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fedeangel
UN ATAÚD DE PRIMERA
La rampa es pronunciada, con cierto bache arenoso justo en medio del camino, por lo que
don Hipólito tiene que medirlo y maniobrar la silla de ruedas con harta precisión. No vaya a
ser que... Tras un alentador respiro y un breve temblor en las flojas piernas, prosigue su
delicada empresa. La vista fija y la barbilla adelantada. Empuña, estoico, la goma de la rueda
—Si tan sólo el municipio tuviera más consideración con este anciano y mandara
parchar ese agujero —oye detrás la apacible voz de Caro, que oportuna se acerca para
ayudarle.
—¡Naderías! Ya parece que Moisés, el gran patriarca, se detuvo ante el Mar Rojo por
un simple agujero que le salió al paso —replica el anciano, aclarándose la voz y simulando
un manotazo en el aire.
Cuando llega a suelo parejo, don Hipólito se busca el reloj digital de pulsera, que es
una de las pocas cosas modernas a las que ha accedido. «Toma, abuelo, te lo regalo», le oyó
decir a Pedrito aquel día de cumpleaños, de achaques y bochornos, donde nadie atinó a hacer
este mar de gente que agolpa la casa hasta el mareo». Él, serio, tomó el reloj, y luego miró
emocionado al chico que corría con el balón debajo del brazo rumbo a la tarde luminosa. De
inmediato comprobó su utilidad, con aquellos números grandes y bien definidos, que se
mostraban dóciles para con sus cansinos ojos. «Algo es algo», diría la familia casi en secreto,
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Impulsándose ya con ambos brazos, cruza la acera poniente para tomar la calle
Mirador. A medias sabe que es el sitio indicado, nada más con percibir un poco del tono
rosáceo de las baldosas con las que está cimentada, y del repiqueteo de las ruedas sobre el
suelo. «Ni falta que hacen estos espejuelos», piensa, y midiendo va las sombras borrosas de
los portones de cada casa. Una a una las cuenta, adelantando la barbilla de continuo. Su
cuerpo grueso y las extremidades frágiles, con grandes y mugrientas uñas crecidas.
Hace alto frente al manchón marrón que bien conoce. Se detiene un poco a contemplar
el antiguo portal que tantas veces ha visitado, y que a recientes fechas logra penosamente
distinguir. «Ni falta que hacen estos ojos», vuelve a carraspear para sí, y luego con ayuda del
bastón, asesta los consabidos cuatro golpes. Después, busca con apuros en los bolsillos de su
chaqueta.
—Caro. Caro, mujer, ¿son veinte pesos? —pregunta, extendiendo las monedas lo más
cerca que puede de su rostro, sin obtener respuesta—. Sí. Deben ser veinte.
En ese momento el portón se abre, y aparece el viejo Mateo, que avanza con paso
lento pero aún firme. Es algunos años menor que don Hipólito y su amigo de toda la vida.
Lleva puesto su eterno overol de mezclilla gastada y los brazos cenizos de aserrín; las manos
recias toman los manubrios de la silla de ruedas. Cuando franquean la entrada, se percibe el
aroma resinoso del pino y la trementina de los barnices. Es la carpintería municipal, hogar y
sobre una de las que le ayudan a avanzar; ambas son muy similares—. Mateo Arceo tenías
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El aludido sonríe condescendiente, y toma como siempre las monedas.
Como señal de bienvenida, el bíblico carpintero posa su otra mano sobre el hombro
—¿Me llevas bien la cuenta, viejo de pacotilla? Lo estás haciendo como te pedí,
¿verdad? —se anima don Hipólito, y se quita el sombrero de fieltro. Don Mateo se carcajea
Ambos se dirigen como dos solemnes marmotas hacia el fondo del taller, donde
aguarda una caja labrada de madera, con tapita de cristal y todo. Es un ataúd, aún sin barnizar.
atmósfera imaginaria apenas definida entre los grandes tablones apostados en los muros. Cree
unos ojos que igual se posaron en los suyos—. Sí, a ella le hubiera gustado...
—Aunque el suyo llevaba labrada la imagen de la Virgencita de San Juan de los Lagos.
Los dos ancianos intercambian algunas otras impresiones que la edad despierta a su
paso, como si los años acumularan su hastío en las enjutas gargantas, los resecos labios, las
titubeantes y gastadas dentaduras; para liberar con palabras fatuas la memoria, un poco
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Don Hipólito, que ya no alcanzó a oír lo que su amigo le deseó, inicia el viaje de
regreso.
Bajo la sombra del lánguido ahuehuete, justo a un lado de la iglesia evangelista que
cada domingo entona airados cantos y loas, don Hipólito despierta de un sueño en el que, con
las extremidades todavía fuertes, perseguía una pelota, creyendo oír la voz de Pedrito.
Luego cae en cuenta que los falsos anteojos de ciego se le han resbalado, y penden
Una de las amables señoras parece adivinar el porqué de la tribulación del anciano, y
se adelanta a las otras para ayudarle a rescatar sus gafas. Sonríe con ternura.
Don Hipólito, hecho un mar rubicundo y sofocado, agradece la ayuda, se coloca las
funcionar la treta: «Además de paralítico, ciego, ¡maldita la cosa!», para ganar mayor lástima
Forzando las gastadas ruedas acomete la cuesta pedregosa hasta su casa. Tantea las
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—Ahora tendré que esperar al otro lunes para juntar los pesos.
Ya entrada la noche, el anciano llega a su casa. Tras varios intentos da con la llave
Don Hipólito extiende los dedos acariciando la oscuridad, buscando la cadenita del único
de las ratas que escapan hacia otros escondrijos cuando se hace un poco de luz artificial.
radio distante, Daniel Santos carraspea "La despedida": Quién pondrá una flor en su
—No pude juntar los veinte —habla con desdén, mientras trepa con dificultad a su
desvencijado colchón, entre un universo de pelusa y migajas—. Tendré que esperar otra
El anciano se cubre las anquilosadas piernas con una cobija cuidada y limpia, la cual
acaricia como el mejor tesoro que guardara en su baúl (Baúl de los recuerdos), y cierra los
ojos atrayendo las suaves y pausadas palabras que cada noche oye antes de perderse entre
Afuera, una lluvia ligera acomete al mundo real, y sus gotas, cual agujas cristalinas
que repiquetean sobre las láminas metálicas, arrullan el sueño del aciano.
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—Ya voy, chamaco. Ya voy...
Ya lleva tocando en el viejo portón de madera más de una hora, tercamente, sin que nadie
acuda a su llamado. Don Hipólito trae puestas sus mejores galas para este día tan especial,
caluroso, igual que los otros, sofocante. Pero no importa. De todos modos no se quitaría la
corbata y el sombrero de fieltro por nada del mundo, a pesar del sudor que baña su perfumada
Insiste en empuñar su bastón, y quisiera tener más fuerzas para derribar los gruesos
—¡Le dije que hoy le daba los últimos veinte pesos del ataúd! —dice con verdadero
El gentío transita más allá, sumido en su mutismo, casi sin percatarse de las manías
del elegante anciano. Los autos van llenando el ambiente de humareda y claxonazos, pues a
Quizá, entre tanto ajetreo que despliegan la ciudad y sus habitantes, hasta no pareciera
raro el que un anciano paralítico, montado en una silla de ruedas, esté dando de bastonazos
—¡Señor, señor, ahora le ayudo! —dice el oficial de tránsito, que presto acude hasta
donde el enfurecido don Hipólito casi ha hecho un hoyo en el muro, confundiendo tal vez el
rostro sonriente del candidato Paniagua, el del partido tricolor, con el portal de su casa; o el
de alguna otra, que sin duda no podrá hallar solo, en medio de este mar de gente, y de esta
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DE NOCHE... TODOS LOS GATOS SON
Ya es de noche... Mala noche. Terca noche. Aquí me encuentro: sola como siempre, recostada
Akasha mía...
No solía hacer sus rondines más allá de la azotea de la casa, y era sólo para estirar un
instante las patas y desentumir el lomo, y ni tarda ni perezosa volvía, para refugiarse entre
mis muslos con su perdurable ronroneo. ¿Qué le habrá pasado? Ni siquiera probó bocado. Y
con este frío debiera venir en busca del calor de nuestro lecho, de las mantas calientitas, la
Ay, gatita mía, ¿dónde te habrás metido? Sabes que mañana regresaré al trabajo, y
Qué más da, si lo único que me importa eres tú, pequeña mía.
maullido quedo como un latido que se detiene en mi corazón. Nada. ¿Estaré soñando? Sí, tal
vez. Encenderé otro cigarrillo y probaré a mantenerme despierta lo más que pueda, esperando
a que vuelvas... Descorreré las cortinas para que me veas, si es que andas en lo alto de las
casas de la otra acera, y vengas ya a calentar mis helados pies, aunque me los arañes
No puedo ni imaginar lo que podría pasarte si cayeras de lo alto a alguno de los patios
de esos ruidosos canes. ¡Dios mío! Mejor me asomaré otro rato y volveré a llamarte desde
mi ventana.
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El frío es tan intenso que penetra sin piedad el pijama. Los pezones de mis pechos se
yerguen, y un dolor como navaja se instala en mi costado. No puedo proseguir. Debo cerrar
la ventana y aguardar un poco a que el malestar ceda. Mientras me masajeo la angina doliente,
por un instante me viene el recuerdo de él. Él... ¿Me extrañará? ¿Pensará en mí? Ay, Akasha
mía, ven a rescatarme de estos recuerdos que aún se agolpan en mi ser, despertando tanta
nostalgia. Ven a abrazarme con la tibieza de tu pelaje: negro como mis ojos, como mi
cabellera, que contrastan con el blanco de mi piel, de mis piernas que a él tanto le gustaban.
de prisa y ver si ya estás aquí, querida mía. Probablemente estás más cerca de lo que pienso.
Tal vez cuando vuelva de trabajar alguien me dirá: «Mira, tu pobre gatita se vino a quedar
Te he buscado por toda la casa sin hallar rastro alguno de tu presencia. Aún tenía la esperanza
de que regresaras como si nada. Que comieras algo de tu traste favorito. Que bebieras y
tuvieras ganas de dormir, para así yo encontrarte, y con lágrimas en los ojos y un rubor de
felicidad, abrazarte y prodigarte tantos besos que seguro te enojarías con tal muestra de
afectos. Y me rasguñarías, como acostumbrabas. Pero no. No estás en casa. La comida está
intacta y el agua me devuelve, engañosa, mi rostro pensativo. Bebo con pequeñas lengüetadas
Toda la mañana estuve rogando por ti. Pidiendo que retornaras, con tu paso elegante
y misterioso, a este nuestro hogar, y con serenidad te quedaras aquí esperándome. Fui
contando los minutos de vuelta del trabajo. Como arrebatada subí los escalones, abrí con
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presteza la puerta sintiendo el galope de mi corazón compungido. Llamé, casi grité tu nombre.
Pero nada.
Tengo en mente, no bien anochezca, salir a buscarte por las azoteas de los edificios
vecinos. Pudiera ser que caíste de una de las bardas o tejados, y así, herida, te refugiaste
debajo de algún tinaco o buhardilla. O, quizá en una de tantas huidas fuiste más allá de tu
zona de dominio y te perdiste... Oh, cielos. No puedo siquiera imaginar lo mal que la estarás
Subo a mi azotea y busco en los alrededores. Nada. Creo ver otros felinos que huyen
de mi presencia, pero ninguno está vestido de luto. En lo alto, la luna parece compadecerse
Paso al siguiente techo, y luego otro y otro. Las calles se fueron quedando vacías de gente,
de voces y clamores. Luces artificiales mantienen el sentido y forma de las cosas reales, y ya
no sé si soy yo misma.
Ahora reina más bien una sensación profunda y hasta cierto punto placentera. Es la
noche toda.
Es extraño sentirme así: por un momento ida de mi propósito, asombrada, y sentir cómo
la azul nocturnidad traspasa mi piel con su tinte indeleble. Y es entonces cuando recuerdo las
imágenes de un cuadro de Remedios Varo que poseo: La despedida, se llama. Es como si allí
estuviéramos: yo, tú, él..., atrapados en una atmósfera inmutable al óleo; al encuentro de
Aguzo mis sentidos y trepo a lo alto de otro tejado, confrontando el frío que sobreviene
en oleadas; sujetándome con fuerza, a la caza de alguna señal que me diga por fin qué pudo
haberte ocurrido.
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Retorno a mi casa, esquivando cables, antenas y mil y un trebejos que la gente abandona
en los tejados. Ando lenta y taciturna echándote de menos. Un gemido brota de mí, tratando
de liberar este delirio que me tensa la voz, haciéndola inaudible. Tras repetir cientos, miles
de veces tu nombre, me he quedado muda y sólo atino a llorar mi desconsuelo. Ahora los
demás gatos me miran, silenciosos, como intentando captar toda esta carga indefinible que
arrastro. Paso entre ellos y por última vez te llamo. Akasha, ¡dónde estás, maldita sea!
¿Para qué? ¿Acaso alguien vendrá a sacarme de mi ensimismamiento con algo mejor que
entender jamás la interacción y química que puede haber entre dos seres como tú y yo.
Todavía recuerdo cómo viniste a mí... Eras tan pequeña y desvalida que no pude más, e
inmediatamente te nombré mía y me proclamé tuya. Por siempre las dos unidas.
Sí. El amor toma extraños vericuetos. Sendas por las cuales los sentimientos trepan y
corazones solitarios.
Y un buen día llega alguien que alevosamente te dice, en tu mismo idioma: «Te amo»,
y abre ventanales de par en par en la piel, dejando expuesta el alma ante el vendaval del
deseo... Todo nuestro ser se estremece. Y buscamos traspasar de toda forma esta frontera
sutil que es el cuerpo, para buscarnos y abrazarnos: dos almas desnudas, expuestas,
necesitadas, que se entrecruzan a la par de sus sueños. Y entonces surge el animal que todos
llevamos dentro. Esa criatura de hábitos nocturnos que traspone palabras, prejuicios, que
ronronea si halla cobijo en un beso, ternura en el sexo; que se torna feroz si acecha el olvido,
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Y de repente se va... Parte para no volver a ser ese alguien que fue para ti, que sólo
contigo era. Y de nuevo queda el alma sola, intentando recuperarse de esa locura pasajera,
luna.
Luna... ¿Ya viste, querida mía, lo hermosa que está Selene aquí desde la azotea?
¿Acaso podrás mirar, Akasha, lo mismo que yo en este claroscuro? ¿Qué remotas sensaciones
en mí ha despertado su blanca luz, que mi alma permanece en duermevela? Quiero casi hasta
Hoy lo he vuelto a oír. Su voz dulce y arrepentida tras el teléfono, disculpándose por el
malentendido que hace días tuvimos. Me ha invitado a salir y yo lo he rechazado. «Lo siento,
en verdad te lo agradezco, pero mi gatita se me ha perdido», le dije, y fue todo. «Está bien,
que sin ella, ni ganas tengo de verlo. Si por lo menos supiera que ya no regresará, y que
alguien mejor que yo la cuidará y la alimentará y jugará con ella... O, si está ya muerta, por
Alguien me dijo que los gatos a veces emprenden largas caminatas inexplicables y
suelen extraviarse varios días, regresando luego, pasada su locura, a sus hogares, al encuentro
de sus angustiados amos. Hasta al gato más domesticado y mimado le pasa tarde o temprano.
Es algo así como el llamado de la selva que alerta y pone de manifiesto el lado salvaje e
instintivo de toda mascota, y las hace ir en busca de sus pares aunque esto conlleve riesgos.
Más en esta ciudad carente de tantos afectos, donde hasta un gato puede ser blanco de la
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Quisiera haberte enviado unos versos de guardia, o haberte acompañado, aunque
parezca ridículo, hasta donde precisabas ir: cuidándote, vigilándote. O comunicarme contigo
por medio de los sueños... No es posible que no percibas mi estado alterado, mi desdicha de
no saberte.
casa en casa buscando indicios que muchas veces pasé por alto: huellas minúsculas, pelo
Corro ágil por la acera, amparándome entre las sombras, callejones y resquicios, al encuentro
de ti... Doy feroces saltos y escalo bardas, techos, balcones de por medio.
que llega libera cientos de siluetas en desbandada: ágiles, elásticas, con ojos afilados y
despiertos, bebederos de luz y de misterio. Los pelos se erizan, las uñas se crispan; maullidos
en derredor crecen como un sólo destino. Es de noche, y entre todos ellos también yo soy.
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PÁJARO EN EL ALAMBRE
Cuando Javier se dispone a introducir la llave en el tosco candado, comprueba molesto que
murciélagos recortan el aire a la caza de insectos. El barro de nuestras botas nos hace
liberar la canoa de su pesada cadena, y desliza ya los dos recios remos de oyamel que
ocuparemos para navegar de noche, con rumbo a la chinampa de su abuelo en la laguna del
la humedad, empujando los remos contra el cieno del fondo del canal. Se percibe de
inmediato el olor de plantas putrefactas, y una nube de mosquitos se levanta a nuestro paso
cuando removemos las aguas oscuras como la obsidiana. Llueve, y el frío permea nuestro
rostro sudoroso y nuestro aliento, mientras, a los lados, en las casitas de madera que se hallan
en las orillas, varios perros nos ladran furiosos cuando pasamos, pues allí es precisamente
Espuman los remos cuando llegamos al canal de Cuemanco, para dar vuelta a la
izquierda y conseguir así librarnos de las molestas plantas. El nuevo afluente es bastante
amplio y luce lustroso y uniforme. Cada vez llueve menos, y el cielo descorre una veta color
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cobalto que da cierta claridad al ocaso. Sin embargo, el ambiente es denso, y el frío no
Con nuestras linternas de mano alumbramos las orillas del acalote, y las legendarias
chinampas que los antiguos mexicanos usaran como campos de cultivo, mientras la canoa se
desliza suave y silenciosa. De vez en cuando, alguna serpiente riza la superficie del canal,
diabólicos graznidos de las pollas de agua, que levantan intempestivo vuelo rasante desde
—Es un toro —apunta mi primo—. Seguro ha de haber más, pues los labradores
suelen dejarlos libres para que pasten. ¿Puedes ver sus ojos brillando?
—Sí. De verdad que dan miedo. Allá hay más, ¿los ves?
El ruido de la ciudad hacía rato que se perdió, dando la sensación de que nos
adentrábamos en un terreno irreal, prístino. Lo único que otorga cordura a este momento es
un avión que cruza el espaciado cielo, y las luces de una torre de comunicaciones allá rumbo
al poniente.
Seguimos remando, plácidamente y con los sentidos alerta, pues de noche, en la zona
chinampera de Xochimilco, suceden cosas extrañas que la gente rememora y cuenta a la luz
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de un fogón, en sus casas, entre tazas humeantes de café... «Mi tío me platicaba de una mujer
espectral con túnica blanca, que rondaba los canales en una canoíta, y que era presagio de
muerte para los desprevenidos que osaban seguirla...». Todas esas historias hacían flaquear
mi voluntad cuando era niño, tal vez por eso la oscuridad solía atemorizarme. Sin embargo,
ahora que soy mayor, me siento atraído ante lo desconocido; aunque, lo digo con sinceridad,
—Ya no llueve —digo, rompiendo el silencio que por un momento nos envolvía.
ultraterrena mirada. Y es entonces, como un designio fatal que veloz cobró forma ante
nuestros ojos expectantes, que una imagen fantasmal captura nuestra atención: allá, a la orilla
de una chinampa, atravesado de árbol a árbol, un alambre sujeta toscamente lo que parece
ser un pájaro. Más bien un manojo de plumas blancuzcas y ajadas por tanta lluvia que ha
caído estos últimos días. Dudamos en acercarnos y ver de qué se trata. Sin embargo, yo
Ayudándonos de las linternas lo vemos por fin... Se trata de una lechuza muerta, creo
yo, con las alas abiertas y maniatadas por el alambre; no tiene ojos, y todo su cuerpo está
mojado y torcido, el pico abierto y las garras prestas como para el ataque. Así como está, el
pájaro parece un ridículo fetiche a la intemperie, sin motivo alguno. Hago intentos de alcanzar
el cuerpo tieso.
Javier parece atemorizado, y yo le lanzo una mirada con desdén, que expresa por sí
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A lo lejos, un relámpago retumba en la bóveda nubosa, y la lluvia retorna ligera.
—Mira, hay cosas que no comprendo, pero prefiero dejarlas así como están —dice
Javier con una voz apenas audible—. Alguien debió haber puesto eso allí por alguna causa,
que ni tú ni yo entenderíamos.
—¿Estás tratando de decirme que ese pajarraco es algo así como brujería? ¡Vamos!
Extiendo mi brazo para coger al pájaro muerto. Toco la frágil osamenta. De pronto,
mi piel, que hasta entonces permanecía bien resguardada bajo el impermeable amarillo, se ve
penetrada hasta los huesos por un escalofrío húmedo y mortal, y mis brazos son atenazados
La luna es eclipsada por el gris pincelazo del aguacero que se avecina. Un graznido
aterrador se oye encima de nosotros, cuando intento sacudirme el espasmo que sujeta mis
miembros... Javier grita algo que no alcanzo a comprender. Los estertores de otros
una altura inusitada. Los ahuejotes mecen sus lánguidos ramajes ante la inclemencia del
tiempo. Una canoa se aleja presurosa, diminuta en medio de la agreste oscuridad, y el ronco
Llueve con gruesos goterones, y entre los apantles retorna el perdurable y monótono canto
de las ranas. La noche cobija a sus criaturas y la razón se guarece más allá, próxima a las
luces de la ciudad en vela. Los truenos fracturan el manto celeste, distantes, ajenos a todo
extremidades. Una fría sensación cortante circunda mis alas y quebranta mis huesos... Las
tirantes garras arañan los segundos que se van, tragados en la negrura vasta de un Xochimilco
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legendario, con un pasado brujeril... El pico se crispa, y la garganta se atraganta de sinrazones.
Los agudos graznidos que profiero se pierden en medio de la tormenta que no cesa.
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UN ÚLTIMO PEDIDO: EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN
Era la primera vez que entraba en la librería que inauguraron el año pasado, en el centro
mismo de la colonia donde vivía. Se trataba de un local más bien pequeño, pero adecuado
para la cantidad de volúmenes que se exhibían, varios de ellos importados de España o algún
nuevos, maderas e incienso. Había algunas estatuillas de arte chino, y varios Budas en marfil
y cerámica se distribuían entre los estantes. Un alto reloj circular dominaba el mostrador y
Recuerdo que en la segunda visita, cuando me decidí a comprar un libro (Las Mil y
una Noches) en aquella tienda, venía caminando por el jardín de la plaza central, y al pasar
junto a la fuente de cantera, allí, sentado en el brocal, un extraño individuo con ojos rasgados
que me llamó la atención fue que bajo el brazo guardaba un tablero bicolor. El tipo miró a
ambos lados, y con paso firme y veloz se me emparejó. «En un acertijo cuyo tema es el
ajedrez, ¿cuál es la única palabra que está prohibida?», me dijo con voz escasa y retadora.
Cuando salí de El Pabellón, ya la tarde ganaba terreno, y los vendedores recogían sus
puestecitos callejeros. El tipo con cara de oriental ya no estaba. Al llegar a casa analizaba lo
sucedido, y me dije: «El ajedrez. Por supuesto que la palabra ajedrez es la respuesta a esa
adivinanza».
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En una tercera visita a la librería, casi al mediodía de una mañana nublada, al pasar por el
jardín, una vez más estaba el tipo raro junto a la fuente, fumando un largo y gracioso cigarro.
Así como estaba, apoyado en el brocal, con las piernas extendidas y cruzadas, y lanzando
volutas de humo entre los breves arco iris de vapor que la fuente proyectaba, una repentina
ansiedad me hizo acercarme y decirle sin más: «Ya sé la respuesta». El chino —ahora sé que
era chino— me sonrió enigmáticamente: «Sí, ya sé que sabías —dijo—, aunque es posible
que nunca lo supieras. Hoy tomaste el mismo sendero que yo... Y ambos lo sabemos». Su
contestación me dejó estupefacto, y antes de que dijera otra cosa, abrochó su gabardina,
Aquel día, luego del fugaz encuentro con ese hombre, me refugié, abstraído, en la
librería. Miraba —más bien buscaba inconscientemente algo—, entre los estantes de madera
blanca. Un universo de libros extendía sus constelaciones de palabras ante mí. Ejemplares de
astronomía apostados junto a los de astrología; poesía y religiones; novelas varias y cuentos
de ciencia ficción... No sabía qué elegir, así que, decepcionado, me dispuse a regresar a casa.
De pronto, en un cartel color sepia pegado bajo el enorme reloj circular, alumbrado bajo la
luz de una lámpara de la misma forma, vi que se anunciaba la obra El jardín de senderos que
pedí al señor que atendía la librería (un hombre alto y grave, de rasgos afilados, de ojos y
barba grises) me vendiera un ejemplar de dicho cuento. «Lo siento, no está disponible por el
momento». Su contestación estaba teñida de una indiferencia tal —ni siquiera me miró, y
enseguida me dio la espalda— que un calor nervioso subió por mi nuca y se difundió por mi
frente y mejillas, dificultando mi hablar. «Bueno, y ¿cuándo lo tendrá?», dije con voz
ahogada. El señor Albert —ahora sé que se llamaba Albert Stephen— hizo una mueca de
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fatiga, y mirando hacia el reloj del blanco muro me dijo: «Hoy no, por lo menos. Mañana tal
vez. Ayer fue pronto...». En vez de refutarle con una dosis de palabras iracundas por esa
contestación tan vaga, y que no correspondía al dependiente de una librería seria, salí
—Siempre habrá alguno por allí..., aunque no de momento aquí, joven. Borges solía
replantear el tiempo y lo convertía en una red creciente y vertiginosa; en una manía circular
que ha atrapado ya a su obra, y a nosotros con ella —fue la respuesta más amplia que recibí
del señor Albert, al insistirle sobre mi interés en El jardín, la cuarta visita que hice a su
librería. En su mirada había una intensidad tal, y un fervor que me obligaban a seguirlo,
el señor Albert sacó de una gaveta un libro viejo y carcomido. Sus frases retumbaron en mis
oídos.
—Los dos hemos llegado por distintas trayectorias hasta este momento; y nos hemos
visto.
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El anciano denotaba más y más cansancio a medida que lanzaba sus sentencias, y
entonces me pareció que la librería estaba saturada, hasta lo inimaginable, de un difuso mar
de gente y clamores. «Es el último pedido», me dijo por fin, y con manos temblorosas me
entregó el libro. Sobre la vetusta tapa leí: El jardín de senderos que se bifurcan, J. L. Borges.
En silencio tomé el ejemplar y salí presuroso hacia la radiante mañana. Antes de llegar
a la fuente del jardín, sabía de antemano que el chino con gabardina negra y cigarros largos
Al mismo tiempo, apostado en una fuente de cantera rosada, entre arco iris fatuos y
volutas de hachís, vi a aquel chico aproximarse nervioso hacia mí. Sudaba a raudales, y en
sus manos llevaba un manuscrito viejo, deshojado. Miraba para todos lados, y en su frenético
andar casi lo atropellan. «¡El porvenir ya existe!», gritó desaforado en el instante en que me
vio.
los espacios de El Pabellón de la Límpida Soledad. A esa hora la luz del día que entraba por
los ventanales parecía de artificio, y vi con horror que el libro de Borges, al tomarlo con
brusquedad el desquiciado joven, se fue deshojando en su alocada huida. Presto, salí a la calle
recogiendo una por una las páginas de El jardín, hasta que a lo lejos, junto a la fuente, por
fin los vi. Me vieron. Nos miramos. Los tres suspensos en un bucle temporal de filosa
angostura.
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solo es el nuestro. Los tres uno somos, en este invisible laberinto que se prolonga hasta el
infinito...
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DOS REFLEJOS
La madre toma una bolsa y unas cuantas monedas, y se dispone a enfrentar, como cada día,
la aglomeración del mercado. Mira, resignada, el techo de tiznadas vigas y cartón percudido
—Apúrense con sus tareas —dice a sus hijos, mecánicamente, como cada vez que
sale a buscar qué comer. Los chiquillos se miran y esbozan una sonrisa cómplice—. No me
tardo, ¿eh?
—Sí, mamá. Ya lo sabemos —pronuncia, como una letanía bien memorizada, la niña,
que es la mayor de los cuatro. Dos de sus hermanos y ella están sentados a la mesa, mientras
sonriente uno de los niños. Sus manitas tienen aferradas unas tijeras y el recorte a medias de
un reloj.
Sin decir más, sale a la calle, y toma dirección al congestionado centro para ver qué
logra comprar con tan poco dinero. Aspira fuerte llenando sus pulmones del aire seco de
marzo.
El trayecto es largo, y a esa hora el sol cae a plomo, otorgándole una claridad
excepcional a todas las cosas. El pueblo es viejo, aunque algunos sectores ya comienzan a
dar paso a la modernidad pujante. Los grandes caserones poco a poco van adquiriendo olor
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ostentan techos remozados de láminas de cartón y vigas, o de cemento. Todo eso contempla
—Ay, Dios mío. Creo que con esto nos alcanza —dice mirando las doce monedas
Cuando Rosa se quitó el anillo matrimonial y lo puso en la charolita del altar, sabía muy bien
que nunca más podría volver a portarlo. No. Nunca más ese diminuto aro de oro deslustrado
circundaría su dedo, ni daría seña a los demás que ella era una mujer casada. O, mejor dicho,
lo fue...
había resignado a portar su anillo de mujer casada, pero viuda, con todas las de la ley.
Aunque era una mujer joven y bella, sin duda, se había propuesto no conocer hombre
alguno, y guardar el luto respectivo. Qué fueran a decir sus parientes políticos: todo ese
barullo de gente criticona y mordaz que nada más iba a visitarla con ínfulas de dudoso afecto,
quizá más apremiados por saber de los terrenos y bienes que Genaro dejó intestados.
Antes del accidente, Rosa y Genaro eran la pareja perfecta, a ojos de todos. A pesar
de que no tuvieron hijos, podía verse a leguas que no los echaban en falta, pues algo en la
sonrisa de las personas dice cosas que palabra alguna podría nombrar. Sin embargo, Rosa
mantuvo viva la esperanza en Dios, en pos de algún bebé que viniera a sellar con broche de
—No te preocupes, mi cielo —le decía él con ternura, en tanto revisaba un mapa del
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Ella, en su silencio y genuino enamoramiento, repetía para sí misma un «Está bien»
mental, y solía olvidar esas charlas, de tantas. Hacía una pausa y ponía dos cucharaditas más
de azúcar a su té.
—Qué bien hizo don Porfirio al inaugurar este tren —fue lo último que dijo él, al
Ahora, el altar con sus adornos florales y perfumados, parecía una burlona mueca del
destino. Como un trofeo sentimental a todos esos años de dicha inolvidable. Y esa foto en
blanco y negro: él, todo sonriente y elegante con su traje, su sombrero de copa y el bigote
bien recortado, como diciéndole «Rosa, Rosita querida, y si fuéramos de paseo a...».
Con las primeras lágrimas empañando sus grandes ojos, cubrió el anillo con una
mantilla de terciopelo, mientras repasaba con suavidad su blancuzco dedo recién liberado, y
arrodillada a oscuras, y entonces se levantaba somnolienta del altarcillo, para caer y perderse
«¡Rosa! ¡Rosita! ¡Ven! ¡Anda, apúrate, mujer!». Creía escuchar entre sueños a su
marido, y se apostaba desesperada del primer vagón de aquel ferrocarril que ronroneaba en
su mente.
Cuando la madre se va, una carcajada común se desprende de los tres chiquillos, y prestos
sacan sus acuarelas, pinceles, crayones y demás aditamentos de arte. Hojas de papel surgen
—¡A ver quién hace el mejor avión! —dice efusivo el niño de edad intermedia.
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—No. Mejor dibujemos un paisaje —contesta, dominante, la niña, y sin esperar
réplica ataca la hoja blanca con los primeros trazos—. Vamos, que yo les gano.
El menor de los tres artistas, sin atender la contienda verbal de sus otros hermanos,
silencioso procede a trazar el boceto de algo así como un dragón. Es más bien un monstruo
mitológico que alguna vez había visto en una de esas revistas que colecciona. Kraken se
llama el ente, y precisa gran detalle y un talento que el chico, con sus pocos años, ya empieza
—¡Oooh! Está padre tu cosa esa —dice el otro niño, y mira, decepcionado, sus
—Tonterías —la niña alza su dibujo ante el "público conocedor", y arremete con más
terminado, procede a seleccionar los mejores tonos de acuarela para darle vida y plasticidad.
Determina que la piel de la criatura tendrá un fondo gris, con pequeños toques de
blanco para dar la impresión de las escamas, y cerca de los tentáculos, una mezcla de azul
—El Kraken era un monstruo marino que luchó contra Perseo —dice el pequeño
Los otros hermanos guardan silencio, pues saben, muy a su pesar, que su hermanito
incuba un talento que ninguno de los dos posee. El bebé con su chupete endulzado parece
estar de acuerdo.
Cuando el chiquillo intenta obtener una mezcla adecuada para las escamas ventrales
del titán marino, comprueba que el vasito de agua donde remoja sus pinceles se halla saturado,
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—Ahora vengo. Voy por agua limpia al lavadero.
del hermanito, coloreado a medias, el Kraken ataca a un invisible héroe volador, sujetándose
El sonido, parecido al agua brotando de una fuente, despertó a Rosa. La habitación estaba a
oscuras, y la incipiente alborada deslizaba sus primeras vetas de luz a través de las ventanas.
En la penumbra, la chaqueta del marido difunto, posada sobre una silla, daba la apariencia
metálicas sobre los durmientes, y aquel pitido largo encerrado en su cabeza adormecida. Se
calzó las pantuflas y se dispuso a ver qué podía ocasionar el ruido acuático allá afuera.
Así, alojado en las envolventes sombras, el altar con un severo Cristo y ese paraíso
de flores a medio morir, prefiguraba un extraño encanto, odorizado por las ceras extenuadas
y mil y un sollozos vertidos igual número de noches sin dormir... La foto de Genaro, en medio
de tan poca luz, resaltaba los tonos blancos y deformaba por completo su imagen, haciéndolo
—¡Oh, Dios mío! Dios mío. —Desde el quicio de la puerta, Rosa, temblando, lo
El pequeño vierte el agua sucia y grisácea en el desagüe del lavadero, y abre el grifo para
abastecerlo de nuevo. Ensimismado, mira caer el plateado chorro, y piensa que tal vez podría
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Ya surtido el recipiente, se encamina de vuelta al cuartucho, donde sus hermanos
respectivos diseños.
Entonces, justo a medio patio, al mirar de soslayo el otro cuarto que es la pieza que
toda la familia ocupa para dormir, la mira... Primero con fascinación, después con susto.
En la cocina, que es empleada lo mismo para las tareas escolares de los niños y
comedor familiar, los dos hermanos ya casi terminan sus coloridos paisajes. El bebé casi se
ha quedado dormido.
—¿Ah sí? Pues mis árboles parecen más reales. No que tú, dibujas como niñito de
kínder.
Ambos pronuncian tal o cual cosa de sus correspondientes obras, hasta que a la niña
le parece que su hermano menor ya se ha tardado mucho con el agua. Sin más, se levanta de
petrificado, con el rostro demudado por un hecho que no alcanza a comprender su infantil
criterio.
Ambos niños salen presurosos hacia donde se halla el más chico, y comprueban su
extrema tensión y mudez. Respira con dificultad, sujetando con fuerza sus pinceles y el vaso.
—¿Qué sucede? Niños, ¿qué están haciendo? —En ese momento, la madre que
regresa del mercado observa a los tres niños trenzados de las manos, buscando romper una
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—¡Mamá, mamá, es nuestro hermanito! ¡No se puede mover! ¡No sé qué le pasa!
Con presteza, la señora sujeta de las axilas al chiquillo y lo levanta en vilo, dándole
ocasionales bofetadas para que reaccione. Lo abraza. Cuando este recobra cierta consciencia
grande que la otra, de un mamposteado rústico de piedra, con techo de láminas de zinc y
vigas gruesas, parece normal. Las camas están sin hacer y algunos zapatos están dispuestos
—Allí estaba. Una... una señora... —El pequeño gime y se refugia en los brazos de su
Rosa hizo intento de salir de la habitación. Pero se detuvo al constatar el aire helado de la
medianoche, que penetraba su camisón de organdí. Apenas podía creer lo que estaba allí,
ante sus ojos... «Lo siento, señora, debido a una complicación en su matriz, usted no va a
poder tener hijos». La voz del engreído galeno se volvía a incrustar martilleante en su mente.
Más tarde los murmullos de los odiosos parientes... «Vaya, ahora resulta que ni hijos podrá
Ella sonreía y disipaba esos recuerdos que la han martirizado tantos años. Dos
lágrimas rodaron por sus mejillas, mientras el aura mecía su larga y hermosa cabellera.
Por fin algo bueno le ha sucedido. Un regalo inesperado y tanto tiempo anhelado.
Allí, en medio del patio de lozas de barro, cerca de la pileta, parado y titubeante, un
niño translúcido que sostiene un vaso con agua y unos pinceles, la observa atónito. La mira,
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ESCARABAJO VERDE DE JUNIO
conformación voluminosa, todas ellas con antenas y seis patas articuladas. La mayoría tiene
alas membranosas debajo de sus élitros quitinosos, no obstante, algunos son ápteros. Es casi
»En mi domicilio tengo unas vitrinas especiales con una variedad inmensa de
escarabajos de todo tipo, que he ido colectando por diferentes regiones del país. Incluso he
adquirido otros más, importaciones y especies raras, por Internet, donde forajidos y
"coleóptero-convulsivo".
fieros, aunque en realidad son casi todos inofensivos. Por ejemplo, son de considerable
majestad las tenazas de los Xixuthrus heros, o de los Lucanus cervus europeos. Recuerdo
incluso, como referencia, que vi una película futurista donde tropas terrestres se enfrentaban
a bichos acorazados gigantes de otro planeta, que ostentaban peligrosas mandíbulas parecidas
a las de mis primores. Y ya se imaginarán: los insectos triunfaban por sobre la especie
humana...
»Los Manticora scabra, los Ochryopus gigas africanos, o los Lethocerus grandis,
¡esos sí que son bichos de poder! Son artrópodos fatales y veloces: unos por tierra y otros por
agua, con implementos para matar y feroz beligerancia, que ya los quisiera de aliados
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»Soy profesor emérito en la universidad de mi ciudad natal, e imparto la cátedra de
me jubilaré, por lo que suelo aprovechar mi tiempo y mis energías en compartir mi sapiencia
y amor por esos animalitos... A veces me parece que soy niño de nuevo, y que cada escarabajo
vivo que cae en mis manos, es algo así como un juguete armable, con vida electrónica y
circuitos de alta precisión, que sólo hay que darle cuerda para que eche a andar...
»¿Se han fijado la tremenda fuerza que tienen las patitas de mis queridos coleópteros?
Sí, mis amores. Verán, tomen uno de esos Megasoma, los que ustedes llaman escarabajo
elefante, o un Goliathus cacicus e intenten sujetarlo con una mano. ¿Eh? ¿Alguno se atreve
»Cuando llego a casa, luego de una ardua —pero terapéutica— jornada, lo primero
que hago es contemplar orgulloso las vitrinas de escarabajos disecados. Bebo despacio una
copa de vino tinto y hago como que platico con ellos. Son algo así como reservistas del
así, prefería capturar jicotillos en las flores de calabaza, y les ataba cordeles en sus patitas,
para ver, emocionado, cómo alzaban sonoro vuelo cual helicópteros terroristas en busca del
sol.
El niño colocó de prisa la tapa del frasco, y la inocente tarántula que andaba sobre la mesa
—¡Vamos, Manuel! ¿Qué haces? —la madre regañó a su hijo. Tres añejas maletas
esperaban junto a ella en el quicio de la puerta—. Anda que se nos hace tarde.
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—Ya voy, mamá —contestó el chico sin mirarla. Sostuvo un instante más el
—No pensarás llevarte esa cosa a nuestra nueva casa. Será un viaje largo —dijo la
cepillo dental?
Con esta, es la tercera vez que se mudarán de casa. Al punto que Manuel ya hizo parte
gastados y ropa, o limpiar las nuevas habitaciones. También las aisladas llamadas por
teléfono de su padre que, impaciente, fingía con un «Adiós, que estés bien», interesarse en
su hijo. En ambos, puede ver: madre e hijo, con el mismo tono seco y desdeñoso. «Te prometo
que esta vez será la última...», le oyó decir a su madre aquella tarde lluviosa y de gritos
olvidar. Cuando la madre fue a cerrar la puerta, sus lágrimas se confundían con las gotas de
lluvia que empapaban su largo pelo desteñido. El niño coloreaba absorto la fotocopia de una
araña feliz.
Más repuesta, la mujer, que optó por recogerse el gastado pelo («Mamá, te ves bonita»,
le dijo Manuel, y fue lo único que se le ocurrió al verla sollozar, aunque la verdad su pelo
estación. El niño ayudó con la valija pequeña, y tras la espalda llevaba su mochila escolar,
con los implementos de batalla de un niño de su edad: a los diez años el mundo cabía en una
mochila.
—Los muebles llegarán mañana, pero tú y yo tendremos que arreglárnosla esta noche
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Detrás, con pasitos presurosos, Manuel la seguía. Tanteó su mochila y sacó el frasco
—Sí, eso es pequeño. Un alfiler más. —El profesor dialoga brevemente con el insecto
alfileres claveteados sobre una tableta de corcho. Sus patitas como remos están abiertas y sus
—Ahora, en tres días cuando te hayas secado del todo, estarás listo para ingresar al
"Salón de la fama".
habitación. Con la lluvia, la humedad penetra persistente las paredes de la antigua casona,
liberando un rezumo salino que se mezcla con el olor acre de la naftalina que hay en las
vitrinas. El profesor se tiende sobre un gran sillón desvencijado y se quita las gafas. Seca su
—Y ustedes, tendrán que irse de inmediato al infierno, sí señor —se dirige a las dos
arañas patonas que han aparecido en una esquina del techo—. ¡Fuera!
Aplasta con el trapo a las tenues arañas y las tira junto con este al cubo de la basura.
La verdad es que hace mucho que ya no lo acompañan, pues solía entristecer nada
más con ver sus alámbricas patas e imaginar, una vez más, la sensación del áspero caminar
sobre la palma de la mano... «Eso fue hace tantos años», recuerda, y al irse quedando dormido
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Cuando llegaron a la nueva casa, en la ciudad de Morelia, lo primero que hizo Manuel fue
buscar una caja de cartón donde poner a la tarántula, la cual estaba entumecida y hambrienta.
hogar. En el cuarto del retrete halló una caja de zapatos en buen estado.
preocuparse más por la repulsiva alimaña que por él mismo. Sacó de la maleta un par de
Sabía bien que su tarántula necesitaba comer después de tantas horas metida en la botella.
Buscó en los rincones, hasta que por fin las encontró: dos cucarachas de buen tamaño se
ayuda del mismo frasco que sirviera de transporte para la tarántula, copó a ambos bichos y
presa, para luego, libre de cáscara, clavarle sus recios colmillos. El insecto, o lo que quedaba
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de él, se estremeció un instante, cuando su miserable vida se le escapaba sorbida con
voracidad por la araña, que ya buscaba feral a la siguiente víctima. La señora no soportó más
y se levantó conteniendo las náuseas. Los ojos del niño permanecían atentos, con un brillo
intenso.
Muchas veces se ha preguntado el profesor de dónde le nació su afición por los acorazados
insectos. Afición que primero fue curiosidad, y más tarde urgencia... Casi no lo recuerda,
pero sabe, muy dentro de sí, que tiene que ver con una parte muy íntima de su persona, en un
lejano pasado guarecido en su alma, como los blando cuerpos carnosos y llenos de fluidos de
No por nada hubo de cambiarse el nombre y los apellidos apenas cumplió la mayoría
de edad; radicando de aquí para allá, como cuando era niño, tratando de encontrar sentido a
su existencia. «A esta soledad atenazante», le dijo cierto día a un colega, usando términos
escarabosos.
Tantos años de esta, su vida —¿rastrera?—, se había dedicado a crearse capas y capas
Desde que su madre murió, se dio cuenta que sólo contaba con él mismo para abrirse
paso ante el porvenir, sea cual fuera este, y que había que hincarle un duro mordisco para
someterlo y arrimarle el bulto. Nada más poético, pues, que un insecto coleóptero encerrado
en sí mismo, bajo una sólida coraza de inmunidad y mortificación. Sentimientos que usaba
Kafka, sino que él podía ocultar sus intenciones —inescrutables para los demás—, y actuar
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en el momento justo, con la previsión de guarecer lo que en realidad sentía. De esta forma,
Casualidad era que su grueso cuerpo se viera atacado por crisis gotosas recurrentes,
lo que hacía que sus miembros se anquilosaran —como patas articuladas—. Sin embargo, en
Ese sí que era su único temor infundado. Solía padecer de locas pesadillas en las que
era perseguido y desmembrado por feroces arañas migalas, sin explicarse el motivo. Tanto
universitarios. «Deberías ver a un psicoanalista —le decían—. Seguro tiene que ver con tus
estoicamente el prurito que despacio lo acometía, junto a la peluda soledad. «Con quelíceros
y todo», pensaba.
La llevaba en una caja de vidrio bien acondicionada con arena y cactáceas, además de una
pequeña cueva donde se guarecía el animal. Los chicos miraron fascinados cuando Manuel
Era un viernes de principios de junio y el cielo estaba azul y diáfano. Los niños no
tuvieron ojos para esto, más que para lo que en un rincón del patio del colegio tenía lugar.
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Manuel lanzó miradas de satisfacción cuando el arácnido llegó hasta su hombro y palpó su
Manuel tomó la araña y la regresó a su caja. Comprobó la hora y calculó que todavía
pecera, pues no querían perder detalle de tan exótico entretenimiento. Por supuesto nadie
sabía qué es lo que come una tarántula, y Manuel miró para uno y otro lado buscando eso,
precisamente.
El colegio contaba con varias jardineras que en esa época estaban lozanas de verdor.
Manuel recorrió, así, con la mirada entrenada, cada racimo de flores y mata de hierbas. Vio
más allá, en el césped, entre los arbustos y las plantas trepadoras. Hasta que lo encontró y
verde esmeralda, que torpe revoloteaba entre las bugambilias, y que al no poder posarse como
se debe, chocó con la malla del arriate, para luego caer boca arriba en el duro pavimento.
Manuel, junto con tres chicos más, se acercó. El insecto zumbaba y hacía intentos por
incorporarse, hasta que fue sujetado firmemente por unos dedos diestros.
escarabajo en la pecera.
Con una velocidad inusitada, la tarántula salió de su artificial cueva y sujetó por
detrás al aturdido coleóptero verde. Comenzó una salvaje escena, donde los instintos
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primordiales de dos criaturas mínimas se pusieron a prueba. Veinte ojos se posaron en el
Nervioso y torpe, el escarabajo evadió el primer ataque del predador, y se refugió bajo
pedipalpos lo rodó. Sujetó fieramente al escarabajo y le desprendió con violencia uno de sus
excavando la arena. Las palabras de asombro de los niños penetraron, cual abejorros en celo,
en los oídos de Manuel, y dentro se tornaron zumbido incesante. Él, transido y distante, se
desmembrando una a una sus placas quitinosas, hasta dejar al descubierto su íntima materia,
restos quebrados de una cubierta inerte que aún se preguntaba por qué dolía tanto.
sólo para mirar esos gigantescos quelíceros nacer de un universo de pelo y lobreguez
atemorizantes. Desnudo, hace intento de huir, y con sus sangrantes manos escarba la tierra,
buscando esconderse del horror que termina por apresarlo, sujetándolo y quebrándolo mil
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veces, dolorosamente, como cada noche, hasta terminar sepultado e inerme bajo una
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UNA NOCHE MÁS
Cuando la penetración llega, comienzo el conteo de diez segundos. Quince a lo más, para
que tenga lugar la explosión de semen y gemidos. Todos son igual... Siempre pasa así, y eso
que en mi haber tengo más de mil y una noches de rondar las avenidas de esta ciudad,
montada en el falo en turno, como una bruja que desnuda practica su ritual.
Luego viene ese olor agridulce del esperma que baña mi vagina, mis muslos, mi
vientre, que no pocas veces están palpitando de excitación, tensos y sudorosos. Pero no esta
vez.
El olor agrio y dulce, decía, que no tolero, por lo que tengo que hacer verdaderos
Ya que el fulano terminó, limpio mi pubis con una ducha, a tientas busco mis
Avizoro una cita más, y creo que con eso estará bien por ahora.
Me duele un poco la cintura, y no es precisamente por el embiste del patán aquel, que
más que coger, estaba jugándose la vida, luchando contra no sé qué. Jadeo tras jadeo volvía
y arremetía con tal ímpetu que creí que me iba a romper la cadera.
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Es cierto que estoy acostumbrada a cosas como esa, pues al borde del desmayo, el
cuerpo —el mío— adquiere resistencia y elasticidad, para sostener los ataques de mis
Pero esta noche siento verdadero cansancio. No sé. Ha de ser que estoy llegando al
límite de mis fuerzas y que es hora del retiro. Por ahí dicen que Hasta que el cuerpo aguante,
Tonterías. Bastará con cenar algo y tomar una de esas bebidas energéticas muy de
moda entre los deportistas. Al final de cuentas, lo que hago es también una prueba de "alto
conformación fina pero fuerte. No por nada me decían la Venadita, pues era ágil para la
carrera y dura con los chicuelos de la colonia. Solía llevarme pesado con ellos y jugar a pelear,
aunque algunas veces esas peleas me producían cosquilleos inoportunos, sobre todo cuando
el contacto de los cuerpos rebasaba el espacio tolerable, entre forcejeo y forcejeo. Y ahí
estaban las manos y los roces, y cuánta habilidad que tenían los muchachos para entrelazarme
y rendirme, y yo les decía «¡Basta, basta ya por favor!», mientras un calorcillo agradable se
Todavía puedo jactarme de mis piernas y de mis nalgas duras, que se debaten en buena
mis tacones. Me siento coqueta y de buen ver, a pesar de la lluvia ligera. Vaya que es difícil
aprender a andar con estas agujas. Una debe practicar mucho para adquirir gracia y soltura.
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Cuando entré a la academia de modelaje, era condición aprender a andar con
Bueno, más tarde supe que no importaba que anduvieras o que no anduvieras bien
con los mentados tacones, pues si querías lograr algo debías aflojar. Así es que mi buen
Me he hecho de una clientela privilegiada, no por buenos, sino por la buena paga.
Hombres. Brutos todos, al fin. Gordos, flacos, chaparros. Brutos todos, sí señor.
—¿Vas, chula? ¿Cuánto? —escucho una voz tras mis pasos. Un automóvil gris se me
No contesto, pues el fulano aquel ya está abriendo la portezuela del coche. Subo
aliso mi falda, reflexiono que ni tiempo tuve de contestar, vamos, ni de pensar si me convenía
o no, dada la hora que es y lo cansada que estoy. El rumor demandante de mi estómago y la
boca seca me dicen que tampoco sacié su hambre y su sed. Después de una jornada larga de
trajín, era lo menos que podía hacer por mi "recurso natural renovable", como decían mis
El hombre, un tipo alto de pelo corto, musculoso, que lleva lentes oscuros y perfume
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Antes de que pueda concluir la frase, con un rechinido de llantas y un brusco tironeo
Un rótulo luminoso dice Deut Hotel. Llueve ahora con más intensidad.
—Sí, nena. Conozco tu tarifa. Te daré eso y más —dice el tipo con una leve sonrisa,
Yo, lo miro embobada bajar del vehículo y encaminarse a uno de los corredores.
Tardo en reaccionar, puesto que también tendría que entrar con él al cuarto que elija. Aunque
soy yo siempre la que elige hotel y habitación para la movida, como Dios manda.
Un poco extrañada por el cambio de roles, abandono el auto y voy tras ese individuo.
A la distancia se ve que conoce muy bien el edificio, pues sube escaleras, recorre pasillos y
mira los números de las habitaciones. Se detiene ante el cuarto que ostenta un raro número:
Corrijo mi comentario: tal vez no sea así, pues bien sé que muchas veces los hombres
que son mis clientes, o por lo menos los que ya llevamos años de tratarnos, suelen ser corteses
y educados conmigo. Aparte de prodigarme las atenciones y caricias que no dan a sus mujeres,
Dicen que, Detrás de una gran mujer siempre hay un pobre hombre... Je, je.
Cierro la puerta tras de mí, iniciando ya la pantomima tantas veces repetida, en esto
lentes negros. Enciende otro cigarro y en silencio me señala un mazo de billetes que están
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sobre un buró. Así, a simple vista, parece que cumplen muy bien con mis expectativas
tanga y cosa elástica que se le parezca. Sin embargo me mira. Me mira y no sé lo que dirán
Dicen que los ojos son el espejo del alma, así que este tipo, sin duda, es un desalmado.
pienso, y detiene mi danza erótica. Se incorpora y extiende sus poderos brazos hacia mí.
—Ven, puta.
Sin decir más, me aferra por los hombros y me atrae hacia él. A leguas puedo ver que
tiene una erección enorme. Con sus manazas me obliga a hincarme y me pone su pene en la
boca.
Comienzo a succionar.
Una vez satisfecho, me levanta en vilo con enorme fuerza, y me arroja sobre el lecho.
Sin más, se abalanza sobre mí y me penetra. Comienza el movimiento tantas veces anticipado.
Ridículamente pienso en mis demás clientes, y me digo que algunos de verdad se han
de ver graciosos moviéndose así, con ritmo y desenfreno, sobre todo los que son más o menos
obesos.
Sí, no ha de ser fácil guardar la compostura y posar para la foto, cuando la calentura
No ha explotado.
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Ya no lo soporto.
alrededor.
Una mezcla líquida de dolor y placer me inunda, me traspasa, fluyendo desde otras
Cuando despierto, aún persiste un ciego palpitar en mi cabeza, y mi nariz es arañada por el
Vomito.
El tipo se ha ido.
Caigo en cuenta que en el momento del éxtasis supremo, creí escuchar gritos
Allí fuera, tres paramédicos están sacando un cuerpo cubierto por una sábana
No percibo lo que los oficiales tratan de decirme. Sólo miro sus ojos desorbitados y
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Las punzadas en mi cabeza son insoportables.
Al pasar los paramédicos frente a mí, de pronto la sábana que cubre el cadáver resbala
Todos se han ido del hotel. Apenas si me puedo mover. No sé cuánto tiempo he permanecido
No conozco las calles por las que camino. Tal vez más adelante me oriente.
Tal vez.
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CHICKEN AND CHICKEN
Hállome aquí, como tantas otras tardes, tratando de encontrar la llave correcta que abra este
maldito cerrojo. Si tan siquiera se callaran esos perros. Pero no. No hay forma de pasar
desapercibido. Vaya, por fin acierto al tercer intento. Bien, aquí voy.
Cierro tras de mí el portón de lámina con el número I-17, que como otras veces
traspongo para ingresar a la granja de mis tíos, y de inmediato me golpea el olor caliente y
agrio de las majadas de vacas y cerdos que mugen y gruñen en sus cubiles. Cruzo resignado
el enorme barrizal, sembrado de alfalfa y estiércol vacuno, y siento alivio de pisar la banqueta
cuando salva su vida aferrándose al primer madero que encuentra. Nada más que este es un
gran jaula-criadero de pollos de engorda que a diario visito, para surtirla de alimento
preferente y echar agua en los bebederos de las patéticas aves, que son nuestra comida al
final de cuentas.
Así es. Tengo por oficio el hacerme cargo de la nutrición y crecimiento de los pollos,
cientos y cientos de pollos, que hay en la granja, y que luego se venderán en los pueblos
aledaños o en el centro de la ciudad. La paga es poca, pero de momento me basta para ver
por mis necesidades básicas, pues estudio y sólo dispongo de unas cuantas horas libres por
las tardes. No es que me guste hacer este trabajo, pero para lo que es y con tan poco tiempo,
que surte la canaleta-bebedero de cada corral. Debo llenar el depósito que está en lo alto para
que no falte el vital líquido. Cuando un pollo tiene sed, abre el pico en forma lastimera, saca
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su lengua parecida a una cuña blancuzca y mueve compulsivamente sus mejillas carnosas.
Después, para darles de comer, es preciso calzarse unas botas y mojar las suelas en
una bandeja con creolina desinfectante, antes de ingresar al corral, a fin de no introducir
gérmenes en su medio, que más que medio es un polvorón de restos de plumas, paja y
excremento seco. Es necesario entrar con un cubrebocas, pues el aire ahí dentro está bastante
viciado del olor añejo de las gallináceas. Tal vez el olor de un pollo pase más o menos
Hay que llevar cubos con el alimento especial que tragan estas artificiales aves (nada
libres y sin estar atenidas a uno): se trata de pequeñas croquetas de una materia verdusca
indescriptible (en el bulto certificado LEV. S.A. de C.V., se lee una lista interminable de
ingredientes; sin duda algo tiene que ver la NASA o los chinos con estos avíos, je, je). Tengo
que ir llenando los despachadores metálicos que penden a la altura de los ávidos picos. Se
debe hacer con cuidado, pues entre tanto avechucho apenas si se puede caminar. El alimento
es de engorda y crecimiento, y hay que irlo dosificando según las recomendaciones del
veterinario.
Es muy importante echar una ojeada al estado general del corral y a sus plumíferos
habitantes, pues no faltan accidentes entre la masa avícola que rompen la concordia y el
equilibrio (bien dicen los teóricos futuristas, estudiosos del conglomerado humano, respecto
sustentos...). Así es. Hay que revisar bien para hallar los pollos muertos y/o contaminados, y
deshacerse de ellos lo más pronto. Sucede que estos animales son tan tontos, que no bien uno
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acaba de llenar el contenedor de alimento, ya se están amontonando, uno encima del otro,
para poder ganar lugar en la tragazón. Aquí sí no importan género, antigüedad o jerarquías;
la comida es lo primero. Y cuando menos lo esperamos, ya uno de los pollos out comienza a
aletear agónicamente, pues se está asfixiando, ante la total indiferencia de sus congéneres,
que siguen picoteando voraces en los comederos. A veces he salido del corral llevando en las
manos cuatro o cinco pollos muertos. ¿Quién dice que los pollos no son asesinos? ¡Y de los
peores! Sí señor.
como por ejemplo dejar caer la cubeta de alimento, o hablar fuerte, toda la multitud de pollos
se convierte en espantada parvada, que huye inexplicablemente hacia donde más se agolpan
los unos con los otros. Chicken and chicken, torpeza fatal. Es como si algún pollo líder dijera
«¡Ey, todos a mí!», y los demás, obedientes, acataran la orden a la perfección, sin pensar en
hacemos corrillos; si hay lugar preferente para las pollidamas, los polliniños y los
polliancianos. De estos simulacros, varios resultan muertos, o con un buen susto que delatan
los picos semiabiertos, los ojos inyectados y las pechugas palpitantes de la estúpida
polliconcurrencia.
Decía que algunos estarán contaminados (por eso los vacunamos oportunamente, con
gotas en los ojos e inyecciones intramusculares con los remedios prescritos). Y esto es debido
a que nuestros pollos curious se ven atacados, entre otras cosas, por la inverosímil gripe aviar
A (H5N1) que les afecta masivamente, o el virus de una afección llamada Newcastle de rápida
propagación; también una variedad de viruela o el raquitismo aviar, que les provoca
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En esto igual se parecen a nosotros, pues no es raro encontrar individuos con rostros
esperpénticos: con los ojos supurantes y cubiertos de costras, o con una pata tullida, dedos
torcidos y retraídos como un garfio, o un ala caída, que andan de aquí para allá arrastrando
ante todo el mundo —corral, en este caso—, mostrando su grotesca animalidad. Estas aves
lisiadas y caricaturescas están irremediablemente condenadas a morir, ya sea por los estragos
mismos de la enfermedad o por los picotazos crueles y segregacionistas que reciben de los
demás: pollos sanos e insolidarios. Y aquí está otra de las grandes premisas de la vida: la
Selección Natural. Sí señor, entendida y ejecutada por mí: sacrificar a los inadaptados, a los
enfermos, a los lisiados..., para luego apartar los cadáveres y enterrarlos o quemarlos, para
Cuando uno se retira, ha de bajar las grandes cortinas que rodean el local, y encender
las lámparas calefactoras que guarecen a los animales del viento y el frío de la noche. Para
que puedan dormir bien... Vanos placeres, pues de todas formas sus días están contados. Vida
Tras el repaso mental de mis quehaceres vespertinos, por fin me decido a entrar al aviario.
La tarde parece más transparente que de costumbre, y a lo lejos los demás animales: cerdos,
ovejas y vacas, se han quedado inmóviles, como soportando cada segundo de este sol
abrasador, que parece abarcar cada rincón del mundo. Da la impresión de ver una acuarela,
resaltada en el verde esplendoroso de la alfalfa tierna y los betabeles frescos. Todo, así
dispuesto, tiene cierta belleza. Si no fuera por el barrizal y la mierda... Tomo las cubetas y
las lleno de alimento. Mi nariz reconoce al instante ese olor inclasificable. Cada balde me
alcanza para surtir dos comederos. Es la medida exacta. Repito: es curioso que los demás
animales no se muevan.
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Al penetrar en el aviario, un calor húmedo y denso como de invernadero, y el olor
ojillos nerviosos me miran de costado. Los míos —mis ojos— confirman que dentro de unos
días será necesaria una buena limpieza y desinfección, cuando la totalidad de los pollos sean
empaquetados en sus jaulas plásticas, pesados, vendidos y olvidados. Para eso nacieron y
Al ir avanzando por entre la chusma polleril, de pronto me acomete una tos seca, pues
el polvo que flota en el ambiente es avivado por miles de patas escamosas y amarillentas que
pisan por doquier. Tengo que quitarme el cubrebocas para toser mejor, a sabiendas de que
puedo contraer el paramixovirus o respirar algún ácaro o espora reinante. Con este acto cunde
el pánico, y las torpes gallinas ya comienzan a hacinarse en los rincones. Dejo los cubos de
alimento en el piso y hago intentos inútiles por dispersarlas. Mi garganta parece colapsarse
de más partículas y la tos que se acrecienta no la alivia. El cacareo y los aleteos de los pollos
de defensa, buscando alguna bocanada de aire limpio. Un alud de blancas plumas y patas
Algunos murieron asfixiados en el tropel que se desató. Otros del susto no pasaron. Menos
mal que a mí sólo me duele un poco el pecho, pero ya respiro más aliviado. La calma ha
retornado al recinto. Estamos todos tan próximos, tan iguales, tan conscientes, mirando con
cierto nerviosismo hacia la puerta. El agua ya no fluye, y hace tiempo que no nos han traído
de comer.
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CARRETERAS CONCÉNTRICAS
Luego de tomar el desayuno y beber café, sintiendo el confort del cuerpo descansado y recién
bañado, emprendo de nuevo la marcha. Me apeo del estribo del tráiler y me instalo en la
amplia cabina, con recubrimientos de cuero rojo y espejos que centellean con las luces de los
faros que nacen a la vera de la autopista 05. Enciendo el motor, que de veras ruge como bestia
prehistórica, vuelta a la vida con un simple clic de algo tan minúsculo como una llave, un
chispazo, unas gotas de combustible. Son las cuatro de la mañana, y el tercer cigarro
confronta el frío que permaneció en vela en mi rostro. Froto mis manos, y al calentarse la
máquina, me maravillo del poder que esconden las entrañas de mi mastodonte mecánico: el
Jilguero lo llamo, y ya la aceitosa sangre lubrica su ronroneante pecho. Yo, envuelto entre
Gabriela... Ciertas cosas que la existencia nos depara son injustas, o de plano no
estamos capacitados para entender las reglas del destino. ¿Sabes que te veías linda con tu
falda de gasa y el pelo recogido? Y tu cuerpo tan delgado y armonioso que a veces me hacía
Voy embragando una a una las velocidades, hasta que el Jilguero recobra la marcha
que le gusta. A esta hora la pista se halla libre, y las primeras franjas del amanecer ya asoman
por el horizonte. Reviso el contenido del termo, y sé que dentro de dos horas necesitaré
abastecerlo con más café: café puro con casi nada de azúcar. Allá donde Santa Martha
guarece a los caminantes y a los traileros solitarios, a las siete menos quince para ser exacto,
a punto estaré para la siguiente ronda de cartas, hazañas y desvelos; café, bizcochos y
cigarrillos.
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¿Te acuerdas, Gaby, que nos miramos por primera vez en aquel lugar, mientras tú
acariciabas a un gato de largos pelos blancos? «Son tan idénticos sus ojos», te dije, y bastó
ese detalle para llevarlos prendados en mi alma. «¿Le gustan, caballero? Lástima que no se
los pueda regalar —comentaste, y un tenue rubor acariciaba tus mejillas. Sonreíste como para
disipar el sobresalto—. ¿Con qué miraría el gato?». Y yo apunté: «¿Con qué mirarías tú,
Cruzo el puente distrital y tengo que maniobrar bien pues la cuesta es larga y
pronunciada. El Jilguero ruge y parece hundirse en el sopor que está anclado a mis
pensamientos. Hemos de parecer, así a lo lejos, una enorme oruga, pesada y somnolienta que
avanza por la rama doblada de un árbol. Ya despunta la mañana y algo de tráfico comienza
a circular en torno mío. El camión pasa lento hacia el otro lado del Bordo, y con la pendiente
que viene retoma su andar. Parece, Gaby, que te veo cruzando el puente en dirección contraria.
Encuadro bien los espejos para no engañar la vista. No. No eres esa mujer. Aunque se parece
mucho a ti.
—Espera. Tengo que decírtelo ahora. Más tarde no sé si podría —interrumpes el beso que
nos dábamos y me tomas de la mano. Tus ojos se posan ansiosos y tristes en mí, y algo me
Todavía ayer repasaba los planes, y daba vida a las múltiples opciones que tendríamos
para pasarla bien: ¿Cuál se presentaría primero? ¿Cuál enseguida? Así de excitado jugueteaba
con el destino. Oh, Dios mío, mañana podré verla y tenerla y abrazarla, y...
El destino... A veces deseo con fervor que mis ilusiones se cumplan... Es como robarle
una pizca a la belleza del mundo, y depositarla en las cosas comunes que nos pasan.
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Pero, este día, que estás justo a mi lado, algo parece que se cuela entre nosotros y nos
Tus ojos tristes igual. Sólo atino a pisar con furia el acelerador, sintiendo cómo la tarde,
radiante y calurosa, nos engulle y nos suplanta: dos jóvenes enamorados, anónimos y
—Escúchame, por favor. Detén el auto —tu voz tan suave y afligida reverbera.
acondicionado tanto a ti. En medio de los pitidos y voces, paro el coche a media calle. Sigo
tenso y con el calor a cuestas. Los claxonazos arrecian. La ciudad majestuosa ofrece uno de
sus mejores cielos, como pocas veces se ven. Una parvada de palomas levanta vuelo cerca
Recobro algo de sentido común, y reenciendo el auto para aparcarlo en lugar seguro,
Si los sueños se volvieran realidad..., no estaríamos aquí. ¿Qué fue lo que pensé que
podríamos hacer hoy? Haríamos el amor en el cuarto de un hotel, dulce hotel. Tal vez la
besaría hasta robarle todo el aliento; sí, interminablemente, hasta romper el respectivo récord.
O quizá bailaríamos desnudos, justo en esa fuente donde los angelitos de piedra vierten sus
reacción nuestra. Me dices algo más, pero no alcanzo a comprenderlo. Siento como si el aire
que respiro me quemara, y dos lágrimas acuden para refrescar con su pequeñez mi vida.
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Cuando volteo para intentar decirte lo que soñé, ya te has ido. Las risas de los niños del
parque son tan plenas, que aún estando lejos siguieron retumbando en mis oídos.
varios kilómetros de por medio. La ciudad ha quedado muy lejos. Es de noche, y el frío que
reina me espabila y alerta mis sentidos. No reconozco este trayecto, pero creo que allá a lo
«Te quiero tanto», me dijiste ayer justo antes de marcharte, mientras te vestías y alisabas tu
ropa. La cabellera larga que peinaste y sujetaste con un cordel, te da un aura de misterio que
no atino a descifrar. Y el olor de tu cuerpo permaneció junto a mí. ¿Sabes que ese contraste,
entre tu piel como de luna y el negro profundo de tu pelo, me hace perder la cabeza? Gaby
de mi vida, apenas te vas y ya comienzo a extrañarte. «Pronto nos veremos», te grité feliz
desde el quicio de la puerta, y lanzaste un beso como mariposa de aire, que entre mis manos
Luego salí para recorrer las calles buscando algo para ti, que sabía te gustaría: de plata
ha de ser, sin duda, el anillo con el que te he de proponer matrimonio. Sí, con una zirconia,
o un granate. Más tarde me cobijé en el paradero de la Estación Oriente, para comprar los
el mío. Pero he de volver y te buscaré, Gaby de mi alma, y para siempre seremos felices.
Ahora que escucho el rumor del tráiler forzándose, acude tu recuerdo como una luz
potente en esta soledad. Ni los humos de los otros camiones, ni los vehículos que pasan
veloces, logran evadir mi deseo de pensarte. Cuando volví a abrir los ojos te miré, allí,
imaginé que tenías alas. Creo que hubieras saltado al vacío perdiéndote en el azul cielo, de
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no ser porque te volviste al sentir que te miraba. Nos miramos, sonreímos y nos abrazamos.
Y volvimos a hacer el amor con tanta dicha. «Quiero ser tuya por siempre», dijiste, mientras
los últimos 40 kilómetros antes de arribar a la ciudad. La autopista está más libre que de
el desayuno—. A ver qué me dices ahora que regreses». Ya nos veremos, ángel mío, y
y bielas, de la oleosa sangre que fluye en el alma del tráiler. La gran urbe allá a lo lejos,
centelleante como una gran constelación, parece darme la bienvenida. Entro a la zona de
curvas y por un momento no distingo bien el camino. «Temo que algún día me olvides», me
dijiste, y siguió un silencio largo. Yo sorbía el café que se había enfriado y tomé tus manos
infantiles entre las mías, rudas y ansiosas, y las besé agradecido de tenerte. Gabriela.
Tus ojos me miraban intensos, como nunca los había visto, como esa luz que viene
Doy otro acelerón furioso y el auto se desboca entre las curvas de la desolada carretera. No
he de volver. ¿Para qué? Es mejor dejar las cosas así. Ciertos sucesos que la existencia nos
depara son injustos, o de plano no estamos capacitados para entender las reglas del destino...
¿Sabes que te veías linda con tu falda de gasa y el pelo recogido? Y tu cuerpo tan delgado y
armonioso que a veces me hacía dudar si eras real, o... O a lo mejor... Pero eso ya no importa.
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Pronto amanecerá, y será preciso dejar distancia de por medio. Entre más lejos estemos,
Gabriela, mejor.
La máquina vuela, y el aire que penetra violento me arrebata el llanto que desde hace
rato mojaba mi rostro. Mi visión se empaña, y sólo atino a confrontar el soplo helado
entrecerrando los párpados. «Lo siento. Nunca te olvidaré», me dijiste la última tarde, y tus
ojos intensos proyectaban una extraña luz, como aquella que justo ahora miro de frente.
Gabriela... Gabriela... ¿Cómo pudiste? Es tan intensa la luz y tanto mi dolor. Tanta la
«La serenidad de la noche fría y oscura me rodea por completo. ¡Qué raro! No recuerdo ser
tan susceptible a esas cosas, hasta hace poco... Ahora hasta podría asegurar que la tierra se
ha inclinado un poco más... Qué más da. Sólo sé que hoy siento... y más que nunca. Delante
se escucha un blues. Probablemente proviene del bar de enfrente. Tal vez... Pareciera que
todo aquello estuviera dispuesto para mí, para mi alma y mi corazón que se encuentran
inconsolables. Si él supiera cómo me arranca un poco de vida cada vez que lo veo infeliz. Si
supiera que mi día se hace una y otra vez cuando lo veo sonreír. Pero hoy no. Hoy me tocó
morir. El viento choca de lleno con mi rostro que empieza a entumecerse de frío, de calor, de
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LAS PALOMAS
ciudad de Hidalgo no logra su cometido de disipar la oleada abrasadora que acomete a los
bañistas. Dos cubos de hielo se ven empapados en la gaseosa que un mesero gentil pone al
alcance de Ana. Ella agradece la atención, y de inmediato bebe regocijándose con las
—¡Vaya que tenías sed! —le dice, acomodándole un mechón dorado de cabello por
detrás de la rosada oreja—. De todos modos, es un lindo mediodía, ¿no te parece? —confirma
para sí misma la anciana mujer, y vuelve a mirar radiante hacia donde sus dos nietos retozan
sin parar.
Los pequeños, Elizabeth y Adrián, llevan ya más de dos horas en los toboganes de la
alberca especial para menores, empapados del bullicio y colorido que sólo los infantes
pueden percibir sin importarles las condiciones del clima, o si ya desde hace rato pasó la hora
—Madre, creo que me voy a morir sofocada —balbucea Ana, y ya coloca el helado
vaso en su mejilla ardiente; sus ojos están irreconocibles tras las oscuras gafas, el cutis pálido
ahora enrojecido—. ¿Podría encargarte a los niños un instante? Necesito darme una ducha y
descansar un poco.
desencanto, luego se encamina a la habitación del hotel. Su madre la ve alejarse despacio por
el pasillo que cruza las albercas, entre la algarabía de la multitud que chapotea y ríe al unísono,
bañadores, inflables y pamelas multicolores por doquier. Piensa que es una lástima que justo
ahora, que se disponían a pasar un fin de semana agradable, la migraña retorne impenitente.
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Después de todo, ha sido un mes de intensa labor el que su hija ha desplegado en la oficina,
y más con el nuevo puesto que le han encomendado. Por lo menos de oídas lo sabe, pues
suele mantener cortas pero frecuentes conversaciones telefónicas con ella, de noche
principalmente, con las que se ha dado idea de lo duro que es en estos días conservar un
Hurga entre las bolsas algo para calmar el hambre. Halla una tostada resquebrajada,
le unta crema y la muerde con parsimonia, la mirada puesta en la azul y brillante atmósfera.
Repentinamente, una pequeña tórtola gris se posa en el respaldo de la silla que abandonó Ana.
La avecilla, grácil y de vivos ojillos, escruta sin temor a la anciana, y parece como si en
cualquier momento fuera a decir algo, pero emprende vuelo al acercarse los pasos de Alberto,
el esposo de Ana, el cual ha logrado lo que nadie: que los niños salgan del chapoteadero y
—Sí que fue buena idea ocupar este quiosco, ¿verdad, abuela? —dice el pequeño
La mujer le cuenta a su yerno lo que aconteció a Ana. Él sólo levanta los hombros y
bebe la gaseosa que dejara casi intacta su esposa. Una bandada de palomas cruza el inmutable
cielo, ante la indiferencia de las familias que buscan ampararse bajo cualquier sombra.
—Tal vez al atardecer mejore su estado de ánimo, cuando vayamos de visita a la plaza
de Ixmiquilpan —aventura a decir Alberto—. Unos pastes y un café bien preparado siempre
son un alivio.
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Los pequeños apenas probaron bocado y ya emprenden carrera de nuevo hacia las
La plaza principal de Ixmiquilpan está a unos ocho kilómetros del balneario de aguas
termales. Son casi las seis de la tarde, y el ocaso ya se insinúa detrás de los altos cerros que
rodean el bajío hidalguense. Domina el escenario el cerro de San José, el cual extiende sus
sombras sobre las cactáceas y arbustos, cubriendo buena parte del horizonte. En el centro del
municipal, la cual tiene como atractivo una fuente de la Diana Cazadora. Algunas personas
conversan sentadas en el pretil de la fuente o en las banquitas metálicas que hay en los
márgenes. Las luces de los negocios y locales que hay alrededor comienzan a encenderse,
dando cabida y consuelo a propios y extraños. Los autos circulan en torno a la glorieta, y
varios transeúntes atraviesan la explanada y las calles aledañas, cada cual con su senda y
destino trazados.
Ana, visiblemente repuesta, camina tomada del brazo de su madre, ostentando una
apacible sonrisa. Alberto, animoso, va tres pasos adelante mostrando a los niños los detalles
del lugar. Cuando llegan a la fuente, lejos de admirar las sugerentes curvas de la bronceada
amazona que apunta al cielo, o los refulgentes chorros de agua que saltan, lo primero que
llama su atención son las decenas de palomas bravías que se aglomeran por aquí y por allá,
en la tarea de comer y picotear el alimento que algunos buenos parroquianos esparcen sobre
—¡Mira, mamá! —grita la pequeña Elizabeth, al punto que se lanza sin más hacia un
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Alberto tampoco puede contener el alborozo repentino que embarga a Adrián, el cual
se suelta de su mano y sigue en veloz carrera a su hermana. Ambos, felices, se unen a otros
tantos niños y niñas de mayor o menor edad, que de allí o de más allá se desprenden del
amparo de sus padres, y van en pos de las sorprendidas palomas, las cuales los evaden con
—Alberto, mira, graba a los niños persiguiendo a las palomas —solicita Ana,
—¡Se ven tan lindos! —dice la abuela, disfrutando la escena cual más.
Y es que el acto tiene lo suficiente como para ser especial. Ambos bandos:
—¡Ven, papá, ven! —al unísono gritan Adrián y Elizabeth, llamando a su padre sin
el único, pues diseminados por toda la explanada, otros padres igual de orgullosos de sus
presagios circula por toda la plaza central, obligando a los paseantes a cubrirse el rostro por
un instante, con lo cual los ojos quedaron velados de momento para evidenciar lo que pasó.
Podría parecer normal por estos lares que un ventarrón llegara a la ciudad, dada su
fama de acunar aires insumisos. Pero... Únicamente las cámaras de video o teléfonos de
última generación, con tecnología apta para captar en una milésima de segundo los resquicios
pichones dejaron de picotear las semillas y emprendieron vuelo masivo. Los niños y niñas
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que corrían felices tras las aves, parecieron detenerse como suspendidos, confundiéndose
entre un torbellino de plumas de tonalidades grises, blancas y azulosas; sus piernas y brazos
alternando con el vigoroso aleteo y el agitar de rosáceas patitas con uñas negras; sus risas
plenas mezcladas con los incesantes arrullos de las palomas. Juntos desprendiéndose de esta
tierra...
Luego, todo volvió a la normalidad. Una nube gris retumbó a lo lejos, como preludio de la
grande) huyendo hacia el campanario para ponerse a resguardo de la feroz lluvia que
comienza. Todos llamando a gritos a sus hijos, sin obtener respuesta..., buscándolos en medio
corriendo, chocando unos con otros, mirándose unos a otros los rostros desencajados y
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35 mm
Me miro al espejo y me encuentro atractivo como antes solía serlo. Creo que hasta las arrugas
que surcan mi frente, y las patas de unos perdurables y anónimos gallos que se posaron en
mis párpados, se han desvanecido, huyendo con su quiquiriquí ilusorio que espabila a este
tiempo letárgico, que, muy a mi pesar, se ha instalado en mis opacos ojos de cordero (en
algún lugar he de haber visto los ojos semiadormecidos de esos rumiantes; no sé, una
caricatura, alguna revista tal vez). Pero con todo y el inconveniente de los ojos, ¡vaya que
uno se ve mejor después de una refrescante ducha! No importa la edad que se tenga. Y luego
están los aditamentos para maquillar y acondicionar al personaje que está presto a entrar en
escena. Por aquí la crema hidratante, por allá unos toques de loción; el pelo lustroso y alisado
cuidadosamente, y ¡listo!
Sí. He recuperado mi porte varonil. Bastará con meter un poco el vientre y levantar
los hombros, para aparentar la fortaleza de otros ayeres..., aunque caminar así me resulte un
tanto incómodo. Echo pues a cuestas mis candorosos cuarenta y pico de años, tomo un respiro
enérgico de aire y salgo a la calle al encuentro de ella. Qué mejor edad puede tener un hombre
que se precie de serlo, no obstante muchos opinarán lo contrario. Que si: «Ya se te pasó el
tren, o, ¿es que acaso no piensas sentar cabeza?». «No vayas a ser de esos "raritos" que andan
por ahí». «Ya no estás en edad para "esos trotes", hermano». Simplezas.
Lo cierto es que de un tiempo a esta parte salgo con una mujer mucho más joven que
yo. Hermosa, diría, sin falsa modestia. «Nos vemos en el lugar de siempre, mi vida», me dijo
hace tres días, justo antes de abordar el colectivo. Yo la miraba subir los peldaños del bus, y
recoger su falda azul con tal encanto que fugazmente dejó ver, en una verónica magistral, un
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breve resplandor de su pierna. Y después la vi alejarse. El día se iba muriendo, y las gotas de
una leve llovizna ya apaciguaban el calor de este abril como ningún otro que recuerde:
esplendoroso, pero poblado de nubarrones y chubascos sorpresivos, al igual que sus volátiles
Luego la humedad inundó toda la ciudad, las calles como ríos turbulentos al igual
Las cinco de la tarde. Debo apurarme. Vuelvo a mirar su foto y la encuentro bella,
como siempre. Aby... Sus profundos ojos dicen más que mil palabras, a pesar de que la foto
suyas que son un primor. «Son para que me recuerdes», decía, y yo las repasaba una y otra
cuerpo, sus poses elegantes y misteriosas; su sonrisa a medias, como la Mona Lisa... Abordo
un taxi y una a una las contemplo. De nuevo creo escucharla: «Esta fue en mi graduación,
»Esta otra no tanto, pero me agrada cómo luzco con ese vestido... Aunque
«Ay, Aby», me digo recordando su tierna pose y su perfil. Guardo las fotos en el
bolsillo de mi saco, y siento cómo se desliza su beso frutal y exótico en mis ansiosos labios.
Mientras el taxi hace quiebres osados entre los charcos de las avenidas acuosas como
espejos, miro el reloj y me sorprendo de lo temprano que es. No creía llegar así tan deprisa a
mi cita. Ahí delante está la tan conocida parada del autobús. «Tendré que esperar una
eternidad», pienso, y a la par enciendo un cigarrillo y hago intentos por leer el último relato
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del libro que estoy a punto de culminar: Duplicaciones, de un tal Jaramillo Levi. Este cuento:
"35 mm", es muy corto, y creo que me dará tiempo de leerlo en lo que ella llega:
Entonces el joven, maravillado, levantó la vista hacia la acera donde ya caían las
primeras gotas de lo que parecía una inusual tormenta en este abril esplendoroso.
¡Cielos! Cielos que se están cayendo así tan torrencialmente sobre nosotros. Miro la
repentina cortina de lluvia color acero arrasar de pronto con el mundo, los autos atascados,
los árboles deshojándose, la gente correr. Y yo guareciéndome entre la multitud, junto a otros
frustrados amantes que sin duda también esperaban a sus parejas en esta misma parada. Todos
Miró su reloj y comprobó que el tiempo marchaba lento, lentísimo... ¿A qué hora
No puedo seguir leyendo. El rumor del diluvio que ha colmado la ciudad es intenso:
la humedad se respira por todas partes, y ya el agua saltarina abraza mis zapatos y mis
Después del tercer cigarrillo guareció sus manos en los bolsillos de su saco, y
comprobó que las fotografías estaban ahí, sorprendiéndose de hallarlas, justo ahora que el
temporal arreciaba.
repicar de los gruesos goterones que revientan en el toldo, opaca cualquier otro sonido
reinante.
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En ese momento, una mano frágil y húmeda se posó sobre su hombro, y repitió tres
veces su nombre sin obtener respuesta. Él, inmutable, seguía mirando caer los goterones en
¿Aby? No. Disculpe, creí que... No, no hay problema. ¿Sabe? estoy esperando a mi
chica. Es más o menos así de alta como usted. Y así de bonita. Verá, le enseño una foto de
ella...
Su beso fue como la lluvia que empapa el rostro y aviva recónditos deseos, abruptos,
Aguarde un segundo, estoy seguro de que aquí traía una foto suya... No. Bueno, en
Su sonrisa plena evocaba el mar, y sus cabellos húmedos se difundían más allá del
Señorita, ¡espere! No, no se vaya, por favor. Mire, le aseguro que no estoy loco. Aquí
tenía las fotos, ¡se lo juro!, todas ellas de mi Aby, la que se parece tanto a usted...
Poco a poco la tempestad cedió, quedando sólo el frío espeso de mil suspiros
ignorados. Las calles se fueron drenando, los sonidos apagando, y todo el mundo ya dormía
una foto mojada y pisoteada deja entrever una mujer de edad indeterminada, con su sonrisa
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OJO DE HORMIGA
Tomando el diario que finge leer como buena cubierta, recargado en el poste de luz que se
que se hacen arrumacos y juguetean con las manos, en la banca del pequeño jardín. Alevoso,
importarle el absurdo transitar de las personas que, indiferentes, no saben de los cientos de
ojos anónimos que espían y dan rienda suelta a una desbordada lujuria. Lascivia ocular.
Cuando los desprevenidos tórtolos, luego de su frugal escarceo erótico, por fin se dan
cuenta de que alguien los asedia, ya el mirón consumado ha logrado su objetivo. Mísero
Antes de su retirada y tras escuchar los nimios insultos de los púberes, se sacude de
la oreja algo que se mueve ocasionándole un nervioso cosquilleo. Se trata de una hormiga
maderera: grande para ser precisos, ambarina y algo gorda y lenta. Seguro tiene su hogar en
las entrañas del poste de luz que estaba al lado. La ve retorcerse confundida a sus pies, y tiene
el impulso de aplastarla. Pero no lo hace. Siente una inusual lástima. Entonces se va. Ambos
A como dé lugar, el Gran Hermano se hace de ingeniosos medios para deleitarse y no ser
descubierto en sus tropelías visuales. Su libidinoso afán de capturar, aunque sea por un
de suerte. También la fortuna les sonríe a estos intrusos pervertidos, para colmo.
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Y allí están los miles de Romeos y Julietas: impetuosas parejas que construyen, tras
los muros de un amor pertinaz e inasible, los lazos de la pasión que se desborda y se derrama,
que se percibe, que se huele, que se ve... Pobres mortales. Sublimes mortales. Amantes
Cierto que en estos menesteres idílicos la única ofensa es tener público, pero ¿qué
sería de las grandes historias de amor más bellas que se han contado, sin la intromisión de un
hazañas subrepticias? El Gran Hermano lo sabe. O por lo menos eso cree. Sabiduría
impersonal lograda a fuerza de mirar, escrutar, una y otra vez, enfermizamente, oculto en el
anonimato irredimible del gran conglomerado humano que hay en todas las ciudades.
Perdido en los resabios de su afanoso ejercicio visual, el Gran Hermano además sabe
que el ser descubierto y hostilizado, cuando sucede, no es del todo malo, pues siempre queda
para confirmar la ofensa que, ¡los propios testigos oculares que osaron descubrir al fisgón!
Es decir, los mirones que miran al mirón... Es una violación virtual y recurrente, cíclica, a la
A todo esto vuelve el Gran Hermano, a la par que su febril mente planea dar el
siguiente golpe (la siguiente ojeada, para ser exacto). Ahora se trata del espectáculo instalado
ruedas, cegados por su cachondez, olvidan un pequeño detalle: cuando se dejan ir cada vez
más en su osadía, en el entrechocar de cuerpos, besos y toqueteos, ¡siempre cierran los ojos!
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las mejores tomas. Y luego las arma y las recrea como un cortometraje depravado que tiene
Entre gemidos ahogados y risitas soeces, en sincronía perfecta, los tres clandestinos
amantes rinden tributo al amor procaz, sin que el ruidoso tumulto de la ciudad se entere.
Él, nuestro voyeur consumado, huye del set y se oculta tras unas cajas y escombros
en la acera contraria, a esperar que baje la marea. El auto de los amorosos-artistas se va.
coche próximo a su escondrijo, una hormiga maderera, algo grande y lenta, asoma su cuerpo
gordo y su rostro indescriptible, moviendo sus antenas con curiosidad. Él hace intento de
apagar el cigarro sobre el insecto intruso, pero este desaparece por una rendija del maletero.
a andar por la lóbrega calle hasta llegar a un local alumbrado de neón, sólo para comprar algo
que beber. Apura el primer trago de brandy, el cual resbala lento y pegajoso por su garganta.
Cerca de él, en una mesita concéntrica del bar, los dos amantes del auto/cama entrechocan
El conspicuo fisgón, a ojos ajenos y atentos, trabaja y tiene un puesto de sueldo mínimo en
una oficina común y corriente, como cualquier otro individuo clasemediero que se precie de
ser normal. Normal... Así las cosas, se la pasa ordenando expedientes y contratos de
compraventa, en horario cómodo y flexible que, para su suerte, le permite de vez en cuando
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En esa exacerbación de sus más ruines instintos, ha hecho un pequeño orificio en el
muro falso que da al baño de las damas. Gentiles damas (para él "genitales damas"). Y, con
reloj en mano, pretextando cualquier cosa, se instala ceremoniosamente a mirar. Sólo mirar
El Gran Hermano (apodo que le pusiera alguno de esos ingeniosos colegas del trabajo,
que supiera por casualidad de sus desviaciones sexuales, y que sin duda también compartía),
en sus afanes por alcanzar su objetivo, ha instalado una mirilla de aumento en el estrecho
agujero, («Es para verte mejor», como dijera el Lobo feroz a la inocente Caperucita), y hasta
Hermano toma posición de ataque. Mide cuidadosamente el terreno. Manosea sus armas,
Se sabe segura de todo y de todos. Bajo las bragas sus dedos parece que acariciaran un
alto, sobrevolando está el buitre, el ave de rapiña que mira y acecha a su presa.
Cuando se lanza en picada para coger la minúscula criatura, al borde del éxtasis, un
dolor punzante lo regresa a la realidad: sobre su brazo, increíblemente viva, una hormiga
Reprimiendo un grito, el sátiro sacude el brazo herido y mira con desprecio al pertinaz
ojos que no ven más allá de su entorno, la hormiga, desconcertada, levanta su cabeza y sus
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antenas hacia esa lejanía, que es una abstracción en sí misma: hacia el Gran Hermano. Es la
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TRANSPORTE COLECTIVO
El hombre de gabardina negra y portafolios aborda el colectivo frente al paradero, justo a las
19:00 hrs. Ha sido un lunes agotador, de esos que dejan la sensación de apenas progresar algo
El otoño está en su apogeo. Los vientos se emancipan llenando los espacios con
polvaredas y recuerdos a granel. El lejano tañido de las campanas de alguna vetusta iglesia
libera bandadas de palomas confundidas, como pinceladas grises en el cielo, que buscarán
Las terrazas, una a una, cierran sus ventanales ante el inminente crepúsculo, y tímidas
luces surgen por toda la ciudad como irreales constelaciones, a ojos ajenos y despiertos.
conglomerado humano...
fatigado. Mentalmente repasa los múltiples pendientes que dejó en la oficina a la espera de
ese alguien —él, por supuesto— que vendrá mañana a redimirlos, a darles sentido; como
las 19:15 hrs. Abrazando su portafolios se acomoda lo mejor que puede en el asiento, y
Presto, el transporte continúa su peregrinar por las venas de la gran urbe, lleno hasta
el tope por múltiples seres desconocidos, rotos y desarraigados. Sólo se oye el ronroneo
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monótono del motor y algún regusto acre de combustible se cuela al interior. El hombre de
extraña sociedad—. Cada cual con su facha, cada quien con su historia. Todos ellos mirando
a todo y nada a la vez. Las órbitas que se mueven vagas son apenas prueba de que siguen
vivos, latentes. El hombre de gabardina se sacude cierto estupor que parecía que de un
momento a otro lo convertiría en estatua. Mira a lo lejos el tránsito que tedioso se extiende
El inmutable palpitar del reloj aguza su mente: 19:45 hrs. No es posible que entre este
agobio la vida se vaya así, sin reparo. Las luces de los autos y el rumorear de la multitud allá
fuera, parecen como perdidos, aparcados en una vía atemporal que todo lo abarcase.
Él, se ajusta las solapas de su gabardina, y hace chasquear las vértebras de su cuello
ventanilla del colectivo. Su larga cabellera reposa entre sus brazos cruzados y sus blancas
piernas ya ceden a la somnolencia, que las hace abrirse más y más, lentamente, prefigurando
un luminoso, grato espacio, entre la negrura. El hombre retiene aquella imagen como un flash.
Comienza un flujo de sangre que se agolpa en la sien, y una ola de lujuria que no logra
emerger, pues el repentino nudo en la garganta es mayúsculo. De pronto parece que el aire
faltara, y el hombre busca con ansiedad abrir la ventila más próxima. La chica, recobrando
un poco de consciencia con el oxígeno renovado, vuelve a cerrar los muslos sin abrir siquiera
Un segundo después, el hombre percibe otra mirada que también lo percibe a él. En
una ojeada alcanza a ver unos cansinos ojos grises posados en los suyos. Ojos que
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mutuamente se miran como danzando entre una pista de luces y sombras. Ojos fugaces que
se saben contemplados, como a través de un velo de humo por un instante. Se siente expuesto
en su intimidad, pues ahora el dueño de esos ojos, un hombre mayor con gesto severo,
carraspea palabras ininteligibles dirigidas con desprecio hacia él. Luego, el anciano vuelve
la mirada hacia la noche y recupera su pétrea compostura, como gárgola al acecho del tiempo
que se va, del tiempo que aún no ha sido... Son las 20:15 hrs.
en sus antiguas meditaciones. Oficios y memorándums por hacer desfilan de nuevo por su
mente, como murciélagos a la caza de algún rastro del presente, ahora cada vez más incierto.
Inadvertidamente se busca el celular sabiendo de antemano que nadie le llamará, que nadie
parar de una vez por todas el mareador viaje. Unos papeles resbalan de su portafolios, y es
ahora, cuando al hacer intento de recogerlos, que se da cuenta por primera vez del par de
muletas que reposan a su costado: una niña lisiada, como de siete años, es sujetada con
cuidado por su madre; ambas le sonríen para su asombro. El reloj siguió marcando las 20:15
vuelve a su bolsillo, y cuenta nervioso las monedas que parecen deshacerse como chocolates
en su mano. Se siente torpe. Ridículamente torpe y hastiado. Puede sentir las miradas del
colectivo puestas en él. De todas la que más pesa es la de la niña con muletas, que a pesar de
su estado tiene un saludable y hermoso rostro. Rostro puro y sereno. Rostro de ángel
inválido...
siente agarrotadas las piernas. Sin poderlas mover hace vanos intentos por bajar del transporte,
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y aferrarse desesperadamente de algo o alguien, más allá de todo y de todos. Quisiera estar
lejos de este embotamiento insano que vino a distraerlo de sus cavilaciones laborales, de sus
cotidianas manías de oficinista; de empleado común y corriente que ha de lidiar día a día con
Alguien debiera acomedirse en darle una mano, o tan siquiera ayudarle a recoger su
portafolios y sus papeles. Con todo, trata de extender un brazo hacia sus cosas esparcidas en
«No, mi hija. Cómo vas a creer, niña, que puedes hacer eso... —exclama la madre
dulcemente—. ¿Pero qué cosas dices? Estabas soñando. Vamos, ven mi amor». Estoica,
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ENCUENTROS
Solía verla aquellas madrugadas en que iba a correr cada tercer día. Justo a las 6:30 de la
mañana (todavía en apretada oscuridad el parque vecinal), daba yo inicio a mi rutina de trote
ligero, pero sostenido con vigor, casi religiosamente. Me obligaba a dar (eso de "obligaba"
no es muy exacto, pues en verdad las disfrutaba) ocho vueltas al arbolado y fresco circuito
que queda a un costado de la calle donde vivía. Así, realmente solo (a esa hora nadie de la
colonia se atrevía a pensar en la loca idea de salir a correr), comenzaba mi rutina de ejercicio
aeróbico; acompañado, eso sí, por la esplendente luna y dos o tres luceros que ya sabía bien
Decía que solía verla, pues pocos instantes después de que yo iniciaba mi briosa
marcha, ella también aparecía entre las sombras, a veces llevando a pasear a sus dos perros,
o con una cubeta y una pala jardinera. Allí estábamos los dos: mudos testigos del amanecer
que tardaba en llegar. Nunca supe su nombre, pues meramente intercambiábamos corteses
«Buenos días», cuando coincidía con ella en una de mis vueltas. Una y otra vez la veía,
silenciosa entre la penumbra de los árboles, caminando despacio con los canes o ya
Sabía que trabajaba en una estética, pues cierta vez que circulaba con mi auto por las calles
cercanas a mi casa (regresaba yo del trabajo, algo agotado y estresado luego de presenciar
pronto, en un luminoso local me pareció verla reclinada sobre la melena dorada de una chica.
«Es ella —me dije—: la mujer del parque», y sin pensarlo dos veces me estacioné enfrente
del negocio. Al entrar, me acomodé en un sillón de falsa piel blanca a esperar mi turno. Sólo
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había dos mujeres que atendían los diversos requerimientos de los clientes: una, parlanchina
y simplona; y ella, siempre callada y discreta. Decidí dejar pasar dos turnos, pues
precisamente quería ocupar la plaza que ella procuraba. Cuando estuvo por fin libre, tras
beber un poco de agua de una botella, con un ademán me pidió que pasara. Yo ocupé el
asiento giratorio y entonces me colocó la consabida tela protectora, tomó las tijeras y el peine,
y me hizo una simple pregunta: «¿Qué es lo que quiere?». Yo, como un idiota, no supe qué
decir. Ella pareció reconocerme, pues se quedó inmóvil, extrañada (después supe que aún no
me había reconocido, pues un súbito susto fue lo que la dejó petrificada). Luego retumbaron
Por un momento parece que somos los únicos seres vivos sobre la tierra. Así, entre la espesa
negrura que se arrellana en los lindes del parque, y la tímida luz que dejan fluir algunos
oxidados arbotantes, mi cadencioso trote y sus silentes pasos parecen acompasarse a los
minutos de un tiempo singular. Los jóvenes árboles y plantas, que proyectan sus siluetas
sobre el pasto y el sendero pavimentado, nos acompañan sin mediar palabra. Nos acechan y
nos resguardan. Todo es mera suposición y desvelada sensitiva. Nada hay que perturbe este
equilibrio temprano: cada bocanada de aire fresco nos otorga el gozo de vivir, de sentirnos
sudor y el pecho palpitando. Ahora la veo con mayor detenimiento: estatura media, edad
indefinible; su pelo café y el rostro sereno, apenas notorio. Ella también se vuelve y me mira
con sus profundos ojos inescrutables. No hablamos, nada decimos, pero nos reconocemos a
esta hora en que ya comienzan a aparecer los primeros rayos del amanecer. De pronto volteo
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y ya no está. Se ha ido quién sabe dónde. Yo también me iré como un aleteo, pues por hoy la
Extrañamente aquí estamos los dos: amordazados y atados en el piso de una camioneta de
carga, tumbados entre cajas de madera y trebejos, bajo unas pesadas lonas malolientes. Un
moretón en mi ojo me impide ver bien cómo está. No se mueve, pero la oigo respirar y resollar
un poco. Tiembla levemente y de verdad quisiera estrecharla y decirle algo más que el
consabido «Buenos días» (primitivo intercambio gutural entre nosotros). Mi cabeza me duele,
pero recuerdo bien todo: tras penetrar a punta de pistola en la estética, los delincuentes
amagaron a la clientela. Gritaron una sarta de groserías y mataron a un señor que intentaba
salir huyendo. Tomaron el poco dinero que habían recaudado las estilistas y otros objetos de
valor, y luego, mirándonos a los dos, procedieron a jalonearnos y empujarnos hasta la calle.
Ambos nos resistimos pero fuimos rebajados a golpes. Nos subieron a la parte trasera de su
Ella parece confirmar lo que pienso, pues se revuelve con dificultad y busca mis ojos.
Estamos tan cerca tendidos. Nos miramos ansiosos, como nunca: yéndonos la vida de por
medio, sin parpadear, y así nos consolamos hasta que las lágrimas escurren ardientes. Somos,
por lo menos, viejos conocidos de vista y a eso nos aferramos. Los minutos pasan, y el
turbador viaje parece no tener fin. La oscuridad es total, y el tedio de la carretera da lugar al
zangoloteo y polvareda que delatan un camino de terracería que va en ascenso. Por fin el
vehículo se detiene.
Aspiramos el fresco aroma del bosque por el que andamos a ciegas, entre empellones y soeces
burlas (si no fuera por la condición en que estamos, seguro sería un paseo maravilloso). Ella,
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un poco más reanimada, camina con paso firme delante de mí. Aunque me siguen doliendo
los cachazos en mi frente y las patadas en los costados, trato de mantener el ritmo. Arribamos
a una cabaña oscura y desvencijada, donde ya nos avientan a un rincón. Los individuos
parecen cansados, pues hablan poco y al rato ni caso nos hacen. Unos se van y dos se quedan
para vigilarnos. No prenden un fuego por precaución, por lo que el frío es intenso y nos cala
hasta los huesos. Ella y yo nos juntamos lo más que podemos, tratando de vencer el sueño y
Los días se suceden sin que cambien mucho los acontecimientos recientes. Seguimos
duras rutinas de sobrevivencia que nos impone el rapto en el que ella y yo estamos. Nuestros
captores ocasionalmente nos insultan y maltratan, pero no como pudiera esperarse... ¿Para
qué nos quieren? ¿Pedirán algo por el rescate o nos matarán? Es ridícula la idea de la espera
sin sentido, sin noción clara de si el día de mañana llegará. Uno puede sentir de a poco su
hasta actuar mecánicamente, como fantasmas... Lo único que me queda para seguir vivo es
el calor de su cuerpo junto al mío; es la idea recóndita de que alguna vez, en algún lugar,
tuvimos la suerte de coincidir; y que allí, en el parque, cuando el rocío aún estaba tierno,
Ahora corremos endiabladamente, con todo lo que queda de nuestras fuerzas. Nos lanzamos
hacia el espeso valle como un alarido reventado de pánico y ansia de huir. No sé bien qué fue
lo que pasó tras la discusión que se desató entre los dos secuestradores. Enseguida insultos,
golpes y objetos estrellándose. Fue descubrir el postigo de la ventana entreabierto y saltar sin
más, por acuerdo mutuo (otra vez sin mediar palabras), para emprender la escapatoria. No
nos importaron los gritos a lo lejos, ni el rechinido de ruedas furiosas llegando de improviso
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o la andanada de disparos fugaces. Sólo somos ella y yo. La tomo de la mano, y siento su
fragilidad latiendo como un colibrí en vela o una polilla revoloteando. En vuelo raudo, como
aliento. Nos aovillamos lo más que podemos, intentando confundirnos con la hierba, el
musgo y la hojarasca, respirando la lozana plenitud de la floresta y de la tierra negra que nos
cubre. La oscuridad ha sido y será nuestra aliada. Ya no hay por qué temer. No habrán de
encontrarnos ni saber más de nosotros. Así como estamos, ella y yo, tan próximos y
desesperadamente necesitados uno del otro, dejamos fluir los sentimientos. Nos estrechamos
Cada tercer día vengo para poderla mirar. Antes de que asome la primera luz de la mañana,
me deleito viéndola posarse entre las flores aún dormidas del parque. Revolotea magnífica,
translúcida entre los rosales, los alcatraces o las jacarandas que hace tiempo sembró. Nada
hay que perturbe su danza, ni siquiera el ladrido de algún perro desolado y confundido, o la
loca carrera de un gato que cruza los prados rumbo a donde la noche todavía se rezaga. Yo,
posado en una rama del oyamel más alto, traspaso la negrura reinante y aguzo el oído para
saber dónde aparecerá como si nada la próxima vez. Tras encontrarnos de nuevo, y justo
antes de que se disuelva la madrugada con el último reflejo lunar, levanto vuelo rumbo a los
campos y montes que hay más allá del caserío («A un tiro de piedra», he oído que dicen los
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PLEGARIA
Elsa detiene el coche justo en medio de la calle, sin prestar atención a las protestas crecientes
de los demás conductores. La ciudad parece arrebujada entre una nube de ozono y gases
carburantes que de continuo son incinerados, conjugándose con los destellos del sol en el
Indiferente ante la ventisca que se levanta en el paisaje preñado de grana, ella se queda
mirando los cientos de hojas de arce que el invierno tardío esparce por este rincón del mundo,
y que se han venido a acumular en el parabrisas del auto, del suyo y los que hay más allá.
Hojas secas que brotan de todas partes, como ansias robadas a la nada.
No puede evitar atragantarse con el regusto amargo que proviene del más hondo penar,
ni con la garra imaginaria que trepa a su garganta y aprieta más y más, ahora que sabe que
pronto va a morir. Apoya ambas manos en el volante, y de súbito cae en cuenta de lo que
acontecerá sin remedio, inexorablemente, como aquel fuego que se incubó en su vientre hace
unos meses y que atenaza su ser como un cangrejo demencial: un maldito tumor.
Suelta el sollozo, con unos ojos grises que de tan resecos ya casi no ofrecen lágrimas
que brinden un mínimo consuelo, ni apetecen justificar sus cambios de humor ante nadie.
Entre la espiral de hojas doradas, humo y llanto reprimido, Elsa creerá oír la voz de
sus hijos, hermanos y tíos en la tan sonada disputa por sus pocos pero bien valuados bienes
terrenales. «¿Es que sólo eso es lo que importa? —se pregunta furiosa— ¿Acaso el maldito
Sí, es la consabida e inevitable riña que abre una brecha en las familias, entre parientes
cercanos y de más allá, conocidos y anónimos, con tanto o más derecho para adjudicarse tal
o cual prenda, dinero, propiedad... Su mundo que parece estrecharse... Si no fuera por la gama
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de colores incendiados, y estruendos que revientan más allá del horizonte, y que la gente
parece atestiguar atónita, seguramente ahora ella regresaría y pondría a todos en su sitio. Les
diría unas cuántas cosas nada más para ver la cara que ponen y cerrar bocas de sopetón.
Ensimismada, Elsa continua mirando el tablero del auto, las manos tensas, el gesto
parco, la larga cabellera desacomodándose electrizada, tras la gran ráfaga de una inusual onda
de choque que pasa sobrevolando los espacios, las casas, los edificios, haciendo reverberar
las ventanas y los faroles de la calle; cimbrando el paso sorprendido de los transeúntes y
conductores que han hecho todos alto al unísono, con los rostros vueltos de golpe hacia la
puesta de sol...
Sí, tendría que regresar. Tendría que armarse de valor y aguantarse la pena, el
como un ensordecedor grito de consternación que llevara callado siglos, miles de años
contenido. Otros más se evaporan como tiernas charcas, que hasta el último segundo
Y, con el extinto rastro de cordura, los espectadores presenciales sobre la Tierra dirán
que en las calles, en las aceras, en las habitaciones, en los transportes públicos, únicamente
el vacío de los seres que ya no están, de los que se han ido... Todos ellos son testigos,
extasiados e incrédulos, que alzan ya las manos hacia el cielo: huérfanos de conciencia e
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LA TERCERA ES LA VENCIDA
Por más que araña y golpea la superficie de barro, no logra hacerse oír ni encontrar abertura
o grieta por la cual ver más allá de la penumbra. Se estira y salta tratando de alcanzar aquel
conducto que en el techo de esta extraña celda pareciera un cuello de botella, un ánfora o una
vasija oval. Tiene los puños sangrantes y los brazos amoratados, y un desconocimiento total
Simplemente está encerrado. No sabe el por qué ni el cómo es que despertó aquí, en
este enclaustramiento.
Si se trata de una pesadilla, con el dolor basta para decirse que es muy real lo que
siente. Claramente oye sus gritos y jadeos, sus maldiciones, reverberando en el eco que se
explicaciones, se deja caer sin fuerzas resbalando por la fría pared, hasta tocar fondo en esa
textura que parece arcilla, levantando un fino polvo que termina por hacerlo toser.
—Es inútil. Por Dios, ¡esto no puede ser cierto! —alza la voz y mira hacia la única
posible entrada, allá en la bóveda: esa especie de tapón hecho de ramas y raíces.
en que alguien lo pueda oír. O siquiera despertarse de este mal sueño y proseguir su vida,
como si nada. Volver a ver la luz del sol y caminar rumbo al deportivo o la casa de su novia.
por el campo.
Cuando él se situó justo en el centro del dibujo hecho con cal, con una estrella de siete puntas
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tripas, dificultando su respiración, hasta rebotar en su cabeza con leves palpitaciones. En su
mejilla, una tensión muscular le anunció algo así como que la boca se le estaba yendo chueca.
El aludido, tratando de recuperar el buen humor que hasta hace unos instantes
—No, no es nada, es sólo que..., me pareció sentir algo raro al estar allí de pie —
señaló hacia el extraño diseño que apenas se distinguía entre la hierba y los terrones de
labranza. Él, junto con su hermano, solían agregarse ocasionalmente a sus primos
excursionistas que este verano, como otros más, aprovecharon para reunirse y planear una
escapada, descubriendo nuevas sendas vitales; otras caras que la naturaleza tenía reservadas
delineado sobre una gran roca incrustada en el suelo, que parecía como surgido de la nada y
—Parece un símbolo mágico —apuntó Javier, y se agachó como para tocar una de las
ansioso y como recordando un suceso que le impresionó siendo niño, cuando acompañaba a
su papá a vigilar las siembras de frijol, haba y maíz, allá en el pueblo de San Francisco
»Alguna vez oí al mediero, el señor que cuidaba las parcelas, contarle a nuestro padre
sobre ciertas cosas que a veces aparecían en las barrancas y senderos que están en los
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alrededores. Él las llamaba trabajitos. Cosas raras, decía el señor, como este dibujo, o ciertos
altares y ofrendas que intrigaban a la gente que los hallaba, por lo que inmediatamente
procedían a echarles paladas de tierra, y alguien corría a traer de la iglesia un poco de agua
bendita para arrojársela a todo ese amasijo de plumas, trastos de barro y sustancias
desconocidas.
»De noche, le decían los pobladores, ciertos personajes llamados brujos o chamanes,
salían a lugares ocultos a conjurar sus maleficios, invocando espíritus siniestros para causarle
maldad a quienes, por encargo, tenían la mala suerte de ser presa de su magia negra.
»El mediero le contó a papá sobre una mujer, doña Remedios, vecina suya que se
dedicaba a eso. Por lo que le recomendó pasar de largo y no voltear a verla si es que se la
—Sí, es verdad, yo también oí esa historia —dijo Pablo, el más joven de los cinco
muchachos, que ya se había sentado sobre una roca y masticaba un tallo de nabo silvestre.
—Y, ¿eso será cierto? —preguntó Héctor, mientras veía como su hermano escupía
—Tonterías —replicó su hermano mayor, el cual a todas luces se veía muy repuesto,
y que no estaba para nada decidido a seguir escuchando lo que relataban sus primos—. Mejor
sigamos caminando que se ve que nos falta mucho trayecto para llegar hasta allá —señaló
cinturón, forrado con piel de la serpiente cascabel que estuvo a punto de morderle la última
vez que caminó por estos parajes—. Además esas nubes oscuras me dan mala espina, pues
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—Otra vez con tus sospechas, ¿eh? —le palmeó el hombro Gabriel—. No atraigas a
Todos rieron, y se pusieron de pie para continuar la marcha rumbo a la cima del
disfrutar del aire limpio que discurría por los verdes prados. En el cielo a veces lograban ver
águilas y cernícalos planeando, y sobre los terrenos de cultivo ocasionalmente saltaba alguna
algunos tejocotes que el osado Javier logró bajar de un árbol espinoso, todos renovaron
fuerzas para seguir andando. Nada parecía ensombrecer la tarde, el esplendor natural, que
por un momento les mostró una insólita arista de un saber antiquísimo, que subyacía paralelo
a las rutas conocidas por seres humanos comunes y corrientes, como aquellos caminantes
Gabriel colocó los troncos para que el fuego sobreviviera, en medio de esa neblina que se
había instalado en lo alto del monte. Los otros lo veían avivar la fogata usando su gastada
gorra.
El frío calaba los huesos, y todos se apretujaron lo más que pudieron, a pesar de la
—Estoy temblando —dijo Pablo. Apenas si podía hablar de tanto que le castañeteaban
los dientes.
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—Yo me estoy congelando —agregó Javier; él ya había subido a la cumbre del
Cuautzin varias veces a acampar, por lo que sabía bien lo que les esperaba cuando intentaran
—Sí, buena idea —dijo Héctor, mientras miraba extasiado las luces lejanas que
convertían a la ciudad en todo un espectáculo. —Bien valió la pena venir hasta aquí.
La noche llegó puntual y se asentó alrededor. Las altas coníferas ocultaron los límites
del terreno haciéndolo profuso e inconmensurable. Lo único que se distinguía eran los rostros
iluminados de los campistas alrededor del fuego, y el vaho que flotaba cuando hablaban.
Todos sacaron de sus mochilas latas, pan y galletas y se dispusieron a cenar. Gabriel seguía
regresaba.
—No creo que podamos dormir —anunció sonriendo, mirando a sus primos, los
cuales, luego del fatigoso ascenso, no parecían contrariados por las condiciones climáticas,
aunque igual estaban temblando—. Bueno, será mejor que contemos algunas historias para
Un leve viento alejó gradualmente la brizna y la neblina, que no era otra cosa que
nubes bajas que se deslizaban por las laderas, permitiendo a todos observar las estrellas por
primera vez. El clima había dado tregua al grupo de exploradores, que en completo silencio
pernoctar en la cima del monte, habían constituido, sin duda, buenos motivos para salir de la
rutina.
Al día siguiente, camino de regreso y tras unas alocadas carreras en terreno empinado con
todo y derrapada, justo a unos cuantos pasos al fondo del barranco en el que acababan de
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descender, Javier fue el primero en hallar el trabajito. Hizo alto, y con las manos les indicó
a los demás que esperaran y vieran hacia el recoveco arenoso bajo los arbustos.
—Miren. Son plumas, parece que de gallina o guajolote. Y una ofrenda. ¿Será
brujería?
retrocedió.
—Sí, así parece. Es mejor que nos alejemos —dijo, y acto seguido tomó por la vereda
que seguía el curso del riachuelo que a duras penas sobrevivía en el fondo. El resto de los
platos percudidos, veladoras y una masa indefinible que había sido chamuscada y dispuesta
sobre una base de cantos rodados. Algunos atados de hierbas estaban podridos alrededor, lo
—No me imagino para qué alguien haría una cosa así —murmuró Héctor, y se dispuso
Su primo regresó, y juntos lanzaron piedras y patearon guijarros a los restos del ritual,
el cual quedó deshecho y profanado. Los dos jóvenes reían satisfechos y corrieron para
por lo acontecido. Hasta parecía que el trasfondo sobrenatural de los trabajitos hallados (cosa
seria y preocupante para unos, peligrosa para otros), para los jóvenes trashumantes no fue
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sino pretexto para bromear y disfrutar del paseo. Como inocuos accidentes en el discurrir del
tiempo...
retroceder. Obligado hubiera sido detenerse y meditar en las posibles salidas y soluciones
ante estas casualidades. La tercera es la vencida, decían las voces populares y sabias, como
Pero el destino hizo lo suyo, y otorgó a los viajeros solaz e inocentes expectativas
durante el último tramo de su andanza. El entorno veraniego y fresco del paisaje, impidió
la barranca, y los trinos arrulladores de las aves que ahí anidaban, se impusieron a las
Los cinco caminantes, callados desde hacía rato, se detuvieron en medio del barranco,
y absortos observaron, cada cual, distintos detalles y matices de aquella surreal acuarela:
tamaños y texturas formando vetas; frutos y bayas silvestres de encendido color entre los
Javier la vio, y hacia allí se dirigió. Excavó con sus manos desenterrándola. La limpió
lo mejor que pudo: era una urna de barro cocido toscamente. Estaba sellada con un tapón de
fibras o raíces. Contenía algo, pues poseía cierto peso. Los demás se acercaron sin creer lo
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—¡Déjala, Javier! —gritó Gabriel a su hermano.
En lo alto del cielo se escuchó un estremecimiento. La luz del sol pareció menguar,
esperando que Javier reaccionara. Sólo su primo se acercó y también agarró el cacharro.
—¡Basta! ¿No entienden que está prohibido tomar esas cosas? —gritó con todas sus
dejando caer, entre terrones de arcilla y trazas de paja, algunas figuritas humanas hechas
igualmente de barro. Entre ambos jóvenes sostenían en sus manos lo que parecía ser una
distintos tamaños y caracteres según su filiación. En aquel momento, inundando todo ámbito
presas del pánico y la desorientación. El viento que se desató, rugía formando un vórtice en
el interior de la hondonada. Los dos primos que sujetaban los fetiches no se podían ya mover.
Estupefactos, cerraron los ojos en un instinto de defensa, al creer abatirse sobre ellos una
Él concluye amargamente que no hay salida de esta prisión. El nivel de arena arcillosa ha
subido más y ya lo cubre hasta el pecho. Ya no puede sentir ni mover sus extremidades.
Resulta en vano gritar, pues una bola de paja le obstruye la boca y apenas si le permite seguir
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respirando. Lo único que alcanza a ver, debatiéndose en la oscuridad, es a su primo, sepultado
entre un alud de tierra y guijarros que cada vez más entran, por el cuello de esta vasija maldita.
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LLUVIA
El rugido de la corriente embravecida la asusta como nada que recuerde. Sus grandes ojos
negros miran asombrados el contorno de los peñascos y los cerros erosionados, como
gigantes pétreos que sostuviesen el encapotado cielo. Entre el torbellino de aguas revueltas
que lleva el arroyo, puede sentir mil y un agujas que se clavan en su aterido cuerpecito; el
cabello ensortijado de ramas y hojarasca parece que se lo quisieran arrancar; las piedras
huellas, como pequeñas pisadas carmesí, por el cauce de El Saucillo. Es en vano que se
esfuerce por nadar hacia la orilla, pues el torrente la arrastra tan liviana como una pluma.
«Mejor dejarse ir», piensa la niña, mientras ve caer las pesadas gotas de lluvia interminable.
vadear el arroyo crecido. Y luego esa marea de agua chocolatosa que comenzó a penetrar por
los huecos de las portezuelas y del piso, abrasando con su frialdad repentina a ella y a los
demás. Y enseguida los gritos de espanto de su prima y la bebé, en medio del zangoloteo al
volcarse el vehículo. Todo parecía tan irreal, tan increíble, como esas pesadillas que la
lodo..., como el que hay más allá, en los márgenes oscuros y anegados, entre las hierbas y
«No hay por qué temer —le decía su madre, y la abrazaba y le acariciaba el pelo—.
Iremos a un lugar seguro, Estefanía querida». «Lluvia es mi primer nombre», pensaba ella,
mientras veía cómo su familia y los demás pobladores sacaban muebles, aparatos y cajas con
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carretas o redilas de los transportes de carga. «Aquí en Landeros ya no es seguro —oyó decir
a su tía.
»Si sigue lloviendo así, todo se echará a perder en las viviendas, y también nosotros
corremos peligro.
Como en pequeños retazos de lucidez, Lluvia puede recordar las imágenes que cada
día transmitía la TV tras la llegada de la tormenta Hanna: calles inundadas, autos varados,
gente poniendo en riesgo su vida al intentar atravesar los cauces. Pero a ella no le interesaban
mucho, pues prefería jugar con sus amigas en los caminos de tierra, ir y venir por los
tejabanes entre los perros y patios de los vecinos. ¿Cómo estarán sus amiguitas? ¿Y sus
hermanos? Es casi absurdo que pueda pensar en los demás, más que en ella misma,
precisamente aquí, mientras es arrastrada kilómetros y kilómetros por el salvaje raudal que
despertó el ciclón. Nada le duele. Ni llorar ha podido. Sólo le preocupa su madre: «¿Qué será
La señora Fabiola la llama a gritos desconsolados. Desde que amanece hasta bien
entrada la noche, ella y su familia la han buscado por los senderos pedregosos y demolidos
que ha dejado a su paso la cruel tormenta. Bien sabe que ya no es posible hallar con vida a la
pequeña, pero se aferra a volverla a contemplar, tan siquiera: su tez morena, su pelo marrón,
La voz de una vidente que se ha unido a los cientos de brigadistas y voluntarios que
la buscan, llama su atención. Puede oír lejano su rumor, en el pulso de las raíces del árbol a
las que ahora se aferra. Las manos tumefactas resbalan, una y otra vez, intentando sujetarse.
«Mamá, no te preocupes, voy a estar bien», susurra con el pensamiento la niña. Luego se deja
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ir, difundiéndose poco a poco en el curso del río: como la espuma burbujeante, con los
Noches y días pasan frente a sus ojos. El cielo por momentos clarea, otorgándoles
tregua a los habitantes de Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas. Otros niños también fueron
arrebatados y llevados por las imponentes masas de agua precipitada. Lluvia y lágrimas
mezcladas en afluentes de dolor inconcebible. Voces, gritos y súplicas que se tragó la espera,
la tenaz búsqueda, como deseando ver cumplirse el milagro. Y así fue. Lluvia niña, Lluvia
agua. En su nombre lleva la esencia misma que otorga vida y muerte a la vez, que es
Una profunda paz le anuncia el final de la travesía: La Encantada. Allí reposará por
siempre. Por última vez puede sentir el frío y el cansancio, la soledad... Lentamente va
diluyéndose, en un hermoso sueño líquido como ninguno que recuerde. Todo su ser pasa a
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DE BARRO ESTÁN HECHOS LOS SUEÑOS
Bien que la puede ver: está dormida y con una sensación de paz en su carita de ángel. Allí,
en su cuna, parece que ningún mal la alcanzara. Resuella con una levedad como el algodón,
con un eco sutil que traspasa la noche y llega como un aleteo hasta sus hondos sentidos
terrestres.
Atisba por una oquedad de la madera y puede distinguir también sus juguetes, su
ropita doblada. Le basta una ojeada más para regresar a su lecho: su lecho de barro.
vientre. Puede sentirlo en el cuello, en las extremidades, en las membranas. Y luego el agua:
el agua mansa y oscura, donde la delgada hostia de la luna se desdibuja en ondas que se
alargan. El aroma herbal del césped es sustituido ahora por un zumo fangoso y antiguo: el
estrato profundo del lago. Ahí está su guarida, de ahí es donde proviene.
Ella tarda esta vez en dormirse. Retoza y juguetea con una de sus calcetas: se esfuerza
en jalarla, una y otra vez, hasta que consigue quitársela. Le gusta sentir su pie desnudo.
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Tiene tanta elasticidad (como seguro él la tuvo en la otra vida de la que apenas si se
acuerda).
Quisiera seguir mirándola pero unos pasos se acercan: su madre le habla y la mima.
Es hora de la despedida.
Se desliza, confiado y sereno, por las orillas del amplio espejo líquido. La suave textura de
su piel se conjuga con los nutrientes elementales del fango. No le hacen falta la voz, el oído,
ni la mirada, para fundirse con el terroso entorno como una misma materia.
Es mejor percibir con esa eternidad de oro transparente y puro que hay en sus ojos.
Como cada anochecer vuelve de nuevo a mirar por la rendija. Acerca el rostro lo más que
Hace poco hubo de partir (un accidente carretero, dicen) creyendo dejar desamparada
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Noche tras noche retorna a la hondura del lago, maravillado de la consistencia lodosa
de sus sueños.
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EL NAHUAL
Me asalta el recuerdo de sus voces y chismes, cada vez que mis dolidos pies cruzan la esquina
que dobla en dirección a mi hogar, y yo sonrío meneando la cabeza como intentando alejar
callejón, mientras, allá arriba, en una hermosa noche azulada, miles de estrellitas palpitan
«Mira, ándate con cuidado, Carlos. Está bien que no creas en esas cosas, pero por lo menos
Sin aminorar el paso recorro la callejuela, esquivando sombras y uno que otro gato huyendo
su fresca sensación. Regreso entero del trabajo, un poco fatigado pero feliz y despabilado, y
cuando camino por esta callecita amable que desemboca en mi puerta, como si se tratara de
polillas que rebotan en el farol, vienen a mi mente los relatos fascinantes que mi abuelita
solía platicar, cada vez que recalentaba tortillas al calor del fogón, aquellas tardes lluviosas:
sobre extraños seres mitad animal mitad hombre, o de mujeres horribles y siniestras que
Y claro, evoco las charlas con los cuates cuando nos reunimos en la esquina de mi
calle bajo el farol, a tomar cervezas o a fumar horas y horas, con la cobija envolviendo los
curtidos cuerpos labriegos y el sucio sombrero amagando las canas y los recuerdos esquivos...
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«Sí, hombre. Yo una vez lo vi. Clarito que me acuerdo. Estaba borracho, pero no tanto; nomás
un poquito, pero ahí estaba yo oculto detrás de un poste, como a diez metros de eso. Le
brillaban los ojos y varios perros aullando lo seguían pero a distancia, sin acercarse
demasiado, pues aquel animalón de piel oscura, que babeaba y se tambaleaba, de veras daba
miedo. Con decirte que nadie salió de sus casas para ver el motivo de tanto alboroto.
Pero te juro que entre sueños todavía se oían esos aullidos a lo lejos, por los callejones del
barrio...
historias que quisiera creer, escudriño las profundidades y sólo atino a imaginarme luces que
titilan o algún espanto desvelado que huye, advertido por mi secreto propósito de vislumbrar
lo imposible, de conocer la verdad que se insinúa en las sombras recortadas de los altos
ahuejotes en la chinampería; en el acalote de recuerdos que nutre a la noche viva y los temores
irracionales...
«Oye, ¿te acuerdas del cuate aquel que vivía al lado de la capillita de La Santísima, junto a
la palmera grandota? Pues fíjate que la otra vez que estábamos tomándonos unas copas allí
en la esquina, como a eso de las diez de la noche, que lo vemos llegar todo espantado; venía
»Y, ¿qué crees? Pues nos contó, así, con los ojos bien abiertos como de tecolote,
toditito él temblando, que nadie le había pegado, ningún vecino o ratero. Dijo que iba
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cruzando —claro, medio "pasadón" de copas—, ahí por el callejón donde tú vives, y que de
repente la salió al paso un perrote negro que se lo quedó viendo, inmóvil, con los ojos
intento de salir corriendo como alma que lleva el diablo. Cuando menos lo esperó, ¡zas! Le
salió de frente el animal aquel. Y lo derribó y lo comenzó a arrastrar, dejándolo bien molido
al pobre cuate...
cordura al mundo; y yo, a ciegas (creo que si de verdad fuera ciego podría orientarme hasta
el interior de la casa, pues conozco a la perfección mi terrenito), sin apenas tropezar, llego
hasta la salita iluminada por las veladoras que ha puesto mi mujer, y aspiro ese aroma a
encierro, a ceras derretidas, a rezos contenidos en los dulces nardos que fenecen bajo los
del reloj de madera antiguo (herencia de mis padres), me desvisto y me cuelo en las sábanas
del todo, pienso que vago por un territorio vasto que perpetúa los imposibles...
«¡Sí! ¡Sí es cierto, Chinita! Yo lo vide a´i mesmo, cuando jui al molino de madrugada. Estaba
pegado a la pared de adobes, paradote en sus patas traseras, como tratando de escuchar algo
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»Del susto me juí rápido, pero le digo que el nahual estaba allí mesmo. Como que
quería algo. No sé. A lo mejor hacer maldá. Como... como si juera una persona, pero pos no:
era un perro...
«De noche los perros ladran porque están jugando, o porque habrán visto algo. No sé. A lo
esposa y mis hijos parecen no escuchar los lastimeros ruidos que provienen de cerca, en el
callejón quizá.
la sala, observo a través de los ventanales que dan al patio y hacia el canal. Nada.
Todo parece en orden, salvo los agónicos aullidos de, me atrevo a pensar, tres perros
a lo sumo.
al escuchar (o al parecer escuchar) risillas y pasos que corren. Me decido a salir al amplio
patio, y al abrir la puerta, los ruidos cesan repentinamente. Una oleada del frío aire de
medianoche me crispa los músculos, alertándome al punto. Lento recorro, linterna en mano,
los corrales donde ya me miran somnolientas las gallinas y guajolotas que de a poco vuelven
a quedarse acurrucadas.
Una lechuza blanquísima, silenciosa, pasa volando sobre los ahuejotes de detrás de la
siempre presente chillido de los ratones huyendo por entre las cazuelas, ollas y trastos
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empolvados y cubiertos de telarañas. La humedad que se respira en los costales apilados y
chalupones de mi propiedad y de mis cuñados yacen serenas, mecidas por un tímido oleaje.
Arriba, la nívea oblea luminosa de la luna es borrada por un cortejo de cerradas nubes que
sinrazones...
Una a una voy alumbrando las canoas, su carcomida arquitectura de madera, sintiendo,
aterido, el viento despierto y el croar pulsante, en hervor, de las ranas: únicos testigos reales
agua un chapoteo mayúsculo se cuela amenazante, dislocando lo que hasta entonces parecía
normal.
que ansiosa fue devorando esas tinieblas, permitiéndome verlo por primera vez... Más bien
Tras dos lucecitas rojizas configurando un par de ojos que miran atentos, la silueta
húmeda, contrahecha, de un cuerpo robusto y grande de algo así como un perro que se
agazapa, da un paso y se detiene, balanceándose a uno y otro lado. Despacio cae su mandíbula,
eco y vida por un remoto lenguaje que pareció detener al mundo, dejando fluir un legendario
miedo en cada respiro, en cada parpadeo; en cada palpitar de un tiempo incierto que
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«¿Que por qué esos aullidos tan feos? Ay, mi hijita. La gente dice que en los caminos hay
»Pero eso que estás oyendo, esos aullidos lejanos..., es distinto. Seguro que anda un
»Pero, ¡qué cosas! Ven, persignémonos y recemos un poco para que podamos dormir
tranquilas...
El ladrido frenético de mi perro me saca bruscamente del trance en el que estaba sumido, y,
torpe de movimientos, caigo en cuenta que he olvidado en la bodega el machete que traía.
Inyectado con una dosis de ansiedad galopante, corro hacia la covacha dispuesto a todo, con
«Sí, Carlitos. Mi abuelo me dijo cierto día que cuando te salga al paso uno de esos nahuales,
comenzaras, no a rezar ni a implorar ayuda, sino a decirle un montón de groserías. Ja, ja,
»¡Oh, en serio mi buen! Y verás cómo la criatura esa sale huyendo y no vuelve a
molestarte jamás...
Desesperado busco a tientas el maldito machete que olvidé recargado en una tabla, y al
empuñarlo y volverme, sin explicarme cómo, el animal ese se me echa encima con una fuerza
descomunal que me derriba. Pero yo, como soy un hombre que no se asusta así nomás porque
sí, pues que me le aviento también a patadas y golpes, farfullando leperada y media.
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Y no me lo van a creer: cada vez que le pongo tremendo patadón al nahual ese,
extrañamente no chilla como todo perro lo haría. No, señor. Se escucha una especie de
quejido como cuando una persona se queda sin aire. Y lo sigo correteando por todo el patio
Hasta que el perro aquel, en una de sus huidas, alcanza una de las chalupas y se avienta
a las aguas del canal, sumergiéndose entre ondas y burbujeos en el universo nocturno del que
había salido, convertido en algo real, en algo tangible y sin embargo inexplicable...
Nunca supe qué fue lo que pasó con esa criatura, pero así ocurrió esa fría noche de
noviembre.
del ruideral, y hasta ni me lo creyeron, y tras una reconfortante taza de café y unas
quesadillitas, volvimos a acostarnos. Yo, todavía con cierto sobresalto, acurruqué el machete
entre mis cobijas (por si las dudas) y despacito me fue ganando el sueño.
Más tarde, en una especie de duermevela, podía ver claramente, con los ojos
entrecerrados, que se abrían de par en par las puertas del cuarto, y que entre una nubosidad
ligera aparecía el perro negro aquel, parado en sus extremidades posteriores, esbozando una
risa burlona. Pero su figura se sobreponía, translúcida, a la de un hombre alto de piel clara
que dejaba oír sonoras carcajadas, y como que quería acercárseme pero no podía. Cada vez
que yo abría los ojos la imagen se esfumaba, para volver a aparecer en la penumbra; hasta
que no sé por qué motivo la figura aquella del perro y el hombre se fue alejando, perdiéndose
A partir de aquella experiencia los vecinos dicen que ya no han vuelto a ver al nahual
rondando por el callejón, y desde ese día ya no espantan ni golpean a nadie en la esquina de
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la calle, donde algunas noches los amigos me esperan para que platiquemos, una vez más,
«No, compadre. Ya no he visto a ninguno de esos que dice asté rascando en su pared. Ora
Ahora, de regreso de la chamba, caminando despacio por las calles hoy bien alumbradas y
canal donde se pudren nuestras canoas y alguna otra cosa más... Una sonrisa ligera se me
dibuja en las arrugas del rostro serenándome el alma, aunque con un dejo de nostalgia por lo
En las noches frías, de vez en cuando siguen los perros aullando, vaya Dios a saber
por qué. Pero yo logro conciliar el sueño (conforme uno se va haciendo más y más viejo,
menos deseos se tienen de estar despierto), y pienso, por un momento, en lo malos que han
de ser sus dueños; o en que puede tratarse de un gato, un rondador, o... hmm, vaya usted a
saber de qué.
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EL SABOR DEL POLVO SOBRE MIS LABIOS INSENSIBLES
Topes y más topes en esta avenida desolada y arrasada por el viento. Está recién pavimentada,
y ya tan pronto arruinada por esas incomprensibles llagas de varilla y concreto que retadoras
se tienden, cual sierpes grisáceas, en medio del camino (y que más tarde, por iniciativa de
Benditas señales... «Malditas», pienso, que más bien parecen reliquias mudas de un
Así que no tengo más remedio que frenar la marcha del coche, a esta hora en que el
calor se cuela fluido y agreste por la ventila abrazando mis piernas, palpando mi frente,
hilvanándose entre mis cabellos bien peinados que todavía resguardan cierta humedad. Me
que con apuros suben la cuesta con sus descomunales cargas, cual escarabajos mecánicos.
Pero..., antes está la calle, llena de topes cual megalitos puestos inmisericordemente (¡y vaya
de qué tamaño!). Nunca la había transitado. Ni la conocía siquiera. Está más pareja que las
que corren paralelas (todas llenas de baches y grietas), pues el asfalto es de recién compostura.
Miro el reloj y compruebo que apenas tengo el tiempo justo para llegar derrapando a
la oficina.
metálico roza la dura piel cementada. Un poco más y pasan las cuatro llantas. El reptil de
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concreto ni se queja. Unos cuantos metros y allí está el segundo tope; este más breve y parejo,
A mi izquierda corre el canal de aguas residuales, y más allá lo que serán las casitas
de interés social que inundan el paisaje con sus pobres estructuras similares a bomboneras.
Voy mirando pausadamente el horizonte que poco a poco se come lo que otrora fuera
campiña, para dar paso a la urbanización, convulsiva y asfixiante, que por todos lados
Y mientras libro el tercer, cuarto y quién sabe cuántos topes más, miro pasar a un
chico en bicicleta que brinca tan hábilmente los promontorios que casi me da risa. Ha de
tener unos quince años; es ágil, delgado y moreno y lleva la ropa tan holgada que (volviendo
corbata buscando aligerar mi pulso, el cual cada vez está más tenso, pues caigo en cuenta que
ya es tardísimo y esta vía se me hace tan larga... Y todavía faltan más topes. El chico parece
que percibe mi contrariedad pues se vuelve y me lanza una mirada indescifrable. Luego
prosigue su enérgico pedaleo. Yo lo miro por unos instantes que parecen congelar el tiempo
y una angustia se acrecienta en mi pecho; el calor arremete furioso contra mis sienes.
En ese momento, de una calle lateral aparece veloz un bicitaxi medio destartalado,
que golpea de lleno al chico en el costado haciéndolo volar y dar de boca contra el suelo
oleoso, al igual que a su frágil rocinante tubular. La escena transcurre delante de mí, de tal
suerte que el vehículo se apaga y queda a medio tope, varado ante lo intempestivo del
accidente. El conductor del bicitaxi, otro jovencito casi de la misma edad y facciones que el
chico caído, baja furioso de su triciclo de latón y va al encuentro de aquel, el cual, todo
raspado y sucio se levanta dispuesto a responder la afrenta. Apenas median palabras, algunas
incomprensibles para mí de tan agresivas y deformadas; y cual guerreros del asfalto (¡ay,
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benditos albores de la humanidad!) se aprestan en feroz cuerpo a cuerpo. Mi pulso se acelera
aún más, y de pronto una migraña punzante captura mis sentidos y los traslada entre una
estallar, y no atino a reencender el motor para proseguir mi viaje. Sin embargo, cierta parte
de mi mente que permanece incólume ante el dolor, ve cómo los dos chicos se lanzan golpes
y patadas en una forma tan salvaje como fascinante: hiriéndose y soportando, sangrando y
contraatacando, hasta que el joven del bicitaxi, de un certero puñetazo en el abdomen, dobla
a su contrincante hasta verlo caer de rodillas ante sí. El chico se desguanza, molido, junto a
multitud que curiosa y patética se acerca para observar a los chicos pelear.
La máquina ruge imperiosa y alza una polvareda ante la torpeza de la gente que ni
tantito se aparta. Por el espejo retrovisor observo el fin de la contienda: el joven del bicitaxi,
que enardecido sigue de pie, mide certero al caído, arrodillado aún y con los brazos
surte feroz patada que le desprende una flema sanguinolenta y dos o tres dientes. El chico
afloja todo el cuerpo y cae de costado con los dedos deformados como garras. Un viento
imprevisto eleva una espiral de basura, polvo y detritos de las aguas putrefactas que se secan
al final del canal, y pasa raudo girando por sobre los techos de lámina. Yo, libro por fin el
último tope.
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Curiosamente la autopista está vacía. Mejor. Acelero excitado, sin que mengüe la opresión
«Tal vez aún llegue a tiempo al trabajo», pienso esperanzado, como intentando situar
Paso un pañuelo sobre mi frente para limpiarme el sudor, sin entender por qué duele
tanto el roce del paño de papel. Mis manos aferran el volante como las garras de una arpía:
posición fetal, sin comprender cómo es que el carro prosigue su marcha cadenciosa y sin
levanta se pega sobre mis labios, que besan insensibles el duro pavimento.
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