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CAMPUS STELLAE.

HACIENDO CAMINO EN LA INVESTIGACIÓN LITERARIA (ISBN: 84-9750-612-X)


APROXIMACIÓN A LOS CUENTOS FANTÁSTICOS DE PARDO BAZÁN: EMILIA PARDO BAZÁN Y LA
DIMENSIÓN INTERIOR DE LO FANTÁSTICO

APROXIMACIÓN A LOS CUENTOS FANTÁSTICOS DE


PARDO BAZÁN. EMILIA PARDO BAZÁN Y LA DIMENSIÓN
INTERIOR DE LO FANTÁSTICO

Eva Soler Sasera


Universitat de València

Dentro de la narrativa breve de Pardo Bazán, los cuentos fantásticos


ocupan un lugar discreto en cantidad, aunque de gran relevancia por su
originalidad y capacidad de aglutinar influencias. De los cerca de 580 cuentos
publicados entre 1866 y 1921 que reúne la edición de Juan Paredes Núñez
(1990), tan sólo veintisiete de ellos (Pozzi, 1997: 84) merecen el calificativo de
fantásticos al introducir al lector, según la definición clásica de Todorov (1970)
en el espacio de la incertidumbre, provocando la interrogación sobre la posible
interpretación del fenómeno extraño.
Un pequeño grupo de estos mismos resultan de interés por el tema que
introducen: se trata de la dimensión interior de lo fantástico, del tema de la
conciencia y de la percepción de lo fantástico como manifestación de los miedos
y pasiones del ser humano, la vivencia del fenómeno como una amenaza y,
sobre todo, como una duda, como una incertidumbre. Como indica Ángeles
Ezama (1994: 77) “la formulación de lo fantástico requiere la presencia de
algunos principios compositivos, así como el tratamiento de determinados
temas, entre los que tienen particular interés los que se orientan a la indagación
psíquica del ser humano”. Este tema será el que Todorov (1972: 144) englobe
en “temas del yo” que define como “cuestionamiento de los límites entre materia
y espíritu”. Para Todorov, los temas del yo, caracterizados por la “estructuración
del hombre y el mundo”, ponen de manifiesto la problemática de la conciencia y
de la percepción y, en la mayoría de casos, la del sentido fundamental de la
vista como vía hacia lo fantástico. Dentro de esta misma temática, R. Caillois
(1970: 27) introduce como uno de los rasgos del género “la inversión de los
dominios del sueño y de la realidad”. Por otra parte, para Vax (1980) cabe
reseñar los temas de lo fantástico interior; entre estos, incluye el tema de la
alucinación como “hermana del fantasma” (1980: 90), pero también el de la
angustia producida por la visión fantástica: “el fantasma debe turbar el ánimo
como una imagen nacida de la angustia, y convencer al espíritu como una
aparición verdadera” (1980: 90).
Más recientemente, de los temas de la locura y el doble, emparentados
con la dimensión interior de lo fantástico, se ha ocupado Remo Ceserani (2000:
113-128) calificándolos de dos “sistemas temáticos recurrentes en la literatura
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fantástica”. Para Ceserani, el tema de la locura, presente en una larga tradición,


“parece asumir un aspecto distinto en el imaginario fantástico” puesto que “se
vincula con los problemas mentales de la percepción” (2000: 121). Muy
relacionado con este tema de la locura, hallamos el del doble, donde “el tema
está vinculado con la vida de la conciencia, de sus fijaciones y proyecciones
[…]. Los textos fantásticos —prosigue Ceserani— arremeten contra la unidad de
la subjetividad y de la personalidad humana” (2000: 122). Tomando esta
cuestión de la unidad de la subjetividad y desde una postura psicoanalítica más
discutible, Rosemary Jackson afirma:
Los textos fantásticos que tratan de negar o disolver las prácticas de significación
dominantes, especialmente la representación del “carácter” personal, llegan a ser,
desde este punto de vista, radicalmente turbadores. Las subjetividades parciales o
desmembradas rompen con la práctica de significación “realista” que representa el
ego como unidad indivisible. Las fantasías tratan de trastocar o interrumpir el
proceso de formación del ego que se ha realizado durante la etapa de desarrollo “en
espejo”, es decir próximo a volver a entrar en lo imaginario. Dualismo y
desmembramiento son síntomas de este deseo de lo imaginario (1981: 90).

Tres autores se erigen como principales modelos de lo fantástico en el


XIX en España: se trata de E. T. A. Hoffmann, quien ejercerá sobre todo su
influencia en el periodo romántico (Roas, 2002: 142), E. A. Poe a partir de los
años sesenta y Maupassant desde los noventa. Según A. Ezama, serán los dos
últimos los que logran una “más perfecta recreación del tema de la locura en sus
relatos”. En el caso de E. A. Poe, sus Historias extraordinarias serían traducidas
al castellano por primera vez en 1859. A esta traducción seguirán otras seis
desde 1860 hasta 1900 1. Tanto Paredes Núñez (1983: 114) como más tarde A.
Ezama (1994: 78) evidencian la difusión que adquiere Maupassant a partir de
1892 tanto en la prensa periódica como en revistas. Pero será la misma doña
Emilia quien ofrezca continuos testimonios en su obra ensayística del
conocimiento y lectura de los autores a los que nos referimos: por una parte,
manifestará su interés por el psicologismo de Hoffmann y Poe (1973: 862),
comprobando en este último su influencia sobre Dostoievski; por otra parte, su
lectura de Maupassant queda patente, además de su obra narrativa a la que
más abajo haremos referencia, en La literatura francesa moderna. El
Naturalismo (1912), donde doña Emilia subraya el interés suscitado por
Maupassant en un momento propicio para el cuento. Para plasmar todo este
conjunto de intereses, doña Emilia introducirá pasajes fantásticos recurriendo
constantemente a los sueños, alucinaciones o estados anormales de la mente.
Un cuento de 1880 es quizás el primer testimonio en la narrativa breve de
Pardo Bazán que nos empieza a mostrar dentro del papel de la dimensión
interior de lo fantástico, la percepción del fenómeno sobrenatural, el juego entre
sueño y realidad, materia y espíritu. En este cuento, El rizo del nazareno, lo
fantástico se convierte en una idea que ronda obsesivamente la mente del
protagonista: la disyuntiva aquí aparece desde el primer momento, puesto que

1
Ezama (1994: 78) nos ofrece las fechas concretas: 1860, 1871, 1887, 1890, 1899 y 1900. Por otra
parte, también refiere la existencia de ediciones exentas de algunos cuentos y de imitaciones de
los mismos en los casos de Barrantes, Salvador Rueda y la misma Pardo Bazán.

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la lectura nos devuelve la incertidumbre de saber si lo que percibe el


protagonista es una alucinación o, por el contrario, un fenómeno sobrenatural.
El personaje protagonista, Diego, observando detenidamente las joyas artísticas
de una iglesia durante el Jueves Santo, pero sin mostrar el más leve asomo de
devoción, se queda encerrado en el templo durante toda una noche. Si bien
Diego acude pronto a la reflexión para tranquilizarse: “podría dormir a sus
anchas, sin temor de que ningún importuno viniese a interrumpirle” (1990: I,
131), el ambiente va creando en Diego poco a poco una intranquilidad, un
desasosiego que lo lleva a percibir “cosas inexplicables e incomprensibles”:
Quejas ahogadas, silabeo de oraciones en voz baja, grave salmodia de responsos,
abrasadoras lágrimas de arrepentimiento, sofocados suspiros flotaban en el
ambiente como seres incorpóreos, como moléculas del incienso evaporado en el
aire, como átomos de mirra quemada ante el ara; dijérase que las almas de cuantos
allí imploraron del Cielo paz o perdón se habían quedado cautivas en el círculo de
los altos muros de la capilla. (1990: I, 132)

Diego se figura que no se halla solo y sus visiones provocan en él un


verdadero conflicto entre razón y percepción: “Por mucho que combatiese tan
ridícula suposición, no podía arrancarse de la mente el pensamiento de que allí
había alguien, o, mejor dicho, mucha gente, muchos ojos que le miraban
atentos, muchos cuerpos vueltos hacia él” (1990: I, 132). De repente, parece
recuperar la tranquilidad y se dirige, de entre todas las efigies que pueblan el
templo, hacia la imagen del Nazareno. Nuestro protagonista cree observar “unas
gotas” que saliendo de los lagrimales llegan a la negra barba de la imagen.
Como escéptico que es rechaza el supuesto prodigio: “No creía en lo
sobrenatural, y mejor que admitir que llorase un Nazareno de madera tuviérase
a sí propio por demente y visionario” (1990: I, 132). A partir de entonces el
personaje es objeto de visiones y audiciones insospechadas que lo llevan de
repente a otro escenario, a otra realidad, Diego parece haber traspasado un
umbral 2: “No estaba Diego ya en la capilla, ni le alumbraban pálidos blandones,
sino que se encontraba en un camino que, naciendo en las puertas de torreada
ciudad, faldeaba un montecillo, trepando por él hasta empinarse a la cumbre”
(1990: I, 132). Entre el bullicio de la gente y en este otro escenario, Diego
descubre la figura de un hombre moreno, cubierto de polvo y sangre, descalzo y
con una pesada cruz a los hombros, pero lo que es más se descubre a sí mismo
como soldado romano: “Entonces convirtió la vista a sí propio, y advirtió con
espanto que tenía la propia semejanza y figura de uno de aquellos feroces
javanes” (1990: I, 134). Introduce aquí doña Emilia el tema del desdoblamiento
de la personalidad. Nuestro protagonista es y no es uno de los guardias que
lleva a Cristo al calvario, puesto que, si bien se identifica como uno de esos
javanes y sigue la comitiva mecánicamente, intenta, por todos los medios
desasirse de la cuerda, ayudar al reo cuando tropieza. El narrador aquí no
escatima en la descripción del martirio del Nazareno, pero dirige, de pronto, su
atención otra vez hacia Diego, quien, de repente, descubre entre sus dedos un
rizo arrancado de la frente de Jesucristo. El texto concluye con el despertar de
Diego: todo ha sido un sueño. Súbitamente, abre los ojos en su cama rodeado

2
Remo Ceserani (2000) identifica los pasos de umbral y de frontera como un procedimiento narrativo
y retórico típico del modo fantástico.

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de amigos que lo habían encontrado sin sentido en el suelo de la capilla y


reconoce como “pesadilla” lo que ha vivido; sin embargo, descubre algo en su
dedo índice: “Sus ojos quedaron fijos y dilatados, abierta su boca y paralizada
su lengua. Aquella fina sortija era el rizo”. Encontramos uno de los temas que
refiere Remo Ceserani (2000): se trata del objeto mediador, testimonio de que el
personaje protagonista ha efectuado un viaje hacia otra realidad.
Sobre la percepción de espectros o seres hallamos una serie de cuentos,
que son aprovechados por E. Pardo Bazán para introducir imágenes totalmente
grotescas. La calavera (1893), cuento que podríamos incluir dentro de la
temática de la locura y relacionar con algunos de los cuentos de Maupassant,
nos introduce en el tema de la percepción alucinatoria desde la perspectiva del
personaje protagonista quien nos narra su particular obsesión por una calavera
que ha instalado en un zócalo en su habitación y que, poco a poco, va cobrando
vida, convirtiéndose en objeto de visiones terroríficas hasta transformarse en su
más severa espía e instructora:
Apenas empezaba a conciliar el primer sopor entre el grato calorcillo de las
amorosas mantas, La calavera, antes campechana y bromista, mudaba de registro,
se ponía trágica y balbucía —en honda y cavernosa voz, que sonaba cual si girase
entre las descarnadas vértebras por falta de laringe— cosazas pavorosas y
tremendas. De las cuencas llenas de sombra parecía brotar diabólica chispa (1990:
I, 175).

La calavera resulta la más terrible pesadilla para el personaje


protagonista durante sus horas de sueño, pues, de todas las maneras posibles,
intenta atormentarlo aludiendo a sus culpabilidades, ambiciones y miserias: “Por
eso me echarás al pozo; porque soy una vocecita misteriosa que te habla de lo
que hay por esos mundos desconocidos..., y, mal que te pese...¡chúpate esa!,
reales, reales..., reales.” (1990: I, 176). Obviamente el protagonista intenta
deshacerse de ella arrojándola cerca de unas yeserías, pero sobre la resolución
de la historia no sabemos hasta que la narración queda suspendida y aparece
un diálogo entre la narradora y el personaje protagonista, quien cuenta a la
misma el regreso de la calavera, regreso que no es físico sino mental:
—¡Ay, señora! —contestó a mi interrupción el chiflado—. La calavera ya no estaba
en su zócalo de terciopelo...¡Pero si viese usted! De la habitación no había salido.
Estaba más cerca de mí, estaba precisamente en el sitio de donde yo quise
arrojarla. ¡Aquí, aquí! —repitió, golpeándose la frente y el pecho (1990: I, 177).

Otra visión turbadora es la que asalta a Jenaro en el cuento La máscara


(1897). El cuento está introducido por la conversación entre la narradora y el
personaje protagonista, quien intenta convencerla, a pesar de su escepticismo
de “una especie de visión” que tuvo en un baile. Desde el principio, Jenaro
aparece presentado por la narradora con las huellas de la locura, de la inquietud
mental:
respondí sonriendo y fijándome involuntariamente en el rostro del solitario, cuyos
ojos cercados de oscuro livor y cuyas demacradas mejillas delataban, no la paz de
un espíritu que ha sabido encontrar su centro, sino la preocupación de una mente
visitada por ideas perturbadoras y fatales (1990: I, 379).

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La narradora aboga por la creencia en la imaginación y el espíritu como


principales constructores de fenómenos con ningún correlato externo que se
podrían eliminar con “un régimen fortificante, una higiene sabia y severa, de
esas que desarrollan el sistema muscular y aplacan el nervioso” (1990: I, 379). A
partir de este diálogo, Jenaro emprende su narración, que es además, para él,
la historia de su conversión. El personaje protagonista aparece seducido por las
distracciones de un Madrid “donde reina el espíritu de la disipación y donde se
diría que la vida no tiene más objeto que deslizarse arrastrada por la corriente
del goce” (1990: I, 380). Jenaro se presenta, pues, junto con unos amigos en
uno de los bailes del lunes de Carnaval, no sin antes haber apurado “algunas
botellas de vino espumante” que le habían producido un “estado de excitación
humorística”. En el baile, el joven se retira a una sala más pequeña donde halla
una Locura vestida de negro, una dama de esbeltísima figura con un disfraz
hecho a medida y cortado a la perfección, totalmente desconocida entre “todas
las mujeres algo visibles de todos los círculos de Madrid”. Tras bailar y beber
con ella y totalmente encantado por su conquista, el joven lleva a la dama a un
gabinete, donde encarga que le traigan lo más selecto para aquella dama que
parece “a todas luces aristocrática, desdeñosa, mordaz”. Jenaro no puede
apartar sus ojos de la máscara, pues totalmente fascinado por sus pies, sus
brazos, su cuello y su pelo, “ebrio de amor, trastornado, loco” (1990: I, 382)
anhela ver la cara que permanece oculta tras la máscara. Ante la negativa de la
dama a quitarse la máscara, el joven súbitamente arranca el antifaz y descubre
una cara difunta “color de cera, con los ojos cerrados, la nariz sumida, la boca
lívida” (1990: I, 382). Medio desmayado sobre el sillón y apagadas las bujías por
la mano de no sé sabe quien, oye la revelación: la dama no es sino la muerte,
su propia muerte que no ha ido todavía a reunirse con él. El joven pierde el
sentido y al volver en sí, se encuentra, de repente, solo en el gabinete con las
dos copas y las bujías ardiendo; huye y se retira del mundo. El relato concluye
con la opinión de la narradora, quien ha olvidado ya el argumento de la locura
del joven y propone una solución más fácil: la conjunción de una borrachera con
una broma de algún compañero quien podía haber pagado a alguna cocotte
pálida y con el cabello teñido.
En La charca (1919) la visión de fantasmas se produce en el mismo
contexto: un baile de máscaras. Desde un primer momento, la narración insiste
en señalar la incertidumbre producida por el fenómeno a través de las dudas
sobre la percepción real del suceso:
Se discute si fue ilusión de fantasías acaloradas por libaciones, alucinación singular
de los ojos […]. Los que afirmaron haber visto, visto por sus ojos, no duró más que,
según unos, media hora, y según otros, veinte minutos. Empezó a las tres en punto,
y cesó cuando hubo sonado la media.
A tal hora, si bien es la más animada de locuras, hállase ya cansado el cuerpo,
turbia la vista, no quedando en el salón los que van «a dar una vuelta», sino sólo los
verdaderos aficionados incorregibles (1990: IV, 131).

El cuento describe la irrupción, durante el baile, de un grupo de máscaras


que parece llevar la ropa como si se tratara de perchas, flotando. Los presentes
van observando como debajo de sus guantes no hay carne, sino hueso, pero el
efecto más terrorífico aparece cuando las máscaras comienzan a beber
champán y éste empieza a caer por su cuello. En ese momento, los muertos se

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quitan las máscaras y descubren unas caras sonrosadas y reconocibles para el


público, elemento que provoca el pánico de los asistentes, quienes huyen
enloquecidos al reconocer en ellas a difuntos. La incertidumbre provocada por el
suceso sobrenatural es reconducida por dos personajes que comienzan a
dialogar sobre el hecho. El primero de ellos afirmará, aportando mayor
incertidumbre a la percepción de lo fantástico: “habrá que suponer que fue todo
un espejismo de la imaginación, que sufrimos sin darnos cuenta. Puede que el
champán tuviese alguna composición que trastornase los sentidos” (1990: IV,
32), mientras que el segundo recurrirá a la prueba más evidente y
paradójicamente más objetiva y tangible: la charca de champán que habían
dejado las máscaras al beber.
Para finalizar, debemos hacer referencia a aquellos cuentos que imitan
directamente a los clásicos del cuento fantástico como son, en este caso, E. A.
Poe y G. de Maupassant y no pasan por alto su preferencia por los estados
mentales que nos ocupan. Entre el considerable número de cuentos de doña
Emilia inspirados en los de Maupassant (Patiño, 1993-94), hallamos una
imitación de la novela corta 3 El Horla (Paredes Núñez, 1983) llamada Eximente
(1905), que, a pesar de no situarse a la altura de la imitada, no carece de una
hábil construcción. En ambos cuentos encontramos un idéntico motivo: una
imaginación que crea fantasmas o seres invisibles, un terror de origen
desconocido que lleva a la alucinación y a la muerte 4. En el caso del cuento de
doña Emilia, es el narrador quien introduce la historia no sólo para tratar de
presentar e indagar en el objeto principal del relato: el suicidio de Federico
Molina, sino para presentarse como transcriptor del diario del protagonista. Del
mismo modo que ocurre en El Horla de Maupassant iremos descubriendo el
origen del pavor, de la locura del protagonista a través de las hojas de su diario,
sólo que en el caso español con la coordinación de quien las transcribe: “Así
pude penetrar en el espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo
las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas” (1990: 380).
A diferencia del protagonista de Maupassant, Federico Molina se nos
presenta, desde un principio, en un estado de alteración mental: “Mi inteligencia
está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni
aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa” (1990: II, 380)
Aún así, como indica C. Patiño (1993-94: 519) intenta analizar
introspectivamente lo que sucede: “Se me figura que el origen de esto ha sido la
mala costumbre de leer de noche, en cama, a altas horas” (1990: II, 380). Pero,
¿cuál es el objeto del pavor de Federico Molina? Se trata de un “misterioso
alguien” que siente a sus espaldas, con su mano fría y marmórea y su
respiración: “Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento,
un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me enojo, y no acierto a

3
Según indica Paredes Núñez (1983), Pardo Bazán se sirvió de la segunda versión de Le Horla
aparecida en 1889.
4
Como evidencia además Patiño (1993-94), este tema aparece también en el cuento de Maupassant
Lui? que constituye el germen fantástico de Le Horla.

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incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo,


que, en ondas largas sutiles, me envuelve” (1990: II, 382).
En un acceso de rabia, Federico dispara hacia atrás, lo que causa
únicamente un pequeño alboroto entre las gentes que lo rodean. Más adelante,
el destino trágico que comparte Federico Molina con el protagonista de El Horla
será conocido por el lector a través del papel del narrador-transcriptor: “el miedo
insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra”
(1990: II, 382).
El espectro (1909) recuerda a El gato negro de E. A. Poe (Paredes
Núñez, 1990: 507; Ezama, 1994: 78) y, sin duda, mantiene el terror psicológico
que el cuento de Poe contiene. El relato de doña Emilia es una narración en
primera persona del caso de Lucio Trelles, quien, en apariencia “normal y
equilibrado”, sostiene la teoría de que no hay quien no sea desequilibrado,
quien no padezca manías, supersticiones o extravagancias, en suma, que el
equilibrio mental perfecto no existe. Según el narrador, Lucio confunde el
desequilibro con los estados pasionales, que pueden desequilibrar
momentáneamente a cualquiera. No obstante, a pesar de sus afirmaciones,
Lucio se caracteriza por llevar una tranquila existencia, sin asomo de
desequilibrios, aunque, según el narrador, las pupilas de Lucio revelasen
extravío: “No era que bizcase: la expresión respondía a un espacio íntimo sin
relación con los objetos exteriores” (1990: III, 74). Un día, cuando pasea por la
calle con el narrador, Lucio se desploma entre gemidos, murmurando frases
confusas. Nada, en apariencia, justifica el terror de Lucio, se trata de una
alucinación. Cuando vuelve en sí, pregunta a su amigo: “—¿Y el gato? ¿Y el
gato?”. El narrador cree haber visto una forma blanca a la que no había
prestado atención, pero no consigue entender cuál es la relación entre el terror
de su amigo y la visión del gato blanco, por lo que Lucio refiere las causas que
lo han llevado a ese terror insuperable. Lucio cuenta como, desde la niñez, tenía
una verdadera repulsión por los gatos y, estando en su juventud en el campo en
compañía de su madre y de su tía Lucy, influenciado por esta fobia cogió
verdadero odio hacia el gato blanco de su tía, hasta tal punto que llevando
consigo una pequeña arma no veía el momento de dispararle. Una noche
oscura sale de su cuarto al jardín y observa, entre el follaje, un bulto blanco, que
él obviamente cree que se trata del gato. Súbitamente dispara y su terror
aumenta cuando, en lugar de encontrar al gato blanco, encuentra a su madre,
que tenía en la cabeza una toquilla blanca, herida, con una rozadura en la
cabeza. Como consecuencia, la madre de Lucio desarrolla un terrible horror
hacia él hasta que muere “de una enfermedad cardiaca, originada
probablemente por la emoción” (1990: III, 75). Ante las preguntas del narrador,
quien intenta saber si él habría sido capaz de matar, Lucio se demuda, vacila y
se marcha. El narrador concluye: “Nunca más, en ocasión alguna, volvió a
hablarme del caso, por el cual un gato blanco es para él un espectro” (1990: III,
76). El relato de Pardo Bazán conserva no sólo el terror psicológico de E. A.
Poe, sino dos de los motivos fundamentales: el de una fobia y el odio enfermizo
hacia los gatos y el de una inteligencia totalmente alterada, una imaginación que
crea lo fantástico, que dota de incertidumbre a la realidad objetiva. Lo fantástico
aquí se convierte en un fenómeno completamente subjetivo, una percepción

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particular de la realidad: el fantasma, tomando las palabras de L. Vax (1980), es


una imagen que nace de la angustia y convence al espíritu de que se trata de
una aparición verdadera.
A través de los cuentos hemos ido encontrando distintos tratamientos de
lo fantástico interior; por una parte, algunos de ellos, como La charca o La
calavera, intentan socavar la veracidad de los hechos fantásticos y producir la
incertidumbre en el lector mediante una explicación psicológica introducida a
partir del encuentro y exposición de dos puntos de vista: el que expone un
discurso científico mediante pruebas empíricas y datos objetivos y, que, por
tanto, remite a la explicación psicológica o, incluso, psicopatológica y el
centrado en la experiencia personal del que vive el fenómeno, quien se adentra
en la conciencia perceptiva de lo fantástico quedando envuelto hasta quedar
completamente convencido de la existencia del fenómeno extraño; por otra
parte, encontraríamos otros relatos como El rizo del nazareno o los que beben
directa o indirectamente de la tradición literaria fantástica como El espectro o
Eximente, donde lo fantástico no es sino otro sesgo de lo psicológico, un rincón
donde poner la mirada que descubre y revela realidades desconocidas o
encubiertas de la conciencia. El fenómeno, en estos casos, importa menos que
las consecuencias que despierta; no importa qué es, sino cómo llega, cómo nos
envuelve.

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POZZI, Gabriela (1997): “Usos de la histeria, el discurso científico y la sexualidad


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