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Ricardo Fernández Guardia es uno de los escritores de este periodo. Este autor,
protagonista junto con Carlos Gagini de la polémica nacionalista en literatura suscitada en
1894 en relación con el género costumbrista de las obras Hojarasca y Chamarasca,
respectivamente, escribirá, entonces, crónicas; novelas y cuentos en los que se refleje –
desde su concepción- la idiosincrasia del costarricense y se consolide la naciente identidad
nacional. En Cuentos ticos, publicado en 1901, Fernández Guardia hace hincapié sobre la
relevancia de escribir acerca de temas nacionales, pero sobre todo, temas cotidianos del
pueblo costarricense, lo cual significa un giro en la perspectiva conceptual, literaria e
incluso política del autor, respecto a la argumentada en Hojarasca... Accedió a escribir
sobre una “india de Pacaca”.
Al dar el reloj las cuatro, Don Gregorio López, juez segundo civil de la provincia de
San José, cerró de golpe el expediente que tenía en estudio, y haciendo retroceder
el sillón de vaqueta en que a diario descansaba su flaca humanidad durante las
horas reglamentarias, se desperezó con fuerza estirando los brazos en cruz y
apretando los puños, a la vez que su boca se abría tamaña en un largo bostezo que
le humedeció los ojos. Había llegado la hora de marcharse, hora bendita para
escolares y oficinistas. (p.1).
En el corredor tropezó con Juan Blás, el portero, que se desesperaba al ver que casi
todos sus colegas habían cobrado ya su libertad; pero don Gregorio López era un
cronómetro ginebrino, un hombre de conciencia escrupulosa que no trasigia con
escamoteos de tiempo ni de trabajo. (p.3).
Estas características que aparenta poseer, le permiten relacionarse con Cirilo
Vargas, magistrado de la Sala de Casación. Con la incorporación de este personaje,
Fernández Guardia no solo dará paso al pretexto de la historia, sino que aprovecha la
escena para presentar el espacio nacional: San José. De este modo, menciona desde el
Palacio de Justicia, el Mercado Central, el Parque Central, la Plaza de la Soledad, el Palacio
Episcopal y más adelante, la Avenida de las Damas, elemento casi ausente de su obra
anterior, Hojarasca y que, como antes se mencionó, fue detonante de la polémica
nacionalista.
Parecía natural que una vez enterado de lo que deseaba saber, don Gregorio se
retirase de la cocina; sin embargo, es de suponer que él no pensaba así cuando
permanecía plantado en el sitio mirando con manifiesta complacencia los fornidos
encantos de la moza. Porque como guapa era guapa Ramona. Los ojos grandes y
fogosos no carecían de malicia; el cabello tan abundante y de un negro azulado,
formaban dos hermosas trenzas; la boca era bonita, los dientes blancos, y la piel
morena muy tersa y luciente, denotaba la sangre indígena de los antepasados. El
juez admiraba el pecho firme y los brazos robustos que salían desnudos del escote
del traje popular. (p. 5).
Con lo anterior, el autor incluye en su cuento una figura indígena. Es una de las
“criadas” de la casa, y a quien describe como agraciada, atractiva, capaz de despertar las
pasiones de una persona como don Gregorio, un hombre casado con doña Catalina y
padre de Aurelia, motivos a los que debe su fidelidad (más por miedo que por gusto). Del
mismo modo, con este fragmento, podría considerarse que se reivindica la imagen del
indio, pues Ramona no es salvaje, de instintos animales ni costumbres antropófagas, sino
“una robusta moza de Curridabat”.
Los hechos descritos anteriormente no son los únicos relatos en los que se desata
la tensión entre el ser y el parecer, incluso entre el liberalismo-patriarcal, por el contrario,
Gregorio es del todo un ser ambiguo que se debate entre lo real y lo esperable: ¿cómo
actúa y cómo se presenta?, ¿qué esconde y qué confiesa?, ¿qué pregunta y qué calla?
Prueba de ello, se encuentra escrito en el texto de manera sentenciosa, jocosa y puntual
por Fernández Guardia de la manera que sigue:
(...) don Gregorio López, un hombre chapado a la antigua (...) era un católico
ferviente aunque vergonzante. Durante mucho tiempo no se cuidó de disimular sus
creencias ni prácticas; pero desde que comenzaron a soplar vientecillos liberales
en el gobierno y vio con estupefacción que salían a destierro el señor obispo y los
padres jesuitas, juzgó llegado el momento de relegar su fe en las honduras del
corazón (...). En apariencia y para no nadar contracorriente, aplaudía las grandes
reformas legislativas de los hombres nuevos; pero a solas no cesaba de lamentarse
de la corrupción de las costumbres y de los progresos que hacían el liberalismo (...).
Preguntábase lleno de zozobra adónde irían a parar la sociedad y el país cuando
no existiera el freno tan necesario de la religión, sobre todo si continuaban
avanzando las ideas, aunque esto no lo consideraba posible, porque de seguro la
Providencia acabaría por enojarse y poner las cosas en su punto. (...) Y así
admiraba tanto en secreto a los paladines de La Unión Católica, que no se mordían
la lengua para decir cuatro verdades como templos liberalotes presumidos y hasta
los mismos masones (...) Don Gregorio era la prudencia personificada y en su larga
vida de empleado público había aprendido que combatir al gobierno es lo mismo
que tirar coces al aguijón, razón por la cual no le confiaba sus íntimos
pensamientos a nadie. (pp. 8-9).
Como se observa, es una mujer muy práctica y menos escrupulosa que su marido,
por lo que ve en su hija Aurelia un objeto en venta al que espera subastar en el baile de
independencia o rito de iniciación, como quiera interpretarse, al hijo de Cirilo Vargas:
Ricardo Vargas, un abogado de veintiséis años, inteligente, erudito, de buena figura y
modales elegantes y afables. “Por su nacimiento pertenecía a las primeras familias del país;
por su inteligencia y erudición a la aristocracia de talento” (p. 14). Era, en otras palabras,
la encarnación del progreso que tanto ansiaba doña Catalina.
Así pues, para doña Catalina, no hay mejor opción que Ricardo, de ahí que por
mediación de las dos cabezas de hogar mencionadas en el cuento, Gregorio y Cirilo,
espera que sea este muchacho quien baile la primera pieza con Aurelia el día que se
“estrene” en sociedad. Para lograr este cometido, doña Catalina apela a una deuda moral
que tiene el magistrado con el juez, artimaña que busca mover en el otro, acciones y
sentimientos glorificados en el discurso patriarcal: lealtad, moralidad, honradez, entre
otros, cualidades de las que ella carece, pero aprovecha en el otro.
Un tembleque de mal gusto acabó por afear una cabecita que no carecía de fineza
ni de gracia. (…) En la cara se aplicó ella misma crema de pepinos y luego una
buena capa de polvos de arroz con la borla. Embadurnada de este modo, con los
párpados tiesos y las pestañas blancas, la pobrecita daba lástima; pero todas las
presentes declararon que estaba preciosa (ídem).
Termina, entonces, por ser Aurelia un estandarte al mal gusto de sus padres,
principalmente al de su madre. Las acciones de estos, además, la convierten en centro de
burlas, pues por encima de su embadurnada apariencia, carece de compañero de baile…
Ricardo Vargas no pudo presentarse. Las esperanzas de doña Catalina de hacer negocios
con el abogado se desvanecen y terminan por caerse cuando es Pedro Cervantes, el
“concho”, quien aprovecha el infortunio de la señora para bailar con el objeto de su afecto:
Aurelia.
Ante esta situación a doña Catalina no le queda más que ser, de nuevo,
completamente hipócrita:
Digan lo que quieran, en aquellos tiempos se veían cosas muy buenas y la sociedad
no estaba tan corrompida como ahora. Porque da pena decirlo, pero ya no hay
respeto por nada ni por nadie, y en las primeras familias es donde se ven los
mayores escándalos. A las personas viejas nos tratan como trastos; ya verán
ustedes que en toda la noche no habrá quien nos lleve a tomar un vaso de agua.
Por eso me gusta más que mi hija baile con muchachos modestos y honrados como
Pedro Cervantes, para que no se vea expuesta a oír las cosas que acostumbran
decir a las señoritas todos esos perdidos que no saben más que jugar, beber y
engañar mujeres. Yo soy franca, prefiero que mi hija se quede para vestir imágenes,
antes que verla casada con algún vago de buena familia, de los que se pasan la vida
en el club y en el Gran Café. (p. 26).
Que doña Catalina diga estas palabras no es gratuito. Fernández Guardia sabe
manejar la ironía con total maestría. Ella, parece guardar la compostura en el mismo
momento en que acepta su derrota. Será suegra de ñor Pedro. Ciertamente la escena es
divertida, la resolución jocosa, así como la reacción de don Gregorio, mas no por ello se
pierde el matiz crítico de la escena, en la cual se juzga la facilidad con la que se engaña y
miente. Da lo mismo hacerlo desde un escritorio mientras dan las cuatro o en un salón de
baile mientras se observa de modo constante.
Así las cosas, mediante este análisis y argumentación textual, se puede afirmar que
Fernández Guardia en este muestra una actitud mucho más crítica ante los embates que
se suscitan, una actitud más preocupada por la familia, las relaciones de clase, los
problemas y convenciones sociales de la época, la cual vive de manera superflua y a costa
de cobrar favores y realizar trabajos mediocres. El romance, luego conocido, entre Pedro y
Aurelia pasa a un segundo plano, lo que demuestra que los pasajes de romances idílicos
presentes en Hojarasca no son de interés para el autor para abordar esta nueva
perspectiva de mundo.
Asimismo, la figura judicial (en otros textos de este periodo representada por un
“polecía”) o bien, la campesina, vista en doña Catalina, presente en textos de otros
autores, pero pertenecientes a la misma época de producción literaria, trabajadas en este
cuento distan en gran medida de la concepción tradicional, estereotipada e idealizada de
ambas. En este texto el “polo con plata” o acomodado, saca partido de cuanto puede. Ya
no es ingenuo, sino aprovechado. No teme caer en el ridículo mientras pueda lograr su
cometido. Miente, engaña, manipula y exige para salir airoso de una situación incómoda o
en la que se vea amenazado su estatus.