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Tiempo Libre

Guillermo Samperio

Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos
con tinta. Nunca me a importado ensuciármelos, con tal de estar a día con las noticias. Pero
esta mañana sentí un gran malestar apenas toque el periódico. Creí que solamente se
trataba de uno de mis acostumbrados mareos. Pague el importe del diario y regrese a mi
casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomode en mi sillón favorito y me puse a leer
la primera pagina. Luego de enterarme que el jet se había desplomado, volví a sentirme
mal; ví mis dedos y los encontré mas tiznados que de costumbre. Con un dolor de cabeza
terrible, fui al baño, me lave las manos con toda calma y, ya tranquilo, regrese al sillón.
Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De
inmediato retorne a baño, me talle con zacate, piedra pómez y, finalmente, me lave con
blanqueador; pero el intento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los
codos. Ahora, mas preocupado que molesto, llame al doctor y me recomendó, que tomara
unas vacaciones, o que durmiera. Después, llame a las oficinas del periódico para elevar mi
mas rotunda propuesta; me contesto una voz de mujer, que solamente me insulto y me
trato de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad,
no se trataba de una mancha, sino de un numero infinito de letras pequeñisimas,
apeñuscadas, como una infinita multitud de hormigas negras. Cuando colgué, las letristas
habían avanzado hasta mi cintura. Asustado corrí hasta la puerta de mi entrada; pero antes
de abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente. Tirado boca arriba descubrí
que, además de la gran cantidad de letras - hormiga que ahora ocupaban todo mi cuerpo,
había una que otra fotografía. Así estuve varias horas hasta que escuche que abrían la
puerta. Me costo trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entro
mi esposa, me levanto del suelo, me cargo bajo el brazo, se acomodo en mi sillón favorito,
me hojeó despreocupadamente y se puso a leer.
¿Qué traemos en los bolsillos?
Etgar Keret

Un encendedor, un dulce para la tos, un timbre postal, un solitario y algo torcido cigarro,
un palillo, un pañuelo de tela, una pluma, dos monedas de cinco pesos. Esa es una pequeña
parte de las cosas que llevo en los bolsillos. Entonces ¿qué misterio tiene que estén tan
abultados? Son muchos los que me lo han dicho.
–Pero ¿qué diablos traes en los bolsillos?
A la mayoría ni les contesto sino que me limito a sonreír y, a veces, hasta suelto una risita
forzada. Si se empeñaran en saberlo y me volvieran a preguntar, seguro les enseñaría todo
lo que traigo en ellos y puede que hasta les explicara para qué necesito tener siempre
conmigo todas esas cosas. Pero no insisten. Qué diablos traes, la risita, el angustioso y breve
silencio, y ya hemos pasado a otro asunto.
En realidad todo lo que traigo en los bolsillos está ahí intencionada y premeditadamente.
Todo está ahí para encontrarme en una situación de ventaja cuando llegue el momento de
la verdad. Aunque, realmente, eso no es que sea muy exacto. Todo está ahí para no
encontrarme en situación de desventaja cuando llegue el momento de la verdad. Porque
¿qué ventaja vas a poder sacar de un palillo o de un timbre postal? Pero, si por ejemplo,
una chica guapa –¿sabes qué?, ni siquiera guapa, simplemente mona, una chica de aspecto
corriente pero con una sonrisa cautivadora capaz de cortarte la respiración – te fuera a
pedir un timbre, o ni siquiera fuera a pedirtelo, sino que la ves allí en la calle, una lluviosa
noche, con un sobre sin timbre en la mano junto a un buzón rojo y te pregunta si no sabrías
por casualidad dónde hay una oficina de correos abierta a esas horas, y después tosiera un
poco, con una tos producto del frío y de la desesperación, porque ella también sabe, en el
fondo, que no hay ninguna oficina de correos abierta por los alrededores, seguramente no
a esas horas, entonces, en ese momento, el momento de la verdad, no va a decirte qué
chingados traes en los bolsillos, sino que te estará inmensamente agradecida por el timbre,
aunque puede que ni siquiera agradecida, sino que se limitará a brindarte su cautivadora
sonrisa, una sonrisa cautivadora a cambio de un timbre –yo estaría dispuesto a firmarlo
ahora mismo, aunque el valor de los timbre esté al alza y el de las sonrisas a la baja–
Tras la sonrisa me daría las gracias y volvería a toser, de frío y un poco también de turbación,
y entonces yo le ofrecería un caramelo para la tos.
–¿Qué más traes en los bolsillos? –me preguntaría ella, pero con delicadeza, nada de «qué
chingados traes ahí» y sin ningún dejo negativo.
Y yo le contestaría sin vacilar:
–Todo lo que puedas llegar a necesitar, cariño, todo lo que pueda llegar a hacerte falta.
Pues ya está. Ahora ya lo sabes. Eso es lo que traigo en los bolsillos. Una pequeña
posibilidad de no cagarla. Cierta posibilidad. No demasiado grande, incluso poco probable.
Lo sé, que tonto no soy. Una pequeñísima posibilidad de que, digamos, cuando llegue la
felicidad pueda decirle «sí» en lugar de «perdón, lo siento, no tengo ningún
cigarro/palillo/moneda para la máquina de las bebidas». Eso es lo que traigo en los bolsillos,
tan abultados y repletos, la remota posibilidad de poder decir sí en lugar de lo siento.
El poder de la infancia
Leon Tolstoi

-¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla…! ¡Que lo
maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten…! -gritaba una
multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste
avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio
e ira hacia la gente que lo rodeaba.
Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las autoridades. Acababan
de prenderlo y lo iban a ejecutar.
“¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora lo
tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser así”,
pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los
gritos de la multitud.
-Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros -exclamó alguien.
Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los cadáveres
de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una furia salvaje.
-¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más lejos?
El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la
muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.
-¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas! Hay
que acabar con ellos, en seguida, en seguida… -gritaban las mujeres.
Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.
Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita infantil,
entre las últimas filas de la multitud.
-¡Papá! ¡Papá! -gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima viva, mientras se abría
paso, para llegar hasta el cautivo-. Papá ¿qué te hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo,
llévame…
Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que venía el chiquillo. Todos se
apartaron de él, como ante una fuerza, dejándolo acercarse a su padre.
-¡Qué simpático es! -comentó una mujer.
-¿A quién buscas? -preguntó otra, inclinándose hacia el chiquillo.
-¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! -lloriqueó el pequeño.
-¿Cuántos años tienes, niño?
-¿Qué van a hacer con papá?
-Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre -dijo un hombre.
El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su cara se tornó aún más
taciturna.
-¡No tiene madre! -exclamó, al oír las palabras del hombre.
El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre; y se abrazó a él.
La gente seguía gritando lo mismo que antes: “¡Que lo maten! ¡Que lo ahorquen! ¡Que
fusilen a ese canalla!”
-¿Por qué has salido de casa? -preguntó el padre.
-¿Dónde te llevan?
-¿Sabes lo que vas a hacer?
-¿Qué?
-¿Sabes quién es Catalina?
-¿La vecina? ¡Claro!
-Bueno, pues…, ve a su casa y quédate ahí… hasta que yo… hasta que yo vuelva.
-¡No; no iré sin ti! -exclamó el niño, echándose a llorar.
-¿Por qué?
-Te van a matar.
-No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.
Despidiéndose del niño, el reo se acercó al hombre que dirigía a la multitud.
-Escuche; máteme como quiera y donde le plazca; pero no lo haga delante de él -exclamó,
indicando al niño-. Desáteme por un momento y cójame del brazo para que pueda decirle
que estamos paseando, que es usted mi amigo. Así se marchará. Después…, después podrá
matarme como se le antoje.
El cabecilla accedió. Entonces, el reo cogió al niño en brazos y le dijo:
-Sé bueno y ve a casa de Catalina.
-¿Y qué vas a hacer tú?
-Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a dar una vuelta; luego iré a casa. Anda,
vete, sé bueno.
El chiquillo se quedó mirando fijamente a su padre, inclinó la cabeza a un lado, luego al otro,
y reflexionó.
-Vete; ahora mismo iré yo también.
-¿De veras?
El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó fuera de la multitud.
-Ahora estoy dispuesto; puede matarme -exclamó el reo, en cuanto el niño hubo
desaparecido.
Pero, en aquel momento, sucedió algo incomprensible e inesperado. Un mismo sentimiento
invadió a todos los que momentos antes se mostraron crueles, despiadados y llenos de odio.
-¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo -propuso una mujer.
-Es verdad. Es verdad -asintió alguien.
-¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! -rugió la multitud.
Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que aborreciera a la muchedumbre hacía un
instante, se echó a llorar; y, cubriéndose el rostro con las manos, pasó entre la gente, sin
que nadie lo detuviera.
El Francotirador
Armando Macchia

Todos los días, mientras esperaba el ómnibus, un niño me apuntaba desde un balcón con el
dedo, y gatillaba como un rito su arma imaginaria, gritándome “¡bang, bang!”. Un día, solo
por seguirle el rutinario juego, también yo le apunté con mi dedo, gritándole “¡bang, bang!”.
El niño cayó a la calle como fulminado. Salí corriendo hacia él, y vi que entreabría sus ojitos
y me miraba aturdido. Desesperado le dije “pero yo solo repetí lo mismo que tú me hacías
a mí”. Entonces me respondió compungido: “sí señor, pero yo no tiraba a matar”.

Mi sombra
Enrique Anderson Imbert

No nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto como yo cuando, por
casualidad, nos encontramos en el parque. En esas tardes la veo siempre delante de mí,
vestida de negro. Si camino, camina; si me detengo, se detiene. Yo también la imito. Si me
parece que ha entrelazado las manos por la espalda, hago lo mismo. Supongo que a veces
ladea la cabeza, me mira por encima del hombro y se sonríe con ternura al verme tan
excesivo en dimensiones, tan coloreado y pictórico. Mientras paseamos por el parque la
voy mimando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada doy unos pasos muy
medidos – más allá, más acá, según- hasta que consigo llevarla a donde le conviene.
Entonces me contorsiono en medio de la luz y busco una postura incómoda para que mi
sombra, cómodamente, pueda sentarse en un banco.

La rana que quería ser una rana auténtica

Augusto Monterroso

Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en
ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada
autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la
hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente,
y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para
saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas,
de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez
mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la
consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y
ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía
pollo.

Sombreros

Felipe Garrido

Mi abuela era una dama, le digo. Incapaz de salir a la calle sin guantes y sombrero. Tenía
gustos muy personales y era imposible regalarle algo que le gustara. Ahora que vino a
México me atreví a darle un sombrero. Me dijo que le encantaba, pero siguió poniéndose
el que había traído. Tres días después, la convencí de que fuéramos a cambiarlo por uno
que de veras le agradara. No me acuerdo a dónde la llevé, pero había montones, y eso que
ya habían dejado de usarse. Mi abuela comenzó a probárselos... siete, ocho, diez sombreros
fueron y vinieron y la dependienta empezó a impacientarse porque mi abuela se los ponía,
modelaba frente a los espejos y decía cosas como: «Si estuviera un poquito más levantado
de aquí...». O, «¿No lo tendrá en un rosa más oscuro?...». Ninguno le gustaba. Hasta que
tomó uno, se lo encajó, volteó a mirarse, ladeó la cabeza, se lo vio de espaldas, y la cara se
le iluminó: «¡Me lo llevo!», dijo, y soltamos la carcajada: ése era su sombrero, con el que
había llegado.

Visita

Poco después mi madre apagó la luz. Oí que rogaba por mí. Esto me confortaba. Me habría
adormecido; pero terminó de rezar y ya no pude dormir. Llovía levemente. Nadie pasaba
por la calle. En la alcoba de al lado mi hermano suspiraba entre sueños. Mi padre no se
movía. Mi madre tampoco. Imaginé que podría estrangularlos la Muerte, sin ruido; luego
cruzaría de puntillas la habitación y desaparecería por el corredor. Crujiría la duela... Sus
pisadas crepitarían como sucede cuando se camina sobre hojas secas... Y todo ocurría en
tinieblas... Temblé de terror. Tuve un momento de expectación en que no supe de mí; perdí
la noción del tiempo y de las cosas. No acertaría a decir cuánto duró aquello, ni qué hice
mientras tanto. De pronto, en medio del silencio, el grito, los sollozos, el llanto de mi madre:
acababa de verme.

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