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Yosef Dagan estaba sentado en el café HULDRYCH’S VERWANDLUNGEN (una

difícil referencia a Zwingli, el líder de la Reforma suiza, y a Hesse, también él, de


alguna manera, el líder de la Reforma literaria alemana), en una de las mesas de afuera,
contemplando el Limago, o Limmat, más bien, o Lindemagus, si uno quiere serle fiel a
la tradición y al sentimiento suizos. Un río débil, corto, plagado de presas que regulan
su caudal y, por extensión, lo vuelven menos río y más lago, laguna, estanque. Dagan se
sorprendió de lo poca cosa que era, de lo poco que tenía de río europeo, y sonrió al
recordar los ríos terribles y temibles e incansables de América, sobre todo de
Sudamérica, antítesis de su gente, gente algo cansada, algo aburrida (con la excepción,
quizá, de Brasil, que Dagan conocía por su oficio).

Llevaba una hora esperando, así que se puso a pensar; primero en cualquier cosa, y
luego en lo que lo había llevado a Zúrich. Recordó el calor abrasador de México; un
calor seco, muy parecido al del Néguev (la etimología hebrea, pensó Dagan, así lo
demuestra), pero sin esos miles de años de historia que lo hacen tan hermoso, tan
soportable. México era tierra profana; nunca había sido visitada por nada remotamente
sagrado, y eso Dagan lo notaba (Dagan y toda la comisión israelí pensaban lo mismo; de
hecho, Dagan era el que mejor llevaba esta situación, en parte por ser hijo de militares,
que uno puede relacionar siempre con viajeros porque, al fin y al cabo, el pelear siempre
implica el viajar, y en parte por ser judío, un judío devoto, que uno puede relacionar
siempre con un viajero, porque no hubo ni hay ni habrá jamás pueblo más turista, más
exilado y más viajero que el Pueblo Judío). Dagan había ido, claro, en representación de
su joven (pero no por eso menos astuto) Estado a los Juegos Olímpicos de 1968,
celebrados en el Distrito Federal.

El hecho en cuestión ocurrió en los cuartos de final del torneo de fútbol (por esas épocas
era muy común oír a los periodistas ingleses referirse a él como association football,
cosa que Dagan no acababa de comprender; agradezcamos al Hado que Dagan no tuvo
que escuchar a los periodistas americanos, un poco más alejados, que hablaban con
naturalidad de un tal soccer, que vaya a saber uno qué es y qué pretende). Jugaban
contra Bulgaria (unos cerdos antisemitas, según un levantador de pesas israelí que se
sentó junto a Dagan en el ómnibus que los llevaba al estadio, unos sucios racistas, pero
la verdad es que Dagan, si bien trató de recordar alguna persecución búlgara contra los
judíos, no logró rememorar ningún evento más cruento de los que estaban
acostumbrados a sufrir por parte de todas las naciones europeas) en León (más de un
deportista se quejó de lo fea que era la ciudad, muchas veces prorrumpiendo en insultos
racistas que no parecían tener ninguna relación con el aspecto del lugar). Eso fue un 20
de octubre y hacía mucho calor.

El partido fue particularmente aburrido (en los anteriores, por lo menos, el seleccionado
israelí había comenzado a forjar esa leyenda que persistiría durante años, ese recuerdo
que todos tienen de los futbolistas judíos que patean más a los rivales que a la pelota,
que parecen querer ser expulsados, que buscan más la tarjeta roja que el gol, que
celebran cuando se van echados de la cancha más que cuando convierten un tanto), por
lo que Dagan, al cabo de media hora, comenzó a impacientarse y se dedicó a caminar de
un lugar a otro, subiendo y bajando las gradas de un estadio primitivo y horrible, similar
a una caja de zapatos (Dagan ignoraba, o quizá no, que las cajas de zapatos no tienen
gradas, ni escalones, ni césped), yendo constantemente al bufet, bueno, a una especie de
bufet, a un intento de bufet, un intento sincero y honesto, aunque fallido, de bufet
americano, norteamericano para ser exactos, estadounidense si uno quiere ser más
preciso aún, de los años 1950, unos años que quedaron muy atrás, que Dagan prefería
olvidar, unos años oscuros para su país, unos años locos, pero locos en el mal sentido,
unos años de sangre y de guerra y de dificultades y más que nada de pérdidas, de
pérdidas injustificadas e injustas e innecesarias, de horrores y de llantos, pero más que
nada de pérdidas, porque cuando hay una guerra siempre se pierde algo, puede ser la
vida, un ser querido, la casa, la ciudad, la dignidad… en el caso de Dagan, él perdió la
tranquilidad, esa tranquilidad que lo caracterizó durante toda su juventud se perdió en el
momento en que vio los ojos muertos de una mujer destrozada, víctima de una bomba
enemiga (claro que la pérdida de la tranquilidad, como la pérdida de cualquier otra cosa,
trae aparejada una ganancia: la del odio infinito y eterno, ya sea hacia los árabes, hacia
los mismos israelíes, o, como en el caso de Dagan, hacia la vida misma).

En una ocasión, volvió a las gradas y le preguntó a una mujer muy bronceada cómo iba
el partido: 1 a 1, dijo sin dejar de mirar el juego, como si en ese momento no estuvieran
jugando dos selecciones mediocres y, más que mediocres, tristes y deprimentes. Dagan
perdió la noción del tiempo, pero lo cierto es que en un momento dado se terminó el
partido. Entonces bajó al campo y habló con el entrenador, luego con Michael Almog,
el presidente de la Asociación de Fútbol de Israel, más tarde con el árbitro y luego con
el entrenador otra vez. Un hombre bajo, gordo y de piel roja, idéntico a un cerdo recién
cocinado (con la única excepción de un bigote ralo que crecía, bueno, que no crecía,
sobre su labio superior), que sudaba a mares, quizá por estar envuelto en, más que
vestido con, un traje color crema muy apretado (para él, claro, porque para cualquier
otro ese traje era más que grande), llamó al árbitro y a los entrenadores de ambas
selecciones y los condujo al centro de la cancha.

Una vez allí, les expuso la situación: como ningún equipo se había destacado, lo justo
era dejar que la suerte eligiera al ganador, que más que ganador era el equipo con menos
mala suerte (y no digo con más buena suerte porque un equipo con buena suerte gana o,
por lo menos, no se deja meter un gol como el que le metieron, además en el último
minuto; claro que Dagan ignoraba todo esto). El hombre del traje, que llevaba en la
mano un sombrero blanco demasiado grande para su cabeza, sacó de su bolsillo un
centavo de peso mexicano. No puede usar una moneda tan chica, pensó Dagan, tan
insignificante, tan devaluada, tan nimia, tan baladí, para decidir nuestro destino, un
destino muy pobre y muy insignificante a su manera, pero nuestro destino en fin,
nuestro trabajo, nuestro futuro como equipo serio y respetado, para elegir quién pasa a
la semifinal de los Juegos Olímpicos nada menos.

Pese a todas sus protestas, que no fueron pocas, Dagan no pudo evitar que ocurriera lo
que de cierta manera era inevitable: que Bulgaria ganara, aunque ganar es más bien
ganar en la cancha, y todo lo demás era quizá vencer, quizá triunfar, quizá hasta
aplastar, pero ganar ganar, lo que se dice ganar, ganar de verdad, sólo puede hacerse en
la cancha (aunque Bulgaria ganó, y en buena ley, fuera de ella, gracias a una moneda,
por demás manoseada, de un centavo de peso mexicano). Ya en el hotel, Dagan tuvo
que escuchar a los jugadores quejarse de ese país atrasado, bruto, insensible, que un día
asesinaba decenas de estudiantes y al otro recibía a las delegaciones del mundo como si
nada, país también peligroso, porque en el momento en que uno salía a la puerta de calle
era asaltado, y asaltado de mala manera, con violencia, con insultos, insultos que no
podrían entender, porque ahí nadie hablaba español, pero insultos al fin, que son más
bien universales y trascienden todos los idiomas.

Dagan se hundía cada vez más en sus recuerdos, vanos fantasmas que lo acompañaban
en esa tarde frente al Limago, cuando vio que se acercaban Almog, Sir Stanley Ford
Rous, presidente de FIFA y David Somerset, el onceavo duque de Beaufort y presidente
de la IFAB. Almog iba en el medio, visiblemente más bajo que los otros, y más tostado,
pensó Dagan, ¿de dónde vendrá Almog tan bronceado?, hablando efusivamente,
acompañando lo que fuera que estaba diciendo con las manos, moviéndolas
vehementemente, y los otros dos, estoicos y algo rígidos, reían, Rous mucho más fuerte
que el otro, mucho más fuerte pero con mucha más gracia, pensó Dagan mientras se
levantaba de su silla y le daba la mano primero a Almog, su compatriota, su amigo, pero
más que nada compatriota, quizá lo segundo siendo una consecuencia directa de lo
primero, pero amigo al fin y al cabo, y luego a Rous, un hombre muy alto y muy
acartonado, como una estatua o un monte, y por último a Somerset, que le pareció a
Dagan, viéndolo de cerca, un hombre infinitamente triste (Dagan diría después que fue
algo en sus ojos, huidizos pero llenos de sufrimiento, lo que lo delató; no mucho
después de su encuentro, el duque intentaría suicidarse metiéndose a una bañera con una
tostadora que, por la longitud (en este caso falta de longitud) de su cable, se desconectó
justo a tiempo para permitirle, primero arrepentirse, segundo asustarse y, tercero,
llenarse de ánimo, un ánimo que le permitiría disfrutar de su vida hasta que muriera).

Ambos ingleses, mientras les estrechaba la mano, le dijeron hola, ¿cómo está?, con
cierta altivez que a Dagan se le hizo muy inglesa o muy europea, una altivez producida
no tanto por el sentimiento de superioridad de sendos caballeros, sino más bien por la
pena que estos sentían por Dagan, un triste judío de un Estado infante que apenas podía
mantenerse en pie. Almog, en cambio, no le dijo nada. Se sentaron y estuvieron un
momento en silencio, esperando quizá a que Dagan comenzara a hablar, pero éste, ya
sea por respeto, ya sea por miedo o por una combinación no poco usual en él de ambas,
permaneció callado, mirando primero sus manos, luego a los otros tres, y finalmente al
Limago, que se le hizo más inmundo, más penoso y más odioso que nunca.

−Bueno, cuéntales lo que me contaste el lunes, dijo finalmente Almog, la idea que
tuviste.

Dagan pretendía comenzar a hablar al instante, pero un sentimiento de culpa, tan


característico del pueblo judío, le impidió hacerlo, y le obligó a recordar, a su pesar, que
la idea, la brillante idea, la original idea, la increíble idea que nadie más había tenido,
que nadie en más de sesenta años había tenido, una idea radical que cambiaría para
siempre al fútbol, al foot-ball, al soccer, no había sido suya, no había surgido
espontáneamente, en un momento de lucidez, de su propia inteligencia, sino que la
había robado. Se la había robado a Rafael Ballester, un periodista mediocre y
desconocido de España, que había propuesto sin más, como si no fuera la gran cosa,
como si no hubiera o hubiese tenido una idea fenomenal, una idea que lo cambiaría
todo, en fin, como si no hubiera tenido la idea del fútbol, del deporte en sí.

Este Ballester, sólo conocido por Dios (y, esto también lo ignoraba Dagan, por su
madre, esposa y tres adorables hijos que cuidaron de él hasta el último de sus días, luego
de luchar durante años con el Alzheimer, hijos que, con terrible pesar, cumplieron el
deseo de su padre de ser cremado y, luego, ser esparcido (esparcidas sus cenizas, claro,
pero esparcido él también) por el mar Mediterráneo), y esto lo sabía Dagan porque
había estado ahí, en la búsqueda de algún jugador bueno, pero no tanto, que estuviera
dispuesto a ir a jugar a Israel, esta Nación más bien nueva que tratamos de armar del
otro lado del mundo, un poco lejos, sí, pero muy hermosa y muy prometedora, donde se
paga bien y se come mejor, donde brilla el sol a veces con demasiada fuerza, donde
somos todos temerosos de Dios y donde, por sobre todas las cosas, nunca vamos a
olvidarnos de un amigo que, abandonando su país natal, vino a jugar a esta Tierra
Sagrada a la pelota, este Ballester, que estaba cubriendo la final del Trofeo Ramón de
Carranza, final que disputaron el Barcelona y el Real Zaragoza, torneo que organiza el
Cádiz, un equipo tan lindo, con tanta historia, un equipo tan querido de todos, luego de
que ambos equipos empataran, pero antes de que se decidiera qué hacer para decidir
quién iba a ser consagrado campeón (Dagan se sorprendió sobremanera de esta falta de
preparación, algo que, le advirtieron después, es tan español como la España misma, tan
español como el castellano o el navegar), propuso, planteó, sugirió, que ambos equipos
jugaran una tanda de penaltis (así la llamó Ballester), cinco tiros cada equipo, el que
metiera más, ganaría el partido y, claro, el Trofeo. El Barcelona metió los cinco y el
Real Zaragoza ninguno.

−¡Yosef!

−Sí, sí, disculpa. Bueno, no sé si Michael les comentó algo, pero se me ocurrió –esto a
Dagan le dolió en el alma− que, en vez de que los ganadores de los partidos que
terminan en empate se decidan por sorteo, sería mejor hacerlos patear una serie de
penales, cinco, quizá, para que gane quien mete más. Esto en copas, claro, cuando se
necesita inevitablemente un ganador.

−¡Hans! ¡Hans! ¿Podrías venir, por favor?, dijo al cabo de un rato Rous. Hans es el
mozo, de pronto me ha entrado hambre, explicó.

El mozo, que resultaba ser también el dueño del café (y cajero y cocinero y trapeador y
contador y etc.), se acercó al cabo de un rato; era un hombre muy alto y muy flaco, tan
alto que tuvo que agachar su cabeza para no golpearse con el dintel de la puerta y tan
flaco que mientras pasaba por ésta otras dos personas, y no necesariamente delgadas, así
lo hicieron, en dirección opuesta, y aún así podrían haber entrado más personas (aquí
Dagan no tuvo en cuenta que la puerta era en realidad muy, muy ancha). Caminaba muy
lentamente, dando grandes zancadas (Rous, cómo no, pensó en Holmes); llevaba en la
mano derecha un libro.

Mientras escuchaba atentamente el pedido de Rous, Dagan trató, primero


disimuladamente, luego sin el menor recato, estirando mucho el cuello, alzándose un
poco de su silla, torciendo su cuerpo, de ver qué libro estaba leyendo el dueño del café,
un tal Hans. Finalmente logró leer algo: La Bibli…; la mano huesuda de Hans tapaba el
resto. Quizá por el gusto inmenso que siente Dagan al encontrar a un compañero
borgeano, quizá por el gusto aún más inmenso de reconocer a un autor tan solo por las
palabras La Bibli…, quizá por el más hermoso y gratificante y placentero gusto de
poder preguntar algo que ya sabe (en este caso: Hans, ¿está leyendo usted al Maestro?, y
luego: La Biblioteca de Babel, ¿verdad?), pero sin ninguna duda por una especie de
soledad, una soledad terrible que lo embargaba desde su divorcio, una soledad más
espiritual que material, una soledad que nacía desde su alma y parecía inundarlo todo de
un insoportable aburrimiento, por una especie de soledad que quería calmar cruzando
alguna palabra con alguien, quien fuera, mejor aún este Hans, un desconocido, un
hombre, como él, de Letras, un hombre de bien, un hombre honesto, que completamente
solo puede atender un café en Zúrich, un café que siempre está lleno, bueno, al menos
medio lleno, casi lleno, un tanto lleno, por todo eso y mucho más, por otras razones más
bien siniestras (y por lo tanto secretas) que Dagan desconocía o pretendía desconocer,
pero que sin duda le convenía desconocer, por eso le hizo la siguiente pregunta a Hans:

−Hans, ¿está leyendo usted al Maestro?

−No, señor, estoy leyendo a Groussac.

Rous miró a Somerset y le dijo sin mover los labios, sin emitir sonido, más bien
mentalmente, pero ciertamente riendo, sonriendo y riendo a carcajadas: Groussac o
Borges, Groussac o Borges; ¡esto sí que le habría encantado al Maestro! A su vez,
Somerset le decía a Rous, sin hablar, claro, sin decir realmente, la cosa es que pensaba
en realidad, pensaba para que Rous lo escuchara: Groussac o Borges, Groussac o
Borges; ¡qué inocente el buen Dagan! Qué inocente, qué inocente, le decía Somerset a
Rous, qué inocencia hay que tener para confundir a un argentino y a un francés (vale
aclarar que Somerset era de la opinión, más bien de la creencia, pues se negaba a
cambiarla y de hecho se ponía un tanto agresivo cuando lo contrariaban en este punto,
de que Groussac, a pesar de haber vivido mucho tiempo en el Sur, que así llamaba
Somerset a la Argentina, nunca había dejado de ser un chico tolosano, un joven francés;
para no dejar lugar a dudas, el duque decía que Groussac era el más francés de los
escritores de la época). Dagan, en cambio, pensaba: Groussac, Groussac, ¿de dónde me
suena?

−Dagan, escuche, la verdad es que el señor Almog nos ha explicado muy bien en qué
consiste su propuesta, y creo que hablo por todos cuando digo que nos parece algo muy
interesante, dijo Somerset a Dagan, que no se preguntó por qué, entonces, Almog le
había pedido que les hablara sobre los penales.
−La verdad es que ha interesado a muchas personas alrededor del mundo. De hecho,
está este malayo, un tal Teik, que terminó de convencerme hace unos días sobre este
respecto. Lo que quiero decirle, lo que queremos decirle, es que aceptamos su
propuesta; de ahora en más, los empates se definen por penales, dijo en tono
ceremonioso Rous, mientras Dagan pensaba: ¿y a mí qué me importa el malayo?

−Yosef, no te miento cuando te digo que tú quedarás en la historia como el hombre que
inventó la, ¿cómo la llamas?, tanda de penaltis. Esta conversación será recordada
durante años, eso te lo aseguro, dijo Almog sonriendo, aunque detrás de sus anteojos
negros, más bien marrones, sus ojos decían otra cosa muy diferente: decían la verdad, y
a la verdad, como siempre, nadie quería oírla.

−Esperen, hay algo que no comenté en su momento pero que me tiene muy
preocupado… −aquí todos se enseriaron, o en realidad se asustaron, se asustaron mucho
y lo ocultaron tras rostros de piedra y ojos de piedra y labios de piedra− Deberíamos
establecerle alguna especie de límite a estas tandas. Imaginen: podría darse el caso de
que dos equipos patearan penales por tiempo indeterminado, dijo Dagan, causando la
risa de los otros tres, una risa diferente a la de antes, a la manera de reír que tenían
cuando venían caminando y Dagan los vio; esta risa era muy parecida a la anterior, pero
se diferenciaba de ésta por una simple razón: no la producía la diversión inocente, sino
la crueldad más abominable.

−Vamos, Yosef, me estás matando, dijo con un hilo de voz Almog mientras se quitaba
los lentes y se secaba una lágrima más imaginaria que real.

−Que eso ocurra es imposible, sentenció Rous.

−No, mi amigo; es improbable, corrigió Somerset, levantando un dedo con gesto


pedagógico.

−Altamente improbable, agregó Almog.

−Pero no imposible, dijo Dagan, siguiendo el razonamiento del duque y de Michael.

−Dagan, no sea necio, dijo Rous, y Dagan lo miró con humillación, pero también con un
odio terrible, un odio muy profundo y oscuro, un odio que, aún así, no salió a la luz, por
lo que Rous sólo notó la humillación enorme que Dagan sentía en aquel momento, una
humillación que le obligó a fijar la mirada en el Limago, que nunca le había parecido
tan hermoso y relajante.

Entonces llegaron las bebidas y la comida y todos siguieron hablando de otra cosa.

****

Steven ya no recordaba si había sido su tatarabuelo, o su trastarabuelo que, en el Boxing


Day del año tan lejano de 1860, a modo de regalo, fue invitado por su padre a ver un
partido de football, ahí en Sheffield mismo, cerca de casa, dijo el padre, por Crosspool o
por ahí. Cuando el tatarabuelo o trastarabuelo de Steven le preguntó a su padre, que
Steven no quiere ni pensar qué vendría a ser de él, qué equipos jugaban, éste no supo
qué contestar, porque la verdad es que él pudo invitar a su hijo solamente porque un
amigo del trabajo lo había invitado a él el día anterior, en Navidad, mientras compartían
una cerveza en un pub que nada tenía de pub, que era más una tumba húmeda y oscura
que un bar, y ese amigo tampoco sabía muy bien, quizá por la cerveza, quiénes jugaban.

La verdad es que jugaron el Sheffield F.C. y el Hallam F.C., en una cancha que era más
de cricket que de fútbol. El partido empezó media hora tarde porque el jardinero, el
único al parecer, tuvo que barrer toda la nieve que se amontonaba sobre la cancha, y
nadie, claro, se acercó a ayudarlo. Ganó el Sheffield, y un minuto después de que
terminara el partido, el tatarabuelo de Steven decidió que sería, de ahí en adelante,
hincha de ese club, el primer club de fútbol del mundo que, uno pensaría, debería contar
con una ventaja increíble por sobre los demás pero que, realmente, ese no era el caso, y
esto era algo que Steven pensaba y repensaba, y que lo entristecía profundamente.

Steven, doscientos seis años después, continuaba esta humilde tradición, y llevó, como
cada año, cada Fiesta de San Esteban, a sus dos hijos al Coach and Horses Ground, en
Dronfield, un pueblito muy chico y muy medieval, que quedaba en el centro exacto de
Inglaterra, razón por la cual uno de los hijos de Steven se refería al pueblo en cuestión
como el centro del mundo (porque para él, tan joven e inocente, el mundo era
Inglaterra). Como la familia Chatwin ahora vivía en Kent, al sur de Kent, el derby les
quedaba lejos, pero no por eso dejaron de cumplir religiosamente con su tradición, que
se interrumpió en seis ocasiones, todas a causa de las Guerras Mundiales, en las cuales
sendos Chatwin se destacaron, Terrence Chatwin en la batalla de Jutlandia y Sir Charles
Chatwin en la batalla de Beda Fomm.

Cuando llegaron al estadio, si es que uno puede llamarlo así, éste estaba prácticamente
vacío. Bueno, en realidad, aunque Steven actuaba sorprendido ante sus hijos, diciendo
que había bastante gente, que siempre es notable que haya gente ahí, en un día festivo
como aquel, en un año difícil como aquel, en un pueblito tan alejado de todo como
aquel, en realidad, en el fondo, Steven creía, con terror, que cada vez, de hecho, iba
menos gente a presenciar el Rules derby. Se sentaron a un costado de la cancha, cerca de
uno de los córneres, su lugar predilecto. Una vez uno de sus hijos le había preguntado a
Steven, como Steven a su vez le había preguntado a su padre y, suponía Steven, como
su padre le había preguntado a su padre y así sucesivamente, hasta llegar a su
tatarabuelo o trastarabuelo.

Bien, su hijo le había preguntado a Steven por qué la cancha no tenía gradas, ni asientos
ni, al parecer, ninguna otra comodidad para los espectadores; en fin, por qué esta cancha
en particular no había avanzado como las demás, no estaba rodeada por un súper
estadio, con tres o cuatro pisos de gradas, con entradas y salidas de concreto y gradas de
concreto y un estacionamiento gigante también de concreto. Steven le dijo a su hijo lo
mismo que su padre le había dicho a él y lo mismo que, suponía Steven, deseaba
Steven, había dicho, un 26 de diciembre de 1860, su pariente tan lejano, su pariente
muerto hacía tantos años, su pariente al que no sabía muy bien cómo llamar, pero que
sabía era pariente directo, a su hijo: porque esto no es un cementerio, hijo, le explicó
Steven con una sonrisa a su hijo, el mayor, mientras el más chico miraba al horizonte,
no entendiendo muy bien lo que su padre decía; no entendiendo, en realidad, nada de lo
que ocurría a su alrededor.

El Sheffield metió tres goles y los Chatwin festejaron, el Hallam a su vez metió tres
goles y los Chatwin no festejaron, pero sí aplaudieron, porque si hay algo que el football
inglés todavía no pierde es la cortesía, la caballerosidad, la chivalry, ni más ni menos.
Se jugó el tiempo extra, pero como es habitual, los jugadores ya estaban cansados y los
equipos habían agotado los cambios, así que el partido se tornó de repente muy
aburrido, y el hijo menor de Steven luchaba contra el sueño que le cerraba los ojos y lo
hacía, a intervalos cada vez más prolongados, irse de frente contra el césped. En un
momento el wing del Hallam tiró la pelota muy lejos, la única en todo el lugar, y
estaban todos tan agotados que el propio Steven tuvo que pararse e ir a buscarla, porque
había caído relativamente cerca de él.

El partido terminó, como no podía ser de otra manera, 3 a 3. El árbitro, ante el pedido
desesperado (exageradamente desesperado) del hijo mayor de Steven, permitió a los
pocos espectadores del partido, unas veinte personas, quizá veinticinco, entrar en la
cancha, invadir la cancha, como cantaba el hijo mayor de Steven mientras se acercaba,
dando saltos, al arco donde iba a tener lugar la tanda de penales. Un conocido de
Steven, otro padre de dos hijos, de más o menos la misma edad que los hijos de Steven,
que se le parecía un poco, que hablaba un poco como él, que vestía más o menos como
él y que tenía el mismo tic que él, a saber, comerse no las uñas, sino las cutículas, en fin,
que este hombre, llamado Harry Stevens, pero al que llamaban simplemente Stevens, o
Steven, o Steve, que también iba solo, es decir, sin su mujer, como Steven Chatwin, se
le acercó, mientras sus cuatro hijos jugaban, o hacían que jugaban, cerca del arco donde
se patearían los penales, o donde ya se estaba por empezar a patear los penales, o donde
ya se estaban pateando los penales, y le habló de cualquier cosa, del trabajo, de la vida,
de su familia, de la situación de Inglaterra, del mundo, en fin, de cosas sin importancia,
de cosas en las cuales Steven Chatwin no pensaba ni reparaba.

Se despidieron con un fingido aprecio pero con un respeto muy honesto, muy inglés y
muy sincero, y cada uno con sus dos hijos, se sentaron en lados opuestos del área que
rodea el arco en cuestión, del arco en el que todavía se estaba jugando el partido, donde
todavía, ante el aburrimiento de todos, se seguía disputando esa antigua batalla, se
seguía alimentando esa arcana y extraña rivalidad entre dos equipos muy viejos y muy
cansados y muy pobres, donde aún estaban pateando esa pelota sucia y gastada, como si
eso importara y no importaran otras cosas, como si el país y el mundo no se estuvieran
viniendo abajo, como si fuera imposible que, quizá, en ese momento llegaran noticias de
un atentado o un bombardeo en Londres, como si no existiera nada más allá de ese arco,
donde un hombre bajo, y digo hombre porque tendría ya casi cuarenta años, muy bajo y
muy flaco, con la remera dentro del pantalón, se disponía a patear, a patear el tercer
penal, según le dijo su hijo, el segundo de su equipo claro, y también le dijo su hijo
mayor, o quizá lo dijo el menor, Steven no pudo distinguir, cada vez más parecidos,
pensó, más grandes y más parecidos, que iban 1 a 1, es decir, que empataban la serie
con un penal anotado cada equipo, y que este ahora, como ya había dicho, era el tercer
jugador que pateaba.

Pasaron dos horas completas hasta que Steven decidió irse. Su hijo menor dormía sobre
su regazo y el mayor jugaba con una rama, posiblemente matando hormigas. Empezaba
a oscurecer y el jardinero ya había prendido los reflectores, unos reflectores muy bajos,
casi al ras del suelo, que daban la impresión de que ahí se estuviera grabando una
película o un comercial o algo por el estilo porque, pensó Steven, la luz que emitían era
muy blanca y muy espesa, casi tangible, y al iluminar la cancha de forma horizontal, a
180 grados, lo impregnaba todo de un aura onírica, lo convertía todo como producto de
un sueño o, más bien, de una ficción, de una puesta en escena. Steven había perdido la
cuenta de los jugadores que habían pateado, y repentinamente interesado por la cifra en
cuestión, le preguntó a un hombre que tenía al lado, un hombre obeso y calvo, que
estaba sentado en el césped y que, Steven pensó, no sería fácil levantar, cuánto iba la
serie, a lo que el hombre le contestó: este que va a patear es el número trescientos treinta
y tres.

A Steven le pareció una cifra imposible, deliberadamente escogida por el hombre calvo
para darle una importancia mística al próximo pateador, un hombre muy similar, sino el
mismo, a ese tercer pateador en el cual Steven había reparado al comienzo de la tanda.
No pueden ir tantos, pensó Steven, pero si no van trescientos treinta y tres, ¿cuántos
van? El calvo se acercó a Steven y le dijo algo, algo que apenas escuchó, no sabe si
porque no estaba prestándole atención al obeso o porque éste lo dijo en voz baja, en voz
muy baja, con un hilo de voz, en un susurro que encerraba a su vez todos los secretos
del Hombre: un número muy especial, sabe usted; muy, muy especial. El jugador, que
estaba parado a unos pasos de la pelota, se acercó lentamente a ésta, caminando con
tranquilidad, midiendo cada paso. El arquero no paraba de moverse de un lado a otro y
hacía gestos con las manos y hacía que saltaba para un lado y para el otro y daba
pequeños saltos y hablaba por lo bajo y gritaba, mientras que el jugador, el full-back
derecho, le dijo a Steven su hijo mayor, o su hijo menor, que en ese caso estaría
hablando dormido, seguía caminando hacia la pelota, seguía acortando la distancia,
aparentemente infinita, entre él y el balón.

El hombre pateó con una fuerza descomunal; la pelota pegó en un palo y luego en el
otro, para finalmente entrar en el arco, ante la vista atónita de un arquero petrificado, un
arquero inmovilizado, duro, rígido. Steven miró al hombre calvo con el fin de
reprocharlo, porque al fin y al cabo no había sido un penal del otro mundo, pero éste ya
no estaba; se había ido. Así como se había ido la mayoría de los espectadores.
Quedaban los Chatwin, un matrimonio muy anciano, que Steven conocía bien, que
conocía desde que era pequeño y que a su vez ellos conocían desde que era un bebé y su
padre lo llevaba en un carrito a la cancha, a esa cancha, el matrimonio Spencer, que
vivía en Cardiff y cada año, para las Fiestas, se desplazaba a Manchester, para visitar a
sus nietos, nietos que ya tenían, a su vez, hijos y, creía recordar Steven, nietos, cosa que
tachó de imposible pero que, realmente, no le pareció del todo improbable, y un niño
solo, que miraba todo desde la media cancha, donde la luz no llegaba del todo, y ese
niño envuelto en tinieblas, parecía salido del más profundo pozo o del más profundo
infierno. Quedaban, además, todos los jugadores del Sheffield y del Hallam, así como
sus respectivos cuerpos técnicos, algún que otro masajista, que habían cobrado una
inesperada importancia después del nonagésimo penal y, por supuesto, el jardinero,
jardinero y único empleado de la cancha y sus alrededores, que miraba todo desde una
silla que había traído de su casa, una cabañita a unos pocos metros del campo.

Steven se levantó y su hijo mayor hizo lo mismo; pensó en despertar a su hijo menor,
pero decidió cargarlo. Fueron hasta su auto y, luego de mirar por última vez al arco mal
iluminado, no por falta de luz sino por el modo en que la luz bañaba todo, la manera en
que los reflectores parecían enceguecer a los que pateaban, luego de desear ambos,
Steven y su hijo mayor, con toda su alma, que el jugador del Hallam, bueno, del Hallam
o del Sheffield, porque desde ahí, el estacionamiento o el parche de césped oscuro y de
barro que servía de estacionamiento, no se veían muy bien las remeras, errara el penal
que estaba a punto de patear, cosa que, por supuesto, y como Steven ya sabía, no iba a
pasar, cosa que, Steven pensó mientras encendía el auto, no pasaría jamás, no podría
pasar jamás, cosa que no pasó, pues el jugador, sin tomar distancia, pateó la pelota y
metió el penal, un penal más bien malo, regular, mediocre, pero lo metió, y eso, al fin y
al cabo, era lo que importaba. Entonces Steven salió del Coach and Horses Ground, ya
de noche y, abriéndose paso entre las callejuelas llenas de historia pero vacías de gente
de Dronfield, iluminadas por una luna enorme y triste, blanca como la nieve que hacía
rato había dejado de caer, y triste como Steven, que no sabía muy bien por qué, se sentía
terriblemente desesperado, increíblemente desesperado, como si repentinamente hubiera
olvidado algo muy importante, algo demasiado importante, fijó sus ojos en la carretera e
hizo lo imposible para no llorar.

****

Haukur Laxness, presidente de la FIFA, llegó al Coach and Horses Ground a las ocho y
media de la mañana. Lo primero que notó, luego de que su chofer le abriera la puerta,
fue una botella de agua tirada en el barro. Había llovido el día anterior y el día anterior a
ése, y el por las nubes que cubrían todo el cielo parecía que también iba a llover aquel
día. En un primer momento, cuando vio esa botella de plástico vacía, con la etiqueta
arrancada, arrugada, abollada, rota, sobre la tierra mojada, sobre el barro inmundo,
quiso cerrar la puerta y ordenarle a su chofer que lo llevara inmediatamente al hotel,
para desde allí reservar un vuelo a Zúrich que saliera lo antes posible. Ese país húmedo
y sucio lo mareaba, le revolvía el estómago; cuando, desde su cuarto en el hotel, había
visto el Támesis, creyó que iba a vomitar, acostumbrado como estaba a la pulcritud y
excesiva limpieza del Limago.

Vaciló un instante con su pie derecho en el aire, pensando en que por nada del mundo
quería manchar sus zapatos, menos aún con barro, barro sucio, pisado por todos,
contaminado. Cerró los ojos y apoyó su pie en el suelo, que se hundió algunos
centímetros en el barro. Maldijo en voz baja, y el estúpido de su chofer le preguntó:
¿Qué, señor? Nada, nada, le dijo Laxness. Puso el otro pie en ese basural y salió del
auto. El chofer, creyendo que el anciano se encontraba enfermo, o mareado, o ebrio, le
ofreció su brazo para que se apoyara en él, pero Laxness lo rechazó con un gesto de
odio y, más que nada, de asco. Sacó un pañuelo crema con bordados bordó del bolsillo
del saco y se tapó la nariz; pero qué viejo idiota, pensó su chofer, qué exagerado este
anciano. Dio unos pasos en el barro y casi se cae, por lo cual le gritó a su chofer que lo
ayudara a cruzar ese mar de mierda, qué como lo iba a dejar solo, que los jóvenes eran
cada vez más irrespetuosos, más incompetentes, más idiotas.

El chofer cerró el auto y se acercó a Laxness, que se mantenía de pie en un frágil


equilibrio, y que parecía moverse al compás del viento, como una hoja. Lo tomó del
brazo y, lentamente, lo escoltó hasta la cancha. El viejo chasqueaba a cada rato la
lengua, y se detenía continuamente a mirarse los zapatos. A ver cuándo van a limpiar
esta basura, dijo Laxness. Están esperando a que mejore el tiempo para taparlo todo con
concreto, dijo el chofer, harán un estacionamiento como la gente, dicen que lo paga el
Estado. Laxness apenas podía caminar; recién entonces el chofer reparó en el pobre
estado de salud de su jefe. Éste en un momento dado comenzó a toser, y tosía con todo
su cuerpo, estremeciéndose en cada ocasión. Tan violentamente tosía que al cabo de un
rato dejó caer su pañuelo, que se hundió en el barro.

El chofer hizo ademán de agacharse a agarrarlo, pero Laxness lo regañó: déjalo, déjalo,
tú sólo llévame hasta la cancha. Vale aclarar que el chofer llevaba guantes blancos, y al
pretender tomar del suelo el pañuelo se arriesgaba a manchar sus inmaculadas ropas,
cosa que podía trastornarlo por completo (aunque le costara admitirlo, esta aversión se
la había pegado su jefe; ¿y por qué, entonces, no le molestaba mancharse los zapatos
con barro?, simple, porque llevaba botas). Llegaron después de una eternidad a un
costado de la cancha. Había alrededor de doscientas personas dentro del campo. En un
arco un hombre muy bajo, con la remera dentro del pantalón, se disponía a patear un
penal. ¿Cuántos van?, le preguntó Laxness al chofer. Ahí llevan la cuenta, dijo el
chofer, señalándole con el dedo una pantalla gigante, claramente de reciente
construcción, detrás del arco.

En números grandes y rojos, como si fueran de fuego, no, de fuego no, de lava, de lava
ardiente y muy, muy, caliente, de lava hirviendo, si es que eso existía, la pantalla
gigante rezaba: 3333 PENALTIES SHOT, y más abajo, en blanco, en letras más
pequeñas pero aún así igual de legibles: Sheffield F.C. 1667 - Hallam F.C. 1666. Ahora
patea el del Hallam, le dijo el chofer a Laxness. Éste lo miró sin disimular el desprecio
que sintió por él en ese momento, y le escupió, porque ciertamente más que decirle, más
que hablarle, le escupió, le escupió en la cara: ¿Ah, sí?, no me diga. El chofer bajó la
mirada y no volvió a hablar por el resto del día. De repente todas las personas de lugar
comenzaron a gritar. ¿Qué diablos pasa?, preguntó el viejo. El chofer le indicó con el
mentón al jugador que acababa de meter un gol.

Sonaron unas sirenas y el gran marcador que se encontraba detrás del arco cambió: 3334
PENALTIES SHOT, y más abajo: Sheffield F.C. 1667 - Hallam F.C. 1667. Los
periodistas tardaron en reconocer a Laxness; estaban todo demasiado ocupados viendo
la tanda de penales. Todos, unos cincuenta, europeos, en su mayoría ingleses, con la
excepción de un periodista argentino, extremadamente alto y flaco, al cual sus colegas
llamaban cariñosamente Goofy. Al parecer eran todos amigos, quizá producto del
alcohol gratis que proveía una famosa marca de vodka, que regalaba botellas en un
improvisado puesto que habían edificado a un costado de la cancha, que tenía encima un
cartel: Primer Sponsor Oficial del Rules derby. La verdad es que al principio no vieron a
Laxness; luego sí lo vieron, pero no le prestaron atención. Finalmente, ante la
insistencia de un periodista de Kent, del sur de Kent, de una ciudad portuaria y por lo
tanto inmunda, los cincuenta periodistas se pararon y fueron hasta donde estaba el
presidente de la FIFA, que estaba muy pálido y parecía temblar. Este viejo de mierda
tiembla como una hoja, le dijo Goofy a un periodista español, provocándole una risa por
demás molesta, que tuvo que disimular cuando llegaron a donde estaba Laxness.

Cuando el anciano se vio rodeado de tanta gente comenzó a marearse. Me están


contaminando el aire, mira cómo sonríen, me pudren el aire y se dan cuenta, pensaba
Laxness. Sacó entonces una botellita transparente de alcohol en gel de su bolsillo y se
aplicó una cantidad exageradamente grande del contenido en sus manos, que le
quedaron muy pegajosas. Apenas escuchaba lo que le decían al unísono los cincuenta
periodistas mientras se tocaba continuamente las manos y las sentía sucias, asquerosas,
pegajosas, viscosas. Dijo lo primero que se le ocurrió: sí, sí, me sorprende mucho la
cantidad de gente que hay acá, sobre todo con el temporal de los últimos días. Un
periodista casi tan grande como Laxness, que tenía el pelo engominado como él, que
tenía el mismo bigote que él, que vestía más o menos como él, que medía lo mismo que
él, le preguntó, y Laxness sintió que le había hecho esta pregunta un millón de veces:
pero señor, ¿qué opina de esto que está ocurriendo? A lo que Laxness respondió: no
puedo creer la cantidad de gente que hay acá, realmente es algo muy extraño.

Entonces el chofer le tocó el hombro a su jefe y le indicó con el dedo dónde estaba la
persona a la que estaban buscando. Laxness se disculpó ante los periodistas y,
acompañado por su chofer, se acercó al presidente del Sheffield. Éste era un hombre
altísimo, de más de dos metros y con unas espaldas monumentales; llevaba gafas
redondas, que siempre parecía que se le iban a caer, y usaba una americana a cuadros.
Lo que más le sorprendió a Laxness, y por sorprender me refiero a asquear, repugnar,
enfurecer, fue su corbata: era naranja y muy ancha, como la de un payaso. El hombre se
presentó como Cástor A. Daneri, empresario, entrepreneur y presidente de los clubes
Sheffield F.C. y Hallam F.C., algo más bien accidental que no lo definía.

−Ah, ah, a mí no me habían dicho que usted también era presidente del Hallam, dijo
Laxness.

−Pues claro, lo compré hace unos años. Qué suerte, ¿no?, dijo Daneri sonriendo.

−Sí, sí… ¿y usted qué es, Daneri, argentino?

−No, señor, soy de Ceuta; si soy africano o europeo, eso lo decide usted.
−Ah, ah, dijo Laxness, un poco decepcionado.

−¿Escuchó que el Barcelona y el Real Madrid ya dijeron que quieren jugar, una vez
termine este suplicio, contra mis dos equipos?

−¿Ah, sí?...

Hablaron un poco más y luego se despidieron. Daneri se acercó al arco y habló primero
con el jugador que iba a patear el penal y luego con el arquero. Viejo tramposo, pensó
Laxness, no importa quién pierda, él saldrá ganando. Pensó, también, que deberían
contratar algún servicio de limpieza, porque en la cancha se amontonaban los vasos y
las botellas y los platos descartables, así como servilletas y cubiertos y lo que Laxness
creyó que eran toallas de mano. A un costado de la cancha se podían ver unas veinte,
veinticinco carpas, obviamente para que ahí durmieran los jugadores por las noches,
luego de patear una serie demasiado larga y aburrida de penales y antes de tener que
volver a patear una serie demasiado larga y aburrida de penales.

Laxness, de pronto, se sintió mal por esos jugadores, que a esta altura ya no podían,
simplemente, dejar todo e irse a sus casas, con sus familias (que iban a visitarlos pero
que no dormían ahí, le diría después un amigo a Laxness). Ya no podían errar un penal,
porque de pronto este derby se había convertido en algo muy importante, en donde se
cifraba el destino del Hombre y del Universo, o así lo creyó Laxness mientras se alejaba
de la cancha y volteaba una última vez hacia el arco, ese arco en el cual se estaba
disputando la mayor batalla de la historia, en el cual dos rivales eternos medían sus
fuerzas, en el cual se jugaba algo más que un simple partido de fútbol, en el cual, supo
Laxness, no sin cierto terror, una vez acabado el partido, comenzaría el fin del mundo
como lo conocemos.

****

Abd Al-Aziz bajó a la cocina con su uniforme puesto y la corbata en la mano. Su padre
estaba desayunando en la pequeña mesa redonda y metálica en la cual se pasaban el día,
ya sea comiendo, ya sea conversando o leyendo, pues su casa apenas tenía dos
habitaciones, un baño y una cocina que hacía las veces de sala o comedor; aún así, los
Juhász vivían ahí cómodamente. El padre de Abe, que así era como llamaban a Abd Al-
Aziz, aunque nadie recordaba muy bien por qué, quizá, decía él con una gran sonrisa,
por la honestidad que lo hermanaba con el presidente Lincoln, quizá por el hecho de
que, en cierta forma, se parecía mucho al otrora presidente americano, quizá, más que
nada, porque desde que había comenzado a trabajar, no hacía mucho, unos cinco o seis
años, su rostro había cambiado drásticamente, había envejecido mucho en muy poco
tiempo, tanto así que su padre temía que su querido hijo, su único hijo (vivo), padeciera
una enfermedad degenerativa, una enfermedad que se lo comía por dentro, un cáncer
brutal que le devoraba la juventud, un tumor negro y caliente que le robaba cinco años
por cada uno que vivía, bueno, el padre de Abe, sin mirarlo y sin dejar de comer,
extendió su mano y recibió la corbata de su hijo.
Se paró con una agilidad felina, que no lo había abandonado a sus setenta años, y con
unos movimientos rápidos y precisos se hizo el nudo de la corbata, una corbata muy fina
y bastante resbalosa, como de agua, como de aire, como de nada, pero aún así él la
manejaba con presteza, la dominaba, y a los pocos segundos ya la tenía lista, hecho el
nudo. No necesitaba verse en el espejo (quizá porque había uno solo y estaba en el piso
de arriba) para hacerlo bien. Luego le devolvió la corbata ya lista a Abe y volvió a
ocuparse de su desayuno. No se dijeron una palabra; en realidad, ya no tenían nada más
que decirse. Cualquier intento de conversar devenía un intercambio insulso de cosas que
ambos ya sabían hasta el hartazgo, como anécdotas sobre la madre de Abe o la tanda de
penales, por lo cual un buen día decidieron no hablar más, y así lo hicieron.

Abe subió corriendo las escaleras, tan empinadas y estrechas que, en sus últimos meses,
hicieron caer muchas veces a su madre, que juraba y perjuraba que no estaba mal, sino
que eran esas malditas escaleras las que la mareaban y envenenaban y volvían loca, que
esas escaleras, cada escalón, de hecho, le hablaban, la insultaban, la maldecían. Hasta
que la muerte le cerró los ojos, su madre le aseguró que esos mismos escalones, esos
pequeños diablos de madera, o falsa madera, la habían matado. Como Abe supo desde
un principio, nunca se supo a ciencia cierta de qué había muerto su madre. Entró al baño
y se miró al espejo, y por un segundo, o quizá menos, se le cruzó por la cabeza, tan
rápidamente que ni siquiera lo notó, que la cara que lo miraba desde el espejo no era la
suya, sino la de algún maléfico doppelgänger, un doble suyo, atrapado en ese pequeño
universo, asfixiante universo, condenado a reflejar cada uno de sus movimientos en ese
tocador pequeño y húmedo, condenado a morar eternamente en ese pequeño reino, tan
blanco y tan higiénico, que Abe llamaba baño y que, quizá, el otro Abe, acaso el
verdadero Abe, llamaba prisión.

Terminó de arreglarse (en realidad, simplemente se acomodó un poco el flequillo, que a


pesar de todos sus esfuerzos por mantenerlo erguido caía sobre su frente) y finalmente
salió de su casa. Caminó hasta la salida del complejo y dobló en dirección al estadio. En
el camino se encontró con un matrimonio amigo, en realidad amigo de su esposa. Se
saludaron y ellos, sintió Abe, pretendieron entablar una conversación con él, pero se
disculpó explicando que tenía que ir al trabajo. Pensó en su hijo, Nathaniel, que en ese
momento debería estar entrenando. Pensó también en su esposa, que en ese momento
debería estar haciendo las compras. Unos minutos después pasó por la puerta de la
Nathaniel Creswick Sheffield Soccer School. Buscó sin demasiado entusiasmo a su hijo,
pero le fue imposible encontrarlo entre los cientos de niños que corrían y gritaban y,
más que nada, formaban filas frente a los arcos, cada uno con una pelota en la mano,
esperando su turno para patear penales, una y otra y otra vez, desde las seis de la
mañana hasta las ocho de la noche, parando una hora para el almuerzo. La verdad es
que, en ese preciso instante, Abe sintió pena por su hijo y, aunque esto no quiso
admitirlo, por sí mismo.

Llegó al poco tiempo al estadio; un estadio inmenso con cien pisos de gradas, con
entradas y salidas de concreto y gradas de concreto y un estacionamiento gigante
también de concreto que lo rodeaba y se extendía hasta donde alcanzaba la vista de Abe.
Desde donde estaba parado se veía perfectamente la pantalla gigante, inmensa que, entre
muchas otras cosas, decía: 333999999999 PENALTIES SHOT, y más abajo: Sheffield F.C.
(333999999999) ÷2 - Hallam F.C. ((333999999999) ÷ 2) – 1, y aún más abajo: 06/06/2666, y aún
más abajo, y a los lados, y arriba y por todos lados abundaban datos que a Abe no le
importaron mucho: temperatura, hora, lugar, velocidad del viento, humedad, presión
atmosférica, cuánto pagaba la victoria del Sheffield o la del Hallam o el empate (cosa
que era imposible o que debía abarcar el pasado y el porvenir e implicar de algún modo
los astros), quién pateaba en ese momento, quién atajaba en ese momento, etcétera.

Entró finalmente a la Jefatura de Policía Número 1 del estadio, donde lo esperaba uno
de sus compañeros. Vamos, le dijo, mientras se dirigía a las celdas del subsuelo.
Mientras bajaban por la escalera, en forma de caracol y muy, muy larga, tan larga que
lograba cansarte y marearte y volverte loco (y cada vez que la usaba pensaba que su
madre, al fin y al cabo, algo de razón tenía), su compañero, un chico árabe como él que
llevaba apenas unos meses trabajando ahí, pero que venía con recomendación especial
de un jeque o imán o algo así, de uno de esos países nuevos que Abe nunca podía
recordar, allá por el Magreb o por ahí, le explicó la situación: después de pasar meses
infiltrado en no sé qué organización (Abe no entendió bien si se trataba del Movimiento
o de alguna secta separatista menor), un oficial, uno de la Número 3, uno que Abe,
aparentemente, conocía, o que debía conocer, o que tenía que conocer (tienes que
conocerlo, le dijo su compañero, uno de la 3, uno más bien bajo, más bien gordo, uno de
pelo más bien negro), pudo desmantelar una operación, una conspiración, un ataque que
llevaba años gestándose.

El plan más o menos era el siguiente: esta secta o lo que fuera enlistaba varios niños,
seguramente sus hijos, en las diversas escuelas de fútbol que había en las inmediaciones
del estadio, tanto para las posiciones de pateador como de arquero. Años después, luego
de miles y miles de horas de entrenamiento arduo, exhaustivo, agotador, esos niños,
algunos de ellos, por lo menos, realmente sólo dos, se volvieron respectivamente
pateador y arquero, el uno del Sheffield y el otro del Hallam. Éstos se complotarían para
terminar de una vez por todas con el partido, que ya llevaba más de medio milenio. De
hecho, este mismo año, mañana mismo, en realidad, ya mismo, esos dos jugadores iban
a debutar. O algo así. La verdad es que al compañero de Abe no le interesaba mucho el
partido. A Abe, en cambio, le dio sueño pensar en ese plan, un plan propio de una secta
o de un grupo de religiosos fanáticos, un plan desquiciado que abarcaba años y años de
sacrificios diarios; sintió sueño y un cansancio agotador, un cansancio que, le pareció,
no se iría luego de dormir.

Llegaron entonces al subsuelo. Ahí un policía muy viejo, uno que se jubilaría en
cualquier momento, les dijo que tanto el pateador como el arquero los esperaban, en
celdas separadas, totalmente incomunicados, para que iniciaran el interrogatorio. ¿Y
quién les dijo que los íbamos a interrogar?, preguntó Abe. Su compañero y el otro
policía lo miraron sin decir nada. Luego de servirse una taza de café cada uno fueron,
siempre los dos juntos, a interrogar a los sospechosos. Empezaron con el arquero.
Estaba sentado frente a una mesa blanca; no estaba esposado, pero parecía muy
tranquilo. Tenía el pelo largo hasta los hombros, usaba vincha y tenía los guantes
puestos; vestía una remera azul lisa, muy pegada al cuerpo. Como no podía ser de otra
manera, medía casi dos metros.

−¿Usted por quién nos toma, maleducado? Sáquese ya mismo esos guantes y esa
bandana, dijo el compañero de Abe.

−Es una vincha, le contestó el arquero, mirándolo fijamente.

−Ah, ¿está en gracioso? Se saca eso o le vuelo la cabeza, gritó el compañero de Abe
blandiendo su revólver (siempre había sido un anticuado).

−Lo mejor será que nos tranquilicemos un poco, Zakiyya, dijo Abe mientras ambos
policía se sentaban en sus sillas, del otro lado de la mesa.

−No me llames así, le reprochó su compañero (porque Zakiyya, claro, es nombre de


mujer… ¿en qué estaban pensando sus padres?; Zakiyya exigía que lo llamaran Wolf o,
mejor, Steppenwolf, pero todos se negaban a hacer esto por razones obvias).

−¿No se avergüenzan de tener que usar esos uniformes absurdos?, preguntó el arquero.

Zakiyya parecía que iba a estallar en cualquier momento, así que Abe le puso una mano
en el hombro, sin decirle nada, para que entendiera que estaban trabajando, para que
entendiera que debía calmarse un poco o un buen día moriría de un ataque al corazón.
Mientras el arquero sonreía sin disimulo, y Zakiyya ardía por dentro, Abe se miró en el
espejo del fondo del cuarto. Llevaba su camisa roja, su corbata negra, y más abajo,
ocultos por la mesa, sus pantalones negros. Son los colores del Sheffield… ¿qué tenían
de malo? Estuvo estudiándose unos segundos hasta que el arquero dijo:

−Y bueno, ¿qué esperan?, tengo que volver a los entrenamientos; mañana me toca
atajar.

−¿En serio piensas que mañana vas a atajar? Con suerte estarás vivo, dijo Zakiyya
riendo.

−¿Ustedes no entienden, verdad? Esto tiene que acabar, va a acabar. Esta farsa no puede
continuar. Luego de hablar el arquero pareció desarmarse sobre su asiento, como si
decir eso le hubiera sacado todas las energías.

−¿Por qué los locos siempre quieren terminar con las cosas? ¿Qué no sabes lo que
ocurrirá cuando termine el partido? Está todo escrito en…

−El libro, sí, su librito sagrado. Nosotros también tenemos uno, ¿saben?, y lo que dice
sobre el final de la tanda de penales es completamente diferente, dijo el arquero.

En ese preciso instante Abe se dio cuenta de que el arquero estaba completamente loco,
más allá de cualquier tratamiento o ayuda que pudiera brindarle nadie. Un instante
después, se dio cuenta de que no iba a ser necesario interrogar al pateador porque,
sospechó, no solo que estaba tan loco como el arquero, sino que diría exactamente lo
mismo que éste. Hay algo en los locos, en los fanáticos, en los terroristas, en los
sectarios, que los vuelve iguales, idénticos, se vuelven una sola mente, una masa, una
colmena. Abe no sabía ponerlo en palabras, pero fue entonces cuando entendió que
tratar con estos dementes no lograría nada.

−Vámonos, Wolf, dejemos que un juez se encargue de estos idiotas, dijo Abe, y se
levantó mientras el estúpido de Zakiyya sonreía.

****

Ya era de noche, pero aún quedaba alguien en la Sala de Recreación. Arturo lo sabía
porque podía escuchar el televisor. Cuando entró ahí, se encontró con una anciana
sentada en un sillón muy grande, el único de la sala, frente a la televisión. El cuarto
estaba a oscuras, y estaba únicamente iluminado por las luces rápidas y violentas de la
TV, luces casi siempre azuladas, que daban al cuarto una apariencia onírica. Arturo se
quedó un rato de pie, detrás de la señora que no quitaba la vista de la pantalla, y se dejó
embriagar por aquel espectáculo de luces intermitentes. En el televisor, un hombre
hablaba de lo que ocurriría cuando terminara el Partido. Tenía un traje blanco y una
camisa y corbata negras, y gesticulaba teatralmente mientras advertía a la gente en casa
que, en el momento en que un equipo, seguramente el Hallam, no anotara un penal, el
cielo se abriría en dos y el Juicio Final comenzaría.

El telepredicador, un hombre bastante gordo y con un acento muy marcado, quizá del
Brasil, aunque Arturo no estaba seguro, y bien podría haber sido un acento escocés o
sueco, comenzó a describir, con lujo de detalle y, como supuso Arturo, por enésima vez
en lo que iba del programa, todos los pormenores del descenso de Dios (a qué Dios se
estaba refiriendo, Arturo no lo sabía) de los cielos y el subsecuente proceso judicial que
cada ser humano debía afrontar. Cuando el telepredicador, en el clímax de la narración,
se detuvo a hacer un comercial sobre una nueva gaseosa, Arturo aprovechó para tocar
en el hombro a la señora y decirle que era hora de acostarse.

La señora asintió y se puso de pie. Arturo, quizá por educación, aunque más que nada
por querer acabar con la incomodidad inherente a todo contacto con personas mayores,
sobre todo a altas horas de la noche, le hizo un comentario más bien vacío sobre el
programa que, aunque la señora no lo supiera, habían estado viendo juntos por unos
momentos. Entonces la señora lo miro y dijo muy seriamente: ah, disculpa hijo, no
estaba prestando atención al aparato. Arturo trató de reírse, pero en lo más hondo de su
espíritu lloró por esa anciana que estaba malgastando sus últimos días frente al televisor,
que moría lentamente sentada en ese enorme sillón, que perdía su tiempo acumulando
información que no entendía. Luego de cerciorarse de que todos estaban durmiendo en
sus respectivos cuartos, se puso su abrigo y salió del hospital geriátrico con dirección al
pub Richard the Peacock.

A Arturo nunca le había gustado el nombre del lugar. Tenía entendido que era un
homenaje a un jugador del Sheffield, de hace muchos años, pero aún así, eso no volvía
al nombre del pub, de su pub, menos infantil. Pero esa noche, tan oscura, como si se
hubiera cortado la luz, o como si estuviera a punto de cortarse, una noche húmeda,
mojada también, en la cual llovía, en la cual caía una lluvia muy fina pero constante,
que cubría todo con un velo transparente, invisible, en esa noche, al alzar la vista y ver
las letras de neón que rezaban: Richard the Peacock, y al ver también el pavo real,
dibujado a su vez en neón, al ver que el neón azulino parecía salirse de las letras, que el
neón parecía pintar también la lluvia y la niebla (que más que niebla era humo, un humo
que lo contaminaba todo), al ver que el neón parecía tocarlo, parecía abrazarlo, se sintió
inmensamente feliz.

Finalmente entró y buscó entre la multitud que tomaba cerveza a sus amigos, que
encontró en una mesa del fondo, una mesa por demás pequeña y oculta, en una esquina.
Ellos también tomaban cerveza. Caminó hasta la barra y le pidió al barman una cerveza
para la mesa 666. Entonces se acercó hasta donde estaban sus amigos y se sentó en la
única silla que había disponible. Lo saludaron con sendos gestos de la cabeza,
inclinándola un poco, sin dejar de hablar entre ellos. Como siempre, estaban discutiendo
sobre la veracidad de algo. Arturo, escuchando los comentarios más bien abstractos y
vagos de sus amigos, reconstruyó la siguiente historia: en el año 2600 y pico llegó al
Estadio un joven escritor, de unos veinticinco años según Ulises, de treinta según Juan.
Este escritor, premio Nobel de Literatura, el más joven, de hecho, en recibir tal honor,
gracias a la claridad y transparencia de sus escritos según Ulises, gracias al éxito
rotundo de su primera (y única) novela, On the Origin of Imagination, según Juan, un
escritor malayo o indonesio o de alguna otra superpotencia, llegó entonces al Estadio y
se alojó en el James Steven Chatwin Stadium Inn, el hotel más caro de la zona.

Este escritor, cuyo nombre Ulises y Juan no podían recordar, no salió nunca de su
habitación (aquí Juan estaba seguro de que había alquilado la suite presidencial). Según
se comentó entonces, estaba trabajando en su nueva novela. Lo extraño era que este
joven escritor, una celebridad, una figura en ascenso, hubiera viajado hasta aquel lugar
nada más que para encerrarse en su cuarto, aparentemente sin comer ni tomar nada. A
las dos semanas del más completo silencio, dos policías de la Número 10 abrieron (sin
una orden judicial, aclaró Juan) la puerta y encontraron al joven escritor muerto. Tirado
boca abajo en su cama, completamente desnudo, según Ulises, tirado boca abajo en su
cama, completamente desnudo, con la excepción de sus calcetines, según Juan. En el
baño, cosa extraña, encontraron un cuaderno de notas con lo que debía ser el manuscrito
de su nueva novela, Songs of the World, que la policía guardó como evidencia y
eventualmente perdió.

Ulises no creía en la historia, mientras que Juan sí, más que nada porque conocía a un
hombre, una especie de tío (en realidad un amigo muy cercano de su madre, pero a Juan
nunca le aclararon esta situación), que decía haber leído el manuscrito de esa novela
inédita, de esa novela perdida, pero que apenas recordaba de qué iba: de un policía o de
un detective que encontraba un manuscrito en un baño en el cual se encontraba la
respuesta a la máxima pregunta de la Humanidad. ¿Y qué pregunta es esa?, preguntó
Arturo. Qué pasará cuando termine el partido, dijo Ulises sonriendo, pero yo no creo
que sea verdad. No es que tu tío sea un mentiroso, se apresuró a aclararle a Juan, que no
se lo había tomado a mal.

Mientras Ulises y Juan seguían hablando sobre el joven escritor, Arturo reparó en un
hombre que no había visto antes. Estaba sentado en una silla solitaria cerca de su mesa,
muy cerca, por lo cual se convenció de que ese hombre no había estado ahí cuando
llegó. Sí, seguramente se había sentado ahí mientras sus amigos discutían. Llevaba
puesto un sombrero muy grande, y un cinturón con una hebilla casi tan grande (aquí
Arturo exageraba, quizá producto de la cerveza que había empezado a tomar hacia unos
minutos), redonda y de plata, con unas iniciales que Arturo o no entendió o no pudo
alcanzar a leer, pero que de todas forman parecían bailar, y aquí Arturo temió que las
letras fueran en realidad serpientes, serpientes que en cualquier momento le saltarían
encima y se lo devorarían.

Pasaron las horas y Ulises y Juan siguieron hablando de toda clase de anécdotas, y de si
éstas eran o no verdaderas. Con la excepción de una o dos, Arturo las conocía todas, por
lo que daba muestra de su pericia en historia (era Profesor en Historia, aunque no había
podido conseguir trabajo en la Escuela Superior que queda a unas cuadras del Estadio).
Hablaron, por ejemplo, de la vez en que un general o teniente (un generalísimo de la
Unión de Estados Francoparlantes, según Arturo; cosa que, por lo demás, era correcta)
le había declarado la guerra a Inglaterra y la había invadido con el solo propósito de
conseguir unos buenos asientos en el Estadio. Ulises, riendo, dijo que él haría lo mismo,
de hecho, dijo: yo mataría por esos asientos. Juan asintió, y lamentó que esos lugares
estuvieran reservados, exclusivamente, a jefes de Estado o a líderes religiosos; líderes
religiosos que, según dijo Juan en voz baja, señalando a un grupo de hombres aseados y
con el pelo muy corto que tomaban cerveza, no eran para nada religiosos, sino más bien
todo lo contrario: no creían en el Libro y no seguían sus enseñanzas, y no se
preocupaban en ocultarlo; prueba de ello era ese grupo de hombres aseados, todos en
mangas de camisa, que se dejaba ver tomando alcohol y riendo, dos cosas
terminantemente prohibidas en la fe penalista.

Hablaron también del intento de coup d'état (Juan prefería el término putsch) del año
2666, año por demás funesto. Lo recordaron realmente porque ese día, 31 de diciembre,
era el aniversario de tan terrible evento. Arturo explicó que ese golpe, o intento de
golpe, se debió más que nada a la intención de cierto grupo separatista, el
FRESOLINACACHG (Frente Socialista para la Liberación Nacional del Antiguo
Coach and Horses Ground), también conocido como el FRESO, o el FRE, de
emanciparse de Inglaterra y fundar su propia república, o quizá, como quería cierto
vocal del FRESO, fundar su propia monarquía, con la líder espiritual de uno de los
pueblos originarios del Estadio como reina. Ulises vilipendió al FRESO y lo tachó de
ser un grupo de locos con suficiente dinero y tiempo libre, mientras que Juan trató de no
opinar al respecto, limitándose a asentir y sonreír cuando mencionaban al FRESO y sus
hazañas.
Recordaron al célebre Ahmed Dabbalemi, un pateador del Sheffield que había
entrenado toda su vida en una de las escuelas del Hallam. Según contó Ulises, era hijo
del rey de Chad o del antiguo rey de Chad o algo así. Esto, por supuesto, no era cierto.
Arturo explicó dos cosas: primero, su amigo había relacionado al antiguo mai del
Imperio de Kanem, Dunama Dabbalemi, con el finado jugador de The Club, olvidando
quizá que aquél era un apellido muy común en el centro de África; segundo, su amigo
había olvidado que la forma de gobierno de Chad era una variante cada vez más usual
de oclocracia, en la cual gobiernan los primeros ciento cincuenta habitantes mayores de
dieciocho años que se presenten cada primero de mayo a la Assemblée Nationale.

Este Dabbalemi pasó a la historia no por ser un pateador excelso, sino por las
circunstancias que rodearon su muerte y posterior entierro. Dabbalemi, para parecer
excéntrico más que por una sincera fe religiosa, se tomaba dos semanas para patear un
penal, el tiempo que según el Libro se debe tomar cualquier jugador de la fe penalista,
semanas en las cuales no comía ni tomaba nada. Había otros jugadores, no muchos, que
también hacían esto, pero Dabbalemi se destacaba realmente por lo siguiente: los tres
días anteriores a la ejecución del penal los pasaba junto al balón, de rodillas, rezando.
Rezando en voz alta como, explicaba el Libro, los antiguos fieles lo hacían, en el
desierto de concreto, entablando una conversación eterna con su Dios también eterno.
Algunos decían, aunque esto Arturo lo desmintió, que Dabbalemi rezaba en voz alta
todos los días, todo el tiempo; es decir, que nunca paraba de hablar con su Dios. El cual,
conmovido por la lealtad de su siervo, le otorgaba los más diversos dones.

Ulises dijo que Dabbalemi podía volar, mientras que Juan dijo que, en realidad, sólo
podía caminar sobre el aire. Arturo desestimaba las dos versiones. Aún así, lo cierto era
que Dabbalemi, si bien no pateaba muy bien, nunca erró un penal, aunque esto no era
para nada extraño (lo extraño justamente sería fallar el tiro). Un buen día, la esposa de
Dabbalemi, siguiendo el sonido de su voz, que en ese momento, cómo no, estaba
entonando una oración al Señor, lo encontró en el baño, tirado en el suelo de azulejos
blancos, rezando. Tenía los ojos muy abiertos y un gesto de sorpresa, aunque podría
haber sido de profunda admiración. Su esposa lo llamó, pero no respondió. Estaba
muerto, y su voz, o más bien un eco de su voz, un fantasma de su voz, aún se podía oír,
rezando desesperadamente, tratando de ganarse un puesto en el Cielo.

Sus restos fueron trasladados hasta el Estadio, desde donde los trasladaron hasta el
cementerio en las afueras de la zona. En ningún momento se detuvo la tanda de penales.
Al principio seis amigos cercanos de Dabbalemi, tres de cada lado, cargaron el cajón,
pero ni bien salieron del Estadio, las miles de personas que se habían acercado para
honrar al difunto pateador, quizá por la codicia, o el egoísmo, o el triste anhelo o el
triste afán de poseer algo sagrado, algo que una vez perteneció a otra persona, tomaron
el cajón con los restos de Dabbalemi y se lo fueron pasando, tratando cada persona de
tocarlo, de arañarlo, de arrancarle cada una de sus partes. Con tanta vehemencia
quisieron apoderarse de su cuerpo inerte que finalmente el cajón se estrelló contra el
suelo de concreto y el pobre Dabbalemi, el difunto Dabbalemi, quedó tendido sobre
éste, en una posición antinatural: los dos brazos sobre su cabeza, una pierna extendida y
la otra flexionada, como si estuviera saltando o a punto de saltar. Con dificultad
volvieron a ponerlo en el cajón, y más tarde fue enterrado sin mayores problemas en el
cementerio local.

En ningún momento dejaron de tomar cerveza. En ningún momento el hombre del


sombrero se acercó a su mesa o dijo algo. Arturo recuerda que hablaron de otro tema: la
costumbre de ciertos seleccionados nacionales de ir al Estadio a hacer cierto juramento
para, luego de ganar la Copa del Mundo (si es que la ganan), volver al Estadio a cumplir
alguna promesa insignificante. Ulises dijo que en realidad las selecciones iban hasta el
Estadio para hacer tratos con la Iglesia y comprar a los árbitros y, muchas veces, a otras
selecciones. Juan opinaba lo mismo. Arturo sabía que esa conspiración que Ulises
pretendía que era cierta (y que, más que nada, deseaba que fuera cierta) no lo era, pero
la cerveza lo había enmudecido, o había reducido esa necesidad superflua común a
todos los hombres de hablar.

Cuando decidieron que era lo suficientemente tarde, se pusieron de pie, con la intención
de caminar un rato (porque hay otra necesidad superflua común a todos los hombres: la
noción de que la fiesta debe continuar indeterminadamente, porque en la casa de uno se
encuentra, siempre, el fin de uno). Entonces el hombre del sombrero se paró frente a
Arturo. El hombre sonreía. Usted es un hombre muy inteligente, le dijo. Arturo no
contestó. ¿Podría saber de qué trabaja?, le preguntó el hombre del sombrero, un
sombrero mucho más grande de lo que Arturo había pensado, ahora que lo veía de
cerca. En un geriátrico, contestó. Arturo sentía que en cualquier momento caería de
bruces sobre el suelo; pararse de repente, luego de haber tomado tanto sentado, lo había
mareado sobremanera. Es una lástima, dijo el hombre del sombrero.

Entonces Arturo reconoció el uniforme de policía: camisa roja, corbata negra y


pantalones negros. El hombre del sombrero se presentó: Oficial Domingo del Corazón
de Jesús Juhász. Acto seguido le extendió la mano. Arturo se la dio y entendió que el
oficial pretendía que él también se presentara: Arturo, dijo. Como el oficial Juhász aún
no le soltaba la mano, agregó: Belano, Arturo Belano. Entonces le soltó la mano y,
sonriendo, le palmeó el hombro y le dijo: hasta luego, Arturo. Y desapareció entre la
multitud que aún se embriagaba en ese pub. Arturo y sus amigos salieron luego de pagar
en la barra. Caminaron por las calles cercanas al Estadio. Siempre por Prest, cruzaron en
un estado de ebriedad que los volvía ligeros como plumas las siguientes calles: 24 de
octubre de 1857, Parkfield House, Sheffield Rules, Football Association, Sheffield F.C.
2 – Inter de Milán 5, FA Amateur Cup 1903-04, Edson Arantes do Nascimento, Diego
Armando Maradona, y muchas, muchas otras.

En la esquina de Prest y 31 de diciembre de 2666 Arturo y sus amigos se sentaron en el


pórtico de una casa. Ulises dijo en voz alta que le encantaría saber qué ocurrirá cuando
termine el partido. Juan, abrazándose las piernas, dijo que seguramente pasaría algo
terrible. Creía que la gente tenía vidas vacías, y sentía con tristeza cómo el mundo
empeoraba cada año. Lo que pasa es que la gente, dijo Juan, ignora todo esto, porque
siempre tuvieron y siempre van a tener al partido, a esos penales infinitos, que parece
que nunca van a acabar pero que algún día van a acabar. Y agregó: todos hacen un
esfuerzo increíble para ignorar sus vidas, para no tener que pensar en que sus vidas no
llevan a ningún lado, y lo mejor que tienen para distraerse, lo único que tienen para
distraerse, es ese partido. Arturo no dijo una palabra. Al poco tiempo se quedaron
dormidos.

Juan despertó a Arturo violentamente, gritándole y sacudiéndolo. ¿Qué pasa?, preguntó


Arturo, todavía medio dormido, entrecerrando los ojos porque el sol lo lastimaba. Juan
le contestó: un pateador del Hallam erró un penal, Arturo; ¡un pateador del Hallam erró
un penal! Arturo tardó en comprenderlo. Se paró y le preguntó a Juan por el paradero de
Ulises. Fue a buscar al pateador del Hallam, le dijo Juan a los gritos, parece que la gente
invadió la cancha. Arturo empezó a sentirse muy mal; el sol lo enceguecía y sus rodillas
parecían no poder mantener por mucho más tiempo el peso de su cuerpo. ¿Cómo?, le
preguntó Arturo. Juan se lo explicó con calma: un pateador del Hallam F.C. había tirado
el penal por encima del travesaño. Inmediatamente, la gente invadió la cancha con
intenciones no muy buenas. Ulises había ido, también, hacia el Estadio, para encontrar
al pateador. ¿Y qué iba a hacer con el pateador una vez lo alcanzara? Eso Juan no lo
sabía. ¿Qué cuándo había sido esto? Hace un minuto y treinta y dos segundos, dijo Juan
después de mirar su reloj.

Decidieron que lo mejor que podían hacer, que lo único que podían hacer, era volver al
pub y ver las noticias. Llegaron a los pocos minutos. Arturo se sorprendió, porque
cuando realizó ese trayecto borracho, le había parecido mucho más largo. Según
recordaba, habían caminado durante horas, aunque admitió que quizá estaba exagerando
un poco. En el pub, todas las sillas descansaban, boca abajo, sobre las mesas; el piso
estaba mojado. El barman estaba parado frente a uno de los televisores, con el trapeador
en la mano. La luz del sol se colaba por las ventanas verdes y azules, exponiendo con
total claridad la triste miseria de un pub de día; terrible, terrible espectáculo, pensó
Arturo. El lugar estaba vacío. Cuando el barman los vio entrar, no dijo nada. Arturo y
Juan se pararon junto a él, frente a la televisión.

Un periodista hablaba de la invasión masiva a la cancha, de los disturbios en el Estadio


y sus alrededores, de la inminente llegada de las fuerzas armadas. ¿Tenemos ejército?,
preguntó Juan. Nadie le contestó. Ni siquiera se voltearon a mirarlo. En un momento,
apareció en la pantalla la siguiente leyenda: ÚLTIMO MOMENTO. Una música
repetitiva, una mezcla de jazz y electrónica, que apenas duraba unos pocos segundos y
volvía a empezar una y otra vez, salió de los parlantes de la TV mientras la leyenda de
ÚLTIMO MOMENTO se movía por la pantalla, se desplazaba cada vez más rápido por
la pantalla, haciendo, creyó Arturo, como que bailaba. Finalmente apareció el mismo
periodista de antes.

Habló entonces de un robo multimillonario: una banda armada, de unos treinta


delincuentes, todos enmascarados, robaron del First National Bank de
Llanfairpwllgwyngyll, Gales, diez mil millones de euros. Juan exhaló un poco de aire
por la nariz, gesto universal, o más bien, sustito universal, de la risa. Arturo lo miró de
soslayo y vio que estaba sonriendo muy discretamente. En el noticiero comenzaron a
mostrar imágenes del banco y de la ciudad y no tardaron en llegar los expertos en
seguridad y los economistas y aparecieron más tarde los testigos directos y los
indirectos y los nativos que ni siquiera habían estado cerca del banco y los turistas que
estaban disfrutando de un día de sol y cuántas personas. Mientras los tres no se
apartaban del televisor, el pub se fue llenando lentamente. Cuando el noticiero fue a
comerciales, Arturo pareció despertar de pronto. Se dio cuenta de que el lugar estaba
lleno y, sin quererlo realmente, sin ninguna intención, de pura suerte, vio a Ulises,
sentado en la mesa 666, allá en la esquina.

Sacó a Juan de su trance y lo llevó del brazo hasta la mesa donde estaba Ulises,
mirándose las manos, estudiándose cada dedo, examinándose todas sus uñas, inmerso en
sus más profundas ensoñaciones. Juan y Arturo se sentaron, y éste le preguntó a Ulises:
¿qué pasó con la turba? Y luego: ¿y en qué quedó la invasión a la cancha? Y más tarde:
¿qué le hicieron al jugador? Ulises lo miró como si no hubiera entendido ninguna de sus
preguntas. Tenía el pelo alborotado y, Arturo notó al cabo de un rato, la camisa rota: le
faltaban dos botones y en el hombro tenía un agujero de dimensiones considerables;
también tenía desgarrado el cuello de la camisa, como si alguien se lo hubiera tratado de
arrancar, pero esto Arturo no lo vio. Después de unos minutos del silencio más
profundo dijo: al jugador lo mataron.

Esto no extrañó a Arturo. A Juan tampoco, porque dijo: no me extraña. Ulises volvió a
hablar: después la multitud se dispersó; llegaron noticias de un robo multimillonario en
no sé qué triste y deprimente lugar, pero de seguro no tan triste y deprimente como este
Estadio, y entonces todos se enojaron por eso y comenzaron a insultar al gobierno y a la
policía y a los militares y a los banqueros, y poco a poco se fueron olvidando del penal
errado y del muerto que aún cargaban como si fuera alguna especie de trofeo, hasta que
en la cancha no quedó nadie, y afuera no quedó nadie. Deben de estar todos en sus casas
viendo la televisión, concluyó. Una tragedia tapa a la otra, dijo Arturo a nadie en
particular. Una tragedia tapa a la otra efectivamente, dijo Juan; no faltará mucho para
que otro robo aún más espectacular y ridículo nos haga olvidar éste que acaba de
ocurrir, o para que otro atentado u otra guerra u otro accidente devuelvan al olvido, al
oblivion eterno, a los anteriores.

Nadie más dijo nada. Este repentino silencio, no sólo de su mesa, sino de todo el pub, de
todo el Estadio, de toda Inglaterra, que en el fondo no es más que la extensión de un
pub, la extensión de ese pub, obligó a Arturo a pensar. A pensar en el partido que ya
había terminado. Había terminado y no había pasado nada; nunca, nunca, pasa nada.
Nada es lo suficientemente importante o necesario para que, una vez concluido,
implique la destrucción total del planeta. Y si lo destruyera, de seguro que la gente
lograría olvidar eso también. La cultura humana se basó en el olvido, se construyó
exclusivamente para rescatar de ese pozo oscuro y profundo en el que nos hundimos
constantemente a nuestros mejores hombres, a los genios, a los verdaderos artistas, a los
maestros más grandes. Pero en algún punto ese orden se trastocó, y comenzamos a
salvar a todos los hombres; infinitas columnas comenzaron a surgir de ese pozo que es
al mismo tiempo el olvido y la desesperanza, y acabamos por olvidarlo todo.

Arturo entendió entonces que todo es efímero. Esa revelación le llegó repentinamente,
mientras tenía su vista fijada en el hombro de Ulises, en ese agujero de su camisa que
dejaba ver su pálida piel, su piel blanca y seguramente enferma, su piel que algún día se
secaría y empalidecería aún más y que se resquebrajaría y que finalmente se
desintegraría hasta no quedar más que un polvo uniforme y grisáceo. Arturo apartó sus
ojos del hombro de Ulises para apartar esos pensamientos fatalistas de su mente.
Entonces miró a los otros parroquianos, esos tristes hombres solitarios, y sintió que la
vida no era realmente cruel con ellos. Sintió que, cuando la vida los hacía sufrir, a ésta,
en el fondo, no le importaba, no le molestaba. Supo que la vida, en el fondo, disfrutaba
dándoles a esos seres oscuros unas existencias intrascendentes. Y si la vida se
regocijaba al quitarle cualquier rastro de sentido a sus horribles días, lo hacía porque,
en lo más profundo de sus corazones, a esos hombres inmundos, a esos seres
deprimentes, a los seres humanos, no les importaba nada.

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