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Útero Vacío
Útero Vacío
Por esa época yo trabajaba en el Juzgado, y era un abogadito recién recibido, imbuido de
mi propia importancia.
128, que me ahorraría esas cuadras hasta la estación de Tribunales, donde tomaba el subte
Once.
Ella subió en la estación de la Facultad de Medicina. Flaca, alta, con el pelo oscuro
tapándole media cara y un montón de libros en las manos de dedos largos y huesudos.
como alas, sobre los jeans, que entonces llamábamos vaqueros, y una camisa a cuadritos,
Casi sin querer eché un vistazo a los libros que se puso sobre la falda. El título y el nombre
del autor me saltaron a la cara, y no pude evitar el respingo: La Náusea, de Sartre. Era
poco sabio, por no decir totalmente estúpido, andar circulando en un transporte público
Alcé la vista y me encontré con sus ojos, grandes y pardos, como los de un cachorro, que
– No nos podemos quedar solo con lo que dicen los comunicados, no te parece?-
cambiarme de asiento, pero esos ojos lo enganchaban a uno , y me di cuenta de que quería
seguir mirándolos.
-¿No es peligroso?- pregunté, y ella me sonrió con una boca ancha y generosa, en un
– ¿Sartre? Hay cosas más peligrosas, y mucho menos bellas– sentenció, y a continuación
– Victoria.
– Como Troilo, mi viejo era fanático – reconocí, y ella se rió, con tintinear de cucharitas
de plata.
Se bajó igual que como había subido, un remolino de pelo suelto y piernas largas,
– ¿Cómo te va, Cartaginés? – saludó, y yo sonreí, feliz, ante ese chiste que sentí privado.
Una tapa colorida asomaba, insolente, entre los apuntes. Elsa Bonnerman y “Un elefante
– Para los pibes de la villa – explicó – Doy una mano en un comedor comunitario, ya
Desde entonces nos veíamos tres o cuatro veces a la semana, en ese tubo rugiente y veloz,
lugar mágico que me desesperaba por alcanzar, caminando deprisa hasta la boca del subte,
bajando las escaleras de dos en dos, hasta zambullirme en ese útero mecánico que me
Hablábamos y reíamos; a veces había incluso pequeños conatos de pelea por lo que ella
Terminaba noviembre cuando le dije que deberíamos tomar algo, animarnos a salir del
– Esto debería ser la vida real, Cartaginés. Ojalá lo fuera. No me gusta mucho lo que hay
ahí afuera.
Insistí, debatí, arguyendo, en esa esgrima verbal que tanto disfrutábamos, hasta arrancarle
un casi sí.
– Me voy a Córdoba unos días, pero en dos semanas vuelvo. Entonces capaz que
exploramos ese “afuera” que vos querés – me sonrió. antes de plantarme un beso en la
Pelo suelto y piernas largas, sonrisa plena, a medida que el subte se alejaba,
Feria, me iba hasta Tribunales y tomaba el subte de vuelta, la cara pegada a la puerta,
buscándola, esperando el reencuentro que no llegaba, y dándome cuenta de que solo sabía
Pasaron meses, después años; empecé a no pensarla durante un par de horas al día, luego
un par de días al mes, y así, hasta llegar a ese estadío de sonrisa melancólica, muy de vez
en cuando.
En febrero del 2005, atravesando la Plaza de Mayo, me crucé con la Marcha de las
Abuelas. No presté mucha atención, pensando en el regalo que le iba a comprar a mi nieta
al salir de mi despacho, inmerso en mi vida, tan lejos de su lucha, porque yo nunca había
tenido problemas.
Pasaba de largo, indiferente, inmune, hasta que los ojos de cachorro y el largo pelo lacio
Y de golpe dejé de ser indiferente, dejé de ser inmune, y me quedé mirando la foto hasta
Y después corrí. Crucé la Plaza, corriendo, olvidado del auto que me esperaba en el
estacionamiento pago, olvidado de mis 52 años, corrí hasta llegar a la boca de Catedral y
Lloré todo el recorrido. Lloré como un chico y como un hombre, lloré porque ella siempre
había tenido razón, y hay cosas mucho más peligrosas y menos bellas que Sartre.
Y porque ahora yo también deseaba que el mundo real fuera ese, nuestro útero mecánico,