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Aventura

—Esta lluvia —ha dicho doña Andrea— es como un chi-


quillo en la edad del pavo: torpe, porfiada, insoportable.
Y ahí fuera la lluvia sigue cayendo con la monotonía ener-
vante con que molestan los niños en la edad del pavo.
A través del par de ángeles simétricos que forman la corti-
na calada, unos goterones gruesos salpican los vidrios de la vieja
ventana. De cuando en cuando pasa una especie de sombra fugaz,
corriendo calle arriba o calle abajo y dejando su estela de chapaleos,
exclamaciones, las risas que a alguna gente le provoca un chubasco.
¿Por qué será que el agua tiende a alegrar a los jóvenes?
Un rostro mojado, de aspecto festivo, se asoma y mira sin
rubor a la señora Andrea. Ella frunce el entrecejo con severidad.
Los labios del intruso se entreabren y entre ellos emerge la lengua,
rosada, descortés, gozosa. Antes de que ella reaccione, el rostro se
ha ido y solo se escuchan unas carcajadas, los pies que se alejan clo-
queando en la húmeda acera.
Doña Andrea refunfuña su ira:
—Son tan impertinentes los jóvenes de hoy. No les basta
con el alboroto que forman afuera.
Desde su rincón, muy junto al brasero, Pilo, el gato, al oír
la voz abre un par de ojos verdes, cargados de sueño y desprecio.
Los cierra en seguida, también sin apuro.
Vuelve a sentirse la paz en el aire.
Doña Andrea mueve otra vez los palillos. Sus dedos ner-
viosos dirigen las hebras de lana. Revés, derecho, revés, de... El
ovillo baila entre sus pies pequeños, que tal vez recuerden floridos
piropos de antaño.
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—Andreíta...
Don Manuel, su esposo, tiene la voz casi aguda, leve, como
una de las llamas a medio agotarse que guarda el brasero. La dama
no le oye. Es un poco tarda de oído.
—Andreíta, hija.
La ve levantar la cabeza:
—¿Sí?
—¿Te fijas que ha escampado un poco? Ahora podría salir.
—¿A qué, a la botica?
—No estoy muy tranquilo sin ese remedio.
Los dos miran a un tiempo el grisáceo paraguas, tan apor-
tillado que apenas si sirve.
—No creo que me pille.
Doña Andrea mira la ventana. El vidrio conserva unas
pocas gotas. El sol del invierno parece sonreír, en la calle. Se vuelve
al esposo y le advierte que se abrigue bien, que no olvide ponerse
bufanda, que evite las corrientes de aire que hay en las esquinas.
—Sí, sí —murmura él, y se para.
Va hasta el paragüero, se pone su abrigo, el ajado sombrero
liberal, las galochas, y por cierto la gruesa bufanda que tejió doña
Andrea para él. En un gesto simbólico, se cuelga el paraguas de un
brazo.
—Voy —dice.
—Cuídate.
Abre la puerta. No llueve, en verdad, y el sol se refleja en los
charcos. Pero el cielo todavía frunce el ceño de unas nubes negras.
Sin querer, don Alcides recuerda la expresión de su esposa cuando un
brazo se quiebra o el Pilo se moja en la alfombra. Igual que en esos
momentos, un algo interior le advierte que habrá chaparrón.
Sus pasos breves pegados al suelo adquieren una prisa in-
quieta. La vereda es irregular. Hay baldosas sueltas. Recuerda uno
de los muchos consejos que da doña Andrea: «Hay que mirar bien
por dónde se pisa». Con viejos arrestos de cuando era joven, don
Alcides protesta por dentro contra el municipio. Otro gallo canta-
ría si estas cosas estuvieran en manos de gente capaz.
Pero hay que apurarse. El cielo amenaza. Jadea el anciano.
Qué lejos está la botica, de pronto.
¿Haría mal en venir?
Su figura perniabierta sortea a duras penas los charcos,
arremete contra el viento y el miedo. El buen caballero se siente
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«como antes». Esa mágica cosa que es ser o sentirse como antes
(aunque cada vez dure menos). Su mentón, firme en la primera
cuadra, vacila ya en la segunda, y empieza a parecer vencido al co-
menzar la tercera. Una respiración asmática se escapa entrecorta-
damente entre sus labios un poco violáceos.
De pronto, tiene la sensación de que unas ínfimas gotas
humedecen su piel. Mira hacia arriba: no, no es del alero de donde
provienen. Y aumentan. Las nubes lo miran con esa expresión
amenazante que en ciertos momentos endurece las facciones de
doña Andrea. Parecen decirle: «No debió salir, don Alcides».
Le falta una cuadra.
Sus ojos inquietos vuelven a explorar ese cielo-Andrea que
va echando sobre él la advertencia de sus gotas. Las gotas engrue-
san. Quizá deba abrir el paraguas, por poco que sirva. Su esposa
diría que lo hiciera. Diría: «Algo es algo», o quizá: «Peor es
nada». Lo intenta y una ráfaga se lo vuelve al revés. Sujeta la tela
con mano insegura y, mientras lo hace, pierde de vista las traidoras
baldosas. Tropieza.
«¿Viste?», lo reprende la voz imaginaria de doña Andrea.
«Hay que mirar bien por dónde se pisa».
Una cuadra aún. Una cuadra que anuncia derrota. No sabe
si regresar en el acto a su casa. Quiere persuadirse de que el reme-
dio aquel no es tan indispensable. ¿Y ella qué dirá cuando lo reci-
ba? Acuciada por sus nervios, la voz fantasma estalla en protestas:
«¿Por qué saliste?». «¿Por qué no saliste antes?». «¿Por qué te
volviste, cuando casi habías llegado?». «¿Por qué no esperaste en
el almacén hasta que escampara?». «¿Por qué no...?».
Don Alcides se detiene junto al vano de una puerta. Po-
dría refugiarse ahí y aguardar a que el chaparrón menguara.
(«¿Cómo se te pudo ocurrir semejante disparate?»).
Palpa su abrigo, mojado. Se toca el sombrero: también.
Una respiración áspera le lima la garganta. ¿Qué hacer? Don Alci-
des se da media vuelta. A corta distancia, el almacén, acogedor, lo
invita a buscar su reparo. Tal vez doña Andrea le dijera que eso
convenía hacer. Además, el viento renueva su fuerza, amaga con
volarle el sombrero. Y llueve más fuerte. ¿Será temporal?
La figura enteca de don Alcides traspone el umbral del al-
macén de don Gino. Saluda. Le da la impresión de que nadie lo ha
visto. Dos mujeres compran ingredientes para sopaipillas. Conver-
san. Sus tonos de voz se empapan de esa rara alegría de la lluvia.
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—Los niños gozan comiéndolas.
—A mal tiempo, buena cara.
Lo miran. Él hace que sí.
—¿Usté les pone chancaca o arrope?
Don Gino pesa, empaqueta, cobra. Ellas convienen en salir
juntas («para repartirse el agua». «Es más barato entre dos»). Don
Alcides les estorba a la pasada. Se apega a un canasto de porotos
(«Perdón»). Pasan pegadas a él, y él recibe un codazo, vuelve a
pedir perdón. No le oyen. Quizá no lo han visto. Se han puesto a
abrir sus paraguas. Salen.
El dueño del almacén lo saluda:
—Don Alcides, ¿cómo es que salió con este chubasco?
—Tuve que ir a la botica.
—¿Se le ofrece algo?
No se atreve a contestar que solo vino a buscar amparo.
—Chancaca —pide.
Se arrepiente, pero es tarde: ya lo dijo. Hace quizá cuántos
años que en su casa no se comen sopaipillas. Son veneno para el hí-
gado, según doña Andrea.
—¿Un cuarto?
Asiente.
—Treinta pesos —dice don Gino.
—¿Treinta?
El almacenero confirma. Don Alcides saca unos billetes
ajados, los cuenta, paga. Piensa en cómo esconderá el paquete bajo
el abrigo para que no se le moje. Logra meterlo en uno de los bolsi-
llos y lo siente como un triunfo. La lluvia, afuera, parece caer a
chorros. Aprieta bien la bufanda contra su cuello humedecido. Al
llegar junto a la puerta oye la voz de don Gino:
—Su paraguas.
Se lo entrega. Él da las gracias.
—¿Y no lo abre?
—Estoy cerca.
Sale con su paso triste, tratando de evitar charcos. Debería
apresurarse, pero aún jadea. Un desánimo infinito parece calarle el
alma. Desde el bolsillo, el paquete de chancaca lo acecha como un
cargo de conciencia. Son treinta pesos tan perdidos como si los hu-
biera botado a la calle. Se imagina llegando, escuchando las pala-
bras sentenciosas de doña Andrea. Y quizá, de pronto, una cara de
extrañeza y la pregunta:
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—¿Qué traes en el abrigo?
Llueve menos. Esto lo alegra. Enseguida le da rabia su alegría.
—¡Por Dios! —exclama al pisar una baldosa floja.
Su pie se hunde en un gran charco, empapando el calcetín.
Ahora logra apurarse a pesar de su jadeo. Llega a su casa. Busca la
llave en el bolsillo trasero del pantalón. Se resiste, como siempre.
Nunca ha querido salir a la primera. Abre la mampara, provocan-
do el mismo crujido de siempre. Tiene pocos años menos que él.
—Andreíta.
Se para ante el paragüero, se quita el abrigo, el sombrero;
los cuelga. Deja el paraguas inútil. Se refriega las manos para se-
carlas un poco. Le viene un escalofrío.
—Andreíta.
Vacilante, empuja la puerta vidriada que da a la pequeña
sala donde su esposa aún teje una de sus perpetuas chombas. Los an-
gelillos bordados se estremecen como si los afectara el aire colado.
En sus caras picadas de viruela, don Alcides se imagina un gesto de
desagrado. Doña Andrea levanta la cabeza. No lo ha sentido entrar.
—¡Alcides!
—No alcancé a llegar a la botica. La lluvia...
—¿Llovía muy...? ¡Alcides, te empapaste!
Él siente una vaga culpa:
—Un poco —quiere atenuar.
Ella se para, lo toca.
—Te trasminaste. Sácate las galochas. Voy a entibiarte la
cama con la plancha, para que te acuestes.
—Sí...
—Siéntate al lado del brasero por mientras. Te daré un
café con leche.
La dama se mueve con esa eficacia que él le conoce. Don
Alcides experimenta una rara sensación de agrado. Esto es la paz,
piensa mientras se instala en la poltrona, a disfrutar de las brasas.
Poco a poco, un calor suave le va llegando hasta el cuerpo. Cierra
los ojos, por disfrutarlo. Se ha olvidado del paquete de chancaca,
culpable, ahí en su bolsillo.
Y no nota —o no le importa— que el Pilo lo observe des-
pectivamente con sus perezosos ojos verdes.

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