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Jack Ritchie

BIG TONY
— Tengo tres hijas y ya es tiempo de que se casen
— dijo Big Tony. Se alejó de la puerta-ventana que
daba acceso a la terraza —. O’Brien, tú te encargarás
del asunto.
Pensé un instante en lo que me estaba proponi-
endo.
— ¿Quiere que vaya golpeando puertas y pre-
guntando quién quiere casarse con una de las hijas de
Big Tony?
— No. — Cogió un puro de la caja —. ¿Por qué
crees que me trasladé aquí, a River Hills, hace ya tres
años?
— ¿Quería relacionarse con lo mejor de la socie-
dad? ¿Ellos no le dirigen la palabra y nadie quiere salir
con sus hijas?
— Tal vez yo nunca llegue a ser miembro del
Country Club — dijo Big Tony —, pero ellas no tienen
ningún problema con los muchachos. ¿Cuánto hace que
no las has visto, O’Brien?
— Cuatro años. Cuando me envió a la costa.
Big Tony asintió con la cabeza.
— Bien, están más preciosas que nunca.
— ¿Y no consiguen casarse?
— La cosa es así, O’Brien. Yo soy su viejo y mi no-
mbre sigue apareciendo en los periódicos de cuando
en cuando, pero no en las páginas de sociedad. — Ca-
minó pesadamente sobre la mullida alfombra —. No
quiero ser uno de esos padres que se interponen en el
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camino de sus hijos, pero conozco el paño y el asunto
me entristece bastante.
Big Tony agitó el puro en el aire.
— Tomemos el caso de Angelina y Herbert Brad-
ford. Están locos el uno por el otro, pero él no la pide
en matrimonio.
— ¿Por qué no?
— Porque Herbie le teme a su viejo. Ese tipo, Gro-
ver Bradford, dice que Herbie debería buscar una
chica cuyos antepasados utilizaban la roca Plymouth
como embarcadero. Y tú sabes que mis viejos se hundi-
eron con toda la tercera clase del Titanic.
— ¿Cuál es el problema con Faustina?
— Morley Wilson.
— ¿Y a qué le teme él?
— Quince millones de dólares. Eso es lo que no
conseguirá de su abuela si se casa con Faustina.
— ¿Y no está dispuesto a renunciar a quince millo-
nes de dólares por Faustina?
— Mira, O’Brien — dijo Big Tony —. No culpo al
muchacho. Una mujer es una mujer, pero quince millones
son quince millones.
— ¿Y se supone que yo debo conseguir quince mil-
lones de dólares y lograr un final feliz para esa histo-
ria?
Big Tony sonrió.
— Cuando te envié a la costa, parecía que todo

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se desmoronaba allí. En realidad no esperaba que con-
siguieras nada. Pero tú lo arreglaste todo y lo dejaste
bien atado. Y yo admiro a cualquier hombre que hace
un trabajo como el que tú hiciste en la costa y espero
que puedas repetirlo aquí.
— ¿Cuál es el problema con Cecelia?
— Philip Courtland. Juega al rugby para una de
las universidades del este. El chico tiene clase y, ade-
más un millón de dólares en su cuenta.
— ¿Y por qué se muestra tímido?
— No lo sé. Pero averígualo y haz algo al res-
pecto.
Se abrió una de las puertas laterales y Cecelia en-
tró en la habitación.
— Bien, bien, pero si es O’Brien. Hace mucho ti-
empo que no le veía. — Sus grandes ojos grises me
estudiaron detenidamente —. ¿Qué le ha hecho aban-
donar la costa? ¿Negocios?
— Una visita amistosa — dijo Big Tony —. Se que-
dará algún tiempo con nosotros. — Echó una ojeada a
su reloj —. Tengo una cita con mi profesor de golf. ¿Por
qué no le muestras el lugar a O’Brien?
Una vez que estuvimos fuera de la casa, Cecelia
dijo:
— ¿Cuál es la verdadera razón de su presencia
aquí?
— Se supone que no debes saberlo.
Cecelia se encogió de hombros.
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— Como quiera.
Levantó el brazo y señaló hacia unos setos.
— Justo frente a nosotros podrá encontrar a An-
gelina y a Herbert Bradford haciendo manitas. Todos
los martes y jueves, entre las dos y las cuatro, Herbie
se escabulle de la pista de balonmano del Country Club
y viene a ver a Angelina.
Dimos la vuelta a los setos y los encontramos sen-
tados en un banco de piedra.
Angelina era morena y medía cerca del metro se-
tenta.
— Hola, O’Brien — dijo.
Cecelia les sonrió a ambos.
— Aquí tenemos una nueva versión de Capuletos y
Mónteseos. A veces pienso que debería secuestrarlos a
los dos para llevarlos ante el juez de paz.
Angelina meneó la cabeza.
— Las cosas ya no se hacen de ese modo en el
siglo XX, Cecelia.
Herbert asintió.
— Verá, señor O’Brien, a pesar de que a mi padre
le importo un pimiento, aun así siento la terrible necesi-
dad de que apruebe todo lo que hago. Me temo que
tengo una personalidad extremadamente dependi-
ente.
Un Jaguar enfiló por el camino de entrada y se
detuvo frente a la casa.
— Es hora de mi clase de tenis — dijo Cecelia —.
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Pero puedo cancelarla si usted insiste.
— No. Tengo trabajo.
El hombre que estaba detrás del volante bajó del
coche y se encontró con nosotros a mitad de camino.
— Philip Courtland — dijo Cecelia —. Y éste es
Jim O’Brien.
Courtland era aproximadamente de mi estatura y
ambos nos miramos por encima de Cecelia.
— O’Brien es uno de los socios de mi padre — dijo
ella —. Se encarga de disponer de los cadáveres y
cosas por el estilo.
— Tendré que recordarlo — dijo Courtland.
Los observé mientras se alejaban y luego me dirigí
a la ciudad. Busqué a un amigo en el Morning Chronicle
y nos fuimos a beber unos tragos. Cuando salimos del
bar, me llevó de regreso a su morgue periodística y me
permitió hacer algunas averiguaciones.
A la mañana siguiente, cuando salí de la mansión
de Big Tony, me compré un maletín. En los Laboratorios
Bradford le di mi nombre a la secretaria de Grover
Bradford y me senté a esperar.
La secretaria salió del despacho y me dijo:
— El señor Bradford le verá ahora mismo.
Era un despacho enorme, con gruesas alfombras.
Grover Bradford se levantó de su sillón para es-
trecharme la mano. Era un hombre alto y probable-
mente pasaba sus fines de semana en una embarca-
ción.
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Esperó a que me sentara y luego dijo:
— Mi secretaria me ha dicho que pertenece usted
al Departamento de Sanidad.
— Exacto.
Aguardó cautelosamente.
— Señor Bradford — dije —, hace seis meses el
Departamento le ordenó que detuvieran la campaña
de publicidad que hablaba de las ventajas del Du-
erma-fácil. Se le aplicó una multa de quinientos dóla-
res.
Su rostro perdió toda expresión.
— Eso pertenece al pasado. Es un caso cerrado.
Sonreí.
— Eso es correcto. Usted dejó de fabricar el Du-
erma-fácil y pagó la multa de quinientos dólares. Pero
eso no significa nada frente al millón y medio de dóla-
res que usted obtuvo con la venta del mencionado pro-
ducto antes de que el Departamento le prohibiera se-
guir con su elaboración.
Bradford no dijo nada.
— El Departamento trabaja de forma lenta — dije
—. Y algunas personas se aprovechan de esa circuns-
tancia para ganar dinero. Creo que estuvimos experi-
mentando con el Duerma-fácil durante dieciocho meses
hasta que decidimos iniciar las actuaciones pertinentes.
Hice una pausa.
— Y ahora tenemos su nuevo producto, Sueño-8.

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Dos pequeñas píldoras a la hora de acostarse y dor-
mirá como un niño durante ocho horas. Usted comenzó
a fabricar y anunciar el Sueño-8 hace dos meses. Ese
producto le reportará otro millón de dólares antes de
que el Departamento le multe con otros quinientos dó-
lares.
Bradford buscó un puro en la caja. No me ofreció
uno.
Esperé a que lo encendiera y luego dije:
— El Departamento puede actuar de forma lenta.
O puede actuar con celeridad. Puede actuar por un
millón de dólares desde este momento. O desde ma-
ñana.
Me estudió durante un momento.
— ¿Está tratando de decirme que usted tiene algo
que ver con la celeridad del Departamento?
Esta vez fui yo quien no dijo nada. Pero sonreí.
Se inclinó hacia adelante.
— Está bien. Reconozco el chantaje cuando lo es-
cucho. ¿Cuánto quiere?
— No quiero dinero — dije —. Ya me han com-
prado. Quiero felicidad. Para mí. Para usted. Para
todo el mundo.
Sus ojos se entrecerraron.
— Le ruego que sea un poco más explícito — dijo.
— Hace un par de días un hombre vino a verme.
Quería saber si yo podía hacer algo para que el De-
partamento acelerara el trámite del Sueño-8. Eché un
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vistazo al dinero que me ofrecía y le dije que podía
arreglarse. Pero el hombre me dijo que no debía hacer
absolutamente nada a menos que...
Bradford me interrumpió.
— ¿A menos que qué?
— Parece que este hombre tiene una hija llamada
Angelina y quiere que sea feliz. Y su idea de la felici-
dad es que se case con alguien llamado Herbert Brad-
ford.
El puño de Grover Bradford resonó sobre el escri-
torio.
— ¡No lo permitiré!
Me puse de pie.
— Depende de usted, señor Bradford. Un millón o
Herbie.
— Espere un minuto — dijo el —. ¿Durante cuánto
tiempo puede usted retrasar al Departamento?
— Posiblemente dos años — dije —. Si trabajo
duramente en el asunto.
Sus ojos se iluminaron y pareció calcular los riesgos.
Me detuve en la puerta.
— Una cosa más, señor Bradford. A Big Tony le
agradaría ingresar como miembro del Country Club.
Vea lo que puede hacer al respecto.
Aquella noche, en casa de Big Tony, conocí a Mor-
ley Wilson. Era un joven delgado y con una incipiente
calva.
— Es muy complicado entender a mi abuela. Ella
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prohíbe terminantemente que me case con Faustina y
sin embargo no opone ninguna objeción a mi presencia
en esta casa. Incluso me alienta para que venga.
— ¿Has tomado tus tabletas de vitamina C? — le
preguntó Faustina.
Wilson asintió con la cabeza.
Faustina era una muchacha de tez pálida y perma-
necería así hasta que muriese a los noventa y siete
años.
— Creo que no pasará mucho tiempo antes de que
convenza a mi médico que necesito píldoras para la
tiroides — dijo Faustina dirigiéndose a Morley.
— Mira, Morley — dijo Big Tony —. Acabo de
comprar un par de fábricas de conservas en Illinois.
Maíz, guisantes y cosas por el estilo. Te lo cederé como
regalo de bodas.
Wilson consideró la propuesta.
— ¿Cuál es su valor?
— Trescientos mil dólares — dijo Big Tony.
Wilson meneó la cabeza.
— No. No podría dormir por las noches pensando
en los quince millones que perdería.
Herbie Bradford y Angelina entraron en la habita-
ción.
— Mi padre me ha dado permiso para casarme
con Angelina — anunció Herbie con una nota de orgullo
en la voz.
— Y será una boda magnífica — añadió Angelina
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—. Organizaremos una fiesta campestre cuando anun-
ciemos nuestro compromiso.
Al día siguiente, después del desayuno, fui al ga-
raje a buscar mi coche. Cecelia me siguió.
— ¿Más negocios?
— Así es.
— ¿Pero no me dirá de qué se trata?
— ¿Por qué debería hacerlo?
— Porque soy la hija del jefe y porque soy muy
curiosa. Parece que las cosas han comenzado a mo-
verse por aquí y tengo la sensación de que usted es el
responsable. Ahora, ¿por qué no me dice qué se trae
entre manos?
— Tal vez algún día lo haga.
— ¿Cuándo?
— Después de tu boda.

La abuela de Morley Wilson vivía a poco más de


quinientos metros.
Hilda Wilson llevaba pantalones de montar gasta-
dos, mocasines y un jersey.
— Hola, hijito — dijo y se dirigió hacia el apara-
dor —. ¿Le gustaría tomar una copa?
— Es demasiado pronto — dije.
— A mi edad — dijo —, nada es demasiado
pronto. Normalmente es demasiado tarde. Sin em-
bargo, debo decir que no me he perdido muchas cosas.
— Se sirvió medio vaso de bourbon —. Muy bien, hijito,
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¿qué puedo hacer por usted?
— Señora Wilson — dije —, soy escritor. Me de-
dico a escribir las biografías de las familias célebres.
Hay algunos puntos que me gustaría verificar acerca
de la familia Wilson antes de continuar con mi trabajo.
— Continúe, hijito.
— Muy bien — dije —. ¿Es verdad que su marido
inició la fortuna de los Wilson en Colorado usurpando
los derechos mineros de otro hombre?
— Eso fue lo que Bill hizo. Descanse en paz.
— ¿Y aproximadamente un año más tarde mató a
un hombre de un disparo en una pelea de borrachos?
— Le dio justo entre los ojos — dijo Hilda —. Bill
estuvo a punto de ser colgado, pero pudo sobornar al
jurado.
Tenía la sensación de que las cosas no se desarrol-
laban exactamente como yo hubiera deseado.
— Señora Wilson — dije —. Esta biografía no
tiene por qué escribirse.
— ¿Es eso cierto? — Regresó al aparador, sirvió
otro vaso y me lo dio —. Trágueselo, hijito. Creo que lo
va a necesitar.
Cogí el vaso y esperé.
— Hijito — dijo — hasta hoy han sido seis los lla-
mados escritores como usted que han venido a verme
con la historia de que piensan escribir la biografía de
la familia Wilson. Y luego me dicen que pueden olvi-
darse del asunto si les entrego diez mil dólares o una
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suma parecida. ¿Es eso lo que usted tiene en mente?
Bebí mi bourbon y no dije nada.
Hilda Wilson continuó.
— La familia Wilson no es tan conocida, y nadie
daría un centavo por lo que haya hecho en el pasado.
Además, todos mis amigos conocen la historia y lo que
mis enemigos o los desconocidos puedan saber o pen-
sar me da lo mismo. ¿Cuánto pensaba pedirme? ¿Diez
mil dólares? ¿Quince mil?
— No pensaba pedirle dinero.
— Pero seguramente pensaba pedirme algo.
¿Qué?
— No es asunto suyo.
Ella se echó a reír.
— ¿Otro vaso, hijito?
— Traiga la botella — dije —. Y, maldita sea, no
me llame hijito.
La señora Wilson trajo la botella y dos vasos.
— Usted me recuerda mucho a mi esposo. Le lla-
maré Bill.
Acercó una silla.
— ¿Por qué diablos no permite que su nieto se case
con Faustina? — le pregunté.
Sus ojos azules centellearon.
— ¿Conque de eso se trata? ¿Pensaba chantaje-
arme para que autorizara a Morley a casarse con esa
chica? ¿Por qué cree que permito que Morley se pase
todo el tiempo en casa de Big Tony?
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— Ni idea.
— Morley es un estúpido — dijo Hilda —. Tiene
ojos pero no quiere ver. Quiero que se case con Cece-
lia.
Miré mi vaso vacío.
— ¿Cecelia?
— Seguro — dijo ella —. Faustina es muy bonita,
pero Cecelia es la que tiene cerebro y agallas.
Pensé en lo que acababa de decirme.
— Está bien. Pongámoslo de esta manera. Si usted
fuese Cecelia, ¿se casaría con Morley?
La señora Wilson cogió la botella.
— Si él tuviese quince millones de dólares lo haría.
— Big Tony tiene algunos millones — dije —. No
creo que a Cecelia le importe demasiado el dinero.
Permanecimos en silencio mientras vaciábamos de
nuevo los vasos.
Por último, Hilda suspiró.
— Está bien, Bill. Morley no tiene precio y creo que
yo esperaba demasiado. Tal vez él y Faustina lleguen
a ser felices compartiendo sus vitaminas.
Cuando regresé a casa de Tony, estaba colocando
su bolsa de palos de golf en el asiento delantero del
coche.
— ¿Qué te parece? Grover Bradford me ha invi-
tado al Country Club. Tengo la sensación que desde
hoy me aceptarán como miembro.
Aquella noche Morley Wilson vino a la casa.
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— Mi abuela aprueba mi boda con Faustina —
anunció.
— ¿Has tomado tus tabletas de sal? — preguntó
Faustina.
Morley asintió.
Big Tony esperó a que él y yo estuviésemos a solas.
— Apuesto a que has sido tú — dijo —. Y en menos
de cuarenta y ocho horas. — Dio unas bocanadas a su
puro —. ¿Y ahora supongo que te encargarás de Philip
Courtland?
— Seguro.
Decidí visitar a Courtland el lunes, pero no tuve que
esperar tanto tiempo. Él acudió a verme el sábado por
la tarde.
Me estudió por un momento y luego dijo:
— Usted es la mano derecha de Big Tony, ¿ver-
dad?
— Algo así.
— ¿Ha hecho muchas cosas para él?
— Muchas.
Eso pareció complacerle.
— ¿Le gustaría ganar dinero? ¿Una gran cantidad
de dinero?
— No me desagradaría.
Courtland decidió encender un cigarrillo antes de
continuar.
— Tengo algunos almacenes en la ciudad. Si se
incendian, me mostraría muy agradecido. Es un trabajo
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de unos veinte mil dólares.
Sonreí.
— ¿Quiere que prenda fuego a unos almacenes
para cobrar la póliza del seguro? Pensé que tenía un
millón en su cuenta corriente.
Se sonrojó levemente.
— Lo que tenga o deje de tener no tiene ninguna
importancia. ¿Acepta el trabajo o no?
Asentí con la cabeza.
— Está bien. Pero no quiero dinero.
Me miró con suspicacia.
— ¿Y qué demonios quiere?
Por un momento pensé que no se lo diría, pero lu-
ego me decidí:
— Quiero que le pida a Cecelia que se case con
usted.
Sus ojos parpadearon.
— ¿Ese es su precio?
— Ya me ha oído.
Dio unas lentas caladas a su cigarrillo y me miró
con cautela.
— Si esos son los honorarios que usted quiere —
dijo —, lo haré.
Me dirigí hacia la puerta y la abrí.
— Bien, ahora vaya a pedir la mano de Cecelia.
El meneó la cabeza.
— No. Los almacenes primero.
Cuando se hubo marchado decidí servirme una
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copa.
Big Tony regresó del Country Club una hora más
tarde y le conté la conversación que había mantenido
con Courtland.
Se rascó la nuca.
— ¿De modo que quiere que prendamos fuego a
esos almacenes? ¿Qué diablos cree que somos?
— Lo mismo que piensa todo el mundo.
Big Tony meneó la cabeza.
— He estado tanto tiempo en la legalidad que ya
no conozco a nadie que pueda prender fuego a un al-
macén. Tendré que pensarlo detenidamente.
Busqué la botella y me serví otra copa.
Cecelia entró en la habitación y se inclinó sobre mi
sillón.
— ¿Qué ha estado haciendo en California,
O’Brien? ¿Llevando a la gente a dar pequeños paseos
y secuestrando criaturas?
— He estado dirigiendo los drugstores que Tony
compró y he organizado una cadena — dije —. No he
matado a nadie desde que tenía cinco años, pero creo
que ahora podría volver a empezar. — La miré —
¿Qué es lo que hace a Philip Courtland tan especial?
Cecelia parpadeó.
— ¿Especial? ¿Quién ha dicho que es especial?
— ¿Entonces por qué quieres casarte con él?
— ¿Quién ha dicho que quiera casarme con él?
— ¿Entonces no quieres?
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— Naturalmente que no lo quiero.
Miré a Tony, pero estaba muy ocupado buscando
un puro.
Inspiré profundamente y me dirigí al teléfono.
Cuando Philip Courtland se puso al aparato, le dije:
— Encárguese usted mismo de prender fuego a sus
malditos almacenes.
Colgué y miré a Big Tony.
— ¿Qué es lo que pasa?
Big Tony encendió el puro.
— O’Brien, cuando envié a buscarte no pensé que
lograrías casar a Angelina o a Faustina. No creí que
nadie pudiera conseguirlo y no tenía la menor espe-
ranza.
— ¿Entonces para qué me mandó llamar?
Big Tony sonrió.
— Cecelia tiene veintiséis años y pensé que ya era
hora de que se casara. Aun cuando tuviese que llamar
a la Costa Oeste para encontrar a alguien de mi
agrado.
Se dirigió a la puerta y se volvió para decirme:
— El resto corre de tu cuenta, O’Brien. Tú eres el
encargado de esta operación.

Jack Ritchie
Big Tony
Traducción: Gerardo di Masso
Alfred Hitchcock - Relatos de pesadilla
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