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LA CIENCIA DE LO PARANORMAL

Las supuestas experiencias paranormales sirven de antídoto


para lidiar con el luto y para encontrar consuelo en el miedo a la
muerte, haciendo de esa posible existencia del más allá una
puerta con un letrero en el que podemos leer que «quizá, el fin
de la vida no es el final». Sin embargo, existe una explicación
científica detrás de todas estas historias para no dormir.

Los seres humanos sentimos una atracción hacia lo paranormal que roza lo
adictivo. Quizá es porque resulta tranquilizador conocer historias ligadas al
más allá ya que nos permiten afrontar el miedo a morir algún día. A fin de
cuentas, esa es la única certeza de nuestra existencia.
Tal vez al ser humano le apasiona leer teorías conspiratorias sobre
abducciones, avistamientos o señales de vida extraterrestre porque
así mantenemos nuestra curiosidad en efervescencia. Puede que nos
hayamos apropiado de doctrinas tan antiguas como la propia religión en un
ejercicio de disidencia hacia lo convencional, como ocurre con la wicca, la
astrología o la magia blanca.

Independientemente de motivo en cuestión, hay algo que es evidente: todos


estos supuestos fenómenos se alejan de las capacidades humanas y de las
leyes científicas empíricamente demostradas. Sin embargo, la certeza no
atiende a la lógica para gran parte de la población: según informe de la
consultora IPSOS, el 46% de los norteamericanos cree que los fantasmas
son reales, el 32% afirma que los alienígenas han visitado la Tierra y el 10%
piensa que los vampiros y los zombis son un peligro objetivo. Todos ellos
cumplen el primer requisito indispensable para vivir una experiencia
paranormal: creer a pies juntillas que es posible.

Tras la creencia llega la evidencia, o al menos un amago de esta. Los seres


humanos tenemos dos vías para dar sentido a la información nueva: podemos
realizar un razonamiento lógico, tarea que implica gran esfuerzo cognitivo, o
recurrir a heurísticos, pequeños atajos que nos permiten sacar
conclusiones más deprisa porque hacemos criba de la información
«irrelevante».
Ciertas experiencias requieren de una actuación rápida; por ejemplo, al
adentrarnos en una casa abandonada podemos escuchar un ruido, pero la
acuciante sensación de peligro nos exige reaccionar con celeridad ante lo que
acabamos de oír. Aplicar el razonamiento lógico en este caso supondría
analizar cada rincón del lugar hasta dar con la fuente del sonido.
En cambio, los heurísticos nos llevan a sacar conclusiones más
precipitadas, algo útil cuando tenemos prisa o estamos en peligro. Es ahí
cuando aparecen las creencias paranormales, aunque lo ideal
psicológicamente hablando es que, pasado un rato –o cuando recobramos el
aliento tras el susto–, apliquemos el razonamiento lógico para explicar lo que
hemos vivido. El problema es que no todo el mundo es capaz de realizar esta
tarea, tal y como descubrió el psicólogo Gordon Pennycook en un estudio.
Pennycook aplicó a 237 participantes la Prueba de Reflexión Cognitiva, un
instrumento que evalúa la capacidad de inhibir la primera respuesta incorrecta
ante un problema a partir de tres preguntas: «Un bate de beisbol y una pelota
cuestan en total 1,10 dólares. Si el bate cuesta un dólar más que la pelota,
¿cuánto cuesta la pelota?»; «cinco máquinas tardan cinco minutos en fabricar
cinco objetos. ¿Cuánto tiempo tardarían cien máquinas en fabricar cien
objetos?» y, finalmente, «en un lago hay nenúfares y cada día duplican su
extensión. Si tardasen 48 días en cubrir el lago entero, ¿cuánto tiempo
tardarían en cubrir solo la mitad?». En función de las respuestas fue posible
conocer la capacidad de razonamiento analítico de la persona, pero lo más
fascinante es que el estudio reveló que los participantes con peores
resultados creían con mayor firmeza en los fenómenos paranormales.
Al pensamiento intuitivo estudiado por Pennycook se suman otros factores,
por ejemplo, el estado fisiológico en el que se encuentra la persona y la
ambigüedad estimular. No es casualidad que la mayoría de sucesos
paranormales tengan lugar de noche: la somnolencia y la fatiga se suman a
la oscuridad dando pie a una ilusión tan común como el sentido de presencia –
sensación de que estás acompañado por alguien o algo no visible–.
Si además entran en juego emociones muy intensas como la ansiedad o la
tristeza, la probabilidad de experimentar esta distorsión perceptiva aumenta,
tal y como ocurre durante el duelo por la pérdida de un ser querido: cinco de
cada diez personas afirman haber notado su presencia. Estas
pseudoalucinaciones de viudedad, como se las denomina en psicología, nos
ayudan lidiar con la pérdida pues nos sentimos acompañados.
También son un antídoto contra la tanatofobia o miedo a la muerte:
evitamos pensar que algún día no estaremos y que, independientemente de la
religión que profesemos, lo que suceda después de morir es incierto. Sin
embargo, cuando alguien cercano fallece, esa duda se instaura en nuestro
cerebro como un virus y la sensación de presencia surge como una puerta con
un letrero en el que pone «quizá ese no es el final».
Es fácil aferrarnos a cualquier explicación científica cuando las historias para
no dormir son relatadas por otro del mismo modo que nos asustamos –pero no
mucho– al ver una película de terror basada en hechos reales. La lógica se
tambalea al convertirnos en protagonistas de lo paranormal y es que, como
dijo H. P. Lovecraft, «la emoción más antigua y más intensa de la humanidad
es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo
desconocido».

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