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Armando Guevara Gil

Profesor principal
Departamento Académico de Derecho
Pontificia Universidad Católica del Perú
aguevarag@pucp.edu.pe

Publicado en: ESTUDIOS SOBRE LA


PROPIEDAD, Giovanni. F. Priori Posada
(editor), pp. 265-282. Lima: Fondo Editorial de
la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2012.
La propiedad agraria en el Derecho colonial 1

1.- Introducción
Hasta donde tengo entendido, los cursos de Derechos Reales o Propiedad que se ofrecen
en nuestras Facultades de Derecho todavía no han incorporado adecuadamente la
dimensión histórica de su fascinante materia. Algunos profesores introducen a sus
estudiantes en el túnel del tiempo y los trasladan directamente al Derecho Romano, sin
tomar en cuenta que si bien es importante conocer las fuentes originarias del
pensamiento jurídico occidental, más importante aún sería comprender los procesos de
recepción de las diferentes olas romanistas que han influido en la evolución de nuestro
Derecho. Otros docentes sencillamente se ciñen (¡todavía!) al texto del Libro V del
Código Civil vigente, desarrollan exegéticamente sus lecciones y se alejan de cualquier
aproximación histórica o sociológica a la evolución de los derechos de propiedad.

Creo que sería muy refrescante y productivo si esos cursos, tan importantes en la
formación de nuestros abogados, se nutrieran de un poco de historia. Eso abriría el
horizonte mental de los estudiantes, alentaría la comparación y el contraste de los temas
estudiados, y flexibilizaría las rigideces conceptuales que usualmente acompañan a
quienes estudian al Derecho sincrónicamente, sin considerar la importancia de las
coordenadas históricas, políticas, económicas y culturales en la formulación de
conceptos jurídicos como la propiedad o la posesión. 2

Por eso, a modo de invitación, a continuación presento algunas consideraciones sobre


los albores del derecho de propiedad occidental en los Andes, en particular sobre la
formación, transmisión y disfrute de la propiedad agraria en el Derecho colonial (siglos
XVI-XIX) 3. Al respecto, cabe resaltar que la conquista española no solo fue una
empresa bélica, económica y política. También fue un portentoso experimento jurídico
y filosófico que procuró procesar las nacientes realidades coloniales a la luz de
categorías desarrolladas en, literalmente, otro mundo. Es más, las ideas e instituciones
implantadas en los Andes por los gobernantes, teólogos y juristas indianos a lo largo del
siglo XVI fueron la fuente originaria de romanización del Derecho peruano. 4 Y, como
podrán apreciar los estudiosos de los Derechos Reales o el Derecho de Propiedad, esta

1
Basado en un documento preparado en octubre de 2008 para el Grupo de Trabajo sobre el Patrimonio
Cultural formado por la Colección Franklin Pease G.Y. para la historia andina del Perú, el
Departamento Académico de Derecho de la PUCP y el Seminario de Derecho del Instituto Riva-Agüero
para estudiar la situación legal de Machu Picchu. Agradezco a Mariana Mould de Pease, Elvira Méndez
Chang y Giovanni Priori Posada por su decidida y versada participación en una iniciativa destinada a
defender el patrimonio cultural de la Nación contra las ridículas intenciones privatizadoras de Machu
Picchu que hasta ahora se ventilan ante el Poder Judicial.
2
Cf., por ejemplo, los capítulos IV y V de Guevara Gil (2009).
3
Con añadidos y atingencias, este capítulo sintetiza las partes correspondientes de un trabajo que
publiqué en 1993.
4
No pretendo sostener que haya sido el único período de recepción e implantación romanista, solo que
fue el primero y de más largo aliento si consideramos el secular vigor y trascendencia del Derecho
colonial, no solo durante su vigencia formal (hasta inicios del siglo XIX) sino a lo largo del siglo XIX e
incluso el XX, particularmente en el ámbito del llamado Derecho Privado. Los trabajos de Basadre
1985[1937], Ortiz (1989) y Ramos (2000), entre otros, así lo demuestran.
todavía se alza desde las profundidades del tiempo como depósito, herencia y
fundamento, como carga que pesa sobre nuestro destino. 5

2.- La apropiación de “las Indias” y los modos de legitimación de la conquista

El modo más conocido de legitimación de la conquista y apropiación de “las Indias” es


el de la donación que hizo el Papa Alejandro VI “al queridísimo hijo en Cristo
Fernando y a la queridísima hija en Cristo Isabel, ilustres reyes de Castilla, León,
Aragón y Granada” el 3 de mayo de 1493 a través de la Primera Bula Inter Caetera
Divinae:

Os donamos concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros


herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las
islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas
por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad
no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto con
todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus
derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias; y a
vosotros y a vuestros herederos y sucesores os investimos con ellas y os
hacemos, constituimos y deputamos señores de las mismas con plena, libre y
omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción (énfasis añadido).

¿Por qué podía el Papado atribuirse la potestad de donar esos territorios a sus príncipes
católicos? Porque en la concepción de la época el Dios cristiano era el “dueño de todo,
está en todo y lo govierna todo” y el Papa era su nuncio o representante en la tierra por
lo que poseía la “universal jurisdicción” para disponer de todo el orbe, incluidos los
“Reynos de los Infieles” (Solórzano y Pereyra 1930[1647], I: 89-90). De este modo, la
donación pontificia era la fuente de los “justos y legítimos títulos” que el rey esgrimía
como “Señor de las Indias Occidentales y Tierra Firme del Mar Oceáno” (RI 1680, libro
III, título III, ley I; Solórzano y Pereyra 1930[1647], I: 104).

Es importante advertir que conforme se asienta el Estado colonial sus juristas


desarrollan otras teorías regalistas con el fin de legitimar su presencia y dominio y
contrarrestar el poder eclesiástico. Lo hacen para proclamar y defender los derechos
intrínsecos de la corona castellana a las Indias en oposición a los derechos derivados
que la donación papal le concedía. El objetivo de las doctrinas regalistas era afirmar el
poder omnímodo de la corona sobre sus vasallos, metropolitanos e indianos, y someter a
la Iglesia Católica a sus decisiones y políticas. Una particularmente interesante es la
planteada, entre otros, por Gaspar de Escalona Agüero a mediados del siglo XVII. Este
autor sostenía que el señorío castellano sobre las Indias no se derivaba de la donación
papal sino de la sucesión política operada entre los antiguos imperios americanos y la
corona española. Escalona ensaya esta justificación tergiversando el texto de una Real
Cédula del 1 de noviembre de 1591 6 que ordenaba la composición de la propiedad

5
Paráfrasis de un bellísimo poema de Rainer María Rilke. Sobre la “herencia colonial” y su reproducción
contemporánea en general, ver el sugerente libro de Torres Arancivia (2007), sobre todo los capítulos 5,
El autoritarismo, y 6, Retazos de monarquía.
6
La justificación de la Real Cédula se sustentaba en “Por haber Nos sucedido enteramente en el señorío
de las Indias y pertenecer a nuestro patrimonio y Corona Real los valdíos, suelos y tierras...” En estricto,
agraria (ver infra). El que incluye en su influyente Gazofilacio Real fue ligeramente
modificado para sustentar sus propósitos regalistas:

Por haber nos sucedido, el Rey nuestro Señor, en los títulos y derechos de
los Reyes Ingas, últimos señores en el Gentilismo del territorio y suelo de las
Provincias del Perú, es Señor absoluto y dueño de él, como ellos lo fueron en
cuanto a la propiedad y dominio directo (1941[1647]: 239-240; énfasis añadido).

En esta posición los derechos de la corona metropolitana sobre las Indias se entroncan
directamente con el señorío incaico, sin necesidad de apelar a la donación papal de
1493. Esta doctrina tuvo su correlato en el llamado programa iconográfico de Cueva7
que se plasmó en una serie de cuadros y grabados que hacia 1725 representaban la
conquista española como una sucesión ininterrumpida de Incas y reyes gracias a la
pacífica traslatio imperii que se había producido entre “Atahualpa Inga XIV el vencido”
y el emperador “Don Carlos el Máximo Católico Inga XV”. 8 Lo interesante en este
movimiento de reivindicación inca es que “la voluntad de mostrar un sereno y lógico
tránsito del gobierno inca al español” no se limita “a los designios de la administración
colonial” sino que incluyó a muchos curacas “interesados en subrayar los elementos de
continuidad entre uno y otro imperio” (Buntinx y Wuffarden 1991: 197). Esa fluida
continuidad sirvió para que los curacas, y posteriormente las comunidades y pueblos
andinos, reivindiquen una relación privilegiada y proveniente de “tiempos
immemoriales” con la corona (y el Inca). Es más, el nexo mítico-histórico que hasta
ahora emplean para afirmar sus derechos ancestrales a las tierras que poseen a veces
están amparadas en valiosísimos “títulos primordiales” celosamente guardados en sus
archivos comunales.

En cualquier caso, los derechos de la corona sobre las Indias, desde el punto de vista
colonial, quedaron plenamente establecidos y fundamentados, bien sea por donación
papal o por una fascinante sucesión política intercultural. En ambos extremos la
consecuencia con respecto a la potestad de disposición y asignación de los recursos
humanos y naturales del Nuevo Mundo era la misma, a saber, su atribución a un lejano
rey católico.

3.- Regalías, bienes realengos, mercedes

El regalismo consagró la doctrina del dominio originario y eminente de la corona sobre


todos los bienes y recursos de las Indias. Estos pasaron a ser regalías pertenecientes a

la referencia remite a “los señores reyes [castellanos] nuestros predecesores” y no a los señoríos
prehispánicos (RI 1680, libro IV, título XII, ley XIV).
7
Por el clérigo e historiador limeño Alonso de la Cueva Ponce de León (1684-1754) quien, con otros
personajes como Juan Núñez Vela, mestizo arequipeño que representaba a los curacas y nobles incas ante
la Corte de Madrid hacia fines del siglo XVII, desarrolló las bases ideológicas y programáticas del
renacimiento inca (o movimiento nacional inca según John H. Rowe) para que estos se afirmen como elite
y reivindiquen sus derechos y mercedes al amparo de su relación privilegiada con la corona y su apego al
Cristianismo (Wuffarden 2005: 231-244; Buntinx y Wuffarden: 155-168). Ver reproducciones de esos
maravillosos cuadros en Wuffarden 2005: 233-239, en especial 236-237.
8
El desplazamiento iconográfico y político del Papado en la sucesión elaborada en el programa de Cueva,
por ejemplo, no es óbice para que la corona y sus doctrinarios regalistas sigan derivando su legitimidad,
del Cristo Justiciero, “Rey de Reyes y Señor de Señores” (ver Wuffarden 2005: 232 y lámina en 236-
237).
los reyes peninsulares, por lo que éstos podían usar, disfrutar y disponer de ellos a su
arbitrio. La corona y sus doctrinarios regalistas desarrollaron una clasificación extensiva
de los bienes realengos, indicando “que todas las cosas en duda se entienda y presuma
ser suyas e incorporadas en su Real Corona” (Solórzano y Pereyra 1930[1647], V: 38).
Incluso se llegó a sostener que ese dominio eminente también había sido ejercido por
los señoríos prehispánicos. Por eso, los bienes realengos constituían un género “que es y
debe ser de su Real Corona y dominio, como antiguamente sabemos que lo era del
despótico y absoluto [señorío] que usaban en la Nueva España los Mo[n]tezumas y en el
Perú los Incas” (Solórzano y Pereyra 1930[1647], V: 38).

Las regalías de la corona incluían

[todos] los bienes pertenecientes a los Reyes y Supremos Señores de las


Provincias donde se hallan y por propios e incorporados por derecho y
costumbre en su Patrimonio y Corona Real, ahora se hallen y descubran en
lugares públicos, ahora en tierras y posesiones de personas particulares
(Solórzano y Pereyra 1930[1647], IV: 303).

Por eso, se consideraban regalías la tierra, aguas, pastos y montes, minas, salinas,
bienes mostrencos (sin dueño conocido), bienes vacantes (de difuntos intestados o sin
herederos legítimos), la provisión de cargos públicos, el Regio Patronato Eclesiástico y
la creación de tributos (Solórzano y Pereyra 1930[1647], IV: 303 y ss.; V: 6 y ss.).

Al ser el medio privilegiado para canalizar la concesión de los recursos indianos a sus
vasallos, mucho se discutió sobre la naturaleza jurídica de la merced. Mientras todavía
pervivían las doctrinas alto-medievales que sostenían que se trataba de una institución
contractual por ser una donación quasi-remuneratoria con la que se premiaba al vasallo
por los servicios prestados a su señor, los juristas partidarios del absolutismo moderno
se inclinaban por definirla como una donación pura. La diferencia de criterios se
expresó, por ejemplo, en los famosos pleitos colombinos (1511-1536) 9 que entablaron
los herederos del Almirante a la corona por el reconocimiento de los títulos hereditarios
de Almirante, Gobernador y Virrey de, nada menos, todo el Nuevo Mundo. Mientras los
primeros argumentaban que las Capitulaciones de Santa Fe entre Cristóbal Colón y los
Reyes Católicos (1492) tenían un signo contractual (donación quasi-remuneratoria) de
cumplimiento obligatorio, la corona se defendió alegando que había concedido una
merced sujeta a revocación, tal como lo hizo. Al final, el laudo arbitral de 1536
reconoció a los herederos de Colón el marquesado de Jamaica y el ducado de Veragua,
el carácter hereditario del título de Almirante y unas importantes rentas anuales, pero les
revocaron el cargo de Virrey y Gobernador General de las Indias. 10

Como señala Muro Orejón, los

9
Algunos expertos los dilatan aún más (1508-1563) pues los retrotraen a las informaciones que Diego
Colón mandó preparar a sus letrados y los dilatan hasta los últimos litigios que sus descendientes
plantearon a la Corona. Sin embargo, el principal, el pleito de Sevilla, se inició en 1511 y el laudo arbitral
que decidió sobre las principales pretensiones de los Colón fue pronunciado en 1536 por el Presidente del
Consejo de Indias, Obispo García de Loaysa, y el Presidente del Consejo de Castilla, Gaspar de Montoya.
10
Sobre los pleitos colombinos ver el estudio introductorio de Muro Orejón y la transcripción
paleográfica de Muro Orejón, Pérez-Embid y Morales Padrón (1964) y, entre otros, el interesante aporte
de Villapalos 1976-1977).
Pleitos Colombinos son el gran proceso histórico-jurídico en que se debaten las
últimas grandes concesiones señoriales ante la nueva ideología renacentista que
mantiene la supremacía política de los Reyes. Por tanto, con ser tan importantes
en el aspecto personal, los pleitos lo son mucho más como símbolo de la
liquidación política de una época aún medieval ante el imperio del Derecho
renacentista. Los privilegios de los Colón, si podían resultar admisibles en el
momento de su otorgamiento en Santa Fe (1492), resultaban anacrónicos un
cuarto de siglo después. En aquel conflicto señorío-realeza, o privilegio-
soberanía, dadas las ideas político-jurídicas del Renacimiento, no cabía duda de
quién tenía que ser finalmente el vencedor (1967: XXIV).

Bajo el imperio de esta nueva concepción fruto del absolutismo emergente, el origen y
destino jurídico-político de los bienes realengos indianos era indiscutible. Por eso, en
virtud del regalismo, el rey tenía la potestad de conceder estas regalías a sus súbditos a
través de capitulaciones, mercedes, privilegios y provisiones. Así, por ejemplo, una
merced de tierras era la concesión a un beneficiario de una porción de terreno que
hasta ese momento había estado bajo el dominio eminente del monarca (bien realengo).
Era un título originario de adquisición y como el Derecho colonial distinguía entre el
“título bastante” y el modo de adquisición, el beneficiario debía pedir al corregidor que
le ministrase la posesión de la merced concedida. Por eso, es usual ver en la
documentación legal que los títulos de adquisición (merced, donación, compra-venta,
adjudicación en subasta) están aparejados de los mandamientos de posesión y amparo
que transcriben los actos posesorios (tirar piedras, gritar a los cuatro vientos, deshierbar
el terreno) realizados por el nuevo titular para publicitar su derecho de propiedad y
aprehender materialmente el bien recibido. Las mercedes también estaban sujetas a un
procedimiento de “confirmación real” ante las autoridades metropolitanas, pero el costo
y dificultades que entrañaba lo hicieron impracticable. Ante ello, la corona cedió esta
prerrogativa a las Audiencias y Gobernaciones de las Indias, aunque a veces hasta los
cabildos locales las otorgaron.

4.-Tributos, encomiendas

Otra regalía que jugó un papel esencial en la configuración del mundo colonial fue el
tributo. La doctrina regalista lo definía como una contraprestación que los súbditos de
un soberano debían abonarle por el hecho de gobernarlos:

Uno de los derechos que se cuentan entre los que llaman regalías es el poder
imponer tributos y vectigales los Príncipes Absolutos y Soberanos a sus vasallos
[...] porque como está a su cargo governarlos y defenderlos es forzoso valerse de
este y otros medios para juntar dineros, en los quales consisten los principales
nervios de la República (Solórzano y Pereyra 1930[1647], I: 6).

En los Andes, la aplicación de esta doctrina generó el sistema de encomiendas o


repartimientos de tributarios concedidos a los “beneméritos de las Indias”. Gracias a
esta merced real, la corona concedía a los encomenderos la renta tributaria (en especies,
dinero o servicios) que los nuevos súbditos indígenas debían abonar a la corona
castellana por el hecho mismo de haber sido incorporados al orbe indiano. Como
contraprestación, los encomenderos se obligaban, en teoría, a proporcionar una serie de
prestaciones económicas, sociales (protección ante otros encomenderos o curacas),
ideológicas (conversión a la Fe) y jurídicas (defensa de sus recursos y status de súbditos
libres) a favor de sus encomendados.

La encomienda posee algunas notas distintivas. En primer lugar es importante anotar


que los encomenderos tomaban posesión de sus mercedes (derecho a percibir el tributo)
y no de sus tributarios pues estos continuaban siendo vasallos libres de la corona. En
segundo lugar, la obligación recaía sobre un conjunto de unidades domésticas tributarias
y no solo sobre los curacas que las lideraban. Por eso, tanto el jefe étnico como los
miembros de su grupo se hallaban conjuntamente subordinados al encomendero y
obligados solidariamente ante él.

En tercer lugar, la doctrina de la época reconocía que la encomienda no era una


propiedad inmobiliaria ni la implicaba. El encomendero solo adquiría el derecho a
percibir una renta tributaria, pero no la propiedad de la tierra indígena. Por eso, bajo este
modelo de extracción colonial los indios encomendados tenían el derecho correlativo de
mantenerse en la propiedad, posesión y disfrute de sus bienes y recursos, incluida la
tierra. Las Leyes de Burgos (1512), por ejemplo, estipularon que la población tributaria
era propietaria de sus casas, tierras y animales. Por eso retenían amplias facultades
sobre sus bienes, incluida la de disponerlos (venta, donación) aun a favor de su
encomendero.

Sin embargo, debido al creciente proceso de usurpación de la tierra indígena, la corona


optó por imponer límites legislativos a la transferencia de tierras al interior de una
encomienda. Pasó a requerir, por ejemplo, que las transferencias de la propiedad
inmueble fueran aprobadas por el cabildo local. Además, el virrey Francisco de Toledo
(1569-1581) señalaba, en 1572, que había prohibido que los encomenderos posean
“tierras, heredades o ingenios, excepto ganados, ora sea por datas de los gobernantes o
Cabildos o por compras de los mismos indios” en “los términos y límites de sus
encomiendas” (citado en Guevara Gil 1993: 130).

Más allá de las restricciones legales impuestas el proceso de apropiación de la tierra y


recursos indígenas continuó y dio lugar a la emergencia de los encomenderos-
terratenientes, quienes empezaron a imbricar dos recursos fundamentales para sus
empresas agrarias: tierras y hombres. Para hacerlo recurrieron a una serie de
herramientas legales y contractuales realmente complejas y sutiles (e.g., mandatos sin
representación, compra-ventas consuetudinarias; ver Guevara Gil 1993: 130 et seq.).
Ante el desordenado crecimiento de la propiedad rural española, hacia fines del siglo
XVI la corona decidió legalizar masivamente la apropiación de la tierra indígena a
través de los llamados procesos de composición de tierras.

5.- Composición de títulos de propiedad, cartas de venta

La composición era un mecanismo mediante el cual una situación de hecho se


transformaba en una de derecho gracias al pago de una cantidad de dinero a la Hacienda
Real. Si por un lado la corona tenía la motivación de ordenar el agro colonial o
cualquier otra situación irregular (e.g., regularizar la presencia de un extranjero en las
Indias), por el otro tenía un afán rentista pues necesitaba financiar los sueños imperiales
de Felipe II. En los Andes, el objetivo de la composición y de otros mecanismos de
consolidación de la propiedad (e.g., real amparo, confirmación de títulos de dominio)
fue legitimar la estructura agraria colonial forjada a lo largo del siglo XVI. Este afán,
unido a la necesidad de organizar el caótico escenario rural, llevó a la corona a
desarrollar cinco campañas generales de composición (1591, 1631, 1661, 1722, 1786).

El propósito fue otorgar títulos de propiedad a los terratenientes que decidían consolidar
sus propiedades agrarias, generar estabilidad jurídica y fusionar los “pedazos de tierra”
que esos terratenientes habían adquirido en virtud de diferentes títulos (e.g., mercedes,
remates, compras, donaciones, posesión inmemorial) en nuevas unidades mayores (i.e.,
haciendas, estancias) (ver Guevara Gil 1993: 174 et seq.). La primera campaña fue
ordenada mediante la Real Cédula de 1 de noviembre de 1591 y comenzó a ejecutarse
en 1594 bajo el virreinato de García Hurtado de Mendoza. Es importante anotar que la
mayoría de títulos de propiedad de las haciendas coloniales se originó, precisamente,
en la necesidad que tenían los terratenientes de presentar sus expedientes a los
visitadores y jueces de composición.

Además de las razones prácticas de probanza que motivaban a los propietarios a


tramitar la documentación legal sustentatoria de sus derechos, es posible identificar una
corriente doctrinaria que explicaría por qué las cartas de venta fueron frenéticamente
otorgadas y obtenidas por los escribanos y las partes contratantes, respectivamente. En
lugar de un supuesto “apego irracional” a las formalidades o una “fetichización” de los
documentos legales que indígenas y españoles habrían padecido, lo que se habría
producido es la necesidad de satisfacer una formalidad esencial para el
perfeccionamiento de la transmisión de la propiedad.

A contracorriente de la definición de la compra-venta como un contrato solo consensu


postulada en el Derecho Romano Clásico, el Derecho Justinianeo estableció que el
simple acuerdo de las partes sobre cosa y precio no era suficiente para perfeccionar el
contrato. Cuando las partes acordaban que la transferencia se iba a plasmar en un
documento, su redacción y suscripción se transformó en esencial para su
perfeccionamiento. En términos de la clásica dicotomía legal, las escrituras de compra-
venta dejaron de ser una formalidad ad probationem y pasaron a ser un requisito ad
solemnitatem. Es interesante anotar que esta concepción fue recogida en Las Partidas
(1256-1265, Partida V, título V, ley VI):

En que manera se debe facer la vendida et la compra. [E]t la que se face por
carta es quando el comprador dice [...] quiero que sea fecha carta de esta
vendida; et la vendida que es fecha desta guisa, maguer se avengan en el prescio
el comprador et el vendedor non es acabada fasta que la carta sea fecha et
otorgada...

Al amparo de esta concepción romanista y bajo la tradición formulística notarial, las


cartas de venta fueron para la compra-venta lo que el cuño para la moneda.

6.- Posesión, posesión como título de dominio

La conjunción de las cartas de venta que encarnaban los títulos de propiedad (contratos)
y el modo de adquisición (actos posesorios) eran indispensables para configurar la
propiedad agraria. Más allá de esta función, la posesión también podía transformarse en
un título de dominio pleno y perfecto gracias al paso del tiempo. Esta figura,
denominada prescripción adquisitiva de dominio (usucapio), tiene una larga trayectoria
en el Derecho Civil romanista, pero fue expresamente sancionada para las Indias en la
Real Cédula del 1 de noviembre de 1591 que ordenó la composición de los títulos de
propiedad. Como su objetivo era legalizar la propiedad de la tierra ordenó que los
titulares de dominios rurales exhiban sus “títulos de tierras, estancias, chacras y
caballerías” y que inclusive invoquen la posesión como título de dominio cuando con
“justa prescripción poseyeren” (RI 1680, libro IV, título XII, ley XIV).

En el Derecho colonial, la usucapion basada en el justo título y la buena fe operaba al


transcurrir 3 años para el caso de muebles y 10 o 20 años para el de inmuebles, según se
tratase de personas presentes o ausentes, respectivamente. Mientras el plazo de 20 años
correspondía a la prescripción ordinaria o corta, el plazo de 30 años se aplicaba a la
prescripción larga o extraordinaria. Esta operaba cuando el poseedor no podía exhibir
un justo título y solo estaba en capacidad de alegar la posesión continua y firme durante
ese prolongado lapso. En estos casos se podía alegar la unión o adición de posesiones
(accessio possessionum) para lograr el plazo posesorio conducente a la prescripción
adquisitiva de dominio (e.g., posesión de padre e hijo heredero).

Es evidente que el Derecho colonial tuvo una clarísima impronta romanista. Por eso, la
posesión, tal como la definían Las Partidas (1256-1265), era “como ponimiento de pies;
[...] es tenencia derechura que home ha en las cosas corporales con ayuda del cuerpo et
del entendimiento” (Partida III, título XXX, ley I). Como se aprecia, en la posesión
confluían el corpus (elemento objetivo) y el animus (elemento subjetivo). 11 Además, se
distinguía entre la posesion natural y la civil. La primera era concebida como una mera
relación de hecho con un bien, como la simple tenencia desprovista de tutela posesoria.
La civil, en cambio, se fundaba en la justa causa y la buena fe y por eso estaba
amparada por los mecanismos procesales diseñados para su defensa (e.g., interdictos). 12

Es usual que la documentación colonial incluya referencias a la posesión como un


derecho real, corporal, actual, jure domine vel quasi. El primer adjetivo se refiere al
carácter de derecho real (opuesto al derecho personal o crediticio) que la posesión
supone. Corporal remite a la posesión natural, a la aprehensión fáctica del bien. Autual
o actual enfatizaba que se trataba de una relación inmediata, real (opuesta a virtual) y
jure domine resaltaba la juridicidad del acto posesorio, su naturaleza civil. La expresión
jure domine vel quasi denotaba que la posesión no solo era corporal y real sino también
comprensiva de los derechos inmateriales (crediticios) propios de la quasi-posesión.

Como adelanté en el punto 3 sobre las mercedes de tierras, el Derecho colonial era
tributario de la distinción romanista entre título de dominio y modo de adquisición, y
por eso las cartas de venta se encuentran aparejadas de las actas que contienen los
mandamientos de posesión y amparo (i.e., interdictos de adquirir). Es más, mientras

11
Para “ganar queriendo alguno posesion de castiello o de casa o de otra cosa cualquier” era
menester “que faga dos cosas: la una que haya voluntad de la ganar; la otra que la entre por sí
corporalmente et la tenga” (Partida III, título XXX, ley VI).
12
“Et la natural es quando home tiene la cosa por si mesmo corporalmente [y la] que llaman
civilis es quando algunt home sale de casa de que él es tenedor o de castiello o de heredat [...]
non con entendimiento de la desamparar, mas porque non puede home siempre estar en ella; ca
entonce maguer non sea tenedor de la cosa corporalmente, serlo ha en la voluntad et en el
entendimiento, et valdrá tanto como si esto diese en ella por sí mesmo”(Partida III, título XXX,
ley II; en Guevara Gil 1993: 202, nota 2).
el comprador aprehendía corporalmente el bien que había adquirido se producía una
etapa liminal que era regulada mediante la cláusula de constituto (constituto
possessorio). En esta etapa el vendedor permanecía en la posesión del bien, “solo
natural y corporalmente, sin derecho alguno de propiedad o posesión civil”, en nombre
de el nuevo titular, asumiendo la calidad de tenedor, inquilino, depositario y precario
poseedor a favor del adquiriente hasta que este practicase el ritual posesorio
correspondiente (Guevara Gil 1993: 204-205).

7.- Propiedad, dominio útil y directo

El concepto de propiedad colonial también tiene un claro cuño romanista. Las Partidas
(1256-1265), fuente doctrinaria y normativa privilegiada en el Derecho colonial, la
definían “como señorio que ha el ome en la cosa”, mientras que el señorío o dominio
era el “poder que ome ha en su cosa de fazer della e en ella lo que quisiere segund Dios
e segund fuero” (Partida III, título II, ley XXVII; título XXVIII, ley I; Partida VII, título
XXXIII, ley X; en Guevara Gil 1993: 258). 13 En el Derecho colonial la noción de
dominio fue circunscrita al ámbito patrimonial (dominium rerum) aunque se continuó
distinguiendo entre propiedad (pertenencia exclusiva de un bien “como suyo propio”) y
dominio (poder integral que una persona tenía sobre un bien, una persona o sus actos).

Los atributos de usar, disfrutar, poseer y disponer del bien siempre fueron
exhaustivamente detallados en la documentación legal. Es frecuente encontrar
referencias a la “posesión, propiedad y señorío útil y directo” que los titulares tenían
sobre sus bienes y a “todas las acciones y derechos reales e personales, mixtos, anexos y
pertenecientes” que podían ejercer para defender su derecho de propiedad. Además,
mientras el vendedor declaraba que “me desisto aparto quito y abravo mano de la
tenencia e possesion propiedad y señorio util y directo que yo avia e tenia y de derecho
me pertenecia”, el comprador recibía todos esos poderes sobre las propiedades
transferidas y por eso quedaba facultado para que “las vendais troqueis y cambieis y
enageneis y hagais y dispongais dellas y en ellas lo que quisieredes e por vien
tubieredes como de cossa y en cossa vuestra misma propia [...] adqueridas por justo y
derecho titulo...” (Guevara Gil 1993: 347, 357)

Las alusiones al dominio útil y directo se nutrieron de los desarrollos doctrinarios de


los romanistas medievales (siglos X-XIII) sobre las desmembraciones del dominio. Al
ser titular pleno de un bien, el propietario quedaba facultado para descomponer sus
poderes (usar, disfrutar, disponer, poseer) y asignarlos a otras personas. Este régimen
de asignación de derechos permitía la co-existencia simultánea y el entre-cruzamiento
de varios derecho-habientes sobre un mismo bien. Hacia el siglo XI, por ejemplo, los
derechos sobre la tierra enfeudada se encontraban divididos. Por un lado el señor feudal
era el titular de un derecho de propiedad y por el otro el vasallo era un usufructuario,

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A su vez, el dominio tenía tres acepciones: “La una es poder esmerado que han los
Emperadores, e los Reyes, en escarmentar los malfechores, e en dar su derecho a cada uno en su
tierra [...] La otra manera de señorio es, poder que ome ha en las cosas muebles o rayz deste
mundo en su vida; e despues de su muerte passa a sus herederos o a aquellos a quien la
enagenasse mientras biviesse. La tercera manera de señorio es, poderio que ome ha en fruto, o
en renta de algunas cossas en su vida, o a tiempo cierto; o en Castillo, o en tierra que ome
oviesse en feudo” (Partida III, título XXVIII, ley I; en Guevara Gil 1993: 258-259, nota 5).
pero con cada vez más poderes fácticos sobre el predio. Además, mientras sus derechos
reales aumentaban los del señor feudal disminuían:

[A]nte la evidencia de que el vasallo no podía en absoluto detentar un simple


derecho real sobre la cosa de otro, un ius in re aliena, [los juristas franceses]
admitieron abiertamente una división del derecho de propiedad, del dominium, e
inventaron la doctrina del ´dominio dividido´: el señor alodario conservaba el
dominium directum [y] el vasallo adquiría el dominium utile (Ganshof 1974:
196-197; citado en Guevara Gil 1993: 261).

En términos doctrinarios, el dominio directo era “el derecho que uno tiene de concurrir
a la disposición de una cosa cuya utilidad ha cedido, o de percibir cierta pensión o
tributo anual en reconocimiento de su señorío [...] sobre un fundo”. El dominio útil, en
cambio, era “el derecho de percibir todos los frutos de una cosa bajo alguna prestación o
tributo que se haga al que conserva en ella el dominio directo” (Escriche 1874, II: 719;
en Guevara Gil 1993: 262). Este proceso llevo al desdoblamiento del dominio en útil –
“el cuerpo del derecho”-- y directo –“el alma del derecho”—y, en el largo plazo, a un
propietario con cada vez menos derechos y control. A partir de esta distinción
conceptual se desarrollaron las más variadas formas de explotación económica y
disfrute legal de las haciendas coloniales, entre ellas las censales.

8.- Censos consignativos, enfitéuticos, reservativos

Los censos fueron las herramientas (normativas, contractuales, testamentarias) más


empleadas para desmembrar el derecho de propiedad y asignar sus atributos de uso,
disfrute, posesión y disposición a diferentes titulares. Este desdoblamiento generó una
impresionante maraña de derecho-habientes sobre los bienes que integraban los
patrimonios de las personas, naturales o jurídicas. Los censos podían ser de tres tipos:
consignativos, enfitéuticos o reservativos. El censo consignativo era

la relación jurídica mediante la cual el propietario de un bien inmueble transfiere


a favor de un tercero el derecho a percibir una renta anual por tiempo
indeterminado, gravando dicho inmueble con la responsabilidad del pago de la
renta y su capital correspondiente [...]. El obligado al pago de la renta se
denomina censatario y el acreedor de dicha renta y capital censualista (Tapia
1992: 4; en Guevara Gil 1993: 262).

Los elementos fundamentales del censo consignativo eran el precio o capital impuesto,
la pensión o rédito que se devengaba y el bien censuado. El capital era la suma de
dinero o los bienes que el censatario entregaba o gravaba a favor del censualista. La
pensión era el rédito o canon que el censatario debía abonar al censualista. El interés
devengado sobre el capital impuesto a censo varió entre el siglo XVI y el XIX (de 10-
15% a 7%, 5% y 2%) en una clara tendencia hacia la reducción de los intereses que
agobiaban a los conductores de las haciendas coloniales (lo cual contribuyó al proceso
de desvinculación). El bien, por último, debía ser inmueble (e.g., cargos públicos
vendibles, los hatos de ganado, el canon del censo, la propiedad agraria) y fructífero,
capaz de generar frutos civiles, industriales o naturales aplicables al pago de la pensión.
Por su parte, el censo enfitéutico era “el derecho que tenemos de exigir a otro cierto
canon [...] en razón de haberle transferido [...] el dominio útil de alguna cosa raíz,
reservándonos el [dominio] directo” (Escriche 1874, II: 258; Las Partidas (1256-1265),
Partida V, título VIII, ley XXVIII; Partida I, título XIV, ley I; en Guevara Gil 1993:
270). La enfiteusis no suponía la imposición de un capital sobre un bien sino solamente
la fijación de la renta o canon (anual) a cambio de la entrega del dominio útil. El censo
podía ser perpetuo o temporal (e.g., 3 vidas o generaciones, aprox. 150 años). Dado que
el censualista o dueño directo conservaba el dominio directo podía realizar sobre su
inmueble todo tipo de actos jurídicos con tal de no impedir ni perturbar el uso,
aprovechamiento y posesión del enfiteuta. Además de recibir el canon, el censualista
contaba con los derechos de fádiga (tanteo o derecho a ser preferido por igual suma
frente a cualquier otro comprador del dominio útil), laudemio (luismo o porcentaje del
2% que recibía cuando el censatario vendía el dominio útil), comiso (aplicable contra el
enfiteuta que no abonaba la pensión) y garantía (para exigir el cumplimiento de las
obligaciones del enfiteuta).

El censatario o enfiteuta tenía el derecho a mantenerse en la posesión del dominio útil y


estaba facultado para poseer, gozar y usar el bien. Es más, podía enajenarlo siempre que
hubiese permitido al censualista ejercer el derecho de fádiga. También podía transferirlo
en nueva enfiteusis o donarlo, permutarlo, legarlo, dotarlo, hipotecarlo, arrendarlo o
imponerle una servidumbre porque estos negocios no versaban sobre el dominio directo
ni sobre el canon. El censo enfitéutico fue frecuentemente empleado por los propietarios
que optaban por la conducción indirecta de sus haciendas. Ante la falta de créditos, los
bajos precios de los productos agrícolas y el estancamiento tecnológico, muchos
hacendados encontraron en la enfiteusis una forma de disfrute adecuada a la secular
crisis del agro colonial.

Finalmente, el censo reservativo era “el derecho de exigir a otro cierta pensión anual en
frutos o en dinero por haberle transferido el dominio útil y directo de alguna cosa raíz
[y] llámese reservativo [...] porque trasladándose [ambos dominios, el censualista] se
reserva sólo la pensión” (Escriche 1874; II: 261; en Guevara Gil 1993: 274). La renta
era el fruto del capital impuesto sobre el inmueble transferido. El censatario debía
abonar la renta que ese capital redituaba y eso le servía para revalidar los plenos
derechos dominiales (útiles y directos) que había adquirido sobre el bien censado. Esa
pensión también operaba como un reconocimiento al brumoso papel de señor eminente
que el censualista conservaba.

En todas estas modalidades de apropiación y disfrute de los bienes se aprecia una


concepción muy diferente a la que hoy día tenemos sobre los atributos y características
del derecho de propiedad. Priman tanto la idea de sujetar, en lo posible a perpetuidad, el
destino de los linajes y corporaciones (i.e., eclesiásticas) a las rentas que un patrimonio
afectado a su bienestar debía generar, como la noción de que la propiedad otorgaba al
titular un poder tan omnímodo que bien podía descomponer sus atributos y reasignarlos
a su arbitrio. Como bien sintetiza Carlos Ramos Núñez:

Entre las distintas clases de vinculación de la propiedad se hallaban los


mayorazgos, las capellanías y los patronatos eclesiásticos, que impedían la libre
transmisión de los bienes; pero también bajo este rubro se hallaban aquellas
instituciones como los censos enfitéuticos (o, simplemente, enfiteusis), los
censos consignativos y los censos reservativos, que dividían el dominio sobre los
bienes entre dos o más personas o corporaciones. En ambos casos, a juicio de
sus detractores ilustrados, el bien perdía valor comercial y se desalentaba su
incorporación al tráfico inmobiliario. Al fenecimiento de los mayorazgos,
capellanías y patronatos legos o eclesiásticos se denominaría desvinculación de
la propiedad; mientras que al término o fin del dominio compartido en el censo
enfitéutico, consignativo o reservativo se le llamó consolidación del dominio,
redención de la propiedad o desamortización (2003: 169-170).

Las haciendas coloniales sujetas a regímenes jurídicos de desdoblamiento de sus


dominios, por ejemplo, acabaron en manos de los enfiteutas criollos (dominio útil) que
las habían tomado a censo a los conventos y órdenes religiosas (dominio directo). 14 Las
razones económicas y políticas fueron acompasadas por los nuevos vientos del Derecho
liberal moderno que recusaba el fraccionamiento de los derechos de propiedad y
promovía más bien su (re)unificación o desamortización. Ese desarrollo histórico-
jurídico suponía extinguir, aunque en una larga marcha legislativa, las formas más
frecuentes de propiedad vinculada que el Derecho colonial había forjado a lo largo de
los siglos.

Vale la pena recordar, que esa larga marcha legal, económica e ideológica no empezó en
los albores de la República sino durante el XVIII Borbón. Luego, tanto las primeras
constituciones liberales como las leyes de 1829, 1849 y 1893 fijarían los hitos más
importantes en el proceso de desvinculación y desamortización de la propiedad
decimonónica (Armas Asín 2010; Ramos 2003: 179-189). Es interesante observar que
el Código Civil de 1852 fue mucho más contemplativo al respecto pues el Título IV,
“De los censos”, de la Sección IV del Libro III sobre las Obligaciones y Contratos
normaba con total parsimonia la constitución, derechos, obligaciones y formas de
extinción de los censos enfitéuticos, consignativos y reservativos (artículos 1885-1920).

La propiedad vinculada recién recibiría sendos golpes de gracia en el primer tercio del
siglo XX. En primer lugar, el Título IX de la Sección III del Código de Procedimientos
Civiles de 1912 fijó las normas para que el propietario de un inmueble inscrito pudiese
solicitar al juez que lo declare libre de todo tipo de censos, capellanías y gravámenes
perpetuos, aunque precisó que “la sentencia extingue definitivamente todos los
gravámenes perpetuos, con excepción de aquellos que [...] se han inscrito en el Registro
de la Propiedad” (artículo 1293; ver artículos 1288-1295). 15 En segundo lugar, el
artículo 852 del Código Civil de 1936 determinó que “por los actos jurídicos sólo
pueden establecerse los derechos reales reconocidos en este Código. No se puede
establecer la prohibición de enajenar, salvo los casos permitidos por la ley”. 16
14
Ver, e.g., Burga 1976: 141, 148-151, 295 y Guevara Gil 1993: 270-276. Fernando Armas Asín acaba de
publicar un magnífico estudio sobre el proceso de desamortización de los bienes eclesiásticos a lo largo
del siglo XIX (2010).
15
Como explicaba la Exposición de Motivos del Código de 1912: “Con frecuencia los títulos de las
propiedades contienen referencias a censos, capellanías y otros gravámenes perpetuos, y aunque pueda
invocarse la prescripción, por no haberse pagado los réditos durante treinta años, la falta de una sentencia
que declare extinguidos tales gravámenes, deja subsistente la posibilidad de un litigio, y embaraza la
circulación de la propiedad inmueble y las operaciones de crédito hipotecario” (Código de
Procedimientos Civiles 1986[1912]: 144).
16
Al decir de la profesora Shoschana Zusman, “con el objeto de consolidar la terminación de las
vinculaciones perpetuas, dicho Código [1936] dispuso que los derechos reales fueran numerus clausus
[...] y fijó un elenco limitado de derechos reales, donde el más completo era la propiedad”. Además
precisa que “Desde que en el siglo XVIII se impuso el pensamiento liberal, la temporalidad de los
derechos pasó a ser la regla y su perpetuidad, la excepción”. Al respecto, la única atingencia que se le
***

De este modo se cierra todo un ciclo legal basado en una concepción diferente (algunos
la llamarán arcaica) de los derechos de propiedad. Las ventajas de apreciarlo en su
complejidad y de no desecharlo de antemano por anacrónico son diversas. En primer
lugar permite valorar el transplante y recepción de la secular impronta romanista que
define el perfil de nuestro Derecho. En segundo lugar, la aplicación del “ácido
histórico” al Derecho, como diría el Dr. de Trazegnies, para comprender esas “otras
formas” de regular las modalidades de apropiación y explotación de los bienes invita al
contraste aleccionador, a la comparación enriquecedora, al cuestionamiento,
relativización o afirmación de nuestras propias concepciones, pero siempre con bases
cada vez más sólidas. 17 En tercer lugar, no debería olvidarse que el primer curso de
Historia del Derecho en toda América Latina lo ofreció el profesor Román Alzamora en
la Universidad de San Marcos, allá por 1875. Su creación no fue fruto de la nostalgia o
de un afán puramente erudito, sino de la necesidad de hacer sentido de los vertiginosos
cambios políticos, sociales y legales que el Perú experimentaba en ese entonces. Es
usual que el signo de los tiempos que vivimos lo encontremos en las raíces y no en la
hojarasca del mundo actual. De eso se trata.

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podría formular es que confunde la prohibición de vincular bienes (i.e., mayorazgos) y fundar capellanías
contenida en el artículo 1194 del Código Civil de 1852 con la potestad, regulada en el mismo código, de
establecer censos, los cuales, en todo caso, fueron objeto del proceso de desamortización o consolidación
de la propiedad (ver cita de Ramos, ut supra; Zusman 2007: 78-79; ver también Bullard 138-152).
17
Sobre estos puntos ver el clásico trabajo de Trazegnies (1978).
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