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Su padre quiso que se educase en Lima y no en Piura; tampoco quiso que permaneciese
al lado de su versada madre. Traído pues a Lima, creció y se educó bajo los cuidados de
Juana Pérez de Infantas, la esposa legítima de su padre, y al lado de su hermanastro,
llamado Felipe Santiago, como su padre.
Su vida en un hogar extraño fue triste. Tenía solo seis años cuando su padre fue derrotado
y fusilado por Andrés de Santa Cruz, tras una sangrienta guerra. Su padre, estando en el
postrero trance de su existencia, no se olvidó de él y es así que lo confió al amparo de su
esposa doña Juana, tal como consta en el conmovedor testamento que escribió en
Arequipa, a 18 de febrero de 1836, pocas horas antes de ser fusilado. El pequeño Carlos
Salaverry siguió a sus familiares en el destierro a Chile. Fue así como su personalidad
empezó a formarse en la soledad, la tristeza y las penurias económicas. Apenas pudo
cursar estudios elementales.
Tras la caída de Santa Cruz en 1839, pudo retornar al Perú. A los 15 años de edad ingresó
al ejército en calidad de cadete, en el batallón Yungay (1845). Sus superiores lo
trasladaron de guarnición en guarnición, acaso por temor de que destacara y siguiera los
pasos de su célebre padre, convertido ya en una leyenda. Así fueron pasando los primeros
años de su juventud, entre las alternativas del servicio y los pronunciamientos militares.
Pero la rigurosa disciplina castrense no calzaba con su temperamento liberal. Le gustaba
más la soledad y el estudio. Parece que en aquellos años se entregó a la lectura furtiva de
Víctor Hugo y Heinrich Heine, naciendo así su decidida vocación por las letras.
A los 20 años de edad se casó con Mercedes Felices, unión apresurada, y que como era
de esperar, resultó efímera y desdichada. Luego se dejó arrastrar por otra pasión amorosa,
esta vez por Ismena Torres, cuya familia se trasladó a Europa, para alejarla de él, y donde
aquella se casó con el hombre que le impusieron. El diario en prosa escrito por Salaverry
para registrar las incidencias de su idilio con Ismena se convirtió después, transpuesto al
verso, en su mejor obra: Cartas a un ángel.
Con la ascensión al poder de Balta (1869), fue incorporado al servicio diplomático, como
secretario de legación, trabajo que le permitió recorrer Estados Unidos, Inglaterra, Francia
e Italia. Antes, ya había publicado la primera edición de su poemario Diamantes y perlas
(Lima, 1869). En Europa editó la colección de poemas titulada Albores y destellos (El
Havre, 1871), obra que incluye tres libros: el del título propiamente dicho, Diamante s y
perlas y Cartas a un ángel.
Se hallaba en París, cuando, al subir en Perú el gobierno civilista de Manuel Pardo, se
enteró de que su cargo había sido suprimido, sin concedérsele derecho a pasaje ni
indemnización alguna. Durante seis años sobrellevó una vida angustiosa en Francia,
llegando al extremo de pensar en el suicidio como única salida a sus problemas
conyugales y amatorios.