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ABRIL DE 2007

El lugar del espectador. ¿Para quién es el cine mexicano reciente?

por Fernanda Solórzano

El cine mexicano arrastra históricamente algunos serios problemas de verosimilitud. Fernanda


Solórzano, crítica habitual de estas páginas, estudia en una apretada síntesis algunos de ellos y su
contraste con culturas fílmicas más eficaces, como la estadounidense.

Nadie masculla la palabra “mascullar”. Definida por la Real Academia Española como “hablar
entre dientes, o pronunciar mal las palabras, hasta el punto de que con dificultad puedan entenderse”
es casi lo opuesto a una onomatopeya: un verbo pulcro que define una pronunciación sucia, y que se
acomoda mejor en la página de una mala novela o de una traducción que en el habla de un tipo
ordinario, con tendencia, digamos, a mascullar.

Marlon Brando decía que los críticos lo destrozaban cada vez que mascullaba sus líneas.
Mumble, decía él, quien de haber hablado español nunca habría dicho “mascullar”. Brando saltó a la
fama interpretando al arquetipo del personaje ordinario, el burdo Stanley Kowalski en Un tranvía
llamado deseo. Veintidós años después, Robert Evans, el productor de El padrino, decía con ironía y
furia que había que subtitular los diálogos de Vito Corleone. Su mumbling era el recurso que construía
al personaje. Había establecido un nuevo estilo de actuación.

En apenas unas páginas de su autobiografía Canciones que mi madre me enseñó, uno de los
actores fetiche del cine estadounidense describe cómo, a mediados de los años cincuenta, el convoy de
la actuación cinematográfica se desvió de la carretera firme y pavimentada sobre la que había
transitado hasta entonces, hacia el camino de terracería –polvoriento, disparejo y sucio– que ha sido la
marca del cine independiente de ese país, pero que incluso los grandes estudios han tomado como el
atajo más rápido hacia el interés del espectador. En los años anteriores a la fundación del Actor’s
Studio en 1947, y de la penetración de la técnica rusa en la escuela estadounidense, los actores decían
sus diálogos como lo haría un concursante de oratoria, sin muletillas ni palabras barridas, y sin dudar
un instante de las palabras que habrían de decir en medio de una retahíla de insultos o de una
confesión de amor. Antes de Brando, actrices como May Whitty y Eleonora Duse se habían hecho
famosas por comerse sílabas al momento de decir sus líneas. Como Brando, otros alumnos de Stella
Adler, la alumna de Stanislavski que introdujo sus técnicas a Estados Unidos, se atrevieron a romper las
reglas tácitas de la actuación acartonada. En palabras del actor, ellos fueron los desviados que
decidieron reproducir el habla ordinaria, aunque eso les costara el regaño de los directores y la
descalificación de la crítica. Si todos habláramos de acuerdo con la vieja escuela, concluye Brando,
nadie haría una pausa para buscar una cierta palabra, ni la pregunta “¿Qué dijiste?” se habría
formulado jamás.

De nada servía que los intérpretes aportaran los beneficios de una mala dicción, si los directores
no comprendían el sentido de esta contribución. Si en 1969, con Easy Rider, Dennis Hopper liberó las
películas de las cadenas del esteticismo técnico, fue el recién fallecido Robert Altman quien al año
siguiente introdujo en M.A.S.H. el recurso de empalmar diálogos en las conversaciones de sus
personajes. Los egresados del Actor’s Studio, en coyuntura con los directores del Nuevo Hollywood,
insistieron en cultivar la disonancia y la imperfección. Francis F. Coppola, director de El Padrino, libraría
mil batallas para defender a su amigo Marlon de las embestidas de su productor.

La mala pronunciación era la punta del iceberg. Cada balbuceo solía ser señal de
correspondencia entre lenguaje, psicología y motivación emocional. La búsqueda de la palabra precisa
(o el hecho de fingir que se buscaba la palabra precisa) influye en la gesticulación y el lenguaje
corporal de los actores. A veces, los anula. En la vida que conocemos, pocas veces una persona piensa
y verbaliza a la vez. El habla, si es espontánea, tiene baches y silencios que dejan asomar dudas; y
palabras atropelladas que son síntoma de inseguridad. El habla de dicción perfecta, sintaxis
irreprochable y con signos de puntuación suele ser el medio del político, el abogado y el orador: ideas
preparadas por otros, pensadas para persuadir más que para expresar, y ensayadas tantas veces que
han perdido su significado. También es el lenguaje del actor que reproduce los diálogos de un mal
guión, limitado por un director que venera la palabra escrita por encima de la situación.

Mumble, mutter y slur, tres maneras de arrastrar la lengua que volvieron creíbles los mundos y
personajes del cine estadounidense a mediados de los cincuenta, no encuentran su equivalente en la
mayoría de las películas mexicanas, aún hoy. Como si la ausencia de onomatopeyas hubiera impedido
el desarrollo sano del habla coloquial en pantalla, el cine mexicano arraigado en el realismo (la
mayoría) descansa en la creencia de que sólo las palabras, y no la forma de enunciarlas y el aliento de
una frase, son suficientes para lograr verosimilitud en la representación. El melodrama, el género más
socorrido para mostrar relaciones extremas entre personajes ordinarios, ha sido el depositario de esta
contradicción. Una vez que el final de la Época de Oro llevó al melodrama a prolongarse en las
telenovelas, el género se degradó hasta convertirse en su propia parodia. Con excepción de los
directores independientes, el cine mexicano de la segunda mitad del siglo XX –las fábulas de fresas y
rebeldes, las películas de luchadores y monstruos, y los churros del lopezportillismo– tuvo en común
dos cosas: su tendencia a seguir, con retraso, las corrientes extranjeras de moda, y una preocupación
absurda por cumplir con las convenciones del cine, de respetar las reglas más básicas –es decir,
caducas y rígidas– de la representación.

(En su falta de pretensiones artísticas y su solo interés en atraer al público, los actores del cine
de ficheras tendieron un puente directo entre el habla de sus personajes y el habla de sus
espectadores. No había estándares de calidad que cumplir; la guerra con los críticos siempre estuvo
perdida porque éstos dialogaban con el cine de Arturo Ripstein, Felipe Cazals, Jaime Humberto
Hermosillo o Jorge Fons, y antes de ellos, con el de Luis Buñuel. En la hora más oscura del cine
mexicano, la actuación de los paupers, de los actores de carpa proyectados de pronto a la pantalla,
emanaba un extraño resplandor de honestidad. Un resplandor sin precedentes hasta entonces y
condenado a desaparecer tan sin excusa como había surgido. (Un paréntesis por considerar, en tanto
actores como Isela Vega y Rafael Inclán hoy resurgen en películas que les asignan papeles dramáticos o
que exigen autenticidad.)

El arranque de los años noventa trajo consigo la película que conjugaba la dignidad
cinematográfica perdida en las décadas anteriores, con la dosis de vaudeville necesaria para despertar
en el espectador mexicano un sentimiento de identificación. Sólo con tu pareja, dirigida por Alfonso
Cuarón y escrita por su hermano Carlos, devolvió a las salas de cine a huestes de espectadores
mexicanos sofisticados, o por lo menos pudientes, que antes habían sido repelidos por diez años de
secuestro de las pantallas a manos de la sordidez y la indecencia, no la del cine de bajos fondos que
era el sello de Ripstein y Fons (legitimado por su estatus de cine de arte), sino la indecencia de
encueradas y, sus amigos, los amos del albur. Entre muchas otras cosas, la sexycomedia era repudiada
por motivos de diferenciación social. Esos cómicos y ese humor eran tenidos por las clases medias
como el circo de los peladitos. Del otro lado del espejo, Sólo con tu pareja tenía como protagonistas a
actores imposiblemente atractivos (Claudia Ramírez y Daniel Gimémez Cacho), que vivían en
departamentos de fachadas europeas (ubicuas en la colonia Roma, pero nunca antes fotografiadas así)
y estaba, en fin, ajustada a un concepto larger than life de la realidad, aportación del naciente
virtuosismo de Emmanuel Lubezki. Si la estética publicitaria es ahora un recurso utilizado ad nauseam,
hace dieciséis años era toda una novedad. La primera comedia mexicana en referencias pero
cosmopolita en espíritu, Sólo con tu pareja, fue el primer experimento logrado de absorber las
aspiraciones colectivas de la sociedad, sin ponerse por encima de la tradición popular.

Más allá de haber fundado el equívoco que equipara “películas mexicanas con éxito” con
“cinematografía mexicana sana”, Amores perros (2000) e Y tu mamá también (2001) fueron las dos
películas de la última década que como ninguna otra crearon eco en el espectador. Mientras que
Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón inscribieron sus obras en la modernidad cinematográfica
(a la que por definición aspira el espectador mexicano), Guillermo Arriaga y Carlos Cuarón escribieron
situaciones y diálogos diseñados para no quedarse atrapados en el papel. Ambos guiones son literarios
pero sólo en aspectos obvios y deliberados. Sus autores tienen claras las fronteras que dividen la
literatura del cine, y eso les ha permitido jugar con ellas al interior del guión. En Amores perros, por
ejemplo, coexiste la división en capítulos con la estructura no lineal de las vanguardias literarias de
principios del siglo XX. En Y tu mamá también, Cuarón no titubea en incluir largos monólogos que
narran el pasado y anticipan el futuro del pasado de sus personajes, sin recurrir a una sola imagen que
robe atención al texto. Nada de flashbacks o flashforwards, un recurso convencional. El resto de ambos
guiones es cine en estado puro. La cámara urgente y ágil, diseños de producción y fotografía que no
interfieren con las historias, y, por fin, palabras mal pronunciadas (no sólo malas palabras) cubrían a
sus personajes con la pátina de lo real.

Pioneras en tantas cosas, Amores perros e Y tu mamá también han engendrado remedos en las
que estos mismos elementos han perdido el equilibrio. Se trata de películas hiperconcientes de sus
criterios estéticos y que, por efecto de esforzarse mucho, revelan su preocupación por serles fieles a
las películas que les sirvieron de modelo, y no tanto al público con el que éstas llegaron a conectar tan
bien. En ellas, se da por sentado que la inclusión de groserías palomea todos los requisitos de la
caracterización coloquial. En el campo del lenguaje visual, presumen espacios “feos” con parámetros
de feísmo de un catálogo de diseño interior. La cereza del pastel suele ser una fotografía hiperestilizada
que homologa un ring de boxeo, el camerino de un table dance, una calle de madrugada y el interior de
un coche (viejo), y que, por efecto de distancia entre el tema y cómo se trata, vuelve una película sobre
jodidos un ensayo sobre la jodidez.

En las películas que aún construyen una estética chic de la miseria, cuyos personajes de clase
baja hablan con la dicción de un actor profesional y que viven en cuartuchos iluminados por un haz de
luna neón, se asoma todavía el temor de que el retrato de la imperfección se confunda con la
imperfección en el retrato. Más que hablar entre dientes, estas películas conjugan el verbo mascullar.
En la búsqueda de respuestas que expliquen el abismo entre las cifras de asistencia a películas
mexicanas y películas estadounidenses, uno podría preguntarse si el cine mexicano toma en cuenta la
importancia de generar en su público las resonancias emocionales que sí, en cambio, genera Hollywood
entre su mercado, y si esta comunicación no surge (o se cancela, sin remedio) en el momento definitivo
en el que escuchamos a un personaje hablar.

Qué inapropiado compararse con Hollywood cuando éste, con su oferta monstruosa, es el
culpable de que en nuestras salas no se exhiba cine mexicano. Hollywood es, además, el ogro que
devora a nuestros mayores talentos, y es, desde el pasado 25 de febrero, el demiurgo desalmado que
primero nos alborota con dieciséis nominaciones y luego nos premia (¿o castiga?) con tres Óscares,
nada más.

Pero seamos aquí inapropiados y soltemos una hipótesis poco solidaria: que Hollywood no sea
apabullante sólo en la oferta sino en la calidad de lo que ofrece, y que, hablando de México, el
raquitismo de los fondos públicos, los incentivos fiscales tardíos, la inequidad en la distribución de los
ingresos en taquilla, y la tendencia a considerar la producción de cine como un pasivo de la industria
cultural no sean los únicos culpables del estado lamentable de nuestra industria de cine, hoy.

Quizá la preferencia del espectador mexicano por ver cine estadounidense tenga que ver,
también, con el cine y con el espectador. Es un argumento incómodo porque saca el balón de la cancha
de los sospechosos de siempre –los tecnócratas, burócratas, distribuidoras trasnacionales y sus aliados,
los monopolios de exhibición–, y lo pone en la cancha de los que, se supone, sí tenemos vocación
humanista (y criterio, y buen gusto, y capacidad de elegir). No hay mucho que oponer al argumento de
la desventaja numérica en las salas de exhibición. La cantidad de películas mexicanas filmadas en un
año puede llegar a doblar el número de las que tienen salida a salas, y, una vez en cartelera, deben
probar su potencial en taquilla desde la primera semana de exhibición. A pesar de que en 2006 se
rodaron 64 películas, menos de la mitad llegaron a las carteleras. Las exhibidoras, en su lógica
empresarial de favorecer a un blockbuster por encima de cualquier película, son capaces de hacer
esperar a una película mexicana semanas, meses y hasta un año, antes de darle fecha de exhibición.

Pero el tiempo, la experiencia, y, en el mejor de los casos, un examen de motivos, podrían


darnos otras respuestas sobre por qué, en estos últimos meses, sólo se ha hablado de tres películas
realizadas por mexicanos (Babel, Niños del hombre y El laberinto del fauno) y, antes de estos meses –
digamos, el último año–, la oferta en cartelera de películas mexicanas apenas y dio para tema de
conversación. De los veintiocho estrenos que sortearon los obstáculos de exhibición, muy pocos
dejaron huella en la memoria del espectador. Seamos aquí de nuevo inapropiados y soltemos otra
hipótesis poco solidaria: en México no hay industria porque no hay fondos encauzados al cine (ni una
estructura que proteja el encauzamiento de esos fondos), pero también porque no hay un mínimo de
películas que, por méritos propios, eche la maquinaria a andar. La sala de cine no es una ONG, ni el
espectador un mecenas. Cincuenta pesos por boleto es un precio muy alto para jugarse una decepción.

México ocupa el quinto lugar en el mundo en cantidad de gente que asiste al cine, con un
promedio de 165 millones de espectadores por año. De los casi ocho millones de personas que en 2006
pagaron por ver cine mexicano, más de la mitad lo hizo para ver Una película de huevos, de los
hermanos Gabriel y Rodolfo Rivapalacio, la segunda cinta más taquillera en la historia del cine del país
(la primera fue El crimen del padre Amaro, de Carlos Carrera, beneficiada por el remolino de morbo que
levantó el grupo Pro-Vida y los lamentos de Jorge Serrano Limón). Una fábula de dibujos animados
sobre un grupo de huevos de supermercado que aspira a un destino mejor –convertirse en pollitos,
crecer, reproducirse–, Una película de huevos tenía un tufo a Pollitos en fuga, de los ingleses Peter Lord
y Nick Park, pero jamás sería comparable en términos de ejecución. Su éxito podría explicarse sólo
desde su naturaleza ambigua: era una historia simplona y aspiracional, pero con un pie bien plantado
en el mundo del albur. Tremendamente atractiva para un público infantil (que no se limita a los niños,
sino a la edad psicológica), lo fue también para el adulto que llevaba a su niño al cine, más en un
sentido metafórico que literal. Caricaturas con resabio a carpa, Una película de huevos encarnó todas
las definiciones del entretenimiento popular.

Por razones más cercanas a una buena factura, la otra película relevante del 2006 fue Un
mundo maravilloso, de Luis Estrada, que ofreció una visión negra del mosaico de por sí oscuro de la
política y la sociedad mexicana. Como su antecesora, La ley de Herodes, exhibida en año electoral, y
precedida por el aura de aquélla como la película que puso fin a la historia de la censura política en los
contenidos del cine mexicano, Un mundo maravilloso debió parte de su éxito a que apelaba a temas y
conversaciones vigentes de la sociedad mexicana preelectoral. Aun así, su éxito fue relativo. La
comparación entre los cuatro millones de personas que acudieron a ver Una película de huevos y los
711,000 que fueron a ver Un mundo maravilloso, deja claro que, entre retrato y retrato, México elige el
que pinta huevos a la realidad del país.

El caso puede ser triste pero arroja una lección de oro, ya impartida por las dos películas
mexicanas célebres que inauguraron el siglo XXI: las historias con potencial para atraer al público son
las que hacen eco del entorno e identidad del espectador. Que tan sólo Una película de huevos haya
doblado la cifra de recaudación de producciones mexicanas deja ver que el problema no es sólo la
desproporción entre el número de películas mexicanas y extranjeras que llegan a cartelera, sino que
sólo las películas mexicanas capaces de tender un puente con el mundo conocido por el mexicano real
(ya sea el mundo del albur o del laberinto político) son las que, a largo plazo, tendrían la posibilidad de
romper con el argumento vicioso esgrimido por el equipo de exhibidores y distribuidores (y también por
algunos productores, que acaban anticipando los deseos y designios de aquéllos). Descontando Una
película de huevos y Un mundo maravilloso, otras veintiséis películas mexicanas desfilaron por la
cartelera comercial. Cada una, en mayor o menor medida, confirmó que el cine mexicano que copia
recetas y fórmulas acaba perdiendo frente a sus modelos (el cine mexicano del pasado, o Hollywood), y
que el coqueteo con el ridículo, la autoparodia o el kitsch no cuaja en una relación duradera con el
espectador.

Películas como Hijas de su madre, de Busi Cortés, Los pajarracos, de Héctor Hernández y
Horacio Rivera, o Bienvenido paisano, de Rafael Villaseñor Kuri, pagaron el precio de ser a la vez
convencionales y ciegas a las señales del ambiente. En la primera, una directora de trayectoria larga
incursionó en el costumbrismo de humor negro sin sortear los lugares comunes de un género casi
agotado; en la segunda, un par de directores jóvenes apostaron sobre todo al estilo y fueron
condescendientes con temas de arraigo popular; la última, ingenua y filmada con descuido, recordó al
peor cine mexicano de hace casi treinta años. Las tres, por razones distintas, pusieron una distancia
mortal entre el mundo que recreaban y el lugar que ese mundo y sus valores tienen en México, hoy.
Otras películas del 2006 fueron concebidas para encajar en criterios de mercado que anteceden
en tiempo y espacio a cualquier guionista, actor o director: Amor xtremo, de Chava Cartas, Cansada de
besar sapos, de Jorge Colón, y Sólo Dios sabe, de Carlos Bolado (cuya primera película, Bajo California:
el límite del tiempo, era todo menos previsible), atrajeron a un público acostumbrado a llegar al cine,
pagar boleto y nunca mirar atrás. Son las llamadas “películas para crear industria”, un eufemismo
cínico y, a la larga, falso. Sólo las películas primero arriesgadas, y después memorables, son capaces
de recuperar la confianza rota de un espectador.

En el limbo de las películas mexicanas que casi nadie se interesó en ver, y a la vez desbordadas
de temas para disectar, Sangre, de Amat Escalante, 1973, de Antonino Isordia, y Las vueltas del citrillo,
de Felipe Cazals, fueron propuestas innovadoras que exigían de su público una cuota de desconcierto y
una renuncia a las formas más conocidas de retribución. A pesar de haber sido premiadas en festivales
extranjeros y mexicanos, y, en el caso de Cazals, con el prestigio de un veterano, las tres fueron
víctimas de la apatía colectiva. (Las vueltas del citrillo fue nominada para cuatro Arieles y ganadora de
seis, pero no hubo quien se rifara el tigre de su distribución. Fue su protagonista, el actor José María
Yazpik, quien decidió hacerse cargo de su –corta– exhibición.)

De vuelta a Brando y a la fábula de la industria que recuperó prestigio cuando sus directores y
actores renunciaron a la costumbre de maquillar la realidad. A la vez que 2007 será recordado como el
año en que México festejó su fuga de talentos, también será el año de estreno de películas más íntimas
a cargo de cineastas de carrera corta (Drama/Mex, de Gerardo Naranjo), actores que debutan
dirigiendo (Déficit, de Gael García Bernal) o veteranos de la publicidad abocados a realizar un proyecto
personal (Malos hábitos, de Simón Bross). También de películas más ambiciosas, pero en las que debajo
se escucha la voz de su director. Es el caso de Morirse en domingo, de Daniel Gruener, y de Kilómetro
31, ópera prima de Rigoberto Castañeda, que en sus primeras tres semanas de exhibición atrajo a dos
millones de espectadores (un cuarto del total de espectadores del 2006).

A medio camino entre Kilómetro 31, de Castañeda, y Drama/Mex, de Gerardo Naranjo, puede
avistarse una posible salida al laberinto de la producción nacional. Películas muy distintas en cuanto a
linaje y ejecución, tienen en común la voluntad de sus directores de evocar ciertas herencias culturales.
Kilómetro 31 actualiza una de las leyendas más populares del folclor mexicano, “La llorona”, a la vez
que se alimenta de influencias contemporáneas (orientales, más que estadounidenses) para contar una
historia de horror. Drama/Mex lleva en el título el nombre del género que Gerardo Naranjo actualiza y
reivindica. El melodrama mexicano, espina dorsal de la Época de Oro, está presente en la película no
como un guiño condescendiente, sino como un género que ha modelado la educación sentimental de
un país. Honesta en sus torbellinos emocionales, y beneficiada por la voluntad de Naranjo de contar
una historia sin gran parafernalia, Drama/Mex evita la fórmula, la parodia y la pretensión.

Caminando en dirección contraria al cine formulaico, grandilocuente, con un pie en cada país o
empeñado en recrear las películas de la internacionalización, una camada de directores mexicanos
apoyados por productores con intereses afines empiezan a apostar por historias que se cuenten sin
piruetas formales, minimales pero no estériles, y liberadas de la presión de hacer cine para la
posteridad. En sus películas los actores hablan mal y entre dientes: el público se ve a sí mismo en el
espejo de la imperfección. ~ http://www.letraslibres.com/index.php?art=11996
ENERO DE 2004

Las luchas del cine mexicano por Leonardo Tarifeño

La industria del cine en México se ve amenazada por varios flancos. No sólo es despreciada por
un gobierno mayoritariamente inculto, sino ignorada como el negocio sano y viable que podría ser.
Leonardo Tarifeño entrevistó a varios conocedores y protagonistas del problema, en busca de los
orígenes del mismo y sus posibles soluciones.
"¿Cuándo fue la última vez que Vicente Fox vio una película?" preguntó el actor Diego Luna,
durante una conferencia de prensa. Nadie contestó, mucho menos el aludido. Una lástima, porque los
ciudadanos tienen derecho a saber qué películas ven sus gobernantes, cuáles son sus libros favoritos,
qué museo los ha impresionado más. No es lo mismo votar a un admirador del Molière de Ariane
Mnouchkine que a un fanático de Steven Seagal. Un diputado podrá tener ideas propias sobre el futuro
de la educación, pero pocos le creerán si dice que lo máximo es Eddie Murphy. No hay nada más
revelador del carácter de una persona que sus intereses artísticos, y quién sabe si no es por eso por lo
que los políticos jamás los manifiestan en público.

En el caso de Vicente Fox, su gusto personal es un misterio. Lo que está más claro es el valor
cultural e industrial que le concede al cine mexicano, tras las idas y vueltas oficiales alrededor de la
propuesta de vender o cerrar el Imcine, los Estudios Churubusco y el Centro de Capacitación
Cinematográfica (CCC). Ya en junio pasado, Hacienda declaró que, cuando el Estado participa
económicamente en una realización local, "sólo se realizan películas ineficaces". Y en noviembre, la
difusión del Proyecto de Presupuesto de Egresos 2004 determinó que buena parte del sector cerrara
filas en apoyo a las tres instituciones amenazadas. La polémica sirvió para que el gobierno retirara la
iniciativa de privatización o clausura, y pusiera los tristes números del cine local sobre la mesa del
debate. En un mercado en el que quince millones de personas vieron al menos una película mexicana
durante 2002, la producción cinematográfica cayó de veintiocho películas rodadas en 2000 a doce en
2002, y a catorce en 2003. Para mantenerse más de dos semanas en cartel, a una película mexicana se
le exige convocar a un millón de espectadores en quince días. Si no cumple, desaparece, como Esclavo
del rock and roll, con Alex Lora; y si cumple con creces, como Y tu mamá también, puede ocurrirle que
recaude once millones de dólares en taquilla sin que su productor, Jorge Vergara, recupere la inversión
de tres millones de la misma moneda. En 2003, las únicas películas mexicanas que vendieron un millón
de boletos fueron Nicotina, Asesino en serio y La hija del caníbal. Y a pesar del dinero que movieron,
ninguna de las tres obtuvo el monto suficiente como para financiar otra producción.

Las contradicciones económicas del cine nacional no son las únicas que azotan las industrias
culturales, pero son las que mejor apuntan contra las hipocresías de la economía liberal. Es paradójico
que en una sociedad donde la política oficial tiende a proteger a los empresarios que arriesgan su
dinero, un productor cinematográfico sólo obtenga $0.13 de cada peso recaudado en taquilla, menos
aún de lo que se lleva el fisco ($0.15), casi la mitad de lo que va para el distribuidor ($0.21) y ni la
tercera parte de la porción que le toca a las compañías exhibidoras ($0.51), varias de ellas de capital
trasnacional. Este reparto poco equitativo, y la falta de estímulos estatales a la inversión, constituyen el
centro de la crisis del sector, la herida de muerte a una industria que no despega a pesar de algunas
películas exitosas y premiadas en el extranjero. "Si se tiene en cuenta la cantidad de películas que se
hacen al año, el porcentaje de exitosas comercialmente o con aceptación en festivales internacionales
es bastante alto", matiza Carlos Carrera, director de El crimen del padre Amaro; "el problema es la no
recuperación de las inversiones, y eso es una cuestión de mercado. Mientras no haya un cambio de las
reglas de juego del mercado, favorable a los productores que arriesgan su dinero y levantan un
proyecto, va a ser difícil que ese problema se solucione".

Esas reglas de juego son las que construyen una industria en la que los éxitos de taquilla
pueden convertirse en relativos fracasos comerciales para sus productores. Amores Perros, quizás la
película que consolidó el regreso del público mexicano al cine nacional, apenas si ganó ochocientos mil
dólares aparte de los 2.2 millones invertidos. Para los protagonistas de la cultura, es obvio que el
negocio artístico sólo puede desarrollarse si el Estado lo protege y se le exige una rentabilidad
razonable. Pero en tiempos políticos y económicos en los que las actividades comerciales de alto riesgo
y con bajas expectativas de recuperación se relegan sin que importe su dimensión social, la urgencia
por la rentabilidad desmedida y a corto plazo ha llevado al gobierno a perder de vista el peso cultural y
comercial del cine. "No hay ninguna razón para que el cine no sea rentable" apunta Nicolás Echevarría,
el hombre detrás de la cámara en Cabeza de Vaca y Vivir Mata; "si en este momento el mercado no
permite que un productor recupere el dinero de su inversión aun cuando su película lleva un millón de
espectadores a las salas, entonces hay que reformular las reglas de juego. No estamos hablando de
inversiones que están fuera de mercado o exageradas, a las que el mercado castiga por la falta de
previsión. Para nada. Aquí el problema es que las reglas de juego no son equitativas, y además el
gobierno carece de la imaginación necesaria para apoyar a los creadores con estímulos fiscales".

Los países que cineastas y productores ponen como ejemplos que se han de imitar suelen ser
Argentina y Brasil, además de Estados Unidos. En Hollywood, un productor obtiene $0.65 por cada peso
que el espectador deja en taquilla, y el esquema hacendario del país hace que esa industria sea de las
que pagan menos impuestos. Argentina controla el 25 % de los ingresos del Comité de Radiodifusión
(Comfer) y retiene un 10% del precio de las entradas a la sala y otro 10% del alquiler y venta de videos
y dvd, con lo que crea un fondo permanente de apoyo al sector. Y Brasil mantiene un modelo similar,
una estructura poderosa con la que consigue la realización de unas cincuenta películas por año. "Aquí
estamos tan mal que nos olvidamos de que una industria no se basa en la recuperación, sino en las
ganancias" concluye Hugo Rodríguez, creador de Nicotina; "nuestro cine está contraído, la situación
industrial es débil, producir cuesta mucho y cuando se produce no se crea un público. Mientras no haya
incentivos fiscales y apoyos indirectos, no se puede hablar de una industria como tal. Ahora nos
preocupa mucho cómo hacer una película, pero no tenemos en cuenta que una industria no sólo es el
momento de la producción. Nadie ha hecho nada para que, por ejemplo, a las televisoras les convenga
económicamente dar películas nacionales. Nos hemos habituado a políticas oficiales del tipo 'toma este
dinero, haz tu peliculita y ya no molestes'. Pero eso no tiene nada que ver con poner en marcha la
rueda de la industria".

Quizás lo más espeluznante de la crisis del cine mexicano es la manera en la que pone en
evidencia la ceguera del poder político. Aunque la promoción de la cultura mexicana es un apartado
constitucional, nada parece más ingenuo (e irrenunciable) que soñar con una clase gobernante a la que
le importe el futuro de la educación, la investigación científica y las artes nacionales. Sin embargo,
justo porque se les supone cierta formación economicista y mercantil, llama la atención que los
técnicos del gobierno ni siquiera adviertan las ventajas estrictamente económicas que podría tener el
apoyo y la protección de la industria del cine. Según estadísticas del Imcine, una película como Sexo,
pudor y lágrimas, vista por 5.6 millones de personas y con doce millones de dólares de recaudación en
taquilla, alcanzaría por sí sola para financiar el mantenimiento del Imcine y su presupuesto anual de
siete millones de dólares. Además del valor social y cultural —que el poder sólo vería si le da votos—,
es inexplicable que el oficialismo no tenga en cuenta que el cine es una fuente de trabajo monumental,
una industria gigantesca que en este país alcanzó el sexto lugar entre 1945 y 1950. "La propuesta de
venta del Imcine demuestra que el actual gobierno no sabe ni entiende lo que es cultura y, por lo tanto,
tampoco la respeta. Todavía no quiere ver que en México la cultura es nuestro activo más interesante y
el producto potencialmente más exportable. Yo creía que la cultura en México estaba secuestrada por
la ignorancia, pero me equivoqué: es el país entero", escribió Carlos Cuarón en un artículo publicado en
Reforma. La ignorancia cultural es innegable en un presidente que ni sabe el nombre de Jorge Luis
Borges, o en un secretario del Trabajo asustado por la lectura de Aura en las escuelas. La novedad está
en que esa ignorancia también asoma en la estrechez de miras con la que se aborda el campo
económico e industrial, áreas en las que la actual elite gobernante presume cierta formación y
conocimiento.

"El cortoplacismo con el que el Estado piensa la cultura es muy torpe, no sirve para hacer que el
cine o cualquier industria cultural sea eficaz y rentable" apoya Echevarría. Para el productor Matthías
Ehrenberg (Sexo, pudor y lágrimas), de Titán Producciones, "es increíble que no se pueda transformar
la industria, cuando tenemos el cuarto público del mundo en cuanto a cantidad de espectadores".
Alfredo Joskowicz, director general de Imcine, se pronuncia por "otra repartición de los ingresos en la
taquilla, porque así se ataca al que quiere producir". Y Rodríguez destaca la "hipocresía de alegrarse y
enorgullecerse porque a una película mexicana le dan un premio en el extranjero, cuando aquí no se
hace nada para impulsar la industria. Enorgullecerse está muy bien, pero eso debe servir para hacer las
cosas que aún no se hacen. De lo contrario es hipocresía o, en el mejor de los casos, desconocimiento".
A la ceguera cultural del poder, los directores, productores y funcionarios agregan la crítica a la
estrechez de miras que le impide al gobierno tomar las medidas indispensables para reactivar una
industria valiosa en términos económicos. Y la unión de ambos reclamos sugiere que hay un vínculo
entre el desinterés por la importancia social del arte, y la apatía con la que la clase gobernante mira el
negocio de la industria cultural. En los últimos tres años, el presupuesto destinado a la cultura es el
0.07% del pib, "mucho menos del 1% mínimo que recomienda la Unesco", en palabras del diputado Inti
Muñoz (PRD), de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Pero la escasez presupuestaria es
sólo la fachada visible de una cuestión más profunda. Detrás de los números rojos, lo que se ve es una
industria abandonada a la injusta regulación del mercado, como si la oferta y la demanda sirvieran por
sí solas para explicar qué vale y qué no vale en materia cultural.

Para entender por qué se llegó a la actual situación en la industria del cine, es interesante ver el
estado de otras áreas culturales, como por ejemplo el mundo del libro. En este sector, el ritmo de
producción industrial hace que los libros ya no tengan espacio en las librerías, y al mismo tiempo las
editoriales se ven obligadas a mantener ese ritmo suicida para no perder su mínimo espacio en las
mesas de novedades a manos de la competencia. Este círculo vicioso hace que un título nuevo sólo
esté dos o tres meses en exhibición, y se retire y desaparezca si no vende una cantidad mínima de
ejemplares. Como en la industria del cine, la presencia física de un producto (un libro, una película) lo
determinan el mercado y las ventas, y el Estado no se inmiscuye para proteger un tipo particular de
creación. Se trata de la misma política oficial para todo el segmento: la ley del más fuerte. En este
modelo de cultura (y de país), el más fuerte es el que vende más y deja mejores ganancias. No
importan ni la calidad, ni el aporte cultural que un proyecto específico genera para el resto de la
sociedad. En la coyuntura industrial del libro, los caminos experimentales o minoritarios encuentran
más dificultades que nunca, ya no para ser publicados, sino para resultar visibles. En la del cine, la
experimentación resulta delirante si la condición que el mercado impone para que una película se
mantenga en cartel es la de reunir un millón de espectadores en dos semanas. "Por más que le cueste
entenderlo a los señores del gobierno, en el cine tiene que haber experimentación" dice Echevarría;
"una industria se forma con nuevos directores, nuevos actores y nuevos técnicos. Limitar la posibilidad
de la experimentación es algo que ni Hollywood hace. No todas las películas tienen por qué ser para el
gran público. Y precisamente porque éste es un negocio de lo más incierto, se necesitan instituciones
de apoyo como el Imcine".

Convertido en ley sagrada e incuestionable, el mercado funciona como una forma de censura
en el mundo de las industrias culturales. El episodio de la venta o cierre del Imcine, Estudios
Churubusco y el CCC significó la consagración de la censura del mercado, legitimada por primera vez
en un presupuesto oficial. Dentro de la cultura, y sin el contrapeso del Estado, el peso del mercado es
una fuerza de censura; y si el gobierno de turno no combate esa censura es porque no le molesta. Ésta
parece la razón ideológica que conspira contra el crecimiento y despegue de las industrias culturales
como potencias creadoras de significado. Lo que el Estado apoya, si tiene algún interés en hacerlo, es
la coproducción de un proyecto en particular; de ninguna manera se plantea el desarrollo de una
política de fomento general a una industria capaz de proponer nuevos significados y miradas ante
auditorios de miles o millones de personas. En la misma semana en la que la comunidad
cinematográfica se alzaba contra las iniciativas privatizadoras del Estado, Jorge Serrano Limón y su
organización Cultura de la Vida anunciaban que se movilizarían contra el reestreno, programado en
abril, de La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese. Una de las primeras lecciones del
capitalismo fue que el dinero no tenía moral. Pero en los tiempos de la democratización de la palabra y
la acción, el poder del dinero se vuelve ideológico y moral para hacer lo único que puede, es decir,
conjurar las amenazas. "Es verdad que, como dice Cuarón, el país está secuestrado por la ignorancia,
pero una ignorancia doble: primero, la de no ver el negocio que representa el cine, y luego la de querer
convertir a México en una empresa al servicio de las grandes corporaciones trasnacionales", dice
Carrera.

Le pregunté a Carlos Carrera, que sufrió varias acusaciones con El crimen del Padre Amaro, si
veía una relación entre la falta de apoyo a las industrias culturales y la moral conservadora.
"Absolutamente —respondió—. En ese momento, yo me aventuré a decir que la forma más eficaz de la
censura consiste en retirar los apoyos a las expresiones culturales. De hecho, un diputado de la
legislatura anterior llegó a decir que el Estado no debía coproducir estas 'porquerías' que hacíamos
nosotros. No creo para nada que haya una campaña orquestada del gobierno contra ciertas
manifestaciones artísticas, pero lo cierto es que varios miembros del gabinete están comprometidos
con esa ideología".
— Diego Luna se preguntó públicamente si Fox va al cine alguna vez. ¿Le consta que alguien del
gabinete haya visto El crimen del padre Amaro?

— Claro, la vio Santiago Creel.

— ¿Y qué dijo?

— Nada.

Que un político no diga nada es de lo más revelador. El poder siempre tiene palabras para todo. Y si
algo hay que temer, es cuando se queda mudo.

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