo palabras para agradecer el firme apoyo, el asesoramiento
profesional y el consejo fraterno de mi editora, Trish Todd. Mi
agradecimiento a ella, y al extraordinario equipo de profesionales de Simon
and Schuster/Touchstone Fireside, es ilimitado.
Para mi familia ha supuesto un enorme sacrificio apoyarme durante mis
años de investigación. A lo largo de todo este tiempo, mi marido, Peter
McGowan, aportó la fe, me apoyó económica y emocionalmente, estuvo al
mando del fuerte y mantuvo unida a la familia mientras yo viajaba. Nunca
dudó de mis experiencias ni perdió la fe en mis descubrimientos, por más
descabellados que parecieran al principio. Mis hermosos muchachos,
Patrick, Conor y Shane, han aguantado a una madre que estuvo ausente
algunas temporadas y se perdió demasiados partidos de la liga infantil de
béisbol. No obstante, mi marido y mis hijos han presenciado tantos milagros
en mi compañía a lo largo de esta senda de descubrimientos que todos
pensamos que no había otra alternativa que seguir hasta acabar la obra, pese
a los riesgos, a menudo considerables. Espero que este libro demuestre ser
digno de sus sacrificios.
Esto ha sido un asunto familiar, y algo de todo lo que hago y todo lo
que soy pertenece a mis padres, Donna y Joe. Su amor y apoyo han sido la
piedra angular de mi vida, y han padecido algunos momentos muy difíciles
como resultado del espíritu zíngaro de su hija. Les doy las gracias por todo,
y me siento bendecida en particular por el amor incondicional que sienten
por sus nietos.
Comparto esta obra y las futuras con mis hermanos, Kelly y Kevin, y
sus familias. Para mis extraordinarias sobrinas y sobrinos, Sean, Kristen,
Logan y Rhiannon, espero que las revelaciones de este libro les inspiren
algún día mientras cumplen sus destinos únicos. El mismo día que terminé la
versión final del manuscrito, dimos la bienvenida al mundo a mi sobrina más
reciente, Brigit Erin. Nació el 22 de marzo de 2006. Seguiré con interés
afectuoso cómos sus pasos siguen la senda de las Esperadas anteriores.
Toda mi familia debe su felicidad al equipo de la Unidad de Cuidados
Intensivos Neonatales de la Universidad de California, Los Ángeles por
salvar al pequeño Shane. De hecho, nos salvaron a todos. A quien dude de
los milagros, le sugiero que pase unos días en esa unidad. Allí verá que en la
tierra existen ángeles de verdad. Llevan batas blancas y están disfrazados de
médicos, enfermeras y terapeutas. El milagro de Shane fue la fuerza
catalizadora que me obligó a terminar este libro.
He recorrido incontables kilómetros de este viaje con Stacey K, que ha
sido mi hermana, mi compañera de investigaciones y mi amiga del alma.
Merece una mención especial por aceptar las tareas más extravagantes sin
pestañear, como seguir voces incorpóreas que llamaban a «Sandro» por todo
el Louvre y perseguir a extraños hombrecitos por la basílica del Santo
Sepulcro. No habría podido terminar el libro sin su fe y lealtad.
Mi agradecimiento infinito a «tía Dawn» por su generosidad
sobrehumana y por ser un ancla asombrosa de amistad y lealtad.
Eterna gratitud para Olivia Peyton, mi hermana espiritual y maestra de
investigadores. Me inclino ante su genio como mujer y como cibersibila, y
rindo homenaje a su brillante novela Bijoux, que contiene la clave de tantos
misterios.
Gracias especiales a Marta Collier por su contribución y su fe en la
música de Finn MacCool, así como por su apoyo incondicional al clan
McGowan contra viento y marea.
Mi más sincero agradecimiento a mi gran amigo y valiente caballero
del Grial, Ted Grau. Creo que en realidad no comprende la importancia de su
contribución. Pero yo sí.
Gracias a Stephen Gaghan por sus comentarios incisivos, aunque
angustiosos, sobre los primeros borradores de la historia. Su sinceridad
descarnada me obligó a llevar a cabo mejoras sustanciales.
Go raibh mile math agat para Michael Quirke, el tallador de madera
místico del condado de Sligo, quien también es el mejor narrador de
historias de la tierra. Desde el día en que entré en su tienda «por casualidad»,
perdida en el verano de 1983, he vivido al otro lado del espejo. Más que
cualquier persona o acontecimiento, Michael me hizo comprender que la
historia no es lo que está confiado al papel, sino lo que está escrito en las
almas y los corazones de los seres humanos, y grabado en la tierra donde
vivieron sus grandes alegrías y sus penas más profundas. Mil gracias por
darme ojos para ver y oídos para escuchar.
Gracias adicionales para:
Patrick Ruffino, quien me enseñó el significado de la amistad e impidió
que me extraviara por Zsx Avenue.
Linda G, quien hace malabarismos con los arquetipos de Martha y
Vivienne con inmensa gracia.
Verdena, por encarnar el espíritu de María Magdalena y enseñarme más
que unas cuantas cosas sobre fe, milagros y la valentía más pasmosa.
R. C. Welch, por su labor de traductor en el museo Moreau y por una
gran conversación sobre la vida y la literatura en los bancos de Saint-
Sulpice.
Branimir Zorjan, por aportar a nuestro hogar su amistad, luz y sanación.
Jim McDonough, el magnate de los medios de comunicación más
encantador de todo el planeta y un gran amigo nuestro.
Carolyn y David, quienes sólo están empezando a comprender su papel
en todo esto.
Joyce y Dave, mis amigos antiguos más recientes.
Joel Gotler, por luchar en el bando de los buenos y trabajar para que la
historia de María llegue a un público más amplio.
Larry Weinberg, mi abogado y amigo, por creer en mí tanto como en el
libro.
Don Schneider, por hacerme reír.
Dev Chatillon, por su gran personalidad.
Glenn Sobel, por su paciencia ilimitada y apoyo en el pasado.
Cory y Annie, quienes compraron el primer ejemplar.
También estoy en deuda con la ilustre Linda Goodman, la fallecida
astróloga y autora, la primera en susurrar este secreto en mi oído antes de
que estuviera preparada para comprenderlo. Alteró el curso de mi vida con
esta información, y al legarme sus traducciones de las Tablas Esmeralda (que
demostrarán su importancia en libros posteriores). Mi destino permanece
extrañamente entrelazado con el de Linda, un hecho que ha provocado un
dolor sorprendente, pero también una gran dicha. Ojalá se hubiera quedado
con nosotros el tiempo suficiente para ver la prueba que descubrí de su
vinculación con el linaje.
También estoy agradecida de que el sendero que atravesaba la vida de
Linda me condujera también a otra gran autora y astróloga, Carolyn
Reynolds. Ella fue mi roca en algunos días muy oscuros, con su grito de
batalla «Nadie puede robarte el destino». Le doy las gracias con todo mi
corazón.
Gracias especiales a las damas ilustradas del Fórum de las Tablas
Esmeralda por su apoyo y amor a lo largo de los años.
A veces tardas la mitad de la vida en comprender por qué ciertos
acontecimientos modelan tu destino. Jackson Browne cambió mi joven vida
impresionable el día que cumplí diecisiete años, en los camerinos del
Pantages Theater, y creo de verdad que si no hubiera sido por él este libro no
existiría. Como activista adolescente, fui la destinataria de su apasionado
discurso sobre el poder de una persona para cambiar el mundo, y de su
alabanza de mi necesidad juvenil de cuestionar un statu quo injusto. Me
agarró por los hombros mientras repetía con vehemencia: «Nunca dejes de
hacer lo que haces. Nunca». Le doy las gracias por convertirse en un
catalizador (aunque mis padres no estén de acuerdo), y por toda una vida de
música inspirada, pero sobre todo por The Rebel Jesus. Creo que Easa daría
su aprobación.
Gracias de todo corazón a Ted Neely, y un recuerdo afectuoso para el
fallecido Carl Anderson, que tanto me conmovieron a mí y a muchos más
con sus retratos inspirados por Dios de Easa y Judas. (¿Es casual que
Andrew Lloyd Webber naciera un 22 de marzo?). Cualquiera que haya
tenido la fortuna de pasar un rato en la presencia resplandeciente de Ted sabe
hasta qué punto encarna la belleza del espíritu nazareno.
Los talentosos miembros del Screenwriter’s Refuge me han
proporcionado terapia de grupo y un tremendo apoyo durante los últimos
años. De modo que, Cindy, Robert, James, Mel, Kathy, Fitchy, Teddy, Chris
y Wenonah, quiero transmitiros mi más sincera admiración y daros las
gracias. Es fantástico estar en las trincheras con unos amigos tan buenos.
Mi corazón vive en Irlanda, y mi gratitud concreta es para el condado
de Cavan, donde mis suegros, John y May, siempre me han tratado como a
una hija. Amor y gracias para mi numerosa familia irlandesa: Brian, Bridie y
Pat; Susan, Philomena, Pam y Paul; Geraldine y Eugene; Peter; Laura, y
Noeleen, David y Daniel.
Gracias a toda la pandilla de Drogheda por enseñarme la esencia de la
ciudad que sobrevivió a Cromwell. Son gente muy especial y unos amigos
maravillosos. Y ese punto de referencia se llama Magdalen Tower por algún
motivo, ¿no?
En el curso de esta investigación, Los Ángeles fue mi hogar, Irlanda mi
refugio y Francia mi inspiración. Estoy agradecida al personal del hotel
Place du Louvre, que siempre me hizo sentir como en casa en París, y por
introducirme en la historia del Caveau des Mousquetaires. Hay mucha gente
en Francia que me ha entregado trocitos de sus almas y corazones, y no
transcurre un día sin que suspire por la belleza del Languedoc, la Camargue,
el Midi y Provenza, y por la gente extraordinaria que habita en esas regiones
mágicas.
La esencia de María Magdalena es compasión y perdón, y con ese
espíritu ofrezco este libro como una rama de olivo a quienes pueda haber
ofendido durante el camino. En especial a mi tío, Ronald Paschal, pues su
pasión por nuestra herencia francesa fue algo que fui incapaz de comprender
cuando intentó transmitírmela.
También me gustaría ofrecer este libro a Michele-Malana. Nuestra
amistad no sobrevivió al tumultuoso sendero en que nos depositaron, pero su
generosidad e inspiración nunca serán olvidadas. Si alguna vez lee esto, y su
amor por María Magdalena indica que es posible, espero que vuelva a
encontrarme.
Debo dar las gracias a la maravillosa gente de Issana Press por publicar
las traducciones de las cartas de Claudia Prócula. Recomiendo en especial su
folleto Reliquias del arrepentimiento, muy breve, pero muy poderoso. Les
doy las gracias por confirmarme que Pilo era el auténtico nombre del hijo de
Pilatos, y por espolear mi mente con la información de que tal vez existan
otros hijos de Pilatos…
Considero necesario que los escritores honren a los pioneros que
abrieron la puerta para que todos nosotros pasáramos. Como tales, debo dar
las gracias a los autores, con frecuencia controvertidos, Michael Baigent,
Henry Lincoln y Richard Leigh, quienes trajeron al mundo El enigma
sagrado en la década de 1980. Este libro fue un terremoto que despertó en el
público la idea de que algo importante se estaba cociendo en el sudoeste de
Francia. He llegado a conclusiones diferentes por completo, y he descubierto
un enfoque alternativo para mi investigación. De todos modos, saludo la
valentía, tenacidad y espíritu de pioneros de estos tres honorables caballeros,
y lo que fueron capaces de conseguir, y les agradezco que introdujeran en el
mundo esotérico a un personaje tan enigmático y astuto como Bérenger
Saunière.
Por fin, a todos los brillantes artistas que anhelaron que esta
información fuera descubierta durante su vida. Les dispenso mi gratitud por
proporcionarnos los mapas y pistas necesarios para encontrarla. En particular
a Alessandro Filipepi, quien era en verdad un «amado hijo de los dioses», y
continúa fascinándome a través del tiempo y el espacio.
Pronto nos encontraremos en la catedral de Chartres, a la entrada del
laberinto, cuando empecemos nuestra búsqueda de El Libro del Amor. Ya
tienen el plano. Pero tal vez les apetezca traer su ejemplar más sobado de las
obras completas de Alejandro Dumas, y envolverse en el tapiz de un
unicornio…
Lux et veritas
KDM
Et in Arcadia ego
A la sombra de Maria
descubrí los secretos de Dios.
Del álbum Music of the Expected One, por Finn MacCool. Música y
letra de Peter McGowan y Kathleen McGowan Visite
www.theexpectedone.com para escuchar la canción. Entre en
www.laesperada.com
Notas
[1] Publicación sensacionalista. (N. del T.) <<
[2]Descubiertas por Alfred Watkins, cualquier línea que une más de cinco
puntos de renombrada antigüedad y justifica la existencia de un camino. (N.
del T.) <<
[3]Juego de palabras intraducibie con el nombre de Nostradamus. Dumbass
significa «estúpido, tarado». (N. del T.) <<
[4]Rey de Escocia que derrotó a los ingleses en la batalla de Bannockburn,
en 1314. (N. del T.) <<
Table of Contents
La esperada
Dedicatoria
Cita
Mapa
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
Epílogo
Agradecimientos
Et in Arcadia ego
Notas