Está en la página 1de 65

TEJIDOS

Gobierno del Estado


Marco Antonio Mena Rodríguez
Gobernador del Estado de Tlaxcala

Secretaría de Cultura del Gobierno Federal


Alejandra Frausto Guerrero
Secretaria

Instituto Tlaxcalteca de la Cultura


Juan Antonio González Necoechea
Director general

© Gabriela Conde Moreno

© Primera Edición 2021


Instituto Tlaxcalteca de la Cultura
Av. Juárez 62, Centro, C.P. 90000
Tlaxcala, Tlax., México.

ISBN: 978-607-98940-7-8

Imagen de portada: Malena Díaz


Diseño de portada: Gabriela Conde Moreno
Cuidado de la edición: Jorge Solís Arenazas
Diseño editorial: Eliza Chavero
TEJIDOS

Gabriela Conde Moreno

México 2021
Presentación

La labor editorial del Instituto Tlaxcalteca de la Cultura se


consolida en el año 2020 con la emisión de una convoca-
toria para la publicación de obra terminada, que nos per-
mitió ampliar el beneficio a investigadores y escritores de
diversos géneros literarios y apoyar la difusión de su obra.
Es satisfactorio que jóvenes talentos sean quienes, tras
la deliberación de un jurado, obtuvieron la publicación de
cuentos, ensayos, poesía e investigación cultural, teniendo
como común denominador la calidad de sus textos.
Es el caso de Gabriela Conde Moreno, referente en
la literatura tlaxcalteca actual. Durante varios años escri-
bir ha sido su vocación y su pasión, dando como resul-
tado logros importantes en este ámbito. Su libro Tejidos
es una muestra más de su talento, de su amor por nues-
tro estado, al abordar con naturalidad y fluidez, a través
de memorias históricas el vínculo entre las ciudades de
Tlaxcala y Saltillo.
Esta edición es un reconocimiento a su empeño y
profesionalismo, pero también a su aportación al conoci-
miento de la historia y cultura de Tlaxcala.
De esta manera, unidos los distintos órdenes de go-
bierno impulsan el trabajo creativo, para acrecentar nues-

7
tra riqueza cultural y contribuir con incentivos que, en
tiempos de pandemia, son necesarios para la comunidad
artístico–cultural de Tlaxcala.

Juan Antonio González Necoechea


Director general

8
Hoy viajo a Coahuila y me acordé de esta historia. A los
siete años yo solía ser una estudiante de muy buenas
calificaciones. Un día esto dejó de ser así; en tercero de
primaria me cambiaron hasta el último lugar de la hile-
ra: el pizarrón se volvió para mí una gran mancha verde
de la que sólo apreciaba garabatos amorfos. Una mañana,
la maestra revisó mi libreta; la encontró en blanco y me
cuestionó con dureza. Yo, sin entender mucho, le contesté
que su letra era indescifrable. Algunas compañeras ali-
nearon sus pupitres al lado del mío y leyeron sin proble-
ma lo que, entonces supe, sólo yo tenía vedado.
Mis padres me llevaron al oftalmólogo que me diag-
nosticó una severa miopía y un avanzado astigmatismo.
Cuatro puntos en un ojo, cuatro veinticinco en el otro. La
sentencia fue inutilidad visual —seguramente el doctor
no lo dijo así, “inutilidad visual”; seguramente ese hombre
viejo, lleno de canas, de cuerpo robusto y fuerte, cuya en-
tonación al pronunciar el diagnóstico me hizo pensar en
esos malos actores de las series infantiles que recitan su
único parlamento en el capítulo, usó términos rebuscados
con paliativos, eufemismos médicos que ya olvidé—. Mis
padres se la tomaron muy en serio, así que desterraron los
videojuegos y la televisión de mi vida.
Desde aquel día y hasta que recibí las gafas prescri-
tas, mis hermanos me sometieron a cuestionamientos
diarios con los que intentaban cerciorarse de la calidad
de mi visión. Cuando caminábamos por la calle, cada que

9
encontraban un letrero me hacían retroceder varios pasos,
y así de lejos, me preguntaban qué decía. Mis repuestas
siempre eran las mismas: nada, sólo formas sin contornos
definidos, borrones de colores, trazos que se movían de
un lado a otro. Ellos siempre me volvían a preguntar si
estaba segura. “Es el letrero de un restaurante, dice ‘Co-
mida mexicana’”, me señalaban incrédulos. Fue tal su in-
sistencia que yo misma empecé a dudar del mundo como
lo entendía.
Mi renuncia al paisaje fue consecuencia de lo poco
confiables que eran mis ojos. Cuando yo creía que en la
acera de enfrente había un barco miniatura lleno de ji-
rafas anclado, en realidad había un soso cubo de basura
desbordándose. Antes de saber que tenía miopía, yo me
habría quedado con la idea del mininavío exótico en la
banqueta, pero con el diagnóstico a cuestas, cruzaba la ca-
lle para desilusionarme.
Por esos días me aficioné a los espacios cerrados que
me parecían menos propicios a las decepciones. Me gus-
taba colarme en la bodega donde mi padre almacenaba
miles de cobijas de lana y sarapes multicolores de fibras
como acrilán y algodón. Él exportaba textiles a regiones
de Estados Unidos como Texas y California, e incluso a
Europa. Las semanas previas a un envío grande, cuando
yo volvía del colegio, el ruido de las máquinas de coser pe-
gando etiquetas me llamaba como si se tratara de sirenas.
Entraba a la bodega cuando ya no había nadie. Prendía la
luz. Me recuerdo pasmada frente a las columnas de man-
tas que me parecían torres gigantes de manchas y brillos
coloridos. Corría a escalar las más altas.
En aquel juego no había ningún espíritu de aventu-
ra, quiero decir, no me imaginaba trepando el Everest ni

10
dirigiendo misiones de conquista por el Kilimanjaro; mi
puro afán, más bien, era apresar los colores. Me gustaba
saltar de columna en columna para poder atrapar lo que
a distancia me parecían manchas vaporosas de azules
lustrosísimos, verdes frondosos o rosas intensos. De iz-
quierda a derecha, bloques diferentes de tela sobre los
que yo brincaba de fijación en fijación. Cuando estaba
sobre las cobijas los colores dejaban de ser una bruma y
aparecían definidos. Permanecía un rato sobre el color
alcanzado para después saltar hacia otra torre y disolver
la nube de un lila o un rojo. Reconozco en esta práctica,
además, el germen de mi apego por las texturas: una vez
que había atrapado y delimitado el morado me solaza-
ba con pasar mis dedos por la superficie de lana, como
quien atrapa un caballo salvaje y lo acaricia durante un
largo rato para domesticarlo.
Cuando al fin tuve las gafas, el mundo se presentó to-
talmente nítido para mí. Volver a la bodega de los sarapes
con los lentes puestos no fue una decepción, todo lo contra-
rio: frente a la claridad y armonía con las que se me presen-
taron aquellas formas coloridas y geométricas experimenté
la clase de asombro que debe acompañar la apertura de un
sarcófago egipcio. Comprobar que lo que yo imaginaba be-
llo es tanto o más de lo supuesto me altera el flujo sanguí-
neo hasta la fecha.
Decía que hoy viajo a Coahuila y recuerdo nueva-
mente esta historia, esta historia o el inicio de alguna, la
historia de mi ceguera parcial y los “saltillos”. Así les digo,
“saltillos”. Sabemos que no se llaman así, sino “sarapes de
Saltillo”, pero aquí, en Tlaxcala, si alguien dice “saltillos”
no pasa nada, incluso si se dice sin el contexto apropiado,
por ejemplo, “pásame un saltillo para taparme”, o “voy al

11
centro a comprar un satillo”. No pasa nada entonces, todo
mundo sabe de qué estamos hablando. Pero esta historia,
decía, me viene hoy más fuerte que nunca porque viajo a
Coahuila. A ponerle contornos nuevos a mi vista.

12
Conseguí un vuelo vespertino cuyo cómodo horario supo-
nía que yo podría llegar a tiempo, incluso con pequeñas
adversidades, de Tlaxcala a la Ciudad de México. De cami-
no, en la radio del autobús que me llevaba al aeropuerto,
escuché que en la delegación Venustiano Carranza de la
Ciudad de México se había roto el récord Guinness por
la preparación de la torta más grande del mundo. Me con-
movió el desenfado con que las grandes ciudades se en-
tregan al exceso, celebran la abundancia, la pura potencia:
todo lo que es siempre puede ser más y más y más. Una
torta de sesenta y cinco metros de largo, pensé, la versión
chilanga de Godzilla.
Tlaxcala es el estado más pequeño de la República
Mexicana. Ésa fue la primera lección de geografía que
aprendí en la escuela primaria. Intuyo que esta lección,
sumada a mis problemas visuales, forjó en mí un gusto
por las miniaturas, por la idea de la reducción: en lo dimi-
nuto los contornos se vuelven abarcables. Los tlaxcaltecas
de hace quinientos años se diferenciaban de los mexicas por
la manera en que gobernaban. Mientras los mexicas se
regían por un modelo que podría compararse con la mo-
narquía (un solo “reino” grande tutelado por un soberano),
los tlaxcaltecas se organizaban en altépetls o señoríos pe-
queños e independientes. Células en las que cada señor
lideraba a los suyos. Tlaxcala era una república.
Los registros (¿qué son los registros sino el puro ca-
pricho archivístico?) nos hablan principalmente de cuatro

13
señoríos —Tizatlán, Ocotelulco, Quiahuiztlán y Tepecti-
pac—, pero eran muchos más. Los primeros asentamientos
en Tlaxcala formaron aproximadamente ciento veintisiete
pueblos rurales, de los cuales destacan setenta y seis ya
que, dada su importancia comercial y política, concentra-
ban el mayor número de habitantes. Aún hoy Tlaxcala está
dividido en sesenta municipios; uno de ellos, San Lorenzo
Axocomanitla, mide cuatro punto tres kilómetros y es el
municipio con menor territorio en todo el país. Este gesto
tierno, chistoso (y algo trágico, lo admito) me parece, sobre
todo, un reflejo de esa ensoñación humana que busca en
lo pequeño la perfección que no encuentra a escala nor-
mal. En el fondo todas las utopías son miniaturas.

14
A pesar de salir con tiempo de sobra, hay una dimensión
desconocida en la autopista México-Puebla, el Triángu-
lo de las Bermudas del altiplano, una rasgadura espa-
cio-temporal que consiste en crear contratiempos cuando
vas a tomar un vuelo y volverse ágil cuando no tienes pri-
sa. Aumentos o disminuciones que la razón no entiende.
Estuvimos tres horas detenidos por la volcadura de
un tráiler que trasegaba piñas. Quizá lo del Triángulo de
las Bermudas del altiplano es algo que sólo nos sucede a
los tlaxcaltecas, quiero decir, las fallas al calcular la ecua-
ción de los aumentos o las disminuciones en la distancia,
porque dado el tamaño de nuestra tierra, treinta y siete
minutos en Tlaxcala equivalen a dos horas en la Ciudad
de México.
Llegué minutos antes de que me impidieran abordar,
corrí por el aeropuerto para no perder el avión igual que
corren las protagonistas en las películas.

15
Luz Nieva Aguilar nació en Tlaxcala en 1923. Ella no tenía
muy claros sus orígenes, solía concatenar una serie de su-
cesos divertidos que la enlazaban directamente ya con el
Cid Campeador, ya con Tlahuicole, el guerrero tlaxcalteca
que, preso y encadenado por los mexicas durante las Gue-
rras Floridas, pudo vencer a decenas de adversarios con su
brazo libre. Lo cierto es que ella fue huérfana, sus padres
probablemente murieron en las revueltas posteriores a la
Revolución. Se casó con Vicente Conde Mendieta, obrero
en una fábrica de textiles en Santa Ana Chiautempan y
peluquero de Ocotlán, cuya mayor excentricidad consistía
en pasarse las tardes en el cine Santa Ana viendo pelícu-
las que protagonizaba Rita Hayworth.
El padre de Vicente, don Enrique Conde Téllez, era un
gran aficionado al béisbol. Además, fue un destacado mú-
sico sinfónico quien siempre condenó los gustos fílmicos
de su vástago. Vicente dejaba a su padre con el clarinete
en casa a la espera de que se aparecieran los ángeles para
ayudarlo a tocar, mientras él iba a disfrutar en la pantalla
la belleza terrenal de Rita Hayworth.
Vicente Conde y Luz Nieva fueron mis abuelos. Am-
bos murieron, con un día de diferencia, de un apacible in-
farto cardiaco cuando yo tenía nueve años.
El pasado borroso de una abuela es terreno fértil para
la imaginación de una niña. Además su nombre, Luz Nie-
va, siempre me provocó fantasías asociadas con tundras
en las que ella resultaba la hija perdida de zares rusos. En

16
la búsqueda de los orígenes, la mayoría de los mexicanos
intentamos enlazarnos con castillos europeos o con san-
gre guerrera y temible, aunque por lo general nos forma-
mos más de leyendas que de exactitudes.

17
Los primeros asentamientos prehispánicos en Tlaxcala
se remontan al siglo xiii. Varias tribus nómadas chichi-
mecas que habitaban los llanos de Poyauhtlán peregri-
naron en dos grupos. Unos al norte de Texcoco y otros,
conducidos por el dios Camaxtli, atravesaron la Sierra
Nevada por Amecameca: rodearon el Popocatépetl, pasa-
ron por Contla y llegaron a la sierra de Tepectipac, donde
fundaron el primer señorío en 1380. Este primer señorío
se llamó Texcallac, que significa “despeñadero”. Por co-
rrupción fonética Texcallac, pasó a Tlaxcalli y después a
Tlaxcala, que significa “lugar de las tortillas”.
Yo conocí esta historia desde niña. Mi mamá se ba-
saba en el origen del nombre de nuestra ciudad para jus-
tificar sus arrebatos e indecisiones nominales. Ella nació
un 15 de septiembre, en Contla, otro pueblo sarapero. En
su acta la nombraron “Dolores” por el grito de, pero ella,
a los once años, decidió que no podía llevar ese nombre
trágico. Por “corrección fonética” lo cambió a “Conchita”,
así en diminutivo, porque era su pieza de pan favorito.
Conchita Moreno fue entonces. Con ese nombre se casó
con mi papá, Enrique Conde Nieva, y con ese nombre
firmó mi acta de nacimiento. Cuando encontrábamos
documentos oficiales con Dolores, ella se anticipaba a
cualquier comentario y nos repetía la historia de la nomi-
nación de Tlaxcala. “Nombre es suerte”, enfatizaba. “Es
una actitud mental”, nos decía, “la actitud mental con-
siste en fijarse un destino y concentrarse en él”. Hay una

18
diferencia entre vivir en un lugar llamado “despeñadero”
(o abismo o derrumbe) a vivir en el “lugar de las tortillas”.
“Dolores” versus “Conchita”, “despeñadero” versus “lugar
de las tortillas”.
Claramente, la actitud mental que me marcan mis
ancestros mide su destino en carbohidratos.

19
Durante los siglos xiv y xv Tlaxcala fue una de las culturas
más relevantes de Mesoamérica. El esplendor tlaxcalteca
alcanzó una magnitud tal que cuando Hernán Cortés es-
cribió sobre Tlaxcala, en sus Cartas de relación, la comparó
con ciudades europeas como Génova, Granada y Venecia.
Emparejado a este auge tlaxcalteca, Tenochtitlán inte-
gró una triple alianza con Texcoco y Tlacopan para someter
a sus enemigos: Huejotzingo, Cholula y la propia Tlaxcala.
Tlaxcala y Tenochtitlan eran rivales naturales por
su forma diferente de concebir el mundo. Tlaxcala desa-
rrolló un sistema de ciudades-estados que conformaron
una república horizontal, cuyos señoríos eran autóno-
mos entre sí, pero unidos en un senado a la hora de la
defensa; mientras que México-Tenochtitlán funcionaba
como un imperio vertical.
Los aliados tenochcas establecieron un bloqueo co-
mercial con el cual obligaron a Tlaxcala a ser independien-
te. Ya que no podían ir a recoger sal al lago de Texcoco, los
tlaxcaltecas condimentaban los guisos con tequesquite.
Ese rasgo de ingenio y autosuficiencia predomina hasta
nuestros días. La fuerza de la industria textil tlaxcalteca se
fundó, por ejemplo, en el consumo local. Los “saltillos” que
papá exportaba eran los mismos que nosotros usábamos en
casa. O, incluso hoy, la Plaza de la Constitución tlaxcalteca
está rodeada de negocios de comida y cafés de propietarios
locales, quiero decir, en el centro histórico de Tlaxcala no se
encuentra un Starbucks ni un Dunkin Donuts.

20
En la escuela aprendemos que los pueblos indígenas
fueron unos sanguinarios que tupían cráneos con ma-
canas de madera llenas de ángulos filosos de obsidiana.
Esto es cierto, sin duda, pero el entendimiento de la guerra
para los indígenas está lleno de matices.
El arribo de los conquistadores españoles a Tlaxca-
la fue en 1519. Los indígenas tlaxcaltecas, al mando de
Xicohténcatl Axayacatzin, lucharon con ferocidad con-
tra el ejército de Hernán Cortés. Los tlaxcaltecas tenían
un sentido del combate diferente al de los españoles. Por
ejemplo, antes de una batalla, daban de comer a sus riva-
les porque para ellos no tenía el mismo caso ganar con-
tra un rival bien alimentado que contra un rival débil y
hambriento. Tampoco se permitían ningún tipo de ventaja
sobre el oponente. Los tlaxcaltecas fracasaron, entonces,
en sus intentos de combatir a los europeos, quienes no
concebían la batalla de la misma manera.
El pueblo de Tlaxcala vivía acosado por otras ciuda-
des indígenas como Cholula, Tepeaca, Texcoco y Tenoch-
titlan. Tras una serie de intrigas en las que los tlaxcaltecas
pensaron que todos sus enemigos se unirían a los con-
quistadores, decidieron aliarse con los españoles para
derrotar a las ciudades rivales. Tras la conquista, los tlax-
caltecas conservaron su modo de gobierno, y obtuvieron
prerrogativas que los demás indígenas no tenían, como
montar a caballo y vestir pantalones, además de que a los
nobles se les permitió usar el título de “don”. A cambio,
los tlaxcaltecas adoptarían la religión católica como única
y ayudarían en la conquista y pacificación del resto de los
pueblos indígenas. Xicohténcatl Axayacatzin (conocido
como “el joven”) nunca estuvo de acuerdo con la alianza y
fue ahorcado por disposición de Cortés.

21
Xicohténcatl-Huéhuetl (conocido como “el viejo”,
padre de Xicohténcatl Axayacatzin, con quien había go-
bernado el senado de Tizatlán) dio a los españoles varias
doncellas. Una de ellas fue la hermosa Tecuelhuatzi Xi-
cohténcatl, a quien bautizaron como doña Luisa y se casó
con Pedro de Alvarado; marchó con él, junto a una hues-
te de trescientos guerreros tlaxcaltecas, para conquistar
Guatemala, el Salvador, Honduras y Perú.

22
Cuando me propusieron escribir esta crónica fue sencillo
entusiasmarme y olvidé pensar en los retos prácticos del
asunto. Mi primer reparo sucedió hasta que mi compañe-
ro de asiento en el avión, un ganadero regiomontano de
unos sesenta años, me advirtió sobre viajar al noreste de
México en plena canícula.
Quienes vivimos en el altiplano somos unos adve-
nedizos del calor: la temperatura histórica más alta regis-
trada en todo el estado de Tlaxcala fue en julio del 2001,
cuando el termómetro casi reventó con treinta y nueve
grados centígrados; habitualmente los peores calores tlax-
caltecas jamás rebasan los treinta grados.
Mi compañero de asiento terminó pagando la cer-
veza que pedí un tanto apenado por mi cara de susto. “El
calor es una abstracción”, intentó tranquilizarme, “uno
comenta ‘allá hace mucho calor’ pero es un decir, uno no
lo sabe hasta que lo siente”. Y después me miró con la su-
ficiencia de quien ha derrotado por más de seis décadas
a una abstracción. Pedí otra ronda de cervezas con todo
y que la azafata me dijo que estábamos a cinco minutos
de aterrizar.
Si todo viaje es un testimonio del coraje, como se dice
en las grandes crónicas, pensé que el mío sería sobre la
audacia y la bravura para vencer el calor. Al instante me
avergoncé de ese pensamiento y me imaginé a Magalla-
nes sobreviviendo naufragios. Aventureros reales frente a
fatalidades reales. Me bebí de tres tragos la cerveza. No

23
me hallé dispuesta a combatir una abstracción, para qué
perder el tiempo en derrotas inminentes.
El Boeing 747 aterrizó en Monterrey. Nuestro piloto
nos informó con voz sonriente que el vuelo había durado
cuarenta y cinco minutos, “la temperatura, a la sombra, es
de cuarenta y dos grados centígrados”, dijo y luego nos de-
seó feliz estancia.

24
La ciudad de Tlaxcala fue fundada en 1525. Se dividió en
cinco provincias mayores y era gobernada por un alcalde
mayor del que dependían los cuatro senadores de Tlaxcala.
A finales del siglo xvi, el gobierno español elevó la alcaldía
mayor a gubernatura y desapareció el senado tlaxcalteca.
En adelante, los senadores fueron llamados simplemente
alcaldes. Estos, a su vez, nombraron un gobernador indí-
gena, quien junto con los regidores, integraban el Cabildo
o República de Naturales.
Los señoríos se encontraban en la parte alta de Tlax-
cala; la nueva ciudad se fundó abajo, junto al río Zahua-
pan. Un río es el eje de una ciudad. Cuando yo era niña,
alguna vez mi abuela me llevó a una jacaranda a orillas del
río para aventar piedras, “para que se te quite la tristeza”.
No recuerdo si estaba triste, pero sí recuerdo que estuve
muy alegre viendo las pequeñas rocas hundirse o irse con
la corriente. Los ríos ordenan el lugar que atraviesan: se-
guro esa costumbre de las abuelas obedece a la idea de
que el incesante fluir del agua nos pone en nuestro lugar.
Nada más feliz que entender que el mundo sigue más allá
de nosotros.

25
En el aeropuerto de Monterrey tomé un autobús a Saltillo.
Creo que debí empezar esta crónica con una preci-
sión: no sé viajar. Al igual que Chesterton, soy la clase de
persona que cuando va a ver al Papa no ve al Papa por-
que se distrae contemplando a la Guardia Suiza. El evo-
lucionista Jean-Baptiste de Lamarck planteó en su libro
Filosofía zoológica que los organismos vivos fortalecen las
cualidades o características que más emplean, mientras
que las menos utilizadas terminan desapareciendo. Los
organismos transmiten estas cualidades a su descenden-
cia. Según esta teoría, en unos diez años yo seré comple-
tamente ciega (hoy tengo ocho puntos de miopía en cada
ojo, sin lentes de contacto, no veo más allá de la punta de
mi nariz) y mis hijos nacerán ciegos y muy dispuestos a la
perífrasis (la cualidad que más empleo).

26
Los primeros europeos en llegar al noreste del país eran
esclavistas que tomaban indígenas y los comercializaban.
Saltillo, Coahuila, se ubica en un enorme valle en las faldas
de la Sierra de Zapalanimé, nombre dado en honor a un
indígena cuachichil que combatió a los europeos y quien
se refugió en esa montaña, el agreste territorio a donde los
rivales no pudieron entrar. Este valle tenía asentamientos
de varias tribus indígenas y era un verdadero oasis, estaba
surcado por arroyos, ciénagas, lagunas, manantiales y ojos
de agua.
Cuando el virrey se enteró del escándalo de los escla-
vistas intentó fundar poblaciones estables. La fundación
de Saltillo se dio en 1572, a cargo de Alberto del Canto, un
portugués que tras el ritual de iniciación repartió de inme-
diato las tierras a los españoles que lo acompañaban. Agua
y tierra para la labranza y terrenos de pastoreo para el ga-
nado. Las tribus indígenas resistieron y los combatieron fe-
roces, incluso incendiaron el primer convento franciscano.
Al enterarse de que el virrey preparaba el traslado de
familias tlaxcaltecas para ayudar a la pacificación del nor-
te, el alcalde de Saltillo, Francisco de Urdiñola, fue a bus-
car a los migrantes tlaxcaltecas para invitarlos al valle. Los
tlaxcaltecas que fueron a Saltillo provenían del señorío
de Tizatlán, y llegaron en septiembre de 1591 para iniciar
una nueva vida.

27
El bamboleo del autobús siempre logra en mí un efecto
adormecedor que, sumado a la movilidad del paisaje, me
hace sentir en una fantasía. El valle corría impetuoso y for-
maba una mancha colorida que era difícil dejar de mirar.
A mí lado un joven sureño, vestido con ropa deportiva, ha-
blaba por teléfono celular con el que parecía su jefe; me
distraje en su plática, el joven le pedía comprensión por
alguna falta. Yo comenzaba a bosquejar un personaje com-
plejo detrás de “El Licenciado” al que el veinteañero aludía.
Entonces ocurrió algo raro. El jefe del muchacho, El
Licenciado, pidió a gritos hablar conmigo. El joven me
acercó el aparato y me pidió entre apenado y amable: “dile
cuánto nos falta para llegar, por favor”. Pobre chico, seguro
ese jefe era un terror. Tomé el auricular y deslicé un “nos
falta poco”, sin saber si en verdad faltaba poco o no. El
muchacho me señaló con aspaviento una mancha gran-
de y verduzca en el horizonte. Acostumbrada a no mirar,
no entendía muy bien su propósito, sin embargo la insis-
tencia del Licenciado me obligó a enfocar mejor. “Bien-
venidos a Saltillo, Coahuila”, leí en voz alta. Devolví el
teléfono al muchacho. El joven se despidió y colgó no sin
antes sentenciar que se verían hasta dentro de diez días.
Su rostro, que iba del agradecimiento al alivio, a la com-
pleta felicidad, me hizo sentir una genuina ternura. Algo
tímido, el muchacho intentó abrazarme y luego me sonrió.
Qué respiro, pensé, diez días sin el Licenciado. Y tracé
toda una escena en mi cabeza: el jovencito, probablemente

28
un basquetbolista o beisbolista tabasqueño, aventaba el
celular por la ventana y decidía cambiarse el nombre y ol-
vidarse del patrón. Me solacé un rato con la imagen. Qué
es viajar sino una variación nominativa, establecer una
nueva actitud mental. Un nuevo destino de audacia en el
que se puede fingir bravura y tirar esos rasgos de ordinarez
y constante humillación. Viajar es descubrir la posesión
presente de la propia vida, la capacidad de vivir al instante.
Un paréntesis. Un valle para descansar de los picos.

29
Papá solía llevarnos al estadio Hermanos Serdán, en la
ciudad de Puebla, a ver el béisbol. Alguna vez vimos un en-
cuentro entre los Pericos de Puebla y los Saraperos de Sal-
tillo. Quedé pasmada con la demasiado obvia conexión en-
tre mi propia historia y el equipo de Coahuila, “un equipo
que se llama como las cobijas que vendemos”, pensé y me
quedé un buen rato creyendo que quizá todo eso era una
trama bien urdida por papá solamente para asombrarnos.
Por años, para mí Saltillo fue la tierra donde Vinicio
Castilla, uno de mis próceres nacionales, jugó. Aficionada a
leyendas imposibles cuando supe del éxodo de las cuatro-
cientas familias tlaxcaltecas hacia Coahuila, fantaseé con
el hallazgo de algún documento que conectara a mi abuela
Luz Nieva con alguna estrella coahuilense del diamante.

30
Mi editora me recibió sonriente en la estación de auto-
buses. A esa hora, las nueve de la noche, Saltillo se veía
bella de una forma brusca y rotunda como las luces con
las que se adornaba. Fuimos a cenar al club San Isidro, un
lugar en el que la gente se reúne para hacer deporte, pla-
ticar y sobre todo, asar carne. La mejor carne asada de mi
vida, pensé. (Esta frase será recurrente en el viaje, no sé de
dónde viene esta magia, pero la carne asada en Coahuila,
cualquiera, es el cielo en la tierra).
Me hospedé en el hotel Urdiñola. Una hermosa cons-
trucción colonial. El lobby tiene un gran vitral en forma
de arco desde el que desciende una vetusta escalera. Me
registré y fui a mi habitación.
Para llegar, crucé un largo patio palaciego lleno de
flores. En el pasillo, las habitaciones estaban abiertas para
mitigar el calor, entonces vi hombres de la tercera edad
con uniformes de béisbol y guitarras. Al entrar a mi habi-
tación, sentí sosiego por encontrarla tan genérica e igual
a todas las habitaciones de hoteles que he conocido. Una
cama grande, un par de burós a los lados, un ropero, un
escritorio en la esquina, un baño con regadera y un gran
ventilador en el techo.
Es casi un lugar común decir que los escritores son
ciudadanos del mundo. En su discurso de aceptación del
Nobel, Vargas Llosa sostuvo que jamás se había sentido
un extranjero en Europa, ni en ninguna otra parte. En to-
dos los lugares donde había estado se sentía en casa. Para

31
vergüenza de Vargas Llosa, yo soy pésima ciudadana del
mundo. En los hoteles yo no me siento en casa y lo disfru-
to. Ninguna cosa ahí me reprocha decisión alguna. Son
espacios neutros, una negación de la realidad. Una apues-
ta por intentar una vida diferente por algunos días entre
pasillos alfombrados, habitaciones bien iluminadas y
balcones sobre hermosos jardines. Dormí casi al instante,
arrullada entre frases como “cayó el veintisiete y no queda
más que firmar la tirilla” y los boleros que entonaban los
hombres en el pasillo.

32
Se dice que hay dos tipos de viajeros, los que visitan los
lugares emblemáticos y los que van a donde se manifies-
ta la vida. Me sentí un poco angustiada cuando la edi-
tora me mostró nuestro itinerario: el viaje sería para los
primeros, no había tiempo programado para quedarme
por horas en un café pérdida en conversaciones ajenas.
De cualquier forma, agradecí esta oportunidad. No ten-
go fotos emblemáticas en ningún lugar que haya visitado.
Bueno, nunca traigo cámara, ni celular, pero, el punto es
que mis fotos imaginarias contienen más cafés y bares
que monumentos.
Los tlaxcaltecas del señorío de Tizatlán llegaron al
valle de Saltillo en 1591. Los españoles les repartieron tie-
rras y los tlaxcaltecas fundaron San Esteban de la Nueva
Tlaxcala. El Pueblo de Indios, su clasificación oficial. San
Esteban de la Nueva Tlaxcala y la villa española de Sal-
tillo eran dos poblaciones políticamente distintas que se
situaban en el mismo valle; los tlaxcaltecas al poniente
(hasta el cerro del Pueblo) y los españoles del otro lado,
sólo estaban separados por una acequia, que hoy es la ca-
lle de Allende.
El agua también puede ser un muro.
A propósito de la desaparición del muro de Berlín,
leí a teóricos de la llamada arquitectura negativa, cuyo
fenómeno de estudio se basa en el vacío y no en la pre-
sencia. Estos teóricos dirían que aunque hoy no quedan
rastros contundentes de la acequia de hace quinientos

33
años, las divisiones no necesitan muros o zanjas. El es-
pacio que nos rodea no es sólo el conjunto de volúmenes
y formas que se ven, sino también aquello que no se ve.
Incluso lo que no está pesa más porque los fantasmas
son más tenaces que los seres vivos.

34
Los tlaxcaltecas trajeron a Saltillo sus propios magueyes
para poder tomar aguamiel y pulque. Además de macetas
de flores y árboles frutales, maíz, frijol, semillas de calaba-
za, tomate, jitomate, ajo y cebolla, chayotes, chiles, bueyes,
guajolotes, patos, gallinas, borregos, caballos e instrumen-
tos de labranza. Además trajeron sus prácticas y costum-
bres gastronómicas. Por ello mi primera visita del segundo
día fue a la panadería El Merendero, un lugar que desde fi-
nales del siglo xix y hasta hace menos de diez años funcio-
nó como una cenaduría a la que asistieron notables per-
sonajes (Benito Juárez incluido). Ahora es exclusivamente
una panadería en la que elaboran pan “a la tlaxcalteca”,
es decir, hecho con pulque. Nunca había probado uno, en
Tlaxcala el pan ya no se hace con pulque (el pulque, por
lo general, nos lo bebemos sin mayor digresión). Sentí una
nostalgia rara. Digo rara porque era nostalgia de algo que
no conocí; viajar también es encontrarse con un pasado
que no sabíamos que teníamos. Comimos varias piezas,
los deliciosos salados y también unas galletas que podrían
competir contra cualquiera de repostería francesa.

35
Nuestra siguiente parada fue el Panteón de Santiago, el
cementerio estilo italiano ubicado en el pueblo de la Nue-
va Tlaxcala y construido en 1898. Una ordenada necrópo-
lis de piedras y huesos con más de mil quinientas tumbas
en su superficie. De un lado: lápidas, capillas y mausoleos
que forman un despliegue arquitectónico espectacular de
cantera y mármol; del otro: sepulcros reducidos ya a bor-
des de piedras, ya a topes de unos cuantos centímetros
que los niños pasan con un pequeño brinco. En la Roton-
da de Hombres Ilustres no pude evitar algo de fetichismo
literario frente a la tumba de Manuel Acuña. Me acordé
que en el cementerio Père-Lachaise de Francia, miles de
mujeres cada año visitan la estatua horizontal de Victor
Noir para besar sus labios y así asegurar un casamiento en
menos de doce meses; inspirada por esa leyenda, acaricié
la placa de Manuel Acuña con la esperanza de que el poe-
ta me ayudara con algunas gracias para terminar el viaje y
la crónica sin contratiempos.
Con mis supersticiones renovadas, salí dispuesta a lo
que fuera.

36
Pasa el tiempo y una va ganando territorio, quiero decir, va
palomeando ciudades, pueblos, monumentos. La vida, se
supone, es una cartografía en expansión. El mundo a cada
paso se hace entonces más conocido, más propio, más a la
mano. Pero no para mí, que tiendo a perder los terrenos
que conquisto a los pocos metros. Los pierdo quizá porque
dejo de verlos al instante. Por ejemplo, al salir del panteón
fuimos al mirador de la Plaza México, que me deparó una
vista panorámica y espectacular de la ciudad de Saltillo.
Yo me imaginé ahí abajo apenas hace unos minutos y me
pareció un instante remoto, me imaginé en medio de las
tumbas leyendo historias en las lápidas y sentí que esa
Gabriela había sido otra.
En 1847, el mirador de la Plaza México fue cam-
pamento de las tropas norteamericanas en la batalla de
la Angostura. Me senté en una de las bancas junto a un
hombre que leía el periódico, él me saludó y al poco rato
charlábamos sobre cualquier cosa. Me contó la historia
de aquella mañana de enero del 2016 en la que la ciudad
amaneció blanca, completamente nevada.
El hombre me dijo que los saltillenses subían al mi-
rador, donde ahora estábamos, y tomaban turnos para fil-
marse. Las familias se dividían. Abajo unos, encima de los
techos de las casas, saludaban, hacían muñecos de nieve
y los más atrevidos se tiraban a la superficie nevada y mo-
vían los brazos y piernas para simular ángeles volando;
mientras en el mirador, los otros los filmaban. Después

37
cambiaban turnos. Me emocionó la historia. Comprendí
la extrañeza que había sentido unos minutos antes, pensé
que así es como funcionan los miradores, como una voz
panóptica que nos permite narrarnos en tercera persona.

38
Uno de mis cuadros favoritos es el de La fábula de Aracne
(conocido simplemente como Las hilanderas) de Diego Ve-
lázquez, expuesto en el Museo del Prado de Madrid y pin-
tado en 1656. En el cuadro vemos en primer plano a cinco
mujeres artesanas que trabajan con fluidez en un taller de
tejido de tapices, mientras que, en la parte de atrás, tres
mujeres elegantes observan con atención uno de esos ta-
pices colgado en el salón. El cuadro representa el mito de
Aracne, narrado por Ovidio. Aracne la mujer mortal que
derrota en el arte del tejido a Atenea, la diosa inventora
de la rueca, quien tras la afrenta condena a Aracne a tejer
para siempre y vivir como araña.
Aunque quizá ésta sea la verdadera lectura del cua-
dro, hay una segunda lectura en la que se dice que el
cuadro representa a las mujeres trabajadoras de aquella
época. Los expertos argumentan que es impensable una
lectura de género en la España de aquel tiempo, sin em-
bargo, justo esta lectura —las mujeres hilando, tejiendo,
como una fuerza laboral significativa, sustento y eje de sus
familias— es la que lo convierte en uno de mis cuadros fa-
voritos. En casa, eran sobre todo mujeres las artesanas que
cardaban los hilos y formaban las madejas de lana.
Los tlaxcaltecas de hace cinco siglos tenían una larga
experiencia en materia textil; desde antes de la conquista
utilizaban la grana de la cochinilla, el caracol púrpura y
otros tintes de origen vegetal y animal para colorear hilos.
El uso de telares se adquirió con la llegada de los españoles.

39
Por ello, cuando los tlaxcaltecas vinieron al noreste traían
borregos, porque manejaban los telares con urdimbre de
hilos de lana. En uno de los documentos que consulté en
Coahuila, leí sobre un testamento en náhuatl de 1692, en el
que una anciana tlaxcalteca manifiesta la voluntad de que
su hija se quede con dos telares para tejer cobijas y huipi-
les. Los historiadores dicen que esta mujer, Catalina Leida,
fue hija de los primeros tlaxcaltecas que llegaron a Saltillo
(cien años antes, en 1591) y una de las primeras sarape-
ras del valle. Cuando entré al Museo del Sarape y Trajes
Mexicanos en Saltillo, que tiene telares, ruecas, hilos, tapi-
ces y sarapes de lana, pensé obviamente en Catalina Leida,
nuestra versión mexicana de Aracne.

40
Los indios tlaxcaltecas construyeron una iglesia para San
Esteban, el santo que sus antepasados veneraban en Ti-
zatlán, el señorío de donde provenían. Sin embargo, el pri-
mer templo de Saltillo fue español, dedicado a las Ánimas
del Purgatorio, que después se convirtió en el Santo Cristo.
Poco después los españoles construyeron una tercera igle-
sia dedicada a san Francisco de Asis.
Para 1615 las tres grandes edificaciones religiosas riva-
lizaban entre sí con las campanas para llamar a los feligreses.
Me pareció linda la imagen: una batalla de repiques
cuyo resultado seguramente era armónico o de un sutil
acoplamiento. No supongo acuerdos secretos entre sacris-
tanes; creo, más bien, que bastaron pequeños gestos, quizá
guiños mínimos en las tonadas, para que el ritmo de una
campanada se adecuara perfectamente al de las otras dos.
Sólo así se explica que ambos lados llegaran tan lejos (qui-
nientos años) sin muertes significativas por bochinche.
Por la noche hicimos un recorrido turístico que nos
llevó a la capilla del Santo Cristo, a la Plaza de Armas, al Pa-
lacio de Gobierno y a otros sitios emblemáticos del centro.
El guía nos señaló una de las campanas de la Cate-
dral, que no tenía badajo porque, dijo, estaba castigada
pues alguna vez perdió el ritmo y tiró a un sacristán, quien
murió al instante. Por décadas permaneció así, hasta que
algún cura decidió colocarle de nuevo el badajo. Todo pa-
recía normal, pero comenzaron a notar que cada vez que
la campana tañía quienes la oían se ponían a llorar sin

41
razón aparente. Al principio creían que eran hechos ais-
lados dado que, quizá por pena, todos se escondían para
que los demás no los vieran gimotear; después no se po-
dían ocultar. Por ejemplo, un joven que llevaba a pastar a
su ganado oía la campana y no le importaba si los borre-
gos se perdían, él tenía que tirarse en el pasto a llorar has-
ta desahogarse. Una mujer frente a su telar oía las campa-
nadas y se soltaba a plañir todavía tejiendo, sin importarle
si sus lágrimas manchaban la lana. Los mismos curas, en
medio de una confesión o a punto de dar los santos óleos
a un moribundo, se descosían en llanto al grado de tener
que salirse del lugar para berrear a gusto. Todo el pueblo
lloraba en coro sin motivo.
Desde luego esto duró un par de semanas; el pueblo,
aliviado al principio, pero después completamente exhaus-
to y deshidratado, clamó porque se volviera a castigar a esa
campana y hasta la fecha permanece así, enmudecida.
Nuestro guía no nos dio fechas exactas. La ambigüe-
dad hagiográfica junto a la obvia inverosimilitud me hi-
cieron amar de inmediato esta historia. Qué importa si fue
o no cierta, reafirmaba mis convicciones sobre la rivalidad
de tañidos de las tres iglesias. En el amor, como en la gue-
rra, todo se trata de un sutil acoplamiento rítmico.

42
Durante nueve días Saltillo celebra al Santo Cristo de la
Capilla. Además de rezar un novenario, el Ayuntamiento
celebra con eventos artísticos y culturales. Muestras de
cine, funciones de ópera y teatro, entre otras muchas acti-
vidades. Mi tercera noche en Saltillo, la pasé en el casino de
la ciudad, un portento arquitectónico inaugurado en 1900.
El edificio es una muestra del estilo neoclásico de
acabados grecorromanos. El portón de triple arco se se-
para por columnas de capitel jónico. El edificio es obra del
arquitecto inglés Alfred Gyles. Ahí, además de volver a pro-
bar la mejor carne asada del mundo, disfruté del concierto
de Pepe Aguilar. Aquí abro un paréntesis para apuntar dos
lecciones que me dejó este viaje: primero, que casi no co-
nozco canciones de Pepe Aguilar; y segundo —apunto esto
antes de que lo olvide—, tampoco sabía que la mayoría de
las aerolíneas mexicanas cobran los tragos y los cacahua-
tes en sus vuelos.
Desde el casino se puede ver la Plaza de Armas de
Saltillo, en donde se erige el Monumento de las Tres Cul-
turas, que representa la mezcla indígena tlaxcalteca, espa-
ñola y católica.
La noche terminó con un espectáculo de juegos piro-
técnicos. Regresé al hotel y mis vecinos beisbolistas canta-
ban en los pasillos canciones de Agustín Lara.

43
Cuando los Borbones asumieron el reino de España se
preguntaron exactamente de qué magnitud eran las co-
lonias en América. En 1777, el monarca español ordenó
un censo exhaustivo en todas las colonias del imperio. A
Coahuila llegó fray Juan Agustín de Morfi, un asturiano de
Oviedo muy acucioso, que visitó y describió pueblos, villas
y ciudades.
En un escrito dirigido al virrey, fray Agustín de Morfi
señala que la parte tlaxcalteca es la parte llena de árboles,
en la que todas las tierras están cultivadas y no se ve un solo
palmo baldío, porque, enfatiza, los tlaxcaltecas se aplican
con tesón y extraordinario amor a la labranza. Muchos de
estos tlaxcaltecas de San Esteban de la Nueva Tlaxcala se
marcharon de Saltillo porque fueron requeridos para po-
blar y ayudar con la fundación de otras ciudades vecinas,
como Parras, Candela, Viesca, San Pedro y Monclova en
Coahuila; Bustamante y Guadalupe en Nuevo León.
El cuarto día fuimos a Parras de la Fuente, en
Coahuila. Un tanto a buscar los pasos de esos tlaxcalte-
cas aguerridos y trabajadores y, otro tanto, a buscar una
botella de vino de Casa Madero, una de las vitivinícolas
más importantes del país, con más de cuatrocientos vein-
te años de existencia.
Todo el recorrido de la hacienda me dejó asombrada
y, lo admito, algo resentida con las nuevas disposiciones
de calidad iso 9000, que ya no permiten que en el recorrido
se sirvan y se caten vinos a discreción.

44
De cualquier manera, el corredor cubierto de parrales,
los alambiques franceses de cobre y las enormes barricas
antiguas dejan sin respiración a cualquiera. El guía nos
contó que en una semana más se celebraría en el pueblo la
fiesta de la vendimia, cuya mayor atracción consiste en un
desfile con carros alegóricos en los que alguien se viste de
dios Baco y acompañado de ninfas y faunos que le llenan
el tarro, bebe y bebe vino. Vino que además comparte con
la feligresía que lo mira pasar.
Me arrepentí de nuevo de la fecha de mi viaje, no sólo
vine en plena canícula, sino además me quedé a una se-
mana de beber uno de los vinos más ricos del país de ma-
nos del dios Baco. De cualquier forma, a la salida compré
una botella de merlot que de sólo verlo me hizo olvidar el
calor, el iso9000 y cualquier otra tontería.
De Casa Madero subimos al Cerro del Sombreretillo,
donde se erige la iglesia del Santo Madero, una construc-
ción de 1868. El cerro es imponente y muestra otra pano-
rámica de la ciudad. Mis anfitriones me señalaron la clara
diferencia entre el lado tlaxcalteca y el español. Los árbo-
les de un lado y la ausencia de ellos en el otro. Los muros
invisibles que ordenan la ciudad.
Otra vez la vista impresionante de todo Parras me dejó
asombrada. Imaginé el periplo que acabábamos de hacer
hasta allí desde Saltillo, y me sentí feliz de llegar hasta esa
cima como hicieron mis antepasados tlaxcaltecas.
Llegar hasta arriba para que una misma se mire desde
afuera. Desde la punta del Cerro del Sombreretillo, Parras me
pareció el lugar ideal para ejercitar la narración panóptica.
Comí un chile relleno en el restaurante La Casona,
fuimos a la plaza por un delicioso helado de nuez y volvi-
mos a Saltillo.

45
En toda mi estancia en Parras me cuidé de no comer
ningún dulce de la región, me dijeron que quien come un
dulce de Parras se casa en Parras. Soy tan supersticiosa
que preferí no probar ninguno, ¿qué tal que no era cierto y
me quedaba, como se dice, vestida y alborotada?

46
Los tlaxcaltecas fueron entonces un pueblo trabajador que
consiguió establecer huertas, corrales, obrajes para cardar
y tejer lana, y molinos de trigo, entre otras cosas. Con todo
esto, abastecieron tanto al pueblo español como al pueblo
tlaxcalteca. Además instauraron los roles sociales y orga-
nizativos de su lugar de origen, por lo que se agruparon en
barrios y cabildos.
Así, el cabildo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala
funcionaba de la misma manera que funcionaba en Tiza-
tlán. Consolidaron un gobierno indio experto en derecho
español, con el que se defendían unos a otros. Por ejem-
plo, alguna vez una familia india tlaxcalteca compró las
tierras de un párroco que ya no residiría en Saltillo porque
se iría a Monterrey. La transacción se hizo sin contratiem-
pos hasta que otro párroco que venía de Perú ocupó el lu-
gar de su antecesor y se plantó en la finca, desconociendo
el trato previo. La familia tlaxcalteca contaba con el título
de propiedad que los acreditaba como legítimos dueños,
así que fueron con el cabildo tlaxcalteca, que hizo suyo el
asunto y exigió ante el alcalde el desalojo y la restitución
de las tierras.
El cura se resistió a la entrega con el uso de armas.
Los tlaxcaltecas, sabedores de la razón que tenían, agota-
ron todas las instancias posibles hasta que llegaron con el
virrey, quien ratificó el derecho de la familia tlaxcalteca.
El obispo de Guadalajara tuvo que intervenir amenazando

47
con excomulgar al cura usurpador para que éste entregara
las tierras a los genuinos propietarios.
Cuando supe esta historia entendí que no fue casual
que los dos únicos senados de los tiempos antiguos fueran
los de Tlaxcala y el de Roma, ya que los indios tlaxcaltecas
entendían tanto de derecho como si hubieran aprendido
del mismo Justiniano.

48
Al siguiente día conocí la Casa Purcell, un imponente edi-
ficio neogótico victoriano, cuyos interiores son de roble y
encino. Además el Ateneo Fuente, el Teatro García Carri-
llo, la Capilla Ojo de Agua, la capilla de Landin y el Museo
Rúben Herrera.
Durante mis días en Coahuila, caminé como nunca
y visité decenas de museos y monumentos históricos. La
sensación de estar en una ciudad tan historiada terminó
por ponerme en mi lugar. Quiero decir, Saltillo está lle-
na de paréntesis en los que una puede entrar a escuchar
historias imponentes. La Historia siempre termina por re-
ducirte. Se vuelve un asunto íntimo. Después del cuarto
museo, el de las aves, por ejemplo, una termina sintiendo
el diseño de los años, del tiempo que necesitó un pájaro
para evolucionar en ése y no en otro pájaro, con más o
menos matices en el pico. Todo esto se vuelve íntimo por-
que entonces una, ya empequeñecida, tiene que reservarse
un par de lugares propios para no desaparecer. Aferrarse
a dos o tres calles que den la impresión de estar hechas
exclusivamente para ti, donde eres el centro.
Esa tarde comí y bebí en la casa de una dramaturga
coahuilense con quien compartí una charla tan amena,
que tuve el impulso de llamarle a Jorge para decirle: “Estoy
en Saltillo. Estoy aquí y no estoy haciendo nada, más que
platicar de libros”. Por la noche, le escribí a Jorge decla-
rando apartados dos lugares. La casa de la dramaturga y
mi habitación del hotel Urdiñola, con los beisbolistas que

49
cantan “María bonita”. Mis jacarandas, aquellos lugares
donde una puede sentarse a tirar piedritas mientras el
fluir de la Historia sigue su marcha incesante.

50
Conté ya esa tendencia genética o más bien geográfica que
me hace proclive a las miniaturas. Cuando fuimos a la Ala-
meda, me emocioné sobre todo con el lago de la República
(un lago cuyos contornos forman el mapa de México). Pri-
mero por lo obvio: la reducción de la cartografía mexicana.
Pero además de nuevo por el juego de imaginarte adentro
de ese mapa, de narrarte ahí adentro, en tercera persona y
en gerundio: ella viajando, yendo y volviendo.
El penúltimo día fuimos a Bustamente, Nuevo León.
Otra ciudad fundada por tlaxcaltecas. La primera lección
que me dio Bustamante fue: “no te quejes del calor en Sal-
tillo”. El termómetro marcaba cuarenta y tres grados. La
iglesia está dedicada al Señor de Tlaxcala. Apenas entré
a la bóveda, leí los pendones con alabanzas a él. Casi me
desmayo de la emoción. En algún momento pensé, como
la primera vez que vi a los Saraperos en un encuentro de
béisbol, que todo era una trampa ejecutada por los curas
para acercarme de nuevo a la religión. Luego pensé que
aunque corren tiempos difíciles en la feligresía, tampoco
soy tan importante. Comimos pasteles y galletas delicio-
sos, compré mezcal y después fuimos a las grutas.

51
Las grutas se iluminan de tal modo que la prehistoria pa-
rece un concierto de rock. Cuando una piensa en lo que
tarda cierta estalagmita en formarse, en la serie de cir-
cunstancias que tienen que concatenarse para que una
esté ahí, compartiendo tiempo con ese prodigio, es impo-
sible no sentirse especial. Con linterna en mano, el guía
nos fue señalando pedazos de rocas que, detallados por el
agua y la imaginación, formaban figuras como el fantas-
ma, la iglesia, la campana, el pájaro, el jaguar, el maguey.
Recordé mi juego de infancia en la bodega con los “salti-
llos”, cuando me gustaba imaginar figuras en las formas
geométricas y coloridas de las cobijas.

52
En 1988 mis padres nos llevaron a Disneylandia, en Ca-
lifornia. Ellos habían invertido buena parte de su dinero
y su tiempo para la enseñanza bilingüe de nosotros, sus
hijos. El viaje era la culminación de estos esfuerzos.
Yo tendría siete años y, de acuerdo con las maestras,
era la más adelantada de la clase. Conversaba con soltura.
Mis padres hicieron las maletas con la esperanza que tienen
todos los padres de que sus hijos conquistarán el mundo.
Pero el oprobio nos llegó muy pronto. El primer even-
to al que asistimos en Disneylandia fue un espectáculo
musical en el que niños voluntarios del público subían al
escenario. Desde luego mi mamá alzó la mano y terminé
en escena junto a Tribilín.
Una de las animadoras se acercó con el micrófono
y me hizo algunas preguntas: Whats your name, little girl?
Where are you from, dear? Aún hoy no sé qué pasó, escuchar
al otro me dejó pasmada. Desde luego, hice el ridículo. No
sólo me quedé muda, además permanecí inmóvil, casi me
bajaron a jitomatazos. Cuento esto porque mis anfitrio-
nes habían guardado para mi último día una cita especial:
misa en la catedral de Saltillo en la que yo participaría con
el ofertorio.
Un día antes sugerí que podíamos ir al estadio de
los Saraperos por la mañana, pero contuvieron mis ga-
nas, no podía llegar tarde, mucho menos faltar a la misa
de la celebración del Santo Cristo porque, además, me
tenían un lugar especial en el balcón donde canta el

53
coro. Y para nosotras, las impresionables, esas adverten-
cias son angustiantes.
La víspera a la celebración eucarística estuve muy an-
siosa. Soñé que me equivocaba de iglesia y terminaba en
un rito pagano donde crucificaban gallinas, me desperté
desasosegada pero para mi fortuna pude volver a dormir
arrullada con la conversación de mis vecinos y su argot
beisbolero, lo último que escuché fue “2, 2 y 2, la cuenta de
los presagios”.

54
Salí a la plaza temprano a desayunar, sola, es decir sin el
guía que me anduvo acompañando. Me maravillé con el ta-
maño de la verbena: docenas y docenas de puestos de anto-
jitos por todos lados. Elegí un sitio, a seis cuadras del hotel,
que ofrecía discada. La marchanta me contó que la discada
es una comida típica saltillense que consiste en una mezcla
de diferentes carnes cocinadas en un disco para arar, ahora
se usan comales especiales (“algunos”, enfatizo la señora,
“todavía usamos discos para arar”). Desayuné (ya lo dije,
pero no me cansaré: la carne más rica de la República) y
regresé al hotel.
Al rato, el guía pasó por mí y me dijo que había te-
nido un pequeño retraso porque a seis cuadras de allí, en
un puesto de discada, había explotado un tanque de gas.
En la plaza. Sentí una punzada de angustia pero segui-
mos a la catedral.

55
El sacristán, en la torre del campanario, cerró todas las
ventanas y nos mostró un efecto de cámara oscura. Una
proyección plana de la Plaza de Armas sobre el interior
del campanario que se logra por los pequeños agujeros en
los que se filtra una mínima cantidad de luz que arroja en
la pared opuesta la imagen del exterior. Me emocioné de
nuevo. Otra hermosa vista panorámica.
La misa comenzó, entró un grupo de danzantes
matlachines, cuyos orígenes, según los especialistas,
también es tlaxcalteca. Aunque muy diferentes, estos
danzantes —niñas, niños, jóvenes, mujeres y hombres
de distintas edades— me recordaron a los huehues de
Tlaxcala por su disposición a la alegría que los hacía
bailar sin parar a pesar de los empujones de la multi-
tud congregada en la iglesia. El obispo dio un sentido
sermón sobre la reconstrucción del país. Yo, que estu-
ve pensando todo el tiempo en la señora del puesto de
discada, no tuve oportunidad de ponerme nerviosa y mi
participación en el ofertorio fue más que decorosa, ade-
más me supe todas las respuestas en la misa e incluso
canté algunos coros.
Cuando terminó la ceremonia, regresé corriendo
al hotel para buscar en mi computadora alguna noticia
sobre la explosión matutina. Vi las fotos. Como me es-
peraba, el accidente ocurrió en el puesto donde yo había
desayunado. Pronto me sentí aliviada, la señora no tuvo
lesiones y nadie resultó herido. Calculé el tiempo, la ex-

56
plosión fue más o menos veinte minutos después de que
me había ido. Vaya, pensé, acariciar la tumba de Manuel
Acuña sirvió de mucho.

57
Mi regreso a Tlaxcala estuvo igual de atropellado que mi
partida. Un diluvio me recibió en la autopista Puebla-Tlax-
cala, como para que no me volviera a quejar nunca más de
ningún clima. En el camión de regreso, platiqué con un
joven saltillense que estudiaba la carrera de Derecho. “Yo
también estudié Leyes”, le dije. Y comenzamos a hablar,
exagerando, por supuesto, de nuestra predisposición ge-
nética para manifestarnos contra las injusticias.
Después de la conquista, en Tlaxcala el cabildo indí-
gena se inconformó ante las promesas violadas por los es-
pañoles, entre ellas la de no otorgar mercedes reales, y en
1552 envío una embajada a Madrid para entrevistarse con
el monarca y recordarle los servicios que habían prestado
a la Corona española. La embajada llevaba un documen-
to que posteriormente sería conocido como El lienzo de
Tlaxcala. Tiene un valor artístico e histórico fundamental.
En él, mediante escenas de la conquista, los tlaxcaltecas
les recordaban a los monarcas las promesas derivadas de
su alianza. El cabildo indígena también defendió la fuer-
za de trabajo tlaxcalteca. Se opuso permanentemente al
trabajo abusivo y evitó que “las encomiendas y los repar-
timientos” prosperaran en Tlaxcala, como aconteció en el
resto del país.
Sé que nacer en uno u otro lado es un accidente geo-
gráfico, pero también es un destino, una marca, un nom-
bre, como decía Conchita Moreno, a.k.a. mi mamá: una
actitud mental.

58
El panteón de Ocotlán se ubica a pocos metros de la Basí-
lica de la Virgen de Ocotlán, uno de los templos más im-
portantes de arte barroco del país. Se construyó en el siglo
xviii. La Basílica está en la cima de un cerro aledaño a la
ciudad de Tlaxcala. En su interior hay maravillosos reta-
blos churriguerescos y el camarín de la virgen, una por-
tentosa obra de arte. El panteón, en cambio, es más bien
modesto. No es como esos panteones modernos de prados
verdes en los que las familias hacen picnics, mientras los
niños corren y andan en bicicletas. Aquí, los cementerios
reflejan la concepción minimalista que tenían sobre vi-
vir y morir nuestros antepasados indígenas. Mis padres
y mis abuelos descansan en este panteón. Los visité días
después de mi regreso. No traje fotos del estadio Madero,
en Saltillo, pero una es justo también todos esos lugares
a los que nunca va. “Disneylandia habría sido mejor si
nunca hubiera ido a Disneylandia”, pensé. Tampoco hallé
ningún documento que vinculara a mi abuela, Luz Nieva,
con alguna estrella del diamante. Sólo escuché una histo-
ria real sobre una nevada inesperada. Ajustes de cuentas
imprevistos, desde luego, pero casi todos lo son.

59
Días después recibí algunas fotos que me tomaron en el
viaje a Saltillo: en todas salgo sonriente y fuera de foco.
Registros borrosos. Lienzos desenfocados.
Etimológicamente, un texto es un tejido. Viajar es
tejer ecos de las historias y las distancias entre ciudades.
Viajar y escribir, pienso ahora, generan percepciones erra-
das, distorsiones, horizontes sin contornos en donde bus-
car algún sentido cifrado. Tal como hacía con las figuras
danzantes de los “saltillos” de mi infancia.

60
Se terminó de imprimir
el mes de enero de 2021
en Impretlax S.A. de C.V.
impretlax@prodigy.net.mx

Se imprimieron 1000 ejemplares


más sobrantes para reposición.

Para su composición se utilizó


la fuente tipográfica Mate,
de Eduardo Tunni.

También podría gustarte