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Plegaria

Y otros cuentos

fedeangel
UN ATAÚD DE PRIMERA

La rampa es pronunciada, con cierto bache arenoso justo en medio del camino, por lo que

don Hipólito tiene que medirlo y maniobrar la silla de ruedas con harta precisión. No vaya a

ser que... Tras un alentador respiro y un breve temblor en las flojas piernas, prosigue su

delicada empresa. La vista fija y la barbilla adelantada. Empuña, estoico, la goma de la rueda

derecha logrando con ello vadear el pequeño accidente.

—Si tan sólo el municipio tuviera más consideración con este anciano y mandara

parchar ese agujero —oye detrás la apacible voz de Caro, que oportuna se acerca para

ayudarle.

—¡Naderías! Ya parece que Moisés, el gran patriarca, se detuvo ante el Mar Rojo por

un simple agujero que le salió al paso —replica el anciano, aclarándose la voz y simulando

un manotazo en el aire.

Cuando llega a suelo parejo, don Hipólito se busca el reloj digital de pulsera, que es

una de las pocas cosas modernas a las que ha accedido. «Toma, abuelo, te lo regalo», le oyó

decir a Pedrito aquel día de cumpleaños, de achaques y bochornos, donde nadie atinó a hacer

o decir nada de lo que él se complaciera... «Pura torpeza e incomprensión —pensaba—, en

este mar de gente que agolpa la casa hasta el mareo». Él, serio, tomó el reloj, y luego miró

emocionado al chico que corría con el balón debajo del brazo rumbo a la tarde luminosa. De

inmediato comprobó su utilidad, con aquellos números grandes y bien definidos, que se

mostraban dóciles para con sus cansinos ojos. «Algo es algo», diría la familia casi en secreto,

sin ocultar su menosprecio.

—¿Es buena hora, Caro? —pregunta alzando un poco la voz.

—Siempre es buena hora, Hipólito...

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Impulsándose ya con ambos brazos, cruza la acera poniente para tomar la calle

Mirador. A medias sabe que es el sitio indicado, nada más con percibir un poco del tono

rosáceo de las baldosas con las que está cimentada, y del repiqueteo de las ruedas sobre el

suelo. «Ni falta que hacen estos espejuelos», piensa, y midiendo va las sombras borrosas de

los portones de cada casa. Una a una las cuenta, adelantando la barbilla de continuo. Su

aspecto es el de un viejo topo que va olisqueando el ambiente cargado de vibraciones, el

cuerpo grueso y las extremidades frágiles, con grandes y mugrientas uñas crecidas.

—Es la sexta casa, Carolina.

Hace alto frente al manchón marrón que bien conoce. Se detiene un poco a contemplar

el antiguo portal que tantas veces ha visitado, y que a recientes fechas logra penosamente

distinguir. «Ni falta que hacen estos ojos», vuelve a carraspear para sí, y luego con ayuda del

bastón, asesta los consabidos cuatro golpes. Después, busca con apuros en los bolsillos de su

chaqueta.

—Caro. Caro, mujer, ¿son veinte pesos? —pregunta, extendiendo las monedas lo más

cerca que puede de su rostro, sin obtener respuesta—. Sí. Deben ser veinte.

En ese momento el portón se abre, y aparece el viejo Mateo, que avanza con paso

lento pero aún firme. Es algunos años menor que don Hipólito y su amigo de toda la vida.

Lleva puesto su eterno overol de mezclilla gastada y los brazos cenizos de aserrín; las manos

recias toman los manubrios de la silla de ruedas. Cuando franquean la entrada, se percibe el

aroma resinoso del pino y la trementina de los barnices. Es la carpintería municipal, hogar y

taller de una de las familias más respetadas en la comunidad.

—Arceo —dice don Hipólito, y extiende su huesuda y lampiña mano, posándola

sobre una de las que le ayudan a avanzar; ambas son muy similares—. Mateo Arceo tenías

que ser, bueno para nada.

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El aludido sonríe condescendiente, y toma como siempre las monedas.

—Y Arceo seguiré siendo después de muerto.

Como señal de bienvenida, el bíblico carpintero posa su otra mano sobre el hombro

elegante de don Hipólito, y ya dirige hacia el interior la silla de ruedas.

—¿Me llevas bien la cuenta, viejo de pacotilla? Lo estás haciendo como te pedí,

¿verdad? —se anima don Hipólito, y se quita el sombrero de fieltro. Don Mateo se carcajea

y revuelve la breve nevada que permanece eterna en la cabeza de su amigo.

—¿Quieres verlo? —se atreve juguetón—. Anda, está a tu medida.

Ambos se dirigen como dos solemnes marmotas hacia el fondo del taller, donde

aguarda una caja labrada de madera, con tapita de cristal y todo. Es un ataúd, aún sin barnizar.

—¿Crees que es apropiado, Carolina? —Don Hipólito la busca, sonriente, en una

atmósfera imaginaria apenas definida entre los grandes tablones apostados en los muros. Cree

mirarla allí detrás, delineada en las vetas de la madera joven.

—Seguro le gustaría también —responde don Mateo, y suspira evocando la miel de

unos ojos que igual se posaron en los suyos—. Sí, a ella le hubiera gustado...

—Aunque el suyo llevaba labrada la imagen de la Virgencita de San Juan de los Lagos.

—Así fue, Hipólito del demonio. Bien que te acuerdas.

Los dos ancianos intercambian algunas otras impresiones que la edad despierta a su

paso, como si los años acumularan su hastío en las enjutas gargantas, los resecos labios, las

titubeantes y gastadas dentaduras; para liberar con palabras fatuas la memoria, un poco

solamente, de este tedio que parece adormecer al mundo.

—Ya me voy, Mateo. El próximo lunes te traigo otros veinte fierros.

—No te vayas a morir antes, vejete —pronuncia alegremente el carpintero, y lo

despide con una palmadita.

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Don Hipólito, que ya no alcanzó a oír lo que su amigo le deseó, inicia el viaje de

regreso.

«¡Abuelo, abuelo, pásame la pelota...!».

Bajo la sombra del lánguido ahuehuete, justo a un lado de la iglesia evangelista que

cada domingo entona airados cantos y loas, don Hipólito despierta de un sueño en el que, con

las extremidades todavía fuertes, perseguía una pelota, creyendo oír la voz de Pedrito.

Luego cae en cuenta que los falsos anteojos de ciego se le han resbalado, y penden

peligrosamente de los rayos de la rueda derecha de su silla.

—Maldita sea —lanza su repetido y gangoso improperio. Se avergüenza, al ver de

reojo pasar a varias mujeres enlutadas que se detienen y lo miran dubitativas.

Una de las amables señoras parece adivinar el porqué de la tribulación del anciano, y

se adelanta a las otras para ayudarle a rescatar sus gafas. Sonríe con ternura.

—Tome, buen hombre.

Don Hipólito, hecho un mar rubicundo y sofocado, agradece la ayuda, se coloca las

micas negras y emprende la huida.

La tarde se agolpa en su incipiente calva y maldice de nuevo, pues no volverá a

funcionar la treta: «Además de paralítico, ciego, ¡maldita la cosa!», para ganar mayor lástima

y caridad de tan respetables señoras. Por lo menos no en aquel templo.

—¿Ves, Pedro de los demonios? ¿Por qué no me despertaste a tiempo?

—Lo siento, abuelo. No volverá a ocurrir...

Forzando las gastadas ruedas acomete la cuesta pedregosa hasta su casa. Tantea las

monedas y con rápido cálculo hace sus domingueras cuentas.

No fue un buen día.

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—Ahora tendré que esperar al otro lunes para juntar los pesos.

Ya entrada la noche, el anciano llega a su casa. Tras varios intentos da con la llave

correcta, y penetra en la humilde vivienda.

Dentro se respira un olor a añejo, mezcla de hacinamiento, mugre y medicamentos.

Don Hipólito extiende los dedos acariciando la oscuridad, buscando la cadenita del único

foco, para guiarse entre sus trebejos,

—Caro, mi amor, ya llegué —grita animoso a la penumbra, y a la repentina carrera

de las ratas que escapan hacia otros escondrijos cuando se hace un poco de luz artificial.

En las casas contiguas se escucha el ladrido de varios perros hambrientos, y en una

radio distante, Daniel Santos carraspea "La despedida": Quién pondrá una flor en su

sepultura, quién se condolerá de mi amargura. El rechinido de las ruedas que avanzan se

detiene junto al lecho.

—No pude juntar los veinte —habla con desdén, mientras trepa con dificultad a su

desvencijado colchón, entre un universo de pelusa y migajas—. Tendré que esperar otra

semana. Malhaya sea mi suerte.

El anciano se cubre las anquilosadas piernas con una cobija cuidada y limpia, la cual

acaricia como el mejor tesoro que guardara en su baúl (Baúl de los recuerdos), y cierra los

ojos atrayendo las suaves y pausadas palabras que cada noche oye antes de perderse entre

mejores quimeras. Así, vuelve a evocar a aquella mujer.

—No te preocupes, Hipólito. Aún tienes tiempo...

—Gracias, Caro de mi vida. Caro...

Afuera, una lluvia ligera acomete al mundo real, y sus gotas, cual agujas cristalinas

que repiquetean sobre las láminas metálicas, arrullan el sueño del aciano.

«Abuelo, abuelo. Pásame la pelota...».

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—Ya voy, chamaco. Ya voy...

Ya lleva tocando en el viejo portón de madera más de una hora, tercamente, sin que nadie

acuda a su llamado. Don Hipólito trae puestas sus mejores galas para este día tan especial,

caluroso, igual que los otros, sofocante. Pero no importa. De todos modos no se quitaría la

corbata y el sombrero de fieltro por nada del mundo, a pesar del sudor que baña su perfumada

nuca. Ante todo las buenas formas. Hasta en la muerte...

Insiste en empuñar su bastón, y quisiera tener más fuerzas para derribar los gruesos

tablones. Es un lunes esplendoroso como pocos que recuerda.

—¡Le dije que hoy le daba los últimos veinte pesos del ataúd! —dice con verdadero

furor—. Maldito viejo de mierda. Caro, ¡Caro!

El gentío transita más allá, sumido en su mutismo, casi sin percatarse de las manías

del elegante anciano. Los autos van llenando el ambiente de humareda y claxonazos, pues a

esta hora el centro del pueblo rebosa de actividad.

Quizá, entre tanto ajetreo que despliegan la ciudad y sus habitantes, hasta no pareciera

raro el que un anciano paralítico, montado en una silla de ruedas, esté dando de bastonazos

contra una tapia encalada de adobes.

—¡Señor, señor, ahora le ayudo! —dice el oficial de tránsito, que presto acude hasta

donde el enfurecido don Hipólito casi ha hecho un hoyo en el muro, confundiendo tal vez el

rostro sonriente del candidato Paniagua, el del partido tricolor, con el portal de su casa; o el

de alguna otra, que sin duda no podrá hallar solo, en medio de este mar de gente, y de esta

ceguera tan oprobiosa.

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DE NOCHE... TODOS LOS GATOS SON

Ya es de noche... Mala noche. Terca noche. Aquí me encuentro: sola como siempre, recostada

en mi lecho; fatigada y triste, desconsolada. No es posible que no regreses querida mía,

Akasha mía...

Parece como si la penumbra se la hubiera tragado de golpe.

No solía hacer sus rondines más allá de la azotea de la casa, y era sólo para estirar un

instante las patas y desentumir el lomo, y ni tarda ni perezosa volvía, para refugiarse entre

mis muslos con su perdurable ronroneo. ¿Qué le habrá pasado? Ni siquiera probó bocado. Y

con este frío debiera venir en busca del calor de nuestro lecho, de las mantas calientitas, la

ternura de mis dedos...

Ay, gatita mía, ¿dónde te habrás metido? Sabes que mañana regresaré al trabajo, y

aún no tengo listo el vestido, ni mis cosas, ni el almuerzo.

Qué más da, si lo único que me importa eres tú, pequeña mía.

Ya pasa de la medianoche y en el cuarto oscuro parece que percibo tu caminar, y un

maullido quedo como un latido que se detiene en mi corazón. Nada. ¿Estaré soñando? Sí, tal

vez. Encenderé otro cigarrillo y probaré a mantenerme despierta lo más que pueda, esperando

a que vuelvas... Descorreré las cortinas para que me veas, si es que andas en lo alto de las

casas de la otra acera, y vengas ya a calentar mis helados pies, aunque me los arañes

imaginando que son tus hermanitos. Akasha. Akasha...

Creo oír ladrar a los perros del vecindario.

No puedo ni imaginar lo que podría pasarte si cayeras de lo alto a alguno de los patios

de esos ruidosos canes. ¡Dios mío! Mejor me asomaré otro rato y volveré a llamarte desde

mi ventana.

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El frío es tan intenso que penetra sin piedad el pijama. Los pezones de mis pechos se

yerguen, y un dolor como navaja se instala en mi costado. No puedo proseguir. Debo cerrar

la ventana y aguardar un poco a que el malestar ceda. Mientras me masajeo la angina doliente,

por un instante me viene el recuerdo de él. Él... ¿Me extrañará? ¿Pensará en mí? Ay, Akasha

mía, ven a rescatarme de estos recuerdos que aún se agolpan en mi ser, despertando tanta

nostalgia. Ven a abrazarme con la tibieza de tu pelaje: negro como mis ojos, como mi

cabellera, que contrastan con el blanco de mi piel, de mis piernas que a él tanto le gustaban.

Ya pronto amanecerá y no has regresado.

He de apurarme, pues la necesidad me obliga a ir al trabajo, pero espero descolgarme

de prisa y ver si ya estás aquí, querida mía. Probablemente estás más cerca de lo que pienso.

Tal vez cuando vuelva de trabajar alguien me dirá: «Mira, tu pobre gatita se vino a quedar

conmigo. Aquí la tienes». Tal vez...

Te he buscado por toda la casa sin hallar rastro alguno de tu presencia. Aún tenía la esperanza

de que regresaras como si nada. Que comieras algo de tu traste favorito. Que bebieras y

tuvieras ganas de dormir, para así yo encontrarte, y con lágrimas en los ojos y un rubor de

felicidad, abrazarte y prodigarte tantos besos que seguro te enojarías con tal muestra de

afectos. Y me rasguñarías, como acostumbrabas. Pero no. No estás en casa. La comida está

intacta y el agua me devuelve, engañosa, mi rostro pensativo. Bebo con pequeñas lengüetadas

imaginando que soy tú. Me volveré loca si no vuelves.

Toda la mañana estuve rogando por ti. Pidiendo que retornaras, con tu paso elegante

y misterioso, a este nuestro hogar, y con serenidad te quedaras aquí esperándome. Fui

contando los minutos de vuelta del trabajo. Como arrebatada subí los escalones, abrí con

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presteza la puerta sintiendo el galope de mi corazón compungido. Llamé, casi grité tu nombre.

Pero nada.

Tengo en mente, no bien anochezca, salir a buscarte por las azoteas de los edificios

vecinos. Pudiera ser que caíste de una de las bardas o tejados, y así, herida, te refugiaste

debajo de algún tinaco o buhardilla. O, quizá en una de tantas huidas fuiste más allá de tu

zona de dominio y te perdiste... Oh, cielos. No puedo siquiera imaginar lo mal que la estarás

pasando así, tan sola, extrañándome también...

Subo a mi azotea y busco en los alrededores. Nada. Creo ver otros felinos que huyen

de mi presencia, pero ninguno está vestido de luto. En lo alto, la luna parece compadecerse

de mi desdicha, y me regala una esplendorosa luminiscencia con la que prosigo mi búsqueda.

Paso al siguiente techo, y luego otro y otro. Las calles se fueron quedando vacías de gente,

de voces y clamores. Luces artificiales mantienen el sentido y forma de las cosas reales, y ya

no sé si soy yo misma.

Ahora reina más bien una sensación profunda y hasta cierto punto placentera. Es la

noche toda.

Es extraño sentirme así: por un momento ida de mi propósito, asombrada, y sentir cómo

la azul nocturnidad traspasa mi piel con su tinte indeleble. Y es entonces cuando recuerdo las

imágenes de un cuadro de Remedios Varo que poseo: La despedida, se llama. Es como si allí

estuviéramos: yo, tú, él..., atrapados en una atmósfera inmutable al óleo; al encuentro de

nosotros; huyendo de nosotros.

Aguzo mis sentidos y trepo a lo alto de otro tejado, confrontando el frío que sobreviene

en oleadas; sujetándome con fuerza, a la caza de alguna señal que me diga por fin qué pudo

haberte ocurrido.

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Retorno a mi casa, esquivando cables, antenas y mil y un trebejos que la gente abandona

en los tejados. Ando lenta y taciturna echándote de menos. Un gemido brota de mí, tratando

de liberar este delirio que me tensa la voz, haciéndola inaudible. Tras repetir cientos, miles

de veces tu nombre, me he quedado muda y sólo atino a llorar mi desconsuelo. Ahora los

demás gatos me miran, silenciosos, como intentando captar toda esta carga indefinible que

arrastro. Paso entre ellos y por última vez te llamo. Akasha, ¡dónde estás, maldita sea!

No he podido concentrarme en mi trabajo y casi ni he querido comer ni hablar con nadie.

¿Para qué? ¿Acaso alguien vendrá a sacarme de mi ensimismamiento con algo mejor que

acariciarte, mordisquear tus orejitas o peinarte el negro pelambre? Muchos no podrán

entender jamás la interacción y química que puede haber entre dos seres como tú y yo.

Todavía recuerdo cómo viniste a mí... Eras tan pequeña y desvalida que no pude más, e

inmediatamente te nombré mía y me proclamé tuya. Por siempre las dos unidas.

Sí. El amor toma extraños vericuetos. Sendas por las cuales los sentimientos trepan y

se agazapan, se amodorran, como nocturnos felinos perfilados en las cornisas de los

corazones solitarios.

Y un buen día llega alguien que alevosamente te dice, en tu mismo idioma: «Te amo»,

y abre ventanales de par en par en la piel, dejando expuesta el alma ante el vendaval del

deseo... Todo nuestro ser se estremece. Y buscamos traspasar de toda forma esta frontera

sutil que es el cuerpo, para buscarnos y abrazarnos: dos almas desnudas, expuestas,

necesitadas, que se entrecruzan a la par de sus sueños. Y entonces surge el animal que todos

llevamos dentro. Esa criatura de hábitos nocturnos que traspone palabras, prejuicios, que

ronronea si halla cobijo en un beso, ternura en el sexo; que se torna feroz si acecha el olvido,

la incomprensión, los celos.

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Y de repente se va... Parte para no volver a ser ese alguien que fue para ti, que sólo

contigo era. Y de nuevo queda el alma sola, intentando recuperarse de esa locura pasajera,

de la tempestad que ya cede; quedando irremisiblemente unida a la melancolía sideral de la

luna.

Luna... ¿Ya viste, querida mía, lo hermosa que está Selene aquí desde la azotea?

¿Acaso podrás mirar, Akasha, lo mismo que yo en este claroscuro? ¿Qué remotas sensaciones

en mí ha despertado su blanca luz, que mi alma permanece en duermevela? Quiero casi hasta

proferir en un maullido doliente mi aflicción. ¡Oh, Akasha!

Hoy lo he vuelto a oír. Su voz dulce y arrepentida tras el teléfono, disculpándose por el

malentendido que hace días tuvimos. Me ha invitado a salir y yo lo he rechazado. «Lo siento,

en verdad te lo agradezco, pero mi gatita se me ha perdido», le dije, y fue todo. «Está bien,

lo entiendo», dijo un tanto desilusionado, y colgó. ¿Realmente me habrá comprendido? Y es

que sin ella, ni ganas tengo de verlo. Si por lo menos supiera que ya no regresará, y que

alguien mejor que yo la cuidará y la alimentará y jugará con ella... O, si está ya muerta, por

lo menos quisiera recuperar su cuerpecito, sepultarlo y despedirme como se debe.

Alguien me dijo que los gatos a veces emprenden largas caminatas inexplicables y

suelen extraviarse varios días, regresando luego, pasada su locura, a sus hogares, al encuentro

de sus angustiados amos. Hasta al gato más domesticado y mimado le pasa tarde o temprano.

Es algo así como el llamado de la selva que alerta y pone de manifiesto el lado salvaje e

instintivo de toda mascota, y las hace ir en busca de sus pares aunque esto conlleve riesgos.

Más en esta ciudad carente de tantos afectos, donde hasta un gato puede ser blanco de la

diversión más perversa de gente cruel y sin escrúpulos.

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Quisiera haberte enviado unos versos de guardia, o haberte acompañado, aunque

parezca ridículo, hasta donde precisabas ir: cuidándote, vigilándote. O comunicarme contigo

por medio de los sueños... No es posible que no percibas mi estado alterado, mi desdicha de

no saberte.

Cae la tarde nuevamente y ya me alisto para mi habitual paseo nocturno. He de ir de

casa en casa buscando indicios que muchas veces pasé por alto: huellas minúsculas, pelo

caído, algún olor en el murmullo del viento...

Corro ágil por la acera, amparándome entre las sombras, callejones y resquicios, al encuentro

de ti... Doy feroces saltos y escalo bardas, techos, balcones de por medio.

Las luces de la ciudad me muestran otro resplandor, y ocultas voces responden a mi

llamado. Aguzo el oído y siento multiplicarse el silencio en todo el mundo. El crepúsculo

que llega libera cientos de siluetas en desbandada: ágiles, elásticas, con ojos afilados y

despiertos, bebederos de luz y de misterio. Los pelos se erizan, las uñas se crispan; maullidos

en derredor crecen como un sólo destino. Es de noche, y entre todos ellos también yo soy.

Aparece renovada la luna tras la cortina grisácea y descompuesta de la realidad.

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PÁJARO EN EL ALAMBRE

Cuando Javier se dispone a introducir la llave en el tosco candado, comprueba molesto que

este se halla oxidado y trabado.

—Pásame el azadón, primo —me solicita apurado.

—¿Cuál, el del mango medio podrido? —digo, tratando de acomodarme bien el

sombrero para que la llovizna no moje mi cara.

Poco a poco, el crepúsculo va difundiendo su tinte sombrío en el mundo, y ya los

murciélagos recortan el aire a la caza de insectos. El barro de nuestras botas nos hace

trastabillar a la orilla de la acequia.

De un sólido golpe, Javier casi arruina el herrumbroso candado, consiguiendo así

liberar la canoa de su pesada cadena, y desliza ya los dos recios remos de oyamel que

ocuparemos para navegar de noche, con rumbo a la chinampa de su abuelo en la laguna del

Toro, a dar un paseo.

De un salto, ambos nos instalamos en la vieja estructura de tablones inflamados por

la humedad, empujando los remos contra el cieno del fondo del canal. Se percibe de

inmediato el olor de plantas putrefactas, y una nube de mosquitos se levanta a nuestro paso

cuando removemos las aguas oscuras como la obsidiana. Llueve, y el frío permea nuestro

rostro sudoroso y nuestro aliento, mientras, a los lados, en las casitas de madera que se hallan

en las orillas, varios perros nos ladran furiosos cuando pasamos, pues allí es precisamente

donde los lirios acuáticos más se aglomeran.

Espuman los remos cuando llegamos al canal de Cuemanco, para dar vuelta a la

izquierda y conseguir así librarnos de las molestas plantas. El nuevo afluente es bastante

amplio y luce lustroso y uniforme. Cada vez llueve menos, y el cielo descorre una veta color

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cobalto que da cierta claridad al ocaso. Sin embargo, el ambiente es denso, y el frío no

mengua. Seguimos remando.

—Mira, parece que la luna saldrá —señalo hacia el brumoso horizonte.

—Sí, ya era hora.

Con nuestras linternas de mano alumbramos las orillas del acalote, y las legendarias

chinampas que los antiguos mexicanos usaran como campos de cultivo, mientras la canoa se

desliza suave y silenciosa. De vez en cuando, alguna serpiente riza la superficie del canal,

meneando su cabecita dragonil, y se sumerge en la espesura. A lo lejos resuenan los

diabólicos graznidos de las pollas de agua, que levantan intempestivo vuelo rasante desde

algún matorral de juncos, asustándonos primero y divirtiéndonos después.

—Mira, ¿qué es eso que se mueve allá junto al árbol?

—No sé. Espera, usaré mi linterna.

A lo lejos, sobre el pasto de la apacible chinampa, una figura contrahecha detiene su

movimiento, y nos mira.

—Es un toro —apunta mi primo—. Seguro ha de haber más, pues los labradores

suelen dejarlos libres para que pasten. ¿Puedes ver sus ojos brillando?

—Sí. De verdad que dan miedo. Allá hay más, ¿los ves?

—Son vacas también.

El ruido de la ciudad hacía rato que se perdió, dando la sensación de que nos

adentrábamos en un terreno irreal, prístino. Lo único que otorga cordura a este momento es

un avión que cruza el espaciado cielo, y las luces de una torre de comunicaciones allá rumbo

al poniente.

Seguimos remando, plácidamente y con los sentidos alerta, pues de noche, en la zona

chinampera de Xochimilco, suceden cosas extrañas que la gente rememora y cuenta a la luz

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de un fogón, en sus casas, entre tazas humeantes de café... «Mi tío me platicaba de una mujer

espectral con túnica blanca, que rondaba los canales en una canoíta, y que era presagio de

muerte para los desprevenidos que osaban seguirla...». Todas esas historias hacían flaquear

mi voluntad cuando era niño, tal vez por eso la oscuridad solía atemorizarme. Sin embargo,

ahora que soy mayor, me siento atraído ante lo desconocido; aunque, lo digo con sinceridad,

no creo casi nada de lo que me cuentan.

—Ya no llueve —digo, rompiendo el silencio que por un momento nos envolvía.

—Sí. Mira, la luna ha salido por completo.

La blanca oblea difunde magnífica su luminiscencia, concediéndole al anochecer una

ultraterrena mirada. Y es entonces, como un designio fatal que veloz cobró forma ante

nuestros ojos expectantes, que una imagen fantasmal captura nuestra atención: allá, a la orilla

de una chinampa, atravesado de árbol a árbol, un alambre sujeta toscamente lo que parece

ser un pájaro. Más bien un manojo de plumas blancuzcas y ajadas por tanta lluvia que ha

caído estos últimos días. Dudamos en acercarnos y ver de qué se trata. Sin embargo, yo

empujo con el remo obligando a la canoa a proseguir despacio.

Ayudándonos de las linternas lo vemos por fin... Se trata de una lechuza muerta, creo

yo, con las alas abiertas y maniatadas por el alambre; no tiene ojos, y todo su cuerpo está

mojado y torcido, el pico abierto y las garras prestas como para el ataque. Así como está, el

pájaro parece un ridículo fetiche a la intemperie, sin motivo alguno. Hago intentos de alcanzar

el cuerpo tieso.

—Espera. Mejor vámonos y dejemos eso.

Javier parece atemorizado, y yo le lanzo una mirada con desdén, que expresa por sí

misma mi descalificación ante su sentir.

—Oye, ¿qué te sucede? ¿Tienes miedo?

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A lo lejos, un relámpago retumba en la bóveda nubosa, y la lluvia retorna ligera.

—Mira, hay cosas que no comprendo, pero prefiero dejarlas así como están —dice

Javier con una voz apenas audible—. Alguien debió haber puesto eso allí por alguna causa,

que ni tú ni yo entenderíamos.

—¿Estás tratando de decirme que ese pajarraco es algo así como brujería? ¡Vamos!

Extiendo mi brazo para coger al pájaro muerto. Toco la frágil osamenta. De pronto,

mi piel, que hasta entonces permanecía bien resguardada bajo el impermeable amarillo, se ve

penetrada hasta los huesos por un escalofrío húmedo y mortal, y mis brazos son atenazados

por una incomprensible rigidez.

La luna es eclipsada por el gris pincelazo del aguacero que se avecina. Un graznido

aterrador se oye encima de nosotros, cuando intento sacudirme el espasmo que sujeta mis

miembros... Javier grita algo que no alcanzo a comprender. Los estertores de otros

relámpagos alumbran intermitentemente al mundo.

Como en un torbellino, miro el paisaje clandestino y el manto de agua espesa, desde

una altura inusitada. Los ahuejotes mecen sus lánguidos ramajes ante la inclemencia del

tiempo. Una canoa se aleja presurosa, diminuta en medio de la agreste oscuridad, y el ronco

bramido de los toros se escucha en lontananza.

Llueve con gruesos goterones, y entre los apantles retorna el perdurable y monótono canto

de las ranas. La noche cobija a sus criaturas y la razón se guarece más allá, próxima a las

luces de la ciudad en vela. Los truenos fracturan el manto celeste, distantes, ajenos a todo

entendimiento; y la humedad torna pesados y dolorosos los movimientos de mis

extremidades. Una fría sensación cortante circunda mis alas y quebranta mis huesos... Las

tirantes garras arañan los segundos que se van, tragados en la negrura vasta de un Xochimilco

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legendario, con un pasado brujeril... El pico se crispa, y la garganta se atraganta de sinrazones.

Los agudos graznidos que profiero se pierden en medio de la tormenta que no cesa.

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UN ÚLTIMO PEDIDO: EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN

Como un homenaje a Jorge Luis Borges

Era la primera vez que entraba en la librería que inauguraron el año pasado, en el centro

mismo de la colonia donde vivía. Se trataba de un local más bien pequeño, pero adecuado

para la cantidad de volúmenes que se exhibían, varios de ellos importados de España o algún

país sudamericano, con pocos productos nacionales. Se llamaba El Pabellón de la Límpida

Soledad —inspirado nombre—, y dentro se respiraba un aire solemne, mezcla de empastados

nuevos, maderas e incienso. Había algunas estatuillas de arte chino, y varios Budas en marfil

y cerámica se distribuían entre los estantes. Un alto reloj circular dominaba el mostrador y

una suave música de cítaras armonizaba el ambiente.

Recuerdo que en la segunda visita, cuando me decidí a comprar un libro (Las Mil y

una Noches) en aquella tienda, venía caminando por el jardín de la plaza central, y al pasar

junto a la fuente de cantera, allí, sentado en el brocal, un extraño individuo con ojos rasgados

me miraba disimuladamente mientras ojeaba un diario. Yo pasé de largo como si nada, y lo

que me llamó la atención fue que bajo el brazo guardaba un tablero bicolor. El tipo miró a

ambos lados, y con paso firme y veloz se me emparejó. «En un acertijo cuyo tema es el

ajedrez, ¿cuál es la única palabra que está prohibida?», me dijo con voz escasa y retadora.

Yo lo miré desconcertado, y sin decirle nada, penetré en la librería.

Cuando salí de El Pabellón, ya la tarde ganaba terreno, y los vendedores recogían sus

puestecitos callejeros. El tipo con cara de oriental ya no estaba. Al llegar a casa analizaba lo

sucedido, y me dije: «El ajedrez. Por supuesto que la palabra ajedrez es la respuesta a esa

adivinanza».

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En una tercera visita a la librería, casi al mediodía de una mañana nublada, al pasar por el

jardín, una vez más estaba el tipo raro junto a la fuente, fumando un largo y gracioso cigarro.

Así como estaba, apoyado en el brocal, con las piernas extendidas y cruzadas, y lanzando

volutas de humo entre los breves arco iris de vapor que la fuente proyectaba, una repentina

ansiedad me hizo acercarme y decirle sin más: «Ya sé la respuesta». El chino —ahora sé que

era chino— me sonrió enigmáticamente: «Sí, ya sé que sabías —dijo—, aunque es posible

que nunca lo supieras. Hoy tomaste el mismo sendero que yo... Y ambos lo sabemos». Su

contestación me dejó estupefacto, y antes de que dijera otra cosa, abrochó su gabardina,

guareció las manos en los bolsillos y se marchó despacio, siempre fumando.

Aquel día, luego del fugaz encuentro con ese hombre, me refugié, abstraído, en la

librería. Miraba —más bien buscaba inconscientemente algo—, entre los estantes de madera

blanca. Un universo de libros extendía sus constelaciones de palabras ante mí. Ejemplares de

astronomía apostados junto a los de astrología; poesía y religiones; novelas varias y cuentos

de ciencia ficción... No sabía qué elegir, así que, decepcionado, me dispuse a regresar a casa.

De pronto, en un cartel color sepia pegado bajo el enorme reloj circular, alumbrado bajo la

luz de una lámpara de la misma forma, vi que se anunciaba la obra El jardín de senderos que

se bifurcan, de Jorge Luis Borges.

Con una agitación inusual y la alegría de quien ha encontrado la aguja en el pajar, le

pedí al señor que atendía la librería (un hombre alto y grave, de rasgos afilados, de ojos y

barba grises) me vendiera un ejemplar de dicho cuento. «Lo siento, no está disponible por el

momento». Su contestación estaba teñida de una indiferencia tal —ni siquiera me miró, y

enseguida me dio la espalda— que un calor nervioso subió por mi nuca y se difundió por mi

frente y mejillas, dificultando mi hablar. «Bueno, y ¿cuándo lo tendrá?», dije con voz

ahogada. El señor Albert —ahora sé que se llamaba Albert Stephen— hizo una mueca de

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fatiga, y mirando hacia el reloj del blanco muro me dijo: «Hoy no, por lo menos. Mañana tal

vez. Ayer fue pronto...». En vez de refutarle con una dosis de palabras iracundas por esa

contestación tan vaga, y que no correspondía al dependiente de una librería seria, salí

buscando el aire fresco de la calle para aligerar mi mente.

—Siempre habrá alguno por allí..., aunque no de momento aquí, joven. Borges solía

replantear el tiempo y lo convertía en una red creciente y vertiginosa; en una manía circular

que ha atrapado ya a su obra, y a nosotros con ella —fue la respuesta más amplia que recibí

del señor Albert, al insistirle sobre mi interés en El jardín, la cuarta visita que hice a su

librería. En su mirada había una intensidad tal, y un fervor que me obligaban a seguirlo,

palabra tras palabra.

»Nosotros, al igual que sus personajes, estamos divergiendo y convergiendo eternos,

por sendas que se trazan en el espacio y que se entrecruzan, se empalman y bifurcan,

abarcando todas las posibilidades.

Ante mi asombro, golpeando el mostrador con el impulso de su mano larga y huesuda,

el señor Albert sacó de una gaveta un libro viejo y carcomido. Sus frases retumbaron en mis

oídos.

—Los dos hemos llegado por distintas trayectorias hasta este momento; y nos hemos

visto.

»En otros presentes ni tú ni yo existimos.

»En alguno más, sólo tú existes.

»En otro, tú eres el dependiente de El Pabellón y yo el atribulado joven que busca

ansioso este revelador cuento.

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El anciano denotaba más y más cansancio a medida que lanzaba sus sentencias, y

entonces me pareció que la librería estaba saturada, hasta lo inimaginable, de un difuso mar

de gente y clamores. «Es el último pedido», me dijo por fin, y con manos temblorosas me

entregó el libro. Sobre la vetusta tapa leí: El jardín de senderos que se bifurcan, J. L. Borges.

En silencio tomé el ejemplar y salí presuroso hacia la radiante mañana. Antes de llegar

a la fuente del jardín, sabía de antemano que el chino con gabardina negra y cigarros largos

y graciosos me estaría esperando. Tal vez con otra pregunta enigmática.

Al mismo tiempo, apostado en una fuente de cantera rosada, entre arco iris fatuos y

volutas de hachís, vi a aquel chico aproximarse nervioso hacia mí. Sudaba a raudales, y en

sus manos llevaba un manuscrito viejo, deshojado. Miraba para todos lados, y en su frenético

andar casi lo atropellan. «¡El porvenir ya existe!», gritó desaforado en el instante en que me

vio.

Luego de entregarle el libro al chico, un dolor atenazante me recorrió el brazo

izquierdo, y en el pecho se encapsuló la angustia de no entender bien lo que sucedía. El reloj

de la pared se detuvo, y en vez de la música de cuerdas orientales, un agudo zumbido llenó

los espacios de El Pabellón de la Límpida Soledad. A esa hora la luz del día que entraba por

los ventanales parecía de artificio, y vi con horror que el libro de Borges, al tomarlo con

brusquedad el desquiciado joven, se fue deshojando en su alocada huida. Presto, salí a la calle

recogiendo una por una las páginas de El jardín, hasta que a lo lejos, junto a la fuente, por

fin los vi. Me vieron. Nos miramos. Los tres suspensos en un bucle temporal de filosa

angostura.

Sus rostros. Tu rostro. El mío. Dilatadas nuestras miradas a través de un océano de

espejos, de senderos que se entrecruzan como un accidente en el tiempo y el espacio. Uno

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solo es el nuestro. Los tres uno somos, en este invisible laberinto que se prolonga hasta el

infinito...

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DOS REFLEJOS

La madre toma una bolsa y unas cuantas monedas, y se dispone a enfrentar, como cada día,

la aglomeración del mercado. Mira, resignada, el techo de tiznadas vigas y cartón percudido

de su vivienda, como buscando el glorioso cielo.

—Apúrense con sus tareas —dice a sus hijos, mecánicamente, como cada vez que

sale a buscar qué comer. Los chiquillos se miran y esbozan una sonrisa cómplice—. No me

tardo, ¿eh?

—Sí, mamá. Ya lo sabemos —pronuncia, como una letanía bien memorizada, la niña,

que es la mayor de los cuatro. Dos de sus hermanos y ella están sentados a la mesa, mientras

el bebé hace sus intentos en la andadera.

—Cuando acabemos, ¿podemos salir a jugar al callejón un ratito? —pregunta

sonriente uno de los niños. Sus manitas tienen aferradas unas tijeras y el recorte a medias de

un reloj.

—Bueno, pero sólo un momento —responde la madre. Se detiene y duda. Se vuelve

—. Mejor no. Otro día será.

Sin decir más, sale a la calle, y toma dirección al congestionado centro para ver qué

logra comprar con tan poco dinero. Aspira fuerte llenando sus pulmones del aire seco de

marzo.

El trayecto es largo, y a esa hora el sol cae a plomo, otorgándole una claridad

excepcional a todas las cosas. El pueblo es viejo, aunque algunos sectores ya comienzan a

dar paso a la modernidad pujante. Los grandes caserones poco a poco van adquiriendo olor

a antiguo, y la pintura de las fachadas se descascara a la intemperie. La mayor parte de las

viviendas tienen fundamentos de ladrillos de adobe con nuevos recubrimientos, y algunas ya

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ostentan techos remozados de láminas de cartón y vigas, o de cemento. Todo eso contempla

la mujer antes de llegar al mercado.

—Ay, Dios mío. Creo que con esto nos alcanza —dice mirando las doce monedas

bien alineadas en la palma de su mano.

Cuando Rosa se quitó el anillo matrimonial y lo puso en la charolita del altar, sabía muy bien

que nunca más podría volver a portarlo. No. Nunca más ese diminuto aro de oro deslustrado

circundaría su dedo, ni daría seña a los demás que ella era una mujer casada. O, mejor dicho,

lo fue...

Desde que su esposo murió en el trágico accidente ferroviario, en Veracruz, Rosa se

había resignado a portar su anillo de mujer casada, pero viuda, con todas las de la ley.

Aunque era una mujer joven y bella, sin duda, se había propuesto no conocer hombre

alguno, y guardar el luto respectivo. Qué fueran a decir sus parientes políticos: todo ese

barullo de gente criticona y mordaz que nada más iba a visitarla con ínfulas de dudoso afecto,

quizá más apremiados por saber de los terrenos y bienes que Genaro dejó intestados.

Antes del accidente, Rosa y Genaro eran la pareja perfecta, a ojos de todos. A pesar

de que no tuvieron hijos, podía verse a leguas que no los echaban en falta, pues algo en la

sonrisa de las personas dice cosas que palabra alguna podría nombrar. Sin embargo, Rosa

mantuvo viva la esperanza en Dios, en pos de algún bebé que viniera a sellar con broche de

oro esta vida de amor y atenciones a la que siempre la acostumbró Genaro.

—No te preocupes, mi cielo —le decía él con ternura, en tanto revisaba un mapa del

Estado de Veracruz, donde próximamente iniciarían sus vacaciones—. Cuando volvamos,

buscaremos un buen médico..., si quieres.

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Ella, en su silencio y genuino enamoramiento, repetía para sí misma un «Está bien»

mental, y solía olvidar esas charlas, de tantas. Hacía una pausa y ponía dos cucharaditas más

de azúcar a su té.

—Qué bien hizo don Porfirio al inaugurar este tren —fue lo último que dijo él, al

terminar de revisar el mapa y aflojarse los tirantes para descansar.

Ahora, el altar con sus adornos florales y perfumados, parecía una burlona mueca del

destino. Como un trofeo sentimental a todos esos años de dicha inolvidable. Y esa foto en

blanco y negro: él, todo sonriente y elegante con su traje, su sombrero de copa y el bigote

bien recortado, como diciéndole «Rosa, Rosita querida, y si fuéramos de paseo a...».

Con las primeras lágrimas empañando sus grandes ojos, cubrió el anillo con una

mantilla de terciopelo, mientras repasaba con suavidad su blancuzco dedo recién liberado, y

posaba su otra mano en su vientre esbelto y estéril.

El olor de las veladoras consumidas casi siempre la despertaba de su letargo, ahí,

arrodillada a oscuras, y entonces se levantaba somnolienta del altarcillo, para caer y perderse

en su inmenso lecho nupcial, entre un mar de edredones y encajes.

«¡Rosa! ¡Rosita! ¡Ven! ¡Anda, apúrate, mujer!». Creía escuchar entre sueños a su

marido, y se apostaba desesperada del primer vagón de aquel ferrocarril que ronroneaba en

su mente.

Cuando la madre se va, una carcajada común se desprende de los tres chiquillos, y prestos

sacan sus acuarelas, pinceles, crayones y demás aditamentos de arte. Hojas de papel surgen

de la nada, y en las manos ansiosas de los niños se convierten en motivo de solaz.

—¡A ver quién hace el mejor avión! —dice efusivo el niño de edad intermedia.

Tendrá unos once años.

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—No. Mejor dibujemos un paisaje —contesta, dominante, la niña, y sin esperar

réplica ataca la hoja blanca con los primeros trazos—. Vamos, que yo les gano.

El menor de los tres artistas, sin atender la contienda verbal de sus otros hermanos,

silencioso procede a trazar el boceto de algo así como un dragón. Es más bien un monstruo

mitológico que alguna vez había visto en una de esas revistas que colecciona. Kraken se

llama el ente, y precisa gran detalle y un talento que el chico, con sus pocos años, ya empieza

a denotar, a diferencia de sus hermanos.

—¡Oooh! Está padre tu cosa esa —dice el otro niño, y mira, decepcionado, sus

inciertas líneas a lápiz.

—Tonterías —la niña alza su dibujo ante el "público conocedor", y arremete con más

empeño y colorido—. Este paisaje sí que estará padre.

El hermano menor continúa absorto en su diseño del monstruo, y cuando está

terminado, procede a seleccionar los mejores tonos de acuarela para darle vida y plasticidad.

Determina que la piel de la criatura tendrá un fondo gris, con pequeños toques de

blanco para dar la impresión de las escamas, y cerca de los tentáculos, una mezcla de azul

marino, verde y titanio, para simular el océano agitado.

—El Kraken era un monstruo marino que luchó contra Perseo —dice el pequeño

artista, mientras delinea las garras.

Los otros hermanos guardan silencio, pues saben, muy a su pesar, que su hermanito

incuba un talento que ninguno de los dos posee. El bebé con su chupete endulzado parece

estar de acuerdo.

Cuando el chiquillo intenta obtener una mezcla adecuada para las escamas ventrales

del titán marino, comprueba que el vasito de agua donde remoja sus pinceles se halla saturado,

y es preciso cambiar el líquido.

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—Ahora vengo. Voy por agua limpia al lavadero.

La niña y el otro chico no responden, y siguen coloreando sus imágenes. En el dibujo

del hermanito, coloreado a medias, el Kraken ataca a un invisible héroe volador, sujetándose

con sus tentáculos y garras de un peñasco.

El sonido, parecido al agua brotando de una fuente, despertó a Rosa. La habitación estaba a

oscuras, y la incipiente alborada deslizaba sus primeras vetas de luz a través de las ventanas.

En la penumbra, la chaqueta del marido difunto, posada sobre una silla, daba la apariencia

de que alguien la acompañaba en el cuarto, en sigilo.

Rosa se incorporó de la cama, imaginando todavía el paso de las grandes ruedas

metálicas sobre los durmientes, y aquel pitido largo encerrado en su cabeza adormecida. Se

calzó las pantuflas y se dispuso a ver qué podía ocasionar el ruido acuático allá afuera.

Así, alojado en las envolventes sombras, el altar con un severo Cristo y ese paraíso

de flores a medio morir, prefiguraba un extraño encanto, odorizado por las ceras extenuadas

y mil y un sollozos vertidos igual número de noches sin dormir... La foto de Genaro, en medio

de tan poca luz, resaltaba los tonos blancos y deformaba por completo su imagen, haciéndolo

parecer un antiguo héroe griego.

—¡Oh, Dios mío! Dios mío. —Desde el quicio de la puerta, Rosa, temblando, lo

descubrió por fin...

El pequeño vierte el agua sucia y grisácea en el desagüe del lavadero, y abre el grifo para

abastecerlo de nuevo. Ensimismado, mira caer el plateado chorro, y piensa que tal vez podría

intentar dibujar a la princesa Andrómeda, tal y como está en la revista.

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Ya surtido el recipiente, se encamina de vuelta al cuartucho, donde sus hermanos

siguen contemplando su creación, para enseguida fingir, indiferentes, retoques en sus

respectivos diseños.

Entonces, justo a medio patio, al mirar de soslayo el otro cuarto que es la pieza que

toda la familia ocupa para dormir, la mira... Primero con fascinación, después con susto.

En la cocina, que es empleada lo mismo para las tareas escolares de los niños y

comedor familiar, los dos hermanos ya casi terminan sus coloridos paisajes. El bebé casi se

ha quedado dormido.

—Mira, el mío quedó más bonito —el niño se ufana de su trabajo.

—¿Ah sí? Pues mis árboles parecen más reales. No que tú, dibujas como niñito de

kínder.

Ambos pronuncian tal o cual cosa de sus correspondientes obras, hasta que a la niña

le parece que su hermano menor ya se ha tardado mucho con el agua. Sin más, se levanta de

la mesa, y se asoma hacia el enorme patio de cemento.

Allá, en dirección a donde están el lavadero y la pileta, mira a su hermano de pie,

petrificado, con el rostro demudado por un hecho que no alcanza a comprender su infantil

criterio.

—¡Ven, vamos a ver qué le pasa a nuestro hermanito!

Ambos niños salen presurosos hacia donde se halla el más chico, y comprueban su

extrema tensión y mudez. Respira con dificultad, sujetando con fuerza sus pinceles y el vaso.

Sus ojos miran fijamente hacia el cuarto contiguo.

—¿Qué sucede? Niños, ¿qué están haciendo? —En ese momento, la madre que

regresa del mercado observa a los tres niños trenzados de las manos, buscando romper una

inercia que los tiene sujetos a algo anormal.

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—¡Mamá, mamá, es nuestro hermanito! ¡No se puede mover! ¡No sé qué le pasa!

Con presteza, la señora sujeta de las axilas al chiquillo y lo levanta en vilo, dándole

ocasionales bofetadas para que reaccione. Lo abraza. Cuando este recobra cierta consciencia

y movimiento, comienza a llorar desconsolado. Balbucea algo comprensible a medias.

—La... la señora. Allá, en... en el cuarto.

Las miradas se dirigen extrañadas hacia el cuarto de dormir. La habitación, más

grande que la otra, de un mamposteado rústico de piedra, con techo de láminas de zinc y

vigas gruesas, parece normal. Las camas están sin hacer y algunos zapatos están dispuestos

aquí y allá, sin orden.

—Allí estaba. Una... una señora... —El pequeño gime y se refugia en los brazos de su

madre—. Iba caminando y no tenía pies. Estaba vestida de blanco...

Rosa hizo intento de salir de la habitación. Pero se detuvo al constatar el aire helado de la

medianoche, que penetraba su camisón de organdí. Apenas podía creer lo que estaba allí,

ante sus ojos... «Lo siento, señora, debido a una complicación en su matriz, usted no va a

poder tener hijos». La voz del engreído galeno se volvía a incrustar martilleante en su mente.

Más tarde los murmullos de los odiosos parientes... «Vaya, ahora resulta que ni hijos podrá

tener». «Así que, ¿quién se quedará con las cosas de Genaro?».

Ella sonreía y disipaba esos recuerdos que la han martirizado tantos años. Dos

lágrimas rodaron por sus mejillas, mientras el aura mecía su larga y hermosa cabellera.

Por fin algo bueno le ha sucedido. Un regalo inesperado y tanto tiempo anhelado.

Allí, en medio del patio de lozas de barro, cerca de la pileta, parado y titubeante, un

niño translúcido que sostiene un vaso con agua y unos pinceles, la observa atónito. La mira,

primero con fascinación, luego con miedo...

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ESCARABAJO VERDE DE JUNIO

«Siempre me he maravillado de la diminuta pero recia arquitectura que sostiene el cuerpo

blindado de los escarabajos. Coleópteros es el orden de esas pequeñas criaturas de

conformación voluminosa, todas ellas con antenas y seis patas articuladas. La mayoría tiene

alas membranosas debajo de sus élitros quitinosos, no obstante, algunos son ápteros. Es casi

un milagro que puedan moverse, y más aún volar, si es el caso.

»En mi domicilio tengo unas vitrinas especiales con una variedad inmensa de

escarabajos de todo tipo, que he ido colectando por diferentes regiones del país. Incluso he

adquirido otros más, importaciones y especies raras, por Internet, donde forajidos y

traficantes de especies realizan sus inverosímiles cambalaches. Lo siento. Soy un maniaco

"coleóptero-convulsivo".

»Estos insectos me fascinan sobremanera, especialmente por sus dotes y aspectos

fieros, aunque en realidad son casi todos inofensivos. Por ejemplo, son de considerable

majestad las tenazas de los Xixuthrus heros, o de los Lucanus cervus europeos. Recuerdo

incluso, como referencia, que vi una película futurista donde tropas terrestres se enfrentaban

a bichos acorazados gigantes de otro planeta, que ostentaban peligrosas mandíbulas parecidas

a las de mis primores. Y ya se imaginarán: los insectos triunfaban por sobre la especie

humana...

»Los Manticora scabra, los Ochryopus gigas africanos, o los Lethocerus grandis,

¡esos sí que son bichos de poder! Son artrópodos fatales y veloces: unos por tierra y otros por

agua, con implementos para matar y feroz beligerancia, que ya los quisiera de aliados

cualquier ejército o superpotencia.

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»Soy profesor emérito en la universidad de mi ciudad natal, e imparto la cátedra de

Entomología —"Bichología", dicen algunos— a los estudiantes de áreas biológicas. Pronto

me jubilaré, por lo que suelo aprovechar mi tiempo y mis energías en compartir mi sapiencia

y amor por esos animalitos... A veces me parece que soy niño de nuevo, y que cada escarabajo

vivo que cae en mis manos, es algo así como un juguete armable, con vida electrónica y

circuitos de alta precisión, que sólo hay que darle cuerda para que eche a andar...

»¿Se han fijado la tremenda fuerza que tienen las patitas de mis queridos coleópteros?

Sí, mis amores. Verán, tomen uno de esos Megasoma, los que ustedes llaman escarabajo

elefante, o un Goliathus cacicus e intenten sujetarlo con una mano. ¿Eh? ¿Alguno se atreve

a tomarlo? ¡Vamos! ¿Qué tal su vigor? ¡Eso es poder, jóvenes! ¡Poder!

»Cuando llego a casa, luego de una ardua —pero terapéutica— jornada, lo primero

que hago es contemplar orgulloso las vitrinas de escarabajos disecados. Bebo despacio una

copa de vino tinto y hago como que platico con ellos. Son algo así como reservistas del

ejército de mi imaginación... Cuando niño, en vez de soldaditos de plomo, vaqueros y cosas

así, prefería capturar jicotillos en las flores de calabaza, y les ataba cordeles en sus patitas,

para ver, emocionado, cómo alzaban sonoro vuelo cual helicópteros terroristas en busca del

sol.

»Todo iba bien, hasta que llegó la araña...

El niño colocó de prisa la tapa del frasco, y la inocente tarántula que andaba sobre la mesa

del desayunador, ya no pudo escapar.

—¡Vamos, Manuel! ¿Qué haces? —la madre regañó a su hijo. Tres añejas maletas

esperaban junto a ella en el quicio de la puerta—. Anda que se nos hace tarde.

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—Ya voy, mamá —contestó el chico sin mirarla. Sostuvo un instante más el

recipiente con el deslumbrante arácnido, y lo metió en su mochila, contento.

—No pensarás llevarte esa cosa a nuestra nueva casa. Será un viaje largo —dijo la

señora, y al no obtener respuesta del niño, suspiró condescendiente—. ¿Guardaste ya tu

cepillo dental?

Con esta, es la tercera vez que se mudarán de casa. Al punto que Manuel ya hizo parte

de su vida el continuo trajín de su madre, empeñándose en encontrar un nuevo empleo

conforme lleguen al domicilio en turno. Luego el acomodar cachivache y medio, muebles

gastados y ropa, o limpiar las nuevas habitaciones. También las aisladas llamadas por

teléfono de su padre que, impaciente, fingía con un «Adiós, que estés bien», interesarse en

su hijo. En ambos, puede ver: madre e hijo, con el mismo tono seco y desdeñoso. «Te prometo

que esta vez será la última...», le oyó decir a su madre aquella tarde lluviosa y de gritos

incomprensibles, mientras se escuchaba en el portón un rechinar de llantas que prefirió

olvidar. Cuando la madre fue a cerrar la puerta, sus lágrimas se confundían con las gotas de

lluvia que empapaban su largo pelo desteñido. El niño coloreaba absorto la fotocopia de una

araña feliz.

Más repuesta, la mujer, que optó por recogerse el gastado pelo («Mamá, te ves bonita»,

le dijo Manuel, y fue lo único que se le ocurrió al verla sollozar, aunque la verdad su pelo

nunca le ha gustado), sostenía con determinación las maletas en tanto se encaminaban a la

estación. El niño ayudó con la valija pequeña, y tras la espalda llevaba su mochila escolar,

con los implementos de batalla de un niño de su edad: a los diez años el mundo cabía en una

mochila.

—Los muebles llegarán mañana, pero tú y yo tendremos que arreglárnosla esta noche

lo mejor posible —concluyó resignada la señora, y apretó el paso.

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Detrás, con pasitos presurosos, Manuel la seguía. Tanteó su mochila y sacó el frasco

con la araña. La miró fascinado y la volvió a guardar.

—Sí, eso es pequeño. Un alfiler más. —El profesor dialoga brevemente con el insecto

acuático que le acaban de remitir de Malasia—. Ya quedaste. Así está bien.

El enorme y brillante Dytiscus marginalis ha quedado suspendido en una trama de

alfileres claveteados sobre una tableta de corcho. Sus patitas como remos están abiertas y sus

grandes ojos secundarios extrañarán las charcas eternamente.

—Ahora, en tres días cuando te hayas secado del todo, estarás listo para ingresar al

"Salón de la fama".

Acomoda la frágil estructura en lo alto de su librero y corre las cortinas de la

habitación. Con la lluvia, la humedad penetra persistente las paredes de la antigua casona,

liberando un rezumo salino que se mezcla con el olor acre de la naftalina que hay en las

vitrinas. El profesor se tiende sobre un gran sillón desvencijado y se quita las gafas. Seca su

frente con un trapo y afloja los zapatos.

—Y ustedes, tendrán que irse de inmediato al infierno, sí señor —se dirige a las dos

arañas patonas que han aparecido en una esquina del techo—. ¡Fuera!

Aplasta con el trapo a las tenues arañas y las tira junto con este al cubo de la basura.

Experimenta un asco momentáneo, y un ligero tic le acomete el párpado izquierdo. No

consigue disimular la idea de que un par de arácnidos le hagan compañía. Ya no...

La verdad es que hace mucho que ya no lo acompañan, pues solía entristecer nada

más con ver sus alámbricas patas e imaginar, una vez más, la sensación del áspero caminar

sobre la palma de la mano... «Eso fue hace tantos años», recuerda, y al irse quedando dormido

sobre el sillón, el rostro de su madre parecía sonreírle desde un autobús en marcha.

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Cuando llegaron a la nueva casa, en la ciudad de Morelia, lo primero que hizo Manuel fue

buscar una caja de cartón donde poner a la tarántula, la cual estaba entumecida y hambrienta.

Su madre se acomodó, agotada, sobre una cubeta de pintura.

—¿Te ayudo, hijo?

El pequeño inspeccionaba las vacías y lóbregas habitaciones de lo que sería su nuevo

hogar. En el cuarto del retrete halló una caja de zapatos en buen estado.

—Mira, mami. Aquí dormirá mi araña.

La señora afirmó con la cabeza, comprensiva, y se admiró que su hijo pudiera

preocuparse más por la repulsiva alimaña que por él mismo. Sacó de la maleta un par de

frazadas y algo de ropa.

—Por hoy dormiremos en el piso. Anda, ven a ponerte el pijama.

Manuel, indiferente a lo que hacía su madre, siguió inspeccionando el frío recinto.

Sabía bien que su tarántula necesitaba comer después de tantas horas metida en la botella.

Buscó en los rincones, hasta que por fin las encontró: dos cucarachas de buen tamaño se

arrastraban nerviosas y veloces, buscando guarecerse de la mano acechante, la cual, con

ayuda del mismo frasco que sirviera de transporte para la tarántula, copó a ambos bichos y

los capturó. La madre contemplaba la escena con la boca abierta.

El niño depositó las cucarachas en la caja de zapatos y se dispuso a presenciar la

masacre. La mujer se acercó, con una expresión mezcla de curiosidad y terror.

—Ay, mamá. Todo te da miedo —dijo el chico, mientras el hambriento arácnido

arremetía contra una de las cucarachas.

La madre, perpleja y muda, vio a la gran araña destrozar el pardo cuerpecillo de su

presa, para luego, libre de cáscara, clavarle sus recios colmillos. El insecto, o lo que quedaba

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de él, se estremeció un instante, cuando su miserable vida se le escapaba sorbida con

voracidad por la araña, que ya buscaba feral a la siguiente víctima. La señora no soportó más

y se levantó conteniendo las náuseas. Los ojos del niño permanecían atentos, con un brillo

intenso.

Muchas veces se ha preguntado el profesor de dónde le nació su afición por los acorazados

insectos. Afición que primero fue curiosidad, y más tarde urgencia... Casi no lo recuerda,

pero sabe, muy dentro de sí, que tiene que ver con una parte muy íntima de su persona, en un

lejano pasado guarecido en su alma, como los blando cuerpos carnosos y llenos de fluidos de

sus amados escarabajos.

No por nada hubo de cambiarse el nombre y los apellidos apenas cumplió la mayoría

de edad; radicando de aquí para allá, como cuando era niño, tratando de encontrar sentido a

su existencia. «A esta soledad atenazante», le dijo cierto día a un colega, usando términos

escarabosos.

Tantos años de esta, su vida —¿rastrera?—, se había dedicado a crearse capas y capas

de sórdida indiferencia ante un mundo al que creía insolidario.

Desde que su madre murió, se dio cuenta que sólo contaba con él mismo para abrirse

paso ante el porvenir, sea cual fuera este, y que había que hincarle un duro mordisco para

someterlo y arrimarle el bulto. Nada más poético, pues, que un insecto coleóptero encerrado

en sí mismo, bajo una sólida coraza de inmunidad y mortificación. Sentimientos que usaba

con alevosía para sus fines.

No se trataba de menospreciarse o sentirse ruin, como el deprimente escarabajo de

Kafka, sino que él podía ocultar sus intenciones —inescrutables para los demás—, y actuar

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en el momento justo, con la previsión de guarecer lo que en realidad sentía. De esta forma,

llegó a ser considerado un excelente, pero extravagante catedrático.

Casualidad era que su grueso cuerpo se viera atacado por crisis gotosas recurrentes,

lo que hacía que sus miembros se anquilosaran —como patas articuladas—. Sin embargo, en

las postrimerías de su labor magisterial, se había convertido en un anciano benévolo, presto

a compartir, casi infantilmente, su sapiencia entomológica y sus manías.

Punto y aparte era el asunto de las arañas...

Ese sí que era su único temor infundado. Solía padecer de locas pesadillas en las que

era perseguido y desmembrado por feroces arañas migalas, sin explicarse el motivo. Tanto

consciente como inconscientemente, la presencia de estos arácnidos alteraba su ser, al grado

de repudiarlos de forma enfermiza, lo que provocaba el desconcierto y la burla de sus colegas

universitarios. «Deberías ver a un psicoanalista —le decían—. Seguro tiene que ver con tus

experiencias infantiles». Y él sólo acariciaba ensimismado su espesa barba, soportando

estoicamente el prurito que despacio lo acometía, junto a la peluda soledad. «Con quelíceros

y todo», pensaba.

—¡Aquí está! ¡Miren, les mostraré cómo la puedo tomar!

En el colegio, Manuel, orgulloso mostró su aterciopelada tarántula a sus compañeros.

La llevaba en una caja de vidrio bien acondicionada con arena y cactáceas, además de una

pequeña cueva donde se guarecía el animal. Los chicos miraron fascinados cuando Manuel

posó la tarántula en su muñeca, para que comenzara su temerario ascenso.

Era un viernes de principios de junio y el cielo estaba azul y diáfano. Los niños no

tuvieron ojos para esto, más que para lo que en un rincón del patio del colegio tenía lugar.

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Manuel lanzó miradas de satisfacción cuando el arácnido llegó hasta su hombro y palpó su

mejilla. Varias niñas se estremecieron y gritaron.

—¿Y no te hace nada? —preguntó un chico.

—¿No tienes miedo? —al unísono dos niñas se exaltaron.

Manuel tomó la araña y la regresó a su caja. Comprobó la hora y calculó que todavía

podía asombrar a su concurrencia.

—¿Quieren ver cómo come?

La respuesta fue un «¡Sí!» generalizado. Los niños se apiñaron más alrededor de la

pecera, pues no querían perder detalle de tan exótico entretenimiento. Por supuesto nadie

sabía qué es lo que come una tarántula, y Manuel miró para uno y otro lado buscando eso,

precisamente.

El colegio contaba con varias jardineras que en esa época estaban lozanas de verdor.

Manuel recorrió, así, con la mirada entrenada, cada racimo de flores y mata de hierbas. Vio

más allá, en el césped, entre los arbustos y las plantas trepadoras. Hasta que lo encontró y

presto se dirigió hacia él.

Allí estaba. Su brillo metálico lo delató: se trataba de un escarabajo mediano, color

verde esmeralda, que torpe revoloteaba entre las bugambilias, y que al no poder posarse como

se debe, chocó con la malla del arriate, para luego caer boca arriba en el duro pavimento.

Manuel, junto con tres chicos más, se acercó. El insecto zumbaba y hacía intentos por

incorporarse, hasta que fue sujetado firmemente por unos dedos diestros.

—¡Bravo! ¡Sí! —Creció la algarabía infantil cuando Manuel depositó el brillante

escarabajo en la pecera.

Con una velocidad inusitada, la tarántula salió de su artificial cueva y sujetó por

detrás al aturdido coleóptero verde. Comenzó una salvaje escena, donde los instintos

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primordiales de dos criaturas mínimas se pusieron a prueba. Veinte ojos se posaron en el

insecto (los de los niños y los de la araña).

Nervioso y torpe, el escarabajo evadió el primer ataque del predador, y se refugió bajo

una piedrecilla. La tarántula parecía sorprendida y no atinó a más.

En ese momento, un tic pulsó explosivo en el párpado izquierdo de Manuel,

sumiéndolo en la confusión. Cerró los ojos y se restregó con furor.

La tarántula, presa de voraz desesperación, rodeó el guijarro y con sus vigorosos

pedipalpos lo rodó. Sujetó fieramente al escarabajo y le desprendió con violencia uno de sus

élitros. Un asombrado «¡Oh!» se oyó en derredor, y ridículamente la araña parecía

confundida. El asustado bicho verde se arrastró fuera de su alcance y trató de ocultarse

excavando la arena. Las palabras de asombro de los niños penetraron, cual abejorros en celo,

en los oídos de Manuel, y dentro se tornaron zumbido incesante. Él, transido y distante, se

rascaba los brazos que ardían como mil picaduras de hormiga.

La famélica araña arreció su ataque, y desenterró al escarabajo, izándolo y

desmembrando una a una sus placas quitinosas, hasta dejar al descubierto su íntima materia,

su miedo puro... Y, excitada, le hincó sus acerados colmillos.

Un silencio tenso circuló en torno de la pecera. Los niños callaron, y la tarántula

arrastró la preciosa y blanda carne a la oscuridad de su madriguera, dejando esparcidos los

restos quebrados de una cubierta inerte que aún se preguntaba por qué dolía tanto.

En la turbiedad de su sueño tantas veces repetido, el profesor vuelve a levantar la cabeza,

sólo para mirar esos gigantescos quelíceros nacer de un universo de pelo y lobreguez

atemorizantes. Desnudo, hace intento de huir, y con sus sangrantes manos escarba la tierra,

buscando esconderse del horror que termina por apresarlo, sujetándolo y quebrándolo mil

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veces, dolorosamente, como cada noche, hasta terminar sepultado e inerme bajo una

abominación de patas articuladas y ojillos infectos.

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UNA NOCHE MÁS

Cuando la penetración llega, comienzo el conteo de diez segundos. Quince a lo más, para

que tenga lugar la explosión de semen y gemidos. Todos son igual... Siempre pasa así, y eso

que en mi haber tengo más de mil y una noches de rondar las avenidas de esta ciudad,

montada en el falo en turno, como una bruja que desnuda practica su ritual.

Así es. Y hoy no será la excepción.

Luego viene ese olor agridulce del esperma que baña mi vagina, mis muslos, mi

vientre, que no pocas veces están palpitando de excitación, tensos y sudorosos. Pero no esta

vez.

El olor agrio y dulce, decía, que no tolero, por lo que tengo que hacer verdaderos

esfuerzos soportando las arcadas, con perdón.

Ya que el fulano terminó, limpio mi pubis con una ducha, a tientas busco mis

pantaletas y me visto apresuradamente, ganándole tiempo a la noche.

Cobrada la respectiva cuota y con bolso en mano, salgo a la calle.

Afuera vuelvo a respirar vida.

Aplico una nueva capa de colorete a mi rostro, y todo el malestar y la sensación de

otro cuerpo sobre el mío, manoseándome, invadiéndome, se esfuman.

Avizoro una cita más, y creo que con eso estará bien por ahora.

Me duele un poco la cintura, y no es precisamente por el embiste del patán aquel, que

más que coger, estaba jugándose la vida, luchando contra no sé qué. Jadeo tras jadeo volvía

y arremetía con tal ímpetu que creí que me iba a romper la cadera.

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Es cierto que estoy acostumbrada a cosas como esa, pues al borde del desmayo, el

cuerpo —el mío— adquiere resistencia y elasticidad, para sostener los ataques de mis

ardientes clientes. De tanto bregar se curte la piel, eso se sabe.

Pero esta noche siento verdadero cansancio. No sé. Ha de ser que estoy llegando al

límite de mis fuerzas y que es hora del retiro. Por ahí dicen que Hasta que el cuerpo aguante,

y el mío está hoy extenuado.

Tonterías. Bastará con cenar algo y tomar una de esas bebidas energéticas muy de

moda entre los deportistas. Al final de cuentas, lo que hago es también una prueba de "alto

rendimiento". Algún día hasta me darán un premio, ja, ja.

Recuerdo que de jovencita, a los quince años, ya mi cuerpo era recio y de

conformación fina pero fuerte. No por nada me decían la Venadita, pues era ágil para la

carrera y dura con los chicuelos de la colonia. Solía llevarme pesado con ellos y jugar a pelear,

aunque algunas veces esas peleas me producían cosquilleos inoportunos, sobre todo cuando

el contacto de los cuerpos rebasaba el espacio tolerable, entre forcejeo y forcejeo. Y ahí

estaban las manos y los roces, y cuánta habilidad que tenían los muchachos para entrelazarme

y rendirme, y yo les decía «¡Basta, basta ya por favor!», mientras un calorcillo agradable se

incubaba entre mis piernas.

Todavía puedo jactarme de mis piernas y de mis nalgas duras, que se debaten en buena

lid con cualquiera.

Enciendo otro pitillo y me encamino rumbo al Eje Sur.

Avanzo despacio aspirando el humo mentolado y escuchando el rítmico golpetear de

mis tacones. Me siento coqueta y de buen ver, a pesar de la lluvia ligera. Vaya que es difícil

aprender a andar con estas agujas. Una debe practicar mucho para adquirir gracia y soltura.

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Cuando entré a la academia de modelaje, era condición aprender a andar con

zapatillas si querías aprobar el curso.

Bueno, más tarde supe que no importaba que anduvieras o que no anduvieras bien

con los mentados tacones, pues si querías lograr algo debías aflojar. Así es que mi buen

trasero comenzó a negociar calificaciones, diplomas y algún otro capricho.

Por eso aún sigo siendo la puta más renombrada de la zona.

Me he hecho de una clientela privilegiada, no por buenos, sino por la buena paga.

Maridos aburridos, comerciantes con la tarde libre, algún politiquillo.

Hombres. Brutos todos, al fin. Gordos, flacos, chaparros. Brutos todos, sí señor.

—¿Vas, chula? ¿Cuánto? —escucho una voz tras mis pasos. Un automóvil gris se me

empareja y el tipo me mira por la ventanilla—. ¿Cuánto, nena?

No contesto, pues el fulano aquel ya está abriendo la portezuela del coche. Subo

mecánicamente. Él enciende un cigarro y sube el volumen del estéreo. Acelera, y mientras

aliso mi falda, reflexiono que ni tiempo tuve de contestar, vamos, ni de pensar si me convenía

o no, dada la hora que es y lo cansada que estoy. El rumor demandante de mi estómago y la

boca seca me dicen que tampoco sacié su hambre y su sed. Después de una jornada larga de

trajín, era lo menos que podía hacer por mi "recurso natural renovable", como decían mis

maestros. En fin, ya será para al rato.

Seguimos el paseo en silencio. Lo miro de reojo, con discreción, y confirmo que no

es ninguno de mis clientes.

El hombre, un tipo alto de pelo corto, musculoso, que lleva lentes oscuros y perfume

elegante, por fin me mira.

—Pago a mi conveniencia y satisfacción. Ni más ni menos, chula.

—Bueno, papi, pero mi tarifa es...

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Antes de que pueda concluir la frase, con un rechinido de llantas y un brusco tironeo

ingresamos a lo que parece ser un estacionamiento. No reconozco el lugar a primera vista.

Un rótulo luminoso dice Deut Hotel. Llueve ahora con más intensidad.

—Sí, nena. Conozco tu tarifa. Te daré eso y más —dice el tipo con una leve sonrisa,

mientras apaga el cigarrillo.

Yo, lo miro embobada bajar del vehículo y encaminarse a uno de los corredores.

Tardo en reaccionar, puesto que también tendría que entrar con él al cuarto que elija. Aunque

soy yo siempre la que elige hotel y habitación para la movida, como Dios manda.

Un poco extrañada por el cambio de roles, abandono el auto y voy tras ese individuo.

A la distancia se ve que conoce muy bien el edificio, pues sube escaleras, recorre pasillos y

mira los números de las habitaciones. Se detiene ante el cuarto que ostenta un raro número:

22-21. Y se introduce sin siquiera esperarme o cederme el paso.

Otro bruto, tenía que ser.

Corrijo mi comentario: tal vez no sea así, pues bien sé que muchas veces los hombres

que son mis clientes, o por lo menos los que ya llevamos años de tratarnos, suelen ser corteses

y educados conmigo. Aparte de prodigarme las atenciones y caricias que no dan a sus mujeres,

terminan pagándome u obsequiándome algún presente.

Viéndolo bien, sí que es bueno este negocio.

Dicen que, Detrás de una gran mujer siempre hay un pobre hombre... Je, je.

En fin. Tiro la colilla de mi Marlboro mentolado y entro a la oscura habitación.

Cierro la puerta tras de mí, iniciando ya la pantomima tantas veces repetida, en esto

de las artes amatorias; puteriles, corrijo.

El hombre se encuentra ya desnudo sobre el lecho, aunque todavía no se quita los

lentes negros. Enciende otro cigarro y en silencio me señala un mazo de billetes que están

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sobre un buró. Así, a simple vista, parece que cumplen muy bien con mis expectativas

económicas. Los tomo y guardo en mi bolso, y sigo con los contoneos.

El tipo no parece mostrar interés en mis ronroneos ni en el estirar de ligas, medias,

tanga y cosa elástica que se le parezca. Sin embargo me mira. Me mira y no sé lo que dirán

sus ojos, bien guarecidos tras las veladas micas.

Dicen que los ojos son el espejo del alma, así que este tipo, sin duda, es un desalmado.

Al momento de reflexionar en la palabra desalmado, el hombre parece adivinar lo que

pienso, y detiene mi danza erótica. Se incorpora y extiende sus poderos brazos hacia mí.

—Ven, puta.

Sin decir más, me aferra por los hombros y me atrae hacia él. A leguas puedo ver que

tiene una erección enorme. Con sus manazas me obliga a hincarme y me pone su pene en la

boca.

Comienzo a succionar.

Una vez satisfecho, me levanta en vilo con enorme fuerza, y me arroja sobre el lecho.

Sin más, se abalanza sobre mí y me penetra. Comienza el movimiento tantas veces anticipado.

Ridículamente pienso en mis demás clientes, y me digo que algunos de verdad se han

de ver graciosos moviéndose así, con ritmo y desenfreno, sobre todo los que son más o menos

obesos.

Sí, no ha de ser fácil guardar la compostura y posar para la foto, cuando la calentura

te gana e invade nublándote el seso.

Con estas reflexiones casi olvido mi consabido conteo.

Ya han de ir más de veinte segundos.

No, treinta, y el cohete no explota.

No ha explotado.

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Ya no lo soporto.

Y luego de no sé cuánto tiempo que ya perdí la cuenta, mi pubis comienza a

experimentar un reprimido incendio. Mi cabeza está palpitando, perdiendo toda noción a mi

alrededor.

Parece que oigo alaridos desde muy lejos.

Son los míos, ¡oh!

Una mezcla líquida de dolor y placer me inunda, me traspasa, fluyendo desde otras

aberturas que no conocía en mi cuerpo: inexplicables cavidades, como constelaciones

fulgurantes en este cielo de blancas sábanas y licor amargo.

Cuando despierto, aún persiste un ciego palpitar en mi cabeza, y mi nariz es arañada por el

añejo olor de un mar de semen.

Estoy toda mojada.

Vomito.

El tipo se ha ido.

Caigo en cuenta que en el momento del éxtasis supremo, creí escuchar gritos

desesperados, quizás en la habitación contigua.

Tengo la curiosidad de saber qué pasó.

Me visto y salgo al pasillo para mirar.

Allí fuera, tres paramédicos están sacando un cuerpo cubierto por una sábana

ensangrentada. Un oficial no deja que me acerque, y otro ya se apresta a interrogarme. Varios

ojos curiosos igualmente se asoman de las otras habitaciones.

No percibo lo que los oficiales tratan de decirme. Sólo miro sus ojos desorbitados y

sus bocas que se abren y cierran.

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Las punzadas en mi cabeza son insoportables.

Al pasar los paramédicos frente a mí, de pronto la sábana que cubre el cadáver resbala

un poco, y entonces la distingo.

Esos ojos, esa nariz, esos aretes... ¡Son los míos!

Todos se han ido del hotel. Apenas si me puedo mover. No sé cuánto tiempo he permanecido

sentada en la penumbra de los escalones.

Me levanto, y salgo a la tenue claridad de la mañana.

No conozco las calles por las que camino. Tal vez más adelante me oriente.

Tal vez.

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CHICKEN AND CHICKEN

Hállome aquí, como tantas otras tardes, tratando de encontrar la llave correcta que abra este

maldito cerrojo. Si tan siquiera se callaran esos perros. Pero no. No hay forma de pasar

desapercibido. Vaya, por fin acierto al tercer intento. Bien, aquí voy.

Cierro tras de mí el portón de lámina con el número I-17, que como otras veces

traspongo para ingresar a la granja de mis tíos, y de inmediato me golpea el olor caliente y

agrio de las majadas de vacas y cerdos que mugen y gruñen en sus cubiles. Cruzo resignado

el enorme barrizal, sembrado de alfalfa y estiércol vacuno, y siento alivio de pisar la banqueta

de cemento. Es una sensación parecida a la que debe experimentar un náufrago a la deriva,

cuando salva su vida aferrándose al primer madero que encuentra. Nada más que este es un

mar de lodo, pastura, mojoneras y moscas, y la tabla salvadora es el pasillo de entrada a la

gran jaula-criadero de pollos de engorda que a diario visito, para surtirla de alimento

preferente y echar agua en los bebederos de las patéticas aves, que son nuestra comida al

final de cuentas.

Así es. Tengo por oficio el hacerme cargo de la nutrición y crecimiento de los pollos,

cientos y cientos de pollos, que hay en la granja, y que luego se venderán en los pueblos

aledaños o en el centro de la ciudad. La paga es poca, pero de momento me basta para ver

por mis necesidades básicas, pues estudio y sólo dispongo de unas cuantas horas libres por

las tardes. No es que me guste hacer este trabajo, pero para lo que es y con tan poco tiempo,

no podría ser mejor.

La tarea consiste, primeramente, en revisar y calibrar el goteo del irrigador de agua

que surte la canaleta-bebedero de cada corral. Debo llenar el depósito que está en lo alto para

que no falte el vital líquido. Cuando un pollo tiene sed, abre el pico en forma lastimera, saca

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su lengua parecida a una cuña blancuzca y mueve compulsivamente sus mejillas carnosas.

Siempre da lástima ver eso.

Después, para darles de comer, es preciso calzarse unas botas y mojar las suelas en

una bandeja con creolina desinfectante, antes de ingresar al corral, a fin de no introducir

gérmenes en su medio, que más que medio es un polvorón de restos de plumas, paja y

excremento seco. Es necesario entrar con un cubrebocas, pues el aire ahí dentro está bastante

viciado del olor añejo de las gallináceas. Tal vez el olor de un pollo pase más o menos

desapercibido, pero el de miles... Bueno, con el tiempo uno se acostumbra.

Hay que llevar cubos con el alimento especial que tragan estas artificiales aves (nada

de gusanitos, semillas o hierbas, que es lo que seguro comerían si estuvieran en el campo,

libres y sin estar atenidas a uno): se trata de pequeñas croquetas de una materia verdusca

indescriptible (en el bulto certificado LEV. S.A. de C.V., se lee una lista interminable de

ingredientes; sin duda algo tiene que ver la NASA o los chinos con estos avíos, je, je). Tengo

que ir llenando los despachadores metálicos que penden a la altura de los ávidos picos. Se

debe hacer con cuidado, pues entre tanto avechucho apenas si se puede caminar. El alimento

es de engorda y crecimiento, y hay que irlo dosificando según las recomendaciones del

veterinario.

Es muy importante echar una ojeada al estado general del corral y a sus plumíferos

habitantes, pues no faltan accidentes entre la masa avícola que rompen la concordia y el

equilibrio (bien dicen los teóricos futuristas, estudiosos del conglomerado humano, respecto

a su inexorable colapso mundial, al rebasarse las barreras naturales de contención y

regulación, así como la contaminación del entorno y el agotamiento y depredación de los

sustentos...). Así es. Hay que revisar bien para hallar los pollos muertos y/o contaminados, y

deshacerse de ellos lo más pronto. Sucede que estos animales son tan tontos, que no bien uno

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acaba de llenar el contenedor de alimento, ya se están amontonando, uno encima del otro,

para poder ganar lugar en la tragazón. Aquí sí no importan género, antigüedad o jerarquías;

la comida es lo primero. Y cuando menos lo esperamos, ya uno de los pollos out comienza a

aletear agónicamente, pues se está asfixiando, ante la total indiferencia de sus congéneres,

que siguen picoteando voraces en los comederos. A veces he salido del corral llevando en las

manos cuatro o cinco pollos muertos. ¿Quién dice que los pollos no son asesinos? ¡Y de los

peores! Sí señor.

También se mueren de susto. Si uno, al ingresar al aviario, hace movimientos bruscos

como por ejemplo dejar caer la cubeta de alimento, o hablar fuerte, toda la multitud de pollos

se convierte en espantada parvada, que huye inexplicablemente hacia donde más se agolpan

los unos con los otros. Chicken and chicken, torpeza fatal. Es como si algún pollo líder dijera

«¡Ey, todos a mí!», y los demás, obedientes, acataran la orden a la perfección, sin pensar en

cuestiones básicas como el espacio interpersonal disponible, o si nos formamos en hileras o

hacemos corrillos; si hay lugar preferente para las pollidamas, los polliniños y los

polliancianos. De estos simulacros, varios resultan muertos, o con un buen susto que delatan

los picos semiabiertos, los ojos inyectados y las pechugas palpitantes de la estúpida

polliconcurrencia.

Decía que algunos estarán contaminados (por eso los vacunamos oportunamente, con

gotas en los ojos e inyecciones intramusculares con los remedios prescritos). Y esto es debido

a que nuestros pollos curious se ven atacados, entre otras cosas, por la inverosímil gripe aviar

A (H5N1) que les afecta masivamente, o el virus de una afección llamada Newcastle de rápida

propagación; también una variedad de viruela o el raquitismo aviar, que les provoca

deformidad en sus miembros y también la muerte...

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En esto igual se parecen a nosotros, pues no es raro encontrar individuos con rostros

esperpénticos: con los ojos supurantes y cubiertos de costras, o con una pata tullida, dedos

torcidos y retraídos como un garfio, o un ala caída, que andan de aquí para allá arrastrando

ante todo el mundo —corral, en este caso—, mostrando su grotesca animalidad. Estas aves

lisiadas y caricaturescas están irremediablemente condenadas a morir, ya sea por los estragos

mismos de la enfermedad o por los picotazos crueles y segregacionistas que reciben de los

demás: pollos sanos e insolidarios. Y aquí está otra de las grandes premisas de la vida: la

Selección Natural. Sí señor, entendida y ejecutada por mí: sacrificar a los inadaptados, a los

enfermos, a los lisiados..., para luego apartar los cadáveres y enterrarlos o quemarlos, para

que no corrompan a la gentil pollisociedad.

Cuando uno se retira, ha de bajar las grandes cortinas que rodean el local, y encender

las lámparas calefactoras que guarecen a los animales del viento y el frío de la noche. Para

que puedan dormir bien... Vanos placeres, pues de todas formas sus días están contados. Vida

estúpida. Estúpida vida...

Tras el repaso mental de mis quehaceres vespertinos, por fin me decido a entrar al aviario.

La tarde parece más transparente que de costumbre, y a lo lejos los demás animales: cerdos,

ovejas y vacas, se han quedado inmóviles, como soportando cada segundo de este sol

abrasador, que parece abarcar cada rincón del mundo. Da la impresión de ver una acuarela,

resaltada en el verde esplendoroso de la alfalfa tierna y los betabeles frescos. Todo, así

dispuesto, tiene cierta belleza. Si no fuera por el barrizal y la mierda... Tomo las cubetas y

las lleno de alimento. Mi nariz reconoce al instante ese olor inclasificable. Cada balde me

alcanza para surtir dos comederos. Es la medida exacta. Repito: es curioso que los demás

animales no se muevan.

51
Al penetrar en el aviario, un calor húmedo y denso como de invernadero, y el olor

agrio tan omnipresente, que se ha intensificado, me arropan de pies a cabeza. Cientos de

ojillos nerviosos me miran de costado. Los míos —mis ojos— confirman que dentro de unos

días será necesaria una buena limpieza y desinfección, cuando la totalidad de los pollos sean

empaquetados en sus jaulas plásticas, pesados, vendidos y olvidados. Para eso nacieron y

fueron criados, ¿no?

Al ir avanzando por entre la chusma polleril, de pronto me acomete una tos seca, pues

el polvo que flota en el ambiente es avivado por miles de patas escamosas y amarillentas que

pisan por doquier. Tengo que quitarme el cubrebocas para toser mejor, a sabiendas de que

puedo contraer el paramixovirus o respirar algún ácaro o espora reinante. Con este acto cunde

el pánico, y las torpes gallinas ya comienzan a hacinarse en los rincones. Dejo los cubos de

alimento en el piso y hago intentos inútiles por dispersarlas. Mi garganta parece colapsarse

de más partículas y la tos que se acrecienta no la alivia. El cacareo y los aleteos de los pollos

nublan mi visión. Y ya en el suelo, aferro con desesperación mi cuello en un reflejo instintivo

de defensa, buscando alguna bocanada de aire limpio. Un alud de blancas plumas y patas

escamosas me cubre del todo.

Algunos murieron asfixiados en el tropel que se desató. Otros del susto no pasaron. Menos

mal que a mí sólo me duele un poco el pecho, pero ya respiro más aliviado. La calma ha

retornado al recinto. Estamos todos tan próximos, tan iguales, tan conscientes, mirando con

cierto nerviosismo hacia la puerta. El agua ya no fluye, y hace tiempo que no nos han traído

de comer.

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CARRETERAS CONCÉNTRICAS

Luego de tomar el desayuno y beber café, sintiendo el confort del cuerpo descansado y recién

bañado, emprendo de nuevo la marcha. Me apeo del estribo del tráiler y me instalo en la

amplia cabina, con recubrimientos de cuero rojo y espejos que centellean con las luces de los

faros que nacen a la vera de la autopista 05. Enciendo el motor, que de veras ruge como bestia

prehistórica, vuelta a la vida con un simple clic de algo tan minúsculo como una llave, un

chispazo, unas gotas de combustible. Son las cuatro de la mañana, y el tercer cigarro

confronta el frío que permaneció en vela en mi rostro. Froto mis manos, y al calentarse la

máquina, me maravillo del poder que esconden las entrañas de mi mastodonte mecánico: el

Jilguero lo llamo, y ya la aceitosa sangre lubrica su ronroneante pecho. Yo, envuelto entre

sombras, vuelvo a recordarla...

Gabriela... Ciertas cosas que la existencia nos depara son injustas, o de plano no

estamos capacitados para entender las reglas del destino. ¿Sabes que te veías linda con tu

falda de gasa y el pelo recogido? Y tu cuerpo tan delgado y armonioso que a veces me hacía

dudar si eras real, o... O a lo mejor...

Voy embragando una a una las velocidades, hasta que el Jilguero recobra la marcha

que le gusta. A esta hora la pista se halla libre, y las primeras franjas del amanecer ya asoman

por el horizonte. Reviso el contenido del termo, y sé que dentro de dos horas necesitaré

abastecerlo con más café: café puro con casi nada de azúcar. Allá donde Santa Martha

guarece a los caminantes y a los traileros solitarios, a las siete menos quince para ser exacto,

a punto estaré para la siguiente ronda de cartas, hazañas y desvelos; café, bizcochos y

cigarrillos.

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¿Te acuerdas, Gaby, que nos miramos por primera vez en aquel lugar, mientras tú

acariciabas a un gato de largos pelos blancos? «Son tan idénticos sus ojos», te dije, y bastó

ese detalle para llevarlos prendados en mi alma. «¿Le gustan, caballero? Lástima que no se

los pueda regalar —comentaste, y un tenue rubor acariciaba tus mejillas. Sonreíste como para

disipar el sobresalto—. ¿Con qué miraría el gato?». Y yo apunté: «¿Con qué mirarías tú,

preciosa?». Y eso fue todo.

Cruzo el puente distrital y tengo que maniobrar bien pues la cuesta es larga y

pronunciada. El Jilguero ruge y parece hundirse en el sopor que está anclado a mis

pensamientos. Hemos de parecer, así a lo lejos, una enorme oruga, pesada y somnolienta que

avanza por la rama doblada de un árbol. Ya despunta la mañana y algo de tráfico comienza

a circular en torno mío. El camión pasa lento hacia el otro lado del Bordo, y con la pendiente

que viene retoma su andar. Parece, Gaby, que te veo cruzando el puente en dirección contraria.

Encuadro bien los espejos para no engañar la vista. No. No eres esa mujer. Aunque se parece

mucho a ti.

—Espera. Tengo que decírtelo ahora. Más tarde no sé si podría —interrumpes el beso que

nos dábamos y me tomas de la mano. Tus ojos se posan ansiosos y tristes en mí, y algo me

dice que es el principio del fin.

Todavía ayer repasaba los planes, y daba vida a las múltiples opciones que tendríamos

para pasarla bien: ¿Cuál se presentaría primero? ¿Cuál enseguida? Así de excitado jugueteaba

con el destino. Oh, Dios mío, mañana podré verla y tenerla y abrazarla, y...

El destino... A veces deseo con fervor que mis ilusiones se cumplan... Es como robarle

una pizca a la belleza del mundo, y depositarla en las cosas comunes que nos pasan.

Si supieras la de noches que me despierto pensando en ti, deseándote, extrañándote.

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Pero, este día, que estás justo a mi lado, algo parece que se cuela entre nosotros y nos

distancia irremediablemente. No podría explicarlo. Mi silencio ha de hablar por sí mismo.

Tus ojos tristes igual. Sólo atino a pisar con furia el acelerador, sintiendo cómo la tarde,

radiante y calurosa, nos engulle y nos suplanta: dos jóvenes enamorados, anónimos y

decadentes, confrontando una jornada extraña.

—Escúchame, por favor. Detén el auto —tu voz tan suave y afligida reverbera.

Automáticamente obedezco tu súplica. No podría desoírla, lo sabes bien. Me he

acondicionado tanto a ti. En medio de los pitidos y voces, paro el coche a media calle. Sigo

tenso y con el calor a cuestas. Los claxonazos arrecian. La ciudad majestuosa ofrece uno de

sus mejores cielos, como pocas veces se ven. Una parvada de palomas levanta vuelo cerca

de los árboles del parque; varios niños juegan a perseguirlas.

—Mira, yo también te quiero, lo sabes, pero... Es necesario que lo entiendas.

Recobro algo de sentido común, y reenciendo el auto para aparcarlo en lugar seguro,

lejos de todo el mundo.

Si los sueños se volvieran realidad..., no estaríamos aquí. ¿Qué fue lo que pensé que

podríamos hacer hoy? Haríamos el amor en el cuarto de un hotel, dulce hotel. Tal vez la

besaría hasta robarle todo el aliento; sí, interminablemente, hasta romper el respectivo récord.

O quizá bailaríamos desnudos, justo en esa fuente donde los angelitos de piedra vierten sus

orines sagrados. Ay, Gabriela, ¿sabes lo que soñé ayer?

—Espera, tengo que decírtelo... Me voy a casar.

Un vendedor de dulces se acerca y nos ofrece su mercancía, pero se marcha al no ver

reacción nuestra. Me dices algo más, pero no alcanzo a comprenderlo. Siento como si el aire

que respiro me quemara, y dos lágrimas acuden para refrescar con su pequeñez mi vida.

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Cuando volteo para intentar decirte lo que soñé, ya te has ido. Las risas de los niños del

parque son tan plenas, que aún estando lejos siguieron retumbando en mis oídos.

No sé cuánto tiempo he conducido el auto. Llevo menos de medio tanque encima y

varios kilómetros de por medio. La ciudad ha quedado muy lejos. Es de noche, y el frío que

reina me espabila y alerta mis sentidos. No reconozco este trayecto, pero creo que allá a lo

lejos se ve la intersección de otra carretera.

«Te quiero tanto», me dijiste ayer justo antes de marcharte, mientras te vestías y alisabas tu

ropa. La cabellera larga que peinaste y sujetaste con un cordel, te da un aura de misterio que

no atino a descifrar. Y el olor de tu cuerpo permaneció junto a mí. ¿Sabes que ese contraste,

entre tu piel como de luna y el negro profundo de tu pelo, me hace perder la cabeza? Gaby

de mi vida, apenas te vas y ya comienzo a extrañarte. «Pronto nos veremos», te grité feliz

desde el quicio de la puerta, y lanzaste un beso como mariposa de aire, que entre mis manos

se cobijó para consuelo. Consuelo mío.

Luego salí para recorrer las calles buscando algo para ti, que sabía te gustaría: de plata

ha de ser, sin duda, el anillo con el que te he de proponer matrimonio. Sí, con una zirconia,

o un granate. Más tarde me cobijé en el paradero de la Estación Oriente, para comprar los

viáticos de la próxima corrida. Veracruz, Oaxaca o el Sureste, no sé; cualquier derrotero es

el mío. Pero he de volver y te buscaré, Gaby de mi alma, y para siempre seremos felices.

Ahora que escucho el rumor del tráiler forzándose, acude tu recuerdo como una luz

potente en esta soledad. Ni los humos de los otros camiones, ni los vehículos que pasan

veloces, logran evadir mi deseo de pensarte. Cuando volví a abrir los ojos te miré, allí,

recargada en el ventanal, desnuda y mirando el transitar de la gente. Parecías un ángel. Hasta

imaginé que tenías alas. Creo que hubieras saltado al vacío perdiéndote en el azul cielo, de

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no ser porque te volviste al sentir que te miraba. Nos miramos, sonreímos y nos abrazamos.

Y volvimos a hacer el amor con tanta dicha. «Quiero ser tuya por siempre», dijiste, mientras

acariciabas mi nuca y te cobijabas en mi pecho. Algunas lágrimas resbalaban de tus ojos.

He manejado todo el día. Anochece y la fatiga atenaza mi espalda. He de franquear

los últimos 40 kilómetros antes de arribar a la ciudad. La autopista está más libre que de

costumbre y el Jilguero ruge de contento. «Podríamos hasta tener un hijo —comentaste en

el desayuno—. A ver qué me dices ahora que regreses». Ya nos veremos, ángel mío, y

seguiremos con los planes.

20 kilómetros y mi corazón late ansioso, acompasado al rítmico pulso de los pistones

y bielas, de la oleosa sangre que fluye en el alma del tráiler. La gran urbe allá a lo lejos,

centelleante como una gran constelación, parece darme la bienvenida. Entro a la zona de

curvas y por un momento no distingo bien el camino. «Temo que algún día me olvides», me

dijiste, y siguió un silencio largo. Yo sorbía el café que se había enfriado y tomé tus manos

infantiles entre las mías, rudas y ansiosas, y las besé agradecido de tenerte. Gabriela.

Gabriela... No te olvidaré jamás. ¿Cómo podría?

Tus ojos me miraban intensos, como nunca los había visto, como esa luz que viene

intempestiva a mi encuentro. Magníficos tus ojos. Magnífica la luz...

Doy otro acelerón furioso y el auto se desboca entre las curvas de la desolada carretera. No

he de volver. ¿Para qué? Es mejor dejar las cosas así. Ciertos sucesos que la existencia nos

depara son injustos, o de plano no estamos capacitados para entender las reglas del destino...

¿Sabes que te veías linda con tu falda de gasa y el pelo recogido? Y tu cuerpo tan delgado y

armonioso que a veces me hacía dudar si eras real, o... O a lo mejor... Pero eso ya no importa.

57
Pronto amanecerá, y será preciso dejar distancia de por medio. Entre más lejos estemos,

Gabriela, mejor.

La máquina vuela, y el aire que penetra violento me arrebata el llanto que desde hace

rato mojaba mi rostro. Mi visión se empaña, y sólo atino a confrontar el soplo helado

entrecerrando los párpados. «Lo siento. Nunca te olvidaré», me dijiste la última tarde, y tus

ojos intensos proyectaban una extraña luz, como aquella que justo ahora miro de frente.

Gabriela... Gabriela... ¿Cómo pudiste? Es tan intensa la luz y tanto mi dolor. Tanta la

humedad de mi semblante y el golpetear en mi cabeza que ya no siento lo demás. Hasta ya

casi ni percibo el olor del combustible incinerando tu recuerdo...

«La serenidad de la noche fría y oscura me rodea por completo. ¡Qué raro! No recuerdo ser

tan susceptible a esas cosas, hasta hace poco... Ahora hasta podría asegurar que la tierra se

ha inclinado un poco más... Qué más da. Sólo sé que hoy siento... y más que nunca. Delante

de mí se extiende la calle solitaria envuelta en un aura melancólica, casi sepulcral. A lo lejos

se escucha un blues. Probablemente proviene del bar de enfrente. Tal vez... Pareciera que

todo aquello estuviera dispuesto para mí, para mi alma y mi corazón que se encuentran

inconsolables. Si él supiera cómo me arranca un poco de vida cada vez que lo veo infeliz. Si

supiera que mi día se hace una y otra vez cuando lo veo sonreír. Pero hoy no. Hoy me tocó

morir. El viento choca de lleno con mi rostro que empieza a entumecerse de frío, de calor, de

amor. Vivo en un torbellino de emociones que me arrastran y me hacen girar.

»Un gran estruendo me despertó de mis ensoñaciones. Todos en el bar se perturbaron,

han salido. ¿Qué habrá sido? ¿Qué habrá pasado?

»Dos mujeres... Dos mujeres han muerto.

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LAS PALOMAS

El calor se ha intensificado. El estiaje está en todo su apogeo. El viento perseverante de la

ciudad de Hidalgo no logra su cometido de disipar la oleada abrasadora que acomete a los

bañistas. Dos cubos de hielo se ven empapados en la gaseosa que un mesero gentil pone al

alcance de Ana. Ella agradece la atención, y de inmediato bebe regocijándose con las

burbujas que de golpe refrescan su garganta. Su madre la ve con indulgencia y sonríe.

—¡Vaya que tenías sed! —le dice, acomodándole un mechón dorado de cabello por

detrás de la rosada oreja—. De todos modos, es un lindo mediodía, ¿no te parece? —confirma

para sí misma la anciana mujer, y vuelve a mirar radiante hacia donde sus dos nietos retozan

sin parar.

Los pequeños, Elizabeth y Adrián, llevan ya más de dos horas en los toboganes de la

alberca especial para menores, empapados del bullicio y colorido que sólo los infantes

pueden percibir sin importarles las condiciones del clima, o si ya desde hace rato pasó la hora

de comida; o si su madre tiene jaqueca y unas ganas tremendas de dormir la siesta.

—Madre, creo que me voy a morir sofocada —balbucea Ana, y ya coloca el helado

vaso en su mejilla ardiente; sus ojos están irreconocibles tras las oscuras gafas, el cutis pálido

ahora enrojecido—. ¿Podría encargarte a los niños un instante? Necesito darme una ducha y

descansar un poco.

Sin esperar respuesta, Ana se incorpora haciendo un ademán inexplicable de

desencanto, luego se encamina a la habitación del hotel. Su madre la ve alejarse despacio por

el pasillo que cruza las albercas, entre la algarabía de la multitud que chapotea y ríe al unísono,

bañadores, inflables y pamelas multicolores por doquier. Piensa que es una lástima que justo

ahora, que se disponían a pasar un fin de semana agradable, la migraña retorne impenitente.

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Después de todo, ha sido un mes de intensa labor el que su hija ha desplegado en la oficina,

y más con el nuevo puesto que le han encomendado. Por lo menos de oídas lo sabe, pues

suele mantener cortas pero frecuentes conversaciones telefónicas con ella, de noche

principalmente, con las que se ha dado idea de lo duro que es en estos días conservar un

empleo. Conservarlo todo, en realidad.

Hurga entre las bolsas algo para calmar el hambre. Halla una tostada resquebrajada,

le unta crema y la muerde con parsimonia, la mirada puesta en la azul y brillante atmósfera.

Repentinamente, una pequeña tórtola gris se posa en el respaldo de la silla que abandonó Ana.

La avecilla, grácil y de vivos ojillos, escruta sin temor a la anciana, y parece como si en

cualquier momento fuera a decir algo, pero emprende vuelo al acercarse los pasos de Alberto,

el esposo de Ana, el cual ha logrado lo que nadie: que los niños salgan del chapoteadero y

por fin coman.

—Sí que fue buena idea ocupar este quiosco, ¿verdad, abuela? —dice el pequeño

Adrián, mientras muerde con fruición una manzana.

—¡Yo quiero un sándwich! —suplica Elizabeth, al tiempo que se cubre el moreno y

escuálido cuerpo con la toalla.

La mujer le cuenta a su yerno lo que aconteció a Ana. Él sólo levanta los hombros y

bebe la gaseosa que dejara casi intacta su esposa. Una bandada de palomas cruza el inmutable

cielo, ante la indiferencia de las familias que buscan ampararse bajo cualquier sombra.

—Tal vez al atardecer mejore su estado de ánimo, cuando vayamos de visita a la plaza

de Ixmiquilpan —aventura a decir Alberto—. Unos pastes y un café bien preparado siempre

son un alivio.

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Los pequeños apenas probaron bocado y ya emprenden carrera de nuevo hacia las

albercas. Alberto enciende el cigarrillo a su suegra, y ambos, fumando, contemplan

maravillados el gozo y energía que increíblemente caben en esos flacos cuerpecillos.

La plaza principal de Ixmiquilpan está a unos ocho kilómetros del balneario de aguas

termales. Son casi las seis de la tarde, y el ocaso ya se insinúa detrás de los altos cerros que

rodean el bajío hidalguense. Domina el escenario el cerro de San José, el cual extiende sus

sombras sobre las cactáceas y arbustos, cubriendo buena parte del horizonte. En el centro del

poblado, a un costado de la Parroquia de San Miguel Arcángel, se encuentra la plaza

municipal, la cual tiene como atractivo una fuente de la Diana Cazadora. Algunas personas

conversan sentadas en el pretil de la fuente o en las banquitas metálicas que hay en los

márgenes. Las luces de los negocios y locales que hay alrededor comienzan a encenderse,

dando cabida y consuelo a propios y extraños. Los autos circulan en torno a la glorieta, y

varios transeúntes atraviesan la explanada y las calles aledañas, cada cual con su senda y

destino trazados.

Ana, visiblemente repuesta, camina tomada del brazo de su madre, ostentando una

apacible sonrisa. Alberto, animoso, va tres pasos adelante mostrando a los niños los detalles

del lugar. Cuando llegan a la fuente, lejos de admirar las sugerentes curvas de la bronceada

amazona que apunta al cielo, o los refulgentes chorros de agua que saltan, lo primero que

llama su atención son las decenas de palomas bravías que se aglomeran por aquí y por allá,

en la tarea de comer y picotear el alimento que algunos buenos parroquianos esparcen sobre

las baldosas oscuras.

—¡Mira, mamá! —grita la pequeña Elizabeth, al punto que se lanza sin más hacia un

grupo de aves que contienden por granitos de arroz y de maíz—. ¡Mira!

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Alberto tampoco puede contener el alborozo repentino que embarga a Adrián, el cual

se suelta de su mano y sigue en veloz carrera a su hermana. Ambos, felices, se unen a otros

tantos niños y niñas de mayor o menor edad, que de allí o de más allá se desprenden del

amparo de sus padres, y van en pos de las sorprendidas palomas, las cuales los evaden con

cortos y rasantes vuelos.

—Alberto, mira, graba a los niños persiguiendo a las palomas —solicita Ana,

mientras le pasa a su esposo la videocámara que traía colgada al hombro.

—¡Se ven tan lindos! —dice la abuela, disfrutando la escena cual más.

Y es que el acto tiene lo suficiente como para ser especial. Ambos bandos:

colúmbidos e infantes, símbolos de inocencia y virtud, retozando libres en un mundo

controlado por los adultos, plagado de maldad e injusticia...

—¡Ven, papá, ven! —al unísono gritan Adrián y Elizabeth, llamando a su padre sin

detener su feliz carrera.

Alberto se afana en enfocar bien el lente y captar esos recuerdos inolvidables. No es

el único, pues diseminados por toda la explanada, otros padres igual de orgullosos de sus

hijos e hijas procuran recordar de cualquier forma lo que acontece.

De pronto, ocurre algo inesperado: un viento arremolinado cargado de polvo y

presagios circula por toda la plaza central, obligando a los paseantes a cubrirse el rostro por

un instante, con lo cual los ojos quedaron velados de momento para evidenciar lo que pasó.

Podría parecer normal por estos lares que un ventarrón llegara a la ciudad, dada su

fama de acunar aires insumisos. Pero... Únicamente las cámaras de video o teléfonos de

última generación, con tecnología apta para captar en una milésima de segundo los resquicios

ocultos de la realidad, pudieron dar fe de lo acontecido: al llegar la inusual ráfaga, los

pichones dejaron de picotear las semillas y emprendieron vuelo masivo. Los niños y niñas

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que corrían felices tras las aves, parecieron detenerse como suspendidos, confundiéndose

entre un torbellino de plumas de tonalidades grises, blancas y azulosas; sus piernas y brazos

alternando con el vigoroso aleteo y el agitar de rosáceas patitas con uñas negras; sus risas

plenas mezcladas con los incesantes arrullos de las palomas. Juntos desprendiéndose de esta

tierra...

Luego, todo volvió a la normalidad. Una nube gris retumbó a lo lejos, como preludio de la

tempestad, regresando a la gente a su ordinaria condición. Todos mirando desconcertados

hacia el encapotado cielo, hacia la parvada de palomas (que, inexplicablemente, es tan

grande) huyendo hacia el campanario para ponerse a resguardo de la feroz lluvia que

comienza. Todos llamando a gritos a sus hijos, sin obtener respuesta..., buscándolos en medio

de los implacables goterones que arrasan ya el mundo, inundándolo de desamparo. Todos

corriendo, chocando unos con otros, mirándose unos a otros los rostros desencajados y

suplicantes, en un sentimiento compartido de orfandad.

63
35 mm

Sobre un cuento de Enrique Jaramillo Levi que nunca existió

Me miro al espejo y me encuentro atractivo como antes solía serlo. Creo que hasta las arrugas

que surcan mi frente, y las patas de unos perdurables y anónimos gallos que se posaron en

mis párpados, se han desvanecido, huyendo con su quiquiriquí ilusorio que espabila a este

tiempo letárgico, que, muy a mi pesar, se ha instalado en mis opacos ojos de cordero (en

algún lugar he de haber visto los ojos semiadormecidos de esos rumiantes; no sé, una

caricatura, alguna revista tal vez). Pero con todo y el inconveniente de los ojos, ¡vaya que

uno se ve mejor después de una refrescante ducha! No importa la edad que se tenga. Y luego

están los aditamentos para maquillar y acondicionar al personaje que está presto a entrar en

escena. Por aquí la crema hidratante, por allá unos toques de loción; el pelo lustroso y alisado

cuidadosamente, y ¡listo!

Sí. He recuperado mi porte varonil. Bastará con meter un poco el vientre y levantar

los hombros, para aparentar la fortaleza de otros ayeres..., aunque caminar así me resulte un

tanto incómodo. Echo pues a cuestas mis candorosos cuarenta y pico de años, tomo un respiro

enérgico de aire y salgo a la calle al encuentro de ella. Qué mejor edad puede tener un hombre

que se precie de serlo, no obstante muchos opinarán lo contrario. Que si: «Ya se te pasó el

tren, o, ¿es que acaso no piensas sentar cabeza?». «No vayas a ser de esos "raritos" que andan

por ahí». «Ya no estás en edad para "esos trotes", hermano». Simplezas.

Lo cierto es que de un tiempo a esta parte salgo con una mujer mucho más joven que

yo. Hermosa, diría, sin falsa modestia. «Nos vemos en el lugar de siempre, mi vida», me dijo

hace tres días, justo antes de abordar el colectivo. Yo la miraba subir los peldaños del bus, y

recoger su falda azul con tal encanto que fugazmente dejó ver, en una verónica magistral, un

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breve resplandor de su pierna. Y después la vi alejarse. El día se iba muriendo, y las gotas de

una leve llovizna ya apaciguaban el calor de este abril como ningún otro que recuerde:

esplendoroso, pero poblado de nubarrones y chubascos sorpresivos, al igual que sus volátiles

besos en mis labios.

Luego la humedad inundó toda la ciudad, las calles como ríos turbulentos al igual

que los sueños...

Las cinco de la tarde. Debo apurarme. Vuelvo a mirar su foto y la encuentro bella,

como siempre. Aby... Sus profundos ojos dicen más que mil palabras, a pesar de que la foto

es un tanto pequeña. De regalo de aniversario me obsequió un álbum con tres fotografías

suyas que son un primor. «Son para que me recuerdes», decía, y yo las repasaba una y otra

vez, embelesado, como tratando de guardar en mi memoria cada detalle de su rostro, de su

cuerpo, sus poses elegantes y misteriosas; su sonrisa a medias, como la Mona Lisa... Abordo

un taxi y una a una las contemplo. De nuevo creo escucharla: «Esta fue en mi graduación,

qué tal, ¿verdad que nada he cambiado?

»Esta me gusta mucho porque creo que me veo bonita.

»Esta otra no tanto, pero me agrada cómo luzco con ese vestido... Aunque

seguramente tú has de tener mejores pretendientes.

«Ay, Aby», me digo recordando su tierna pose y su perfil. Guardo las fotos en el

bolsillo de mi saco, y siento cómo se desliza su beso frutal y exótico en mis ansiosos labios.

Mientras el taxi hace quiebres osados entre los charcos de las avenidas acuosas como

espejos, miro el reloj y me sorprendo de lo temprano que es. No creía llegar así tan deprisa a

mi cita. Ahí delante está la tan conocida parada del autobús. «Tendré que esperar una

eternidad», pienso, y a la par enciendo un cigarrillo y hago intentos por leer el último relato

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del libro que estoy a punto de culminar: Duplicaciones, de un tal Jaramillo Levi. Este cuento:

"35 mm", es muy corto, y creo que me dará tiempo de leerlo en lo que ella llega:

Entonces el joven, maravillado, levantó la vista hacia la acera donde ya caían las

primeras gotas de lo que parecía una inusual tormenta en este abril esplendoroso.

¡Cielos! Cielos que se están cayendo así tan torrencialmente sobre nosotros. Miro la

repentina cortina de lluvia color acero arrasar de pronto con el mundo, los autos atascados,

los árboles deshojándose, la gente correr. Y yo guareciéndome entre la multitud, junto a otros

frustrados amantes que sin duda también esperaban a sus parejas en esta misma parada. Todos

apretados bajo el pequeño toldo que apenas si puede contener el aguacero.

Miró su reloj y comprobó que el tiempo marchaba lento, lentísimo... ¿A qué hora

llegaría por fin?

No puedo seguir leyendo. El rumor del diluvio que ha colmado la ciudad es intenso:

la humedad se respira por todas partes, y ya el agua saltarina abraza mis zapatos y mis

pantalones, mordiéndome con su frialdad.

«Aby, ¿a qué hora llegarás?».

Después del tercer cigarrillo guareció sus manos en los bolsillos de su saco, y

comprobó que las fotografías estaban ahí, sorprendiéndose de hallarlas, justo ahora que el

temporal arreciaba.

El ambiente se carga de electricidad y malos augurios, y el eco de las voces

despertadas por la tormenta fue colándose en mi mente, goteando su premura y fatalidad. El

repicar de los gruesos goterones que revientan en el toldo, opaca cualquier otro sonido

reinante.

«Ya es tardísimo, y ella no viene».

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En ese momento, una mano frágil y húmeda se posó sobre su hombro, y repitió tres

veces su nombre sin obtener respuesta. Él, inmutable, seguía mirando caer los goterones en

la calzada, atestada de autos detenidos y gente buscando refugio...

¿Aby? No. Disculpe, creí que... No, no hay problema. ¿Sabe? estoy esperando a mi

chica. Es más o menos así de alta como usted. Y así de bonita. Verá, le enseño una foto de

ella...

Su beso fue como la lluvia que empapa el rostro y aviva recónditos deseos, abruptos,

intemporales. Su abrazo festivo salpicó la acera y su alma. Luego él la tomó de la cintura y

alegremente la izó como si fuese de escarcha o aguanieve.

Aguarde un segundo, estoy seguro de que aquí traía una foto suya... No. Bueno, en

este otro bolsillo, a ver...

Su sonrisa plena evocaba el mar, y sus cabellos húmedos se difundían más allá del

caos, más allá de las luces de la ciudad inundada.

¡Aby! ¡Aby! ¿Dónde estás?

Señorita, ¡espere! No, no se vaya, por favor. Mire, le aseguro que no estoy loco. Aquí

tenía las fotos, ¡se lo juro!, todas ellas de mi Aby, la que se parece tanto a usted...

Poco a poco la tempestad cedió, quedando sólo el frío espeso de mil suspiros

ignorados. Las calles se fueron drenando, los sonidos apagando, y todo el mundo ya dormía

plácidamente en el anonimato de la noche. Debajo de la banca de la parada del autobús,

una foto mojada y pisoteada deja entrever una mujer de edad indeterminada, con su sonrisa

a medias, como la Mona Lisa.

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OJO DE HORMIGA

Tomando el diario que finge leer como buena cubierta, recargado en el poste de luz que se

yergue solitario en la acera, el Gran Hermano se apronta a espiar a la pareja de adolescentes

que se hacen arrumacos y juguetean con las manos, en la banca del pequeño jardín. Alevoso,

toma el periódico con la siniestra y comienza a acariciarse su miembro, indecentemente, sin

importarle el absurdo transitar de las personas que, indiferentes, no saben de los cientos de

ojos anónimos que espían y dan rienda suelta a una desbordada lujuria. Lascivia ocular.

Voyeurismo. Ménage á trois procreado en este clandestino resquicio del tiempo.

Cuando los desprevenidos tórtolos, luego de su frugal escarceo erótico, por fin se dan

cuenta de que alguien los asedia, ya el mirón consumado ha logrado su objetivo. Mísero

triunfo. Y se apresta a poner los pies en polvorosa.

Antes de su retirada y tras escuchar los nimios insultos de los púberes, se sacude de

la oreja algo que se mueve ocasionándole un nervioso cosquilleo. Se trata de una hormiga

maderera: grande para ser precisos, ambarina y algo gorda y lenta. Seguro tiene su hogar en

las entrañas del poste de luz que estaba al lado. La ve retorcerse confundida a sus pies, y tiene

el impulso de aplastarla. Pero no lo hace. Siente una inusual lástima. Entonces se va. Ambos

se van: mirón y hormiga.

A como dé lugar, el Gran Hermano se hace de ingeniosos medios para deleitarse y no ser

descubierto en sus tropelías visuales. Su libidinoso afán de capturar, aunque sea por un

momento, a descuidados amantes en acción, ha requerido grandes dosis de paciencia y algo

de suerte. También la fortuna les sonríe a estos intrusos pervertidos, para colmo.

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Y allí están los miles de Romeos y Julietas: impetuosas parejas que construyen, tras

los muros de un amor pertinaz e inasible, los lazos de la pasión que se desborda y se derrama,

que se percibe, que se huele, que se ve... Pobres mortales. Sublimes mortales. Amantes

descubiertos y expuestos a la desconsideración y malicia del mundo.

Cierto que en estos menesteres idílicos la única ofensa es tener público, pero ¿qué

sería de las grandes historias de amor más bellas que se han contado, sin la intromisión de un

observador empedernido, ojeador, oteador, mirón compulsivo? ¿Quién daría fe de esas

hazañas subrepticias? El Gran Hermano lo sabe. O por lo menos eso cree. Sabiduría

impersonal lograda a fuerza de mirar, escrutar, una y otra vez, enfermizamente, oculto en el

anonimato irredimible del gran conglomerado humano que hay en todas las ciudades.

Perdido en los resabios de su afanoso ejercicio visual, el Gran Hermano además sabe

que el ser descubierto y hostilizado, cuando sucede, no es del todo malo, pues siempre queda

la sensación placentera de hurgar, husmear, huronear lo prohibido; y qué mejores referentes

para confirmar la ofensa que, ¡los propios testigos oculares que osaron descubrir al fisgón!

Es decir, los mirones que miran al mirón... Es una violación virtual y recurrente, cíclica, a la

intimidad de los personajes implicados.

A todo esto vuelve el Gran Hermano, a la par que su febril mente planea dar el

siguiente golpe (la siguiente ojeada, para ser exacto). Ahora se trata del espectáculo instalado

en el asiento trasero de un vehículo, aparcado en una oscura callejuela del vecindario.

El Gran Hermano sabe que esos impenitentes y entusiastas enamorados en cuatro

ruedas, cegados por su cachondez, olvidan un pequeño detalle: cuando se dejan ir cada vez

más en su osadía, en el entrechocar de cuerpos, besos y toqueteos, ¡siempre cierran los ojos!

Y es en estos exquisitos momentos, cuando el experto artista de la mirada atrapa en un tris

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las mejores tomas. Y luego las arma y las recrea como un cortometraje depravado que tiene

un solo director y productor y espectador: ¡él mismo!

Cercano, pues, a la improvisada escena, se instala junto a la puerta trasera del

automóvil, y, en cuclillas, sigilosamente, lanza una andanada de flashes oculares por la

ventanilla, en close-up, y a punto está él de alcanzar también el clímax.

Entre gemidos ahogados y risitas soeces, en sincronía perfecta, los tres clandestinos

amantes rinden tributo al amor procaz, sin que el ruidoso tumulto de la ciudad se entere.

Él, nuestro voyeur consumado, huye del set y se oculta tras unas cajas y escombros

en la acera contraria, a esperar que baje la marea. El auto de los amorosos-artistas se va.

Cuando se prepara a encender un cigarrillo, nota que en la defensa trasera de otro

coche próximo a su escondrijo, una hormiga maderera, algo grande y lenta, asoma su cuerpo

gordo y su rostro indescriptible, moviendo sus antenas con curiosidad. Él hace intento de

apagar el cigarro sobre el insecto intruso, pero este desaparece por una rendija del maletero.

El Gran Hermano se siente estúpidamente descubierto, y tras maldecir su sino, echa

a andar por la lóbrega calle hasta llegar a un local alumbrado de neón, sólo para comprar algo

que beber. Apura el primer trago de brandy, el cual resbala lento y pegajoso por su garganta.

Cerca de él, en una mesita concéntrica del bar, los dos amantes del auto/cama entrechocan

sus copas y sus labios triunfales, en complicidad, a la vista de todos.

El conspicuo fisgón, a ojos ajenos y atentos, trabaja y tiene un puesto de sueldo mínimo en

una oficina común y corriente, como cualquier otro individuo clasemediero que se precie de

ser normal. Normal... Así las cosas, se la pasa ordenando expedientes y contratos de

compraventa, en horario cómodo y flexible que, para su suerte, le permite de vez en cuando

seguir practicando sus manías.

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En esa exacerbación de sus más ruines instintos, ha hecho un pequeño orificio en el

muro falso que da al baño de las damas. Gentiles damas (para él "genitales damas"). Y, con

reloj en mano, pretextando cualquier cosa, se instala ceremoniosamente a mirar. Sólo mirar

por la ranura que bien disimula con una borla de algodón.

El Gran Hermano (apodo que le pusiera alguno de esos ingeniosos colegas del trabajo,

que supiera por casualidad de sus desviaciones sexuales, y que sin duda también compartía),

en sus afanes por alcanzar su objetivo, ha instalado una mirilla de aumento en el estrecho

agujero, («Es para verte mejor», como dijera el Lobo feroz a la inocente Caperucita), y hasta

ha pormenorizado un horario de visitas al baño. Ridiculeces. Pero si de mirar se trata...

Cuando ha llegado la hora de que la señorita recepcionista visite el tocador, el Gran

Hermano toma posición de ataque. Mide cuidadosamente el terreno. Manosea sus armas,

húmedas y palpitantes, y...

La joven pelirroja aprovecha el momento de íntima soledad para acariciarse de pasada.

Se sabe segura de todo y de todos. Bajo las bragas sus dedos parece que acariciaran un

pajarillo tierno, cálido, hambriento... La avecilla comienza a piar suavemente. Y, allá en lo

alto, sobrevolando está el buitre, el ave de rapiña que mira y acecha a su presa.

Cuando se lanza en picada para coger la minúscula criatura, al borde del éxtasis, un

dolor punzante lo regresa a la realidad: sobre su brazo, increíblemente viva, una hormiga

maderera, grande y pesada, ha hincado agudo mordisco a nuestro depredador.

Reprimiendo un grito, el sátiro sacude el brazo herido y mira con desprecio al pertinaz

insecto caído. Es la tercera vez que lo ve..., cavila exaltado.

Mientras, abajo, en un mundo minúsculo e infinitamente misterioso, desconocido a

ojos que no ven más allá de su entorno, la hormiga, desconcertada, levanta su cabeza y sus

71
antenas hacia esa lejanía, que es una abstracción en sí misma: hacia el Gran Hermano. Es la

tercera vez que lo ve..., piensa la pobre.

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TRANSPORTE COLECTIVO

El hombre de gabardina negra y portafolios aborda el colectivo frente al paradero, justo a las

19:00 hrs. Ha sido un lunes agotador, de esos que dejan la sensación de apenas progresar algo

con los muchos pendientes que hay en el trabajo.

El otoño está en su apogeo. Los vientos se emancipan llenando los espacios con

polvaredas y recuerdos a granel. El lejano tañido de las campanas de alguna vetusta iglesia

libera bandadas de palomas confundidas, como pinceladas grises en el cielo, que buscarán

reposo no se sabe dónde.

Las terrazas, una a una, cierran sus ventanales ante el inminente crepúsculo, y tímidas

luces surgen por toda la ciudad como irreales constelaciones, a ojos ajenos y despiertos.

Cientos de afanes y desesperanzas morirán anónimos, cual hojarasca, en medio del

conglomerado humano...

El hombre, un simple trozo desprendido de la gran masa, trata de arropar su aliento

fatigado. Mentalmente repasa los múltiples pendientes que dejó en la oficina a la espera de

ese alguien —él, por supuesto— que vendrá mañana a redimirlos, a darles sentido; como

pertinaz prestidigitador de anhelos... La burocracia citadina.

Ensimismado con esos pensamientos, se apretuja en el colectivo que aborda justo a

las 19:15 hrs. Abrazando su portafolios se acomoda lo mejor que puede en el asiento, y

entonces percibe el calorcillo irritante que reina en el ambiente, y la sudoración de sus

congéneres los cuales, en la penumbra, adivina que lo miran con curiosidad.

Presto, el transporte continúa su peregrinar por las venas de la gran urbe, lleno hasta

el tope por múltiples seres desconocidos, rotos y desarraigados. Sólo se oye el ronroneo

73
monótono del motor y algún regusto acre de combustible se cuela al interior. El hombre de

gabardina checa la hora: 19:20 hrs.

Cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad, distingue mejor su entorno, y los ve

resueltamente: gente toda proveniente de distintos estratos de la sociedad —cruel sociedad;

extraña sociedad—. Cada cual con su facha, cada quien con su historia. Todos ellos mirando

a todo y nada a la vez. Las órbitas que se mueven vagas son apenas prueba de que siguen

vivos, latentes. El hombre de gabardina se sacude cierto estupor que parecía que de un

momento a otro lo convertiría en estatua. Mira a lo lejos el tránsito que tedioso se extiende

más allá de su vista.

El inmutable palpitar del reloj aguza su mente: 19:45 hrs. No es posible que entre este

agobio la vida se vaya así, sin reparo. Las luces de los autos y el rumorear de la multitud allá

fuera, parecen como perdidos, aparcados en una vía atemporal que todo lo abarcase.

Él, se ajusta las solapas de su gabardina, y hace chasquear las vértebras de su cuello

atenuando la rigidez. Mira a la chica de enfrente, la cual parece dormitar recargada en la

ventanilla del colectivo. Su larga cabellera reposa entre sus brazos cruzados y sus blancas

piernas ya ceden a la somnolencia, que las hace abrirse más y más, lentamente, prefigurando

un luminoso, grato espacio, entre la negrura. El hombre retiene aquella imagen como un flash.

Comienza un flujo de sangre que se agolpa en la sien, y una ola de lujuria que no logra

emerger, pues el repentino nudo en la garganta es mayúsculo. De pronto parece que el aire

faltara, y el hombre busca con ansiedad abrir la ventila más próxima. La chica, recobrando

un poco de consciencia con el oxígeno renovado, vuelve a cerrar los muslos sin abrir siquiera

los ojos. Son exactamente las 20:00 hrs.

Un segundo después, el hombre percibe otra mirada que también lo percibe a él. En

una ojeada alcanza a ver unos cansinos ojos grises posados en los suyos. Ojos que

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mutuamente se miran como danzando entre una pista de luces y sombras. Ojos fugaces que

se saben contemplados, como a través de un velo de humo por un instante. Se siente expuesto

en su intimidad, pues ahora el dueño de esos ojos, un hombre mayor con gesto severo,

carraspea palabras ininteligibles dirigidas con desprecio hacia él. Luego, el anciano vuelve

la mirada hacia la noche y recupera su pétrea compostura, como gárgola al acecho del tiempo

que se va, del tiempo que aún no ha sido... Son las 20:15 hrs.

Con un dejo de desconcierto, nuestro hombre baja la mirada y se sumerge, aturdido,

en sus antiguas meditaciones. Oficios y memorándums por hacer desfilan de nuevo por su

mente, como murciélagos a la caza de algún rastro del presente, ahora cada vez más incierto.

Inadvertidamente se busca el celular sabiendo de antemano que nadie le llamará, que nadie

le enviará un mensaje. «Tal vez...». Hurga en su bolsillo en busca de monedas suficientes y

parar de una vez por todas el mareador viaje. Unos papeles resbalan de su portafolios, y es

ahora, cuando al hacer intento de recogerlos, que se da cuenta por primera vez del par de

muletas que reposan a su costado: una niña lisiada, como de siete años, es sujetada con

cuidado por su madre; ambas le sonríen para su asombro. El reloj siguió marcando las 20:15

hrs., y se detuvo agobiado, cansado hasta de sí mismo.

Con una oleada de rubor y desasosiego crecientes, el hombre de la gabardina negra

vuelve a su bolsillo, y cuenta nervioso las monedas que parecen deshacerse como chocolates

en su mano. Se siente torpe. Ridículamente torpe y hastiado. Puede sentir las miradas del

colectivo puestas en él. De todas la que más pesa es la de la niña con muletas, que a pesar de

su estado tiene un saludable y hermoso rostro. Rostro puro y sereno. Rostro de ángel

inválido...

A punto ya de bajar en la calle anticipada, el hombre, hecho un mar de sudor y nervios,

siente agarrotadas las piernas. Sin poderlas mover hace vanos intentos por bajar del transporte,

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y aferrarse desesperadamente de algo o alguien, más allá de todo y de todos. Quisiera estar

lejos de este embotamiento insano que vino a distraerlo de sus cavilaciones laborales, de sus

cotidianas manías de oficinista; de empleado común y corriente que ha de lidiar día a día con

montañas de documentos, trámites y demás banalidades administrativas..., aquellas que

mañana se quedarán aguardando a nadie en el trabajo.

Pero no consigue moverse... Cae de golpe en esta conclusión. Ha de precisar apoyo.

Alguien debiera acomedirse en darle una mano, o tan siquiera ayudarle a recoger su

portafolios y sus papeles. Con todo, trata de extender un brazo hacia sus cosas esparcidas en

el piso del vehículo.

«No, mi hija. Cómo vas a creer, niña, que puedes hacer eso... —exclama la madre

dulcemente—. ¿Pero qué cosas dices? Estabas soñando. Vamos, ven mi amor». Estoica,

ayuda a la pequeña a incorporarse.

La gente ve con indulgencia a la mujer auxiliando a su paralítica hija, y, entre todos,

un hombre de gabardina negra de noble gesto le alcanza las muletas.

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ENCUENTROS

Solía verla aquellas madrugadas en que iba a correr cada tercer día. Justo a las 6:30 de la

mañana (todavía en apretada oscuridad el parque vecinal), daba yo inicio a mi rutina de trote

ligero, pero sostenido con vigor, casi religiosamente. Me obligaba a dar (eso de "obligaba"

no es muy exacto, pues en verdad las disfrutaba) ocho vueltas al arbolado y fresco circuito

que queda a un costado de la calle donde vivía. Así, realmente solo (a esa hora nadie de la

colonia se atrevía a pensar en la loca idea de salir a correr), comenzaba mi rutina de ejercicio

aeróbico; acompañado, eso sí, por la esplendente luna y dos o tres luceros que ya sabía bien

ubicar en el vasto horizonte azulado.

Decía que solía verla, pues pocos instantes después de que yo iniciaba mi briosa

marcha, ella también aparecía entre las sombras, a veces llevando a pasear a sus dos perros,

o con una cubeta y una pala jardinera. Allí estábamos los dos: mudos testigos del amanecer

que tardaba en llegar. Nunca supe su nombre, pues meramente intercambiábamos corteses

«Buenos días», cuando coincidía con ella en una de mis vueltas. Una y otra vez la veía,

silenciosa entre la penumbra de los árboles, caminando despacio con los canes o ya

afanándose en aflojar la tierra para sembrar una nueva planta.

Sabía que trabajaba en una estética, pues cierta vez que circulaba con mi auto por las calles

cercanas a mi casa (regresaba yo del trabajo, algo agotado y estresado luego de presenciar

una terrible volcadura de un tráiler en la autopista), buscando dónde cortarme el pelo, de

pronto, en un luminoso local me pareció verla reclinada sobre la melena dorada de una chica.

«Es ella —me dije—: la mujer del parque», y sin pensarlo dos veces me estacioné enfrente

del negocio. Al entrar, me acomodé en un sillón de falsa piel blanca a esperar mi turno. Sólo

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había dos mujeres que atendían los diversos requerimientos de los clientes: una, parlanchina

y simplona; y ella, siempre callada y discreta. Decidí dejar pasar dos turnos, pues

precisamente quería ocupar la plaza que ella procuraba. Cuando estuvo por fin libre, tras

beber un poco de agua de una botella, con un ademán me pidió que pasara. Yo ocupé el

asiento giratorio y entonces me colocó la consabida tela protectora, tomó las tijeras y el peine,

y me hizo una simple pregunta: «¿Qué es lo que quiere?». Yo, como un idiota, no supe qué

decir. Ella pareció reconocerme, pues se quedó inmóvil, extrañada (después supe que aún no

me había reconocido, pues un súbito susto fue lo que la dejó petrificada). Luego retumbaron

dos balazos en el aire y un espejo cayó hecho trizas.

Por un momento parece que somos los únicos seres vivos sobre la tierra. Así, entre la espesa

negrura que se arrellana en los lindes del parque, y la tímida luz que dejan fluir algunos

oxidados arbotantes, mi cadencioso trote y sus silentes pasos parecen acompasarse a los

minutos de un tiempo singular. Los jóvenes árboles y plantas, que proyectan sus siluetas

sobre el pasto y el sendero pavimentado, nos acompañan sin mediar palabra. Nos acechan y

nos resguardan. Todo es mera suposición y desvelada sensitiva. Nada hay que perturbe este

equilibrio temprano: cada bocanada de aire fresco nos otorga el gozo de vivir, de sentirnos

plenos precisamente aquí.

Camino aflojando las extremidades (la meta de mi esfuerzo ya cumplida), bañado en

sudor y el pecho palpitando. Ahora la veo con mayor detenimiento: estatura media, edad

indefinible; su pelo café y el rostro sereno, apenas notorio. Ella también se vuelve y me mira

con sus profundos ojos inescrutables. No hablamos, nada decimos, pero nos reconocemos a

esta hora en que ya comienzan a aparecer los primeros rayos del amanecer. De pronto volteo

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y ya no está. Se ha ido quién sabe dónde. Yo también me iré como un aleteo, pues por hoy la

jornada para nosotros termina.

Extrañamente aquí estamos los dos: amordazados y atados en el piso de una camioneta de

carga, tumbados entre cajas de madera y trebejos, bajo unas pesadas lonas malolientes. Un

moretón en mi ojo me impide ver bien cómo está. No se mueve, pero la oigo respirar y resollar

un poco. Tiembla levemente y de verdad quisiera estrecharla y decirle algo más que el

consabido «Buenos días» (primitivo intercambio gutural entre nosotros). Mi cabeza me duele,

pero recuerdo bien todo: tras penetrar a punta de pistola en la estética, los delincuentes

amagaron a la clientela. Gritaron una sarta de groserías y mataron a un señor que intentaba

salir huyendo. Tomaron el poco dinero que habían recaudado las estilistas y otros objetos de

valor, y luego, mirándonos a los dos, procedieron a jalonearnos y empujarnos hasta la calle.

Ambos nos resistimos pero fuimos rebajados a golpes. Nos subieron a la parte trasera de su

camioneta y arrancaron abruptamente. No sé por qué nos secuestraron.

Ella parece confirmar lo que pienso, pues se revuelve con dificultad y busca mis ojos.

Estamos tan cerca tendidos. Nos miramos ansiosos, como nunca: yéndonos la vida de por

medio, sin parpadear, y así nos consolamos hasta que las lágrimas escurren ardientes. Somos,

por lo menos, viejos conocidos de vista y a eso nos aferramos. Los minutos pasan, y el

turbador viaje parece no tener fin. La oscuridad es total, y el tedio de la carretera da lugar al

zangoloteo y polvareda que delatan un camino de terracería que va en ascenso. Por fin el

vehículo se detiene.

Aspiramos el fresco aroma del bosque por el que andamos a ciegas, entre empellones y soeces

burlas (si no fuera por la condición en que estamos, seguro sería un paseo maravilloso). Ella,

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un poco más reanimada, camina con paso firme delante de mí. Aunque me siguen doliendo

los cachazos en mi frente y las patadas en los costados, trato de mantener el ritmo. Arribamos

a una cabaña oscura y desvencijada, donde ya nos avientan a un rincón. Los individuos

parecen cansados, pues hablan poco y al rato ni caso nos hacen. Unos se van y dos se quedan

para vigilarnos. No prenden un fuego por precaución, por lo que el frío es intenso y nos cala

hasta los huesos. Ella y yo nos juntamos lo más que podemos, tratando de vencer el sueño y

el pesar de no saber tantas cosas.

Los días se suceden sin que cambien mucho los acontecimientos recientes. Seguimos

duras rutinas de sobrevivencia que nos impone el rapto en el que ella y yo estamos. Nuestros

captores ocasionalmente nos insultan y maltratan, pero no como pudiera esperarse... ¿Para

qué nos quieren? ¿Pedirán algo por el rescate o nos matarán? Es ridícula la idea de la espera

sin sentido, sin noción clara de si el día de mañana llegará. Uno puede sentir de a poco su

esencia desaparecer. Vamos perdiendo la percepción de todo (incluido el miedo a morir),

hasta actuar mecánicamente, como fantasmas... Lo único que me queda para seguir vivo es

el calor de su cuerpo junto al mío; es la idea recóndita de que alguna vez, en algún lugar,

tuvimos la suerte de coincidir; y que allí, en el parque, cuando el rocío aún estaba tierno,

nuestros ojos vieran tantas veces despuntar el alba.

Ahora corremos endiabladamente, con todo lo que queda de nuestras fuerzas. Nos lanzamos

hacia el espeso valle como un alarido reventado de pánico y ansia de huir. No sé bien qué fue

lo que pasó tras la discusión que se desató entre los dos secuestradores. Enseguida insultos,

golpes y objetos estrellándose. Fue descubrir el postigo de la ventana entreabierto y saltar sin

más, por acuerdo mutuo (otra vez sin mediar palabras), para emprender la escapatoria. No

nos importaron los gritos a lo lejos, ni el rechinido de ruedas furiosas llegando de improviso

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o la andanada de disparos fugaces. Sólo somos ella y yo. La tomo de la mano, y siento su

fragilidad latiendo como un colibrí en vela o una polilla revoloteando. En vuelo raudo, como

de lechuza al acecho, surcamos el bosque en penumbras buscando guarecernos.

Pasado el susto, nos recostamos en una hondonada para descansar y recuperar el

aliento. Nos aovillamos lo más que podemos, intentando confundirnos con la hierba, el

musgo y la hojarasca, respirando la lozana plenitud de la floresta y de la tierra negra que nos

cubre. La oscuridad ha sido y será nuestra aliada. Ya no hay por qué temer. No habrán de

encontrarnos ni saber más de nosotros. Así como estamos, ella y yo, tan próximos y

desesperadamente necesitados uno del otro, dejamos fluir los sentimientos. Nos estrechamos

y amamos, como un explosivo golpe de savia de hiedra trepadora, de lisura aromática de

pasto, y estertores de conífera ante el vendaval que llega.

Cada tercer día vengo para poderla mirar. Antes de que asome la primera luz de la mañana,

me deleito viéndola posarse entre las flores aún dormidas del parque. Revolotea magnífica,

translúcida entre los rosales, los alcatraces o las jacarandas que hace tiempo sembró. Nada

hay que perturbe su danza, ni siquiera el ladrido de algún perro desolado y confundido, o la

loca carrera de un gato que cruza los prados rumbo a donde la noche todavía se rezaga. Yo,

posado en una rama del oyamel más alto, traspaso la negrura reinante y aguzo el oído para

saber dónde aparecerá como si nada la próxima vez. Tras encontrarnos de nuevo, y justo

antes de que se disuelva la madrugada con el último reflejo lunar, levanto vuelo rumbo a los

campos y montes que hay más allá del caserío («A un tiro de piedra», he oído que dicen los

transeúntes), para ir y venir, religiosamente, a mi antojo como solía ser.

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PLEGARIA

Elsa detiene el coche justo en medio de la calle, sin prestar atención a las protestas crecientes

de los demás conductores. La ciudad parece arrebujada entre una nube de ozono y gases

carburantes que de continuo son incinerados, conjugándose con los destellos del sol en el

ocaso, y una lágrima que antes de rodar se disipa atribulada.

Indiferente ante la ventisca que se levanta en el paisaje preñado de grana, ella se queda

mirando los cientos de hojas de arce que el invierno tardío esparce por este rincón del mundo,

y que se han venido a acumular en el parabrisas del auto, del suyo y los que hay más allá.

Hojas secas que brotan de todas partes, como ansias robadas a la nada.

No puede evitar atragantarse con el regusto amargo que proviene del más hondo penar,

ni con la garra imaginaria que trepa a su garganta y aprieta más y más, ahora que sabe que

pronto va a morir. Apoya ambas manos en el volante, y de súbito cae en cuenta de lo que

acontecerá sin remedio, inexorablemente, como aquel fuego que se incubó en su vientre hace

unos meses y que atenaza su ser como un cangrejo demencial: un maldito tumor.

Suelta el sollozo, con unos ojos grises que de tan resecos ya casi no ofrecen lágrimas

que brinden un mínimo consuelo, ni apetecen justificar sus cambios de humor ante nadie.

Entre la espiral de hojas doradas, humo y llanto reprimido, Elsa creerá oír la voz de

sus hijos, hermanos y tíos en la tan sonada disputa por sus pocos pero bien valuados bienes

terrenales. «¿Es que sólo eso es lo que importa? —se pregunta furiosa— ¿Acaso el maldito

dinero lo es todo? ¡Carajo!».

Sí, es la consabida e inevitable riña que abre una brecha en las familias, entre parientes

cercanos y de más allá, conocidos y anónimos, con tanto o más derecho para adjudicarse tal

o cual prenda, dinero, propiedad... Su mundo que parece estrecharse... Si no fuera por la gama

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de colores incendiados, y estruendos que revientan más allá del horizonte, y que la gente

parece atestiguar atónita, seguramente ahora ella regresaría y pondría a todos en su sitio. Les

diría unas cuántas cosas nada más para ver la cara que ponen y cerrar bocas de sopetón.

Ensimismada, Elsa continua mirando el tablero del auto, las manos tensas, el gesto

parco, la larga cabellera desacomodándose electrizada, tras la gran ráfaga de una inusual onda

de choque que pasa sobrevolando los espacios, las casas, los edificios, haciendo reverberar

las ventanas y los faroles de la calle; cimbrando el paso sorprendido de los transeúntes y

conductores que han hecho todos alto al unísono, con los rostros vueltos de golpe hacia la

puesta de sol...

Sí, tendría que regresar. Tendría que armarse de valor y aguantarse la pena, el

tormento de la entraña que quema, de la herida que no sana. «¡Sinvergüenzas...!». Pero no

puede. Algo la mantiene inmóvil en el asiento, un sobrepeso invisible y colosal. Y entonces

el dolor cesa. Sus pensamientos cesan. Todo cesa en realidad.

Elsa deja escapar un suspiro, y desaparece. Y cientos y cientos se suman al de ella

como un ensordecedor grito de consternación que llevara callado siglos, miles de años

contenido. Otros más se evaporan como tiernas charcas, que hasta el último segundo

resistieran el fragor arrasador de un imponente desierto. Una marea de polvo y espejismos de

pronto parece inundarlo todo.

Y, con el extinto rastro de cordura, los espectadores presenciales sobre la Tierra dirán

que en las calles, en las aceras, en las habitaciones, en los transportes públicos, únicamente

quedaron prendas caídas y arrumbadas en ridículas poses; olvidadas vestimentas arropando

el vacío de los seres que ya no están, de los que se han ido... Todos ellos son testigos,

extasiados e incrédulos, que alzan ya las manos hacia el cielo: huérfanos de conciencia e

intelecto, atemorizados y suplicantes, cumplido ya el plazo en el reloj antiguo de los tiempos.

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LA TERCERA ES LA VENCIDA

Por más que araña y golpea la superficie de barro, no logra hacerse oír ni encontrar abertura

o grieta por la cual ver más allá de la penumbra. Se estira y salta tratando de alcanzar aquel

conducto que en el techo de esta extraña celda pareciera un cuello de botella, un ánfora o una

vasija oval. Tiene los puños sangrantes y los brazos amoratados, y un desconocimiento total

de lo que puede estar sucediendo.

Simplemente está encerrado. No sabe el por qué ni el cómo es que despertó aquí, en

este enclaustramiento.

Si se trata de una pesadilla, con el dolor basta para decirse que es muy real lo que

siente. Claramente oye sus gritos y jadeos, sus maldiciones, reverberando en el eco que se

produce en la oscuridad. Luego de horas y horas esforzándose y tratando de hallar

explicaciones, se deja caer sin fuerzas resbalando por la fría pared, hasta tocar fondo en esa

textura que parece arcilla, levantando un fino polvo que termina por hacerlo toser.

—Es inútil. Por Dios, ¡esto no puede ser cierto! —alza la voz y mira hacia la única

posible entrada, allá en la bóveda: esa especie de tapón hecho de ramas y raíces.

En la inmutable atmósfera terrosa vuelve a proferir su grito de auxilio, esperanzado

en que alguien lo pueda oír. O siquiera despertarse de este mal sueño y proseguir su vida,

como si nada. Volver a ver la luz del sol y caminar rumbo al deportivo o la casa de su novia.

Caminar, sencillamente caminar... Su último recuerdo es precisamente ese: una caminata...,

por el campo.

Cuando él se situó justo en el centro del dibujo hecho con cal, con una estrella de siete puntas

inscrita, comenzó a estremecerse. Un malestar abdominal surgió repentino estrujándole las

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tripas, dificultando su respiración, hasta rebotar en su cabeza con leves palpitaciones. En su

mejilla, una tensión muscular le anunció algo así como que la boca se le estaba yendo chueca.

Rápido salió de ese círculo trazado intencionalmente sobre el terreno.

—¿Estás bien? —dijo Héctor, y de inmediato se aprontó a ayudar a su hermano para

que no cayera—. ¿Qué te sucede?

El aludido, tratando de recuperar el buen humor que hasta hace unos instantes

mostraba, dijo un tanto turbado:

—No, no es nada, es sólo que..., me pareció sentir algo raro al estar allí de pie —

señaló hacia el extraño diseño que apenas se distinguía entre la hierba y los terrones de

labranza. Él, junto con su hermano, solían agregarse ocasionalmente a sus primos

excursionistas que este verano, como otros más, aprovecharon para reunirse y planear una

escapada, descubriendo nuevas sendas vitales; otras caras que la naturaleza tenía reservadas

para los que van a su encuentro en busca de aventuras.

El grupo de muchachos observó con atención el inusual trazo, un tanto irregular y

delineado sobre una gran roca incrustada en el suelo, que parecía como surgido de la nada y

dispuesto justamente allí, en esa esplendorosa mañana.

—Parece un símbolo mágico —apuntó Javier, y se agachó como para tocar una de las

puntas de la estrella de cal.

—¡Espera! —dijo Gabriel, el mayor de todos—. No lo toques. —Él también parecía

ansioso y como recordando un suceso que le impresionó siendo niño, cuando acompañaba a

su papá a vigilar las siembras de frijol, haba y maíz, allá en el pueblo de San Francisco

Tlalnepantla—. Dejen les platico algo al respecto.

»Alguna vez oí al mediero, el señor que cuidaba las parcelas, contarle a nuestro padre

sobre ciertas cosas que a veces aparecían en las barrancas y senderos que están en los

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alrededores. Él las llamaba trabajitos. Cosas raras, decía el señor, como este dibujo, o ciertos

altares y ofrendas que intrigaban a la gente que los hallaba, por lo que inmediatamente

procedían a echarles paladas de tierra, y alguien corría a traer de la iglesia un poco de agua

bendita para arrojársela a todo ese amasijo de plumas, trastos de barro y sustancias

desconocidas.

»De noche, le decían los pobladores, ciertos personajes llamados brujos o chamanes,

salían a lugares ocultos a conjurar sus maleficios, invocando espíritus siniestros para causarle

maldad a quienes, por encargo, tenían la mala suerte de ser presa de su magia negra.

»El mediero le contó a papá sobre una mujer, doña Remedios, vecina suya que se

dedicaba a eso. Por lo que le recomendó pasar de largo y no voltear a verla si es que se la

encontraba algún día por el camino, no fuera a ser que...

—Sí, es verdad, yo también oí esa historia —dijo Pablo, el más joven de los cinco

muchachos, que ya se había sentado sobre una roca y masticaba un tallo de nabo silvestre.

—Y, ¿eso será cierto? —preguntó Héctor, mientras veía como su hermano escupía

desdeñoso al círculo en el suelo—. ¡Oye, no hagas eso! Sé más respetuoso.

—Tonterías —replicó su hermano mayor, el cual a todas luces se veía muy repuesto,

y que no estaba para nada decidido a seguir escuchando lo que relataban sus primos—. Mejor

sigamos caminando que se ve que nos falta mucho trayecto para llegar hasta allá —señaló

hacia el alto monte que se destacaba en el paisaje—. ¿O no, Javier?

—Sí, opino lo mismo. Vámonos —este respondió, mientras ajustaba la hebilla de su

cinturón, forrado con piel de la serpiente cascabel que estuvo a punto de morderle la última

vez que caminó por estos parajes—. Además esas nubes oscuras me dan mala espina, pues

ya está crujiendo mi cincho.

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—Otra vez con tus sospechas, ¿eh? —le palmeó el hombro Gabriel—. No atraigas a

la mala suerte. Y apriétalo bien o se te cae el pantalón.

Todos rieron, y se pusieron de pie para continuar la marcha rumbo a la cima del

Cuautzin: promontorio que dominaba el horizonte rural de la capital. A su paso podían

disfrutar del aire limpio que discurría por los verdes prados. En el cielo a veces lograban ver

águilas y cernícalos planeando, y sobre los terrenos de cultivo ocasionalmente saltaba alguna

liebre, o una tuza expulsaba tierra de su madriguera.

Atrás quedaron olvidados el círculo y la estrella, y con un puñado de capulines y

algunos tejocotes que el osado Javier logró bajar de un árbol espinoso, todos renovaron

fuerzas para seguir andando. Nada parecía ensombrecer la tarde, el esplendor natural, que

por un momento les mostró una insólita arista de un saber antiquísimo, que subyacía paralelo

a las rutas conocidas por seres humanos comunes y corrientes, como aquellos caminantes

que se adentraban más y más en la campiña.

Gabriel colocó los troncos para que el fuego sobreviviera, en medio de esa neblina que se

había instalado en lo alto del monte. Los otros lo veían avivar la fogata usando su gastada

gorra.

—Ya casi está.

El frío calaba los huesos, y todos se apretujaron lo más que pudieron, a pesar de la

humareda que se desprendía a causa de la madera húmeda.

—Estoy temblando —dijo Pablo. Apenas si podía hablar de tanto que le castañeteaban

los dientes.

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—Yo me estoy congelando —agregó Javier; él ya había subido a la cumbre del

Cuautzin varias veces a acampar, por lo que sabía bien lo que les esperaba cuando intentaran

dormir—. ¿Y si comemos algo para matar el frío?

—Sí, buena idea —dijo Héctor, mientras miraba extasiado las luces lejanas que

convertían a la ciudad en todo un espectáculo. —Bien valió la pena venir hasta aquí.

La noche llegó puntual y se asentó alrededor. Las altas coníferas ocultaron los límites

del terreno haciéndolo profuso e inconmensurable. Lo único que se distinguía eran los rostros

iluminados de los campistas alrededor del fuego, y el vaho que flotaba cuando hablaban.

Todos sacaron de sus mochilas latas, pan y galletas y se dispusieron a cenar. Gabriel seguía

acomodando ramas y manteniendo la llama, a pesar de la llovizna que por momentos

regresaba.

—No creo que podamos dormir —anunció sonriendo, mirando a sus primos, los

cuales, luego del fatigoso ascenso, no parecían contrariados por las condiciones climáticas,

aunque igual estaban temblando—. Bueno, será mejor que contemos algunas historias para

pasar el rato. ¿Quién comienza?

Un leve viento alejó gradualmente la brizna y la neblina, que no era otra cosa que

nubes bajas que se deslizaban por las laderas, permitiendo a todos observar las estrellas por

primera vez. El clima había dado tregua al grupo de exploradores, que en completo silencio

pudieron sentir a plenitud la inmensidad del bosque. La caminata a campo traviesa y el

pernoctar en la cima del monte, habían constituido, sin duda, buenos motivos para salir de la

rutina.

Al día siguiente, camino de regreso y tras unas alocadas carreras en terreno empinado con

todo y derrapada, justo a unos cuantos pasos al fondo del barranco en el que acababan de

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descender, Javier fue el primero en hallar el trabajito. Hizo alto, y con las manos les indicó

a los demás que esperaran y vieran hacia el recoveco arenoso bajo los arbustos.

—Miren. Son plumas, parece que de gallina o guajolote. Y una ofrenda. ¿Será

brujería?

Gabriel se acercó para constatar lo que describía su hermano, e instintivamente

retrocedió.

—Sí, así parece. Es mejor que nos alejemos —dijo, y acto seguido tomó por la vereda

que seguía el curso del riachuelo que a duras penas sobrevivía en el fondo. El resto de los

acompañantes llegó, se detuvieron y observaron incrédulos.

Se trataba de plumas negras esparcidas sobre manchas de cenizas, también había

platos percudidos, veladoras y una masa indefinible que había sido chamuscada y dispuesta

sobre una base de cantos rodados. Algunos atados de hierbas estaban podridos alrededor, lo

que hacía pensar que aquello llevaba ya varios días.

—No me imagino para qué alguien haría una cosa así —murmuró Héctor, y se dispuso

a seguir a Gabriel. Sus otros primos retomaron el paso tras de ellos.

—¡Vamos, Héctor, no seas miedoso! —reclamó su hermano, soltando una risa

sarcástica—. Ven, Javier, ayúdame. Destruyamos eso.

Su primo regresó, y juntos lanzaron piedras y patearon guijarros a los restos del ritual,

el cual quedó deshecho y profanado. Los dos jóvenes reían satisfechos y corrieron para

alcanzar a los demás.

El recorrido al interior de la cañada transcurrió animadamente, entre burlas y reclamos

por lo acontecido. Hasta parecía que el trasfondo sobrenatural de los trabajitos hallados (cosa

seria y preocupante para unos, peligrosa para otros), para los jóvenes trashumantes no fue

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sino pretexto para bromear y disfrutar del paseo. Como inocuos accidentes en el discurrir del

tiempo...

Nadie pareció percibir las razones que orillarían a un paseante, al tropezar en su

camino con signos de hechicería y malos augurios, a replantearse su jornada. O de plano

retroceder. Obligado hubiera sido detenerse y meditar en las posibles salidas y soluciones

ante estas casualidades. La tercera es la vencida, decían las voces populares y sabias, como

un adagio que tarde o temprano habría de cumplirse...

Pero el destino hizo lo suyo, y otorgó a los viajeros solaz e inocentes expectativas

durante el último tramo de su andanza. El entorno veraniego y fresco del paisaje, impidió

pensar que algo anormal habría de producirse.

La esencia embriagante de las hierbas, el verdor somnoliento de la arboleda arriba de

la barranca, y los trinos arrulladores de las aves que ahí anidaban, se impusieron a las

sospechas y anticipaciones de las mentes cada vez menos despiertas; de la conciencia

divagante que presintió el peligro que todos corrían.

Los cinco caminantes, callados desde hacía rato, se detuvieron en medio del barranco,

y absortos observaron, cada cual, distintos detalles y matices de aquella surreal acuarela:

charcos destellantes y cristalinos con insectos que revoloteaban; huellas y excretas de

mamíferos terrestres que se ocultaban en sus guaridas; rocas y sedimentos de distintos

tamaños y texturas formando vetas; frutos y bayas silvestres de encendido color entre los

arbustos; una vasija de barro asomando en la pared de tierra caliza...

Javier la vio, y hacia allí se dirigió. Excavó con sus manos desenterrándola. La limpió

lo mejor que pudo: era una urna de barro cocido toscamente. Estaba sellada con un tapón de

fibras o raíces. Contenía algo, pues poseía cierto peso. Los demás se acercaron sin creer lo

que sus ojos atestiguaban.

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—¡Déjala, Javier! —gritó Gabriel a su hermano.

—No —este respondió en el acto. Miraba embelesado el extravagante objeto.

En lo alto del cielo se escuchó un estremecimiento. La luz del sol pareció menguar,

pues nubarrones cargados de presagios atravesaban el campo. Nadie se movía, como

esperando que Javier reaccionara. Sólo su primo se acercó y también agarró el cacharro.

—Vamos a llevárnoslo —dijo, e inició un forcejeo con Javier tratando de

arrebatárselo—. Dámelo, tonto.

—¡Basta! ¿No entienden que está prohibido tomar esas cosas? —gritó con todas sus

fuerzas Gabriel, tratando de que ambos desistieran de sujetarlo—. ¡Ya déjenlo!

En esa pugna entre primos el recipiente se cuarteó, y un trozo grande se le desprendió

dejando caer, entre terrones de arcilla y trazas de paja, algunas figuritas humanas hechas

igualmente de barro. Entre ambos jóvenes sostenían en sus manos lo que parecía ser una

familia en reproducción miniatura, como pequeños muñecos, absurdos y grotescos, en

distintos tamaños y caracteres según su filiación. En aquel momento, inundando todo ámbito

concebible, un sordo rumor perturbó el ambiente. Todos huyeron en distintas direcciones

presas del pánico y la desorientación. El viento que se desató, rugía formando un vórtice en

el interior de la hondonada. Los dos primos que sujetaban los fetiches no se podían ya mover.

Estupefactos, cerraron los ojos en un instinto de defensa, al creer abatirse sobre ellos una

sombra que más y más los envolvía.

Él concluye amargamente que no hay salida de esta prisión. El nivel de arena arcillosa ha

subido más y ya lo cubre hasta el pecho. Ya no puede sentir ni mover sus extremidades.

Resulta en vano gritar, pues una bola de paja le obstruye la boca y apenas si le permite seguir

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respirando. Lo único que alcanza a ver, debatiéndose en la oscuridad, es a su primo, sepultado

entre un alud de tierra y guijarros que cada vez más entran, por el cuello de esta vasija maldita.

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LLUVIA

El rugido de la corriente embravecida la asusta como nada que recuerde. Sus grandes ojos

negros miran asombrados el contorno de los peñascos y los cerros erosionados, como

gigantes pétreos que sostuviesen el encapotado cielo. Entre el torbellino de aguas revueltas

que lleva el arroyo, puede sentir mil y un agujas que se clavan en su aterido cuerpecito; el

cabello ensortijado de ramas y hojarasca parece que se lo quisieran arrancar; las piedras

rebotan interminablemente contra su piel, provocándole un dolor repentino que va dejando

huellas, como pequeñas pisadas carmesí, por el cauce de El Saucillo. Es en vano que se

esfuerce por nadar hacia la orilla, pues el torrente la arrastra tan liviana como una pluma.

«Mejor dejarse ir», piensa la niña, mientras ve caer las pesadas gotas de lluvia interminable.

Lo último que recuerda, es a su tía intentando maniobrar la camioneta, queriendo

vadear el arroyo crecido. Y luego esa marea de agua chocolatosa que comenzó a penetrar por

los huecos de las portezuelas y del piso, abrasando con su frialdad repentina a ella y a los

demás. Y enseguida los gritos de espanto de su prima y la bebé, en medio del zangoloteo al

volcarse el vehículo. Todo parecía tan irreal, tan increíble, como esas pesadillas que la

asaltaban de noche, en que se veía flotando y desvaneciéndose en una alberca repleta de

lodo..., como el que hay más allá, en los márgenes oscuros y anegados, entre las hierbas y

plantas estremecidas que atestiguan su partida.

«No hay por qué temer —le decía su madre, y la abrazaba y le acariciaba el pelo—.

Iremos a un lugar seguro, Estefanía querida». «Lluvia es mi primer nombre», pensaba ella,

mientras veía cómo su familia y los demás pobladores sacaban muebles, aparatos y cajas con

papeles de sus casas, para acomodarlos desordenadamente o atándolos en las cajuelas,

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carretas o redilas de los transportes de carga. «Aquí en Landeros ya no es seguro —oyó decir

a su tía.

»Si sigue lloviendo así, todo se echará a perder en las viviendas, y también nosotros

corremos peligro.

»Vámonos a Ramos Arizpe. Suban a la camioneta, niñas.

Como en pequeños retazos de lucidez, Lluvia puede recordar las imágenes que cada

día transmitía la TV tras la llegada de la tormenta Hanna: calles inundadas, autos varados,

gente poniendo en riesgo su vida al intentar atravesar los cauces. Pero a ella no le interesaban

mucho, pues prefería jugar con sus amigas en los caminos de tierra, ir y venir por los

tejabanes entre los perros y patios de los vecinos. ¿Cómo estarán sus amiguitas? ¿Y sus

hermanos? Es casi absurdo que pueda pensar en los demás, más que en ella misma,

precisamente aquí, mientras es arrastrada kilómetros y kilómetros por el salvaje raudal que

despertó el ciclón. Nada le duele. Ni llorar ha podido. Sólo le preocupa su madre: «¿Qué será

de ella? Estará perdida también...».

La señora Fabiola la llama a gritos desconsolados. Desde que amanece hasta bien

entrada la noche, ella y su familia la han buscado por los senderos pedregosos y demolidos

que ha dejado a su paso la cruel tormenta. Bien sabe que ya no es posible hallar con vida a la

pequeña, pero se aferra a volverla a contemplar, tan siquiera: su tez morena, su pelo marrón,

sus frágiles bracitos y piernas... «¡Estefanía! ¿Dónde estás, hija mía?».

La voz de una vidente que se ha unido a los cientos de brigadistas y voluntarios que

la buscan, llama su atención. Puede oír lejano su rumor, en el pulso de las raíces del árbol a

las que ahora se aferra. Las manos tumefactas resbalan, una y otra vez, intentando sujetarse.

«Mamá, no te preocupes, voy a estar bien», susurra con el pensamiento la niña. Luego se deja

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ir, difundiéndose poco a poco en el curso del río: como la espuma burbujeante, con los

guijarros y la arena del lecho, que son sustentos de la existencia misma.

Noches y días pasan frente a sus ojos. El cielo por momentos clarea, otorgándoles

tregua a los habitantes de Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas. Otros niños también fueron

arrebatados y llevados por las imponentes masas de agua precipitada. Lluvia y lágrimas

mezcladas en afluentes de dolor inconcebible. Voces, gritos y súplicas que se tragó la espera,

la tenaz búsqueda, como deseando ver cumplirse el milagro. Y así fue. Lluvia niña, Lluvia

agua. En su nombre lleva la esencia misma que otorga vida y muerte a la vez, que es

destrucción y renacimiento para el mundo.

Una profunda paz le anuncia el final de la travesía: La Encantada. Allí reposará por

siempre. Por última vez puede sentir el frío y el cansancio, la soledad... Lentamente va

diluyéndose, en un hermoso sueño líquido como ninguno que recuerde. Todo su ser pasa a

formar parte de la brisa, de la bruma y el rocío. Niña de agua será.

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DE BARRO ESTÁN HECHOS LOS SUEÑOS

Bien que la puede ver: está dormida y con una sensación de paz en su carita de ángel. Allí,

en su cuna, parece que ningún mal la alcanzara. Resuella con una levedad como el algodón,

con un eco sutil que traspasa la noche y llega como un aleteo hasta sus hondos sentidos

terrestres.

Atisba por una oquedad de la madera y puede distinguir también sus juguetes, su

ropita doblada. Le basta una ojeada más para regresar a su lecho: su lecho de barro.

No desea perturbar su descanso y se dispone a partir.

El alba es tranquila y cálida.

Un «Hasta mañana» se anticipa en su pensamiento.

Su viscosa figura repta por el césped.

Traspone el humedal con sinuosa prontitud. El rocío fresco de la madrugada se adhiere a su

vientre. Puede sentirlo en el cuello, en las extremidades, en las membranas. Y luego el agua:

el agua mansa y oscura, donde la delgada hostia de la luna se desdibuja en ondas que se

alargan. El aroma herbal del césped es sustituido ahora por un zumo fangoso y antiguo: el

estrato profundo del lago. Ahí está su guarida, de ahí es donde proviene.

La oscuridad le da cobijo. La noche es su aliada, y es entonces cuando al hogar familiar

vuelve..., sólo para verla.

Ella tarda esta vez en dormirse. Retoza y juguetea con una de sus calcetas: se esfuerza

en jalarla, una y otra vez, hasta que consigue quitársela. Le gusta sentir su pie desnudo.

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Tiene tanta elasticidad (como seguro él la tuvo en la otra vida de la que apenas si se

acuerda).

Quisiera seguir mirándola pero unos pasos se acercan: su madre le habla y la mima.

Es hora de la despedida.

Mañana nuevamente será el feliz encuentro.

Se desliza, confiado y sereno, por las orillas del amplio espejo líquido. La suave textura de

su piel se conjuga con los nutrientes elementales del fango. No le hacen falta la voz, el oído,

ni la mirada, para fundirse con el terroso entorno como una misma materia.

Del fondo del lago es: de humedad y cieno se forma.

Sus sueños tienen una textura limosa y vaga.

Es mejor percibir con esa eternidad de oro transparente y puro que hay en sus ojos.

No tiene párpados, y la continuidad de la noche para él es infinita.

Desde su pequeñez se agrandan los confines abisales que le rodean.

Como cada anochecer vuelve de nuevo a mirar por la rendija. Acerca el rostro lo más que

puede sin atreverse a introducir del todo en la habitación.

Hace poco hubo de partir (un accidente carretero, dicen) creyendo dejar desamparada

a su familia. Por fortuna no ha sido así, ni lo será.

Tiene el privilegio de poderles contemplar desde su condición larval y anfibia, de

realidad intermedia entre dos mundos: la tierra y el agua.

El barro es su fundamento; el musgo le alimenta y le da cobijo.

Sustratos de tierra y hojarasca sostienen sus pasos. El vapor de la neblina es absorbido

por sus branquias, y una bocanada de amanecida le da la sensación de seguir vivo.

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Noche tras noche retorna a la hondura del lago, maravillado de la consistencia lodosa

de sus sueños.

98
EL NAHUAL

Me asalta el recuerdo de sus voces y chismes, cada vez que mis dolidos pies cruzan la esquina

que dobla en dirección a mi hogar, y yo sonrío meneando la cabeza como intentando alejar

de mi pensamiento sus extrañas consejas. Apresuro el paso atravesando de nuevo el oscuro

callejón, mientras, allá arriba, en una hermosa noche azulada, miles de estrellitas palpitan

descorriendo su plácido encanto.

«Mira, ándate con cuidado, Carlos. Está bien que no creas en esas cosas, pero por lo menos

carga contigo tu navaja, un palo, no sé... O ya de perdis un Cristito, compadre...».

Sin aminorar el paso recorro la callejuela, esquivando sombras y uno que otro gato huyendo

que me sale sorpresivo. No me espanta la oscuridad, de veras. Me gusta la noche y su silencio,

su fresca sensación. Regreso entero del trabajo, un poco fatigado pero feliz y despabilado, y

cuando camino por esta callecita amable que desemboca en mi puerta, como si se tratara de

polillas que rebotan en el farol, vienen a mi mente los relatos fascinantes que mi abuelita

solía platicar, cada vez que recalentaba tortillas al calor del fogón, aquellas tardes lluviosas:

sobre extraños seres mitad animal mitad hombre, o de mujeres horribles y siniestras que

conjuraban poderes malignos...

Y claro, evoco las charlas con los cuates cuando nos reunimos en la esquina de mi

calle bajo el farol, a tomar cervezas o a fumar horas y horas, con la cobija envolviendo los

curtidos cuerpos labriegos y el sucio sombrero amagando las canas y los recuerdos esquivos...

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«Sí, hombre. Yo una vez lo vi. Clarito que me acuerdo. Estaba borracho, pero no tanto; nomás

un poquito, pero ahí estaba yo oculto detrás de un poste, como a diez metros de eso. Le

brillaban los ojos y varios perros aullando lo seguían pero a distancia, sin acercarse

demasiado, pues aquel animalón de piel oscura, que babeaba y se tambaleaba, de veras daba

miedo. Con decirte que nadie salió de sus casas para ver el motivo de tanto alboroto.

»Luego, por el frío o por la borrachera, me quedé dormido recostado en la banqueta.

Pero te juro que entre sueños todavía se oían esos aullidos a lo lejos, por los callejones del

barrio...

Casi llegando a mi zaguancito me detengo un momento a contemplar de soslayo las aguas

del canal, y, si está, la desmembrada imagen de la luna sobre el agua quieta.

Inconscientemente, como alertado por un mal presagio o alguna de esas sorprendentes

historias que quisiera creer, escudriño las profundidades y sólo atino a imaginarme luces que

titilan o algún espanto desvelado que huye, advertido por mi secreto propósito de vislumbrar

lo imposible, de conocer la verdad que se insinúa en las sombras recortadas de los altos

ahuejotes en la chinampería; en el acalote de recuerdos que nutre a la noche viva y los temores

irracionales...

«Oye, ¿te acuerdas del cuate aquel que vivía al lado de la capillita de La Santísima, junto a

la palmera grandota? Pues fíjate que la otra vez que estábamos tomándonos unas copas allí

en la esquina, como a eso de las diez de la noche, que lo vemos llegar todo espantado; venía

lleno de moretones y sucio de polvo. Feo de veras estaba el pobre muchacho.

»Y, ¿qué crees? Pues nos contó, así, con los ojos bien abiertos como de tecolote,

toditito él temblando, que nadie le había pegado, ningún vecino o ratero. Dijo que iba

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cruzando —claro, medio "pasadón" de copas—, ahí por el callejón donde tú vives, y que de

repente la salió al paso un perrote negro que se lo quedó viendo, inmóvil, con los ojos

chispeantes, impidiéndole proseguir.

»Según él se le erizaron los cabellos y se le puso la carne de gallina, y entonces hizo

intento de salir corriendo como alma que lleva el diablo. Cuando menos lo esperó, ¡zas! Le

salió de frente el animal aquel. Y lo derribó y lo comenzó a arrastrar, dejándolo bien molido

al pobre cuate...

Mi perro favorito sale a mi encuentro abriéndose paso entre la penumbra, devolviéndole la

cordura al mundo; y yo, a ciegas (creo que si de verdad fuera ciego podría orientarme hasta

el interior de la casa, pues conozco a la perfección mi terrenito), sin apenas tropezar, llego

hasta la salita iluminada por las veladoras que ha puesto mi mujer, y aspiro ese aroma a

encierro, a ceras derretidas, a rezos contenidos en los dulces nardos que fenecen bajo los

faldones del Santo Patrono.

Trago de jalón un jarro de atole, y ya en mi cuarto, escuchando el desganado ejercicio

del reloj de madera antiguo (herencia de mis padres), me desvisto y me cuelo en las sábanas

frías, recostado de lado, dispuesto a remontarme en sueños.

Mecánicamente me persigno, pero casi empezando, me arrepiento de elevar una

oración pues el letargo me acomete acariciante, diluyendo de a poco mi conciencia. Y, ligero

del todo, pienso que vago por un territorio vasto que perpetúa los imposibles...

«¡Sí! ¡Sí es cierto, Chinita! Yo lo vide a´i mesmo, cuando jui al molino de madrugada. Estaba

pegado a la pared de adobes, paradote en sus patas traseras, como tratando de escuchar algo

repegando su orejota, y hacía como que rascaba el muro y se carcajeaba.

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»Del susto me juí rápido, pero le digo que el nahual estaba allí mesmo. Como que

quería algo. No sé. A lo mejor hacer maldá. Como... como si juera una persona, pero pos no:

era un perro...

«De noche los perros ladran porque están jugando, o porque habrán visto algo. No sé. A lo

mejor un gato, un ladrón, un... ¡Un no sé qué!».

Tranquilo dormía. De pronto, unos aullidos entrecortados, impacientes, me despiertan. Mi

esposa y mis hijos parecen no escuchar los lastimeros ruidos que provienen de cerca, en el

callejón quizá.

Ni lo pienso: me levanto, tomo mi machete y mi linterna y bajo los escalones. Ya en

la sala, observo a través de los ventanales que dan al patio y hacia el canal. Nada.

Todo parece en orden, salvo los agónicos aullidos de, me atrevo a pensar, tres perros

a lo sumo.

Una nerviosa sensación resbala inquietante por mi nuca, enterrándose en mi cerebro,

al escuchar (o al parecer escuchar) risillas y pasos que corren. Me decido a salir al amplio

patio, y al abrir la puerta, los ruidos cesan repentinamente. Una oleada del frío aire de

medianoche me crispa los músculos, alertándome al punto. Lento recorro, linterna en mano,

los corrales donde ya me miran somnolientas las gallinas y guajolotas que de a poco vuelven

a quedarse acurrucadas.

Una lechuza blanquísima, silenciosa, pasa volando sobre los ahuejotes de detrás de la

casa y se pierde a lo lejos. Hurgo en la bodega constatando el debido orden, y el también

siempre presente chillido de los ratones huyendo por entre las cazuelas, ollas y trastos

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empolvados y cubiertos de telarañas. La humedad que se respira en los costales apilados y

las mazorcas apolilladas no me consuela nada.

A continuación me decido a merodear la zona que da al canal, donde las canoas y

chalupones de mi propiedad y de mis cuñados yacen serenas, mecidas por un tímido oleaje.

Arriba, la nívea oblea luminosa de la luna es borrada por un cortejo de cerradas nubes que

extienden su manto desgarrado, como ansias provenientes de otros universos, de otras

dimensiones. El paisaje nocturno conviértese en territorio intermedio de irrealidad y

sinrazones...

Una a una voy alumbrando las canoas, su carcomida arquitectura de madera, sintiendo,

aterido, el viento despierto y el croar pulsante, en hervor, de las ranas: únicos testigos reales

de esta locura. Inesperadamente, en una de las trajineras cubiertas, en el extremo que da al

agua un chapoteo mayúsculo se cuela amenazante, dislocando lo que hasta entonces parecía

normal.

El abrupto silencio de la vida en derredor se afianzó a la luz que proyectaba la linterna,

que ansiosa fue devorando esas tinieblas, permitiéndome verlo por primera vez... Más bien

imaginármelo, ahora lo pienso.

Tras dos lucecitas rojizas configurando un par de ojos que miran atentos, la silueta

húmeda, contrahecha, de un cuerpo robusto y grande de algo así como un perro que se

agazapa, da un paso y se detiene, balanceándose a uno y otro lado. Despacio cae su mandíbula,

desencajándose (repito: seguramente me lo imaginé) en una sonrisa malévola, infundida de

eco y vida por un remoto lenguaje que pareció detener al mundo, dejando fluir un legendario

miedo en cada respiro, en cada parpadeo; en cada palpitar de un tiempo incierto que

obsesionante se escurría entre las sombras...

103
«¿Que por qué esos aullidos tan feos? Ay, mi hijita. La gente dice que en los caminos hay

tantas cosas: espantos, almas penando y no sé qué más.

»Pero eso que estás oyendo, esos aullidos lejanos..., es distinto. Seguro que anda un

nahual por a´i...

»Pero, ¡qué cosas! Ven, persignémonos y recemos un poco para que podamos dormir

tranquilas...

El ladrido frenético de mi perro me saca bruscamente del trance en el que estaba sumido, y,

torpe de movimientos, caigo en cuenta que he olvidado en la bodega el machete que traía.

Inyectado con una dosis de ansiedad galopante, corro hacia la covacha dispuesto a todo, con

mi primitivo instinto de supervivencia pujando en mi corazón.

«Sí, Carlitos. Mi abuelo me dijo cierto día que cuando te salga al paso uno de esos nahuales,

comenzaras, no a rezar ni a implorar ayuda, sino a decirle un montón de groserías. Ja, ja,

todas las que te sepas.

»Ah, pero tienes que desnudarte y ponerte los calzones al revés.

»¡Oh, en serio mi buen! Y verás cómo la criatura esa sale huyendo y no vuelve a

molestarte jamás...

Desesperado busco a tientas el maldito machete que olvidé recargado en una tabla, y al

empuñarlo y volverme, sin explicarme cómo, el animal ese se me echa encima con una fuerza

descomunal que me derriba. Pero yo, como soy un hombre que no se asusta así nomás porque

sí, pues que me le aviento también a patadas y golpes, farfullando leperada y media.

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Y no me lo van a creer: cada vez que le pongo tremendo patadón al nahual ese,

extrañamente no chilla como todo perro lo haría. No, señor. Se escucha una especie de

quejido como cuando una persona se queda sin aire. Y lo sigo correteando por todo el patio

haciendo gran escándalo; maldiciéndolo como sólo yo sé hacerlo.

Hasta que el perro aquel, en una de sus huidas, alcanza una de las chalupas y se avienta

a las aguas del canal, sumergiéndose entre ondas y burbujeos en el universo nocturno del que

había salido, convertido en algo real, en algo tangible y sin embargo inexplicable...

Nunca supe qué fue lo que pasó con esa criatura, pero así ocurrió esa fría noche de

noviembre.

Después de todo lo acontecido desperté a mi familia, la cual nunca se enteró a pesar

del ruideral, y hasta ni me lo creyeron, y tras una reconfortante taza de café y unas

quesadillitas, volvimos a acostarnos. Yo, todavía con cierto sobresalto, acurruqué el machete

entre mis cobijas (por si las dudas) y despacito me fue ganando el sueño.

Más tarde, en una especie de duermevela, podía ver claramente, con los ojos

entrecerrados, que se abrían de par en par las puertas del cuarto, y que entre una nubosidad

ligera aparecía el perro negro aquel, parado en sus extremidades posteriores, esbozando una

risa burlona. Pero su figura se sobreponía, translúcida, a la de un hombre alto de piel clara

que dejaba oír sonoras carcajadas, y como que quería acercárseme pero no podía. Cada vez

que yo abría los ojos la imagen se esfumaba, para volver a aparecer en la penumbra; hasta

que no sé por qué motivo la figura aquella del perro y el hombre se fue alejando, perdiéndose

en la espesura de las pesadillas.

A partir de aquella experiencia los vecinos dicen que ya no han vuelto a ver al nahual

rondando por el callejón, y desde ese día ya no espantan ni golpean a nadie en la esquina de

105
la calle, donde algunas noches los amigos me esperan para que platiquemos, una vez más,

entre cigarros exhaustos y copas relamidas, la hazaña que viví.

«Sabes, Carlos, tú le ganaste al nahual y por eso ya no te molestará».

«No, compadre. Ya no he visto a ninguno de esos que dice asté rascando en su pared. Ora

son los vagos los que a´i andan namás. Mírelos...».

Ahora, de regreso de la chamba, caminando despacio por las calles hoy bien alumbradas y

pavimentadas de mi Xochimilco querido, cuando llego a mi callejón volteo hacia el extenso

canal donde se pudren nuestras canoas y alguna otra cosa más... Una sonrisa ligera se me

dibuja en las arrugas del rostro serenándome el alma, aunque con un dejo de nostalgia por lo

acontecido hace ya tantos años.

En las noches frías, de vez en cuando siguen los perros aullando, vaya Dios a saber

por qué. Pero yo logro conciliar el sueño (conforme uno se va haciendo más y más viejo,

menos deseos se tienen de estar despierto), y pienso, por un momento, en lo malos que han

de ser sus dueños; o en que puede tratarse de un gato, un rondador, o... hmm, vaya usted a

saber de qué.

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EL SABOR DEL POLVO SOBRE MIS LABIOS INSENSIBLES

Topes y más topes en esta avenida desolada y arrasada por el viento. Está recién pavimentada,

y ya tan pronto arruinada por esas incomprensibles llagas de varilla y concreto que retadoras

se tienden, cual sierpes grisáceas, en medio del camino (y que más tarde, por iniciativa de

algún desconocido artífice de lo grotesco, se vetearán de parejas rayas amarillentas,

anunciando con un arcaico lenguaje: "¡Alto!").

Alto, dicen, y nada más.

Benditas señales... «Malditas», pienso, que más bien parecen reliquias mudas de un

acto primitivo de comunicación.

Así que no tengo más remedio que frenar la marcha del coche, a esta hora en que el

calor se cuela fluido y agreste por la ventila abrazando mis piernas, palpando mi frente,

hilvanándose entre mis cabellos bien peinados que todavía resguardan cierta humedad. Me

encamino presuroso al trabajo, sabiendo de antemano que es posible que la autopista se

encuentre colmada de tráfico, pitidos y tolvas humeantes: procesiones de camiones y tráileres

que con apuros suben la cuesta con sus descomunales cargas, cual escarabajos mecánicos.

Pero..., antes está la calle, llena de topes cual megalitos puestos inmisericordemente (¡y vaya

de qué tamaño!). Nunca la había transitado. Ni la conocía siquiera. Está más pareja que las

que corren paralelas (todas llenas de baches y grietas), pues el asfalto es de recién compostura.

Miro el reloj y compruebo que apenas tengo el tiempo justo para llegar derrapando a

la oficina.

El Nissan trepa el lomo de la primera serpiente y la cabalga furioso, pues su peto

metálico roza la dura piel cementada. Un poco más y pasan las cuatro llantas. El reptil de

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concreto ni se queja. Unos cuantos metros y allí está el segundo tope; este más breve y parejo,

por lo que lo paso sin dificultad, casi con gusto.

A mi izquierda corre el canal de aguas residuales, y más allá lo que serán las casitas

de interés social que inundan el paisaje con sus pobres estructuras similares a bomboneras.

Voy mirando pausadamente el horizonte que poco a poco se come lo que otrora fuera

campiña, para dar paso a la urbanización, convulsiva y asfixiante, que por todos lados

asoma..., tanto como este bochorno.

Y mientras libro el tercer, cuarto y quién sabe cuántos topes más, miro pasar a un

chico en bicicleta que brinca tan hábilmente los promontorios que casi me da risa. Ha de

tener unos quince años; es ágil, delgado y moreno y lleva la ropa tan holgada que (volviendo

al tema de la comunicación instintiva y arcaica), sin más, me insta a aflojarme el nudo de la

corbata buscando aligerar mi pulso, el cual cada vez está más tenso, pues caigo en cuenta que

ya es tardísimo y esta vía se me hace tan larga... Y todavía faltan más topes. El chico parece

que percibe mi contrariedad pues se vuelve y me lanza una mirada indescifrable. Luego

prosigue su enérgico pedaleo. Yo lo miro por unos instantes que parecen congelar el tiempo

y una angustia se acrecienta en mi pecho; el calor arremete furioso contra mis sienes.

En ese momento, de una calle lateral aparece veloz un bicitaxi medio destartalado,

que golpea de lleno al chico en el costado haciéndolo volar y dar de boca contra el suelo

oleoso, al igual que a su frágil rocinante tubular. La escena transcurre delante de mí, de tal

suerte que el vehículo se apaga y queda a medio tope, varado ante lo intempestivo del

accidente. El conductor del bicitaxi, otro jovencito casi de la misma edad y facciones que el

chico caído, baja furioso de su triciclo de latón y va al encuentro de aquel, el cual, todo

raspado y sucio se levanta dispuesto a responder la afrenta. Apenas median palabras, algunas

incomprensibles para mí de tan agresivas y deformadas; y cual guerreros del asfalto (¡ay,

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benditos albores de la humanidad!) se aprestan en feroz cuerpo a cuerpo. Mi pulso se acelera

aún más, y de pronto una migraña punzante captura mis sentidos y los traslada entre una

marejada de luces, sordera y golpeteos cerebrales. Mi cabeza desconcertada está a punto de

estallar, y no atino a reencender el motor para proseguir mi viaje. Sin embargo, cierta parte

de mi mente que permanece incólume ante el dolor, ve cómo los dos chicos se lanzan golpes

y patadas en una forma tan salvaje como fascinante: hiriéndose y soportando, sangrando y

contraatacando, hasta que el joven del bicitaxi, de un certero puñetazo en el abdomen, dobla

a su contrincante hasta verlo caer de rodillas ante sí. El chico se desguanza, molido, junto a

su bicicleta, y un estertor le recorre ambos brazos como haciendo intento de incorporarse,

tomar su artefacto y huir.

La resequedad recorre mi boca, deseando que aquello acabe de una vez.

Al encenderse repentinamente el auto, el olor acre de la gasolina penetra en mi nariz,

hiriéndola y regresándome a la realidad. Piso los pedales y acelero. Miro despectivo a la

multitud que curiosa y patética se acerca para observar a los chicos pelear.

«Ya es tardísimo —me digo preocupado—. Ahora sí me levantarán reporte».

La máquina ruge imperiosa y alza una polvareda ante la torpeza de la gente que ni

tantito se aparta. Por el espejo retrovisor observo el fin de la contienda: el joven del bicitaxi,

que enardecido sigue de pie, mide certero al caído, arrodillado aún y con los brazos

extendidos y temblantes, palpando la inexplicable verdad..., le busca el rostro mustio y le

surte feroz patada que le desprende una flema sanguinolenta y dos o tres dientes. El chico

afloja todo el cuerpo y cae de costado con los dedos deformados como garras. Un viento

imprevisto eleva una espiral de basura, polvo y detritos de las aguas putrefactas que se secan

al final del canal, y pasa raudo girando por sobre los techos de lámina. Yo, libro por fin el

último tope.

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Curiosamente la autopista está vacía. Mejor. Acelero excitado, sin que mengüe la opresión

que soporto en la sien.

«Tal vez aún llegue a tiempo al trabajo», pienso esperanzado, como intentando situar

las cosas en su lugar, dejando de lado las paradojas acontecidas.

Paso un pañuelo sobre mi frente para limpiarme el sudor, sin entender por qué duele

tanto el roce del paño de papel. Mis manos aferran el volante como las garras de una arpía:

nudosas y grotescas. Un hueco en el vientre me punza y el aire es arrebatado con violencia

de mis pulmones. Me doblo en un rictus doloroso y apremiante, recogiendo las piernas en

posición fetal, sin comprender cómo es que el carro prosigue su marcha cadenciosa y sin

detenerse. La vista se me empaña y un torrente de lágrimas y mucosidad congestiona mi

rostro, impidiéndome proferir un alarido siquiera. Mi faz está sangrante y amoratada,

hinchada de ambos pómulos; la nariz reventada y quebrada. La lengua gorda y amarga

saborea un flujo intenso que no deja de manar...

Me parece oír gritos a mí alrededor.

Volteo con dificultad mi cabeza, y, borrosa, la multitud se me pierde. Casi no distingo

sus voces. Otra patada cierra mis ojos lívidos.

A lo lejos se oye presuroso el motor de un auto en movimiento, y el polvo que se

levanta se pega sobre mis labios, que besan insensibles el duro pavimento.

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