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Columpio

No lo digo en voz alta pero me parece hermoso el momento en que se quiebra la armonía de
la tarde. Yo estaba parado en la esquina fumándome un cigarro mientras mi hija chica salía
por la puerta de la casa hacia la calle agitando su vestido celeste, con su sonrisa que
inevitablemente me recordaba a su madre. Al encuentro de la niña convergían sus tías y
primos que iban caminando de la plaza hacia la casa. Detrás suyo la seguía su abuela,
sonriendo al acompañarla hacia afuera emprendiendo la búsqueda de un helado. Era una
apacible tarde de verano, entre risas un instante nuestros ojos brillantes y alegres se
cruzaron.

Aspiro otra bocanada de humo mientras del costado de la falda de mi hija se cuela
corriendo el pequeño perro de seis meses que habíamos adoptado. Sus patitas se agitan
irracionalmente, a gran velocidad, directo a la calle, donde justo va pasando una furgoneta
que no alcanza a verlo y lo atropella.

Ahora estoy caminando por una senda de tierra en la cima de un cerro, llevando en mis
brazos el cadáver del perro de mi hija tapado con una manta, liderando una sublime
caravana fúnebre que avanza en silencio con el semblante serio entre rocas y viento, tras
haber cruzado en la camioneta el basural a las faldas del cerro y subir a lo más alto que
permitía el camino.

En una de las cimas llegamos a un sector de tierra blanca y amontonamos un montón de


piedras para indicar el espacio que consideramos el lugar correcto.

El primo mayor de mi hija entierra la pala y debe hacerlo varias veces para ablandar el
suelo. A su alrededor todas las personas observan sin decir nada. Se van turnando y cuando
se logra dar la última paletada ya ha pasado algo de tiempo.

Aún con el cadáver en los brazos miro al horizonte y veo a lo lejos el pueblo del que
venimos.
Me acuerdo de mi primer perro, el Feliciano, jugando entre mis piernas. Corríamos juntos,
danzábamos en el aire. Se perdió por los ruidos una noche de verano. Salimos a buscarlo
por varios días pero nunca apareció.

También recuerdo al Columpio. La primera vez que lo vi fue una ligera mañana de abril.
Llevaba poco tiempo en el pueblo y aun no sospechaba todos los años que me quedaría. Mi
primer cigarro del día se vio sorprendido por una caravana de gente cruzando la calle.

La caravana, que iba saliendo de la antigua iglesia de adobe, seguía a la carroza fúnebre del
pueblo mientras yo miraba su lento peregrinaje al cementerio. Me hizo gracia observar que
no era el conductor de la carroza quien lideraba la procesión, sino que un solemne perro
callejero que caminaba justo delante del vehículo.

El perro, un quiltro negro de gran tamaño, tenía sus dos patas traseras paralizadas, lo que no
era un impedimento para avanzar con serio esfuerzo, mirando de vez en cuando para atrás,
como asegurándose de que los humanos no se habían perdido en el camino al camposanto.

Esa noche, tomando piscolas, se lo comenté a mis compañeros de trabajo. Ellos me


instruyeron en el folklore local contándome que el perro era todo un personaje y que su
nombre era Columpio, en alusión al movimiento pendular de sus tiesas patitas traseras cada
vez que daba un paso.

También me contaron que la causa de su fama en el sector era precisamente por ser el guía
de cada funeral que ocurría en el pueblo. Siempre acompañaba al muerto hasta las afueras,
donde estaba el cementerio, a veces escoltado por más perros o a veces solo acompañando a
la familia correspondiente.

El paso del tiempo fue eso, el Columpio guiando caravanas que mi cigarro matutino
contemplaba. Así fui interiorizando al amable perrito como una parte esencial de mi nueva
vida. Fui feliz, mirando hacia atrás es más fácil decirlo.

Cuando murió mi esposa finalmente me tocó a mi ir en la procesión fúnebre guiada por el


perro. Estaba embotado, automáticamente avanzando, con la mirada fija en el pendular
movimiento de las patitas de Columpio. Su caminar fue el único espacio que en mi mente
no se volvió un vacío. Por alguna extraña razón ver a aquel animal me mantuvo atraído
mientras mi cuerpo empalidecía y sudaba de fiebre.

Luego de salir del cementerio ese día, cuando no quedaba nadie excepto yo, me encontré
con que el Columpio estaba afuerita esperándome. Se me acercó tímidamente y al
movimiento de su cola yo le correspondí acariciándolo. Me senté junto a él y nos quedamos
allí un rato en silencio.

Pasaron años, mi hija aprendió a caminar y a hablar. Un día vi cruzar por la plaza al padre
de mi difunta esposa con el semblante severo. En sus brazos cargaba el cuerpo sin vida del
Columpio. Luego supe que lo habían envenenado, pero en ese momento, cuando pasó junto
a mí, lo único que hice fue seguirlo sin pensar.

Cruzamos las calles y más gente se nos fue sumando al ver al Columpio muerto. Se armó
una verdadera procesión y juntos caminamos casi sin darnos cuenta hacia el cementerio.
Cada uno de quienes íbamos quería despedirse del animal que nos había acompañado
incondicionalmente, realizando el mismo gesto que él había hecho en los extraños ritos
fúnebres de nuestros seres queridos.

Ahora me toca dejar el cadáver del perrito en el hoyo que le hemos hecho en la cima del
cerro. Cuando lo dejo alguien hace un signo de la cruz en el aire porque siente que es lo
correcto. El pequeño brazo de mi hija rodea mi pierna para apoyarse mientras deja caer su
llanto.

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