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CASTILLO sj
SACRAMENTOS
Y SEGUIMIENTO DE JESUS
1
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
PARA MUCHA GENTE los sacramentos constituyen la actividad más importante de la Iglesia. Una
actividad tan importante que, para muchas personas, la práctica sacramental es el criterio de identificación
de los verdaderos católicos: es buen católico el que recibe asiduamente los sacramentos; y no es buen
católico el que no se acerca a ellos. De ahí que en muchas parroquias la tarea que ocupa casi todo el tiempo
de los sacerdotes es la administración de los sacramentos: misas, comuniones, confesiones, bautizos, bodas
y entierros. Y por eso, el consumo sacramental es no sólo el criterio de identificación de los verdaderos
católicos, sino además el principio que diferencia a las buenas parroquias (aquellas en las que hay una vida
sacramental floreciente) de las que no se tienen como tales, es decir, aquellas en las que la vida sacramental
languidece.
Pero resulta que esta manera de pensar constituye un verdadero problema para bastantes creyentes.
Por una razón que se comprende fácilmente: si leemos los evangelios con cierta atención, enseguida nos
damos cuenta de que en ellos la práctica religiosa no parece tener la importancia que hoy le atribuye el
clero. En realidad, Jesús no fundó ningún templo al que tuvieran que acudir asiduamente sus discípulos, ni
obligó a éstos a determinadas prácticas cultuales. Por supuesto, yo sé que este criterio es discutible. Pero, en
todo caso, hay algo que parece bastante cierto, a saber: que actualmente abundan los cristianos que ponen
en cuestión o incluso rechazan los sacramentos. Unos porque los ven como rituales obsoletos, que poco o
nada dicen a los hombres de nuestro tiempo. Otros porque tienen la impresión de que los sacramentos son
como rituales mágicos, con los que la gente intenta manipular a Dios. Y otros, finalmente, porque viven los
sacramentos como si fueran instrumentos de dominación. Los que piensan de esta manera están persuadidos
de que los sacramentos son prácticas rituales destinadas a dominar y someter a la gente para mantener el
dominio del clero sobre el resto de la población creyente y practicante.
Por supuesto, en todo esto hay muchas ideas equivocadas y vivencias religiosas mal asimiladas. Pero
el hecho es que, en la actualidad, hay bastantes personas que piensan así, sobre todo entre las generaciones
jóvenes, que por eso “pasan” de sacramentos, “pasan” de religión y “pasan” de Iglesia. ¿Cómo explicar a
tales personas el significado y el alcance de los sacramentos de la Iglesia? Es lo que pretendo exponer en
este capítulo.
1. ¿Qué es un sacramento?
a) No es un rito mágico
En la práctica sacramental existe siempre el peligro de vivir los sacramentos como si fueran ritos
mágicos. Esto ocurre siempre que al rito sacramental se le atribuye una eficacia automática,
independientemente del comportamiento y de la experiencia que vive la persona. Por ejemplo, hay gente
que cuando va a misa se preocupa, sobre todo, de que la ceremonia se celebre según el ritual establecido;
pero no se preocupa lo mismo y en la misma medida de su propio egoísmo, de su propia ambición o de
otras cosas por el estilo. Cuando esto ocurre, es evidente que nos encontramos ante un comportamiento de
tipo mágico. Y esto, por desgracia, es más frecuente de lo que parece a primera vista. Pero todo esto
necesita alguna explicación.
Ante todo, es importante tener muy presente que hay magia en un rito cuando a la ceremonia ritual se
le atribuye una eficacia automática, en orden a conseguir el efecto hacia el que empuja el deseo. Es decir,
hay magia en un determinado comportamiento cuando el individuo está persuadido de que si ejecuta
exactamente el rito y se recitan al detalle las fórmulas que deben acompañar a ese rito, entonces y sólo
entonces se consigue automáticamente el efecto que se desea obtener. Freud habla a este respecto de lo que
él llama la “omnipotencia de las ideas”. Se trata del proceso según el cual el hombre atribuye una eficacia
incuestionable a lo intensamente pensado y representado afectivamente.
Por otra parte, la magia, por su misma estructura fundamental, no dice relación ni con el
comportamiento ético de la persona ni con las experiencias que deciden el destino de un hombre, el sentido
de la vida o de la convivencia humana. Por ejemplo, un individuo puede tener un comportamiento
reprobable o vivir arrastrado por experiencias de egoísmo o incluso de odio. Nada de eso, al menos en
principio, será impedimento para que el ritual cabalmente ejecutado produzca los efectos mágicos que se le
atribuyen.
Esto quiere decir que el peligro más serio, que amenaza constantemente a los sacramentos, es el
peligro que consiste en vivir y practicar tales sacramentos como ritos mágicos. Y entonces tales sacramentos
se convierten en fuente de alienación y engaño, es decir, de falsa conciencia. Por otra parte, este peligro se
ha acentuado en la Iglesia desde el momento en que, según la doctrina teológica tradicional, hay verdadero
sacramento si el rito se ejecuta, en sus constitutivos esenciales (materia y forma), exactamente y como está
determinado por la autoridad eclesiástica. Además, debido a una incorrecta interpretación de la doctrina del
ex opere operato, mucha gente está persuadida de que el rito sacramental, fielmente ejecutado, produce
automáticamente su efecto salvífico y santificante. De donde se ha seguido una situación que todos
conocemos por experiencia: en la práctica religiosa establecida entre los católicos, lo que normalmente se
urge más, y más se exige, es la ejecución cabal y exacta de los rituales oficialmente establecidos. Porque se
tiene el profundo convencimiento de que eso es decisivo en la vida de la Iglesia y para la santificación de
los fieles.
De todo esto resulta una cuestión capital en el asunto que nos ocupa, a saber: ¿cómo debe ser
entendido el sacramento para evitar, en la medida de lo posible, el peligro que acabo de indicar?
b) El sacramento es un símbolo
En su acepción más elemental, un símbolo es la expresión de una experiencia. Esto quiere decir que el
símbolo se compone de dos elementos: por una parte, una experiencia que adentra sus raíces en el
inconsciente de la persona; por otra, la expresión externa de esa experiencia. De tal manera que la relación
que existe entre la experiencia y su expresión externa es una relación de correspondencia y no meramente
de semejanza, como ocurre en la metáfora. Por consiguiente, se puede y se debe decir que donde no hay
experiencia no hay símbolo. Como es igualmente cierto que donde hay sólo una experiencia (inexpresada o
incomunicada) tampoco hay símbolo. Por ejemplo, el amor es una experiencia que se expresa mediante la
mirada, el gesto, el tacto, etc. Tales expresiones externas y visibles son los símbolos del amor y en general
de la vida afectiva.
Pues bien, la fe cristiana comporta experiencias muy fuertes y muy profundas, sobre todo la
experiencia del amor de Dios y del amor a Dios; la experiencia del amor del hombre y del amor al hombre.
En definitiva, las experiencias más serias que puede vivir una persona. Por lo tanto, si la fe comporta
esencialmente las experiencias más fuertes de la vida, eso quiere decir que la fe se tiene que expresar
también simbólicamente, de acuerdo con todo lo que sabemos acerca de la función del símbolo en la vida
humana. Creer, por consiguiente, es comprometerse. Pero creer es también y al mismo tiempo expresar
simbólicamente lo que se vive. Por eso se comprende que las comunidades cristianas primitivas expresaron
su fe en la forma que tomaron de vivir. Pero la expresaron también en sus formas de celebrar
simbólicamente lo que creían. He aquí la razón de ser de los sacramentos. Por eso cabe decir con todo
derecho que los sacramentos son los símbolos de la fe.
Por lo demás, es importante tener en cuenta que cuando el Nuevo Testamento habla de los
sacramentos del bautismo y de la Eucaristía no se detiene a explicar los ritos que con ese motivo se ponían
en práctica. Por el contrario, cuando los autores del Nuevo Testamento hablan del bautismo y de la
Eucaristía, en lo que ponen su atención es en describir las experiencias que tales sacramentos comportaban.
Así, al hablar del bautismo cristiano, se insiste en la experiencia del Espíritu (Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Jn
1,33; He 1,5; 11,16; 19,3-5), en la experiencia de la muerte (Rom 6,3-5; 1Cor 1,13; Col 2,11-l3), de tal
forma que, en boca de Jesús, ser bautizado equivale a ser crucificado, sufrir y morir por el pueblo (ver Mc
10,38; Lc 12,50) y, finalmente, en la experiencia de la libertad, de acuerdo con toda la teología de Pablo
sobre este asunto, porque donde hay Espíritu del Señor hay libertad (2Cor 3,17).
De la misma manera, cuando en el Nuevo Testamento se habla de la Eucaristía, se dice que ella sella la
“nueva alianza” (Mt 26,28 par), pero sabemos que esa alianza es y comporta esencialmente la gran
experiencia del corazón humano liberado, como consta por un famoso pasaje de Jeremías (31,31-34). Por
otra parte, la Eucaristía lleva consigo también la gran experiencia de la vida compartida con los hermanos
en la comunidad (He 2,42-47), la solidaridad y la fraternidad en la igualdad (1Cor 11,17-34), la experiencia
de la mutua pertenencia a un mismo cuerpo, que es el cuerpo de Jesús el Mesías (1Cor 10,14-22) y, sobre
todo, la experiencia del pan que se parte y se reparte, que simboliza el amor en la unidad (ver Jn 6,22-40;
13,33-35).
Conviene indicar aquí, por último, que todo lo dicho no significa que los sacramentos sean puros
símbolos espontáneos e incluso anárquicos. Nada de eso. Como diré más adelante, los sacramentos
constituyen una verdadera celebración. Y, por otra parte, toda celebración colectiva o comunitaria comporta
una determinada ritualización. Pero eso no quiere decir que los sacramentos consistan esencialmente en
unos ritos determinados. Lo más que se puede decir, a este respecto, es que el sacramento conlleva una
cierta ritualización.
c) Consecuencias pastorales
De lo dicho anteriormente sobre lo que son esencialmente los sacramentos, se deducen algunas
consecuencias que conviene tener presentes:
1) Si los sacramentos son esencialmente símbolos, eso quiere decir que hay sacramentos cristianos
donde hay experiencia cristiana. Porque el símbolo -ya lo he dicho- es la expresión de una experiencia. Por
consiguiente, donde no hay experiencia cristiana no hay ni puede haber sacramento. De donde se sigue que,
en la práctica pastoral, se debería poner el mayor énfasis en educar a los fieles para vivir las experiencias
que comportan los sacramentos.
2) Los sacramentos no pueden consistir, de hecho, en servicios religiosos puestos a disposición del
público. Porque cuando los sacramentos se practican de esa manera, inevitablemente se convierten en
simples ceremonias sagradas a las que mucha gente acude por cumplir con un precepto legal, por razón de
la costumbre o por otras motivaciones, tales como el miedo al castigo divino o la necesidad de acallar la
conciencia. Pero nada de eso es lo que está en juego cuando se trata de celebrar un sacramento.
3) Los sacramentos, en cuanto símbolos de la fe, tienen que ser celebrados por una comunidad de fe
para que sean verdaderamente tales símbolos. Una comunidad de fe es un grupo de personas que comparten
la experiencia del seguimiento de Jesús. Es un grupo de personas, por lo tanto, que comparten la
experiencia de la conversión a los valores fundamentales del evangelio, la experiencia del Espíritu, la
experiencia de la libertad cristiana, la experiencia del amor cristiano. Cuando tales experiencias no son
vividas y compartidas por un grupo, no hay ni puede haber símbolos cristianos, es decir, no hay ni puede
haber sacramentos. En el fondo, se trata de comprender que una comunidad de creyentes no es una masa de
gente que acude a un templo a una hora determinada. Eso puede ser más la consecuencia de un fenómeno
social que de un acontecimiento verdaderamente cristiano.
Esta pregunta es importante. Porque hay personas que piensan que los sacramentos son una cosa sin
importancia, algo secundario en la vida de la Iglesia. Es más, hay quienes se imaginan que los sacramentos
han sido una invención del clero, que de esa manera pretende tener sometida a la gente. Nada de eso
responde, ni de lejos, a la realidad de las cosas.
En la Iglesia hay sacramentos porque la vida de fe comporta experiencias tan hondas y decisivas que
no pueden expresarse y comunicarse nada más que por medio de símbolos. De la misma manera que la
relación humana y la vida afectiva no pueden expresarse y comunicarse adecuadamente con el instrumental
que suministran las ideas y las palabras, sino que necesitan de la riqueza expresiva y de la fuerza de vida
que contienen los símbolos, igualmente la vida de fe, de esperanza y de amor que caracteriza a la
comunidad creyente no puede expresarse y comunicarse en toda su plenitud nada más que por medio de
símbolos. Y esos símbolos son nuestros sacramentos.
Por lo tanto, la razón de por qué hay sacramentos en la Iglesia no está en que hay una ley divina que
así lo ha dispuesto; o porque al clero se le ha ocurrido semejante procedimiento de someter a los fieles.
Nada de eso tiene que ver con la realidad. Cuando Jesús se hizo bautizar, no estaba imponiendo una ley a
los creyentes. Y cuando celebró la cena con su comunidad, tampoco estaba sentenciando una ley para el
futuro. El bautismo de Jesús es el gesto simbólico en el que expresa su destino, de la misma manera que el
bautismo de cada cristiano es el símbolo que celebra y expresa el destino del hombre de fe, que se adhiere
mediante el seguimiento al destino del Mesías. Y en el mismo sentido, la cena que celebró Jesús con su
comunidad de discípulos es el gesto simbólico que expresa la comunión de vida de los creyentes con Jesús
y entre ellos mismos.
La Iglesia es fiel a Jesús cuando celebra, por la fuerza del Espíritu, los mismos gestos simbólicos que
realizó Jesús: cuando se adhiere a su destino y comulga con su vida, cuando perdona los pecados y libera a
los hombres de las fuerzas de la esclavitud y de la muerte que operan en la sociedad, cuando sana las raíces
del mal y del sufrimiento que oprimen a todos los crucificados de la tierra. Cuando todo eso no son meras
palabras, sino experiencias reales y concretas, vividas cada día en cada comunidad de fe, entonces cada una
de esas comunidades expresa automáticamente tales experiencias mediante los símbolos fundamentales de
nuestra fe a los que llamamos sacramentos
Es peligroso interpretar los sacramentos con un criterio funcional. Como es igualmente peligroso
interpretar los símbolos de la relación humana con semejante criterio. Por ejemplo, es peligroso y
seguramente también aberrante que una madre diga: “Yo quiero y beso a mi hijo para que así mi hijo me
quiera y me bese a mí”. Las grandes experiencias de la vida y los símbolos que las expresan no se pueden
instrumentalizar sin correr el riesgo de desnaturalizar tanto las experiencias como los símbolos. Desde el
momento en que el amor se utiliza para algo, se manipula y degenera, hasta convertirse en burdo egoísmo.
Y lo mismo ocurre con los símbolos fundamentales que expresan y comunican el amor. Por eso, si decimos
que los sacramentos son los símbolos fundamentales de nuestra fe, resulta extremadamente peligroso
interpretar tales símbolos con un criterio utilitario y funcional. De ahí que preguntarse para qué son los
sacramentos es una cosa que, en buena medida, ni siquiera tiene sentido.
Sin embargo, es importante esta pregunta. Por una razón que se comprende enseguida: de hecho, los
sacramentos son utilizados como verdaderos instrumentos o “causas instrumentales”, como los llamó la
teología medieval. Según esta manera de pensar, el sacramento se usa, se utiliza y se instrumentaliza con un
fin determinado: para obtener la gracia de Dios, para salvarse y santificarse. Porque, según la antigua
teología escolástica, el sacramento es “causa eficaz” y mas concretamente “causa instrumental” de la gracia.
En principio, esta manera de comprender la finalidad y la funcionalidad de los sacramentos parece
bastante natural y hasta lo más lógico del mundo. Porque así el sacramento aparece como el “signo eficaz”
de la relación entre el hombre y Dios. Un signo, por tanto, de que el hombre obedece a Dios y de que Dios
santifica al hombre, ya que se trata de un signo de eficacia indefectible.
Y efectivamente así debe ser entendida la eficacia del sacramento, puesto que en él es Dios mismo
quien actúa para bien del hombre. Pero aquí es importante señalar los posibles peligros en que puede
incurrir esta manera de entender la eficacia de los sacramentos. Porque, en primer lugar, se puede deslizar la
imagen del sacramento hacia una concepción casi mágica del mismo: si en el sacramento se da una especie
de eficacia automática, que funciona por sí misma e independientemente de la vida del que lo recibe,
caemos inevitablemente en una idea del sacramento que lo desnaturaliza. Por otra parte, si se da esa idea de
que el sacramento está dotado de una especie de eficacia automática, las cosas se orientan en la Iglesia hacia
un cierto consumismo sacramental, porque los sacerdotes llegan a convencerse de que lo mejor es
administrar y repartir la mayor cantidad posible de sacramentos; y los fieles, por su parte, se llegan a creer
que cuantos más sacramentos reciban tanto mejor. De donde resulta que la actividad pastoral de la Iglesia y
sus centros de interés se orientan con preferencia hacia las prácticas religiosas, el esmero y la atención a lo
cultual y lo sagrado, la sensibilidad por los ritos y ceremonias, mientras que se descuida escandalosamente
la atención a las exigencias éticas y sociales que comporta la fe cristiana. Y entonces se produce la
inevitable incoherencia de una Iglesia que es más religiosa que cristiana, más parecida a la institución sacral
con la que se enfrentó Jesús que a la comunidad de discípulos que reunió el propio Jesús.
Es verdad que en teoría nadie va a conceder más importancia a las prácticas religiosas que a las
exigencias éticas. Pero lo cierto es que eso ocurre, en la práctica, de una manera asombrosa. Por una razón
muy sencilla: las prácticas religiosas resultan menos comprometidas y menos arriesgadas que las exigencias
éticas y sociales del evangelio. Y además las prácticas religiosas ejercen una especie de fascinación sobre
los fieles, que no se suele dar en el caso de los compromisos sociales, civiles y hasta políticos. Es más,
muchas veces los compromisos de esa índole no resultan del todo claros y transparentes y en ocasiones
parecen estar complicados con ideologías, estrategias y tácticas que se pueden considerar como poco
cristianas. Por el contrario, las prácticas religiosas producen casi siempre la impresión de ser lo mejor y lo
más santo que un creyente puede hacer. Ahora bien, estando así las cosas, no nos tiene que extrañar que la
Iglesia oriente su presencia en la sociedad de tal manera que, por salvaguardar y asegurar sus prácticas
sacramentales, se calle a veces ante los atropellos y las injusticias que se cometen. Por ejemplo, ocurre en
algunos casos que en los países dominados por dictaduras políticas, ya sean de derechas o incluso de
izquierdas, los clérigos se callan ante los atropellos que se cometen contra los derechos fundamentales de
las personas. Y es claro que los clérigos se callan, en esos casos, por la sencilla razón de que así se consigue
que a la Iglesia la dejen seguir celebrando sus funciones en los templos y administrando los sacramentos a
la gente. En ese caso, los sacramentos tienen una funcionalidad indirecta muy concreta: sirven para
tranquilizar la conciencia de los clérigos y de los fieles en general, al mismo tiempo que vienen a legitimar
de hecho a los poderes constituidos.
Evidentemente, si pensamos en todo este asunto con una conciencia iluminada por la fe, tenemos que
decir que los sacramentos no pueden tener la finalidad práctica y la funcionalidad concreta que acabo de
describir. Lo que equivale a decir que los sacramentos cristianos no pueden ser interpretados y
comprendidos desde el criterio que nos suministra la llamada “causalidad instrumental” de los sacramentos.
Como tampoco pueden ser interpretados desde el punto de vista que nos proporciona la teoría de los ritos
religiosos y su eficacia casi mágica o automática, tal como de hecho los entiende y los recibe mucha gente.
Pero entonces, ¿qué decir sobre la pregunta planteada en este apartado: para qué son los sacramentos?
Brevemente: cuando el sacramento se comprende como símbolo que expresa y comunica una experiencia,
entonces la finalidad del sacramento resulta coherente. Porque ya no se trata de que el fiel creyente recibe
un rito religioso para que así Dios le devuelva la gracia santificante, sino que se trata de que el hombre de fe
participa en la celebración simbólica porque a ello se siente impulsado por su experiencia, sabiendo que
entonces esa experiencia no sólo se expresa y se comunica, sino que además se acrecienta, se intensifica y
se hace más fuerte. En este sentido, se puede y se debe decir que, efectivamente, los sacramentos
comunican y acrecientan la gracia de Dios en el que los pone en práctica. Además, sabiendo que se trata de
una experiencia esencialmente comunitaria, el sacramento tiene entonces la virtualidad de edificar a la
comunidad: la experiencia que los creyentes comparten y expresan simbólicamente tiene por sí misma la
capacidad de unir a las personas, las vincula en un mismo proyecto y así la comunidad se muestra como el
gran sacramento de la unidad y la solidaridad de los hombres entre sí y de los hombres con Dios. He ahí la
significación más profunda de la Iglesia. La comunidad hace los sacramentos. Y los sacramentos hacen a la
Iglesia.
Por último, es importante destacar la función social y pública que así adquiere el sacramento. Cuando
la experiencia que lleva a los cristianos a celebrar el sacramento es una verdadera experiencia de fe, se
puede decir con toda razón que la comunidad no se reúne porque se siente satisfecha en sí misma, sino
porque siente como cosa propia el sufrimiento y la angustia de todos los desgraciados de la tierra. Y
entonces el sacramento es la expresión simbólica de un gran deseo y de una verdadera pasión: el deseo y la
pasión por una sociedad distinta, en la que no haya unos hombres que dominan a otros hombres, ni gentes
insolidarias con el dolor ajeno, ni personas que se ven privadas de sus derechos. Y así, los símbolos de la fe
cristiana y los símbolos de toda aspiración humana vienen a tener una misteriosa y profunda convergencia:
la insolidaridad humana, se ha dicho muy bien, produce ruptura de sacramentalidad a todos los niveles y
halla en los pobres su expresión simbólica privilegiada como negativo de cualquier forma de
sacramentalidad. Su clamor es una exigencia de solidaridad. Por el contrario, la solidaridad con los pobres,
al restablecer el plan de Dios (crear la gran familia de los hijos del Padre), es no sólo sacramental, sino
incluso se puede decir que es lo principal, el punto de referencia modélico y ejemplar de la sacramentalidad
humana y de cualquier forma de expresión sacramental entre cristianos.
4. Los sacramentos como celebración
2
BAUTISMO: SUFRIR Y MORIR POR EL PUEBLO
EL BAUTISMO es el sacramento del que más habla el Nuevo Testamento. Esto indica la importancia que
tiene este sacramento en la Iglesia y en la vida de los fieles. De tal manera que, sin exageración alguna, se
puede afirmar que el bautismo es el sacramento fundamental que configura y determina toda la vida
cristiana. Sin embargo, es un hecho que el bautismo ha llegado a ser un rito insignificante para la vida de
muchos cristianos. Y la razón es muy sencilla: casi todo el mundo recibe este sacramento en su más tierna
infancia. Lo cual quiere decir que casi nadie se da cuenta de lo que recibe cuando es bautizado. De ahí lo
poco que significa este sacramento en la vida concreta de muchos cristianos. La gente se preocupa de que
los niños sean bautizados por una serie de motivaciones de tipo sociológico, cultural y religioso. Pero luego
casi nadie se vuelve a acordar de su bautismo y de las consecuencias que entraña.
Por otra parte, la enseñanza tradicional de los catecismos clásicos ha destacado sólo un aspecto del
sacramento del bautismo: su relación con el pecado original. De ahí que, en la opinión popular, el bautismo
es el sacramento que sirve para borrar el pecado original, de tal manera que a eso se reduce lo que mucha
gente sabe acerca del bautismo. Desde este punto de vista, la insuficiencia de la catequesis tradicional
resulta manifiesta.
Pero hay más. El bautismo es administrado a la casi totalidad de la población infantil en los llamados
países cristianos. Y eso tiene una consecuencia muy grave: de esa manera, y en virtud de ese procedimiento,
la casi totalidad de la población entra a formar parte de la Iglesia. De donde resulta que la Iglesia no es ya la
comunidad de los convertidos a la fe y al evangelio, sino la sociedad de los nacidos en ciertos países o en
determinados grupos sociológicos. Dicho de otra manera, lo que configura a la Iglesia no es ya el evangelio
y el mensaje de Jesús, sino la población de ciertos países, la gente de cierta cultura, los grupos de una
determinada mentalidad, la mentalidad eclesiástica. Es evidente que, en tales circunstancias, el bautismo ha
venido a perder su significación original, tal y como se habla de ese asunto en los escritos del Nuevo
Testamento.
Estando así las cosas, resulta muy difícil comprender y vivir a fondo lo que significa el bautismo
cristiano. No sólo porque la formación catequética ha sido deficiente hasta hace no pocos años, sino además
porque la organización eclesiástica, cuando se trata de este sacramento, presenta serias cuestiones que será
necesario analizar, sobre todo por lo que se refiere al bautismo de los niños.
Para responder a esta compleja problemática, nos vamos a fijar, sobre todo, en el análisis de los
principales textos bautismales del Nuevo Testamento. Pero antes de eso conviene decir algo acerca del
simbolismo que es propio de este sacramento.
1. El simbolismo acuático
Todo sacramento es un símbolo. Esto quiere decir, entre otras cosas, que para comprender un
sacramento en concreto el camino más directo es analizar el símbolo que se pone en práctica al
administrarlo. Pues bien, en el caso del bautismo, el simbolismo que se utiliza es el simbolismo del agua.
Por consiguiente, analizando el simbolismo acuático, tendremos un punto de referencia fundamental para
comprender la significación del bautismo.
Ahora bien, el agua simboliza cuatro cosas:
1. El agua da vida: porque el agua es absolutamente necesaria para la vida. Por eso, donde hay agua
hay vida. Y donde falta el agua, lo único que puede haber es muerte. Este simbolismo ha sido fuertemente
destacado en no pocas religiones. Porque corresponde a la naturaleza misma de las aguas y su función
fecundante. De ahí que el desierto es el lugar donde está ausente la vida, porque allí está ausente el agua;
mientras que el oasis es el lugar de la vida, porque es el lugar del agua. Por todo esto se comprende
fácilmente que el agua es uno de los mejores símbolos de la vida. Por eso en muchas religiones se utiliza el
agua para simbolizar que los fieles pasan de la muerte a la vida, y que tienen la vida que proviene de Dios.
2. El agua lava: cosa que todos sabemos por experiencia y que no necesita explicación. Por eso, lo
mismo en el judaísmo que en otras religiones antiguas y modernas se utilizan ciertos lavatorios rituales para
indicar y simbolizar que, de la misma manera que el agua lava el cuerpo, igualmente la gracia de Dios lava
el espíritu, limpia del pecado o de las impurezas cultuales y nos hace presentables, como el que está recién
lavado de pies a cabeza
3. El agua satisface la sed: o también se suele decir que apaga la sed, lo mismo que apaga el fuego.
Pero como la sed expresa una necesidad tan fundamental en la vida, de ahí que, con frecuencia, se habla de
la sed para indicar nuestros deseos más grandes, por ejemplo, cuando se dice que tenemos sed de justicia o
sed de paz. Y de la misma manera se suele también hablar del agua como la satisfacción de nuestras
necesidades más grandes o de nuestras aspiraciones más profundas. De ahí la utilización frecuente del agua
y la sed en el lenguaje simbólico de la poesía y el arte.
4. El agua mata: porque muchas veces es agente de destrucción y de muerte, cosa que ocurre con
frecuencia en riadas, tormentas, inundaciones, etc. Y por eso también uno de los simbolismos más
fundamentales del agua, en muchas religiones, es la inmersión en las aguas de un río o de una piscina para
indicar que el hombre sepulta su vida pasada en el pecado y renace a una vida nueva en la gracia y la
amistad con Dios.
Ahora bien, acerca de estos cuatro simbolismos hay que preguntarse: ¿Habla la Biblia de todos ellos
al referirse al bautismo? ¿son todos igualmente importantes?, ¿existe alguno que sea el simbolismo
fundamental, el simbolismo básico, para explicar lo que significa y representa el bautismo cristiano?
El Nuevo Testamento habla con frecuencia del agua en relación al bautismo. Sabemos, en efecto, que
el bautismo cristiano se administraba con agua (He 8,36.38s; 10,47). Y por eso los cuatro simbolismos del
agua que antes he indicado aparecen en los distintos autores y tradiciones del Nuevo Testamento, aunque no
todos de la misma manera ni con la misma importancia.
Así, ante todo, se habla del agua bautismal como fuente de una nueva vida. En este sentido, se dice
que el cristiano, una vez bautizado, vive una vida nueva, lejos del mal y del pecado (Rom 6,4; 1Jn 3,9).
También se dice que el bautismo es un baño renovador y regenerador (Tit 3,5; ver Ef 5,26; Heb 10,22). O se
habla del agua que quita la sed para siempre, lo cual, aunque no directamente, de alguna manera se puede
referir al bautismo (Jn 4,14).
Pero, sin duda alguna, es el cuarto simbolismo, el agua que mata, el que más se destaca en el Nuevo
Testamento, cuando se trata del bautismo. En efecto, los grandes símbolos acuáticos del Antiguo
Testamento, el diluvio (Gén 7,18-24) y el paso del mar Rojo (Éx 14), son símbolos en los que el agua
aparece como agente de destrucción y de muerte. Pues bien, esos dos símbolos son aplicados al bautismo
cristiano en el Nuevo Testamento: el diluvio en 1Pe 3,20s, y el paso del mar Rojo en 1Cor l0,1s.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que cuando en los evangelios se utiliza la expresión “ser
bautizado”, en pasiva (Mc 1,9 par; Mt 3,16; Lc 3,21), se trata de una traducción del arameo, que significa
“tomar un baño sumergiéndose en las aguas”, lo que sugiere principalmente la idea de sumergirse en las
aguas de la muerte Por eso, sin duda, cuando Jesús utiliza el verbo baptiszênai, se refiere a su propia muerte
(Mc 10,38; Lc 12,50). De estos textos volveré a hablar enseguida. Sin embargo, ya desde ahora hay que
decir que, para Jesús, la idea del bautismo se relaciona directamente con la idea de la muerte.
Pero, sobre todo, hay que recordar el texto bautismal más Importante de todo el Nuevo Testamento:
Rom 6,3-5. En este texto —del que volveré a hablar más adelante— el bautismo cristiano se pone
directamente en relación con la muerte y la resurrección (ver Col 2,11-12; Gál 2,20; 5,24).
Por consiguiente, se puede decir, con seguridad, que el simbolismo fundamental del agua bautismal en
el Nuevo Testamento se refiere al agua en cuanto agente de destrucción y de muerte. Por lo tanto, a eso se
refiere fundamentalmente el bautismo cristiano. Pero, ¿qué quiere decir eso más en concreto? De ello hablo
a continuación.
Los cuatro evangelios cuentan el bautismo que recibió Jesús (Mc 1,9-l1; Mt 3,13-17; Lc 3,21-22; Jn
1,32-34). Y los cuatro conceden especial importancia a este hecho, porque representa el punto de partida del
ministerio público de Jesús (ver He 1,22; 10,37; 1Jn 5,6). Pero es, sobre todo, el mismo Jesús quien
reconoce en el bautismo de Juan un acontecimiento de singular importancia para interpretar y explicar su
propia autoridad de mesías. Así nos consta por Mc 11,27-33: le preguntan a Jesús de dónde ha recibido él su
autoridad; y Jesús responde apelando al bautismo de Juan. Si tomamos en serio la contrapregunta de Jesús,
entonces su sentido es el siguiente: “mi autoridad se basa en el bautismo de Juan”. Y esto, a su vez, quiere
decir: “mi autoridad se basa en lo que sucedió cuando yo fui bautizado por Juan”. Por consiguiente, nos
encontramos con que el propio Jesús atribuye su autoridad a la vocación que recibió al ser bautizado por
Juan. He ahí la importancia que tuvo la experiencia del bautismo para Jesús.
Pero ¿en qué consistió aquella experiencia?
Los cuatro evangelios coinciden en narrar dos cosas cuando cuentan el bautismo que recibió Jesús: en
primer lugar, la venida del Espíritu; en segundo lugar, una proclamación divina asociada a la venida del
Espíritu. En cuanto al descenso del Espíritu, hay que tener en cuenta que, según el judaísmo antiguo, la
comunicación del Espíritu significaba lo mismo que inspiración profética, es decir, la persona que recibía el
Espíritu era llamada por Dios para ser su mensajero. Por lo tanto, en el momento de su bautismo, Jesús
recibió del Padre la vocación y el destino que marcó y orientó su vida.
Ahora bien, ¿en qué consistió concretamente esta orientación y este destino? La proclamación divina
que acompañó a la venida del Espíritu fue ésta: “Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto” (Mc
1,11; Mt 3,17; Lc 3,22). Estas palabras se refieren a un texto famoso del profeta Isaías (Is 42,1), que es el
comienzo de los cantos del siervo de Yavé, en los que se presenta a este siervo como el hombre solidario
con el pueblo pecador, sufriendo y muriendo por la salvación y liberación del pueblo (ver Is 53,1-12). Por
consiguiente, con ocasión de su bautismo, Jesús experimentó su vocación. Y esa vocación es el destino del
siervo, que se solidariza con el pueblo y sufre y muere por salvar al pueblo.
Por lo tanto, en el momento de su bautismo, Jesús recibió y aceptó una misión y un destino: la misión
y el destino que le llevarían a su muerte violenta. Por eso se explica que las dos únicas veces que Jesús
utiliza el verbo “bautizar” (“ser bautizado”) (Mc 10,38; Lc 12,50), es para referirse a su propia muerte. En
labios de Jesús, “ser bautizado” es lo mismo que “ser crucificado”, sufrir y morir por el pueblo.
En consecuencia, el bautismo tiene un sentido concreto para Jesús: es el acto y el momento en el que
el hombre asume conscientemente una vocación y un destino en la vida: la vocación y el destino de la
solidaridad incondicional con el pueblo, sobre todo con el pueblo pecador y perdido, hasta llegar a la misma
muerte si es necesario. Este es el sentido radical y fuerte que tiene el bautismo cristiano, interpretado a
partir del propio bautismo que recibió Jesús.
Y esto justamente es lo que no comprendía Juan el Bautista; de ahí su desconcierto cuando vio que
Jesús venía a ser bautizado (Mt 3,14). Porque, para el Bautista, los caminos del mesías tienen que ser
caminos de imposición autoritaria, de poder y de juicio (Mt 3,10-12). Por eso se comprenden la perplejidad
y las dudas de Juan Bautista (Mt 1 1,2-3). Porque para él el mesías tenía que ser fuerte, poderoso y
autoritario. Sin embargo, para Jesús, el camino que se traza a partir del bautismo es el camino de la
solidaridad, el sufrimiento y la muerte
Pero la significación del bautismo cristiano es más profunda. No se trata solamente de que, al recibir
el bautismo, asumimos un destino de muerte; se trata, además, de que el bautismo es en sí una verdadera
muerte. Es decir, el bautismo es el sacramento mediante el cual se expresa y se simboliza un cambio total y
completo en la vida. Porque se trata del cambio de la muerte (pecado, injusticia) a la vida (honradez,
bondad). De la misma manera que Jesús pasó por la muerte, para así llegar a la vida sin límites, igualmente
el cristiano tiene que pasar por la muerte (el bautismo), para empezar una vida nueva, la vida de la fe, la
vida propia del creyente. Así lo explica el apóstol Pablo: “¿Es que no saben que a todos nosotros, al
bautizarnos uniéndonos a Jesús el mesías, nos bautizaron uniéndonos a su muerte? Por lo tanto, aquel
baño que nos metió en las aguas y que nos unió a su muerte, nos sepultó con él, para que, así como Cristo
fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una vida nueva.
Además, si hemos quedado incorporados a él por una muerte semejante a la suya, ciertamente lo estaremos
por una resurrección semejante” (Rom 6,3-5).
En este texto hay unas palabras clave: “al bautizarnos uniéndoios a Jesús el mesías” . Estas palabras
son paralelas a otras del mismo Pablo, según las cuales los judíos, al pasar el mar Rojo, “fueron bautizados
uniéndolos a Moisés” (1Cor 10,2). Esto quiere decir: los judíos que siguieron a Moisés y pasaron con él por
las aguas de la muerte, encontraron de esa manera la vida y la libertad. Pues de la misma manera, ahora los
cristianos que siguen el destino de Jesús hasta la muerte, cosa que se expresa simbólicamente mediante las
aguas del bautismo, de esa forma encuentran el destino de la vida y la liberación.
Pero el texto dice más, porque afirma que “nos bautizaron uniéndonos a su muerte” (Rom 6,3).
Parece que estas palabras están tomadas del lenguaje de los cultos mistéricos de aquel tiempo. Y vienen a
decir lo siguiente: el que recibe el bautismo sepulta su pasado y muere a todo lo que no sea una vida de
verdadero hijo de Dios. Porque “morir con Cristo” significa morir al mundo, al orden establecido, como
fundamento de la vida del hombre (Gál 6,14) o a los poderes del mundo que esclavizan (Col 2,20), a la
esclavitud de la ley (Rom 7,6), a la vida en el pecado (Rom 6,6) o a la “vida-para-sí-mismo” (2Cor
5,14-15). Todo eso ocurre en el bautismo cristiano. Por eso el verdadero creyente vive entregado
continuamente a la muerte por causa de Jesús, “para que también la vida de Jesús se transparente en
nuestra carne mortal” (2Cor 4,11; ver Col 1,24).
La clave de interpretación del bautismo cristiano es la muerte. La muerte de Jesús. Esa muerte como
destino y como acontecimiento. El bautizado es el hombre que asume en la vida el destino de la muerte por
los demás. De tal manera que él es un muerto para todo lo que no sea una vida como la vida que llevó el
propio Jesús.
5. Consecuencias del bautismo
e) La experiencia de la libertad
El paso del mar Rojo fue, para los israelitas, el paso de la esclavitud a la libertad. Por eso el bautismo
que vinculó a aquellos hombres al destino de Moisés (1Cor 10,2) fue el bautismo de la liberación. Pero,
como ya se ha dicho, el bautismo que vinculó a los israelitas a Moisés tiene un paralelismo, formulado
literalmente mediante la misma frase, con el bautismo que vincula a los creyentes con el mesías Jesús (Rom
6,3). Por consiguiente, ya desde este punto de vista, el bautismo cristiano comporta una experiencia de
liberación. Es decir, de la misma manera que el paso del mar Rojo fue para los israelitas la experiencia
fundamental de su liberación, así también el paso por el agua bautismal comporta para los cristianos la
experiencia de su propia libertad.
Pero libertad, ¿de qué y para qué? San Pablo explica este punto de manera admirable. Precisamente en
el texto de Rom 6,3-5 se trata de responder a la acusación que algunos hacían contra Pablo de que, al
predicar la libertad de la ley, de esa manera lo que en realidad fomentaba era la inmoralidad y el libertinaje
(Rom 6,1). Ante Semejante acusación, Pablo aduce el hecho del bautismo con la experiencia que comporta,
para concluir con una frase sencillamente lapidaria: “El pecado no tendrá dominio sobre ustedes, porque ya
no están en régimen de ley, sino en régimen de gracia” (Rom 6,14). El hombre que ha vivido la experiencia
del Espíritu en el bautismo, ha vivido por eso mismo la experiencia de una liberación. Se trata de la
liberación del pecado, que ya no tiene dominio sobre los cristianos. Pero lo sorprendente es la razón que da
el mismo Pablo de por qué los cristianos ya no están sometidos al señorío del pecado: “porque ya no están
en régimen de ley, sino en régimen de gracia”. Es decir, los creyentes están liberados del pecado porque, en
el fondo, de lo que están liberados es de la ley.
Por consiguiente, la experiencia del bautismo es la experiencia de la libertad más radical. Porque es la
liberación de la ley en su sentido más fuerte, es decir, la ley en cuanto voluntad impositiva y codificada que
se impone al hombre desde fuera (ver Rom 13,8-10; 2,17-23; 7,7; Gál 3,10.17.19; 4,21-22). En el fondo,
¿qué quiere decir todo esto? Sencillamente, que la ley del creyente es el amor. A eso se refiere Pablo en
Rom 13,8-10 y en Gál 5,14. Lo que quiere decir que la experiencia fundamental del creyente en el bautismo
es la experiencia del amor. Y por cierto, no sólo del amor a Dios, sino además del amor al prójimo, ya que a
eso se refieren expresamente los textos de Romanos y Gálatas que acabo de citar: el que ama al prójimo
cumple la ley plenamente hasta sus últimas consecuencias.
La Iglesia es la comunidad de los bautizados. De tal manera que es efecto fundamental del bautismo el
incorporar al hombre a la comunidad de la Iglesia (ver 1Cor 12,13; Gál 3,27). Esto quiere decir que el
bautismo es el sacramento que configura a la Iglesia. Es decir, la Iglesia tiene que ser la comunidad que
nace del bautismo y que, por consiguiente, está de acuerdo con lo que significa el bautismo
Ahora bien, ¿qué modelo de Iglesia surge a partir del bautismo, según lo que éste significa? De
acuerdo con todo lo que aquí se ha dicho sobre el bautismo, resulta que la Iglesia tiene que ser, en el mundo
y en la sociedad, la comunidad de los que libre y conscientemente han asumido un destino en la vida: el
sufrir y morir por los demás. O sea, la Iglesia es la comunidad de los que existen para los demás. Y es
también la comunidad de los que se han revestido de Cristo, es decir, de los que reproducen en su vida lo
que fue la vida de Jesús el mesías. Y además la comunidad de los hombres y mujeres a quienes guía y lleva
el Espíritu. Finalmente, la comunidad de la libertad liberadora, en el sentido explicado.
¿A qué conclusión nos lleva todo esto? O todo lo que acabo de decir es pura palabrería, que en la
práctica no significa nada en concreto; o todo eso se tiene que tomar en serio y tal como suena. Pero
entonces, ¿qué resulta? Inevitablemente, no una Iglesia masificada y amorfa, sino una Iglesia que consiste
en la gran comunidad de comunidades. Comunidades que viven lo que representa y exige el bautismo de la
forma ya explicada. A partir de eso se tendría que organizar todo lo demás en la Iglesia.
Pero todo esto plantea un serio problema: el bautismo de los niños. La Iglesia es una masa amorfa de
gente porque el bautismo se administra a los niños de una manera prácticamente indiscriminada, de tal
modo que entran a formar parte de la Iglesia los que no pueden decidir de sí mismos para su futuro. Pero
¿es que tiene que ser así? ¿No podría ser de otra manera?
7. El bautismo de los niños
y los niños que mueren sin bautismo
3
CONFIRMACION: LA LUCHA POR LA JUSTICIA
1.Origen histórico
b) Desarrollo histórico
Ya en el Nuevo Testamento se habla del gesto de la imposición de manos. Pero casi siempre en
relación con curaciones de tipo carismático (Mt 9,18; Mc 5,23; 6,5; 7,32; 8,23; Lc 13,13; He 28,2). Aunque
también se establece una relación entre este gesto y el reino de Dios (Mt 19,13.15; ver Mc 10,16) o se
habla, en otros casos, del bautismo cristiano (He 8,l7ss; 9,17; 19,16; ver 1Tim 5,22). En todo caso, es cierto
que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, cuando se administraba el bautismo se tenía la costumbre de
que el obispo hiciera un gesto o ritual de bendición mediante la imposición de manos sobre la cabeza del
recién bautizado. De esta manera se recordaba lo que hicieron los primeros apóstoles, según hemos visto
que cuenta el libro de los Hechos. Por lo menos, es seguro que desde comienzos del siglo III aparecen ya,
en conexión con el bautismo, ritos de los que se formó más tarde la estructura del rito de la confirmación:
imposición de manos, unción, signación con la cruz e incluso, en Roma, una segunda unción posbautismal
de origen desconocido, pero sumamente importante para el desarrollo del rito posterior de la confirmación.
Además, también desde los tiempos más antiguos había la costumbre de que a los recién bautizados se
les ungía con aceite en la cabeza o en el pecho. Este aceite había sido bendecido antes por el obispo. Y eso
tenía un significado: en aquellos tiempos, las medicinas y los perfumes se diluían en aceite. Por eso el
hecho de ungir con aceite significaba o simbolizaba la alegría de la fiesta (perfumarse) y la fortaleza de la
curación (medicinarse). Pues bien, estas dos cosas se querían significar en el momento del bautismo: la
alegría de la nueva vida en Cristo y la fortaleza contra los poderes enemigos del Reino. Hay quienes piensan
que ya se habla de esta unción, relacionada con el bautismo, en los escritos del Nuevo Testamento (2Cor
1,21; 1Jn 2,20.27). Pero no es seguro que esos textos se refieran a una unción que ya en aquel tiempo
recibieran los cristianos al bautizarse. En todo caso, es seguro que, desde comienzos del siglo III, los
cristianos eran ungidos con aceite al recibir el bautismo. En este sentido ya habla la Didaskalía y
probablemente también Ireneo.
Esta costumbre, con ligeras variantes en algunos casos, se mantuvo así hasta el siglo V. Es decir, hasta
ese tiempo no existió un rito religioso separado del bautismo para imponer las manos o para ungir a los
cristianos. Dicho más claramente, hasta el siglo V no existió la confirmación como rito separado del
bautismo. Además, las Iglesias orientales han mantenido hasta hoy esta costumbre, es decir, en oriente no
hay ni un rito específico de confirmación, ni consiguientemente una teología específica de la confirmación.
Los orientales se atienen sencillamente a la tradición antigua: el presbítero administra el bautismo junto con
los ritos posbautismales.
Fue en occidente, y sólo a partir del siglo V, cuando se introdujo la costumbre de administrar el
bautismo sólo con agua. Y entonces la imposición de manos y la unción se empezaron a administrar
separadamente, en otro momento después del bautismo. ¿Por qué se produjo esta separación de los dos
ritos? Prescindiendo de otras razones de menor importancia, el motivo fundamental de esta separación fue
el siguiente: desde finales del siglo IV se impuso la costumbre de bautizar masivamente a todos los niños
recién nacidos. En consecuencia, los bautismos eran muy abundantes. De ahí que el obispo no podía estar
en todos los bautizos. Por eso desde ese tiempo eran los simples sacerdotes o los diáconos quienes
administraban el bautismo con agua, mientras que la imposición de manos y la unción quedaron reservadas
para cuando el obispo podía administrar esos ritos. Por lo tanto, la confirmación tiene, en occidente, un
origen concreto: el privilegio, reservado a los obispos, de ser ellos y sólo ellos los ministros de los ritos
posbautismales. Así pues, el otorgar a los obispos el privilegio de ministros de los ritos posbautismales no
presupuso la existencia de dos sacramentos independientes, sino que la creó: inicialmente, la
desmembración del rito bautismal no se tiene en absoluto como normal. Todo lo contrario: durante mucho
tiempo se buscó con ahínco que al bautismo del niño siguiera lo más rápidamente posible su confirmación.
Esta situación se mantuvo así hasta el siglo XIII.
Por lo tanto, la confirmación nació históricamente como una desmembración del rito bautismal
antiguo. La teología de esta confirmación, nacida así, tiene su primera formulación en el siglo V, en una
homilía atribuida a Fausto de Riez. Pero para encontrar una teología más elaborada de este sacramento hay
que esperar todavía varios siglos, hasta Pedro Lombardo, primero, y luego hasta Tomás de Aquino, que
justifica la confirmación sirviéndose de la analogía con la vida corporal: al nacimiento y a la maduración
del hombre tienen que corresponder, en la vida espiritual, dos sacramentos, el bautismo y la confirmación.
Pero es importante destacar que esta teología tomista, así formulada, no tiene fundamento en la tradición
anterior.
Por último, conviene indicar algo acerca de la indeterminación del rito de la confirmación. Todo el
problema consiste en saber si el rito de la confirmación consiste esencialmente en la imposición de manos o
más bien en la unción con aceite. Parece que el rito más antiguo es el de la unción. Pero durante muchos
siglos se intentó combinar la unción con la imposición de manos, de tal manera que el Pontifical del obispo
Durando (siglo XIII) manda que, al ungir, se extiendan ambas manos sobre el confirmando. Sin embargo,
para santo Tomás, la “materia” de la confirmación es la unción, pero añade que los apóstoles ungían ya
cuando imponían las manos. Este estado de cosas perdura hasta el siglo XVIII, cuando Benedicto XIV
restaura la imposición de manos individual, pero de modo que la mano derecha se imponga sobre la cabeza
del confirmando durante la signación con el aceite.
Resumiendo todo lo dicho hasta ahora, podemos llegar a las siguientes conclusiones: 1) Lo que ahora
llamamos el sacramento de la confirmación no existió, en un principio, como sacramento separado y
completo aparte del bautismo. 2) La separación de los dos ritos se inicia en el siglo V y se consuma en la
Edad Media, debido a circunstancias coyunturales. 3) Persiste una cierta indeterminación en el rito mismo
de la confirmación, ya que la tradición oscila entre la imposición de manos y la unción con aceite.
De todas maneras, es importante destacar que el gesto simbólico de imponer las manos y de ungir con
el crisma (mezcla de aceite y bálsamo) es un hecho muy antiguo, que se remonta hasta los primeros tiempos
de la Iglesia, y que además tiene una significación profunda, como enseguida explicaré.
2. Significación fundamental
a) No es completar el bautismo
Se suele decir, a veces, que la confirmación es el sacramento que viene a completar el bautismo. Pero
semejante afirmación, así formulada, es inexacta, ya que al bautismo no le falta nada ni es un sacramento
incompleto. No se puede pretender justificar la confirmación a costa de disminuir al bautismo de la manera
que sea.
Por una razón parecida se puede afirmar que también es falso decir que la confirmación es el
sacramento del Espíritu, es decir, el sacramento en el que se comunica el Espíritu a los creyentes. Tal
manera de hablar no concuerda con la teología del bautismo, que es, según la teología del Nuevo
Testamento y en su sentido propio, el verdadero sacramento del Espíritu.
Lo que sí es cierto es que la confirmación se tiene que entender en relación con el bautismo, puesto
que, como hemos visto, en los primeros siglos se administraba juntamente con el rito bautismal. Desde este
punto de vista, la confirmación tiene el sentido de corroborar y hacer consciente el compromiso bautismal.
Esto es tanto más importante cuanto que, como sabemos perfectamente, el sacramento del bautismo se
administra, la mayoría de las veces, a niños pequeños, que ni se dan cuenta ni comprenden lo que significa
su bautismo. De ahí la conveniencia de otro rito sacramental ¶en el que, quienes fueron bautizados de
pequeños, tomen conciencia de su compromiso cristiano y asuman libremente sus responsabilidades de
creyentes. En este sentido y en esta dirección hay que buscar el significado fundamental de la confirmación.
d) Exigencias de la confirmación
El cristiano es un hombre ungido para la lucha en favor de la justicia en el mundo. Esto quiere decir,
ante todo, que para el creyente en Jesucristo el lugar del encuentro con Dios no es ni la experiencia
metafísica del ser (que caracteriza a la tradición occidental), ni la experiencia nacionalista (que marca a las
religiones judía e islámica), ni la experiencia interior intimista (que se da sobre todo en las religiones
orientales). Ninguno de esos tres es el lugar del encuentro con nuestro Dios, el Dios que se ha revelado en
Jesucristo. Ese lugar es para nosotros el campo de las relaciones con los demás, no sólo en el plano
individual, sino sobre todo en el terreno de lo colectivo y lo social. Por consiguiente, el creyente se
encuentra con su Dios en la lucha por la justicia. Aquí se debe recordar un texto memorable de Jeremías:
“Practicó la justicia con el pobre. ¿No es eso conocerme?” (Jer 22,16). Conocer a Dios y encontrarse con
él es lo mismo que luchar en favor de la justicia que defiende al pobre.
A la misma conclusión se llega si miramos las cosas desde otro punto de vista. Sabemos que el Jesús
de la historia fue un hombre cercano a los pobres para anunciarles el reinado de Dios y su justicia (Mc
6,33). Por otra parte, el mesías que confiesa la fe es el Cristo “hecho pobre” (2Cor 8,9), empobrecido y
anonadado (Flp 2,7), “para que nosotros nos hagamos justicia de Dios en él” (2Cor 5,21). Todo esto quiere
decir que el creyente sigue verdaderamente a Jesús y se une a él en la medida en que participa en la lucha
por defender a los pobres, la lucha por la justicia. En consecuencia, se puede decir, con toda verdad, que
donde no hay opción por la justicia, no hay conversión a Dios ni seguimiento de Jesús.
Por eso, cuando el cristiano es ungido en la confirmación, como lo eran los reyes en el Antiguo
Testamento, su compromiso en favor de la justicia en el mundo queda sancionado y ratificado
definitivamente. El cristiano es un hombre para los demás, es decir, un hombre para la justicia que defiende
eficazmente a todos los desgraciados de la tierra.
Pero aquí se deben hacer dos observaciones importantes. En primer lugar, si queremos que el
compromiso en favor de la justicia sea verdaderamente eficaz, ese compromiso tiene que pasar por las
mediaciones sociales y políticas, que en la sociedad actual encarnan y completan la lucha por la justicia. El
cristiano aislado y solo poco puede hacer en pro de la justicia. Integrado con otros, en grupos e instituciones
socialmente significativas, aportará algo verdaderamente serio en la lucha por defender a los oprimidos del
mundo.
Por otra parte, es evidente que este planteamiento de la propia vida desemboca inevitablemente en el
conflicto. Porque los intereses sociales, económicos y políticos que se ponen en juego son muy fuertes. Lo
cual quiere decir que las situaciones que se provocan a partir de este planteamiento son muy graves. Pero
aquí el creyente tiene que recordar siempre que la cruz está en el centro de la existencia del que quiera ser
discípulo de Jesús (ver Mt 10,37-39; Mc 8,34-35 par; Jn 12,24-26). La gran cruz que se impone al creyente
es su incesante lucha en favor de la justicia de los pobres.
3. Consecuencias prácticas
a) La edad de la confirmación
Se ha discutido ampliamente esta cuestión. Las sentencias principales, a este respecto, se pueden
resumir en dos: por una parte están los que defienden que lo ideal es administrar la confirmación lo antes
posible, quizá inmediatamente después del bautismo, y en todo caso, antes de la primera comunión. Los que
piensan de esta manera se basan en que es necesario defender y asegurar el orden de la “iniciación
cristiana” (bautismo-confirmación-eucaristía). De tal manera que la recepción de la Eucaristía debe ser la
culminación del proceso de iniciación. Además, en esta manera de ver las cosas queda más patente la unión
entre bautismo y confirmación, ya que ésta se administra a continuación del bautismo, como corroboración
y complemento del mismo.
Pero frente a esta tendencia existe la de los que defienden que la confirmación se debe retrasar hasta la
edad de la pubertad o quizá algo más adelante (entre los doce y los veinte años). Ésta es la práctica que ha
prevalecido principalmente en Alemania, Francia, Italia y en Latinoamérica. La razón fundamental de esta
tendencia es que sólo a esa edad más avanzada el sujeto está capacitado para comprender lo que
verdaderamente significa la confirmación y las exigencias que ésta impone. De ahí que sólo en esa edad
tiene sentido un verdadero catecumenado como preparación a la recepción del sacramento.
¿Cuál de las dos tendencias es preferible? A mí me parece más acertada la segunda. Y la razón es
clara: si la confirmación se interpreta a partir de su relación con el compromiso en favor de la justicia, es
evidente que un niño de siete años no está capacitado para asumir, con todas sus consecuencias, el proyecto
en favor de la justicia en el mundo y la lucha en pro de los desheredados de la tierra.
b) El catecumenado
De la misma manera que en la Iglesia antigua precedía el catecumenado a la recepción del bautismo,
así también en la actualidad ese catecumenado debe preceder a la confirmación. Pero con tal que se trate de
un catecumenado orientado expresamente a lo que significa y exige el sacramento de la confirmación. Por
consiguiente, tiene que ser un catecumenado en el que, además de explicar la razón de ser y la historia del
sacramento, se expongan con toda claridad las exigencias de la justicia en el mundo actual. Sobre todo, la
justicia en favor de los pobres y marginados de la sociedad presente. Por otra parte, es claro que el
catecumenado no se puede reducir a una simple instrucción teórica. Además de eso, es fundamental que el
catecúmeno vaya asumiendo personalmente sus compromisos en un proceso de auténtica conversión.
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EUCARISTIA: LA VIDA COMPARTIDA
1. Significación fundamental
b) La comida compartida
Ante todo, está claro que la Eucaristía es esencialmente una comida. Así, en relación con la Eucaristía,
el verbo comer se repite más de 30 veces (Mt 26,17.21.26; Mc 14,12.14.18.22; Lc 22,8.11.15.16; Jn
6,5.23.26.31.49.50.51.52.53.58; He 27,35; 1Cor 11,20.21.22.26.27.28.29.33.34) y el verbo beber más de 10
veces (Mt 26,27.29; Mc 14,23.25; Lc 22,18.30; Jn 6,53.54.55.56; 1Cor 10,16.21; 11,25.26.28.29).
También resulta elocuente la utilización de las palabras pan (Mt 26,26; Mc 14,22; Lc 22,19; 24,30; Jn
6,5.7.9.11.13.23.26.31.32.33.34.35.41.48.50.5. 58; He 2,46; 20,7.11 27,35; 1Cor 10.16.17; 11,23.26.27.28)
y copa (Mt 26.27; Mc 14.23; Lc 22,17.20; 1Cor 10,16.21; 11,25.27.29). No cabe duda de que esta
insistencia sobre la acción de comer y beber no es ocasional o accidental cuando se trata de intentar
comprender lo que la Eucaristía representa para los cristianos. Se puede, por tanto, afirmar que la Eucaristía
es esencialmente una comida.
Por otra parte, esta comida tiene una particularidad importante: se trata de una comida compartida,
porque en ella los comensales comen del mismo pan, que se parte y se reparte entre todos (Mt 26,26; Mc
14,22; Lc 22,10; 1Cor 11,24); y todos beben de la misma copa, que pasa de boca en boca desde el primero
hasta el último (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc 22,20; 1Cor 11,25). Además, este gesto de compartir el mismo pan
queda repetidamente afirmado cuando se habla de la Eucaristía como “fracción del pan”, de manera que, en
este sentido, resulta iluminador el uso del verbo partir (Mt 14,19; 15,36; 26,26; Mc 8,6.19; 14,22; Lc 22,19;
24,30; He 2,46; 20,7.11; 27,35; 1Cor 10,16; 11,24), que siempre aparece en el Nuevo Testamento en
contextos que dicen relación a la Eucaristía. El hecho de partir el pan con otras personas aparece, pues,
como un constitutivo de lo que en realidad fue la experiencia de la Eucaristía para las primeras
comunidades cristianas.
d) El simbolismo de la comida
Si tenemos en cuenta, de una parte, que la cena eucarística se inscribe en el contexto más general de
las comidas de Jesús y sus discípulos; y si, de otra parte, tomamos en consideración el sentido que de hecho
tenía la cena pascual para los judíos de aquel tiempo, podemos lógicamente concluir que la cena eucarística
implica esencialmente un simbolismo concreto: el simbolismo de la vida compartida. Porque, en efecto, en
eso consiste el símbolo de la comida que se comparte. La comida es fuente de vida, es lo que mantiene y
fortalece nuestra vida. Por consiguiente, compartir la misma comida es compartir la misma vida. Por eso la
comida y la bebida son consideradas como realidades “sacramentales” en no pocas religiones: la bebida
desencadena una cierta corriente amorosa; la comida en común liga a los participantes. Pero al margen de
estas significaciones propiamente sacrales, la experiencia cotidiana nos enseña que el hecho de sentarse a la
misma mesa es vivido, en casi todas las culturas, como un gesto de participación amistosa e incluso
amorosa.
Ahora bien, todo esto nos viene a indicar que la Eucaristía tiene un sentido fundamental muy claro:
ella es el símbolo que consagra el compromiso de compartir la misma vida que llevó Jesús; y también la
misma vida entre los participantes. Con una especial referencia a compartir esa vida con los más pobres y
desgraciados de este mundo.
h) Significación fundamental
De todo lo dicho hasta aquí se desprende que la significación fundamental de la Eucaristía está en
relación y se ha de interpretar a partir del símbolo de la comida compartida. Compartir la misma comida es
compartir la misma vida. Y como en la Eucaristía la comida es Jesús mismo, de ahí se sigue que la
Eucaristía es el sacramento en el que los creyentes se comprometen a compartir la misma vida que llevó
Jesús; y a compartir también la misma vida entre ellos, en el amor y la solidaridad.
Esto es lo que se dice de manera admirable en el evangelio de Juan. Como sabemos, este evangelio se
ocupa ampliamente de la Eucaristía (Jn 6). Pero resulta que cuando llega el momento de la cena de
despedida, Juan no cuenta la institución de la Eucaristía. Pero lo hace de tal manera que justamente donde
los otros evangelios cuentan la institución eucarística, entre el anuncio de la traición de Judas (Mt 26,21-25
par) y el anuncio de la negación de Pedro (Mt 26,31-35 par), Juan pone el mandamiento nuevo: “Les doy un
mandamiento nuevo, que se amen unos a otros; igual que yo les he amado, ámense también entre ustedes.
En esto conocerán que son discípulos míos, en que se aman unos a otros” (Jn 13,34-35).
Con estas palabras, Juan explica el sentido profundo que tiene la Eucaristía. Como ya había descrito
en el discurso después de la multiplicación de los panes: “Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue
conmigo y yo con él” (Jn 6,56). La Eucaristía es la identificación de vida con Jesús: hacer lo que él hizo y
vivir como él vivió. En el fondo, todo esto quiere decir que para el evangelio de Juan lo fundamental de la
Eucaristía no es el rito, sino la experiencia que se expresa en el símbolo. Y esa experiencia es el amor a los
demás, exactamente como Jesús se entregó por todos hasta la muerte.
Por consiguiente, se puede decir, con todo derecho, que donde no hay amor y vida compartida no hay
Eucaristía. He aquí en qué consiste la significación fundamental de este sacramento. Éste, por lo tanto, debe
ser el punto fundamental en el que debe insistir una catequesis bien orientada sobre lo que representa y
exige la Eucaristía en la Iglesia.
a) La nueva pascua
En los evangelios se establece una estrecha conexión entre la cena eucarística y la fiesta judía de la
pascua (Mt 25,2.17.18.19; Mc 14,1.12.14.16; Lc 22,1.7.8.11.13.15; Jn 6,4; 11,55; 12,1; 13,1; ver 1Cor 5,7).
Es verdad que en esto hay una diferencia entre los sinópticos y Juan: según los sinópticos, la última cena de
Jesús fue la cena pascual (Mc 14,12-26 par); en cambio, según Juan, esto tuvo lugar veinticuatro horas antes
(Jn 18,28; 19,4). Pero, en todo caso, también para Juan existe una profunda conexión entre la Eucaristía y la
pascua judía (Jn 6,4). Esto quiere decir que, para los evangelios, la Eucaristía es la nueva pascua de los
cristianos. Ahora bien, sabemos que en la tradición del Antiguo Testamento se pone en estrecha conexión el
acontecimiento de la pascua con la salida de Egipto (Éx 12,21-2), de tal manera que la celebración de la
pascua estaba dedicada a conmemorar lo que hizo Dios con su pueblo al sacarlo de la esclavitud (Dt 16,1;
Ex 12,11-14).
Por consiguiente, si la Eucaristía viene a sustituir, para los cristianos, lo que era la antigua pascua para
los judíos, eso quiere decir que nuestra Eucaristía tiene un sentido concreto y fuerte para nosotros: ella es la
celebración de nuestra liberación. Liberación de todas las esclavitudes que oprimen al hombre, empezando
por la esclavitud económica y social y terminando por la esclavitud del mal y del pecado. La Eucaristía es la
gran celebración, la gran fiesta de los hombres libres, que en el mundo generan no opresión, sino libertad.
También este punto debe ser fundamental en la catequesis sobre la Eucaristía.
Por otra parte, la cena pascual judía se celebraba sacrificando un cordero (Ex 12,1-14.43-5l). Pero, al
mismo tiempo, sabemos el paralelismo que existe entre Jesús y el cordero pascual (1Cor 5,7; 1Pe 1,19; Jn
19,36; ver Ap 5,6.9.12; 12,11). De ahí las palabras en que Jesús se compara a sí mismo con el cordero
sacrificado (Mc 14,22-24; Lc 22,l9s). Esto significa que la Eucaristía es un auténtico sacrificio, como lo ha
destacado la tradición católica. En la Eucaristía recibimos el cuerpo “que se entrega” por los demás y la
sangre “que se derrama” por todos. Es decir, la Eucaristía es el sacrificio en el que Jesús se entrega por el
bien del hombre. Y el sacrificio también en el que Jesús enseña a los suyos a hacer lo que él hizo.
b) La nueva alianza
Los cuatro relatos de la institución eucarística, al referirse a las palabras que Jesús pronunció sobre el
cáliz, hablan de la “alianza” (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,15-20; 1Cor 11,23-26). Con esto se quiere
indicar que la “alianza”, para los cristianos, es la Eucaristía. Es decir, de la misma manera que en el Antiguo
Testamento Dios marcó cómo tenían que ser sus relaciones con el pueblo elegido mediante la alianza, así en
la nueva situación que se establece a partir de Cristo, Dios marca cómo tienen que ser las relaciones de los
creyentes con él en esta otra “alianza” que es la Eucaristía.
Pero ¿cómo es esta otra alianza? Los relatos del evangelio de Lucas y de la primera carta a los
Corintios no hablan simplemente de la “alianza”, sino de la “nueva alianza” (Lc 22,20; 1Cor 11,25). No se
trata, por tanto, de que se reafirma la alianza de antes, sino que se instaura una nueva alianza. ¿En qué
consiste esta nueva alianza?
Según la carta a los Hebreos, la muerte de Cristo representó la anulación de la antigua alianza y la
instauración de una nueva (Heb 8,13). Y para explicar en qué consiste esta novedad, cita textualmente un
famoso pasaje de Jeremías, en el que Dios anuncia una nueva alianza (Heb 8,8-12). El texto de Jeremías
dice así: “Miren que llegan días —oráculo del Señor— en que haré una alianza nueva con Israel y con
Judá: no será como la alianza que hice con sus padres cuando los agarré de la mano para sacarlos de
Egipto; la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve —oráculo del Señor—; así será la alianza que haré
con Israel en aquel tiempo futuro —oráculo del Señor: meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su
corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo; ya no tendrán que enseñarse unos a otros, mutuamente,
diciendo: `Tienes que conocer al Señor', porque todos, grandes y pequeños, me conocerán -oráculo del
Señor-, pues yo perdono sus culpas y olvido sus pecados” (Jer 31,31-34).
Los años de la alianza sellada en el Sinaí han concluido. La relación con Dios seguirá siendo básica:
“Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Pero esa relación es ya radicalmente distinta. La alianza antigua
estaba basada en la ley escrita, exterior al hombre. Por el contrario, lo distintivo de la alianza nueva es que
cada persona la lleva inscrita en su propio corazón, es decir, en lo más íntimo del hombre. Esto significa que
la nueva relación con Dios se basa en una experiencia profunda, directa o inmediata, que vive el creyente en
su intimidad. Al no existir ya una ley exterior, sino la ley que Dios mete en el pecho y en el corazón, la
novedad sorprendente de esta situación consiste en la autonomía del corazón. Frente a la heteronomía, que
caracterizaba a la antigua situación, Dios dispone que los hombres se entiendan con él a partir de la
experiencia profunda del amor, que no será una experiencia caprichosa y arbitraria, sino la experiencia del
que se siente perdonado y querido (Jer 3l,34).
Por consiguiente, la Eucaristía es el sacramento que marca y define la nueva situación en que vivimos
los creyentes: la situación que consiste en el amor y que se define por la libertad verdadera que brota del
amor auténtico. Si hay Eucaristía donde hay alianza nueva, eso quiere decir que hay Eucaristía donde hay
experiencia de amor y de auténtica libertad. Por lo demás, esto no quiere decir que el cristiano,
precisamente porque recibe la Eucaristía, puede hacer en cada momento lo primero que se le antoje. Por la
teología del Nuevo Testamento sabemos que la ley de los cristianos es el amor (Rom 13,8-10; Gál 5,13-15).
Pero el amor es más exigente que cualquier ley escrita. A fin de cuentas, la ley escrita tiene sus límites,
mientras que el amor no los tiene. Por eso la Eucaristía simboliza y exige un amor sin fronteras.
3. El memorial
Según la tradición de Lucas y Pablo, cuando Jesús pronunció las palabras de consagración sobre el
pan añadió: “hagan lo mismo en memoria mía” (Lc 22,19; 1Cor 11,24). Esto quiere decir que Jesús
instituyó la Eucaristía como memorial. Ahora bien, el “memorial”, en la mentalidad de los judíos, es una
celebración conmemorativa de un acontecimiento salvífico del pasado, que se hace presente a la comunidad
celebrante, la cual toma parte en el acontecimiento y en la salvación que el acontecimiento anuncia. Por lo
tanto, el memorial no es un mero recuerdo subjetivo, sino que es la actualización de un acontecimiento
pasado. Pero ¿de qué acontecimiento se trata? El texto más importante del Antiguo Testamento sobre el
“memorial” es Éx 13,3-9. Ese texto se refiere a la pascua judía, es decir, a la salida de Egipto. Se trata, por
tanto, de un texto de liberación. Y viene a decir tres cosas: 1ª, el memorial es una celebración cultual, la
celebración de la pascua; 2ª, que suscita la memoria en cada israelita de lo que Yavé ha hecho por él al
sacarlo de la esclavitud; 3ª, de tal manera que se hace presente y actual la virtualidad y los efectos del
acontecimiento pasado. La Mishna comenta así: “Cada uno está obligado a considerarse, de generación en
generación, como si él mismo hubiera salido de Egipto”; o también: “Es necesario que todo israelita sepa
que él mismo ha sido liberado de la esclavitud”. De esta manera se ve la relación profunda que existía en la
conciencia judía entre memorial y liberación.
Pero, por otra parte, sabemos que la nueva pascua de los cristianos es la muerte y resurrección de
Jesús el Señor. Por lo tanto, la Eucaristía es el memorial de los cristianos, porque en ella se actualiza y se
hace presente la nueva y definitiva liberación de los hombres. Eso es lo que recordamos y proclamamos al
celebrar cada Eucaristía. Por consiguiente, la Eucaristía tiene una dimensión esencialmente liberadora: en
ella cada cristiano se tiene que considerar totalmente liberado de sus esclavitudes. Y, por supuesto, tiene que
actuar en consecuencia. Teniendo en cuenta que no se trata de un mero recuerdo intimista y privado, sino
que tiene que ser un acontecimiento público, como consta por las palabras que añade Pablo al hablar del
memorial: “Cada vez que coman este pan y beban esta copa proclamen la muerte del Señor hasta que
vuelva” (1 Cor 1 1,26). En este texto, el imperativo “proclamen” traduce el verbo kataggelein, que es uno
de los términos técnicos que utiliza el Nuevo Testamento para hablar de la proclamación misional del
evangelio (He 4,2; 13,5.38; 15,36; 16,17; 17,3.23; 1Cor 2,1; 9,14; Flp 1,17-18; Col 1,28). En su acepción
profana, para los griegos este verbo significa anunciar pública y solemnemente un acontecimiento pasado,
de tal forma que mediante ese anuncio el acontecimiento en cuestión se hace presente y hasta adquiere su
fuerza y su valor para el público al que va dirigido. Por lo tanto, según la concepción de Pablo, la
“memoria” se hace “proclamación” de la muerte y resurrección de Jesús el mesías. Dicho de otra manera, la
memoria se hace proclamación de la liberación total del hombre. De esta manera es como la Iglesia se
acuerda de Jesús y hace actual ese recuerdo.
a) El hecho de la presencia
Una cosa es el hecho de que Cristo está presente en la Eucaristía y otra cosa es la explicación que
nosotros podemos o debemos dar de ese hecho. Ahora vamos a hablar del hecho; después hablaremos de su
explicación.
El hecho está bastante claro. Cuando Jesús instituyó la Eucaristía, tomó un pan, pronunció la
bendición, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomen y coman; esto es mi cuerpo” (Mt 26,26
par). En esta frase hay que destacar el realismo que identifica el sujeto “esto” (el pan) con el predicado “mi
cuerpo” (la persona de Jesús). Si tenemos en cuenta que Jesús no era un loco (que decía cosas extrañas) ni
un iluso (que vivía engañado), sino que era y es el Hijo de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, no
queda más remedio que concluir en la verdadera y real presencia de Cristo en el pan y el vino consagrados.
Por lo tanto, las palabras de Jesús en la institución eucarística no se pueden entender como una mera
comparación (esto es “como” mi cuerpo), sino como una afirmación real (esto “es” mi cuerpo).
Para comprender esto mejor hay que tener en cuenta lo siguiente: Jesús dijo en otras ocasiones frases
parecidas; por ejemplo: “yo soy el camino” (Jn 14,6), “yo soy la puerta” (Jn 10,8), “yo soy el pastor” (Jn
10,14). Pero sabemos perfectamente que esas frases eran metafóricas, ya que en realidad Jesús no es un
camino, ni una puerta, ni un pastor de ganados. Entonces, ¿en qué está la diferencia con las palabras de la
institución eucarística?
Cuando Jesús pronuncia esas frases, se refiere a una doctrina o una enseñanza, que es universal, ya
que se refiere a todos los caminos y a ningún camino en concreto. Con esas frases Jesús quiere decir: “yo
soy como un camino yo soy como un pastor”, etcétera. Pero cuando se trata de la Eucaristía, Jesús se refiere
a un gesto concreto (partir el pan, repartirlo y comerlo); y se refiere, sobre todo, a un pan concreto y
determinado, de tal manera que la frase no puede tener nada más que este sentido: “esto soy yo”. Por lo
tanto, Jesús afirma su presencia real y verdadera en la comunión del pan consagrado.
Por lo demás, en todo este asunto hay que tener muy en cuenta que la fe de la Iglesia ha sido unánime
y constante a este respecto. Es decir, los creyentes de todos los tiempos han pensado, han sabido y han
creído que en la Eucaristía está presente el propio Jesús. Y se puede decir al menos en algún sentido que
sobre este punto no ha habido desviaciones en la historia de la Iglesia, ya que los errores de Berengario
(siglo XI) y de los reformadores protestantes (siglo XVI) se referían no tanto al hecho mismo de la
presencia (que ellos no querían negar), sino más bien al modo de explicar ese hecho. Aunque es cierto que
los autores citados daban una explicación de la presencia tan insuficiente que, en la práctica, era como
negarla.
5
SEGUIR A JESUS: POR UN CRISTIANISMO RADICAL
UNA BUENA teología de los sacramentos desemboca obviamente, necesariamente, en una praxis, un
determinado comportamiento o, si se quiere, en una espiritualidad. De eso voy a hablar ahora.
La cuestión es importante. Porque se refiere a lo que es el núcleo esencial de la vida cristiana. Muchas
personas viven esta vida como un conjunto de creencias difíciles de aceptar, una serie de obligaciones que
resultan demasiado pesadas y algunas prácticas que no acaban de entender. Y es claro: cuando las cosas del
cristianismo se viven así, la vida cristiana se convierte en una carga insoportable. A las personas que viven
de esa manera les falta alegría y fuerza en su vida de creyentes. En ellos todo anda desordenado y disperso,
como las ramas de un árbol que han sido separadas de su tronco y por eso carecen de vida y de armonía.
Quien vive así, carece de una espiritualidad sana, sólida y fuerte. De ahí que su vida de cristiano será
siempre lánguida y enfermiza.
Por otra parte, en todo esto hay un peligro o mejor una posible desorientación: muchos dicen que el
centro de la espiritualidad cristiana es la perfección del creyente, la perfección de su vida espiritual. Pero
eso tiene varios inconvenientes. En primer lugar, esa idea, propiamente hablando, no aparece en el
evangelio. En segundo lugar, ese planteamiento puede desembocar en el “espiritualismo”, carente de la
debida relación a los demás y a la sociedad en que se vive. Y en tercer lugar, esa manera de ver las cosas
puede fomentar, sin darse cuenta, el más refinado egoísmo, ya que centra a la persona sobre sí misma y no
la abre a un proyecto social e histórico.
Por estas razones interesa sumamente analizar qué es lo que nos dice el evangelio sobre la relación
esencial del creyente en Cristo. Y eso es lo que voy a hacer, estudiando lo que significa y representa el
seguimiento de Jesús.
La relación fundamental del creyente con Jesús se expresa en los evangelios mediante la metáfora del
seguimiento. Esto quiere decir que, según los evangelios, hay verdadera relación con Jesús y auténtica fe
donde hay seguimiento del mismo Jesús. Y que no existe esa relación ni esa fe donde el seguimiento falta.
O dicho de otra manera, es creyente el que sigue a Jesús. Y no lo es el que no le sigue
¿En qué razones se basa esta afirmación? Ante todo, hay un hecho muy claro: cuando los evangelios
cuentan la primera relación seria y profunda que Jesús establece con determinadas personas, expresa esa
relación mediante la metáfora del seguimiento. Así ocurre en el caso de los primeros discípulos junto al lago
(Mt 4,20.22 par), en la vocación del publicano Leví (Mt 9,9 par), en el episodio del joven rico (Mt 19,21
par), en la versión que da el evangelio de Juan de los primeros creyentes (Jn 1,37.38.40.43) e incluso
cuando se trata de individuos que no estuvieron dispuestos a quedarse con Jesús (Mt 8,19.22 par; Lc
9,59.61). En todos estos casos, el término técnico que se utiliza para expresar lo que está en juego la —
relación con Jesús— es la metáfora del seguimiento.
Pero hay más. Los tres evangelios sinópticos nos han conservado una afirmación de Jesús que resulta
enteramente central para comprender el sentido fundamental del seguimiento: “El que quiera venirse
conmigo, que renuncie de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23; ver Mt
10,38; Lc 14,27). Jesús dijo estas palabras no sólo a los discípulos, sino también a la multitud (Mc 8,34) o a
todos, como puntualiza el evangelio de Lucas (9,23). Esto quiere decir que el seguimiento no es obviamente
una exigencia limitada a un grupo de selectos, sino que es para todos los que quieran ir con Jesús, estar
cerca de él.
Esta misma idea queda aún más clara, si cabe, en el evangelio de Juan. Jesús es la luz del mundo, pero
sólo el que “le sigue” se verá liberado de las tinieblas y tendrá la luz de la vida (Jn 8,12). Más aún, según
afirma el mismo Jesús, “las ovejas mías escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,27); es
decir, lo que define a los que son de Jesús es el “conocimiento”, que en el lenguaje bíblico expresa relación
mutua profunda y comunión de vida, y, por otra parte, el “seguimiento”, que es la adhesión, no verbal ni de
principio, sino de conducta y de vida, comprometiéndose con él y como él a entregarse sin reservas al bien
del hombre. Y la misma idea vuelve a aparecer en el momento solemne, cuando llega “la hora” de Jesús (Jn
12,23): “El que quiera servirme, que me siga, y allí donde esté yo esté también mi servidor” (Jn 12,26).
Todo el que quiera estar con Jesús no tiene más camino que el seguimiento. No hay participación en la luz,
ni pertenencia a Jesús, ni servicio incondicional a su causa fuera del seguimiento.
No cabe duda alguna. La condición básica del creyente se expresa, en los cuatro evangelios, mediante
la idea del seguimiento de Jesús. Enseguida vamos a analizar lo que significa y comporta este seguimiento.
Pero ya desde ahora hay que decir que esta manera de entender la fe desautoriza la imagen difuminada y
pálida que solemos tener muchas veces de lo que es un creyente. Una vez oí decir a un clérigo importante:
“Para mí es cristiano el que va a misa los domingos”. Es un ejemplo elocuente: se antepone el criterio
eclesiástico al criterio evangélico. Se reduce y se rebaja la fe hasta el límite de nuestras costumbres y de
nuestras conveniencias. Y así nos hacemos a la idea de que las cosas van como tienen que ir, que la Iglesia
funciona y el cristianismo se mantiene. Frente a tales criterios, masivamente aceptados, la palabra
evangélica nos presenta el criterio recto y cabal, el único criterio aceptable en esta materia: no hay fe
verdadera fuera del seguimiento de Jesús. He ahí la base y el fundamento de lo que he llamado “un
cristianismo radical”.
2. ¿Imitación o seguimiento?
El verbo seguir aparece 90 veces en el Nuevo Testamento. Y se distribuye así según los diversos
autores: 25 veces en Mateo, 18 en Marcos, 17 en Lucas, 19 en Juan (evangelio), cuatro en los Hechos de los
Apóstoles, una sola vez en Pablo y seis en el Apocalipsis. Por lo tanto, mientras que la idea del seguimiento
aparece 79 veces en los evangelios, en todo el resto del Nuevo Testamento se habla de eso solamente en 11
ocasiones. Se trata, pues, de una idea fundamentalmente evangélica.
Pero hay algo que resulta aún más significativo. El verbo ákolouzein se emplea casi siempre para
hablar del seguimiento de Jesús y sólo raras veces para referirse a otras cosas. Pues bien, los textos que
hablan del seguimiento de Jesús están casi todos en los evangelios, menos dos textos que se refieren a eso
indirectamente en el Apocalipsis (14,4; 19,14). Por consiguiente, al leer el Nuevo Testamento nos
encontramos con este hecho: mientras que los cuatro evangelios hablan frecuentemente del seguimiento de
Jesús, en todo el resto del Nuevo Testamento no se habla propiamente de ese asunto. Se confirma, por tanto,
que estamos ante una idea esencialmente evangélica.
Por otra parte, y en contraste con lo que se acaba de indicar, cuando se plantea el tema de la
“imitación” de Cristo, nos encontramos con que el verbo “imitar” no aparece ni una sola vez en los
evangelios. Y en los demás autores del Nuevo Testamento se habla de imitación de Cristo sólo dos veces
(1Cor 11,1; 1Tes 1,6) y una vez se hace referencia a la imitación de Dios (Ef 5,1). En consecuencia,
podemos decir con plena objetividad que la idea de imitación, referida a Cristo o a Dios, es infrecuente y
rara en el Nuevo Testamento y está completamente ausente de los evangelios.
Ahora bien, esto no quiere decir que el cristiano se tenga que desentender de lo que es y lo que
comporta la imitación de Jesús el mesías. De hecho, vitalmente la imitación va, de una manera o de otra,
implicada en la categoría de seguimiento. Los discípulos que seguían a Jesús se pusieron por eso mismo a
imitar sus formas de comportamiento ante los hechos más importantes de la vida: ante el dinero y el fracaso,
ante los ricos y los pobres, ante los que mandan y los que viven para someterse y obedecer, ante Dios y ante
la muerte. Todos estos hechos tuvieron que impresionar profundamente a los discípulos; y tuvieron también
que llevarles a la imitación de Jesús.
Con todo, si los evangelios hablan mucho del seguimiento y ni siquiera mencionan la imitación, eso
debe tener alguna explicación. Y efectivamente la razón parece ser la siguiente: los rabinos de Israel exigían
a sus discípulos una imitación lo más minuciosa posible en todo lo que se refería a la observancia de la ley
con su casuística casi infinita. Ahora bien, Jesús no exigió eso nunca de sus propios discípulos. Por eso los
evangelios destacan tan fuertemente el seguimiento y no hablan para nada de la imitación. Jesús no actuó
como los rabinos de Israel. Esto estaba perfectamente claro en la conciencia de las primeras comunidades
cristianas.
Por lo demás, alguna diferencia existe entre imitación y seguimiento. Imitar es copiar un modelo,
mientras que seguir es asumir un destino. La imitación se puede dar en el caso de un modelo inmóvil,
estático y fijo, mientras que el seguimiento supone siempre la presencia de un agente principal que se
mueve y avanza, de tal manera que precisamente por eso es posible el seguimiento. Por eso la imitación no
lleva consigo la idea de acción, actividad y tarea a realizar, mientras que el seguimiento implica
necesariamente todo eso. Pero, sobre todo, cuando se trata de un modelo que se copia, el sujeto se orienta
hacia el modelo para retornar sobre sí, mientras que en el seguimiento el sujeto sale de sí para orientarse
enteramente hacia un destino. O dicho de otra manera, en la imitación el centro de interés está en el propio
sujeto, mientras que en el seguimiento ese centro está situado en el destino que se persigue. La imagen
cabal de la imitación es el espejo; la imagen ejemplar del seguimiento es el camino. Y bien sabemos que
mientras el espejo es el exponente de la vanidad, el camino es el símbolo de la tarea, de la misión y del
objetivo a cumplir. Jesús llama al hombre para que salga de sí, hacia la libertad y la liberación, no para que
se encierre cada vez más en sí mismo con la obsesión del propio perfeccionamiento.
3. La llamada de Jesús
Pero interesa precisar más de cerca en qué consiste el seguimiento. Para eso vamos a analizar lo que
ocurre cuando Jesús llama a alguien para que le siga.
La primera cosa que, a este respecto, resulta sorprendente es que cuando Jesús llama a alguien al
seguimiento, no suele proponer o explicar un programa. En otras palabras, Jesús no suele decir, al menos en
principio, para qué llama. Sólo una palabra: sígueme (Mt 8,22; 9,9 par; Mc 2,14; Lc 5,27; Mt 19,21 par; Mc
10,21; Lc 18,22; Jn 1,43; 21,19). Se trata de una invitación. Pero, más que una invitación, lo que está en
juego es una orden, que compromete a la persona entera y todo su mundo de relaciones. En virtud de esa
palabra se abandona la familia (Mt 4,22; 8,22; 19,27; Mc 10,28; Lc 9,59.61; 18,28), el trabajo y la profesión
(Mt 4,20.22; 9,9; Mc 1,18; 2,14; Lc 5,11.27-28), los propios bienes (Mt 19,21.27 par). Es decir, se trata de
algo extremadamente serio, pues supone un giro total en la vida de una persona. Ahora bien, lo sorprendente
es que, para una cosa tan seria y de tan graves consecuencias, Jesús no da explicaciones, ni presenta un
programa, ni una meta, ni un ideal, ni aduce motivos, ni siquiera hace una alusión a la importancia del
momento o a las consecuencias que aquello va a tener o puede tener. Sígueme, corre detrás de mí. Eso es
todo. Sólo queda la llamada en sí misma, abierta a todas las posibilidades y, por eso mismo, inabarcable en
todo lo que supone y conlleva. Parece, por tanto, que esta llamada entraña algo extremadamente profundo y,
si se quiere, misterioso. Algo, en definitiva, que nos asoma al misterio profundo de Jesús.
Pero en la llamada de Jesús hay algo aún más desconcertante. En determinados casos, cuando Jesús
llama a alguien para que le siga, añade alguna observación que resulta de lo más extraño y sorprendente.
Por ejemplo, un día se acercó a Jesús un letrado y le dijo: “Maestro, te seguiré adondequiera que vayas”
(Mt 8,19; Lc 9,57). La respuesta de Jesús es desconcertante y hasta provocativa: “Las zorras tienen
madrigueras y los pájaros nidos, pero este hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20; Lc 9,58).
Se trata del planteamiento radical de la libertad absoluta, que consiste en no estar atado a nada ni a nadie. El
mismo Jesús lleva la vida de un fugitivo sin patria, sin familia y sin casa, sin todo lo que puede hacer
confortable la vida. Incluso las bestias llevan una existencia más segura que la suya. Por eso unirse a Jesús
significa asumir el mismo destino.
Pero la cosa no para ahí. Porque a renglón seguido se nos dice que Jesús le dijo a otro: “Sígueme”.
Pero el sujeto en cuestión respondió: “Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre”. A lo que Jesús
replicó: “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9,59; Mt 8,21-22). Aquí la situación
es más grave. Porque lo que aquel sujeto le pide a Jesús es algo totalmente natural, más aún, totalmente
necesario. Por eso la respuesta de Jesús resulta aún más inexplicable.
¿Qué se puede decir sobre este asunto? Para comprender el significado de las palabras de Jesús, hay
que tener en cuenta, ante todo, lo que representaba, en aquel tiempo y en aquella cultura, la obra de
misericordia de enterrar a los muertos. Se sabe que esta acción fue siempre, para los hombres de la
antigüedad, una obligación humana y religiosa a un tiempo. Es decir, se trataba de algo en lo que se cumplía
no sólo con un deber familiar, sino sobre todo con una obligación religiosa. Además, entre los judíos, el
último servicio a los muertos había alcanzado tal importancia, que eso sólo eximía del cumplimiento de
todos los mandamientos de la Torá (la ley). Por lo tanto, apelar al entierro del propio padre era, en
definitiva, apelar a un deber religioso fundamental. Y eso es lo que Jesús no tolera. Porque para él la
fidelidad al seguimiento está por encima de cualquier otra fidelidad, por encima incluso de la religión y por
encima de los deberes legales. En última instancia, se trata de comprender que el seguimiento de Jesús no
admite condiciones, ni aun las más sagradas que puede haber en la vida. Hasta eso llega la exigencia de
Jesús cuando llama a alguien para que le siga.
4. El destino de Jesús
Seguir a Jesús consiste, en definitiva, en asumir el mismo destino que siguió el propio Jesús. Ahora
bien, este destino fue la cruz. De ahí la cantidad de textos que ponen el seguimiento en relación con la
muerte, y una muerte de cruz (Mt 10,38; 16,24; Mc 8,34; 10,32; Lc 9,23; Jn 12,26; 13,36.37; 21,19). Seguir
a Jesús es ir derechamente a la cruz. Pero ¿por qué llegó Jesús a ese final tan dramático y escandaloso? La
respuesta a esta pregunta hay que buscarla en las palabras que el Padre del cielo dijo al mismo Jesús en el
momento en que éste era bautizado por Juan el Bautista: “Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto”
(Mc 1,11 par). Con esas palabras, el Padre del cielo estaba diciendo a Jesús que él tenía que realizar la tarea
y la misión del “siervo doliente”, del que había dicho cosas impresionantes el profeta Isaías (Is 42, 1ss) y
cuyo destino tenía que consistir en solidarizarse con los miserables y pecadores, con todos los malvados de
la tierra, para sufrir por ellos y en lugar de ellos, ya que a eso se refiere expresamente el famoso pasaje del
profeta Isaías (Is 53,12).
Esto quiere decir que, con ocasión de su bautismo, Jesús experimentó su vocación, se dio cuenta
perfectamente de la tarea que el Padre del cielo le había asignado, y aceptó ese destino. Ahora bien, aquella
tarea y aquel destino comportaban, de hecho, no sólo un fin que había que conseguir, la salvación y la
liberación de todos los hombres, sino además un medio, es decir, un camino y un procedimiento en orden a
obtener ese fin. Y ese medio o ese procedimiento era, ni más ni menos, la solidaridad con todos los
pecadores y esclavos de la tierra, hasta sufrir y morir con ellos y por ellos.
Por lo tanto, para Jesús no hay más que un medio de salvación y de liberación: la solidaridad hasta el
extremo de lo inconcebible. Y ese extremo es justamente la cruz, donde Jesús muere y fracasa, entre
pecadores, malhechores y delincuentes públicos. Ése fue el destino de Jesús. Y a ese destino, es decir, a esa
solidaridad, invita él a todo el que quiera seguirle.
Por eso se comprende que la vida de Jesús fue un camino de incesante solidaridad. En este sentido, lo
primero que hay que recordar es la cercanía de Jesús a todos los marginados de aquella sociedad, es decir, la
cercanía de Jesús a todos los excluidos de la solidaridad. La proclamación de las bienaventuranzas resulta
elocuente por sí sola. Jesús asegura que son ya dichosos los pobres, los que sufren, los que lloran, los
desposeídos, los que tienen hambre y sed de justicia, los que se ven perseguidos, insultados y calumniados
(Mt 5,1-12; Lc 6,20-23). Indudablemente, Jesús afirma de esa manera su cercanía profunda y fundamental a
todos los desgraciados y marginados de la tierra, a todos los que no podían hacer valer sus derechos en este
mundo, ya que ése justamente era el sentido que tenían los pobres en aquel tiempo.
En el mismo sentido hay que leer e interpretar la afirmación programática de Jesús en la sinagoga de
Nazaret al aplicarse a sí mismo las palabras proféticas de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres; me ha enviado para anunciar la libertad
a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de
gracia del Señor” (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Los presos, los cautivos, los encadenados, los que no ven y han
perdido toda luz y esperanza, encuentran su solución en Jesús. Que es justamente lo mismo que viene a
decir el propio Jesús en la respuesta que da a los que le preguntan de parte de Juan el Bautista si era él el
que tenía que venir o si había que esperar a otro (Mt 11,4; Lc 7,21).
Pero hay más. Porque el radicalismo que muestra Jesús en su predicación encuentra su explicación en
el proyecto de la solidaridad. Dicho de otra manera, Jesús fue tan radical en su predicación y en su vida
porque a eso le llevó su solidaridad con el hombre. Como es sabido, ha habido quienes han intentado
explicar ese radicalismo por la idea que Jesús tenía —según se dice— sobre la inminencia del reino de Dios
e incluso la inminencia del fin del mundo. Sin embargo, no parece que sea necesario echar mano de tales
especulaciones para explicar una cosa que en sí es más sencilla. Cuando Jesús dice a sus discípulos que no
hagan frente al que los agravia, que pongan la otra mejilla al que los abofetea y que den incluso la capa al
que les quiere robar la túnica (Mt 5,38-42), les está indicando claramente que deben ir más allá del derecho
y la justicia, hasta dejarse despojar si es preciso. Pues bien, si Jesús dice eso, parece bastante claro que su
idea es: no anden pleiteando y recurriendo a abogados, sino pónganse justamente en el polo opuesto. Porque
solamente así es como se puede crear un dinamismo de solidaridad entre los hombres.
En este mismo sentido habría que interpretar las severas palabras de Jesús sobre la actitud ante el
dinero (Mt 6,19-34) y, sobre todo, las exigencias que impone a sus seguidores: no deben llevar nada que
exprese instalación o cualquier tipo de ostentación (Mt 10,9-1O par), no deben jamás parecerse a los
dirigentes de los pueblos y naciones (Mt 20,26-28 par), no deben apetecer un puesto importante o un
vestido singular (Mc 12,38-40), no deben tolerar títulos o preeminencias (Mt 23,8-1O) y ni aun siquiera
deben sentirse atados por lazos familiares (Mt 8, 18- 22 par; 12,46-50 par), que con frecuencia impiden una
solidaridad más universal y más profunda.
Por otra parte, hay que tener presente el tipo de personas que solían acompañar a Jesús. Está claro que
los seguidores de Jesús consistían predominantemente en personas difamadas, en personas que gozaban de
baja reputación y estima: los `amme haa`aräç, los incultos, los ignorantes, a quienes su ignorancia religiosa
y su comportamiento moral les cerraban, según las convicciones de la época, la puerta de acceso a la
salvación. Y es precisamente de ese tipo de personas de quienes dice Jesús que son su verdadera familia (Mt
12,50 par); con ellos come y convive, con ellos aparece en público constantemente, lo que da pie a las
murmuraciones y habladurías más groseras (Mt 11,19 par; Lc 15,1-2).
El hecho es que, debido a esta clase de ideas y de comportamientos, la situación de Jesús se fue
enrareciendo progresivamente. En realidad, ¿qué ocurrió allí? Hay una palabra del propio Jesús que nos
pone en la pista de lo que allí pasó: “Dichoso el que no se escandaliza de mí” (Mt 11,6; Lc 7,23). Esto
supone que había gente que se escandalizaba de Jesús, de lo que decía y de lo que hacía. Lo cual no nos
debe sorprender: su destino de solidaridad con todos los miserables era una cosa que aquella sociedad
(como la actual) no podía soportar. Su amistad con publicanos, pecadores y gente de mal vivir tenía que
resultar enormemente escandalosa. Por eso en torno a la persona y a la obra de Jesús llegó a provocarse una
pregunta tremenda: la pregunta de si Jesús traía salvación o más bien tenía un demonio dentro (Lc 11,14-23;
Mt 12,22-23; ver Me 3,2; Jn 7,11; 8,48; 10,20). De ahí que hubo ciudades enteras (Corozaín, Cafarnaún,
Betsaida) que rechazaron el mensaje de Jesús, como se ve por la lamentación que el propio Jesús hizo de
aquellas ciudades (Lc 10,13-15; Mt 11,20-24). Y de ahí también que el mismo Jesús llegó a confesar que
ningún profeta es aceptado en su tierra (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44). Además, sabemos que las
cosas llegaron a ponerse tan mal, que un día el propio Jesús hizo esta pregunta a sus discípulos más íntimos:
“¿También ustedes quieren marcharse?” (Jn 6,67).
¿Qué nos viene a decir todo esto? La respuesta parece clara: el destino de Jesús fue la solidaridad con
todos, especialmente con los marginados y miserables de este mundo. Y él fue tan fiel a ese destino, que,
por mantener esa fidelidad, no dudó en escandalizar a unos, en irritar a otros y en provocar el vacío a su
alrededor.
Pero no es eso lo más grave. Lo peor fue el peligro de perder la vida en que se metió Jesús
precisamente por causa de estos comportamientos. En efecto, los dirigentes y autoridades del pueblo judío,
al ver las cosas que decía y sobre todo cómo actuaba, decidieron formalmente acabar con Jesús (Mc 3,6; Lc
11,53-54; 13,31; Jn 7,19.26; 8,59), cosa que él sabía perfectamente y así se lo anuncia a sus propios
discípulos (Mt 16,21 par; 20,18-19 par; Mc 10,32-34 par). Sin embargo, en todo esto llama la atención el
que Jesús no cede en su doctrina y en su actuación, sigue adelante a pesar de la oposición que encuentra, y
hasta decide irrevocablemente ir a Jerusalén (Lc 9,51), donde va a pronunciar la denuncia más dura contra
las autoridades centrales (Mt 21,45-46; 23,1-39 par) y donde además va a poner su propia vida en peligro
inminente (Mt 26,3-4 par). A pesar de las amenazas y las sospechas, a pesar de todos los miedos, Jesús
siguió predicando con la misma autoridad y con las mismas invectivas, como si no ocurriera nada. Sabía
que estaba en manos del Padre, al que se sentía íntimamente unido y cuya voluntad procuraba cumplir
constantemente. Hasta que al final pasó lo que tenía que pasar: las autoridades decidieron liquidarlo y
dieron orden de caza y captura para acabar con él (Jn 11,45-57).
El final -bien lo sabemos— fue dramático en extremo: a gritos y con lágrimas, pidiendo y suplicando
al que podía salvarlo de la muerte (Heb 5,7), se entregó al designio de Dios (Mt 26,39.42 par), hasta que fue
juzgado, torturado y ejecutado entre bandidos, con la queja espantosa del que se siente desamparado en el
momento decisivo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46 par). Pero el hecho
es que, de esta manera, se vino a revelar lo más profundo del misterio del amor de Dios y de su designio: la
salvación y liberación del hombre, mediante la solidaridad de Jesús con todos los desgraciados de este
mundo.
La lección más clara que se desprende obviamente de todo lo dicho es ésta: Jesús fue fiel a su
proyecto de solidaridad hasta el final y hasta sus últimas consecuencias. Siempre al lado y de parte de los
marginados, de los oprimidos, de todos los despreciados de la tierra, hasta terminar en el supremo desprecio
y junto a los más miserables de este mundo, como el peor de ellos, y sin tener ni aun siquiera el consuelo de
saber que el Padre del cielo estaba de su parte.
Éste fue el destino de Jesús: trabajar y luchar por el bien del hombre, en solidaridad con él, hasta la
muerte. Seguir a Jesús es asumir ese mismo destino en la vida, con todas sus consecuencias.
Entiendo por cristianismo radical aquel que toma en serio el seguimiento de Jesús, porque se organiza
a partir de las exigencias de ese seguimiento. Ya lo he dicho y lo repito aquí: el seguimiento de Jesús no es
una exigencia reservada a almas selectas. Según los evangelios, el seguimiento es el proyecto que tiene que
asumir todo creyente. Por eso el cristianismo o es radical o no es cristianismo. El problema que aquí se
plantea reside no sólo en la dificultad que entraña el seguimiento, sino además en que el modelo oficial de
la religión, tal como se lo representa y lo vive mucha gente, no incluye el seguimiento como condición
esencial y exigencia básica. En efecto, son muchas las personas que están persuadidas de que un buen
cristiano es el que va a misa todos los domingos. Por supuesto, la misa dominical es importante para la vida
cristiana. Pero es evidente que hay mucha gente que va a misa cada domingo, pero no por eso se puede
decir que tales personas viven el seguimiento de Jesús.
Un individuo, un grupo, puede ser profundamente religioso, pero no por eso podemos asegurar que
ese individuo o ese grupo siguen a Jesús, tal como el seguimiento ha sido descrito en este capítulo. Y es que
hemos caído en el peligro de crear otra religión a la sombra del nombre de Jesús de Nazaret. Y así ha
resultado lo que acertadamente se ha llamado la “religión burguesa”, cuya característica principal es la
incapacidad para el seguimiento. La religión burguesa tiene menos poder para cambiar los corazones de los
burgueses que los burgueses para transformar la Iglesia en la institución de “su” religión. De ahí la
necesidad imperiosa de una conversión en profundidad a las exigencias del seguimiento de Jesús.
Por último, una advertencia importante. Hay personas que, según sus ideas y según sus palabras, están
persuadidas de que el seguimiento es el centro de su vida. Tales personas viven un radicalismo ideológico y
verbal, que seguramente no pasa de eso. En ese caso, el radicalismo ideológico y verbal actúa como falsa
conciencia que autoengaña al sujeto. Porque la pura verdad es que se trata de individuos (quizá también
grupos) cuya sensibilidad, cuya afectividad y cuyo comportamiento real están muy lejos del radicalismo
evangélico. También estas personas, también estos grupos tienen una necesidad imperiosa de convertirse a
las reales y concretas exigencias del seguimiento de Jesús.
6
LAS BIENAVENTURANZAS: EL PROGRAMA DE LA COMUNIDAD
MUCHAS VECES se suele decir que nuestra sociedad está deshumanizada y es deshumanizante. Porque en
ella se ha impuesto, y lo domina todo, la manera de pensar que sólo se interesa por el propio bienestar, la
propia utilidad, el confort y el consumo. De ahí la enorme y brutal insolidaridad que reina por todas partes.
El nivel de vida y las aspiraciones de la gente están por encima de lo que da de sí la situación económica.
Por eso a casi nadie le llega el sueldo para cubrir las mil necesidades que la misma sociedad nos ha creado
mediante la propaganda y la publicidad. De donde resulta que el dinero es el dueño y señor de la situación.
Todo el mundo aspira a ganar más de lo que gana, para gastar más de lo que gasta. Y no hay más ideal ni
más meta en grandes sectores de la población. Es cierto que siempre, de toda la vida, la gente ha querido
ganar más y vivir mejor. Lo que diferencia a la situación actual de las anteriores es que la gente es incapaz
de pensar en otros valores y en otros ideales que no sean los que ofrece la sociedad del consumo y del
confort. A esto se le ha llamado el pensamiento y el comportamiento unidimensional, es decir, la gente sólo
es capaz de pensar y de actuar en esta única dimensión, la dimensión del bienestar, del gasto, del consumo:
los valores de la publicidad crean una manera de vivir; es una manera de vivir mejor que antes, y en cuanto
tal se defiende contra todo cambio cualitativo, es decir, a la gente que no le hablen de otro tipo de sociedad
ni de otro modelo de convivencia, porque lo que todo el mundo quiere y aspira a tener es el apartamento
confortable, los mil cacharros y potingues que la publicidad nos mete en la cabeza, el coche, la villa, y de
ahí para arriba todo lo que se quiera.
No pretendo hacer un análisis de este tipo de sociedad, porque eso rebasa con mucho los límites y la
intención de este capítulo. Aquí quiero apuntar solamente las consecuencias que se siguen de esta clase de
sociedad en la presente situación. Esas consecuencias son principalmente dos: la inflación a nivel
económico y la falta de trabajo a nivel social. La inflación quiere decir que el dinero vale menos cada día, lo
que genera más ansiedad e incluso más ambición de lucro. Por su parte, la falta de trabajo es el resultado de
la ambición colectiva: como los que trabajan ganan lo que ganan, no hay ni puede haber trabajo para todos.
De ahí la insolidaridad escandalosa y brutal de una sociedad en la que muchos ganan más de lo que
producen, mientras que otros se ven condenados a no ganar ni producir nada. Esto si nos limitamos al
ámbito nacional. Porque si levantamos la vista para mirar al ancho mundo, en el ámbito internacional,
entonces la situación es mucho más espantosa: pueblos enteros que se mueren literalmente de hambre,
mientras en otros países no se sabe ya ni dónde ni cómo almacenar los excedentes de la alimentación. Se me
dirá que todo esto es demasiado complejo. Por supuesto que lo es. Pero de eso precisamente es de lo que yo
me quejo: de que hayamos montado un tipo de sociedad y de convivencia de tal complejidad, que ya
seamos incapaces de resolver los problemas más elementales.
Y mientras tanto, ¿qué hacemos los cristianos en tal estado de cosas? Pues muy sencillo: los creyentes
nos hemos subido, como todo el mundo, al carro del consumismo y el bienestar, y galopamos más o menos
felices por la vida, mientras vemos a nuestro lado a millones de personas que se desangran. A fin de
cuentas, también los cristianos participamos del pensamiento y el comportamiento unidimensional, con sus
aterradoras consecuencias. Es verdad que la Iglesia, por boca de sus más altos representantes, no cesa de
hablar de la cuestión social, reclamando un orden más justo y más humano a todos los niveles. Pero lo que
ocurre a la hora de la verdad es que la oferta concreta que la Iglesia hace a este tipo de sociedad es integrada
y asimilada por el pensamiento unidimensional, sin que tal pensamiento se modifique para nada. Quiero
decir que en la sociedad actual los servicios religiosos vienen a ser un objeto más de consumo para la gente,
de tal forma que esos servicios no tienen, de hecho y tal como se practican, el poder necesario para
transformar la manera de pensar de la gente, y menos aún para cambiar sus pautas de comportamiento. Por
eso en nuestra sociedad hay un alto “consumo religioso” (bodas, bautizos, primeras comuniones, entierros,
misas, comuniones...), pero, tal como las cosas suceden en concreto en la mayoría de los casos, resulta que
tales servicios religiosos no modifican la manera de pensar de la gente en lo tocante al dinero y al consumo,
es decir, en lo tocante a la solidaridad.
Habida cuenta de este estado de cosas, resulta lógico preguntarse: ¿Qué nos dice el evangelio a los
cristianos en esta situación? Intentaré responder a esta cuestión analizando sumariamente el mensaje de las
bienaventuranzas.
a) Un momento solemne
El evangelio de Mateo empieza su narración del sermón del monte diciendo que “siguieron a Jesús
grandes multitudes de gente llegadas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania” (Mt 4,25).
Se nota en estas palabras que el entusiasmo de la gente por Jesús ha alcanzado su expresión máxima. Hasta
la lejana provincia de Galilea han llegado gentes venidas de la importante Judea, de la capital, Jerusalén, y
hasta del extranjero, la Decápolis y la Transjordania. ¿Qué ha ocurrido para que se produzca semejante
entusiasmo?
Según el mismo evangelio de Mateo, Jesús ha empezado ya la proclamación del Reino (Mt 4,17; ver
Mc 1,14-15; Lc 4,14-15). Es decir, ha comenzado a proclamar la nueva sociedad que Dios quiere. Pero
Jesús no se limita a eso, es decir, no se limita a hablar.
Jesús actúa y hace presente la nueva situación “curando todo achaque y toda enfermedad del pueblo”
(Mt 4,23). Por eso, como añade el mismo Mateo, “se hablaba de él en toda Siria: le traían enfermos con
toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba” (Mt 4,24).
Jesús remedia el sufrimiento humano, libera a los oprimidos, da la “buena noticia” a los pobres (Mt 11,5;
Lc 4,18). Es decir, Jesús restaura al hombre, le devuelve su dignidad y su libertad. He ahí la causa del
entusiasmo popular.
Pero es lógico preguntarse: en definitiva, ¿qué programa trae Jesús?, ¿qué es lo que él pretende?
Estamos en el momento solemne en que el mismo Jesús va a responder a estas cuestiones.
b) La nueva alianza
“Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos” (Mt 5,1). La
expresión “subir al monte” no es simplemente narrativa. Tiene un sentido teológico. En la tradición del
Antiguo Testamento, el monte, el cerro, simboliza el lugar de Dios, la esfera divina (Ex 3,1; 4,27; 18,5;
24,13; 1Re 19,8; Núm 10,33; Sal 24,3; 68,16; ver Gén 49,26; Dt 33,15). Por eso en los evangelios el monte
es con frecuencia para Jesús el lugar del encuentro con Dios (Mt 14,23; 28,16; Mc 6,46; Lc 1,39.65; 6,12;
Jn 6,3.15).
Pero en este caso no se trata de un monte cualquiera. Jesús sube al monte de la misma manera que
Moisés subió al monte santo de Dios en el momento de la alianza (Éx l9,3.20). Dios estableció entonces un
pacto con su pueblo. Y la expresión de la voluntad de Dios quedó plasmada y concretada en la ley, que el
mismo Dios dio a su pueblo por medio de Moisés. Pues de la misma manera ahora, desde el monte al que
sube Jesús, Dios expresa su voluntad en una nueva ley, que ya no es ley, porque tiene otro carácter, como
enseguida vamos a ver. La voluntad de Dios, para su pueblo, queda ahora plasmada y concretada en las
bienaventuranzas.
Por consiguiente, las bienaventuranzas constituyen el programa básico de la comunidad cristiana, el
resumen de todo lo que Dios, por medio de Jesús, desea y espera de su nuevo pueblo, la comunidad de
discípulos de Jesús.
Pero hay todavía algo importante que destacar: en la antigua alianza el pueblo tenía que mantenerse a
distancia de Dios, no podía subir al monte (Éx l9,12-13;23); aquí, sin embargo, se dice que Jesús subió al
monte “y se le acercaron sus discípulos”. Los que siguen a Jesús, en el nuevo pueblo de Dios, entran en la
esfera divina y viven en la intimidad y familiaridad con Dios. Y es desde este planteamiento de familiaridad
y de intimidad con Dios como hay que entender las bienaventuranzas.
Por lo demás, aquí los papeles cambian: Jesús sube al monte como Moisés, mostrando así su ser de
hombre, pero es él mismo quien habla en el monte, mostrando así que la comunidad cristiana lo identifica
con Dios. Jesús es el Señor, que promulga el nuevo estatuto de la comunidad de los creyentes. Y ese
estatuto consiste en las bienaventuranzas.
a) Un proyecto de felicidad
Lo primero que aparece en las bienaventuranzas es que el programa de Jesús para los suyos es un
proyecto de felicidad. Cada afirmación de Jesús empieza con la palabra “dichosos”. Esta palabra significa,
en griego, la condición del que está libre de preocupaciones y trabajos diarios; y describe, en lenguaje
poético, el estado de los dioses y de aquellos que participan de su existencia feliz. Por consiguiente, Jesús
promete la dicha sin límites, la felicidad plena para sus seguidores. Dios no quiere el dolor, la tristeza y el
sufrimiento. Dios quiere precisamente todo lo contrario: que el hombre se realice plenamente, que viva
feliz, que la dicha abunde y sobreabunde en su vida.
Lo que pasa es que el camino de la felicidad no es el que propone el mundo, el orden presente, el
sistema establecido. Precisamente lo sorprendente de las bienaventuranzas es que invierten los papeles. El
orden establecido dice: serás feliz en la medida en que tengas dinero para consumir. Por el contrario, Jesús
dice: serás feliz en la medida en que te despojes del dinero para compartir. Son caminos diametralmente
opuestos, antagonistas, como antagonistas son entre sí Dios y el dinero (Mt 6,24).
De lo dicho se desprende una consecuencia importante: lo que las bienaventuranzas presentan no es
una serie de virtudes que hay que practicar como obligaciones pesadas y costosas. Se trata justamente de
todo lo contrario: un programa de felicidad, cuya base, como enseguida vamos a ver, es la renuncia al
dinero.
Por lo demás, las bienaventuranzas del sermón del monte se completan con otras que también
aparecen en los evangelios: son dichosos los que viven el proyecto del Reino (Mt l3,16s), los que salen al
encuentro de ese proyecto (Lc 1,45; Mt 16,17; Jn 20,29), los que no se escandalizan del proceder y de la
actuación de Jesús (Mt 1 1,6), los que no se limitan a oír estas cosas, sino que además las ponen en práctica
(Lc 14,14; Jn 13,17) y los que perseveran en actitud vigilante (Lc l2,37s; Mt 24,24; ver Sant 1,12; Ap 16,15,
etc.).