Está en la página 1de 3

Cuento

Había una vez un grupo de niños que habían quedado para jugar un
partido de fútbol por todo lo alto. Habían decidido que cada uno llevaría
un elemento importante que hubiera en todos los partidos oficiales, y
así, uno trajo el balón, otro el silbato, otro una portería, otro los guantes
del portero, las banderillas del córner, etc... Pero antes de comenzar
el partido, a la hora de elegir los equipos hubo una pequeña discusión,
y decidieron que podría elegir aquel que hubiera llevado el elemento
más importante.
Como tampoco se ponían de acuerdo en eso, pensaron que lo mejor
sería empezar a jugar al completo, con todos los elementos, e ir
eliminando lo que cada uno había traído para ver si se podía
seguir jugando y descubrían qué era verdaderamente
imprescindible. Así que comenzaron a jugar, y primero eliminaron el
silbato, pero quien hacía de árbitro pudo seguir arbitrando a gritos.
Luego dejaron a los porteros sin guantes, pero paraban igual de bien sin
ellos; y tampoco se notó apenas cuando quitaron los banderines que
definían los límites del campo, ni cuando cambiaron las porterías por
dos papeleras...; y así siguieron, hasta que finalmente cambiaron
también el balón por una lata, y pudieron seguir jugando...
Mientras jugaban, pasó por allí un señor con su hijo, y viéndoles
jugar de aquella forma, le dijo al niño:
-"Fíjate, hijo: aprende de ellos, sin tener nada son capaces de
seguir jugando al fútbol, aunque nunca vayan a poder aprender ni
mejorar nada jugando así"
Y los chicos, que lo oyeron, se dieron cuenta de que por su exceso de
orgullo y egoísmo, lo que se presentaba como un partido increíble,
había acabado siendo un partido penoso, con el que apenas se estaban
divirtiendo. Así que en ese momento, decidieron dejar de un lado sus
opiniones egoístas, y enseguida se pusieron de acuerdo para volver a
empezar el partido desde el principio, esta vez con todos sus elementos.
Y verdaderamente, fue un partido alucinante, porque ninguno midió
quién jugaba mejor o peor, sino que entre todos sólo pensaron en
divertirse y ayudarse.
Cuento
Había una vez un niño al que lo que más le gustaba en el mundo era
ganar. Le gustaba ganar a lo que fuera: al fútbol, a los cromos, a la
consola... a todo. Y como no soportaba perder, se había convertido en
un experto con todo tipo de trampas. Así, era capaz de hacer
trampas prácticamente en cualquier cosa que jugase sin que se notara,
e incluso en los juegos de la consola y jugando solo, se sabía todo tipo
de trucos para ganar con total seguridad.
Así que ganaba a tantas cosas que todos le consideraban un campeón.
Eso sí, casi nadie quería jugar con él por la gran diferencia que les
sacaba, excepto un pobre niño un poco más pequeño que él, con el que
disfrutaba a lo grande dejándole siempre en ridículo.
Pero llegó un momento en que el niño se aburría, y necesitaba más, así
que decidió apuntarse al campeonato nacional de juegos de consola,
donde encontraría rivales de su talla. Y allí fue dispuesto a demostrar a
todos sus habilidades, pero cuando quiso empezar a utilizar todos
esos trucos que sabía de mil juegos, resultó que ninguno de ellos
funcionaba. ¡Los jueces habían impedido cualquier tipo de trampa!
Entonces sintió una vergüenza enorme: él era bueno jugando, pero sin
sus trucos, fue incapaz de ganar a ninguno de los concursantes.
Allí se quedó una vez eliminado, triste y pensativo, hasta que todo
terminó y oyó el nombre del campeón: ¡era el niño pequeño a quien
siempre ganaba!
Entonces se dio cuenta de que aquel niño había sido mucho más listo:
nunca le había importado perder y que le diera grandes palizas, porque
lo que realmente hacía era aprender de cada una de aquellas
derrotas, y a base de tanto aprender, se había convertido en un
verdadero maestro.
Y a partir de entonces, aquel niño dejó de querer ganar siempre, y
pensó que ya no le importaría perder algunas veces para poder
aprender, y así ganar sólo en los momentos verdaderamente
importantes.
Cuento
Había una vez un niño al que lo que más le gustaba en el mundo era
ganar. Le gustaba ganar a lo que fuera: al fútbol, a los cromos, a la
consola... a todo. Y como no soportaba perder, se había convertido en
un experto con todo tipo de trampas. Así, era capaz de hacer
trampas prácticamente en cualquier cosa que jugase sin que se notara,
e incluso en los juegos de la consola y jugando solo, se sabía todo tipo
de trucos para ganar con total seguridad.
Así que ganaba a tantas cosas que todos le consideraban un campeón.
Eso sí, casi nadie quería jugar con él por la gran diferencia que les
sacaba, excepto un pobre niño un poco más pequeño que él, con el que
disfrutaba a lo grande dejándole siempre en ridículo.
Pero llegó un momento en que el niño se aburría, y necesitaba más, así
que decidió apuntarse al campeonato nacional de juegos de consola,
donde encontraría rivales de su talla. Y allí fue dispuesto a demostrar a
todos sus habilidades, pero cuando quiso empezar a utilizar todos
esos trucos que sabía de mil juegos, resultó que ninguno de ellos
funcionaba. ¡Los jueces habían impedido cualquier tipo de trampa!
Entonces sintió una vergüenza enorme: él era bueno jugando, pero sin
sus trucos, fue incapaz de ganar a ninguno de los concursantes.
Allí se quedó una vez eliminado, triste y pensativo, hasta que todo
terminó y oyó el nombre del campeón: ¡era el niño pequeño a quien
siempre ganaba!
Entonces se dio cuenta de que aquel niño había sido mucho más listo:
nunca le había importado perder y que le diera grandes palizas, porque
lo que realmente hacía era aprender de cada una de aquellas
derrotas, y a base de tanto aprender, se había convertido en un
verdadero maestro.
Y a partir de entonces, aquel niño dejó de querer ganar siempre, y
pensó que ya no le importaría perder algunas veces para poder
aprender, y así ganar sólo en los momentos verdaderamente
importantes.
Aquel día no se habló de otra cosa en el colegio que no fuera la gran
victoria de Pepito. Pero por la noche, Pepito no se sentía feliz. Había
ganado, y aun así no había ni rastro de la sensación de alegría que
tanto le gustaba. Además, Alberto no se sentía nada mal por haber
perdido, y pareció disfrutar perdiendo. Y para colmo al día siguiente pudo
ver a Alberto jugando al baloncesto; era realmente malísimo, perdía una y
otra vez, pero no abandonaba su sonrisa ni su alegría.
Durante varios días observó a aquel niño alegre, buenísimo en algunas
cosas, malísimo hasta el ridículo en otras, que disfrutaba con todas ellas por
igual. Y entonces empezó a comprender que para disfrutar de los juegos no
era necesario un marcador, ni tener que ganar o perder, sino vivirlos con
ganas, intento hacerlo bien y disfrutando de aquellos momentos de
juego.
Y se atrevió por fin a jugar al escondite, a hacer un chiste durante
un partido al futbolín, y a sentir pena porque acabara un juego
divertido, sin preocuparse por el resultado. Y sin saber muy bien por
qué, los mayores empezaron a comentar a escondidas, "da gusto
con Pepito, él sí que sabe perder"

También podría gustarte