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GENERAL (R.A.

) JORGE ENRIQUE MORA RANGEL

LOS PECADOS DE LA PAZ

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© General (R.A.) Jorge Enrique Mora Rangel, 2021

Fotos: archivo particular


Presidencia de la República
Omar Nieto Remolina

© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2021


Calle 73 n.º 7-60, Bogotá
www.planetadelibros.com.co

Primera edición (Colombia): diciembre de 2021


ISBN 13: 978-958-42-9911-6
ISBN 10: 958-42-9911-5

Impresión: xxxxxxx xxxxxx


Impreso en Colombia – Printed in Colombia

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cual-
quier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual.

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A Gloria mi esposa, a José Fernando y a Juan Diego;
soportes, fortalezas y razón de vida.

Al Ejército de Colombia, por su entrega y sacrificio; defensor y


garante de la democracia y el futuro de los colombianos.

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ÍNDICE

Presentación�������������������������������������������������������������������������� 13
Prólogo����������������������������������������������������������������������������������� 25

CAPÍTULO 1
Vivencias y convicciones de mi vida militar��������������������� 41

CAPÍTULO 2
Una guerra interminable sin política de Estado������������� 105

CAPÍTULO 3
Familias campesinas, objetivo de las Farc����������������������� 147

CAPÍTULO 4
Las armas se impusieron a la política������������������������������ 177

CAPÍTULO 5
Narcotráfico: una realidad negada y camuflada������������� 205

CAPÍTULO 6
Engaño político, la constante del proceso����������������������� 255

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CAPÍTULO 7
La reelección y la izquierda privilegiada������������������������� 293

CAPÍTULO 8
Intimidades del interesado cónclave�������������������������������� 363

Bibliografía parcial������������������������������������������������������������� 401


Epílogo��������������������������������������������������������������������������������� 403
Anexos��������������������������������������������������������������������������������� 423
Agradecimientos���������������������������������������������������������������� 457

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Presentación

Las decisiones sobre la guerra y la paz en una democracia son


responsabilidad del poder político. Esa ha sido una constante
en el devenir de las naciones y en la historia de Colombia.
Durante los más de cincuenta años del conflicto, sin excepción,
todos los presidentes asumieron la responsabilidad constitucio-
nal y emplearon a las Fuerzas Militares y la Policía para enfren-
tar la amenaza armada terrorista que le declaró la guerra al
Estado y, en general, a la nación entera. 
Esta circunstancia se hizo más evidente cuando los gobier-
nos tomaron la decisión de suspender operaciones militares,
retirar las tropas del campo de batalla y autorizar la concentra-
ción de grupos armados en territorios despejados de fuerza
pública, a cambio de adelantar conversaciones o procesos de
paz. La institución militar siempre respetó y acató la decisión
política, a pesar de que la mayoría de las veces no la compartía.
La asesoría y lealtad del militar al alertar y exponer al gobierno
de turno los peligros y preocupaciones que ponían en riesgo a la
nación, se pagaba con la destitución de quien ocupaba el máximo
cargo en el escalafón militar. El país sintió la pérdida de estos líde-
res ejemplares que gozaban de inmenso aprecio y admiración. Ese
fue el precio de su responsabilidad y rectitud.
Los políticos y los medios de comunicación especulaban
con la posibilidad de golpes militares, que solo existían en las
mentes interesadas del sensacionalismo y la rentabilidad de la

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noticia. La democracia nunca estuvo amenazada y la vida de los
colombianos siguió su curso constitucional.
La historia de la confrontación en Colombia me obliga a plan-
tear el tema de la responsabilidad política, imposible de eludir en
un proceso de fin del conflicto. La principal motivación para escri-
bir este libro fue contar la verdad sin esguinces, a pesar de las con-
troversias que se puedan presentar. No tiene el propósito de
justificar acciones de los protagonistas de los hechos aquí narra-
dos. Considero que he sido fiel a mis convicciones y he tenido el
cuidado de documentar y comprobar los testimonios enunciados.
Inicié mi participación como integrante del equipo nego-
ciador del gobierno, consciente del compromiso que afrontaba
y de la gran responsabilidad que asumía. Estaba convencido de
que podría hacer un aporte al noble propósito de consolidar la
paz en las mejores condiciones posibles para el país y prevalido
de la voluntad de las partes, sin caer en la ingenuidad de confiar
en las ya conocidas apetencias y pretensiones de las Farc, demos-
tradas en los fallidos procesos de negociación anteriores. 
Conocía también las dificultades que surgen de estas nego-
ciaciones y la complejidad al decidir y acordar aspectos vitales
para el interés nacional. Tenía claras, como gran parte de los
colombianos, las posibilidades de llegar a una paz justa, verda-
dera y duradera en condiciones de equidad, así como el propó-
sito de las Farc de lograr cambios institucionales e impunidad
para sus delitos, frente a las inaceptables acciones terroristas y
graves daños causados. 
Las negociaciones de paz con el gobierno siempre han sido
una estrategia de guerra para las Farc, en las que han utilizado
todas las formas de lucha y como un medio para alcanzar su
viejo propósito de tomarse el poder por las armas. A pesar de
mi larga experiencia y trayectoria en la vida pública –dedicado
desde muy temprana edad al servicio del bien común y la

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defensa de sus gentes y valores–, fue muy difícil aceptar la debi-
lidad del equipo del gobierno, que no se caracterizó precisa-
mente por la fortaleza, identidad, unión e integración que se
esperaban frente a lo trascendental de la misión.
Considero mi responsabilidad develar los pormenores de
esta manipulación, desconocida por la mayoría de los colom-
bianos y gran parte de la comunidad internacional, causante de
la debacle que hoy estamos padeciendo. En lugar de la desmo-
vilización definitiva de las tradicionales Farc, hoy resurgen tres
Farc: las que nunca se desmovilizaron, las que se desmoviliza-
ron y reorganizaron para luego reincidir, y las que conformaron
un partido político favorecidas por la interesada generosidad de
un gobierno obsecuente.
Otro propósito del libro es el de no dejar en las penumbras
del olvido las notas y testimonios recogidos cada día en la sole-
dad de mi habitación durante los cuatro largos años del proceso,
con la rigurosidad y perseverancia de mi formación de soldado.
En una época convulsionada por los acontecimientos que
cambiaron –para bien o para mal– la historia del país, conviene
exponer la verdad, desfigurada y acomodada por egoísmos par-
ticulares y beneficios políticos, en contraposición al interés de
la nación.
Con indignación se evidencia cómo algunos protagonistas
y negociadores en el proceso, especialmente aquellos que goza-
ron de privilegios, han ajustado la verdad y sus actuaciones a un
perverso manto de conveniencia para cambiar ante la opinión
pública la desafortunada realidad.
La apasionada crítica –aceptada de antemano–, general-
mente acompañada de injurias por parte de algunos, llevados
más por la pasión política que por la verdad, no me perturba el
alma porque la conciencia, verdadero juez, obliga moralmente
a esclarecer los hechos como sucedieron y no como se desfiguran

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con el afán de crear una coyuntura ideológica electoral favora-
ble a los intereses del poder.
La paz del espíritu solo se alcanza expresando la verdad y
con esa certidumbre se plasman los testimonios inéditos en el
libro, para que se conozca lo que realmente aconteció.
Jamás he claudicado ni claudicaré en mis convicciones y
principios porque son parte de mi esencia y mi formación mili-
tar, y en consecuencia los someto al juicio de la historia cuando
se desvanezcan las nubes de la polarización y brille la luz de la
verdad y la justicia.
Considero mi deber reconocer que en ocasiones fueron acep-
tadas mis propuestas para cambiar decisiones en la mesa que afec-
taban el orden constitucional del país y favorecían inequitativamente
a la guerrilla, a pesar de la recurrente obstinación de uno de los
negociadores del equipo del gobierno –que gozaba de poderes
privilegiados y especiales: el comisionado de Paz, Sergio Jaramillo–,
caracterizado por su empeño en evitar a toda costa cualquier
malestar que incomodara a los negociadores de las Farc.
Con la mayor frecuencia, los plenipotenciarios del equipo del
gobierno eran relevados de sus funciones y con sorpresa apare-
cían furtivamente otros negociadores, extraños –que llegaban con
propuestas y mensajes que normalmente no nos compartían–, a
componer, o más bien, a descomponer lo previamente acordado
para justificar y complacer las exigencias de la contraparte y con-
jurar las amenazas de retirarse de las negociaciones.
Mi posición inalterable en los desacuerdos narrados en el
libro fue en su debido momento de conocimiento público y
puesta a consideración del presidente, el ministro de la Defensa
y los altos mandos militares, en las continuas visitas que yo les
hacía al término de cada periodo de negociación en La Habana.
Los acontecimientos posteriores me dan la razón y reafirman
mi inalterable posición en la mesa de negociaciones. Hoy vivimos

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un posconflicto incierto, inestable y peligroso. La paz, una qui-
mera; la verdad, la primera víctima. La reparación y el arrepenti-
miento no fingidos de las Farc continúan siendo parte de la
esperanza de los colombianos.
La experiencia me permite afirmar que las Farc nunca logra-
ron ganarse el corazón y la mente de las familias campesinas
porque su prioridad no fue la de contribuir a la solución de las
necesidades básicas, ni ayudar al progreso o bienestar de
la comunidad. Se destacaron por la amenaza, la muerte, la des-
trucción y la humillación; todo se limitaba a imponer las armas.
Creían que practicando el terror llegarían al poder. Cuán equi-
vocados estaban; y el tiempo así lo demostró. Error fundamen-
tal a los principios de todo movimiento guerrillero.
En cumplimiento de su misión constitucional, las Fuerzas
Militares no se limitaron al campo de combate y fue definitivo
su respaldo a las decisiones de adelantar procesos de paz que los
presidentes asumieron como parte de sus responsabilidades
políticas. En la historia de su prolongado conflicto, Colombia
es uno de los países del mundo con más procesos de paz desa-
rrollados. Los gobernantes siempre contaron con el apoyo y par-
ticipación de las Fuerzas Militares y la presencia activa de
oficiales de alta graduación como parte de los equipos negocia-
dores. En los periodos de paz los militares también jugaron un
rol decisivo aplicando la doctrina militar como forma funda-
mental de actuar. “La victoria militar en el campo de batalla es
el medio para alcanzar el fin: la paz. Cuando este objetivo se
alcance, las negociaciones serán una realidad”. Así quedó con-
signado en numerosos documentos que contenían esta concep-
ción del pensamiento militar y así actuamos responsablemente.
Quiero resaltar dos temas importantes y recomendarlos al
amable lector. El primero: “Década decisiva del conflicto”.
El segundo: “Los Planes de la Victoria”. En ellos expreso mi

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convicción de que la década del noventa del siglo pasado cons-
tituyó el cambio de rumbo de la guerra, la época más sangrienta
del conflicto, cuando las Farc alcanzaron su mayor capacidad
armada y el Estado recibió los mayores golpes. También fue la
década de la fortaleza institucional, de la reestructuración de las
Fuerzas Militares y la respuesta al terrorismo en el campo de
combate. Fue el periodo cuando el gobierno intentó un proceso
de paz y las Farc respondieron con el engaño y la traición, con-
fesando que nunca pensaron en la paz y que en el Caguán apro-
vecharon la oportunidad para fortalecer la guerra.
Años más tarde participé como integrante del equipo del
gobierno en la conmemoración de los quince años del Plan
Colombia. En la Casa Blanca, el entonces presidente Barack
Obama hizo la siguiente afirmación: “Estamos muy orgullosos
de Colombia, de su gente. A medida que «USTEDES» (el resal-
tado es mío) fortalecieron sus fuerzas de seguridad”. Significativo
reconocimiento al esfuerzo institucional del país.
Las victorias militares se lograron bajo un estricto y deta-
llado planeamiento militar, que doctrinariamente y por su nivel
de diseño se titulaban planes de guerra. Estos estuvieron con-
formados por el Plan Patriota, el Plan Consolidación, el Plan
Bicentenario y el Plan Espada de Honor. Se desarrollaron en una
sucesión ordenada de operaciones militares exitosas, contun-
dentes y audaces, que generaron admiración nacional e inter-
nacional. Todos fueron concebidos por líderes militares y
policías, con la destacada experiencia de la inteligencia militar
y de la Policía, y ejecutados impecablemente por nuestros heroi-
cos hombres. Estas acciones constituyeron la derrota militar de
la guerrilla de las Farc y las llevaron a quebrantar su absurda teo-
ría del empleo de todas las formas de lucha para la toma del
poder por las armas. La única alternativa que les quedaba para
sobrevivir como organización era aceptar el generoso

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ofrecimiento del presidente Uribe, primero, y después del pre-
sidente Santos, como consecuencia de los resultados contun-
dentes en los teatros de operaciones. Así se llegó a la decisión
política que permitió iniciar el proceso de La Habana. Para
refrendar estas convicciones institucionales, considero impor-
tante transcribir un aparte del epílogo del libro Guerras inútiles,
de la Corporación Observatorio para la Paz. El texto reafirma
la forma de actuar del Ejército:

La victoria del gobierno sobre las Farc en el año 2008 fue con-
tundente aunque no se trató de una victoria total. El general Jorge
Enrique Mora Rangel, siendo todavía comandante de las Fuerzas
Armadas, a un año del gobierno de Uribe (2003) en un foro orga-
nizado por la Fundación Buen Gobierno, explicó el proceso de
cambio de mentalidad del Ejército como la clave de las transfor-
maciones que le habían posibilitado invertir a su favor la iniciativa
militar. Dejó claro en su conferencia que no se pretendía una vic-
toria total contra las Farc; lo que perseguía la estrategia militar era
una nueva situación que le permitiese al gobierno un nuevo diá-
logo de paz imponiendo condiciones de eficacia y dignidad. No se
podía repetir el humillante y estéril diálogo del Caguán.1

Una de las circunstancias más difíciles y complejas fue hacer


parte de un equipo organizado para cumplir la gran responsa-
bilidad de finalizar un conflicto, donde de un lado estaban las
Farc con su marcado interés de debilitar o cambiar “el sistema”
–algo que en más de cincuenta años de terrorismo no lograron–,
y del otro, el equipo del gobierno, con el compromiso de forta-
lecer la democracia y defender la sociedad.

1 Corporación Observatorio para la Paz. Guerras inútiles. Intermedio


Editores, 2009, pág. 201.

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Debo afirmar que el interés por la misión no tenía la misma
intensidad y convicción dentro del equipo del gobierno.
El manejo se concentró en mantener a las Farc en la mesa. Eso
era lo importante, y para lograrlo se recurrió a injustificadas
concesiones. En mi caso, como militar y por las vivencias del
conflicto, lo importante no podían ser las aspiraciones ni los
intereses de las Farc. Nuestro compromiso debían ser los colom-
bianos, el sistema y la sociedad. Esa fue siempre mi posición.
Definitivamente no estábamos en la mesa para las complacen-
cias benévolas.
Finalmente, la materialización de la paz fue una decisión
del presidente Santos a través de un proceso secreto realizado
durante cerca de siete meses en La Habana, donde dos equipos
diferentes –integrados por un pequeño número de representan-
tes del gobierno y las Farc– se reunieron para llegar al acuerdo
definitivo que no fue refrendado por la ciudadanía en el plebis-
cito de octubre de 2016.
La imposición de intereses y la amenaza de levantarse de la
mesa fueron la constante de las Farc. Muy temprano se dieron
cuenta de que la obsesión por la paz era la gran debilidad del
gobierno y debían aprovecharla. Tengo la certeza de que la estra-
tegia de las Farc en el proceso fue más sólida que la del gobierno,
fundamentado en la ventaja que les representó tener un mando
político-militar único, sólido y presente en La Habana. No
tenían que consultar con nadie, asumían directamente las deci-
siones y sus equipos técnicos y asesores dependían directamente
de ellos. Todo lo contrario a lo que sucedía con nuestro equipo.
Las urgencias y angustias de los últimos minutos son una
valiosa experiencia. En el punto Víctimas, que incluyó el tema
Justicia, las Farc lograron sus máximas aspiraciones y se sintie-
ron ganadoras y fortalecidas después de alcanzar el objetivo de
solucionar la situación jurídica de todos sus cabecillas y

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guerrilleros rasos. Así navegaban en aguas tranquilas. Lo demás
simplemente era cuestión de tiempo.
Considero que es mi responsabilidad narrar en el libro los
temas que se constituyeron en mi mayor preocupación por las
concesiones y ventajas otorgadas innecesariamente a las Farc. Hoy,
en el posconflicto, esa guerrilla hace parte de entidades y comi-
siones que obligan al gobierno a consultarla, en una especie de
cogobierno que nunca en procesos anteriores se había presentado.
La metodología, la forma y el fondo del acuerdo firmado será
un caso de estudio para la óptica de interesados y especialistas. Se
debe reconocer que se llegó a una parcial desmovilización de las
Farc, pero hay muchas experiencias negativas, errores, intereses,
debilidades, falta de liderazgo, deslealtades, intimidades y expe-
riencias expuestas en este texto, que nunca han debido suceder.
El libro las desnuda y las identifica como “los errores del pro-
ceso” y son producto de las vivencias que permanentemente
advertí y reclamé al equipo, y personalmente expuse al presidente:

• La estrategia estuvo más dirigida a las conveniencias de las


Farc que a los intereses de la sociedad.
• La intervención del presidente no permitió al equipo del
gobierno concentrarse en lo esencial, es decir, el paso de las Farc
de las armas a la política. Se les dio una justicia propia, ajustada a
sus medidas y otras concesiones no pedidas y contrarias a la equi-
dad y conveniencia del Estado.
• La fórmula y selección de los integrantes de la justicia espe-
cial fue degradante e inconveniente. Este sistema jurídico creado
para la solución del conflicto se deslegitimó por la selección y par-
cialización ideológica de quienes harían la escogencia de los magis-
trados, inclinando la balanza ideológica y afectiva a los intereses
de las guerrillas causantes del terror y en contra de la institución
que defendió la sociedad. Hoy sufrimos las consecuencias y

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desgracias de los errores cometidos por las decisiones políticas del
presidente Santos, que reclaman reformas necesarias al sistema.
• Con la pérdida del plebiscito y el triunfo del NO, la renego-
ciación finalmente no incluyó las propuestas y argumentos de
quien obtuvo la victoria. A La Habana viajaron De La Calle,
Jaramillo y el senador Roy Barreras, quienes a su regreso presen-
taron reformas y cambios no requeridos por los ganadores del ple-
biscito, pero que, inexplicablemente mejoraron las posiciones de
las Farc con grave afectación a la fuerza pública. La renegociación
fue el remate de todas las dificultades del proceso. Se perdió la
oportunidad de enderezar los entuertos que se habían incluido
generando la división y la grave polarización que perdura, dejando
profundas heridas que no han cicatrizado.
• El narcotráfico, la igualdad de género, los menores de edad,
el secuestro y en general el terrorismo, entre otros, fueron tratados
con indulgencia, extrema generosidad y complacencia. Los deba-
tes en el seno del equipo de gobierno se convirtieron en un verda-
dero campo de batalla.

El libro muestra muy de cerca el contraste entre el entusiasmo


inicial y la frustración final. Al comienzo, mi participación
generó cuestionamientos e incomprensiones, especialmente de
parte de algunos de mis compañeros de armas, pero también en
algún sector de la opinión pública, que no estaban de acuerdo
con mi presencia en la mesa.
Fueron varias las oportunidades en las que regresé a
Colombia y presenté mi renuncia ante los frecuentes inconve-
nientes y desacuerdos, por la forma y el fondo en el tratamiento
de temas trascendentales de la guerra y la paz y los peligros del
futuro institucional. Nunca me abstuve de plantearles mi posi-
ción al equipo y al propio presidente y lo hice de manera verbal

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y por escrito, privada y públicamente, con la total convicción de
estar actuando sincera y lealmente.
A mis críticos, que lo hacen en todo su derecho, los invito a
leer el libro. Participé acompañado por las vivencias que adquirí
en la guerra y en la paz, con total responsabilidad como parte
de la sociedad a la que he estado ligado y de la que he recibido
respeto y reconocimiento por mi trayectoria de militar y
ciudadano.
El razonable reclamo que recibo a diario por no haberme
retirado si no estaba de acuerdo, tiene una respuesta categórica:
sí lo hice y el presidente, los mandos militares y parte de la opi-
nión pública lo saben, porque mis renuncias fueron conocidas
y publicitadas.
No obstante, mi permanencia y firma del acuerdo hasta el
final se debió al argumento aceptable o no, de que a quien más
beneficiaba mi renuncia era a las Farc, que vería el camino des-
pejado –sin la piedra en el zapato– y a quien más perjudicaba
era al país, porque causaría un irreparable daño al proceso de
paz. Mi salida en ese momento ya no era una opción, al contra-
rio, una obligación moral: permanecer sin claudicar.
No pretendo que mi decisión sea compartida, ni la utilizo
como justificación a las críticas recibidas y las que habrán de lle-
gar. Pero sí reclamo con entereza que los juicios de valor se
sustenten en la verdad, en el conocimiento de los hechos y no
en simples especulaciones. 
Con la franqueza, la convicción y el carácter que han pre-
valecido a lo largo de mi vida, debo expresar que mi actuación
en La Habana fue digna, fiel a mis principios y en defensa de los
supremos intereses de la nación bajo los postulados de absoluta
integridad.
También estoy convencido de que es inevitable el derecho a
la crítica, de quienes así lo consideren, cualesquiera que sean los

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intereses que los acompañen. Afortunadamente no tendrán ese
mismo derecho para ser mis jueces; los colombianos y la histo-
ria serán mi conciencia, que develarán las sombras de la mez-
quindad y harán resplandecer la verdad.
Cada vez más, mi conciencia goza de mayor paz y tranqui-
lidad, tratando de pensar con decoro, actuar con sensatez y ser-
vir sin condiciones. He sido fiel a mi patria, hice honor a la
verdad que no transige y a la equidad que no fenece. Abrigo la
certidumbre de haber obrado con total integridad. No obstante,
me someto al juicio de los buenos ciudadanos; responsabilidad
que no rehúyo ni declino. Me asiste la autoridad moral para
decir sin vacilaciones que el soldado colombiano es superior a
sus congéneres, responde hasta con su vida para proteger a sus
semejantes y permanece silencioso ante la indiferencia y el
olvido. Su imagen de grandeza seguirá proyectándose a la som-
bra de los tiempos.

El autor.

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Prólogo

Hay que saludar con beneplácito esta obra del general Jorge
Enrique Mora, que viene a enriquecer la memoria histórica del
proceso de paz, en su condición de negociador plenipotencia-
rio del mismo, designado por el presidente Juan Manuel Santos.
Fascinante, porque de manera documentada informa al país
sobre los intríngulis de la negociación con las Farc, sus intimi-
dades, las tensiones internas que se presentaron entre los equi-
pos de plenipotenciarios y los principios, el método y la forma
bajo los cuales el gobierno asumió la responsabilidad de cons-
truir el acuerdo de paz con ese grupo guerrillero.
Es muy importante que los protagonistas de este hecho his-
tórico, uno de los más relevantes de nuestra vida republicana,
escriban en roca su versión vivencial sobre lo que conocieron,
edificaron y padecieron. En tema tan sensible para la formación
de nuestra propia identidad nacional, no hay que dejar a los his-
toriadores que reconstruyan los hechos y divulguen su propia
verdad. De otra manera serán ellos los que hagan el relato, ape-
lando a sus cargas ideológicas, sirviendo las mezquindades de
los protagonistas o acomodando los hechos a sus propios pun-
tos de vista. O, de otra forma, dictando el veredicto sobre el
proceso, a la luz de sus convicciones y valoraciones, en su con-
dición de “profetas al revés”, como los llamaba Ortega y Gasset.
En estos días, precisamente, afirmaba el profesor Álvaro
Tirado Mejía, que nuestra sociedad debe estimular las memorias

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de sus dirigentes, para que no queden solamente las de los gue-
rrilleros y los narcos “dejando una imagen muy distorsionada
de lo que es y ha sido la sociedad colombiana”. No le falta razón.
Esta obra sobre el proceso de paz con las Farc, se suma a la
del presidente Santos, a los dos libros recientes del jefe del equipo
negociador Humberto de La Calle Lombana y al que presenté
en el año 2019 bajo el título Las dos caras de la paz, de este
mismo sello editorial. Todas ellas ofrecen visiones distintas, aun-
que complementarias, y contribuirán a que, con la perspectiva
del tiempo y la implacable realidad del posconflicto, se pueda
formular un balance objetivo sobre la responsabilidad con que
asumimos, como sociedad, la tarea de construir la esperanza de
nuestra reconciliación.
Tiene esta obra un encanto adicional. Porque más allá de su
carácter histórico, muestra al desnudo las vivencias de los servi-
dores públicos, como hombres. Con sus fortalezas, sus flaquezas
y sus padecimientos. A lo largo de sus páginas el lector encontrará
la soledad con que un soldado de la república, aplicado a la tarea
de edificar la paz y no la guerra, debió tramitar sus tribulaciones,
sus desencantos y sus manifiestos desacuerdos, en la tensión dia-
léctica de construir una partitura de reconciliación con quienes
fueron sus oponentes en medio de la batalla.
El general Mora retrata sus cavilaciones sobre el proceso de
paz, desde la “Casa 25” de La Habana, donde cada noche enri-
quecía su libreta de apuntes, con disciplina castrense, para no
dejar escapar ninguna de sus angustias, al ver que el rumbo que
tomaba el acuerdo –en su criterio–, entregaba la victoria polí-
tica y jurídica a las Farc, la misma que sus hombres habían
ganado en el campo militar.
¿Acaso no resulta ejemplar la manera como este hombre de
armas asumió el dilema de retirarse del equipo negociador o
quedarse, expresando con verticalidad y sinceridad sus

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convicciones, ante el riesgo de que su partida le hiciera daño a
la paz, propósito superior a su propia doctrina?
Este libro constituye, a la vez, una invitación a reflexionar
sobre múltiples aspectos acerca de cómo se desarrolló la nego-
ciación con la guerrilla y se le dio contenido al denominado
“Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la
Construcción de una Paz Estable y Duradera”. Volveremos sobre
algunos de ellos, en particular por su interés temático, pero hay
que mencionar en especial el llamado que de manera recurrente
hace el autor a la responsabilidad política del poder civil, sobre
las actuaciones del Ejército durante la guerra. Con una gran
vehemencia, que va mucho más allá de lo anecdótico, afirma
que “En un sólido sistema democrático como el nuestro, el
empleo de la fuerza le corresponde al poder político. En su
momento, los presidentes tomaron las decisiones, impartieron
las órdenes y estuvieron pendientes de la manera como las
Fuerzas Militares enfrentaban la amenaza armada y terrorista
contra el Estado”. Y concluye: “la responsabilidad de los políti-
cos no aparece por ningún lado y como Pilatos, se lavaron las
manos. Entonces, como no fueron actores del conflicto, se debe
deducir que los militares entraron al conflicto por iniciativa pro-
pia”. Sin duda, dura advertencia, que pone en remojo la posibi-
lidad de que en el futuro los militares de la reserva y los activos
acepten que sean los únicos que respondan por parte del Estado,
sobre lo ocurrido en el conflicto armado.
Hay que reconocer que la obra del general Mora nos deja
varias deudas insolutas, al omitir el desarrollo en letra menuda
de varios episodios de la historia de la paz, de la que fue prota-
gonista desde el proceso del Caguán. Nada nos dice, por ejem-
plo, sobre la crisis que generó la salida del Ejército del Batallón
Cazadores en tiempos de Pastrana, o del ruido de sables que sus-
citó la renuncia del ministro de Defensa Rodrigo Lloreda en el

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año 1999, con ocasión de las definiciones que se dieron sobre la
zona de distensión del Caguán, o las reyertas que se dieron a
propósito de la ley del canje que promovió Tirofijo ante el
Congreso, incidentes de los que él fue protagonista como
comandante general del Ejército.
Apelando a una discreción estratégica, tampoco registra con
particularidad las discusiones que debieron darse sobre el desa-
rrollo del proceso de paz durante el gobierno de Juan Manuel
Santos, con el entonces ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón
y el mando de la institución castrense. De seguro lo hace por el
respeto secular y democrático al principio de subordinación
militar al poder civil, lo que impide que se conozca el detalle de
los problemas y debates que debieron darse con los militares
activos sobre el curso que fueron tomando las negociaciones y
las posiciones de la fuerza pública.
Muestra de ello es, al final del libro, la referencia marginal y
discreta a las reyertas que ocurrieron entre el alto gobierno y el
Ejército, el día anterior a la firma final del segundo acuerdo, el 24
de noviembre de 2016, en la Casa Militar del Palacio de Nariño.
No se trató de cualquier asunto. De lo que trascendió, se sabe que
los comandantes, liderados por el general Juan Pablo Rodríguez,
advirtieron al ministro de Defensa Luis Carlos Villegas y al jefe
del equipo negociador Humberto de La Calle, que en el último
texto del acuerdo se habían incluido nueve reformas al capítulo
de la justicia, que afectaban hondamente la seguridad jurídica de
las Fuerzas Militares. En particular se pretendía modificar incon-
sultamente la definición sobre “responsabilidad del mando” que
se había acordado desde un primer momento, para acomodarla
al concepto internacional. Algo extraño porque los líderes del NO,
que ganaron el referendo, jamás pusieron sobre la mesa tales refor-
mas, de manera que se trataba de nuevas exigencias de las Farc,
acolitadas por Sergio Jaramillo. Ante la situación advertida, el

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general Rodríguez notificó a los representantes del gobierno que
si no se volvía a los textos anteriores, estaba autorizado por todos
los comandantes del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, para
informar a la opinión pública que las Fuerzas Militares habían
sido traicionadas en el último momento y que, a pesar de haber
acompañado con lealtad el proceso, estaban en el deber de adver-
tir sobre la inconveniencia nacional del acuerdo de paz que se fir-
maría el día siguiente. Ante semejante notificación, Villegas y De
La Calle no tuvieron opción que retirar los cambios y darle tran-
quilidad a los militares.
En este libro se reivindican los factores que más incidieron
para que la guerrilla se sentara a negociar. Menciona el general
Mora la reestructuración de las Fuerzas Militares a partir de los
años noventa, que lideró conjuntamente con el general Tapias;
el proceso de paz del Caguán; el plan Colombia y la determina-
ción de Álvaro Uribe en confrontar la insurgencia, durante su
gobierno. Siendo esto así, la historia habrá de reconocer por
siempre que la paz suscrita en el 2016 fue fruto de la tarea de
tres colombianos que ocuparon el solio presidencial: Andrés
Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. ¡Qué paradoja!
El general Mora recuerda que la agenda acordada para las
negociaciones era muy simple. De solo seis puntos: (i) Hacia un
Nuevo Campo Colombiano: Reforma Rural Integral; (ii)
Participación Política: Apertura Democrática para Construir la
Paz; (iii) Fin del Conflicto; (iv) Solución al Problema de las Drogas
Ilícitas; (v) Acuerdo Sobre las Víctimas del Conflicto y (vi)
Implementación, Verificación y Refrendación. Enfatiza el autor
que todas las conquistas que tuvieron las Farc en el acuerdo no se
hubieran logrado si se hubiera acatado estrictamente la temática
convenida, de tal suerte que los cambios que quisieran hacer los
desmovilizados, a nivel de la estructura del Estado o el modelo
político y económico, debían ganarlos democráticamente como

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partido activo; como inicialmente Humberto de La Calle se los
había comunicado a los negociadores.
Sin embargo, bajo la sombrilla temática de varios de los
enunciados, hábilmente las Farc empezaron a plantear temas
que según el general Mora rebasaban el ámbito de la agenda con-
venida para el acuerdo final, bajo la complacencia del comisio-
nado de Paz Jaramillo, a quien acusa de que lo único que le
importaba era congraciarse con los negociadores de las Farc
para que nunca se pararan de la mesa. Por ejemplo, Mora sos-
tiene que bajo el capítulo de las víctimas se impusieron temas
por la puerta de atrás, tales como la justicia transicional, la comi-
sión de la verdad y la comisión histórica del conflicto. “Estos
tres grandes temas, que significan indulgencia, no aparecen en
el acuerdo rector del proceso, pero terminaron incluidos en
beneficio de las Farc”, concluye el autor de esta obra.
Es probable que esta glosa tenga cabida para varios puntos,
inclusive que la agenda inicial no fue trasparente en su conte-
nido, frente a la nación, y que de manera reservada había otros
acuerdos temáticos. Pero de lo que sí estoy seguro es que jamás
se hubiera obtenido la dejación de las armas, si no se hubiera
construido una justicia transicional para que los desmoviliza-
dos respondieran ante la sociedad, bajo un régimen especial,
por los crímenes que cometieron. Alguna vez un amigo, muy
godo, me dijo que este sería el sapo que tendríamos que tragar-
nos para firmar la paz; hoy piensa que no fue un sapo, sino un
mastodonte, que nos tiene indigestos y con pronóstico reser-
vado como sociedad.
En cualquier caso, lo cierto es que la agenda inicialmente con-
venida tenía varios destinatarios, con elevado cálculo político,
para movilizarlos en favor de la paz. El punto de la reforma rural
y la participación en política, eran los dulces fabricados para las
Farc. El del fin del conflicto era el regalo para la sociedad, porque

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implicaba la desmovilización, que debía ser el punto final de la
guerra. El del fin del narcotráfico era el capítulo que se le vende-
ría a los americanos para que acompañaran el proceso y cedieran
en la extradición. El asunto de las víctimas procuraba darle legi-
timidad al acuerdo bajo el principio de que serían el “centro” de
la negociación, lo que, a la luz de los resultados reales, ha termi-
nado siendo una quimera, y el capítulo final sobre implementa-
ción y refrendación era de naturaleza logística. Todos ganaban un
poco; aunque asimétricamente, como se vio al final.
Si se observa con cuidado, los intereses y las expectativas de
los militares no se veían reflejados en esa agenda. Con buen tino,
a mi juicio, esa decisión permitió que sus asuntos quedaran
fuera de la discusión con las Farc, en particular, el futuro de las
Fuerzas Militares y su papel constitucional. Aunque, con su
voraz apetito y su ánimo de retaliación, la guerrilla también
buscó meter algunos micos o, mejor, orangutanes. Mora revela
que hasta última hora los plenipotenciarios farianos pretendie-
ron revisar la doctrina de seguridad nacional, llevar la Policía
Nacional a un ministerio civil, evaluar el rol de la fuerza pública
y revisar los antecedentes de los servidores públicos en materia
de derechos humanos, en el punto correspondiente a las “garan-
tías de no repetición”. En ese momento el general Mora obtuvo
que toda la delegación gubernamental sentara una posición ante
los negociadores de la guerrilla, en el sentido de que “el tema de
la fuerza pública no hace parte de las conversaciones ni del
acuerdo que pone fin al conflicto”.
Debe entenderse que, por esa limitación, la suerte de los
militares quedó librada a los desarrollos normativos del poscon-
flicto, aunque, hay que destacarlo, bajo el principio de que los
militares tendrían un “tratamiento especial diferenciado, simé-
trico, equitativo, equilibrado y simultáneo”, como se consignó
en los anexos del Acuerdo Final.

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Es así como, después de la firma del Acuerdo, el interés de
los oficiales se volcó al trámite del acto legislativo que creó la
JEP y a las leyes sobre justicia transicional que deberían expe-
dirse después de la firma del Acuerdo de Paz. Y ahí sí que fue
Troya. Desde la Fiscalía advertí que los militares tuvieron que
tramitar sus preocupaciones, en medio de cierta orfandad. Es
decir, fueron necesarios para legitimar el acuerdo, pero a la hora
de definir cómo se resolvería su situación jurídica, la institucio-
nalidad no se jugó a fondo por ellos. Por esos días era común
ver al comandante de las Fuerzas Militares, general Juan Pablo
Rodríguez, convocando reuniones con sectores políticos y con-
gresistas para que sus intereses y pretensiones fueran cabal-
mente atendidos. Aún lo recuerdo en esa labor de cabildeo,
inusual para un soldado de su rango, que –según trascendió–
desarrollaba escoltado de un poderoso equipo de abogados, en
un hotel bogotano y en la Casa del Ingeniero Militar, ubicada
en un discreto lugar del barrio El Chicó al norte de Bogotá.
La verdad es que jamás lo vi acompañado del ministro de la
Defensa, Luis Carlos Villegas. Por el contrario, como el general
Rodríguez me lo compartió alguna vez, su ministro lo acusaba
recurrentemente ante el presidente de la república de llevar a
cabo ese tipo de reuniones e inclusive de asistir a los debates
normativos en el Congreso, porque en muchas ocasiones los
puntos de vista de la oficialidad no estaban alineados con los
criterios de De La Calle, Jaramillo y el propio ministro Villegas.
Hasta que un día, cuando se integraban las listas para la JEP y
la Comisión de la Verdad, Santos lo llamó a la Casa de Nariño
y le dijo al general que, a conciencia, le había permitido el juego
de deliberar en beneficio de la tropa, pero que había llegado el
momento que permitiera que las cosas fluyeran de acuerdo con
lo definido. En ese momento, el justo reclamo de que los orga-
nismos de la paz fueran incluyentes, cayó en el vacío, porque los

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agentes del Estado no pudieron obtener la misma representa-
ción que hoy tienen en la JEP y la Comisión de la Verdad los
miembros de la insurgencia.
Fui testigo excepcional de un episodio que retrata toda esta
compleja situación entre el poder civil y el poder militar, como lo
detallo en mi libro Las dos caras de la paz. A los cinco meses de la
firma del acuerdo, se dio una realidad que nadie quería ver: los
guerrilleros detenidos salían a chorros de las cárceles y, por el con-
trario, los militares seguían privados de la libertad. Esta situación
era perversamente asimétrica. Le expresé mi preocupación al pre-
sidente Santos y cómo ello podría generarle problemas reputacio-
nales a la puesta en marcha del proceso. El presidente convocó
una reunión y allí propuse que, dado que no había norma que
beneficiara por igual a los oficiales, soldados y policías, se expi-
diera un decreto. El ministro Villegas se opuso porque una deci-
sión que favoreciera de esa forma a las Fuerzas Militares le
generaba un alto costo político al gobierno frente a la comunidad
internacional, a las víctimas y a las ONG. Planteé entonces que,
si esa era la objeción, expresamente se dijera que el decreto se
expedía a solicitud del fiscal general de la nación. Solo así se aceptó
mi iniciativa, como consta en los considerandos del decreto ley
706 del 2017. Lo curioso es que mi solicitud escrita para que se
pudiera expedir la norma, fue del 4 de abril de 2017. Un mes des-
pués, luego de acordada, le tocó al general Rodríguez manifestar
que no saldría de palacio hasta que él mismo pudiera llevarle al
presidente Santos el decreto para su firma. Se parqueó durante
horas en la sala de recibo de la Secretaría Jurídica de la Casa de
Nariño y solo así el decreto terminó firmándose el 3 de mayo de
2017; un mes después. Había manos necias que habían puesto el
proyecto en el congelador.
El coraje y pundonor de Juan Pablo Rodríguez ha tenido
una clara recompensa por estos días. Aunque los oficiales de la

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reserva siempre mostraron sus dudas con que a los militares y
policías se les investigara por la justicia transicional, los altos
mandos juzgados actualmente por las conductas en que incu-
rrieron durante el conflicto armado, sostienen a capa y espada
que su juez natural es la Jurisdicción Especial para la Paz. Ojalá
toda esta labor para que la justicia restaurativa fuera un con-
cepto que alcanzara a los agentes del Estado, no termine frus-
trado por la carga ideológica de los magistrados de esa
jurisdicción. ¡Ojalá!
Revela el general Mora en este libro que las negociaciones
entre los plenipotenciarios empezaron con el punto 1, sobre la
Reforma Rural Integral. Fue estratégico. Porque así fortalecían
hacia adelante las discusiones aspiracionales de la guerrilla
(“una ventaja calculada”) y, al mismo tiempo, obtenían acuer-
dos relativamente sencillos con el gobierno, dado que nadie del
lado oficial podía negar la brecha que existe en el campo colom-
biano y la necesidad de fortalecer la condición del campesino,
como propietario.
Según la libreta de apuntes del general Mora, las cosas se
complicaron de más cuando se tramitó el capítulo de las drogas.
Lo creo. Dice el autor que la guerrilla nunca reconoció que tra-
ficaba, no asumió ningún compromiso en la materia, nada se
dispuso sobre la entrega de información sobre sus socios del
narcotráfico o la entrega de las rutas de este comercio ilícito, no
se comprometió efectivamente a entregar su riqueza ilícita e,
inclusive, se mostró indiferente en la solución del problema
cuando sus delegados manifestaron “No verán a las Farc erra-
dicando cultivos de coca”. Y, desde la perspectiva del equipo
negociador del gobierno, las cosas empezaron mal cuando el
alto comisionado Jaramillo entregó un paper sobre el tema del
narcotráfico que, para algunos de los miembros del equipo de
plenipotenciarios era un documento “autoincriminatorio”,

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posición que permitió que las Farc responsabilizaran del pro-
blema del narcotráfico exclusivamente a las instituciones
del Estado.
En este contexto, no es de extrañar que haya sido muy poco
lo que se aprovechó la negociación para superar la maldición de
las drogas. Es más, según la versión del general Mora, en vez de
tomarse el tiempo necesario para diseñar una causa conjunta
que nos permitiera construir una ruta que nos redimiera del
problema del tráfico ilícito de estupefacientes, en la mesa se
urgió el cierre de la negociación del capítulo 4, en mayo del 2014,
por la coyuntura de la reelección.
Es así que el capítulo 4 del Acuerdo no ha logrado ninguna
relevancia desde la perspectiva de lograr una “solución al pro-
blema de las drogas ilícitas”, como se le denominó pomposamente.
Lo ocurrido en el posconflicto nos da la razón. Tal vez por este
aspecto es que procede el más severo juicio de responsabilidad a
los negociadores. Hoy el panorama es desolador. A los cinco años
de la firma del Acuerdo, la situación del narcotráfico es muy crí-
tica. El boom de los narcocultivos desbordado, la violencia dispa-
rada en los territorios de consolidación, los carteles mexicanos
imparables y las disidencias de las Farc creciendo y retomando
control territorial en las zonas cocaleras, con el agravante de que
han terminado siendo una amenaza para los líderes sociales de
esos territorios, en su afán de consolidar sus negocios ilícitos.
En su momento levanté mi voz para advertir que si no se
actuaba con determinación para contener el narcotráfico, este
terminaría expropiándonos los dividendos de la paz. Y así ocu-
rrió. Como colombiano me indigna la indiferencia como se tra-
mitó el llamado de atención que hice desde septiembre del año
2016, mediante una carta que dirigí públicamente al ministro
de Justicia, en su calidad de presidente del Consejo Nacional de
Estupefacientes.

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Nunca entenderé, tampoco, por qué el gobierno nada hizo
desde el momento en que, durante el segundo semestre del año
2017, presenté personalmente, primero, y de manera documen-
tada, después, las evidencias que habían venido recaudando los
fiscales de crimen organizado, sobre la continuidad en el nar-
cotráfico de algunos sectores de los recientemente desmoviliza-
dos. Tengo la certeza de que si se hubiese encarado a los
dirigentes de las Farc e intervenido los territorios con toda la
capacidad del Estado, jamás se hubiera llegado al episodio de la
captura de Santrich. Por ello comprendo el reclamo del general
Mora: “nadie oía”. La indiferencia, hija legítima de la soberbia,
y el propósito de evitar a toda costa controversias públicas sobre
el curso de la paz, fueron muy malos consejeros, con la fatal con-
secuencia de que los departamentos cocaleros jamás conocie-
ron la reconciliación, de que tanto se habla en los foros y en los
organismos internacionales. ¡Un embuste! Tal vez por ello es
que el actual fiscal general de la nación, Francisco Barbosa, ha
sostenido que “La paz en Colombia ni se ha visto ni se ve”.
Otro capítulo del acuerdo de paz que bien merece repasarse,
a partir del presente testimonio de Jorge Enrique Mora, es el rela-
tivo a la construcción de una justicia especial para la guerrilla.
“Taylor made”, diría cualquier agudo analista sajón. Este apartado
fue escrito sin la intervención de los plenipotenciarios que habían
sido designados como negociadores por el gobierno. Un equipo
ad hoc que desembarcó en La Habana, con cartas credenciales
especiales, se encargó del asunto. Es un capítulo tan conocido, que
–se sabe– llevó al jefe del equipo negociador, Humberto de La Calle
Lombana, a considerar su renuncia. En algún momento en el que
se debatía en Cuba la sanción que alcanzarían los delitos de lesa
humanidad cometidos por las Farc, De La Calle me manifestó su
profundo desagrado con lo que estaba ocurriendo y el pesimismo
que lo embargaba sobre este asunto.

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Pasados cinco años de la firma de la paz, la única realidad
es que los dirigentes de las Farc ejercen la política, gozan de
libertad, no han sido condenados por la JEP y sus versiones en
los órganos de la paz –el SVJRNP– rayan en el cinismo y distan
de ser confesiones de los graves crímenes en que incurrieron.
Ojalá los desarrollos futuros permitan legitimar la tarea de la
Jurisdicción Especial para la Paz.
Empero, hay razones para el escepticismo, que surgen de las
propias notas del general Mora. El concepto de una justicia res-
taurativa, en el que el contenido de las sanciones propias queda
deferido a la definición del juez transicional, no solo viola prin-
cipios constitucionales sobre la legalidad de la pena, sino que
genera una gran incertidumbre desde el punto de vista de la jus-
ticia y si las referidas sanciones, al final, serán compatibles con
el Estatuto de Roma para los autores de delitos de lesa humani-
dad y crímenes de guerra. En este sentido, las autoridades de la
Corte Penal Internacional nos han notificado que los Estados
tienen autonomía para implantar “las sanciones alternativas
penales”, aunque no pueden dejar de lado las obligaciones de
Colombia frente al derecho internacional. El problema no es de
poca monta. Según el relato histórico que nos ofrece el general
Jorge Mora, el presidente le había manifestado a la delegación
de plenipotenciarios: “Me da lo mismo que sea pena o sanción,
siempre y cuando sea sanción privativa de la libertad”. Lo que,
justamente, nunca se convino.
Cuando examino lo que ha acontecido en materia de justicia,
reafirmo que los guerrilleros no solamente obtuvieron una justi-
cia soft para ellos, sino que se propusieron obtener unas ventajas
estratégicas, pasando de la guerra militar a una guerra judicial
contra la institucionalidad. Para ese propósito se inventaron una
unidad al interior de la Fiscalía, denominada “Unidad especial de
investigación para el desmantelamiento de las organizaciones

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criminales responsables de homicidios y masacres o que atentan
contra defensores de derechos humanos, movimientos sociales o
movimientos políticos, incluyendo las organizaciones criminales
que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo
y sus redes de apoyo, y para la persecución de las conductas cri-
minales que amenacen la implementación de los acuerdos y la
construcción de la paz”. Dice el general Mora que era un “entram-
pamiento”. Y no le falta razón porque lo que buscaban era que, a
través de un fiscal autónomo, con periodo superior al del fiscal
general y, claro está, vinculado ideológicamente a la izquierda, se
llevara por delante y sin fórmula de juicio a los agentes del Estado
no combatientes y a los empresarios. Semejante amenaza no pudo
consolidarse gracias a las discusiones que promoví con toda la
antigua comandancia, previamente a la expedición del decreto
ley 898 de 2017. Gracias a ello, esa unidad ha sido muy útil hasta
ahora en la investigación de los autores intelectuales y materiales
de los asesinatos contra los líderes sociales y los excombatientes,
con tasas de efectividad que nunca se habían conocido en
Colombia.
Gran valor el que exhibe el general Mora al escribir este libro,
aunque estoy seguro que intentarán lapidarlo. Será un traidor y
un desleal para los fanáticos de estos temas, que actúan como fun-
damentalistas de la Inquisición sin mirar con objetividad lo que
muestra la cruda realidad. Pero lo que surge con claridad de estas
líneas, por el contrario, es que el militar de la guerra, que contri-
buyó a “destruir la voluntad de lucha del enemigo, mas no a ani-
quilarlo”, durante la negociación se abstuvo conscientemente de
animar una crisis, si con ello debilitaba ante la opinión pública el
proceso de paz y le negaba a la nación una nueva oportunidad
sobre la faz de esta tierra, para construir con esperanza el sueño
de la paz. Se abstuvo de protagonismos destructores, sin cejar en
su empeño diario de señalar las equivocaciones, que en su sentir

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se cometieron y que hoy hace públicas. No me cabe duda de que,
gracias a su papel crítico, no se dieron muchas de las pretensio-
nes estratégicas de la guerrilla para someter nuestra democracia
política y económica, como se relata a lo largo del libro. Suficiente
para entender que cumplió con la misión.
Aquí quedan las memorias de un ilustre soldado de la patria
que, de seguro, como Cicerón, “prefiere la paz más injusta a la
más justa de las guerras”.

Por Néstor Humberto Martínez Neira


Exfiscal, exministro, columnista.
Septiembre 29 de 2021.

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Capítulo 1

Vivencias y convicciones de mi vida militar

Con apenas dieciséis años cumplidos en enero de 1962, inicié


estudios en la Escuela Militar de Cadetes del Ejército. Mi padre
me contó que en la década del veinte del siglo pasado, se sintió
atraído por la milicia y quiso ingresar con mucho entusiasmo,
pero no pudo hacerlo. El destino y las circunstancias lo impi-
dieron porque debía cumplir un requisito indispensable: pre-
sentar la recomendación de un dirigente del partido de gobierno,
pero no le fue posible obtenerla en ese momento porque políti-
camente estaba en la orilla contraria.
Aún recuerdo el día que ingresé a la Escuela Militar. A pesar
de mis escasos años llegué con el alma llena de ilusiones y una
atracción especial por la milicia. Me sentía un soldado de acero:
el más fuerte, el más valiente.
Al reflexionar sobre esa eventualidad de mi vida familiar, el
paso del tiempo reforzó lo que siempre pensé en la intimidad
cuando buscaba explicar la tragedia de nuestro pueblo y llegaba
a la misma conclusión: la inmensa responsabilidad de la clase
política y sus dirigentes por la desbordada pasión y sectarismo
en el desencadenamiento de la época –tal vez– más violenta de
la historia moderna de Colombia.
Fue tanto el odio que esa dirigencia logró enfrentar desde
lo más profundo a las comunidades e instituciones, lo que

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derivó en la llamada “violencia política” de los años 1940 y 1950
del siglo pasado. Posteriormente, y una vez más, los dirigentes
políticos fueron responsables del nacimiento de las guerrillas
comunistas armadas, con las Farc a la cabeza, que por más de
cincuenta años se constituyeron en la organización guerrillera
más criminal y violenta de nuestra trágica historia política,
social y militar.
Ya en la Escuela Militar, mientras los jóvenes de mi época
gozaban y se divertían, mis compañeros y yo vivíamos la disci-
plina del cuartel con la austeridad de un monasterio. En las aulas
de clase la milicia de la época estaba soportada en las enseñan-
zas heredadas de las diferentes misiones militares extranjeras,
especialmente las chilenas, que el gobierno colombiano trajo en
las primeras décadas del siglo pasado con el propósito de forta-
lecer la formación de los futuros oficiales. Los instructores fun-
damentaron sus enseñanzas en la histórica escuela prusiana,
cuyos pilares pregonaban una milicia estricta en el conoci-
miento del arte de la guerra, la intensa preparación del comba-
tiente y una rígida disciplina.
Los instructores interpretaban fielmente esa corriente for-
mación, al punto de que no permitían el más mínimo incum-
plimiento de los reglamentos y el entrenamiento militar debía
funcionar con la mayor fortaleza y exactitud. Incluso se permi-
tía la aplicación de severas sanciones disciplinarias y físicas, que
desaparecieron con el paso del tiempo.
La milicia practicada durante mis tres años en la Escuela
Militar moldeó mi carácter y me formó en el ejercicio del mando,
como el líder que tiene la responsabilidad de dirigir a sus solda-
dos con la absoluta convicción de preservar sus vidas en el cum-
plimiento de la misión asignada. La enseñanza recibida me
permitió escalar los más altos grados y cargos institucionales,
siempre con el compromiso de defender el sistema democrático

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y la sociedad colombiana, como razón de ser de la institución
militar. Fueron tres años de aprendizaje, tres años de exigencia
permanente, tres años de juventud, que pasaron sin poder dis-
frutar las delicias de los cambios sociales de la época: ni el rock
and roll, ni Elvis Presley, ni las nuevas costumbres que impac-
taban especialmente a la juventud.
El tiempo pasó vertiginosamente en la escuela. El primer
año moldeó mi carácter y me mostró el austero y sacrificado
mundo del recluta; el segundo, la importancia que tienen en
la guerra y la milicia el concepto del apoyo, la fortaleza de la
organización y las capacidades técnicas y tácticas; y el tercero
fue del mando y me enseñó que el carácter, la autoridad, la
fuerza moral y la toma de decisiones son fundamentales para
ser un buen líder y un excelente conductor de hombres. Mis
convicciones, que se fortalecieron durante estos años de for-
mación, me acompañarían toda la vida militar y jamás se
me olvidaría que “la institución necesita más líderes que
comandantes”.
A la filosofía prusiana aplicada por la misión chilena que
vino a Colombia se sumaron las lecciones aprendidas de la lla-
mada época de La Violencia, el oscuro periodo de la historia
nacional en el que los partidos Liberal y Conservador se enfren-
taron por el poder en una lucha a muerte. Rojos y azules, ambos
por igual, organizaron grupos armados que cometían a su nom-
bre los más aberrantes crímenes, en una constante retaliación
de lado y lado que dejó para la historia una de las épocas más
sangrientas de Colombia. Las lecciones aprendidas que men-
ciono nos mostraban a los inexpertos cadetes los orígenes, la
forma de actuar, la conformación, los objetivos y motivaciones
de los causantes de esa violenta época. Aprendí que los partidos
políticos y sus dirigentes eran los indiscutibles responsables de
la horrible tragedia, del desbordado apasionamiento y de la

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muerte de miles y miles de colombianos, la mayoría de ellos,
ayer como hoy, humildes, pobres y abandonados habitantes de
la ruralidad colombiana, nuestros campesinos, utilizados y
engañados por los gamonales políticos y sus grupos arma-
dos. Una responsabilidad no asumida y una deuda histórica
diluida en el tiempo.
Toda mi vida estaré agradecido con la formación que recibí
en la Escuela Militar. Jamás olvidaré a mis maestros civiles,
personajes de renombrado currículum académico, cada uno
experto en la materia, verdaderos educadores no solamente
del conocimiento sino ejemplos de virtud, personalidad y con-
vicciones. De los instructores militares, tenientes y capitanes
que más tarde ocuparían las más altas responsabilidades del
mando, aprendí que no existe mayor hermandad que la que se
forja en el campo de combate, quienes día y noche me incul-
caron la moral, la ética, los principios y los valores. La mayor
parte de mis instructores militares eran expertos en el arte de
la guerra y luego de participar en la guerra de Corea –entre
1950 y 1953– los identificábamos por su experiencia, hazañas
y actos de heroísmo al frente de sus hombres. Para nosotros
eran ejemplo de motivación y así se comportaban cuando nos
hablaban de los horrores y realidades de la guerra.

EL SUBTENIENTE MORA
En diciembre de 1964 me gradué como subteniente del Ejército
de Colombia. No cambiaba por nada mi uniforme de oficial y a
partir del 1 de enero de 1965 empecé a recorrer ciudades, cam-
pos y montañas, con la absoluta decisión de defender el sistema
democrático y al pueblo colombiano, que a partir de entonces
se convirtieron en mi prioridad. Era parte del Ejército Nacional,
la institución a la que había decidido entregarle mi juventud y

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mi vida. El único Ejército del pueblo colombiano, el Ejército de
la Constitución y la historia, descendiente de los guerreros que
nos dieron la libertad.
En el grado de subteniente, mi primer traslado fue al fuerte
militar de Tolemaida en el departamento de Cundinamarca.
Posteriormente me enviaron al Batallón Cazadores, para la
época acantonado en el municipio de Cunday, en el Tolima. No
tardé mucho tiempo en afrontar mi primera experiencia de
orden público. Corría el año de 1966 cuando fui trasladado al
Batallón Juanambú, con sede en el municipio de Florencia y con
responsabilidad en todo el departamento del Caquetá. 
En el Juanambú me seleccionaron para integrar una unidad
especial de combate con el cargo de comandante de pelotón –
cuarenta hombres- y me enviaron al municipio de San Vicente
del Caguán con la misión de cerrar el paso del grupo guerrillero
que huía acosado por las famosas contraguerrillas del Ejército,
poderosas en todo sentido desde el punto de vista militar. En
aquella época no existían los soldados voluntarios ni los llama-
dos soldados profesionales, únicamente los conscriptos que
prestaban el servicio militar obligatorio.
En esos momentos, los contraguerrilleros perseguían un
reducto de las recién fundadas Farc, en el que se encontraba su
máximo cabecilla, Manuel Marulanda, alias Tirofijo, quien
había estado a punto de caer en uno de los tantos combates que
se presentaban día y noche en una zona de selva espesa y sin vías
de comunicación. Los militares identificaron esa persecución
como Operación Pato, pero el jefe guerrillero y su grupo logra-
ron eludir el cerco y se refugiaron en los llanos del Yari, en el
departamento de Caquetá.
El desarrollo de la operación exigió largas caminatas y
extensos patrullajes desde Florencia porque no existía carre-
tera para llegar a la población de San Vicente del Caguán, un

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pequeño caserío poblado incrustado en la cordillera y rodeado
por la espesa selva de la región. 
Las contraguerrillas que perseguían al grupo de las Farc
en su huida y nosotros, que fuimos enviados para cerrarles el
paso, nos encontramos en una pista de aterrizaje para aviones
pequeños en las afueras del pueblo. En mi memoria perma-
nece el impacto que me causó ver a los contraguerrilleros, con
sus uniformes que mostraban muchos días sin poderse cam-
biar y una espesa barba. También me llamó la atención el
armamento que portaban, moderno y de importante capaci-
dad de fuego, así como el voluminoso y pesado equipo que car-
gaban a sus espaldas, conocido como La casa del combatiente.
Del enorme morral colgaban loros, papayas, plátanos, y otras
frutas y animales que hacían parte de la supervivencia y larga
travesía por la jungla. Esa oportunidad me permitió conocer
los detalles de la persecución y los numerosos combates en
medio de la selva. En sus rostros, sus uniformes y sus desgas-
tadas botas, se notaba el impresionante esfuerzo que habían
realizado, pero en sus miradas se notaba fortaleza y espíritu
de combate.
En aquella primera experiencia me llamó poderosamente
la atención la manera como estaban conformadas esas contra-
guerrillas: cada una tenía cerca de cuarenta hombres, la mitad de
ellos oficiales y suboficiales, y la otra mitad civiles –exguerrille-
ros de las llamadas guerrillas liberales que se amnistiaron, des-
movilizaron y entregaron las armas pocos años atrás–.
La integración a la sociedad de esos hombres le permitió al
Ejército contratarlos legalmente para engrosar sus filas en con-
dición de combatientes en las unidades de contraguerrillas.
Ese encuentro fue mi primer contacto con la realidad de la
guerra, mi ‘bautizo’. Imágenes inolvidables que han perdurado
en mi memoria. Además, todo esto ocurrió en el Caquetá, un

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hermoso territorio de selva y ríos que habría de marcar para
toda la vida mi trayectoria personal y militar.

LA COLOMBIA DE AQUELLA ÉPOCA


Debido a mi edad, no viví la época de la violencia política que
sacudió a Colombia a finales de la década de los años cuarenta
y cincuenta del siglo pasado; los hechos acaecidos en ese periodo
fueron fundamentales en la enseñanza que recibí durante mi
permanencia en la Escuela de formación del Ejército.
El énfasis académico se concentró en estudiar lo que había
sucedido en las zonas rurales del país, donde en un absurdo y
horrendo baño de sangre los grupos políticos armados descar-
gaban el odio contra todo aquel que pudiese ser identificado
como adversario. Por desgracia todo esto aconteció en los cam-
pos, donde los principales afectados fueron los indefensos
campesinos.
El Ejército de entonces era una fuerza pequeña con pocos
efectivos, pobremente armados y con una organización que no
le permitía ejercer presencia y control en el extenso territorio
nacional, donde la violencia política se ensañaba contra las
comunidades más indefensas, pobres y apartadas.
En lo que a mí respecta, debo precisar que en la Escuela
Militar nos prepararon para ejercer el mando de pequeñas uni-
dades con énfasis en la defensa de los colombianos –especial-
mente de las zonas rurales– y la parte militar privilegió la táctica
y la inteligencia.
En honor a la verdad no recuerdo haber recibido orienta-
ción a favor o en contra de uno u otro partido político. Más
tarde, en mi desempeño como oficial, el partidismo tradicional
no fue determinante y me concentré en el aspecto militar de la
misión, es decir, la defensa del sistema democrático, la sociedad

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civil y combatir los grupos armados que le habían declarado la
guerra al sistema.  
Las aulas de clase nos dieron los elementos suficientes para
entender que la insensata intervención y la ambición desenfre-
nada de los políticos, los llevó a buscar de manera irresponsa-
ble que el Ejército y la Policía intervinieran para inclinar la
balanza institucional a favor de unos u otros. Orientaron sus
intereses hacia ese remolino de anarquía y confusión, y al final
lograron que algunos pocos militares y policías se sintieran
atraídos y tomaran partido en aquella guerra política.  
El enfrentamiento partidista llegó a tales niveles de degra-
dación que en 1953 los dirigentes de los partidos tradicionales,
Liberal y Conservador, desbordados por la violencia y la ines-
tabilidad institucional, acordaron buscar soluciones para frenar
el baño de sangre. Ahí surgió la fórmula de entregarle el poder
al general Gustavo Rojas Pinilla.
La ascensión de Rojas no estuvo exenta de un amago de cri-
sis institucional porque aquel 13 de junio de 1953 Colombia
tuvo tres presidentes en un solo día: Roberto Urdaneta Arbeláez,
en su condición de designado y encargado de la Presidencia;
Laureano Gómez, presidente electo, que había traspasado el
poder al designado y en la mañana de ese día llegó al palacio
presidencial, convocó un consejo de ministros y anunció que
reasumía la presidencia, retiraba del cargo al presidente encar-
gado Urdaneta, y llamaba a calificar servicios al general Rojas
Pinilla y a otros militares.
El día transcurría en medio de una crisis política sin ante-
cedentes y los líderes de los partidos buscaban afanosamente
una solución. De manera simultánea, los mandos militares tam-
bién debatían y realizaban contactos internos y políticos ante la
posibilidad de que con el paso de las horas se llegara al desen-
lace que habría de ponerlos a las puertas de la historia.

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La incertidumbre habría de quedar despejada hacia la
medianoche, cuando Rojas Pinilla llegó a palacio acompañado
de algunos de los generales más cercanos y asumió el poder. A lo
largo del tiempo algunos historiadores han sostenido que el
general Rojas le insistió a Urdaneta que asumiera la presiden-
cia con el respaldo del mando militar, pero no aceptó debido a
quebrantos de salud, según sus propios argumentos.
Rojas asumió la presidencia en medio de una gran acepta-
ción pública y en coyunturas históricas imposibles de descono-
cer: con el respaldo de los dos partidos políticos tradicionales,
sin combates, sin disparos, sin revueltas y sin hechos de violen-
cia. Uno de los más importantes líderes políticos liberales de la
época, Darío Echandía, calificó lo sucedido como “un golpe de
opinión”.
El discurso de posesión del nuevo mandatario aquella noche
del 13 de junio fue muy corto, pero importante por su referen-
cia a la violencia política del momento y por su influencia en el
pensamiento de los futuros generales.
El jefe de Estado tenía su propia percepción de lo que signi-
ficaban para el país las guerrillas que azotaban amplias regiones,
especialmente en los llanos orientales, Santander, Cundinamarca
y Tolima, y por esa razón en la primera semana de su mandato
ordenó suspender las acciones militares en las zonas más afecta-
das por la violencia e invitó a las guerrillas acogerse a la política
de paz del gobierno, que incluía una amnistía general.
El 22 de junio respondieron al generoso ofrecimiento de la
amnistía desde los llanos orientales y poco a poco se sumaron
grupos de otros sectores del país; pero al final de cuentas no
todos los grupos guerrilleros cumplieron con la desmoviliza-
ción y entrega de las armas.
Por designación presidencial, el encargado de liderar los con-
tactos fue el general Alfredo Duarte Blum, quien se entrevistó con

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los cabecillas y logró desmovilizar a más de 1.500 integrantes de
las guerrillas liberales de los llanos, al mando de Guadalupe
Salcedo. Otros jefes subversivos de diferentes zonas del país se
acogieron a la amnistía y ordenaron desactivar sus grupos, pero
no todos obedecieron y algunos continuaron su accionar violento,
especialmente en el departamento del Tolima, donde los enfren-
tamientos y las divisiones internas dieron paso, para desgracia de
Colombia, al nacimiento de las Farc.  
La desmovilización de los guerrilleros liberales de los llanos
se constituyó en uno de los hechos más importantes en la bús-
queda por superar la crisis que se vivía en aquella época. Quienes
hemos vivido inmersos en tantos años de violencia e investiga-
mos los pormenores de ese episodio histórico, podríamos caer
fácilmente en el romanticismo, pero es apasionante leer docu-
mentos, testimonios y ver las fotografías de aquellos guerrille-
ros con armas en la mano, en sus caballos llaneros a galope
tendido, a lado y lado del carro del general Duarte, quien ate-
rrizó en un avión de la Fuerza Aérea en una pequeña pista,
acompañado de una reducida delegación oficial no armada, sin
escoltas y vistiendo su uniforme militar.
Podría afirmar con absoluta certeza que este hecho se con-
virtió en el punto de partida de la participación de los militares
en la búsqueda de la solución del conflicto interno colombiano.
El general Duarte Blum, quien poco después sería ascendido a
comandante de las Fuerzas Militares, fue el primero –pero no
el último– de los militares en hacer parte de procesos de nego-
ciación cada vez que los gobiernos tomaban la decisión de avan-
zar en este tipo de acercamientos. Actitud valiente, leal y
democrática de la institución castrense frente a actuaciones polí-
ticas de difícil aceptación por parte de los líderes militares.
Como señalaba antes, hubo reductos de guerrillas que no
se desmovilizaron en la amnistía del general Rojas Pinilla y

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entonces adoptaron el concepto del “empleo de todas las formas
de lucha”. Me refiero a la filosofía, pensamiento y forma de
actuar del Partido Comunista y sus brazos armados, que enten-
dieron esa premisa como su principal método para manipular
las masas campesinas trabajadoras y explotar las deficiencias
sociales del Estado, representadas según ellos por la oligarquía
y el imperialismo. De igual manera, los grupos armados encon-
traron en la combinación de todas las formas de lucha la justi-
ficación a sus acciones violentas y criminales.
Esa conjunción de política radical antisistema y grupos alza-
dos en armas generaría una nueva ecuación política en
Colombia: pasamos de la violencia política a la violencia comu-
nista, guerrillera, al conflicto armado interno que nos agobia-
ría durante más de cincuenta años.

CONTEXTO MUNDIAL Y REGIONAL


Tras la culminación de la Segunda Guerra Mundial en 1945, el
planeta se encontró con la llamada Guerra Fría y los países se
vieron forzados a alinearse con Estados Unidos o la Unión
Soviética. Oriente vs. occidente. Comunismo vs. capitalismo.
Nació así una nueva concepción del conflicto mundial, más peli-
grosa y extrema por la agresividad ideológica y la amenaza del
empleo del poderío militar, más letal que el conocido en la con-
frontación recién terminada.
La tensión que se empezó a generar a nivel mundial no tardó
en llegar a América Latina, que muy pronto vio amenazada su
estabilidad política, social y militar. Podría decirse que en ese
momento se gestó una de las primeras causas del conflicto
interno colombiano.
En medio de la puja por la hegemonía mundial, la Guerra
Fría habría de desencadenar la guerra de Corea, ocurrida entre

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1950 y 1953, que puso a prueba la expansión del bloque comu-
nista. Ese conflicto bélico en tierras lejanas impactó a este lado
del mundo, que terminó involucrado en los intereses políticos
de las potencias y en la participación militar de Colombia.
La guerra entre los dos coreas empezó luego de la invasión
del norte comunista al sur de la península, de influencia esta-
dounidense. La reacción inicial de la naciente Organización de
las Naciones Unidas, ONU, fue pedirles a los países asociados
que integraran una fuerza militar única, comandada por el gene-
ral estadounidense Douglas MacArthur.
Para Estados Unidos, la participación latinoamericana en
el conflicto tenía un significado especial para sus intereses estra-
tégicos, pero la falta de recursos económicos y deficiencias en
entrenamiento, equipo y apoyo logístico, hacían prácticamente
imposible esa colaboración. Entonces se pensó en integrar una
fuerza colectiva regional a través de la Organización de Estados
Americanos, OEA, opción que presentaba serios problemas
operacionales y por eso poco a poco los países anunciaron que
no irían a la guerra.
En el caso particular de Colombia, Estados Unidos encontró
la manera de financiar nuestra participación y luego de varias reu-
niones entre funcionarios de alto nivel, el 14 de noviembre de 1950
acordaron el envío a Corea del Batallón Colombia, compuesto
por 1.080 hombres. La fragata ARC Almirante Padilla fue la pri-
mera de las embarcaciones que se sumaron a las fuerzas desple-
gadas para afrontar el conflicto bélico contra Corea del Norte y el
bloque comunista conformado por China y la Unión Soviética.
Finalmente, Colombia fue el único país de América Latina
que atendió el llamado de las Naciones Unidas y durante toda
la guerra combatió al lado de la Séptima y la Vigésimo quinta
divisiones de Infantería del Ejército de Estados Unidos y tropas
de otras diecisiete naciones.

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Imposible pasar por alto el valor y sacrificio de nuestros sol-
dados y marinos, 131 de los cuales ofrendaron sus vidas, 374
resultaron heridos, 79 desaparecieron en combate y 28 de ellos
retornaron a las filas del batallón luego de haber sido hechos
prisioneros y padecer el cautiverio comunista.1
La participación militar colombiana en la guerra de Corea
durante cerca de cuarenta meses tuvo un enorme impacto ins-
titucional en el Ejército por el sacrificio, experiencia y enseñan-
zas que acumuló luego de haber participado en un conflicto
internacional de esa  magnitud. Me atrevo a afirmar que el
Ejército colombiano era uno antes y otro después. No podía ser
distinto porque en Corea se enfrentaban fuerzas armadas poten-
tes y modernas, que aplicaron las más sofisticadas doctrinas de
la guerra regular.
El regreso del batallón Colombia de Corea trajo innovacio-
nes y nuevas metodologías, que el Ejército analizó para buscar
la mejor manera de aplicarlas en el cumplimiento de su misión
contra los grupos guerrilleros. En sus muchos escritos sobre el
tema, el general Álvaro Valencia Tovar (q. e. p. d.), uno de los
más prestantes oficiales del Ejército, reconoció el valor de la
experiencia adquirida por el Batallón Colombia en Corea y la
calificó como el “Tercer momento militar del siglo XX”.
Con todo, una cosa era una guerra internacional y otra muy
distinta un conflicto armado interno con las complejidades geo-
gráficas de un país como el nuestro. Así las cosas, la atipicidad
de la situación política llevó al Ejército a desplegar un disposi-
tivo disperso en el territorio nacional, con pequeñas fracciones
de tropa en regiones lejanas, sin posibilidades de apoyo. Este
panorama se convirtió muy pronto en una debilidad táctica y

1 Álvaro Valencia Tovar y Jairo Sandoval Franky. Colombia en la guerra


de Corea. Editorial Planeta, 2001, pág. 319.

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estratégica, debido a las dificultades en el empleo de la fuerza,
y los militares terminaron cumpliendo funciones y misiones
típicas de la Policía. 
Esta ecuación político-militar habría de producir un efecto
muy complicado porque las tropas que patrullaban el territorio
nacional empezaron a ser presas fáciles de los grupos rebeldes.
La revolución cubana de comienzos de 1959 fue determi-
nante para las guerrillas comunistas de la región porque el nuevo
régimen de la isla encabezado por Fidel Castro decidió promo-
ver alzamientos rebeldes mediante la creación de guerrillas
urbanas y rurales con el único propósito de buscar la toma del
poder. La estrategia fue exitosa y varios movimientos armados
terminaron en gobiernos de izquierda que a su vez no tardaron
en ser contrarrestados con golpes de Estado y dictaduras civi-
les y militares en varios países de América Latina.
Una vez materializado el triunfo de la revolución, los líde-
res cubanos no tardaron en mostrar su verdadera orientación
ideológica y se alinearon con el bloque comunista liderado por
la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS.
Desde el primer día, el movimiento revolucionario impuso
medidas extremas de restricción a todas las actividades ciuda-
danas y ejerció un control absoluto contra aquellos que no se
identificaban con la causa. Se llevaron a cabo, entonces, los jui-
cios revolucionarios característicos de estos regímenes, ordena-
dos por el tribunal presidido por uno de los líderes de la
revolución, Ernesto “Che” Guevara, que casi siempre termina-
ban en fusilamientos. En una intervención ante la ONU en
diciembre de 1964, el Che Guevara expresó sin pudor alguno:
“Nosotros tenemos que decir aquí lo que es una verdad cono-
cida, que la hemos expresado siempre ante el mundo: fusila-
mientos, sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando,
mientras sea necesario”.

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La relación de la revolución cubana y las guerrillas colom-
bianas se materializó a través de respaldo político-ideológico,
refugio, entrenamiento, dotación, asesoría, logística, atención
médica y armamento. Esa intervención en nuestros asuntos
internos influyó de manera directa en el fortalecimiento de los
grupos guerrilleros y en el escalamiento del conflicto armado
en Colombia. Aún hoy, a pesar de los cambios producidos en el
ordenamiento mundial, Cuba se identifica plenamente con estas
organizaciones armadas en lo ideológico, político y militar.
A pesar de que en la isla recién empezaba a acomodarse el
nuevo régimen, en Colombia se produjo un asesinato de corte
político que habría de ser definitivo en las siguientes décadas:
la muerte a tiros de Jacobo Prías Álape, alias Charro Negro, en
enero de 1960.
De tiempo atrás las guerrillas liberales y comunistas habían
buscado refugio en el pequeño poblado de Gaitania, Tolima,
para protegerse del asedio conservador. Pero la relativa tranqui-
lidad que se vivía allí fue rota el 11 de enero de ese año, cuando
varios guerrilleros liberales, también conocidos como “Los lim-
pios”, al mando de Jesús María Oviedo, alias Mariachi, balearon
en las calles del caserío a Charro Negro, considerado el jefe más
importante y de mayor proyección en el ala comunista de las
guerrillas.
Charro Negro no era un guerrillero cualquiera. Estaba
casado con Rosa, hermana de su inseparable amigo Pedro
Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo.
Los dos compadres se habían conocido años atrás en la época
de La Violencia y comandaron guerrillas comunistas en el sur
del Tolima. A diferencia de Tirofijo, Charro Negro se había aco-
gido a las amnistías decretadas, primero, por el general Gustavo
Rojas Pinilla y, luego, por el primer presidente del Frente
Nacional, Alberto Lleras Camargo.

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En el momento de su muerte, Charro Negro había sido ele-
gido miembro del Comité Central del Partido Comunista y de
inmediato fue reemplazado por Tirofijo, quien asumió el mando
de algunos centenares de guerrilleros comunistas que se insta-
laron en el valle de Marquetalia, al sur del Tolima. 
Así, las guerrillas de Tirofijo empezaron a realizar acciones
terroristas que habrían de escalar en enero de 1964, cuando
emboscaron una patrulla de abastecimientos del Ejército, derri-
baron una avioneta y secuestraron a los dos pilotos.
Esa y otras incursiones, sumadas a un sonado debate en el
Congreso en el que el senador Álvaro Gómez Hurtado denun-
ció la existencia de las que llamó repúblicas independientes
en diferentes lugares del país, llevaron a las Fuerzas Militares a
desplegar una vasta acción militar bautizada como Operación
Soberanía.
El despliegue de tropas más importante se concentró en la
región de Marquetalia, donde se refugiaban Tirofijo y sus hom-
bres, y fue desarrollada entre el 28 de mayo y el 22 de junio de
1964, un tiempo relativamente corto para una operación de
tanta importancia y magnitud.
La Operación Soberanía –como la llamaron las Fuerzas
Militares– o Marquetalia –como la denominaron los guerrille-
ros porque ese era el nombre de la finca donde Tirofijo montó
su cuartel general y concentró más o menos doscientos hom-
bres en armas–, fue planeada en el Departamento de Operaciones
del Ejército, dirigido en aquel entonces por el coronel Álvaro
Valencia Tovar.
El mando fue encargado al coronel Hernando Currea Cubides,
comandante de la Sexta Brigada del Ejército con sede en Ibagué.
En total participaron 2.400 militares, de los cuales 975 realizaron
el ataque sobre una zona selvática rodeada por altas montañas
donde los guerrilleros se atrincheraron y dominaron alturas, rutas

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de aproximación y caminos, lo que hizo muy difícil el avance de
las tropas. Los demás militares, cerca de 1.500, fueron enviados a
cerrar las salidas de la extensa cordillera para evitar la fuga del
grupo guerrillero, pero al final no pudieron evitarlo.  
La Operación Soberanía culminó con el asalto aéreo sobre
el cuartel de Tirofijo en Marquetalia, llevado a cabo por el
Batallón Colombia, al mando de su comandante, el coronel José
Joaquín Matallana Bermúdez, quien desembarcó personal-
mente con 150 hombres en cuatro helicópteros, la máxima capa-
cidad de transporte de la Fuerza Aérea en ese momento.
Las tropas ocuparon el área y los guerrilleros la abandonaron
en desbandada, quemaron casas y ranchos, destruyeron todo lo
que habían construido y se desplazaron en dirección a Río
Chiquito sin entrar en combate. El 14 de junio de 1964, el coro-
nel Matallana izó la bandera nacional en la inhóspita región. 
Las bajas fueron muy pocas porque la operación no estaba
encaminada a contar guerrilleros muertos, y esa no era la
misión ni el objetivo. Se trataba de recuperar para el Estado un
territorio que la guerrilla ocupaba y consideraba como propio.
El Ejército sufrió al menos diez muertos y por parte de la gue-
rrilla un reducido número de bajas. Lo único cierto fue la muerte
de uno de los jefes guerrilleros más importantes de esa organi-
zación: Isaías Trujillo.
Años después, y hasta el día de hoy, las Farc construyeron
alrededor de aquel momento histórico un montaje de victimi-
zación y tejieron leyendas exageradas, deformadas y falsas,
supuestamente heroicas, según las cuales “45 campesinos con
rudimentarias escopetas resistieron contra 16.000 incompeten-
tes soldados muy bien armados y una flota de aviones con bom-
bas Napalm, propias de la guerra biológica”. Toda una entelequia. 
Esa ficción les sirvió para montar la historia de su naci-
miento en hechos que solamente fueron reales en el imaginario

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de la organización guerrillera, necesarios sí para embaucar inge-
nuos seguidores y algunos intelectuales de izquierda interesa-
dos en mitificar a esa organización. El final inobjetable de la
operación fue la ocupación y recuperación de Marquetalia para
el Estado y la institucionalidad. Las bajas en combate no eran lo
importante y menos el objetivo. La misión se cumplió.  
Dispersas las fuerzas guerrilleras del sector de Marquetalia,
Tirofijo convocó una primera asamblea, conocida como del
Bloque Sur, en la que tomaron varias decisiones: designar una
dirección conjunta para operar mediante guerrillas móviles;
promover una reforma agraria de siete puntos bajo los postula-
dos del Partido Comunista y publicar un manifiesto, firmado el
20 de julio de 1964. Los hechos sucedidos durante ese año con-
ducirían a la posterior formación del primer grupo de guerri-
llas derivado del conflicto armado interno que empezaba a
gestarse en Colombia: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia, Farc, con tendencia claramente prosoviética, según
consta en documentos de la propia organización.
En 1964 me desempañaba como alumno de último año de
estudios en la Escuela Militar de Cadetes con el grado de alfé-
rez de infantería. Allí llegaban los resultados de las operaciones
y detalles de los acontecimientos, en documentos conocidos
como “Casos tácticos”. El análisis de las operaciones y sus resul-
tados eran narrados por los propios participantes, que eran invi-
tados a presentar las explicaciones en un ambiente de profunda
autocrítica y se constituían en material de estudio y análisis obli-
gatorio. La memoria me lleva a reconocer que tal vez esa era una
de las materias de estudio que más atraía mi atención por su rea-
lismo, exactitud y enseñanzas. Así nos preparábamos para ir al
combate.
Otro grupo guerrillero que optó por atacar al Estado y a su
institucionalidad, fue el Ejército de Liberación Nacional, ELN,

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que se dio a conocer a nivel nacional el 7 de enero de 1965 con
el asalto al municipio de Simacota, Santander. Su inclinación
ideológica era claramente procubana porque en la isla se prepa-
raron, organizaron, entrenaron y armaron. Una vez estuvieron
listos, partieron a Colombia a realizar sus primeras acciones
criminales.
Dos años después, en 1967, apareció el Ejército Popular de
Liberación, EPL, de tendencia pro-China, según documentos
internos de la misma organización. El EPL concentró su mayor
accionar en los departamentos de Córdoba y Antioquia. 
Estos tres grupos guerrilleros surgidos en la década de 1960
le declararon la guerra al Estado con sus acciones violentas y
terroristas que afectaron especialmente a la población campe-
sina indefensa, a los más débiles, al pueblo que supuestamente
decían defender. Toda una falsa y absurda historia de inacepta-
ble justificación.
Pero habrían de surgir otras organizaciones subversivas,
como el Movimiento 19 de abril, M-19, de corte nacionalista,
que nació como consecuencia del polémico resultado de las
elecciones presidenciales de 1970. En los primeros años de la
década de 1980 también vieron la luz grupos de menor impor-
tancia como el Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT;
el movimiento armado Quintín Lame y la Corriente de
Renovación Socialista, CRS.
Como ya mencioné, desde sus primeros días la revolución
cubana se dedicó a exportar su ideología e incentivar la crea-
ción de movimientos subversivos urbanos y rurales en casi todos
los países de América Latina. Los colombianos sufrimos ese
fenómeno de manera trágica y destructiva porque los alzados
en armas practicaron la denominada ‘justicia revolucionaria’, es
decir, el juzgamiento y fusilamiento de población indefensa,
pero también a los propios integrantes de su organización. Con

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el pretexto más insignificante asesinaron a miles de civiles y hoy,
cuando los pactos de paz les permiten hacer política, niegan lo
que hicieron y diluyen su responsabilidad en el tiempo y en la
memoria. Con el mayor cinismo y desvergüenza justifican sus
actuaciones criminales, con la absurda justificación de la ‘lucha
armada’ contra el Estado.  
Además de los grupos subversivos en Colombia, en la
década del sesenta surgieron guerrillas rurales y urbanas en
varios países de América Latina, como los Montoneros, en
Argentina; los Tupamaros, en Uruguay; el movimiento Tupac
Amaru, en Perú; el movimiento Alfaro Vive, Carajo, de Ecuador;
el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, de Chile; y las gue-
rrillas urbanas del Brasil. Todos seguían las orientaciones de la
izquierda internacional.  
Ya en los años ochenta, las guerrillas colombianas se vincu-
laron a las diferentes etapas del negocio del narcotráfico –cul-
tivo, procesamiento, transporte, comercialización– y obtuvieron
recursos ilimitados que les facilitaron adquirir armas y moderno
material de guerra y de comunicaciones para fortalecer su acti-
vidad terrorista. Las Farc lo entendieron muy rápido y respal-
dadas en su robusta capacidad armada y amplia presencia en las
áreas de cultivo, empezaron a competir con los carteles de la
droga iniciando su recorrido como vulgares narcotraficantes,
carentes de cualquier ideología. Si la tenían, en su recorrido
como organización dedicada al narcotráfico la enterraron en las
plantaciones de coca y en los laboratorios de procesamiento del
alcaloide.
En poco tiempo, el narcotráfico se constituyó en el combus-
tible del conflicto. Fue lo peor que pudo haber ocurrido en
Colombia porque penetró el alma de la sociedad y de sus institu-
ciones. Los grupos guerrilleros que pregonaban la lucha social, la
igualdad y la guerra al Estado corrupto, terminaron convertidos

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en carteles del narcotráfico participando en todas las etapas de
ese delito. Perdieron toda justificación ideológica y filosófica alre-
dedor de la supuesta lucha por el pueblo, si es que la tenían. 
Con el tiempo se salieron con las suyas en el acuerdo de
La Habana firmado en 2016, porque las Farc lograron que el
propio gobierno y los países garantes y acompañantes acepta-
ran y justificaran el narcotráfico como parte de su lucha ideo-
lógica. La política de Santos era lograr la firma de los acuerdos
a como diera lugar, y como un tsunami arrolló la ética, la moral,
la justicia, la vida y la lucha de tantos años de los colombianos
de bien. La paz del presidente Santos terminó en un sofisma de
distracción para justificar el terrorismo y el narcotráfico de las
Farc.  

MI VIDA MILITAR Y EL CONFLICTO


Los cinco primeros años de mi vida profesional, entre 1965 y
1970, me llevaron a los departamentos de Cundinamarca, Tolima,
Huila y Caquetá, donde me desempeñé como comandante de un
pelotón de cuarenta hombres con tareas en el llamado orden
público. De esa manera conocí pueblos y veredas y a miles de
familias agobiadas y amenazadas por la guerrilla armada. Según
nos contaban los atribulados campesinos, todo aquel que no estu-
viera de acuerdo con sus postulados y forma de actuar y no decla-
rara su apoyo al movimiento, era objeto de amenazas, muerte o
en el mejor o peor de los casos despojado de su tierra y deste-
rrado. Ese era el accionar de las guerrillas que se movían bajo un
falso ropaje ideológico que nunca practicaron. 
En los años setenta y con el grado de mayor, fui enviado al
Batallón Córdova, con sede en Santa Marta y jurisdicción en los
departamentos de Magdalena y La Guajira. Era la época de
la marihuana y Colombia se había convertido en la mayor

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productora y exportadora de yerba del mundo. El epicentro del
problema estaba concentrado en la costa Atlántica y era normal
el enfrentamiento entre grupos mafiosos que se mataban en las
calles de las ciudades por el control y dominio del mercado.
La corrupción es un efecto propio que va de la mano de este
tipo de delitos y como institución el Ejército no estuvo ajeno a ese
fenómeno, derivado del dinero fácil. Como consecuencia de esta
terrible situación y en medio de un gran escándalo, numerosos
oficiales y suboficiales fueron juzgados y retirados de las filas. En
esas circunstancias y por los cambios efectuados, llegué a esa uni-
dad en calidad de segundo comandante, acompañado de un grupo
de oficiales seleccionados para resolver ese momento de crisis y
transmitirles a las tropas el mensaje institucional de ética y moral.
Como ya he mencionado, la violencia de los años 1940 y
1950 se gestó en el enfrentamiento ideológico y armado de los
partidos políticos tradicionales, que convencieron a algunos
integrantes de la fuerza pública de tomar partido en la contienda
a favor de unos y otros. La solución llegó con el ascenso al poder
del general Gustavo Rojas Pinilla, situación que la historia ha
presentado como un golpe de opinión. Lo cierto es que asumió
la presidencia con el respaldo y beneplácito de los principales
dirigentes de los dos partidos políticos tradicionales, que vie-
ron en la vía militar la solución al sangriento enfrentamiento. 
Me refiero a este tema no con la idea de participar en el
debate sobre la conveniencia o no del gobierno militar; tampoco
me mueve el consabido espíritu de cuerpo para defender o con-
denar las ejecutorias del general Rojas Pinilla al frente del
gobierno. Mi propósito es presentar el debate sobre el pensa-
miento militar frente al conflicto, que comprometió la misión
institucional en el laberinto político de aquel trágico momento.
Luego surgieron las Farc, que se organizaron, armaron y le
declararon la guerra al Estado arropadas en el ideario comunista.

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Su fin último era producir un cambio violento del sistema polí-
tico para implantar por la fuerza un régimen comunista. Y lo
harían mediante su teoría del empleo de todas las formas de
lucha y la toma del poder por las armas, absurda práctica que
orientó su accionar contra los más pobres, humildes y necesita-
dos, especialmente en las regiones más apartadas y lejanas de la
ruralidad colombiana.
Desde la óptica militar, la guerrilla se esforzó muy poco para
lograr el respaldo ideológico de la población y siempre usó la
fuerza de las armas para alcanzar sus objetivos. La arrogancia y
desprecio de sus líderes por el sistema, las instituciones y el pue-
blo en general les hizo pensar que la ideología política llegaría
de la mano con el triunfo de las armas y que la amenaza logra-
ría el sometimiento del pueblo. Esa misma prepotencia los llevó
equivocadamente a pensar que lograrían derrotar a las fuerzas
del Estado.
Por fortuna, la historia mostró que estaban equivocados y
nunca en los más de cincuenta años de enfrentamiento con el
Estado estuvieron ni remotamente cerca de lograr sus objetivos.
Tampoco mostraron interés alguno en obtener respaldo o apoyo
político en la población. Sus prioridades siempre fueron el
delito, el terrorismo, el narcotráfico y la humillación del pueblo,
que sufrió el ataque continuo de un movimiento que se decla-
raba popular, pero orientó sus armas contra su propia gente.
La violencia política y posteriormente la violencia guerri-
llera comunista representaron dos conflictos, dos épocas, cada
una con sus propias características, pero igualmente dañinas,
trágicas e indiscutiblemente conectadas. En medio quedaron
los dirigentes políticos que ostentaron el poder nacional y regio-
nal durante todo el tiempo del conflicto.
Con certeza y convencimiento debo decir que la solución a
los problemas del país nunca pasó por la llegada de los militares

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al poder. Al contrario, la constante fue el respaldo y apoyo a las
decisiones del gobernante civil, en el reconocimiento de la pre-
valencia de ese poder, aun en momentos difíciles, cuando esas
decisiones políticas generaban incomprensión y nuestras mayo-
res preocupaciones por el futuro del sistema, la sociedad y sus
instituciones. 
Por esa razón, el esfuerzo se concentró en mostrarles a los
colombianos que aun en medio del conflicto el soldado estaba
listo para ayudarlo y protegerlo. Esa política institucional dio
frutos porque durante muchos años el Ejército ha sido una de
las instituciones más apreciadas y reconocidas por los colom-
bianos. La opinión siempre valoró que oficiales, suboficiales y
soldados no tuvieran reparo alguno en irse a vivir a la ruralidad
colombiana con las comunidades, donde compartieron sus
angustias y se comprometieron en la defensa y solución de sus
necesidades. Esta forma de pensar y actuar se constituyó en el
centro de gravedad de la institución militar. 
En este punto considero conveniente hacer énfasis en el pen-
samiento expresado por militares de la más alta representatividad
en los cargos y grados alcanzados por su liderazgo, protagonismo
y prestigio. Líderes que se perdieron para la institución y la socie-
dad por defender sus ideales, por alertar el peligro que se corría,
por el disenso respetuoso que generó la incomodidad del gober-
nante y la fulminante decisión de destituirlo. Con todo, la deci-
sión del mandatario de turno fue acatada y respetada por el
general retirado del servicio, del mando militar y de la institución,
en un acto de honor, responsabilidad y respeto.
Las noticias sobre golpes militares en diferentes épocas del
acontecer nacional solamente existieron en la mente de quienes
estaban interesados en el caos y la manipulación. Los políticos
siempre alternaron y ostentaron el poder nacional. Los milita-
res asumieron la responsabilidad de pertenecer a una institución

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apolítica, no deliberante, respetuosa de la prevalencia del poder
civil. Actitud responsable y plena de convicciones instituciona-
les que no impedía cuestionar los hechos amenazantes del acon-
tecer político nacional.
Desde su nacimiento, el escenario natural de las guerrillas
fue el campo, en el que encontraron terreno abonado por el
abandono, la pobreza y la falta de infraestructura. En las zonas
rurales no hubo desarrollo y sí un profundo descontento, caldo
de cultivo adecuado para explotar las debilidades del sistema
democrático. A la subversión no le interesaba la llegada del pro-
greso y de esa manera le quedaba fácil desnudar la ineficiencia
del Estado y justificar sus argumentos violentos. La doctrina
subversiva fue alimentada en forma paralela por la desbordada
corrupción de quienes detentaban el poder y se apropiaban sis-
temáticamente de los presupuestos asignados, y los escasos
recursos que llegaban a las regiones se perdían en la maraña de
la burocracia oficial. La guerrilla encontraba entonces otra
manera de canalizar a su favor la molestia y la desilusión de la
población frente a los políticos y gobernantes de turno.
Cuando el Estado llegaba a construir una carretera, una
escuela, un centro de salud, la guerrilla secuestraba ingenieros
y trabajadores y destruía la maquinaria, extorsionaba a los con-
tratistas o los amenazaba de muerte y de esa manera lograba
paralizar los proyectos y las obras. En otras ocasiones destruía
puentes, torres de energía, acueductos, escuelas, carros trans-
portadores de alimentos, oleoductos, etcétera. En esa absurda y
trágica ecuación el mayor perjudicado era el pueblo al que los
terroristas decían defender. Nunca las Farc mostraron compro-
miso alguno para solucionar o al menos mejorar las condicio-
nes de vida de los campesinos, pues su estrategia se fundamentaba
en el descontento, la desesperanza, la corrupción, el abandono
y la destrucción para explotar la ineficiencia del Estado.

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Por eso creo no equivocarme al afirmar que nunca en su
existencia las Farc llegaron al alma, al sentimiento del pueblo y
muy por el contrario su actitud arrogante, impositiva y amena-
zante lo único que hizo fue infundir miedo en el campesinado,
al que no le quedaba otra alternativa que convivir con el terror
y la angustia. Nunca nuestros campesinos fueron ideológica-
mente comunistas y así lo han demostrado en las urnas ahora
que las Farc se han dejado contar electoralmente. La imposición
de las armas los llevó a vivir en permanente zozobra. A esa dolo-
rosa ecuación se sumó el hecho de que las guerrillas multiplica-
ron sus filas con niños y niñas, hombres y mujeres hijos de
campesinos, reclutados a las buenas o las malas, incorporados
a la organización para empuñar un fusil, matar y convertirlos
en máquinas de guerra sin futuro alguno.
También es cierto que las Farc nunca llegaron a tener poder
o dominio de área alguna del territorio nacional. En honor a la
verdad debo reconocer que aprovecharon la ausencia del Estado
en regiones apartadas y con ello lograron tener una presencia
armada importante que usaron para imponer algún control
sobre la población campesina indefensa a través de la intimida-
ción y la amenaza. Las Farc se hicieron conocer más por el uso
de las armas, el terrorismo y la muerte que por las ideas. 
Durante los últimos sesenta años, la estabilidad democrá-
tica de Colombia nunca ha sido amenazada por los militares,
pese a muchas decisiones políticas relacionadas con el conflicto
que han chocado con la realidad y el compromiso de quienes
enfrentábamos al enemigo. En la historia de la humanidad está
documentado que en tiempos de guerra siempre han existido
desacuerdos por las decisiones políticas del gobernante y el mili-
tar en cumplimiento de su misión. Es la historia de las guerras. 
No fueron pocas las veces en las que el jefe militar expresó
con firmeza sus preocupaciones. La historia así lo confirma.

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Aquellos generales que se destacaron por su discurso, intelecto,
coraje, liderazgo institucional y reconocimiento nacional, fueron
percibidos por el poder político de turno como inconvenientes y
una amenaza. El país perdió líderes de inmenso valor patriótico
e institucional y con ello se afectó de manera importante la moral
de instituciones con profundos valores democráticos. 
Desde el nacimiento de las guerrillas comunistas hasta la
última década del siglo pasado, nuestros gobernantes privile-
giaron sus intereses políticos en la forma de enfrentar la exis-
tencia del conflicto interno. Por esa razón, por décadas fue
notable el desacuerdo conceptual entre políticos y militares
sobre las verdaderas causas de la violencia subversiva y la manera
de enfrentarla. El concepto de “orden público” prevaleció y en
ese marco las Fuerzas Armadas recibieron la orden del gober-
nante de garantizar el desarrollo de la vida normal del país y
combatir la guerrilla con el empleo de todas sus capacidades.
La participación militar en el conflicto colombiano se produjo
por decisión y responsabilidad del poder político, algo normal
en la organización de un sistema democrático.
Doctrinariamente, para una fuerza militar el concepto de
orden público difícilmente tiene significado. Ante la decisión
política de emplear la fuerza y enfrentar la situación nacional
bajo esta concepción, las Fuerzas Militares asumieron el com-
promiso y estructuraron sus propias doctrinas, estrategias, tác-
ticas y reglamentos, que al día de hoy han resistido todo tipo de
ataques de la extrema izquierda nacional e internacional. Esos
detractores atribuyeron las políticas internas del Ejército a la
aplicación de teorías foráneas trasnochadas, propias de la Guerra
Fría como la “política de seguridad nacional” o el concepto de
“enemigo interno”.
Por la trascendencia del tema y sus consecuencias, es impor-
tante plantear la manera como las Fuerzas Militares participaron

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en el conflicto, porque los soldados no decidieron hacerlo motu
proprio. En un sólido sistema democrático como el nuestro, el
empleo de la fuerza le corresponde al poder político. En su
momento, los presidentes tomaron las decisiones, impartieron
las órdenes y estuvieron pendientes de la manera como las
Fuerzas Militares enfrentaban la amenaza armada y terrorista
contra el Estado. Hoy, supuestamente terminado el conflicto,
asistimos a una nueva retaliación de la extrema izquierda tanto
política como armada contra la institución que cumplió la
misión con inmensos sacrificios.
Es el momento de tener certeza sobre la decisión que llevó al
empleo de la fuerza y conocer la verdad de lo que sucedió durante
el conflicto. Los gobernantes que impartieron las órdenes deben
asumir sus responsabilidades y los militares están obligados a expli-
car y asumir también la realidad de los hechos acontecidos en el
campo de combate. Pero lo que no puede suceder es que la res-
ponsabilidad política se desconozca y desaparezca. Es tan evidente
la carga política por las órdenes emitidas, que muchos comandan-
tes militares fueron destituidos por el poder civil, por causas polí-
ticas, conceptuales e institucionales en el manejo del conflicto.
Como ya mencioné, desde mediados de los años cincuenta
casi todos los gobernantes adelantaron conversaciones y nego-
ciaciones con diferentes grupos guerrilleros, unos con resulta-
dos positivos que terminaron en la entrega de las armas y su
desmovilización, y otros sin lograrlo. Pero se les olvidó priori-
zar y mucho menos solucionar las causas reales del conflicto y
ese comportamiento llevó a las guerrillas, especialmente a las
Farc, a entender que la vía de la negociación era una debilidad
del establecimiento y la aprovecharon para reforzar sus argu-
mentos y justificar su existencia.
En forma paralela, políticamente el gobierno oponía a la ame-
naza guerrillera el concepto político de orden público y durante

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muchos años la combatió institucionalmente a través de la estra-
tegia militar conocida como Plan Tricolor, actualizado año tras
año, pero siempre manteniendo el empleo de la fuerza y el cho-
que directo con los grupos guerrilleros. Ni el gobernante de turno
ni el partido político al que pertenecía cambiaron ese concepto y
se aferraron a esa fórmula para no pasar a la historia con la pesada
carga de haber reconocido la existencia del conflicto. A manera
de ejemplo, si hoy le pregunto a un militar de cualquier país del
mundo sobre el significado del concepto de orden público para
una fuerza militar, muy seguramente lo asociará con una misión
para la Policía, como en efecto lo es. 
Bajo esas condiciones, los militares, respetuosos de la pre-
valencia del poder civil, cumplieron su misión constitucional y
asumieron el control del orden público con entrega, sacrificio y
absoluta certeza de alcanzar la victoria. Para hacerlo adaptaron
y adoptaron los conceptos de empleo de la fuerza, organización,
tácticas, estrategias, procedimientos, definición de objetivos, la
misión; es decir, un conjunto de procedimientos, normas y res-
ponsabilidades que conformaron la doctrina interna de las
Fuerzas Militares.
No obstante, la frase abstracta ‘orden público’ se prestó para
que en muchas ocasiones se confundieran las misiones y funcio-
nes del Ejército y la Policía, especialmente en los aspectos jurí-
dico, institucional y político. Con todo y a pesar de las dificultades,
las instituciones hicieron un gran esfuerzo para vencer los obstá-
culos y con entrega y sacrificio, soldados y policías se comprome-
tieron solidariamente en garantizar la continuidad democrática.
Del pacto político entre los partidos Liberal y Conservador
para reemplazar al general Gustavo Rojas Pinilla surgió el Frente
Nacional, que dio paso a la alternatividad en el poder durante
los siguientes dieciséis años. El primer presidente de ese periodo
fue el liberal Alberto Lleras Camargo, quien el 8 de mayo de

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1958 –tres meses antes de su posesión–, reunió a la alta oficia-
lidad del Ejército en el Teatro Patria, al norte de Bogotá, y pro-
nunció un discurso que habría de ser histórico por su contenido
y proyección. Sus palabras sentaron doctrina sobre la que debía
ser la relación entre civiles y militares en la vida política del país.
El siguiente es un extracto de aquella pieza oratoria que hoy
todavía es citada profusamente:

Los ejércitos vienen a ser entonces el más alto, puro, noble ser-
vicio nacional. No se entra a ellos por la paga, ni por ningún estímulo
pequeño. Sino porque se va a servir, de la manera más peligrosa, y
porque se va a vivir en función de gloria, con una constante pers-
pectiva de muerte. ¿Para qué? Para que los demás vivan en paz,
siembren, produzcan, duerman tranquilos, y sus hijos y los hijos de
sus hijos sientan que la patria es un sitio amable y bien guardado.
La política es el arte de la controversia por excelencia. La mili-
cia es el de la disciplina. Cuando las Fuerzas Armadas entran a la
política, lo primero que se quebranta es la unidad, porque se abre
la controversia en sus filas. El mantenerlas apartadas de la delibe-
ración pública no es un capricho de la Constitución sino una nece-
sidad de su función. Si entran a deliberar, entran armadas.
Colombia, como toda nación, pero en este momento más que
cualquier otro, necesita tanto de un buen gobierno como de unas
Fuerzas Armadas poderosas, no solo por su capacidad física de
defensa sino por el respeto y el amor que el pueblo les profese. Yo no
quiero que las Fuerzas Armadas decidan cómo se debe gobernar a
la nación, en vez de que lo decida el pueblo; pero no quiero, en
manera alguna, que los políticos decidan cómo se deben manejar
las Fuerzas Armadas en su función técnica, en su disciplina, en sus
reglamentos, en su personal. Estas dos invasiones son funestas, pero
en ambos casos salen perdiendo las Fuerzas Armadas. La política
mina la moral y la disciplina de las Fuerzas Armadas.

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El gobierno próximo defenderá en el campo político a las
Fuerzas Armadas contra cualquier ataque, contra todo agravio,
contra toda injusticia. Yo he dicho que considero que es injusto y
aberrante que mientras los civiles se perdonan, se amnistían y se
abrazan, y borran todos los agravios que se hicieron, haya quienes
piensen que se puede atacar a miembros de las Fuerzas Armadas
por acciones que condujeron bajo órdenes superiores del gobierno,
en condiciones tremendas de peligro, y en medio de una situación
de locura y confusión colectiva. Si hay algo que castigar, que depu-
rar, que corregir, se corregirá, se castigará, se depurará, por las
propias Fuerzas Armadas, por su justicia, por las reglas de su dis-
ciplina excepcional, y no con intervención de acciones de políticas
parciales y parcializadas.
Pero, así como tal gobierno va a respetar en esa forma inequí-
voca a las Fuerzas Armadas, va a exigir una absoluta reciprocidad
en la conducta de ellas con el gobierno; y la tranquilidad del pueblo
va a estar como debe, confiado a los miembros de las Fuerzas
Armadas. Ese debe ser el mandatario de una república. Como
estoy ahora aquí, solo, entre ustedes, así estaré hasta el término de
mi mandato.

Cuatro años después, en septiembre de 1962, en el primer con-


sejo de ministros convocado por el recién posesionado presi-
dente Guillermo León Valencia, el ministro de Guerra, el general
Alberto Ruiz Novoa, presentó la primera estrategia de Estado
encaminada a enfrentar la amenaza que representaban los gru-
pos armados que no se acogieron a las amnistías decretadas años
atrás en los mandatos del general Gustavo Rojas Pinilla y del
presidente Alberto Lleras Camargo.
Se trataba del Plan Lazo, una estrategia diseñada por el gene-
ral Ruiz Novoa, que atacaba las raíces sociales y económicas de la
violencia rural y disponía la participación, además del Ministerio

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de Guerra, de las carteras de Obras Públicas, Hacienda, Educación
y Salud. El plan proponía un equilibrio entre las operaciones mili-
tares y la “acción civil”, es decir, nacía para la institución el con-
cepto de las acciones cívico-militares. Así quedó esbozada la idea
original, que en el fondo buscaba aislar a la guerrilla de la pobla-
ción: “Misión: emprender y realizar la acción civil y las operacio-
nes militares que sean necesarias para eliminar las cuadrillas de
bandoleros y prevenir la formación de nuevos focos o núcleos de
antisociales, a fin de obtener y mantener un Estado de paz y tran-
quilidad en todo el territorio nacional”.
El Plan Lazo contemplaba el uso del poder del Estado para
enfrentar la amenaza, con innovaciones estructurales dentro de
las Fuerzas Armadas y orientadas a combatir los grupos irregu-
lares, pero también a participar activamente en la solución de
las causas reales del conflicto.
La estrategia del ministro de Guerra generó todo tipo de deba-
tes, la mayoría de ellos promovidos por sectores de izquierda
nacional e internacional, que interesadamente lo atribuyeron a
una imposición de la política de Estados Unidos como parte de
la Guerra Fría. Ese macartismo llegó al extremo de que los ene-
migos del Plan Lazo cambiaron la Z por S para presentarlo como
Plan Laso (Latin American Security Operation). Se trataba de
deslegitimar la estrategia, restarle importancia y mostrarla como
una imposición de Washington. Fue todo un burdo montaje y no
faltaron los ingenuos que se embarcaron en la guerra ideológica
y le hicieron eco a la farsa. Lo cierto es que el Plan Lazo surgió de
la experiencia de un líder militar, el general Ruiz Novoa. En corto
tiempo el plan se convirtió en la mayor amenaza para los intere-
ses de los grupos armados y por ello mismo había que combatirlo.
Por su elevado nivel, el Plan Lazo fue tal vez la única estra-
tegia de  guerra de los primeros años del conflicto. En su
desarrollo no solo se encontraban tácticas y estrategias sino que

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su contenido ordenaba que cualquier operación militar debía
incluir la atención y solución de los problemas y necesidades
más sentidas de las comunidades. El Plan Lazo significó un cam-
bio estructural en el empleo de la fuerza porque partía del con-
cepto de acción cívico-militar, una doctrina que ha permanecido
y evolucionado en el tiempo como una muestra del pensamiento
y compromiso militar en la solución de las verdaderas causas
del conflicto. Las necesidades de la ruralidad, del campesino,
fueron entonces prioridad de las operaciones militares.
Las llamadas causas del conflicto han desvelado por décadas
a los altos mandos militares. Aquí podríamos hacer un recorrido
a través del pensamiento de importantes generales que se desta-
caron profesional e intelectualmente a través de los grados y car-
gos que ocuparon. En su momento, cada uno de ellos expresó en
privado y en público su pensamiento sobre las verdaderas causas
del conflicto, casi todas atribuidas a las debilidades del sistema, al
abandono, la pobreza y la corrupción. Los planteamientos de los
generales coincidían en aceptar que los campesinos tenían razón
al criticar al establecimiento y en particular a la clase política que
ostentaba el poder.
Estos líderes militares, comprometidos con la misión, con el
uso de la fuerza y con la obtención de la victoria, eran plenamente
conscientes de que mientras no fuesen atendidas y solucionadas
las causas del conflicto, difícilmente podíamos ocupar un espa-
cio en el alma y en el corazón del pueblo, condición fundamental
en un conflicto interno como el que enfrentábamos.
Muy hábilmente, los grupos armados y más concretamente
las Farc, explotaron esas falencias a su favor para justificar su
inaceptable espiral de violencia. Por eso, me parece importante
esbozar las palabras que algunos generales pronunciaron en su
oportunidad y con ellas dejaron hondas huellas en el pensa-
miento de la institución militar:

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General Gustavo Rojas Pinilla (Comandante de las Fuerzas
Militares, presidente de la república).

Discurso de posesión, mayo de 1953: “No más sangre, no más


depredaciones a nombre de ningún partido político. No más ren-
cillas entre los hijos de la misma Colombia inmortal. Paz, dere-
chos, libertad, justicia para todos sin diferenciaciones y de manera
preferente para las clases menos favorecidas de la fortuna, para los
obreros y menesterosos. La patria no puede vivir tranquila mien-
tras tenga hijos con hambre y desnudez”.

General Alberto Ruiz Novoa (Comandante del Ejército,


ministro de Guerra). 

“(…) Es evidente que las injusticias sociales y económicas son


tan generadoras de violencia como del bandolerismo aparecido
como secuela de la violencia política, y que esta situación de des-
equilibrio incide fundamentalmente sobre el orden público, cuyo
mantenimiento corresponde al ministro de Guerra y en cuyo res-
tablecimiento han caído muchos oficiales, suboficiales y soldados,
además de haber costado la vida a militares, de campesinos ino-
centes. Considero mi deber contribuir a que esta situación no se
repita […] es preciso, urgente e inaplazable modificar las estruc-
turas de nuestra sociedad […] Es preciso que busquemos y obten-
gamos reformas fundamentales. Este es el resultado de un sistema
que carece de todo instrumento de estímulo a la producción […]
El gobierno está frenado por los sectores y por las personas
influyentes. Aquí cuando se habla de reforma de las estructuras o
de frenar a los grupos de presión, el argumento más fuerte que se
presenta es el de preguntar ¿cuáles estructuras?, ¿cuáles grupos de
presión? Es bueno que quienes tratan de defender las caducas e

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inadecuadas estructuras y quienes detentan el poder desde los
grupos de presión, se den cuenta que el pueblo colombiano ya
conoce los fenómenos que antes estaban reservados solamente a
los iniciados”.2
“(…) Nosotros sabemos cuál es el origen de la violencia en
Colombia. ¿Quién le ha impuesto a esa masa sin educación, a esa
masa que no ha tenido redención, ese morbo de la violencia?
Todos sabemos que no son las Fuerzas Armadas las que dijeron a
los campesinos que se fueran a matar unos contra otros para ganar
las elecciones. Sabemos que no fueron las Fuerzas Armadas las que
dijeron a los campesinos que asesinaran a los hombres, a las muje-
res y a los niños para acabar con la semilla de sus adversarios
políticos, sino los representantes y los senadores, los políticos
colombianos”.

General Álvaro Valencia Tovar (Comandante del Ejército)

“Los oficiales por principio y por formación intelectual somos


ajenos a la política. Esto no quiere decir que no nos preocupemos
por el acontecer nacional; no podemos estar ajenos a los proble-
mas, los sucesos y a las cosas que ocurren en nuestro alrededor.
El hecho mismo de que tengamos que sostener el orden legítimo,
apoyar a las instituciones, devolver la tranquilidad perdida en
algunas áreas del país, nos obliga a estar en contacto con la realidad
nacional”.3

2 Ruiz, Alberto. 1965, pág. 70.


3 El Tiempo. “El golpe de Estado es para el Ejército un imposible moral”.
Noviembre 5 de 1962.

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General Fernando Landazábal Reyes (Comandante del
Ejército, ministro de Defensa).

“Debe aceptarse que la guerrilla que hoy actúa en Colombia


surgió como la ruta escogida por la concepción política marxista-
leninista de la lucha armada para llegar al poder y que, en las actua-
les condiciones, se alimenta con las realidades de un Estado social,
político y económico que hace posible su expansión y crecimiento”.4
“Se le olvidó a Colombia y a los rectores de sus destinos que
el pueblo les otorgó el poder no para la rendición de sus causas
sino para la victoria de sus principios”.5
“(…) Cuando no se va a las causas de los fenómenos sociales,
se deja al pueblo abandonado a su propio destino y la indiferen-
cia se enseñorea entre las clases dirigentes, el andamiaje de la
rebelión va creciendo, va copando espacio vital, hasta el punto
que los más probos, los más justos, los más patriotas empiezan
a ver en el adversario algo de razón, que agudiza la incapacidad
del gobierno para someterlo a la ley, implantar el orden y garan-
tizar la paz”.6
“El Ejército puede destruir militarmente a la guerrilla, pero la
subversión seguirá mientras no se modifiquen en el campo social,
político, económico, las condiciones objetivas y subjetivas que a
diario resquebrajan y deterioran la conformidad”.7

4 Fernando Landazábal Reyes. El desafío. Editorial Planeta, 1988, pág.


101.
5 Ibídem.
6 Fernando Landazábal Reyes. Políticos y tácticas. Editorial, 1966.
7 Fernando Landazábal Reyes. El precio de la paz. Editorial Planeta,
1987, pág. 242. 

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General José Joaquín Matallana Bermúdez (Jefe del Estado
Mayor Conjunto Fuerzas Militares).

“La realidad es que ciertos jefes políticos durante los últimos


cuarenta años han tenido al Ejército y a las Fuerzas Armadas en
general apagando los incendios que ellos mismos prendieron o
atizaron desde las capitales, no solo por el sectarismo partidista
que los animó en el gobierno o contra él en las primeras etapas del
enfrentamiento, sino por la violencia que hoy generan las carac-
terísticas de un sistema político que se aleja progresivamente de
lo que debe ser una democracia auténtica y que cierra el paso a las
reformas necesarias".

General Rafael Samudio Molina (Comandante del Ejército,


ministro de Defensa).

“Realizar un diálogo sin límite de tiempo, caracterizado por


exigencias unilaterales (de la subversión), sin ofrecer contrapres-
taciones de ninguna naturaleza, en resumidas cuentas, son diálo-
gos en los cuales la subversión impone las condiciones y el gobierno
cumple las demandas, además las pocas, poquísimas ofertas no
son cumplidas, o lo son de manera muy limitada, dándole así al
diálogo la característica de insincero y carente de franqueza y
lealtad”.8

8 Carta al presidente de la república, junio 12 de 1988.

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General Manuel José Bonnet Locarno (Comandante del
Ejército, comandante de las Fuerzas Militares).

“(…) Debemos hacernos esta pregunta: ¿Qué es el conflicto


colombiano? ¿Será que es una simple confrontación armada entre
los actores del conflicto? Y si así fuera ¿cuáles son esos actores del
conflicto? La tendencia política interna y también la internacional
prefiere afirmar que los actores se reducen a los guerrilleros y a los
soldados, que ellos son culpables de todo. La clase política se des-
liga hábil y malignamente de cualquier responsabilidad política,
social, económica, y también histórica, sin olvidar su participación
en el paramilitarismo que en Colombia comenzó con otros nom-
bres desde los albores de esta guerra. En otras palabras, y de
acuerdo con este pensamiento, si mañana desaparecen tanto la
fuerza pública como la guerrilla, el conflicto desaparecería de
forma milagrosa. Ante esta posición simplista nos podemos pre-
guntar: ¿quién es el perpetrador del despojo de tierra, del despla-
zamiento forzado, de la organización de grupos de autodefensa y
de la inequidad rampante que afecta a nuestro país? ¿Y qué pode-
mos decir de la corrupción, que ha saqueado nuestras arcas
durante siglos?
“Cuando mi generación comenzó la carrera militar, encon-
tramos que el país había cambiado su estructura de tenencia de
tierras porque el tema agrario cambió por la fuerza, el asesinato y
las masacres ejecutadas durante la violencia liberal-conservadora
de los años cuarenta y cincuenta”.

A lo largo del conflicto, el pensamiento militar consolidó una


teoría según la cual la derrota de los grupos armados era el
medio para llegar a la paz, fin último de todo conflicto. Así
quedó consignado en importantes documentos. Nunca en la
historia del conflicto la baja en combate de guerrilleros se

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constituyó en una forma de actuar, ni en órdenes, menos en
documentos y mucho menos en el objetivo de la institución.  

LA DÉCADA DECISIVA DEL CONFLICTO


Entre 1990 y 2000 ocurrieron cuatro hechos que por su trascen-
dencia e impacto en la vida nacional significaron para la historia
la que he llamado “década decisiva del conflicto”. Fueron diez
años determinantes para el futuro de Colombia que abrieron el
camino de la victoria militar, la plataforma para llegar al fin del
conflicto y forzar a las Farc a reflexionar sobre la imposibilidad
de lograr el propósito que siempre se trazaron: “la toma del
poder por las armas”. Ante el fracaso de sus aspiraciones, mate-
rializado en la pérdida de la voluntad de lucha, terminaron por
aceptar el ofrecimiento del gobierno de iniciar un proceso de paz.
Por la experiencia acumulada en mi vida militar y mi parti-
cipación en el proceso de La Habana, puedo afirmar con total con-
vencimiento que las Farc no llegaron a la mesa de negociaciones
por su buena voluntad, arrepentidas de sus acciones terroristas,
mucho menos por haber materializado sus planes y doctrinas.
Simplemente fue un acto de supervivencia ante el fra-
caso. Lógicamente, para las propias Farc y sus áulicos de la extrema
izquierda, no aceptar la derrota hace parte de su cálculo político.  
Las cuatro premisas a las que me quiero referir como realida-
des o hechos que se presentaron durante la década final del siglo
pasado, son: el avance del plan estratégico de las Farc como nunca
en la historia del conflicto; la reestructuración de las Fuerzas
Militares; el proceso de paz del Caguán y el Plan Colombia.
En los años noventa, las Farc crecieron de manera exponen-
cial en organización, efectivos y capacidad de realizar ataques
terroristas. Estos logros habían sido esbozados en la séptima y
octava conferencias guerrilleras (máximo nivel de decisión de

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la organización) realizadas en 1982 y 1993, respectivamente.
La primera impuso cambios en la forma de actuar y la segunda
ordenó el avance de la organización hacia la capital de la repú-
blica, de tal forma que les permitiera alcanzar su objetivo fun-
damental: la toma del poder. 
Dichos planes subversivos estaban soportados en el poder
económico que les otorgaba su participación directa en las
diferentes etapas del narcotráfico. Por esa razón, en un momento
determinado del conflicto fueron consideradas el más poderoso
cartel de las drogas. Prueba de ello es la extradición de varios de
sus integrantes, condenados por su participación en el delito.
Ese era el panorama en aquella época y, a manera de auto-
crítica, debo reconocer que durante la mayor parte de esos años
el Ejército sufrió numerosas y dolorosas derrotas en el enfren-
tamiento armado. Dichos resultados tuvieron graves efectos
sobre la moral de las tropas, sumados a la pérdida de credibili-
dad y confianza de los colombianos en su ejército. 
Los adversos resultados operacionales de aquellos años
pasaron a la historia y se hicieron famosos por el nombre del
lugar geográfico donde ocurrieron, por sus implicaciones polí-
ticas, militares y por el impacto que afectó sensiblemente a la
opinión pública. Acciones terroristas que resultaron en la pér-
dida irreparable de hombres y mujeres al servicio de la patria,
que resultaron muertos, heridos, secuestrados o desaparecidos.
Ellos merecen los mayores honores y reconocimientos porque
entregaron su vida por defender a los colombianos. 

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RESULTADOS OPERACIONALES CONTRA EL EJÉRCITO

ESTADÍSTICAS Acciones más significativas de la guerrilla de las Farc contra el Ejército. Década 1990 - 2000
FECHA NOVEDAD
ACCIÓN SITIO DEPARTAMENTO TOTAL
M A MUERTOS HERIDOS DESAPARECIDOS
01 91 Ataque Cerro Girasol Meta 2 2 17 21
03 91 Toma rehenes San José del Nus Antioquia 0 0 42 42
02 92 Explosivos Puerto Berrío Antioquia 13 13 0 26
07 94 Asalto Guamuez Putumayo 17 0 1 18
07 94 Ataque Orito Putumayo 22 0 0 22
04 96 Ataque Puerres Nariño 31 11 0 42
08 96 Ataque Las Delicias Putumayo 27 22 60 109
09 96 Ataque La Carpa Guaviare 24 2 0 26
10 96 Ataque Urabá Antioquia 15 2 0 17
02 97 Ataque San Juanito Meta 16 0 0 16
12 97 Ataque Patascoy Nariño 10 0 18 28
03 98 Ataque El Billar Caquetá 64 19 43 126
06 98 Ataque El Bagre Antioquia 15 0 0 15
08 98 Ataque Pavarando Antioquia 14 14 9 37
08 98 Ataque Miraflores Guaviare 16 26 73 115
08 98 Ataque La Uribe Meta 29 0 7 36
08 98 Ataque Río Sucio Chocó 42 24 21 87
10 98 Ataque Cartagena del Chairá Caquetá 14 0 0 14
11 98 Ataque Mitú Vaupés 16 12 0 28
11 98 Ataque El Retorno Guaviare 21 31 3 55
02 99 Ataque Arauquita Arauca 12 8 0 20
04 99 Ataque Mutatá Antioquia 19 0 0 19
06 99 Ataque Puerto Libertador Cordova 35 0 0 35
07 99 Ataque Gutiérrez Cundimanarca 38 6 0 44
10 00 Ataque Dabeiba Antioquia 54 0 0 54
TOTAL 566 192 294 1052

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El mando militar de la época analizó la situación que se presen-
taba y aun en medio de la adversidad concluyó que las Farc no
tenían una superioridad estratégica, aunque, es cierto, a nivel
táctico reunieron grupos armados numerosos que les represen-
taron una superioridad ocasional sobre pequeñas unidades mili-
tares dispersas, aisladas y descuidadas.
Con todo, tantos años de experiencia y vivencias acumula-
das me llevan a considerar que las Farc no llegaron jamás a con-
trolar o dominar áreas del territorio nacional. En ocasiones,
unas más que en otras, tuvieron presencia importante en regio-
nes apartadas, aisladas y abandonadas, donde mostraban su
poder y capacidad y sometían y humillaban a indefensos cam-
pesinos y a sus familias.
Algunos opinadores sobre el conflicto y simpatizantes ideo-
lógicos aseguran que la presencia armada de las Farc en esas
regiones les otorgaba poder, control y dominio territorial, pero
la verdad es que nunca fue así.
En realidad, lo que sucedía en el conflicto, según el alto
mando y analistas militares, tenía que ver con las deficiencias y
descuidos institucionales, pero de ninguna manera en la forta-
leza o capacidad armada de la guerrilla. 
Para fortuna de nuestro sistema democrático, estos hechos
no llegaron a un nivel superior del conflicto y sus incidencias
se mantuvieron en el nivel táctico de la guerra. Las Farc consi-
deraron que los éxitos alcanzados las habían llevado a escalar
un peldaño más en la intensidad de la confrontación, es decir,
en la guerra de movimientos. Esta interpretación inexacta las
llevó a cometer un error estratégico que terminó en su desca-
labro y finalmente se vieron obligadas a aceptar que nunca, ni
remotamente, estuvieron cerca de alcanzar sus aspiraciones
políticas y militares, aunque mantenían la capacidad de
hacer daño. 

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Con todo, la escalada violenta, sus dramáticos resultados y
la sensación de desamparo, tuvieron efectos en la sociedad
colombiana, plasmados en los resultados de varias encuestas
que la firma Gallup realizó por aquella época. Dos preguntas
reflejan el enorme drama que se vivía. Una de ellas era: “¿Cree
usted que las Fuerzas Armadas colombianas están en capacidad
de derrotar militarmente a la guerrilla?”. En ese momento, junio
de 2000, la respuesta mayoritaria de los colombianos fue: “No
está en capacidad”. Esta segunda pregunta fue formulada en sep-
tiembre de 2001: “¿Cree usted posible que la guerrilla colom-
biana llegue algún día a tomarse el poder por la fuerza?”.
La respuesta mayoritaria de los colombianos fue: “Sí lo cree
posible”.  

LA NECESARIA REESTRUCTURACIÓN DEL EJÉRCITO


El preocupante panorama que se vivía en Colombia a finales de
los años noventa se tradujo en la urgente y necesaria decisión
del mando militar de introducir profundos cambios al interior
del Ejército.
A comienzos de 1998 me desempeñaba como comandante
de la Quinta División con sede en Bogotá, cuando un día el
segundo comandante del Ejército, el general Fernando Tapias
Stahelin, me llamó a su oficina y sostuvimos una trascendental
conversación, tanto personal como institucional. Me compar-
tió una preocupante visión por los sucesivos descalabros ope-
racionales y concluyó que era urgente realizar cambios que
significaran un giro total en lo que estaba sucediendo. 
—¿Qué nos está pasando, Jorge? —dijo profundamente pre-
ocupado—. Quiero que se encargue de presentar una propuesta
que nos permita salir de las dificultades que estamos viviendo,
que afectan de manera importante nuestra credibilidad, que

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exige acciones inmediatas. La situación es insostenible y no
puede continuar.
El general Tapias, un excelente oficial que se caracterizaba
por su forma de ser amable pero decidida, gran conocedor del
alma institucional, se había convertido en el militar con mayor
liderazgo, credibilidad y proyección dentro de la institución.
En ese momento no éramos los mandos visibles de la insti-
tución. Él, segundo comandante del Ejército y yo, comandante
de la división con sede en Bogotá. Pero ante la gravedad de los
hechos y en vista de que nuestra responsabilidad y preocupa-
ción superaban la situación, mi respuesta lógica fue expresar mi
compromiso con la tarea que nos esperaba.
Así, lo primero que hice fue integrar un equipo de oficiales,
suboficiales y algunos civiles al servicio de la fuerza, con quie-
nes definimos un plan de acción con la misión de fortalecer la
institución para facilitar la solución del conflicto armado y rede-
finir el ejército del futuro.
Al cabo de horas y horas de estudio y análisis para identifi-
car las causas de la difícil situación, iniciamos uno de los pro-
yectos institucionales más importantes y decisivos con los cuales
cambiamos la ecuación y reorientamos al Ejército en el objetivo
principal de su misión constitucional. Sobre los reveses sufri-
dos y sus causas, el equipo de trabajo llegó a las siguientes
conclusiones:

• Débil liderazgo y precaria inteligencia.


• Indisciplina operacional.
• Deficiente entrenamiento.
• Dispositivo disperso y débil. 

Con el diagnóstico sobre la mesa, la reestructuración incluyó


como punto de partida el que denominamos “Compromiso de

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Honor”, un documento de alto valor moral y ético, fundamental
para el momento. Fue firmado en un acto privado de connota-
ciones rituales que se realizó en las sedes de las unidades regio-
nales, por los comandantes en todos los niveles del mando. Al
estampar su firma, cada oficial y suboficial reafirmaba su entrega
y lealtad con la misión, al tiempo que se comprometía a ejercer
un liderazgo eficaz en la conducción de las tropas bajo su mando.
En el solemne acto, el oficial o el suboficial, uno a uno, leía el acta
delante de todos los asistentes y luego firmaba un libro que con-
tenía la promesa, al tiempo que recibía una copia del documento
para su archivo personal. Se trataba de darle toda la importancia
al compromiso institucional y fortaleza moral en todos los niveles.
El célebre documento se titulaba “Compromiso con la
patria, el Ejército y la historia” y en uno de sus apartes señalaba:
“Por mi honor de militar asumo el compromiso con la institu-
ción, la patria y ante Dios todopoderoso de cumplir fielmente
con mis obligaciones de comandante y entregar a mi unidad
entrenada, motivada y en plena capacidad ofensiva en un lapso
no mayor de noventa días a partir de la fecha. Entiendo que este
compromiso me implica asumir de antemano las consecuencias
de mis acciones u omisiones y aceptar con carácter, franqueza
y valor moral la responsabilidad que me pudiere caber por fra-
casos y reveces que arrojen culpa, por descuido, negligencia o
abandono en los deberes del mando o la debida ejecución de las
órdenes recibidas y de la misión impuesta”.
Por lo general, la reestructuración o los cambios profundos
en los ejércitos son realizados al final de las guerras. Es el
momento de hacer balances, analizar estrategias, evaluar resul-
tados y revisar tácticas, doctrinas, organización, armamento,
logística e inteligencia. 
Pero la necesidad de renovar nuestro Ejército exigía la
mayor rapidez para reestructurarnos, cambiar y fortalecernos

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en medio de la guerra para ganarla. Así, en marzo de 1998, dos
meses después de la reunión que sostuve con el general Tapias,
emprendimos la gran transformación, basada en una profunda
autocrítica y en la valiosa experiencia de oficiales, suboficiales
y soldados.
La decisión de hacer un cambio a fondo fue totalmente ins-
titucional, sin intervención política ni foránea. “Si hoy promo-
vemos ese cambio es, ante todo, porque los propios militares
son los abanderados de esta iniciativa. A esta institución hace
rato que llegaron los vientos de la transformación y la moder-
nización. Esta reestructuración ha venido de sus entrañas, y el
impulso lo han dado sus hombres. Esa es la garantía del éxito”.9
El conocimiento y participación directa que tuve en el pro-
yecto me autoriza a reiterar que la reestructuración militar fue
adelantada con fundamento en el hombre más que en los
medios, sobre los cuales reconozco su importancia y necesidad
en la guerra. No podíamos atribuir la gravedad de los hechos a
la falta de medios porque el verdadero problema radicaba en el
hombre y en él se centró el énfasis del proyecto. La realidad es
que no combatíamos a un enemigo que fundamentara su forta-
leza en la tecnología o en los medios.
El cambio de actitud mental, el compromiso individual y la
iniciativa institucional, permitieron iniciar el recorrido por el
camino de la victoria. Muy pronto acumulamos batallas gana-
das, incrementamos la credibilidad del Ejército y lo posiciona-
mos en la mente y en el corazón de cada ciudadano como el
principal garante de sus derechos y libertades.
En líneas generales, la reestructuración del Ejército com-
pletó su desarrollo en 2002 con la ejecución de importantes

9 Andrés Pastrana Arango, presidente de Colombia, revista Defensa


Nacional, 1999, pág. 5.

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cambios que nos llevaron a transitar definitivamente por otra
senda, la de la victoria y la definición final del conflicto. Varias
veces me he preguntado: ¿qué hubiese pasado si no hacemos los
cambios e innovaciones planteados en la reestructuración?
En referencia al proyecto que adelantaba el Ejército, el gene-
ral Álvaro Valencia Tovar, uno de los líderes militares del siglo XX
más destacados y reconocidos, escribió un documento que tituló
“El cuarto momento militar del siglo XX”, en uno de cuyos apar-
tes consignó: “No se trata de producir inculpaciones sino exami-
nar realidades porque solo ese examen crítico, franco y sincero,
podrá conducir a los remedios necesarios, que en este que hemos
llamado ‘el cuarto momento militar del siglo XX’. La urgencia del
cambio y su alcance determinan que este debe alcanzar el carác-
ter de auténtica transformación. La transformación deberá llegar
a las raíces mismas de la situación en extremo compleja. Claridad
intelectual para precisar las soluciones y franqueza para admitir
los errores que los ameritan, debe ser la base de la transformación
que reclama ‘el cuarto momento militar del siglo XX’. Si a lo ante-
rior se sobrepone un liderazgo enérgico, inspirado y capaz, el
Ejército de Colombia recobrará su dimensión moral, su eficien-
cia de combate y su voluntad de victoria. Los líderes usan el pasado
para dar forma al futuro, reforzando los valores, recurriendo al
sentido de la historia y estableciendo la continuidad entre el cam-
bio y las fuerzas tradicionales”.10
El centro de gravedad del proyecto de la reestructuración
lo constituyó el concepto de “el líder, el soldado, el hombre, el
combatiente”, es decir, los guerreros, los combatientes, y no
tanto las armas ni los medios, aunque en la guerra estos son
imprescindibles. Al final, fueron ellos, los líderes y los soldados

10 Álvaro Valencia Tovar. El cuarto momento militar del siglo XX. Historia
Proceso de reestructuración del Ejército, pág. 2.

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que con sacrificio, entrega y convicciones, lograrían el cambio
para alcanzar la victoria pocos años después. 

EL PROCESO DE PAZ DEL CAGUÁN


Andrés Pastrana llegó a la Casa de Nariño en agosto de 1998 tras
ganar la Presidencia con la bandera de la paz. Las Farc habían
sido decisivas en su elección y el nuevo gobierno arrancaba con
el anhelo de los colombianos de alcanzar la tranquilidad des-
pués de años y años de confrontación en los que la percepción
generalizada era que la guerrilla iba ganando la guerra.
Pastrana se había comprometido a despejar 42 mil kilóme-
tros de cinco municipios de Meta y Caquetá para facilitar la rea-
lización de los diálogos, decisión que al comienzo los colombianos
asumieron con escepticismo, pero también con esperanza.
El mismo día de su posesión, el nuevo mandatario designó
el equipo que lo acompañaría: ministro de Defensa, Rodrigo
Lloreda Caicedo; comandante de las Fuerzas Militares, general
Fernando Tapias Stahelin; comandante de la Armada Nacional,
almirante Sergio García Torres; comandante de la Fuerza Aérea,
general José Manuel Sandoval y posteriormente el general
Héctor Fabio Velasco Chávez.
Llegar al comando del Ejército significaba alcanzar el escalón
más alto de mi carrera militar, que había transcurrido normal-
mente como la de todos los oficiales comprometidos con la defensa
de los colombianos y el cumplimiento de la misión en campos y
ciudades. Había realizado todos los cursos de ley para ascender y
me había desempeñado como comandante del batallón de para-
caidistas Serviez, con jurisdicción en los departamentos del Meta
y Guaviare. Posteriormente, en la época del difícil proceso con las
Farc del presidente Belisario Betancur, a mediados de los ochenta,
fui comandante del batallón aerotransportado Colombia, con

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puesto de mando en el municipio del Doncello, Caquetá. Más
tarde, llegué al comando de la Escuela de Infantería, cumpliendo
así una aspiración muy importante a nivel profesional. Con el
ascenso al grado de brigadier general fui destinado a comandar
una unidad militar recientemente creada y de mucha importan-
cia en aquel momento por su organización: la Brigada Móvil No.
1. La nueva estructura no tenía base fija y tampoco jurisdicción,
pero sí una misión precisa: el Secretariado de las Farc en cualquier
parte del territorio nacional. Otro cargo que desempeñé más ade-
lante fue el de comandante de la Cuarta Brigada con sede en
Medellín y jurisdicción en Antioquia y Chocó. Poco tiempo des-
pués fui asignado al comando de la V División del Ejército con
sede en Bogotá. Finalmente, el comando del Ejército Nacional.
De entrada, la nueva línea de mando designada por el pre-
sidente Pastrana generó gran confianza, compromiso y trabajo
en equipo y el país así lo reconoció. Todos conocíamos la prio-
ridad del gobierno y éramos perfectamente conscientes de la
responsabilidad adquirida por el jefe del Estado al proponerse
negociar con las Farc. Estábamos seguros de que lo acompaña-
ríamos en el ejercicio de su mandato, convencidos de que lo pri-
mordial era defender los intereses de los colombianos.
Permanecí en el cargo de comandante del Ejército durante
cuatro años y considero muy importante compartir esas condi-
ciones coyunturales para que se comprenda en detalle la polí-
tica, estrategia y compromisos en mi paso por el comando
institucional, que marcaron el rumbo definitivo del conflicto.
Imposible dejarlos en el olvido porque al mencionarlos solo me
anima el propósito de que las futuras generaciones jamás borren
de sus mentes las angustias y tragedias que vivieron sus padres;
pero también para que se tenga presente quiénes fueron los cau-
santes de la casi destrucción del sistema democrático y de
nuestro pueblo, así como la cínica actitud de la extrema izquierda

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política y armada al transformar y acomodar la historia a sus
intereses y no solo justificar la existencia de los violentos, sino
pasar por alto sus atroces crímenes y sobreponer su ideología al
futuro y bienestar de los colombianos.
Estas realidades, importantes todas ellas, marcaron el des-
tino del conflicto y permitieron iniciar el siglo XXI con un ejér-
cito fortalecido física y espiritualmente, con la fuerza necesaria
para enrumbarse hacia la victoria.  
Una de mis primeras decisiones tras asumir el cargo fue
definir la doctrina que se constituiría en la guía del Ejército para
cumplir su misión. Lo mismo hice cuatro años después, cuando
llegué al comando de las Fuerzas Militares. Con mi Estado
Mayor y varios asesores proyectamos varios documentos que
tendrían vigencia durante los siguientes años, titulados:
“Políticas y estrategias”, “Guía de planeamiento estratégico”,
“Direccionamiento estratégico” y “Estrategia militar general”.
En ellos quedó reafirmada la política institucional del empleo
de la fuerza, el cumplimiento estricto del derecho internacional
humanitario y el respeto por los derechos humanos. Y lo más
importante: definió claramente los conceptos de objetivo y vic-
toria. Estos documentos fueron entregados a todos los niveles
de las fuerzas y a decenas de instituciones oficiales y privadas
para darles a conocer la hoja de ruta de los hombres y mujeres
que estuvieron bajo mi mando durante el tiempo transcurrido
en los dos cargos desempeñados como comandante del Ejército
y comandante general de las Fuerzas Militares.
El documento “Guía de planeamiento estratégico” iniciaba
con la siguiente introducción: “Filosofía, estratégica y pensa-
miento del comandante del Ejército frente al cumplimiento de
la misión constitucional”. La siguiente ideología debe acompa-
ñar cada una de las acciones institucionales y los esfuerzos ope-
racionales de todas nuestras unidades.  

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Ganar la guerra no significa dar de baja en combate a la tota-
lidad de los integrantes de las organizaciones armadas al margen
de la ley. Esto nunca sucederá. Ganar la guerra no significa la des-
trucción de los pueblos, bombardear, incendiar o la muerte de
nuestros ciudadanos porque sería la deslegitimación total de nues-
tro ejército.
¿Entonces, qué significa ganar la guerra? Para el Ejército,
ganar la guerra significa: acabar y destruir la voluntad de lucha del
enemigo. Ese es nuestro propósito y meta principal. Un reto que
alcanzaremos porque para ello estamos preparados. El día que
alcancemos este objetivo las negociaciones serán una realidad para
los colombianos.

El contenido prioritario de esta introducción se fundamentó en


el significado de “ganar la guerra”, concepto que se constituía en
el medio para llegar al fin: las negociaciones. En esta redacción
definitiva del pensamiento militar, la victoria se materializaba
en acabar la voluntad de lucha del adversario y en mi condición
de comandante era primordial que todos los miembros del
Ejército tuviesen en su mente la certeza de que nuestra finali-
dad operacional en la guerra o en el conflicto, como se quiera
llamar, no lo constituía el número de guerrilleros dados de baja
en combate o contar cadáveres, como despectivamente algunos
han dicho para deslegitimar a la institución. Los documentos
internos consignan con la mayor exactitud y énfasis la conducta
que los soldados debían asumir.
La política desarrollada y los resultados obtenidos demues-
tran que no tenían ni tienen razón los ideólogos de extrema
izquierda, e increíblemente el propio presidente Santos, que qui-
sieron deslegitimar el camino de la victoria, al relacionar nues-
tra forma de actuar con la vieja política del ‘body count’ aplicada
al ejército estadounidense durante la guerra de Vietnam.

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Nuestros detractores enfocaron toda su argumentación en
demostrar que la obsesión del Ejército estaba orientada a la
muerte de guerrilleros en cualquier forma y circunstancia. 
Los documentos y planes institucionales contenían la filoso-
fía, estrategia, la misión, el objetivo, la forma de actuar y también
definían el concepto de victoria. El robusto planeamiento, el sólido
liderazgo en todos los niveles y la tropa entrenada, decidida y
valiente, llevaron al Ejército de Colombia a alcanzar su objetivo.  
Desafortunadamente, desde el comienzo, el proceso de paz
con las Farc no fue lo que el país esperaba y con el paso de los días
los hechos ocurridos en la zona de despeje se tornaron inacepta-
bles. Al respecto, el expresidente Santos se refirió así al proceso
del Caguán: “Lo que encontré fue un despeje realizado a la carrera,
totalmente improvisado, sin planeamiento ni coordinación y sin
la debida participación del fiscal general de la nación, sin el pro-
curador, ni siquiera de los altos mandos militares que en su fuero
íntimo estaban en desacuerdo con la medida”.11
Como se sabe, el proceso del Caguán se prolongó durante
casi los cuatro años del periodo presidencial y desde el primer
día de existencia de la zona de despeje las Farc se adueñaron de
los cinco municipios, extensión que abarcaba más o menos
42.000 kilómetros cuadrados, territorio que convirtieron en for-
tín del terrorismo, del narcotráfico y lo gobernaron como pro-
pio. Lo acontecido en cumplimiento de lo acordado con las Farc
fue la ausencia institucional. En resumen, la llamada zona de
distención se convirtió en una tierra sin Dios ni ley.
El proceso de paz fortaleció a las Farc como nunca en su his-
toria porque al final de esa época no solo contaban con más de
20.000 hombres en armas sino que modernizaron y fortalecieron

11 Juan Manuel Santos. La batalla por la paz. Editorial Planeta, 2019, pág.
93.

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su capacidad armada y consolidaron un corredor estratégico
que limitaba con la capital de la república.
Durante su permanencia en la zona de distensión, las Farc
abusaron de la generosidad oficial y le impusieron al gobierno
la salida del Batallón Cazadores del Ejército con sede en San
Vicente del Caguán, de la policía, los jueces, fiscales y sacerdo-
tes. También forzaron el cambio de alcaldes y desplazaron a los
propietarios de fincas y se apropiaron de todos sus bienes. En
otras palabras, la zona se convirtió en santuario de secuestra-
dos y narcotráfico, y en el epicentro desde donde lanzaban sus
ataques contra la fuerza pública y destruían las poblaciones. 
En la televisión, los colombianos podían ver cómo los gue-
rrilleros llegaban a la mesa de conversaciones y lo primero que
hacían era poner sus fusiles sobre esta en claro mensaje de inti-
midación y poder. Fue una época difícil de la vida nacional que
seguramente no se volverá a presentar. Siempre actuaron con el
interés de sacar ventaja militar y aunque se mostraban como
amantes de la paz, simultáneamente se alistaban para la guerra. 
Me parece pertinente retomar otros cortos extractos del libro
del expresidente Santos para redondear mi idea sobre lo que suce-
dió en el fallido proceso de paz del Caguán: “(…) Pero jamás ima-
ginamos que se fuera a despejar una zona de semejante tamaño
y menos aún que no solo se despejaría de fuerza pública, sino tam-
bién de jueces, de funcionarios de la fiscalía y la procuraduría, y
de cualquier vestigio de presencia estatal. Es decir, que la zona de
distensión se entregaría al completo control de las Farc. (…) Lo
que mal inicia, mal acaba… tendrían que transcurrir más de tres
años, en los que los atentados y secuestros alcanzaron récords his-
tóricos, para que el gobierno entendiera que el proceso, en la forma
irresponsable como fue planeado, no tenía futuro”.12

12 Ibídem, págs. 93, 94 y 97.

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Mi posición como comandante del Ejército sobre el proceso
ratifica el concepto generalizado de los colombianos y me asiste
la certeza de que el fracaso del Caguán es atribuible a la forma
como se desarrolló el proceso. De lejos, las Farc se burlaron y
engañaron la buena fe del gobierno y de la sociedad. 
Finalmente, y ante el peso de la evidencia, el presidente
Pastrana tomó la decisión de dar por terminado el proceso, dio
un plazo de pocas horas para la salida de las Farc de la zona y
ordenó la recuperación inmediata de esos territorios. El Ejército
ocupó las cinco cabeceras municipales en 72 horas.
La importancia y alcances de la transformación del Ejército
fueron tan atractivos que nuestra decisión empezó a formar
parte de decisiones políticas. Ante el evidente fracaso del pro-
ceso de paz del Caguán, la transformación militar, una decisión
absolutamente institucional, fue presentada como el activo más
destacado de la gestión del gobierno de entonces.
Es más. En su discurso de posesión el 7 de agosto de 1998 y
de acuerdo con la tradición de que los nuevos presidentes pre-
senten al país sus planes y proyectos de gobierno, Pastrana se
concentró en exaltar el proceso de paz que días antes había pac-
tado iniciar con las Farc.
El ahora expresidente Santos también entró a cobrar los éxi-
tos de la reestructuración militar y los atribuyó a su gestión
como ministro de Hacienda en tiempos de Pastrana, algo que
realmente no tuvo nada que ver con nuestra decisión interna.
El interés de los políticos de apropiarse del proyecto me produce
satisfacción porque es una demostración de la importancia que
despertó la decisión militar en el nivel más alto del liderazgo
nacional.

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EL PLAN COLOMBIA
Mucho se ha escrito sobre el Plan Colombia, la importante ini-
ciativa que fortaleció la alianza de los gobiernos de Colombia y
Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico. Desde mi
cargo como comandante del Ejército consideré en aquel
momento que la materialización del plan era una feliz coinci-
dencia que llegaba a sumarse al proceso de reestructuración que
adelantábamos en el Ejército.
El Plan Colombia surgió de la necesidad de unir esfuerzos
para contrarrestar el avance de los cultivos de coca y la produc-
ción de cocaína. Básicamente se concentraba en el fortaleci-
miento de la Policía, la justicia y el compromiso con los derechos
humanos. El objetivo: los carteles de la droga y frenar la produc-
ción del alcaloide. 
El liderazgo del Plan Colombia fue asumido dentro del
gobierno por el director de Planeación, Jaime Ruiz; por el minis-
tro de Defensa, Luis Fernando Ramírez, quien remplazó a Rodrigo
Lloreda; el comandante de las Fuerzas Militares, general Fernando
Tapias y el director de la Policía, general Rosso José Serrano. Como
comandante del Ejército intervine directamente en todo lo con-
cerniente a la participación de la fuerza en el desarrollo de esa ini-
ciativa. Asistí a numerosas reuniones tanto en el país como en
Estados Unidos, siempre como parte del equipo encargado del
componente militar del plan. El embajador de Colombia en
Washington, Luis Alberto Moreno, contribuyó decisivamente a
la materialización de la estrategia, en particular por su conoci-
miento y relaciones con las autoridades estadounidenses.  
Los contactos y coordinaciones se habían iniciado en 1999
con nuestra contraparte, el Departamento de Defensa de Estados
Unidos a través del Comando Sur. Mientras tanto, en Colombia
avanzamos en la reforma institucional, que ya empezaba a dar
frutos en el desarrollo del conflicto.

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La primera decisión relacionada con el Plan Colombia se pro-
dujo en diciembre de 2000 con la activación en el Ejército de la
Brigada Contra el Narcotráfico, la primera en su género. Era una
manera eficaz de enfrentar el creciente poderío económico de las
Farc, derivado de su participación directa en la cadena de pro-
ducción y distribución de narcóticos. Como su nombre lo indica,
la nueva brigada era una unidad operativa y tenía más de mil hom-
bres dedicados exclusivamente a la lucha contra ese flagelo.
Trabajaba en forma coordinada con la Policía y con las agencias
estadounidenses especializadas en esa materia.
Sin embargo, el Plan Colombia tenía un severo condiciona-
miento impuesto por el Departamento de Estado, consistente
en que todo el material adquirido con sus fondos tuviese dedi-
cación exclusiva en la lucha contra el narcotráfico. Por tanto, no
se podía utilizar en operaciones contra la guerrilla.
Al alto mando militar nos pareció inconveniente e incom-
prensible esa imposición, si se tiene en cuenta que los grupos
guerrilleros, especialmente las Farc, ejercían control sobre el
narcotráfico y participaban y dominaban todas las etapas del
delito hasta llegar a la exportación y comercialización con los
grandes carteles internacionales. Narcotráfico y Farc constituían
un dúo inseparable.
Recuerdo que justo en la época en que el Plan Colombia
empezaba a tomar vuelo, por influencia de las ONG de dere-
chos humanos el gobierno norteamericano impuso la descerti-
ficación a unidades militares colombianas. Así, cualquier unidad
militar sobre la que recibían una queja de una supuesta viola-
ción de los derechos humanos, era castigada con la descertifi-
cación y, por lo tanto, no podía recibir ayuda ni emplear material
adquirido con los fondos americanos del Plan Colombia.  
No obstante, el atentado terrorista a las torres gemelas en
Nueva York, en septiembre de 2001, y otros ataques sucedidos

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en varias ciudades estadounidenses, forzaron a Washington a
suspender la restricción y a partir de ese momento todos los
medios militares relacionados con el plan podían ser utilizados
también en la lucha contra la guerrilla colombiana. 

NUEVO GOBIERNO, NUEVA ESTRATEGIA


El nuevo siglo coincidió con la llegada al poder del presidente
Álvaro Uribe Vélez, quien dio un giro total a la dirección polí-
tica del Estado frente al conflicto interno.
Uribe había adelantado su campaña con argumentos total-
mente opuestos a los de Pastrana cuatro años atrás y le presentó
al país una política de liderazgo, autoridad, fortaleza institucio-
nal y empleo contundente de la fuerza militar en la lucha con-
tra la amenaza de los grupos armados.
Una vez llegó a la Casa de Nariño en agosto de 2002, Uribe
nombró ministra de Defensa a Marta Lucía Ramírez, la primera
mujer que ocupaba ese cargo, y me ascendió a comandante
general de las Fuerzas Militares. El mensaje que los colombia-
nos entusiasmados recibieron desde el primer día transmitía
autoridad y compromiso. 
En aquel momento el panorama era desolador porque
Bogotá, la capital, estaba amenazada por dieciséis frentes de las
Farc que avanzaban en el cumplimiento de sus planes y estrate-
gias. Además, el secuestro estaba desatado hasta en las propias
calles de la capital y viajar por las carreteras significaba correr
el riesgo de ser asaltado o secuestrado. Más de doscientas pobla-
ciones o municipios fueron sometidos a ataques terroristas de
las Farc, que en la oscuridad de la noche asaltaban las pequeñas
guarniciones de diez o quince policías. En esas bárbaras accio-
nes destruían la iglesia, los edificios del gobierno, humildes
viviendas y en general todo lo que estuviera cerca al pequeño

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cuartel de policía. Asesinaban policías y civiles, y el alcalde,
como primera autoridad, era expulsado de su población.
Consultar hoy en día las fotos de la época es aterrador porque
el panorama es muy similar al de las ciudades bombardeadas
durante las guerras mundiales. El sufrimiento permanecerá
imborrable en la memoria de esos pueblos.
Todas esas poblaciones quedaban sin autoridad y sin seguri-
dad. Memorias del terrorismo, caos y crisis. Por mi mente siem-
pre rondan estas dos preguntas: ¿será que el sistema especial de
justicia creado en los acuerdos de La Habana se interesará en inves-
tigar, exigirá verdad y sancionará por los muertos y heridos que
las Farc cometieron cuando destruían con fuego de fusiles, ame-
tralladoras y explosivos, los más de doscientos pequeños pobla-
dos de humildes campesinos o simplemente pasarán al olvido?
Lo cierto es que en la primera semana de su gestión, Uribe
reunió al consejo de ministros para tomar decisiones de carác-
ter político, jurídico y presupuestal, y delineó la misión de las
Fuerzas Militares y de Policía para cumplir sus propuestas de
campaña. Por mi especialidad y conocimiento del tema, así
como por el cargo y el grado que ostentaba, fui convocado a esas
importantes y decisivas reuniones.
El respaldo político y presupuestal que el presidente com-
prometió para las Fuerzas Armadas exigía estructurarlas en un
plan militar que abarcara en primera instancia el anhelo de los
colombianos de tener una vida tranquila y próspera, con segu-
ridad. Por ello, era urgente presentar una estrategia militar que
por su nivel y doctrina contemplara el empleo prioritario y con-
junto de Ejército, Armada y Fuerza Aérea, en coordinación con
la Policía Nacional. 
Ese primer día en palacio recordé que a lo largo de mi
extensa trayectoria conocí y estudié a fondo un plan militar que
se constituyó en un hito por su enfoque e innovación estratégica.

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Me refiero al plan estructurado para enfrentar el conflicto
interno en los años sesenta: el histórico Plan Lazo del general
Alberto Ruiz Novoa. 
Durante años, el concepto político de orden público para
referirse a la amenaza armada nos impuso a los militares no
hablar de guerra y menos de planes de guerra. Esa situación anó-
mala siempre la enfrentamos con el llamado Plan Tricolor, una
estrategia esquemática que nos llevó a convivir con el problema
bajo el concepto del llamado orden público, que de contera se
convirtió en otra de las causas del prolongado conflicto.
Las extensas reuniones en el consejo de ministros se desa-
rrollaron en un ambiente de respaldo y confianza hacia las
Fuerzas Militares, que se convirtieron en pilar principal de la
política de seguridad del nuevo mandatario. Entendí claramente
que el momento exigía el mayor compromiso y una vez regresé
a mi oficina me reuní con los comandantes de las diferentes fuer-
zas para pedirles opiniones y recomendaciones. Posteriormente,
con el Estado Mayor iniciamos inmediatamente el diseño de la
nueva estrategia, que en líneas generales se resume así: la
Dirección de Planeamiento era responsabilidad directa del
comandante de las Fuerzas Militares y de los comandantes de
Ejército, Armada y Fuerza Aérea, que estarían acompañados,
sin posibilidad de delegación, de sus respectivos oficiales de ope-
raciones, inteligencia, asuntos civiles y acción psicológica.  
Las reuniones se realizaron en la Escuela Superior de Guerra
y su director, el mayor general Eduardo Herrera Berbel, se con-
virtió en anfitrión, garante, asesor y depositario del plan, sobre
el cual, vale la pena resaltar, se tomaron todas las medidas posi-
bles de inteligencia y contrainteligencia, pues se trataba de deci-
siones que requerían el mayor nivel de secreto.
El plan empezó a tomar forma con el equipo ya mencionado
y muy pronto quedaron listas las líneas generales de nuestro

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nuevo modo de operar, que consignaba: “una visión general del
conflicto, un análisis sobre el plan estratégico de los grupos
armados, con énfasis en las Farc; definición de las zonas geográ-
ficas sobre las cuales se había concentrado el conflicto y la
manera como debían orientarse las operaciones. De igual
manera delineamos las responsabilidades de los otros campos
del poder en relación con el conflicto, examinamos el contexto
internacional y las limitaciones a las que nos enfrentábamos”.  
La misión del plan quedó definida así: “Las Fuerzas Militares
de Colombia conducen acción ofensiva militar sostenida y con-
tundente contra los grupos narcoterroristas a partir del momento,
para doblegar la voluntad de lucha hasta alcanzar su desmovili-
zación y desarme”.
El concepto estratégico general del plan: “consiste en con-
centrar los esfuerzos militares en forma conjunta sobre las áreas
objetivo prioritarias, de manera gradual, empleando al Ejército
como fuerza principal, la Fuerza Aérea y la Armada Nacional
como fuerzas de contribución que permitan el control territo-
rial, hasta producir la desmovilización o desintegración de los
grupos narcoterroristas mientras se utilizan esfuerzos secunda-
rios sobre las áreas de rehabilitación y consolidación definidas”.
El objetivo final consistía en: “doblegar la voluntad de lucha
de los grupos narcoterroristas”. El contenido del plan se com-
plementaba con otros conceptos de planeación, como los obje-
tivos intermedios, el centro de gravedad y las fases del plan.
En este punto es importante hacer énfasis en algo que se ha
querido atribuir al pensamiento y actuación de los militares colom-
bianos en el conflicto. Me refiero al concepto del ‘body count’.
Nuestros contradictores de siempre, en su afán de deslegitimar las
instituciones, han querido vender la idea de que en la mente y la
doctrina militar predominaban el conteo de muertos y que mien-
tras más muertes se causaran más cerca se estaba de la victoria.

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Los documentos militares, todos ellos oficiales, contienen de
manera clara el pensamiento y órdenes del mando. El objetivo
final de los planes militares, y en el caso concreto del Plan Patriota,
no contemplaba las bajas en combate como objetivo. El fin último,
como en efecto ocurrió, se logró el día que doblegamos la volun-
tad de lucha de la guerrilla, cuando se convencieron de que la toma
del poder por las armas y el empleo de todas las formas de lucha
fracasaron y ya no eran posibles. El Plan Patriota fue estructurado
para integrar la política del gobierno con el empleo contundente
y conjunto de las Fuerzas Militares.
De regreso a la planeación, desde el comando de las Fuerzas
Militares y con la participación personal de los tres comandantes
de fuerza, el Plan Patriota fue estructurado con la absoluta deci-
sión de obtener la victoria en el campo de combate y terminar el
largo conflicto que tenía hastiada a la población colombiana. 
Para su ejecución, el plan establecía tres fases:
La primera, de “Alistamiento y despliegue”, contemplaba pre-
parativos de todo orden y reajuste del dispositivo a nivel nacional
para evitar sorpresas. En ese entonces, una de las mayores nece-
sidades consistió en propiciar el regreso de la autoridad y seguri-
dad a más de doscientos pequeños poblados atacados y destruidos
por las Farc, y para ello fue implementado el programa de Soldados
campesinos. El proyecto se cumplió en su totalidad: retornaron
la autoridad –el alcalde– y la seguridad –la Policía–.
La segunda fase, de “Debilitamiento”, constituía el centro de
gravedad del plan, la acción contundente, el esfuerzo principal.
Esta parte fue dividida en dos periodos. El primero preveía libe-
rar a la capital de la república de la amenaza. La ofensiva militar
fue tan contundente que en menos de un año los dieciséis frentes
de las Farc que acechaban a Bogotá fueron expulsados. La misión
se cumplió en relativo corto tiempo con la ejecución de la que
bautizamos Operación Libertad, ejecutada conjuntamente por la

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Quinta División del Ejército y la Fuerza de Despliegue Rápido,
Fudra.
Liberados del peligro que acechaba a la capital, nos encami-
namos hacia la que llamamos “Acción Ofensiva Continuada”,
desarrollada a través de la Operación JM, que significó una
importante concentración de tropas de Ejército, Armada y
Fuerza Aérea, que atacaron los bloques Oriental y Sur de las
Farc, organizaciones que concentraban su mayor poder armado
en Meta, Caquetá, Guaviare y Putumayo.  El nombre de
Operación JM lo decidió el general Carlos Ospina en su condi-
ción de comandante general de las FF.MM., y como él mismo
me informó era un homenaje al general Jorge Mora.
La tercera fase, “Consolidación”, fue identificada así con la
intención de: “Iniciarla a partir de la finalización de la segunda
fase para permitir al gobierno nacional el inicio de negociacio-
nes”. Es muy importante transcribir el contenido de este texto
porque refleja la manera como pensábamos que terminaría el
Plan Patriota. Significaba ni más ni menos, que la derrota mili-
tar de la guerrilla en el campo de combate consistía en doblegar
su voluntad de lucha y facilitar el fin del conflicto mediante un
proceso de negociación, opción que siempre estuvo en nuestros
planes, como en efecto sucedió.
El gran esfuerzo de la izquierda y extrema izquierda polí-
tica y guerrillera está enfocado en deslegitimar la institución
militar con invenciones y falsedades. Afortunadamente, el
contenido de los planes estructurados y conocidos pública-
mente es la mejor muestra del pensamiento y forma de
actuar de las instituciones militares. Nunca el tal “body count”
hizo parte de los planes, estrategias ni pensamiento militar. 
En este concepto, hasta el expresidente Santos, que se pre-
senta como “halcón” de la guerra, se identificó con dicha
desinformación.

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Refrendo estas afirmaciones con un episodio que viví en
La Habana cuando integraba el equipo de gobierno en las conver-
saciones con las Farc. Allí tuve la oportunidad de hablar con varios
de los miembros de la delegación guerrillera, todos cabecillas de
alto nivel, del estado mayor y del secretariado, que de manera uná-
nime reconocieron el impacto y contundencia del Plan Patriota. 
Igualmente, al intervenir en la instalación del proceso en Oslo,
Noruega, y ante la comunidad internacional, Iván Márquez, jefe
de la delegación de las Farc, hizo referencia al Plan Patriota.
También me parece importante hacer referencia a la recu-
peración de un computador que contenía documentos de
importancia relacionados con los planes de las Farc. El primer
texto, escrito el 12 de enero de 2005, se titulaba: “Informe al
Estado Mayor Central de las Farc-Ep para el estudio y análisis
del Plan Patriota”. Está firmado por Tirofijo y en algunos de sus
apartes señalaba:

(…) Donde podemos afirmar que un 45 % de las organizacio-


nes y el partido clandestino han sido destruidos.
(…) Sin olvidar que un 90 % de los planes trazados por los
estados mayores para efectuar acciones contra el operativo no
fructificaron por las variantes de planes y movimientos del ene-
migo a sitios desconocidos.
(…) El presidente y altos mandos militares están optimistas y
seguros de estar ganando la guerra por haber penetrado a la selva,
destruyendo una parte muy considerable de la infraestructura
terrestre y fluvial, hospitales, talleres, almacenes, combustible,
puentes, y estar a punto de rescatar los prisioneros a sangre y fuego,
como ha sido su propósito, y que por fortuna días antes habían
sido retirados.
(…) A pesar del alto costo en vidas humanas y bienes mate-
riales perdidos, las dos direcciones (bloque oriental y sur de las

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Farc) consideran que necesitamos tres o cuatro años para volver a
recuperarnos en hombres, armas, dinero y bienes materiales para
reconstruir lo perdido.

El estratégico Plan Patriota de las Fuerzas Militares fue el punto


de partida de la victoria del Estado y abrió la ruta para la conso-
lidación del triunfo. Significó la materialización militar de una
política coherente que permaneció vigente por casi cinco años,
hasta el 31 de diciembre de 2006. La decisión de dar por termi-
nado el Plan no alcanzó para ejecutar la tercera fase del mismo. 
Los contundentes resultados dieron paso a lo que he lla-
mado Planes de la Victoria, de los que hicieron parte por su nivel
estratégico los planes Patriota, Consolidación, Bicentenario y
Espada de Honor, ejecutados mediante las operaciones milita-
res más famosas, imaginativas y contundentes por su especta-
cularidad y perfeccionamiento, fundamentadas en la inteligencia
y realizadas por líderes, soldados y policías que mostraron
extraordinario coraje y compromiso. Los Planes de la Victoria
hicieron posible alcanzar el objetivo propuesto de quebrantar la
voluntad de lucha de la guerrilla, materializar la victoria, y lle-
var a las Farc a renunciar definitivamente a su viejo sueño de
alcanzar el poder por la vía de las armas.
Los Planes de la Victoria empezaron cuando el presidente
Uribe llegó al poder y logró unir el pensamiento político del
gobernante con la estrategia militar. El conocimiento y la viven-
cia personal por los cargos que ocupé me llevan a reconocer el
liderazgo y compromiso de Uribe por llegar al fin del conflicto.
Él fue el verdadero gestor de la paz para los colombianos.  
Cuando las Farc se dieron cuenta del fracaso de sus inten-
ciones y que la victoria institucional en el campo de combate era
una realidad, aceptaron iniciar un nuevo proceso de conversa-
ciones, esta vez en el gobierno de Juan Manuel Santos.

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CAPÍTULO 2

Una guerra interminable sin política de Estado

En los primeros días de marzo de 2011 recibí una llamada del


conmutador de la Casa de Nariño, donde me informaban que
el presidente Juan Manuel Santos quería hablar conmigo. Mi
sorpresa fue grande. Pasó al teléfono y luego de un amable
saludo, me invitó a una reunión en su despacho el 9 de marzo,
miércoles de ceniza. 
A la hora indicada llegué al despacho presidencial y nos reu-
nimos a solas en un ambiente cordial y respetuoso. La charla
giró alrededor de diversos temas de la coyuntura nacional, el
conflicto y en particular las Fuerzas Militares. Luego, concen-
tró la conversación en un estudio que la Universidad Militar
Nueva Granada, bajo la dirección de su rector, el general
Eduardo Herrera Berbel, realizaba alrededor de la construcción
de una metodología de trabajo que pudiese ser útil al gobierno
en un eventual proceso de negociaciones con las guerrillas de
las Farc y el ELN.
Mientras él hablaba, recordé que a lo largo de mi carrera mili-
tar siempre pensé lo mismo con relación a los procesos de fin de
conflicto o de paz porque, además, hacía parte de la doctrina ins-
titucional. Me refiero a que todo conflicto o guerra, con muy con-
tadas excepciones en la historia de la humanidad, termina en la
mesa de negociaciones, imprescindiblemente con participación

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de los militares, que lo hacen a nombre de la sociedad y las insti-
tuciones y cumpliendo órdenes de los gobernantes. En muchos
momentos de reflexión, especialmente durante los difíciles deba-
tes en la mesa en La Habana, siempre tuve presente una famosa
frase que hace referencia al compromiso del soldado en el campo
de combate y el indispensable respaldo que debe recibir de la
comunidad: “Los pueblos que llevan sus soldados a la guerra deben
rendirle honores y cuidar a esos soldados”.
Luego de terminar su explicación, el presidente Santos me
pidió participar en el desarrollo del estudio de la Universidad
Militar, al que asistirían otras personas como invitados especia-
les. Acepté la propuesta y en el transcurso de ese año, en coor-
dinación con el general Herrera y su equipo de trabajo, concurrí
a varias reuniones en la rectoría de la universidad durante las
cuales nos presentaron el objetivo del estudio: “recopilar expe-
riencias, discutir problemáticas, analizar posibles escenarios y
estructurar una hoja de ruta específica”.
En las cuatro o cinco reuniones que se adelantaron a lo largo
de ese tiempo, me encontré alternadamente con monseñor Luis
Augusto Castro Quiroga, presidente de la Conferencia Episcopal
Colombiana; Frank Pearl, Alejandro Eder, Sergio Jaramillo y
Eduardo Pizarro Leongómez. Fue una oportunidad de carácter
académica enriquecedora, alimentada con las experiencias y
conocimientos de quienes asistíamos. En mi caso, di a conocer
lo que sabía sobre las Farc, con énfasis en que esa organización
fundamentaba su accionar en la amenaza e intimidación
armada, al tiempo que expresé mi desconfianza de que esa gue-
rrilla estuviese dispuesta a avanzar en un nuevo proceso de con-
versaciones tras la amarga experiencia del Caguán en tiempos
de Andrés Pastrana.
Al cabo de los mencionados encuentros, el general Herrera
entregó al presidente el resultado del estudio en documentos

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clasificados de importante valor académico-político. Estoy
seguro de que fue valorado y reconocido el dedicado trabajo del
general Herrera.  
En ese momento yo no estaba enterado de las verdaderas
intenciones del presidente y mucho menos si estaban en ejecu-
ción, pero como a buen entendedor pocas palabras bastan, me
surgieron dudas e interrogantes, más aún tras las vivencias y
frustraciones de tantos años de deficiente manejo político del
conflicto. En mi caso particular, la realidad es que desconocía
que mientras avanzábamos en el encargo, el presidente ya estaba
en acercamientos secretos con las Farc a través de emisarios.  
Tiempo después, en agosto de 2012, el país se sorprendió
con la filtración a través de los medios de comunicación de las
reuniones secretas en La Habana, lo que obligó al presidente a
reconocer que por instrucciones suyas se adelantaban contac-
tos para buscar el fin del conflicto con las Farc. Según se supo,
los delegados del gobierno eran Sergio Jaramillo, Frank Pearl,
Enrique Santos Calderón –hermano del presidente–, Alejandro
Eder, Jaime Avendaño, Lucía Jaramillo Ayerbe y Elena Ambrosi.
Por el lado de las Farc participaban varios integrantes de esa
organización y en condición de testigos representantes de los
gobiernos de Cuba y Noruega.
El ruido que generó la filtración empezó a bajar, pero de
repente, muy temprano en la mañana del lunes festivo 20 de agosto,
cuando regresaba a Bogotá con mi esposa Gloria, recibí una lla-
mada en mi teléfono celular y el interlocutor me informó que el
presidente Juan Manuel Santos quería hablar conmigo. Segundos
después él pasó y me invitó a una reunión al día siguiente en su
despacho. Respondí que allí estaría. Había pasado más de un año
sin que tuviera contacto alguno con el mandatario.
No me resultó difícil deducir el motivo de la repentina cita-
ción porque durante las últimas semanas el tema obligado en los

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medios y en la opinión pública era el relacionado con las conver-
saciones secretas que adelantaban el gobierno y las Farc. Los noti-
cieros y periódicos informaban a cuenta gotas lo poco que se sabía
y los opinadores y políticos de uno y de otro lado se pronuncia-
ban a favor y en contra. En la orilla de los militares la situación era
similar porque la mayoría consideraba que un proceso de paz en
esos momentos era prematuro e inconveniente.
El lento ingreso a Bogotá por las concurridas avenidas del
occidente me dio tiempo suficiente para examinar dos situacio-
nes recientes: las reuniones que durante el segundo semestre de
2011 se desarrollaron en la Universidad Militar y la confirma-
ción del presidente de los encuentros con las Farc en La Habana.
Las dos coincidencias me llevaron a concluir que estaba en el
horno un nuevo proceso con las Farc. Sin saber con exactitud
lo que ocurría, yo hacía parte de la noticia.
También era claro para mí que si las Farc aceptaban iniciar
un nuevo proceso de conversaciones, no era porque se hubie-
sen arrepentido de sus acciones criminales; tampoco porque de
un momento a otro decidieron reconocer e incorporarse al sis-
tema democrático renunciando a sus objetivos y actuaciones
delincuenciales. Para llegar a ese desenlace debemos reconocer
el sacrificio, fortaleza, entrega y valentía de soldados y policías
que impusieron la voluntad y mandato de un pueblo hastiado
de la amenaza, la violencia y el crimen. 
En 2012, cuando se conocieron los contactos secretos, las
Fuerzas Militares y la Policía Nacional habían avanzado como
nunca en la historia del conflicto con fortaleza y contundencia
en el desarrollo de sus planes estratégicos, operacionales y tác-
ticos. En una década fueron ejecutadas operaciones admiradas
nacional e internacionalmente por su audacia y valentía. Las Farc
recibieron los golpes más contundentes cuando soldados y poli-
cías lograron el objetivo definido años atrás de “acabar y destruir

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la voluntad de lucha de las Farc”. En otras palabras, quedó mate-
rializada la victoria militar del Estado, una realidad que las llevó
a renunciar, por inalcanzable, la toma del poder por las armas,
un sueño criminal que perduró a lo largo de más de medio siglo
de existencia.
Así las cosas, la única opción que les quedaba era aceptar
una negociación para llegar al fin del conflicto. Una aventura
que ahora parecía tomar vuelo y que por un lado tenía como
protagonistas a una organización terrorista armada contra el
pueblo campesino indefenso y por el otro a un gobierno legí-
timo con la victoria a su haber.
Con todo, la situación de seguridad que vivía Colombia en el
primer semestre de 2012 era compleja. La confrontación era
intensa, al punto de que, según reportes oficiales, un número sig-
nificativo de integrantes de la fuerza pública y civiles perdieron la
vida por acción de los grupos armados. Pero la respuesta fue con-
tundente y cerca de sesenta guerrilleros cayeron a finales de marzo
de ese año en diversas acciones militares, la principal de ellas cono-
cida como la Operación Armagedón, desarrollada en el munici-
pio de Vista Hermosa, Meta, donde fueron abatidos 35
guerrilleros del Bloque Oriental de las Farc. Uno de ellos había
ordenado en febrero de 1999 la muerte de los indigenistas esta-
dounidenses Terence Freitas, Ingrid Washinawatok y Laheenae
Gay, quienes adelantaban tareas sociales con la comunidad indí-
gena iwa en el departamento de Arauca, frontera con Venezuela.
El asesinato de estos tres civiles fue cometido en estado de total
indefensión y extrema sevicia.  
En mi libreta de apuntes de ese agosto de 2012 aparece la
siguiente anotación sobre lo que ocurría en el país:

“La situación de seguridad se ha ido dete-


riorando; están sucediendo hechos que muestran

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la intensidad de la confrontación. Por otro
lado, se presenta una polarización política
entre los seguidores de los presidentes Uribe
y Santos. Personalmente lo atribuyo al dete-
rioro de la situación por la actitud terrorista
de la guerrilla que ha generado miedo, deses-
peranza y gran exigencia de la sociedad por su
seguridad y buen vivir”.

LA CITA CON EL PRESIDENTE


Cuando recibí la llamada del presidente Santos en la que me
invitó a su oficina aquel martes de agosto, mi contacto con él
había sido circunstancial. Nos encontramos por primera vez en
el gobierno de Andrés Pastrana, cuando se desempeñaba como
ministro de Hacienda, en una reunión sobre el presupuesto de
las Fuerzas Militares y la necesidad de mejorar la capacidad
aérea. En la reunión con el mando militar asistí en mi condición
de comandante del Ejército y el ministro expresó su concepto
favorable y de respaldo al proyecto. Es cierto, el apoyo de
Hacienda era fundamental, pero, también es cierto, la decisión
era del presidente y no del ministro. Santos presenta y reclama
esa asignación presupuestal a su autonomía ministerial, pero
desconoce la decisión presidencial, que es quien autoriza
finalmente. 
Coincidimos nuevamente cuando me desempeñaba como
asesor o consejero en temas de seguridad del gobernador de
Cundinamarca, Andrés González, y Juan Manuel Santos era
ministro de Defensa. En desarrollo de los consejos de seguridad
que frecuentemente realizaba el presidente Álvaro Uribe, nos
encontramos con el ministro Santos en algunas de esas reuniones

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en las que intercambiamos opiniones sobre asuntos de seguri-
dad, las Fuerzas Militares y los grupos armados.
Nos volvimos a encontrar en 2011, cuando ya era presidente
y me invitó a participar en las reuniones que se adelantaban en
la Universidad Militar Nueva Granada.
Por eso, aunque en los siguientes meses no tuvimos con-
tacto alguno, no me pareció extraña su llamada para ir a pala-
cio ese 21 de agosto de 2012.
Llegué puntual a las 3:30 de la tarde y cuando esperaba
entrar al despacho llegó doña María Clemencia, la esposa del
presidente, quien saludó amable y me contó de su nostalgia por-
que acababa de regresar del fuerte militar de Tolemaida donde
su hijo Esteban prestaría el servicio militar en la Escuela de
Lanceros del Ejército. Me habló de sus sentimientos encontra-
dos por su condición de madre y el cumplimiento del deber de
su hijo.
Minutos después entré al despacho del presidente Santos,
quien estaba reunido con su hermano Enrique y con el exmi-
nistro Humberto de La Calle Lombana. Luego del saludo, el
mandatario fue al grano y explicó en términos generales que los
acercamientos con las Farc estaban en una fase avanzada y que
en un eventual proceso de paz sería clave que yo integrara el
equipo negociador del gobierno. Habló de mi prestigio como
militar, así como del aprecio y admiración que según él me pro-
fesaban en los cuarteles. Agregó que yo podía prestarle un gran
servicio a la patria y mencionó los nombres de quienes partici-
parían en el equipo negociador: Humberto de La Calle, Sergio
Jaramillo, Frank Pearl, el general Óscar Naranjo, un empresa-
rio, que posiblemente sería Luis Carlos Villegas, y yo, si aceptaba.
Acto seguido, Santos me preguntó si estaba dispuesto a acep-
tar su ofrecimiento. Respondí que sí, pero condicionado al res-
paldo y apoyo del mando institucional y la reserva militar. En ese

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momento recordé que, en alguna ocasión, cuando era coman-
dante del Ejército, a través de los medios de comunicación señalé:
“Nunca me sentaré en una mesa de negociaciones con los bandi-
dos de las Farc”. Le dije que sí al presidente porque pensé que
podría aportar un grano de arena al final del conflicto interno y
que mi presencia serviría para neutralizar las ya conocidas tram-
pas de las Farc en una mesa de negociación. Además, desde mi
retiro en noviembre de 2003 mantuve una estrecha relación con
el alto mando y con las organizaciones de militares retirados.
El presidente me dio la palabra y aproveché para hacer una
corta intervención sobre mis convicciones y vivencias a través
de una larga vida dedicada a enfrentar a los grupos armados.
Expresé mis preocupaciones por el compromiso y sentimientos
de los militares activos y retirados, e indagué si el mando mili-
tar estaba enterado de las conversaciones con las Farc y de mi
posible participación en el proceso. La respuesta del presidente
fue afirmativa y precisó que el mando militar estaba de acuerdo.
Así mismo, y por lo sensible de la situación, dije que conside-
raba imprescindible que se adelantaran al menos tres reuniones
con un número significativo de militares retirados para expli-
carles los alcances, las garantías y cómo sería la situación insti-
tucional frente al conflicto y al proceso que se avecinaba.
Agregué que estaba convencido de que la presencia de un mili-
tar en las negociaciones sería garantía para la tranquilidad del
sector castrense. Los militares tienen la responsabilidad suprema
de ganar la guerra, pero su fin último es la paz. Me ofrecí a entre-
garle una propuesta de integración de las tres listas y el presi-
dente dijo que se las entregara a Humberto de La Calle para
coordinar las reuniones lo más rápido posible.
De regreso a mi casa compartí lo que había ocurrido en
palacio con mi esposa Gloria y con mis hijos José Fernando y
Juan Diego, con quienes hemos sido muy unidos y solidarios.

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Gloria, con quien me casé siendo muy jóvenes –yo subteniente
del Ejército, ella estudiante de secundaria–, es “Mi china linda”,
como le he dicho toda la vida, y hemos conformado un hogar
de unión y amor. Ellos siempre me han acompañado y han par-
ticipado de las angustias propias de mi profesión y en esta oca-
sión era imprescindible escucharlos.

INQUIETUDES Y CERTEZAS
Para aceptar con tranquilidad mi nueva labor, consideraba fun-
damental conocer sus opiniones y preocupaciones. Luego de
escuchar los términos del ofrecimiento del presidente, me feli-
citaron y se mostraron satisfechos por la designación, la respon-
sabilidad  que implicaba y lo trascendental de la misión.
Obviamente expresaron su inquietud por las incomprensiones
y críticas que muy seguramente llegarían. Esta reunión familiar
fue decisiva porque no era posible comprometerme sin su cono-
cimiento, apoyo y respaldo.
Ese día por la noche escribí lo siguiente en mi libreta de
apuntes:

“Soy plenamente consciente de los riesgos


de todo orden que se corren al haber aceptado
mi participación en el compromiso por la paz.
Nunca imaginé llegar a tal situación, inclu-
sive pienso que podía estar siendo utilizado
por las habilidades políticas del presidente
(pensamiento premonitorio). Me preocupa la
actitud de mis compañeros de armas, especial-
mente de la reserva activa; espero que con el
paso de los días lleguen al convencimiento y
aceptación del proceso y de la presencia del

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militar en las negociaciones. No me preocupan
los bandidos (mi concepto sobre su forma cri-
minal de actuar no cambia), me preocupa no
lograr el propósito, la meta del proceso, el
anhelo de los colombianos. Entiendo perfecta-
mente el significado e importancia de la paz
para un país con un conflicto tan prolongado
y destructivo. Debo asegurar a mis compañeros
militares que en el proceso seré el guardián
de nuestras instituciones. Todavía no conozco
los detalles de los avances, pero estoy seguro,
debo dejar constancia desde el comienzo de mis
convicciones y posiciones: 1. Mis pensamientos
y actuaciones son bien conocidas y no las cam-
biaré. 2. Entiendo perfectamente que se trata
de lograr la paz y en ese empeño se debe tener
paciencia y seguramente ceder en temas que no
amenacen la supervivencia nacional ni insti-
tucional. 3. Como miembro del equipo negocia-
dor y la responsabilidad que asumo, debo estar
enterado de todo el desarrollo del mismo. No
puede haber secretos con el general. 4. La con-
fianza y sinceridad son decisivas. 5. Trataré
de actuar a la altura de la confianza, respon-
sabilidad y lealtad a los colombianos”.

Como si fuera una película en cámara lenta, en la soledad de la


biblioteca de mi apartamento recordé que mi vida militar siem-
pre transcurrió dentro del marco de la disciplina, el cumpli-
miento del deber, el énfasis en lo moral, lo ético y las profundas
convicciones. Nadie podrá acusarme de realizar, practicar, cono-
cer o promover acciones o hechos ilegales contra la honra, la

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ética o la moral. Mi forma de actuar y de pensar son mis activos
más valiosos, siempre a disposición del escrutinio porque hacen
parte de mis realizaciones.
Por todas estas razones quería librar una nueva batalla.
Iniciar el camino para contribuir a la desactivación de uno de
los más encarnizados enemigos del país y consolidar la misión
cumplida por nuestros soldados y policías. A lo largo de mi
carrera militar dejé consignado mi pensamiento sobre el desas-
tre y el sufrimiento causado por la guerra, y mi convicción de
que históricamente las guerras terminan en conversaciones o
negociaciones después de la victoria militar. Colombia no sería
la excepción. También es cierto que el soldado se prepara para
la guerra, la enfrenta, le corresponde asumirla y obtener la vic-
toria para llevarle la paz a su pueblo. Yo tuve que enfrentarla
durante toda mi carrera militar.  
El jueves 23 de agosto me reuní con mi amigo y compañero
de toda la vida, el general Fernando González Muñoz, a quien
le había pedido que me ayudara a estructurar las tres listas de
las que le hablé al presidente. La idea era que un grupo repre-
sentativo de oficiales de las tres fuerzas recibieran de primera
mano el proyecto del mandatario. Se trataba de oficiales que en
el servicio activo tuvieran una brillante trayectoria y ahora en
el retiro gozaban de prestigio e influencia. Propuse convocar
ocho generales del Ejército, dos almirantes de la Armada, dos
generales de la Fuerza Aérea y cuatro coroneles de las fuerzas
por cada una de las listas. Ninguno se enteró de la iniciativa. Ese
mismo día en las horas de la tarde envié las listas a De La Calle
por correo electrónico.
Lista No. 1: Del Ejército: general Rafael Samudio Molina;
general Álvaro Valencia Tovar; general Gustavo Matamoros
Camacho; mayor general Duván Pineda Niño; brigadier gene-
ral Adolfo Clavijo Ardila; brigadier general Jaime Canal Albán;

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y brigadier general Arturo Camelo Piñeros. De la Armada: almi-
rante Manuel Avendaño Galvis y vicealmirante Alfonso Calero
Espinosa. De la Fuerza Aérea: general Gilberto Franco Zapata;
general Fabio Zapata Vargas. Y los coroneles, del Ejército,
Manuel Santos Pico y Bernardo Torres Dávila; de la Armada,
Héctor Aguas Hurtado y de la Fuerza Aérea, Carlos Sierra Vélez.
Lista No. 2: Del Ejército: general Ramón Emilio Gil Bermúdez;
general Harold Bedoya Pizarro; general Pedro Molano Vanegas;
general Euclides Sánchez Vargas; mayor general Juan Salcedo
Lora; mayor general Eduardo Herrera Berbel; brigadier general
Heriberto Arias Martínez; y brigadier general Fernando González
Muñoz; De la Armada, almirante Mauricio Soto Gómez y viceal-
mirante Ignacio Rozo Carvajal; De la Fuerza Aérea, general Héctor
Velasco Chávez y mayor general Ricardo Rubianogroot. Y los
coroneles: del Ejército, Rodrigo Lozano Osorio y capitán César
Castaño Rubiano; De la Armada, Benjamín Herrera Niño y de la
Fuerza Aérea, Rommel Zapata Cano.
Lista No. 3: Del Ejército: general Hernán Guzmán Rodríguez;
general Manuel Bonnet Locarno; general Néstor Ramírez Mejía;
mayor general Manuel Sanmiguel Buenaventura, mayor general
Ricardo Cifuentes Ordóñez; mayor general Víctor Álvarez Vargas;
brigadier general Jaime Ruiz Barrera; y brigadier general Carlos
Leongomez Mateus. De la Armada: vicealmirante Carlos Ospina
Cubillos y brigadier general Rodrigo Quiñónez Cárdenas. Y de
la Fuerza Aérea: general José Sandoval Belalcázar y brigadier gene-
ral Jair Perdomo Alvarado. Y los coroneles: del Ejército, Gustavo
Rosales Ariza y Mario López Castaño. De la Armada: capitán de
Fragata Isaac Pardey Rodríguez. Y de la Fuerza Aérea, Ricardo
Castro Pulido. 
Por las comunicaciones entre amigos y compañeros milita-
res retirados, me enteré de las llamadas que algunos habían
recibido y que los citaron a Presidencia el lunes 27 de agosto de

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2012. Llegamos en horas de la mañana y de esa manera supe
quiénes eran los convocados porque el presidente no aceptó las
tres listas que envié y decidió realizar un solo encuentro con
algunos que él eligió.
La reunión se llevó a cabo en la sala de crisis del primer piso,
encabezada por el presidente con la asistencia del ministro de
Defensa, Juan Carlos Pinzón; los comandantes de las Fuerzas
Militares, general Alejandro Navas Ramos, y del Ejército, Sergio
Mantilla Sanmiguel; y los siguientes oficiales en uso de retiro
del Ejército: Rafael Samudio Molina, Álvaro Valencia Tovar,
Ramón Emilio Gil Bermúdez, Hernán Guzmán Rodríguez,
Manuel José Bonnet Locarno, Néstor Ramírez Mejía, Euclides
Sánchez Vargas, Gustavo Matamoros Camacho, Manuel
Sanmiguel Buenaventura, Eduardo Herrera Berbel, Adolfo
Clavijo Ardila y Carlos Leongómez Mateus.
El jefe del Estado abrió el encuentro con un saludo cordial
y presentó los dos temas motivo de la reunión: las relaciones del
gobierno con las reservas de las Fuerzas Militares y las conver-
saciones de paz que estaban en marcha. Hizo un recuento deta-
llado de los acercamientos realizados con las Farc, lo que fue
muy  revelador porque dio datos desconocidos hasta ese
momento. Expresó su deseo de no cometer los errores del
pasado, negociar en el exterior, no comprometer la autonomía
de las Fuerzas Militares, no hacer concesiones y no caer en la
trampa de las dilaciones. Al mismo tiempo, señaló que se había
llegado a algunos acuerdos básicos con las Farc, como partici-
pación en política, tratamiento jurídico para sus delitos y al final
su desmovilización total. La mayoría de los invitados aportaron
opiniones y conceptos de manera respetuosa.
La reunión estuvo rodeada de una extraña mezcla de incer-
tidumbre y expectativa porque justo esa mañana tres medios de
comunicación habían filtrado datos inéditos sobre el tema: una

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cadena radial dio detalles precisos de la agenda ya acordada
entre el gobierno y las Farc; uno de los más importantes diarios
reveló las reuniones exploratorias y un canal de televisión anun-
ció el inicio inminente del proceso de negociación.
El presidente no hizo comentario alguno sobre las informa-
ciones reveladas en los medios y al final afirmó que se proponía
nombrar un general retirado como parte del equipo negociador
del gobierno y adicionó que era una decisión ya conocida y
aceptada por el mando institucional.
Ese mismo lunes 27 de agosto en las horas de la tarde y ante
el revuelo creado por las filtraciones periodísticas, el presidente
Santos confirmó públicamente la realización de la fase explora-
toria: “Quiero manifestarles, claramente a los colombianos que
los acercamientos que se han hecho y los que se hagan en el
futuro se enmarcan en los siguientes principios rectores: pri-
mero, vamos a aprender de los errores del pasado para no repe-
tirlos; segundo, cualquier proceso tiene que llevar al fin del
conflicto, no a su prolongación; tercero, se mantendrán las ope-
raciones y la presencia militar sobre cada centímetro del terri-
torio nacional, (…) los colombianos pueden confiar plenamente
en que el gobierno está obrando con prudencia, seriedad y fir-
meza, anteponiendo siempre el bienestar y la tranquilidad de
todos los habitantes de nuestro país”. 

EL RESPALDO DEL EMBAJADOR DE EE.UU.


Aun cuando los colombianos empezaban a enterarse de los
avances del proceso, lo cierto es que por aquellos días de fina-
les de agosto de 2012 no se sabía con certeza quién sería el mili-
tar elegido para integrar el equipo negociador. El anuncio oficial
no se había producido, pero mi nombre circulaba a manera
de rumor.

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El sábado primero de septiembre asistí a un evento social
en una finca a las afueras de Bogotá y entre los asistentes estaba
el embajador de Estados Unidos en Colombia, Michael
McKinley. Al despedirme, me pidió que habláramos en privado
y nos dirigimos a un lugar apartado del jardín. La pregunta que
me hizo fue directa:
—General, ¿va a aceptar su participación en el proceso?
Me sorprendió, pero observé que el diplomático estaba al
tanto de lo que sucedía. Le confirmé que había aceptado la pro-
puesta del presidente, pero que hasta ese momento la designa-
ción estaba en consulta y no era de conocimiento público. Luego
me contó que había sido negociador de paz en Angola, África,
y que esa experiencia le había enseñado que la presencia mili-
tar en un proceso de paz era fundamental. Al despedirse me
ofreció toda la ayuda que fuera necesaria y le expresé mi
agradecimiento.
El asunto de mi presencia en la mesa negociadora habría de
resolverse el domingo 2 de septiembre, después de una reunión
del presidente Santos con los generales Jaime Ruiz Barrera, pre-
sidente nacional de la Asociación de Oficiales Retirados, Acore,
y Héctor Fabio Velasco, presidente del Cuerpo de Generales y
Almirantes de las Fuerzas Militares en retiro, CGA. Ellos eran
los presidentes de las dos organizaciones de militares retirados
más importantes, que en forma inexplicable no habían sido invi-
tados a la primera reunión.
Horas después me llamó el general Ruiz y me comentó que
el presidente les había informado que el militar retirado que
haría parte del equipo del gobierno era yo. También me dijo que
le pidió al presidente nombrar tres asesores en representación
de cada fuerza para que me apoyaran y que él había aceptado.
De esa manera, quedó oficializado el nombramiento de mis tres
asesores-consejeros militares. 

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A esas alturas ya era inevitable que la noticia de mi desig-
nación hiciera carrera en la opinión pública. Algunos de mis
compañeros militares retirados manifestaron su desacuerdo y
una ONG de conocida tendencia ideológica de izquierda intentó
deslegitimar mi nombramiento. El panorama que me esperaba
no era fácil. La noticia generó polarización en la opinión pública
y se extendió al interior de la institución militar.
En la tarde, de regreso a mi apartamento, me reuní con el
exministro Fernando Londoño Hoyos, a quien me unía una
vieja amistad, amén de que valoraba su capacidad intelectual y
política. Comentamos algunos de los sucesos del día, pero
cuando llegamos a la noticia sobre el proceso de paz y mi par-
ticipación, fue firme y pesimista.
—Alístese Jorge, porque lo van a poner a marchar en Cuba
—dijo con sorna.
—Ministro, no me han puesto a marchar antes, menos ahora
—respondí, convencido de que en efecto me esperaban momen-
tos difíciles.
En el gobierno del presidente Uribe compartí mi desem-
peño como comandante general de las  Fuerzas Militares
con Fernando Londoño, entonces ministro del Interior, un
baluarte en el respaldo a la misión de militares y policías y uno
de los protagonistas del inicio del camino a la victoria
institucional.
Poco después, a las siete de la noche, en una corta alocución
desde la Casa de Nariño, el presidente Santos, acompañado por
los ministros y la cúpula de las Fuerzas Militares y de Policía,
anunció de manera oficial el inicio del proceso de paz con las
Farc. “Les quiero anunciar que esas reuniones exploratorias han
culminado con la firma de un acuerdo marco entre el gobierno
nacional y las Farc, que establece un procedimiento –una hoja
de ruta– para llegar a un acuerdo final que termine, de una vez

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por todas, esta violencia entre hijos de una misma nación.
El acuerdo lleva el nombre de Acuerdo General para la
Terminación del Conflicto”.
Más tarde, el presidente llamó y me invitó a estar temprano
en palacio para participar en una rueda de prensa en la que daría
a conocer los nombres de los integrantes del equipo del gobierno.
El momento decisivo había llegado.
Muy puntual, a las ocho de la mañana del miércoles 5 de
septiembre de 2012 y frente a decenas de periodistas, el manda-
tario presentó oficialmente los integrantes de la comisión nego-
ciadora por parte del gobierno: Humberto de La Calle, jefe del
equipo; el comisionado de Paz, Sergio Jaramillo; Frank Pearl,
Luis Carlos Villegas, el general Óscar Naranjo y yo. Además,
señaló que el documento que le dio vida jurídica al equipo nego-
ciador incluyó la decisión acordada con las Farc de instalar el
proceso en Oslo, Noruega.
Terminada la rueda de prensa nos reunimos durante unos
minutos con el presidente, quien quería precisar con claridad
que si las Farc no mostraban voluntad de negociar, el gobierno
se levantaría de la mesa. Además, nos pidió máxima discreción
con los medios de comunicación.
A partir de ese momento, la agenda de contactos y reunio-
nes sería agitada. De palacio salí para la Escuela de Caballería
del Ejército a una reunión con militares de la reserva activa en
la que seleccionarían los tres asesores que el presidente había
autorizado para acompañar mi tarea en la mesa. El encuentro
fue concurrido porque las opiniones, propuestas y sugerencias
mostraron diversas posiciones, algunas críticas, duras, y de
franca oposición. 
Los designados fueron: por el Ejército, el mayor general
Víctor Álvarez Vargas; por la Armada Nacional, el almirante
Luis Carlos Jaramillo; y por la Fuerza Aérea el general Ricardo

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Rubianogroot. Ellos eran oficiales con grandes condiciones per-
sonales, de brillante trayectoria profesional, que gozaban de
confianza y credibilidad en el seno de la reserva de las Fuerzas
Militares. La decisión no podía haber sido más acertada. La lle-
gada de estos reconocidos oficiales significaba entusiasmo, com-
pañía y alivio para la inmensa responsabilidad que me esperaba.
El tiempo se encargaría de confirmar el importante y decisivo
rol que los dos generales y el almirante cumplirían a mi lado con
una sólida posición institucional.
Por mi contacto con la alta oficialidad en retiro y en servi-
cio activo, sabía que las operaciones que se desarrollaban en el
campo de combate y sus resultados representaban el más impor-
tante avance militar en la historia del conflicto y, por ello, con-
sideraban que el momento no era el más conveniente ni
oportuno para iniciar un proceso de paz. Lo más significativo y
revelador era el convencimiento de que faltaba por recorrer un
corto trecho para consolidar la victoria. En el fondo tenían la
percepción de que el jefe del Estado no los tuvo en cuenta, no
los consultó sobre la oportunidad de la decisión. Esa situación
hacía más compleja mi participación en el proceso que estaba
por empezar.
Al día siguiente, seis de septiembre de 2012, las Farc dieron
a conocer en La Habana, Cuba, que el líder de su equipo nego-
ciador era Iván Márquez, miembro del secretariado, quien esta-
ría acompañado por otros treinta integrantes de la organización.
El interés nacional por la formalización del inicio de las nego-
ciaciones crecía con el paso de las horas y las partes involucra-
das intentaban poner su propio grano de arena ante el complejo
panorama que se avecinaba.
La cúpula militar estaba más que interesada en el asunto y,
por eso, el martes 11 de septiembre los negociadores asistimos
a una reunión con el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón,

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los altos mandos y la inteligencia militar. En una larga diserta-
ción, el ministro delineó la que sería en adelante su posición y
la del mando: apoyar al presidente durante el proceso, continuar
las operaciones, impedir que la institución militar hiciera parte
de la discusión en la mesa de negociaciones, no permitir el ofre-
cimiento de zonas de despeje, no al cese del fuego y prepararse
para la desmovilización de las Farc. Con todo, en el aire quedó
flotando una doble preocupación del ministro y de los genera-
les: que lo alcanzado en el campo de combate se perdiera polí-
ticamente en la mesa y que las Farc tomaran un nuevo aire para
recuperarse militarmente. Antes de terminar la reunión, Pinzón
y los generales acordaron pedirle al presidente una reunión con
la cúpula militar y de la Policía.
Las semanas siguientes, previas al viaje a Oslo según lo acor-
dado, fueron de intensa actividad para el equipo, que buscaba la
mayor información posible para fortalecer nuestra preparación
y conocimientos. Fueron muchas las reuniones con el presidente,
con ministros, con funcionarios de diversas entidades y, claro,
entre nosotros, que necesitábamos conocer a fondo el acuerdo
general firmado en La Habana, base del proceso que iniciábamos.
Lo que sucedió durante ese tiempo fue realmente intere-
sante y enriquecedor. Era el comienzo y se notaban el compro-
miso y la responsabilidad con los que asumiríamos la tarea
encomendada. Infortunadamente, con el paso del tiempo ese
buen inicio se fue diluyendo y la confianza y unión del equipo
no sería una de sus fortalezas.
En mis apuntes encuentro que los participantes en las reunio-
nes secretas de La Habana consideraron importante compartir con
el nuevo equipo los temas que hicieron parte de esas reuniones:

• “Convicción: el proceso es la última oportu-


nidad para las Farc.

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• Todos los puntos son una fórmula integral.
• No es una negociación. Nadie está entre-
gando nada.
• Las Farc querían que el proceso se adelantara
en Colombia. Después propusieron a Venezuela,
pero el canciller de ese país viajó a La Habana
con la misión de convencer a las Farc de su
inconveniencia.
• Son muy dogmáticos, alejados de la realidad.
• Las Farc siempre justifican sus acciones y
argumentos.
• Uno de sus fundamentos es exigir y practicar
la bilateralidad.
• La presencia de Venezuela y Cuba generó des-
confianza y preocupación al interior de la
sociedad colombiana.
• Sabemos que están divididos, pero hacen todos
los esfuerzos por ocultarlo.
• El proceso que se iniciaba no debía tener nin-
guna similitud con el proceso del presidente
Pastrana en el Caguán.
• Los garantes son útiles, pero tienen agenda
propia”. 

El jefe del equipo, Humberto de La Calle, programó durante


tres días una especie de retiros espirituales en un lugar cam-
pestre a las afueras de Bogotá. El ambiente era tranquilo y apro-
piado para concentrarnos en los preparativos. A esta reunión
se integraron por primera vez los asesores internacionales del
presidente y del equipo negociador, expertos conocidos mun-
dialmente por su notoriedad académica y participación en
negociaciones de complejos y prolongados conflictos en el

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mundo. Conocerlos y participar de sus disertaciones, escuchar-
los e interactuar con ellos en un ambiente privado de alto con-
tenido político y académico sobre el manejo de procesos como
el que pronto iniciaríamos, fue una experiencia productiva y
enriquecedora.
Se trataba de un equipo asesor de lujo: Jonathan Powell,
exministro en el gabinete de Tony Blair y negociador con el IRA;
William Ury, profesor de la Universidad de Harvard, miembro
cofundador del programa de negocios de esa universi-
dad; Ronald Heifetz, profesor de Harvard y miembro de la
Escuela de Administración Pública, experto en liderazgo;
Shlomo Ben Ami, excanciller de Israel, participó en los acuer-
dos de Camp David; Dudley Ankerson, experto en inteligencia
y en América Latina, del Reino Unido; y Joaquín Villalobos
excomandante del Frente Farabundo Martí para la Liberación
Nacional, FMLN, en El Salvador.
Entre tanto, el presidente Santos se reunió con la totalidad
de generales y almirantes del Ejército, Fuerza Aérea, Armada y
Policía, en Tolemaida, la guarnición militar con la concentra-
ción de tropas más numerosa del país. Me invitó a acompañarlo
y a dar una disertación a los generales sobre la participación
militar en el proceso. Me impresionaron las preguntas, inquie-
tudes, sugerencias y preocupaciones expuestas por los oficiales,
que mostraron una actitud digna del más alto profesionalismo,
sinceridad y carácter.
Aunque todos sabíamos quién era quién en el equipo por
los cargos ocupados, a través de los medios de comunicación o
por coincidencias en el desarrollo de actividades personales
o públicas, lo cierto es que las reuniones del equipo nos permi-
tieron conocernos a profundidad.

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QUIÉN ERA QUIÉN EN EL EQUIPO
El grupo de negociadores plenipotenciarios del gobierno estaba
compuesto por Humberto de La Calle, hábil político, diplomá-
tico, escritor, abogado, con amplia trayectoria en procesos de
paz con las Farc. Su designación como jefe del equipo generó
confianza en la opinión pública. Sergio Jaramillo, alto comisio-
nado para la Paz, persona culta con dominio de varios idiomas,
con estudios y especializaciones en universidades del mayor
prestigio internacional. Lo conocí tiempo atrás en el Ministerio
de Defensa y según recuerdo su paso por allí fue más inconve-
niente y negativo que productivo para las Fuerzas Militares, par-
ticularmente por su personalidad e ideario político. Era el único
que desempeñaba un cargo oficial en el gobierno. No era el jefe
del equipo, pero sí dueño del verdadero poder en la misión. Luis
Carlos Villegas, líder empresarial que había ocupado cargos
importantes en organizaciones privadas como también en el
gobierno; persona de posiciones institucionales. Frank Pearl,
académico, con un amplio recorrido en la empresa privada y
cargos públicos importantes en diferentes gobiernos, especial-
mente relacionados con el tema del conflicto en Colombia.
General Óscar Naranjo, exdirector de la Policía Nacional, des-
tacado oficial por sus conocidas ejecutorias especialmente en el
área de inteligencia; no coincidimos en el desempeño de nues-
tros cargos y funciones institucionales y tampoco nos unió una
cercana amistad. Su nombramiento y la presencia de dos gene-
rales en una misión tan especial transmitían confianza y com-
promiso. El tiempo y la historia se encargarán  del juicio
correspondiente.
El equipo le transmitía al país seguridad y garantía para el
éxito de la tarea encomendada. Pero debo decir que en las pri-
meras reuniones se hizo evidente que tendríamos un obstáculo
difícil de vencer debido a la diversidad de conceptos, opiniones

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y vivencias alrededor del conflicto y la manera de superarlo.
A sabiendas de lo que me esperaba, me preparé para la batalla
decisiva, en una circunstancia extraña al desempeño de mi vida
profesional, pero no de mis convicciones.
El nuevo escenario en el que me ponía la vida no era menos
peligroso y exigía cautela, inteligencia y perseverancia porque
así como en la guerra, en la mesa también existirían embosca-
das, ataques, fintas, engaños y traición. Con todo, me sentía
seguro, solo que en esta batalla las armas serían la palabra, las
ideas, la paciencia, el conocimiento y las convicciones.
Por la misión, el largo conflicto y tantas desilusiones, a lo
largo de los años los militares colombianos nos llenamos de una
gran desconfianza hacia la clase política, aunque todo el tiempo
fuimos respetuosos y reconocimos su prevalencia. En el ejerci-
cio de mi vida profesional siempre estuve convencido de que los
generales debemos tener una sólida instrucción militar y polí-
tica, como lo muestra la historia de muchos grandes generales,
quienes fueron protagonistas con una formación circunscrita al
verdadero conocimiento del Estado, los gobiernos y las socie-
dades, y no en el sectario, apasionado y peligroso concepto par-
tidista que desafortunadamente ha gobernado la política
colombiana.  
Confieso que mi preocupación real no eran las Farc. Cuando
se conocieron los nombres de sus representantes, mi conoci-
miento sobre quién era quién, cómo pensaban y actuaban, así
como su abundante prontuario delincuencial, no me produje-
ron desvelo, alarma ni preocupación. Conocía perfectamente
el terreno que pisaba. Tantos años de trasegar me permitían
saber lo suficiente de ellos.
Iniciaba mi participación en el proceso con la certeza de la
victoria de soldados y policías, del anhelo de paz de los colom-
bianos y el fortalecimiento del sistema, las instituciones y la

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sociedad. No me incorporé al equipo para contemplar las aspi-
raciones de poder de las Farc, que nunca alcanzaron en más de
cincuenta años de muerte y destrucción.
En las siguientes semanas, gobierno y Farc se dieron a la
tarea de organizar la logística de la instalación de la mesa en
Oslo. Lo primero que ocurrió fue el levantamiento de las órde-
nes de captura de los negociadores designados por la guerrilla
y en la primera semana de octubre la Cruz Roja, con el acom-
pañamiento de los países garantes, realizó la extracción de los
delegados de las Farc de las zonas donde se encontraban. Todo,
lógicamente, con el concurso y colaboración de las Fuerzas
Militares y de la Policía.
En los primeros días de octubre de 2012, los negociadores
del gobierno nos reunimos con De La Calle, quien hizo una
intervención que me dejó pensativo por su significado y su men-
saje implícito. Si le entendí bien, él era el único que hablaría en
la mesa y si alguno de nosotros quería decir algo solo podía
hacerlo previa autorización suya. La verdad no me gustó el tono
impositivo y la forma como dijo lo que dijo; podría estar muy
prevenido, pero asumí sus palabras como si estuvieran dirigi-
das a mí. Y me pregunté: ¿qué ocurrirá si no estoy en la mesa y
se logran acuerdos con los que no me identifico?
El viaje a Oslo quedó programado para el viernes 12 de octu-
bre a las cinco de la tarde. Pensé que me perdería el partido de
fútbol de la selección Colombia, que ese día enfrentaba a
Paraguay en el Estadio Metropolitano de Barranquilla como
parte de las eliminatorias del campeonato mundial que se desa-
rrollaría en Brasil en 2014.
Sin embargo, varias complicaciones surgidas a última hora
atrasaron el desplazamiento hasta la tarde del martes 16 de octu-
bre. Los motivos fueron varios y de diversa índole: primero, la
demora en el desplazamiento de Venezuela a Cuba del negociador

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de las Farc, Iván Márquez; luego, el forcejeo generado por la exi-
gencia de los jefes de esa guerrilla de incluir no solamente en la
mesa sino en el viaje a Oslo a la guerrillera holandesa Tanja
Nijmeijer. Los negociadores estábamos en desacuerdo, pero el
presidente Santos nos hizo saber a través de De La Calle que hicié-
ramos lo necesario para garantizar que la mujer participara en el
proceso; además, las Farc querían introducir cambios de última
hora en la agenda programada, reuniones con los medios de comu-
nicación y la realización de algunos foros. Preludio de lo que nos
esperaba.
Fueron varios días de aplazamientos, coordinaciones y ten-
sión, que el jefe del equipo nos informaba a tiempo. Finalmente,
el martes 16 de octubre en las horas de la tarde nos embarcamos
en un avión tanquero de la Fuerza Aérea Colombiana, capaci-
tado para realizar el viaje directo Bogotá-Oslo. La aeronave
había sido acondicionada para hacer posible el largo viaje.
Finalmente pude ver el partido de Colombia, que ganamos con
dos golazos del mejor jugador, el gran Falcao García.
Quince horas después llegamos a Oslo. Era la una de la tarde
del miércoles 17 de octubre de 2012 –seis de la mañana en
Colombia–, en un viaje sin contratiempos. En la capital noruega
llovía muy fuerte, con frío y viento y el avión fue parqueado en
un sector especial de la pista hasta donde llegaron vehículos que
conformaban una caravana de carácter oficial. Agentes del
gobierno anfitrión nos invitaron a bajar rápidamente las esca-
leras y por las condiciones climáticas pasamos directamente a
los vehículos. Luego, la desorientación fue total porque no sabía-
mos si nos dirigíamos al norte o al sur y mucho menos cuál era
nuestro destino final.
El viaje fue realmente placentero. Pasar de nuestro clima
tropical a un país situado bien al norte del hemisferio y en pleno
invierno, fue atractivo; el paisaje, el clima, la nieve, el orden del

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tráfico, hicieron que disfrutáramos de un trayecto que nos tomó
cerca de dos horas de travesía y olvidar por momentos las pre-
ocupaciones propias de la misión que nos esperaba.
Llegamos a un lugar conformado por construcciones de
madera, un llamativo ambiente rural de casas, depósitos, ofici-
nas y todo tipo de facilidades, rodeadas de un paisaje hermoso,
típico del país nórdico, un majestuoso lago y un frío que calaba
los huesos, muy diferente al frío de nuestros páramos tropica-
les. Después me enteré que la zona quedaba muy cerca de la isla
de Utoya, el lugar donde meses atrás, el 22 de julio de 2011, el
extremista radical de ultraderecha, Anders Breivik, asesinó a 68
personas que participaban en un campamento juvenil.
Me sorprendió saber que la delegación de las Farc ya había
llegado y estaba acomodada en una de las varias casas del lugar,
a doscientos metros de nosotros. Fuimos recibidos con mucha
amabilidad por los conserjes del lugar, que nos llevaron a un
sector de pequeñas cabañas muy cerca del lago, donde pasaría-
mos la noche.
Por deferencia de la delegación y en un gesto que agradecí,
ocupé solo una de las cabañas, cómoda, pequeña, sin lujos, pero
con todo lo necesario. Rápidamente nos instalamos y pasamos
al almuerzo, en la que era la primera oportunidad que compar-
tíamos y vivíamos como equipo. Los comentarios del viaje, las
actividades y planes a desarrollar dominaron el delicioso
almuerzo, atendido por unas jóvenes que llamaban la atención
por su belleza nórdica, adornada con coloridos vestidos típicos.
Frank Pearl y Alejandro Eder fueron enviados por De La Calle
a contactar a las Farc y a coordinar las actividades venideras, pero
a su regreso contaron que los guerrilleros habían asumido una
actitud intransigente y pretendían imponer cambios al programa
previsto. Pensé que, si alguien en el equipo tenía dudas, las Farc
empezaban a aterrizarnos en la realidad que nos esperaba.

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En la tarde nos visitó el canciller noruego, que hablaba espa-
ñol, y durante treinta minutos refirió la posición de su país en
el proceso que iniciábamos y mostró interés por conocer nues-
tros argumentos y propósitos en la negociación.

FRENTE A FRENTE CON LAS FARC


Necesitaba descansar porque la jornada había empezado cerca
de veinticuatro horas atrás, pero ni modo porque nuestros anfi-
triones noruegos nos invitaron esa noche a una reunión social
a las dos delegaciones y a los representantes de los gobiernos de
Venezuela, Chile y Cuba. Apenas tuvimos tiempo para cambiar-
nos de ropa y nos anticipamos a llegar a la cita, en un salón no
muy grande, apenas para los presentes en una de las casas del
lugar. A los diez minutos entraron las Farc en hilera y saludaron
uno por uno a los presentes. Iván Márquez, Marcos Calarcá,
Andrés París, Rubén Zamora, Rodrigo Granda, Jesús Santrich
–acompañado por una mujer que hacía las veces de lazarillo– y
dos o tres guerrilleros más.
Cuando llegaron a donde me encontraba nos dimos un
saludo normal, pero muy frío. No podría ser de otra manera.
Durante la reunión no hablé con ninguno de ellos. Los conocía
perfectamente, sabía quién era quién, cuál su extenso prontua-
rio criminal, las acciones terroristas en las que habían partici-
pado y en las que miles y miles de civiles, militares y policías
habían perdido la vida por sus propias manos y sus órdenes.
Las fotografías de cada uno estaban grabadas en mi mente. Eran
sentimientos muy profundos, difíciles de ocultar, de perdonar
y menos de olvidar. Fue mortificante tenerlos frente a frente
conociendo su historial y los daños que causaron durante tan-
tos años. Nunca en mis 42 años de vida militar llegué a imagi-
nar que mi primer encuentro con los cabecillas de la organización

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más criminal y destructiva que había enfrentado sucedería en
una reunión de carácter social.
Los guerrilleros debieron percibir el ambiente pesado y
media hora después se despidieron y salieron en fila, como
habían llegado.
Esa noche, por fin en la soledad de mi habitación, pensé que
pese a las prevenciones ese primer encuentro transcurrió sin
mayor importancia. Pero sí medité largo tiempo sobre la con-
veniencia institucional y personal de integrar el equipo del
gobierno. Me mortificaba la duda de si mi presencia obedecía a
una manipulación del presidente Santos o a cualquier otra
razón. La manera como finalizó el proceso respondería mis
preocupaciones.
En la mañana del jueves 18 de octubre de 2012, las dos dele-
gaciones nos reunimos con los representantes de los países garan-
tes y acompañantes para redactar un comunicado de prensa
conjunto. En la tarde, en medio de un gran dispositivo de seguri-
dad militar que nos llamó mucho la atención por la espectacula-
ridad que le imprimió el gobierno noruego, regresamos a Oslo y
nos preparamos para la instalación oficial de las conversaciones.
El sitio era una especie de centro de convenciones con impor-
tantes medidas de seguridad porque la noticia despertaba el mayor
interés. La mesa principal estaba organizada para la presencia de
las dos delegaciones, garantes y acompañantes, con un sistema de
comunicaciones disponible para su transmisión a nivel mundial.
Antes de empezar la ceremonia me di cuenta de que el
letrero puesto encima de la mesa hablaba de Jorge Enrique Mora
Rangel, pero ignoraba mi grado de general. Me pareció inacep-
table la omisión por la manera como sería interpretada por la
institución militar en Colombia y por eso exigí que lo cambia-
ran e incluyeran mi grado militar. Para mi tranquilidad, la situa-
ción se solucionó.

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El programa empezó con la lectura del comunicado con-
junto previamente elaborado. Luego intervino el jefe de la dele-
gación del gobierno, quien, en forma serena, respetuosa, expuso
el deseo genuino de los colombianos de alcanzar la paz.
Muy por el contrario, la presentación de Iván Márquez fue
agresiva, como siempre. Mientras hablaba pensé: “No han salido
de la selva”. Pero el guerrillero fue más allá porque desconoció el
documento firmado por ellos mismos en La Habana, planteó nue-
vos temas, interpretó a su acomodo la realidad del país, de la eco-
nomía, de la propiedad de la tierra y acusó con nombre propio a
personas y señaló en duros términos a las Fuerzas Militares.
También planteó convocar una Asamblea Constituyente para
refrendar los acuerdos, algo de lo que no se había hablado hasta
ese momento.
Sus frases fueron más que retadoras: “El soberano que es el
pueblo tendrá que ser protagonista principal; quien debe trazar
la ruta de la solución política es el pueblo y a él mismo le corres-
ponderá establecer los mecanismos que han de refrendar sus
aspiraciones”; “una paz que no aborde la solución de los proble-
mas económicos, sociales y políticos generadores del conflicto
equivaldría a llenar de quimera el suelo colombiano”; “venimos
a la mesa con propuestas y proyectos para alcanzar la paz defi-
nitiva. Una paz que implique una profunda desmilitarización
del Estado y reformas socioeconómicas radicales que funden la
democracia, la justicia y la libertad verdaderas”.
En el extenso discurso de Márquez me llamó la atención la
referencia que hizo al plan de guerra Patriota de las Fuerzas
Militares. Conociendo a las Farc, que sistemáticamente se han
negado a reconocer los éxitos institucionales, hacerlo en un
auditorio de alcance mundial fue la mayor demostración de la
importancia militar del plan y la afectación operacional y estra-
tégica que les causó en el campo de combate.

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Se podría decir que la llegada de Márquez a la delegación
de las Farc significó un giro radical que se reflejó en su desafor-
tunado discurso de la instalación de la mesa. Lo que expuso no
me sorprendió. Eran las mismas Farc de siempre, las que conocí
desde los años sesenta. Sin embargo, reflexioné en que las pala-
bras de Márquez debían servir al equipo de gobierno para enten-
der con quiénes estaríamos en la mesa. La ingenuidad de otros
procesos, como el del Caguán, no podía estar presente en el que
iniciábamos, me decía en voz baja, fundamentado en mis pro-
pias experiencias.
Terminadas las intervenciones formales, llegaba el tiempo
para la rueda de prensa por separado de cada delegación. De
nuestro lado, desde luego había mortificación porque las Farc
volvían a sus viejas andanzas de hacer una cosa y decir otra. En
el equipo hubo unanimidad en el sentido de que frente a la agre-
sividad y cinismo de las Farc debíamos endurecer nuestra posi-
ción, en especial en los temas relativos a las Fuerzas Militares,
el sistema económico y la empresa privada.
En efecto, la intervención de De La Calle en la rueda de
prensa fue contundente y directa y con una sólida posición ins-
titucional hizo énfasis en el compromiso alcanzado en La Habana.
Fue muy importante advertir que el gobierno estaba dispuesto
a todo: continuar o levantarse en cualquier momento si el pro-
ceso no avanzaba.
Es importante resaltar las siguientes frases de De La Calle,
porque considero que enviaron mensajes positivos a la socie-
dad y a los soldados y policías: “aquí no vamos a entrar en las
consabidas y eternas retóricas sobre el modelo de desarrollo eco-
nómico. (….) Las Farc, una vez depongan las armas y se firme
el acuerdo que pone término al conflicto armado interno,
podrán hacer política como organización. (….) Tenemos una
agenda de cinco puntos que son producto de una visión que

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compartieron las Farc a través de sus negociadores. (….) Las Farc
tienen que darles la cara a sus víctimas, ese es un elemento insus-
tituible de este proceso de conversaciones. (….) Tenemos con-
fianza en el proceso, pero en la medida en que continúe el
cumplimiento de la agenda que ya fue pactada”.
Frases como estas, que mostraban fortaleza, compromiso y
entusiasmo, se fueron diluyendo con el paso del tiempo y les
abrieron camino a los intereses de las Farc. El tiempo se encargó
de mostrar que esas frases se convirtieron en desilusiones.
Al día siguiente iniciamos nuestro regreso a Bogotá, en un
viaje sin contratiempos. La instalación en Oslo fue positiva por
su significado, cubrimiento y divulgación en los medios de
comunicación.
Personalmente tenía la esperanza de que los mensajes de
Iván Márquez contenidos en su disperso y agresivo discurso,
hubiesen contribuido a aterrizar la euforia del gobierno y de
algunos de mis compañeros de equipo. En mis apuntes de la
fecha consigné mi preocupación respecto de si tendríamos las
mismas prioridades. En mi caso las tenía definidas y las sostuve
a lo largo de los más de cuatro años del proceso: el sistema, sus
instituciones y los colombianos como sociedad. Pero con el paso
del tiempo mi desilusión fue grande porque me di cuenta y me
convencí de que –especialmente para Jaramillo– lo prioritario
era mantener a toda costa a las Farc en la mesa. Y si lo era para
él, también lo era para el presidente.
Tras regresar de Oslo, el presidente Santos nos citó a pala-
cio el lunes 22 de octubre de 2012 para examinar la ceremonia
de instalación de los diálogos en Cuba, el viaje, la actitud de las
Farc, los discursos y las novedades de nuestro periplo por
Noruega. Cada integrante del equipo expuso sus opiniones y en
mi caso particular hice las siguientes reflexiones:

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• La intervención de Márquez aterrizó la realidad del proceso.
• Con Márquez en la mesa cambian las reglas del juego.
• En estas circunstancias se hace más necesaria la contunden-
cia, eficacia, y eficiencia de las Fuerzas Militares y la Policía.
• Se deben incrementar las estrategias para promover la
deserción, entrega y dejación de armas de los guerrilleros.
• Durante el proceso debemos estar conscientes de quiénes
son las Farc, cuáles sus argumentos, sus acciones y su comprome-
timiento con el proceso.
• Es fundamental el trabajo en equipo y la identidad de cri-
terios en el manejo de la negociación.
• Algo muy importante: debemos tener presente el papel que
jugarán Cuba y Venezuela.
• Personalmente no soy optimista, pero me acompañan el
compromiso y la fe en la causa.

RUMBO A LA CASA 25
Una vez salimos de palacio reiniciamos los preparativos para el
comienzo en firme del proceso en La Habana. Las negociacio-
nes empezarían con el punto uno de la agenda, “Política de desa-
rrollo agrario integral”. Iniciar el proceso de esta manera era vital
para las Farc pues tendrían el viento a su favor y, por supuesto,
no ocultaban la satisfacción de iniciar con un tema que hacía
parte de sus banderas y lo recibían como un reconocimiento a
sus argumentos de lucha.
Al presidente Santos y a Sergio Jaramillo les parecía que la
discusión debía iniciar con un tema atractivo y conforta-
ble para las Farc. Supuestamente era una ventaja calculada.
Nunca estuve de acuerdo con esa visión del presidente, pues la
consideraba innecesaria. Conociendo a las Farc, entendían estas

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concesiones ingenuas, generosas o supuestamente estratégicas
como una muestra de debilidad del sistema.
En el intervalo entre la instalación en Oslo y el inicio en
La Habana nos dedicamos a conocer a fondo la actualidad del
campo. En pocos días asistimos a múltiples reuniones con los
ministros de Agricultura y de Medioambiente y con sus respec-
tivos equipos de trabajo. Era indispensable llegar a Cuba con la
mejor información de las ventajas y dificultades del campo
colombiano, sus realidades, necesidades y políticas recientes.
Era clave estar fuertes en un tema en el que seguramente las Farc
entrarían pisando duro para reivindicar sus viejas e inacepta-
bles aspiraciones.
Fueron muy importantes los encuentros que sostuvimos
con los gremios económicos y con la empresa privada porque
son instituciones que han jugado un papel decisivo en el desa-
rrollo nacional y sufrieron una grave afectación debido a que
las Farc los declararon objetivo militar de sus acciones violen-
tas. Era fundamental escucharlos, conocer su visión y medir
hasta dónde llegaba su respaldo en el proceso que estaba por
empezar.
También era imprescindible hablar con el ministro de
Defensa, los mandos militares y la inteligencia militar. Ellos nos
dieron una visión exacta de los hechos que sucedían cada día en
el desarrollo del conflicto, así como un panorama de la situa-
ción interna de las Farc y una aproximación a las estrategias que
presentarían en la mesa de conversaciones. La inteligencia
humana y técnica debía cumplir una tarea vital para nosotros,
pues necesitábamos conocer qué tipo de comunicación habría
entre la delegación de las Farc en La Habana y los cabecillas que
permanecían en Colombia.
Después de escuchar a la parte civil y militar del sector Defensa
no tuve dudas ni sorpresas en sus apreciaciones, preocupaciones

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y recomendaciones. Pero no todos mis compañeros de equipo
expresaban la misma confianza, especialmente Sergio Jaramillo,
quien nunca ocultó sus diferencias conceptuales sobre el conflicto
y las instituciones militares. Ese día me quedó claro una vez más
que a pesar de los inconvenientes y problemas que generan las
decisiones políticas en el desarrollo del conflicto, los militares
colombianos cumplían su tradición histórica y reconocían y res-
paldaban las decisiones del poder civil.
Creo que el entusiasmo inicial no nos permitía pensar en
algo diferente al compromiso adquirido. Con frecuencia nos
reuníamos con el presidente para recibir instrucciones y com-
partirle el avance de nuestros preparativos. En una reunión en
palacio, cuatro días antes de partir, Santos nos informó que alias
Timochenko, el jefe máximo de las Farc, iría a La Habana a reu-
nirse con su delegación. Entendí que esa presencia era necesa-
ria, pero el presidente no comentó el motivo del viaje y nos pidió
reserva. Por el tono del comentario me llené de suspicacia y me
entró un sentimiento de mal comienzo porque era evidente que
el jefe del Estado empezaba a manejar información que el equipo
no conocía. No sé por qué, pero lo ocurrido no me dejó tran-
quilo y por el contrario generó incógnitas por el futuro del pro-
ceso. También me indicaba que las Farc ya estaban en Cuba. Aun
así, estaba listo para iniciar un viaje que jamás pensé realizar.
El domingo 18 de noviembre de 2012 viajamos a La Habana
en un avión de la Fuerza Aérea Colombiana y el único que no
lo hizo fue el general Naranjo, quien trabajaba en México como
asesor del gobierno y simultáneamente ocupaba un cargo aca-
démico en una universidad.
Llegamos al terminal aéreo y nos esperaban varias personas
que a partir de ese momento y durante todo el proceso nos
acompañarían, unos de la cancillería y otros encargados de
nuestra seguridad y transporte. Con el tiempo pude saber que

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se identificaban con grados militares, aunque vestían de civil.
Todos ellos eran miembros de los organismos de inteligencia y
seguridad del Estado. Nos recibieron en la sala de diplomáticos,
pequeña pero cómoda, mientras nuestros anfitriones realiza-
ban el trámite de inmigración y equipaje, que fue fácil y defe-
rente. Muy rápido atravesamos las salas del segundo y primer
piso del aeropuerto, en medio del bullicio de la gente y un calor
parecido al de nuestras ciudades costeras.
En pocos minutos estábamos en los vehículos que nos lleva-
rían a la casa donde pasaría más de cuatro años de mi vida. Nunca
había pensado viajar a Cuba, simplemente por mi condición de
militar y porque durante muchos años la política del régimen
estuvo comprometida con los movimientos guerrilleros colom-
bianos. El recorrido del aeropuerto a la casa del Laguito y de esta
al aeropuerto, se constituyó con el tiempo en algo familiar. Era un
desplazamiento por una buena y bonita autopista, con un paisaje
de palmeras verde muy agradable. Por allí iba o regresaba de las
reuniones, unas pocas con satisfacción y otras, la mayoría, con des-
ilusiones, desacuerdos, desconfianzas y hasta arrepentimientos. 
El Laguito es un condominio aislado del exterior por un
muro de aproximadamente dos metros de alto y cuatro entra-
das con vigilancia especial y muy estricta; el ingreso únicamente
está permitido para quienes se alojaran en las casas y en caso de
que se tratara de un invitado o un visitante, debía cumplirse un
trámite riguroso. En la parte central se veía un hermoso lago
muy bien cuidado, bordeado por una vía pavimentada que lo
circunda y donde abundan las palmeras y una vegetación exu-
berante compuesta por árboles y zonas verdes bien mantenidas.
El Laguito es un atractivo y apacible lugar, inmejorable para el
aislamiento que requeríamos.
Alrededor del lago había un número importante de casas de
campo, cada una con estilo propio; eran construcciones amplias

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en buen estado a pesar del tiempo. Según dice la historia, con el
triunfo de la revolución las lujosas viviendas –propiedad de
cubanos prominentes y de extranjeros, en su mayoría estadou-
nidenses que viajaban de vacaciones a la isla– fueron expropia-
das por el régimen. La revolución las convirtió en casas de
protocolo en las que se alojaban jefes de Estado y delegaciones
oficiales, especialmente de países afines a la dictadura.
Tal como había pensado, cuando llegamos al Laguito, las
Farc ya estaban instaladas en dos casas. Una la ocupaban los
cabecillas denominados plenipotenciarios que pocos días des-
pués, según supimos, empezaron a referirse a ella como la “Casa
de piedra” porque la fachada estaba tapizada en ese material.
Este sería a partir de ahora el epicentro de las decisiones de
las Farc.
Nosotros nos instalamos en la Casa 25, llamada así por la
nomenclatura asignada por los cubanos. Estábamos separados
por el lago, pero en la distancia se podían ver las viviendas de
unos y otros. Las cuatro habitaciones del segundo piso fueron
ocupadas por los cuatro plenipotenciarios civiles del equipo: De
La Calle, Jaramillo, Villegas y Pearl. En el primer piso había dos
habitaciones vecinas a la cocina, donde según la distribución
establecida previamente nos instalamos Naranjo y yo.
Además, la espaciosa estancia tenía dos salas, comedor,
cocina y dos pequeños salones de televisión. En algún momento
les comenté a mis compañeros que por la cercanía de las casas
“nunca había dormido rodeado por tantos cabecillas de la gue-
rrilla”. La Casa 25 era atendida por varias personas que se encar-
gaban del mantenimiento y pertenecían al servicio secreto del
régimen. Algunas veces comentamos con jocosidad que “el ser-
vicio secreto nunca nos desampara”. 
A escasos cinco minutos del Laguito estaba el Centro de
Convenciones y en su interior el Hotel El Palco, donde se cumplirían

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las reuniones de los negociadores. Para el desplazamiento de las
dos delegaciones los anfitriones destinaron cuatro automóviles
Mercedes Benz prácticamente nuevos, dos por delegación. Tenía
que acostumbrarme ver llegar a Iván Márquez con su maletín y
normalmente en compañía de Santrich, en actitud de próspero
ejecutivo. Ironías de la vida que jamás había imaginado vivir.

EL PRIMER DÍA DE SESIONES


El lunes 19 de diciembre de 2012 fue el primer encuentro. A la
entrada de la sala principal los cubanos organizaron un espacio
obligado de paso ante los numerosos periodistas acreditados.
Ese día la delegación del gobierno mostró la que sería su forma
cotidiana de manejar las relaciones con la prensa: saludar en
forma amable y seguir derecho en actitud huidiza. Fueron muy
pocas las veces que hicimos alto para dar una corta declaración.
Al contrario, las Farc se caracterizaron por el empleo casi dia-
rio de la tribuna, con la evidente complacencia de nuestros
anfitriones.
Las Farc entraron en grupo, con una gran imagen en cartón
–dummy– de Simón Trinidad, el guerrillero condenado por nar-
cotráfico en Estados Unidos. Se detuvieron al frente de los perio-
distas y Márquez leyó un documento en uno de cuyos apartes
esa guerrilla declaraba el cese unilateral del fuego. No se puede
desconocer que lograron impactar con su noticia y aprovecha-
ron estratégicamente el momento. Era normal que la atención
estuviese focalizada en los sucesos del primer día, además por-
que la hora coincidía con el desayuno y el desplazamiento al tra-
bajo, cuando la mayoría de colombianos concentra la atención
en las noticias matutinas.
Durante todo el proceso, el empleo de los medios de comu-
nicación fue uno de los puntos débiles del gobierno frente a las

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Farc, que los aprovecharon con absoluta libertad y gran frecuen-
cia para mostrar sus intereses, victimizarse, justificar sus accio-
nes terroristas y apropiarse del discurso de la paz. Todo esto ante
decenas de reporteros nacionales e internacionales. Esa fue
siempre mi crítica y aun a estas alturas no ha cambiado: el pre-
sidente quiso que nuestra presencia en los medios fuera pobre
y débil, en un juego equivocado para satisfacer el ego y darles
tranquilidad a las Farc. A pesar de la restricción y el silencio ofi-
cial, en ocasiones expresé en los medios, tanto en La Habana
como en Bogotá, mi pensamiento por situaciones que conside-
raba inaceptables e inconvenientes para los colombianos.
El rito comenzó con la organización de la mesa en un salón
suficiente y cómodo. Era rectangular y tenía 24 sillas. Diez y diez
que enfrentaban a los dos equipos, el del gobierno y las Farc, y
en los extremos dos y dos para los representantes de los dos paí-
ses garantes. 
Las Farc entraron a la sala y ocuparon las sillas frente a noso-
tros. No hubo saludo de mano. Se sentaron y pusieron a sus
espaldas el dummy de Simón Trinidad. En el centro, Márquez;
a su derecha, Santrich –con una gorra y la leyenda “Simón
Trinidad presente”–; a su izquierda, Granda. El resto de la dele-
gación estaba compuesto por Tanja, con boina y escudo de las
Farc; Yury, un escolta; París, Calarcá, con brazalete de las Farc;
Zamora, Salcedo y una silla vacía, la de Trinidad.
Los cubanos informaron que se haría una filmación del pri-
mer día sin sonido para el archivo histórico. La reunión inició
con los saludos protocolarios de las delegaciones y de los garan-
tes. Luego, Márquez leyó el documento que tituló “Abriendo
senderos hacia la paz” y anunció el cese unilateral del fuego.
Luego afirmó que su presencia en la mesa obedecía únicamente
a la decisión política del secretariado de las Farc y se refirió al
brindis del general español Pablo Morillo y el libertador Simón

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Bolívar, que el 25 de noviembre de 1820 se encontraron en Santa
Ana, Venezuela. Con esa referencia, las Farc trataron de acomo-
dar la realidad histórica a sus intereses. El mensaje: ellos eran el
ejército libertador.
El presidente, el jefe del equipo y el comisionado de Paz, se
entusiasmaron con el anuncio del cese al fuego unilateral y lo
interpretaron como una primera muestra de que el proceso
empezaba a tener un propósito. Por el contrario, consideré que
la suspensión del fuego era ideal para las Farc porque paraliza-
ban la acción de las fuerzas del Estado y de paso obtenían el res-
paldo de los sectores que los apoyaban ideológica y militarmente.
El Ejército quedaba en el peor de los mundos porque si atacaba
a las Farc era responsable de acabar con el proceso contra la
buena voluntad de la guerrilla.
Personalmente les expresé mi desacuerdo al presidente
Santos y a De La Calle porque estaba seguro de que era una
jugada política dirigida a entrampar al gobierno, a las institu-
ciones y a los colombianos. En términos sencillos les dije que
era un “regalo envenenado”.
Después de esa hábil maniobra, las Farc entendieron el ini-
cio como una oportunidad para presentar más propuestas impo-
sibles, como la de abrir una sede de la mesa en Bogotá o que el
gobierno y las Farc le solicitaran a Estados Unidos permitir la
presencia de Simón Trinidad en la negociación. La estrategia
era obvia: dilatar, complicar y obstaculizar las reuniones con
reclamos permanentes al equipo de gobierno por no aceptar sus
propuestas.
Pocos días después las Farc plantearon realizar un foro sobre
el primer punto del acuerdo. Así abrían una puerta que les favo-
recería ampliamente porque debía hacerse un encuentro abierto
sobre cada uno de los temas de la agenda, como en efecto suce-
dió. A renglón seguido propusieron al Centro de Pensamiento de

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la Universidad Nacional para organizarlos. Sergio Jaramillo
expresó su complacencia por la iniciativa y me quedó la duda
de si había un acuerdo previo entre ellos sobre ese tema. Como
si se tratara de un libreto, Jaramillo propuso a nombre del
gobierno que los foros tuviesen el acompañamiento de las
Naciones Unidas (ONU) y se comprometió a hacer los contac-
tos necesarios para ponerlos en marcha cuanto antes.
Inmediatamente, le manifesté mi desacuerdo a De La Calle
porque en mi concepto la Universidad Nacional y la ONU les
daban tranquilidad a las Farc, pero podrían convertirse en un
asunto difícil de manejar para el equipo de gobierno. El tiempo
me daría la razón. La primera decisión de la mesa fue un mal
presagio del final que nos esperaba. El Centro de Pensamiento
de la Universidad Nacional, integrado por intelectuales y pres-
tigiosos profesores con una reconocida identidad política, y la
ONU, manipularon ideológicamente todos los foros realizados
durante el proceso.
Obviamente, esos encuentros fueron aprobados por De
La Calle y tanto él como Jaramillo debieron cumplir las instruc-
ciones del presidente. Este episodio me produjo una gran frus-
tración porque el representante de la ONU en Colombia para la
época, Fabrizio Hochshild, se había caracterizado tanto en sus
intervenciones públicas como en foros y actividades oficiales
propias de su cargo, por mostrar su animadversión y antipatía
hacia todo lo que tuviera que ver con los militares. Es una ten-
dencia ideológica que nos ha tocado vivir con sus representan-
tes en el país y que ha permeado los cimientos de esa importante
entidad mundial.  
En su momento hice saber mis preocupaciones porque estaba
seguro de que los foros eran una exigencia de las Farc, acogida
inmediatamente por Sergio Jaramillo, quien expresó su satisfac-
ción y se puso al frente de su organización y realización. En

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una reunión con el equipo de gobierno y en presencia del propio
Hochshild, di lectura a un documento que consignaba mi preo-
cupación y desacuerdo con las posiciones y pronunciamientos
del representante de la ONU en Colombia. Lo cierto es que la
manipulación de esos eventos fue evidente. Tras la designación
de la Universidad Nacional y la ONU, inmediatamente se unie-
ron reconocidos políticos y organizaciones que se identificaban
abiertamente con el discurso e intereses de las Farc. Fue una fiesta
de la izquierda porque en la mayoría de los debates y en contra-
vía con los temas propuestos y autorizados, se centraron en plan-
tear reformas, acusaciones y descalificaciones contra las
instituciones militares. Las Farc disfrutaban y no ocultaban su
satisfacción por el golazo que habían metido. Al punto de que en
alguna de las reuniones de la mesa llegaron al extremo de propo-
ner que las conclusiones de los foros fuesen anexadas al acuerdo.
Así, en las primeras de cambio el proceso de paz de La
Habana dejó ver las estrategias de ambos lados de la mesa, fácil-
mente identificables. Dos fuerzas enfrentadas con sus propios
intereses y aspiraciones. Por eso las Farc, como dice el refrán
“Perro viejo late echado”, empezaron a presentar las más absur-
das e inesperadas propuestas y se sentían ofendidas cuando no
se las aceptaban. Pero algo más: pusieron de su lado el factor
tiempo y aprovecharon para adueñarse permanentemente del
discurso de la paz y convertirse de la noche a la mañana en víc-
timas del sistema. En la otra orilla el gobierno, que con extrema
ingenuidad desconoció la historia y la experiencia y antepuso
los intereses y ambiciones personales para buscar un lugar en la
historia. Complacer y mantener en la mesa a la contraparte fue
siempre la consigna.
Muy temprano, casi que desde el comienzo, el presidente
Santos mostró su debilidad al recorrer caminos no recomenda-
bles, correr riesgos supuestamente calculados para ceder

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intereses nacionales en circunstancias que ni en el peor de los
casos se habían presentado, como fue el proceso del Caguán.
La deformación de la paz por parte de las Farc y la obsesión por
la misma de parte del gobierno se apoderaron de la negociación.
Esa fue la realidad y la historia del proceso.

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CAPÍTULO 3

Familias campesinas, objetivo de las Farc

Desde el comienzo del proceso estuve en desacuerdo con el trato


familiar entre los negociadores. Para dirigirse a los miembros
del equipo del gobierno, las Farc se referían a Humberto, Sergio,
Frank y Luis Carlos y la respuesta de nuestro lado era igual: Iván,
Jesús, Marcos, Pastor, Andrés, Ricardo. Yo no hacía lo mismo
por mis convicciones y simplemente porque no estaba de
acuerdo con la complacencia y la camaradería. Si bien era cierto
que se trataba de un proceso en el que participaban dos partes,
de ninguna manera podíamos asumir que estábamos en condi-
ción de igualdad porque ellos eran una organización terrorista,
narcotraficante, al margen de la ley y nosotros representábamos
la legitimidad y la institucionalidad. Yo ponía distancia con ellos
y los llamaba por el apellido de su alias, es decir, Márquez,
Santrich, Calarcá, Granda, París, etcétera. Debo reconocer que
los negociadores de las Farc fueron respetuosos y siempre hacían
referencia a mi grado de general, pero en algunos debates de la
mesa, Santrich, el más ácido de todos y para mostrar su sober-
bia, me decía Mora. Al calor del debate, en ocasiones Calarcá
me llamaba Jorge Enrique. No me molestaba, pero indicaba que
habían recibido el mensaje.

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* * *

Los contactos secretos con el grupo guerrillero de las Farc los


realizó el presidente Santos entre febrero y agosto de 2012, a tra-
vés de Sergio Jaramillo y Frank Pearl en calidad de plenipoten-
ciarios. El resultado fue el “Acuerdo general para la terminación
del conflicto”, firmado en La Habana el 26 de agosto. La sorpresa
por la noticia fue grande porque el país desconocía las gestio-
nes que el gobierno adelantaba y de inmediato empezó el debate
a favor y en contra que dividió a los colombianos.
El 27 de agosto de 2012, el presidente Santos informó al país
que la fase exploratoria secreta había llegado a su fin. Pocos días
después, el miércoles 5 de septiembre, el mandatario presentó
en una conferencia de prensa a los integrantes del equipo del
gobierno que desarrollarían el acuerdo exploratorio logrado.
Para la fecha los nuevos plenipotenciarios desconocíamos el
contenido de los puntos pactados con las Farc.
Era el comienzo de la misión en la que nunca había pensado
y menos buscado, pero la acepté y asumí consciente de la res-
ponsabilidad y absolutamente seguro de las convicciones por
las que luché toda la vida. Pero también presentía las incom-
prensiones y duras críticas que muy seguramente vendrían, en
especial de algunos de mis compañeros de armas, sumado a la
profunda polarización política que dividía la sociedad y las ins-
tituciones colombianas. Una premonición que efectivamente
ocurrió.
Tantos años en el servicio activo me permitieron vivir los
diferentes procesos de negociación que los gobiernos adelanta-
ron con grupos guerrilleros de variadas tendencias e ideologías;
todas las negociaciones contaron con el respeto institucional
y en varias de ellas con la participación directa de militares,

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aunque en la mente y en los sentimientos de líderes y soldados
siempre estaba la sombra de la desconfianza y, por qué no
decirlo, del desacuerdo.
En su obsesión por la paz, los gobernantes y políticos asu-
mían el papel de jueces neutrales para dirimir una supuesta con-
frontación entre soldados y grupos armados que le habían
declarado la guerra al Estado. La participación de las Fuerzas
Militares y la Policía en el desarrollo del conflicto siempre se
cumplió por imposición constitucional y por orden directa del
gobernante de turno en su condición de comandante supremo
de las Fuerzas Armadas.
Nunca la participación institucional obedeció a una inicia-
tiva propia; siempre fue por orden superior, circunstancia inelu-
dible que define la responsabilidad.
Una vez empezamos la misión encomendada, nos reunimos
con organizaciones tanto del Estado como privadas porque era
necesario profundizar en el documento rector, en la hoja de ruta,
cuyo conocimiento, estudio y análisis eran indispensables. Poco
a poco nos fuimos adentrando en el documento de tres páginas
firmado entre el gobierno y las Farc durante la fase exploratoria
secreta.  
Para empezar, la decisión sobre la participación de Cuba
como garante y de Venezuela como acompañante, no tiene
interpretación distinta a que el presidente Santos pensó más en
los intereses y comodidad de las Farc que en los beneficios
nacionales. El tiempo, el sentimiento ciudadano y el mismo pro-
ceso demostrarían lo inconveniente y frustrante de dicha
determinación.
Desde el triunfo de la revolución cubana en 1959, su propó-
sito principal fue exportarla con la intención de imponer el extre-
mismo y la barbarie en los países de la región. En ese empeño,
Colombia se convirtió en uno de sus principales objetivos, sin que

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sea un secreto que Cuba les brindó todo tipo de apoyo, respaldo
político, armado y logístico, no solamente a las Farc, también al
ELN, al M-19 y a otros movimientos guerrilleros.
Cuba lo hizo abiertamente y con ello violó todos los precep-
tos democráticos y el debido respeto a la soberanía de los pue-
blos. Es uno de los grandes responsables de la tragedia que
permanecerá en la mente y en el sentimiento de los colombianos.
Lo cierto es que en las actuales circunstancias, Cuba man-
tiene el interés, apoyo, simpatía, respaldo e identidad política-
ideológica con los movimientos armados colombianos. En esas
condiciones, su participación directa como sede de las conver-
saciones y su presencia como garante en la mesa se constituía
en el mejor de los escenarios para las Farc. Los anfitriones se
esmeraban por hacerles sentir que estaban en casa y como se
dice en términos deportivos, jugaban de locales. Esa fue una
situación más que evidente durante los más de cuatro años que
duró el proceso.
El caso de la participación de Venezuela como país acom-
pañante es aún más visible que el anterior porque el presidente
Chávez y, posteriormente, Maduro no se cuidaban de expresar
sus simpatías y apoyo a las Farc. Además, grupos armados de
esa organización hacían presencia en Venezuela, que los reci-
bía, aceptaba y les permitía desplazarse libremente por su terri-
torio, armados y uniformados. Incluso, algunos representantes
de las Farc en el equipo negociador fueron extraídos de territo-
rio venezolano para llevarlos inicialmente a Oslo, Noruega, y
después a La Habana. Igual que con Cuba, la presencia de
Venezuela representaba para las Farc seguridad, comodidad y
tranquilidad.
En su obsesión e ilusión pacifista, para el presidente Santos,
así como para su escudero mayor, Sergio Jaramillo, ese era un
riesgo necesario y supuestamente calculado para lograr

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confianza y mantener a las Farc en la mesa. Para mí y para
muchos otros, la presencia de Cuba y Venezuela en el acuerdo
de la fase secreta no generaba confianza alguna y mucho menos
imparcialidad. Importante ventaja para las Farc sin haber ini-
ciado el proceso.
El acuerdo de la fase secreta contenía seis puntos a desarro-
llar y debían llevar a la terminación del conflicto, así:

• Política de desarrollo agrario integral.


• Participación política.
• Fin del conflicto.
• Solución al problema de las drogas ilícitas.
• Victimas.
• Implementación, verificación y refrendación.

En su contenido, el documento no incluyó en parte alguna una


diferencia que debió ser el punto de partida y de honor: que a
pesar de la importancia de la búsqueda de la paz, no era posible
negociar en condiciones de igualdad. Fue un gran error que se
mantuvo durante todo el proceso porque supuestamente era un
acuerdo firmado entre la legitimidad del gobierno y una orga-
nización armada al margen de la ley, responsable de terrorismo
y los crímenes más atroces.

NUESTROS ERRORES, VENTAJAS PARA LAS FARC


Esta extrema generosidad, o más bien ingenuidad, tuvo conse-
cuencias en los debates de la mesa porque las Farc siempre argu-
mentaron que había dos partes en condición de igualdad, que
no estaban en el proceso para aceptar imposiciones y que la
ecuación vencedores y vencidos no hacía parte del acuerdo. En
esas condiciones se desarrollaron las conversaciones hasta el

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final y recuerdo que en las primeras de cambio y en una actitud
que no era extraña, Marcos Calarcá, uno de los integrantes de
las Farc, advirtió: “no necesitamos de los diálogos para hacer
política, la venimos haciendo hace años”. La igualdad, que se
consideraba un imposible moral, se constituyó en patrona del
proceso y desafortunadamente así quedó plasmada en el acuerdo
final. Otro error y ventaja para las Farc.  
Sobre ese tema, en su columna en el periódico El Tiempo
del 18 de abril de 2013, el exministro y columnista, Abdón
Espinosa Valderrama, señaló: “preocupa sí, que a veces los pro-
tagonistas aparezcan como dos altas partes contratantes, en per-
fecta igualdad de condiciones, sin mayores miramientos para la
esencia de la legalidad democrática con la cual se negocia”.
La desmovilización, desarme y reintegración (DDR), nor-
mas internacionalmente aceptadas, aplicadas y casi que exigi-
das en este tipo de procesos, no fueron incluidas en el acuerdo
secreto y en ninguna parte del documento aparece la palabra
“desmovilización”. En repetidas ocasiones, cuando el tema sur-
gía, las Farc sostenían férreamente: “no nos vamos a desmovi-
lizar, nos vamos a movilizar políticamente”. Otra ventaja que,
sin haber iniciado el proceso, las Farc ya tenían en su haber.
Cuando se lee y analiza detalladamente el contenido del
acuerdo firmado en la fase exploratoria secreta, que se consti-
tuyó en la hoja de ruta para la búsqueda del fin del conflicto –
no de la paz–, se concluye que los seis puntos acordados eran
premonitorios. Me explico. El capítulo “Solución al problema
de las drogas ilícitas” no refleja su verdadera dimensión y mucho
menos su tratamiento. Igual sucede con el punto “Víctimas”, en
el que fácilmente se puede concluir que se intentó suavizar la
responsabilidad de las Farc porque se generalizó de tal forma
que quedó camuflada y difusa. Las Farc se sintieron atraídas por
los logros obtenidos en el acuerdo y el presidente realizado por

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sentar a las Farc en la mesa de conversaciones. Los temas más
álgidos fueron ocultados, nivelados o igualados, en una conve-
niencia de mutuo interés pero de abrumadora desventaja para
la legitimidad. En esas condiciones iniciamos el proceso de
La Habana.
La redacción, manejo y tratamiento de los temas incluidos
en el acuerdo secreto contienen deducciones que desconocen
la realidad del campo de combate y la responsabilidad en los
más graves delitos. La legitimidad se diluye y otros asuntos sim-
plemente se ignoran, generalizan o se dejan a la libre interpre-
tación, todo con tal de mantener el interés de las Farc en una
negociación rodeada de una atractiva igualdad. 
La experiencia deja una amarga enseñanza: antes de iniciar
cualquier proceso de esta importancia, los integrantes del
equipo que no participaron en el acuerdo previo o secreto como
en este caso, deben tomarse su tiempo y realizar una especie de
cónclave para definir la conveniencia de participar, y trazar una
estrategia orientada a defender los intereses del sistema político
y del pueblo agredido. En conclusión, sin este análisis es peli-
groso comprometerse con un acuerdo que no se conoce.
En nuestro caso, el equipo negociador del gobierno inició
la trascendental misión con base en un acuerdo inmodificable,
inamovible, que se impuso y asumió como un hecho cumplido,
con una ruta a seguir. Hoy en día no tengo la menor duda que
fue un error comprometernos en el proceso sin hacer antes el
examen que nos llevara a rechazar o modificar el documento
rector con el que iniciaríamos las conversaciones.

POLÍTICA DE DESARROLLO AGRARIO INTEGRAL  


Las reuniones en La Habana empezaron con el primer punto de
la fase secreta, el de “Política de desarrollo agrario integral”. Para

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las Farc representaba una motivación especial iniciar las discu-
siones con el tema que les permitía explotar sus argumentos para
presentarse como un movimiento político de esencia campe-
sina que luchaba por la reivindicación del campo.
El campo colombiano siempre ha estado en el centro del
conflicto. Desde la violencia política de los años cincuenta y pos-
teriormente durante la violencia guerrillera comunista iniciada
desde los años sesenta del siglo XX, los campesinos colombia-
nos fueron víctimas del embate de los grupos armados que recu-
rrieron a la vieja teoría del empleo de todas las formas de lucha
buscando una máscara política que justificara sus acciones
armadas terroristas.
Para el equipo del gobierno, el campo se constituía en un
grave problema que requería soluciones y compromisos.
Reconocer la responsabilidad de la sociedad, del gobierno y del
propio sistema en el atraso acumulado del campo, exigía el com-
promiso de iniciar la reivindicación mediante proyectos de
avanzada y de gran magnitud. Nunca nos identificamos con el
discurso y los argumentos de las Farc, pero solucionar el aban-
dono y el atraso del campo era y es un imperativo. Nuestros
campesinos no fueron ni son comunistas; el problema radica en
el abandono, la pobreza y la corrupción, que sirvió en bandeja
de plata los argumentos que las Farc explotaron con habilidad. 
En los primeros debates en torno al punto uno, el agrario,
las Farc soportaron sus justificaciones en la carencia de acceso
a la tierra, la migración a la ciudad y el limitado acceso a la tec-
nología y el mercado. Pero sin lugar a dudas fueron las guerri-
llas las directas responsables de la tragedia de los campesinos
colombianos. 
Personalmente llegué a los debates con la convicción de que
los problemas del campo no los generaban los campesinos. Ellos
no se sublevaron, no entraron en paro, no causaron la guerra,

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ni el secuestro y menos sembraron minas. Es cierta la urgencia
de solucionar el atraso de tantos años.
Después de una serie de consultas y tras la asesoría de orga-
nizaciones tanto del Estado como privadas, el equipo de
gobierno fue reforzado con dos expertos, Alejandro Reyes y
Álvaro Balcázar, quienes habían ocupado importantes cargos
en el gobierno en asuntos rurales. Ellos permanecieron con
nosotros hasta el cierre del primer punto del acuerdo.
Dos situaciones a las que ya me he referido marcaron ese
inicio, en el que prevalecieron las exigencias de las Farc y a las
cuales el gobierno accedió dócilmente: El foro sobre el tema
rural que más adelante se extendió a todos los puntos del
acuerdo, y la declaración del cese de fuego unilateral por parte
de las Farc, anunciada el 19 de noviembre de 2012, y acogida
por el gobierno como muestra del avance y buena marcha del
proceso. Esa movida hacía parte de una maniobra de manipu-
lación y engaño y así se lo hice saber al presidente en su despa-
cho, en presencia de Humberto de La Calle. En ese momento
les dije que en mi opinión era otro “regalo envenenado” de las
Farc que no debíamos aceptar. 
Las reuniones sobre el punto agrario transcurrieron con
unas Farc disfrutando del momento porque con cierta frecuen-
cia ponían sobre la mesa el contenido de su programa agrario,
presentado en una asamblea general guerrillera en 1964. Me
parecía que el contenido estaba completamente desubicado en
el tiempo. Incluso en una oportunidad se extendieron en expli-
caciones y conceptos y presentaron a manera de ejemplo, digno
de imitar, la reforma agraria del general Juan Francisco Velasco
Alvarado, presidente de Perú durante el llamado “Gobierno
revolucionario de las fuerzas armadas”, al que llegó el 3 de octu-
bre de 1968 mediante un golpe de Estado. El suyo fue un
gobierno respaldado e integrado por políticos de izquierda que

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en esa época se hicieron llamar “progresistas”, término muy de
moda en el actual mundo político nacional, abanderado por un
personaje desmovilizado de un movimiento guerrillero, grupo
responsable de crímenes atroces, imposible de olvidar o
desaparecer.
Sobre el tema agrario en discusión encuentro este apunte
en mi diario:

“El bienestar, la salud y el progreso de los


campesinos y sus familias nunca fue prioridad
de las Farc. Mucho menos sus realizaciones. Al
contrario: el interés fue siempre generar
pobreza, desesperanza, inconformidad y caren-
cia de medios o progreso. Mientras más nece-
sidades y limitaciones se presenten, se sentían
más realizados. La victoria para las Farc se
materializaba con la indigencia del campo, los
campesinos y sus familias”.

LAS VIEJAS ASPIRACIONES DE LAS FARC


En desarrollo del debate surgieron propuestas de las Farc inacep-
tables o inconvenientes, que nos tomó mucho tiempo debatir
en extensas reuniones. Por ejemplo, pidieron terminar los tra-
tados de libre comercio, TLC, porque en su parecer eran inacep-
tables para los campesinos. Es que su visión del campo era
extremadamente primaria en su concepción y aferrada a su pro-
grama agrario de hacía más de cincuenta años. La propuesta
mostraba una visión retardataria de la organización, pero final-
mente entraron en razón y su extemporáneo programa pasó
al olvido.

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En algún momento del inicio de las reuniones, la delegación
del gobierno presentó un reclamo formal en la mesa, motivado
por la invitación inconsulta que las Farc hicieron a la Comisión
de Paz del Congreso a través de una carta. En respuesta a nues-
tra queja, Márquez respondió: “Es la autonomía política de las
Farc”. Granda reforzó: “Es una invitación que hacemos a un
poder del Estado”. Este episodio era consecuencia de la condi-
ción de igualdad con la que fue estructurado el acuerdo secreto.
Las Farc aprovecharon el primer punto de la agenda para
presentar su vieja aspiración de desmilitarizar el Estado y la
sociedad con el argumento de que, una vez llegada la paz, las
Fuerzas Militares debían regresar a sus cuarteles y comprome-
terse únicamente en la misión constitucional de la seguridad en
las fronteras. Con ello buscaban que el campo quedara libre para
cumplir sus intenciones, un propósito que nunca ocultaron por-
que incluso llegaron a proponer la creación de una nueva insti-
tucionalidad. Nunca dijeron cuál ni cómo, pero con frecuencia
lo planteaban. La intención de que el Ejército no hiciera presen-
cia en el campo hizo parte de sus aspiraciones, pero jamás se les
aceptó discutirla por inaceptable. Y en sus frecuentes iniciati-
vas presentaron la propuesta de la asamblea constituyente, tal
como Márquez lo había hecho en su intervención de instalación
del proceso en Oslo. 
Las Farc pensaron que el tema del campo, de lo rural, de la
crisis del agro, eran una oportunidad ideal para referirse al Ejército
y hablar de la guerra, de la necesidad de reducir el gasto, de rea-
signar el presupuesto militar, de modificar la doctrina castrense
y de redimensionar el aparato militar y el papel de las Fuerzas
Militares en el desarrollo del país. Lógicamente, ellos se hacían a
un lado y aprovechaban la discusión para plantear argumentos
amañados a sus intereses, asumir el papel de protectores de los
desprotegidos, distorsionar la realidad y de paso victimizarse.

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Después de más de cuarenta años en el servicio, de conocer
a las Farc y de combatirlas, era extremadamente difícil estar sen-
tado frente a frente escuchando diatribas, mentiras y su extremo
cinismo. Si bien lo que sucedía era propio de la misión enco-
mendada, me exigía mucha convicción y fortaleza para mante-
nerme en el proceso. De hecho, yo sabía que la contraparte
buscaría justificarse, legitimarse y obtener lo que no pudo a lo
largo del tiempo ni en el campo de combate. 
Poco a poco, en las discusiones fueron saliendo a flote las
realidades de lo rural en Colombia, de la situación del campo
frente al conflicto, del sufrimiento del campesino frente a los
problemas de seguridad, pero me llamaba la atención que las
Farc siempre se presentaban como protectoras de la causa cam-
pesina y así se justificaban. En sus intervenciones, invariable-
mente, el responsable de todos los desastres era el Estado.
Desde el inicio de la discusión del punto agrario, las Farc eran
reiterativas en su virulento ataque a la ganadería y a los ganade-
ros, actitud que explicaba por qué siempre los consideraron obje-
tivo de guerra, de secuestro y de extorsión. Cuando no se sometían
los asesinaban, por el simple hecho de dedicarse a la ganadería y
poseer bienes. Muchos de los planteamientos de las Farc se cen-
traban en señalar a la ganadería como enemiga de los campesi-
nos y del campo. Incluso, en algunas discusiones en la mesa
pidieron que el gobierno les entregara los mapas y la información
sobre haciendas, hatos ganaderos, yacimientos mineros y ener-
géticos y ubicación geográfica de las multinacionales. Todo esto
con el único propósito de redistribuir la tierra, pero su propuesta
no mereció importancia alguna y la recibimos como un absurdo
más de los tantos que presentaron a la mesa.
El enfrentamiento conceptual entre la ganadería y la agri-
cultura era presentado por las Farc como una amenaza para la
seguridad alimentaria del país, pero el equipo del gobierno

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respondía que Colombia posee la tierra suficiente para mane-
jar los dos conceptos en forma ordenada, práctica y razonable.
En alguna de sus intervenciones, Márquez propuso que las
emisoras del Ejército y la Policía fuesen utilizadas semanalmente
para hacer pedagogía sobre el proceso en desarrollo. Percibí que
la iniciativa estaba dirigida premeditadamente a fastidiarme y
no dudé en oponerme porque llevaba implícito el veneno de las
Farc. Ante mi posición, la idea murió desde su nacimiento.
Las Farc hacían un gran esfuerzo en el debate de lo rural para
mostrarse como una organización política, pero tantos años de
vida militar me permitían afirmar con absoluto conocimiento que
nunca actuaron como tal, que siempre se fundamentaron en las
armas, la amenaza y la criminalidad. Así, lo político era simple-
mente un engaño, la máscara, la justificación.
En algunos momentos reflexioné sobre mi tarea en el pro-
ceso y el contenido del acuerdo secreto y me propuse identifi-
car cada uno de los puntos de cara al conflicto, a las aspiraciones
de los colombianos y a las interpretaciones de las propias Farc.
En mis notas del diario encuentro el resultado de esa interpre-
tación, así:

Puntos del acuerdo secreto: Reflexión:


Lo rural El abandono, la mentira.
La política La concesión, el objetivo.
El conflicto La victoria, la falacia.
Las drogas La debilidad, el negocio.
Víctimas La realidad, la infamia.
Implementación La traición, la seguridad.

Las intervenciones de las Farc se caracterizaban por su actitud


hostil contra la institucionalidad, a la que señalaban como res-
ponsable de todos los males. Ellos, lógicamente, se presentaban

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como los Robin Hood, los defensores del campesinado y a cada
momento decían que el Estado atizaba el conflicto y mantenía
relaciones estrechas con los paramilitares.
Ante estos ataques, el equipo de gobierno se mostraba indi-
ferente e insensible. Nunca estuve de acuerdo en aceptar esa
ofensa, pero Sergio Jaramillo sostenía que todo era parte de un
proceso, y Humberto de La Calle y el presidente Santos prefe-
rían no darle mayor importancia. 

LOS OTROS PLANES DEL PRESIDENTE


En mis apuntes encuentro esta frase que De La Calle le dijo a
Márquez:

“El conflicto generó la concentración de la


tierra”

y de inmediato Márquez replicó:

“Es lo contrario, doctor De La Calle: la


concentración de la tierra generó el
conflicto”.

Las Farc buscaban cualquier pretexto para armar un debate y se


extendían en el uso del tiempo. Como aquel día que aprovecha-
ron para poner sobre la mesa el asunto de la fumigación y pro-
pusieron suspenderla por el bien de los campesinos. De paso, se
ufanaban de que, en los diálogos de paz del Caguán, esa misma
idea había sido planteada por Tirofijo, su comandante. Me lla-
maba la atención que el gobierno estuviera dispuesto a debatir
un tema tan álgido e importante para la política nacional como
el de la fumigación de cultivos ilícitos. 

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El empleo de los medios de comunicación fue otra de las
ventajas de las Farc sobre el equipo del gobierno porque prácti-
camente todos los días por la mañana daban declaraciones que
se convirtieron en un rito. En este campo, las Farc contaron con
importantes aliados para explotar sus ideas: el canal de televi-
sión venezolano Telesur y algunos otros medios de comunica-
ción con su propia identidad ideológica. Ellos constituyeron una
especie de caja de resonancia de las teorías, mensajes y docu-
mentos que las Farc utilizaron para hacer conocer sus posiciones.
Apenas empezando el proceso me convencí de que uno de
los más grandes errores del presidente Santos era permitir que
se incluyeran en la mesa todos los problemas del país y hacer a
las Farc partícipes de su solución. Yo había iniciado mi partici-
pación en un proceso que buscaba facilitar la desmovilización
y entrega de las armas de la Farc, garantizar su incorporación al
sistema democrático y permitir que participaran en política con
la debida seguridad. Desafortunadamente, Santos tenía otros
planes, que con certeza había compartido con De La Calle y con
Sergio Jaramillo.
Dejar participar a las Farc en las decisiones del Estado sig-
nificó un inmenso daño al sistema, a la sociedad y las institu-
ciones. En La Habana siempre tuve la duda de si la suya fue una
actitud ingenua, pero hoy tengo la seguridad de que fue inten-
cionada por parte del presidente Santos. Esto me llevó a pensar
que las Farc se embarcaron en un proceso que les aseguraba
debatir y participar en las reformas que más les convenían para
su discurso e ideología.
El factor tiempo también conspiró contra el proceso.
El horario de las reuniones contemplaba interrupciones que
eran aprovechadas para descansar, hacer coordinaciones y
comentar el desarrollo de las negociaciones. En una de esas pau-
sas me encontré con Santrich, Zamora y Granda, quienes vestían

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camisas negras. Les pregunté el porqué de esa indumentaria y
uno de ellos contestó que el cantante Juanes se las había rega-
lado porque estaba de moda su canción “La camisa negra”.
Inmediatamente, Santrich comentó: “si tiene la camisa negra,
debajo está el difunto”.
El 5 de marzo de 2013 fue anunciada a través de los medios
de comunicación la muerte del presidente Hugo Chávez en
Caracas. Varias hipótesis se tejieron inmediatamente, entre ellas
su fallecimiento días atrás en La Habana y no en su país. En el
equipo ya se había comentado que la familia de Chávez estaba
hospedada en una de las casas vecinas a donde vivíamos. Uniendo
cabos concluimos que, efectivamente, Chávez y una de sus hijas
estuvieron muy cerca de nosotros durante algunos días.
El lunes 11, una semana después de la muerte de Chávez,
iniciamos un nuevo ciclo, pero Márquez dijo que las Farc no
continuarían hasta que se produjera un pronunciamiento del
nuevo gobierno en el que garantizara que nada cambiaría para
las Farc en Venezuela. 
La exigencia generó todo tipo de dificultades para el
gobierno colombiano, que logró mantener oculta esa situación
y no se conoció por la opinión pública. Pero los cubanos se
movieron inmediatamente y lograron que el sucesor de Chávez,
el nuevo presidente, Nicolás Maduro, les asegurara en privado
que la política de Venezuela hacia las Farc continuaría sin cam-
bio alguno. Dejé en claro que, para las Farc, Maduro no
era Chávez.
En uno de los ciclos en marzo de 2013, el equipo del gobierno
se reunió a petición mía porque quería escuchar su concepto sobre
el tercer punto de la agenda: “Fin del conflicto”. Sergio Jaramillo
asistió con dos de sus más cercanas e importantes asesoras
–Mónica y Elena–, pero el encuentro fue en extremo tenso por la
posición que presenté y que hacía parte de mis convicciones, en

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el sentido de que ese punto de la agenda debía liderarlo el Ministerio
de Defensa.
Mi propuesta fue rechazada de inmediato por Jaramillo y
sus asesoras, quienes se negaron a aceptar que alguien diferente
a su oficina asumiera esa responsabilidad. Según dijeron, el
manejo de los temas de la agenda era de ellos y el Ministerio de
Defensa solo debía suministrar la información necesaria. En ese
empeño, aseguraron, tenían el respaldo total del presidente
Santos. Mensaje recibido: “A los militares había que mantener-
los cerca, pero a la distancia”.
Sobre este incidente, en los apuntes de mi diario encuentro:

“al final me quedó el sabor amargo sobre


si los plenipotenciarios estaban considerando
el conflicto en su conjunto, en su espectro
total o se concentraban únicamente en el tema
de las Farc, pero ignorando la contraparte,
las FF.MM. Si en este tema no se involucra
totalmente al Ministerio de la Defensa, difí-
cilmente saldremos adelante”.

En estas primeras reuniones, los integrantes del equipo utilizá-


bamos tiempo para adentrarnos en otros puntos del acuerdo.
Uno de estos casos se presentó cuando estábamos reunidos y
decidimos anticiparnos en el tema de justicia. En la generalidad
del equipo había consenso en el sentido de que la solución jurí-
dica debía abarcar a militares y guerrilleros. Yo era consciente y
en forma permanente expresé mi preocupación alrededor de
procesos anteriores en los que la guerrilla quedaba bien librada
y los militares terminaban como los máximos responsables y cul-
pables. Los guerrilleros libres y los militares en la cárcel. Señalé
que eso no podía ocurrir en este proceso por ningún motivo.

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Humberto de La Calle reafirmó que, en lo relacionado con
el tema jurídico, el acuerdo no podía incluir referencia alguna
a los militares y que la solución a los problemas de los militares
debía provenir de una decisión del gobierno. Al final –y es lo
que estamos viendo ahora, cuando avanzo en la tarea de escri-
bir este libro– estoy convencido más que nunca de que mi pre-
ocupación era premonitoria.

LOS PLAZOS FATALES DEL PROCESO


Sin lugar a duda, la experiencia de las Farc a lo largo de cinco
procesos de paz, en los que casi todos ellos eran los mismos
negociadores, les representó una importante ventaja. Lo digo
porque en una de las primeras reuniones, el 9 de diciembre de
2012, Márquez dijo lo siguiente, de una manera que sonó entre
advertencia y amenaza: “Quiero informarles que hemos presen-
tado al Comité Internacional de la Cruz Roja una petición para
que el acuerdo de La Habana se incorpore al bloque constitu-
cional. La paz está por encima”.
Mientras avanzábamos en el trabajo del primer punto de la
agenda, supe que Antonio Navarro, congresista y exguerrillero
del M-19, participó en un foro en Medellín el 10 de abril de 2013
y dijo la siguiente frase: “Nadie entiende más las necesidades
rurales que las Fuerzas Militares, pues ellas viven allí desde hace
varios años; han llegado al campo donde conviven y conocen
de primera mano las situaciones que afrontan en seguridad,
desarrollo, servicios públicos, comercio”.
De las continuas reuniones que sosteníamos con el presi-
dente en los primeros meses de 2013, me pareció extraño este
plazo: “El final del proceso se podría lograr a fin de año”.
Jaramillo llegó a decir incluso que “de pronto antes de fin de
año”. Nunca me convencieron esos términos porque ya

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llegábamos a mitad de año y apenas íbamos en el cierre del pri-
mer punto. ¿Tenía el presidente certeza de la magnitud del com-
promiso? ¿Cómo entender estas posiciones? ¿Cuál conocimiento
o cálculo? En los apuntes de mi diario encuentro este simple
comentario:

“Qué peligro”.

Avanzando en la discusión del tema rural, planteé mi preocu-


pación en el seno del equipo del gobierno en el sentido de que
me parecía inaceptable no incluir en ese primer punto del
acuerdo la tragedia del campo y de los campesinos, los cultivos
ilícitos y los artefactos explosivos improvisados. “¿Cómo hablar
del campo sin mencionar dos de las grandes tragedias en las que
las guerrillas eran los causantes y más grandes responsables?”,
señalé. Márquez ripostó: “el tema de las minas es de lado y lado”.
Santrich adicionó: “nosotros las utilizamos en forma defensiva”.
En los apuntes de mi diario encuentro:

“el periódico El Tiempo del 20 de marzo del


2013 informa que la OEA les pide a las Farc
informar la ubicación de los campos minados”.

Nunca lo hicieron.
El campo de los campesinos, indígenas, negritudes y comu-
nidad en general, fue invadido indiscriminadamente de arte-
factos explosivos improvisados que causaron miles de muertos,
civiles y soldados, violando todos los parámetros de los dere-
chos humanos y el derecho internacional humanitario. “¿El sis-
tema jurídico creado en el acuerdo se ocupará de estos crímenes?
¿O serán ignorados y sometidos a la interpretación ideológica
del sistema? ¿Pagaran por este crimen?”, me preguntaba.

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Esta propuesta significó uno de los debates más intensos y
confrontacionales con Sergio Jaramillo y su equipo técnico, por-
que me quedó el sinsabor una vez más de que cualquier tema o
propuesta que significaran incomodidad para las Farc eran
inconvenientes para el progreso del acuerdo. No podía enten-
derlo y menos aceptarlo, porque no estábamos allí para darles
gusto a las Farc. Nuestro compromiso eran los colombianos.
La argumentación que recibía para que no la aceptaran era: ese
tema está incluido en otros puntos.
En el acta número 8 del 26 de mayo, última de la mesa
correspondiente al primer punto de la agenda, encuentro una
referencia al tema: “4. Asuntos pendientes. La relación del punto
1 con los puntos de cultivos ilícitos y minas, que serán aborda-
dos en los puntos respectivos”. Me parecía preocupante desligar
estos dos graves problemas del campo colombiano cuando
existe total y absoluta interacción entre ellos. Algo inaceptable.
En la redacción final del primer punto del acuerdo, el asunto de
los cultivos ilícitos y las minas o explosivos, fue ignorado por
completo.
En uno de mis cuadernos encuentro las siguientes anota-
ciones, discutidas en una reunión del equipo del gobierno: 

¿Para lograr el fin del conflicto y llegar


a la supuesta paz debemos desconocer que las
Farc son narcotraficantes?
¡La única forma de saber qué está pasando
en La Habana es estar en La Habana!
No estoy en la mesa arropado por la inge-
nuidad y la ignorancia; estoy con mi convic-
ción de soldado. Nuestros hombres en servicio
activo y la reserva son mi referente y
compromiso.

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En las Farc el mando, el liderazgo, se
ejerce por la intimidación y la fuerza.

Tras cerca de cinco meses de reuniones, debates, acuerdos y des-


acuerdos, donde la participación de los miembros del equipo
de las Farc me había permitido reafirmar el extremismo de sus
ideas y actuaciones, encuentro en mis apuntes el concepto u opi-
nión que me había formado de cada uno de ellos, así: 

Márquez: el político-militar del equipo.


Santrich: ideólogo, doctrinario, cínico,
problemático.
Granda: negociador, doctrinario,
recalcitrante.
París: negociador, doctrinario,
recalcitrante.
Calarcá: negociador, con discurso,
recalcitrante.
Zamora: ningún aporte diferente al uso de
las armas.
Tanja: la holandesa que está en el lugar
equivocado; la utilizan y manipulan; juega a
la guerra matando inocentes en su papel de
guerrillera.

Reflexionando sobre el desarrollo agrario y el conflicto, encuen-


tro en mis apuntes:

“Considero que no hemos visto ni analizado


todo lo que la izquierda nacional e interna-
cional ha logrado avanzar y continúa avanzando
en el enfoque político, jurídico y social del

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conflicto al responsabilizar al Ejército de
todo lo malo de la guerra. La opinión pública
nos defiende y nos reconoce en el presente,
pero es una actitud mediática a la que no se
le ve fortaleza ni compromiso hacia el futuro.
Gran peligro”. 

A los pocos meses de iniciado el proceso, nos enteramos de que


Álvaro Leyva, un colombiano que hace años se ha mostrado cer-
cano a las Farc mediante encuentros e intercambios epistolares
y conceptuales que nunca ocultó, había empezado a viajar a
La Habana a adelantar reuniones con el equipo de las Farc. En
el equipo no veíamos conveniente esa presencia por muchas y
sobradas razones, porque su llegada, sin duda, tenía el propó-
sito de facilitar las aspiraciones del grupo guerrillero, así como
complicar y confundir el debate. Uno de los plenipotenciarios
comentó: “lo peor que puede pasar es que este señor se involu-
cre en el proceso”. El tiempo le daría la razón. Finalmente, Leyva
se constituyó en ficha clave porque jugó en ambos lados de la
cancha. El presidente Santos lo convirtió en negociador privi-
legiado, mensajero especial y portador consentido de secretos.
De esa manera, las más agradecidas y complacidas eran las pro-
pias Farc; y ellas lo sabían. 

LA PREOCUPACIÓN DE LOS MILITARES


A comienzos de 2013, Márquez informó a la mesa sobre la
incorporación de Pablo Catatumbo al equipo de las Farc.
La noticia generó muchas conjeturas alrededor de la situación
interna de las Farc: ¿Márquez perdió poder? ¿Lo van a cambiar?
¿Seguirá como líder? La intervención de Catatumbo en su pri-
mer día en la mesa fue: “Las Farc no están cansadas de la guerra,

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no. Si toca, seguiremos con decisión, pero los comandantes y
combatientes de las Farc tenemos un compromiso con nuestra
gente, con sus causas y por eso definitivamente debe quedar en
claro que con nosotros no va la rendición. Hemos tenido muer-
tos, heridos, viudas, porque así es de cruel la guerra, pero con
nosotros no va la rendición. (…) Este es un asunto que también
hay que abordar con los militares, porque ellos, como la guerri-
lla, si le ponen el pecho a las balas y saben lo que es ver morir
un compañero. Recuerden que el régimen político en Colombia
es corrupto e inmoral, lleno de ladrones, parlamentarios no
honorables, ministros que se enriquecen saqueando el erario
público. Esto no se ha derrumbado porque lo ha sostenido la
lealtad de los militares y eso le entrega autoridad moral frente
al establecimiento. Por eso hay que hablar con ellos”.
Las palabras de Catatumbo no me parecieron extrañas por-
que mi vida militar me permitió conocer sus argumentos, intere-
ses y forma de actuar. La sinceridad no era ni es un atributo de los
miembros de las Farc y menos en el proceso en que nos encon-
trábamos donde el logro de posiciones y la impresión que se cause
juega un importante papel en la búsqueda de sus objetivos.
En uno de los momentos de reflexión escribí en mis notas:

“La triste situación del campo, además de


la pobreza, abandono y corrupción de la clase
dirigente nacional y regional, se la debemos
a la desgraciada presencia de los grupos arma-
dos guerrilleros, especialmente las Farc, que
se dedicaron a la amenaza, destrucción, crimen
y terrorismo. Ahora con el acuerdo y en el afán
de reconstruir y solucionar, estamos corriendo
el riesgo de actuar en búsqueda de la solución
de todos los problemas, brindándoles a las Farc

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la oportunidad de explotar su presencia en el
proceso, para responsabilizar al sistema.
Ellos, los responsables de la destrucción, se
muestran salvadores y los más comprometidos
con el campo a través de los detalles y con-
tenido que el acuerdo les ha facilitado”. 

El acuerdo se está prestando para concluir que la solución y


modernización del sector rural se logró gracias a la participación
de las Farc, lo que nos lleva a brindarle una ventaja política muy
grande para sus futuras aspiraciones. Podemos estar saturados de
romanticismo buscando la solución del atraso, pero ello nos
puede llevar a errores de carácter social, económico y político.
Para concluir, puedo resumir así la experiencia y las dificul-
tades que nos llevaron al cierre del primer punto:

• En su redacción, el acuerdo secreto presentó a las dos par-


tes firmantes en condiciones de igualdad. Ese fue uno de los mayo-
res inconvenientes. Terminamos siendo dos partes iguales, pero
diferentes: la legitimidad y la ilegitimidad; la legalidad y la ilegali-
dad; la justicia y el delito; el soldado y el guerrillero; el Estado y la
anarquía. Una situación improcedente que perduraría hasta el final.
• Con el grupo armado causante de los más graves crímenes y
destrucción, se pactó que participara en la solución de los problemas
del campo. Todo esto en condiciones compartidas y equivalentes,
justificándolos y prácticamente exonerándolos de toda responsabi-
lidad. En la práctica nos llevó a una indefinición en el objetivo del
proceso y perder la certeza de que el acuerdo era para ponerle fin al
conflicto con las Farc, no para entregarles gobernabilidad.
• Se organizaron y pactaron todo tipo de comisiones para la
solución de las dificultades y problemas del campo, incluyendo en
todas a las Farc. Un cogobierno difícil de entender.

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• Ignorar por completo en lo acordado dos de los más graves
problemas del campo: los cultivos ilícitos que llevan implícito el
narcotráfico y los artefactos explosivos o minas.
• La ambición de incluir la solución al cúmulo de problemas
de abandono, corrupción y destrucción del campo, en un compro-
miso que no se midió en su verdadera dimensión económica y de
tiempo. Mucha ingenuidad de parte del gobierno y un tanto más
de utopía.
A pesar de que nos encontrábamos a un año del comienzo del
proceso electoral, encuentro en mis apuntes el siguiente texto
que considero interesante consignar:

“al interior de los miembros del servicio


activo de las Fuerzas Militares existe el pro-
fundo sentimiento que el gobierno está dis-
puesto a darles todos los beneficios políticos
y jurídicos a los miembros de las Farc. Lo
dicen abiertamente, mientras por otro lado la
situación de los militares es de incertidumbre,
preocupación y pesimismo. La aproximación del
proceso electoral profundiza el enfrentamiento
entre el presidente Santos y el expresidente
Uribe, y en medio se encuentran las Fuerzas
Militares. Por otro lado, la suspensión de
operaciones en el campo de combate para el
desplazamiento de nuevos miembros de las Farc
a La Habana, y la filtración de las coordenadas
para recogerlos, generó un fuerte debate polí-
tico que afectó sensiblemente la moral y parte
afectiva de los militares con el gobierno”.
“Estas reflexiones frente a la percepción
real de lo que sucede al interior de las

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Fuerzas Militares en el ámbito político ins-
titucional frente a las decisiones del gobierno,
hace que en un importante sector militar
exista un ambiente de desilusión, desconfianza
e incredulidad hacia el presidente Santos y en
general al gobierno nacional, percepción que
ya se encuentra a nivel de los medios de comu-
nicación, transmitida a la opinión pública.
Esta situación de desconfianza la he recibido
en varias ocasiones de parte de oficiales de
alta graduación”. 
“El tema jurídico es el de mayor preocupa-
ción al interior de las Fuerzas Militares, por
todo lo que representa la historia y los dife-
rentes ejemplos de procesos similares en
América Latina, pero especialmente por el
activismo de la izquierda que logró politizar
la justicia en Colombia. La situación de los
militares frente a la justicia es toda una
catástrofe; si proyectamos lo que se tiene a
la fecha, llegaremos a un número exagerado de
militares condenados, detenidos o vinculados,
todos por delitos graves contra los derechos
humanos. Circunstancia que se prestaría para
que en el futuro se constituya en una insti-
tución deslegitimada”.

Me quedó bien claro que la concepción de las Farc sobre el Estado


o la sociedad es extremadamente reducida al contorno que tradi-
cionalmente han manipulado y establecido: la vereda, el caserío,
el municipio, lo rural. En general, esta concepción o forma de pen-
sar dificulta la parte conceptual y real de la discusión.

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Ese esquema de pensamiento nos conduce a las propuestas
extremas de las Farc, que van desde las más simples o primarias
hasta las más absurdas e ilusas; unas, producto de su forma vio-
lenta de actuar y, otras, de sus ficciones.
En desarrollo de las conversaciones y teniendo en cuenta
teorías sobre la resolución de conflictos, las Farc no pierden
nada y sí ganan todo. El gobierno termina por hacer la mejor
interpretación del argumento para avanzar en el proceso y evi-
tar su terminación.
No fue posible por ningún motivo hacer referencia al pro-
blema de los cultivos ilícitos y los explosivos o minas, porque
las Farc no lo aceptaron; y por su debilidad, al equipo del
gobierno no le interesaba ese debate.
Las discusiones dentro del grupo de negociadores del
gobierno me llevaron a escribir:

“en un proceso de negociaciones, cuando se


está llegando al final de un tema, punto de
debate, la tendencia es aceptar o buscar la
solución rápida para que el proceso no se inte-
rrumpa, termine, o por lo menos se ponga en
peligro”.

En el comienzo de este primer ciclo en diciembre de 2012,


Márquez propuso en la mesa y casi que en tono de exigencia, la
suspensión de la fumigación con el argumento de que se trataba
de un acto humanitario propuesto por Manuel Marulanda en el
Caguán. En otra ocasión, el mismo Márquez expresó a la mesa:
“Tienen los afanes del cálculo electoral, que estemos acá no bus-
cando la paz sino ambiciones electorales. Si los pactos no son
una política de Estado, un gobierno puede pactar algo, pero el
próximo lo puede mandar para el carajo”.

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En algún aparte de mi diario encuentro este comentario al
respecto:

“Si Humberto (De La Calle) hubiera asumido


posiciones más definidas sobre temas impor-
tantes y hubiese expresado sus desacuerdos
ante el presidente Santos, que poco escuchaba,
pero viniendo del jefe del equipo seguramente
las cosas podrían haber sido diferentes. De
La Calle: no fueron pocos los momentos que
mostró sus desacuerdos con las instrucciones
e imposiciones del presidente, que lo llevaron
a identificarse y unir su voz y opinión con
las preocupaciones del equipo”.

En su libro Revelaciones al final de una guerra, De La Calle men-


ciona una cena familiar en la residencia de Sergio Jaramillo con
la asistencia de Santos y él. Al referirse al entonces presidente
Santos dice: “reafirmo lo que yo había intuido: su anhelo recón-
dito de desatar cambios reales. Alguna vez dijo que no tenía
temor de ser considerado traidor de su clase. (…) Esa es la razón
por la cual alguna vez afirmó que no tenía reparos en discutir
las propuestas de cambio social de las Farc”.
Personalmente y después de más de cincuenta años de
enfrentar a las Farc, de conocer su forma terrorista de actuar, la
imposición a sangre y fuego de sus planes y objetivos, y su con-
versión a un cartel del narcotráfico internacional, puedo asegu-
rar que los únicos cambios sociales que los colombianos hemos
conocido de las Farc son los que han querido imponer con las
armas y el asesinato. Difícilmente se podría entender a cuáles
cambios sociales se refería el presidente Santos al decir lo que
dijo: “a un buen entendedor pocas palabras bastan”. Cuando De

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La Calle hace estas afirmaciones es fácil deducir las conviccio-
nes ideológicas del presidente.  
En una reunión en junio de 2013 con el general Alejandro
Navas Ramos, comandante general de las Fueras Militares en
Bogotá, le hice unas preguntas que creí importantes para mi des-
empeño en La Habana. La primera: “¿Quién estaba traficando
más cocaína: las Bacrim o las Farc?”. La respuesta fue contun-
dente: “Las Farc”. La siguiente pregunta: “¿Cuántos guerrilleros
de las Farc se encuentran en Venezuela?”. Respuesta: “Más o
menos 1.000”. Y se extendió en una importante aclaración:
“La única fórmula de aceptar un cese de fuego bilateral es el
marco de un acuerdo final del conflicto porque cualquier otra
alternativa que implique cese de fuego no lo aceptaríamos bajo
ningún aspecto”. Así lo afirmó al agregar que esa situación impli-
caría su retiro. Y complementó la información con esta certeza:
“En caso de una desmovilización, calculamos que entre un 10 %
y 20 % de los guerrilleros no lo harían”.
El 26 de mayo de 2013 se realizó en La Habana la ceremo-
nia de cierre del primer punto de la agenda, que se denominó:
“Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral”.
Fueron más de seis meses de intensas conversaciones para lle-
gar a un acuerdo. La experiencia, apenas empezando la nego-
ciación, me mostró que las mayores dificultades surgieron con
las “propias tropas”, como decimos los militares. Nunca imaginé
que estando en el mismo lado de la mesa, las diferencias con-
ceptuales y los desacuerdos fueran del tamaño que se presenta-
ban. Al fin y al cabo, conocía a las Farc y debíamos estar
preparados para su forma de pensar, su costumbre de imponerse
a la fuerza, recurriendo en este caso a la manipulación del
tiempo y el chantaje por un eventual retiro de la mesa.

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