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Cuando un adolescente Enrique Vila-Matas entró a trabajar a la revista de

cine Fotogramas, le ofreció a la directora de la publicación una entrevista


exclusiva con Marlon Brando. En ese momento, Vila-Matas no sabía inglés:
valiéndose de su habilidad fabuladora presentó, como si fuese real, una
entrevista imaginaria con el esquivo actor. A continuación, un inusual
ejercicio de ficción que se convertiría en sello del autor de Bartleby y
compañía.
“A Marlon Brandon le provoca risa Marlon Brandon”
(Entrevista realizada por Enrique Vila-Matas)

Marlon Brando ha llegado hace unos días a Londres. Una visita de


negocios. El popular actor, en efecto, si llega a algunos acuerdos de
carácter financiero, proseguirá su viaje hacia Australia, donde tiene que
rodar la película Bedtime Story.

Hace escasamente un mes, Brando ingresó otra vez en una clínica de


Hollywood donde, como dijo el agente del actor, los médicos le sometieron
a una serie de minuciosos exámenes clínicos. En el ambiente de la capital
del cine volvieron entonces a circular rumores según los cuales Marlon
Brando estaba minado, desde hacía cierto tiempo, por un mal incurable.

Marlon nos ha recibido sin dificultad porque los contactos con la prensa
estaban previstos en el programa de su visita a la capital británica. El actor,
menos nervioso que de costumbre, aparece un poco envejecido y algo más
grueso. Sin aquel rostro ceñudo, aquel cinismo irritante y aquel aire
despegado que siempre han constituido parte del equipo de su personaje.

La entrevista duró doce minutos. Pero en doce minutos el actor dijo cosas
que antes nunca había dicho. Cosas que cuestan de creer. Helas aquí:

—¿Quién es, en definitiva, Marlon Brando?

—No lo sé. No lo sé. He entrado en una especie de laberinto del cual no


logro salir. No exagero. Si tuviera un poco más de valor y de prudencia
podría pegarme un tiro sin ningún pesar. Podría pegarme un tiro.

—¿Podría expresarse un poco mejor?

—Soy un hombre en crisis. Una crisis que ha estallado dentro de mí de


forma imprevista, violenta. Está destruyendo un montón de cosas.

—¿Usted no ha sido siempre un individuo seguro de sí mismo?

—Creí, creí serlo. Después me di cuenta de la total fragilidad de


mi armadura. Quizás un poco de envejecimiento, quizás el sentido nítido
de la realidad. Solo una cosa es cierta: estoy mal, estoy malditamente mal.
Me siento oprimido. Y no sé, como suele decirse, dónde dar con la cabeza.

—Existirá alguna causa que origine este hundimiento. ¿No le parece?

—Nada preciso, nada preciso. He creado el vacío. El vacío absoluto dentro


de mí y a mí alrededor. Para esto han servido mis extravagancias, mis
anticonformismos, mi egoísmo, mi sádico gusto por la polémica. Pero, en
realidad, nada preciso.

—¿Y su trabajo?
—Boberías. No creo que exista en la tierra oficio más estúpido que el de
actor.

—¿Qué puede decirnos de su postura contra los prejuicios raciales?

—Es la única cosa en la que aún creo y por la que aún soy capaz de batirme
con cierta convicción. Para mí el mundo es una gran porquería, una gran
porquería, y lo detesto con todas mis fuerzas. Pero con exasperada
incoherencia me obstino en pensar que puede ser o llegar a ser mejor. Pero
en este sentido el camino es largo, lleno de necedades y de locos
insensatos, que sería mejor extirpar. Extirpar con rabia y violencia.
—¿Por qué no eligió la carrera política?

—Cuando decidí partir para Hollywood, por hacer cualquier cosa, era un
joven lleno de confusiones y de presunciones. Muy perezoso, con poca
cultura y tan solo un poco sagaz. Por lo tanto era bueno para hacer cine. Por
otra parte la política no creo que sea exactamente mi aspiración. Con
frecuencia sirve solamente para complicar las cosas. O bien tendría que
hacerse como se debe, con honestidad, valor y dignidad. Como lo hizo el
presidente Kennedy, que, precisamente por estas razones, yo creo fue
asesinado.

—Siendo un actor muy popular y de taquilla, usted hace pocas películas.


¿Por qué?

—Quizá para intentar mantener la popularidad y la taquilla. Si hubiera


interpretado todas las películas que me han propuesto aquellos testaferros
cabezas duras de Hollywood, en estos últimos años, ahora tan solo serviría
para anunciar dentífricos en la televisión. O, quizá, en el mejor de los
casos, me hubiera piadosamente idiotizado.

—¿Qué hace con su dinero?

—Lo administra mi padre. Yo, donde entran los números, prefiero


permanecer al margen. Nunca pregunto cuánto dinero tengo. El dinero
apesta y no me gusta. Especialmente el mío, que creo haberlo ganado con
poco trabajo y dignidad.

—¿Y el amor? ¿Qué puede decirnos Marlon Brando del amor?

—Nada de edificante. Lo considero un incidente, o un accidente. Como


prefiera.
—Usted nunca ha sido demasiado afortunado…

—He sido engañado. Como sucede cada vez que se tiene que ver uno con
el amor.

—En estos últimos tiempos se ha hablado mucho de su salud. ¿Puede


decirnos algo?

—Una infinidad de pequeñas molestias, pero nada grave, por fortuna. O


por desgracia. No podría establecerlo.

—¿Y su hijo?

—Muy gracioso, muy gracioso, pero antipático con su padre. Su madre,


Ana Kashfi, le está inculcando una gran alergia con respecto a mí. Es un
pecado muy grande, porque me parecía quererlo mucho, haber encontrado
en él una razón para vivir.

—¿De qué tiene miedo exactamente, señor Brando?

—La muerte, tomada como institución, no me da miedo y me deja más bien


indiferente. Tengo miedo, sin embargo, de una muerte ruidosa, lenta y poco
elegante.

—¿Cuántas veces ha jugado a posar en su vida?

—Cuando no era nadie y me di cuenta, al ir a Hollywood, que para ser


actor no es importante saber recitar, es importante conquistar al público
haciendo hablar de ti y aparecer como no eres en absoluto. Un juego
trágico y enervante.

—¿Qué clase de amor prefiere?

—Ninguno. Prefiero el odio. Es más sincero y desinteresado.


Verdaderamente.

—¿Iría a vivir solo a una isla desierta y perdida?

—Me gustaría, pero no podría. Como todos los débiles, como todos los que
hablan muy mal del mundo, de sus habitantes, no puedo vivir sin el mundo,
sus habitantes o sus costumbres.

—Según usted, ¿qué se tendría que hacer para ser feliz?


—Quizás ignorar la felicidad.

—¿Cuáles son sus mejores momentos?

—Mis mejores momentos me parece que son, precisamente, mis peores


momentos.

—¿Cuál ha sido su más grande amor?

—Un perro. Un querido y gracioso perro bastardo que tuve cuando era
niño. Se llamaba… Se llamaba…

—¿Hay algo que haga reír a Marlon Brando?

—Marlon Brando.

—¿Por qué?

—Porque me hace reír.

—¿Qué error considera el más grande de su vida?

—Mi vida completa.

—¿Cómo se siente al terminar una entrevista?

—Bastante triste. ¿Y usted? Ahora Marlon Brando nos recuerda que tiene
que tomar unas píldoras. Murmura algo. Nos saluda. Se va. Nos viene a la
mente el Marlon Brando de Un tranvía llamado deseo. El Marlon Brando
de las chaquetas de piel, de los escándalos. El Marlon Brando jefe de
escuela de un determinado tipo de personaje. Rebelde y de mirada
desafiadora. Pues bien, ya no es el mismo. //

Imágenes: Revista Fotogramas, edición del 3 de abril de 1964.

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