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Los Bandera de Laura Ávila-Mario Méndez
Los Bandera de Laura Ávila-Mario Méndez
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Ávila, Laura
Los bandera / Laura Ávila ; Mario Méndez ; dirigido por Laura Leibiker ; editado
por Laura Linzuain. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Grupo Editorial
Norma, 2021.
192 p. ; 21 x 14 cm. - (Zona libre)
ISBN 978-987-545-975-5
CC: 61095800
ISBN: 978-987-545-975-5
A nuestro querido Julio.
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tentado de golpear las manos y saltar la puertita baja
del patio delantero, como tantas veces. Estuvo a punto
de frenar, de entrar a preguntarle qué le había pasado.
Pero la bronca pudo más. Refunfuñando, siguió de lar-
go. Alexis era el que tenía la obligación de ir a buscarlo,
de explicarles a él y a sus compañeros, pero principal-
mente a él, por qué no había ido a jugar.
“¿Se habrá quedado con la bolita esa?”, se preguntó,
con rabia. Antes de entrar a su casa lo chistó un vecino
que pasaba en bicicleta.
—¿Y, gringo, cómo salieron? —le gritó el tipo, sin de-
tenerse del todo.
Pedro no contestó, apenas si levantó los hombros y
puso una cara que suponía elocuente. No quería de-
cir que habían perdido ni tampoco le gustaba que le
dijeran gringo. Los Hendler, la familia de su padre, y
los Böhl, la de su madre, eran de origen alemán, todos
rubios de cejas blancas, pecosos. Claro que estaban
acriollados desde hacía varias generaciones, pero para
medio mundo seguían siendo los gringos.
Al fin entró a su casa, para recibir un reto de su ma-
dre. Ella lo seguía tratando como a un chico. La mayor
parte de las veces no se daba por enterada de que su hijo
ya tenía quince años. Se acordaba, sí, cuando entraban a
tallar las obligaciones; el “ya estás grande, Pedro, no sos
un nene” era habitual, pero solo cuando le convenía. El
resto del tiempo era un mocoso al que se podía retar.
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Ella sacó el fiambre de la heladera y le preparó el
sándwich sin dejar de protestar.
—Nunca te veo la cara, nene. Comé acá y contame
algo.
Pedro se sentó a la mesa y mordió el sándwich. Esta-
ba muy bueno. Miró a su mamá de reojo.
—Perdimos —dijo con la boca llena.
La madre suspiró.
—¿Hay alguna otra cosa que te guste, además de pa-
tear una pelota?
Pedro no volvió a hablar. Comió en diez minutos y se
fue a su habitación.
Antes de dormirse, volvió a pensar en el faltazo de
Alexis. Se durmió con bronca y soñó que volvían a perder.
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Llegó justo cuando la maestra tocaba la campana. En
el colegio convivían los chicos de la primaria y los de
la secundaria. Casi nunca había problemas, aunque no
siempre la convivencia fuera pacífica.
—¡Dejen esos juegos! —gritaba la seño de la campa-
na. Mayra la saludó y la mujer le dedicó una sonrisa rá-
pida. Había sido su maestra en cuarto grado.
Los compañeros de Mayra estaban haciendo tiempo
antes de entrar, con la esperanza de que algo ocurriera
y no tuvieran, una vez más, que pasarse la mañana en
el colegio. Los chiquitos de la primaria abandonaron los
subibajas nuevos y caminaron hacia la puerta arrastran-
do los pies. Tampoco parecían muy felices de entrar.
—¡Al que no se forma le pongo ausente! —bramó la
maestra.
Los más chicos se fueron a formar al patio. Los de
noveno les hicieron lugar, de mala gana. Estaban casi
todos los varones: Matías Giraldi, Lucas Mendoza, Lau-
taro Tozzi y el más bobo de todos, Pedro Hendler… Pero
Alexis brillaba por su ausencia.
Silenciosa, como era su estilo, Mayra estacionó la
bicicleta y caminó lo más cerca que se atrevió de los
muchachos. Estaban comentando el partido con San
Martín.
—Nos faltó Alexis, el dos suplente es un calambre.
—¿El Alexis no fue a jugar? —preguntó Mayra sin
pensar.
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La seño de cuarto ya arriaba a los chicos a las aulas.
Los del polimodal, más lentos, también enfilaron a su
curso. Pedro dio dos zancadas para alcanzar a Mayra,
que se había filtrado entre las chicas.
—¿No me pasás el trabajo?
Mayra lo miró con una sonrisa.
—Estás soñando.
—No lo hice porque perdimos el partido, por culpa
de Alexis. Estaba deprimido.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Nada, pero a vos también te plantó.
Algunas chicas del curso se estaban acercando a Pe-
dro. Siempre pasaba. Mayra pensó en las polillas que se
juntaban al calor de la lámpara del galpón.
—Dejala, Peter, yo te doy el trabajo —dijo Patsy, la
más rubia de todas.
Mayra se reunió con sus amigas, bajitas y morochas
como ella. Pedro vio cómo se iba, un poco sorprendido
de haberle hablado tanto.
En la primera hora, cuando entró la de Matemática,
lo hizo pasar al frente. Le puso un uno.
—Mucho fútbol pero nada de aritmética, Hendler.
Pedro hizo un puchero exagerado que levantó suspi-
ros de la platea femenina y motivó la risa amortiguada
de los varones.
—Por favor, profe, deme otra oportunidad.
—Ya veremos. Trabajo especial: ecuaciones.
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—Yo voy para ese lado —dijo, ambiguo, como para
no afirmar que estaba yendo con ella. Mayra se bajó y
agarró la bici por el manubrio descascarado. Los dos to-
maron el camino que bordeaba los campos.
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Había dos camas. Una estaba deshecha y desordena-
da, con las cobijas tocando el suelo. En la otra, tapado
con una colcha hasta la barbilla, estaba Alexis.
Pedro, que venía a descargar su enojo por el parti-
do, se quedó con la palabra en la boca, impresionado.
Su amigo tiritaba y estaba muy pálido. Tenía los labios
azulados, y a pesar de que quería mirarlos, la vista se
le perdía.
—¡Chino! —dijo Mayra, compadecida y asustada. Se
acercó a la cabecera y le tocó la frente. Pedro vio sus
manos de uñas mordidas: el dedo pulgar se movió, aca-
riciándole a Alexis el nacimiento del pelo.
—¡Tiene calenturas!
Pedro soltó una risotada.
—¡Calentura tiene siempre! ¿Y de dónde le decís
“Chino”? Si nadie le dice así…
Mayra se puso roja. Cuando estaba muy sorprendi-
da, o muy asustada, o demasiado contenta, se ponía
a hablar como en su casa. En vez de fiebre, la abuela
hablaba de calenturas. Recuperando la argentinidad,
dijo:
—Está muy afiebrado, Hendler. ¿No ves que no pue-
de hablar?
Alexis sacó una mano de entre las colchas y se tocó
la garganta.
—¿Te duele? —preguntó Pedro.
—¡Quiere agua!
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Pedro recordó de golpe que guardaba un jugo en la
mochila. Debía tener dos días ahí, y estaría caliente,
pero al menos era algo líquido. Y sin alcohol.
Lo sacó y se lo ofreció a su amigo. Alexis lo tomó de
tres largos tragos sin disimular la avidez. Se volvió a
tender en su cama, algo aliviado.
—¿Qué te pasó? ¿Es gripe?
Alexis negó con la cabeza.
—Me duele.
Se tocó los riñones.
Mayra se quedó pensativa.
—Tendrías que tomar algo para bajarte la fiebre.
—La calentura —aclaró Pedro. Ella lo fulminó con la
mirada.
—En mi casa tengo hierbas que bajan la temperatu-
ra. Voy a traerlas.
—Hierbas… ¡Aguantá! ¿Sos bruja? Mejor traele una
aspirina.
Alexis lo agarró del brazo. Pedro dio un respingo. Es-
taba hirviendo.
—Dejala… La Mayra sabe…
Mayra no esperó más. Sin decir nada salió de la pie-
za. Un instante después, Pedro vio por la ventana cómo
ganaba velocidad montada en esa bicicleta más grande
que ella.
Alexis manoteó un balde que estaba debajo de la
cama y vomitó.
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dormir en su casa, cuántos campamentos, carpas y fo-
gones habían compartido? No se acordaba, pero le pare-
cía que Alexis había estado siempre en su vida.
Su amigo sonreía en sueños, una sonrisa de niño. Se
despertó de golpe, desorientado. Reconoció a Pedro sen-
tado al borde de la cama y se pasó la mano por los ojos.
—Soñé que jugábamos en el estadio, con gente en
las tribunas —le dijo en voz baja—. Estaban los de la
primera pero también nosotros dos. Zabalita jugaba
para los contrarios. Y en la platea, justo arriba del ban-
co de suplentes, estaba mi vieja.
—¿Ganábamos, esta vez?
—Qué sé yo. No me importaba. ¿Me das agua?
Pedro le sirvió el agua fresca en un vaso que parecía
más o menos limpio y se lo pasó.
—Tomá despacio —le dijo, sin saber muy bien por
qué. Quizá lo había escuchado en la tele, en alguna pe-
lícula. Su amigo le hizo caso: tomó mucho más despa-
cio que la vez anterior, aunque le pidió que le sirviera
tres veces. Pedro envolvió la mitad de los cubitos en el
repasador y se lo puso en la frente.
—Uh, está helado —se quejó Alexis.
—Son hielos, ¿cómo querés que estén? —le dijo Pe-
dro, y se los acomodó mejor.
Se quedaron en silencio. Era un silencio raro, un si-
lencio que nunca antes se había instalado entre los dos.
—Ayer estaba hecho mierda, peor que ahora.
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— … con esos botines, otra que el Bati, Alex —termi-
nó Pedro, y le quitó el trapo de la frente, que ya se había
entibiado, para ponerle los pocos cubitos que queda-
ban, a medio derretir.
Alexis suspiró. A veces Pedro parecía más chico de lo
que en verdad era. Eso no lo enojaba, más bien le daban
ganas de cuidarlo, de hacerle ver las cosas de la vida
que a él le pasaban y que su amigo desconocía.
—Mirá que no es joda el laburo. Pensalo bien.
—Yo voy, no te preocupes.
Por unos días, ese plan podía funcionar. Brizuela no
tomaría a nadie más y le daría tiempo a recuperarse.
—Anotate el número de Brizuela —le dijo a su amigo.
—¿Tenés una birome por ahí?
Alexis le señaló la mochila destartalada que estaba
tirada contra una pared. Cuando Pedro terminó de ano-
tar el número se abrió la puerta y entró Mayra, agita-
da. Había venido a toda velocidad. Traía una botella de
agua mineral y, en un envoltorio que había hecho con
un volante de la fiesta de Las Arquillas, un montoncito
de hierbas secas.
—La abuela dijo que te haga un té con esto, Chino
—le explicó a su amigo, sin importarle que Pedro le
echara una mirada burlona. Alexis le dijo que los fós-
foros estaban en el primer cajón de la mesada. Volvió
a sonreír. El agua, los trapos frescos, la atención de
los amigos le habían devuelto algo de salud. Pero no
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Pedro se sintió reconfortado con esa aprobación. Ella lo
miró, de repente un poco tímida:
—Andá nomás, Hendler. Yo me quedo cuidándolo.
—Yo también me quiero quedar, Quispe.
Mayra lo estudió por unos instantes, en silencio.
—Si querés hacemos lo de Matemática mientras le
baja la fiebre.
Pedro arrugó la cara. No le gustaba para nada la idea.
Mayra sacó su carpeta y se sentó a los pies de la cama.
Empezó a resolver las ecuaciones, ignorándolo olím-
picamente, hasta que Pedro agarró una silla y se sentó
a su lado.
Resolvieron los ejercicios del día, despacio, mientras
a Alexis le mejoraba el color. Se movía en la cama, cada
tanto daba una vuelta.
—Capaz que está jugando —dijo Pedro, mirándolo.
—¿Qué?
—Nada.
A la hora ya no estaba brillante y tenso como las
plantas que cuidaba. Otra vez sus mejillas volvieron a
su tono moreno original, y su cara flaca se relajó.
—Funcionan esas hierbas —dijo Pedro, admirado.
Mayra dio un salto.
—Tengo que volver a casa —dijo, mirando el sol por
la ventana.
Guardó la carpeta, tocó la frente de Alexis por última
vez y salió de la pieza.
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Mayra subió el volumen para escuchar su editorial,
mientras todos seguían trasplantando los plantines en
las macetas de plástico blando.
—Bájale el volumen, Mayra. Dice pura tontería —opi-
nó el mayor de los primos.
—Ya va a estar el camión del vivero —canturreó el
menor— y no vamos a llegar porque la Mayra tiene un
novio argentino…
—¡Déjese de andar fregando! —lo reprendió la abue-
la. Enseguida le tiró un delantal a Mayra:
—Y usté póngase esto, así no se ensucia la ropa.
Mayra le sonrió agradecida y se puso el delantal pro-
tector.
La vieja deambuló rengueando, con el cernidor bajo
el brazo, guiñando los ojos para enfocarlos mejor.
—¿Qué tenía el muchacho?
—Tenía fiebre —dijo Mayra, desafiante. Los primos
rieron bajito.
—Creo que se enfermó en su trabajo.
El primo menor sonrió con sus blancos dientes.
—Es tan flojo que le hace mal el trabajar.
La abuela suspiró y se fue, traqueteando como un
viejo tren, a lavar las semillas.
Los primos y Mayra siguieron trasplantando con la
tele de fondo.
—¿Tu novio trabaja en el campo de soja? —preguntó
el menor de los primos.
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una remera eligió una polera que en general no le gus-
taba usar, porque le picaba. Pero sabía que Alexis, cuan-
do iba al campo, llevaba bufanda o un pañuelo para
taparse la boca, así que pensó que el cuello de la polera
le vendría bien. Bufanda nunca usaba, y no hacía tanto
frío como para ponerse un cuellito de polar. Si lo veía
con el cuellito su madre iba a sospechar algo.
Desayunó rápido, se despidió de sus padres y al do-
blar la esquina se fijó si había luces en la casa de Alexis.
Al parecer el viejo Servando y su hijo dormían, así que
siguió de largo. Tomó el camino de siempre hasta una
cuadra antes de llegar al colegio; entonces giró al revés
y buscó una calle poco transitada para que nadie viera
que se estaba rateando. Se detuvo ante la casa abando-
nada de la turca Alí, una vieja que había muerto hacía
un par de años. El frente de la casa estaba lleno de pe-
gatinas medio descoladas, con el anuncio de la fiesta
de Las Arquillas. Pedro escondió la mochila en el za-
guán. A la vuelta la recogería.
Cuando llegó al galpón de Brizuela se encontró con
otros cuatro chicos, que esperaban afuera. Eran mo-
rochos, flacos, todos parecidos a Alexis. Él, tan rubio,
desentonaba. Quizá si hubiera sido otro los chicos lo
habrían rechazado, pero lo conocían del fútbol, sabían
que el gringo la rompía y que se bancaba las patadas y
los codazos sin decir ni mu: volvía a pedir la pelota y
encaraba. No solo jugaba bien; tenía huevos y eso les
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del club El Progreso llevaron los juegos nuevos a la es-
cuela. Pero le pareció más gordo y grandote que las ve-
ces anteriores. Y más intimidante.
—Don, yo vengo de parte de Alexis. Se sentía mal, y
me dijo si lo podía reemplazar.
Brizuela lo estudió.
—A vos te conozco, sos el que juega en Atlético, ¿no?
¿Tu viejo no es chofer en la muni?
Pedro asintió. En el fondo le gustaba el reconoci-
miento: algún día todos en el pueblo se iban a ufanar
de haber conocido a Hendler, el crack.
—¿Tu viejo sabe que estás acá?
—Sí —se apresuró a mentir el chico, e improvisó—:
Está rota la camioneta de la municipalidad y no tiene
trabajo, por eso, vio…
Brizuela lo miró, sin terminar de creerle. Estuvo a
punto de mandarlo de vuelta, pero le hacía falta un
bandera más, no podía darse ese lujo.
—Bueno, dale, subí. Hoy hay bastante laburo, hasta
las cuatro no volvemos, ¿te dijo el Alexis?
Pedro volvió a mentir que sí, que sabía. Con suerte al
mediodía no habría nadie en su casa, nadie notaría que
no había vuelto del colegio.
En menos de veinte minutos llegaron a destino. El
sembradío a fumigar estaba en el borde norte del pue-
blo: las casas pobres del barrio más nuevo, un asenta-
miento reciente, se tocaban con los sembrados. A las
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gustarle. Estaba empapado, porque el avión los rociaba a
todos, y le picaban el cuello, la nariz, los ojos. Pronto em-
pezó a sentir que le faltaban fuerzas en las piernas. Había
que estar parado todo el tiempo, correr de vez en cuando,
caminar un poco. Nada tan duro, para un futbolista en-
trenado como él. Sin embargo, a media mañana no daba
más, esto no tenía nada que ver con el entrenamiento, ni
con el juego, ni con la aventura. Se arrepintió de estar allí,
pero era tarde. Había que bancarse la jornada hasta el fin.
Al mediodía pararon para comer. Caminaron hasta
un galpón, y allí Brizuela les repartió unos sándwiches
y una gaseosa grande. Todos tomaron con avidez pero
ninguno parecía tener mucha hambre, y Pedro menos
que nadie. Estaba nauseoso.
En el galpón había bolsas de lona con semillas y mu-
chos bidones de Vergel, el pesticida que usaban para
fumigar el campo. Todas las bolsas tenían un logo que
Pedro reconoció vagamente: ProudSeed.
Un rato después subieron a la camioneta y fueron a
otro campo, que también administraba Brizuela. Con el
traqueteo y las náuseas Pedro pensó que iba a vomitar,
pero se aguantó. No quería quedar como un flojo de-
lante de los compañeros.
La tortura continuó hasta las tres y media. A las cua-
tro, tal como había dicho Brizuela, estuvieron de vuelta.
Al parecer, el hombre tenía una reunión importante en
el club El Progreso, por eso la puntualidad.
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—¿Te sentís mal?
Pedro quiso contestar algo inteligente, pero las pier-
nas se le doblaron y quedó ahí, encogido, mirando al
piso con el estómago revuelto.
Mayra apoyó la bicicleta en el poste de luz y fue a
socorrerlo.
Pedro tenía la frente llena de sudor.
—Me siento mal.
Mayra le pasó el brazo por la cintura y lo ayudó a lle-
gar a su bici. Le hizo lugar en el asiento de atrás y le
indicó que subiera. Pedro se negó, ofendido.
—Qué te pasa. Yo no tengo cuatro años.
—Tenés cara de muerto. Por eso te quise llevar.
Pedro volvió a negar, pero se tomó del asiento, para
no perder el equilibrio. Empezó a caminar, lentamente,
junto a ella.
—¿Adónde vas, Quispe?
—A entregar este pedido a la casa de doña Amelia. Y
después, iba a pasar por lo del Alexis.
—Ya estuviste ahí.
—Sí, está mucho mejor.
Fleco ladró. Sabía que estaban hablando de su dueño.
—Yo quiero verlo también. Le tengo que decir algo.
—Vamos, ¿querés? Llevo esto y lo visitamos, dale…
Pedro estaba tan cansado que aceptó sin más vuel-
tas. Quería sentarse en algún lado. La tercera vez que
Mayra se ofreció a llevarlo no lo discutió más y se
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Mayra se rio. Tenía una risa linda, alegre como una
música. Pedro también se rio.
—Nací allá, pero vine de muy chiquita.
—Parecés argentina —dijo Pedro.
Mayra se quedó callada. Pedaleó con él a cuestas,
atravesó la plaza del pueblo, que tenía hermosos jue-
gos nuevos y un monumento a San Martín estropeado
por las palomas. Sorteó con un golpe de manubrio el
cartelón de ProudSeed que estaba junto a la tarima que
preparaban para la fiesta y dobló bruscamente hasta
pisar la calle de tierra. Se bajó frente a la casa de doña
Amelia, le dejó la planta de cantuta y volvió a la bici,
donde Pedro estaba jugando con Fleco, aparentemente
recuperado.
—¡Ya estoy de diez! —dijo, dando unos saltos de en-
trenamiento.
Mayra lo estudió callada. Quería preguntarle algu-
nas cosas, pero él le indicó con un golpe de mentón el
asiento del acompañante.
—Yo conduzco —dijo, con acento de serie doblada.
Mayra se rio y se subió al asiento.
—¡Rápido, a lo de Alexis! —dijo, imitándolo.
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reproches cada vez más violentos. Servando se estaba
convirtiendo en un viejo amargo y maltratador. Un día
ella no lo aguantó más y se fue, sola y sin decir adónde.
—¿Te vas a levantar? —le preguntó el padre, desde la
ventana—. Vienen tus amigos. Yo me voy a ver el traba-
jito de los Toledo. Quieren hacer una pieza en el fondo,
se les casa la hija, andan contentos. Por ahí hasta me
dan un anticipo, cruzá los dedos.
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Pedro dudó. Sabía que fumigaban las plantas, por-
que todo el mundo hablaba de eso y porque a él, como
a todos los chicos, le gustaba ver las avionetas volando
bajo, haciendo su trabajo sobre los plantíos. Pero tam-
bién era cierto que había trabajado apenas un día deba-
jo de los chorros de fumigación y la piel le había ardido.
Y había tenido ganas de vomitar, y frío, y después calor.
—Tenemos que averiguar —dijo Mayra, resuelta.
—¿Qué te hacés la Sherlock, nena? ¿Dónde vas a
averiguar?
—En Internet —dijo Pedro.
—Buena, Hendler —se rio Mayra—. Los súper pode-
res de mi bici te hicieron más inteligente. Te la voy a
alquilar.
Pedro también se rio. La risa de Mayra era contagiosa.
Alexis los miró serio. A él no le hacía ninguna gracia.
De pronto se sentía fuera de la charla, ajeno. ¿Qué
era eso de la bici? ¿A qué venían tantas risitas? Iba a
decir que él no pensaba averiguar nada, pero lo inte-
rrumpió la llegada de su padre. Había vuelto pronto, y
parecía contento.
—Muy buenas —saludó Servando. Traía una bolsa de
la verdulería, llena—. Esta noche hay pucherito, si gus-
tan. Para festejar que el Alexis está bien. ¡Y que maña-
na empiezo a trabajar con los Toledo!
Alexis sonrió. Cuando su padre conseguía alguna
changa era otro, era el padre que a él le gustaba. Pero la
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Mayra le devolvió la sonrisa. La computadora al fin
estaba lista. Ella se sentó y agarró el mouse. Pedro, pa-
rado más atrás, la miraba hacer. Desde donde estaba,
veía su remera ajustada. Alexis le siguió la mirada.
—Te vas a quedar bizco, Pedro —le dijo, un poco en
broma, un poco en serio.
—¿Qué te pasa, a vos? Desde hoy que me estás bar-
deando.
—Fue un error dejarte ir al campo de Brizuela.
—Vos no me dejaste ir. Fui yo, porque quise.
—Dejen de pelear y siéntense, que no voy a trabajar
sola —les dijo Mayra.
Cada uno agarró una silla. Mayra quedó en el medio.
Tipeó “ProudSeed” en el buscador.
—¿Qué hacés? —preguntó Pedro.
—Busco los datos de la empresa que tira eso en las
plantas.
—¿ProudSeed es la empresa?
Mayra y Alexis lo miraron como si fuera estúpido.
—¿Sos nabo, Hendler? ¿No ves que ProudSeed está
por todo el pueblo?
Pedro miró la taza que tenía en la mano, con el in-
confundible logo de la empresa. Las habían repartido
en el club, para el Día de la Madre, junto con una flor
artificial.
Mayra esperó que la máquina cargara los resultados.
Al rato, una lista de sitios se desplegó ante ellos.
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—Sí. Vergel en Latinoamérica. “Algunos estudios sos-
tienen que este pesticida es un tóxico que afecta la vida
de plantas, animales y personas…”.
Las fotos terminaron de cargar de golpe. Las imáge-
nes los sacudieron con impensada crudeza.
Eran gentes de un pueblo negro de Alabama. A una
chica le faltaba el maxilar. Otros estaban ciegos, las re-
tinas nubladas y muertas. Había chicos recién nacidos
con los cráneos enormes, abultados y sin pelo.
Los tres se quedaron mudos.
Mayra siguió bajando con el cursor. Un hombre tenía
cáncer de pulmón. Otro, problemas en los intestinos.
Dos niñitos parecían discapacitados mentales: son-
reían a la nada, disminuidos y deformes.
Alexis estaba blanco. Mayra soltó el mouse como si
le quemara. Pedro tomó el control y siguió recorriendo
la página.
—“El Vergel es un complejo químico que mata a todas
las especies vegetales que no formen parte de los OGM”.
—¿OGM? —murmuró Mayra.
—Organismos genéticamente modificados —com-
pletó Pedro.
Los chicos se miraron.
—Qué decís, gringo, eso es una semilla, es una foto
de una semilla.
—Acá dice que está manipulada… ¿manipulada?
Mayra corrió la silla y huyó hacia la cocina.
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—¡Te acompaño! —dijeron los dos al mismo tiempo.
Después se miraron, con un poco de vergüenza.
—Dejen, voy de un tirón en la bici…
Acompañaron a Mayra a la puerta y la siguieron con
la mirada hasta que ella dobló la esquina y se les perdió
de vista. Así estaban cuando vieron a la madre de Pedro
que volvía del trabajo.
—¡Hola, nene! —les dijo a los dos, como si fueran
uno solo.
Entraron juntos. Ella dejó la cartera y notó que la
computadora estaba conectada.
—¡Pedro, te dije mil veces que cuando no estés usan-
do Internet apagues el módem!
Pedro no tenía ganas de responder. Desenchufó la
computadora y reconectó el teléfono con gesto mecá-
nico, mientras su mamá lo sermoneaba.
—¡Después nos viene un millón de dólares de telé-
fono!
—Fue mi culpa, Estela. Yo le pedí que me buscara
una cosa —dijo Alexis.
Al oír su voz grave, la madre de Pedro se frenó y trató
de relajarse.
—Ya están grandes para hacer boludeces —dijo, an-
tes de encerrarse en el baño.
Pedro salió a la puerta y encontró a Fleco. Se sentó
en el umbral y le acarició el lomo.
Alexis se sentó despacio junto a ellos.
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que se amontonaban en el galpón de Brizuela, no se le
iba de la cabeza.
Su papá hizo el puchero prometido y se sentaron a
comer. Estaba buenísimo. Después salieron al patio de
atrás, a ver cómo la luna brillaba sobre los sembrados
vecinos.
Fleco se acercó a Alexis moviendo la cola. El chico
lo acarició, buscándole el nacimiento de las orejas, que
era donde más le gustaba que lo rascara. Entonces, en
el pescuezo de su mascota, descubrió el tumor.
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Alfredo, el esposo de Mariela, había llegado a Las Ar-
quillas con la empresa, hacía unos pocos años. Era con-
tador, y se encargaba del sector administrativo. Pero
trabajaba allí, y eso Mariela no lo podía olvidar. Suspi-
ró, y se resignó a prender la computadora. Se levantó
del sillón y se metió con esfuerzo debajo del escritorio,
para enchufarla a la línea telefónica. Después terminó
de dos tragos la leche y prendió el aparato.
Al fin se abrió el servidor y Mariela fue navegando
entre las páginas, primero con poco interés, luego con
una angustia inevitable. Lo que estaba viendo le pare-
cía increíble. No podía ser cierto: desde que ProudSeed
se había instalado en el pueblo, la gente tenía trabajo y
todos vivían mejor. Y como si fuera poco, ella se había
enamorado de uno de los empleados recién venidos.
Cuando ya creía que se quedaría soltera, y que no sería
madre, había aparecido Alfredo.
Si las autoridades lo permitían, se dijo, las fumiga-
ciones no podían ser tan malas como algunos pocos
aseguraban. Pero las imágenes eran devastadoras.
Un rato después, todavía angustiada, apagó la com-
putadora y salió a la calle. Necesitaba aire fresco. Debía
comprar algunas cosas para la cena, y comida para el
gato, que maullaba quejoso. Mientras caminaba hacia
el supermercado se preguntó por qué los chicos habían
navegado por esas páginas. No creía que fuera por un
trabajo de Ciencias.
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dedicarse a ella, con un terreno no muy grande, pero
enteramente suyo y de su familia. Pocos lograban eso.
La mayoría se quedaba de mediero toda la vida, traba-
jando para otros.
—Papá… —dijo Mayra.
—Come, Mayra.
—Yo quería preguntar… ¿Qué fue de las frutillas
Kilkenny? ¿Por qué no las vendemos más?
El padre tomó un sorbo de agua. Pensó antes de res-
ponder.
—Mis paisanos vendieron la tierra. ¿Cómo te recuer-
das de eso, Mayra? Tú estabas bien pequeñita.
Mayra se encogió de hombros. La abuela rumió sobre
su plato.
—No era buena fruta esa. No servía para nada, no te-
nía buen sabor.
—Es verdad, tatay. Parecía que no tenía vida, tardaba
mucho en pudrirse —agregó uno de los primos.
—¿Serían OGM? —largó Mayra en medio de la mesa.
Sus parientes la miraron confundidos.
—¿De qué está hablando, hija? —le dijo el padre,
frunciendo las cejas.
—Esa es la escuela, le enseñan cualquier cosa ahí
—sentenció la tía, que nunca había ido.
—Calla, Loreley. ¿Qué es eso de la ONG?
—OGM, papá. Nada. Está muy rico este sudado —dijo
Mayra.
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—Tiran eso del avión y solo crece la soja —dijo la
abuela—. Es como un desierto, un desierto verde.
—Eso no es soja —murmuró Mayra, sentándose en
la cama.
—Qué quieres decir con que no es soja…
—Sus semillas no salen de las plantas. Las hacen los
científicos en los laboratorios… No están plantando
soja, están plantando mutantes…
De repente, el corazón se le encabritó de miedo.
La abuela se dio cuenta y abrió las cobijas. Mayra se
pasó a su cama. La tatay le hizo lugar y la abrazó, las
dos bien arropadas entre las mantas.
—Cuéntame de los árboles, tatay. Siempre me hace
dormir bien…
—Los árboles son amigos del sol. Le hacen señas con
las ramas para traerlo a la tierra. Para que se amiguen
los dos con el agua. De esa amistad nomás nace todo
lo que comemos, y lo que vestimos, y lo que somos…
Ellos cuidan de nosotros…
Mayra pasó esa noche en la cama de su abuela, como
cuando era chica.
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Patsy lo miró enojada.
—¡Qué forro! ¡Dijiste que lo hacíamos juntos!
Las amigas de Mayra soltaron unas risitas, pero
Mayra estaba seria. Pedro y ella cambiaron una mirada,
cada uno desde su pupitre.
En el recreo Pedro se desentendió de Lucas, Lauta-
ro y Matías, que lo esperaban en su rincón de siempre,
cerca del kiosco, y fue a buscar a Mayra.
La encontró en la galería, hablando con Mariela. La pro-
fe tenía la cartera al hombro y las carpetas entre el brazo
y el pecho, como si estuviera por irse. Pedro se acercó y
descubrió que en realidad las dos estaban discutiendo.
— … no todo lo que aparece en Internet es verdade-
ro. No podemos alarmar a todo el pueblo por una pági-
na sin firma.
—¡Seño, Alexis está enfermo por esas porquerías
que tiran del avión!
—¿Y vos cómo sabés que es por eso?
Mayra señaló a Pedro, a punto de decir que él tam-
bién había estado bajo la lluvia de Vergel, pero él negó
alarmado con la cabeza. Mariela los encaró, curiosa.
—¿En qué andan, ustedes dos? ¿Qué pasa?
En ese momento tocaron bocina. Era el auto de Alfre-
do, el marido de la profe.
—Chicos, no den más vueltas. Si tienen pruebas de
que el Vergel está contaminando el pueblo, yo quiero
verlas. Y ahí podemos empezar a hablar en serio.
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Pedro se rascó la cabeza.
—Sí, pero… ¿Cómo vamos a llegar?
—¿Tenés bicicleta?
Pedro la miró espantado.
—¿Me estás jodiendo? ¡Son como tres horas en
auto!
—Vamos en bici hasta la terminal. Y de ahí tomamos
un micro, el primero de la mañana.
Unos chicos chiquitos, comandados por Agustín, el
hermanito menor de Lucas Mendoza, los echaron de la
zona de las hamacas. Mayra caminó unos pasos rumbo
al patio de los grandes y Pedro la siguió:
—Hay problemas técnicos para hacer ese viaje, Quis-
pe. Mi mamá trabaja en el bar de la terminal. Me llega a
ver y chau, me quedo sin salidas un mes entero.
—Por eso digo lo de la bici. Iríamos hasta Bellavista
pedaleando, y agarramos el micro ahí.
Bellavista era el pueblo vecino a Las Arquillas.
Pedro la miró pensativo.
—¿Con qué plata viajaríamos? ¿Y cuándo?
—Yo tengo algunas propinas guardadas.
Pedro pensó que tenía lo que le habían dado por ha-
cer de bandera en el campo de Brizuela.
—Podemos viajar mañana, Hendler. Es sábado. Mi
papá se va a comprar semillas a Rosario. No va a estar
en todo el fin de semana.
—¡Mañana! ¡No puedo! ¡Tengo que entrenar!
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—Acá andamos, maestra. ¿Y usted? —le respondió,
mirándole con disimulo la incipiente panza de embara-
zada. Mariela sonrió.
—Bien, ya ve. Pero muy preocupada por Alexis. Venía
a preguntar por qué falta tanto al colegio, ¿está bien de
salud?
El hombre retrocedió instintivamente ante la anda-
nada de preguntas.
—Mire, ahora va a dejar de faltar, porque tengo tra-
bajo por un buen tiempo. Pero hay veces que tiene que
ayudar, ¿vio? —dijo Servando e hizo un gesto hacia su
casa. No hacía falta que le dijera que eran pobres.
—¿Y de salud, cómo está?
—Anduvo engripado, pero ahora está mejor. Hoy no
fue a la escuela porque tenía que llevar el perro al veteri-
nario. Y se pasó todo el día ahí, ya debe estar por volver.
—¿Qué tiene el perrito? —preguntó, inquieta.
—Está viejo, nomás.
Mariela sintió náuseas. Asintió sin estar convencida,
saludó a Servando y se fue.
Con suerte encontraría a Alexis en la veterinaria de
González. Todos en el barrio atendían a sus mascotas allí.
Cuando ella llegó Alexis salía, pero sin Fleco. El perro
había quedado en la veterinaria.
El chico tenía los ojos enrojecidos.
—Se va a curar —le dijo Mariela, y lo abrazó. Alexis
se dejó abrazar un instante. Estaba muy serio.
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En algún momento había perdido a ese niño y ahora lo
reemplazaba este adolescente patilargo y esquivo.
—¿Cómo vas? —le preguntó.
—¿Cómo voy con qué? —respondió Pedro, prudente.
—Qué sé yo. Con la vida, cómo vas.
Pedro no sabía qué contestarle. Si le contaba que
hoy no iba a ir al fútbol quizás ella se pondría conten-
ta, pero entonces querría meterse en sus cosas y él no
estaba listo para contarle que lo habían bañado con un
potencial veneno por querer ayudar a su mejor amigo.
Sabía que a ella tampoco le gustaba Alexis, la versión
adolescente de Alexis. Y si le llegaba a contar que se ha-
bía hecho amigo de Mayra… Bueno, mejor era quedarse
callado y comerse las medialunas.
Su mamá le acarició la frente en silencio. Tenía ga-
nas de decirle muchas cosas, pero no le salían. Al fin, se
levantó con un suspiro y se puso a dar vuelta las sillas
del local.
A las siete y veinte una pareja entró al bar. Pedro le
dio un beso a su madre y le dijo que se iba al club.
Salió caminando despacio, rondó por la terminal
casi vacía y esperó a que el micro que iba a Kilkenny
estacionara a las cansadas en el andén. Subió una vie-
ja con bolsas. A último minuto, cuando ya arrancaba,
Pedro tragó saliva, gambeteó a un par de mochileros
desorientados que pasaban por el andén y se trepó al
micro sin mirar atrás, justo cuando la puerta se cerraba.
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se agarraron de los respaldos, divertidos por los corco-
veos. De repente se sentían muy bien por estar compar-
tiendo esa mañana.
En Cañada del Búho, dos pueblitos antes de llegar a
Kilkenny, se bajó la vieja de las bolsas. Mayra y Pedro
comieron mandarinas y sándwiches de paté que ella
había tenido la precaución de llevar.
El chofer los miraba comer por el espejo retrovisor.
—¿Van hasta el fondo?
Los chicos le devolvieron la mirada, sin contestar.
—Casi nadie va hasta ahí. ¿Ustedes tienen parien-
tes?
Mayra movió la cabeza, asintiendo. El chofer los vol-
vió a relojear, desconfiado, pero siguió manejando sin
hacer más preguntas.
Al fin, llegaron a Kilkenny. Eran casi las once.
Pedro se bajó de un salto del micro. Le dolía un poco
la cabeza, pero le echó la culpa al viaje largo. Mayra se
fue a buscar la bicicleta del buche y el micro partió de-
jándolos solos en aquella terminal desierta.
Los chicos empezaron a caminar por la plataforma.
El bar de la estación estaba cerrado: viejos papeles de
diario tapaban las vidrieras.
Mayra le dio la bici a Pedro, acercó la cara al vidrio
sucio y leyó la fecha de los diarios pegados.
—Septiembre de 2001.
—Wow, hace casi dos años que está cerrado.
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caminando por el centro, o por la plaza, seguramente
llena de vecinos. En cambio, en Kilkenny parecía un do-
mingo a la mañana, o peor, un feriado de invierno. No se
cruzaron con casi nadie, y los pocos con los que se cruza-
ban los miraban raro, desconfiados de ver caras nuevas
en el pueblo.
Mayra se acomodó mejor y le apoyó las manos cerca
de las costillas. Pedro luchó por mantener el control de
la bici, mientras su cara y sus orejas se ponían rojas.
“Está buenísimo andar así con ella”, pensó. Ahora sen-
tía cada punto de contacto entre el cuerpo de Mayra y el
suyo. Lo disfrutó unas cuadras, encantado con esa nueva
tibieza, hasta que la culpa empezó a apoderarse de él.
—Tengo cosquillas —murmuró, y Mayra se agarró
del asiento de fierro sin decir una palabra.
Pedro sacudió la cabeza, como para sacarse ciertas
ideas de encima, y en ese momento se encontraron con
algo más de gente: la vieja iglesia del pueblo mostraba
algún movimiento, con su enorme puerta entreabierta.
—¿Querés que entremos a preguntar?
Mayra negó con la cabeza.
—No, qué tal si sale un monje loco y nos secuestra…
Pedro siguió pedaleando, sin muchas ganas de reírse
de la broma. Ese pueblo vacío y desangelado daba para
pensar cosas siniestras.
Pedaleando, salieron del pequeño centrito y vie-
ron el club de fútbol y una escuela privada que se
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Pedro dio un brinco de susto y se agarró del brazo de
Mayra. Ella lo agarró también, asustada ante la apari-
ción de la mujer.
—Fuera de acá. No vengan a molestar.
—Nosotros no queremos molestar a nadie, señora.
La vieja se replegó, ocultando su rostro en el cuello
del abrigo. Tenía manchas blancas, malsanas, en las
mejillas. Los chicos se miraron asustados.
La mujer imitó el ruido de una avioneta, soplando
por entre los labios yertos.
—Las frutillas crecían, pero todo alrededor se moría.
Se rio, señalando el camino.
—Y al final, todos nos convertimos en monstruos.
Pedro empezó a caminar hacia atrás, arrastrando
a Mayra con él. Los dos subieron a la bici y salieron a
puro pedaleo. La mujer ni se dio cuenta de que se iban.
Seguía en su mundo. Se movía en espasmos, consumi-
da y errática, como si alguna parte esencial de su hu-
manidad le hubiera sido arrebatada.
Pedro pedaleó rápido. La mujer quedó atrás y ellos se
adentraron en un campo.
El silencio era tanto que aturdía. Pedro estaba in-
quieto, alerta, como si algún animal extraño fuera a
atacarlos en cualquier momento.
Descubrieron un cartel de chapa doblado y descolo-
rido que pregonaba las frutillas Kilkenny, pero el terre-
no estaba pelado, solo con algunas flores que crecían
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Dejaron la bici a orillas de la ruta y se acercaron con
prudencia. El pájaro salió volando rumbo a un sendero
abierto, sin alambres. Había muchos árboles nuevos en
ese camino.
—Son álamos —dijo Mayra, segura.
Tres niñitos aparecieron con una lata de duraznos
llena de mijo.
—¿No vieron un pájaro de cabeza roja? —dijo el más
grande.
Tendría unos diez años. Los tres estaban descalzos,
pero vestidos con ropas limpias y claras. La del medio
era una nena de pelo largo y trenzado. El más chico era
morocho y renegrido; no tenía más de tres años y le fal-
taba el brazo a la altura del codo.
—¡Se voló! —dijo Mayra.
De entre los árboles apareció una mujer. Tendría
unos cincuenta años, su pelo canoso y largo estaba
trenzado igual que el de la niña.
—¡Hola! ¿Vienen al merendero?
Pedro y Mayra se miraron: estaban transpirados y
polvorientos.
—No, señora. Perdimos el micro que va a Las Arquillas.
—Ah, ese vuelve a pasar en un par de horas. Si quie-
ren vengan al merendero, es temprano pero hay agua y
jugo de pomelo…
Mayra y Pedro se miraron. Necesitaban un descanso.
—¿Es muy lejos? ¿Su merendero? ¿Señora?
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—¿Les gusta el jugo de pomelo?
—Sí —dijo Mayra—, son los últimos de la temporada,
los más dulces.
—Ajá, tenemos alguien que sabe —dijo el hombre.
Se sonrieron los dos. El muchacho joven trajo una ja-
rra de jugo exprimido y sirvió vasos para los chicos y
los invitados.
—¿Sos mediera?
—No, mi papá es dueño de un campo —dijo Mayra
con orgullo.
—¿Y vos, compañero? —le preguntó Horacio.
—Yo juego a la pelota —dijo Pedro.
El muchacho sentó a los niños en la mesa improvisa-
da y les empezó a repartir hojas para dibujar. Pedro se
dio cuenta de que no eran de la misma familia. Había
chicos de todos los colores y de distintas edades. Algu-
nos no estaban bien. Parecían enfermos.
La mujer, Alicia, apareció con una fuente de pan un-
tado en dulce.
—Es de frutillas.
Pedro y Mayra se miraron, con cierta alarma.
Mayra probó el dulce y sonrió.
—Está bueno, son de frutillas de verdad, no de plás-
tico —dijo.
Eso fue suficiente para Pedro, que empezó a comer
con ganas.
Pero Mayra apoyó el pan en la mesa.
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—La cosa es que este pesticida empezó a alterar la
vida alrededor. Mató pájaros, bichos, cambió de alguna
manera los genes de las personas... Las mujeres em-
barazadas tuvieron chiquitos con problemas… Hubo
fumigación intensiva en Kilkenny, a veces pienso que
nos usaron como cobayos… La gente se empezó a en-
fermar, muchos tienen cáncer, y otros llevan el veneno
adentro, desde el nacimiento.
Mayra empezó a llorar sin darse cuenta. Pedro la
abrazó y ella se pegó a su cuerpo, temblando.
—Tenemos un amigo en Las Arquillas… —explicó el
chico—. Él está enfermo, por eso…
Horacio le tocó el hombro a Mayra. Su contacto la
calmó a tal punto que pudo separar su cara del hombro
de Pedro para mirarlo.
—¿Cómo te llamás? —le dijo el hombre.
—Mayra Quispe…
—Bueno, Mayra Quispe, mirá esos árboles.
Ella miró todos los que componían el bosquecito al-
rededor del merendero. El aire estaba limpio y lleno de
mariposas cerca de sus ramas.
—Ellos son nuestros guardianes, ¿ves? Cualquier ca-
gada que hagamos los humanos ellos la van a reparar
si nosotros les hacemos espacio. Solo hay que dejar
de sembrar con esos químicos de porquería. Hay que
darle agua y sol a la semilla, hay que trabajar la tierra,
desmalezarla con las manos, y hay que esperar. No hay
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Algunas de las polillitas se le posaban en el pelo a
Mayra. Pedro estiró la mano y se las apartó, acomodán-
dole de paso la cinta verde del rodete.
—¿Estás mejor? —preguntó, con una ternura torpe.
Estaba todo transpirado. Parecía un niño más, lleno de
tierra y pasto.
Mayra se empezó a reír, melodiosa, hasta que Pedro
se tentó también. Se rieron juntos.
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—Tenés frío en serio… —le dijo Pedro.
Ella movió la cabeza, sin hablar. Pedro le acomodó su
propio buzo sobre los hombros.
Después le agarró la cara y la besó. Se besaron mien-
tras afuera, en la ruta, anochecía y ese día tan raro se
iba para no volver más.
Pedro estaba culposo. La presencia de Alexis iba ga-
nando terreno. Mayra levantó la vista y le tocó los la-
bios con su dedito de uñas mordidas.
—No digas nada. No pasa nada.
Se adormecieron mirando por la ventanilla. Había
valido la pena averiguar lo del pueblo vecino, para sa-
ber lo que les podía pasar en el propio. Y la charla con
Horacio y Alicia valía más que cien investigaciones en
Internet.
—Tenemos que contárselo a todo el mundo, Pedro
—murmuró Mayra.
El chico giró para mirarla.
—Ya sé. Pero no va a ser fácil.
Los ojos de Pedro estaban fijos en los de Mayra. Ella
adivinó lo que estaba pensando, a qué cosas secretas le
tenía miedo.
—¿Por qué fuiste al campo de Brizuela? —le preguntó.
—Fue una sola vez.
—Sí, pero igual te bañaron con esa mierda. Yo no
quiero que el Chino vaya, pero lo entiendo. Su papá no
tiene plata, y él tampoco. Pero ¿vos? ¿Por qué?
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Mayra se acordó de la última vez que había ido al bal-
neario viejo con Alexis. El chico había querido grabar sus
nombres en el árbol, con una navaja. Pero ella se lo había
impedido.
Su tatay le contaba que los árboles tenían espíritu y
se dolían de las ofensas de los hombres. La alegraba que
Horacio, a su modo, hubiera completado esa leyenda.
Mayra suspiró y apoyó la cabeza en el hombro de Pe-
dro. Pedro la abrazó y se quedaron dormidos.
Llegaron de noche a Las Arquillas. En el bar, la ma-
dre de Pedro había terminado su turno, así que él no
tuvo que hacer malabares para esconderse. Mentiría
que había estado en la casa de algún amigo después del
fútbol. Mayra tendría que rendir cuentas con su abuela,
que la escucharía con atención. Le quería contar todo
lo que había visto, aunque la vieja la retara por haberse
ido sin permiso.
Cruzaron la plaza juntos. Pedro llevaba la bicicleta
de Mayra, y su amiga caminaba al lado. No les impor-
tó que uno de los chicos de su curso les gritara algo,
seguramente una cargada. Ya no les importaban esas
bobadas.
Fueron directo a la casa de Alexis.
—Los estuve buscando todo el día —les dijo mien-
tras abría el portón—. ¿Dónde andaban?
—¡Dónde andabas vos! Por favor, decime que no fuis-
te a lo de Brizuela.
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unas fotos que empezó a repartir. Al poco rato nadie te-
nía ganas de comer, aunque circularan el café y el mate.
Las fotos que Mariela había bajado del sitio que le había
indicado Mayra, y de otros parecidos, eran tremendas. Y
la sola idea de que un diez por ciento de eso pudiera pa-
sar en el pueblo era sencillamente aterradora.
—La semana que viene tenemos una reunión de la
comunidad, por los festejos del día de Las Arquillas.
Aprovechemos para hablar de esto —propuso la profe-
sora de Biología.
—A los de ProudSeed no les va a gustar nada —in-
tervino la directora—. Y varios están en la cooperadora,
siempre colaboran, no sé…
—Julia —la cortó Mariela—, si quieren venir, que
vengan y que hablen. Que nos den su versión.
La directora bajó la cabeza. Sabía que su vice tenía
razón y la conocía. Una vez puesta en marcha no la pa-
raría nadie.
La charla duró un par de horas, y al final, gracias al
profe de Música, que era un tipo simpático que siem-
pre tenía un chiste para hacer, se aflojaron un poco las
tensiones. Además, todos tenían hambre y la reunión
terminó con una merienda compartida.
Cuando Mariela salió de la escuela se encontró a su
marido, esperándola en el auto. Con algo de timidez Al-
fredo le regaló una macetita con flores. Mariela recordó
las que repartía Mayra, y le sonrió.
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mantenidos con sus productos. Hasta habían calcado
el logo al pie del papel afiche.
Pedro se paró junto a su banco.
—Yo no preparé nada, profe. Pero es mentira todo
esto —dijo, señalando el mapa pegado en el pizarrón.
El resto de la clase reprimió un murmullo de excita-
ción. La profesora lo miró, seria.
—¿Qué querés decís, Hendler? Explicate mejor.
Pedro dudó. ¿La profesora no le creía? ¿Era como su
mamá, que siempre estaba dudando de él? ¿Tenía que
contarle lo que le había pasado después de trabajar
como bandera, apenas un día? Por un momento se que-
dó callado y estuvo a punto de sentarse, pero tomó co-
raje y siguió. Eso les había pedido Alicia, la hippie. Que
tuvieran coraje.
—Es mentira que la soja viene a terminar con el
hambre del mundo. Estuvimos en Kilkenny el sábado.
Es un pueblo fantasma. Con los plaguicidas destruye-
ron la tierra. Casi no hay cultivos sanos.
Se hizo un profundo silencio, que lo asustó un poco.
Pero al ver que la profe lo miraba como alentándolo, si-
guió.
—El Vergel es malo. Mata las malas hierbas, pero
también mata a los pájaros, y a los perros, y a las perso-
nas. Por eso Alexis está enfermo. Porque lo bañan con
veneno cada vez que sale al campo…
Patsy soltó una risita.
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perdido. No reaccionó tampoco, porque nunca se enteró,
cuando Pedro se quebró y se puso a llorar con la cabeza
en la almohada, apenas a unos centímetros de la cara de
su amigo.
Mayra también lloraba despacio; las lágrimas le caían
por la carita sucia, sin parar. No hacía ningún gesto para
detenerlas, ni para limpiárselas. Estaba sentada y lloraba,
nada más. Ni ella ni Pedro se dieron vuelta cuando llega-
ron ruidos desde la puerta, voces que sonaban altas, una
discusión que no les importaba. En la entrada, apenas a
unos metros pero muy lejos de su atención, la profesora
Mariela, que también había dejado el aula, discutía con
el padre de Mayra, que había venido a buscar a su hija,
furioso. En medio de los dos, el enfermero trataba de cal-
marlos. Servando no hablaba. Les había dado la espalda
y miraba hacia adentro, por entre la cortina que separaba
la entrada de la sala de internación, los ojos fijos en la
escena que lo estaba matando: su hijo con la mirada per-
dida en el techo y sus dos amigos llorándolo, uno a cada
lado de la cama.
Servando ya no tenía dudas. Alexis, como él, como
Fleco y como tanta gente, se había enfermado en los
campos, con el maldito veneno que tiraban los aviones.
Y tenía mucho miedo.
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—Niña.
El padre de Mayra se asomó por la puerta de la sala
donde estaba internado Alexis. Estaba muy enojado,
pero aun así no alzó la voz.
Antes de salir, Mayra miró a Pedro, asustada.
—Nos vemos después —le dijo Pedro, convencido.
Apenas Mayra salió de la sala el padre la agarró del
brazo, como para no dejarla ir a ningún lado.
—Vamos para la casa. ¿Dónde has dejado la bicicleta?
Mayra trataba de no llorar.
—No sé.
La mano del padre se cerró más sobre su brazo.
—¿Así me contestas? Trabajamos nosotros, con esa
bicicleta. No es para pasearse con estos mocosos.
Mariela se acercó a ellos. Parecía descompuesta: las
pecas se le notaban mucho en la cara pálida.
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—Por favor, despejen. No se puede hacer tertulia acá.
Hay gente convaleciente.
Mariela lo encaró, decidida.
—¿Usted es el doctor de Alexis?
—Sí, ¿la señora es familiar?, porque si no, no puede
estar acá.
—Soy su profesora. Y quiero saber si lo que dice su
papá es cierto. ¿Mi alumno está así por culpa de los
pesticidas que tiran de los aviones?
El médico dudó. Se cruzó de brazos sobre la bata in-
maculada.
—No sé de dónde saca esas cosas, señora. El chico
tiene un cuadro de anemia, está mal alimentado…
Mayra fijó la vista en las manos del doctor, cruzadas
sobre su pecho. Y vio, en el costado de la bata, bajo la
plaquita con su nombre, el logo de ProudSeed.
Empezó a caminar para atrás, aprovechando que su
padre estaba distraído oyendo la discusión entre la pro-
fesora y el médico.
Pasó frente a la sala de Alexis y le hizo una seña a Pe-
dro a través de la cortina. Al alcanzar el final del pasillo,
dobló y empezó a correr. Pedro la alcanzó en la puerta
de atrás de la salita.
—¿¡Qué pasa!?
—¡Corré, Hendler!
Salieron corriendo los dos y no pararon hasta llegar
a la plaza. Pedro se detuvo para tomar aliento.
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Al padre de Pedro le habían dado permiso en la mu-
nicipalidad, aunque a regañadientes. Se había corrido
la voz de que iban a hablar sobre los efectos del Vergel.
A casi nadie en el pueblo, tan dependiente de Proud-
Seed, parecía gustarle el ruido que se estaba haciendo
en torno al tema, menos que menos a los funcionarios
del municipio, todos socios del club El Progreso, mu-
chos de ellos dueños de campos de cultivo.
El día anterior a la fiesta, a la salida, Mariela despidió
a sus alumnos y volvió al aula vacía. Mientras junta-
ba sus papeles echó una mirada triste sobre los bancos
que debían ocupar Mayra, Alexis y Pedro.
Casi todos los padres del curso habían comprometi-
do su presencia para la tarde siguiente, pero no el señor
Quispe. Eso la tenía preocupada: pensaba que Mayra
podía estar pasándola mal. Y ella tenía que hacer algo.
Salió a la galería. Oyó, a lo lejos, el zumbido persis-
tente de un avión fumigador, como si fuera una amena-
za. Y de inmediato, el ruido mucho más cercano de una
camioneta que se detenía en la puerta de la escuela, y
de la que bajaba, sonriente, Juan Arriola, el encargado
de las relaciones públicas de ProudSeed.
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El hombre tuvo un segundo de vacilación, que Mayra
aprovechó para seguir hablando:
—¿No te das cuenta de que ellos están envenenando
todo?
El padre se levantó también, sacudiéndose la mano
de la abuela, que trató de contenerlo.
—Costaba mucho conseguir semilla. Y con usted en
la escuela, solo la abuela y la Loreley habían para usar
el cedazo. Pero con las semillas de ProudSeed, ya no
hay que elegir. Crecen rápido, y regalaron un bidón de
pesticida para las malezas.
—¡No! ¡No vamos a plantar esa basura!
El padre se enojó.
—A ver, ¿qué es eso de andar gritando como en las
novelas de televisión? Yo soy su padre, Mayra, no me
tiene que faltar a mí. Yo le doy de comer y la visto y
hasta le compro sus libros para esa escuela que al pare-
cer le enseña a que no me respete.
Mayra lloraba, furiosa. La tía la miraba con una semi-
sonrisa: por fin alguien le había bajado el copete a esa
sobrina que se hacía la leída.
Los muchachos no sabían si seguir comiendo o es-
perar a que el padre terminara de hablar. La abuela, sin
moverse de su silla, abrió la boca desdentada y dijo:
—Yo tampoco fui a la escuela. Pero estoy de acuer-
do con la huamlita. No quiero que plantes esas semi-
llas, David.
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—Mayra…
—Qué.
—¿Crees de verdad que las semillas de ProudSeed
son malas?
—Sí, Fredy.
—¿Y la reunión que hay en tu escuela mañana, es
para hablar de eso?
—¿Qué reunión?
—La que va a hacer tu profesora, pues, en la fiesta de
Las Arquillas. Todo mundo lo habla en el pueblo.
Mayra casi rompió un plato, de la sorpresa. Estaba
feliz: Mariela no la había defraudado.
El muchacho pensó en silencio unos momentos.
—Qué más da. El tío no va a ir…
—Ya vimos que no…
—Pero sería grandioso que fuera la abuela.
La miró, cómplice. Mayra cerró la canilla y lo estudió.
—¿Qué estás pensando?
—Mañana tengo que llevar la camioneta a Bellavista.
No están bien los bujes. Pero podría pasar antes por la
escuela del pueblo… Y dejar a una vieja y a una niña
loca olvidadas en esa reunión, ¿qué te parece?
Mayra soltó un gritito de alegría y abrazó a su primo.
El muchacho la hizo callar con un gesto.
—Si me delatas vas muerta, Mayra. Yo negaré todo.
—No te preocupes, primo. No te voy a mandar al
frente.
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vuelto a la camioneta, que el chofer arrancó de inme-
diato, sin decir ni una palabra. Recién cuando estuvo
sentado bajó la ventanilla y desde allí volvió a hablar.
—Se está equivocando, profesora. Y usted debe saber
que las equivocaciones siempre se pagan caras. Salu-
dos a Alfredo.
Ya con el té que se había terminado de enfriar y que
tomó de un trago, Mariela pensó que tal vez se había
equivocado. No en convocar la reunión, sino en no se-
guir su primer impulso de visitar al padre de Mayra, de
intentar convencerlo de que la presencia de su hija en
la escuela sería muy útil, muy necesaria.
Suspiró. Ya era un poco tarde para arrepentirse. No
lo podía saber, pero tal vez el señor Quispe cambiara de
idea, todo podía pasar. Corrió la taza vacía y abrió una
carpeta llena de papeles. Tenía que preparar la reunión
del día siguiente con todo cuidado. Era importante que
ese encuentro saliera bien. De pronto sintió la llave en la
puerta, era su marido, que volvía de la oficina. Mariela lo
miró con los ojos brillosos. ¿Y si Alfredo se quedaba sin
trabajo?
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—Bueno, yo voy a la reunión.
Pedro se iluminó. Abrazó a su papá como cuando era
más chico.
—Gracias. Gracias, de verdad. Ahí te vas a enterar
mejor de lo que pasa.
—Bueno, dale, arreglate que caliento la camioneta.
Pedro estuvo listo enseguida (se lavó las partes que
se veían, nada más) y se vistió con lo primero que en-
contró a mano.
Salió a la calle mientras su papá trataba de hacer an-
dar la chata de la municipalidad. Se le había ahogado el
motor, con la humedad del día. Hasta niebla había.
Pedro miró hacia la esquina, pensando en Alexis. Lo
había visto el día anterior y no le había gustado cómo
estaba. Suspiró, lleno de tristeza.
Como llamado por ese suspiro, en medio de la niebla
apareció Fleco. Daba pena. Arrastraba una venda sucia,
que tenía cruzada alrededor del cuerpo.
Pedro lo alzó sin pensar y lo acarició debajo del hoci-
co. Fleco movió débilmente la cola.
La camioneta de la municipalidad al fin arrancó y el
padre le tocó bocina.
Pedro subió de un salto, con todo y Fleco, y pusieron
rumbo al colegio.
Llegaron con el sol, que salió para disipar la niebla.
Los impresionó la cantidad de gente que había en el sa-
lón de actos: estaban casi todas las madres. La noticia
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Mariela movió sus rulos colorados como si se espan-
tara una avispa.
—¿No vino Mayra? —preguntó Pedro.
—No, Pedro. No creo que venga. Su padre estaba fu-
rioso con ella. Pero igual vamos a empezar. La directora
se está poniendo nerviosa.
Las madres habían mandado a los más chicos a jugar
en los juegos nuevos del patio, para que no molestaran.
Pero estaban todos, acompañados por los vecinos: el
panadero, el carnicero, el basurero municipal, la merce-
ra. Todas caras conocidas, menos la de una mujer flaca,
de pelo lacio, que fumaba un cigarrillo tras otro. Tenía
una cámara réflex colgada al cuello, con un teleobjetivo
enorme.
“Como los que usan para sacar fotos deportivas”,
pensó Pedro.
La directora se acercó a la mujer y le hizo apagar el
cigarrillo. Después encendió el equipo de sonido, que
era el de las fiestas, y Mariela carraspeó entre algunos
acoples antes de empezar:
—Ante todo, gracias por venir —dijo. No hacía falta
que se presentase: todos la conocían—. Uno de nues-
tros alumnos está en terapia intensiva en el hospital
del pueblo. Sin diagnóstico. Y otros dos descubrieron
una posible causa de la enfermedad que tiene.
—Yo lo que te quería plantear era por qué dejaste so-
los a los chicos el otro día —interrumpió una mujer de
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Brizuela miró de reojo a la madre del Indio Zabala.
La mujer se mordió los labios y no dijo nada, aunque
empezó a llorar sin poderlo evitar.
Ese fue el límite para Pedro, que se levantó y dijo:
—¡Yo estuve enfermo también! Cuando estuve de
bandera en el campo de Brizuela.
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Ustedes mismos, Mariela, ayudaron con el curso acá en
el centro cultural. Y su propio marido trabaja con no-
sotros. Ahora muerden la mano que nos da de comer a
todos por las fantasías de un chico.
La gente empezaba a murmurar. Había opiniones
encontradas.
La madre de Lucas preguntó, bastante tímida:
—¿Qué tiene que ver ProudSeed? ¿Qué es el Vergel,
qué tiene?
—¡Es un veneno! —estalló la madre de Zabala—. ¡Mi
hijo está enfermo por eso!
—El Vergel es un pesticida. Lo fabrica ProudSeed
—explicó Pedro.
Su padre lo escuchaba con la boca abierta.
Arriola intervino, poniendo paños fríos:
—ProudSeed es amigo de este pueblo. Lo sacó ade-
lante a fuerza de donaciones cuando el Estado lo aban-
donó. Por favor, no nos dejemos llevar por conjeturas.
Miren por esa ventana. Vean a sus hijos jugando en los
juegos de su escuela, que les donamos nosotros.
Todos miraron por la ventana, pero no vieron lo que
esperaban. Los chiquitos no estaban jugando: rodeaban
alborotados la chata de los agricultores bolivianos, que
venía llena de gente en la caja. También había una es-
tanciera con pinta de transporte escolar, llena de niños.
Entre ellos venían Alicia y Horacio. Parecía una peque-
ña hinchada de fútbol.
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El hombre agachó la cabeza.
Entonces, la nena le tocó el brazo.
El hombre levantó la vista que ella ya no tenía y la cla-
vó en Brizuela para seguir hablando, con voz más firme:
—Trabajábamos las frutillas, nosotros. Hasta que vi-
nieron los de ProudSeed y nos vendieron una semilla
que parecía de frutilla, pero que era otra cosa. También
nos vendieron el Vergel. Las plantas crecían muy rápi-
do, es verdad. Pero el pesticida mataba todo alrededor.
Mató árboles, mató nuestros animales también. Y a la
niña, la hija mía, que estaba jugando con un bidón va-
cío, la dejó ciega.
Todos miraron a la nena que el hombre tenía toma-
da de la mano. Recién se daban cuenta de que esa cria-
tura no veía.
La madre de Lucas se puso blanca. Hubo murmullos
espantados.
Arriola se acercó a Mayra, le palmeó los hombros y le
sacó el micrófono. Suspiró condolido, antes de hablar:
—Créame que lo siento, señor. Es una pena lo que le
pasó a su hija. Pero hay ciertos cuidados que se tienen
que tomar para trabajar con estos productos. En nin-
gún lado dice que se pueden manipular sin protección.
—En el campo de Soria, a mí me daban el bidón pe-
lado para que fumigue nomás con la mochila —inter-
vino enojado el hombre de la muleta—. Ni guantes me
daban, ni barbijo, ni nada. Tuve que dejar porque era
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—Ellos son nuestras semillas. Semillas de hombres,
semillas de mujeres. Si les damos veneno de comer, si
les aturdimos la esencia, ya no serían los mismos.
Mayra y Pedro la escuchaban absortos. Alicia y Hora-
cio aprobaban las palabras de la abuela con movimien-
tos de cabeza.
—En las verdaderas semillas está la vida. En la tierra
que da árboles, en el sol, en el agua, en la paciencia.
Todo lo demás no importa. Importa la siembra, la espe-
ra, la cosecha. Importa esa rueda, esa vida larga.
Pedro empezó a aplaudir. Y como una lluvia de agua
pura, la gente del salón de actos aplaudió también,
aprobando las palabras de la vieja.
Brizuela perdió el control. Arriola se dio cuenta y ca-
minó rápido hacia él, para evitar que dijera cualquier
cosa, pero llegó tarde. Señalando a la abuela, el corpu-
lento empresario tronó:
—¡Seguí con tus cuentos de hadas, vieja bruja! ¡Ya los
quiero ver cuando se mueran de hambre, esperando por
la tierra! ¡Ustedes piensan en ustedes, nomás! ¡Hay fa-
milias enteras en el mundo que comen de nuestra soja!
—Eso no es cierto —dijo una voz desconocida entre
el gentío—. A la soja de acá la usan para el forraje de los
cerdos en Europa.
Era la mujer de la cámara de fotos. Ella se acercó has-
ta la abuela, sorteando a la gente con cierta elegancia
cansada, y le tendió la mano. La abuela se la estrechó,
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estaba sucio de pasto y tierra porque había jugado en
los juegos del patio hasta cansarse.
Lucas, entre sus compañeros de segundo año, se
agarró la cabeza.
Su mamá trató de que Agus se callara, pero Romina
Barnator se hizo cargo de la pregunta.
—Bio-cida. Es un asesino de la vida.
—¿Quién es el asesino? —dijo Agustín, un poco
asustado.
—ProudSeed —gritaron Pedro y Mayra al mismo
tiempo.
—¿ProudSeed? ¿El que nos dio los juegos? —exclamó
el nene, con los ojos cada vez más abiertos.
—Sí —dijo Mariela.
Lo que hizo Agustín entonces fue inesperado. Salió
corriendo, pero todos lo vieron reaparecer en el patio,
a través del ventanal. Se arrodilló junto al tobogán, tra-
tando de desatornillarlo con sus manos nerviosas.
Y como no pudo, les gritó a todos con una voz que
desafiaba la barrera del sonido:
—¡Ayúdenme a sacarlos! ¡Yo no quiero a los biocidas
en mi escuela!
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Romina soltó un bufido que parecía una risa, mien-
tras buscaba su paquete de cigarrillos en un bolsillo
del chaleco.
—Esa no sale nunca de su cueva, a menos que la trai-
gas con el vestuarista y el maquillador. Y que le pagues,
por supuesto.
Le sonrió a Mayra, que había puesto cara de des-
consuelo.
—Pero bueno, yo vine. Esto es importante, de verdad.
Y creo que lo manejaste muy bien.
Los ojos de Mayra volvieron a brillar, esperanzados.
—¿Usted cree que los de ProudSeed se van a ir?
La mujer encendió el cigarrillo con un chasquido de
su encendedor plateado.
—No —respondió, exhalando el humo—, seguro en-
cuentran la manera de quedarse. Siempre hay una dis-
tracción, y la gente se olvida.
Mayra la miró con desaliento. Romina le palmeó el
hombro.
—Pero bueno, para eso estamos los periodistas. Para
que no se olviden.
—Los periodistas de verdad… —dijo Mayra.
—Entendés muy rápido, Mayra Quispe. Te voy a dejar
mi tarjeta, por si querés seguir esta lucha que se te viene.
Romina sacó una tarjeta, mientras sostenía el ciga-
rrillo con los labios apretados.
—No fume, hace mal… —dijo Mayra.
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seguro de que cuando su mamá lo viera iba a poner el gri-
to en el cielo, pero no quería dejarlo librado a su suerte.
Alexis volvió a moverse en la cama, pero no dijo
nada. Pedro, que ya había aprendido, empapó una gasa
con agua fresca y se la pasó por los labios resquebraja-
dos. Después se quedó un largo rato callado, mirándolo.
—¿Cómo está Fleco? —susurró Alexis.
—Vos no te preocupes. Se va a curar.
—Dicen que él también tiene leucemia…
—No. Es distinto, él es un perro.
Alexis suspiró.
—Vos sos medio perro, jugando a la pelota… Pero
qué va’ ser… Va a haber un solo pibe de Las Arquillas en
la Selección.
Pedro sintió que los ojos se le llenaban bruscamente
de lágrimas. Un dolor terrible, que tampoco había vivi-
do nunca.
—No… Yo no quiero Selección, no quiero nada si no
estás vos, Alexis.
Alexis se quedó muy quieto, mirando el techo.
—Ahora hay muchas cosas nuevas —insistió Pe-
dro—. Te vas a curar, ya vas a ver.
Alexis volvió la cara hacia la pared. Pedro le agarró
la mano, y su amigo no lo rechazó. Se quedaron los dos
en silencio, muy en calma, hasta que Alexis se durmió.
El enfermero pasó sin detenerse, quedaban tres mi-
nutos de visita.
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—Esta es tu bañadera, la primera que usaste cuando
eras bebé.
Pedro se limpió las lágrimas, sonriendo a su pesar.
—Era un renacuajo para entrar ahí.
La madre lo agarró de los hombros.
—Yo no quería que te fueras a probar a River por-
que, bueno, porque no quería que te fueras de casa tan
pronto. Yo quería que estudiaras algo en Santa Fe y que
vivieras en Las Arquillas, como hicieron mis viejos, y
los abuelos y los bisabuelos Böhl.
Pedro la miró, un poco asombrado:
—¿Vos pensabas que iba a quedar en River, entonces?
La madre le sonrió entre el llanto, convencida.
—Y claro. Si sos el mejor jugando, lo dice todo el
mundo.
Pedro sintió que un sol le nacía dentro del pecho.
Su mamá le acarició la cabeza.
—Está bien que quieras a tus amigos. Está bien que
te pruebes en River, está bien…
Pedro abrazó a su mamá, y ella le devolvió el abrazo.
Por primera vez, en mucho tiempo, pudieron compartir
algo, los dos juntos.
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El padre se sentó a la mesa de la cocina. Parecía más
viejo, más reducido que antes. Mayra sintió un rama-
lazo de ternura que la llevó a tomar una mandarina y
a pelársela, como hacía él mismo cuando ella era muy
chiquita y eran recién llegados.
El hombre aceptó la mandarina que le tendía, y la
miró a los ojos:
—¿Usted se va a ir, Mayra? ¿Se va a hacer leída y se
va a olvidar de su padre?
Mayra tomó un gajo dulce y se lo llevó a la boca. Es-
taba riquísimo.
—Yo nunca lo voy a olvidar, papá.
El padre comió lentamente la mandarina. Mayra vol-
vió a suspirar, aliviada, y se levantó para lavar las tazas
que su tía Loreley había dejado abandonadas en la pile-
ta de la cocina.
—Esas semillas de ProudSeed, ¿se recuerda? —dijo el
hombre con voz ronca.
—Sí, papá.
—Se las he devuelto sin abrir. Si hay mala hierba, las
sacamos con el rastrillo, nomás.
Mayra sonrió sin volver la cabeza.
La abuela entró a la cocina, como si hubiera escu-
chado todo, y besó al padre como si fuera un niño chico.
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Epílogo
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cerca de ella, sentir que lo aprobaba. Le pasó un brazo
sobre los hombros y ella lo abrazó por la cintura.
Pensó en que si no se convertía en un futbolista pro-
fesional también él podría ser periodista, o concejal de
los que no se vendían a ProudSeed, o por ahí médico,
para saber cómo curar a gente como su amigo. Dejó que
la vista se le perdiera en el cielo y vio pasar, a lo lejos, la
estela de un avión.
Caminaron rumbo a la casa de Alexis, que estaba
bastante recuperado, aunque cada tanto tenía accesos
de tos y todavía caminaba lento, inseguro. Él les sonrió
sentado en la pared baja, donde los estaba esperando.
Mayra le dio un beso y le tomó la mano. Pedro lo agarró
del brazo libre. Alexis los aceptó con calma. Sin hablar, los
tres caminaron muy juntos hacia el balneario viejo.
Al llegar, como siempre que iban, se detuvieron fren-
te a la tumba de Fleco.
Mayra se inclinó y sacó las hojas marchitas de las
flores que crecían sobre el montículo. Alexis prefirió no
mirar, caminó despacio hasta el álamo y se sentó con
la espalda apoyada en el tronco, la vista perdida en el
horizonte. Pedro se sentó a su lado.
Mayra se acercó a sus amigos y sacó una bolsita de
tela de su mochila.
—Son semillas de álamos. Semillas de verdad.
Como decía su tatay, solo si plantaban muchos ár-
boles la madre tierra de Las Arquillas empezaría a
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Laura Ávila y Mario Méndez
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ISBN 978-987-545-975-5
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