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Cap 2 La Confrontacion
Cap 2 La Confrontacion
LA CONFRONTACIÓN
LOS NUEVOS RETOS MILITARES
Agosto de 1998
En sólo dos días de ofensiva militar, durante el mes de agosto de 1998 las FARC
arrasaron varias bases fortificadas del Ejército y multiplicaron por tres el número de
miembros de la fuerza pública capturados en acciones de guerra; los muertos y los
heridos se contaron por decenas. Adicionalmente, en Pavarandó demostraron, otra
vez, que su capacidad de confrontación a campo abierto es superior a la del Ejército
Nacional.
La guerrilla no está haciendo un doble juego, ni está mintiendo sistemáticamente.
Hace el juego que le permite avanzar en una guerra que está entrando en su fase
decisiva, la más dura y violenta: hablar de paz y hacer la guerra. Lo grave es no
entender el juego y estar convencido de que las acciones de guerra y los discursos
de paz son cosas absolutamente excluyentes y contradictorias. Como si fuera un
problema moral y no político.
Tampoco sé puede acusar a la guerrilla de no tener voluntad de paz, como si fuera
un asunto de preferencias personales. No. La voluntad de paz es resultado de las
circunstancias externas, las cuales producen una determinada percepción sobre las
ventajas y riesgos de continuar con la confrontación, o de terminarla. Y las FARC
tienen todavía muy buenas razones y pocos riesgos para continuar con ella. Por eso,
no tienen voluntad de paz, aunque no se nieguen a dialogar. .
Esa voluntad de paz no surge sola. Nace cuando se llega al convencimiento de
haber arribado al límite de las propias posibilidades, y de que negociar es mejor que
continuar con la confrontación. Esa convicción la genera la acción del adversario, o
la inhibe su pasividad, y tratándose de un enfrentamiento armado, en este punto el
aspecto militar adquiere toda su inmensa trascendencia.
Las F ARC se dedicaron los últimos quince años a construir un ejército, y para eso
han venido acumulando pacientemente grandes recursos económicos, han
consolidado apoyos políticos entre sectores del campesinado y han estructurado una
fuerza militar disciplinada y recia. Estiman que ha llegado el momento de empezar a
utilizar a fondo todo ese acumulado, para avanzar con solidez hacia una eventual
negociación política. Por esa razón, puede decirse que para las FARC la verdadera
guerra no empezó hace cuatro décadas, sino hace tan sólo dos años: con la
destrucción de la base de Las Delicias se inició para ellas la confrontación armada
definitiva contra el Estado. Todo lo anterior fueron solamente escaramuzas de
entrenamiento. Ahora se trata de buscar el equilibrio dinámico de fuerzas, el punto
en que se diluye la ventaja estratégica del Estado sobre la insurgencia.
Por eso, el aspecto militar de la confrontación adquiere en esta etapa una enorme
importancia política, tal vez decisiva. Enormes son los retos del nuevo ministro de
Defensa, Rodrigo Lloreda, y de la nueva cúpula militar. El primero de ellos, revertir
la actual crisis militar del Estado para poder contener a las guerrillas y desarticular a
los paramilitares. Y para esto se necesita de una estrategia militar clara. No ha
habido ninguna desde el Plan Lasso de los años sesenta, con unos objetivos
precisos que se articulen con la estrategia de negociación política del gobierno.
Pero, además de estrategia se requiere también de ajustes inaplazables en los
planos táctico y operativo. El Ejército debe reestructurarse y establecer una nueva
doctrina militar que le permita retomar la iniciativa y afrontar los retos planteados
por una insurgencia que va en ascenso, que está pasando exitosamente de la
guerra de guerrillas a la guerra de movimientos, como lo ha demostrado con la
cadena de bases militares destruidas en los últimos dos años y con su capacidad
para realizar combates de envergadura a campo abierto, sean ofensivos, como en El
Billar, o defensivos, como en San Juanito. El Ejército ya no enfrenta pequeñas
" cuadrillas", sino batallones enteros de una fuerza militar que está adquiriendo la
organización propia de un ejército regular.
Para recuperar la ventaja táctica en el combate es necesario utilizar unidades
mayores, recuperar el rezago en la preparación de los oficiales frente a las nuevas
exigencias de la confrontación; reconsiderar los sistemas de selección,
entrenamiento y permanencia en las filas de los soldados profesionales; olvidarse de
que con sólo "hacer presencia" se garantiza el "mantenimiento del orden público" ;
considerar en serio la posibilidad de desmontar decenas de pequeñas bases
dispersas, que no son otra cosa que vulnerables blancos fijos a la espera de ser
arrasados por la guerrilla; concentrar mucha capacidad de combate en sitios
neurálgicos, con capacidad para realizar acciones ofensivas sostenidas, y a
profundidad; convencerse de que las brigadas móviles y los soldados profesionales,
deben pasar del patrullaje rutinario al combate efectivo; premiar y no castigar a
quien asume riesgos. Definitivamente, la moral de la tropa sólo se recuperará
haciendo los cambios necesarios, obteniendo resultados y devolviéndole la
confianza en sus altos mandos.
En síntesis, el Ejército debe hacer un replanteamiento de la manera como percibe y
encara la confrontación bélica con la guerrilla. Por su parte, el gobierno y el país
deben convencerse de que la paz también depende de lo que suceda en el terreno
militar; esto es, que la eficiencia de las fuerzas Armadas puede ayudar apresurar la
paz, persuadiendo a la guerrilla de que el momento para terminar la guerra ha
llegado. La debilidad del Ejército sólo contribuye a prolongar el conflicto.
MACHUCA
Noviembre de 1998
Por lo pronto, su respuesta inicial ante los hechos pone en jaque la Convención
Nacional y su estrategia de negociación basada en buscar apoyo político en la
sociedad civil, antes de iniciar diálogos directos con el gobierno.
El ELN no parece entender, todavía, que una cosa era volar el tubo, derramar el
crudo, ocasionar daños ecológicos y provocar víctimas civiles cuando no había
ningún proceso de paz en curso, y otra hacerlo cuando ya se ha iniciado una
dinámica de búsqueda de acuerdos para terminar con el conflicto armado por la vía
de la negociación política. Si en el primer escenario la opinión, aun cuando
rechazaba el terrorismo había asumido el sabotaje como parte de los costos de la
confrontación, en el segundo evento carga esos costos contra las posibilidades de
apoyar una negociación con ese grupo insurgente.
El desaliento y las reservas que han expresado algunas de las personas que han
mantenido los acercamientos con el ELN en los últimos meses son apenas naturales.
Cuando este grupo tuvo enfrente la trágica oportunidad de demostrar su seriedad,
su responsabilidad y su madurez para merecer la confianza de sus interlocutores en
un proceso que apenas se está iniciando, sorprende a todo el mundo cuando en sus
primeras reacciones prevalecen el espíritu de cuerpo, la irresponsabilidad y el me-
nosprecio por la opinión pública. Como si por el solo hecho de provenir de sus
voceros más autorizados los colombianos estuviéramos en la obligación de aceptar
versiones pueriles, montadas de manera atropellada, con el único propósito de
evadir su propia responsabilidad.
En efecto, es una pésima señal la que emitió el ELN al no asumir una actitud
autocrítica en torno a los hechos de Machuca. Significa que no ha pensado siquiera
en suspender los atentados al oleoducto. Mal síntoma, en un momento en que la
opinión pública ha dejado de aceptar que el oleoducto sea considerado como
objetivo militar, y que sus voladuras sean actos de guerra lícitos de los cuales se
derive alguna ventaja militar. No. En absoluto. Está claro que ésos son actos aleves
que victimizan de manera directa e indiscriminada a la población civil, y que no
conducen a una merma en la capacidad de combate del adversario armado de la
guerrilla, la fuerza pública. No es una forma de lucha noble, sino deshonrosa y
criminal.
Después de Machuca, el proceso de diálogo con el ELN no podrá continuar como si
nada hubiera pasado, así otras tragedias distraigan temporalmente la atención de
una opinión tan desmemoriada como la colombiana. El proceso ha sido tocado en
su credibilidad; la poca confianza que se había ganado está mermada. A no ser que
el ELN decida pagar al contado el costo político de su torpeza homicida, si no quiere
perder el crédito que le estaba extendiendo la opinión. Sólo que ese costo debe
incluir un reconocimiento pleno de su responsabilidad en la tragedia, un acto de
arrepentimiento, un juzgamiento de los culpables y una indemnización a las
víctimas. Todo lo cual implica también adoptar la decisión de no volver a realizar
más atentados en el futuro.
Es probable que una decisión de esta envergadura sea una prueba demasiado
grande para la siempre endeble unidad de este movimiento, que nunca ha logrado
neutralizar los riesgos latentes de la división. Y es aquí donde el dilema del ELN se
torna crítico, porque su alternativa es, o preservar la unidad a costa de la
credibilidad, o arriesgar la unidad para mantener la confianza pública. En el curso de
un proceso político tan delicado como es una negociación de paz, jugar literalmente
con candela conduce de manera inevitable a estos callejones sin salida aparente.
Hasta ahora, las primeras reacciones del ELN muestran que valora en más alto
grado la unidad y el espíritu de cuerpo, y que está dispuesto a defenderlos aun a
costa de su credibilidad. Por tanto, es de temer que finalmente opte por considerar
que la unidad rota es irreparable y que, en cambio, puede recuperar la credibilidad
después, contando con la volatilidad de la opinión. Es un cálculo delicado que podría
poner a este grupo al borde del suicidio político, como le sucedió al M-19 en el Pala-
cio de Justicia.
Pero todavía hay otra inquietante pregunta, en el supuesto de que prevaleciera la
madurez política de la dirigencia del ELN: ¿el costo de una eventual suspensión de
las voladuras del oleoducto sería el incremento del secuestro? La reciente
proliferación de la llamada "pesca milagrosa", también en este sentido, hace temer
lo peor: la dispersión y el rebusque sin control de cada frente, a costa de la
población indefensa. Pero éste ya es otro dilema.
MITÚ
Noviembre de 1998
Varias son las lecturas que pueden hacerse sobre la última acción de las FARC, la
toma de Mitú. Tienen que ver con el lugar, el modo y el momento de esa toma, y
con sus consecuencias.
El momento. Es evidente que el momento de la toma fue muy bien calculado, como
también lo fue la toma de la base de Miraflores, antes del cambio de gobierno. En
su lógica de llegar fortalecidas a la mesa de conversaciones, las FARC debieron
evaluar necesario dar un golpe que impresionara a la opinión pocas horas antes del
inicio de los diálogos, para no perder sino acumular el impacto de los golpes
anteriores.
A pesar del inicio de los diálogos entre el gobierno y las FARC, y del próximo
arranque de las deliberaciones del ELN con la sociedad civil, el año 1999 podría ser
uno de los más duros y sangrientos de nuestra larga guerra civil.
Después de una corta tregua, los paramilitares empezaron el año con el asesinato
de más de 130 civiles en cerca de veinte municipios del país. La fuerza pública les
capturó un enorme cargamento de armas y municiones que evidencia su intención
de incrementar su guerra contra la insurgencia y contra sus apoyos civiles,
supuestos o reales. La oleada de masacres no es sólo una retaliación contra los
intentos de las FARC de sacados del Nudo de Paramillo, sino un intento de
concentrar la atención nacional en sus propias acciones violentas y restarle interés a
lo que se dialoga en La Machaca. Los paramilitares tal vez calculan que la crecida
política de las FARC sólo puede ser contrarrestada con un incremento de su acción
criminal.
A su manera, los paramilitares creen que la atención que se les preste y el
tratamiento que se les otorgue dependerán de su capacidad para seguir realizando
masacres como parte de su estrategia para disputar con la guerrilla una guerra de
posiciones territoriales, cuyo resultado contará de manera definitiva en el momento
de la todavía incierta solución política al conflicto armado.
Lo que tal vez no aciertan a calcular es que esas masacres les brindan en bandeja a
las FARC el pretexto para dilatar los diálogos con el gobierno, y para esgrimir su
argumento de que mientras existan los paramilitares no habrá condiciones para
negociar la paz. Sus acciones incrementan el peso que las FARC le han dado a la
solución del tema paramilitar como primer punto para resolver en la mesa de
conversaciones.
Por su parte, las FARC, que ahora más que nunca tienen todas las condiciones para
seguir creciendo, se disponen a continuar utilizando con mucho éxito los diálogos
como una táctica política dentro de su estrategia de guerra. Su discurso, el día de la
instalación de la mesa de conversaciones, más que una propuesta de paz fue una
justificación de la guerra.
En la ausencia de Marulanda, más que motivos de seguridad personal del
comandante en jefe, pudieron haber contado razones de seguridad política de la
guerrilla. Su presencia pudo considerarse demasiado comprometedora para las
FARC, frente a un proceso en el que ante todo aspiran a ganar tiempo para
madurar su apuesta militar. Es más, para el conjunto de los combatientes de las
FARC el mensaje de la silla vacía fue demasiado claro: ésta no es la negociación
definitiva, la guerra continúa y no se debe bajar la guardia. Sin duda, para
Marulanda esto era más importante que la pasajera indisposición de algunos medios
de comunicación y la desilusión de la infaltable lagartería de la paz.
Marulanda, pues, no perdió ninguna oportunidad, más bien la aprovechó para
enviar varios mensajes simultáneos, entre otros el de quién lleva verdaderamente
las riendas del proceso y, de paso, darle un plantón histórico al establecimiento, en
una especie de venganza campesina sobre el país urbano del que se sienten
excluidos. De esto último, él y sus comandantes todavía se deben estar regocijando.
La insistencia de las FARC en hacer aprobar una ley que reglamente el canje de
prisioneros es, por supuesto, otra señal de que entre sus planes inmediatos no está
firmar un tratado de paz. No por falta de voluntad de paz; lo que en la guerra sólo
es una entelequia, sino por puro cálculo político y militar. La ley de canje es
consistente con sus planes de escalar la confrontación armada y de duplicar su
fuerza militar en el curso de los próximos cinco años. Las FARC tienen la impresión
de que a ellas ya no las para nadie, y de que por eso el momento óptimo para
negociar no ha llegado todavía.
Por otra parte, y para completar el cuadro de la guerra, el fortalecimiento de las
fuerzas militares del Estado por medio de la ayuda norteamericana podría empezar
a tener consecuencias significativas en la evolución del conflicto. En Colombia, la
ayuda militar antinarcóticos derivará, más temprano que tarde, en acciones
contrainsurgentes.
Eventualmente, esa ayuda le permitiría al Ejército realizar algunas acciones exitosas
contra la guerrilla, pero también nos podría colocar frente a las impredecibles
consecuencias de una internacionalización del conflicto, no descartable si esa ayuda
militar se masifica y empieza a incluir centenares de asesores militares
norteamericanos, como, al parecer, ya están asignados para Colombia. La
inquietante pregunta es cuándo esos centenares se transformarán en miles, y qué
pasará cuando empiecen a ser víctimas mortales de nuestra guerra interna.
En conclusión, como todos los actores armados del conflicto se disponen a entrar en
una intensa etapa de armamentismo y de reclutamiento para fortalecer sus
posibilidades bélicas, las cabañuelas de la guerra seguirán nublando el horizonte en
el próximo futuro. En realidad, había poco para celebrar el pasado 7 de enero de
1999, cuando se dio inicio oficial a los diálogos de paz.
EL ASESINATO DE LOS TRES NORTEAMERICANOS
Marzo de 1999
Las derrotas de las FARC a manos de las Fuerzas Militares en los combates de
Puerto Rico y Puerto Lleras en el Meta, de Hato Corozal en Casanare y su alto
número de bajas en Mitú, Vaupés, podrían estar anunciando cambios muy
importantes en la dinámica militar de nuestra confrontación armada.
Las recientes acciones violentas de las FARC, previas al inicio de las audiencias
públicas, demuestran que este grupo se empeña en continuar la confrontación
armada como si no hubiera negociación, pero también en negociar como si no
existiera la confrontación. El apaciguamiento que muchos esperaban como
consecuencia de la gira europea o del comienzo de la negociación no se ha
producido y, tal vez, no se produzca.
Por el contrario, siguen adelantando sus planes de control de la población y de
expansión territorial, sin detenerse en los costos políticos que para ello tengan que
asumir. En efecto, hechos como los ocurridos en sitios tan distantes y tan distintos
como Vigía del Fuerte y Cachipay tienen, sin embargo, denominadores comunes. En
ambos casos fue evidente que las FARC están dispuestas a asumir los costos
políticos que éstos producen en la opinión nacional sobre todo en la opinión Urbana
y de clase media hacia arriba. Así, a cambio de dos o tres días de mala prensa,
aseguran en forma permanente el control de la población en esos municipios
rurales: La mala prensa, pasa; el control de áreas estratégicas, queda. Los costos
políticos los pueden recuperar, con creces, en la mesa de negociación.
El copamiento del poder local sigue siendo, entonces, una de las estrategias más
exitosas de la guerrilla. Obligar a la Policía a salir de los cascos urbanos mediante la
destrucción de sus cuarteles y el uso selectivo del terror, castigar a la población que
apoya o tolera a los grupos paramilitares, o que se niega a aceptar a la guerrilla,
son elementos de esa estrategia. También lo es interferir en los procesos electorales
locales y determinar sus resultados para poner las administraciones municipales
bajo su control. En efecto, ya se ve venir una nueva oleada de terrorismo electoral,
como ocurrió hace tres años, cuando al menos en una cuarta parte de los
municipios del país se distorsionaron los procesos electorales por acción de las
guerrillas.
Esta estrategia tiene como propósito no sólo lograr el monopolio de las armas en la
zona, sino terminar, en las localidades, con las correas de transmisión política que
hacen posible la hegemonía de los partidos tradicionales en el poder central del
Estado. Para la insurgencia, copando el poder local se debilita todo el engranaje
nacional político y militar del Estado y, además, permite el surgimiento del doble
poder y del cogobierno de la guerrilla.
Pero su relativo éxito en el control del poder local no sólo muestra una estrategia
efectiva, sino unos problemas estructurales del Estado colombiano que la facilitan.
La descentralización fortaleció fiscal y administrativamente a los municipios y les dio
mayor autonomía política. Pero en medio de la expansión de la guerra surgieron
muchas democracias locales sin seguridad, totalmente dependientes en estos
aspectos del nivel central del Estado, el cual, por supuesto, no ha tenido cómo
responder en todas partes a los requerimientos de poblaciones crecientemente
amenazadas.
En medio de las estrecheces fiscales y de un gasto público en defensa y seguridad
que aún está lejos de corresponder a la dimensión de los problemas que el Estado
tiene que afrontar, ya va siendo hora de que la función de la seguridad también em-
piece a delegarse y a descentralizarse, siempre dentro de estrictos cauces y
responsabilidades institucionales. La seguridad colectiva también debe ser
responsabilidad de los habitantes de los municipios y se debería premiar un mayor
esfuerzo y compromiso con ella.
Integrar más a los habitantes de las localidades en las instituciones de seguridad del
Estado podría ser una clave. Pero para esto es preciso romper con los esquemas
mentales tradicionales, pues las opciones existen. Por ejemplo, crear policías
municipales conformadas y parcialmente financiadas por los mismos habitantes de
las localidades, pero vinculadas a la Policía nacional. O crear una guardia nacional
de carácter defensivo, coordinada en lo operacional con las Fuerzas Militares, en la
que los ciudadanos del lugar puedan, en forma voluntaria, dedicar parte de su
tiempo a labores de entrenamiento militar y de vigilancia, a cambio de una pequeña
remuneración.
Cualesquiera de estos esquemas podría contribuir no sólo a fortalecer el
compromiso de los ciudadanos con la seguridad colectiva, sino a construir un dique
legal de contención al crecimiento de las bandas criminales de grupos paramilitares,
cuya expansión representa una nueva y creciente amenaza para el Estado y la
sociedad.
El país debe aceptar que todo lo que se ha intentado hacer hasta ahora para
contrarrestar la dinámica expansiva de la guerrilla no ha dado los mejores
resultados. Se impone, en consecuencia, un replanteamiento. Es necesario probar
algo nuevo. Porque la seguridad colectiva hay que fortalecerla, independientemente
de que avancen, o no, los diálogos de paz.
GUERRA DE PRESUPUESTOS
Marzo de 2000
La propuesta gremial muestra que a las elites realmente les preocupan más las
consecuencias de la guerra sobre su patrimonio y su bienestar personal, que la
suerte de la guerra misma. La subestimación y la incomprensión de la guerrilla entre
esos sectores es patética. Creer que la guerrilla secuestra y extorsiona sólo para
sobrevivir, y que si se le garantiza su sustento con financiamiento oficial dejará de
hacerlo y se acabará el problema, es creer que la guerrilla son grupúsculos de
muertos de hambre que apelan a la violencia sólo para comer.
No parecen entender, a estas alturas, que por lo menos en las FARC hay un
proyecto político de largo alcance que aspira a concretarse con la toma absoluta del
poder a través de una victoria militar sobre el Estado. Y que, por consiguiente,
todas sus formas de financiamiento tienen como propósito recabar los recursos
necesarios para estructurar un ejército capaz de lograr ese propósito. Proponerles
que dejen su lucha a cambio de un plato de lentejas es un despropósito que no sólo
irrespeta al adversario, sino que confunde y descontrola al campo propio.
En efecto, ese tipo de, propuestas proyecta la idea de que la guerrilla en Colombia
es sólo un estorbo que puede acabarse con unos pocos pesos, y no una amenaza
política y militar con potencial real de poner en jaque al establecimiento y a la
institucionalidad. La guerrilla ya ha olfateado el poder y sus ambiciones son de largo
aliento. Es una ridiculez querer tentarlas con unos platos de sopa para que terminen
su lucha contra el Estado.
A no ser que, para colmo del disparate, se pretenda financiar a la insurgencia
dándole el avituallamiento necesario para que continúe su guerra contra el Estado,
pero sin secuestrar ni extorsionar a la población civil. Es decir que por medio de los
impuestos, que pagamos todos, se financie tanto al Ejército Nacional como a los
grupos guerrilleros y resuelvan sus disputas dejando a un lado una población que,
supuestamente, "nada tiene que ver con el conflicto".
Pero lo más grave de este tipo de propuestas, que pretenden ser imaginativas,
audaces y hasta generosas, es que transmiten la impresión de que no es mayor el
esfuerzo que habría que hacer para recuperar la paz. Detrás de su facilismo, queda
disminuido el gran esfuerzo político y militar necesario para culminar con éxito una
negociación en medio de una confrontación armada de creciente intensidad.
Acentúan la visión miope de un conflicto desdeñable, generado por unos
grupúsculos guerrilleros sin ningún respaldo político y social, cuya falta de
legitimidad los invalida como interlocutores políticos para negociar una agenda de
reformas estructurales del país. Sin decirlo, estas propuestas cuestionan de raíz la
validez y el alcance del proceso de paz. Quienes así subestiman a la guerrilla
generalmente no tienen la entereza de ir hasta las últimas consecuencias de su
planteamiento: echar por la borda la negociación política del conflicto armado.
En esta visión se basa la arraigada idea de una paz barata, que empieza con un
plato de lentejas y termina con una microempresa para cada guerrillero. Lo que no
se aprecia bien es que si se quiere una paz tan barata, la guerra necesaria para
lograrla tendría que ser muy cara, pues requeriría poner a la guerrilla casi al borde
de su aniquilación. Pero si el país ni siquiera ha asumido el costo necesario para
mantener a la guerrilla controlada y evitar su crecimiento, mucho menos lo pagaría
para aniquilarla. Es paradójico: el costo de una paz barata es impagable.
Pero a la miopía se le suma la mezquindad. Se quiere una paz barata, con lentejas,
y una guerra también barata, con helicópteros regalados. Vana ilusión. Dabeiba ha
demostrado que los helicópteros, que son necesarios, por sí solos no bastan, pues
no son omnipotentes ni invencibles; que, además de estrategia, se necesita costear
mayores gastos operacional es, más entrenamiento, más equipo y más pie de
fuerza y para esto se necesita multiplicar los recursos y el esfuerzo propio.
Para demostrarle a la guerrilla que su victoria militar es imposible, y obligarla por la
fuerza a aceptar una negociación honorable, el costo económico, político y militar
que tendremos que pagar será muy alto. Ni la guerra ni la paz serán baratas.
CONTRA EL TERROR
Diciembre de 2000
Quienes a los ojos de los agentes del terror aparecen como amigos o auxiliadores
del enemigo, independientemente de que lo sean o no, se convierten en su objetivo
o, mejor dicho, en su “audiencia” para enviar mensajes intimidatorios que generen
pánico entre los círculos más expuestos y vulnerables de quienes consideran hacen
parte del otro campo.
En Colombia, la utilización del terror por guerrilleros y paramilitares ocurre en varios
escenarios: en la disputa del control local de territorios y poblaciones; en la
neutralización o eliminación de dirigentes sociales y creadores de opinión; y en la
presión sobre quienes están directamente relacionados con los procesos de
negociación. Ejemplos recientes del primer escenario son las masacres de las FARC
en Antioquia y de los paramilitares en la ciénaga dé Santa Marta, así como los
centenares de secuestros hechos por la guerrilla; del segundo, las decenas de
activistas sociales y de periodistas asesinados, por paramilitares y guerrilleros; del
tercero, el secuestro por paramilitares de un hermano del negociador
gubernamental ante las FARC, Fabio Valencia Cossio, y el atentado contra Borja,
miembro de la comisión facilitadora de los diálogos con el ELN.
Para garantizar el desarrollo equilibrado de las negociaciones, el Estado debe
adoptar medidas antiterroristas - no pena de muerte ni cadena perpetua, sino
procedimientos más ágiles y expeditos - que les permitan disuadir a los grupos
irregulares que, sean o no sean contraparte política del Estado en ellas, utilizan esas
formas de violencia para influir sobre el resultado del proceso. Sin embargo, aun
cuando las potencialidades de esas medidas para quitarle libertad de movimiento a
la guerrilla pueden ser importantes, tal vez lo sean mucho más para combatir a los
paramilitares, pues éstos mantienen y aumentan vínculos y contactos permanentes
con sectores del establecimiento legal y tienen muchos nexos con zonas urbanas,
donde mejor funcionan las medidas contra el terror.
Semejante legislación le permitiría al Estado, adicionalmente, mejorar aún más sus
resultados en la lucha contra los paramilitares, lucha que ya hoy le permite
mantener tras las rejas a 697 miembros de estas bandas criminales, cantidad que es
casi el doble de guerrilleros presos que las FARC han reconocido para efectos del
canje. Este resultado es aún más significativo si se tiene en cuenta que este grupo
insurgente tiene casi el doble miembros que los paramilitares, de lo que se puede
deducir que en proporción a su tamaño, por cada guerrillero preso hay cuatro
paramilitares en igual condición.
Por otra parte, la fuerza pública dio de baja durante el año 2000 a un número de
paramilitares que es quince veces mayor al que fuera abatido en 1997, cifra que no
es comparable con la de guerrilleros abatidos, pues mientras la guerrilla ataca en
forma permanente a la fuerza pública, los paramilitares rehuyen de manera
sistemática estos enfrentamientos.
Por consiguiente, aun cuando en el momento en que se proponen medidas
antiterroristas casi todo el mundo piensa que serían destinadas exclusivamente
contra la insurgencia, en realidad éstas deberían ser parte de la estrategia del
Estado contra los paramilitares, estrategia que las FARC están reclamando, pero que
también tendrían que empezar a padecer.
PIE DE FUERZA
Marzo de 2001
Las miradas retrospectivas siempre son útiles. Permiten apreciar los cambios
ocurridos durante ciertos períodos de tiempo y evaluar mejor la situación presente.
Con el tema crítico de la seguridad, la necesidad de esas miradas es aún mayor,
porque a veces la costumbre y el acomodo no permiten reaccionar a tiempo y
cuando se intenta hacerlo es demasiado tarde y ya todo está fuera de control.
En Colombia se está comprobando la experiencia internacional sobre la tendencia
expansiva de la violencia cuando se desata la dinámica de una confrontación
armada interna. Así, infortunadamente, y a pesar de los esfuerzos de los distintos
gobiernos, entre los años 1990 y 2000 la seguridad y el orden público del país han
sufrido un deterioro ostensible. Lo demuestran las cifras, que son inapelables.
En el año 1990 se realizaron 1.282 secuestros, y en el 2000 más de 3.700, casi el
triple, los actos de terrorismo también se triplicaron, al pasar de 577 a 1,490 en diez
años; los atentados al oleoducto se multiplicaron por doce, pues subieron de 23 a
270 en ese mismo lapso; los asaltos y destrucción de poblaciones casi se
cuadruplican, al pasar de 23 a 84; la piratería terrestre creció siete veces, al subir
de 442 casos a 3.196; el homicidio, con ligeras oscilaciones en el transcurso de la
década, pasó de 24.300 casos a 26.250, manteniéndose escandalosamente estable;
los cultivos ilícitos, cuyo ritmo de aumento ha disminuido levemente en los últimos
años, también se multiplicaron: a comienzos de la década había 40 mil hectáreas de
coca, y al final de este período 136 mil, o sea tres veces más.
Sin lugar a dudas, la causa de este deterioro ha sido el incremento desbordado de
los grupos guerrilleros y paramilitares a lo largo y ancho del país. Los insurgentes
casi doblaron el número de sus hombres en armas, puesto que pasaron de tener
cerca de11.700 en 1990, a contar con aproximadamente 21.000 el año anterior.
Pero aún más impresionante ha sido el crecimiento de los paramilitares, que
incrementaron su fuerza de 1.800 hombres a comienzos de la década, hasta tener
más de 8 mil al final del 2000, cuatro y media veces más.
Frente al deterioro de la situación y al aumento incontrolado de los grupos
irregulares, las Fuerzas Militares, en cambio, han tenido un crecimiento
impresionantemente lento. Su pie de fuerza sólo creció en un 25.7%, mientras que
sumados los grupos guerrilleros y los paramilitares crecieron en un 120%.
Esta diferencia en el ritmo de crecimiento en favor de los grupos irregulares, que se
han incrementado cinco veces más que las Fuerzas Armadas, ocasionó una
disminución en la relación numérica entre las fuerzas del orden y los grupos
ilegales, con las consecuencias mencionadas para el orden público. En efecto, a
comienzos de la década había diez miembros de las Fuerzas Militares por cada
guerrillero, ahora sólo hay 6,4; antes había 66 miembros de las Fuerzas Armadas
por cada paramilitar, y ahora sólo dieciocho.
Y, claro, la situación es aún más alarmante si se suman, como hay que hacerlo en el
papel y en el terreno, los guerrilleros y los paramilitares como enemigos de las
Fuerzas Militares y amenazas contra la institucionalidad y la seguridad ciudadana.
Así, en 1990 había 8,7 miembros de las Fuerzas Militares por cada miembro de esos
grupos irregulares, y hoy sólo hay cinco. Pero si a lo anterior se añade que de estos
cinco sólo la mitad está efectivamente disponible de manera permanente para
actuar contra las organizaciones irregulares, podemos explicarnos por qué el
deterioro de la situación de orden público ha sido tan pronunciado durante los
últimos diez años: cada vez hay más guerrilleros y paramilitares y,
proporcionalmente, menos soldados para combatirlos.
Esto para no hablar de que, según los cánones de la lucha contrainsurgente
comúnmente aceptados a escala internacional, para que un Estado tenga opción -
no seguridad - de controlar a grupos irregulares, se requiere que el pie de fuerza de
sus fuerzas militares sobre el terreno sea diez veces superior al de los alzados en
armas. En Colombia, esa relación escasamente es un poco superior a dos, lo cual ya
es grave, pero si encima constatamos la más reciente aceleración del ritmo de
crecimiento de guerrilleros y paramilitares, el asunto se torna muy crítico. En efecto,
las FARC, que pretenden doblar su pie de fuerza en los próximos cinco años, ya
aumentaron el número de sus hombres en armas en un 40% en los últimos dos
años; los paramilitares, cuyas posibilidades de crecimiento son virtualmente
ilimitadas, los aumentaron un 80% en el mismo lapso.
Por fortuna, el gobierno del presidente Pastrana ha comprendido la gravedad de
esta situación y se ha propuesto públicamente como meta - además de la
modernización, el cambio de estrategia y la depuración de las Fuerzas Militares –
incrementar de manera gradual su pie de fuerza hasta completar 140 mil soldados
en los próximos años, a partir de los 112 mil que están hoy en filas. A pesar de las
estrecheces fiscales, este propósito merece el apoyo de toda la nación porque, en
medio de los necesarios diálogos de paz, no hay que olvidar que las amenazas, en
vez de disminuir, siguen creciendo.
ASPECTOS MILITARES DEL
CONFLICTO ARMADO EN COLOMBIA
Marzo de 2001
1. Marco general
Luego de casi cuarenta años de duración, el conflicto armado en Colombia parece
estar entrando en su fase terminal, es decir, en la etapa en que se acerca su
desenlace definitivo. Esto no quiere decir que su resolución sea inminente sino, más
bien que todas las partes empiezan a percibir que el momento de las decisiones
estratégicas se está aproximando y que, por tanto, es necesario empezar a hacer el
esfuerzo supremo con el fin de obtener los propósitos en busca de los cuales se ha
hecho la guerra.
En esta perspectiva, las partes en conflicto se aprestan para acumular la mayor
cantidad de recursos económicos, políticos y militares, con el fin de estado más
fuertes posible tanto para la negociación como para la confrontación definitiva. El
proceso sufre, en consecuencia, una aceleración inusitada, pues para todos sus
actores las perspectivas temporales se acortan y es imperativo aprovechar el factor
tiempo de la manera más eficiente posible, ya que progresivamente éste empieza a
tornarse en un factor crítico y cada vez más escaso.
En el curso de una confrontación armada interna, la dinámica política sigue siendo,
en última instancia, la determinante en todo el proceso. Sin embargo, puesto que
con las acciones armadas se persiguen propósitos políticos, es decir, de incremento
o de conservación de poder, la dinámica militar adquiere una importancia inusitada
en el momento de las grandes decisiones políticas. Por esta razón, todos y cada uno
de los actores relevantes del conflicto empiezan a intuir que la cuestión militar, es
decir, la suerte de sus armas frente a la suerte de las de sus contendores, será un
factor que tendrá un peso definitivo en el resultado político de las partes.
Más aún, no es descartable que algunos actores destaquen de sus apuestas
definitivas el lograr un gran poder militar con el fin de convertirlo en poder político,
ganando capacidad de influencia sobre la población y sobre sus adversarios con
base en su creciente capacidad de coerción, de disuasión o de atemorización,
sustentada en el poder que les otorga el uso o la amenaza del uso de sus armas.
Estas circunstancias hacen imperativo, en consecuencia, considerar la cuestión
militar como un elemento de creciente importancia en la nueva dinámica que
adquiere un conflicto en su fase terminal, y no se puede descartar que en algún
momento se convierta en el elemento decisivo en última instancia.
En Colombia, parece confirmarse esta tendencia general de los conflictos armados
internos. Tanto el Estado como las FARC-EP y los grupos paramilitares han iniciado
en los años recientes un esfuerzo de fortalecimiento militar que no se veía en años
anteriores. Con este objetivo están recurriendo a aprovechar al máximo todas sus
posibilidades financieras, a dinamizar sus gestiones diplomáticas y a fortalecer sus
alianzas políticas.
Esta importancia creciente de los aspectos militares del conflicto tiene su punto de
partida en años recientes, luego de un muy largo período en el que la intensidad
militar de la confrontación fue relativamente baja y, por tanto, en el que ninguna de
las partes realizó esfuerzos extraordinarios en este terreno. En efecto, el conflicto
armado en Colombia tuvo su más reciente y significativo punto de inflexión en el
mes de agosto de 1996, cuando un destacamento de las FARC-EP tomó por asalto
la base militar de Las Delicias. Era la primera vez que un grupo guerrillero
colombiano copaba una base militar fortificada, reducía a sus defensores, tomaba
decenas de prisioneros y realizaba una retirada ordenada, sin contratiempos. Con
esa acción, las FARC-EP iniciaban un nuevo modo de operar basado en la
concentración de importantes cantidades de fuerza militar con gran poder de fuego
para atacar bases militares; un nuevo modo de operación basado, además, en una
clara superioridad numérica sobre sus defensores. La condición indispensable para
ese inédito planteamiento operacional era un gran avance en la capacidad logística,
en comunicaciones y en inteligencia.
A su vez, los sucesivos éxitos de esa nueva táctica guerrilla provocaron, al cabo de
un tiempo, una reacción autocrítica en el seno de las Fuerzas Militares del Estado.
Éste fue el punto de partida de un proceso de modernización y reestructuración
orientado a hacer más efectivo su accionar para contrarrestar con éxito las acciones
guerrilleras.
De hecho, las Fuerzas Militares, luego de esa serie de fracasos frente a la guerrilla,
lograron asestarle significativos golpes a la insurgencia a partir de un nuevo
concepto operacional: la acción conjunta de las fuerzas. La eficaz coordinación de la
Fuerza Aérea y las tropas de tierra ha impedido que la guerrilla siga ejecutando su
nuevo planteamiento operacional en las zonas planas del sur y el oriente del país, y
la ayuda militar de los Estados Unidos ha contribuido a cumplir con el propósito de
modernización y fortalecimiento de las Fuerzas Militares.
De otra parte, el segundo grupo guerrillero en importancia en Colombia, el ELN, a
diferencia de las FARC-EP, ha venido decayendo en los años recientes, ha perdido
fuentes de financiamiento económico y el control de muchos territorios; no logró
dar saltos cualitativos en su accionar militar y se ha reducido al terrorismo y al
atentado individual.
Distinta ha sido, en cambio, la evolución reciente de los grupos paramilitares. Éstos
se han configurado como el tercer actor en el conflicto armado, han tenido la más
alta tasa de crecimiento de los grupos irregulares y han expandido su accionar a
muchas nuevas zonas, en algunas de las cuales han desplazado a la guerrilla, sobre
todo al ELN. No obstante que su forma predominante de accionar es la masacre y el
asesinato selectivo, estos grupos paramilitares han venido ganando en capacidad de
confrontación militar contra la guerrilla e, incluso, contra la fuerza pública.
a. Las FARC-EP
Sin duda, este grupo insurgente es el que ha logrado los más importantes avances
militares de toda la guerrilla colombiana. Inició la década de los años noventa con
8.200 hombres en armas, y al final de ese período había doblado su pie de fuerza a
16.500 combatientes. Su crecimiento más significativo, empero, lo ha tenido en los
últimos dos años: aumentó en un 45% su número de hombres en armas. No es una
mera coincidencia que este impulso inusitado haya ocurrido después de la iniciación
de los diálogos de paz y la creación de la zona de despeje. Los primeros le han
otorgado mucha visibilidad y reconocimiento nacional, y han reforzado su
legitimidad en sus zonas de control; a la zona de despeje la han aprovechado de
manera muy eficiente con propósitos de fortalecimiento militar.
De igual manera, el número de sus frentes en armas ha ido en aumento. A
comienzos de la década tenían 46, y al final de la misma había 66 frentes, catorce
columnas móviles, diecinueve compañías móviles y cuatro frentes urbanos. La
expansión territorial más importante ha tenido lugar en los departamentos de
Cundinamarca, Huila, Cauca y Nariño. Es de resaltar, sin embargo, que en términos
estratégicos la principal expansión la han realizado en los alrededores de Bogotá,
cerca de la zona de despeje y buscando una salida al mar Pacífico por Nariño.
Este crecimiento ha sido alimentado por un aumento sostenido de sus finanzas. Las
FARC-EP, sobre todo en los años recientes, se han involucrado cada vez más en el
negocio del narcotráfico y esto les ha permitido participar, de manera creciente, en
los márgenes de ganancia de este negocio ilícito. En efecto han ampliado sus
propios cultivos de coca, construido laboratorios propios, monopolizado la compra y
venta de la pasta de coca en muchas regiones, todo lo cual les ha reportado
ingresos crecientes para la ampliación de su pie de fuerza. De igual manera, han
aumentado significativamente el número de secuestros y la cantidad de extorsiones,
con lo cual sus finanzas se han visto favorecidas.
b. El ELN
Este grupo insurgente también creció durante los últimos diez años. De hecho, pasó
de 2.300 a 4.500 hombres en este período. Sin embargo, también en ese lapso ha
perdido terreno frente al accionar de la fuerza pública y, sobre todo, de los grupos
paramilitares. Estos últimos le han arrebatado áreas que el ELN antes controlaba,
por ejemplo en los departamentos de Norte de Santander, Bolívar, Cesar,
Santander, Sucre y Antioquia.
Esta pérdida de control sobre algunos territorios le ha significado al ELN una merma
importante en sus ingresos económicos, pues es sobre la base de ese control que
resulta posible realizar secuestros y extorsiones, que son las fuentes más
importantes de financiamiento para este grupo insurgente. Igualmente, esto le ha
ocasionado el desvertebramiento de muchas redes de apoyos sociales y políticos;
así como la pérdida de numerosos combatientes.
Pero el ELN también ha sido atacado por las FARC-EP. En efecto, los “elenos” han
tenido que padecer los asaltos y emboscadas del otro grupo guerrillero, y como
resultado de esas acciones muchos de sus hombres han sido desarmados y
expulsados de algunas regiones del país. En ocasiones, incluso, algunos de sus
combatientes han sido fusilados por las FARC-EP con el argumento de que son
grupos descompuestos que asolan la población civil. Este tipo de situaciones se han
presentado en regiones de los departamentos de Antioquia, Magdalena, Nariño y
Arauca.
(4) Fuente: Oficina del Alto Comisionado por la Paz. Observatorio de Violencia.
c. Los paramilitares
Sin lugar a dudas, éste es el grupo irregular que ha tenido el crecimiento más
espectacular en los últimos diez años.
(5) Fuente: Oficina del Alto Comisionado para la Paz. Observatorio de Violencia.
También en los años más recientes estos grupos han tenido el aumento más
pronunciado de sus acciones violentas. De cometer seis masacres en el año 1997
pasaron a 83 en el 2000, es decir, un incremento de más de trece veces (6). Al
comparar el incremento del número de hombres en armas durante ese mismo
período resulta que crecieron un 114 %, lo cual permite deducir que el aumento de
su accionar violento ha sido seis veces mayor que su incremento numérico, lo que
significa que cada vez son mucho más activos y ofensivos.
Sus vínculos con el narcotráfico, que son fuertes desde su origen, se han venido
fortaleciendo, lo cual les permite percibir de esa fuente cerca del 70% de sus
finanzas, según ellos mismos lo reconocen. Sin embargo, también han apelado a
otras fuentes de financiamiento, como son el cobro de tarifas obligatorias por
servicios de seguridad, el secuestro y la extorsión. Al parecer, sus ingresos son
crecientes y les han garantizado ese crecimiento sostenido en casi todo el país.
(7) Ministerio de Defensa Nacional, Informe Anual Derechos Humanos y DIH 2000, Bogotá, Enero de
2001, pág. 91
(8) Fuente: Ministerio de Defensa Nacional. Oficina de Planeación.
(9) Fuente: Ministerio de Defensa Nacional. Oficina de Planeación.
ficativos que en otros países. Si se considera, por ejemplo, él período 1990-1997,
año este último en que se dio el punto más alto del gasto militar colombiano en la
década pasada, se puede apreciar que, en dólares de 1993, el gasto en Colombia
creció un 14 %, mientras que en Brasil lo hizo en un 78.5 %, en Ecuador en un
61.05% y en Argentina en un 36% (10). Durante la década pasada el gasto militar
en el mundo representó en promedio un 4.9% del PIB; en América Latina, la región
de menor asignación, registró un 2.3% del PIB (11), mientras que en Colombia
tuvo un promedio de 1.34 % (12).
Con todo, el fortalecimiento de las Fuerzas Militares durante los últimos años se ha
basado en una estrategia múltiple que busca tener más y mejores hombres, más y
mejores equipos y un marco legal más adecuado.
En efecto, ha habido cambios en la composición del pie de fuerza entre los años
1998 y 2000, pues los soldados profesionales crecieron un 158%: pasaron de
20.000 a 51.000. También se proyecta un incremento del pie de fuerza sustancial
entre 1998 y el 2004, para cuando se prevé que el número de soldados se
incremente en un 43 %. Sin embargo, no se puede dejar de señalar que este
propósito tiende a recuperar un rezago en el crecimiento del pie de fuerza militar en
relación con el incremento de los grupos guerrilleros y paramilitares. Así, el número
de efectivos de las Fuerzas Militares era en 1990 de 119,040, y en el año 2000
ascendía a 149.703, es decir, se incrementó en un 25.7% (13). Como se puede
apreciar, este aumento ha sido mucho menor que el que han tenido los grupos
guerrilleros y paramilitares, lo cual ha ocasionado una sensible alteración de la
relación numérica entre las fuerzas del orden y los grupos irregulares, en desmedro
de las primeras y a favor de los últimos.
A mediados de los años noventa había diez miembros de las Fuerzas Militares por
cada guerrillero en armas; hoy solamente hay 6.9; en aquella fecha había 66
efectivos de las Fuerzas Militares para combatir a cada miembro de los grupos
paramilitares, y ahora sólo hay dieciocho. En 1990 había 8.7 miembros de las
Fuerzas Militares para combatir a cada miembro de los grupos irregulares, y hoy
sólo hay cinco. Pero si a esto agregamos que los militares que efectivamente están
en disposición permanente para combatir a los grupos irregulares son cerca de la
mitad de todo el pie de fuerza, en realidad sólo hay 2,8 miembros de las Fuerzas
Militares combatiendo permanentemente a los grupos irregulares.
Esta crónica y creciente escasez de pie de fuerza se ha intentado compensar
recientemente con más y mejores equipos, y mediante significativas inversiones en
inteligencia, comunicaciones y movilidad, las cuales, efectivamente, han logrado
incrementar la capacidad operacional de las Fuerzas Militares. Se ha creado una
central de inteligencia conjunta de todas las fuerzas que se ha destacado por la
inteligencia técnica, se han modernizado las comunicaciones y se han adquirido con
recursos propios doce helicópteros de combate y catorce de transporte de tropas.
La ayuda militar proveniente del Plan Colombia incrementará adicionalmente ese
número con dieciséis helicópteros de combate y 33 de transporte de tropas. En
total, en el transcurso de los últimos tres años el número de helicópteros de que
dispone la Fuerza Pública se incrementó en un 58%: pasó de 167 en el año 1999 a
265 en el 2001.
(14) Comisión de racionalización del gasto y de las finanzas públicas. Opus cit., pág. 31.
(15) Ministerio de Defensa Nacional. Oficina de Planeación.
(16) Ministerio de Defensa Nacional. Oficina de Planeación.
o nula actitud auto crítica del alto mando de entonces, sin embargo, no impidió que
los nuevos reconocieran la necesidad de introducir una serie de cambios y reformas
en la institución y en sus formas de operar para impedir que esa ola de fracasos
militares pudiera repetirse. Una mejor inteligencia, la acción combinada de fuerzas
aéreas y terrestres, entrenamiento adecuado, una mayor movilidad y menos
dispersión sobre el terreno son elementos que han impedido que la guerrilla
continúe cosechando más éxitos a costa de las Fuerzas Militares.
Sin embargo, esto no quiere decir que las Fuerzas Militares hayan recuperado la
iniciativa militar en todo el territorio, ni que se hayan protegido de cualquier
posibilidad de ser golpeadas por la guerrilla. De hecho, han seguido ocurriendo
muchas acciones con suerte desfavorable para las Fuerzas Militares. No obstante,
tomas de bases militares en las zonas planas del sur y del oriente del país, con
grandes movilizaciones de fuerzas guerrilleras y decenas de bajas y tomas de
prisioneros de la fuerza pública han dejado de ocurrir. La guerrilla ha vuelto a
operar mediante atentados contra la infraestructura del país y tomas de poblaciones
con destrucción de puestos de Policía, seguidas eventualmente de emboscadas al
Ejército cuando este acude a responder al ataque de los insurgentes.
Aunque es de resaltar que también las Fuerzas Militares le han propinado fuertes
golpes a la guerrilla y a los paramilitares: cerca de la zona de despeje, en las
poblaciones de Puerto Rico y Puerto Lleras en el departamento del Meta, en Hato
Corozal en Casanare, en Cubará, departamento de Santander, para mencionar
algunas de las acciones más importantes, frentes muy fuertes de la guerrilla han
sido diezmados por acciones conjuntas del Ejército y la Fuerza Aérea, o sólo del
Ejército. Las acciones recientes contra los paramilitares, como se analizó arriba, no
tienen antecedentes.
MEDIDAS EXCEPCIONALES
Mayo de 2001
Estas últimas han provocado una alarma injustificada entre, algunos sectores de la
opinión, y reparos del Fiscal y del Defensor del Pueblo. Prevenciones exageradas,
primero porque no sería la primera vez que un Estado democrático recurre a
medidas rigurosas contra los violentos y en defensa de la población inerme;
segundo porque las medidas más polémicas están dentro del marco de la
Constitución y las leyes; y tercero, porque son necesarias para contrarrestar el
desbordamiento de los violentos, aunque nadie pretende que sean suficientes.
En efecto, hay que insistir en que democracias tan avanzadas como la inglesa, la
francesa, la italiana, la alemana y la española han adoptado medidas
incomparablemente más duras para enfrentar problemas de violencia mucho menos
graves que los que hoy vivimos en Colombia. Entre las medidas que han adoptado
esos países europeos para atacar el terrorismo se cuenta la facultad para que los
cuerpos de seguridad realicen allanamientos y detenciones sin orden judicial, sin
comunicar al afectado las razones de su aprehensión durante un tiempo que puede
extenderse hasta por siete días, sin formulación de cargos; prohibición a los medios
de comunicación para emitir entrevistas de miembros de grupos armados ilegales o
para difundir completos sus comunicados y, declaraciones; investigación y registro
de domicilios de los abogados de los detenidos por terrorismo, así como censura y
confiscación de la correspondencia con sus defendidos; a los acusados de
terrorismo se les puede impedir el contacto con otros prisioneros, prohibir la lectura
de periódicos, escuchar radio y enviar o recibir cartas. En fin, las medidas van desde
el control al arrendamiento de edificios hasta la clausura de medios de
comunicación para castigar la apología del delito.
Todas estas medidas se tomaron en los países más democráticos del mundo hace
unos años, con el apoyo de la población y de los partidos políticos, para combatir a
grupos violentos cuya capacidad de acción criminal era muchísimo menor que la de
los grupos paramilitares o guerrilleros colombianos. Basten dos ejemplos: el año
pasado los paramilitares asesinaron en Colombia a más personas que las que ha
asesinado la ETA en España en treinta años; el año pasado la FARC realizaron más
secuestros que todos los plagios sumados del IRA en Gran Bretaña, la ETA, las
Brigadas Rojas en Italia y la banda Baader Meinhoff en Alemania durante toda su
existencia.
Aun cuando el anuncio de las FARC de llegar a las ciudades es reciente, y en boca
del “Mono Jojoy” disparó con razón las alarmas, en realidad éste es un viejo
propósito de ese grupo insurgente. En efecto, ya en la Séptima Conferencia
realizada en 1982, las FARC definieron su estrategia militar de largo plazo ubicando
la cordillera Oriental como el eje del despliegue estratégico de su fuerza armada, es
decir, el área donde se realizaría el esfuerzo prioritario de control territorial. De la
misma manera, señalaron a Bogotá como el centro de ese eje de despliegue
estratégico, o sea el objetivo principal hacia donde debería converger, mediante
maniobras envolventes, el grueso de sus hombres en armas. Esta estrategia
también implicaba movimientos de cerco y hostigamiento a las principales ciudades
del país.
Este planteamiento de las FARC coincide con la vieja estrategia definida por Mao Ze
Dong para China en los años treinta, que denominó como guerra popular
prolongada. Según esta estrategia, las guerrillas debían desarrollar una lenta
acumulación de fuerzas, creando en sus inicios bases de apoyo en zonas muy
apartadas y evitando enfrentamientos desventajosos y definitivos con el ejército
regular. Posteriormente, las guerrillas se irían cualificando, adquiriendo más apoyos
políticos y mayor capacidad de combate, hasta lograr un equilibrio estratégico de
fuerzas con su adversario. En este proceso los insurgentes deberían ir saliendo de
sus zonas de apoyo y, manteniendo su retaguardia estratégica muy segura, iniciar
un parsimonioso cerco desde el campo hacia las ciudades. En líneas gruesas, éste
es el sendero que han seguido las FARC en sus casi cuarenta años de existencia
como grupo insurgente.
Para cumplir con su estrategia del 82, las FARC se impusieron un plazo de cerca de
diez años, al cabo de los cuales deberían haber crecido hasta tener 56 mil hombres
en armas, para luego iniciar la etapa final de cerco y toma de las ciudades. No
lograron cumplir con sus metas en el plazo establecido y tuvieron que ajustar sus
planes, pero durante estos veinte años han creado decenas de nuevos frentes a lo
largo y ancho del país, a través de la cordillera Oriental y cerca de algunas de las
principales ciudades del país.
Sin lugar a dudas, las conversaciones de paz, el fortalecimiento de las Fuerzas
Militares del Estado y lo que los dirigentes de las FARC consideran una inminente
intervención militar norteamericana los han inducido a apretar el paso,
imprimiéndole un mayor ritmo al reclutamiento de nuevos combatientes, al acopio
de armas y al desarrollo de nuevas formas de operar para tratar de cumplir con
mayor rapidez sus planes estratégicos en los próximos cinco años. Su anuncio de la
pronta urbanización del conflicto se inscribe en este marco.
En efecto, desde el punto de vista político, llevar con éxito la guerra a las ciudades
le otorgaría a la guerrilla una mayor capacidad de negociación con el gobierno en la
mesa de diálogos. Porque una cosa es dialogar en medio de un conflicto que se
desarrolla en forma de tomas a pequeños caseríos, poco poblados y muy distantes,
de cuya existencia muchas veces se enteran los citadinos precisamente por los
ataques de la guerrilla, y otra hacerlo en medio de embestidas armadas a los
principales centros nerviosos del poder político, económico y social del país, que son
las grandes ciudades. Por esta razón, y de manera paradójica, el avance en firme de
la negociación de la agenda sustantiva marcará el escalamiento hacia la
urbanización del conflicto. Esto quiere decir que no hay que hacerse ilusiones: con
las FARC el progreso en la negociación no traerá la paz, sino que hará más cruda la
confrontación. Y llegará a las ciudades.
Tal vez las FARC calculen que sus exigencias de reformas y reivindicaciones sociales
en la mesa de negociaciones van a encontrar el rechazo de un establecimiento
mezquino y miope, lo que les permitirá lograr amplio apoyo de los sectores más
marginados de los habitantes de la ciudad - de donde hoy se nutren sus precarios
grupos de milicias urbanas - , que se levantarían en favor de esas exigencias y de
las acciones armadas que emprendería la guerrilla para presionar su aceptación. Si
esta situación ocurriera, se acercaría mucho al sueño dorado de cualquier grupo
insurgente, que es el levantamiento espontáneo de la población en su favor y en
contra del sistema, lo que configuraría la existencia de una coyuntura revolucionaria
que sería el momento previo al asalto a la fortaleza enemiga y a la subsiguiente
toma del poder.
Pero la vida real es mucho más complicada. Históricamente, es en las ciudades
donde las guerrillas han recibido los mayores golpes de las fuerzas de seguridad del
Estado. Felipe Torres, Antonio Galán y el" Chino", del ELN, fueron capturados en las
ciudades. Casi toda la cúpula del M-19 fue capturada o muerta en las ciudades; a
este grupo, que se movía como pez en el agua en las zonas urbanas, le tocó
replegarse al campo para poder sobrevivir. Además, para una guerrilla tan
profundamente campesina como las FARC, su llegada a las ciudades no será cosa
fácil. De entrada, no cuentan con el apoyo de las clases medias, ni del sector
estudiantil, ni de los intelectuales, tradicionales apoyos de todas las guerrillas
urbanas que en el mundo han sido. La izquierda urbana y legal en Colombia mira a
la guerrilla con desconfianza, mientras una y otra se observan con recelo pues se
están disputando el mismo espacio político, sólo que la izquierda legal lo hace en
situación de desventaja debido al inmenso protagonismo político que brinda la lucha
armada. Pero la guerrilla parte más bien con una inmensa opinión desfavorable en
las ciudades, situación que es totalmente diferente a la simpatía que pudieron haber
generado, hace veinte o treinta años, otros grupos insurgentes entre algunos
sectores urbanos.
La guerrilla no ha logrado encontrar un lenguaje ni un mensaje que le permita el
acceso y le otorgue el apoyo de las clases medias, y, tal vez esto no le preocupa. Su
visión del mundo es tan profundamente campesina y rural, que más bien ve a las
ciudades y a los citadinos como extraños, cuando no como adversarias. La
percepción que hay tienen de la urbano es asimilable a la que difundió Regis Debray
en los ilusos años sesenta, (Cuando afirmaba que la vida en las ciudades
aburguesaba al revolucionario, y que por ella la única fuente de revolucionarios ver-
daderos estaba entre el campesinado. Aun cuando las FARC siempre despreciaron la
teoría del foco guerrillero que pregonaron los cubanos, cuyo ideólogo era Debray,
sin embargo su visión sobre las clases medias urbanas se les parece mucho. No
obstante, no es descartable que hacia el futuro las FARC intenten corregir esta" falla
ideológica" y que aprovechen las negociaciones de paz precisamente para intentar
acceder y ganarse la simpatía y el apoya de estos sectores de clase media, pero
también de quienes hoy militan en la izquierda legal.
Las FARC deben haber evaluado bien la experiencia de otras guerrillas en América
Latina, en especial la salvadoreña, que tuvieron en la urbanización del conflicto su
punto más débil y que, a la larga, les impidió derrotar al Estado y tomarse el poder.
En efecto, a pesar de que en El Salvador el FMLN tenía una gran influencia sobre los
sindicatos y muchas organizaciones comunitarias urbanas, en el momento decisivo
el grueso de la población de las ciudades no respondió a los llamados de la guerrilla
a la insurrección general. Esta fue la que dio al traste con sus llamadas ofensivas
generales, lo que a la postre los convenció de que, una vez cerrada la posibilidad de
una victoria militar, la salida negociada se perfilaba coma la única salida al conflicto.
La carencia de apoyos significativos en las ciudades hará de la urbanización de la
guerra en Colombia una versión distinta a la que se presentó, por ejemplo, en el
caso salvadoreño. En este país, las importantes bases urbanas can que contaba la
guerrilla le permitieran librar durante sus grandes ofensivas una especie de guerra
de posiciones en la que los insurgentes y las Fuerzas Militares salvadoreñas se
disputaron ferozmente el dominio territorial en las ciudades, casa par casa y barrio
por barrio.
En Colombia, encontraste, la falta de tales apoyos posiblemente impida a la guerrilla
desarrollar ese tipo de guerra urbana, y tal vez la obligue a realizar acciones de
cerco y hostigamiento en las inmediaciones de las ciudades en las que utilice
mayormente el sabotaje económico para, por ejemplo, cortar las suministros de
energía, impedir el acceso de provisiones y víveres, y restringir la llegada y salida de
personas y de mercancías por vía terrestre. Igualmente, la guerrilla podría realizar
ataques a cuarteles militares dentro a cerca de las ciudades, los cuales abundan en
un país como el nuestro, donde los citadinos aprecian su presencia como una
cuestión de posición social y de reconocimiento frente a otras ciudades. Valores
simbólicos muy respetables y muy apreciados por las mismas Fuerzas Militares, pero
que en medio de una guerra podrían resultar, por decirlo suave, poco funcionales.
Para atacar esas bases militares, así como para efectuar otros actos de sabotaje en
blancos civiles en el interior de las ciudades, las FARC entrenarían grupos de fuerzas
especiales, como las que ya probaron en el copamiento de un edificio en la ciudad
de Neiva. Pero también podrían estar desarrollando nuevos tipos de explosivos,
mucho más potentes que los que tienen hoy, y nuevas tecnologías de destrucción.
Con este propósito, las FARC echarían mano de la abundante experiencia disponible
en el mercado internacional, entre ella la del FMLN y el IRA.
En efecto, la guerrilla salvadoreña desarrolló hasta el perfeccionamiento el sabotaje
con grupos de zapadores que penetraban sigilosamente las bases militares, ya fuera
burlando sus muros o a través de túneles, para atacarlas y, muchas veces, destruir
las desde dentro. En esto fueron sus maestros los guerrilleros vietnamitas del
Vietcong. Los irlandeses son expertos en el diseño, fabricación y detonación de
explosivos, así como en la utilización de morteros. De hecho, con disparos de
morteros le destruyeron helicópteros al Ejército británico cuando aterrizaban en
bases militares cercanas a las ciudades.
Se sabe que hoy por hoy, en Colombia las FARC tienen frentes en las cercanías de
Bogotá, Cali, Medellín, Neiva, Popayán, Florencia y Villavicencio, cuando menos. En
cualquiera de éstas podrían iniciar sus acciones de hostigamiento y sabotaje.
El secuestro masivo de Neiva podría significar el toque de corneta de las FARC para,
el inicio de una nueva fase en la urbanización del conflicto. En este sentido, el
hecho tendría tanta importancia como la toma de la base de Las Delicias en 1996,
que también representó un salto cualitativo en el escalamiento militar de la
confrontación.
En efecto, el asalto a un edificio civil en Neiva tal vez sea la primera acción de
preparación de un grupo de fuerzas especiales de la guerrilla con capacidad para
realizar asaltos tipo comando en las ciudades, hoy contra objetivos civiles, mañana
contra objetivos militares. Con base en la experiencia vietnamita, el FMLN en El
Salvador creó esta clase de fuerzas especiales, capaces de infiltrar velada y
sorpresivamente bases del Ejército salvadoreño para destruirlas, luego de largas y
tediosas labores de inteligencia, y de una ardua y meticulosa preparación. El
principio era atacar mucho con poco. Calculaban que con cincuenta hombres
podrían destruir completamente una base militar de mil soldados.
Este tipo de fuerzas y de ataques se organizan cuando la guerrilla ha tomado la
decisión de escalar el conflicto, llevándolo con intensidad creciente a las ciudades
para acelerar su solución, sea por la vía militar o mediante un acuerdo político.
La pregunta es por qué Neiva fue escogida para hacer esta primera acción de
entrenamiento, antes de realizar otras de mayores proporciones. La respuesta es
que mientras los colombianos miramos para otra parte, las F ARC lenta y
constantemente han venido consolidando su influencia armada en el Huila, incluso
en Neiva y en ciudades cercanas a esta capital, como, Baraya y Campoalegre.
Empresarios y comerciantes dicen que allí casi todos pagan la Ley 002. Y que,
incluso, muchas emisoras locales de radio han dejado de recibir anuncios
publicitarios, pues los dueños de los negocios temen que esa publicidad los ponga
en la mira de las FARC. No sería extraño que la primera capital de importancia
tomada por las FARC fuera Neiva.
El Huila se ha convertido en el área hacia donde las FARC están extendiendo su
control de la zona de despeje. Por medio de consecutivas tomas de pequeñas
poblaciones parecen estar limpiando de presencia de fuerza pública el camino entre
Neiva y la zona de despeje. Claro, como en otras regiones, la prensa un día registra
cada toma y la opinión pública la condena, pero al día siguiente todo se olvida. Así,
un día de mala prensa nacional a cambio del control permanente del poblado que se
produce luego de la salida de la Policía, es un excelente negocio para las FARC.
De esta manera van controlando lentamente las poblaciones y las regiones. Eso sí,
aplicando la ley de hierro de las revoluciones violentas: cuanto más extensa sea la
erradicación de la autoridad, tanto más deberán basarse sus sucesores en la fuerza
bruta para consolidarse. Al final, el resultado no es que se es fuerte por ser
legítimo, sino legítimo por ser fuerte.
Toda esta situación conduce a insistir, una vez más, en una reflexión de fondo que
ya he expuesto en otras ocasiones. En toda guerra, el centro de gravedad es el
factor clave donde se tiene que concentrar el esfuerzo, pues es el determinante del
balance de poder entre las partes. Equivocarse en esto puede tener consecuencias
catastróficas. Pues bien, en la fase actual del conflicto armado en Colombia, el
centro de gravedad es la disputa por el control territorial y el dominio sobre la
población.
En consecuencia, para el Estado la contención de la expansión territorial de la
guerrilla y de los paramilitares, y la recuperación del control sobre sus zonas de
influencia, deben estar en el primer lugar del orden de prioridades. Si se falla o se
cede en este campo, los éxitos o avances que se tengan en otros frentes podrían
verse neutralizados o ser poco menos que estériles.
Obviamente, las fuentes de recursos económicos son críticas para los contendientes,
y por ello hay que seguir atacando al narcotráfico - tal vez poniendo más vigor en la
interdicción que en las fumigaciones - , entre otras cosas porque surte de recursos a
las guerrillas y a los paramilitares. Pero el narcotráfico no es el centro de gravedad
del conflicto en Colombia. Si se ubica allí, el conflicto se empantana y no se
resuelve.
Los Estados Unidos insisten en poner el énfasis en el narcotráfico, porque
corresponde a su interés de reducir la oferta de droga procedente de Colombia, y
porque es la única vía que han encontrado para justificar, ante su propia opinión
pública, la ayuda militar al país. Esta ayuda es necesaria porque los colombianos no
nos hemos decidido a hacer el esfuerzo económico suficiente para financiar
plenamente a nuestras Fuerzas Militares, pero su aceptación no nos debe
distorsionar la comprensión, ni alterar el manejo y la solución autónomos de nuestro
conflicto armado.
Insisto, el centro de gravedad es el control del territorio y de la población, no el
narcotráfico. Por eso hay que recuperar el Huila e impedir la toma de Neiva. Aun
cuando allí no haya mucha coca.
LA OPERACIÓN "7 DE AGOSTO"
Agosto de 2001
La victoria de las Fuerzas Militares. Se evidencia una vez más que por cuenta de sus
progresos, las mayores dificultades que ahora tiene la guerrilla las encuentra en las
zonas donde ayer campeaba a voluntad: las selvas y los llanos del sur del país. Los
avances de la inteligencia técnica, la mayor movilidad, el incremento del poder de
fuego aéreo y la mayor flexibilidad operacional de las Fuerzas Militares le han
restado a la guerrilla mucha libertad de movimiento, objetivo esencial de toda
estrategia militar, pues de ella depende ganar o perder la iniciativa.
Por fortuna para las Fuerzas Militares, pero no por casualidad, todos estos
progresos han ocurrido en el momento en que la guerrilla desarrolla su nueva forma
de operar, basada en la realización de maniobras con contingentes de guerrilleros
cada vez más numerosos, para atacar objetivos militares de creciente importancia.
Estos avances hacia la guerra de movimientos han sido ahora neutralizados en el
sur del país por las Fuerzas Militares, y lo sufrieron los frentes que estaban
ejecutando con mayor éxito esa nueva forma de operar. La operación "7 de agosto"
y la reciente frustración de la toma de la base militar de Coreguaje, en el Putumayo,
corroboran esta situación. El combate es el pago al contado de las operaciones a
crédito de la estrategia.
De continuar esta tendencia, los avances de las Fuerzas Militares podrían colocar a
la guerrilla ante un callejón sin salida, pues le impedirían el cumplimiento de sus
planes de gradual regularización de su fuerza armada difundiendo entre sus frentes
esa nueva forma de operar, hoy neutralizada. Por lo demás, la experiencia
internacional enseña que ese tránsito de la guerra de guerrillas a la guerra de
movimientos es un período crítico que ocasiona una gran vulnerabilidad, y que ésta
puede ser aprovechada por los ejércitos regulares, tal como está ocurriendo en
Colombia. Pero las FARC también entienden que, aun cuando retrocedan
momentáneamente en este empeño, tarde o temprano tendrán que volver a
intentarlo, porque una guerrilla que no avanza, retrocede. Y no pueden darse el lujo
de retroceder cuando hay un proceso de negociación política en marcha y se
aproxima la hora de las grandes definiciones. Del futuro resultado de este pulso
dependerá la suerte de la guerra y la paz.
La reevaluación de la zona de despeje. Esta operación demuestra que es posible
transformar en desventaja la ventaja que significa para la guerrilla la zona de
despeje. Allí puede reclutar, entrenarse y acopiar armas a sus anchas, pero si la
salida o el regreso de sus columnas de combatientes le resulta cada vez más
costosa porque son interceptados por las Fuerzas Militares, entonces el campo de
entrenamiento se puede convertir en un campo de concentración. Y es que, por lo
menos en teoría, para un ejército regular es una gran oportunidad tener a buena
parte de sus adversarios irregulares reunidos en un área.
De igual manera, es el momento de advertirle a la guerrilla que sus abusos en la
utilización de la zona eximen al Estado del compromiso de no hacer presencia
militar en el área para, por ejemplo, entrar a liberar por la fuerza a los secuestrados
de afrentoso Hotel Opita.
El impacto en las negociaciones de paz. La persistente realización de este tipo de
operaciones debería, a la larga, facilitar y hacer más breve el proceso de paz, pues
obligaría a las FARC a convencerse de que su victoria militar es imposible, que han
llegado al techo de sus posibilidades en la confrontación armada y que, por tanto, la
única alternativa es acelerar la negociación. Ojalá el gobierno y la guerrilla saquen
de la operación "7 de agosto" las mejores conclusiones para el proceso de paz.
LA SOLEDAD DE LA POLICÍA
Noviembre de 2001
En toda confrontación armada hay dos tipos de capacidades: las locales y las
estratégicas. No hay duda de que el Estado en Colombia tiene superioridad
estratégica nacional sobre sus adversarios, no sólo en el plano político sino también
en el de las armas. Pero para controlar la situación, esta superioridad general no es
suficiente si no se manifiesta y proyecta también en el ámbito local, que es donde
se define el dominio sobre el territorio.
Hay que decirlo con todas sus letras: el Estado no está ganando la guerra territorial
contra la guerrilla y los paramilitares. Por el contrario, estos grupos irregulares
siguen creciendo y expandiendo su presencia en muchas zonas del país, a pesar de
los notables avances en el fortalecimiento de la fuerza pública y de los mejores
resultados operacionales obtenidos en los últimos años. El hecho tozudo es que el
Estado no ha logrado diseñar y poner en práctica un esquema integral, consistente
y eficaz para contener a sus adversarios en el ámbito local, y para recuperar, en
forma permanente, el predominio de las autoridades legítimas en muchas partes del
territorio nacional.
Lo ocurrido en los municipios del oriente antioqueño es aleccionador. Allí los
alcaldes optaron por realizar contactos con el ELN para auscultar las condiciones
bajo las cuales podría disminuir la intensidad del conflicto en esa región. Su
comportamiento revela que el actual esquema de seguridad local no es adecuado
para impedir el acoso de los grupos armados. Pero a la postre también demostró
que, con tantos actores armados disputándose violentamente el control del
territorio, esos esfuerzos son estériles, pues no es posible prender simultáneamente
una vela a Dios y otra al diablo.
La única opción para garantizar la seguridad de los ciudadanos es el fortalecimiento
de la capacidad institucional. Pero la eficacia de la amenaza extorsiva de los
violentos sobre las autoridades locales también tiene su origen en un problema que
está por resolverse en el país: la falta de compromiso y de colaboración activa e
irrestricta de la población con su fuerza pública. Esto se comprueba en casi todas
las tomas guerrilleras de los poblados.
La verdad es que es necesario preguntarse por qué razón casi siempre hay un gran
desbalance entre los enormes daños materiales causados por la guerrilla y,
proporcionalmente hablando, el insignificante número de víctimas civiles resultado
de esas tomas.
El cuartel de la Policía y toda la manzana donde está ubicado resultan totalmente
destruidos; sin embargo, los civiles muertos, que en consecuencia deberían ser
centenares, no pasan de unos pocos, muchas veces familiares de los agentes de
policía que habitaban en la estación. Explicación: la población evacua el área
inmediatamente antes del ataque guerrillero y la Policía sólo se entera de la toma
cuando le cae el primer cilindro encima. Esto evidencia una falta de contacto, de
cooperación activa y de confianza entre la población y la Policía, que es absoluta-
mente crítica. Las amargas quejas de los altos mandos policiales frente a esa actitud
de la población demuestran esta situación, pero no la solucionan. La heroica
reacción de los habitantes de Caldono y Bolívar son excepciones notables en las
más de 160 tomas ocurridas en los últimos tres años.
Mientras no haya un compromiso incondicional de la población con la fuerza pública,
y alguna forma institucional para que ella participe en el logro de su propia
seguridad, será casi imposible contener y disuadir a los adversarios irregulares del
Estado. Esto es, además, lo que enseña la experiencia internacional. Pero en el país
impera un antiestatismo individualista y un antimilltarismo sonso; por eso, la
colaboración activa de la población con la fuerza pública sigue siendo un tema tabú.
La otra cara de la medalla es una cuestión igualmente crítica: cómo hacer para que
la población perciba a la fuerza pública como realmente suya y no como una fuerza
externa de ocupación. Si la suerte de los agentes de policía le es indiferente a la
población y son percibidos como personas ajenas a la comunidad, es de esperar que
no los alerten sobre la inminencia de los ataques. Peor aún, de manera absurda su
presencia a veces es percibida como un factor de inseguridad con el argumento de
que atrae los ataques de la guerrilla. De ahí la indolencia o, incluso, el deseo de que
salgan de los pueblos.
Pero si esos agentes fueran miembros de la comunidad local, con su familia y sus
amigos en el pueblo, tendrían una protección colectiva que les brindaría
oportunamente la información necesaria para nunca ser sorprendidos por la guerrilla
ni por los paramilitares, y ser asistidos de manera conveniente por el Ejército. Pero
la creación de policías municipales siempre ha generado desconfianza en la policía
nacional, porque las ve como un riesgo contra su estructura nacional, y entre los
civiles, porque rememora los tiempos difíciles de la politización partidista de la
policía.
Sea esta opción, o su combinación con cualquier otra – una guardia nacional o
guardias cívicas, como las indígenas, por ejemplo - , lo cierto es que hay que
encontrar alternativas que permitan vincular activamente a la población con la
guarda de su propia seguridad, e impedir que los grupos irregulares sigan
ampliando y reforzando su influencia en el país. Es necesario terminar con la
soledad de la policía.
UN VIOLENTO INTERMEDIO
Marzo de 2002
Desde hace veinte años, la guerra abierta entre el Estado y la guerrilla en Colombia
es apenas un intermedio más o menos violento entre dos intentos de negociación
política de la confrontación armada. Con la ruptura de los diálogos de paz en
febrero de 2002, entramos en otro de esos intermedios violentos. Ya le dimos una
oportunidad a la paz durante los últimos tres años; ahora le daremos una
oportunidad a la guerra, por un tiempo indefinido, antes de volver a darle otra
nueva oportunidad a la paz. La ruptura cambia los cálculos temporales de todos. La
guerra y la política tienen ahora nuevas agendas.
Aun cuando no todos los agentes involucrados sean en este momento conscientes
de ello, el pulso militar en el que se comprometerán las partes tiene a la larga,
como último propósito, volver a barajar nuevas condiciones para reiniciar
conversaciones de paz en el futuro.
Esto tiene una importancia estratégica fundamental, pues esas próximas
conversaciones tal vez sean las definitivas. Por eso, el esfuerzo militar que las
partes realicen y los resultados que logren tendrán unas consecuencias políticas
absolutamente críticas. Porque, como se ha reiterado desde esta columna, mientras
el pulso militar entre el Estado y las FARC no se resuelva en favor de alguno o con
un empate mutuamente doloroso -, la negociación política no tendrá la dinámica
necesaria para resolver el conflicto mediante un tratado de paz.
Pues bien, parece que el momento de las definiciones militares está cada vez más
cerca y que el próximo cuatrienio será decisivo. Hasta ahora nadie ha ganado ni
perdido nada de manera irremediable, desde el punto de vista militar.
En adelante, para la guerrilla ya no se tratará sólo de continuar su parsimoniosa
"acumulación de fuerzas", ni para el Estado y sus Fuerzas Militares el asunto se
limitará a mantener rutinariamente el "control del orden público". El que se quede
amañado con estas actitudes del pasado tendrá las de perder en el campo militar y,
por consiguiente, deberá pagar los costos políticos derivados de su acomodamiento.
Unos y otros, si aspiran a obtener resultados políticos y militares trascendentales, es
decir, que aseguren el mejoramiento futuro de su propia situación y desfavorezcan
sin remedio la de su adversario, tendrán que dar saltos cualitativos en su estrategia
de confrontación: los blancos que vayan a golpear tendrán que ser más ambiciosos,
las formas de operar más audaces y eficaces, y los resultados buscados más
contundentes e impactantes. Para lograr esto, cada uno deberá adecuar los tres
factores críticos del éxito y del fracaso militar: los mandos, la estrategia y el poder
de fuego.
Porque una vez roto el proceso de paz, con él se rompieron también todos los
compromisos que las partes habían adquirido. Ahora es necesario barajar y repartir
de nuevo. Después del pulso militar, el Estado y la guerrilla se verán obligados a
discutir y llegar a otro acuerdo sobre qué, cómo y dónde se volverá a negociar. Y
esto, insistimos, tendrá como telón de fondo el resultado de la confrontación militar.
En efecto, la llamada agenda común de negociación acordada entre la
administración Pastrana y las FARC podría recortarse más, o podarse menos, si el
resultado militar favorece al Estado, o podría mantenerse si favorece a la guerrilla.
Si el pulso lo gana el Estado, la negociación se realizaría en medio de una tregua
con localización e inmovilización total de la guerrilla en unas pocas y pequeñas
zonas, desmilitarizadas, con verificación internacional, con un cronograma y unos
plazos establecidos, y con un acuerdo global que incluya la desmovilización de la
guerrilla antes de iniciar la ejecución de los acuerdos.
Pero si gana la guerrilla, se negociará sin cese del fuego, con ejecución inmediata
por el Estado de los acuerdos a que se vaya llegando en la mesa, y con la
supervisión armada y beligerante de su cumplimiento por parte de la insurgencia. Si
gana el Estado, la mesa de negociación se ubicaría en el exterior del una pequeña
zona desmilitarizada en el interior del país. Pero si gana la guerrilla, la zona de
despeje del Caguán se mantendría o se ampliaría sin nuevas condiciones, y por lo
menos habría otra área similar en algún lugar del país.
Así las cosas, no es de poca monta lo que ahora está en juego. Para realizar el
máximo esfuerzo requerido, el Estado deberá acudir a medidas legales
extraordinarias, incrementar en algún momento el gasto militar y el pie de fuerza, y
utilizar la ayuda militar de Estados Unidos -la del Plan Colombia y otra que no pase
por el Congreso- en la lucha contrainsurgente. Por su parte, aplicando el principio
de economía de fuerza, por ahora las FARC seguirán dando golpes demostrativos y
dispersos, pero no harán grandes escaladas en las próximas semanas. En cambio,
reservarán sus fuerzas para "despedir", a Pastrana al final de su gobierno y para
darle la "bienvenida" al próximo mandatario. En esos momentos se vivirá una aguda
confrontación y habremos cruzado el umbral hacia el más violento intermedio que
jamás hayan tenido las negociaciones de paz. El resultado de la guerra decidirá qué
tipo de proceso de paz tendremos en el futuro.
LA GUERRA ECONÓMICA
Marzo de 2002
Las leyes del mercado. Los efectos de las fumigaciones y de la Interdicción sobre el
precio de la hoja de coca y sobre los incentivos para sembrar son radicalmente
distintos. La fumigación crea escasez temporal de hoja de coca, eleva su precio y,
en consecuencia, motiva a sembrar más. El resultado perverso es que a más
fumigación habrá más área sembrada, con lo cual el problema se perpetúa. A no ser
que cada tres meses se inundaran con glifosato absolutamente todas las áreas
sembradas, con consecuencias ecológicas y sociales impredecibles.
La interdicción, por el contrario, al producir una dificultad para la salida de la pasta
de coca y de la cocaína de los sitios de siembra y procesamiento, provoca una
acumulación de inventarios, aplazamiento o cancelación de nuevos procesos en los
laboratorios, exceso de oferta de hoja de coca y disminución de su demanda. El
resultado es la caída de su precio y el desestímulo para sembrar y ampliar las
plantaciones. De esta manera se reduciría el área sembrada.
El problema es que para que la interdicción aérea tenga un efecto disuasivo
suficiente, se debe llegar a un punto en el que sean muchos más los aviones con
coca derribados que los que culminan con éxito sus vuelos. Sin embargo, hoy,
debido a la carencia crónica y crítica de medios y recursos de la fuerza pública, sólo
uno de cada diez vuelos es interceptado. Cuando esta proporción se invierta y sólo
uno de cada diez vuelos logre llegar a su destino y los demás sean derribados, con
seguridad los cultivos de coca se reducirán sustancialmente.
Sin lugar a dudas, el transporte aéreo de coca es el punto más débil de la cadena y
su interrupción podría afectar con mayor impacto al narcotráfico. El Estado debería
ser fuerte precisamente allí donde su adversario es débil. Sin embargo, para esto se
necesita una mayor cooperación de los países consumidores, es decir, de los
Estados Unidos y, sobre todo, de los países europeos, cuyo apoyo a Colombia en
estos aspectos siempre ha sido notoriamente bajo o inexistente.
El pragmatismo político. La fumigación arroja a los campesinos a los brazos de la
guerrilla y los paramilitares. Provoca una fricción desastrosa entre los campesinos y
la fuerza pública, lo que hace mucho más difícil recuperar el control de los territorios
donde se cultiva y se procesa la coca. En cambio, la Interdicción aérea evita estos
roces, así como el costo político que le significa al Estado enfrentar a los
campesinos, cuyo apoyo es necesario para perseguir a los grupos irregulares.
La viabilidad del desarrollo alternativo. Éste sólo es posible cuando el precio de la
hoja caiga y cuando el Estado logre el control sobre el territorio. Es decir, el
campesino únicamente dejará de sembrar coca cuando sea un mal negocio y
cuando el Estado le brinde la protección y las garantías necesarias para dedicarse a
los cultivos lícitos, neutralizando el hostigamiento de los grupos irregulares.
Como hemos visto, esas dos condiciones son muy difíciles de obtener si se sigue
centrando el interés en la fumigación y, en cambio, son más probables si se
fortalece la interdicción. Pero, adicionalmente, hay que convencer a los campesinos
cocaleros de que la vida está en otra parte, fuera de las zonas cocaleras. Es preciso
incentivar el retorno seguro a sus lugares de origen, de donde muchos fueron
desplazados, estableciendo allí polos de desarrollo alternativo viables, con grandes
inversiones y reforma agraria.
De esta manera, sustrayendo físicamente sus bases sociales por medio de la
reubicación de los campesinos cocaleros, el combate contra la guerrilla y los
paramilitares en las zonas cocaleras será menos arduo, y de pronto exitoso.
TERRORISMO ELECTORAL
Abril de 2002
La presente campaña presidencial está siendo atravesada, como nunca antes, por la
confrontación armada interna. Guerrilleros y paramilitares amenazan a quienes
promueven, en ciertas regiones, a los candidatos que ellos han vetado. Atemorizan
y atentan contra los medios de comunicación que difunden su propaganda electoral.
Advierten sobre retaliaciones letales e indiscriminadas contra las comunidades que
voten por determinado candidato. Y, para colmo, las FARC atentan de manera
reiterada e incansable contra la vida de, Uribe Vélez. Esto no es proselitismo
armado, como de manera ambigua e inexacta lo llaman algunos, sino puro y físico
terrorismo electoral.
Pero, con lo grave que pudiera ser, el amedrantamiento armado contra los electores
no se puede meter en el mismo saco que los incontables atentados contra la vida
del candidato virtualmente ganador de las elecciones.
La gravedad de esto último es mayor, aun cuando así no parezcan registrarlo los
medios de comunicación, ni una opinión pública prácticamente anestesiada y en
estado de sopor ante la inatajable cascada de hechos de violencia.
En efecto, la presión sobre los electores es una nueva expresión de la guerra sucia
que libran guerrilleros y paramilitares por el control de ciertos territorios y por el
sometimiento de la población a su voluntad. Esto se nota al examinar los sitios
donde más terrorismo electoral han realizado los grupos irregulares: los
paramilitares en Magdalena y las FARC en Meta, aun cuando, claro, también se
manifiesta en otros departamentos, no siempre con igual intensidad y cobertura.
Pero así como las FARC presionan en Caquetá, Putumayo, Huila y Cundinamarca,
los paramilitares lo hacen en Cesar, Casanare y zonas del Magdalena Medio, entre
otras.
Así, la presión armada que desde tiempo atrás se ha ejercido en las elecciones de
alcaldes, gobernadores y parlamentarios, ahora se proyecta también sobre las
elecciones presidenciales. Sólo que con mucha mayor violencia e intensidad. Porque
es evidente que lo que está en juego durante los próximos cuatro años es algo
mayor que los presupuestos municipales o el manejo político regional: es la
perspectiva futura de la guerra y la paz.
Ambas partes saben, o lo intuyen, que lo que pase en el próximo cuatrienio puede
ser definitivo y que, en este sentido, lo que haga o deje de hacer el próximo
gobierno será, sencillamente, decisivo. Por ello importa, de manera crítica, quién
será el próximo jefe del Estado. Esto no significa, claro está, que el apoyo que los
"paras" le dan a Uribe lo convierta en su vocero, ni que el veto de los "paras" contra
Serpa y el de las FARC contra Uribe conviertan a Serpa en representante de la
guerrilla.
Más bien, por el contrario, y paradójicamente, podríamos decir que Uribe es víctima
del apoyo de los paramilitares, así como Serpa es víctima política de los atentados
de las FARC contra Uribe. Porque, tal y como se está expresando la actual dinámica
electoral, Uribe no necesita el respaldo de los paramilitares para ganar las
elecciones, pues ya cuenta con el respaldo abrumador de la opinión pública. Más
bien, ese respaldo empaña su campaña, y por esa razón Uribe ha sido reiterativo y
'categórico en rechazado. Y por su parte, Serpa ve alejarse aún más sus
posibilidades electorales con cada atentado de las FARC contra Uribe, pues estos
hechos provocan la solidaridad de todo el país con el candidato agredido.
Así, pues, son tan insulsas e infundadas - y criminales - las acusaciones contra Uribe
de paramilitar, como las que se hacen contra Serpa de guerrillero. De hecho, estas
acusaciones solamente les sirven a los paramilitares y a la guerrilla, porque los
ayudan a tratar de justificar su terrorismo electoral.
Pero los atentados reiterados de las FARC contra la vida de Uribe obligan a hacer
una reflexión adicional. Su gravedad, dijimos, es inmensa. Es la primera vez que un
grupo guerrillero se despeña por el abismo del magnicidio presidencial, pues no es
otra cosa intentar asesinar al virtual ganador de las elecciones presidenciales. En los
tiempos recientes, en Colombia esto sólo lo había hecho la mafia del narcotráfico
contra Galán. En el ámbito internacional, lo más parecido es el atentado que la ETA
realizó en España contra el candidato Aznar, quien luego ganó las elecciones.
Pero para una organización armada como las FARC, que se pretende política - y lo
es -, un crimen semejante le significaría, ni más ni menos, que cerrar por mucho
tiempo la posibilidad de un acuerdo político con el Estado.
Efectivamente, la guerrilla tendría que asumir el reto de doblegar por la fuerza la
decisión de la inmensa mayoría de la población que, ante tal crimen, no aceptaría
de ninguna manera una negociación con la guerrilla. La salida, política se cerraría y
ahora sí, durante mucho tiempo, únicamente quedaría abierta la opción militar. Esta
radicalización y polarización definitiva del conflicto es lo que tal vez están buscando
las FARC con su terrorismo electoral.
BOJAYÁ Y EUROPA
Mayo de 2002
La coincidencia no podía ser más dramática: la misma semana que las FARC
perpetuaban la matanza de Bojayá, en la base militar de Tolemaida permanecían
inmovilizados trece helicópteros de combate y de transporte de tropas - que
además nos pueden utilizar contra los irregulares- por falta de recursos para
gasolina y mantenimiento, y la Unión Europea se negaba a cerrarle espacios a las
FARC con el formalismo de no considerarlas como grupo terrorista.
Como en anteriores ocasiones, las tropas llegaron al área varios días después de
que empezaran los combates entre guerrilleros y paramilitares, en desarrollo de los
cuales ocurrió la matanza. De bulto se revelan varios hechos: hoy por hoy, el Estado
no tiene los recursos ni la estrategia para controlar la situación, ni para impedir su
agravamiento. O, dicho con más precisión: con los recursos humanos y materiales
disponibles no es posible desarrollar ninguna estrategia que permita contener a la
guerrilla y a los paramilitares y mejorar la seguridad de la población.
Adicionalmente, las intenciones de cooperación de algunos países con Colombia son
más retóricas que reales.
Pero también es preciso señalar que aun en medio de la escasez de recursos, las
Fuerzas Militares podrían mejorar su forma de operar para reaccionar con más
rapidez frente a situaciones críticas como las ocurridas hace algunas semanas en
Nariño, y ahora en el Chocó. Parece haber demasiada precaución en la
aproximación al área de enfrentamientos; loable pero excesiva preocupación por la
seguridad de las propias tropas; baja asunción de riesgos frente a los irregulares, lo
que aumenta el riesgo de la población frente a sus victimarios; carencia de
desarrollos tácticos para sorprender y encerrar a los atacantes de los pueblos;
demasiado recelo frente la capacidad de combate de los irregulares, y lentitud y
pesadez logística en la organización de la reacción.
Pero, aun aceptando que esto es así, y que se puede mejorar, el énfasis no puede
ser equivocado: la primera responsabilidad de lo ocurrido recaen las FARC y en los
paramilitares. En efecto, ambos son responsables de la abrumadora mayoría de las
violaciones de los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario. No
obstante, las FARC han reiterado hasta el cansancio que no se sienten obligadas a
cumplir con normas internacionales de la guerra que no han firmado y que, según
ellas, no se ajustan a la realidad de nuestro conflicto interno. Los paramilitares, por
su parte, insisten en que mientras la guerrilla no lo haga, ellos tampoco cumplirán
con esas disposiciones.
Total, para ser realistas, hay que descartar por ilusa la pretensión de firmar, en el
futuro próximo, un acuerdo humanitario con los grupos irregulares. Sencillamente,
no lo van a hacer. Insistir en esto es pernicioso, porque distrae el esfuerzo principal.
De nada ha servido que hace varios años la Corte Constitucional hubiera declarado
no amnistiables los crímenes contra la humanidad; las manifestaciones ciudadanas
por la paz y la no violencia no han reducido la barbarie del conflicto, y el secuestro
del gobernador de Antioquia y del ex ministro Echeverri debería hacer pensar a
quienes insisten en estos métodos piadosos; tampoco servirá de disuasivo la
adhesión de Colombia a la Corte Penal Internacional, que se convertirá más bien en
una bomba de tiempo contra un futuro proceso de paz.
Aunque suene a blasfemia, todo el mundo debería entender que la única forma
realista de defender los derechos humanos en Colombia es incrementando el gasto
y la eficiencia militar del Estado. Está comprobado que para los grupos irregulares la
fuerza es el único argumento realmente disuasivo. Las ONG de derechos humanos
deberían tener el valor de reconocer esto, pero sobre todo deberían entenderlo
algunos Estados europeos que, en relación con el fortalecimiento militar del Estado
colombiano, a veces se comportan como si fueran ONG antimilitaristas y
benevolentes con la guerrilla. Como si esta benevolencia les pudiera significar un
hipotético seguro antisecuestro. Vana ilusión.
Irónicamente, son Estados en paz que tienen gastos militares proporcionalmente
mucho más altos que el nuestro, que en promedio cuentan con el doble de policías
por habitante que nosotros, y que han sido implacables en el combate contra los
grupos terroristas en sus propios países. Esos Estados deberían dejar de considerar
la ayuda militar a Colombia como un tema tabú, como algo " sucio" que le critican a
Estados Unidos en el Plan Colombia, mientras ellos se reservan el trabajo "limpio"
de denunciar las violaciones a los derechos humanos, expidiendo rutinariamente
declaraciones suspicaces con las Fuerzas Militares, duras con los paramilitares y
tibias con la guerrilla.
Deberían más bien comprender que lo verdaderamente humanitario es contribuir a
impedir, mediante el fortalecimiento de la capacidad de coerción legítima del
Estado, que la población más pobre sea la principal víctima de las acciones violentas
de todos los grupos irregulares. En los tiempos que corren en Colombia, la mejor
ayuda humanitaria es la cooperación militar con el Estado. Esta lección debería
sacar, en Europa, de la matanza de Bojayá.
POR QUÉ URIBE
Mayo de 2002
Como ninguna otra en el pasado, la campaña presidencial del año 2002 estuvo
interferida por la violencia política y tuvo como tema central la guerra y la paz. La
suerte de los candidatos se definió en función de su sintonía con la opinión, sus
propuestas y su credibilidad en relación con el tema de la recuperación del orden
público. Los otros temas, siendo importantes, quedaron relegados a un segundo
plano frente a la urgencia de contener a los violentos y brindar seguridad a los
ciudadanos.
Y la opinión no se equivocó. Ha preferido a Uribe porque es el candidato con la
propuesta más integral, articulada y convincente sobre el tema. Y la tiene porque
partió de un diagnóstico acertado: mientras no se recupere la seguridad van a ser
muy precarias las posibilidades del país para potenciar su desarrollo y solucionar, a
fondo sus problemas sociales.
Todos los demás candidatos piensan lo contrario, y partieron de un planteamiento
errado: mientras no se solucionen los problemas sociales, no habrá paz; mientras
no se solucionen la inequidad, el desempleo y la injusticia, tampoco la habrá. Esta
posición cándida e idealista tiene dos problemas: primero, que en últimas justifica a
los levantados en armas y les da un argumento de respaldo a la utilización de la
violencia como forma de hacer política; segundo, que nos puede condenar a diez,
veinte o treinta años de violencia, tiempo indeterminado que nos llevará salir del
subdesarrollo y llegar a ser un país rico, sin inequidades ni pobreza.
Con esta visión equivocada, Horacio Serpa, Noemí Sanín y Luis Garzón tuvieron un
tercer problema, esta vez electoral: equivocaron el interés de sus campañas, que
pusieron en los temas sociales, cuando la preocupación principal de los ciudadanos
está en su seguridad. Y no es gratuito. El agravamiento de la situación de orden
público ha llevado a la gente al convencimiento de que el primer y principal deber
del Estado, su misma razón de ser, es garantizar la vida y la integridad de los
habitantes, es decir, brindar seguridad. En dos palabras, esto quiere decir que para
los colombianos, hoy el principal problema social es el de la seguridad y que, por
tanto, la principal inversión; y esfuerzo social debe ser hacia ésta.
Uribe se ganó la credibilidad y la confianza de la gente en este tema y presentó una
propuesta articulada, aun cuando requerirá de precisiones y desarrollos posteriores
para su aplicación. Noemí Sanín también presentó propuestas serias, pero sin
mucha credibilidad. Serpa fue ambiguo, difuso e inconsistente. Garzón
sencillamente ignoró el tema, como si el problema no existiera.
Uribe propone incrementar el presupuesto en seguridad en mil millones de dólares;
casi duplicar el número de soldados profesionales; incorporar cien mil nuevos
policías, o sea, también duplicar su número actual; castigar severamente el porte
ilegal de armas; hacer reformas constitucionales para implementar un estatuto
antiterrorista; mantener las garantías procesales pero ampliar el período del hábeas
carpus; permitir que las Fuerzas Militares puedan capturar personas, interceptar
comunicaciones, allanar inmuebles; organizar a un millón de ciudadanos para que
colaboren activamente, con las autoridades; crear un nuevo impuesto de guerra o
incrementar uno existente que sea pagado por los ricos, para financiar las nuevas
acciones en seguridad. Es decir, más pie de fuerza, más recursos, nuevas y
drásticas normas, y más participación ciudadana. Este fortalecimiento del Estada es
la condición necesaria para contener y debilitar a la guerrilla y a los paramilitares, y
es también la condición previa para reiniciar conversaciones de paz en el futuro.
En contraste, para Serpa no se puede hablar de más impuestos; el combate a las
guerrillas y a los paramilitares hay que hacerlo en el marco de la actual
Constitución, que no está hecha para afrontar situaciones de emergencia; y toda
organización de la población civil para apoyar a las autoridades es tildada de
paramilitarismo. O sea, ni más recursos, ni nuevas normas adecuadas, ni
colaboración ciudadana.
Garzón, por su parte, todo lo remite y reduce a un hipotético nuevo diálogo con la
guerrilla, hoy más lejana que nunca, Y no nos dice qué hacer, mientras tanto, para
controlar a guerrilleros y paramilitares; rechaza el fortalecimiento de las Fuerzas
Militares; está en contra de la cooperación militar internacional con el Estado; se
escandaliza con un estatuto antiterrorista, de los que tienen hace mucho tiempo los
países más democráticos de Europa.
Claro que son muchos los interrogantes que surgen frente a las propuestas de
Uribe, y que tendrán que ser resueltos durante su gobierno: si de copar el territorio
con fuerza pública se trata, ¿no sería mejer incorporar a 150 mil nuevos reclutas
que a 45 mil soldados profesionales? ¿Por qué antes de abolirlo no hacemos
verdaderamente universal y obligatorio el servicio militar? ¿Cómo se incorporarán:
serán pagados a voluntarios, estarán armados o no, cómo se coordinarán, ante
quién responderán los miembros de la red de apoyo ciudadano? Aun así, hay que
reconocer que ha tenido el valor de presentar una propuesta de seguridad
consistente y creíble, que fue la que les faltó a los otros candidatos. Y eso
determinará los resultados electorales.
LOS LÍMITES DE LA RESISTENCIA CIVIL
Julio de 2002
Sin embargo, no por encomiables hay que exagerar sus reales posibilidades. Es
decir, es necesario analizar también sus limitaciones para no terminar
convirtiéndolas en la solución simple a una situación de seguridad muy compleja,
que requiere, sin duda, esfuerzos superiores. En particular, el Estado no debería
descargar en esas iniciativas su propia responsabilidad, ni los medios de
comunicación deberían hacerlas aparecer como lo que estaba haciendo falta para
controlar a la guerrilla y a los paramilitares.
Guardadas las proporciones, la situación de las comunidades bajo presión de la
guerrilla y los" paras" podría asimilarse a la que ha vivido la población de países que
han sido invadidos y que soportan la ocupación de un ejército enemigo.
La no violencia se ha puesto en práctica tras haber fracasado el uso de la violencia
para rechazar la invasión. Por medio de la desobediencia, sus promotores tratan de
negarle al ejército de ocupación los frutos de su victoria. La resistencia civil es el
último recurso después de que se ha perdido la guerra. La no violencia aspira,
entonces, a abolir la guerra de agresión por el simple hecho de que se niega a
combatir militarmente al agresor.
En cualquier caso, el éxito de estos movimientos sólo puede tener lugar cuando los
invasores se sienten comprometidos con el respeto a las convenciones de la guerra.
Pero la defensa no violenta no funciona bien cuando el invasor está dispuesto a
asesinar o a desterrar a los líderes de movimientos civiles.
Por definición, la no violencia implica no recurrir a la fuerza contra los opresores.
Gandhi lo expresó bien cuando ofreció un consejo perverso a los judíos perseguidos
en Alemania: deberían elegir primero el suicidio antes que alzarse en armas contra
la tiranía nazi. Así, en condiciones extremas, la consecuencia de la no violencia es la
aplicación de la violencia contra uno mismo en vez de aplicarla contra el opresor.
Pero como solamente algunos de los dirigentes de estos movimientos son los que
tienen inclinación o vocación de mártires, y como la gran mayoría de las personas
no es propensa a la inmolación, esta mayoría termina rendida a sus opresores. La
resistencia civil se vuelve entonces una cuestión de heroísmo individual o de
pequeños grupos, pero a la postre deja de ser una lucha colectiva.
Así, cuando no es posible contar con que el adversario tenga un código moral y una
actitud de respeto a las convenciones de la guerra, la resistencia civil no violenta
termina convirtiéndose contra el querer de sus promotores, en una forma de
rendición disfrazada, en una manera de aceptar el nuevo estado de cosas impuesto
por los opresores. La única forma en que la resistencia civil tiene probabilidades de
éxito es cuando el invasor respeta el Derecho Internacional Humanitario.
Pues bien, en un verdadero pantano corren el riesgo de caer quienes, en nuestro
medio, asumen una actitud de resistencia civil que rechaza, por principio, toda
forma de violencia y condenan por igual la violencia de la guerrilla y los
paramilitares que agreden a la sociedad y la que ejerce el Estado en defensa propia
y de los ciudadanos. De ahí a argumentar que no es aceptable colaborar con
ninguno de los llamados" actores del conflicto", incluido el Estado, no hay sino un
paso.
Esto conduce a la pretensión de adoptar una posición de neutralidad imposible, que
va de la mano con la negación de la legitimidad y la representatividad de todos los
"actores". Así, al cuestionar la legitimidad del Estado, terminan, sin quererlo,
haciéndoles un favor ideológico a la guerrilla ya los "paras”, favor que éstos
obviamente no devuelven, respetando la pretendida neutralidad. Esta actitud de los
grupos irregulares se explica porque en un conflicto interno la población siempre
será un objetivo político y militar cuyo apoyo voluntario o sumisión determinará, al
final, la suerte de los contendientes. Por esta razón, si alguno de éstos le reconoce
a la población su neutralidad, le estaría otorgando una ventaja a su adversario, que
inmediatamente sacará provecho de esta concesión.
Para acabar con la violencia en Colombia, la población debe apoyar leal y
activamente al Estado, y éste tiene la obligación ética y política de convocada para
tal efecto, incluso cuando el Estado utiliza la fuerza de sus armas de manera legal y
legítima contra los violentos. La no violencia llevada al extremo tiene unos límites
peligrosos porque, paradójicamente, al no apoyar la coerción legal del Estado,
prolonga y facilita la violencia no sujeta a la ley, que de manera indiscriminada se
vuelca contra toda la población. En consecuencia, la mejor opción sería la
resistencia civil contra los violentos, unida al apoyo activo del uso legítimo de la
fuerza del Estado. Pero esto aún no está muy claro.