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Pontificia Universidad Católica del Perú

Facultad de Letras y Ciencias Humanas


Historia del Perú 3
Matías Lozada Murillo

Lozano, Teresa. (1991). “Los juegos de azar, ¿una pasión


novohispana? Legislación sobre juegos prohibidos en Nueva España
del XVIII”. Estudios de historia Novohispana, Nº 11, pp. 149-157.

Sobre la autora:
Teresa Lozano Armendares es doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma
de México. Actualmente es investigadora titular a tiempo completo y coordinadora del
posgrado en Historia en la misma universidad. Tiene varios estudios de historia social
dedicados a la vida matrimonial, el crimen y las diversiones en la Nueva España, como en
los artículos “Al margen de la autoridad: una separación por mutuo acuerdo” (2004) y
“Formas de unión y vida familiar” (1994) o en su libro “La criminalidad en la ciudad de
México 1800-1821” (1987). También investiga sobre el comercio informal de contrabando,
como en “El chinguirito vindicado. El contrabando de aguardiente de caña y la política
colonial” (1995) y “Un caso de contrabando de vingarrote en el México colonial” (1992).

Resumen:
A pesar del tema tratado en el artículo, la investigación de Teresa Lozano no se enmarca
exclusivamente en la historia social. Más bien, el objetivo central de la autora es presentar
la legislación emitida en Nueva España en torno a los juegos de azar durante el siglo XVIII
y utilizarla como fuente para exponer los fundamentos – derivados de las ideas ilustradas –
e intereses detrás de dichas prohibiciones. La base documental, por tanto, es una serie de
diez bandos publicados por los virreyes entre 1747 y 1800. Al analizarlos individualmente,
Lozano logra exponer los juegos que se prohibían explícitamente, las penas que establecían
para los transgresores, los efectos que tuvieron las disposiciones legales y los prejuicios que
desde la esfera política virreinal se tenía sobre los jugadores.

Como muestra efectivamente Lozano, la política sobre los juegos de azar y los naipes en
general han variado considerablemente a lo largo de los distintos reinados ibéricos. En la
Nueva España los juegos de azar se prohibieron poco después de la conquista. Carlos I, en
una real cédula en 1529, prohibía absolutamente los dados o tablas y limitaba las apuestas
en juegos de naipes y otros a diez pesos por día. En el reinado de Felipe II se estableció que
los naipes conformarían un estanco, lo que convertía a la Real Hacienda en la encargada de
su comercio, distribución y reglamentación. Es a partir de este dictamen que la política
sobre el juego y los naipes se encuentran en una aparente contradicción: por un lado, se
pretende que la renta de los naipes fuera productiva para las cajas reales, pero, por otro
lado, se emitieron una larga serie de medidas que restringían o prohibían directamente
ciertos juegos de azar que involucraban el uso de naipes. Este tipo de políticas se aplicaron
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a lo largo del siglo XVII. Para inicios del siglo XVIII, el valor del estanco de naipes se
había reducido a 31000 pesos. Esta reducción no era consecuencia del poco interés por el
juego; se trataba, más bien, de la circulación del contrabando de las llamadas barajas
“contrahechas”. Las prohibiciones sobre los juegos y el uso de estas barajas afectaban
directamente a las ganancias del estanco; de ahí que los asentistas del ramo enviaran
peticiones al monarca para que levante las prohibiciones sobre los juegos de azar. Sin
embargo, como bien menciona la autora, parece ser que los virreyes se sentían en la
obligación moral de reglamentar las costumbres de las gentes, pues no consintieron en
levantar las prohibiciones.

Entre los juegos preferidos de los novohispanos están la banca, el faraón, el treinta y una, el
bisbis, los dados, las tablas reales, la chueca, el cubilete, el veinte y una, entre otros. Los
juegos que fueron prohibidos fueron aquellos denominados de apuesta o envite. Estos eran
los que daban la posibilidad de obtener mayores ganancias a los jugadores.

Básicamente, lo que convertía a un juego en ilícito era el monto de la apuesta. Otro de los
“juegos” populares en la época fueron las peleas de gallos. Aunque al principio la difusión
era, principalmente, entre los grupos mejores posicionados en la escala social, su
popularidad alcanzó tal nivel que en 1727 Felipe V autorizó la organización de peleas de
gallos al asentista de naipes Isidoro Rodríguez La Madrid. Con esto, este tipo de juego
quedó incluido en el primer grupo de las rentas de la Real Hacienda. Así también lo hizo la
Real Lotería a partir de su creación en 1770 por orden de Carlos III. A pesar de su aporte a
las rentas reales, el principal motivo de la creación de la Real Lotería fue sustituir a los
demás juegos de azar, pues el pueblo novohispano se resistía a abandonarlos.

Los criterios que impulsaron la instauración de las tan reiteradas prohibiciones sobre los
juegos de azar no variaban en demasía. Principalmente, los juegos eran vistos como una
“gran plaga” que alteraba el orden social. Al considerarse como vicio y costumbre
depravada, era deber regio actuar para suprimir estas perturbaciones. Es que, en efecto, las
deudas que generaban las pérdidas en apuestas ocasionaban la ruina y desunión de muchas
familias. Muchas personas, asimismo, no acudían a sus trabajos, o simplemente no tenían
uno estable, debido a que pasaban gran parte del día en las casas de juego o en pulquerías.
Como bien menciona la autora, en casi toda la legislación se manifiesta explícitamente que
se prohíben los juegos por el mal social que ocasionan. Un buen ejemplo de esto es lo
expresado en la Real Cédula de 1768 publicada por el virrey de Croix; en esta se expresa
que los juegos eran “un vicio tan abominable y que es el origen de tantas ruinas y
lastimosos sucesos que con frecuencia se experimentan en aquellos dominios de América”
(p. 166). Sin embargo, el hecho de que se reiterara la publicación de leyes contra el juego
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muestra que no se cumplían. En casi todas las reales órdenes se insiste en que se tienen que
volver a promulgar dichas “providencias”, pues se siguieron observando la organización de
los juegos prohibidos. En suma, la tan insistente publicación de reales órdenes contra los
juegos de azar se sustentaba en la idea de que el juego era el origen de muchas ruinas y que
era un vicio que despojaba a los hombres de sus facultades y los pervertía.

Tanto la prohibición misma como las penas implantadas en contra de quien participaba de
los juegos mantenían la dicha base moral. Aun así, las reales órdenes promulgadas durante
el siglo XVIII se diferenciaban en contenido. En las Ordenanzas de la renta de los Naipes
de 1768, por ejemplo, se prohíbe a toda persona el uso de barajas que no sean de la real
fábrica de México. Además, se permitían los juegos lícitos de naipes que no excedan las
cantidades que se juegan en ellos. En un bando de 1770, por otro lado, quedan
expresamente prohibido el uso de barajas extranjeras y los juegos de dados, las rifas, la
chuza, los dedales, el boliche, la taba, el ancla y el biribís. Los mismo sucedió en 1773,
pero con otro grupo de juegos; solo se podía jugar los no prohibidos de naipes, “que llaman
carteo y los de pelota, trucos, billar y semejantes en que no haya envite, suerte y azar” (p.
169). Sin embargo, en la práctica, resultaba imposible controlar efectivamente que se
apostaran las cantidades permitidas; por tanto, muchos de los juegos permitidos terminaban
por ser ilegales debido a sus apuestas.

En cada una de las dichas ordenanzas y bandos también se establecían las penas
específicas. En el bando de 1768, por ejemplo, se establecía una multa de mil pesos de oro
a quien era encontrado jugando por primera vez; por la segunda, se duplicaba el monto de
la multa, y por la tercera se procedía a incautar la mitad de sus bienes y el destierro
perpetuo de los reinos hispanos. Estas penas no hacían excepciones con seculares que
hicieran contrabando ni militares. El bando de 1770 añadía la multa de 50 pesos a quien se
le encontraba vendiendo barajas viejas de la real fábrica por primera vez y se duplicaba y
triplicaba por la segunda y tercera. Además, en 1790, se añadía la modalidad de castigar a
los “mirones”. Recién en la segunda vez que estos fueran aprehendidos se le impondría al
mirón la pena establecida para el jugador captado por primera vez; a la tercera, se le
aplicaría la segunda multa del jugador, y de igual forma a la cuarta. Este tipo de penas se
prestó para que existiese un alto índice de corrupción, pues era muy difícil probar que una
persona hubiera tomado parte en los juegos prohibidos. A los acusados de este delito
generalmente habían sido aprehendidos por otra causa y la práctica de juegos ilegales solo
se mencionaba como una confirmación de una mala conducta.

Como resulta evidente, las prohibiciones no provenían de las autoridades americanas. En


realidad, existieron grandes opositores a la aplicación de dicha política. La mayoría de estos
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eran los asentistas del ramo de naipes, pues veían disminuidas sus ganancias. A pesar de las
oposiciones, los monarcas no querían que el aumento de rentas se produjera por actividades
que se consideraban inmorales y que atentaban contra el orden social. Esto muestra una
clara ambivalencia en la política represiva contra los juegos de azar. Por un lado, se insiste
en que los estatutos contra el juego permanezcan en la legislación, pero en realidad no se
busca que se pongan en vigor. Lozano concluye con la exposición de esta aparente
contradicción. En efecto, el juego se buscaba prohibir, entre todas las razones ya
mencionadas, porque fomentaba la vagancia, la ociosidad y la ebriedad. Este era uno de los
principios de la legislación; se insiste en acabar con ellos, pero con plena consciencia de
que, en la práctica, resulta imposible. Esto es expresión de la política ilustrada de los
monarcas españoles, la cual los encamina a reformar las costumbres relajadas de sus
súbditos. Esta nueva moral burguesa estaba destinada a educar a los grupos superiores de la
sociedad para que estos pusieran el buen ejemplo.

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