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Los bandera

Laura Ávila | Mario Méndez


Los bandera
Laura Ávila
Mario Méndez
Los bandera
Laura Ávila
Mario Méndez

www.normainfantilyjuvenil.com/ar
Ávila, Laura
Los bandera / Laura Ávila ; Mario Méndez ; dirigido por Laura Leibiker ; editado
por Laura Linzuain. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Grupo Editorial
Norma, 2021.
192 p. ; 21 x 14 cm. - (Zona libre)

ISBN 978-987-545-975-5

1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. I. Méndez, Mario. II. Leibiker, Laura,


dir. III. Linzuain, Laura, ed. IV. Título.
CDD A863.9283

© Laura Ávila, 2021


© Mario Méndez, 2021
© Editorial Norma, 2021
Av. Leandro N. Alem 720, Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción


total o parcial de esta obra sin permiso de la editorial.

Marcas y signos distintivos que contienen la denominación


“N”/Norma/Carvajal® bajo licencia de Grupo Carvajal (Colombia).

Primera edición: febrero de 2021


Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Dirección editorial: Laura Leibiker


Edición: Laura Linzuain
Corrección: Patricia Motto Rouco

Jefa de arte: Valeria Bisutti


Diagramación: Julia Rodríguez

Gerenta de producción: Paula García


Jefe de producción: Elías Fortunato

CC: 61095800
ISBN: 978-987-545-975-5
A nuestro querido Julio.
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Hacía frío ese atardecer en Las Arquillas, pero Pe-


dro Hendler no se daba cuenta. Iba tan enojado que no
sentía el viento cortante de la tarde sobre la camise-
ta manchada de barro. Las luces del pequeño pueblo,
perdido en la llanura chata, se encendían a medida que
el sol se apagaba. Pedro caminaba solo, bordeando la
plantación que empezaba ahí nomás, apenas termina-
ban las calles, junto a las dos canchas de su querido
Atlético: la de entrenamiento, donde jugaban ellos, los
chicos de las inferiores, y la de la primera, con sus dos
tribunas. No había querido que ninguno de los com-
pañeros del equipo caminara con él. Tenía demasiada
bronca para charlar y ninguna gana de compartir los
detalles, como otras veces. El partido con San Martín
era un clásico. Era el partido distinto, el que no se podía
perder. Y habían perdido.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

El ruido inconfundible de un avión lo distrajo por un


momento. Se lo quedó mirando. Sobrevolaba la planta-
ción rumbo a la otra punta del pueblo, donde estaban
los galpones grandes. Pensó, apenas por un instante,
que si no llegaba a ser un jugador profesional, no esta-
ría nada mal ser piloto. Los pilotos paraban en el único
hotel de Las Arquillas, y era común verlos en la con-
fitería, a la tarde, siempre bien vestidos, con un vaso
en la mano, muy seguros de sí mismos, muy ganado-
res. Pero enseguida se sacó la idea de la cabeza. Él sería
un jugador de primera. No por nada llevaba la diez en
la espalda, no por nada habían venido a verlo algunos
buscadores de talentos desde Rosario y desde Santa Fe.
Acompañó con la mirada el vuelo del avión fumiga-
dor hasta que lo perdió de vista y volvió a pensar en
el partido perdido. Cada tanto pateaba una piedra y se
imaginaba que era una pelota que entraba al arco del
Flaco Torales, el arquero de la quinta de San Martín. To-
davía no podía creer que hubieran perdido ese clásico
con los santos, los eternos rivales. Y menos podía creer
que Alexis, capitán y número dos del equipo, titular in-
discutible e indispensable, no hubiera ido a jugar. No
tenía dudas de que por eso habían perdido. Y no lo po-
día perdonar.
Alexis era su mejor amigo, su compañero. Se cono-
cían desde que eran muy chicos, vivían en la misma
manzana. Cuando pasó por enfrente, Pedro se sintió

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tentado de golpear las manos y saltar la puertita baja
del patio delantero, como tantas veces. Estuvo a punto
de frenar, de entrar a preguntarle qué le había pasado.
Pero la bronca pudo más. Refunfuñando, siguió de lar-
go. Alexis era el que tenía la obligación de ir a buscarlo,
de explicarles a él y a sus compañeros, pero principal-
mente a él, por qué no había ido a jugar.
“¿Se habrá quedado con la bolita esa?”, se preguntó,
con rabia. Antes de entrar a su casa lo chistó un vecino
que pasaba en bicicleta.
—¿Y, gringo, cómo salieron? —le gritó el tipo, sin de-
tenerse del todo.
Pedro no contestó, apenas si levantó los hombros y
puso una cara que suponía elocuente. No quería de-
cir que habían perdido ni tampoco le gustaba que le
dijeran gringo. Los Hendler, la familia de su padre, y
los Böhl, la de su madre, eran de origen alemán, todos
rubios de cejas blancas, pecosos. Claro que estaban
acriollados desde hacía varias generaciones, pero para
medio mundo seguían siendo los gringos.
Al fin entró a su casa, para recibir un reto de su ma-
dre. Ella lo seguía tratando como a un chico. La mayor
parte de las veces no se daba por enterada de que su hijo
ya tenía quince años. Se acordaba, sí, cuando entraban a
tallar las obligaciones; el “ya estás grande, Pedro, no sos
un nene” era habitual, pero solo cuando le convenía. El
resto del tiempo era un mocoso al que se podía retar.

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—¡Ponete un buzo, Pedro! ¿O te querés enfermar? Y


andá a bañarte, querés.
Pedro se quedó pensando en la contradicción. Si se
iba a bañar, ¿para qué tenía que ponerse un buzo? An-
tes de irse a la ducha pasó por la cocina y agarró una
manzana, que empezó a masticar mientras buscaba la
ropa para cambiarse. La madre ni le preguntó cómo ha-
bían salido; en ese momento era una suerte que a ella
no le interesara el fútbol.
Bajo la ducha Pedro pensó que al que sí le interesaba
el fútbol, y mucho, era a su padre. Seguramente el viejo
le preguntaría por todos los detalles apenas llegara del
trabajo. “Ojalá que hoy tenga que trabajar hasta tarde”,
pensó, mientras terminaba de bañarse.
Después del baño debía ponerse a hacer una tarea
para el otro día, pero no tuvo ganas. No estaba de áni-
mo para resolver cuestiones matemáticas que nunca
terminaba de entender del todo, porque le importaban
muy poco. En todo caso, ya vería cómo se las arreglaba.
No sería la primera vez que alguna de sus compañeras
le prestara la tarea.
Exagerando un bostezo le avisó a su mamá que se
haría un sándwich y se metería en la cama.
—Ya ni la mesa querés compartir conmigo. ¿Te das
cuenta? —le dijo su madre.
Pedro miró al techo, resoplando.
—Estoy cansado, ma, me quiero ir a dormir.

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Ella sacó el fiambre de la heladera y le preparó el
sándwich sin dejar de protestar.
—Nunca te veo la cara, nene. Comé acá y contame
algo.
Pedro se sentó a la mesa y mordió el sándwich. Esta-
ba muy bueno. Miró a su mamá de reojo.
—Perdimos —dijo con la boca llena.
La madre suspiró.
—¿Hay alguna otra cosa que te guste, además de pa-
tear una pelota?
Pedro no volvió a hablar. Comió en diez minutos y se
fue a su habitación.
Antes de dormirse, volvió a pensar en el faltazo de
Alexis. Se durmió con bronca y soñó que volvían a perder.

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Mayra Quispe se levantó a las seis de la mañana,


como hacía todos los otoños. Todavía era de noche. Pren-
dió la lámpara de la cocina del galpón, un poco sorpren-
dida de que alrededor de la luz no se llenara de polillas.
Hizo un poco de té en el anafe. Sirvió uno para ella
y otro para la abuela, que ya estaba en pie, preparando
los rastrillos para pasar en el campo.
—Buen día, Mayra. ¿Hoy hay escuela?
—Siempre hay escuela —dijo Mayra, echándose el
aliento en los dedos. Para calentárselos, los apoyó en el
borde de la taza.
Después de desayunar, se abrigó bien y salió a reco-
rrer el campo con sus primos. Limpiaron el sembrado
arrancando las malas hierbas y Mayra vio cómo nacía
el sol por encima de los brotes de frutales. Se acordó de
Alexis.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

“Las va a pagar caro, este pibe”, pensó en argentino.


—Son las siete y cuarto, ya —le dijo Fredy, su primo
el mayor.
Mayra asintió, volvió despacio al galpón, se lavó con
cuidado las manos y la cara y se cambió de ropa para ir
al colegio. Su papá la vio prepararse en silencio. Desa-
yunaba también de parado, a punto de cargar las cha-
tas con espinacas para llevar.
—La bendición —le dijo Mayra, medio en broma.
El padre agachó la cabeza, como haciéndole una re-
verencia, y siguió comiendo su pan y tomando su café.
Mayra fue a la casa, agarró la mochila y se subió a la
bicicleta. Era un poco grande para ella y tenía un canas-
to delantero siempre sucio de tierra, porque muchas
veces repartían pedidos en el pueblo. Pedaleó las trein-
ta cuadras de campo que la separaban de la escuela.
A mitad de camino se le cruzó una perra con sus ca-
chorros. Mayra frenó y la perra le mostró los dientes.
Parecía enferma, arrastraba una pata al caminar, pero
aun así vigiló a Mayra con ojos de odio hasta que sus
perritos atravesaron la ruta.
Mayra retomó su pedaleo, acelerando para no llegar
tarde. Entró a la parte poblada a toda velocidad. En la
plaza ya estaban armando una tarima para la fiesta del
pueblo. Faltaba más de un mes para el aniversario de
Las Arquillas, pero los vecinos del club El Progreso se
tomaban esa fecha muy en serio.

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Llegó justo cuando la maestra tocaba la campana. En
el colegio convivían los chicos de la primaria y los de
la secundaria. Casi nunca había problemas, aunque no
siempre la convivencia fuera pacífica.
—¡Dejen esos juegos! —gritaba la seño de la campa-
na. Mayra la saludó y la mujer le dedicó una sonrisa rá-
pida. Había sido su maestra en cuarto grado.
Los compañeros de Mayra estaban haciendo tiempo
antes de entrar, con la esperanza de que algo ocurriera
y no tuvieran, una vez más, que pasarse la mañana en
el colegio. Los chiquitos de la primaria abandonaron los
subibajas nuevos y caminaron hacia la puerta arrastran-
do los pies. Tampoco parecían muy felices de entrar.
—¡Al que no se forma le pongo ausente! —bramó la
maestra.
Los más chicos se fueron a formar al patio. Los de
noveno les hicieron lugar, de mala gana. Estaban casi
todos los varones: Matías Giraldi, Lucas Mendoza, Lau-
taro Tozzi y el más bobo de todos, Pedro Hendler… Pero
Alexis brillaba por su ausencia.
Silenciosa, como era su estilo, Mayra estacionó la
bicicleta y caminó lo más cerca que se atrevió de los
muchachos. Estaban comentando el partido con San
Martín.
—Nos faltó Alexis, el dos suplente es un calambre.
—¿El Alexis no fue a jugar? —preguntó Mayra sin
pensar.

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Los chicos la miraron de arriba abajo. Mayra casi nun-


ca les hablaba, ni ellos a Mayra. Pedro se volvió hacia ella.
—No, tu novio nos dejó tirados, por su culpa perdi-
mos el partido.
Los otros ulularon unas risas que pusieron incómo-
da a Mayra.
—No es mi novio, Alexis. Pensé que era el tuyo, Hendler
—le respondió.
Los otros estallaron de risa. Pedro se puso rojo. Mayra
analizó el terreno ganado y se animó a agregar:
—A mí también me plantó. Íbamos a hacer el trabajo
de Matemática, pero no vino a buscarme.
Pedro la miró. Iban juntos a la escuela desde que co-
mían tierra y se peleaban por la plastilina. Habían ter-
minado noveno y empezado, él a los tropezones y ella
como si nada le costara, el camino del polimodal. Ha-
brían debido conocerse bien, pero sus vidas nunca se
habían cruzado.
Mayra era petisa, chiquita, morocha. Un rodete ne-
gro hacía equilibrio en su cabeza, como reclamándole
al mundo unos centímetros más de altura. Jean elas-
tizado, buzo, la campera le llegaba apenas debajo de
la cintura. Las manos, nerviosas y de uñas cortas, ha-
blaban casi tanto como sus ojos. Y esos ojos marrones,
ahora, lo estaban estudiando.
—¿Hiciste el trabajo de Matemática? —preguntó Pedro.
—Qué te importa.

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La seño de cuarto ya arriaba a los chicos a las aulas.
Los del polimodal, más lentos, también enfilaron a su
curso. Pedro dio dos zancadas para alcanzar a Mayra,
que se había filtrado entre las chicas.
—¿No me pasás el trabajo?
Mayra lo miró con una sonrisa.
—Estás soñando.
—No lo hice porque perdimos el partido, por culpa
de Alexis. Estaba deprimido.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Nada, pero a vos también te plantó.
Algunas chicas del curso se estaban acercando a Pe-
dro. Siempre pasaba. Mayra pensó en las polillas que se
juntaban al calor de la lámpara del galpón.
—Dejala, Peter, yo te doy el trabajo —dijo Patsy, la
más rubia de todas.
Mayra se reunió con sus amigas, bajitas y morochas
como ella. Pedro vio cómo se iba, un poco sorprendido
de haberle hablado tanto.
En la primera hora, cuando entró la de Matemática,
lo hizo pasar al frente. Le puso un uno.
—Mucho fútbol pero nada de aritmética, Hendler.
Pedro hizo un puchero exagerado que levantó suspi-
ros de la platea femenina y motivó la risa amortiguada
de los varones.
—Por favor, profe, deme otra oportunidad.
—Ya veremos. Trabajo especial: ecuaciones.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

El día siguió más o menos normal. Después de Ma-


temática tuvieron Lengua e Historia, una más aburrida
que la otra, al menos para Pedro: aunque a la profe Ma-
riela la quisieran todos, Historia era un embole.
—¿Cómo van con los proyectos para el día de Las Ar-
quillas? —indagó Mariela.
Ese año tenían que contar la historia del pueblo de
manera innovadora. Otro embole más. Pedro no había
pensado ni una sola idea.
A la hora de la salida volvió a cruzarse con Mayra
Quispe. Ella estaba preparando esa bicicleta rotosa que
tenía para volver a su casa.
—¿Qué le pasó a Alexis? ¿Por qué no fue a jugar? —le
preguntó a Pedro.
—Qué sé yo por qué no vino. A lo mejor estaba cha-
pando con vos.
—Me hubiera dado cuenta, creeme.
Pedro bajó la cabeza, sin encontrar respuesta. Mayra
se subió a la bicicleta.
—Voy a verlo a la casa. ¿Venís? —le dijo.
Pedro miró para atrás, buscando alguna excusa. Pero
no había ninguna.
—Algo le pasó, estoy segura. Si no vino por lo de Ma-
temática, bueno. Pero a un partido no falta por nada del
mundo.
Pedro se rascó la cabeza. No quería que lo vieran solo
con Mayra. Pero también estaba preocupado por Alexis.

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—Yo voy para ese lado —dijo, ambiguo, como para
no afirmar que estaba yendo con ella. Mayra se bajó y
agarró la bici por el manubrio descascarado. Los dos to-
maron el camino que bordeaba los campos.

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Mayra caminaba muda. Pedro la miraba de reojo.


Iban casi juntos, pero para quien los viera de afuera po-
día tratarse de una casualidad.
Los campos plantados eran extensos y verdes, pero
no de un verde natural, con tonalidades y grados dis-
tintos de madurez; las plantas parecían pintadas, todas
iguales, todas brillantes.
Pedro las contempló, distraído, mientras intentaba
silbar algo para paliar el silencio. No se oía ni el zumbar
de los insectos.
—No sos de mucho hablar, vos —le dijo por fin a
Mayra.
—¿De qué querés hablar?
Pedro se encogió de hombros.
—No sé. ¿De dónde lo conocés a Alexis?
—De la escuela, de dónde va a ser.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Lo que de verdad quería saber Pedro era qué pasaba


entre ellos. Era algo que Alexis nunca le había contado,
aunque sabía que muchas veces Mayra y él se junta-
ban en la plaza, en el balneario viejo o a buscar algo
en Internet. Suponía que su amigo y Mayra tenían una
historia, aunque nunca los había visto ni abrazados ni
tomados de la mano. Si tenían algo eran bien reserva-
dos. Alexis nunca lo había invitado a juntarse con ellos,
pero él tampoco le había pedido ir. Mayra no era el tipo
de chica que le interesaba.
Una cuadra larga antes de llegar, Fleco, el perro de
Alexis, se les apareció en el camino. Venía al trotecito.
Se acomodó entre los dos, moviendo la cola, y los escol-
tó hasta la casa.
Mayra se detuvo ante la pared baja que separaba la
vereda del descuidado jardín.
Pedro empujó la puertita y cruzó por el camino de
ladrillos que él y el propio Alexis habían puesto dos ve-
ranos atrás, para no embarrarse cada vez que llovía.
—¡Abrí, Alexis! —gritó.
Como nadie salió, tomó el picaporte y entró.
Mayra lo siguió.
Ni Alexis ni su padre estaban en el comedor, donde ha-
bía dos sillas y una mesa torcida como único mobiliario.
—Qué olor raro… —murmuró Mayra.
Fleco hizo una especie de gemido y se fue para la
pieza de Alexis. Los chicos lo siguieron.

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Había dos camas. Una estaba deshecha y desordena-
da, con las cobijas tocando el suelo. En la otra, tapado
con una colcha hasta la barbilla, estaba Alexis.
Pedro, que venía a descargar su enojo por el parti-
do, se quedó con la palabra en la boca, impresionado.
Su amigo tiritaba y estaba muy pálido. Tenía los labios
azulados, y a pesar de que quería mirarlos, la vista se
le perdía.
—¡Chino! —dijo Mayra, compadecida y asustada. Se
acercó a la cabecera y le tocó la frente. Pedro vio sus
manos de uñas mordidas: el dedo pulgar se movió, aca-
riciándole a Alexis el nacimiento del pelo.
—¡Tiene calenturas!
Pedro soltó una risotada.
—¡Calentura tiene siempre! ¿Y de dónde le decís
“Chino”? Si nadie le dice así…
Mayra se puso roja. Cuando estaba muy sorprendi-
da, o muy asustada, o demasiado contenta, se ponía
a hablar como en su casa. En vez de fiebre, la abuela
hablaba de calenturas. Recuperando la argentinidad,
dijo:
—Está muy afiebrado, Hendler. ¿No ves que no pue-
de hablar?
Alexis sacó una mano de entre las colchas y se tocó
la garganta.
—¿Te duele? —preguntó Pedro.
—¡Quiere agua!

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Los dos abandonaron la pieza a la carrera y fueron


hacia la heladera. Pero adentro no había nada, ni un li-
món partido.
—Atrás de la casa hay una bomba —recordó Pedro.
Salieron al extenso patio con Fleco pisándoles los
talones. El padre de Alexis estaba ahí, sentado en un
banco de madera, la espalda apoyada en la pared des-
cascarada.
Parecía borracho. O perdido. Mayra miró con apren-
sión su cara abotagada, la nariz roja, hinchada como un
pimiento de los que vendían para el mercado.
—Don Servando, ¿podemos sacar agua de la bomba?
El viejo negó con la cabeza.
—Está mala.
Sacó algo de atrás del banquito. Era un cartón de
vino. Abierto.
—Acá hay para tomar.
Pedro y Mayra tragaron saliva.
—No, don Servando. Queremos agua para el Alexis.
¿Desde cuándo está así de enfermo?
El viejo los miró con los ojos rojos, sin contestar, y
empinó el cartón. Mayra tuvo miedo. Agarró fugazmen-
te a Pedro del brazo.
—Vamos adentro.
Pedro le hizo caso. Cuando volvieron a la pieza,
Alexis había hecho un gran esfuerzo para sentarse en
la cama. Se puso a toser.

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Pedro recordó de golpe que guardaba un jugo en la
mochila. Debía tener dos días ahí, y estaría caliente,
pero al menos era algo líquido. Y sin alcohol.
Lo sacó y se lo ofreció a su amigo. Alexis lo tomó de
tres largos tragos sin disimular la avidez. Se volvió a
tender en su cama, algo aliviado.
—¿Qué te pasó? ¿Es gripe?
Alexis negó con la cabeza.
—Me duele.
Se tocó los riñones.
Mayra se quedó pensativa.
—Tendrías que tomar algo para bajarte la fiebre.
—La calentura —aclaró Pedro. Ella lo fulminó con la
mirada.
—En mi casa tengo hierbas que bajan la temperatu-
ra. Voy a traerlas.
—Hierbas… ¡Aguantá! ¿Sos bruja? Mejor traele una
aspirina.
Alexis lo agarró del brazo. Pedro dio un respingo. Es-
taba hirviendo.
—Dejala… La Mayra sabe…
Mayra no esperó más. Sin decir nada salió de la pie-
za. Un instante después, Pedro vio por la ventana cómo
ganaba velocidad montada en esa bicicleta más grande
que ella.
Alexis manoteó un balde que estaba debajo de la
cama y vomitó.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Te agarró con todo… —murmuró Pedro. Nunca se


había enfermado nadie cerca de él. Mejor dicho, nunca
había tenido que cuidar a nadie.
—Empezó antes del partido… —murmuró Alexis,
limpiándose la boca con el antebrazo—. Tengo que cu-
rarme rápido. Brizuela me va a echar si no aparezco…
Brizuela era el dueño del campo donde Alexis tra-
bajaba.
Alexis tosió. Pedro pensó por un inquietante mo-
mento que parecía un pescado boqueando fuera del
agua. Tuvo miedo de encontrarse solo ahí con su amigo
tan enfermo.
—Ella va a volver —murmuró Alexis, como leyéndole
el pensamiento.

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Alexis tenía fiebre, tenía sed, necesitaba agua y


frío. Pedro recordó lo que su madre hacía cuando él es-
taba engripado.
—Aguantá —le dijo—. En cinco minutos estoy acá.
Alexis no quería quedarse solo otra vez, pero Pedro
no le dio tiempo a negarse. En un par de saltos estuvo
en la vereda, dobló la esquina y un minuto después en-
traba en su casa, tiraba la mochila en el sillón del living
y abría la heladera. Pensó que no había nadie porque su
madre, a esas horas, atendía el bar de la terminal y en
la puerta no estaba la camioneta de la municipalidad
que manejaba su papá. Por eso lo sorprendió la voz de
su padre, que le hablaba desde su pieza, tirado frente a
la tele. Estaba viendo un partido de una liga europea.
—¿Qué hacés, Pedrito? No me contaste nada de ayer.
Vení.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Ya vuelvo, pa —le dijo Pedro, acercándose hasta la


puerta de la habitación—. Voy hasta lo de Alexis. ¿No
fuiste a trabajar?
—Sí, pero tuve que dejar la camioneta en el taller, se
rompió el embrague. Hago fiaca acá, mientras la arreglan.
Pedro no dijo nada. Su padre seguía con la mirada
fija en el televisor: cada vez que se enganchaba con un
partido, podían pasar delante de él traficando elefantes
africanos sin que se apartara de la pantalla. Por eso no
vio que su hijo llevaba un cargamento raro: una cubete-
ra llena, una botella de agua, un repasador.
—Volvé rápido, así me contás de ayer —insistió.
“Qué densos que se ponen con que les cuente co-
sas”, pensó Pedro de sus padres. Por lo menos a su papá
sí le interesaban sus partidos, aunque se ponía mal
cuando perdían.
Antes hablaba más con ellos, sobre todo con su
mamá. Pero después de la crisis del 2001 ella había em-
pezado a trabajar y ya no tenía tiempo para charlas.
Pedro cruzó el jardín de la casa de su amigo. Fleco lo
esperaba en la puerta, como si supiera que tenía que
hacer guardia.
Alexis se había dormido.
Se sentó a los pies de la cama. Lo miró dormir, pensa-
tivo. La cara de Alexis se relajaba cuando dormía, recupe-
raba un gesto infantil. ¿Cuántas veces lo había visto así,
entregado al sueño? ¿Cuántas veces se había quedado a

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dormir en su casa, cuántos campamentos, carpas y fo-
gones habían compartido? No se acordaba, pero le pare-
cía que Alexis había estado siempre en su vida.
Su amigo sonreía en sueños, una sonrisa de niño. Se
despertó de golpe, desorientado. Reconoció a Pedro sen-
tado al borde de la cama y se pasó la mano por los ojos.
—Soñé que jugábamos en el estadio, con gente en
las tribunas —le dijo en voz baja—. Estaban los de la
primera pero también nosotros dos. Zabalita jugaba
para los contrarios. Y en la platea, justo arriba del ban-
co de suplentes, estaba mi vieja.
—¿Ganábamos, esta vez?
—Qué sé yo. No me importaba. ¿Me das agua?
Pedro le sirvió el agua fresca en un vaso que parecía
más o menos limpio y se lo pasó.
—Tomá despacio —le dijo, sin saber muy bien por
qué. Quizá lo había escuchado en la tele, en alguna pe-
lícula. Su amigo le hizo caso: tomó mucho más despa-
cio que la vez anterior, aunque le pidió que le sirviera
tres veces. Pedro envolvió la mitad de los cubitos en el
repasador y se lo puso en la frente.
—Uh, está helado —se quejó Alexis.
—Son hielos, ¿cómo querés que estén? —le dijo Pe-
dro, y se los acomodó mejor.
Se quedaron en silencio. Era un silencio raro, un si-
lencio que nunca antes se había instalado entre los dos.
—Ayer estaba hecho mierda, peor que ahora.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro hizo una mueca resignada.


—Perdimos —dijo.
—Puta madre —fue todo el comentario de Alexis.
Le dio un brusco ataque de tos. Pedro le alcanzó más
agua.
—Tendría que ir a trabajar, mañana. Brizuela no me
va a bancar —dijo, cuando pudo recuperar el habla. Pa-
recía cansado, a pesar de que había dormido.
—Si hace falta yo te puedo reemplazar unos días,
¿querés? —le ofreció Pedro, sin pensarlo demasiado.
Lo había dicho por decir, porque le parecía que era lo
que su amigo quería escuchar, pero después, a medida
que hablaba, se fue entusiasmando con la idea. Siem-
pre le había parecido una aventura eso de andar con las
banderas en el campo, señalándoles a las avionetas por
dónde tenían que fumigar. Era un poco como si los que
corrían debajo también pilotearan.
Alexis aguantó el frío en la frente, que era un alivio.
Pensó que Brizuela seguramente aceptaría el reempla-
zo, al menos por unos días, hasta que él se repusiera. La
idea de Pedro era buena. No podía quedarse sin trabajo.
—Lo que ganes cuando vayas te quedaría para vos
—dijo.
Pedro se iluminó. Ya estaba harto de pedirles a sus pa-
dres, sin éxito, que le compraran unos botines nuevos,
unos que recién habían llegado a la única casa de deportes
del pueblo, y que brillaban, negros y naranjas, en la vidriera.

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— … con esos botines, otra que el Bati, Alex —termi-
nó Pedro, y le quitó el trapo de la frente, que ya se había
entibiado, para ponerle los pocos cubitos que queda-
ban, a medio derretir.
Alexis suspiró. A veces Pedro parecía más chico de lo
que en verdad era. Eso no lo enojaba, más bien le daban
ganas de cuidarlo, de hacerle ver las cosas de la vida
que a él le pasaban y que su amigo desconocía.
—Mirá que no es joda el laburo. Pensalo bien.
—Yo voy, no te preocupes.
Por unos días, ese plan podía funcionar. Brizuela no
tomaría a nadie más y le daría tiempo a recuperarse.
—Anotate el número de Brizuela —le dijo a su amigo.
—¿Tenés una birome por ahí?
Alexis le señaló la mochila destartalada que estaba
tirada contra una pared. Cuando Pedro terminó de ano-
tar el número se abrió la puerta y entró Mayra, agita-
da. Había venido a toda velocidad. Traía una botella de
agua mineral y, en un envoltorio que había hecho con
un volante de la fiesta de Las Arquillas, un montoncito
de hierbas secas.
—La abuela dijo que te haga un té con esto, Chino
—le explicó a su amigo, sin importarle que Pedro le
echara una mirada burlona. Alexis le dijo que los fós-
foros estaban en el primer cajón de la mesada. Volvió
a sonreír. El agua, los trapos frescos, la atención de
los amigos le habían devuelto algo de salud. Pero no

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

mucha. Antes de que el té estuviera listo tuvo un acce-


so de esa tos seca, tan rara, y otra vez vomitó.
—¿Comiste algo malo? —preguntó Mayra.
Alexis negó con la cabeza.
—Es como si mi cuerpo se enojara conmigo.
Pedro estuvo a punto de reírse, pero Mayra lo detuvo
con la mirada. Le acercó a Alexis una taza rebosante de
ese té de yuyos que le había preparado.
—No jodas, está amarguísimo.
—Dale, no seas cagón.
Alexis le hizo una mueca a su amiga y se tomó el té.
Tosió mucho, parecía que iba a vomitar de nuevo. Mayra
lo agarró de la muñeca.
—Aguantá —le dijo, con tanta ternura y autoridad,
que Alexis se aquietó y apoyó la cabeza en la almohada.
Al rato, volvió a quedarse dormido. Mayra le cambió
la colcha por una sábana, abrió como pudo la ventana
de la pieza y dejó que entrara un poco de viento. Des-
pués, tapándose la nariz, tiró el contenido del balde en
el patio y lo repuso, ya limpio, debajo de la cama.
Pedro la miraba hacer, callado. Ella era muy habi-
lidosa.
Mayra buscó a Fleco y le puso un poco de agua en un
tacho que usaba como bebedero. Era un bidón de plásti-
co cortado que decía “Vergel”. El perro tomó moviendo
la cola, mientras la chica volvía a la pieza. Inspeccionó
los restos de hielo y el repasador y asintió, aprobadora.

34
Pedro se sintió reconfortado con esa aprobación. Ella lo
miró, de repente un poco tímida:
—Andá nomás, Hendler. Yo me quedo cuidándolo.
—Yo también me quiero quedar, Quispe.
Mayra lo estudió por unos instantes, en silencio.
—Si querés hacemos lo de Matemática mientras le
baja la fiebre.
Pedro arrugó la cara. No le gustaba para nada la idea.
Mayra sacó su carpeta y se sentó a los pies de la cama.
Empezó a resolver las ecuaciones, ignorándolo olím-
picamente, hasta que Pedro agarró una silla y se sentó
a su lado.
Resolvieron los ejercicios del día, despacio, mientras
a Alexis le mejoraba el color. Se movía en la cama, cada
tanto daba una vuelta.
—Capaz que está jugando —dijo Pedro, mirándolo.
—¿Qué?
—Nada.
A la hora ya no estaba brillante y tenso como las
plantas que cuidaba. Otra vez sus mejillas volvieron a
su tono moreno original, y su cara flaca se relajó.
—Funcionan esas hierbas —dijo Pedro, admirado.
Mayra dio un salto.
—Tengo que volver a casa —dijo, mirando el sol por
la ventana.
Guardó la carpeta, tocó la frente de Alexis por última
vez y salió de la pieza.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro la siguió, un poco confundido:


—Pero ya faltaba poco para terminar…
—Fijate que no tenga calenturas —dijo ella, con una
sonrisa pícara—. Nos vemos mañana en el colegio y te
paso la última ecuación.
Pedro se encontró saludándola con la mano en alto.
Enseguida la bajó y miró para todos lados. Por suerte,
no pasaba nadie.

36
5

Mayra pedaleó con alma y vida para llegar a su casa.


Cruzó a toda velocidad frente al galpón y tiró la bicicleta en
la entrada. Corrió hasta donde sus primos estaban trasla-
dando la cosecha de estrellas federales a macetas chicas.
Se abrió paso entre ellos, a los codazos, y se arrodi-
lló para empezar a trabajar. Pero no pudo evitar que su
padre, que al parecer estaba ocupado hablando con un
corredor de semillas, notara su incorporación a última
hora a la rueda del trabajo comunitario.
—¡Qué haces con la ropa de la escuela! —dijo la
abuela, apareciendo, cernidor en mano, justo en el mo-
mento más inoportuno—. ¡Vas a estropear!
Mayra cerró los ojos y esperó la tormenta: los primos
se abrieron y le dejaron paso al padre, que vino cami-
nando tranquilamente y se detuvo ante su hija, mirán-
dola desde arriba.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¿Dónde estabas, Mayra? —dijo, sin alzar la voz.


Mayra bajó la cabeza.
—Haciendo un trabajo en casa del Chino. Él no está
bien, papá.
—A mí no me importa cómo esté. Ya sabe que no me
gusta que pase tiempo con los argentinos. No son bue-
na gente.
—Pero, papá… El Alexis es bueno, pues. Y estaba
malo de verdad.
—No me responda. Por irse, me descuida el trabajo
aquí y después no llegamos con los pedidos.
—Adelanté la tarea del colegio, ahora puedo quedar-
me embalando hasta la noche… No se enoje, papá.
La abuela se acercó y le tocó el hombro al padre. Con
ese gesto tan sencillo, logró que dejara de retar a Mayra
y volviera junto al vendedor de semillas, aunque sin per-
derlos de vista.
Los primos se reinstalaron. El mayor prendió la tele
y pusieron el Canal 9, para esperar la novela que veían
todos los días. Antes pasaban el noticiero de Melania
Fuentes, una periodista a la que Mayra admiraba en
secreto.
La mujer conducía el programa, daba un resumen de
las noticias del día y además presentaba investigacio-
nes originales. Tenía el pelo rubio, muy cortito, hablaba
inglés como si fuera su idioma natal y se vestía con un
trajecito sastre de color pastel con hombreras.

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Mayra subió el volumen para escuchar su editorial,
mientras todos seguían trasplantando los plantines en
las macetas de plástico blando.
—Bájale el volumen, Mayra. Dice pura tontería —opi-
nó el mayor de los primos.
—Ya va a estar el camión del vivero —canturreó el
menor— y no vamos a llegar porque la Mayra tiene un
novio argentino…
—¡Déjese de andar fregando! —lo reprendió la abue-
la. Enseguida le tiró un delantal a Mayra:
—Y usté póngase esto, así no se ensucia la ropa.
Mayra le sonrió agradecida y se puso el delantal pro-
tector.
La vieja deambuló rengueando, con el cernidor bajo
el brazo, guiñando los ojos para enfocarlos mejor.
—¿Qué tenía el muchacho?
—Tenía fiebre —dijo Mayra, desafiante. Los primos
rieron bajito.
—Creo que se enfermó en su trabajo.
El primo menor sonrió con sus blancos dientes.
—Es tan flojo que le hace mal el trabajar.
La abuela suspiró y se fue, traqueteando como un
viejo tren, a lavar las semillas.
Los primos y Mayra siguieron trasplantando con la
tele de fondo.
—¿Tu novio trabaja en el campo de soja? —preguntó
el menor de los primos.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—No es mi novio, tarado.


—Los sojeros no tienen malas hierbas en sus sem-
brados. No nos vendría mal probar con su Vergel. Ten-
dríamos dos cosechas al año y ganaríamos más plata.
Mayra se miró las manos, negras de tierra.
—Tendrías que trabajar el doble, bobo.
Los primos se rieron entre dientes, sin perder el ritmo.
Cuando terminaron con el trabajo, volvieron todos a
la casa. Mayra se quedó sola en el galpón, sacándose la
tierra de los brazos con el agua de la manguera.
Después salió al campo y caminó por la arboleda que
rodeaba el terreno de su padre. Había muchos álamos
que se movían con el viento. Se acordó de la tarde que
había pasado con Alexis en el balneario viejo.
Él le había enseñado a jugar al truco. Tomaron mate
con facturas y hablaron mucho. Alexis le contó de cuan-
do su madre todavía vivía en Las Arquillas, y se puso un
poco triste. Ella le tocó la cara, conmovida, y Alexis la
besó. Fue un beso corto pero intenso.
Mayra se tocó los labios, recordando aquel beso. Se
preguntó cómo seguiría Alexis. Hacía ya un tiempo que
sospechaba que algo malo le pasaba, pero nunca lo ha-
bía visto tan enfermo.

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6

Esa noche, durante la cena, Pedro se sintió inquieto.


Su padre le preguntó por el partido y él le contó poco,
sin darle demasiados detalles: estaba distraído, pen-
sando en que al otro día iría a trabajar a lo de Brizuela
y que para eso tendría que ratearse. Alexis iba a clase
salteado, esa era una de las razones por las que ya ha-
bía repetido dos veces. Pero él nunca había faltado sin
permiso de sus padres y estaba nervioso.
Había decidido que no llamaría a Brizuela; no quería
hablar por teléfono con el gordo, prácticamente un des-
conocido. Iría directo, sabía dónde quedaba el galpón
en el que se juntaban los chicos para salir al campo,
porque alguna vez había acompañado a Alexis.
—Estás raro, Pedro —le dijo su madre, cuando se iba
a acostar—. ¿Todo bien en el colegio?
—Como siempre.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Como siempre… ¿Te mandaste alguna? No tengo


más ganas de andar pagando profesores este verano.
Pedro miró a su mamá. La encontró más flaca, los
ojos grises más grandes en esa cara pálida. Le vino una
ola de ternura y estuvo a punto de soltar la verdad, pero
su padre intervino.
—Perdieron con San Martín, cómo querés que esté.
Lo deben haber cargado todo el día.
—Mejor que te pongas a estudiar —dijo la madre.
—Vos porque no le tenés fe. Ya lo vas a ver a Pedro en
la Selección, acordate.
—Yo de diez y Alexis de dos —dijo el chico.
Su madre refunfuñó y se fue del cuarto. Pedro la vio
salir, un poco triste. Le parecía que ella nunca estaba
conforme con él.
Su padre le revolvió el pelo y también salió de la ha-
bitación. Pedro se metió en la cama, se tapó hasta el
cuello y se dio vuelta, de cara a la pared. Sabía que le
costaría dormirse.
A la mañana siguiente, apenas sonó el desperta-
dor, saltó de la cama: ya estaba despierto desde hacía
rato. Había dormido poco y mal, a los saltos. Había
soñado que los aviones le pasaban por encima de la
cabeza y que su madre lo descubría y no lo dejaba ir
a entrenar.
En vez de las zapatillas y el buzo deportivo, se calzó
unas botas de goma y se puso un jean. Y en lugar de

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una remera eligió una polera que en general no le gus-
taba usar, porque le picaba. Pero sabía que Alexis, cuan-
do iba al campo, llevaba bufanda o un pañuelo para
taparse la boca, así que pensó que el cuello de la polera
le vendría bien. Bufanda nunca usaba, y no hacía tanto
frío como para ponerse un cuellito de polar. Si lo veía
con el cuellito su madre iba a sospechar algo.
Desayunó rápido, se despidió de sus padres y al do-
blar la esquina se fijó si había luces en la casa de Alexis.
Al parecer el viejo Servando y su hijo dormían, así que
siguió de largo. Tomó el camino de siempre hasta una
cuadra antes de llegar al colegio; entonces giró al revés
y buscó una calle poco transitada para que nadie viera
que se estaba rateando. Se detuvo ante la casa abando-
nada de la turca Alí, una vieja que había muerto hacía
un par de años. El frente de la casa estaba lleno de pe-
gatinas medio descoladas, con el anuncio de la fiesta
de Las Arquillas. Pedro escondió la mochila en el za-
guán. A la vuelta la recogería.
Cuando llegó al galpón de Brizuela se encontró con
otros cuatro chicos, que esperaban afuera. Eran mo-
rochos, flacos, todos parecidos a Alexis. Él, tan rubio,
desentonaba. Quizá si hubiera sido otro los chicos lo
habrían rechazado, pero lo conocían del fútbol, sabían
que el gringo la rompía y que se bancaba las patadas y
los codazos sin decir ni mu: volvía a pedir la pelota y
encaraba. No solo jugaba bien; tenía huevos y eso les

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

inspiraba respeto. Marcos Morales, uno de los pibes,


que jugaba en Defensores, se le acercó.
—Qué hacés acá —le preguntó, bastante extraña-
do—. ¿Sabe Brizuela?
Pedro no le mintió.
—No, ahora le digo. Alexis está enfermo y me pidió
que lo reemplace un día o dos. ¿Me dejará?
Marcos se encogió de hombros.
—Sí, a ese qué le importa. Mientras hagas el laburo…
Pedro saludó a los otros tres. Contra todos había ju-
gado alguna vez, en la plaza o en el campeonato. Ade-
más de Morales, estaba el Indio Zabala, un delantero
rápido de la quinta de San Martín. Pedro hacía mucho
que no lo veía. Zabala estaba más flaco que de costum-
bre, muy ojeroso.
—¿Qué hacés, Zabalita? ¿Estás lesionado? El otro día
no fuiste.
Zabala lo miró y escupió a un costado.
—No tengo tiempo de andar jugando, gringo —le
dijo—. La última vez que fui a jugar, al otro día no podía
levantar las patas, y al laburo no se puede faltar.
Esperaron un rato hasta que al fin apareció la camio-
neta enorme de Brizuela. El hombre bajó, miró a los pi-
bes, saludó apenas y abrió la puerta de la caja para que
fueran subiendo. Pedro se adelantó un paso. Lo conocía
de haberlo visto en la municipalidad, alguna vez en el
bar de la terminal, y de cuando Brizuela y otros socios

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del club El Progreso llevaron los juegos nuevos a la es-
cuela. Pero le pareció más gordo y grandote que las ve-
ces anteriores. Y más intimidante.
—Don, yo vengo de parte de Alexis. Se sentía mal, y
me dijo si lo podía reemplazar.
Brizuela lo estudió.
—A vos te conozco, sos el que juega en Atlético, ¿no?
¿Tu viejo no es chofer en la muni?
Pedro asintió. En el fondo le gustaba el reconoci-
miento: algún día todos en el pueblo se iban a ufanar
de haber conocido a Hendler, el crack.
—¿Tu viejo sabe que estás acá?
—Sí —se apresuró a mentir el chico, e improvisó—:
Está rota la camioneta de la municipalidad y no tiene
trabajo, por eso, vio…
Brizuela lo miró, sin terminar de creerle. Estuvo a
punto de mandarlo de vuelta, pero le hacía falta un
bandera más, no podía darse ese lujo.
—Bueno, dale, subí. Hoy hay bastante laburo, hasta
las cuatro no volvemos, ¿te dijo el Alexis?
Pedro volvió a mentir que sí, que sabía. Con suerte al
mediodía no habría nadie en su casa, nadie notaría que
no había vuelto del colegio.
En menos de veinte minutos llegaron a destino. El
sembradío a fumigar estaba en el borde norte del pue-
blo: las casas pobres del barrio más nuevo, un asenta-
miento reciente, se tocaban con los sembrados. A las

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

puertas de los ranchos jugaban los chicos, la mayoría


descalzos, algunos muy flacos pero panzones, rodea-
dos de perros tan flacos como ellos. Pedro se los quedó
mirando, sorprendido. Él vivía en un barrio municipal,
donde no sobraba nunca un peso y había casas muy
caídas. Pero nunca había visto tanta pobreza.
Zabalita lo tocó al pasar, para que se avispara. Había
que empezar a trabajar.
El sembradío era enorme. Con una bandera en la
mano se fueron encaminando a los rincones que les
señaló Brizuela. El trabajo era fácil, había que hacerle
señas a la avioneta cuando pasara fumigando, nada del
otro mundo; en la camioneta Marcos Morales le había
explicado lo básico.
Pedro vio cómo los chicos se ponían gorritos con vi-
sera, se tapaban la boca con pañuelos y se subían los
cuellos. Lamentó que la polera apenas le llegara al labio
inferior y se dijo que la siguiente vez metería el cuellito
de polar en la mochila.
Al principio el trabajo le pareció divertido. El avionci-
to encaraba hacia donde los pibes de las banderas le se-
ñalaban y dejaba caer su lluvia sobre el sembrado. Pedro
pensó, una vez más, que estaría buenísimo manejar un
avión, hacerlo volar bien alto y después mandarlo casi de
punta contra el campo, para enderezarlo cerca de las ban-
deras y dejar que el chorro de la fumigación hiciera su di-
bujo sobre los cultivos. Pero a la segunda vuelta ya dejó de

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gustarle. Estaba empapado, porque el avión los rociaba a
todos, y le picaban el cuello, la nariz, los ojos. Pronto em-
pezó a sentir que le faltaban fuerzas en las piernas. Había
que estar parado todo el tiempo, correr de vez en cuando,
caminar un poco. Nada tan duro, para un futbolista en-
trenado como él. Sin embargo, a media mañana no daba
más, esto no tenía nada que ver con el entrenamiento, ni
con el juego, ni con la aventura. Se arrepintió de estar allí,
pero era tarde. Había que bancarse la jornada hasta el fin.
Al mediodía pararon para comer. Caminaron hasta
un galpón, y allí Brizuela les repartió unos sándwiches
y una gaseosa grande. Todos tomaron con avidez pero
ninguno parecía tener mucha hambre, y Pedro menos
que nadie. Estaba nauseoso.
En el galpón había bolsas de lona con semillas y mu-
chos bidones de Vergel, el pesticida que usaban para
fumigar el campo. Todas las bolsas tenían un logo que
Pedro reconoció vagamente: ProudSeed.
Un rato después subieron a la camioneta y fueron a
otro campo, que también administraba Brizuela. Con el
traqueteo y las náuseas Pedro pensó que iba a vomitar,
pero se aguantó. No quería quedar como un flojo de-
lante de los compañeros.
La tortura continuó hasta las tres y media. A las cua-
tro, tal como había dicho Brizuela, estuvieron de vuelta.
Al parecer, el hombre tenía una reunión importante en
el club El Progreso, por eso la puntualidad.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro agarró los pesos que se había ganado y los


guardó en el bolsillo trasero del jean. Pensó, con bronca,
que esa plata era nada, que no le iba a alcanzar ni para
un tapón de los botines que se quería comprar. Enfiló
hacia su casa lo más rápido que pudo, pero aunque es-
taba apurado iba despacio, como arrastrando los pies.
Nunca le habían pesado tanto las piernas. Al pasar por
la puerta de Alexis le pareció ver la bicicleta de Mayra,
pero no se detuvo. Otra vez tenía náuseas, y quería dar-
se una ducha caliente, tomar mucha agua, tirarse en el
sillón. Recién cuando abrió la puerta se dio cuenta de
que se había olvidado de buscar la mochila.

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7

En su casa no había nadie. Pedro se sacó con tra-


bajo las prendas humedecidas. Dejó un reguero de bo-
tas, pantalón, polera y remera camino al baño. Todo,
hasta la ropa interior, tenía un olor ajeno a él, aséptico
y picante.
Se metió en la ducha y retrocedió enseguida de un
salto. El agua caliente le hacía mal. Recordó el verano
de sus ocho años en Colón, cuando se había quedado
dormido al sol. Así le ardía ahora la piel, como si hubie-
ra estado expuesto a un calor silencioso.
Abrió la canilla de agua fría, acallando la voz men-
tal de su madre, que le decía que con esas mezclas
arruinaba el calefón. Se lavó dos veces la cabeza; se re-
fregó los brazos, las piernas, luchando por despegarse
de esa pátina invisible pero presente, que pugnaba por
hurgarle todas las células. Sacó la lengua y dejó que el

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

agua se la lavara, que le corriera por cada rincón del


cuerpo.
Cuando por fin se sintió más compuesto, salió del
baño y se secó con cuidado.
Tuvo ganas de llorar. ¿Así era como Alexis se ganaba
la vida? No le sorprendía nada que estuviese enfermo.
Se vistió con cuidado. Le latían, como heridas secre-
tas, sus partes más débiles: la rodilla, que siempre le
tocaban en los partidos, las encías, el talón.
La cabeza se le partía. Juntó sus ropas desperdigadas
por el living y las puso a lavar en el lavarropas.
Su mamá iba a llegar en cualquier momento del tra-
bajo. Tenía que recuperar la mochila.
Se puso una campera abrigada, a último momento
agregó también el cuellito de polar y salió a la calle.
Temblaba de frío. Llegó como entre sueños a la casa
de la turca. En el zaguán, haciendo nido sobre su mo-
chila, estaba el perro de Alexis.
—Fleco… —dijo Pedro. El perro le movió la cola. Pe-
dro recuperó la mochila, lo acarició y se dispuso a vol-
ver. Pero un timbre oxidado sonó a sus espaldas. Giró
despacio y descubrió a Mayra, montada en su bicicleta.
—Faltaste —le dijo a modo de saludo.
En el canasto tenía un arbusto en una maceta. Sus
flores parecían campanillas.
Fleco corrió hacia la bicicleta y le hizo fiestas a Mayra.
Ella se fijó en Pedro. Se asustó al verlo tan pálido.

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—¿Te sentís mal?
Pedro quiso contestar algo inteligente, pero las pier-
nas se le doblaron y quedó ahí, encogido, mirando al
piso con el estómago revuelto.
Mayra apoyó la bicicleta en el poste de luz y fue a
socorrerlo.
Pedro tenía la frente llena de sudor.
—Me siento mal.
Mayra le pasó el brazo por la cintura y lo ayudó a lle-
gar a su bici. Le hizo lugar en el asiento de atrás y le
indicó que subiera. Pedro se negó, ofendido.
—Qué te pasa. Yo no tengo cuatro años.
—Tenés cara de muerto. Por eso te quise llevar.
Pedro volvió a negar, pero se tomó del asiento, para
no perder el equilibrio. Empezó a caminar, lentamente,
junto a ella.
—¿Adónde vas, Quispe?
—A entregar este pedido a la casa de doña Amelia. Y
después, iba a pasar por lo del Alexis.
—Ya estuviste ahí.
—Sí, está mucho mejor.
Fleco ladró. Sabía que estaban hablando de su dueño.
—Yo quiero verlo también. Le tengo que decir algo.
—Vamos, ¿querés? Llevo esto y lo visitamos, dale…
Pedro estaba tan cansado que aceptó sin más vuel-
tas. Quería sentarse en algún lado. La tercera vez que
Mayra se ofreció a llevarlo no lo discutió más y se

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

acomodó en el asiento de atrás, plegando un poco las


piernas enfundadas en su pantalón de gimnasia. Ella
tomó carrera enseguida y él no lo lamentó: el viento
fresco en la cara le renovó la sangre. Lo aspiró con avi-
dez, como si se fuera a terminar. Se mareó y se agarró
de la cintura de Mayra, que dio un respingo que casi los
hizo volcar.
—¿Te hice doler? —preguntó Pedro.
—No… Es que me sorprendiste.
Pedro se puso rojo y se volvió a agarrar del asiento.
Estiró las piernas al ras del suelo.
El malestar se estaba retirando muy rápido de su
cuerpo, de la misma manera fulminante con que había
llegado.
—Ya me siento mejor, es increíble… —pensó en voz
alta, perplejo.
—Son los poderes de mi súper bici, Hendler. ¿Por qué
estabas tan descompuesto?
—¿Qué es esa planta que llevás? —dijo Pedro, eva-
diendo la pregunta.
—Es una cantuta. Una flor de Bolivia.
—¿Vos sos boliviana?
Mayra giró la cabeza para ver si él se estaba burlan-
do. Pero Pedro Hendler se lo preguntaba genuinamente,
sin bromas de por medio.
—Sí. No. Bah, no sé.
—Okey, pensé que era una pregunta simple.

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Mayra se rio. Tenía una risa linda, alegre como una
música. Pedro también se rio.
—Nací allá, pero vine de muy chiquita.
—Parecés argentina —dijo Pedro.
Mayra se quedó callada. Pedaleó con él a cuestas,
atravesó la plaza del pueblo, que tenía hermosos jue-
gos nuevos y un monumento a San Martín estropeado
por las palomas. Sorteó con un golpe de manubrio el
cartelón de ProudSeed que estaba junto a la tarima que
preparaban para la fiesta y dobló bruscamente hasta
pisar la calle de tierra. Se bajó frente a la casa de doña
Amelia, le dejó la planta de cantuta y volvió a la bici,
donde Pedro estaba jugando con Fleco, aparentemente
recuperado.
—¡Ya estoy de diez! —dijo, dando unos saltos de en-
trenamiento.
Mayra lo estudió callada. Quería preguntarle algu-
nas cosas, pero él le indicó con un golpe de mentón el
asiento del acompañante.
—Yo conduzco —dijo, con acento de serie doblada.
Mayra se rio y se subió al asiento.
—¡Rápido, a lo de Alexis! —dijo, imitándolo.

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Dolorido, con muy pocas ganas de levantarse,


Alexis escuchó toser a su padre. Se asomó por la venta-
na y lo vio juntando la ropa de la soga.
Le daba bronca ver que el viejo ya no fuera el que
había sido, que se hubiera convertido en este hombre
tan sin entusiasmo, tan triste. Su padre siempre había
tomado, eso no era nuevo, pero cada vez le hacía peor.
Cuando su madre todavía vivía con ellos, Servando
se emborrachaba y se hacía el chistoso. A veces las bro-
mas se hacían repetidas, cargosas, y cuando la madre se
cansaba y se lo hacía saber con un desplante, el viejo
se enojaba.
Pero eso era preferible a las borracheras tristes que
tenía ahora.
Servando entró en la pieza, dejó la ropa en una silla
y le preguntó con una ternura áspera si se sentía mejor.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Alexis asintió, sin mucha convicción. El padre revol-


vió en el ropero hasta que encontró una camisa más o
menos presentable y se cambió.
—¿Adónde vas? —quiso saber su hijo.
Servando sonrió.
—Cruzá los dedos. Parece que me sale un trabajito.
Trabajo. Alexis pensó en eso. Pronto tendría que vol-
ver con la bandera a los campos de Brizuela. Antes,
cuando su padre lo llevaba a las obras en construcción
y le enseñaba a hacer pastones, o le mostraba cómo se
alineaba un ladrillo sobre otro, a él el trabajo le parecía
algo bueno, algo digno de contarse, divertido. Estaba or-
gulloso de su viejo, en ese entonces. Servando Aguilera
era el mejor albañil de Las Arquillas. Pero después vino
la crisis, ya nadie construía nada, no ya una casa, ni si-
quiera una pieza para los más chicos, o un galponcito,
o al menos una pared medianera. Y su padre terminó
trabajando en las cosechas, o en las fumigaciones, jus-
to él, que abominaba del trabajo del campo.
—Yo soy oficial albañil, no campesino —decía, con
el orgullo herido, cuando volvía de una jornada en las
plantaciones.
Y su esposa, la madre de Alexis, lo miraba callada.
Callada aguantaba que la plata no alcanzara, que ella
tuviera que agarrar más trabajos de limpieza en las ca-
sas de los del club El Progreso, que su marido cambia-
ra los chistes de cuando se pasaba de vino por celos y

56
reproches cada vez más violentos. Servando se estaba
convirtiendo en un viejo amargo y maltratador. Un día
ella no lo aguantó más y se fue, sola y sin decir adónde.
—¿Te vas a levantar? —le preguntó el padre, desde la
ventana—. Vienen tus amigos. Yo me voy a ver el traba-
jito de los Toledo. Quieren hacer una pieza en el fondo,
se les casa la hija, andan contentos. Por ahí hasta me
dan un anticipo, cruzá los dedos.

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9

Alexis se vistió y les abrió la puerta, aunque des-


pués caminó hasta la cama y se tiró sobre las colchas.
Mayra pensó en lo que diría la abuela si alguno de los
nietos pisara las frazadas con las zapatillas sucias, pero
no dijo nada.
—Hoy fui a lo de Brizuela —dijo Pedro—. Si me quie-
ro comprar los botines voy a tener que trabajar un mes
seguido.
Mayra lo miró sorprendida.
—Tranquilo, Pedro, yo vuelvo mañana —dijo Alexis.
Pedro se sintió aliviado. No quería volver a ese tra-
bajo, ni aunque le pagaran cien veces más. Los tres se
quedaron en silencio. Mayra se animó a romperlo.
—No tendrías que trabajar más ahí, Chino. Ese traba-
jo no está bien.
Alexis la encaró, enojado.

59
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¿Me vas a pagar vos la comida, Mayra?


Mayra bajó la cabeza. Pedro notó que estaba muy
apenada. Alexis también.
—No exageres. Chupé frío y me engripé, me podría
haber pasado jugando a la pelota.
—Jugando a la pelota no te bañan con porquerías.
—Es fuerte eso que tiran del avión —dijo Pedro—. A
mí también me hizo mal.
Mayra lo agarró del brazo, trayéndolo cerca de Alexis,
como si fuera una prueba en un juicio. Intuía que su
amigo se estaba enfermando. Las toses, los resfríos
continuos y el último episodio, que lo había dejado de
cama, eran indicios suficientes para ella.
—¿Ves? ¡No son imaginaciones mías!
Alexis resopló, mirando a Pedro como si fuera un
muñequito de torta.
—Este porque es medio maricón. Una tarde bajo el
sol le derrite las pequitas.
Pedro se zafó de Mayra.
—Callate, Alexis. Eso que tiran es una basura.
Alexis se levantó de la cama, llevado por el enojo.
—¿Te pensás que si lo que tiran fuera tan malo lo
permitirían? ¡Las plantas crecen igual con el Vergel, si
fuera veneno se morirían! Hablá con los pilotos, con
Brizuela, con los del club y vas a ver. Todos dicen lo
mismo, los que joden con eso son los de la contra, es
pura política.

60
Pedro dudó. Sabía que fumigaban las plantas, por-
que todo el mundo hablaba de eso y porque a él, como
a todos los chicos, le gustaba ver las avionetas volando
bajo, haciendo su trabajo sobre los plantíos. Pero tam-
bién era cierto que había trabajado apenas un día deba-
jo de los chorros de fumigación y la piel le había ardido.
Y había tenido ganas de vomitar, y frío, y después calor.
—Tenemos que averiguar —dijo Mayra, resuelta.
—¿Qué te hacés la Sherlock, nena? ¿Dónde vas a
averiguar?
—En Internet —dijo Pedro.
—Buena, Hendler —se rio Mayra—. Los súper pode-
res de mi bici te hicieron más inteligente. Te la voy a
alquilar.
Pedro también se rio. La risa de Mayra era contagiosa.
Alexis los miró serio. A él no le hacía ninguna gracia.
De pronto se sentía fuera de la charla, ajeno. ¿Qué
era eso de la bici? ¿A qué venían tantas risitas? Iba a
decir que él no pensaba averiguar nada, pero lo inte-
rrumpió la llegada de su padre. Había vuelto pronto, y
parecía contento.
—Muy buenas —saludó Servando. Traía una bolsa de
la verdulería, llena—. Esta noche hay pucherito, si gus-
tan. Para festejar que el Alexis está bien. ¡Y que maña-
na empiezo a trabajar con los Toledo!
Alexis sonrió. Cuando su padre conseguía alguna
changa era otro, era el padre que a él le gustaba. Pero la

61
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

alegría le duró poco, porque Servando pasó al baño y des-


de allí les llegaron sus toses fuertes, secas, como de perro.
—Tu papá trabajaba con Brizuela —murmuró Mayra.
Alexis la miró con fastidio.
—Vamos a buscar en Internet, así te dejás de romper.
Fue hasta la cocina, a avisarle a su padre que se iba.
Podría haberle gritado desde la puerta, pero el viejo se-
guía tosiendo y había tenido ganas de preguntarle de
cerca si se sentía bien.

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10

En lo de Pedro tenían computadora. No era la gran


cosa, pero seguramente era mejor que la del centro cul-
tural, que muchos chicos de Las Arquillas usaban para
hacer algunas tareas, pero sobre todo para jugar.
Pedro buscó a su madre, pensando que ya debía es-
tar en casa. Tenía la excusa perfecta para esconder su
rateada: venía con sus amigos de la escuela.
Como no la encontró, enchufó el módem de la PC y
la encendió. Podían usarla un buen rato, pero sin exa-
gerar, porque había que conectarla a la línea telefónica
y después, si la boleta venía más abultada que de cos-
tumbre, su madre se enojaba.
Estaba entusiasmado con la búsqueda y con las visi-
tas. Alexis no había ido más a la casa desde que habían
empezado el polimodal.

63
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro fue a buscar un jugo a la heladera. Agarró


los dos únicos vasos limpios que había en la mesada
y manoteó una taza de la alacena, la taza que siem-
pre usaba su madre. La compu, mientras tanto, hacía
ruido y parpadeaba. Era bastante antigua, tardaba en
prender y era lentísima, pero era mejor que ir al cen-
tro cultural.
—Qué raro mi vieja, que no vino todavía —dijo Pedro.
Alexis recordó de pronto a su propia madre. Ella se
había ido para siempre, sin avisar, pero ese día le había
dejado la mochila llena de golosinas, de esas que nun-
ca le quería comprar porque eran caras.
Era linda su mamá. Una morocha resuelta y aguerrida
que se ponía al hombro la vida. Había hecho cursos de
cosas inútiles en el centro cultural, ikebana, corte y con-
fección, recetarios de cocina con soja. Después, en casa,
decoraba el comedor con adornitos feos de papel maché,
le hacía un pantalón nuevo o aumentaba la carne picada
de las hamburguesas con esa pasta de porotos sin sabor
propio. La soja tomaba el gusto de la carne, del jugo, de
los alimentos que le mezclaba. Eso tendría que haber sido
antes de la crisis, antes de los saqueos, del Mundial de Ja-
pón, otra tristeza, como si no hubiera suficientes.
Mayra le tocó el brazo.
—¿Qué te pasa?
Alexis le sonrió.
—Empecemos a buscar, dale, que me embolo.

64
Mayra le devolvió la sonrisa. La computadora al fin
estaba lista. Ella se sentó y agarró el mouse. Pedro, pa-
rado más atrás, la miraba hacer. Desde donde estaba,
veía su remera ajustada. Alexis le siguió la mirada.
—Te vas a quedar bizco, Pedro —le dijo, un poco en
broma, un poco en serio.
—¿Qué te pasa, a vos? Desde hoy que me estás bar-
deando.
—Fue un error dejarte ir al campo de Brizuela.
—Vos no me dejaste ir. Fui yo, porque quise.
—Dejen de pelear y siéntense, que no voy a trabajar
sola —les dijo Mayra.
Cada uno agarró una silla. Mayra quedó en el medio.
Tipeó “ProudSeed” en el buscador.
—¿Qué hacés? —preguntó Pedro.
—Busco los datos de la empresa que tira eso en las
plantas.
—¿ProudSeed es la empresa?
Mayra y Alexis lo miraron como si fuera estúpido.
—¿Sos nabo, Hendler? ¿No ves que ProudSeed está
por todo el pueblo?
Pedro miró la taza que tenía en la mano, con el in-
confundible logo de la empresa. Las habían repartido
en el club, para el Día de la Madre, junto con una flor
artificial.
Mayra esperó que la máquina cargara los resultados.
Al rato, una lista de sitios se desplegó ante ellos.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—ProudSeed en Paraguay… —leyó Pedro.


—ProudSeed en Cabo Verde… —deletreó Alexis.
—ProudSeed en la India… ProudSeed en Alabama.
Efectos devastadores del GreenSun…
Mayra cliqueó sobre esa entrada. La compu seguía
lenta. Pedro se inclinó y movió el mouse sobre el cua-
drado de goma, muy coqueto, que también tenía el logo
de la compañía.
—¡Acá también dice “ProudSeed”!
—Uh, sos de no creer, boludo. ¿Dónde viviste todos
estos años?
Pedro sabía bien dónde había vivido. En un mundo
de lindos sueños, en el que se iba del pueblo apenas
terminaba la secundaria. O incluso antes. Buenos Ai-
res, River. De River a la Selección y de ahí a los clubes
de Europa. Autos, mansiones lujosas, grandes cuentas
bancarias y fútbol, mucho fútbol. Si volvía alguna vez al
pueblo, en esos sueños, era para comprarlo y construir
un estadio que llevara su nombre.
La compu entró a una página española. Parecía una
página pirata, de esas que armaban internautas anóni-
mos, fanáticos de las teorías conspirativas. Había fotos
ahí; era bastante pesada. Mientras las fotos se carga-
ban, Mayra empezó a leer los textos.
—GreenSun. Controlador de malezas. Conocido en
otras partes del mundo como ViergeSoleil, Malungo o…
—Vergel —dijo Alexis, sombrío.

66
—Sí. Vergel en Latinoamérica. “Algunos estudios sos-
tienen que este pesticida es un tóxico que afecta la vida
de plantas, animales y personas…”.
Las fotos terminaron de cargar de golpe. Las imáge-
nes los sacudieron con impensada crudeza.
Eran gentes de un pueblo negro de Alabama. A una
chica le faltaba el maxilar. Otros estaban ciegos, las re-
tinas nubladas y muertas. Había chicos recién nacidos
con los cráneos enormes, abultados y sin pelo.
Los tres se quedaron mudos.
Mayra siguió bajando con el cursor. Un hombre tenía
cáncer de pulmón. Otro, problemas en los intestinos.
Dos niñitos parecían discapacitados mentales: son-
reían a la nada, disminuidos y deformes.
Alexis estaba blanco. Mayra soltó el mouse como si
le quemara. Pedro tomó el control y siguió recorriendo
la página.
—“El Vergel es un complejo químico que mata a todas
las especies vegetales que no formen parte de los OGM”.
—¿OGM? —murmuró Mayra.
—Organismos genéticamente modificados —com-
pletó Pedro.
Los chicos se miraron.
—Qué decís, gringo, eso es una semilla, es una foto
de una semilla.
—Acá dice que está manipulada… ¿manipulada?
Mayra corrió la silla y huyó hacia la cocina.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro no podía apartar la vista del monitor. La gente


de la página había subido fotos de unas ratas expuestas
al pesticida en un laboratorio. Los pobres bichos pare-
cían globos inflados, llenos de protuberancias.
Alexis no quiso ver más. Buscó a Mayra en la cocina.
Ella tenía los ojos rojos, como si hubiera estado lloran-
do. Alexis la abrazó sin pensar; ella le devolvió el abra-
zo, y rompió otra vez en llanto.
—No llores, Mayra… Es mentira todo eso.
Pedro se acercó a los dos. Alexis lo miró sin deshacer
el abrazo.
—Loco, no vamos a creerle a una página trucha, pa-
rece un capítulo de los Expedientes X.
—Qué horror esa serie, me da miedo —dijo Mayra
con una vocecita que no parecía suya.
Alexis le acarició la cara con ternura.
—No seas maricona, vos. Eso es mentira…
Pedro bajó la vista, un poco incómodo ante la situa-
ción. Mayra se dio cuenta y salió del abrazo.
—¿Vos qué pensás, Hendler?
—No sé… Esos ratones… estaban llenos como de tu-
mores.
—Callate, Pedro, vos qué sabés —intervino Alexis,
enojado.
—Estoy hablando en serio.
—No me siento bien. Tengo que volver a casa —cortó
Mayra.

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—¡Te acompaño! —dijeron los dos al mismo tiempo.
Después se miraron, con un poco de vergüenza.
—Dejen, voy de un tirón en la bici…
Acompañaron a Mayra a la puerta y la siguieron con
la mirada hasta que ella dobló la esquina y se les perdió
de vista. Así estaban cuando vieron a la madre de Pedro
que volvía del trabajo.
—¡Hola, nene! —les dijo a los dos, como si fueran
uno solo.
Entraron juntos. Ella dejó la cartera y notó que la
computadora estaba conectada.
—¡Pedro, te dije mil veces que cuando no estés usan-
do Internet apagues el módem!
Pedro no tenía ganas de responder. Desenchufó la
computadora y reconectó el teléfono con gesto mecá-
nico, mientras su mamá lo sermoneaba.
—¡Después nos viene un millón de dólares de telé-
fono!
—Fue mi culpa, Estela. Yo le pedí que me buscara
una cosa —dijo Alexis.
Al oír su voz grave, la madre de Pedro se frenó y trató
de relajarse.
—Ya están grandes para hacer boludeces —dijo, an-
tes de encerrarse en el baño.
Pedro salió a la puerta y encontró a Fleco. Se sentó
en el umbral y le acarició el lomo.
Alexis se sentó despacio junto a ellos.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Está nerviosa tu vieja…


—Está insoportable.
Pedro parecía muy preocupado. Alexis se dio cuenta.
—No seas perseguido, a vos no te va a pasar nada.
—¿Es tu novia?
Alexis se quedó mudo de la sorpresa.
—¿Quispe es tu novia? —insistió Pedro.
—¡Mirá con lo que salís! ¿Estás celoso, boludo?
Pedro trató de reírse.
—Sí, ¿no?, a mí qué me importa, después de todo…
Alexis se levantó y le silbó a Fleco.
—Nos vimos, loco, ya tuve bastante por hoy…
Se despidieron sin darse la mano.
Alexis dobló la esquina extrañado. ¿Por qué le habría
preguntado eso Pedro? ¿Le gustaría Mayra?
Se rio por dentro. Ella no era de su estilo. Pedro era
un gringo cheto, rubio y fachero. A veces, ni el propio
Alexis sabía bien por qué era su amigo.
Pero era un amigo fiel, y ahora se sentía mal por ha-
berlo metido en este asunto de los bandera.
Pasó lo que quedaba de la tarde tratando de conven-
cerse de que la página de Internet exageraba. Ni él ni
su padre estaban deformes, ni tenían tumores, ni pro-
blemas mentales. A su alrededor, gracias a esos mata-
dores químicos de maleza, la soja crecía como nunca.
No podía ser venenoso ese compuesto. Pero la palabra
“Vergel”, que había leído tantas veces en los tanques

70
que se amontonaban en el galpón de Brizuela, no se le
iba de la cabeza.
Su papá hizo el puchero prometido y se sentaron a
comer. Estaba buenísimo. Después salieron al patio de
atrás, a ver cómo la luna brillaba sobre los sembrados
vecinos.
Fleco se acercó a Alexis moviendo la cola. El chico
lo acarició, buscándole el nacimiento de las orejas, que
era donde más le gustaba que lo rascara. Entonces, en
el pescuezo de su mascota, descubrió el tumor.

71
11

Al otro día, en un recreo, Mayra juntó coraje y esperó


a Mariela en la puerta de la sala de maestros. Había sido
su seño en cuarto grado, y ahora, aunque había ascen-
dido a vicedirectora, les daba Historia en el polimodal.
Con ella Mayra se sentía más o menos en confianza.
Nunca le resultaba fácil comunicarse con los adultos, y
menos aún con los docentes.
Mariela salía de la sala cargada de hojas corregidas
cuando su alumna le preguntó si tenía tiempo para ha-
blar con ella.
—Un minuto nada más, Quispe, ahora tengo clase
con los del último año.
Caminando por el pasillo, Mayra fue al grano. Le con-
tó atropelladamente lo que habían investigado en In-
ternet con Pedro y Alexis.

73
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¿Vos hablás del Vergel? En casa lo usamos para las


hormigas del jardín, Mayra.
Estaban llegando al aula donde Mariela tenía su
próxima clase.
—Busque en este blog, seño —le respondió Mayra,
que no se acostumbraba a decirle “profesora”, y le pasó
un papelito con la dirección de la página.
Con eso, si Mariela se lo tomaba en serio, tenía que
alcanzar.
La profesora se lo metió en un bolsillo y siguió con
su trabajo, sin acordarse para nada hasta que volvió a
su casa, cuando ya anochecía. Estaba cansada. Tenía
la esperanza de que su marido la estuviera esperando,
pero las luces estaban apagadas. Sabía que si él no ha-
bía llegado era porque hacía horas extras en las ofici-
nas de ProudSeed, pero no pudo evitar algo de enojo.
Aunque el embarazo era bastante reciente, y apenas se
le notaba, ella se daba cuenta de que en su carácter sí
había influido. Estaba más impaciente que nunca.
Acomodó las carpetas en una de las sillas del come-
dor, agarró unas galletitas de la alacena, se sirvió un
vaso de leche y se sentó en un sillón, a no hacer nada.
Metió la mano en el bolsillo para quitar un lápiz que le
molestaba, y encontró la nota de Mayra Quispe. La leyó
sin muchas ganas, pero no pudo evitar el recuerdo de
su alumna, y la mención que esa mañana, muy altera-
da, le había hecho sobre las fumigaciones con Vergel.

74
Alfredo, el esposo de Mariela, había llegado a Las Ar-
quillas con la empresa, hacía unos pocos años. Era con-
tador, y se encargaba del sector administrativo. Pero
trabajaba allí, y eso Mariela no lo podía olvidar. Suspi-
ró, y se resignó a prender la computadora. Se levantó
del sillón y se metió con esfuerzo debajo del escritorio,
para enchufarla a la línea telefónica. Después terminó
de dos tragos la leche y prendió el aparato.
Al fin se abrió el servidor y Mariela fue navegando
entre las páginas, primero con poco interés, luego con
una angustia inevitable. Lo que estaba viendo le pare-
cía increíble. No podía ser cierto: desde que ProudSeed
se había instalado en el pueblo, la gente tenía trabajo y
todos vivían mejor. Y como si fuera poco, ella se había
enamorado de uno de los empleados recién venidos.
Cuando ya creía que se quedaría soltera, y que no sería
madre, había aparecido Alfredo.
Si las autoridades lo permitían, se dijo, las fumiga-
ciones no podían ser tan malas como algunos pocos
aseguraban. Pero las imágenes eran devastadoras.
Un rato después, todavía angustiada, apagó la com-
putadora y salió a la calle. Necesitaba aire fresco. Debía
comprar algunas cosas para la cena, y comida para el
gato, que maullaba quejoso. Mientras caminaba hacia
el supermercado se preguntó por qué los chicos habían
navegado por esas páginas. No creía que fuera por un
trabajo de Ciencias.

75
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

En la puerta del supermercado se cruzó con uno de


los ejecutivos de ProudSeed, al que conocía de los pe-
riódicos encuentros que organizaba la empresa. Traba-
jaba en relaciones públicas y había ido personalmente
a la escuela, poco tiempo atrás, a entregar una dona-
ción de juegos nuevos para el patio de los más chiqui-
tos. Pero Mariela no se acordaba de su nombre.
El hombre le obsequió una sonrisa luminosa, de pre-
sentador de televisión. No por nada era un especialista
en relaciones públicas.
—Arriola, Juan Arriola. ¿No te acordás de mí? De
ProudSeed.
Mariela no pudo devolverle la sonrisa.
—Que siga bien —le dijo, y entró al negocio, con paso
rápido.
Ya de vuelta en su casa acomodó las bolsas en la me-
sada. Mientras le cortaba un pedazo de hígado al gato
barcino que la esperaba ansioso, se acarició la panza.

76
12

Mayra se entretuvo preparando las cajas de las


frutillas. Hacía una hilera encima de la otra, dejando
las frutas más vistosas para la capa de adelante. Así
se lo habían enseñado, para venderlas a mejor precio.
Ninguna fruta salía perfecta, como las que se veían en
las propagandas. Salvo las Kilkenny.
El recuerdo, nítido y rotundo, de unas cajas de fruti-
llas muy prolijas, rojas como las de las películas nortea-
mericanas, aterrizó tan fuerte en su cabeza que Mayra
interrumpió el trabajo.
—¿Qué pasó con Kilkenny? —dijo, respirando como
aturdida.
Fredy, el mayor de los primos, que estaba comiéndo-
se las frutas descartadas mientras embalaba las cajas
ya listas, se la quedó mirando. Estaban los dos solos en
el galpón.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Kilkenny… ¿Qué cuerno es eso, pues, Mayra?


—Era la marca de esas frutas tan lindas, ¿recuerdas?
Que parecían de plástico.
—Ah, sí. Pues no sé. De repente ya no hicimos más
tratos con ellos.
Durante una época, el padre de Mayra se había aso-
ciado con unos paisanos suyos que tenían un campo
alquilado al este de la provincia. Ellos les dejaban en
consignación sus frutillas atrayentes, perfectas, marca-
das con el nombre “Kilkenny” en las cajitas, y a cambio
se llevaban sus hortalizas y sus plantas ornamentales
para vender en el este.
Mayra se quedó pensando. La soja que plantaban los
del club El Progreso también era perfecta, sin una pica-
dura de parásito, sin una manchita ni un hollejo de más.

Para la hora de la comida su tía había preparado su-


dado de pollo, un plato riquísimo. Los primos de Mayra
se sentaron a devorar en silencio y sin pausa, como ha-
cían siempre. Solo el padre, en la cabecera de la mesa,
lo hacía despacio, mirando a su familia, satisfecho, en-
tre cada cucharada que se llevaba a la boca.
El papá de Mayra era bastante intimidante a pesar
de sus modos tranquilos. Mayra no podía explicar de
dónde le nacía tanta autoridad. Quizá del hecho de
haber llegado de Bolivia sin nada, y de haberse podi-
do hacer, a fuerza de trabajo, de conocer la tierra y de

78
dedicarse a ella, con un terreno no muy grande, pero
enteramente suyo y de su familia. Pocos lograban eso.
La mayoría se quedaba de mediero toda la vida, traba-
jando para otros.
—Papá… —dijo Mayra.
—Come, Mayra.
—Yo quería preguntar… ¿Qué fue de las frutillas
Kilkenny? ¿Por qué no las vendemos más?
El padre tomó un sorbo de agua. Pensó antes de res-
ponder.
—Mis paisanos vendieron la tierra. ¿Cómo te recuer-
das de eso, Mayra? Tú estabas bien pequeñita.
Mayra se encogió de hombros. La abuela rumió sobre
su plato.
—No era buena fruta esa. No servía para nada, no te-
nía buen sabor.
—Es verdad, tatay. Parecía que no tenía vida, tardaba
mucho en pudrirse —agregó uno de los primos.
—¿Serían OGM? —largó Mayra en medio de la mesa.
Sus parientes la miraron confundidos.
—¿De qué está hablando, hija? —le dijo el padre,
frunciendo las cejas.
—Esa es la escuela, le enseñan cualquier cosa ahí
—sentenció la tía, que nunca había ido.
—Calla, Loreley. ¿Qué es eso de la ONG?
—OGM, papá. Nada. Está muy rico este sudado —dijo
Mayra.

79
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Ahí estuvieron todos de acuerdo, así que siguieron


comiendo y la conversación terminó.
Pero Mayra se quedó pensando. Ella tenía que averi-
guar si el Vergel que tiraba ProudSeed sobre los cultivos
era malo para la salud del pueblo. Después de todo, en
ese rincón querido del mundo tenía su casa y a toda la
gente que le importaba: su abuela, su papá y sus primos.
Y estaba Alexis también, y la seño Mariela… Y Pedro.
Mayra suspiró. Estaba acostada, ya, en su cama de la
casa grande.
En la cama de al lado dormía su tía, roncando con la
boca abierta. Pero su abuela parecía respirar muy cons-
ciente en la oscuridad como para estar dormida.
—Tatay… ¿Estás despierta? —susurró Mayra hacia la
cama de su abuela.
La vieja estiró la mano hasta tocarle el brazo. La chi-
ca se reconfortó al sentir su contacto. Bajando la voz
hasta convertirla en un murmullo, preguntó:
—¿Qué es lo que tiran de los aviones?
—No sé, pero bueno no es.
—¿Será verdad que es venenoso?
—Fíjate que mata a las otras plantas y a las aka-
tankas.
Mayra abrió los ojos en la oscuridad. Era cierto. Ya
no había escarabajos en Las Arquillas. Tampoco polillas
que se juntaran en torno a la lámpara. Se dio cuenta de
que estaban ante un peligro grande.

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—Tiran eso del avión y solo crece la soja —dijo la
abuela—. Es como un desierto, un desierto verde.
—Eso no es soja —murmuró Mayra, sentándose en
la cama.
—Qué quieres decir con que no es soja…
—Sus semillas no salen de las plantas. Las hacen los
científicos en los laboratorios… No están plantando
soja, están plantando mutantes…
De repente, el corazón se le encabritó de miedo.
La abuela se dio cuenta y abrió las cobijas. Mayra se
pasó a su cama. La tatay le hizo lugar y la abrazó, las
dos bien arropadas entre las mantas.
—Cuéntame de los árboles, tatay. Siempre me hace
dormir bien…
—Los árboles son amigos del sol. Le hacen señas con
las ramas para traerlo a la tierra. Para que se amiguen
los dos con el agua. De esa amistad nomás nace todo
lo que comemos, y lo que vestimos, y lo que somos…
Ellos cuidan de nosotros…
Mayra pasó esa noche en la cama de su abuela, como
cuando era chica.

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13

A la mañana siguiente, luego de hacer el trabajo en


el campo de su padre, Mayra pedaleó hasta el colegio.
Tenía la esperanza de encontrarse con Alexis, pero su
amigo no había ido.
—Creo que volvió al campo de Brizuela —le dijo Pe-
dro a modo de saludo. El chico parecía cansado y som-
brío. Mayra adivinó que no había tenido una buena
noche.
—¿Estás seguro, Hendler?
—Pasé por su casa antes de venir. Pero no había na-
die. Ni siquiera Fleco.
La maestra de turno tocó la campana y los más chicos
se formaron. Los más grandes entraron directamente a
las aulas. Pedro y Mayra se sentaron juntos casi sin darse
cuenta, provocando las miradas de todo el curso. Y algu-
nas burlas.

83
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¡Se ha forrrmado una pareja! —gritó Lucas, po-


niendo voz de locutor.
Mayra se levantó enseguida y se sentó atrás junto
a sus amigas. Pedro estuvo a punto de llamarla, pero
Patsy Ordóñez ocupó su lugar y le dio un beso, dejándo-
le la huella de su brillo labial en la mejilla.
—¿Te gustan las coyas, ahora?
—Salí, Patsy, sos repesada.
Mayra la miró con odio desde su banco. Patsy le de-
dicó una sonrisa torcida y después se giró moviendo su
pelo rubio.
La profe Mariela entró al aula y apoyó su cartera en
el escritorio.
—Buen día, hoy voy a controlar cómo van con el pro-
yecto para el día de Las Arquillas.
Pedro no estaba para pensar en esas cosas. Esa ma-
drugada había tenido una pesadilla horrible y todavía
estaba bajo sus efectos.
—¿Ya definieron los grupos?
—Yo lo voy a hacer con Pedro, profe —dijo, Patsy, pícara.
Los varones del curso se rieron. Mariela los miró, se-
vera.
—Miren que esto va con nota y promediado, eh. Si no
se lo toman en serio nos vamos a ver en marzo.
Pedro levantó la mano.
—Yo ya tengo el grupo, profe. Voy a hacer el trabajo
con Quispe y con Aguilera.

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Patsy lo miró enojada.
—¡Qué forro! ¡Dijiste que lo hacíamos juntos!
Las amigas de Mayra soltaron unas risitas, pero
Mayra estaba seria. Pedro y ella cambiaron una mirada,
cada uno desde su pupitre.
En el recreo Pedro se desentendió de Lucas, Lauta-
ro y Matías, que lo esperaban en su rincón de siempre,
cerca del kiosco, y fue a buscar a Mayra.
La encontró en la galería, hablando con Mariela. La pro-
fe tenía la cartera al hombro y las carpetas entre el brazo
y el pecho, como si estuviera por irse. Pedro se acercó y
descubrió que en realidad las dos estaban discutiendo.
— … no todo lo que aparece en Internet es verdade-
ro. No podemos alarmar a todo el pueblo por una pági-
na sin firma.
—¡Seño, Alexis está enfermo por esas porquerías
que tiran del avión!
—¿Y vos cómo sabés que es por eso?
Mayra señaló a Pedro, a punto de decir que él tam-
bién había estado bajo la lluvia de Vergel, pero él negó
alarmado con la cabeza. Mariela los encaró, curiosa.
—¿En qué andan, ustedes dos? ¿Qué pasa?
En ese momento tocaron bocina. Era el auto de Alfre-
do, el marido de la profe.
—Chicos, no den más vueltas. Si tienen pruebas de
que el Vergel está contaminando el pueblo, yo quiero
verlas. Y ahí podemos empezar a hablar en serio.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Alfredo volvió a tocar bocina y hacia el auto se fue


Mariela, cargando su bagaje de hojas de carpeta.
Pedro le hizo señas a Mayra y se fueron a la zona de los
juegos de los más chicos, para que nadie los molestase.
—Le contaste a la profe, Quispe, ¿qué te pasa?
—¿Te das cuenta de lo que está pasando, Hendler?
¡Nos van a envenenar el pueblo! Todo el mundo lo tiene
que saber, ¿por qué no quisiste que le dijera que estu-
viste en lo de Brizuela?
—¿Estás loca? Si mi vieja se entera que me ratié me
cuelga.
Mayra pensó a toda velocidad. Pedro notó que se co-
mía las uñas de los nervios:
—¿Te dice algo el nombre “Kilkenny”?
—Creo que es un equipo de fútbol. ¿Por?
—¿Un equipo? ¿De dónde?
—De acá, del este, es un pueblito por el lado de Santa
Fe. Pero nunca jugamos con ellos. Ahora que lo pienso,
ya ni están en la Liga…
Mayra estuvo a punto de sentarse en una hamaca,
pero vio a tiempo la plaquita que decía “ProudSeed” en
el asiento de madera y se corrió como si fuera venenosa.
—Tenemos que ir a Kilkenny, Hendler. Creo que en ese
pueblo van a saber decirnos si el Vergel es bueno o malo.
Mayra le contó lo de las frutillas perfectas que vendían.
—No eran naturales esas frutillas. ¿Entendés por qué
tenemos que ir?

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Pedro se rascó la cabeza.
—Sí, pero… ¿Cómo vamos a llegar?
—¿Tenés bicicleta?
Pedro la miró espantado.
—¿Me estás jodiendo? ¡Son como tres horas en
auto!
—Vamos en bici hasta la terminal. Y de ahí tomamos
un micro, el primero de la mañana.
Unos chicos chiquitos, comandados por Agustín, el
hermanito menor de Lucas Mendoza, los echaron de la
zona de las hamacas. Mayra caminó unos pasos rumbo
al patio de los grandes y Pedro la siguió:
—Hay problemas técnicos para hacer ese viaje, Quis-
pe. Mi mamá trabaja en el bar de la terminal. Me llega a
ver y chau, me quedo sin salidas un mes entero.
—Por eso digo lo de la bici. Iríamos hasta Bellavista
pedaleando, y agarramos el micro ahí.
Bellavista era el pueblo vecino a Las Arquillas.
Pedro la miró pensativo.
—¿Con qué plata viajaríamos? ¿Y cuándo?
—Yo tengo algunas propinas guardadas.
Pedro pensó que tenía lo que le habían dado por ha-
cer de bandera en el campo de Brizuela.
—Podemos viajar mañana, Hendler. Es sábado. Mi
papá se va a comprar semillas a Rosario. No va a estar
en todo el fin de semana.
—¡Mañana! ¡No puedo! ¡Tengo que entrenar!

87
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

La campana del fin del recreo sonó justo entonces.


Mayra lo miró muy seria.
—Hacé como quieras. Yo voy a ir igual, porque si el
Chino está en peligro, necesito pruebas para alejarlo de
ese campo.
Mayra entró al aula sin mirar atrás.
Pedro la evitó el resto de la mañana, y cuando salió
del colegio se fue directo a lo de Alexis. Pero su amigo
no estaba. La casa parecía abandonada.

88
14

Después del almuerzo Mariela se sentó frente a


la PC, a escribir las palabras de apertura para la fiesta
de Las Arquillas. Ese año la escuela, la municipalidad y
el club El Progreso habían coordinado los festejos. Em-
pezarían a la mañana en el salón de actos del colegio,
con presentaciones de los chicos ante los padres y ve-
cinos invitados, y después de la feria del plato habría
discurso del intendente y baile en la plaza.
Quería redondear una idea coherente, pero no se le
ocurría. Por más que intentaba despejarse la cabeza,
no podía dejar de pensar en todo lo que había visto
en Internet, en lo que allí decían sobre los efectos del
Vergel.
Lo que le había contado Mayra Quispe en la galería la
hacía sentir mal.

89
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Apagó la computadora y se levantó tomándose la


cintura. Alfredo la miraba desde la mesa, mientras co-
mía una mandarina.
—¿Todavía seguís con eso? —preguntó. Era mendo-
cino, Alfredo. Tenía unos años menos que Mariela, era
medio pelado y gordito.
—No me hables, ahora. No tengo ganas de pelear
—dijo Mariela.
Alfredo se acercó y le dio un beso en la mejilla.
—ProudSeed tiene negocios en todo el mundo, son
cosas que tira la competencia para quitarnos mercados.
Mariela lo miró a los ojos. Alfredo le sonrió y ella
se tranquilizó un poco. Le devolvió el beso, esta vez
en los labios, pero cuando él se fue a dormir la siesta,
ella agarró la cartera y salió.
Caminó las cuadras que lo separaban del barrio de
los municipales. Dobló en la esquina de la casa de Pe-
dro y llegó a la de Alexis, que tenía la misma estruc-
tura que las otras del barrio, pero estaba muy venida
a menos.
Golpeó las manos. Servando, el padre, se asomó por
la ventana.
—Hola, Servando, cómo está —saludó Mariela, que
lo conocía de años.
El hombre salió al portón y le tendió la mano. Recién
llegaba de la obra en la que se había conchabado. Pero
no parecía contento.

90
—Acá andamos, maestra. ¿Y usted? —le respondió,
mirándole con disimulo la incipiente panza de embara-
zada. Mariela sonrió.
—Bien, ya ve. Pero muy preocupada por Alexis. Venía
a preguntar por qué falta tanto al colegio, ¿está bien de
salud?
El hombre retrocedió instintivamente ante la anda-
nada de preguntas.
—Mire, ahora va a dejar de faltar, porque tengo tra-
bajo por un buen tiempo. Pero hay veces que tiene que
ayudar, ¿vio? —dijo Servando e hizo un gesto hacia su
casa. No hacía falta que le dijera que eran pobres.
—¿Y de salud, cómo está?
—Anduvo engripado, pero ahora está mejor. Hoy no
fue a la escuela porque tenía que llevar el perro al veteri-
nario. Y se pasó todo el día ahí, ya debe estar por volver.
—¿Qué tiene el perrito? —preguntó, inquieta.
—Está viejo, nomás.
Mariela sintió náuseas. Asintió sin estar convencida,
saludó a Servando y se fue.
Con suerte encontraría a Alexis en la veterinaria de
González. Todos en el barrio atendían a sus mascotas allí.
Cuando ella llegó Alexis salía, pero sin Fleco. El perro
había quedado en la veterinaria.
El chico tenía los ojos enrojecidos.
—Se va a curar —le dijo Mariela, y lo abrazó. Alexis
se dejó abrazar un instante. Estaba muy serio.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¿Todos nos vamos a curar, seño? —le preguntó y se


fue despacio, sin esperar respuesta.
A Mariela no le hizo falta más. Recordó las ratas de
laboratorio hinchadas por los pesticidas. Su marido po-
día enojarse, los empleados y los jefes de ProudSeed
podían opinar lo que quisieran, pero ella no había estu-
diado para ser la maestra de esos chicos, ni había creci-
do en ese pueblo, ni esperaba un hijo, para quedarse de
brazos cruzados.

92
15

La mañana del sábado amaneció fría como nun-


ca. Pedro se levantó bien temprano y se ofreció a acompa-
ñar a su mamá hasta su trabajo en el bar de la terminal.
—¿No vas a entrenar, hoy? —preguntó ella, descon-
fiada.
—Sí, llevo la mochila, ¿ves?
Su mamá estaba sorprendida de que quisiera pasar un
rato con ella, como cuando era más chico. Lo subió en el
Fiat destartalado que tenían y se fueron los dos hasta la sa-
lida de Las Arquillas, donde estaba la plaza, la tarima de la
fiesta con el cartel de ProudSeed, la iglesia y la municipali-
dad. Frente al bar de la terminal estaba el club El Progreso.
Pedro observó que Brizuela estaba en la puerta, to-
mando un café de parado mientras charlaba con el ca-
fetero. El hombre saludó a su mamá de lejos, con un
gesto, y entonces lo reconoció.

93
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

La mamá de Pedro abrió el local y él entró primero.


Tenía miedo de que Brizuela lo delatara, pero el tipo
terminó su café y entró al club.
Pedro se fue detrás del mostrador mientras su mamá
pasaba una escoba por el local.
Agarró un terrón de azúcar y lo comió despacio, tra-
tando de relajarse.
En la vidriera del barcito habían pegado uno de los
carteles de la fiesta de Las Arquillas. Pedro lo leyó por
encima, pensando de qué se iban a disfrazar para en-
tregarle un proyecto potable a Mariela. Después buscó
el horario de micros plastificado, manchado de humo
y grasa, que guardaban junto a la guía de teléfonos.
Pasó el dedo sobre la lista de salidas hasta que encon-
tró lo que buscaba:

Las Arquillas−Kilkenny: 00:30 − 07:30 − 11:30 − 15:30

Miró el reloj. Eran las siete menos cinco.


Su mamá le sirvió el primer café con leche del día.
—¿Vos no tomás? —le dijo Pedro.
—Ya tomé mate en casa.
Se sentó frente a él y lo miró comer unas medialu-
nas de manteca.
La mamá de Pedro no quería admitirlo, pero extrañaba
al hijo de los primeros años, ese que leía con ella historias
de vikingos o cantaba canciones de María Elena Walsh.

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En algún momento había perdido a ese niño y ahora lo
reemplazaba este adolescente patilargo y esquivo.
—¿Cómo vas? —le preguntó.
—¿Cómo voy con qué? —respondió Pedro, prudente.
—Qué sé yo. Con la vida, cómo vas.
Pedro no sabía qué contestarle. Si le contaba que
hoy no iba a ir al fútbol quizás ella se pondría conten-
ta, pero entonces querría meterse en sus cosas y él no
estaba listo para contarle que lo habían bañado con un
potencial veneno por querer ayudar a su mejor amigo.
Sabía que a ella tampoco le gustaba Alexis, la versión
adolescente de Alexis. Y si le llegaba a contar que se ha-
bía hecho amigo de Mayra… Bueno, mejor era quedarse
callado y comerse las medialunas.
Su mamá le acarició la frente en silencio. Tenía ga-
nas de decirle muchas cosas, pero no le salían. Al fin, se
levantó con un suspiro y se puso a dar vuelta las sillas
del local.
A las siete y veinte una pareja entró al bar. Pedro le
dio un beso a su madre y le dijo que se iba al club.
Salió caminando despacio, rondó por la terminal
casi vacía y esperó a que el micro que iba a Kilkenny
estacionara a las cansadas en el andén. Subió una vie-
ja con bolsas. A último minuto, cuando ya arrancaba,
Pedro tragó saliva, gambeteó a un par de mochileros
desorientados que pasaban por el andén y se trepó al
micro sin mirar atrás, justo cuando la puerta se cerraba.

95
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pasó por un pelo. El chofer lo contempló aturdido:


—¿De dónde saliste, pibe? ¿Tenés el pasaje?
—Lo saco acá, ahora. ¿Cuánto es?
El chofer maniobró para dejar atrás la terminal.
—¿Adónde vas?
—Hasta Kilkenny.
El boleto le costó casi toda la plata que tenía. Pedro
suspiró resignado, se sentó y corrió la cortina para que
nadie lo viera desde afuera. Respiraba agitado. Confiaba
en que su mamá no lo hubiera visto. Las cosas entre ellos
nunca terminaban de estar bien, era como que siempre
faltaba algo para que ella estuviese del todo conforme.
Se quedó dormido cuando el chofer agarró la ruta
del este. Soñó que estaba en el campo de Brizuela, ha-
ciéndole señas con la bandera al avión fumigador. El
avión pasaba y lo bañaba con Vergel. La piel se le ponía
verde y fosforescente en el sueño, como si fuera un di-
bujo animado. Pero eso ardía, dolía de verdad. Después
empezaba a llover, pero la lluvia no era de agua. Era de
más Vergel, y Pedro lo recibía sin piedad en la cabeza,
en los ojos, en la boca, hasta que se asfixiaba.
Se despertó dando un respingo. Al enfocar la vista,
descubrió a Mayra en el asiento de al lado.

96
16

Mayra también tenía una mochila. Pero no estaba


tan abrigada como Pedro.
—Conseguí que guardaran mi bicicleta en el por-
taequipajes. ¿Estás bien?
Pedro se acomodó el pelo, bostezando.
—¿Ya pasamos Bellavista?
—Sí. Yo sabía que ibas a venir.
Pedro notó que Mayra estaba bastante emocionada
por la aventura. Corrió la cortinita de tela azul para ad-
mirar el paisaje. La ventanilla dejaba ver la pampa ver-
de y alambrada, algunas vacas y caballos, sembrados
de sorgo y maíz.
—Es la primera vez que viajo sola.
—Creo que yo también —respondió Pedro.
Mayra se rio. Pedro vio que se había hecho el rodete
con una cinta nueva, de color verde.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

El sol que nacía le daba en la cara y le hacía entornar


los ojos, que también sonreían reflejando la luz. Pedro tra-
gó saliva, de repente tomado por una especie de vértigo.
Para salir de ese sentimiento se puso a hablar de lo
único que sabía:
—Kilkenny tenía un lindo equipo. Yo los vi jugar
cuando estaba en baby. Pero después no volvieron más.
—¿Siempre jugaste a la pelota?
—Sí. Desde que me acuerdo. Cuando tenga diecisiete
mi papá me va a llevar a Buenos Aires, a probarme en
River. Antes decía que a los quince, pero mi mamá lo
convenció de que mejor no. Yo ya no sé si no va a ser
tarde… Mi vieja tiene miedo de que deje de estudiar, y
si después de la prueba no quedo, qué voy a hacer.
—Igual está bueno eso, saber qué querés hacer de
grande.
—¿Y vos? ¿Ya sabés qué querés ser?
—Yo ya soy ahora, Hendler —respondió ella, muy se-
ria—. Capaz que de grande lo ayude a mi papá con su
terreno, o me vaya a estudiar Periodismo a Rosario.
—¿Periodista?
—Sí, me gusta eso. Siempre la veo a Melania Fuen-
tes, en el canal de noticias. Me encanta.
Pedro no dijo nada. Pensó que él jamás miraba un no-
ticiero, a no ser que justo estuvieran repitiendo un gol.
El micro se metió por una ruta de ripio, muy mal man-
tenida, que hacía saltar todo por los baches. Los chicos

98
se agarraron de los respaldos, divertidos por los corco-
veos. De repente se sentían muy bien por estar compar-
tiendo esa mañana.
En Cañada del Búho, dos pueblitos antes de llegar a
Kilkenny, se bajó la vieja de las bolsas. Mayra y Pedro
comieron mandarinas y sándwiches de paté que ella
había tenido la precaución de llevar.
El chofer los miraba comer por el espejo retrovisor.
—¿Van hasta el fondo?
Los chicos le devolvieron la mirada, sin contestar.
—Casi nadie va hasta ahí. ¿Ustedes tienen parien-
tes?
Mayra movió la cabeza, asintiendo. El chofer los vol-
vió a relojear, desconfiado, pero siguió manejando sin
hacer más preguntas.
Al fin, llegaron a Kilkenny. Eran casi las once.
Pedro se bajó de un salto del micro. Le dolía un poco
la cabeza, pero le echó la culpa al viaje largo. Mayra se
fue a buscar la bicicleta del buche y el micro partió de-
jándolos solos en aquella terminal desierta.
Los chicos empezaron a caminar por la plataforma.
El bar de la estación estaba cerrado: viejos papeles de
diario tapaban las vidrieras.
Mayra le dio la bici a Pedro, acercó la cara al vidrio
sucio y leyó la fecha de los diarios pegados.
—Septiembre de 2001.
—Wow, hace casi dos años que está cerrado.

99
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Mayra trató de abrir la puerta vidriada, que estaba ase-


gurada con una gruesa cadena. Asustada por el movimien-
to, una rata apareció por debajo de la puerta. Mayra chilló y
retrocedió de un salto. Pedro no pudo contener la risa.
—¡Capaz los clausuraron por mugrientos!
—Me tomó por sorpresa, la condenada.
La única boletería también estaba cerrada. Podía ser
por casualidad, pero algo no andaba bien. La persia-
na del local estaba herrumbrada y llena de telarañas,
como si no la hubieran abierto desde hacía años.
—No me está gustando nada tu Kilkenny, Quispe.
—Mejor salgamos de acá. Busquemos el centro del
pueblo.
El centro era cien veces más deprimente. Había al-
guna gente, pero muy poca. Gente que parecía triste,
desganada.
—Subite. Te llevo.
Mayra aceptó. Se subió en el asiento de atrás de la
bici y le apoyó las manitos de uñas mordidas a los cos-
tados de la cintura. Su contacto era leve, mínimo, pero
ahí estaba. Pedro volvió a tragar saliva y empezó a pe-
dalear por las calles de ese pueblo dormido.
Las veredas estaban casi todas vacías. Había muchos
carteles de venta en las casas, los jardines estaban cre-
cidos y abandonados.
Pedro pensó en Las Arquillas. A esas horas de un sába-
do, con el entrenamiento terminado, él y Alexis estarían

100
caminando por el centro, o por la plaza, seguramente
llena de vecinos. En cambio, en Kilkenny parecía un do-
mingo a la mañana, o peor, un feriado de invierno. No se
cruzaron con casi nadie, y los pocos con los que se cruza-
ban los miraban raro, desconfiados de ver caras nuevas
en el pueblo.
Mayra se acomodó mejor y le apoyó las manos cerca
de las costillas. Pedro luchó por mantener el control de
la bici, mientras su cara y sus orejas se ponían rojas.
“Está buenísimo andar así con ella”, pensó. Ahora sen-
tía cada punto de contacto entre el cuerpo de Mayra y el
suyo. Lo disfrutó unas cuadras, encantado con esa nueva
tibieza, hasta que la culpa empezó a apoderarse de él.
—Tengo cosquillas —murmuró, y Mayra se agarró
del asiento de fierro sin decir una palabra.
Pedro sacudió la cabeza, como para sacarse ciertas
ideas de encima, y en ese momento se encontraron con
algo más de gente: la vieja iglesia del pueblo mostraba
algún movimiento, con su enorme puerta entreabierta.
—¿Querés que entremos a preguntar?
Mayra negó con la cabeza.
—No, qué tal si sale un monje loco y nos secuestra…
Pedro siguió pedaleando, sin muchas ganas de reírse
de la broma. Ese pueblo vacío y desangelado daba para
pensar cosas siniestras.
Pedaleando, salieron del pequeño centrito y vie-
ron el club de fútbol y una escuela privada que se

101
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

llamaba como el pueblo. Una estatua castigada por


la intemperie les daba una deslucida bienvenida de
brazos abiertos.
Mayra se bajó de la bici, apoyándose un segundo en
el hombro de Pedro para no perder el equilibrio. Lo sol-
tó y se acercó para leer la placa al pie.
—Maximilian Kilkenny. Sacerdote católico irlandés
fundador del pueblo, en 1895.
—Con razón se llama así, con ese nombre raro.
Mayra se volvió a mirarlo, divertida.
—“Hendler” también es raro, Hendler.
—¿Y “Quispe”, Quispe? Es más raro todavía. ¡Así
anda el país!
Ella le sacó la lengua y a él le dio un ataque de risa.
Así estaban, tan entretenidos, que no vieron a la mujer
que se había acercado furtivamente a la estatua. Lleva-
ba un ramo de flores marchitas, que bien podía haber
formado parte de una corona mortuoria.
La mujer los hizo callar con un prolongado chistido,
llevándose un dedo torcido a los labios. Era muy rara,
encorvada como una letra C. Vestía un sobretodo gris
que le quedaba muy grande. La cabeza se le perdía den-
tro de la prenda, como si fuera una niña subida a un
banco, vestida con ese sacón de persona mayor. Pero
las arrugas y el gesto, desquiciado, perdido, eran de al-
guien que había visto demasiado.
—Shhhhh, silencio…

102
Pedro dio un brinco de susto y se agarró del brazo de
Mayra. Ella lo agarró también, asustada ante la apari-
ción de la mujer.
—Fuera de acá. No vengan a molestar.
—Nosotros no queremos molestar a nadie, señora.
La vieja se replegó, ocultando su rostro en el cuello
del abrigo. Tenía manchas blancas, malsanas, en las
mejillas. Los chicos se miraron asustados.
La mujer imitó el ruido de una avioneta, soplando
por entre los labios yertos.
—Las frutillas crecían, pero todo alrededor se moría.
Se rio, señalando el camino.
—Y al final, todos nos convertimos en monstruos.
Pedro empezó a caminar hacia atrás, arrastrando
a Mayra con él. Los dos subieron a la bici y salieron a
puro pedaleo. La mujer ni se dio cuenta de que se iban.
Seguía en su mundo. Se movía en espasmos, consumi-
da y errática, como si alguna parte esencial de su hu-
manidad le hubiera sido arrebatada.
Pedro pedaleó rápido. La mujer quedó atrás y ellos se
adentraron en un campo.
El silencio era tanto que aturdía. Pedro estaba in-
quieto, alerta, como si algún animal extraño fuera a
atacarlos en cualquier momento.
Descubrieron un cartel de chapa doblado y descolo-
rido que pregonaba las frutillas Kilkenny, pero el terre-
no estaba pelado, solo con algunas flores que crecían

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

sin control contra los alambres. Mayra se bajó de un


salto y tocó una: enroscada sobre su propio tallo, tenía
dos cálices deformados y estériles entre las hojas.
—Son mutantes…
Pedro, a cargo de la bicicleta, se tocó el corazón. Le
latía muy fuerte.
—¿Te das cuenta, Mayra? —le dijo, llamándola por
su nombre, por primera vez—. No hay ruido de pájaros.
En Kilkenny no hay pájaros.

104
17

Perdieron el micro. Les pasó casi por enfrente


cuando estaba saliendo de la terminal.
—¡Mi papá me va a matar! —dijo Mayra, a punto de
ponerse a llorar.
Pedro trató de alcanzarlo, pedaleó con furia, pero en
la ruta el ómnibus tomó velocidad y los dejó atrás. To-
sieron al respirar el gasoil quemado del caño de escape.
—El próximo pasa en cuatro horas. Mejor nos damos
por muertos.
Mayra se recompuso.
—Pedaleemos por turnos. Podemos llegar con la bici.
A Pedro no le parecía, pero tampoco quedaba mucho por
hacer. Mayra se hizo cargo de la bicicleta y empezaron a
andar por el costado de la ruta que atravesaba los plantíos.
Los primeros terrenos se veían arrasados, pero más
adelante había nuevos campos alambrados, con soja

105
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

prolija creciendo al sol. Su verde tóxico resplandecía en


el silencio. Ni una chicharra, ni grillos, ni sapos, acom-
pañaban la lenta invasión de esos organismos.
Mayra puso todo su empeño para dejarlos atrás.
Pasado el mediodía se cansaron de pedalear. No ha-
cía calor, pero el sol picaba y ellos estaban gastando
mucha energía.
Mayra buscó su botella de agua y tomó un sorbo largo.
Le dio a Pedro el resto. Mientras él bebía, ella se sacó la
campera y la guardó en la mochila. Pedro vio que tenía
puesta una musculosa negra que le marcaba el escote.
Él también se sacó el buzo y el cuello de polar. Se des-
peinó bastante en el proceso. El pelo rubio le cayó sobre la
frente. Mayra vio que abajo tenía una camiseta de River.
—Yo soy de Boca —sonrió.
Pedro tomó la bicicleta y anduvieron unos kilóme-
tros más, hasta que el estómago le sonó de hambre. Es-
taban en las afueras de Kilkenny.
Los dos bajaron de la bici y la llevaron del manubrio,
uno de cada lado, en silencio. No pasaba ni un auto
como para hacer dedo. Pedro empezó a tener miedo. Si
perdían el próximo micro, su mamá…
—¡Mirá, Hendler!
Mayra señaló uno de los postes que bordeaban la
ruta. Había un pájaro posado. Pedro nunca había estado
tan contento de ver uno.
—¡Es un cardenal!

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Dejaron la bici a orillas de la ruta y se acercaron con
prudencia. El pájaro salió volando rumbo a un sendero
abierto, sin alambres. Había muchos árboles nuevos en
ese camino.
—Son álamos —dijo Mayra, segura.
Tres niñitos aparecieron con una lata de duraznos
llena de mijo.
—¿No vieron un pájaro de cabeza roja? —dijo el más
grande.
Tendría unos diez años. Los tres estaban descalzos,
pero vestidos con ropas limpias y claras. La del medio
era una nena de pelo largo y trenzado. El más chico era
morocho y renegrido; no tenía más de tres años y le fal-
taba el brazo a la altura del codo.
—¡Se voló! —dijo Mayra.
De entre los árboles apareció una mujer. Tendría
unos cincuenta años, su pelo canoso y largo estaba
trenzado igual que el de la niña.
—¡Hola! ¿Vienen al merendero?
Pedro y Mayra se miraron: estaban transpirados y
polvorientos.
—No, señora. Perdimos el micro que va a Las Arquillas.
—Ah, ese vuelve a pasar en un par de horas. Si quie-
ren vengan al merendero, es temprano pero hay agua y
jugo de pomelo…
Mayra y Pedro se miraron. Necesitaban un descanso.
—¿Es muy lejos? ¿Su merendero? ¿Señora?

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro notó que Mayra había hablado en un puro


acento boliviano.
La mujer se rio:
—No, está acá, unos metros campo adentro. Y no me
digas señora, que acá todo el mundo me dice Alicia.
—Yo le digo mamá —dijo la nena.
Pedro y Mayra sonrieron y los siguieron.
Pasando ese camino de árboles había un terreno de
yuyo fresco y una casa larga, blanqueada con cal. Un
cartel pintado a mano colgado en la fachada decía:
“Merendero La Victoria”.
El predio estaba rodeado de arbustos y árboles con
comederos artesanales para pájaros.
Había gallinas sueltas, un chivo, una estanciera vie-
ja que parecía un micro escolar. Detrás de la casa se
abrían unos plantíos de frutales.
Mayra se sintió enseguida como en casa.
Un hombre canoso, cincuentón, salió portando
unos caballetes. Un muchacho joven, con su mismo
corte de cara, lo acompañó con una tabla y armaron
una mesa.
Tras ellos apareció un río de chicos gritando, cada
uno con un banquito de madera.
—¡Es temprano para la merienda, Ali! —dijo el hom-
bre, al verlos llegar.
—¡Son de Las Arquillas, Horacio, perdieron el micro!
Horacio afirmó la tabla y los invitó a acercarse.

108
—¿Les gusta el jugo de pomelo?
—Sí —dijo Mayra—, son los últimos de la temporada,
los más dulces.
—Ajá, tenemos alguien que sabe —dijo el hombre.
Se sonrieron los dos. El muchacho joven trajo una ja-
rra de jugo exprimido y sirvió vasos para los chicos y
los invitados.
—¿Sos mediera?
—No, mi papá es dueño de un campo —dijo Mayra
con orgullo.
—¿Y vos, compañero? —le preguntó Horacio.
—Yo juego a la pelota —dijo Pedro.
El muchacho sentó a los niños en la mesa improvisa-
da y les empezó a repartir hojas para dibujar. Pedro se
dio cuenta de que no eran de la misma familia. Había
chicos de todos los colores y de distintas edades. Algu-
nos no estaban bien. Parecían enfermos.
La mujer, Alicia, apareció con una fuente de pan un-
tado en dulce.
—Es de frutillas.
Pedro y Mayra se miraron, con cierta alarma.
Mayra probó el dulce y sonrió.
—Está bueno, son de frutillas de verdad, no de plás-
tico —dijo.
Eso fue suficiente para Pedro, que empezó a comer
con ganas.
Pero Mayra apoyó el pan en la mesa.

109
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Señora… Alicia… ¿Usted sabe qué pasó? ¿Por qué


se fueron todos del pueblo?
—Jugaron a ganarle a la Pacha —interrumpió Hora-
cio, enojado—. Y perdieron como en la guerra.
Pedro quería preguntar todo junto, con la boca llena,
pero Mayra le agarró el brazo. Esperaron los dos en si-
lencio, hasta que Alicia empezó a contar:
—Kilkenny siempre fue tierra frutera. Había muchas
familias dedicadas a sembrar. Algunos eran medieros,
pero había pequeños propietarios también. Y había em-
presarios con terrenos grandes, que querían saltarse
los tiempos de cosecha y los gastos para sacar la male-
za. Estos tipos empezaron a sembrar soja, porque vi-
nieron a ofrecerles un pesticida que decían que mataba
toda la mala hierba y los bichos. Con los bidones del
veneno te regalaban las semillas. Lo que no sabíamos
era que esas semillas estaban tocadas genéticamente
para resistir esa porquería.
Mayra notó que el nenito sin brazo se las arreglaba
para pintar con su mano izquierda. No parecía amputa-
do, era una malformación.
—Los que tenían frutales empezaron a usar ese pes-
ticida para mejorar sus cosechas —siguió Alicia—. Y
algunos, se dice, hasta compraron semillas tocadas de
frutilla también.
—Semillas arregladas con genes de tabaco, con genes
de poroto, cualquier cosa han hecho —se quejó Horacio.

110
—La cosa es que este pesticida empezó a alterar la
vida alrededor. Mató pájaros, bichos, cambió de alguna
manera los genes de las personas... Las mujeres em-
barazadas tuvieron chiquitos con problemas… Hubo
fumigación intensiva en Kilkenny, a veces pienso que
nos usaron como cobayos… La gente se empezó a en-
fermar, muchos tienen cáncer, y otros llevan el veneno
adentro, desde el nacimiento.
Mayra empezó a llorar sin darse cuenta. Pedro la
abrazó y ella se pegó a su cuerpo, temblando.
—Tenemos un amigo en Las Arquillas… —explicó el
chico—. Él está enfermo, por eso…
Horacio le tocó el hombro a Mayra. Su contacto la
calmó a tal punto que pudo separar su cara del hombro
de Pedro para mirarlo.
—¿Cómo te llamás? —le dijo el hombre.
—Mayra Quispe…
—Bueno, Mayra Quispe, mirá esos árboles.
Ella miró todos los que componían el bosquecito al-
rededor del merendero. El aire estaba limpio y lleno de
mariposas cerca de sus ramas.
—Ellos son nuestros guardianes, ¿ves? Cualquier ca-
gada que hagamos los humanos ellos la van a reparar
si nosotros les hacemos espacio. Solo hay que dejar
de sembrar con esos químicos de porquería. Hay que
darle agua y sol a la semilla, hay que trabajar la tierra,
desmalezarla con las manos, y hay que esperar. No hay

111
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

más misterios. En ese trabajo, en ese ciclo, está la salud


de tu amigo y la de tus vecinos. Así que no llores. Avisa-
les a todos lo que tienen que hacer y echen a la mierda
a esos de ProudSeed.
—Hay que tener paciencia. Y hay que tener coraje
—dijo Alicia.
Más gente fue llegando al merendero. Algunos eran
sobrevivientes de Kilkenny, heridos y silenciosos. Sus
hijos eran los niñitos que ahora tomaban jugo de po-
melo de la huerta.
Mayra y Pedro pasaron allí el resto de la tarde. El me-
rendero era parte de La Victoria, un emprendimiento
de Horacio y Alicia. Ellos, sus hijos y sus amigos planta-
ban la tierra y vendían la cosecha sin dejar que ningu-
na empresa interviniera. Usaban semillas naturales. En
el merendero recibían gente de Kilkenny afectada por
los agrotóxicos.
Pedro jugó a la pelota con los más chiquitos.
Mayra se lo quedó mirando, un poco asombrada por
la paciencia que demostró. Hasta les enseñó a patear
penales.
Cuando se cansaron, Pedro volvió con ella y se sen-
taron bajo un álamo.
Había una nubecita de mariposas marrones sobrevo-
lando por encima de sus cabezas.
—Tendríamos que ir saliendo —dijo Mayra—. Alicia
dice que en media hora pasa el micro por la garita.

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Algunas de las polillitas se le posaban en el pelo a
Mayra. Pedro estiró la mano y se las apartó, acomodán-
dole de paso la cinta verde del rodete.
—¿Estás mejor? —preguntó, con una ternura torpe.
Estaba todo transpirado. Parecía un niño más, lleno de
tierra y pasto.
Mayra se empezó a reír, melodiosa, hasta que Pedro
se tentó también. Se rieron juntos.

113
18

El chofer bajó bufando. Parar en el medio de la


ruta para meter la bicicleta en el buche del viejo colecti-
vo no le hacía ninguna gracia. Por suerte para los chicos,
aunque se había tentado en seguir de largo, finalmente
había frenado. De no haber estado Alicia y Horacio allí,
con su estanciera junto a la garita, quizá lo habría hecho.
Siempre bufando, el hombre terminó de acomodar la
bici y los hizo subir. Con lo justo pagaron los pasajes y se
fueron a sentar al fondo, pero el chofer los llamó y tuvieron
que acercarse. El micro estaba vacío y quería conversar.
—¿Vienen de Kilkenny? —preguntó—. Ya casi nadie
para en ese pueblo muerto. ¿O son amigos de los hippies?
Pedro se quedó callado, pero Mayra prefirió no mentir.
—Queríamos saber qué pasó. Acá vivían unos agri-
cultores que le vendían frutillas a mi familia. Pero no
aparecieron más, y queríamos saber por qué.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

El hombre, que era un tipo grandote, de bigotazos


negros, se quedó callado unos instantes. Después se
largó a hablar.
—Kilkenny es un pueblo casi vacío desde hace varios
años. Dicen que la culpa fue de los pesticidas. Hubo
denuncias, pero no pasó nada. Nadie hace nada. Una
vez vino un periodista de la Capital, habló con varios,
conmigo también. Pero no pasó nada —volvió a decir—.
Hay mucha plata en el medio.
Los chicos no respondieron. El colectivo entraba en
otro pueblo y el chofer tenía que ocuparse de los nue-
vos pasajeros, así que aprovecharon para correrse unos
asientos hacia atrás.
Estaban molidos por todas las emociones del día.
Iban a llegar tarde a sus casas. Y tenían un trabajo
terrible por delante, si querían que su pueblo no se
contaminara.
Mayra sintió frío. Abrió la mochila y sacó su camperita.
Se la puso mirando a Pedro a los ojos. Pedro le devolvió la
mirada. Mayra agarró su buzo y se lo tiró por la cabeza,
jugando.
—Dale, vestite.
—Tengo calor.
—Te vas a resfriar.
Pedro abrió la ventanilla, desafiándola. Entró una
ráfaga de viento crudo. Mayra se inclinó sobre él y la
cerró temblando.

116
—Tenés frío en serio… —le dijo Pedro.
Ella movió la cabeza, sin hablar. Pedro le acomodó su
propio buzo sobre los hombros.
Después le agarró la cara y la besó. Se besaron mien-
tras afuera, en la ruta, anochecía y ese día tan raro se
iba para no volver más.
Pedro estaba culposo. La presencia de Alexis iba ga-
nando terreno. Mayra levantó la vista y le tocó los la-
bios con su dedito de uñas mordidas.
—No digas nada. No pasa nada.
Se adormecieron mirando por la ventanilla. Había
valido la pena averiguar lo del pueblo vecino, para sa-
ber lo que les podía pasar en el propio. Y la charla con
Horacio y Alicia valía más que cien investigaciones en
Internet.
—Tenemos que contárselo a todo el mundo, Pedro
—murmuró Mayra.
El chico giró para mirarla.
—Ya sé. Pero no va a ser fácil.
Los ojos de Pedro estaban fijos en los de Mayra. Ella
adivinó lo que estaba pensando, a qué cosas secretas le
tenía miedo.
—¿Por qué fuiste al campo de Brizuela? —le preguntó.
—Fue una sola vez.
—Sí, pero igual te bañaron con esa mierda. Yo no
quiero que el Chino vaya, pero lo entiendo. Su papá no
tiene plata, y él tampoco. Pero ¿vos? ¿Por qué?

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro se quedó callado. Ella le tiró de la remera de


River, suavemente.
—Él es mi mejor amigo, Mayra.
—Sí. Ya lo sé.
—¿Te acordás cuándo lo conociste?
—Yo recién había llegado de Bolivia. Estaba en pri-
mer grado y en el patio me empezaron a cargar. Alexis
era más grande, estaba en tercero. Y me defendió.
Mayra sonrió, recordando.
—Le llevaba una mandarina todos los días, en agra-
decimiento.
—Pensar que lo alcanzamos, ¿no? Es reburro, pobre.
—No digas así. Las pasó feas, el Chino. Su mamá
lo dejó para irse a la ciudad. Aunque fue hace mucho
tiempo, yo creo que eso le sigue doliendo.
—Yo la conocí a la mamá. Ella trabajaba en el cam-
pito, que antes era un balneario.
—Es relindo ese lugar. A veces vamos ahí con Alexis.
A Pedro no le pasó desapercibido el comentario. Al
balneario solían ir las parejas.
—Jugábamos a la pelota. Usábamos el árbol de arco,
hasta que un día casi lo rompimos a pelotazos y nos
echaron. Estaba recién plantado.
—Es un álamo, como los que tenían Alicia y Hora-
cio.
—Qué sé yo si es un álamo. Pero sí, es el único árbol
que hay…

118
Mayra se acordó de la última vez que había ido al bal-
neario viejo con Alexis. El chico había querido grabar sus
nombres en el árbol, con una navaja. Pero ella se lo había
impedido.
Su tatay le contaba que los árboles tenían espíritu y
se dolían de las ofensas de los hombres. La alegraba que
Horacio, a su modo, hubiera completado esa leyenda.
Mayra suspiró y apoyó la cabeza en el hombro de Pe-
dro. Pedro la abrazó y se quedaron dormidos.
Llegaron de noche a Las Arquillas. En el bar, la ma-
dre de Pedro había terminado su turno, así que él no
tuvo que hacer malabares para esconderse. Mentiría
que había estado en la casa de algún amigo después del
fútbol. Mayra tendría que rendir cuentas con su abuela,
que la escucharía con atención. Le quería contar todo
lo que había visto, aunque la vieja la retara por haberse
ido sin permiso.
Cruzaron la plaza juntos. Pedro llevaba la bicicleta
de Mayra, y su amiga caminaba al lado. No les impor-
tó que uno de los chicos de su curso les gritara algo,
seguramente una cargada. Ya no les importaban esas
bobadas.
Fueron directo a la casa de Alexis.
—Los estuve buscando todo el día —les dijo mien-
tras abría el portón—. ¿Dónde andaban?
—¡Dónde andabas vos! Por favor, decime que no fuis-
te a lo de Brizuela.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Alexis los contempló. Se dio cuenta de que algo ha-


bía cambiado esa tarde. Miró a Pedro con una especie
de reproche.
—No fui a trabajar. Estuve en la veterinaria. A Fleco le
salió un tumor, como a los ratones de la Internet. Quedó
ahí, en observación. Pero me parece que se va a morir.
A Alexis le brillaron los ojos. Pedro le puso una mano
en el hombro.
—Seguro que no, vas a ver —le dijo bajito.
—Yo también me voy a morir, Pedro.
Mayra lo abrazó. Alexis se puso a llorar en su pecho.
Pedro se iba a retirar, pudoroso, pero Mayra lo agarró
del buzo y lo unió al abrazo. Se abrazaron los tres.

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19

El domingo a la hora de la siesta, Mariela, que


se moría de sueño, se lavó la cara con agua bien fría y
se preparó para salir de su casa. En una canasta lleva-
ba el equipo del mate y una tarta de manzana. El día
anterior había convocado a una reunión en la escuela,
a la que debían concurrir la directora y la secretaria de
la primaria, las maestras de grado y las especiales, el
profe de Educación Física y el de Música y las profes
del polimodal. Ella, como vicedirectora de la primaria
y como profesora de Historia en la secundaria, era un
referente en los dos colegios que compartían el mismo
edificio. En los dos, por su larga trayectoria como maes-
tra, por su ascendiente sobre los chicos y sobre todo por
su carácter, a la vez bonachón y persistente, era una de
las docentes más escuchadas. No muchas de sus com-
pañeras habrían tenido éxito con una convocatoria de

121
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

domingo. Mariela esperaba que sus compañeras no le


fallaran, pero tenía algunas dudas.
Alfredo, su marido, la miraba hacer, callado. Había
renunciado a discutir. Sabía que no ganaría, y si antes
del embarazo no se complicaba en peleas condenadas
al fracaso, mucho menos lo haría ahora. Aunque no le
gustara para nada que el eje del encuentro, la discusión
que su esposa quería promover, fuera sobre los efectos
del Vergel.
—¿Te llevo? —le preguntó, cuando ella se acercó para
darle un beso, con bastante desgano.
—¿Te vas a quedar? Por ahí te podemos hacer algu-
nas preguntas.
—Dale, Mari, sabés que yo trabajo en ProudSeed. No
puedo ir.
Mariela no lo dejó terminar.
—Dejá, voy caminando. Necesito aire fresco —le dijo,
y se fue sin darle el beso que no tenía ganas de darle.
En la escuela se había juntado un grupo bastante nu-
trido de compañeras. Mariela sonrió, orgullosa. La direc-
tora, cuatro o cinco maestras, el profe de Música (el de
Educación Física se había excusado porque tenía partido
en el club donde era entrenador), el portero de la escue-
la, dos de las cocineras, y varios profes del polimodal.
Unas quince personas, en total, todas con algo de comer
o de tomar. Parecía una reunión de táper. Pero Mariela
deshizo esa imagen con sus primeras palabras, y con

122
unas fotos que empezó a repartir. Al poco rato nadie te-
nía ganas de comer, aunque circularan el café y el mate.
Las fotos que Mariela había bajado del sitio que le había
indicado Mayra, y de otros parecidos, eran tremendas. Y
la sola idea de que un diez por ciento de eso pudiera pa-
sar en el pueblo era sencillamente aterradora.
—La semana que viene tenemos una reunión de la
comunidad, por los festejos del día de Las Arquillas.
Aprovechemos para hablar de esto —propuso la profe-
sora de Biología.
—A los de ProudSeed no les va a gustar nada —in-
tervino la directora—. Y varios están en la cooperadora,
siempre colaboran, no sé…
—Julia —la cortó Mariela—, si quieren venir, que
vengan y que hablen. Que nos den su versión.
La directora bajó la cabeza. Sabía que su vice tenía
razón y la conocía. Una vez puesta en marcha no la pa-
raría nadie.
La charla duró un par de horas, y al final, gracias al
profe de Música, que era un tipo simpático que siem-
pre tenía un chiste para hacer, se aflojaron un poco las
tensiones. Además, todos tenían hambre y la reunión
terminó con una merienda compartida.
Cuando Mariela salió de la escuela se encontró a su
marido, esperándola en el auto. Con algo de timidez Al-
fredo le regaló una macetita con flores. Mariela recordó
las que repartía Mayra, y le sonrió.

123
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Te invito a tomar el té por ahí —le dijo Alfredo, se-


ñalando la canasta vacía—. Seguro no comieron nada.
Mariela se rio.
—Está bien —le dijo, apenas subió al auto—. Pero nos
debemos una charla. Esto no es chiste.
Alfredo asintió, rendido.

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El lunes, Pedro llegó al colegio con su papá, en la


chata de la municipalidad.
Lucas y Matías se le acercaron curiosos, apenas el
padre lo despidió en el patio.
—¿Qué pasó, Peter?
—¿Por qué no viniste a entrenar el sábado?
—Estoy castigado —dijo Pedro, muy serio—. ¿La vie-
ron a Quispe?
Los dos amigos se miraron divertidos.
Pedro los empujó y recorrió el patio. Mayra no esta-
ba ahí, ni tampoco Alexis. La maestra de turno tocó la
campana y todos se formaron. Pedro entró a su curso,
tarde.
Cuando vio las maquetas y las láminas de sus com-
pañeros, se acordó de pronto del proyecto que había
propuesto Mariela para el día de Las Arquillas.

125
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro miró desolado a su alrededor. Él no solo no te-


nía nada hecho, sino que tampoco tenía grupo: extrañó
a Mayra y a Alexis con el corazón, especialmente cuan-
do la profe Mariela agarró la lista y empezó a nombrar
chicos para que pasaran al frente, a exponer el proyecto
de manera grupal.
Patsy le tiró el pelo desde el banco de atrás. Pedro se
dio vuelta y vio que tenía una maqueta horrible, hecha
de papel maché y pintada con témpera. Representaba
un pan de soja, o algo así. Patsy le sonrió despectiva,
con sus labios inundados de brillo.
—¿Qué onda, Peter? ¿Te abandonaron los bolitas?
—Vos tenés abandonada la cabeza, Patricia. A ver si
la llenás con algo de vez en cuando —respondió Pedro,
quizás en voz demasiado alta.
Las amigas de Mayra se rieron, pero Mariela también
había escuchado el comentario.
—A ver si nos calmamos, Pedro —le dijo, en un tono
quizá más seco de lo que hubiera querido—. ¿Qué pre-
paraste vos?
Pedro pensó en excusarse, pedir el amparo político
que significaba el faltazo de sus compañeros de gru-
po. Pero vio el mapa de la soja que habían hecho los
otros, que abarcaba casi todo el Litoral, copiado minu-
ciosamente del que había regalado ProudSeed a todas
las escuelas de la zona. El mapa tenía pancitos y ca-
ritas felices de niños. Todos esos sembrados estaban

126
mantenidos con sus productos. Hasta habían calcado
el logo al pie del papel afiche.
Pedro se paró junto a su banco.
—Yo no preparé nada, profe. Pero es mentira todo
esto —dijo, señalando el mapa pegado en el pizarrón.
El resto de la clase reprimió un murmullo de excita-
ción. La profesora lo miró, seria.
—¿Qué querés decís, Hendler? Explicate mejor.
Pedro dudó. ¿La profesora no le creía? ¿Era como su
mamá, que siempre estaba dudando de él? ¿Tenía que
contarle lo que le había pasado después de trabajar
como bandera, apenas un día? Por un momento se que-
dó callado y estuvo a punto de sentarse, pero tomó co-
raje y siguió. Eso les había pedido Alicia, la hippie. Que
tuvieran coraje.
—Es mentira que la soja viene a terminar con el
hambre del mundo. Estuvimos en Kilkenny el sábado.
Es un pueblo fantasma. Con los plaguicidas destruye-
ron la tierra. Casi no hay cultivos sanos.
Se hizo un profundo silencio, que lo asustó un poco.
Pero al ver que la profe lo miraba como alentándolo, si-
guió.
—El Vergel es malo. Mata las malas hierbas, pero
también mata a los pájaros, y a los perros, y a las perso-
nas. Por eso Alexis está enfermo. Porque lo bañan con
veneno cada vez que sale al campo…
Patsy soltó una risita.

127
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¡Qué mentira, profesora! Papá dice que eso es un


invento de la gente que no quiere trabajar —el padre de
Patsy era socio del club El Progreso—. Si tiraran veneno
las plantas no crecerían.
—¡Eso que vemos no son plantas! ¡No es soja de
verdad!
Se le perdían las ideas. Quería que Mayra estuviera
para ayudarlo a hablar.
—Yo sé por qué lo digo. Lo que tiran los aviones es
tóxico…
Una oleada de malestar le subió a la garganta y se
sentó de golpe. Estaba tan pálido que la profesora se
asustó y se acercó a él, profundamente inquieta.
—¿Qué tenés, Pedro? —le dijo con ternura. Ella sabía
de qué estaba hablando su alumno.
El chico alzó la cabeza. Estaba pálido.
—La verdad, profe. Le digo la verdad.
En ese momento, la puerta del aula se abrió y entró
Mayra. Sus compañeros la contemplaron con gran cu-
riosidad: tenía un delantal de trabajo manchado de tie-
rra, el rodete deshecho y la carita surcada de lágrimas.
—¡Pedro! —gritó, sin importarle nada—. ¡Alexis está
internado en la salita!
Pedro se levantó, caminó hacia ella y salieron del aula
sin mirar atrás, ante el asombro fascinado de los demás.

128
21

—¿Qué te pasó? ¿Cómo te enteraste? ¿Por qué no


viniste? —le preguntó Pedro, como una ametralladora,
mientras iban hacia la salita.
Mayra se señaló el guardapolvo, como si fuera una
respuesta suficiente. Pedro no entendió.
—Mi papá se enteró del viaje del sábado, no sé si me
va a dejar volver a la escuela.
—¡No puede hacer eso!
—Sí que puede. Por suerte mi primo Fredy me contó
de Alexis, y me escapé. Esto también me va a costar
—empezó a responderle Mayra, y la sola mención del
amigo internado hizo que otra vez tuviera un acceso
de llanto.
—No llores más, Mayra —le dijo Pedro cuando esta-
ban a punto de entrar a la salita. La voz le había salido
quebrada, impensadamente dulce.

129
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Mayra lo miró en silencio, se limpió la cara con el


dorso de la mano y se recompuso.
—La señora de la rotonda, que es enfermera, le contó
a Fredy. Alexis entró ayer, cuando ella estaba de guardia.
Mayra soltó una risita nerviosa.
—Cuando mi papá se dé cuenta de que me fui me va
a castigar para siempre.
Pedro no supo decirle nada. ¿Qué podía decir? A él
también le caería un nuevo castigo, apenas su madre
supiera que se había ido del colegio. Pero ahora lo im-
portante era ver a Alexis.
En la entrada los detuvo el enfermero. El médico ha-
bía pasado temprano y había dejado dicho que el pa-
ciente no debía ser molestado. Sin embargo, cuando el
padre de Alexis se acercó a la puerta con los ojos lloro-
sos, el enfermero se conmovió. Servando estaba con-
vencido de que la llegada de los chicos le haría bien a
su gurí y prácticamente le rogó que los dejara entrar.
Los chicos pasaron, de la mano. Temblaban.
Alexis estaba acostado en una de las tres camas de la
sala, solo. Le habían puesto un suero. Hervía, como la vez
que lo hallaron en su casa, pero esta vez tenía la mira-
da perdida en el techo, completamente ida. No los reco-
noció. Por más que Mayra le tomó la mano, le acomodó
la toalla húmeda que tenía en la cabeza y le habló muy
despacio, con toda su dulzura, Alexis no reaccionó. Aun-
que Pedro lo sacudió levemente por los hombros, siguió

130
perdido. No reaccionó tampoco, porque nunca se enteró,
cuando Pedro se quebró y se puso a llorar con la cabeza
en la almohada, apenas a unos centímetros de la cara de
su amigo.
Mayra también lloraba despacio; las lágrimas le caían
por la carita sucia, sin parar. No hacía ningún gesto para
detenerlas, ni para limpiárselas. Estaba sentada y lloraba,
nada más. Ni ella ni Pedro se dieron vuelta cuando llega-
ron ruidos desde la puerta, voces que sonaban altas, una
discusión que no les importaba. En la entrada, apenas a
unos metros pero muy lejos de su atención, la profesora
Mariela, que también había dejado el aula, discutía con
el padre de Mayra, que había venido a buscar a su hija,
furioso. En medio de los dos, el enfermero trataba de cal-
marlos. Servando no hablaba. Les había dado la espalda
y miraba hacia adentro, por entre la cortina que separaba
la entrada de la sala de internación, los ojos fijos en la
escena que lo estaba matando: su hijo con la mirada per-
dida en el techo y sus dos amigos llorándolo, uno a cada
lado de la cama.
Servando ya no tenía dudas. Alexis, como él, como
Fleco y como tanta gente, se había enfermado en los
campos, con el maldito veneno que tiraban los aviones.
Y tenía mucho miedo.

131
22

—Niña.
El padre de Mayra se asomó por la puerta de la sala
donde estaba internado Alexis. Estaba muy enojado,
pero aun así no alzó la voz.
Antes de salir, Mayra miró a Pedro, asustada.
—Nos vemos después —le dijo Pedro, convencido.
Apenas Mayra salió de la sala el padre la agarró del
brazo, como para no dejarla ir a ningún lado.
—Vamos para la casa. ¿Dónde has dejado la bicicleta?
Mayra trataba de no llorar.
—No sé.
La mano del padre se cerró más sobre su brazo.
—¿Así me contestas? Trabajamos nosotros, con esa
bicicleta. No es para pasearse con estos mocosos.
Mariela se acercó a ellos. Parecía descompuesta: las
pecas se le notaban mucho en la cara pálida.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—La bicicleta está en el colegio. No la rete, por favor.


—Gracias, profesora. Me la llevo a la niña.
—Está en horario de clases. Déjela conmigo, yo la
acompaño a su campo cuando termine.
Mariela le dio la mano a su alumna. Mayra la tomó,
transpirando. Sabía lo que le esperaba en casa, pero no
se podía dar el lujo de entregarse sin pelea.
El padre la miró con ojos terribles, sin soltarla.
—Mayra está castigada, profesora. Se fue sin permi-
so de mi casa.
Mayra se soltó de los dos y los enfrentó.
—¡Estamos en peligro acá! ¡El pueblo está en peligro!
Si siguen tirando Vergel, vamos a estar todos enfermos
como Alexis.
Servando se acercó arrastrando los pies.
—La gurisa tiene razón. Yo también estoy enfermo.
Hasta el perro está envenenado en mi rancho. Ya no
puedo tomar agua de la bomba…
Mariela y el padre de Mayra no sabían qué hacer. El
viejo Servando se levantó la manga de la camisa de tra-
bajo y les mostró las manchas rojas que le recorrían el
brazo hasta la axila:
—Yo estoy trasminado de esa porquería. Pero a mí me va
comiendo de a poco. Yo no lo quería ver, pero ahí está. Al gurí
mío le dio de golpe. Más jóvenes son, más fuerte prende.
En eso llegó el médico. Al ver tanta gente en el pasi-
llo se hizo acompañar del enfermero.

134
—Por favor, despejen. No se puede hacer tertulia acá.
Hay gente convaleciente.
Mariela lo encaró, decidida.
—¿Usted es el doctor de Alexis?
—Sí, ¿la señora es familiar?, porque si no, no puede
estar acá.
—Soy su profesora. Y quiero saber si lo que dice su
papá es cierto. ¿Mi alumno está así por culpa de los
pesticidas que tiran de los aviones?
El médico dudó. Se cruzó de brazos sobre la bata in-
maculada.
—No sé de dónde saca esas cosas, señora. El chico
tiene un cuadro de anemia, está mal alimentado…
Mayra fijó la vista en las manos del doctor, cruzadas
sobre su pecho. Y vio, en el costado de la bata, bajo la
plaquita con su nombre, el logo de ProudSeed.
Empezó a caminar para atrás, aprovechando que su
padre estaba distraído oyendo la discusión entre la pro-
fesora y el médico.
Pasó frente a la sala de Alexis y le hizo una seña a Pe-
dro a través de la cortina. Al alcanzar el final del pasillo,
dobló y empezó a correr. Pedro la alcanzó en la puerta
de atrás de la salita.
—¿¡Qué pasa!?
—¡Corré, Hendler!
Salieron corriendo los dos y no pararon hasta llegar
a la plaza. Pedro se detuvo para tomar aliento.

135
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¿Adónde vamos? ¿Qué pasó?


Mayra trató de sintetizar:
—No van a decir que Alexis está enfermo por la porque-
ría del Vergel ese. ¡Tenemos que ir más allá del pueblo!
—¿Y cómo, Mayra? Tu viejo te tiene marcada, y los
míos… Bueno, los míos están en una nube, pero…
Desde el club El Progreso, Brizuela los contemplaba
con cierta insistencia.
Mayra tironeó del brazo a Pedro y lo llevó hasta el
centro cultural, cruzando la calle.
Pedro no entendía bien los planes de su amiga, que en-
tró en el bufete y fue derecho a la única compu. Por suerte
estaba desocupada. Se puso a buscar algo en Internet.
—No tenemos mucho tiempo, Pedro. Pedí el teléfono.
Mayra agarró una servilleta de una de las mesas y
anotó algo mientras Pedro pedía el semipúblico. El em-
pleado lo miró sin muchas ganas de moverse.
—¿Tenés para pagar la llamada? —dijo, masticando
chicle.
Pedro juntó unas monedas y el empleado le sacó el
candado a un teléfono de disco, pesado y naranja, que
dormía en un rincón del mostrador. Le pasó el aparato
y le dio dos cospeles.
Mayra se acercó llena de ansiedad y discó un núme-
ro de larga distancia.
—¿A quién llamás? —le preguntó Pedro.
—A Melania Fuentes, la periodista.

136
23

Arrodillada junto a las plantas, rodeada de sus


primos, Mayra trabajaba. Trabajaba y pensaba. Su papá
no la dejaba ir al colegio. Se sentía prisionera en su pro-
pia casa: ni siquiera podía visitar a Alexis. Su única espe-
ranza era que Melania Fuentes respondiera a su llamado,
pero los días pasaban y no tenía noticias.
Alexis seguía internado, pero ahora en el hospital del
pueblo. Aunque estaba en terapia intensiva, el médico de la
salita había dicho que no era necesario trasladarlo a Santa
Fe, que alcanzaban los recursos de Las Arquillas. Mariela
desconfiaba, como también desconfiaba Servando, pero se
contenía de expresar sus miedos al notar los momentos
de mejoría del chico, en los que reconocía lo que pasaba
a su alrededor, hasta que volvía a sumergirse en un sopor
afiebrado. Pedro iba a visitarlo todos los días. Cuando es-
taba consciente, Alexis preguntaba por Fleco y por Mayra.

137
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Me gustaría que viniera mi vieja, sabés —le dijo un


día a su amigo—. Yo creo que si supiera, vendría.
—Tu viejo viene siempre. Eso está bueno también…
Alexis miró por la ventana.
—Es verdad, loco. Se está portando…
La madre de Pedro lo iba a esperar a la salida de la
hora de visita, y lo escoltaba hasta la casa. Seguía furio-
sa por la escapada de su hijo a Kilkenny y su fuga del
colegio. No cruzaba una palabra con él, pero tampoco lo
dejaba en paz.
Pedro no se sentía bien. Tenía ganas de contarle que
había estado en el campo de Brizuela, pero no encontra-
ba la manera. Como siempre, se le hacía imposible ha-
blar con su mamá, lograr que lo entendiera. ¿Cómo no
veía que no era momento para castigos? Su mejor amigo
estaba internado, y él no le podía decir nada, porque ella
se empecinaba en seguir en silencio. Eso lo angustiaba
más que nada. Pero no conseguía que su madre enten-
diera, que le diera el espacio que necesitaba para hablar,
para sincerarse, para contarle los miedos que tenía.
Mariela y la mayoría de sus colegas seguían adelan-
te con la fiesta del día de Las Arquillas y la reunión de
padres que habían convocado en la escuela para des-
pués del acto.
Iban a aprovechar la convocatoria masiva: estaba
invitada toda la comunidad escolar, desde el jardín
de infantes hasta el último año.

138
Al padre de Pedro le habían dado permiso en la mu-
nicipalidad, aunque a regañadientes. Se había corrido
la voz de que iban a hablar sobre los efectos del Vergel.
A casi nadie en el pueblo, tan dependiente de Proud-
Seed, parecía gustarle el ruido que se estaba haciendo
en torno al tema, menos que menos a los funcionarios
del municipio, todos socios del club El Progreso, mu-
chos de ellos dueños de campos de cultivo.
El día anterior a la fiesta, a la salida, Mariela despidió
a sus alumnos y volvió al aula vacía. Mientras junta-
ba sus papeles echó una mirada triste sobre los bancos
que debían ocupar Mayra, Alexis y Pedro.
Casi todos los padres del curso habían comprometi-
do su presencia para la tarde siguiente, pero no el señor
Quispe. Eso la tenía preocupada: pensaba que Mayra
podía estar pasándola mal. Y ella tenía que hacer algo.
Salió a la galería. Oyó, a lo lejos, el zumbido persis-
tente de un avión fumigador, como si fuera una amena-
za. Y de inmediato, el ruido mucho más cercano de una
camioneta que se detenía en la puerta de la escuela, y
de la que bajaba, sonriente, Juan Arriola, el encargado
de las relaciones públicas de ProudSeed.

139
24

—Come, Mayra. No estamos para tirar la comida.


Mayra jugó con la cuchara sobre el plato, sin probar
nada. La tía se sirvió una cucharada más de porotos co-
lorados reprobando a su sobrina con un gesto.
Estaban todos en la mesa, cenando temprano. El pa-
dre, como siempre, presidía en la cabecera. La abuela,
a su izquierda, pisaba unos porotos para hacer un puré
con el revés de la cuchara. La tía y los sobrinos devora-
ban sin pausa porotos, huevos y ensalada.
—Come, Mayra —le dijo el primo Fredy, pero con otro
tono, como si la estuviera cuidando.
—Es tu culpa que la niña esté así —dijo la tía con la
boca llena.
—¿Y por qué? —contestó el primo, con los ojos abier-
tos por la sorpresa.
—Porque tú le avisaste del muchacho enfermo.

141
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Ya. No quiero oír hablar de ningún muchacho


—dijo el padre, siempre con su tono medido.
—Me iba a enterar igual. No pueden encerrarme
toda la vida —murmuró Mayra por encima de los po-
rotos.
—No seas respondona —dijo la tía.
—¡Está mal no dejar ir a estudiar a la gente!
La tía se ofendió:
—Mira a mis hijos. Mírame a mí. ¡Ninguno fue a la
escuela y todos salimos buenos! ¡Nada de melindres,
listos para el trabajo!
—Yo también trabajo. Pero no quiero trabajar siem-
pre de esto.
El padre dejó la cuchara en la mesa. Todos los demás
se tensaron.
—¿Qué está diciendo, Mayra?
Mayra tragó saliva.
—Yo quiero terminar la secundaria y estudiar Perio-
dismo en Rosario.
El padre se sonrió y volvió a agarrar el cabo de la cu-
chara.
—Ya. ¿Y con qué dinero? Porque todo lo que entra
aquí es para el campo. Compré semillas a los de Proud-
Seed y ahora hay que pagarlas agachando el lomo.
Mayra se levantó de un salto, pálida como la muerte.
—¿Que hiciste qué, papá? —gritó, con su mejor acen-
to argentino.

142
El hombre tuvo un segundo de vacilación, que Mayra
aprovechó para seguir hablando:
—¿No te das cuenta de que ellos están envenenando
todo?
El padre se levantó también, sacudiéndose la mano
de la abuela, que trató de contenerlo.
—Costaba mucho conseguir semilla. Y con usted en
la escuela, solo la abuela y la Loreley habían para usar
el cedazo. Pero con las semillas de ProudSeed, ya no
hay que elegir. Crecen rápido, y regalaron un bidón de
pesticida para las malezas.
—¡No! ¡No vamos a plantar esa basura!
El padre se enojó.
—A ver, ¿qué es eso de andar gritando como en las
novelas de televisión? Yo soy su padre, Mayra, no me
tiene que faltar a mí. Yo le doy de comer y la visto y
hasta le compro sus libros para esa escuela que al pare-
cer le enseña a que no me respete.
Mayra lloraba, furiosa. La tía la miraba con una semi-
sonrisa: por fin alguien le había bajado el copete a esa
sobrina que se hacía la leída.
Los muchachos no sabían si seguir comiendo o es-
perar a que el padre terminara de hablar. La abuela, sin
moverse de su silla, abrió la boca desdentada y dijo:
—Yo tampoco fui a la escuela. Pero estoy de acuer-
do con la huamlita. No quiero que plantes esas semi-
llas, David.

143
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

El padre se volvió hacia la vieja, como picado por


una serpiente.
—¿Qué pasa, abuela? ¿Usted también en mi contra?
La tierra es mía, para eso he trabajado como esclavo
hasta poder comprarla.
La vieja corrió el plato, mirándolo a los ojos.
—La tierra la has tenido con el esfuerzo de tu fami-
lia. Es de todos.
—¡Y bueno, pues! ¡Ahora hay que terminar de pagarla!
—Y la pagaremos, te ayudaremos sembrando y culti-
vando como siempre. Sin esas semillas.
—¿Qué tienen de malo si las planta todo mundo?
—Nacen cosas para vender de esas semillas, David.
No nacen alimentos.
La abuela agregó una larga frase en quechua que
solo el padre entendió bien, pero que bastó para que
dejara el comedor insultando por lo bajo.
Mayra, los primos y la tía volvieron a sentarse a la
mesa, asombrados de la situación, de la autoridad ge-
nuina de la abuela, que no venía de desplantes ni de la
fuerza. La vieja siguió haciendo puré con sus porotos.
—Come, Mayra. Estos son buenos —dijo.
Mayra llenó su cuchara y empezó a comer sin rechistar.
Más tarde, cuando quedó sola lavando los platos, el
primo Fredy se le acercó. Quería hablarle, pero no sabía
cómo empezar. Jugueteó un rato con el repasador que
estaba colgado sobre la bacha.

144
—Mayra…
—Qué.
—¿Crees de verdad que las semillas de ProudSeed
son malas?
—Sí, Fredy.
—¿Y la reunión que hay en tu escuela mañana, es
para hablar de eso?
—¿Qué reunión?
—La que va a hacer tu profesora, pues, en la fiesta de
Las Arquillas. Todo mundo lo habla en el pueblo.
Mayra casi rompió un plato, de la sorpresa. Estaba
feliz: Mariela no la había defraudado.
El muchacho pensó en silencio unos momentos.
—Qué más da. El tío no va a ir…
—Ya vimos que no…
—Pero sería grandioso que fuera la abuela.
La miró, cómplice. Mayra cerró la canilla y lo estudió.
—¿Qué estás pensando?
—Mañana tengo que llevar la camioneta a Bellavista.
No están bien los bujes. Pero podría pasar antes por la
escuela del pueblo… Y dejar a una vieja y a una niña
loca olvidadas en esa reunión, ¿qué te parece?
Mayra soltó un gritito de alegría y abrazó a su primo.
El muchacho la hizo callar con un gesto.
—Si me delatas vas muerta, Mayra. Yo negaré todo.
—No te preocupes, primo. No te voy a mandar al
frente.

145
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—Pareces argentina, por cómo hablas. ¡Me das mie-


do! —dijo su primo, bromeando.
Mayra se acordó de Pedro, que le había dicho lo mis-
mo unos días antes.
No se sentía ni argentina ni boliviana.
—Somos todos de la tierra —dijo, asombrándose ella
misma de sus palabras.
—Y ahora hablas como la vieja. Quisiera ser mosca
para estar mañana en esa reunión.
—Y quedate, entonces. Seguro va a ir mucha gente,
no lleves la chata a Bellavista. Se está jugando algo im-
portante, Fredy. Algo importante de verdad.

146
25

Mariela llegó a su casa muy agitada. En dos zan-


cadas se metió en la cocina, asustando al gato que salió
por la ventana abierta de un salto. Rebuscó entre los
frascos de la alacena hasta que encontró una bolsita
con tilo. Puso el agua a calentar, echó el tilo, coló todo
cuando el agua hirvió y se sirvió el té. Sabía que no se
calmaría ni tomándose dos baldes, pero preparárselo
era como un rito.
Volvió al living, resopló y se sentó frente a la taza hu-
meante, a pensar. Mientras el té se enfriaba recordó la
cara sonriente de Arriola, cuando bajaba de la camione-
ta. Al principio se había asustado. Y luego se había enoja-
do. Mucho se había enojado, muchísimo. El ejecutivo de
ProudSeed le había sugerido que se estaba metiendo en
problemas por una causa que, según él, no tenía ningún
sentido. Aún más: ni siquiera era realmente una causa, y

147
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

así lo había dicho. ProudSeed era una empresa seria que


jamás arriesgaría su bien ganado prestigio fomentando
prácticas que pusieran en riesgo la salud de los pobla-
dores, que eran su “prioridad número uno”. A Mariela, el
discurso predigerido de Arriola le había provocado una
sonrisa irónica, y el tipo, que por momentos podía pa-
recer tonto pero que de tonto no tenía un pelo, se ha-
bía dado cuenta de inmediato. Su brillante sonrisa de
vendedor de autos usados se evaporó sin dejar rastros,
reemplazada por un gesto adusto, y una mirada dura.
—ProudSeed es una empresa seria, que no se toma
nada a risa, profesora —le había dicho—. Una empresa
en la que trabaja su marido, me gustaría recordárselo.
Mariela había notado el cambio en la inflexión de la
voz de Arriola apenas dijo que en la empresa trabajaba
Alfredo. Había una velada amenaza en la mirada dura,
en el gesto ya nada simpático del ejecutivo. Y la cosa no
había quedado ahí.
—Sabemos, Mariela, que está organizando una
reunión en medio de la fiesta de nuestro pueblo, para
arruinarla hablando de mentiras. No es justo que…
Pero Mariela no lo había dejado terminar.
—Vengan a la reunión, Arriola. Vengan y den la cara.
Aprovechen para hablar ahora, porque por ahí la próxi-
ma no sea en la escuela, sino en tribunales.
Mariela sintió que Arriola había acusado el impacto.
Con dedos nerviosos se había abrochado el saco y había

148
vuelto a la camioneta, que el chofer arrancó de inme-
diato, sin decir ni una palabra. Recién cuando estuvo
sentado bajó la ventanilla y desde allí volvió a hablar.
—Se está equivocando, profesora. Y usted debe saber
que las equivocaciones siempre se pagan caras. Salu-
dos a Alfredo.
Ya con el té que se había terminado de enfriar y que
tomó de un trago, Mariela pensó que tal vez se había
equivocado. No en convocar la reunión, sino en no se-
guir su primer impulso de visitar al padre de Mayra, de
intentar convencerlo de que la presencia de su hija en
la escuela sería muy útil, muy necesaria.
Suspiró. Ya era un poco tarde para arrepentirse. No
lo podía saber, pero tal vez el señor Quispe cambiara de
idea, todo podía pasar. Corrió la taza vacía y abrió una
carpeta llena de papeles. Tenía que preparar la reunión
del día siguiente con todo cuidado. Era importante que
ese encuentro saliera bien. De pronto sintió la llave en la
puerta, era su marido, que volvía de la oficina. Mariela lo
miró con los ojos brillosos. ¿Y si Alfredo se quedaba sin
trabajo?

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26

—No, claro que no voy.


Estaban desayunando en casa de Pedro. La madre se
arreglaba para ir a su trabajo en el bar de la terminal,
mientras tomaba mate. El padre de Pedro le untó un bo-
llito de grasa con queso, pero ella lo rechazó, molesta.
—Dejá, que ya estoy llegando tarde.
Pedro levantó la cabeza de su taza, repentinamente
rabioso.
—¡A vos no te importa que nos envenenen a todos!
La madre corrió la silla de al lado de su hijo y se sen-
tó muy cerca, casi rozándolo con la nariz:
—¡Pedro Hendler, no me contestes! ¡Por supuesto
que me importa!
—¿Y entonces por qué no venís a la reunión?
—¡Porque si falto al trabajo me van a echar y no esta-
mos para eso en medio de esta crisis!

151
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

El padre suspiró y se tragó el bollito con queso de un


solo bocado.
La madre se ató el pelo, nerviosa.
—Además, ¡desde que empezó esto te la pasás min-
tiéndome y haciendo lo que se te canta!
A Pedro se le colorearon las puntas de las orejas,
como cada vez que se sentía culpable.
—Pero, mamá…
—Te fuiste a Kilkenny ¡solo! ¡Sin pedir permiso! ¡Te
podía haber pasado cualquier cosa!
—No tengo diez años, mamá. Además no estaba solo,
estaba con Mayra.
—¡Peor! ¡Les llegaba a pasar algo a los dos y tenía
todo el carnaval de Oruro en casa, reclamando por esa
chica!
La madre se dio un violento retoque de polvo base.
—¿No pasó nada con esa chica, no, Pedro? —dijo, con
un tono distinto.
El padre decidió cortar por lo sano. Le alcanzó la
campera a su mujer y le dijo que se fuera tranquila, que
él llevaba a Pedro al colegio.
Ella salió después de tomarse el mate del estribo,
amargo y caliente, haciendo restallar la bombilla.
Cuando se quedaron solos, el gringo Hendler miró a
su hijo, que masticaba sin ganas, y le preguntó:
—¿Es tu novia, Mayra?
Pedro no contestó. El padre se cebó un mate.

152
—Bueno, yo voy a la reunión.
Pedro se iluminó. Abrazó a su papá como cuando era
más chico.
—Gracias. Gracias, de verdad. Ahí te vas a enterar
mejor de lo que pasa.
—Bueno, dale, arreglate que caliento la camioneta.
Pedro estuvo listo enseguida (se lavó las partes que
se veían, nada más) y se vistió con lo primero que en-
contró a mano.
Salió a la calle mientras su papá trataba de hacer an-
dar la chata de la municipalidad. Se le había ahogado el
motor, con la humedad del día. Hasta niebla había.
Pedro miró hacia la esquina, pensando en Alexis. Lo
había visto el día anterior y no le había gustado cómo
estaba. Suspiró, lleno de tristeza.
Como llamado por ese suspiro, en medio de la niebla
apareció Fleco. Daba pena. Arrastraba una venda sucia,
que tenía cruzada alrededor del cuerpo.
Pedro lo alzó sin pensar y lo acarició debajo del hoci-
co. Fleco movió débilmente la cola.
La camioneta de la municipalidad al fin arrancó y el
padre le tocó bocina.
Pedro subió de un salto, con todo y Fleco, y pusieron
rumbo al colegio.
Llegaron con el sol, que salió para disipar la niebla.
Los impresionó la cantidad de gente que había en el sa-
lón de actos: estaban casi todas las madres. La noticia

153
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

de que había un chico internado había corrido desde la


secundaria hasta el jardín. El cartel de la fiesta del día
de Las Arquillas desentonaba, estridente, colgado del
techo. El pueblo no estaba de fiesta.
Junto a las madres que habitualmente concurrían a
actos y reuniones estaban las otras, esas que era muy
raro ver en las veredas del colegio, algunas con ropa de
trabajo y muchos hermanitos menores colgados de las
polleras.
A Mayra no se la veía por ninguna parte.
Pedro y el padre se acomodaron en las sillas de ma-
dera. Pedro llevaba a Fleco en brazos. Mariela lo vio y
corrió a darle un beso.
El padre también besó a la profesora. Se conocían
desde la infancia.
—Buenas, Mariela.
—Gracias por venir, gringo.
—Parece que va a estar buena la charla…
—Espero —dijo ella, mirando inquieta a un extremo
del salón. Allí, junto al busto de Roca, conversaban entre
ellos Brizuela, Arriola y el padre de Patsy, José Ordóñez.
—El club El Progreso en pleno… —murmuró el padre
de Pedro. Por su cara y su gesto de tensión, su hijo adi-
vinó que esos tipos y su padre eran enemigos natura-
les. Y eso lo llenó de alivio.
Los del club miraron a la profesora y le sonrieron a
lo lejos.

154
Mariela movió sus rulos colorados como si se espan-
tara una avispa.
—¿No vino Mayra? —preguntó Pedro.
—No, Pedro. No creo que venga. Su padre estaba fu-
rioso con ella. Pero igual vamos a empezar. La directora
se está poniendo nerviosa.
Las madres habían mandado a los más chicos a jugar
en los juegos nuevos del patio, para que no molestaran.
Pero estaban todos, acompañados por los vecinos: el
panadero, el carnicero, el basurero municipal, la merce-
ra. Todas caras conocidas, menos la de una mujer flaca,
de pelo lacio, que fumaba un cigarrillo tras otro. Tenía
una cámara réflex colgada al cuello, con un teleobjetivo
enorme.
“Como los que usan para sacar fotos deportivas”,
pensó Pedro.
La directora se acercó a la mujer y le hizo apagar el
cigarrillo. Después encendió el equipo de sonido, que
era el de las fiestas, y Mariela carraspeó entre algunos
acoples antes de empezar:
—Ante todo, gracias por venir —dijo. No hacía falta
que se presentase: todos la conocían—. Uno de nues-
tros alumnos está en terapia intensiva en el hospital
del pueblo. Sin diagnóstico. Y otros dos descubrieron
una posible causa de la enfermedad que tiene.
—Yo lo que te quería plantear era por qué dejaste so-
los a los chicos el otro día —interrumpió una mujer de

155
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

saquito entallado color pastel y los labios pintados con


brillo—. Ni siquiera llamaste al preceptor… Mi hija me
dijo que los dejaste solos un montón de tiempo.
Patsy hizo una mueca de orgullo. Pedro la miró como
si la quisiera fulminar.
—Enseguida vino el profe de Gimnasia a quedarse
con ellos. Además son grandes, señora, no creo que se
hayan puesto tan mal con mi ausencia. Yo preferí ente-
rarme qué era lo que estaba pasando afuera, con Alexis
—dijo la profesora.
Arriola se despegó de la pared en la que estaba recli-
nado:
—Alexis está mal alimentado, como el cuarenta por
ciento de los chicos de este país. Si no fuera por fun-
daciones como las que sostiene ProudSeed, la pasarían
muchísimo peor. Se morirían de hambre.
Los presentes se quedaron callados. Mariela se puso
más nerviosa; entendía que estaba perdiendo terreno.
—Eso puede ser también, pero yo creo que tiene más
que ver con el trabajo que hace Alexis cuando no viene al
colegio. Él es un bandera, él marca los límites de los cam-
pos. ¿Y si lo enfermó el pesticida ese que tiran los aviones?
Todos los presentes se volvieron a mirar a Brizuela.
El hombre les devolvió la mirada, de lo más tranquilo.
—Si el Vergel fuera venenoso, todos los otros bande-
ra estarían enfermos, ¿o no? Yo no escuché que se que-
jase ninguno.

156
Brizuela miró de reojo a la madre del Indio Zabala.
La mujer se mordió los labios y no dijo nada, aunque
empezó a llorar sin poderlo evitar.
Ese fue el límite para Pedro, que se levantó y dijo:
—¡Yo estuve enfermo también! Cuando estuve de
bandera en el campo de Brizuela.

157
27

Los vecinos del pueblo, la directora, los chicos,


Mariela, todos miraron a Pedro como si no lo conocie-
ran. Asombrados.
Pedro parpadeó con el flash de la foto que le sacó la
mujer del teleobjetivo.
Encaró a los presentes y siguió contando, casi a los
gritos porque no tenía micrófono:
—Yo fui a reemplazar a Alexis un día que él se des-
compuso. Me bañaron con ese Vergel.
El padre de Pedro lo miraba aturdido, acariciando a
Fleco como si fuera un zombi. ¿Su hijo en el campo de
Brizuela?
—Estuve toda una tarde. Y cuando volví a mi casa tenía
ganas de vomitar, me mareaba, me picaba todo el cuerpo…
Brizuela se rio fuerte. Una risa falsa, de Papá Noel de
shopping.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

—¡Habrás comido muchas golosinas, gringuito!


—¡Usted me vio! —gritó Pedro señalándolo—. ¡Usted
me llevó en la F-100 con los otros! ¡Estaba Zabalita!
—Decís cualquier cosa. Yo en mi vida te vi en mi
campo. Y el chico Zabala hace mil años que no viene a
trabajar. Se habrá fugado de la casa.
—Mi hijo está internado en Bellavista… —murmuró
la madre del Indio.
Brizuela dio unos pasos hacia ella, pero Arriola, más
inteligente, le dio un codazo y se volvió hacia la señora:
—Inés, tu hijo es adicto al pegamento. Por eso está
internado, no mientas.
La mujer lloraba, silenciosa. Arriola le alcanzó un pa-
ñuelo. Les habló seguro a los presentes, mientras pal-
meaba el hombro de la mujer:
—ProudSeed tiene una granja cerca de Rosario para
tratar adicciones. Inés pidió ayuda para curar a su hijo.
—¡No es verdad! ¡Fleco también está enfermo! —in-
sistió Pedro.
—¿Quién es Fleco? —dijo Arriola. Pedro mostró al pe-
rrito, pero no logró la credibilidad que esperaba. Algu-
nos padres se rieron por lo bajo.
El papá de Patsy levantó la mano.
—Yo soy gerente comercial de ProudSeed. Sé de la
calidad de sus propuestas, su cuidado por la ecolo-
gía, las ayudas que dan y el programa “Soja contra el
hambre”, que se encarga de repartir soja a las escuelas.

160
Ustedes mismos, Mariela, ayudaron con el curso acá en
el centro cultural. Y su propio marido trabaja con no-
sotros. Ahora muerden la mano que nos da de comer a
todos por las fantasías de un chico.
La gente empezaba a murmurar. Había opiniones
encontradas.
La madre de Lucas preguntó, bastante tímida:
—¿Qué tiene que ver ProudSeed? ¿Qué es el Vergel,
qué tiene?
—¡Es un veneno! —estalló la madre de Zabala—. ¡Mi
hijo está enfermo por eso!
—El Vergel es un pesticida. Lo fabrica ProudSeed
—explicó Pedro.
Su padre lo escuchaba con la boca abierta.
Arriola intervino, poniendo paños fríos:
—ProudSeed es amigo de este pueblo. Lo sacó ade-
lante a fuerza de donaciones cuando el Estado lo aban-
donó. Por favor, no nos dejemos llevar por conjeturas.
Miren por esa ventana. Vean a sus hijos jugando en los
juegos de su escuela, que les donamos nosotros.
Todos miraron por la ventana, pero no vieron lo que
esperaban. Los chiquitos no estaban jugando: rodeaban
alborotados la chata de los agricultores bolivianos, que
venía llena de gente en la caja. También había una es-
tanciera con pinta de transporte escolar, llena de niños.
Entre ellos venían Alicia y Horacio. Parecía una peque-
ña hinchada de fútbol.

161
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Esa gente bajó y ganó el salón de actos, mientras


Mayra y su primo Fredy ayudaban a la abuela a des-
cender de la cabina.
—¡Pero qué es esto! —se asustó la directora.
Mayra entró corriendo y agarró el micrófono de la
mano de la profesora Mariela.
—¡Venimos de Kilkenny! ¡Esta gente sabe de los efec-
tos del pesticida!

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28

La gente de Las Arquillas hizo lugar en el salón


de actos. Los vecinos de Kilkenny ocuparon las sillas
que les tendían.
Algunos no estaban bien. Había un adolescente con
la cara manchada de púrpura. Un hombre caminaba con
muletas. Un grupito familiar de norteños, de pelo muy
negro y ojos rasgados, avanzaba despacio entre los asien-
tos. Uno de los hombres llevaba a una nena de la mano.
Una mujer muy joven traía a un chiquito en brazos,
uno que tenía el tamaño de un nene de seis años, pero
el aspecto de un bebé. Hasta babero tenía.
Mayra dejó el micrófono en manos de Mariela para
ayudar a la mujer a sentarse junto a su tatay. La vieja ya
estaba en la primera fila con Fredy, que la escoltaba de pie.
La mujer de la cámara disparaba su flash, registran-
do el encuentro. Hasta los nenes del patio se acercaron

163
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

al salón y ahora miraban todo en silencio, con los ojos


muy grandes.
—¿Falta mucho, ma? —dijo de repente Agustín, el
hermanito menor de Lucas. Su voz era muy chillona,
así que lo escuchó todo el mundo. Estaba transpirado.
Tenía siete años y era muy travieso.
—Tranquilo, Agus, sentate acá conmigo —dijo en un
murmullo su mamá.
—Esto es una payasada —se burló Brizuela.
Nadie le contestó. Ordóñez y Arriola estaban impre-
sionados a su pesar por el desfile de gente doliente.
Pedro se volvió a sentar junto a su padre. Le sonrió a
Mayra para darle ánimos.
Mayra le devolvió la sonrisa. Y luego enfrentó a los
presentes:
—Fuimos a Kilkenny esta madrugada, a buscar testi-
gos de lo que hizo allá ProudSeed. No sé si todos saben,
pero allá cosechaban unas frutillas que después ven-
dían por todo el Litoral.
—Nosotros las cosechábamos —saltó uno del grupi-
to. Era el hombre renegrido y fibroso que llevaba a la
nena de la mano. Ella no lo soltaba, levantaba la cabeza
como siguiendo el sonido de las voces.
—Bolivianos —dijo Brizuela, despectivo.
—Sí, señor. De Copacabana.
—Vienen al país, tienen trabajo y encima se quejan.
Hay que ver.

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El hombre agachó la cabeza.
Entonces, la nena le tocó el brazo.
El hombre levantó la vista que ella ya no tenía y la cla-
vó en Brizuela para seguir hablando, con voz más firme:
—Trabajábamos las frutillas, nosotros. Hasta que vi-
nieron los de ProudSeed y nos vendieron una semilla
que parecía de frutilla, pero que era otra cosa. También
nos vendieron el Vergel. Las plantas crecían muy rápi-
do, es verdad. Pero el pesticida mataba todo alrededor.
Mató árboles, mató nuestros animales también. Y a la
niña, la hija mía, que estaba jugando con un bidón va-
cío, la dejó ciega.
Todos miraron a la nena que el hombre tenía toma-
da de la mano. Recién se daban cuenta de que esa cria-
tura no veía.
La madre de Lucas se puso blanca. Hubo murmullos
espantados.
Arriola se acercó a Mayra, le palmeó los hombros y le
sacó el micrófono. Suspiró condolido, antes de hablar:
—Créame que lo siento, señor. Es una pena lo que le
pasó a su hija. Pero hay ciertos cuidados que se tienen
que tomar para trabajar con estos productos. En nin-
gún lado dice que se pueden manipular sin protección.
—En el campo de Soria, a mí me daban el bidón pe-
lado para que fumigue nomás con la mochila —inter-
vino enojado el hombre de la muleta—. Ni guantes me
daban, ni barbijo, ni nada. Tuve que dejar porque era

165
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

irrespirable, se me cerraba así la tráquea y me agarró


diabetes… Es muy malo, el bidón dice que es biodegra-
dable, pero es mentira.
Arriola estaba transpirando. Pero igual seguía firme
en su postura:
—Entiendo, pero la diabetes es genética, no puede ser
por el producto. Además, en el caso del señor de Copa-
cabana, que no dijo nunca su nombre, ¿en qué cabeza
entra dejarle jugar a un niño con el envase de un agro-
químico?
—Los bandera también son niños —dijo la abuela de
Mayra, con serena majestad.
Al oírla se hizo un gran silencio en la sala. Mayra le
quitó el micrófono al hombre de ProudSeed y estiró el
cable al máximo, para acercárselo a su tatay.
La vieja se incorporó y miró tranquilamente a todos
los presentes. Era una mirada especial, que llegaba has-
ta el fondo de cada uno.
Después acercó sus labios al micrófono y dijo:
—Todo lo que la trate a la tierra como si fuera una
máquina es malo. La tierra es la que nos sostiene, pues.
Si la apuramos, si la arrebatamos, queriendo que nos
dé cosas, entonces la estamos matando. Tirarle veneno
a la tierra, hacerle parir semillas que no son de la natu-
raleza, es ofenderla. Es un peligro.
La vieja señaló a los niños. Agustín, el hermanito de
Lucas, la miró parpadeando desde el regazo de su mamá.

166
—Ellos son nuestras semillas. Semillas de hombres,
semillas de mujeres. Si les damos veneno de comer, si
les aturdimos la esencia, ya no serían los mismos.
Mayra y Pedro la escuchaban absortos. Alicia y Hora-
cio aprobaban las palabras de la abuela con movimien-
tos de cabeza.
—En las verdaderas semillas está la vida. En la tierra
que da árboles, en el sol, en el agua, en la paciencia.
Todo lo demás no importa. Importa la siembra, la espe-
ra, la cosecha. Importa esa rueda, esa vida larga.
Pedro empezó a aplaudir. Y como una lluvia de agua
pura, la gente del salón de actos aplaudió también,
aprobando las palabras de la vieja.
Brizuela perdió el control. Arriola se dio cuenta y ca-
minó rápido hacia él, para evitar que dijera cualquier
cosa, pero llegó tarde. Señalando a la abuela, el corpu-
lento empresario tronó:
—¡Seguí con tus cuentos de hadas, vieja bruja! ¡Ya los
quiero ver cuando se mueran de hambre, esperando por
la tierra! ¡Ustedes piensan en ustedes, nomás! ¡Hay fa-
milias enteras en el mundo que comen de nuestra soja!
—Eso no es cierto —dijo una voz desconocida entre
el gentío—. A la soja de acá la usan para el forraje de los
cerdos en Europa.
Era la mujer de la cámara de fotos. Ella se acercó has-
ta la abuela, sorteando a la gente con cierta elegancia
cansada, y le tendió la mano. La abuela se la estrechó,

167
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

segura de que iba a ayudar, y luego le concedió el mi-


crófono:
—Me llamo Romina Barnator, soy periodista.
Mayra y Pedro intercambiaron una mirada victoriosa.
Los ojos marrones de Mayra brillaban como dos peque-
ños soles. Estaba hermosa. Pedro sintió unas ganas locas
de correr hasta su amiga y besarla, pero cuando estuvo a
punto de levantarse y hacerlo, ella le señaló el grupo del
club El Progreso, para que no se perdiera detalle.
Y lo que estaba pasando era imperdible: Brizuela,
Arriola y Ordóñez, al escuchar la palabra periodista, se
habían replegado y permanecían los tres muy juntos,
casi parapetados tras la estatua de Roca. Faltó que se
dieran la mano.
Romina Barnator enfrentó a todos los presentes. No
usaba maquillaje, estaba vestida con un jean, unas bo-
tas viejas, camisa y chaleco. Parecía muy sencilla, pero
irradiaba fortaleza y seguridad:
—Vengo cubriendo casos como este en todo el país.
Visité pueblos en Chaco, Misiones, Santiago del Estero,
y pude comprobar de primera mano que el uso de estas
semillas mutadas, que son organismos genéticamente
modificados para resistir el Vergel, es letal. El Vergel no
mata solamente las malezas, sino que directamente es
un biocida.
—¿Y eso qué es? —preguntó Agustín, con su voz in-
creíblemente alta y finita. Todos se volvieron a mirarlo:

168
estaba sucio de pasto y tierra porque había jugado en
los juegos del patio hasta cansarse.
Lucas, entre sus compañeros de segundo año, se
agarró la cabeza.
Su mamá trató de que Agus se callara, pero Romina
Barnator se hizo cargo de la pregunta.
—Bio-cida. Es un asesino de la vida.
—¿Quién es el asesino? —dijo Agustín, un poco
asustado.
—ProudSeed —gritaron Pedro y Mayra al mismo
tiempo.
—¿ProudSeed? ¿El que nos dio los juegos? —exclamó
el nene, con los ojos cada vez más abiertos.
—Sí —dijo Mariela.
Lo que hizo Agustín entonces fue inesperado. Salió
corriendo, pero todos lo vieron reaparecer en el patio,
a través del ventanal. Se arrodilló junto al tobogán, tra-
tando de desatornillarlo con sus manos nerviosas.
Y como no pudo, les gritó a todos con una voz que
desafiaba la barrera del sonido:
—¡Ayúdenme a sacarlos! ¡Yo no quiero a los biocidas
en mi escuela!

169
29

Mayra se despidió de Alicia y de Horacio, que lle-


vaban a sus niños de regreso a La Victoria. Recuperó su
bicicleta —estaba estacionada en el patio— y la llevó
esquivando a la gente agrupada, que se había hecho
más numerosa porque se habían sumado los agricul-
tores independientes y los trabajadores de la munici-
palidad. Los juegos donados por ProudSeed estaban
apilados en prolijo montón a un costado.
Fredy la esperaba con la abuela ya instalada en la
cabina.
—¿Qué haremos con la gente de Kilkenny, Mayra?
No logro que me hagan caso, que se vuelvan a la camio-
neta para llevarlos de regreso.
Mayra paseó la vista alrededor. El padre de la niña
ciega tenía una charla a grabador abierto con Romina
Barnator.

171
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

La abuela, como siempre, zanjó la cuestión con una


respuesta contundente.
—Fredy, usté se queda para llevar a esa gente a su
casa. Mayra y yo nos vamos en la bicicleta, que así no
reniega su padre.
El primo se resignó a esperar. La vieja sacó un billete
grande de entre su rebozo.
—Así se compra algo para comer —le dijo, guiñando
un ojo.
Fredy la besó ruidosamente.
—Ya basta de alharaca, y mejor me ayuda a subir a
este armatoste.
Mientras Fredy y la abuela esperaban para subir a la
bici, Mayra se acercó hasta donde Romina conversaba
con los damnificados de Kilkenny.
Tomó buena nota de las preguntas que hacía, sencillas
y nunca invasivas, delicadas pero sin embargo profundas.
Cuando terminó, Romina retrató a sus entrevistados jun-
to a los juegos desmantelados y los despidió con un beso.
Mayra la saludó tímidamente.
Romina la estudió con sus ojos despiertos.
—Vos sos Mayra Quispe.
Mayra se ruborizó, feliz de que ella supiera su nombre.
—Sí.
—Vos llamaste a Canal 9.
Mayra volvió a asentir:
—Sí, llamé al programa de Melania Fuentes.

172
Romina soltó un bufido que parecía una risa, mien-
tras buscaba su paquete de cigarrillos en un bolsillo
del chaleco.
—Esa no sale nunca de su cueva, a menos que la trai-
gas con el vestuarista y el maquillador. Y que le pagues,
por supuesto.
Le sonrió a Mayra, que había puesto cara de des-
consuelo.
—Pero bueno, yo vine. Esto es importante, de verdad.
Y creo que lo manejaste muy bien.
Los ojos de Mayra volvieron a brillar, esperanzados.
—¿Usted cree que los de ProudSeed se van a ir?
La mujer encendió el cigarrillo con un chasquido de
su encendedor plateado.
—No —respondió, exhalando el humo—, seguro en-
cuentran la manera de quedarse. Siempre hay una dis-
tracción, y la gente se olvida.
Mayra la miró con desaliento. Romina le palmeó el
hombro.
—Pero bueno, para eso estamos los periodistas. Para
que no se olviden.
—Los periodistas de verdad… —dijo Mayra.
—Entendés muy rápido, Mayra Quispe. Te voy a dejar
mi tarjeta, por si querés seguir esta lucha que se te viene.
Romina sacó una tarjeta, mientras sostenía el ciga-
rrillo con los labios apretados.
—No fume, hace mal… —dijo Mayra.

173
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Las miradas de las dos se encontraron. Romina aga-


rró el cigarrillo, lo tiró y lo pisó con sus botas gastadas.
—Es verdad. Lo tengo que dejar —murmuró. Y des-
pués le dio su tarjeta.

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30

—¡No sabés lo que fue la reunión, Alexis! ¡Impre-


sionante! Al final, cuando el hermanito de Lucas quiso
sacar los juegos nuevos, los que regaló ProudSeed, sali-
mos todos. Todos menos los del club, te imaginás. Y fue
una fiesta. Ahora hay cámaras por todos lados, no sabés
lo que es el pueblo. Vinieron de Crónica TV, de Canal 7,
de todos lados. Somos famosos, ja.
—Yo sabía que íbamos a terminar saliendo antes en
los policiales que en los deportes —dijo Alexis, sonriendo.
Apenas si se le entendía; hablaba muy bajito. Pedro
nunca lo había visto tan débil, pero al menos la fiebre
lo había dejado en paz, estaba recuperando su humor y
ya no estaba conectado a ese respirador tan espantoso.
Servando, desde la ventanita redonda de la puerta,
los miraba. Los médicos no dejaban que hubiera más
de una visita por vez, y él se había retirado para que

175
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro pudiera hablar con su gurí, contarle todo, ani-


marlo. Soñaba con que la charla del amigo lo mejoraría,
que sería el anuncio de que pronto tiraría las sábanas y
se levantaría de un salto, como si todo no hubiera sido
más que una horrible pesadilla.
Mientras tanto, Pedro seguía contándole a Alexis que
la reunión en la escuela había sido un éxito. Que los del
club El Progreso andaban de capa caída, medio escon-
didos, que Brizuela se había ido del colegio a los gritos
pero que varios lo habían abucheado, incluido su papá.
—No sabés mi viejo, Alexis, la rompió toda, mi viejo.
Se le plantó adelante cuando el tipo salía empujando a
la gente y lo miró a la cara. “Rogá que mi pibe no ten-
ga nada, gordo, porque te juro que lo vas a lamentar”,
le dijo. Brizuela amagó como para empujarlo, pero se
achicó. Yo nunca lo había visto así a mi viejo. “Dejame
pasar, gringo”, le dijo Brizuela, pero no fue una orden,
fue como que le pedía permiso, ¿viste? Y mi viejo se co-
rrió despacio y lo siguió mirando hasta que se subió a
la camioneta y se fue. Yo me volví loco, casi corro a dar-
le un abrazo, como si hubiera hecho un gol.
—¿Y tu mamá? —preguntó Alexis.
—Mi vieja ni apareció, ja. Qué sé yo.
Pedro pensó en Fleco, al que había adoptado mientras
esperaban que Alexis se recuperara. Le había preparado
una camita con una vieja bañera de plástico que había
encontrado en el galpón, antes de ir al hospital. Estaba

176
seguro de que cuando su mamá lo viera iba a poner el gri-
to en el cielo, pero no quería dejarlo librado a su suerte.
Alexis volvió a moverse en la cama, pero no dijo
nada. Pedro, que ya había aprendido, empapó una gasa
con agua fresca y se la pasó por los labios resquebraja-
dos. Después se quedó un largo rato callado, mirándolo.
—¿Cómo está Fleco? —susurró Alexis.
—Vos no te preocupes. Se va a curar.
—Dicen que él también tiene leucemia…
—No. Es distinto, él es un perro.
Alexis suspiró.
—Vos sos medio perro, jugando a la pelota… Pero
qué va’ ser… Va a haber un solo pibe de Las Arquillas en
la Selección.
Pedro sintió que los ojos se le llenaban bruscamente
de lágrimas. Un dolor terrible, que tampoco había vivi-
do nunca.
—No… Yo no quiero Selección, no quiero nada si no
estás vos, Alexis.
Alexis se quedó muy quieto, mirando el techo.
—Ahora hay muchas cosas nuevas —insistió Pe-
dro—. Te vas a curar, ya vas a ver.
Alexis volvió la cara hacia la pared. Pedro le agarró
la mano, y su amigo no lo rechazó. Se quedaron los dos
en silencio, muy en calma, hasta que Alexis se durmió.
El enfermero pasó sin detenerse, quedaban tres mi-
nutos de visita.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Pedro se levantó, cuidando de no despertar a su ami-


go. Miró para todos lados y cuando se aseguró de que
nadie lo veía se agachó y le dio un beso en la frente,
cortito.
—Curate, dale, no seas boludo —dijo, muy despacio.
Entonces sí se fue, apretando la mandíbula para que
don Servando no lo viera llorar.

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31

Pedro y su papá volvieron bastante tarde. Dejaron


a Servando en la casa de al lado, después de llenarle la
heladera de víveres y prometerle que volverían a bus-
carlo al día siguiente, para ver cómo seguía su hijo.
La madre de Pedro había llegado ya de su trabajo y
estaba haciendo la comida. Pollo con arroz.
El padre la saludó con un beso que ella no le devolvió
y le contó las novedades de la reunión, mientras Pedro
pasaba directamente a su cuarto, donde había dejado a
Fleco en su cucha improvisada.
Encendió el velador. El perro apenas si respiraba: le
acercó el agua y el pobre bicho pasó la lengua por la su-
perficie del tazón.
—¿Te duele, amigo? —preguntó Pedro. Tenía muchas
ganas de llorar, no veía la hora de que fuera de noche
para que nadie lo viera hacerlo.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Le acomodó la manta que le había buscado y se que-


dó sentado en el suelo, rascándole la cabeza, hasta que
su mamá entró en su habitación y lo descubrió.
—¡Qué hace ese perro acá! —exclamó, después de
prender la luz.
—Se está muriendo, mamá —dijo Pedro. Y se largó
a llorar con todas las lágrimas que se había aguantado
hasta entonces.
La madre apagó la luz grande y se sentó junto a él.
Quiso abrazarlo pero Pedro la esquivó y lloró solo. Su
mamá también lloraba, pero en silencio.
Cuando Pedro se quedó por fin sin lágrimas, ella se
atrevió a hablarle.
—¿Por qué fuiste al campo de Brizuela, Pedro?
—Porque Alexis no podía ir.
—¿Cómo se te ocurrió meterte ahí? A la noche no
puedo dormir de pensar que te pase lo mismo que a tu
amigo.
Pedro la miró a la cara.
—Yo qué sabía. Quería los botines nuevos. Quería ir
con Alexis a jugar a la Selección…
Su voz se quebró otra vez.
—Tengo miedo que se muera Alexis, mamá. Yo lo
quiero a él, y la quiero a Mayra… Yo los quiero a los dos,
entendés…
—Lo pusiste en tu bañadera.
—¿Eh?

180
—Esta es tu bañadera, la primera que usaste cuando
eras bebé.
Pedro se limpió las lágrimas, sonriendo a su pesar.
—Era un renacuajo para entrar ahí.
La madre lo agarró de los hombros.
—Yo no quería que te fueras a probar a River por-
que, bueno, porque no quería que te fueras de casa tan
pronto. Yo quería que estudiaras algo en Santa Fe y que
vivieras en Las Arquillas, como hicieron mis viejos, y
los abuelos y los bisabuelos Böhl.
Pedro la miró, un poco asombrado:
—¿Vos pensabas que iba a quedar en River, entonces?
La madre le sonrió entre el llanto, convencida.
—Y claro. Si sos el mejor jugando, lo dice todo el
mundo.
Pedro sintió que un sol le nacía dentro del pecho.
Su mamá le acarició la cabeza.
—Está bien que quieras a tus amigos. Está bien que
te pruebes en River, está bien…
Pedro abrazó a su mamá, y ella le devolvió el abrazo.
Por primera vez, en mucho tiempo, pudieron compartir
algo, los dos juntos.

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32

Mayra y la abuela llegaron a la casa cuando el sol


caía sobre los campos de frutillas. La vieja estaba en-
cantada de ir en el asiento de atrás, bien prendida a la
cintura de su nieta, levantando las alpargatas al paso
del camino.
—¡Alalay! —gritaba contenta, a cada rato.
Mayra, sin dejar de disfrutar el momento, estaba
preocupada por lo que se vendría.
Efectivamente, ni bien pusieron un pie en la cocina
Loreley le avisó a su hermano que estaban de vuelta. El
padre salió de su pieza ajustándose el cinturón, y por
un momento Mayra pensó que iba a pegarle.
—Vieja, vaya para el galpón.
—David, no la tomes con la niña, ella…
—Vaya, abuela, que no la quiero faltar.

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Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

Mayra la miró y le dijo, con una seguridad que no sentía:


—Vaya nomás, tatay. Yo voy a hablar tranquila con el
padre.
La abuela los miró bien a los dos y se fue renguean-
do, sin rechistar.
Mayra suspiró fuerte y encaró a su papá.
—Le quiero pedir disculpas por desobedecerlo, papá.
Pero si no iba yo al pueblo, la reunión no hubiera servi-
do tanto.
—¿Anda noviando, Mayra?
Mayra se sonrojó. Por su cabeza pasaron Alexis y
Pedro. Sabía que algo le estaba pasando con esos chi-
cos, pero no estaba noviando.
—No, papá.
El padre escondió un gesto de alivio, pero enseguida
volvió a la carga.
—¿Qué tanto tiene que importarle este pueblo, Mayra?
¿No ve cómo nos miran, con desprecio? Nunca vamos a
ser de aquí, para ellos somos menos.
Mayra tragó saliva. Pensó en Patsy Ordóñez y estu-
vo a punto de darle la razón a su padre. Pero recordó a
tiempo a Alexis, a Pedro, a la profesora Mariela. Y en-
tonces encontró las palabras que le quería decir a su
papá, desde hacía mucho tiempo:
—Papá…, amigos hay en todos lados. Y la tierra que
trabajamos es la de acá, de Las Arquillas. Entonces, tam-
bién somos de acá. De Bolivia y de acá.

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El padre se sentó a la mesa de la cocina. Parecía más
viejo, más reducido que antes. Mayra sintió un rama-
lazo de ternura que la llevó a tomar una mandarina y
a pelársela, como hacía él mismo cuando ella era muy
chiquita y eran recién llegados.
El hombre aceptó la mandarina que le tendía, y la
miró a los ojos:
—¿Usted se va a ir, Mayra? ¿Se va a hacer leída y se
va a olvidar de su padre?
Mayra tomó un gajo dulce y se lo llevó a la boca. Es-
taba riquísimo.
—Yo nunca lo voy a olvidar, papá.
El padre comió lentamente la mandarina. Mayra vol-
vió a suspirar, aliviada, y se levantó para lavar las tazas
que su tía Loreley había dejado abandonadas en la pile-
ta de la cocina.
—Esas semillas de ProudSeed, ¿se recuerda? —dijo el
hombre con voz ronca.
—Sí, papá.
—Se las he devuelto sin abrir. Si hay mala hierba, las
sacamos con el rastrillo, nomás.
Mayra sonrió sin volver la cabeza.
La abuela entró a la cocina, como si hubiera escu-
chado todo, y besó al padre como si fuera un niño chico.

185
Epílogo

Durante los meses siguientes el pueblo estuvo


convulsionado. Todos los días aparecía un caso nuevo;
un chico, un viejo, animales que enfermaban de pronto.
O bien pobladores que estaban enfermos desde antes,
y que recién ahora se animaban a denunciar lo que les
ocurría. Los periodistas que habían llegado de Rosario y
de Buenos Aires ya se habían ido, pero Romina Barnator
volvía todo el tiempo. Era común verla cruzar el pueblo
de punta a punta, con sus grandes zancadas nerviosas.
Ella misma sacaba las fotos de sus entrevistados, den-
tro de Las Arquillas o en los campos vecinos. Mariela
decía que la periodista estaba preparando un libro, y
que ese libro daría mucho que hablar. Alfredo, además,
había renunciado a su cargo en ProudSeed. Había pues-
to un pequeño estudio de contaduría, había tomado
horas de Matemática y de Contabilidad en un par de

187
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

colegios, y además daba clases particulares: para sor-


presa de Mariela y de él mismo, le encantaba enseñar.
A pedido de Pedro y de Mayra, Romina Barnator ha-
bía hecho otra investigación: les había conseguido la
dirección y el teléfono de la mamá de Alexis, que es-
taba en Rosario. Alexis aún no la había llamado, pese a
que sus amigos le insistían. Se tomaría su tiempo. Que-
ría estar bien para recibirla: estaba seguro de que ella
vendría a verlo.

Mayra y Pedro se encontraron en la plaza, frente a


la municipalidad. Ya no había móviles de televisión
estacionados en la puerta, como unas semanas atrás.
Adentro sesionaban los concejales. Todos sabían que
muchos de ellos eran sojeros, pero el horno no estaba
para bollos, como decían los viejos: por un buen tiempo
nadie se animaría, con el revuelo que se había armado,
a seguir respaldando a ProudSeed.
—Ves por qué me gustaría ser periodista, Pedro —le
dijo Mayra de pronto, señalándole a Romina Barnator
que justo en ese momento salía de la municipalidad—.
Yo quiero ser como ella. Estar donde hay que estar.
—¿Ya no querés ser como Melania Fuentes? —le pre-
guntó Pedro, cargándola.
Mayra lo empujó con el hombro. Sonrió.
Pedro le devolvió la sonrisa. Andar de un lado para
otro con Mayra le daba mucho gusto. Era cálido estar

188
cerca de ella, sentir que lo aprobaba. Le pasó un brazo
sobre los hombros y ella lo abrazó por la cintura.
Pensó en que si no se convertía en un futbolista pro-
fesional también él podría ser periodista, o concejal de
los que no se vendían a ProudSeed, o por ahí médico,
para saber cómo curar a gente como su amigo. Dejó que
la vista se le perdiera en el cielo y vio pasar, a lo lejos, la
estela de un avión.
Caminaron rumbo a la casa de Alexis, que estaba
bastante recuperado, aunque cada tanto tenía accesos
de tos y todavía caminaba lento, inseguro. Él les sonrió
sentado en la pared baja, donde los estaba esperando.
Mayra le dio un beso y le tomó la mano. Pedro lo agarró
del brazo libre. Alexis los aceptó con calma. Sin hablar, los
tres caminaron muy juntos hacia el balneario viejo.
Al llegar, como siempre que iban, se detuvieron fren-
te a la tumba de Fleco.
Mayra se inclinó y sacó las hojas marchitas de las
flores que crecían sobre el montículo. Alexis prefirió no
mirar, caminó despacio hasta el álamo y se sentó con
la espalda apoyada en el tronco, la vista perdida en el
horizonte. Pedro se sentó a su lado.
Mayra se acercó a sus amigos y sacó una bolsita de
tela de su mochila.
—Son semillas de álamos. Semillas de verdad.
Como decía su tatay, solo si plantaban muchos ár-
boles la madre tierra de Las Arquillas empezaría a

189
Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez

recuperarse. Los árboles guardaban la memoria de las


ofensas de los hombres. Pero también sabían perdonar
si se los amaba, si se les daba la oportunidad de invitar
el sol a la tierra con sus ramas extendidas.
Plantaron las semillas, las regaron con agua mineral
y estuvieron así, oyendo al viento entre las hojas del
álamo, disfrutando los retazos de luz que se dibujaban
sobre el pasto. Había esperanza para el pueblo, pero
tendrían que luchar.
Sabían que tendrían que tomar decisiones, que quizás
un día se irían de Las Arquillas, sabían que el amor los
rondaba, porque eran jóvenes y sus corazones estaban
ávidos.
Si había algo importante que los tres habían enten-
dido, era que valía la pena defender la tierra, porque
era lo que más importaba. Era lo único, entre todas las
cosas del mundo, que podía regalarles vida nueva.

190
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Los bandera
Laura Ávila y Mario Méndez

“Pero era un amigo fiel, y ahora se


sentía mal por haberlo metido en
este asunto de los bandera”.
Pedro y Alexis juegan al fútbol en el equipo de su pue-
blo. Pedro sueña con triunfar en un club de primera
y por eso se enoja cuando Alexis falta a un partido
importante. Mayra, su mejor amiga, también se ex-
traña por la ausencia. Los dos se unen entonces para
averiguar qué le pasó. En ese camino descubrirán una
amenaza que se cierne sobre todo lo que conocen y
que cambiará la vida de los tres.

61095800
ISBN 978-987-545-975-5

www.normainfantilyjuvenil.com/ar

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