A diferencia de lo que piensan muchas personas a mi tierna edad (tal y como diría Gema, mi profesora de Lengua y Literatura), no hay momento más rico que aquél que podemos encontrar entre las páginas de un libro de las famosas y tan rehusadas lecturas obligatorias. Donde otras personas encuentran palabras impuestas, yo deposito mi ambición por conocer aquello que nuestros cuerpos nunca serán capaces de brindarnos y sí, de forma mágica, los libros, esto es, la capacidad de acceder y ser conocedor de un pensamiento, una mentalidad, una visión, una conciencia..., diferente a la nuestra y, a la vez, ser capaces de vernos reflejados en ella y concebirla como nuestra al sentirnos identificados. La capacidad de, a través de nuestra empatía, desvincularnos por unos momentos de nuestras vidas para vivir otra y llevarla con nosotros tal y como si hubiera sido nuestra. La capacidad de registrar todo esto de forma física y con ello hacerlo inmortal. La oportunidad, en definitiva, de tener a nuestra disposición varios mundos: el que estamos creando y el personal. Cuando leemos literatura leemos personas, leemos vida. Eso es a lo que llamamos arte. Aquellos que rehúyen de esas lecturas obligatorias por sus prejuicios desprecian esa oportunidad. Quiero demostrar, a través de mi voz como alumna, que, más que los apuntes, son los escasos contactos directos que tenemos durante el curso con estos libros los que enseñan literatura. Y aprovechar para agradecer a mi profesora por haberme descubierto la literatura de una manera en la que nadie nunca me ha conseguido brindar, por haberme enseñado en cada clase a escuchar lo que la literatura nos tiene que decir y por pensar siempre en darnos esa oportunidad de intimar con la literatura, pues de ella nace el descubrimiento del arte que se encuentra en Cinco horas con Mario. El 7 de mayo de 1966, en carta a su editor, Josep Vergés, Miguel Delibes incluye estas dos líneas: "Estoy terminando mi nueva novela Cinco Horas con Mario. Creo que podré mandártela el mes que viene." Acabamos de presenciar los primeros pasos de una novela distinta. Nos acercamos a ella exclusivamente a través de un monólogo cuya aparente intención es aguardar desesperadamente la imposible respuesta de un cadáver que Carmen nos presenta y que convierte en protagonista de esta historia. ¿Quién diría que un texto narrativo puede engendrar tanta riqueza literaria valiéndose de vastas palabras, de una lengua coloquial pronunciadas por una mujer de clase media como Carmen? Y es que es su propia limitación la que nos lleva a un mundo de una mentalidad opuesta que, con una vitalidad disimulada, se abre paso entre las cadenas de la censura; censura en la que Delibes deposita la personalidad de su obra, convirtiéndola no sólo en una herramienta de trabajo para la creación de su novela, sino que crea en ésta su propia esencia, su propio sentido, que no podría haber sido compatible si a Mario se le hubiera perdonado la vida. Toda una crónica de la España franquista que con viveza se muestra en el grabado de cada palabra, venciendo así el paso de su tiempo al conservarse el recuerdo entre sus hojas. Es así como Cinco horas con Mario pasa a la historia demostrándonos con esto el vigor con el que la literatura sobrevive incluso en los momentos en los que pretende ser enmudecida, pues rara vez se ha esquivado la censura tan hábilmente como Delibes ha logrado; cómo las palabras, en vez de los ojos, se convierten en la ventana no sólo del alma, sino también de la conciencia; cómo la literatura es exponente de la máxima expresión humana y espejo de todo acontecimiento, presente no sólo en la libertad de quien la escribe sino también del que la lee y de quien es capaz de sentirla. Es así como Cinco horas con Mario pasa a la historia demostrándonos con esto el vigor con el que la literatura sobrevive incluso en los momentos en los que pretende ser enmudecida, pues rara vez se ha esquivado la censura tan hábilmente como Delibes ha logrado; cómo las palabras, en vez de los ojos, se convierten en la ventana no sólo del alma, sino también de la conciencia; y cómo la literatura es exponente de la máxima expresión humana y espejo de todo acontecimiento, presente no sólo en la libertad de quien la escribe sino también del que la lee y de quien es capaz de sentirla.