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Universidad de Costa Rica

Escuela de Filología Lingüística y Literatura


FL2009 Literatura costarricense I
Profesora Irene González
Estudiante Olga Amador Castro A50341
I Ciclo 2013

“El estreno” de Ricardo Fernández Guardia


Entre el ser y el parecer

La literatura, además de ser una creación artística constituye un espacio de


representación social, en el que el texto se convierte en el “pretexto” para representar,
precisamente, las prácticas sociales tanto reales como esperables de una sociedad
determinada, con el fin de ser portador de tradiciones histórico-sociales que le permitirán
entender a generaciones futuras parte de su configuración y visión de mundo. Así pues, la
literatura costarricense de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, no solo pretende
entretener a un público recién independizado, sino consciente o inconscientemente, forjar
el ser y quehacer costarricense, definir una identidad social, una identidad nacional, por lo
tanto conjunta que permitiera cohesionar a un grupo que se debatía entre las tendencias
patriarcales y las innovaciones capitalistas y liberales de la época.

Ricardo Fernández Guardia es uno de los escritores de este periodo. Este autor,
protagonista junto con Carlos Gagini de la polémica nacionalista en literatura suscitada en
1894 en relación con el género costumbrista de las obras Hojarasca y Chamarasca,
respectivamente, escribirá, entonces, crónicas; novelas y cuentos en los que se refleje –
desde su concepción- la idiosincrasia del costarricense y se consolide la naciente identidad
nacional. En Cuentos ticos, publicado en 1901, Fernández Guardia hace hincapié sobre la
relevancia de escribir acerca de temas nacionales, pero sobre todo, temas cotidianos del
pueblo costarricense, lo cual significa un giro en la perspectiva conceptual, literaria e
incluso política del autor, respecto a la argumentada en Hojarasca... Accedió a escribir
sobre una “india de Pacaca”.

Uno de los cuentos presentados en Cuentos ticos es “El estreno”, en el que se


relata la historia de una familia conformada por Gregorio López; doña Catalina; Aurelia,
hija de ambos, y su relación con Cirilo Vargas; Ricardo Vargas, hijo de este y Pedro
Cervantes, principalmente. El argumento de la historia se basa, grosso modo, en el
“estreno” en sociedad de Aurelia, muchacha de 17 años sumisa y de carácter dulce (cfr.
Fernández Guardia, p. 27), que se realizaría “en el próximo baile oficial que daba el
gobierno con motivo del aniversario de la Independencia” (p. 9), así como los sucesos en
torno al baile.

No obstante, el personaje principal de esta historia no es Aurelia, sino su padre: el


juez Gregorio López. Con este personaje, Fernández Guardia abre el cuento, incluso el
libro, de la manera que sigue:

Al dar el reloj las cuatro, Don Gregorio López, juez segundo civil de la provincia de
San José, cerró de golpe el expediente que tenía en estudio, y haciendo retroceder
el sillón de vaqueta en que a diario descansaba su flaca humanidad durante las
horas reglamentarias, se desperezó con fuerza estirando los brazos en cruz y
apretando los puños, a la vez que su boca se abría tamaña en un largo bostezo que
le humedeció los ojos. Había llegado la hora de marcharse, hora bendita para
escolares y oficinistas. (p.1).

Como se lee, mediante esta introducción, el autor presenta a un empleado público


de un estatus social acomodado, sino elevado - es juez de la provincia de San José -, con el
que presenta lo que podría considerarse una sátira de los figurines del gobierno. Así pues,
continúa diciendo:

Don Gregorio se puso de pie y acabó de estirarse empinándose, como para


despertar los músculos de las piernas, adormecidos por tan prolongada
inmovilidad. Luego dio tres pasos hacia la pared donde colgaba de una percha su
sombrero de majestuosa forma judicial y se lo encasquetó hacia las orejas, según
costumbre añeja, porque el juez pertenecía a la generación, ya casi extinguida de
los que llevan sombrero echado atrás y a medio abotonar el chaleco. (ídem).

Desde la primera página, Fernández Guardia, evidencia una dicotomía, la cual se


verá a lo largo del cuento, entre el ser y el parecer: don Gregorio, vestido con sombrero de
majestuosa forma judicial y chaleco a medio abotonar sale de su oficina como un
defensor de las leyes, un empleado público que cumple puntualmente con su labor, aun
cuando de la puerta para adentro se le entuman las piernas por tanta inactividad. En otras
palabras, es un corrupto que mes a mes cobra un salario gracias a que posee la habilidad
de esperar a que sean las cuatro detrás de un escritorio. Al respecto, el autor remata la
escena con lo siguiente:

En el corredor tropezó con Juan Blás, el portero, que se desesperaba al ver que casi
todos sus colegas habían cobrado ya su libertad; pero don Gregorio López era un
cronómetro ginebrino, un hombre de conciencia escrupulosa que no trasigia con
escamoteos de tiempo ni de trabajo. (p.3).
Estas características que aparenta poseer, le permiten relacionarse con Cirilo
Vargas, magistrado de la Sala de Casación. Con la incorporación de este personaje,
Fernández Guardia no solo dará paso al pretexto de la historia, sino que aprovecha la
escena para presentar el espacio nacional: San José. De este modo, menciona desde el
Palacio de Justicia, el Mercado Central, el Parque Central, la Plaza de la Soledad, el Palacio
Episcopal y más adelante, la Avenida de las Damas, elemento casi ausente de su obra
anterior, Hojarasca y que, como antes se mencionó, fue detonante de la polémica
nacionalista.

El siguiente acontecimiento que describe el autor sucede en la casa de don


Gregorio. Nuevamente, una escena en teoría inocente (pregunta a una de las empleadas
por su esposa) demuestra aspectos de la personalidad del juez un tanto reprochables para
el discurso patriarcal y una contradicción para el discurso liberal y de blanqueamiento que
se venían manejando en la literatura costarricense de sus contemporáneos:

Parecía natural que una vez enterado de lo que deseaba saber, don Gregorio se
retirase de la cocina; sin embargo, es de suponer que él no pensaba así cuando
permanecía plantado en el sitio mirando con manifiesta complacencia los fornidos
encantos de la moza. Porque como guapa era guapa Ramona. Los ojos grandes y
fogosos no carecían de malicia; el cabello tan abundante y de un negro azulado,
formaban dos hermosas trenzas; la boca era bonita, los dientes blancos, y la piel
morena muy tersa y luciente, denotaba la sangre indígena de los antepasados. El
juez admiraba el pecho firme y los brazos robustos que salían desnudos del escote
del traje popular. (p. 5).

Con lo anterior, el autor incluye en su cuento una figura indígena. Es una de las
“criadas” de la casa, y a quien describe como agraciada, atractiva, capaz de despertar las
pasiones de una persona como don Gregorio, un hombre casado con doña Catalina y
padre de Aurelia, motivos a los que debe su fidelidad (más por miedo que por gusto). Del
mismo modo, con este fragmento, podría considerarse que se reivindica la imagen del
indio, pues Ramona no es salvaje, de instintos animales ni costumbres antropófagas, sino
“una robusta moza de Curridabat”.

Los hechos descritos anteriormente no son los únicos relatos en los que se desata
la tensión entre el ser y el parecer, incluso entre el liberalismo-patriarcal, por el contrario,
Gregorio es del todo un ser ambiguo que se debate entre lo real y lo esperable: ¿cómo
actúa y cómo se presenta?, ¿qué esconde y qué confiesa?, ¿qué pregunta y qué calla?
Prueba de ello, se encuentra escrito en el texto de manera sentenciosa, jocosa y puntual
por Fernández Guardia de la manera que sigue:
(...) don Gregorio López, un hombre chapado a la antigua (...) era un católico
ferviente aunque vergonzante. Durante mucho tiempo no se cuidó de disimular sus
creencias ni prácticas; pero desde que comenzaron a soplar vientecillos liberales
en el gobierno y vio con estupefacción que salían a destierro el señor obispo y los
padres jesuitas, juzgó llegado el momento de relegar su fe en las honduras del
corazón (...). En apariencia y para no nadar contracorriente, aplaudía las grandes
reformas legislativas de los hombres nuevos; pero a solas no cesaba de lamentarse
de la corrupción de las costumbres y de los progresos que hacían el liberalismo (...).
Preguntábase lleno de zozobra adónde irían a parar la sociedad y el país cuando
no existiera el freno tan necesario de la religión, sobre todo si continuaban
avanzando las ideas, aunque esto no lo consideraba posible, porque de seguro la
Providencia acabaría por enojarse y poner las cosas en su punto. (...) Y así
admiraba tanto en secreto a los paladines de La Unión Católica, que no se mordían
la lengua para decir cuatro verdades como templos liberalotes presumidos y hasta
los mismos masones (...) Don Gregorio era la prudencia personificada y en su larga
vida de empleado público había aprendido que combatir al gobierno es lo mismo
que tirar coces al aguijón, razón por la cual no le confiaba sus íntimos
pensamientos a nadie. (pp. 8-9).

A todo ello, se acota su gusto por el “guaro de contrabando” y la lectura camuflada


del periódico la Unión Católica, publicación realizada por el partido de la oposición arriba
mencionado y que llevaba este mismo nombre. Su esposa, doña Catalina, tampoco
escapa a esta ambivalencia. Ella es una persona que vive de apariencias, y se vanagloria de
ellas; una mujer banal que se preocupa por “el qué dirán” y que se muestra urgida por
ascender en la escala social, aunque antes de casarse con Gregorio, no fuera más que hija
de un maestro carpintero de La Puebla, un pueblo rural de Costa Rica.

En ella, podría afirmarse, se personifica el liberalismo económico. Busca la


movilidad social y ve en el matrimonio una herramienta para lograrlo, una transacción en
la que sin temor alguno entregaría a su hija al mejor postor sin necesidad de pagaré, de
manera que el valor de la familia exaltado en el patriarcado se pierde poco a poco. Así las
cosas, “Uno de los medios que creyó más acertados para lograr su objetivo fue poner a la
niña en el colegio de Nuestra Señora de Sión, para que al par de conocimientos brillantes y
de modales distinguidos, fuese adquiriendo provechosas amistadas para el futuro” (p. 13).

Como se observa, es una mujer muy práctica y menos escrupulosa que su marido,
por lo que ve en su hija Aurelia un objeto en venta al que espera subastar en el baile de
independencia o rito de iniciación, como quiera interpretarse, al hijo de Cirilo Vargas:
Ricardo Vargas, un abogado de veintiséis años, inteligente, erudito, de buena figura y
modales elegantes y afables. “Por su nacimiento pertenecía a las primeras familias del país;
por su inteligencia y erudición a la aristocracia de talento” (p. 14). Era, en otras palabras,
la encarnación del progreso que tanto ansiaba doña Catalina.

En oposición a Ricardo estaba Pedro Cervantes, un joven pasante de abogado en el


Palacio de Justicia muy simpático y que conocía a Aurelia debido a las veces que la había
visto en el parque. Doña Catalina, sin importar siquiera los sentimientos de su hija, juzga a
Pedro como si fuese de una especie inferior. Don Gregorio en su defensa afirmaba que el
muchacho “no tenía la culpa de ser un hijo de un campesino y que además no había en
esto ninguna mengua, al contrario, así era mayor su mérito, porque todo se lo debía a su
propio esfuerzo” (p. 17), es producto de una de las reformas liberales: la educación. Pese a
sus argumentos, para doña Catalina Pedro no dejaba de ser un concho, a quien solo se le
podía llamar ñor Pedro.

Estas aseveraciones tienen dos implicaciones, ambas ligadas en una sola


concepción: las clases sociales. De esta forma, la primera; Fernández Guardia presenta, en
voz de doña Catalina, la conciencia y distinción de clases sociales presentes en la sociedad
costarricense, por tanto y como segunda implicación, la eliminación del discurso
igualitario arraigado en el consciente y subconsciente del costarricense mediante el
discurso patriarcal: la igualdad, el ser “hermaniticos”. Para hacerlo, el autor se vale de
recursos lingüísticos mediante los cuales señala las diferencias: el primero de ellos, un
sustantivo, “concho”, en lugar de “campesino” y en oposición al de “leva” u “hombre de
ciudad” que sería Ricardo; el segundo, un vocativo, “ñor” que se contrapone al “señores”
de las clases altas. Así entonces, de lo anterior se desprende que Pedro representaría un
estancamiento o retroceso para la familia López.

Así pues, para doña Catalina, no hay mejor opción que Ricardo, de ahí que por
mediación de las dos cabezas de hogar mencionadas en el cuento, Gregorio y Cirilo,
espera que sea este muchacho quien baile la primera pieza con Aurelia el día que se
“estrene” en sociedad. Para lograr este cometido, doña Catalina apela a una deuda moral
que tiene el magistrado con el juez, artimaña que busca mover en el otro, acciones y
sentimientos glorificados en el discurso patriarcal: lealtad, moralidad, honradez, entre
otros, cualidades de las que ella carece, pero aprovecha en el otro.

Cirilo reacciona de forma esperable, es un hombre de palabra, de manera que


acepta la petición en nombre de su hijo. Debido a ello, la algarabía en la casa de los López
se magnifica, circunstancia que de nuevo cosifica a Aurelia y recalca la banalidad de doña
Catalina:
La señora se multiplicaba, daba órdenes a la criada, consejos a Aurelia, traía ella
misma lo que hacía falta o reclamaba una vecina complaciente y habilidosa que se
había hecho cargo de peinar a la niña. Tendido sobre la cama, vaporoso y fresco,
estaba el traje objeto de tantos afanes y preocupaciones. (p. 20).

No obstante, pese a todos estos cuidados

Un tembleque de mal gusto acabó por afear una cabecita que no carecía de fineza
ni de gracia. (…) En la cara se aplicó ella misma crema de pepinos y luego una
buena capa de polvos de arroz con la borla. Embadurnada de este modo, con los
párpados tiesos y las pestañas blancas, la pobrecita daba lástima; pero todas las
presentes declararon que estaba preciosa (ídem).

Su padre no fue capaz de contradecir a doña Catalina, de modo que aunque le


pareció que se veía “demasiado blanca y poco vestida, hizo como que se extasiaba”.
Asimismo, con las joyas que le colgó la tía Paula “la pobre niña acabó de parecerse a una
muñeca emperejilada por manos infantiles” (p. 21). Esta descripción no puede representar
más nada que una burla, una sátira hecha por Fernández Guardia para reprochar los
excesos, vicios e hipocresías de la sociedad. Burlarse incluso de los “nuevos ricos”, de los
“polos con plata”. Vuelve a referirse, entonces, al ser y el parecer. No basta con querer
pertenecer a un grupo, hace falta contar con las virtudes necesarias, la inteligencia,
prudencia y gracia para que, sin necesidad de artificios, se logren los cometidos. Ser, no
aparentar.

Termina, entonces, por ser Aurelia un estandarte al mal gusto de sus padres,
principalmente al de su madre. Las acciones de estos, además, la convierten en centro de
burlas, pues por encima de su embadurnada apariencia, carece de compañero de baile…
Ricardo Vargas no pudo presentarse. Las esperanzas de doña Catalina de hacer negocios
con el abogado se desvanecen y terminan por caerse cuando es Pedro Cervantes, el
“concho”, quien aprovecha el infortunio de la señora para bailar con el objeto de su afecto:
Aurelia.

Ante esta situación a doña Catalina no le queda más que ser, de nuevo,
completamente hipócrita:

Digan lo que quieran, en aquellos tiempos se veían cosas muy buenas y la sociedad
no estaba tan corrompida como ahora. Porque da pena decirlo, pero ya no hay
respeto por nada ni por nadie, y en las primeras familias es donde se ven los
mayores escándalos. A las personas viejas nos tratan como trastos; ya verán
ustedes que en toda la noche no habrá quien nos lleve a tomar un vaso de agua.
Por eso me gusta más que mi hija baile con muchachos modestos y honrados como
Pedro Cervantes, para que no se vea expuesta a oír las cosas que acostumbran
decir a las señoritas todos esos perdidos que no saben más que jugar, beber y
engañar mujeres. Yo soy franca, prefiero que mi hija se quede para vestir imágenes,
antes que verla casada con algún vago de buena familia, de los que se pasan la vida
en el club y en el Gran Café. (p. 26).

Que doña Catalina diga estas palabras no es gratuito. Fernández Guardia sabe
manejar la ironía con total maestría. Ella, parece guardar la compostura en el mismo
momento en que acepta su derrota. Será suegra de ñor Pedro. Ciertamente la escena es
divertida, la resolución jocosa, así como la reacción de don Gregorio, mas no por ello se
pierde el matiz crítico de la escena, en la cual se juzga la facilidad con la que se engaña y
miente. Da lo mismo hacerlo desde un escritorio mientras dan las cuatro o en un salón de
baile mientras se observa de modo constante.

Así las cosas, mediante este análisis y argumentación textual, se puede afirmar que
Fernández Guardia en este muestra una actitud mucho más crítica ante los embates que
se suscitan, una actitud más preocupada por la familia, las relaciones de clase, los
problemas y convenciones sociales de la época, la cual vive de manera superflua y a costa
de cobrar favores y realizar trabajos mediocres. El romance, luego conocido, entre Pedro y
Aurelia pasa a un segundo plano, lo que demuestra que los pasajes de romances idílicos
presentes en Hojarasca no son de interés para el autor para abordar esta nueva
perspectiva de mundo.

Asimismo, la figura judicial (en otros textos de este periodo representada por un
“polecía”) o bien, la campesina, vista en doña Catalina, presente en textos de otros
autores, pero pertenecientes a la misma época de producción literaria, trabajadas en este
cuento distan en gran medida de la concepción tradicional, estereotipada e idealizada de
ambas. En este texto el “polo con plata” o acomodado, saca partido de cuanto puede. Ya
no es ingenuo, sino aprovechado. No teme caer en el ridículo mientras pueda lograr su
cometido. Miente, engaña, manipula y exige para salir airoso de una situación incómoda o
en la que se vea amenazado su estatus.

No obstante, fuera de cualquier particularidad, Fernández Guardia se centra en la


totalidad del contexto, de ahí que incluya diversos personajes que comparten el mismo
mal, en este cuento, al menos: el ser y parecer. Las costumbres, creencias, ideales, juicios,
inclinaciones políticas se ven influenciadas por la conveniencia económica, principalmente,
de ahí que adquiera mayor valor lo monetario que lo moral, el parecer por encima del ser.

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