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BIG TONY
— Tengo tres hijas y ya es tiempo de que se casen
— dijo Big Tony. Se alejó de la puerta-ventana que
daba acceso a la terraza —. O’Brien, tú te encargarás
del asunto.
Pensé un instante en lo que me estaba proponi-
endo.
— ¿Quiere que vaya golpeando puertas y pre-
guntando quién quiere casarse con una de las hijas de
Big Tony?
— No. — Cogió un puro de la caja —. ¿Por qué
crees que me trasladé aquí, a River Hills, hace ya tres
años?
— ¿Quería relacionarse con lo mejor de la socie-
dad? ¿Ellos no le dirigen la palabra y nadie quiere salir
con sus hijas?
— Tal vez yo nunca llegue a ser miembro del
Country Club — dijo Big Tony —, pero ellas no tienen
ningún problema con los muchachos. ¿Cuánto hace que
no las has visto, O’Brien?
— Cuatro años. Cuando me envió a la costa.
Big Tony asintió con la cabeza.
— Bien, están más preciosas que nunca.
— ¿Y no consiguen casarse?
— La cosa es así, O’Brien. Yo soy su viejo y mi no-
mbre sigue apareciendo en los periódicos de cuando
en cuando, pero no en las páginas de sociedad. — Ca-
minó pesadamente sobre la mullida alfombra —. No
quiero ser uno de esos padres que se interponen en el
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camino de sus hijos, pero conozco el paño y el asunto
me entristece bastante.
Big Tony agitó el puro en el aire.
— Tomemos el caso de Angelina y Herbert Brad-
ford. Están locos el uno por el otro, pero él no la pide
en matrimonio.
— ¿Por qué no?
— Porque Herbie le teme a su viejo. Ese tipo, Gro-
ver Bradford, dice que Herbie debería buscar una
chica cuyos antepasados utilizaban la roca Plymouth
como embarcadero. Y tú sabes que mis viejos se hundi-
eron con toda la tercera clase del Titanic.
— ¿Cuál es el problema con Faustina?
— Morley Wilson.
— ¿Y a qué le teme él?
— Quince millones de dólares. Eso es lo que no
conseguirá de su abuela si se casa con Faustina.
— ¿Y no está dispuesto a renunciar a quince millo-
nes de dólares por Faustina?
— Mira, O’Brien — dijo Big Tony —. No culpo al
muchacho. Una mujer es una mujer, pero quince millones
son quince millones.
— ¿Y se supone que yo debo conseguir quince mil-
lones de dólares y lograr un final feliz para esa histo-
ria?
Big Tony sonrió.
— Cuando te envié a la costa, parecía que todo
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se desmoronaba allí. En realidad no esperaba que con-
siguieras nada. Pero tú lo arreglaste todo y lo dejaste
bien atado. Y yo admiro a cualquier hombre que hace
un trabajo como el que tú hiciste en la costa y espero
que puedas repetirlo aquí.
— ¿Cuál es el problema con Cecelia?
— Philip Courtland. Juega al rugby para una de
las universidades del este. El chico tiene clase y, ade-
más un millón de dólares en su cuenta.
— ¿Y por qué se muestra tímido?
— No lo sé. Pero averígualo y haz algo al res-
pecto.
Se abrió una de las puertas laterales y Cecelia en-
tró en la habitación.
— Bien, bien, pero si es O’Brien. Hace mucho ti-
empo que no le veía. — Sus grandes ojos grises me
estudiaron detenidamente —. ¿Qué le ha hecho aban-
donar la costa? ¿Negocios?
— Una visita amistosa — dijo Big Tony —. Se que-
dará algún tiempo con nosotros. — Echó una ojeada a
su reloj —. Tengo una cita con mi profesor de golf. ¿Por
qué no le muestras el lugar a O’Brien?
Una vez que estuvimos fuera de la casa, Cecelia
dijo:
— ¿Cuál es la verdadera razón de su presencia
aquí?
— Se supone que no debes saberlo.
Cecelia se encogió de hombros.
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— Como quiera.
Levantó el brazo y señaló hacia unos setos.
— Justo frente a nosotros podrá encontrar a An-
gelina y a Herbert Bradford haciendo manitas. Todos
los martes y jueves, entre las dos y las cuatro, Herbie
se escabulle de la pista de balonmano del Country Club
y viene a ver a Angelina.
Dimos la vuelta a los setos y los encontramos sen-
tados en un banco de piedra.
Angelina era morena y medía cerca del metro se-
tenta.
— Hola, O’Brien — dijo.
Cecelia les sonrió a ambos.
— Aquí tenemos una nueva versión de Capuletos y
Mónteseos. A veces pienso que debería secuestrarlos a
los dos para llevarlos ante el juez de paz.
Angelina meneó la cabeza.
— Las cosas ya no se hacen de ese modo en el
siglo XX, Cecelia.
Herbert asintió.
— Verá, señor O’Brien, a pesar de que a mi padre
le importo un pimiento, aun así siento la terrible necesi-
dad de que apruebe todo lo que hago. Me temo que
tengo una personalidad extremadamente dependi-
ente.
Un Jaguar enfiló por el camino de entrada y se
detuvo frente a la casa.
— Es hora de mi clase de tenis — dijo Cecelia —.
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Pero puedo cancelarla si usted insiste.
— No. Tengo trabajo.
El hombre que estaba detrás del volante bajó del
coche y se encontró con nosotros a mitad de camino.
— Philip Courtland — dijo Cecelia —. Y éste es
Jim O’Brien.
Courtland era aproximadamente de mi estatura y
ambos nos miramos por encima de Cecelia.
— O’Brien es uno de los socios de mi padre — dijo
ella —. Se encarga de disponer de los cadáveres y
cosas por el estilo.
— Tendré que recordarlo — dijo Courtland.
Los observé mientras se alejaban y luego me dirigí
a la ciudad. Busqué a un amigo en el Morning Chronicle
y nos fuimos a beber unos tragos. Cuando salimos del
bar, me llevó de regreso a su morgue periodística y me
permitió hacer algunas averiguaciones.
A la mañana siguiente, cuando salí de la mansión
de Big Tony, me compré un maletín. En los Laboratorios
Bradford le di mi nombre a la secretaria de Grover
Bradford y me senté a esperar.
La secretaria salió del despacho y me dijo:
— El señor Bradford le verá ahora mismo.
Era un despacho enorme, con gruesas alfombras.
Grover Bradford se levantó de su sillón para es-
trecharme la mano. Era un hombre alto y probable-
mente pasaba sus fines de semana en una embarca-
ción.
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Esperó a que me sentara y luego dijo:
— Mi secretaria me ha dicho que pertenece usted
al Departamento de Sanidad.
— Exacto.
Aguardó cautelosamente.
— Señor Bradford — dije —, hace seis meses el
Departamento le ordenó que detuvieran la campaña
de publicidad que hablaba de las ventajas del Du-
erma-fácil. Se le aplicó una multa de quinientos dóla-
res.
Su rostro perdió toda expresión.
— Eso pertenece al pasado. Es un caso cerrado.
Sonreí.
— Eso es correcto. Usted dejó de fabricar el Du-
erma-fácil y pagó la multa de quinientos dólares. Pero
eso no significa nada frente al millón y medio de dóla-
res que usted obtuvo con la venta del mencionado pro-
ducto antes de que el Departamento le prohibiera se-
guir con su elaboración.
Bradford no dijo nada.
— El Departamento trabaja de forma lenta — dije
—. Y algunas personas se aprovechan de esa circuns-
tancia para ganar dinero. Creo que estuvimos experi-
mentando con el Duerma-fácil durante dieciocho meses
hasta que decidimos iniciar las actuaciones pertinentes.
Hice una pausa.
— Y ahora tenemos su nuevo producto, Sueño-8.
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Dos pequeñas píldoras a la hora de acostarse y dor-
mirá como un niño durante ocho horas. Usted comenzó
a fabricar y anunciar el Sueño-8 hace dos meses. Ese
producto le reportará otro millón de dólares antes de
que el Departamento le multe con otros quinientos dó-
lares.
Bradford buscó un puro en la caja. No me ofreció
uno.
Esperé a que lo encendiera y luego dije:
— El Departamento puede actuar de forma lenta.
O puede actuar con celeridad. Puede actuar por un
millón de dólares desde este momento. O desde ma-
ñana.
Me estudió durante un momento.
— ¿Está tratando de decirme que usted tiene algo
que ver con la celeridad del Departamento?
Esta vez fui yo quien no dijo nada. Pero sonreí.
Se inclinó hacia adelante.
— Está bien. Reconozco el chantaje cuando lo es-
cucho. ¿Cuánto quiere?
— No quiero dinero — dije —. Ya me han com-
prado. Quiero felicidad. Para mí. Para usted. Para
todo el mundo.
Sus ojos se entrecerraron.
— Le ruego que sea un poco más explícito — dijo.
— Hace un par de días un hombre vino a verme.
Quería saber si yo podía hacer algo para que el De-
partamento acelerara el trámite del Sueño-8. Eché un
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vistazo al dinero que me ofrecía y le dije que podía
arreglarse. Pero el hombre me dijo que no debía hacer
absolutamente nada a menos que...
Bradford me interrumpió.
— ¿A menos que qué?
— Parece que este hombre tiene una hija llamada
Angelina y quiere que sea feliz. Y su idea de la felici-
dad es que se case con alguien llamado Herbert Brad-
ford.
El puño de Grover Bradford resonó sobre el escri-
torio.
— ¡No lo permitiré!
Me puse de pie.
— Depende de usted, señor Bradford. Un millón o
Herbie.
— Espere un minuto — dijo el —. ¿Durante cuánto
tiempo puede usted retrasar al Departamento?
— Posiblemente dos años — dije —. Si trabajo
duramente en el asunto.
Sus ojos se iluminaron y pareció calcular los riesgos.
Me detuve en la puerta.
— Una cosa más, señor Bradford. A Big Tony le
agradaría ingresar como miembro del Country Club.
Vea lo que puede hacer al respecto.
Aquella noche, en casa de Big Tony, conocí a Mor-
ley Wilson. Era un joven delgado y con una incipiente
calva.
— Es muy complicado entender a mi abuela. Ella
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prohíbe terminantemente que me case con Faustina y
sin embargo no opone ninguna objeción a mi presencia
en esta casa. Incluso me alienta para que venga.
— ¿Has tomado tus tabletas de vitamina C? — le
preguntó Faustina.
Wilson asintió con la cabeza.
Faustina era una muchacha de tez pálida y perma-
necería así hasta que muriese a los noventa y siete
años.
— Creo que no pasará mucho tiempo antes de que
convenza a mi médico que necesito píldoras para la
tiroides — dijo Faustina dirigiéndose a Morley.
— Mira, Morley — dijo Big Tony —. Acabo de
comprar un par de fábricas de conservas en Illinois.
Maíz, guisantes y cosas por el estilo. Te lo cederé como
regalo de bodas.
Wilson consideró la propuesta.
— ¿Cuál es su valor?
— Trescientos mil dólares — dijo Big Tony.
Wilson meneó la cabeza.
— No. No podría dormir por las noches pensando
en los quince millones que perdería.
Herbie Bradford y Angelina entraron en la habita-
ción.
— Mi padre me ha dado permiso para casarme
con Angelina — anunció Herbie con una nota de orgullo
en la voz.
— Y será una boda magnífica — añadió Angelina
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—. Organizaremos una fiesta campestre cuando anun-
ciemos nuestro compromiso.
Al día siguiente, después del desayuno, fui al ga-
raje a buscar mi coche. Cecelia me siguió.
— ¿Más negocios?
— Así es.
— ¿Pero no me dirá de qué se trata?
— ¿Por qué debería hacerlo?
— Porque soy la hija del jefe y porque soy muy
curiosa. Parece que las cosas han comenzado a mo-
verse por aquí y tengo la sensación de que usted es el
responsable. Ahora, ¿por qué no me dice qué se trae
entre manos?
— Tal vez algún día lo haga.
— ¿Cuándo?
— Después de tu boda.
Jack Ritchie
Big Tony
Traducción: Gerardo di Masso
Alfred Hitchcock - Relatos de pesadilla
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