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Bajo tu clara sombra

Un cuerpo, un cuerpo solo, un sólo cuerpo


un cuerpo como día derramado
y noche devorada;
la luz de unos cabellos
que no apaciguan nunca
la sombra de mi tacto;
una garganta, un vientre que amanece
como el mar que se enciende
cuando toca la frente de la aurora;
unos tobillos, puentes del verano;
unos muslos nocturnos que se hunden
en la música verde de la tarde;
un pecho que se alza
y arrasa las espumas;
un cuello, sólo un cuello,
unas manos tan sólo,
unas palabras lentas que descienden
como arena caída en otra arena….

Esto que se me escapa,


agua y delicia obscura,
mar naciendo o muriendo;
estos labios y dientes,
estos ojos hambrientos,
me desnudan de mí
y su furiosa gracia me levanta
hasta los quietos cielos
donde vibra el instante;
la cima de los besos,
la plenitud del mundo y de sus formas.

Octavio Paz
Nocturno

Seda oscura sobre tus piernas,


qué paradójico ataúd;
veo surgir de hondas cisternas
los mástiles de la inquietud.

Rueda en el lánguido sulfato


de sus miradas de candor,
el puñal del asesinato
entre los juegos del amor.

Cuando los labios sitibundos


beben en su boca feliz,
se le adelgaza la nariz
como la de los moribundos.

En el ritmo de su cadera
palpitan los flancos del mar,
la sangre de la primavera
y el dulce veneno lunar.

Aunque limpia de desengaños


la joven frente alza marchita;
parece que tiene mil años
como nuestra madre Afrodita.

Rafael López
La copa envenenada
¡Desque toqué, señora, vuestra mano
Blanca y desnuda en la brillante fiesta,
En el fiel corazón intento en vano
Los ecos apagar de aquella orquesta!

Del vals asolador la nota impura


Que en sus brazos de llama suspendidos
Rauda os llevaba -al corazón sin cura,
Repítanla amorosos mis oídos.

Y cuanto acorde vago y murmurio


Ofrece al alma audaz la tierra bella,
Fíngelos el espíritu sombrío-
Tenue cambiante de la nota aquella.

¡Óigala sin cesar! Al brillo, ciego,


En mi torno la miro vigorosa
Mover con lento son alas de fuego
Y mi frente a ceñir tenderse ansiosa.

¡Oh! mi trémula mano bien sabría


Al aire hurtar la alada nota hirviente
Y, con arte de dulce hechicería,
Colgando adelfas a la copa ardiente,

En mis sedientos brazos desmayada


Daros, señora, matador perfume:
Mas yo apuro la copa envenenada
Y en mí acaba el amor que me consume.

José Martí
Venus

En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría.


En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,


que esperaba a su amante bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.

«¡Oh, reina rubia! ¿Díjele?, mi alma quiere dejar su crisálida


y volar hacia ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,

y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar».


El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.

Rubén Darío

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