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Free Download La Ciencia Del Exito Napoleon Hill Full Chapter PDF
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LA PRIMERA PREMISA
LA SEGUNDA PREMISA
La segunda premisa: todos los logros individuales son el resultado de un
motivo o una combinación de motivos. No tienes derecho a pedirle a nadie en
ningún momento que haga nada sin darle a esa persona un motivo adecuado.
Por cierto, ésa es la trama y urdimbre de cualquier venta: la habilidad de
implantar en la mente del comprador potencial un motivo adecuado para que
compre.
Existen nueve motivos básicos. Todo lo que la gente hace o se abstiene de
hacer puede clasificarse bajo estos nueve motivos. Aprende a lidiar con la
gente implantando en su mente los motivos adecuados para hacer las cosas
que quieres que hagan.
Muchas personas que se hacen llamar vendedores ni siquiera han oído
hablar de los nueve motivos básicos. No saben que no tienen derecho a exigir
una venta hasta que no hayan implantado en la mente del comprador un
motivo para comprar. Los nueve motivos básicos son:
1) Supervivencia
2) Ganancia económica
3) Amor
4) Sexualidad
5) Deseo de poder y fama
6) Miedo
7) Venganza
8) Libertad de cuerpo y mente
9) Deseo de crear
LA TERCERA PREMISA
LA CUARTA PREMISA
La cuarta premisa: cualquier deseo, plan o propósito dominante que esté
respaldado por ese estado mental conocido como fe es tomado por la sección
subconsciente de la mente y puesto en práctica de inmediato. Ese estado
mental es el único que producirá acciones inmediatas a través de la mente
subconsciente. Cuando digo fe, no me refiero a un deseo o una esperanza o
una tenue creencia. Me refiero a un estado mental donde ya puedes ver
terminado lo que sea que vayas a hacer, aun desde antes de empezar. Ahora
bien, eso es algo bastante positivo, ¿no crees?
Honestamente puedo decir que en toda mi vida nunca he fracasado en
algo que estuviera decidido a hacer, a menos que haya descuidado mis deseos
de hacerlo y me haya alejado del plan, o que haya cambiado de parecer o de
actitud mental. Y te diré que puedes ponerte a ti mismo en un estado mental
donde puedes hacer cualquier cosa que te decidas a hacer, a menos que te
debilites a medida que avanzas, como le pasa a mucha gente.
Otra vez: cualquier deseo, plan o propósito dominante que esté respaldado
por ese estado mental, conocido como fe, es tomado por la sección
subconsciente de la mente y puesto en práctica de inmediato.
Sospecho que sólo un número relativamente pequeño de personas
entiende en realidad el principio de la fe y cómo aplicarla. Aun si la
entiendes, si no la respaldas con acción y no la vuelves parte de tus hábitos de
vida, es como si no la entendieras, porque la fe sin actos está muerta, la fe sin
acción está muerta, la fe sin una creencia absoluta y decisiva está muerta. No
puedes pensar obtener ningún resultado a través de lo que crees a menos que
respaldes esa creencia con acciones.
Por cierto, si le dices a tu mente con la debida frecuencia que tienes fe en
lo que sea, llegará el momento en que tu mente subconsciente lo acepte,
incluso si lo que le dices es que tienes fe en ti mismo. ¿Alguna vez has
pensado qué lindo sería tener una fe tan completa en ti mismo que no
titubearas para emprender cualquier cosa que quisieras hacer en la vida?
¿Alguna vez has pensado cuáles serían los beneficios de esto para ti?
Mucha gente se subestima toda la vida por no tener la cantidad adecuada
de confianza, ya ni hablemos de fe. Constituye más o menos entre 98 y 100
por ciento. En toda su vida nunca desarrolla suficiente confianza en sí misma
para salir y emprender las cosas que quiere hacer en la vida. Aceptan de la
vida lo que ésta les da.
En toda mi vida yo nunca he aceptado, de la vida ni de nadie, nada que yo
no quiera. Me han arrojado muchas cosas que no me gustaban, cosas que no
olían muy bien, pero no las acepté; no me volví parte de ellas.
El hombre más notable que he conocido, sin duda alguna —y he conocido
a muchos hombres notables—, medido por su capacidad de aplicar su
filosofía, fue el finado Mahatma Gandhi. Bueno, él era un hombre que
entendía los principios de la fe. No sólo los entendía, sino que liberó a la
India mediante ellos.
Es una cosa maravillosa aprender el arte de depender de ti mismo y
aplicarlo a tu propia mente. ¿No es extraño cómo funciona la naturaleza? Te
da un juego de herramientas, todo lo que necesitas para alcanzar todo lo que
puedas usar o a lo que puedas aspirar en este mundo. Te da un juego de
herramientas adecuado para todas tus necesidades y te recompensa
abundantemente por aceptar esas herramientas. Eso es todo lo que tienes que
hacer: sólo aceptarlas y usarlas.
La naturaleza te castiga severamente si no aceptas y no usas estos dones.
Ella odia el vacío y la inactividad. Quiere que todo esté en acción, y sobre
todo quiere que la mente humana esté en acción. La mente no es distinta de
muchas otras partes del cuerpo. Si no la usas, si no dependes de ella, se
atrofia y se debilita, y finalmente llega al punto donde cualquiera te puede
mangonear. Muchas veces ni siquiera tienes la fuerza de voluntad para
oponer resistencia o protestar.
LA QUINTA PREMISA
LA SEXTA PREMISA
LA SÉPTIMA PREMISA
Aquí están las instrucciones para aplicar el principio del gran propósito
determinado, y deben seguirse al pie de la letra. No pases por alto ninguna
parte.
Au matin
Au matin avec le tombereau noir…
Nous remonterons à Vine street, au matin !
— C’est à Bow street que vous allez venir, vous, dit l’agent avec
aigreur.
— Cet homme est mourant. (Il geignait, étendu sur le pavé.)
Amenez l’ambulance, dis-je.
Il y a une ambulance derrière St. Clément Danes, ce en quoi je
suis mieux renseigné que beaucoup. L’agent, paraît-il, possédait les
clefs du kiosque où elle gîtait. Nous la sortîmes (c’était un engin à
trois roues, pourvu d’une capote) et nous jetâmes dessus le corps
de l’individu.
Placé dans une voiture d’ambulance, un corps a l’air aussi mort
que possible. A la vue des semelles de bottes roides, les agents se
radoucirent.
— Allons-y donc, firent-ils.
Je m’imaginai qu’ils parlaient toujours de Bow street.
— Laissez-moi voir Dempsey trois minutes, s’il est de service,
répliquai-je.
— Entendu. Il y est.
Je compris alors que tout irait bien, mais avant de nous mettre en
route, je passai la tête sous la capote de l’ambulance, pour voir si
l’individu était encore en vie. Mon oreille perçut un chuchotement
discret.
— Petit gars, tu devras me payer un nouveau chapeau. Ils m’ont
crevé le mien. Ne va pas me lâcher à cette heure, petit gars. Avec
mes cheveux gris je suis trop vieux pour aller en prison par ta faute.
Ne me lâche pas, petit gars.
— Vous aurez de la chance si vous vous en tirez à moins de sept
ans, dis-je à l’agent.
Mûs par une crainte très vive d’avoir outrepassé leur devoir, les
deux agents quittèrent leurs secteurs de surveillance, et le lugubre
convoi se déroula le long du Strand désert. Je savais qu’une fois
arrivé à l’ouest d’Adelphi je serais en pays ami. Les agents
également eurent sujet de le savoir, car tandis que je marchais
fièrement à quelques pas en avant du catafalque, un autre agent me
jeta au passage :
— Bonsoir, monsieur.
— Là, vous voyez, dis-je avec hauteur. Je ne voudrais pour rien
au monde être dans votre peau. Ma parole, j’ai bonne envie de vous
mener tous deux à la préfecture de police.
— Si ce monsieur est de vos amis, peut-être… dit l’agent qui
avait asséné le coup et songeait aux conséquences de son acte.
— Peut-être aimeriez-vous me voir partir sans rien dire de
l’aventure, complétai-je.
Alors apparut à nos yeux la silhouette du brigadier Dempsey, que
son imperméable rendait pour moi pareil à un ange de lumière. Je le
connaissais depuis des mois, il était de mes meilleurs amis, et il
nous arrivait de bavarder ensemble dans le petit matin. Les sots
cherchent à gagner les bonnes grâces des princes et des ministres,
et les cours et ministères les laissent périr misérablement. Le sage
se fait des alliés parmi la police et les cochers de fiacre, en sorte que
ses amis jaillissent du kiosque et de la file de voitures, et que ses
méfaits eux-mêmes se terminent en cortèges triomphaux.
— Dempsey, dis-je, y aurait-il eu une nouvelle grève dans la
police ? On a mis de faction à St. Clément Danes des êtres qui
veulent m’emmener à Bow street comme étrangleur.
— Mon Dieu, monsieur ! fit Dempsey, indigné.
— Dites-leur que je ne suis pas un étrangleur ni un voleur. Il est
tout bonnement honteux qu’un honnête homme ne puisse se
promener dans le Strand sans être malmené par ces rustres. L’un
d’eux a fait son possible pour tuer mon ami ici présent ; et j’emmène
le cadavre chez lui. Parlez en ma faveur, Dempsey.
Les agents dont je faisais ce triste portrait n’eurent pas le temps
de placer un mot. Dempsey les interpella en des termes bien faits
pour les effrayer. Ils voulurent se justifier, mais Dempsey entreprit
une énumération glorieuse de mes vertus, telles qu’elles lui étaient
apparues à la lumière du gaz dans les heures matinales.
— Et en outre, conclut-il avec véhémence, il écrit dans les
journaux. Hein, ça vous plairait, qu’il parle de vous dans les
journaux… et en vers, encore, selon son habitude. Laissez-le donc.
Voilà des mois que lui et moi nous sommes copains.
— Et le mort, qu’en fait-on ? dit l’agent qui n’avait pas asséné le
coup.
— Je vais vous le dire, répliquai-je, me radoucissant.
Et aux trois agents assemblés sous les lumières de Charing
Cross, je fis un récit fidèle et détaillé de mes aventures de la nuit, en
commençant par le Breslau et finissant à St. Clément Danes. Je leur
dépeignis le vieux gredin couché dans la voiture d’ambulance en des
termes qui firent se tortiller ce dernier, et depuis la création de la
police métropolitaine, jamais trois agents ne rirent comme ces trois-
là. Le Strand en retentit, et les louches oiseaux de nuit en restèrent
ébahis.
— Ah Dieu ! fit Dempsey en s’essuyant les yeux, j’aurais donné
gros pour voir ce vieux type galoper avec sa couverture mouillée et
le reste. Excusez-moi, monsieur, mais vous devriez vous faire
ramasser chaque nuit pour nous donner du bon temps.
Et il se répandit en nouveaux esclaffements.
Des pièces d’argent tintèrent, et les deux agents de St. Clément
Danes regagnèrent vivement leurs secteurs : ils riaient tout courants.
— Emmenez-le à Charing Cross, me dit Dempsey entre ses
éclats de rire. On renverra l’ambulance dans la matinée.
— Petit gars, tu m’as appelé de vilains noms, mais je suis trop
vieux pour aller à l’hôpital. Ne me lâche pas, petit gars. Emmène-moi
chez moi auprès de ma femme, dit la voix sortant de l’ambulance.
— Il n’est pas tellement malade. Sa femme lui flanquera un
fameux savon, dit Dempsey qui était marié.
— Où logez-vous ? demandai-je.
— A Brugglesmith, me fut-il répondu.
— Qu’est-ce que c’est que ça ? demandai-je à Dempsey, plus
versé que moi dans les mots composés de ce genre.
— Quartier de Brook Green, arrondissement d’Hammersmith,
traduisit aussitôt Dempsey.
— Évidemment, repris-je. Il ne pouvait pas loger ailleurs. Je
m’étonne seulement que ce ne soit pas à Kew [22] .
[22] Brook Green se trouve à l’extrême ouest de
Londres, à six kilomètres et demi de Charing Cross. Kew
est encore plus loin, dans la même direction.