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UN MOJADO MIEDO VERDE

Graciela Falbo

Hay alguien atragantado de miedo, metido hasta el cuello, en las aguas quietas de
Laguna Verde.
Hoy, precisamente hoy, empieza la Gran Fiesta del Pescado Frito y, como todos los
años, Laguna Verde se llena de pescadores que llegan desde lugares lejanos, alegres, con
sus tanzas, sus cañas, sus anzuelos.
Si supieran lo que está pasando, no se meterían con sus frágiles botes en las aguas, en
apariencia tranquilas, de la laguna, ni remarían, buscando peces, hasta el centro mismo de
las aguas mansas.
Tampoco las parejas de enamorados se perderían entre los juncos para
besarse al sol. Porque... Hay un monstruo verde en la Laguna Verde. No existe en el mundo
nada más horripilante que este monstruo lagunoso.
Tiene dos pares de patas que terminan en sólidas garras afiladas. Su cuerpo es verde mate
cocido, como el agua de la laguna. Su piel, rugosa y áspera y también viscosa por el lado
de atrás.
Sus ojos son amarillos pero, cuando empieza a oscurecer, se vuelven rojos como la
sangre... Y, además, tiene una cola oblicua llena de púas que hace cimbrar, como una
serpiente negra. De la cabeza a las patas, el monstruo mide casi cuatro metros. Sin
embargo nadie lo ha visto nunca porque su piel verde se confunde con el agua verde de la
laguna.
Nadie sabe que está ahí.
Nadie, no..., alguien sí lo sabe. Alguien que, sumergido hasta el cuello en el agua, está
viendo algo que lo deja mudo, algo que lo paraliza de terror...
Los botecitos de los pescadores comienzan a deslizarse por la laguna,livianos como
mosquitas de colores. Avanzan lentamente, sigilosos, para no alertar a los peces. Todo está
ligeramente envuelto en un tranquilo silencio; apenas si se escucha el chapoteo suave de
los remos al cortar el agua, y el canto alegre de las chicharras.
Ninguno imagina que, a pocos metros, alguien paralizado por el terror, con el agua hasta el
cuello, tirita de miedo.
El monstruo de la laguna verde es carnívoro.
Su larguísima lengua roja actúa como un látigo de acero que atrapa, tritura y muele, igual
que una multiprocesadora. Gracias a su vertiginosa lengua, el monstruo sería capaz de
devorarse hasta un buey y de digerirlo como a una aceituna.
En la oscuridad de la noche, sus ojos rojo-sangre parecen dos estigmas de fuego, capaces
de enloquecer al más valiente.
Pero ahora es de día, y alguien tiembla en la laguna; tiembla sin poder gritar, sin atinar a
moverse, sin sentirse capaz de poder abrir la boca para pedir ayuda siquiera.
Los pescadores ya tiraron sus hilos (las carnadas flotan apenas unos centímetros bajo el
agua) y se disponen a esperar. Algunos toman mate para pasar el tiempo. En medio del
silencio, de los juncos, del sol, el día tiene la paz de esos paisajes de almanaque. ¿Quién,
mecido por la paz del lugar, podría suponer que alguien desmaya de terror en la laguna?
El monstruo pesa como doscientos treinta kilos; su cuerpo está semienterrado en el barro.
Sus garras traseras salen de unas patas que tienen una poderosa musculatura, como un
resorte capaz de permitirle un salto mortal. Sin embargo, su mejor arma, la invencible, es
mimetizarse con el agua hasta casi desaparecer.
Cualquiera, desprevenido, podría pasar por encima de él sin advertir que su gran bocaza
oscura, con sus setenta y ocho colmillos, afilados como estiletes, podría estar abierta, a la
espera de un cuerpo o dos o cincuenta y seis le penetren hasta el fondo de la garganta
para... ¡¡ÑÑÑÑAMM!! cerrarse de golpe, como una poderosa compactadora de metales.
Los pescadores lo ignoran y solo sueñan con sus botes desbordando de pescados y con la
hermosa copa que adornará la vitrina del campeón de la Gran Fiesta Anual del Pescado
Frito.
Ajenas a todo, las parejas de enamorados siguen felices entre los juncos...
Solo alguien, con el alma en un hilo, ya al borde del pánico en la Laguna Verde, ve que la
situación se vuelve cada vez más difícil, ingobernable e inminente...
Las embarcaciones se van acercando perezosamente; buscando peces, se acercan más y
más hacia el centro de la laguna, donde el monstruo se confunde con el agua. Se acercan
sin imaginar lo que hay allí; ya rozan con los remos, sin querer, la horrible piel viscosa, la
gruesa piel verde del monstruo verde de la laguna.
Y el monstruo, que ya hace rato los ha estado viendo aproximarse, con sus cañas,
sus tanzas y sus anzuelos, no puede evitarlo y tirita de miedo, se hace pis del terror. Trata
de hacerse chiquito mientras se pregunta por qué su mamá se fue y lo dejó tan solito en ese
horrible lugar.

EL MIMADO DE TIA CARMEN


Alba Omil
Yo no sé si es que hoy amanecí de mal humor o es que el mundo amaneció traspapelado.
Lo cierto es que ya desde anoche las cosas empezaron a pintar mal; me desvelaron los moquitos
y no puede pagar un ojo. Parece que a todos los de la casa les ocurrió algo semejante porque
eran las ocho y nadie daba señales de vida. Claro que hoy es sábado pero las ocho de la mañana
son las ocho de la mañana. Vino el diarero: “¡Diario! ¡Diario!” Nada. Yo tuve que gritarle a voz en
cuello: “Gaceta traen La Gaceta”. En realidad a mí no me importaba que reciban o no el diario; lo
que yo quería era mi desayuno. A mi edad no se puede estar hasta quién sabe qué hora con el
estómago vacío. Pero para colmo de males quien se despertó fue la cocinera, mujer ordinaria sin
pizca de educación que parece que nunca hubiera salido de los corrales, que nunca hubiera
manejado más que vacas y ovejas. Claro que ella se hace la porteña pero yo le conozco bien el
pedigre. ¿Por qué no muestra la libreta de enrole eh? ¿Por qué? ¡Ah! Porque ahí dice bien clarito
cuarenta y cinco años (no veintiocho como ella le miente al novio. Yo la escucho por las noches,
escondido tras la puerta del zaguán y después repito algunas cositas) y además, la oficina
enroladora no es de Buenos Aires, es de Alpachiri. Campesina odiosa. Claro que yo la demando
ante Tía Carmen. No solo le digo esas palabras que, según manifesté, solo oír en el zaguán, sino
todo lo que ella me hace, que no es poco, y lo mal que me trata a veces. Frente a ese engendro
del infierno – grandota, taimada, mala entraña-. Tía Carmen es un pan de Dios, la bondad hecha
carne. Y cuanta carne. No es por chismorrear pero a esta buena señora le sobran kilos y rollos
por todas partes; la vieran cuando se pone la faja. Yo me muero de risa. A ella no le hace ninguna
gracia. ¡Pobre, después de todo! ¡Digna de lástima!.

Volviendo a la sirvienta – yo la llamo así por humillarla, porque le molesta, en fin porque me da
gana. También me acusa, no se crean: que le hago burla, que no la dejo trabajar, que la estorbo,
que soy un gruñón, que todo me molesta, que le hago burla, no es cierto. Yo canto, a veces
cantos que a ella le desagradan y ella dice que son intencionados pero eso no es cierto. A mí me
gustan los tangos. Tengo buen oído, buena voz y buena memoria. Llevo el compás que da gusto.
Cuando entono “Flaca, tres cuarto de cogote…”, ella se pone hecha una furia. ¿Qué culpa tengo
yo de que ella, la pobre, sea tan escuálida?. Por falta de comida no ha de ser, siempre come el
mejor bife. Yo la veo. Ya a las once, una buena picadita: Jamón o queso o milanesa fría. Yo llevo
el registro de todo. Después cuento. Por eso me odia. Y eso que me reservo para otra
oportunidad toda la historia del novio y las cosas que ella saca de la heladera para envitarle
cuando no la ven. No la ven los otros, yo si. Eso de que soy un gruñón es otro invento, otra
calumnia.

¿Quién no se va a poner nervioso con este perro que ladra todo el día? Si se va Tom, guau,
guau, guau; si viene Tom , guau, guau, guau; si alguien toca el timbre , guau, guau, guau; si yo
pido mi merienda, guau; si grita un pájaro, si vuela una mosca. Él siempre chillando. A cualquiera
le alteran los nervios. ¿Si o no?. No me digan que no. También me molesta la radio del vecino.
¿Por qué la pone fuerte? ¿Qué no sabe si uno tiene ganas, o no, de escuchar un partido fútbol o
el comentario de las carreras? Que escuche solo. Cuando él pone la radio yo canto y grito hasta
enloquecer o hasta que tía Carmen me llama al orden porque a nadie más hago caso.

A las cansadas la cocinera me sirvió el desayuno, primero me pegó una blanqueada de ojos y un
escobazo a Tom – el pobre perro es quien siempre paga los platos rotos-. Yo me hice el
desentendido y con la cordialidad y el educación de persona bien nacida dije:

-Muchas gracias. Margarita. ¿Cómo has amanecido?

¿Pueden creer que ni siquiera me contestó?. Yo insistí:

-¿Vino Carlos anoche?. Creo haberlo oído. (Otra blanqueada de ojos. Ya pueden imaginarse
quién es Carlos.)

Entró como tromba en la cocina, por miedo a que yo siga hablando. Ella sabe que no tengo pelos
en la lengua. En eso apareció tía Carmen y yo me puse a llorar a gritos. La pobre tierna y
cariñosa como siempre, me acarició y con voz más dulce trataba de consolarme:

- No llore, Pedrito coma su papita. Deme la patita, lorito.

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