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1.

Presentació n
2. Advertencia al lector
3. Primera Parte
1. La paradoja del goce
1. Introducció n
2. Las enigmá ticas lá grimas del goce
3. El deseo y el goce
2. El goce en el origen del psicoaná lisis
1. La primera tesis
2. El Principio del placer y su má s allá
3. Lectura de Lacan del dualismo freudiano
3. Los lazos de Eros y el camino hacia la muerte
1. ¿Puedes perderme?
2. El sentido de la vida
3. El goce del ser viviente
4. Das Ding
5. El “a”: primera localizació n del sujeto en el campo del Otro
6. La categoría del “no-todo”
7. La Cosa de goce, causa del deseo
4. El campo central del goce
1. El goce: satisfacció n de la pulsió n
2. El goce de la pulsió n: realizació n subjetiva de lo imposible
5. Las pulsiones parciales y sus objetos
1. La categoría de objeto parcial
2. Los “objetos a” de las pulsiones parciales
6. Recuperació n del goce perdido y repetició n de la pé rdida de goce
1. El circuito de la pulsió n
2. La pé rdida del objeto y la afá nisis del sujeto
3. El matema de la pulsió n: D
4. La funció n de la pé rdida y el plus de goce
5. Una puntuació n terminoló gica
6. La representació n del objeto caído y su caída en lo real
7. El goce sexual
1. La funció n del falo y el goce sexual
2. El orgasmo y el plus de goce
3. El orgasmo y la caída del falo
4. La angustia y el goce
5. Los tres campos del goce sexual y sus fracasos
6. Los tres campos del Goce Sexual
7. Lugares de fracaso del goce sexual implicados con la funció n del plus de Goce
4. Segunda parte
1. El inconsciente y el goce de la verdad
1. El goce del síntoma
2. Efectos de significado y efectos de escritura
3. El saber, la verdad y la revelació n de la verdad
4. Lo real pulsional y lo real del síntoma
5. La afá nisis del sujeto y el desfallecimiento del Otro
6. El goce del Otro y el Øtro goce de la verdad
7. Relaciones ló gicas entre los diferentes campos del goce
2. El deseo y las marcas del goce
1. El deseo y el acto
2. La letra de goce como causa del deseo
3. Acró polis: Freud ante un deseo imposible
4. La insistencia de la Verdad o el pecado de existir
3. La sublimació n del goce
1. La sublimació n y la é tica analítica
2. El acto creativo
3. Sublimació n y pulsió n
4. Sublimació n y síntoma
5. Tercera parte
1. Juanito entre goces y sombras
1. Freud corrige su explicació n de las fobias
2. El padre como agente de la castració n
3. Antecedentes de la crisis
4. El descubrimiento de la castració n en la madre
5. La angustia es lo que no engañ a
6. El sueñ o traumá tico
7. ¿Por qué el caballo?
2. El goce en la perversió n
1. Las perversiones sexuales
2. Lo que Sacher-Masoch enseñ ó del goce
3. La evitació n de la có pula genital
4. Los problemas que el masoquismo le presentaba a Freud
5. ¿El masoquismo femenino?
6. Dos fantasías masoquistas
6. Cuarta parte
1. El goce de L/a mujer
1. La identificació n sexual de la mujer
2. El clítoris y la vagina
3. La carta de amor y el goce de Dios
7. Glosario
Presentación
No llaman la atenció n las lá grimas en la cara de quien ha perdido un ser amado por muerte o
abandono. Es comprensible el llanto impotente de quien es objeto de una violencia arbitraria o
sufre una gran desilusió n. Un intenso dolor de muelas tambié n puede hacer llorar. Nada nos
interroga cuando las lá grimas brotan a causa de una experiencia de sufrimiento evidente.
Pero hay otras lá grimas que, aun cuando nos parecen naturales, no resultan fá cilmente
explicables: son las que surgen en situaciones de intensa dicha. Lá grimas que aparecen, por
ejemplo, en el momento de un reencuentro largamente esperado, o cuando alguna prolongada y
penosa bú squeda se ve coronada con el é xito. Es habitual ver llorar a quien recibe emocionado
la noticia de un embarazo, o a quien ve por primera vez al hijo recié n nacido. Un orgasmo
particularmente intenso, a veces, desencadena el llanto. La lista es extensa. Estas lá grimas se
presentan, entonces, como signos de algú n desgarro ignorado en el seno mismo de una
profunda experiencia de satisfacció n. Las llamaremos “lá grimas de lo real”.
Las lá grimas de lo real constituyen una buena vía de entrada para nuestra interrogació n,
porque ponen de manifiesto la estructura bifronte (placer y sufrimiento) de aquello que Lacan
ha definido y nombrado como “goce”.

Datos del autor


Norberto Rabinovich: Lic. en Psicología UNBA. Fue Miembro Fundador de la Escuela
Freudiana de Buenos Aires, e integrante de la misma hasta 1998. A partir de esa fecha dictó
seminario en Buenos Aires y durante 6 añ os en Chile. Ex docente en la UNBA y enseñ ó y
supervisó en diversos servicios hospitalarios. Participó en Letrafonía y, actualmente participa de
Lacantera Freudiana. Cuenta con numerosos escritos en publicaciones del país y del extranjero.
Publicó cinco libros:

El Nombre del Padre. Articulació n entre la letra, la ley y el goce


El inconciente lacaniano
Lá grimas de lo real. Un estudio sobre el goce
La letra y la verdad. Posiciones del sujeto ante la ley del inconciente– Psicoaná lisis y
judaísmo
El pecado original del psicoaná lisis.
Lágrimas de lo real
Norberto Rabinovich
Lágrimas de lo real
Un estudio sobre el goce
Diagramación ebook: Marcelo G. Baroni
Corrección: Jimena Timor

1° edición 1998, 2° edición 2005 Homo Sapiens Ediciones. Colección: Clínica de los bordes
Lágrimas de lo real: un estudio sobre el goce. –3° ed.– Buenos Aires: Psicolibro Ediciones, 2013.

Edición de autor, e-book, 2017. Rabinovich, Norberto. Lágrimas de lo real. Un estudio sobre el
goce.

Imagen de tapa: Gustav Klimt


a Guiti

Agradezco a Raúl Yafar por la gran ayuda que significó su atenta y critica lectura de los
manuscritos y a Laura Cagnoni por su colaboración en la ardua tarea de corrección.

También quiero agradecer a Rubén Cusati, amigo de siempre, que me haya brindado su talento
para definir cuestiones de estilo.
Advertencia al lector
Mi propó sito en este libro fue identificar y desentrañ ar una de las cuestiones que má s
dificultades y confusiones ha engendrado en la teoría y prá ctica del psicoaná lisis: el “goce”,
té rmino que adquirió su estatuto conceptual, preciso y riguroso, en la obra de Lacan.
Es un hecho aceptado por todos que Lacan colaboró bastante para que no fuera fá cil penetrar
en su enseñ anza, y muchas veces explicó su tá ctica. La mía es diferente. Pretendí ser tan claro y
simple como me lo permitieran la complejidad del tema y mi propia comprensió n del mismo.
Pero buscando ese objetivo percibo, al finalizar la tarea, que algunos temas quedaron
demasiado amordazados, achatados, forzados y finalmente oscuros. No descarto tampoco la
incidencia negativa que pudieran sumar al asunto mis lagunas o puntos mal comprendidos.
Prevengo al lector acerca de estos bretes, añ adiendo otro, tal vez el má s importante, aquel
que deriva de la perspectiva de lectura que propongo y que es, en muchos puntos,
significativamente diferente de la visió n predominante que circula sobre el tema.

Norberto Rabinovich
Buenos Aires, febrero de 2007
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1.1
La paradoja del goce

Introducción
En lo que respecta al campo del goce, que lamentablemente no se llamará nunca –
porque seguramente no voy a tener tiempo ni para esbozar su bases– que no se llamará
nunca el campo lacaniano como yo hubiera anhelado…1

J. Lacan

El goce no constituye sólo un capítulo de la teoría analítica, ocupa un lugar de fundamento; los
conceptos centrales del psicoanálisis únicamente pueden ser comprendidos en función de la
lógica del goce.
El psicoanálisis nació cuando Freud descubrió que los síntomas neuróticos constituían un
lugar donde el enfermo gozaba. Gozaba sin saberlo. Esos síntomas que producían tanto
sufrimiento eran a su vez modos encubiertos de alcanzar una satisfacción esencial que de otra
manera hubiera quedado reprimida. ¿Por qué tanto trabajo y dolor para gozar? Ese goce debía
contener la razón de su ocultamiento por parte de la conciencia y también la razón de la
angustia que genera su ignorada proximidad. El rasgo principal de la tendencia al goce
descubierto por el psicoanálisis es ir a contramano de los deseos y aspiraciones de la conciencia
del sujeto, de sus intereses, de sus ideales, de su seguridad, y cuando logra imponerse, no lo
hace sin producir una herida en la superficie subjetiva. Con un dejo de ironía Lacan comentó:

Puedo decirles que es muy probablemente eso, en efecto, lo que especifica a esta
especie animal [el ser hablante] es una relación totalmente anómala y rara con su
goce.2

Las enigmáticas lágrimas del goce


No llaman la atención las lágrimas en la cara de quien ha perdido un ser amado por muerte o
abandono. Es comprensible el llanto impotente de quien es objeto de una violencia arbitraria o
sufre una gran desilusión. Un intenso dolor de muelas también puede hacer llorar. Nada nos
interroga cuando las lágrimas brotan a causa de una experiencia de sufrimiento evidente.
Pero hay otras lágrimas que, aun cuando nos parecen naturales, no resultan fácilmente
explicables: son las que surgen en situaciones de intensa dicha. Lágrimas que aparecen, por
ejemplo, en el momento de un reencuentro largamente esperado, o cuando alguna prolongada
y penosa búsqueda se ve coronada con el éxito. Es habitual ver llorar a quien recibe
emocionado la noticia de un embarazo, o a quien ve por primera vez al hijo recién nacido. Un
orgasmo particularmente intenso, a veces, desencadena el llanto. La lista es extensa. Estas
lágrimas se presentan, entonces, como signos de algún desgarro ignorado en el seno mismo de
una profunda experiencia de satisfacción. Las llamaremos “lágrimas de lo real”.
Las lágrimas de lo real constituyen una buena vía de entrada para nuestra interrogación,
porque ponen de manifiesto la estructura bifronte (placer y sufrimiento) de aquello que Lacan
ha definido y nombrado como “goce”. Constituye la meta final e ignorada en la búsqueda de
satisfacción del ser hablante y, al mismo tiempo, se caracteriza por anunciarse bajo la forma de
un oscuro peligro a la integridad del yo.
El sujeto se encuentra profundamente dividido ante el goce: busca alcanzarlo y se protege de
su proximidad. Por eso, cuando accede a él, es a través de un acto que generalmente está
comandado por un impulso inconsciente, no controlable, como sucede en el síntoma. En estos
casos, el impulso no evita el peligro sino que transgrede las barreras de seguridad y, por
consiguiente, el goce es alcanzado al unísono con la consumación del peligro. Las lágrimas de
lo real son un índice de tal conjunción: el sujeto encuentra el goce en el lugar en que se produce
un trauma.
El goce y su contracara, el displacer, por lo general no se muestran simultáneamente. El
sujeto se siente desdichado o culpable por haber gozado y tiende, sobre el goce experimentado,
un manto de olvido. Otras veces, la conciencia ignora que una situación dolorosa es el disfraz
visible de un goce alcanzado. Como muestra la estructura de los síntomas, el sujeto sufre con
su síntoma sin advertir que ahí goza.
Freud descubrió un principio general que guía y regula los comportamientos del sujeto en su
búsqueda de satisfacción, al que llamó “Principio del placer”. Lo más significativo de este
principio es que recorta y descarta un campo donde el placer sería excesivo, y al que el sujeto
no puede acceder por resultarle angustiante, imposible o prohibido.
En relación a ese terreno vedado, el Principio del placer procede en dos direcciones
opuestas: orienta la búsqueda de satisfacción hacia allí y al mismo tiempo erige en torno a él
innumerables defensas que refuerzan su inviolabilidad. Resulta de ello que todos los placeres
permitidos por el Principio del placer son satisfacciones parciales que aseguran siempre un
resto sin alcanzar. Ese resto más allá del Principio del placer ciñe precisamente el
campo central del goce.

Debo aquí recordar que lo que he desarrollado largamente en un año —que he evocado
en uno de nuestros últimos encuentros— bajo el titulo de “La ética del psicoanálisis”
articula que la dialéctica misma del placer, a saber, lo que ella comporta de un nivel de
estimulación, es a la vez búsqueda y evitación, un justo límite de un umbral que implica
la centralidad de una zona interdicta, digamos, porque el placer sería allí demasiado
intenso. Que esta centralidad es lo que designo como el campo del goce,3 el goce,
definiéndose él mismo, como siendo todo lo que realiza de la distribución del placer en
el cuerpo.4

En la medida que el Principio del placer conserve el control sobre las satisfacciones, el goce —
en el sentido que estamos delineando— permanecerá excluido de la experiencia subjetiva. Por
el contrario, el acceso del sujeto a esa zona prohibida llevará la marca del descontrol, de algo
ingobernable, y arrojará al sujeto a lo desconocido, sin la garantía del Principio del placer.

Si hay algo que nos indica el Principio del placer es que si hay un temor es el temor de
gozar, siendo el goce, hablando con propiedad, una abertura de la que no se ve el
límite y de la que no se ve tampoco la definición.5

El deseo y el goce
No resulta posible definir el estatuto del goce sin ponerlo en relación con la estructura del
deseo. Deseo y goce están lógicamente empalmados, pero en una relación que resulta difícil de
advertir.
El deseo se traduce subjetivamente como búsqueda, esperanza, proyecto, promesa. Surge de
un sentimiento de carencia del ser y ese sentimiento lo impulsa a la búsqueda de aquello que lo
colme. Lo que falta al deseante en el ámbito de la estructura subjetiva, aquello que se localiza
como la causa última de su deseo, es, precisamente, el goce tal como lo estamos definiendo.
Lograr que “ese goce deje de faltar” se presenta al deseante como el objetivo al que apunta la
satisfacción del deseo. Pero aquí empiezan los problemas, porque el deseo se muestra
profundamente interesado en persistir como deseo incumplido, en preservar un espacio donde
el goce siga faltando:

A lo largo del curso de una biografía, el tiempo se desarrolla en un sucesivo


evitamiento de lo que siempre ha estado puntuado como el deseo subyacente más
permanente.6

El neurótico encontrará excusas que justifiquen su involuntaria insatisfacción, pero cuando está
“en condiciones de satisfacerlo, es decir no marcado por la impotencia, el sujeto teme mucho la
satisfacción de su deseo”.7 Esta posición subjetiva ante el goce, constituye uno de los rasgos
esenciales del comportamiento neurótico.
Sucede a menudo que cuando alguien está por alcanzar la meta de su deseo, queda invadido
por una extraña inquietud que lo paraliza o lo lleva a encontrar inmensas dificultades en
cuestiones que antes le eran indiferentes, lo que termina por anclarlo en la frustración y la
impotencia. En otros casos la conquista de lo deseado, en vez de aportarle la dicha prometida
termina generando un profundo derrumbe físico o psíquico. También están quienes evidencian
comportamientos destinados a impedir, no ya el acto conclusivo de un deseo, sino la propia
búsqueda del deseo. Por lo general, los neuróticos encuentran razones para justificar la
necesidad de permanecer alejados del camino señalado por sus deseos más centrales e, incluso,
se sienten enaltecidos al sacrificar su satisfacción personal para atender las obligaciones de la
vida. Aceptan resignadamente que esa dicha no les está destinada y admiten con hidalguía la
renuncia a cualquier “exceso”. Sucede también que ciertos deseos llegan a convertirse en
objeto de la más exaltada condena moral.
El obsesivo se comporta de manera inversa a la zorra de Esopo: apetece las uvas cuando le
resulta imposible alcanzarlas, pero cuando el impedimento se esfuma, dice: “No quiero esas
uvas porque están verdes”. La histérica, por su parte, podrá destinar tremendos esfuerzos en
reclamar a su amo lo que desea, pero reaccionará luego con violencia si su demanda es
complacida. Al distinguir las diversas tácticas defensivas del sujeto en la preservación de su
deseo como deseo incumplido, Lacan llegó a construir una especie de nosografía psicoanalítica:
en la histeria la defensa reside en mantener el deseo insatisfecho, el neurótico obsesivo sitúa su
deseo como imposible, mientras que el fóbico emplea técnicas evitativas para alejarse del
objeto o situación deseada.
Todos estos ejemplos ponen de manifiesto lo mismo: que el deseo parece encerrar algún
peligro para el sujeto. Pero si miramos más de cerca, advertiremos que el deseo como tal no
representa ningún peligro; la angustia surge ante la posibilidad de realizarlo. Desear, desear y
nunca acabar de desear… algo que se mantiene como imposible de alcanzar es, finalmente, una
instancia de protección contra el goce:

De manera que, constituyéndose como deseante, no se da cuenta de que, en la


constitución de su deseo, él se defiende contra algo, que su deseo mismo es una
defensa y no puede ser otra cosa.8

En las situaciones descriptas al principio de este capítulo, el signo de algún dolor aparecía de la
mano de una satisfacción plena. Todas ellas tienen en común el hecho de circunscribir
experiencias puntuales en las que el sujeto logra alcanzar lo más deseado, sin que quede ningún
resto de insatisfacción. Esto nos indica que la barrera protectora ante el goce fue transgredida.
Con ello el sujeto algo pierde. No sabe lo que pierde, pero llora.
CAPÍTULO 2.1
El goce en el origen del psicoanálisis

La primera tesis
Transcurría 1895 y Freud, en plena ebullición creativa, estaba ingresando en dominios que
habían permanecido cerrados al conocimiento científico. Avanzaba solo, aunque confiaba en
que su amigo, el Dr. Wilhelm Fliess, le aportaría cierta garantía de verdad a sus
descubrimientos. El 25 de mayo de 1895 le escribió a Fliess:

Dos ambiciones me atormentan. Primero, averiguar cual será la teoría del


funcionamiento psíquico si se introduce el enfoque cuantitativo, una especie de
economía de la energía nerviosa, y segundo, extraer de la psicopatología cuanto pueda
ser útil para la psicología normal. […] Durante las últimas semanas dediqué cada
minuto libre a esta labor; en las horas de la noche, de las once a las dos, me dediqué a
fantasear, comparar y adivinar, renunciando únicamente cuando tropezaba con algún
absurdo o cuando quedaba tan agotado que ya no se hallaba en mí interés alguno por
la actividad clínica de todos los días. En cuanto a los resultados, por el momento no
podrás esperar nada de mí.9

Los resultados no se hicieron esperar demasiado. A comienzos de septiembre de ese año,


mientras volvía en tren a su casa después de un fructífero encuentro con Fliess, febrilmente
entusiasmado redactó la primera y segunda parte del Proyecto de una psicología para
neurólogos, que nunca llegó a publicar. El punto de partida del edificio conceptual quedó
expresado en los primeros párrafos de la primera parte del “Esquema General” donde figura
como la “Primera tesis básica”.
Sostenida aún en los conocimientos científicos de la neurología, esta piedra fundacional del
psicoanálisis presentaba ya una idea totalmente original acerca del estatuto del goce en el ser
humano. Allí sostenía que existía en el sistema nervioso (más tarde hablará en términos de
aparato psíquico) una “función primaria” de descarga de energía, vinculada a la obtención de
satisfacción, función que denominó “Principio de inercia neuronal”. Ésta tendencia sólo
buscaba la descarga completa de energía del sistema nervioso, “es decir, [conducir al sistema]
al nivel (de tensión)= cero”, o sea, a la muerte. Tesis sorprendente, en la cual se afirma que la
búsqueda de satisfacción encuentra su meta en la muerte.
Veinticinco años después, en “Más allá del Principio del placer”, “Freud dió a este
descubrimiento su estatuto teórico definitivo bajo el nombre de Todestrieb, pulsión de muerte.
En el “Proyecto de una psicología para neurólogos”, Freud decía que la función primaria de
descarga transportaba algo así como la sustancia del goce, que denominó “energía libre”.
Debido al carácter mortífero de la tendencia primaria, a fin de satisfacer también los
“apremios de la vida” (Nöte des Lebens), surge una “función secundaria” cuya tarea consiste
en transformar la energía libre en “energía ligada”. Esta función fue denominada Bindung, que
significa ligadura, atadura, enlace, mientras que la función primaria era la responsable de la
Entbindung, la desligadura o liberación de la energía contenida. En el piso inferior sobre el
que se montan los procesos psíquicos, Freud conjetura un antagonismo entre ambas
tendencias, lo cual no invalida su tesis original, que plantea una sola tendencia, la primaria,
mientras que la segunda se deriva de ella para apaciguar su poder destructivo. De todas
formas, la originalidad de su primera tesis reside en afirmar que el aparato psíquico debiera
protegerse, en primer término, del peligro que le amenaza desde adentro “en la persistencia de
la misma tendencia [a la descarga total] modificada en el sentido de mantener por lo menos, la
cantidad [de energía] en el menor nivel posible y defenderse contra todo aumento de la
misma, es decir, mantenerla constante”.10
Este principio regulador de la energía, de control de la descarga para obtener placer y, al
mismo tiempo, evitar el peligro de la irrupción de energía libre llevó inicialmente el nombre de
“Principio de constancia”.
El Principio de constancia ejerce un control hegemónico sobre los intercambios del sujeto
con el medio, pero Freud no hubiera podido conjeturar la existencia de una tendencia a la
descarga total si no se hubiera confrontado con fenómenos disruptivos, compulsivos,
incontrolables, en los que la descarga presentaba un carácter traumático y la satisfacción
despertaba al mismo tiempo displacer. Es decir, con fenómenos donde el Principio de
constancia fallaba y la energía libre se desbordaba. El campo propicio para este estudio lo
aportaron particularmente los síntomas neuróticos.
En el “Proyecto de una psicología para neurólogos” está presentado el carozo conceptual de
la división subjetiva y el consiguiente conflicto psíquico. El fundamento lógico de esta
bipartición se mantuvo intacto a lo largo de las distintas formulaciones del modelo dualista de
las pulsiones.

El Principio del placer y su más allá


En la “Interpretación de los sueños” la dupla Principio de inercia/ Principio de constancia, se
transformó al par de opuestos Principio del placer/Principio de realidad. Esta nueva división
en cierto modo introduce algunas ambigüedades y contradicciones que no estaban presentes
en la tesis original. Por un lado, el Principio del placer figura como el heredero de la función
inercial de la tendencia original, que con el nombre de “Procesos Primarios” circunscribe el
terreno psíquico por donde se desplaza la energía libre; pero por otro lado, Freud le atribuye al
Principio del placer la función de regulador de la descarga, algo que en el modelo anterior
quedaba en manos del Principio de constancia.
Producido este corrimiento, la función de ligar lo no ligado del goce quedó a cargo del
Principio de realidad. ¿Cuál es el problema teórico que acarrea esta nueva partición? Que el
elemento traumático de la descarga, punto clave del descubrimiento freudiano, queda
subsumido en un principio que estaba destinado a frenarlo, a protegerse de él. Es decir que
dentro del Principio del placer Freud ubicó la función de preservar el aparato psíquico
aminorando la descarga y, contradictoriamente, la de liberarse de las ataduras que impone
ese principio.
En el año 1920, volvió a brindarle al factor letal del goce un estatuto independiente del
Principio del placer. O sea, retomó el carozo postulado en su primera tesis básica del Proyecto.
Los dos principios lógicos identificados en la “Interpretación de los sueños” con la ligadura y la
desligadura quedaron, en este nuevo modelo conceptual, referidos a la Pulsión de vida y la
Pulsion de muerte o, en otros términos, con Eros, definido como la tendencia universal a la
reunión, al enlace, la unificación, y Tánatos, la tendencia más primitiva que, a la manera del
automatismo de repetición traumática, avanza indómita en la destrucción de las ligaduras,
orientándose en último término hacia la muerte. En el “Escrito” de “La carta robada”, Lacan
retomó la cuestión en estos términos:

El automatismo de repetición (Wiederholungszwang) aunque su noción se presenta en


la obra aquí enjuiciada [Mas allá del Principio del placer], operando como destinada a
responder a ciertas paradojas de la clínica como los sueños de las neurosis traumáticas
o la reacción terapéutica negativa, no podría concebirse como un añadido, aun cuando
fuese para coronarlo, al edificio doctrinal. Es su descubrimiento original lo que Freud
reafirma en él. Lo que aquí se renueva se articulaba ya en el Proyecto.11

El principal obstáculo epistemológico con el que se enfrentó Freud, giró en torno al estatuto de
la Sexualtrieb. Muchos datos extraídos de la clínica le indicaban que la sexualidad humana
contenía algún elemento traumático para el yo, razón por la cual era rechazada por los
procesos defensivos. ¿Pero cuál era el factor traumático de la sexualidad? ¿Cómo entender que
la energía sexual, la libido, algo tan profundamente articulado con la búsqueda de uniones, de
lazos, de acoplamientos, pudiera ser a su vez portadora de la repetición traumática, o sea,
instrumento de la desligadura? Freud intentó justificar de muchas formas el montaje que
estableció entre la función sexual y la función traumática y, a nuestro juicio, la explicación
sostenida por él con mayor fuerza fue que el carácter peligroso o traumático de la pulsión
sexual no se debía tanto a la estructura interna de esa tendencia sino a que ella, por estar
“fijada a las primeras cargas de objeto incestuosas”, chocaba contra la barrera cultural de la
prohibición del incesto. La defensa contra las pulsiones sexuales no se originaba en el hecho de
que su descarga fuera en sí misma traumática, sino en que esa descarga llevaba al yo a
enfrentarse con un peligro exterior.
En “Más allá del Principio del placer” Freud confesó su derrota en el intento, largamente
perseguido y frustrado, por cohesionar en una misma tendencia dos principios opuestos:

Constituyó un obstáculo en nuestra ruta mental el no haber podido demostrar en la


pulsión sexual aquel carácter de obsesión de repetición que nos condujo al hallazgo de
las pulsiones de muerte… [puesto que] lo esencial de los procesos provocados por la
pulsión sexual continúa siendo la fusión [es decir, la Bindung] de los cuerpos de dos
células.12

Presentamos un sintético esquema de la evolución de las distintas concepciones freudianas del


modelo dualista, basadas en la distribución de las dos funciones que hemos aislado como los
puntos de apoyo lógicos de la problemática general del goce: Bindung/Entbindung.

Ligadura Desligadura
Principio de constancia. Principio de inercia.
Principio de realidad. Principio del placer.
Pulsiones del yo. Pulsiones sexuales.
Eros/Principio del placer/ Pulsión de vida (pulsiones del Tánatos/Automatismo de
yo y pulsiones sexuales). repetición/Pulsión de muerte.

Lectura de Lacan del dualismo freudiano


El sello fuerte del dualismo freudiano es retomado y conservado en la obra de Lacan, aunque
en otros términos. El punto de partida de su enfoque reside en que el ser hablante se constituye
como tal en el campo del lenguaje, lo cual determina que las satisfacciones de orden natural de
su organismo quedan subordinadas a las necesidades que impone el orden simbólico en el
terreno subjetivo. La referencia primordial al dualismo, en la enseñanza de Lacan, se
corresponde con la heterogeneidad entre organismo y significante. Pero esta separación entre
cuerpo y lenguaje no es sino una condición lógicamente anterior a la división del sujeto ante el
goce, ya que la estructura biológica del ser hablante queda excluida de la superficie topológica
del sujeto, aunque anudada a ella. El dualismo de las tendencias, unión/desunión, es interno a
la estructura del sujeto. El par antitético naturaleza y lenguaje se redobla así, en el interior del
campo del sujeto, entre una superficie donde se sitúan los efectos de alienación al lenguaje y
otro campo, heterogéneo, donde se localiza una especie de vacío interior que ciñe aquello que
de la naturaleza biológica no ingresó en el orden del lenguaje. Este residuo no ligado al
significante se instituye como algo real interno al campo del sujeto, y fue identificado por
Lacan como referente central y primordial de todo lo que circula como goce en el sujeto.
En la perspectiva de Lacan, el término “goce”, empleado para designar un “lugar” en la
superficie topológica del sujeto, tiene su alcance primero y radical por su implicación con el
campo de lo real. Lo real es el goce. Paralelamente, en su acepción “subjetiva”, el “goce”
designa los fenómenos de “repetición de lo real”. El “goce”, en tanto real, se sitúa más allá de la
campo de alienación del sujeto al sentido y la significación del lenguaje.

En el “Mas allá…” Freud dice que tenemos que tener en cuenta esa función que se
llama repetición. Veamos lo que articula: lo que necesita la repetición es el goce.13

La repetición del goce, en las diferentes modalidades que iremos abordando, signa en el orden
de la experiencia subjetiva un punto de ruptura, de corte de las ligaduras, una trasgresión del
límite estructural impuesto por el Principio del placer.

El Principio del placer es esa barrera al goce y ninguna otra cosa.14

El Principio del placer mantiene un límite en relación al goce […].15

Es lo que se llama el Principio del placer: no nos quedemos allí donde gozamos porque
¡Dios sabe a dónde nos puede conducir!16

¿A dónde nos puede conducir? Freud afirmó que nos conduce a la muerte. Y Lacan no lo
contradijo sino que reforzó esta tesis. Refiriéndose a la pulsión de muerte freudiana, dijo Lacan:

Y en tercer lugar no hay síntesis, a menos que ustedes llamen síntesis a esta
observación: que no hay más goce que el de morir.17
CAPÍTULO 3.1
Los lazos de Eros y el camino hacia la muerte

Puesto que el camino hacia la muerte, no es nada más que lo que llamamos goce.18

¿Puedes perderme?
Freud y Lacan ubican el pináculo del goce del ser hablante en la muerte. Éste, insistimos, es el
punto más oscuro e incomprendido que ha planteado el psicoanálisis y también el punto donde
radica su mayor originalidad.
Ciertos rodeos especulativos hechos por Freud para fundamentar la existencia de la pulsión
de muerte (Todestrieb), tal como asentarla en una supuesta tendencia de lo viviente a volver a
un estado anterior, inorgánico, no sólo no son pertinentes con el campo de su investigación sino
que se desvían y entorpecen la comprensión del problema.
La pulsión, según él mismo explicó, es una tendencia específica de un sujeto y no debe ser
confundida con una tendencia del organismo.
Por consiguiente, cuando la muerte es planteada como el fin de goce de la pulsión, a dicha
muerte es preciso concebirla en el ámbito de la subjetividad. Lo que la caracteriza no se apoya
en el cese de los signos vitales, sino en una experiencia subjetiva traumática del orden del
desfallecimiento o disolución de los límites del ser, es decir, una experiencia que implica la
pérdida de la consistencia imaginaria del yo o, como un equivalente menor, la pérdida
subjetiva de la integridad del ser corporal.
Uno de los principios del funcionamiento de la pulsión es la repetición. La pulsión siempre
busca reencontrar o repetir un goce que, en el origen, por más mítico que lo postulemos,
ingresó al terreno del sujeto, y desde allí se erige en la matriz de la repetición. El proceso de
muerte biológica individual se refleja, sin duda, en el campo subjetivo, pero no habría después
de la muerte ningún sujeto para hacer de ello la meta de su búsqueda. La muerte, dijo Freud, no
tiene inscripción psíquica y sólo hay registro de la castración como equivalente de la muerte.
Por consiguiente, sólo en el ámbito de la repetición de un trauma, que por definición está
adscrito a la lógica subjetiva de la castración, es que puede hablarse de pulsión de muerte.
Es preciso entonces postular, en el origen de la repetición de la pulsión llamada “de muerte”
por Freud, un trauma, un trauma propio de la estructura del sujeto y no del viviente. Lo que la
pulsión busca reeditar es un trauma originario y, por consiguiente, cernimos el ámbito del
automatismo de repetición (Wiederholungszwang), en la reedición de un evento subjetivo del
orden de una castración.
Mucho más claro hubiera resultado si, en vez de hablar de “pulsión de muerte”, Freud
hubiera hablado de “pulsión de castración”, pues permitiría comprender más fácilmente que
en dicha pulsión se trata de la efectuación de un trauma en el registro del ser y no del cuerpo
real. Los fenómenos que llevaron a Freud a conjeturar la función de “desligadura”
(Entbindung) característica de los fenómenos de la repetición traumática, no se referían
centralmente a actos autodestructivos, sino al trauma psíquico, presente por lo general de
manera encubierta en el origen de los síntomas neuróticos tanto como en su repetición; incluso
en actos sintomáticos tan triviales como perder el paraguas o los anteojos, o en sueños en que
el soñante padece una situación adversa a su seguridad o su conveniencia, la dimensión
traumática del fenómeno es evidente. Cuando las cosas llegan al extremo de pasajes al acto
autodestructivos, el referente último a destruir sigue siendo el ser del sujeto: con el fin de
“desapare–ser” el sujeto borra de la escena su cuerpo o corta, arranca o lesiona una parte del
cuerpo o sus prolongaciones objetales que simbolizan a ese ser. De todas maneras, que
sustituyamos la noción de muerte por el concepto de trauma sólo nos permite precisar mejor
los términos del problema: pero ¿por qué el trauma es el referente último del goce?
En todos los casos, el sujeto que padece el trauma no es sino una mitad del sujeto, aquella
donde está implicada la consistencia imaginaria del yo inserta en las redes simbólicas de su
singular realidad subjetiva; mientras que la otra mitad del sujeto, desde donde parte el
impulso a la repetición traumática, queda “complacida” con la repetición traumática.
El goce, en sentido estricto, tal como lo encontramos definido en la obra de Lacan, se
erige como el gran enemigo del ser del sujeto y no de la vida real. A su vez, el ser tiene sus
propias aspiraciones libidinales.
La estructura imaginaria del yo y la organización narcisista del sujeto se constituyen en el
lugar del Otro, y el niño reconoce e identifica su ser corporal como siendo un objeto libidinal de
la madre. El estatuto lógico de todo objeto del deseo sólo puede ser comprendido por referencia
a la experiencia subjetiva de una carencia. Aunque el deseante nunca llegue a saber de qué
carece, la dimensión subjetiva de la falta —algo diferente de cualquier necesidad orgánica—
engendra el sentimiento de incompletud y la sed del complemento. A ese lugar de complemento
del ser materno es convocado el niño por el deseo de la madre y es allí donde adquiere su
primera identidad: ser el falo de la madre.
Las tendencias reguladas por la función del Eros se orientan, pues, en una búsqueda que
implica alcanzar la Bindung, la “ligadura” entre “el todo” (representado inicialmente por la
madre) afectado por una carencia y “la parte” faltante. El goce al que apunta el Eros estriba, en
último término, en la conquista imaginaria de la completud, la unificación, la totalización entre
el ser y el Otro. Pero lo que estamos definiendo con el término goce, en sentido estricto, no es
aquello hacia lo que se dirige el Eros sino lo opuesto, el goce articulado a la función primaria
de desligar, el goce en tanto portador del factor letal, el goce como agente separador universal.
Porque el ser se constituye simbólicamente como parte del Otro, la primera intrusión del goce
en el seno de los lazos eróticos adquiere la forma de la desaparición del ser.

El primer objeto que propone [el sujeto] a este deseo parental cuyo objeto [el falo] es
desconocido, es su propia pérdida19 –¿Puedes perderme?–. El fantasma de su muerte,
de su desaparición, es el primer objeto que el sujeto tiene que poner en juego en esta
dialéctica, y en efecto lo pone, por mil razones lo sabemos aunque solo sea por la
anorexia mental. También sabemos que la fantasía de su muerte es comúnmente
esgrimida por el niño en sus relaciones de amor con sus padres.20

Nuestra lectura del principio dualista en la perspectiva elaborada por Lacan nos lleva a situar
la estructura del deseo como vehículo de la Bindung, mientras que la pulsión es oficiante de la
Entbindung, de un corte que busca restituir algo separado. En esta perspectiva, el deseo
quedará adscripto bajo la égida de Eros, y la pulsion es pulsión de muerte o castración. Entre
ambos, se ubica la frontera donde se asienta la función de la angustia. El modelo dualista en
Lacan no confronta dos pulsiones sino que se refiere al contrapunto entre deseo y pulsión.

El sentido de la vida
Muchas madres se sienten con derecho a castigar a sus hijos si ellos, accidental o
intencionalmente, se lastiman. Los chicos aprenden desde muy temprano que no les está
permitido atentar contra su integridad física, su salud o su bienestar. Si evitan, por ejemplo, el
peligroso y tentador juego de poner los dedos en los agujeros del enchufe, no es para impedir el
golpe de la electricidad, sino el de los padres. La madre italiana, cuenta un conocido chiste,
amenaza a su hijo: “si te pasa algo te mato”. Mientras que la madre judía lo amedrenta
diciendo: “si te pasa algo me muero”. En los dos casos, cuidar la propia vida es, para el niño,
cuidarla siempre como propiedad del Otro.
La forma original y universal que adquiere la demanda materna dirigida a su cría es demanda
de presencia. El requisito de la vida es la condición de todo lo demás. La incorporación de esta
demanda en el niño, da lugar a la más primitiva conformación del superyó. Vivir, en el inicio, se
impone como un imperativo al sujeto que responde a la demanda de no faltarle al Otro. El
propio deseo del niño es el de ser aquello que le hace falta a la madre.
En el interior de esta primera estructura donde se constituye la realidad del sujeto, la
posibilidad de desaparición del yo se anuncia al sujeto como una doble amenaza: dejar de ser —
el falo—, y que el Otro pierda su objeto deseado. La pulsión llamada de muerte, desde el inicio,
ataca la ligadura imaginaria entre el sujeto y el Otro materno.
Como el derecho a la vida ocupa un primer plano en el reinado de la ley jurídica, poco
se advierte que proteger su vida, para el ser hablante, es algo que responde a la demanda
del Otro. Las sociedades modernas establecen que la vida de sus ciudadanos es un bien
que el estado debe tutelar, cuando no directamente un bien de Dios.
El vocablo “suicidio” es de aparición tardía —aproximadamente 1700—, y deriva de la palabra
inglesa homicidio. Anteriormente se utilizaban expresiones tales como “auto homicidio”, “auto
asesinato”, que denotaban la dimensión delictiva atribuida al acto. En el Concilio Vaticano de
Arlés del año 452, se calificó al acto de quitarse la vida como “obra del demonio”. En el Concilio
de Praga, unos años después, se establecieron sanciones penales para los suicidas que
sobrevivieran al intento. En Europa, durante el medioevo, el suicida estaba considerado como
un vil criminal. Los cadáveres de aquellos que habían transgredido esta prohibición eran
mancillados, sometidos a brutales degradaciones y arrojados a basureros públicos. En Francia,
hasta fines del siglo XIX, subsistían leyes de confiscación de bienes del suicida y prácticas de
difamación. En Inglaterra los sobrevivientes de un intento suicida fueron castigados con cárcel
y azotes… hasta 1962.21
Aunque no en todas las culturas ni en todos los períodos de una misma cultura la elección de
la propia muerte ha sido un acto tan sistemática y severamente castigado, la significación
pecaminosa del acto suicida está presente en todas las religiones cuando está desligada de una
finalidad religiosa o altruista. Lacan explica que, cuando el viviente ingresa al lenguaje, su vida
queda significada por el Otro, es decir, sujetada o sometida a las vacilaciones del deseo
del Otro. Consecuentemente, la muerte aparece para el sujeto parlante como el designio
de su libertad.

El goce del ser viviente


¿Gozan las plantas con la lluvia después de una sequía? ¿Goza la abeja cuando liba el polen o la
leona cuando se acopla con el león? Aun cuando no tengamos respuesta a estas preguntas
podemos aseverar que los seres vivientes, excluyendo a los humanos, satisfacen sus
necesidades biológicas o instintivas sin que esto suscite en ellos ningún desgarro o conflicto
interno. El ser hablante, por el contrario, tiene una vinculación muy poco natural con sus
necesidades y una relación altamente conflictiva con el goce de su propio cuerpo.
Para alcanzar la satisfacción de sus necesidades vitales, la cría humana requiere de la
presencia del Otro, quien las recibe y las interpreta en calidad de demandas articuladas por el
lenguaje. En adelante, la relación del sujeto con sus necesidades más naturales queda
plasmada en demanda y alienada en el circuito del lenguaje que le impone la condición de
adecuarse al código del Otro para que sea reconocida y comprendida como mensaje. De este
modo, la satisfacción de las necesidades orgánicas queda subordinada a la satisfacción de la
demanda.
De la capacidad del Otro dependerá que la demanda encuentre una respuesta adecuada, pero
es el Otro quien tiene el poder omnímodo de decidir lo que es o no adecuado.
La demanda del sujeto se estructura, se moldea y se somete a la demanda del Otro. Por ello,
en el horizonte de su propia demanda, el sujeto incluirá algo que está oculto detrás de la
demanda, el deseo del Otro.
En el otro extremo del circuito, y excluido del campo del Otro, está el cuerpo real, sede de lo
que Lacan denomina el “goce del cuerpo” o “goce de la vida”.

El goce no puede ser para nosotros sino idéntico a toda presencia del cuerpo. El goce
no se aprehende, ni se concibe sino por lo que es cuerpo.22

No me es dado ni dable otro goce que el de mi cuerpo […].23

El ser hablante queda irremediablemente enajenado de las satisfacciones que demanda


su cuerpo, pero, en última instancia, el goce del sujeto implica recuperar el goce de su
propio cuerpo.

¿Dónde yace el goce? ¿Qué hace falta ahí? Un cuerpo. Para gozar hace falta un cuerpo.
Aun quienes prometen beatitudes eternas, no pueden hacerlo más que suponiendo que
ahí el cuerpo se vehiculiza, glorioso o no, tiene que estar. Hace falta un cuerpo. ¿Por
qué? Porque la dimensión del goce para el cuerpo, es la dimensión del descenso hacia
la muerte.24

La paradoja que plantea Lacan, por la cual “gozar del cuerpo”, es decir, gozar de la vida, puede
definirse como un descenso del sujeto hacia la muerte, se aclara si, como ya dijimos,
consideramos que la muerte en cuestión remite a la desconsistencia del ser y no a su condición
de viviente. Para alcanzar el goce de su cuerpo, el sujeto deberá ingresar en un campo exterior
al de la realidad subjetiva, o lo que es lo mismo, ausentarse del campo del Otro. Esta salida
hacia lo real conjuga el goce de la vida con la dimensión subjetiva de la muerte. Por ello
corregiremos la afirmación de Freud en este punto, para sostener que lo que él denominó
“pulsión de muerte” es aquello que en el ser hablante se relaciona más estrechamente con lo
que podemos llamar su instinto de vida (instinto y no pulsión), en vez de ser su antagonista.
En uno de los primeros Escritos, Lacan afirmó:

No es en efecto una perversión del instinto, sino esa afirmación desesperada de la vida
que es la forma más pura en que reconocemos a la pulsión de muerte.25

Reubicada la problemática general del goce en el ser hablante a partir de su relación a un goce
vital y lógicamente anterior al advenimiento del sujeto al mundo, nos preguntamos: ¿de qué
modo se establece la conexión entre estos dos órdenes heterogéneos, orgánico y subjetivo, si,
por definición, el cuerpo real no entra en la estructura del sujeto sino por medio de la imagen
del cuerpo y los efectos del significante?
Freud abordó la relación entre soma y psique postulando que era la pulsión la que ejercía la
función de conectora entre ellos. Lacan, por su parte, precisando el valor de la conjetura
freudiana, postulará que el empalme entre “carne y significante”, entre “naturaleza y cultura”,
no se asienta en la anatomía ni en el lenguaje, sino en un agujero real situado en la superficie
topológica del sujeto, aquel que Freud identificó como “el objeto profundamente perdido” y
que
Lacan escribió “a”. Es un conector estructural entre la vida y la subjetividad en la medida que
es real como el organismo y, al mismo tiempo, forma parte del campo del sujeto. Es una especie
de testaferro del goce del viviente en la superficie del sujeto.

Das Ding
Ya en sus primeras elaboraciones acerca de la génesis del aparato psíquico, Freud había
planteado la cuestión del goce perdido, del goce añorado como causa de toda búsqueda de
satisfacción. Conjeturó la existencia del tiempo mítico en la constitución del sujeto de una
“primera experiencia de satisfacción” coincidente con la primera mamada. El goce
experimentado, dijo, engendra la primera inscripción mnémica, y el objeto dador de satisfacción
permanece exterior al lugar de la inscripción, es decir, al aparato psíquico. Este objeto se
constituye entonces en la sede absoluta del goce a reconquistar, en el referente primordial de la
recuperación subjetiva del goce, y se comporta para el sujeto como un polo atractor de todas
sus tendencias. Freud afirmó que para el ser humano la búsqueda del goce es un intento de
repetir un goce ya experimentado y, en último término, recuperar (alucinatoriamente) la
primera huella perceptiva de la primera experiencia de satisfacción, equivalente al reencuentro
imposible del objeto profundamente perdido. En el Seminario VII, Lacan dice:

Das Ding, en efecto, debe ser identificada con el Wiederzufinden, la tendencia a volver
a encontrar, que para Freud, funda la orientación del sujeto humano hacia el objeto.26

Para Freud das Ding estaba ubicado afuera (Äusseres) del sistema de las Vorstellungen o
representaciones psíquicas. Sin embargo, posee propiedades que la distinguen de los objetos
del mundo externo, pues, aunque radicalmente ignorada, al mismo tiempo, mantiene una
íntima relación con el sujeto. No se trataría de un objeto de la realidad fuera del alcance de los
sentidos, sino de algo radicalmente incognoscible. Este registro de lo imposible de conocer es
la exacta definición lacaniana de lo real.
Que la Cosa esté excluida de la red de los signos y símbolos mnémicos significaba para Freud
que se situaba en el exterior del campo del sujeto. Lacan introdujo una reformulación
conceptual al estatuto de la Cosa al plantear que ella no es externa a la superficie topológica del
sujeto, sino que forma parte de ella. Postuló así un fundamento diferente en la comprensión del
estatuto del campo del goce cuyas consecuencias teóricas y clínicas son decisivas.
Por referir la primera experiencia de satisfacción al primer contacto del bebé con el pecho de
la madre, la Cosa de goce perdida queda ubicada por Freud como un referente materno. La
nostalgia por el goce experimentado por primera vez, orientaría al sujeto hacia un goce de
carácter incestuoso. Desde esta perspectiva, recuperar el goce perdido, quiere decir recuperar
el instante mítico de fusión entre el sujeto y el objeto materno. Estaríamos definiendo el
terreno de la búsqueda de una ligadura sexual. Para Lacan, en cambio, la Cosa (que escribe
simplemente con la letra “a”), es la pata real del sujeto que ingresa a la vida psíquica en calidad
de ausente de su estructura simbólica e imaginaria.

La alienación consiste en ese vel que —si la palabra “condenado” no produce


objeciones por su parte, la recojo— condena al sujeto a no aparecer más que en esta
división que acabo, me parece, de articular suficientemente al decir que si aparece por
un lado como sentido producido por el significante, por el otro aparece como
afánisis.27

Das Ding localiza así esa parte mitad del sujeto donde éste aparece como desaparecido del
campo del Otro. El Otro queda así definido como un campo sin goce, donde el goce está en
falta. Dijo Lacan:

[…]aquello que, en mi discurso, yo aíslo y distingo como el goce, siendo el goce este
término que no se instituye más que por su evacuación del campo de Otro […].28

Se desprende así un principio básico: si para el ser alienado al lenguaje, el goce es lo que se
establece como excluido, ese goce solo podrá ser alcanzado recorriendo el camino inverso al de
pérdida inicial de la operación de alienación; lo realiza en el acto de repetir la exclusión
inaugural del campo del Otro, es decir, desapareciendo de la representación.

Un analista lo notó, a otro nivel, e intentó representarlo con un término que era nuevo,
y después nunca ha sido aprovechado en el campo del análisis: la afánisis, la
desaparición. Jones, que la inventó, la tomó por algo bastante absurdo, el miedo a ver
desaparecer el deseo. Ahora bien, la afánisis hay que situarla de una manera más
radical al nivel en el que el sujeto se manifiesta en ese movimiento de desaparición que
he calificado de letal. Incluso de otra manera, a ese movimiento le he llamado el
fading del sujeto.29

El “a”: primera localización del sujeto en el campo del Otro


El sujeto comienza con el corte, la caída del “a”. En el Otro no hay sujeto en el origen.
El dasein del sujeto está en el “a”: sustancia gozante.30

Este “a” en tanto que, aquí lo ven, representa, soporta, presentifica, al comienzo, al
sujeto mismo. 31

Aquí, la expresión “el sujeto mismo” realza la posición de Lacan que sostiene que la función
“sujeto” se sitúa siempre en la dimensión del corte afanísico con el Otro. A este sujeto lo escribe
con el matema . Pero también emplea el término “sujeto” para referirse a la otra mitad, el
sujeto sujetado en los efectos de sentido generados por el discurso del Otro.
En tanto real, el “a” sitúa estructuralmente al sujeto en tanto caído, excluido, forcluido,
separado del Otro y, al mismo tiempo, como la parte que falta al ser del sujeto. Por esta razón,
el goce, la Cosa de goce, se convierte en el operador estructural de la Entbindung.32 Por su
parte, la función de ligadura está centrada en la tarea de obturar el a–gujero y reunir las partes
separadas.

La categoría del “no-todo”


Lacan empleó la categoría del “no–todo” para definir el estatuto lógico de La Cosa: en el sujeto
del significante, “no–todo” es significante. El “no–todo” no desmiente la afirmación general de
que “todo” esta sostenido en la estructura del significante, sino que la descompleta. Por
ejemplo, si definimos la fotografía de un tigre como un conjunto al que designamos “todo”,
diremos que un agujero en su superficie, no una mancha en la imagen fotográfica, sino un
agujero real en el papel, ocupará en ella el lugar del “no–todo”.
En la superficie del papel está la representación imaginaria del tigre; pero el tigre, “el otro
tigre”, parafraseando a Borges, “el de caliente sangre, el que diezma la tribu de los búfalos”33,
no está en la foto. El otro tigre también está ausente en la palabra tigre, que se aúna con la
imagen y la transporta a un mundo de tropos literarios, pues “el hecho de nombrarlo y
conjeturar su circunstancia, lo hace ficción de arte y no criatura viviente de las que andan por
la tierra”. Además, encontramos en la misma foto una forma distinta a las anteriores de hacer
presente en el “todo” al tigre ausente; nos referimos al orificio que hemos identificado con el
“no-todo”. Aunque no esté forjado con el verbo ni con la imagen, el agujero forma parte del
“todo” que identificamos con la foto del tigre. No todo en la foto del tigre esta comprendido en
los registros simbólico e imaginario, el “no-todo” es algo real que presentifica, en la superficie
de la foto del tigre, al tigre ausente. El agujero hace las veces de representante no
representativo del tigre real, y lo hace doblemente: a) porque en el agujero no esta el tigre real,
y b) porque en el agujero falta la representación, simbólica o imaginaria, del tigre.
El papel fotográfico virgen nos sirve para ilustrar la superficie topológica de la memoria
como el lugar donde se inscribe el conjunto de representaciones del sujeto a advenir. La vida,
como el tigre de sangre caliente, no está ni estará nunca en la superficie donde está
representado.
El conjunto formado por las huellas mnémicas, el todo, conforma la superficie topológica
del sujeto, aunque en ella también incluimos al “a” que, sin embargo, carece de
representación. El “no–todo” presentifica en el sujeto, de manera real, al gran ausente, el
goce de la vida.
La Cosa de goce, causa del deseo
El “no–todo” se traduce subjetivamente como el goce que falta al sujeto, el goce que
experimenta perdido y por consiguiente el goce a recuperar. Por ello el “a” tiene la función de
causa del deseo, causa desconocida de una atracción y, al mismo tiempo, fuente de angustia.
Hay una heterogeneidad topológica esencial entre la Cosa y los objetos del deseo; dado
que estos últimos están moldeados por lenguaje, quedan subordinados al Otro,
particularmente al deseo del Otro.

Es de esencia: pues el deseo viene del Otro, y el goce está del lado de la Cosa.34

Para realizar el deseo y conquistar el goce sería preciso al deseante ir más allá del mundo de las
representaciones de lo deseado, más allá de su realidad subjetiva y atravesar la frontera de la
angustia que lo separa de la Cosa. Esta trasgresión, sin embargo, ya no es asunto del deseo,
sino de la pulsión. La realización subjetiva del goce implica un acto transgresivo a la ley del
Principio del placer que es la ley del deseo.

Saben ya por cierto número de abordajes, y especialmente el que realicé en aquel año
[1960, el seminario de la Ética], que a ese goce es preciso concebirlo tan míticamente
que deberíamos situar su punto como profundamente independiente de la articulación
del deseo, esto porque el deseo se constituye más acá de esa zona que separa uno de
otro, goce y deseo, y que es la falla donde se produce la angustia.35

Por estar causado por la Cosa pero orientado hacia objetos sustitutos, el deseo contiene un
límite interno respecto al goce y adquiere el carácter de una defensa contra él.
CAPÍTULO 4.1
El campo central del goce

El goce: satisfacción de la pulsión


Lacan introduce de manera conceptual la categoría de “goce” a lo largo del “Seminario VII”. En
un pasaje que trascribimos a continuación planteó por primera vez que con la palabra goce, tal
como estaba empezando a precisarla teóricamente, designaba la satisfacción de la pulsión:

El problema del goce, en tanto éste se presenta como hundido en un campo central de
inaccesibilidad, de oscuridad, de opacidad, en un campo cercado por una barrera que
hace difícil su acceso, tal vez imposible, en la medida que el goce se presenta no pura y
simplemente como la satisfacción de una necesidad, sino como satisfacción de una
pulsión, en la medida que este término necesita la elaboración compleja que trato de
articular ante ustedes.36

En este pasaje Lacan hace referencia a los dos sentidos de la palabra “goce” que hemos
distinguido. Un sentido objetivo: el goce “se presenta como hundido en un campo central de
inaccesibilidad, de oscuridad, de opacidad”, es decir, el lugar topológico de la Cosa; y un
segundo sentido que se refiere a una experiencia subjetiva alcanzada específicamente en la
“satisfacción de una pulsión”.
En sus primeros seminarios, Lacan se dedicó a distinguir tres grandes categorías vinculadas
a la tendencia: necesidad, demanda y deseo. La pulsión no figura en esa tríada ni se identifica
con ninguna de las tres. Por esa época, lo concerniente a la satisfacción de la pulsión era
mencionado como “el más allá del deseo”. Ahora bien, en el pasaje del Seminario VII que
estamos analizando introduce una definición crucial: la pulsión obtiene su satisfacción al
penetrar en ese “campo central” incognoscible y transgrediendo el cercado impuesto por la
defensa. Dado que el mencionado campo oscuro e inaccesible es donde está alojada das Ding,
se deduce que la pulsión se satisface en el “encuentro”, definido como imposible, del sujeto con
la Cosa de goce.
Lacan define el lugar topológico de la Cosa como el “campo central del goce”, alojada en la
más extraña intimidad del sujeto. Este campo del goce, lo real primordial del sujeto, está
protegido por el Principio del placer.

La función misma del Principio del placer es algo que se impone a la transferencia de
cantidad [de energía] de Vorstellung en Vorstellung, para que siempre la mantenga en
la periferia, a cierta distancia de eso alrededor de lo cual en suma gira, ese objeto [das
Ding] a reencontrar… Ese retorno es una suerte de retorno mantenido a distancia.37

El Principio del placer gobierna la búsqueda del objeto [das Ding] y le impone sus
rodeos, que conservan su distancia en relación a su fin.38

En la óptica de Lacan, el Principio del placer comporta un sistema de protección y


evitamiento del goce pulsional. La pulsión, en consecuencia, sólo puede alcanzar su fin
cuando el Principio del placer fracasa.
Por ello, la satisfacción pulsional es alcanzada en el seno de una experiencia traumática de
pérdida, de desprendimiento, de separación, etc.
En el pasaje citado del seminario sobre la ética, la experiencia subjetiva relativa al goce
pulsional queda de hecho definida como un encuentro, un gozoso y sufriente encuentro, del
sujeto con el objeto profundamente perdido. ¿Cómo es posible afirmar que el sujeto logre
alcanzar ese goce situado, precisamente, en un lugar estructuralmente definido como
imposible? Pero, si la Cosa resultara absoluta y radicalmente inaccesible a la experiencia,
como afirman muchos autores, ¿por qué la señal de angustia sonaría para informar al yo del
peligro ante la proximidad del goce?, ¿que sentido tendrían las defensas frente a la pulsión si
ésta estuviera destinada de antemano a no alcanzar nunca su fin? La defensa ante el goce es
funcional al yo porque la satisfacción de la pulsión no está condenada a no realizarse nunca. A
veces llega a su meta. Pero desmentir que sea imposible que la pulsión alcance el objeto
perdido no implica afirmar que ello sea posible. La satisfacción de la pulsión pertenece a un
orden singular de acto psíquico que definimos, con Lacan, “realización de lo imposible”.

El goce de la pulsión: realización subjetiva de lo imposible


El Principio del placer regula el acceso del sujeto a lo que del goce entra en los márgenes de lo
posible; pero lo que se presenta del goce como posible, lo que está permitido e incluso
prescripto por el Otro, requiere que deje un resto de goce afuera, en el dominio donde el goce
se presenta como imposible, sede de la Cosa. Lo que estamos afirmando es que la pulsión
atraviesa el cerco de lo posible y alcanza lo imposible, es decir lo real:

Lo que está en juego en la pulsión se revela por fin aquí; el camino de la pulsión es la
única forma de trasgresión permitida al sujeto con respecto al Principio del placer. El
sujeto advertirá que su deseo es sólo un vano rodeo que busca pescar, enganchar el
goce del Otro, por cuanto que al intervenir el Otro, advertirá que hay un goce más allá
del Principio del placer.39

La ley del Principio del placer se conjuga con la ley del deseo del Otro. Pero hay otra ley de un
orden diferente, la ley de repetición de lo real, cuyo dispositivo de base es la pulsión. En el
Seminario XI, Lacan explica:

Lo real se distingue, como dije la última vez, por su separación del Principio del Placer,
por su desexualización, por el hecho de que su economía, en consecuencia, admite algo
nuevo, que es precisamente lo imposible.40

En el mismo seminario profundiza el vínculo entre lo real, como lugar de lo imposible, con la
Befriedigung del sujeto alcanzada a través de la pulsión:

Esta satisfacción es paradójica. Cuando la miramos de cerca, nos damos cuenta que
entra en juego algo nuevo, la categoría de lo imposible, la cual es, en los fundamentos
de las concepciones freudianas, absolutamente radical. El camino del sujeto –para
pronunciar aquí el término sólo en relación al cual puede situarse la satisfacción–, el
camino del sujeto pasa entre dos murallas de lo imposible.41

Una primera muralla es subjetiva, sitúa el goce como una dicha excepcional de la cual el sujeto
se encuentra privado y considera imposible de conquistar. Aquí, la imposibilidad se traduce
como impotencia subjetiva. “Es demasiado para mí”, “eso no es posible” dirá el neurótico
cuando pone su mira detrás de la frontera. La segunda barrera de lo imposible es de estructura:
la Cosa es lo imposible de apresar, imposible de hacerla entrar en la realidad simbolizada. El
ser hablante teme cuando se aproxima demasiado a ese “más allá”, pues intuye que allí hay
algo desconocido, peligroso, sin límites, loco. A veces, cuando un acto lleva al sujeto más allá de
la realidad fantasmática, el fugaz encuentro del sujeto con su real de goce le genera una
sensación de extrañeza: “¡No puedo creerlo!”, “¡Me parece imposible!”
Hay una diversidad de campos de recuperación del goce dentro del Principio del placer. El
resorte que orienta su multifacética búsqueda se sostiene en la aspiración general de remediar
una carencia, llenar alguna falta; se traduce subjetivamente como “lo que hace falta”. Este
“goce que hace falta” se presenta habitualmente como un imperativo al que el sujeto no debe
faltar, porque si falla allí, lo cual sucede cuando goza con “lo que no hace falta”, queda en falta
con el Otro. Gozar, en sentido estricto, se refiere a “el goce que no hace falta”, el que se
presenta como un exceso, el que no tiene ninguna utilidad, goce liberado de la atadura a la
demanda del Otro. Por ello, la realización de este goce conlleva una pérdida narcisista en la
medida que el sujeto se excluye de tapón de la falta en el Otro y queda en posición de
inservible. El “goce que no hace falta” constituye un extravío a la exigencia neurótica de
asegurar el goce del Otro. Por ello se lo imagina como un goce pernicioso, con el rostro del
exceso, perjudicial, fuera de lo esperable.
La categoría lacaniana de “goce del fantasma”, sostén central de la ilusión del goce del Otro,
está inscripta en la lógica del Principio del placer.
Llamativamente se trata de una referencia conceptual que inunda la literatura lacaniana
sobre el goce y muchas veces es considerada como “el Goce”. Para Lacan, sin embargo,
constituye una variante defensiva frente a lo que estamos precisando como goce en sentido
estricto.

Los fantasmas representan para nosotros la misma barrera con respecto al goce […].42

La mujer sabe un poquito más que nosotros en lo que concierne al hecho que el
fantasma y el deseo son precisamente barreras al goce.43
CAPÍTULO 5.1
Las pulsiones parciales y sus objetos

La categoría de objeto parcial


El estatuto del objeto de la pulsión nos confronta con uno de los problemas teóricos más
complejos y, a su vez, más decisivos en lo concerniente a la comprensión de las relaciones
entre los distintos campos del goce.
Ingresar al campo de la Cosa es lo que definimos como siendo el fin de la pulsión, pero como
la Cosa es imposible de ubicar en la realidad, imposible de capturar en el registro subjetivo, la
búsqueda de goce se orienta en dirección a ciertos objetos llamados por Freud “subrogados”,
los representantes de la Cosa, englobados por él dentro de la categoría general de “objetos
parciales”. Ellos funcionan como semblantes del goce y señalan el camino de la pulsión hacia
el irrepresentable campo central del goce.

El goce sólo se interpela, se evoca, se acosa o elabora a partir del semblante.44

Identificamos el mencionado “semblante” con la categoría general de “objeto parcial”, pero


hay infinitas maneras de encarnar el objeto parcial. En la obra freudiana, la noción de objeto
parcial circula ambiguamente para referirse a los objetos pulsionales como a los del deseo.
También el objeto de amor, considerado como objeto total, pone en juego la función del objeto
parcial en la medida que el ideal del amor estriba en fusionar dos partes en una. La noción de
objeto parcial no se refiere tanto a las propiedades de un objeto, sino al tipo de vínculo que
mantiene con el conjunto al que esta referido y del que representa una parte.
En “Transmutaciones de las pulsiones y especialmente del erotismo anal”, Freud elaboró una
lista heterogénea de objetos parciales que, por ser sustituibles unos por otros en la búsqueda de
satisfacción pulsional, formaron una serie que denominó “ecuaciones simbólicas”. Allí figuran
el pecho, las heces, el pene, el regalo, el dinero y el niño. La lista podría extenderse sin límites
en la medida en que cada uno contenga el factor lógico sobre el que se sostiene su función:
simbolizar una parte del todo. Ese todo es siempre un referente imaginario y remite a la unidad
corporal del sujeto o bien a la completud del Otro.
Durante los inicios de la constitución subjetiva, la función del objeto parcial se articula en dos
registros simultáneos: por un lado se encarna en partes del cuerpo que simbolizan algo que
falta a la unidad de la imagen corporal del propio sujeto, y, por otro lado, su imago corporal es
reconocida como un objeto parcial de la madre. El uno de la unificación, en este último circuito,
queda proyectado en el campo del Otro materno y el sujeto desea aportarle su ser como objeto
complementario.
Así, la libido puede definirse como la tendencia del sujeto orientada a establecer la ligadura
entre el todo –afectado por una carencia– y el complemento que simboliza la parte faltante.
Todos los objetos parciales tienen la función universal de representar al “a”. Lo que falta al
ser del sujeto tanto como al Otro, y de manera irreductible, es la Cosa; ella falta por no entrar
en la imagen ni en el símbolo, pero está presente en su estatuto de agujero. El objeto parcial
viene para rellenar el agujero. Y no es lo mismo un tapón que un agujero. La heterogeneidad
de registros donde se emplaza la Cosa con relación a los objetos parciales que la representan
determina que el hallazgo, la posesión, el usufructo de goce que el sujeto puede alcanzar a
través de sus objetos libidinales deje afuera un resto de insatisfacción. Ese resto es lo que está
implicado de manera real en el goce de la pulsión.

Los “objetos a” de las pulsiones parciales


La participación del objeto parcial como objeto del deseo pone en evidencia que ocupa un
puesto relevante en el campo del Eros. Pero ¿cómo entender la función del objeto parcial en el
ámbito de la pulsión si afirmamos que ella es pulsión de muerte? Cuando nos referimos a “la
pulsión”, en singular, estamos empleando una categoría general. La pulsión sólo se estructura e
interviene en el orden subjetivo como “pulsión parcial”. Las pulsiones parciales no son muchas.
Durante los primeros años de su enseñanza, Lacan mantuvo cierta imprecisión concerniente al
número y tipo de pulsiones parciales. Recién a partir del “Seminario XI”, estableció una breve
lista de cuatro a las que llamó oral, anal, escópica e invocante, que en términos generales
coinciden con las que Freud reconoció. Las dos últimas –escópica e invocante– no figuran así en
Freud pero coinciden con las duplas pulsionales que abordó en términos de
exhibicionismo/voyerismo y sado–masoquismo. El elemento de la estructura que marca la
especificidad de cada una de las pulsiones parciales es, precisamente, su objeto, el objeto
parcial de cada pulsión. En función de la lista anterior, los objetos que Lacan menciona son el
pecho, las heces, la mirada y la voz. El falo no está incluido en esta serie por razones que más
adelante trataremos.
A comienzos de la década del sesenta, Lacan acuñó una nueva denominación del objeto
parcial, “objeto a”; y fue progresivamente decantando su estructura lógica al punto de
considerar que esta categoría fue su único invento en el psicoanálisis. Del mismo modo que la
noción freudiana de objeto parcial, el “objeto a” tiene su punto de partida por referencia a los
objetos pulsionales y desde allí se bifurca hacia otros campos, participando en la constitución
del objeto del deseo tanto como en la constitución del objeto de amor. Aunque algunos pasajes
de la obra de Lacan dan lugar a confusión, la categoría de “objeto a” no se identifica a la
categoría de “a”. Con la letra “a”, sin ningún agregado, Lacan traduce el das Ding freudiano y
éste no puede ser definido como objeto. Los “objetos a” en sus diferentes tipos y niveles
participan, aunque a veces veladamente, del registro imaginario. La relación lógica entre el “a”
y el “objeto a” fue empleada desde el inicio de su enseñanza con el matema “i(a)” para designar
al moi. La estructura del yo montada sobre la imagen del cuerpo es imaginaria, pero contiene
oculta, entre paréntesis, a la Cosa. De todas maneras no podríamos incluirlo en serie con los
objetos pulsionales ya que el sujeto captura su imago corporal no como su objeto parcial sino
como totalidad, aunque dicha unidad funciona como “objeto a” del Otro.
Es un error bastante extendido entre los discípulos de Lacan considerar que las pulsiones
parciales son subespecies de la pulsión sexual y no de la pulsión de muerte.45 Así,
efectivamente, figura en el texto freudiano; pero el minucioso análisis que hizo Lacan sobre la
Sexualtrieb freudiana, particularmente a lo largo del Seminario XI, lo condujo a reafirmar su
vieja hipótesis, es decir, que aquello que Freud describió con el nombre de pulsión sexual es
pulsión de muerte.
La pulsión o las pulsiones parciales tienen un solo objetivo. No decimos un solo objeto porque
los objetos son variados, aunque todos representan la misma Cosa. En el Seminario sobre la
Ética, Lacan definió a los objetos de las pulsiones parciales como “señuelos sexuales de la
pulsión”, subrayando el hecho que el señuelo no es la presa. El señuelo es asunto de la
sexualidad, pero la pulsión no se satisface con el señuelo. Si su fin consistiera en encontrar el
“objeto a”, deberíamos definir a las pulsiones parciales como pulsiones sexuales, pero la
paradoja y una de las claves mayores de la estructura de las pulsiones parciales, es que sus
objetos son sexuales y su fin no lo es.
La primera propiedad lógica de los objetos pulsionales reside en que están localizados en un
lugar intermedio e impreciso entre el sujeto y el Otro, algo que pertenece a uno y al Otro. Por
esa razón Lacan los denominó “amboceptores” –una noción acorde al invento winnicottiano de
“objeto transiccional”–, definidos por situarse en un espacio subjetivo indiferenciado
–“transicional”– entre el niño y la madre. Sin embargo, su función central, primordial es la de
representar al sujeto mismo, al sujeto como elemento parcial adherido al Otro. Por ello los
“objetos a” surgen a partir de ciertos recortes de su ser corporal.

Desde el momento en que se sabe, que algo de lo real llega al saber, hay algo perdido
[la Cosa], y el modo más certero de abordar ese algo perdido es concebirlo como un
pedazo de cuerpo.46

La expresión “pedazo de cuerpo” es solo metafórica, ya que si bien puede resultar apropiada
para designar la estructura anatómica del pecho o las heces, resulta poco clara en lo
concerniente a la mirada y la voz. Lo que importa es que estos objetos están lógicamente
implicados como partes escindidas o escindibles del cuerpo del sujeto. Incluso en lo
concerniente al pecho.
Una parte del cuerpo puede erigirse en representante del objeto perdido en la medida que
haya una línea de corte por donde la parte pueda desprenderse. A su vez, estos objetos
mantienen una estrecha vinculación con ciertos orificios anatómicos de la superficie corporal
que sirven de soporte para la localización de una falta o una falla en la imagen especular. En
estos agujeros (boca, ano, cavidad ocular, tubo auricular) Lacan enseña a reconocer la función
esencial de las llamadas, por Freud, “zonas erógenas”, a las que definió como la “fuente” y la
sede del goce pulsional. Hay una vinculación lógica de complementariedad entre la partecita
separada de la superficie corporal y el agujero que da testimonio de una falla en ella.

Ahí está el hueco, la hiancia que de entrada llenarán sin duda, cierto número de
objetos que, en cierto modo, están adaptados de antemano, hechos para servir de
tapón.47

El primer objeto que el sujeto eleva a la función de objeto parcial es el pecho. Desde un punto
de vista anatómico, el pecho no forma parte del cuerpo del niño sino de la madre. Sin embargo,
Lacan destacó el hecho de que, durante la fase de la lactancia, el niño toma el pecho como una
parte de sí mismo, algo propio que está asentado en el cuerpo de la madre.

De un lado están el niño y la mama, y que la mama, en cierto modo, está adherida a la
madre, implantada sobre ella; esto es lo que permite a la mama funcionar
estructuralmente a nivel del “a”.

La mama se presenta como algo intermedio, y es entre la mama y el organismo


materno donde es preciso entender que reside el corte.48

En el caso del objeto oral podemos reconocer no una, sino dos líneas de corte: aquellas líneas
que circunscriben los labios de la boca por donde se produce la unión y separación entre el
niño y el pecho, y la línea virtual por donde se sostiene el enganche del pecho al cuerpo de la
madre. El sujeto, identificado al objeto, se capta a sí mismo como pegado a la madre; podrá
rechazar o tragar ese objeto con el fin de despegarlo de allí.
En una perspectiva diferente la concepción de Freud acerca de la estructura de la pulsión oral
se asienta en la idea de que el pecho es un representante de la madre y no del sujeto. En 1923,
algunos años después de haber introducido el último modelo dualista de las pulsiones, retomó
en “El Yo y el Ello” la génesis de la pulsión sexual en estos términos:

El niño lleva muy tempranamente una carga de objeto que recae sobre la madre y tiene
su punto de partida en el seno materno49

El objeto oral es postulado aquí como un sustituto del cuerpo de la madre. Esto propone que
habría continuidad entre gozar de la parte (pecho) y gozar del todo (madre), punto en que se
sostiene la definición freudiana acerca de la naturaleza incestuosa del goce pulsional. Otra
perspectiva teórica surge si entendemos que, dirigiéndose al seno, el sujeto no apunta al Otro,
sino a esa parte de sí mismo ligada al Otro y que el ejercicio de la pulsión permite desprender.
Hasta tal punto le resultaba importante a Lacan aislar el estatuto y la función lógica de los
“objetos a” de las pulsiones como efecto de un desdoblamiento interior al ámbito del sujeto, que
reinterpretó de manera completamente original el simbolismo castrativo que se articula en el
trauma del nacimiento. Es indiscutible, como ya lo había adelantado Freud, que el parto implica
el desprendimiento de algo que formó parte del cuerpo materno y simboliza, por consiguiente,
una castración para la madre. Lacan retoma esta afirmación, pero desdobla el análisis al
considerar la singularidad del tipo de corte que el nacimiento implica para el niño. Lo que el
niño pierde al nacer, dice, no es su unión con la madre, sino con la placenta, esa suerte de
caparazón envolvente alojado en el interior del cuerpo de la madre al cual el feto estuvo unido
hasta el parto. Lejos de afirmar que el recién nacido disponga de un aparato subjetivo para
registrarlo y menos para simbolizar con ello alguna castración, Lacan sostiene que dicho
acontecimiento constituye un modelo sobre el que se asienta la más profunda simbolización del
objeto perdido, perdido del campo del Otro.
En otras especies animales el huevo se desprende del recinto materno antes del momento del
nacimiento; la gallina, podríamos decir, pierde su objeto mucho antes que, con el nacimiento, el
pollito se separe del huevo. Son dos cortes y no uno.
El bolo fecal se ajusta de una manera más natural para representar un objeto separable del
cuerpo del sujeto y ubicado en un espacio transaccional con el Otro. El valor que el excremento
adquiere en la economía libidinal no está dado por la función fisiológica, sino porque ese
excremento es demandado por el Otro. Durante el período de la educación de esfínteres la
madre le demanda que lo retenga y luego que lo expulse en un tiempo reglado por ella. El
objeto fecal, que es parte del sujeto, ingresa así bajo el control y dominio del Otro; es él y al
mismo tiempo pertenece al Otro. El deseo anal se edifica como deseo de retener, controlar y
poseer el objeto; el punto de corte se manifiesta centralmente en la pérdida del control
esfinteriano sobre el que se apoyan múltiples metáforas referidas a la antesala del goce
pulsional, como el temor al desborde, al descontrol, al empuje irrefrenable, etcétera.
Para indagar acerca de la génesis del objeto de la pulsión escópica, nos remitimos
nuevamente al momento de la constitución de la imagen especular. El sujeto se captura como
cuerpo unitario en el campo del Otro al amparo de la mirada del Otro. Se instituye como objeto
mirado desde un lugar diferente de aquel desde donde se mira. Por este hecho su mirada queda
separada, elidida de su imagen especular. Así se produce el desdoblamiento entre el lugar
donde el sujeto se reconoce a sí mismo como objeto mirado, y la propia mirada escindida de la
unidad imaginaria. Caído del campo de lo visible, el objeto mirada circunscribe un punto ciego
para el Otro. En una dirección, el sujeto puede aportar su mirada para tapar el agujero en el
Otro, y en otra, toda afirmación del “punto de vista” del sujeto está destinada a ejercer una
función separativa en el campo escópico.
La alienación del sujeto al lenguaje se teje a través del discurso concreto expresado a viva voz
por el Otro. Este hecho determina la antecedencia lógica de la voz del Otro en la asunción, por
parte del sujeto, del ejercicio de la palabra hablada. La voz queda recortada como una pieza
intermediaria entre el sujeto y el Otro. Se manifiesta fundamentalmente como una voz intima, la
voz de la conciencia, experimentada como ajena, imperativa, que reclama obediencia,
convicción y sometimiento. La voz del superyó funciona como el soporte de la consistencia
imaginaria del Otro y, desde allí, ejerce su función de ligadura. Cuanto más incuestionable y
sometedora se presente la voz del mandato, más solidamente queda el sujeto sujetado al Otro,
al goce del Otro. Por ello, en los momentos de caída de este objeto, el vacío que se revela en el
lugar del Otro confronta al sujeto con el más profundo sentimiento de desamparo. En sus
últimas obras Freud subrayó que en la alianza entre el yo y el superyó reside la más importante
resistencia a la finalización de la cura analítica. Lacan agregó que dicho final sólo es posible en
la medida que se efectúe la evacuación definitiva de la función de la voz como tapón de la
castración en el Otro.
Como habíamos anticipado, en la lista de objetos pulsionales confeccionada por Lacan no
figura el pene, aunque también tiene el estatuto de “objeto a”. Pero en este caso se introduce
una variable: del mismo modo que los objetos pulsionales, el pene es un apéndice, una parte
recortada del cuerpo, pero sólo en el varón. El orificio que cierne la zona erógena
correspondiente no está localizado en su propio cuerpo, sino en el de la nena. Por eso, en el
nivel de la organización genital, el pene en tanto objeto parcial ingresa en una dialéctica
diferente a la que caracteriza al circuito de las pulsiones parciales. En la fase fálica la pieza
separada y el todo al que esa parte le falta se complementan en el espacio de la relación entre
dos cuerpos de sexos diferentes. Es el momento en que se instituye el campo subjetivo
reservado a la relación sexual del sujeto con el Otro sexo. En esa relación los roles están
repartidos: el varón se identifica con el apéndice fálico que aporta el complemento faltante al
cuerpo de la mujer, quien, dentro de esta lógica fálica, encarna el lugar del Otro. Esta cuestión
será retomada más adelante. Por el momento, ahondaremos en la estructura y circuito de las
pulsiones parciales.
CAPÍTULO 6.1
Recuperación del goce perdido y repetición de la pérdida
de goce

El circuito de la pulsión
Los objetos “a” de las pulsiones están destinados a cubrir el lugar vacío que ocupa la Cosa de
goce perdida. Ellos encarnan lo que quedó deyectado, lo caído, lo ausente, para dar cuerpo al
goce perdido. El objeto de la pulsión se comporta como un equivalente del goce perdido pero, al
asumir esa función, muta la naturaleza del goce en cuestión: la Cosa a–sexual se re–presenta
como objeto sexual. La posesión o usufructo del objeto señuelo, es decir, en el decir de Freud, lo
concerniente al registro del “hallazgo del objeto”, se inscribe en un campo sexual del goce. Pero
este hallazgo del objeto no sitúa el punto por donde la pulsión alcanza su fin. Circunscribe una
faceta de la pulsión, la cara sexual y engañosa de la pulsión de muerte.
En un intento por aportar a su audiencia un soporte imaginario para comprender el circuito
de la pulsión, en el transcurso del Seminario XI, Lacan hizo un gráfico que reproducimos con
inclusión de algunos términos a fin de aclarar el desarrollo posterior.

El circuito dibujado indica que la pulsión en la primera parte de su recorrido se dirige hacia el
“objeto a”, el semblante sexual del “a”. Más la pulsión no se detiene allí, y prosigue su
recorrido. Nuevamente, Freud aporta una clave para dilucidar el problema cuando afirma que
la pulsión parcial no se satisface con el objeto parcial, sino cuando retorna al punto de donde
partió; es decir, a su fuente emplazada en la zona erógena correspondiente. O sea que el objeto
pulsional constituiría una especie de pretexto para alcanzar finalmente el “placer de órgano”
en el propio cuerpo. Por esta característica, definió el goce pulsional como “autoerótico”
¿Cómo entender esta indicación freudiana? El gráfico del recorrido de la pulsión
confeccionado por Lacan reafirma el circuito planteado por Freud:

[…]su fin [el de la pulsión] no es otro que este retorno en circuito.50

Pero, como de costumbre, Lacan introduce en la lectura de Freud una torsión teórica de
importantes consecuencias. La pulsión, acuerdan ambos autores, alcanza su fin al volver a su
fuente (Quelle). ¿Se trata de una modificación a la hipótesis sobre la que veníamos
trabajando, puesto que Lacan había sostenido que el fin de la pulsión era alcanzado a nivel de
das Ding? Y la Cosa no tiene ninguna localización anatómica.
A diferencia de Freud, que destacó el valor de la zona erógena acentuando las propiedades de
alta sensibilidad al placer corporal localizado, Lacan señaló que el rasgo esencial de toda zona
erógena lo aporta el agujero que circunscriben, y su valor en el goce reside en sus propiedades
lógicas y no fisiológicas.
Lo que sabemos y que he articulado es que en la pulsión interviene lo que en la
topología se llama “estructura de borde”; es la única manera de explicar algunas
huellas. Vale decir que lo que allí funciona es esencialmente algo que siempre es
caracterizado groseramente por orificios donde se encuentra la estructura de borde.51

Aunque son muchos los accidentes o hiancias de la geografía corporal que pueden desempeñar
el papel de borde, los agujeros que esos bordes circundan son topológicamente iguales entre sí,
y cualquiera de ellos contiene los requisitos lógicos para “presentificar” de manera real el
agujero central que ocupa la Cosa en la superficie del sujeto. Así, al regresar a la fuente, la
pulsión se encuentra con un orificio real, un apéndice de la Cosa. El sujeto es “sensible”, por así
decir, a la función lógica del agujero. No es la plenitud del cierre que aporta el objeto
complementario, sino el encuentro del sujeto con el vacío, aquello que señala la especificidad
de la satisfacción subjetiva que conlleva la pulsión.

La pulsión, para decirlo todo, designa únicamente a la conjunción de la lógica y la


corporeidad. El enigma está más bien en esto: en tanto goce de borde ¿cómo pudo ser
llamada a una equivalencia con el goce sexual?52

Como no ver que no hay nada más fácil, que ver la pulsión satisfacerse fuera de su fin
sexual.53

La pérdida del objeto y la afánisis del sujeto


El recorrido de la pulsión de ida y vuelta a la fuente después de contornear al objeto, no es un
paseo sin consecuencias, una especie de vuelta a la manzana, como se dice. En ese viaje de ida
y vuelta, media un acto de desprendimiento, de cesión o abandono activo del objeto, una
operación que conocemos muy bien como el desencadenante de la angustia y que la pluma de
Freud describió en términos de la “pérdida del objeto libidinal”. En la dimensión de la pérdida
del objeto es donde se ubica la llave del levantamiento de las compuertas al goce de la pulsión.
En un pasaje del Escrito titulado “La posición del inconsciente” Lacan avanzó muy
tempranamente la más importante y oscura clave de su modo de comprender la singularidad de
la operatoria de la pulsión con referencia a sus objetos.

A dar vueltas en torno a estos objetos (pecho, heces, etc.) para en ellos recuperar, en el
restaurar su pérdida original, es a lo que se dedica esa actividad que llamamos pulsión,
Trieb.54

El punto central, aunque oculto, donde se articula la función lógica del objeto de la pulsión en la
satisfacción que le concierne reside en que, para recuperar el objeto profundamente perdido, la
pulsión requiere “repetir una pérdida”. Lo que se pierde es la promesa de goce sexual que
sostiene el “objeto a”. El fin último de la pulsión es algo bien diferente de gozar sexualmente del
objeto señuelo: apunta a que el semblante sea tragado, destruido, expulsado, perdido de vista,
silenciado; que el objeto sexual se desvanezca de la escena donde sirve a la función de tapón de
la falta. El tapón cae y deja sin velos un vacío real. El instante “de la pérdida” del objeto señuelo
abre paso al encuentro del sujeto con lo real.
Habíamos subrayado dos rasgos esenciales del “objeto a”: que representa al sujeto y que es
amboceptor. En consecuencia, el momento de caída del objeto simboliza al mismo tiempo la
desaparición del ser del sujeto de la escena sexual, y por consiguiente una separación con el
Otro.
El conocido juego del Fort-Da, que le sirvió a Freud como ilustración del modo de operar de la
pulsión de muerte, nos muestra en forma prístina la manera en que la desaparición del “objeto
a”, encarnado en el carretel, interviene en la operatoria de la pulsión. Al hacer desaparecer del
campo escópico su pequeño objeto con cada lanzamiento, el niño ponía en acto su propia caída
del mundo gobernado por la madre. Esta última dimensión del juego fue consignada por Freud
en una nota al pie de página: el día que descubrió que logró hacer desaparecer su imagen del
espejo donde podía mirarse tal como era visto por el Otro, le expresó exultante a su madre
“nene Fort”. Borrarse de la escena por intermedio de la desaparición del objeto parcial
constituye el fin de goce pulsional, que, en este juego del carretel, se alcanza de manera
sublimada. Se trata en el fondo, como alegó Freud, de repetir un acto de separación con la
madre.

El matema de la pulsión: D
En su apuesta por trasladar los conceptos del psicoanálisis a una escritura lógica Lacan elaboró
el matema de la pulsión a lo largo de su quinto seminario: D, que leemos “sujeto barrado
losange demanda”.
Que haya desarrollado sólo una fórmula para la pulsión pone nuevamente en evidencia que
desecha la concepción freudiana del dualismo pulsional.
La letra D, a la derecha de la fórmula, designa el conjunto de los significantes de la demanda
del Otro primordial, ya incorporados, integrados en el sujeto. Podríamos traducirlo así: “me
pido lo que me demandas”. Este enunciado debemos articularlo con la dimensión del deseo,
pues el Otro, inicialmente la madre, articula en términos de demanda su deseo de falo. Por lo
tanto, podemos traducir el alcance de la letra D del matema de la pulsión con la fórmula: “yo
me pido lo que tú me quieres”, lo que a su vez implica “tú me quieres lo que a ti te falta”. La
respuesta adecuada, complaciente, del sujeto a esta demanda lo lleva por los carriles de su
alienación al deseo del Otro. Insistimos, no es ésta la repuesta pulsional. El deseo es el deseo
del Otro, pero la pulsión es del sujeto barrado.
El símbolo del medio, losange, indica la relación lógica entre la D que viene del Otro y la
respuesta pulsional del sujeto; ésta última figura en el matema con la , que se lee “sujeto
barrado”. La barra sobre el sujeto indica que esa respuesta pone en juego su desvanecimiento o
borramiento del lugar al que lo convoca la demanda; es decir que se desvanece su consistencia
imaginaria de semblante de “a” de la madre. Esta operación de corte indica el punto donde se
realiza el fin de la pulsión.
Lacan nos propone leer en el símbolo del losange la articulación lógica de estos términos
del matema de la siguiente manera: a) La mitad inferior del rombo es correlativa de la
operación de “alienación” al significante, uno de cuyos efectos está consignado por la letra D;
b) La mitad superior designa la operación de “separación”. Es la que introduce el factor letal,
sello específico del acto pulsional.
Lejos de identificar el goce de la pulsión con la satisfacción de la demanda materna, como lo
han hecho muchos autores, nuestra lectura de Lacan, tanto como nuestra comprobación clínica,
nos permite afirmar que, por medio de la pulsión, el sujeto dice “No” a la demanda del Otro. No
lo dice en palabras, lo lleva a cabo poniendo en acto su propia desaparición. La notación
dentro de la fórmula de la pulsión no significa entonces que el sujeto queda fagocitado por la
demanda materna, como suele decirse (lo que implicaría la consumación del incesto). Por el
contrario, la barra sobre el sujeto indica que éste se sustrae del campo del Otro. La afánisis del
sujeto es el modo más elemental de que dispone el sujeto para poner coto a la demanda de goce
del Otro. Ciertas expresiones casi infaltables en momentos en que el sujeto se siente abrumado
por la demanda del Otro, traducen aquello que efectuaría el acto pulsional: “¡trágame tierra!”,
“¡me voy a la mierda!”, “¡no me van a ver más el pelo!”…
Podemos hacer dos lecturas concordantes del matema de la pulsión. Por una parte, la
fórmula escribe la “estructura” original en la que el sujeto, en el mismo movimiento por el cual
apareció en el lugar del Otro como significante (D), aparece al mismo tiempo en lo real, “a”,
desaparecido del campo del Otro ( ). A su vez, la fórmula de la pulsión escribe la “operación
de repetición del corte original”; el sujeto capturado por la demanda repite su propia pérdida,
reproduce el momento constitutivo de caída en lo real. El ejercicio de la pulsión es desunir lo
que el lenguaje liga.55
Dado que el sujeto se instaura como caído del campo del Otro, toda aparición posterior del
sujeto en el lugar del Otro repetirá el modelo de su aparición afanísica original. Una y mil veces
Lacan insistió:

Esto es lo que hay en esa relación del sujeto al significante, este impasse esencial,
como acabo de formular: no hay otro signo del sujeto que el signo de su abolición como
sujeto.56

Por ello Lacan planteó que el suicidio constituye el modelo paradigmático, absoluto, radical, al
que apunta todo acto. Esta afirmación pierde su carácter tenebroso si traducimos la palabra
“suicidio” por “afánisis” del ser del sujeto. El pasaje al acto suicida sería un caso particular e
indica que hubo algún corto circuito en los procesos de simbolización; para arrebatar su ser,
férreamente apresado al servicio del Otro, pasa al acto destruyendo su condición de viviente.
El goce pulsional implica una salida subjetiva de la alineación.
Podemos imaginarnos al sujeto de la pulsión como un sujeto mudo, un sujeto que no se sirve
de la palabra para realizar su acto. La respuesta pulsional equivale a una retirada del sujeto
hacia el silencio y la soledad absoluta. Cuando la pulsión hace alianza con el síntoma, éste le da
letra al sujeto para introducir la hiancia de su verdad en el lugar del Otro. Otra modalidad de la
que dispone el sujeto para decir “No” a la demanda del Otro.

La función de la pérdida y el plus de goce


Cuando articulamos el goce pulsional con la repetición de un evento traumático, la pulsión
parece quedar del lado del mal, de la destrucción, y suele leerse como si se tratara de un
sabotaje que el sujeto se hace a sí mismo. Resulta lamentable que en muchas ocasiones los
analistas, en alianza con el narcisismo del paciente, también esgriman su condena a la pulsión.
¡Cuán lejos de la posición de Freud, quien a pesar de sus contradicciones en el plano de la
teoría, en el terreno de su práctica orientó siempre la cura con paso firme en dirección al
levantamiento de las barreras impuestas a la satisfacción de las pulsiones! En el “Nuevas
lecciones introductorias al psicoanálisis”, refiriéndose “a los esfuerzos terapéuticos del
psicoanálisis” Freud resumió así su perspectiva clínica:

Su propósito es robustecer al yo, hacerlo más independiente del superyó, ampliar su


campo de percepción y desarrollar su organización, de manera que pueda apropiarse
de nuevas partes del Ello. Wo es war, soll Ich werden.57

El trauma psíquico designa una herida en la superficie imaginaria del yo. A su vez, una herida
real en el cuerpo también se inscribe como un trauma narcisista. De este modo, una lesión
corporal provocada por un accidente fortuito o el desgarro subjetivo ocasionado por la pérdida
de un ser amado por ejemplo, resulta luego capturada como modelo prototípico y puesta al
servicio de la compulsión repetitiva para repetir un acto de satisfacción pulsional. Así, por
ejemplo, la temprana pérdida de un diente a causa de un golpe retorna en un sueño a edad
adulta para realizar simbólicamente la separación del cónyuge.
En el año 1968, durante la primera clase del seminario llamado “De otro al Otro”, Lacan
introdujo el concepto plus de jouir, traducido alternativamente como “plus de gozar” o “plus de
goce”. Esta expresión no designa una nueva categoría del goce, sino una nueva manera de
nombrar el goce en sentido estricto, cuyo fundamento es el goce pulsional.
Usaremos la expresión “plus de goce” para referirnos al lugar topológico donde ese goce se
localiza, el “a”, el consabido campo central del goce, y emplearemos la expresión “plus de
gozar” para referirnos al plus de jouir como experiencia subjetiva articulada a la realización
del fin de la pulsión.
Con esta nueva versión, Lacan aportó una mayor precisión a la función de la pérdida en el
acceso al goce. Al subrayar que en el ser hablante la repetición de un evento traumático, de una
falla o de un fracaso, es el camino obligado para alcanzar su real, puntualizó que el acceso al
goce está estructuralmente implicado en la función de la pérdida. Las lágrimas, de vez en
cuando, nos informan de ello.

Una puntuación terminológica


Con la introducción de la expresión plus de jouir el término “goce” a secas perdió su univocidad
inicial. Desde finales de 1970, aproximadamente, Lacan empleó en varias ocasiones la palabra
“goce” como sinónimo del goce sexual, dejando para el sintagma plus de jouir la significación
que originalmente le había dado al vocablo “goce”. Pero esta distribución de los nombres de los
conceptos no fue mantenida sistemáticamente y, pese a la confusión que generaba, Lacan siguió
usando simultáneamente la palabra “goce” como sinónimo de plus de jouir. A modo de ejemplo,
citamos una breve secuencia de enunciados donde la acepción de los términos va variando:

En todas la etapas de la recuperación los encadena al plus de gozar, que es —como


pienso desde el comienzo de este año— el tener suficientemente enunciada otra cosa,
es decir lo que responde no al goce sino a la pérdida del goce que de ella surge,
[…].58

Si la repetición se funda en un retorno del goce y lo que a este respecto está


propiamente, en Freud y por el mismo Freud, articulado, es que en esta misma
repetición, es donde se produce algo que es imperfección, fracaso […] hay algo que es
pérdida y sobre esta pérdida, desde el origen, desde la articulación, de lo que acá
resumo, Freud insiste: que en la misma repetición hay pérdida de goce. Acá encuentra
origen en el discurso freudiano la función del objeto perdido.59

En estas citas Lacan articula la repetición del goce con la pérdida de goce. Evidentemente, no
es el mismo goce el que se repite y el que se pierde. La siguiente cita presenta la misma
relación desde otro ángulo:

Ese saber es medio de goce y, lo repito, cuando trabaja, lo que produce es la entropía,
y esta entropía es el único punto regular, el punto de pérdida por donde tenemos
acceso al goce.60

Como los brazos de una balanza, cuando un extremo sube, el otro baja. El acceso al plus de
goce implica un fracaso del Principio del placer o a la inversa, un funcionamiento exitoso del
Principio del placer conlleva una renuncia al plus de goce.
Un alcance diferente tiene la siguiente frase de Lacan, paradójicamente elevada por muchos
analistas como principio de su accionar:

[…]es preciso que el goce sea perdido para que pueda ser recuperado según la ley del
deseo.61

El goce, es decir, la Cosa de goce, queda “perdida” en el punto de partida de la constitución


subjetiva y sin la intervención de ninguna prohibición. De la recuperación del goce según la ley
del deseo, que no es otra que la ley del deseo del Otro, es de lo que se encarga el Principio del
placer. Pero si el psicoanálisis no hubiera descubierto otra modalidad de recuperación del
goce, la que responde a la ley de la repetición de lo real y que conlleva el fracaso de la ley del
deseo, no habría aportado nada radicalmente nuevo. Lo que se pierde en el plus de goce es una
porción de goce fálico, lo que se recupera con la pérdida es goce a-sexual. Esta disyunción está
presente también en el seno mismo de la conjunción sexual; así, por ejemplo, una mujer
próxima al orgasmo experimenta cierta detención, cierto temor, cierta necesidad de mantener
el control, y traduce esto como “no me animo a soltarme”. El instante de “soltarse”, que la
catapulta hacia una caída abrupta, o una elevación infinita, simboliza la salida subjetiva de la
escena en que transcurre el acoplamiento y ciñe el punto de corte castrativo donde el goce deja
de ser sexual y muta, para emplear una expresión forjada por Lacan, en “goce-ausencia”, jouis-
absence. Cierto día en que Lacan explicaba el concepto freudiano de Befriedigung, que tradujo
como “satisfacción subjetiva”, se preguntó:

¿Por qué es tan fácil de olvidar? Es sobre lo que insistiré siempre, está ahí [en la
Befriedigung] todo el resorte de lo satisfactorio, en lo que por otra parte
subjetivamente se traduce como castración.62

La representación del objeto caído y su caída en lo real


La función del “objeto a” está siempre comprometida en la relación que el sujeto tiene con sus
objetos libidinales. Pero por sí mismo el “objeto a” no participa en el juego del deseo y el amor
como protagonista central, sino que interviene de modo marginal y generalmente velado. El
sujeto es atraído por la imagen del objeto deseado, pero la causa de la atracción se sostiene en
algún rasgo parcial, recortado imaginariamente de las formas de lo deseable. Freud designó
esta función como la “condición erótica” o fetichista que interviene en la elección de objeto. Es
en la condición, que siempre está vinculada a la marcación de un corte, donde Lacan ubica la
función del “objeto a”. Ella no es objeto de amor ni de deseo, sino que opera como reservorio
oculto del goce esperado. El fetichista independiza el objeto deseado o amado de su condición,
el “objeto a”, que simboliza la pieza separada del cuerpo de la mujer y lo convierte en
instrumento de su goce sexual. El fetiche representa, también, al sujeto en su identidad de
objeto parcial del Otro. Su maniobra en la prosecución del goce sexual consiste en adueñarse
del señuelo como intento de tener a su disposición la Cosa perdida. Adueñándose del objeto
busca asegurar su enganche con el goce del Otro. Él tiene la clave que al Otro le falta y puede
reintegrarla sexualmente, aunque por fuera del acoplamiento sexual.
El “objeto a” fue nombrado a veces por Lacan como “objeto de goce”, de goce sexual,
guardando la distancia conceptual con la Cosa de goce asexual. Para semblantear el goce
perdido, el objeto de goce habrá de encarnar la función de resto en lo que se presenta como
separado, arrancado, cortado, deyectado, caído del cuerpo. Por la vía de la falla, de la
imperfección, del rasgo degradado, de la mácula etc., es evocada en el deseante la dimensión
del goce ausente que busca encontrar en su objeto.
El dispositivo subjetivo central del neurótico en la recuperación sexual del goce, es el
fantasma. A nivel del fantasma el sujeto se identifica con el objeto amboceptor reteniéndose a
sí mismo como el complemento infaltable para lo que imagina del goce del Otro.
Es importante diferenciar el estatuto del “objeto caído” que forma parte de la escena sexual y
fantasmática, de aquel otro, donde el objeto resultó caído fuera de la escena, es decir,
desaparecido. Entre un estado y otro, el instante de la pérdida, de la expulsión o afanisis es lo
que ingresa en la subjetividad como operación de corte, abriendo así las compuertas al plus de
goce. El melancólico permanece dentro de la escena del fantasma identificado al resto, tirado
por el piso, inservible, etc., agonizando por mantenerse en su identidad de instrumento de
goce del Otro. Pero el pasaje al acto de arrojarse por la ventana altera el estatuto de su
identificación con el objeto caído. La afánisis del sujeto está en el acto, el cual ya no es
definible como sexual, sino como “acto de repetición” de la pérdida de goce sexual. Se trata,
parafraseando a Freud, de la intrincación y desintrincación entre sexualidad y muerte.
CAPÍTULO 7.1
El goce sexual

La función del falo y el goce sexual


El ingreso del sujeto a la fase fálica marca el advenimiento subjetivo a un nuevo campo de goce,
el goce fálico o goce sexual propiamente dicho, centrado para ambos sexos sobre un destacado
y singular objeto parcial, el falo.

A nivel de la sexualidad, el deseo se representa por la marca de una falta; todo se


ordena, se origina, en la relación sexual, tal como se produce en el ser hablante,
alrededor del signo de la castración, a saber, alrededor del falo en tanto que
representa la posibilidad de una falta de objeto.63

A partir de la dominancia del falo, la función obturadora de su presencia está en el horizonte de


toda búsqueda sexual, y su caída, su pérdida, designa el punto álgido del acceso al goce, del
goce a-sexual más allá del goce fálico.
El pene funciona como un objeto parcial y reviste las propiedades de todo objeto amboceptor.
Pero, como habíamos anticipado en el capítulo anterior, en este nivel, el objeto parcial figura
como apéndice anatómico y, además, órgano dispensador de un goce privilegiado por relación a
los otros goces corporales, exclusivamente en el varón.
Por su parte, el sexo de la mujer presenta las características esenciales de toda zona erógena:
una estructura de borde que ciñe un agujero, lugar elegido para localizar la zona del cuerpo
donde falta el falo. A nivel de la lógica sexual, el espacio transaccional entre el sujeto y el Otro
donde debería realizarse la Bildung reúne a dos seres de diferente sexo y se sostiene en la
posibilidad de que el varón aporte su objeto fálico para servir de tapón al hueco femenino. En
función de estas coordenadas subjetivas, la mujer ocupa centralmente el lugar del Otro y el
goce sexual se especifica como una variante del goce del Otro.
En el seminario “El Acto Psicoanalítico”, Lacan ofreció la siguiente definición de la finalidad
subjetiva del goce sexual:

[…]goce único, unario, unificante, se trata propiamente de lo que hace uno del goce en
la conjunción de sujetos de sexo opuesto, es decir sobre lo que insistí el año pasado
marcando que no hay realización subjetiva posible del sujeto como elemento, como
partenaire sexuado en lo que él imagina como unificación en el acto sexual.64

En esta cita se articulan dos postulados: a) la meta del goce sexual estriba en la conquista
imaginada de la unidad entre dos seres de diferente sexo, y b) dicha meta de goce es imaginaria
y por consiguiente no se consuma nunca. ¿Se deduce de ello que el acto sexual es
estructuralmente insatisfactorio? ¿Y el orgasmo? ¿No sitúa el punto de agotamiento de la
demanda y vaciamiento del deseo? ¿No se emplaza allí el campo anhelado del goce fusional? La
respuesta de Lacan fue clara: la unificación gozosa figura como horizonte de la búsqueda
sexual, pero el orgasmo no es el goce fusional esperado:

Entonces convendría mirar dos veces antes de hacer equivaler el orgasmo y el goce
sexual.65

Pero esto no tiene absolutamente nada que ver con la cuestión de la relación sexual,
por cuanto es muy seguro que, en el ser parlante, hay alrededor de esta relación, en
tanto fundada sobre el goce, un abanico totalmente admirable en su despliegue, y que
dos cosas resultaron puestas en evidencia, por Freud y por el discurso analítico, es que
toda la gama del goce, quiero decir todo lo que se puede hacer tratando
convenientemente a un cuerpo, incluso su cuerpo, todo esto, en cierto grado, participa
del goce sexual. Pero el goce sexual mismo, cuando quieren ponerle la mano encima, si
puedo expresarme así, ya no es para nada sexual, se pierde.66

En este “se pierde” encontramos un indicio seguro de la vinculación del orgasmo con la función
del plus de goce o, lo que es lo mismo, el punto por donde se pone de manifiesto la
desintrincación entre la sexualidad y la pulsión.

La cópula sexual es el lugar de la unidad, pero apunta a hacer aparecer ahí un


elemento tercero: producto o resto. Lo que cae de la unidad.67

¿Como es vivida la cópula entre el hombre y la mujer? Esto nos lleva a [situar] la
función de la castración, es decir, al hecho de que el falo es más significativo por su
caída, por la posibilidad de ser objeto caído, que por su presencia; esto es lo que
designa la posibilidad de la castración en la historia del deseo.68

El orgasmo y el plus de goce


Si en algún punto de la experiencia humana se pone de manifiesto la comunión entre la
experiencia subjetiva del goce y la dimensión traumática del mismo, ese punto es el orgasmo tal
como irrumpe en el seno del acoplamiento sexual.
La satisfacción obtenida en el acto sexual constituía, para Freud, una especie de matriz
universal del goce y la cima de cuanto le es asequible del mismo al ser humano. Este molde,
planteó, era reproducido simbólicamente en otras formas de satisfacción subjetiva. Por ejemplo,
destacó que muchas manifestaciones que acompañaban el ataque histérico presentaban una
marcada analogía con las del orgasmo. Incluso las metáforas que empleó para describir el
modelo general del acto de descarga pulsional están confeccionadas sobre el mecanismo
desencadenante del orgasmo, específicamente del orgasmo masculino: incremento de la
excitación placentera hasta que se produce el atravesamiento de un límite más allá del cual el
placer preliminar cambia de signo.
No discutimos la equivalencia entre síntoma y orgasmo establecida por Freud pero, a partir
de los desarrollos de Lacan, ponemos en cuestión que el orgasmo pueda ser definido como
paradigma del goce sexual. La experiencia subjetiva del orgasmo obtenido en el acto sexual no
presenta las características esenciales de un estado de unión con la pareja:

La función, si se puede decir ideal e ingenua del orgasmo, para quien quiera que
intente definirla a partir de datos introspectivos, es este corto momento de
aniquilación, momento por otra parte puntiforme y fugitivo, que representa la
dimensión de todo lo que puede ser el sujeto en su desgarramiento, en su división, que
este momento del orgasmo se sitúa.69

Con esta tesis, Lacan sentó las bases de un verdadero estallido en la noción de sexualidad: el
orgasmo, cima del goce considerado sexual, constituye una experiencia subjetiva de castración
o de muerte, una petite morte:

[…]por la función del goce precisamente sexual en tanto que éste aparece como esa
especie de punto de espejismo del cual en algún lugar Freud mismo da la nota como
del goce absoluto. Pero es que precisamente no lo es, absoluto. No lo es en ningún
sentido, porque, como tal, está destinado a esas diferentes formas de fracaso que
constituyen la castración.70

El psicoanálisis nos confronta con esto, que todo depende del punto pivote que se
llama goce sexual […] que resulta no poder articularse en un acoplamiento poco
prolongado, aun fugaz, más que exigiendo encontrar esto que no tiene otra dimensión
que la de “lalengua” y que se llama castración.71

El goce sexual en tanto fálico encuentra precisamente en el acoplamiento sexual el paradigma


de su fracaso. No se trata de un fracaso frustrante, de algún impedimento para llegar al
orgasmo, sino del fracaso del fin sexual unitivo que comporta la realización del orgasmo en el
coito. A este análisis debemos agregarle un par de observaciones:

a. Es preciso situar las coordenadas subjetivas del orgasmo obtenido a través de la


masturbación y el derivado de prácticas sexuales diferentes a la cópula heterosexual, ya que
presentan importantes similitudes pero, desde el punto de vista de su estructura lógica,
revisten diferencias fundamentales.
b. El orgasmo en la mujer sólo parcialmente sigue un recorrido similar al del hombre, es
decir, ella participa en la búsqueda del goce sexual por la vía fálica, pero no está allí su goce
singular. Hay un modo masculino de fallar a la relación sexual, a la que estamos ubicando
del lado del plus de gozar, y hay un modo específicamente femenino de fallarle, que
abordaremos en el último capítulo del libro. Por ello, el eje de este capitulo está en la
problemática del goce sexual y el orgasmo, tal como se articulan centralmente en el varón.

El orgasmo y la caída del falo


Debemos distinguir las dos caras de la función del falo en la escena de la relación sexual: por
su presencia erecta, se desempeña como herramienta lógica de la Bindung, y por su caída, se
convierte en instrumento de la Entbindung. El foco sobre el que vira la subjetividad del varón
en el momento del orgasmo se localiza en el ocaso de la potencia fálica.
Por supuesto que la amputación del pene no es una costumbre habitual en la práctica sexual,
pero el varón dispone de un mecanismo fisiológico apropiado para simbolizar esa castración, la
detumescencia. La detumescencia sirve para representar la función de la pérdida del objeto
amboceptor.

Que el goce, entre nosotros el orgasmo, coincida con la puesta fuera de combate o la
puesta fuera de juego del instrumento por la detumescencia, es algo que bien merece
no ser tenido por algo que está, como se expresa Goldstein, la Wesenheit, en la
esencialidad del organismo.72

Los signos corporales y psicológicos durante el orgasmo son de un orden similar a un


desvanecimiento, sin embargo no es a ellos a los que Lacan enlaza los determinantes de la
afánisis subjetiva alcanzada, sino que los refiere a la eficacia simbólica del desvanecimiento del
instrumento fálico al que se identifica el sujeto.

El desfallecimiento fálico se renueva siempre en el desvanecimiento del ser del sujeto,


he aquí lo esencial de la experiencia masculina y lo que hace comparar este goce con el
retorno de la pequeña muerte. Esta función evanescente, mucho más directa,
comprobada en el goce masculino, da al macho el privilegio de donde sale la ilusión de
la pura subjetividad; si hay un instante en que el hombre puede perder de vista la
presencia del objeto tercero, es en ese momento evanescente donde pierde (porque
desfallece su instrumento no sólo para él, sino para la mujer) el elemento tercero de la
relación de la pareja.73

El punto de corte por donde el sujeto tiene acceso al plus de goce se apoya en la pérdida de la
función subjetiva de enganche entre el sujeto y el Otro que tiene el falo.

La angustia y el goce
Habiendo señalado la función capital que tiene la pérdida del objeto fálico en el orgasmo, no
podemos dejar de deducir que dicha experiencia subjetiva se corresponde puntualmente con el
“momento traumático” de la angustia en su más plena expresión de angustia de castración.

El año pasado he insistido sobre todo esto, que todo lo que Freud ha dicho nos muestra
que el orgasmo no es solamente lo que los psicobiologicistas de su época han llamado
el mecanismo de la detumescencia. Es necesario saber articular que lo que cuenta del
orgasmo representa exactamente la misma función, en cuanto al sujeto, que la
angustia. El orgasmo es en sí mismo angustia, por cuanto por una hendidura contra el
deseo, queda [el deseo] radicalmente separado del goce [del plus de goce].74

En varios momentos de su enseñanza, Lacan afirmó que la señal de angustia es una reacción
en el yo ante la presencia del deseo del Otro. Esto fácilmente nos conduce a deducir que lo
temido por el yo sería quedar absorbido en el Otro. Desde esta óptica, la angustia queda
definida, según una fórmula de Oscar Masotta, como “la posibilidad de la imposibilidad del
corte”. Esta comprensión, que parece ajustarse a la observación de muchos fenómenos, se
contradice con la explicación central que dio Lacan del mecanismo de la angustia, la de ser una
señal ante la posibilidad de un encuentro con lo real, lo desligado. A nuestro juicio, el resorte
de la angustia no puede comprenderse sino como el temor del yo a perder su ligadura con el
deseo del Otro, o sea, simplemente temor a una castración y no ante una posible fusión. Por
ello, y aunque encontramos afirmaciones contradictorias de Lacan en torno al mecanismo de
la angustia, nos inclinamos por definirla como una “reacción del yo ante la posibilidad del
corte”. La angustia, como decía Freud, se desencadena ante el empuje de la pulsión, porque,
agrega Lacan, ella entraña el peligro de la castración. Si la clínica nos muestra muchas veces
que la angustia emerge cuando el sujeto experimenta haber quedado sin recursos a merced del
goce del Otro, es precisamente porque esa situación despierta en él la pulsación de lo real
como recurso para borrarse de su sujeción.
Desde esta perspectiva, Lacan se preocupa por dilucidar la relación entre el orgasmo y el
momento traumático de la angustia:

Si la función del orgasmo puede alcanzar esa eminencia, ¿no será porque en el fondo
del orgasmo realizado hay algo que llamé la certeza ligada a la angustia?, ¿no será
porque en la medida en que constituye la realización misma de lo que la angustia
indica como localización, como dirección del lugar de la certeza, que el orgasmo de
todas las angustias es la única que realmente se completa?75

Para abonar su tesis, Lacan recurrió también a los primeros estudios de Freud acerca de las
perturbaciones de la función sexual en la neurosis de angustia y neurastenia:

Digo simplemente que la angustia es promovida por Freud en su función esencial,


justamente allí donde el acompañamiento de la escalada orgásmica con lo que
podemos llamar la puesta en ejercicio del instrumento, está desarticulado. El sujeto
puede llegar a la eyaculación, pero es una eyaculación al exterior; y la angustia es
provocada justamente por el hecho, puesto de relieve, que recién llamé la “puesta
fuera de juego” del aparato, del instrumento del goce. La subjetividad, si ustedes
quieren, está focalizada sobre la caída del falo. Esa caída del falo existe también en el
orgasmo cumplido de manera normal. Sobre esto merece ser retenida la atención, a fin
de destacar una de las dimensiones de la castración.76

El goce sexual en tanto fálico, se encuadra lógicamente como un goce preliminar, preliminar
de una fusión que no se consuma jamás. Lo que se consuma es el fracaso de la relación sexual
y el acceso a la función del plus de goce.77

Los tres campos del goce sexual y sus fracasos


El goce sexual “normal” es estructuralmente homólogo al goce perverso, pues su finalidad es
renegatoria de la castración y estriba en remediar la imposibilidad de la relación sexual entre
el sujeto y el Otro. Desde un punto de vista topológico, podemos reconocer tres campos de
goce comprometidos en la búsqueda sexual: el goce narcisista o goce del ser, el goce del Otro
sexo y el goce fálico. Cada uno de estos campos se encuentra necesariamente implicado con los
otros dos; así, el goce narcisista depende del investimiento fálico que viene del deseo del Otro y
el goce sexual, en tanto fálico, opera como complemento faltante para que haya goce del Otro.
Los tres campos están destinados a recubrir imaginariamente al goce a-usente que es su causa
real.
La operación de corte por donde el sujeto accede al plus de goce se manifiesta de manera
singular sobre cada una de las superficies. La perdida del “objeto a” presentifica el punto de
fracaso del goce fálico; la afánisis del sujeto está en el corazón del perjuicio narcisista,
mientras que del lado del fracaso del goce del Otro, lo que surge es la dimensión de la angustia
en el Otro, signo de la pérdida de su objeto.

Los tres campos del Goce Sexual


Lugares de fracaso del goce sexual implicados con la función del plus de
Goce
Angustia en
e1 Otro
I
Pl
de
go
Afñdenisis
l sujeto
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 1.2
El inconsciente y el goce de la verdad

El goce del síntoma


Empezaremos esta segunda parte con el goce implicado en el síntoma, ya que fue en el
síntoma y por el síntoma que Freud descubrió la dimensión traumática del goce. Advirtió que
el síntoma neurótico, del cual el sujeto sólo advierte el sufrimiento que le provoca, constituye
al mismo tiempo una vía que procura al sujeto un goce excluido de la conciencia. Se trata de
una forma de gozar que porta el cuño del goce pulsional, por lo cual Freud planteó que el
síntoma era un medio que permitía satisfacer a la pulsión, a la que él definía como sexual.
Pero afirmar que el síntoma viene del lado de la pulsión nos plantea la siguiente pregunta: ¿la
pulsión es el inconsciente?, ¿el campo de lo reprimido es el territorio de la pulsión?
Adelantamos nuestra respuesta: no son dos sino tres estructuras las que debemos distinguir
para precisar la lógica del goce del síntoma: la estructura de la pulsión, la estructura del
inconsciente y la estructura del síntoma.
En lo que llamamos “goce del síntoma” en sentido estricto es donde Freud identificó el
“beneficio primario del síntoma”, definido en términos de retorno de lo reprimido. Lacan
describió dicha irrupción sintomática apelando a la categoría de verdad, y la definió en términos
de un “efecto de verdad”. Por ello nombró el goce de síntoma como “goce de la verdad”. En
cuanto al “beneficio secundario”, la satisfacción es de un orden diferente y se refiere a las
prerrogativas que puede obtener el yo a raíz del padecimiento que introduce el síntoma en la
vida del sujeto.
El inconsciente es un depósito del goce, tradicionalmente llamado en psicoanálisis “goce
reprimido”, del cual se nutre el síntoma. Los fenómenos de irrupción en la superficie subjetiva
del goce reprimido delimitan el campo de goce del síntoma:

[…]que hay coherencia, que hay consistencia entre el síntoma y el inconsciente,


excepto que el síntoma no es definible de otro modo que por la manera en que cada
uno goza del inconsciente en tanto que el inconsciente lo determina.78

El goce de la verdad no es privativo del síntoma neurótico clásico. El vocablo “síntoma”, en el


psicoanálisis, designa en su conjunto a las distintas formaciones del inconsciente. En los últimos
años de su enseñanza, Lacan introdujo el concepto de synthome, a partir del cual la
especificidad inicial del concepto de síntoma, ligada a los fenómenos patológicos, incluidos los
de la psicopatología de la vida cotidiana, amplía sus límites para abarcar principalmente, como
prolongación de una misma estructura, el campo del acto creativo. El síntoma y la sublimación
abonan un mismo campo del goce.
En el caso del chiste, como sucede en cualquier ámbito de la actividad artística, la
satisfacción que el sujeto obtiene, a diferencia del síntoma clásico, es manifiesta y no recae
sobre ella ninguna objeción de conciencia. ¿Dónde reconocer entonces, en este caso, el punto
en el cual ancla el factor traumático goce, el que sería homogéneo con la pulsión? Un chiste,
por lo general, es el producto de una artesanía significante buscada intencionalmente por el
sujeto. Lo que se produce como chiste es del orden del equívoco; un juego de palabras que
engendra un traspié en la comprensión del que escucha. Del tropiezo resulta la aparición de
una significación sorpresiva, inesperada. Tratándose del goce de la verdad, el lugar de la
completud, del todo, está siempre referido al Otro como lugar del saber. La dimensión de la
falla, operadora del corte sintomático, la situamos en el lugar del pas de sens, del “no–sentido”
donde, por un instante, se quiebra, se agrieta, se disipa la continuidad y consistencia del saber,
es decir, la supuesta completud del Otro. Aquí encontramos una operación de corte
–Entbindung– en la ruptura del sentido. Dado que es por el sentido que se soporta el lazo social
entre los seres hablantes, el pas de sens implica un acto de desligadura.
Pero en el mismo acto que introduce un corte con el Otro, se tiende un nuevo lazo; pues el no-
sentido vira al pas de sens, al “pase de sentido” hacia el Otro, quien lo recibe como revelación
de algo nuevo e imprevisto. El encuentro con lo inesperado desencadena la risa en el oyente, y
el Otro goza cerrando el ciclo de la satisfacción del sujeto. ¿Reencontramos allí la dimensión del
goce del Otro?
Los dos momentos lógicos del juego del equívoco, ruptura del sentido y efecto de significación
o de verdad, indican la continuidad de dos modalidades del goce imbricadas en todo acto
sintomático: la primera, localizada en la operación de corte instrumentada por la caída del
sentido; aquí encontramos un maridaje con la función del plus de goce. Y la segunda, la
producción de una significación inédita, que pone de relieve en la sorpresa, la incompletud del
Otro; el Otro resulta barrado por la aparición de algo no sabido y goza con ello. En este segundo
tiempo lógico se sitúa el efecto central y específico del goce de la verdad al que Lacan también
nombró el “Øtro goce”, contracara del goce del Otro.
Con la referencia al Øtro goce ingresamos de manera acorde pero diferente en el campo del
plus de goce. La satisfacción de la pulsión está apoyada en un acto de salida, de caída del sujeto
del campo del Otro, y lo más que puede imaginar es la angustia en el Otro, y no su goce. El goce
del síntoma empalma con el goce pulsional sólo en una primera parte de su recorrido, porque
para su resolución final requiere que el sujeto haga nuevamente su ingreso en el lugar del Otro,
haga pasar su verdad al campo del Otro. Y además, que el Otro goce con ello. Si ésta fuera una
operación de ligadura entre el sujeto y el Otro, no sería muy distinto del goce del Otro y
anclaría finalmente en la égida del Principio del placer. Lacan no lo entendió así.

Porque —se lo olvida demasiado— lo que descubrimos en el síntoma, en su esencia, no


es un llamado a Otro, no es lo que muestra al Otro; el síntoma, en su naturaleza, es
goce —no lo olviden—, goce engañoso, sin duda, unterbliebene Befriedigung; el
síntoma, no tiene necesidad de ustedes como el acting-out, el síntoma se basta; es del
orden de lo que les enseñé, a distinguir del deseo, el goce, es decir algo que va hacia la
cosa habiendo pasado la barrera del bien (referencia a mi seminario sobre la Etica), es
decir, del Principio del placer, y por eso dicho goce puede traducirse por una Unlust.79

Este pasaje contiene algunas ambigüedades que conciernen al nudo teórico de este capítulo.
Nos referimos al lugar que oficia el Otro en las producciones del inconsciente. El síntoma
neurótico, dijo Lacan en varias oportunidades, se dirige a personne, que en francés significa
“nadie”, pero también “alguien”. No esta dirigido a ninguna persona en particular, lo cual no
evita que se dirija a personne, a un sujeto impersonal que no es sino ese Otro donde el saber es
supuesto. ¿Qué valor podría tener la verdad “mediodicha”en el síntoma si no apuntara a
insertarse en el sistema del Otro? El efecto de verdad sólo puede definirse por relación al saber.
En el caso del chiste, resulta evidente que para realizarse plenamente requiere que resuene en
el Otro. En el síntoma histérico, obsesivo o fóbico, aunque ese Otro no esté encarnado, figura
imaginariamente para el sujeto como lugar de destino del mensaje inconsciente. Porque incluyó
al Otro en la realización del síntoma, Lacan escribió con el matema S( ), “significante de la
castración en el Otro”, el lugar topológico donde se sitúan los efectos de retorno del
inconsciente —consignado en el matema con la S—, en un nivel donde lo no sabido de la verdad
irrumpe como falla en el campo del saber: ( ). La barra recae sobre el Otro como sujeto
supuesto al saber. Lo que subsiste es el Otro como lugar de la lengua.

Efectos de significado y efectos de escritura


Lacan dividió los efectos del discurso en el ser hablante en dos grandes clases: efectos de
significado y efectos de escritura. Los primeros resultan de aquello que el sujeto comprende de
lo que se dice. Estos efectos se precipitan en nuestra memoria y conforman el ambiguo e
indeterminado campo del saber. El significado del discurso no puede circunscribirse a ninguna
frase, a ninguna palabra. Posee una estructura imaginaria que se desliza y se transforma
permanentemente con el empleo del significante en el discurso concreto. Por lo general,
creemos comprender, suponemos entender el sentido de lo que oímos del verbo hablado. Pero
lo que se escucha de lo que se dice no es el significado, sino el elemento sonoro del significante.
La materialidad fónica del significante determina lo que Lacan llamó “efectos de escritura”,
denominados así porque lo que la memoria registra en este nivel es del orden de la letra.
Esta distinción de los efectos del discurso remite al viejo problema presentado por Freud de la
doble inscripción. No son dos tipos diferentes de huellas mnémicas, sino dos modalidades de
registro que conviven en el ejercicio del lenguaje. Las únicas huellas mnémicas, en verdad, son
los efectos de escritura. Habitualmente, la conciencia del hablante se focaliza en el sentido de
las palabras, de la frase o del discurso en conjunto, mientras que el cuerpo fonológico del
lenguaje va a parar al depósito de la memoria inconsciente.
Una vez que el pato que recorre la laguna es nombrado con la palabra “pato”, nace como ser
de lenguaje y adquiere una vida independiente del pato. Si en la misma lengua, y por otro
camino, el significante “pato” cobra el significado de un hombre sin dinero o de un deporte,
como sucede en castellano, el solo hecho de decir “pato” se presta al malentendido. El
significado de “pato” irá variando a lo largo de la historia de la lengua y en cada enunciado su
significado no dependerá de su identidad fonológica, sino de los otros significantes que lo
acompañen. Este “pato” deambulará por el significado sin poder encontrarse nunca con algún
referente real.
En el seno de la frágil plataforma del entendimiento humano, mezcla de suposiciones y
malentendidos, ¿cual es el estatuto de la verdad? ¿Es posible que en la mansión de la lengua, en
la dimensión del dicho, el significante diga la verdad?
La gran ilusión de los seres hablantes consiste en pretender que el saber perfeccionado, un
saber pulido de las impurezas, de las apariencias corruptoras, de las mentiras o los engaños
pueda finalmente decir “la verdad”. ¿Pero cómo estar seguro de eliminar todo malentendido y
saber la pura verdad que porta el significante? ¿Es sólo una cuestión de fe?
Para que la verdad pudiera ser alcanzada en el ejercicio del lenguaje sería necesario pedirle
al significante que trascendiera el registro del sentido y se reuniera con su referente real,
externo al significante. Llegado a este punto, Lacan produce un viraje en el campo de las teorías
filosóficas que a lo largo de la historia abordaron este problema. Abandona la pretensión de
encontrar la verdad en el campo del saber o fuera del lenguaje y va a buscarla en el ámbito de
los efectos de escritura. El significante “pato”, como cualquier otro, contiene algo que no es
imaginario, algo que no está supuesto detrás de él o al lado o debajo, algo libre de
incertidumbres: el conjunto de fonemas que forman la palabra “pato”. Si el “pato” introduce
inevitablemente una ambigüedad en lo que se refiere al sentido, en cambio, en el ámbito de lo
escrito “es lo que es”, pura diferencia material de esos significantes con el resto de los
significantes de la lengua. No cabe ninguna duda de que la palabra pato está articulando los
fonemas p/a/t/o. La instancia de la letra, en tanto que purificada de cualquier sentido, es aquello
que en la estructura del lenguaje ciñe un real. Este real interior a la estructura de la lengua,
cuyo registro está a nivel de los efectos de escritura del discurso, es lo que Lacan llama el
“campo de la verdad”, y es el sostén material del inconsciente. El uso del lenguaje permite decir
la verdad en el registro de la letra; aunque así definida, la verdad no significa nada.

Las pretensiones del espíritu sin embargo permanecerían irreductibles si la letra no


hubiese dado pruebas de que produce todos sus efectos de verdad en el hombre, sin
que el espíritu intervenga en ello en lo más mínimo.

Esta revelación fue a Freud a quien se le presentó, y a su descubrimiento lo llamó el


inconsciente.80

Cuando el significante ingresa en el discurso y adquiere sentido, la verdad queda borrada


detrás de lo que se entiende, por ello, “la verdad sólo puede ser medio-dicha”. La división
establecida por Freud entre el sistema Inconsciente y el Preconsciente-Consciente se
corresponde, en líneas generales, con la bipartición que hace Lacan de los dos niveles en que se
asientan los efectos del discurso:

a. La red formada por las inscripciones literales reguladas por la “función


fonológica del lenguaje” (procesos primarios).
b. El campo del saber donde opera la “función semántica del lenguaje” (procesos
secundarios).

Es por la vertiente del sentido que los seres hablantes pueden entenderse –tan mal– entre sí,
y es allí donde se establece el enlace imaginario de un significante con el otro y en
consecuencia la relación del sujeto al Otro.
En cuanto a la instancia de la letra, su función se desdobla en dos dimensiones:

a. Pone tope al sentido, agujerea y disuelve la compacidad imaginaria del saber;


b. Recrea el sentido, genera nuevos sentidos. En ello residen los “efectos de
significación” o “efectos de verdad”.

Dentro del sistema del significante, el sinsentido de la letra es el instrumento del sujeto en el
ejercicio de la función de corte (Entbindung).
Como el impacto de una piedra sobre las calmas aguas de un lago, los efectos de verdad
horadan la superficie del saber y la remueven, la alteran. Lentamente, lo inédito, lo novedoso,
lo original y extraño del efecto de verdad se amalgama con el saber y se aquietan las aguas. La
revelación de la verdad ejercida por la interpretación analítica conlleva esta lógica.
Refiriéndose a la técnica de la interpretación analítica, en sus conferencias en EEUU Lacan se
expresó en los siguientes términos:

[El analista]debe tener siempre en cuenta que en eso que está dicho, existe lo sonoro y
eso sonoro debe consonar con lo que es el inconciente.81

La interpretación no debe ser teórica, sugestiva, imperativa. Debe ser equívoca. No


está hecha para ser comprendida sino para producir oleaje.82

El saber, la verdad y la revelación de la verdad


La relación entre la función fonológica y la función semántica del significante fue transcripta
por Lacan con los matemas S1–S2. El significante índice 2, llamado binario, designa el conjunto
de los significantes abrochados por el sentido y circunscribe el lugar del Otro como campo del
saber. La notación S1, “significante maitre”, define al conjunto de significantes en el registro
puramente literal, reparado del sentido.
Cada significante, cualquier significante, puede ser reducido a su estructura literal
asemántica y con ello alcanzar el estatuto de S1. Pero además, Lacan planteó la existencia de
un significante que constituye el soporte último de la función del equívoco del sistema
significante, el Uno en tanto operador estructural de la función fonológica del lenguaje al que
llamó, entre otros nombres, “Falo simbólico” – – o “Nombre del Padre”. El significante
maitre o S1 sería una especie de funcionario ejecutivo en el desempeño de la función del Falo
Simbólico, sostén de lo que Lacan definió como función paterna. Se encarna en un corpus
literal singular que constituye el “rasgo unario” como marca distintiva de la identidad de cada
sujeto. Es el único representante del sujeto por relación al universo de los otros.

Al sujeto, no hay más que un significante [el significante Uno] que lo represente ante el
saber.83

Volvemos ahora a la cuestión del goce. En los primeros capítulos, planteamos que el Principio
del placer ejercía su potestad en el territorio del significante, mientras que das Ding, por estar
excluida del lenguaje, quedaba fuera de su dominio, enrolada en el ejercicio de la repetición
compulsiva. A partir de ahora, estamos en condiciones de introducir al Uno en una posición
homóloga al “a”, pues ambos entran en la regla de juego de la repetición de lo real: “lo que no
cesa de no escribirse”, lo real de la Cosa y “lo que no cesa de escribirse”, el Uno del
inconsciente. Por ello, no podemos identificar lisa y llanamente la Wiederholungszwang con la
repetición de la pulsión, ya que también interviene, montada sobre ella, la repetición del
significante Uno. Del mismo modo, tampoco podemos equiparar el Principio del placer con el
goce del lenguaje, sino estrictamente con el goce semántico:

El goce fálico es aquel que aportan, en suma, los semas.84

El plus de goce comparte con el goce de la verdad su “grietofilia”. En la dimensión de la falla


que porta el equívoco, del fracaso en la significación intencional que acarrea el tropiezo de las
palabras, en la opacidad del sentido que fija el síntoma, es donde se manifiesta la afinidad en
su función de corte que el goce de la verdad tiene con el goce de la pulsión.

Lo real pulsional y lo real del síntoma


Ya planteamos al inicio del presente capítulo que la comunidad y continuidad existente entre la
pulsión y el síntoma fue postulada por Freud y sostenida firmemente a lo largo de su obra.
Lacan reafirmó este vínculo:

El síntoma es el retorno por vía de sustitución significante de lo que está al cabo de la


Trieb, de la pulsión, como su fin.85

El síntoma se sirve de la letra para repetir lo real de goce.

Llamo síntoma a lo que viene de lo real.86

¿Lo real del síntoma es el mismo real que el de la pulsión? A ésta pregunta bien podría
responderse con otra: ¿qué diferencia hay entre un agujero y otro agujero? Topológicamente
todos los agujeros son equivalentes. Por consiguiente, si el síntoma pudo ser definido por Lacan
como algo que viene de lo real, podríamos evitar molestas distinciones y decir que el síntoma y
la pulsión comparten una misma fuente. Pero esta respuesta simplifica algo un poco más
complejo. Una pregunta acerca de este problema la formuló Marcel Ritter a Lacan en la
conferencia del día 26 de enero de 1976. La respuesta de Lacan fue la siguiente:

[…]hay un real pulsional, únicamente en tanto que lo real es lo que en la pulsión


reduzco a la función del agujero. Es decir, lo que hace que la pulsión esté ligada a los
orificios corporales. […] Creo que es necesario distinguir lo que pasa a este nivel del
orificio corporal de lo que funciona a nivel del inconsciente. Creo que en el
inconsciente también, algo es significable de manera totalmente análoga.87

Hay dos reales en este juego y, según nuestro desarrollo, los podemos identificar como lo real
pulsional, la Cosa de goce, y el significante asemántico, agujero en el sentido.
Todo lo que yo escucho sobre otra cama, sobre el famoso diván donde se me cuenta de
ello, es que hay un lazo estrecho del síntoma con algo, que se trata de situarlo, que
tiene que ver con lo real, con lo real del inconsciente […].88

Por haber comprendido que el síntoma histérico reproducía un evento traumático, Freud
necesitó conjeturar la existencia de un trauma anterior. En su intento de explicar el carozo
etiológico del síntoma neurótico, se sirvió para ilustrarlo de la estructura en capas de la cebolla.
Explicó que el análisis del síntoma partía desde la superficie, es decir, del enunciado del
síntoma, y luego, por medio de las conexiones asociativas, atravesaba las distintas capas hasta
llegar al centro, el “núcleo traumático” o “núcleo patógeno”. La clínica llevaba a Freud una y
otra vez a postular un trauma en el punto de partida y de llegada de todo lo que circulaba por
las vías del inconsciente. Ese núcleo, dice Lacan, es del orden de un agujero, y nuestra pregunta
es lo que divide y vincula el agujero del inconsciente con ese otro agujero, el de la pulsión.
A fin de dar un soporte imaginario a la relación entre los dos reales que estamos trabajando,
nos permitimos retomar la metáfora freudiana de la cebolla. Sirviéndonos de nuestras
herramientas teóricas, distinguimos en el núcleo de la cebolla no uno sino dos elementos:
habremos de suponer que la primera capa, la más profunda, envuelve un huequito central, un
vacío interno en la estructura concéntrica de las capas que no contiene las propiedades de la
cebolla. Este vacío central nos sugiere el lugar del “a”. Envolviendo ese vacío, tenemos la
primera capa de la cebolla, la que inicia la serie. Por su localización, esta capa posee la
propiedad lógica excepcional de constituir un borde entre el vacío real y el conjunto de las
capas de cebolla. Esta primera capa nos sirve así para imaginar el significante Uno,
particularmente su función de borde entre la Cosa real y el campo del saber.
En el “Seminario XX”, Lacan definió al Uno como el “significante del goce”. Poco tiempo
después, en “Lituraterre,” habló de la “letra de goce”, que por su estructura de borde hace de
“litoral entre saber y goce”. En la séptima clase del Seminario XVIII, agregó:

Entre centro y ausencia, entre saber y goce, no hay litoral que no vire a lo literal
[…].89

La Cosa de goce, forcluida del significante, va de la mano con la letra de goce, reprimida del
saber. Comparten, como dijimos, su estructura topológica de hiancia, lo que las homóloga
en relación al goce.
En un aforismo bastante conocido, aunque por lo general no bien comprendido, Lacan afirma
la familiaridad de la verdad con el goce de la Cosa

Ya les dije que la verdad es la hermanita del goce, habrá que volver sobre esto.90

Podemos darle a este enunciado una nueva vuelta: el goce de la verdad es la hermanita del plus
de goce. Ambos pertenecen a la familia de la Wiederholungszwang.
La letra de goce es transportada por las palabras corrientes, pero por fuera del registro
significativo. Retomando nuestro p/a/t/o, que situamos ahora como letra de goce, podemos
imaginar un retorno sintomático en una obsesión por los zapatos. El significante zapato, es un
sustituto contingente de pato, pero no tiene relación significativa con él; no significa al pato,
sino que lo reescribe letra por letra.
El efecto de verdad es producto de torsiones ejercidas sobre el significante que terminan por
erradicarlo de la función fálica y lo precipitan en lo real del goce.

Es de otra cosa que de sentido que se trata en el goce, en lo cual el significante es lo


que resta. Pues si el significante, por este hecho, está desprovisto de sentido, es que el
significante, todo lo que resta, viene a proponerse como interviniendo en este goce. 91

El sin-sentido, como producto de una operación significante constituye un momento lógico,


imperceptible, en todo efecto de verdad. Sin embargo puede ser aislado y observado como tal,
por ejemplo, en los primeros juegos silábicos disparatados de los niños o, en otro ámbito, en lo
que la psiquiatría describió como “ensalada de palabras”, presente en ciertos grados avanzados
de la esquizofrenia.

La afánisis del sujeto y el desfallecimiento del Otro


Hemos estado persiguiendo el parentesco entre el goce de la pulsión y el goce del síntoma.
Ahora nos detendremos en sus diferencias, plenas de consecuencias clínicas.
La alternativa que pone en juego la pulsión, en última instancia, se sitúa entre el ser y el no
ser, o entre el ser ahí y la afánisis del ser, habida cuenta que este “desapare-ser” pueda estar
simbolizado por la pérdida del “objeto a”. El goce se anuda a la castración del sujeto ( ). En
cambio, el síntoma presenta la alternativa entre ser y existir, siendo la consecuencia de la
afirmación de la existencia del sujeto el “desfallecimiento del Otro”. Esto es lo que escribe S(
), con la barra puesta sobre el Otro. El goce de la verdad contiene un extra, un suplemento que
no está presente en el plus de goce y le otorga al síntoma un valor ético del que carece la
pulsión. No es lo mismo que el sujeto diga no a la demanda del Otro arrojándose de la escena
que afirmando su verdad en el Otro.
El Otro no solamente es el lugar del saber, también es el lugar donde el sujeto introduce su
verdad. Este acto tiene el alto costo de revelar la inconsistencia del saber y la falta de garantías.
La suposición del Otro como reservorio de la totalización del saber es lo que el sujeto pierde al
articular su verdad.
Como todo escritor que tiene algo para decir, el sujeto del síntoma no cesa de escribir lo
suyo y goza con ello. ¿Pero qué lugar tiene en su experiencia eso que figura, latente o patente,
en el horizonte del acto, y que es que el Øtro goce?

El goce del Otro y el Øtro goce de la verdad


A partir del “Seminario Encore” Lacan forjó la expresión “Otro goce” que escribió J( ), para
distinguirla del goce del Otro escrita con el matema J(A). Que el Otro figure en el matema J( )
con la barra de la castración, igual que en el matema S( ), nos indica que es allí donde
debemos buscar su clave.
El fantasma implica al sujeto como pieza esencial para suponer el goce del Otro. Le da el
soporte para creer en él, creer en el Otro y en su goce. No es el Otro quien goza, pues el Otro
no existe, sino el sujeto es quien goza imaginando que el Otro goza. No por romper el vínculo
con el personaje que encarna a ese Otro fantasmático, el sujeto logra destituirlo del fantasma.
Una mirada invisible o una voz inaudible le aportan al neurótico la idea de estar siempre
acompañado por el Otro protegido de las desventuras de la vida.
El goce del Otro fantasmático es un goce mental donde el sujeto imagina “ser gozado por el
Otro”, ser usado como instrumento para el goce. Por ello, y cualquiera sea la forma que
adquiera, el fantasma en su esencia es masoquista. El neurótico puede elevar sus quejas, sus
protestas y rebelarse contra esta sujeción, pero lo que verdaderamente lo angustia no es
precisamente la sujeción esclavizadora sino lo contrario, dejar de ser “objeto a” del Otro. La
herida narcisista que se expresa en el sufrimiento melancólico radica en la insignificancia que
experimenta a nivel de su ser a partir del momento en que ya no sirve, que ya no está más al
servicio del goce del Otro. Por lo general, cuando la demanda del Otro está a punto de
disiparse, el neurótico exacerba sus conductas de renuncia, abnegación y sacrificio a fin de
reafirmarse en su función de complemento de goce para el Otro.
Freud interpretó que la crueldad del superyó con el yo era una manifestación de la pulsión de
muerte, pero ese Otro cruel y gozador es lo que demanda el yo masoquista y no el sujeto de la
pulsión. Lo demanda para preservar la ligazón libidinal con el Otro. El sujeto sacrifica sus
prerrogativas y ofrece con devoción su debilidad, su ignorancia, su impotencia, es decir, su
propia castración imaginaria, para asegurarse imaginariamente la omnipotencia del Otro. El
goce del Otro fantasmático está inserto en la lógica de la Bindung. Es, esencialmente, una
coraza contra el goce, aquel que viene del lado de la pulsión de muerte, y su aliado, el síntoma.
Al Øtro goce es preciso concebirlo como momento de pasaje, corolario del fracaso en
mantener la constancia, la estabilidad y fijeza imaginaria que aporta el acoplamiento
fantasmático. En el caso del síntoma, el efecto de verdad transgrede la censura y se inscribe en
la lengua, que es también el campo del Otro. Aunque no haya nadie para leerlo, el Otro es el
destinatario virtual de la letra de goce. ¿Pero más allá del Otro, el Øtro goza?
Del mismo modo que en lo concerniente al goce del Otro fantasmático, que el Øtro goce sólo
puede ser imaginado por el sujeto. Cuando el Otro se encarna en alguien, lo más que puede
tener el sujeto son los signos de su goce. El artista, por ejemplo, quiere sobrecoger al público,
hacerlo caer en el asombro, perforar al personaje allí presente introduciendo en él una
conmoción estética, el éxtasis, el llanto. Pero ¿cómo tener la certeza de que esos signos no sean
falsos, muestras de complacencia, signos fingidos, hechos para engañar? Ya sean signos
verdaderos o falsos, el sujeto no puede tener certeza de que el Øtro goce, sólo puede creer en lo
que esos signos le informan o simplemente imaginarlo cuando no están. Pero lo que en este
registro no es imaginario sino real se asienta en los efectos de escritura que conlleva el acto del
sujeto. En el “Seminario XIX,” Lacan planteó esta cuestión del siguiente modo:

Que escriba S paréntesis A barrado, S( ), y que es lo mismo que acabo de formular de


que el Otro, se goza de él mentalmente, lo que escribe algo sobre el Otro, y como lo he
adelantado, en tanto término de la relación en que [el Otro] por desvanecerse, por no
existir, deviene el lugar donde se escribe […].92

Lo que se escribe, depurado de saber, es lo que resuena. El sentido es algo con lo que se goza
fálicamente, pero el “efecto de sentido”, sinónimo del “efecto de verdad”, es de lo real. Sin que
intervenga la comprensión, el efecto de sentido se hace oír en el registro de la asonancia o la
consonancia del juego de las letras. Eso repercute en el cuerpo dando lugar a un goce
específico que Lacan nombró “jouisens”, condensación de “oigo sentido” y “gozo sentido”.
Es común observar el pasaje subjetivo de un campo al otro, del goce del Otro al Øtro goce y,
nuevamente, al goce del Otro. Así, por ejemplo, un autor que supo ganarse el reconocimiento
del público con un estilo irritante y desafiante, ya famoso, puede convertirse en esclavo
complaciente de lo que su público espera de él.
La descripción del circuito de goce del síntoma o del synthoma entre el Uno y el Otro, puede
leerse como metáfora de la relación sexual: el sujeto penetra al Otro por medio de su verdad.
Lacan no se cansaba de repetir que la relación sexual con el Otro es imposible pues se sostiene
en el fantasma y desemboca en el autoerotismo. Pese a todo, por el lado del goce del síntoma,
los seres hablantes tienen la chance de “suplir” la no-relación sexual. El Øtro goce es un “goce
suplementario” de la imposible relación sexual, un goce situado por fuera de la lógica de la
relación complementaria.

Relaciones lógicas entre los diferentes campos del goce


Hagamos un alto en el camino. La multiplicación de conceptos y de relaciones puede hacernos
perder el hilo de su ordenamiento lógico. Propondremos entonces un gráfico que nos sirva de
soporte al armado conceptual que venimos haciendo en este capítulo. Retomamos las líneas
directrices desarrolladas a lo largo de los capítulos precedentes y particularmente del esquema
de relaciones planteado en el apartado final del capítulo anterior. Tomaremos como referencia
los gráficos del nudo borromeo de tres elementos elaborados por Lacan en la conferencia
titulada “La tercera”. Lo emplearemos solamente como modelo para construir figuras
geométricas que aporten una imagen de la distribución de los campos del goce tratados en el
presente capítulo. Estamos advertidos del achatamiento conceptual que esta transposición
implica y elegimos pagar ese costo a cambio de obtener una visión general, aunque imprecisa,
de las articulaciones mayores de la problemática abordada.
Nuestro dibujo está dividido en dos pisos a fin de distinguir los campos del goce englobados
dentro del Principio del placer y los campos del goce que responden a la repetición de lo real.
El espacio apresado en el medio circunscribe el campo central del goce o del plus de goce, que
es el lugar donde empalman todos los otros goces. En función de los desarrollos anteriores,
inscribimos al Uno, significante del goce, con la línea de borde que delimita el lugar del “a”.
Las tres paletas de la hélice del piso superior demarcan tres diferentes categorías del goce
sostenidos por la función semántica del lenguaje cuya función es cubrir la imposibilidad de
remediar la abertura donde se aloja la verdad y, tras ella, la Cosa. La constancia y consistencia
de estos campos mantiene en falta, es decir, insatisfecha, la función del plus de goce. Cada una
de las tres superficies está en correspondencia con alguna del piso inferior. Estos últimos son
los que resultan de la realización de una falla o bien del fracaso en el mantenimiento de los
campos de goce correlativos del piso superior. Así, la desconsistencia del goce del Otro
permuta en el Øtro goce; el gocentido que implica la pérdida de saber, es la contracara del goce
del saber; y, finalmente, el casillero del goce fálico, semántico, falla con el goce de la letra.
Los campos situados en el piso inferior están en alianza con el plus de goce e implicados en
un mismo acto del sujeto.
CAPÍTULO 2.2
El deseo y las marcas del goce

El deseo y el acto
Una buena parte del proceso analítico consiste en confrontar al sujeto con las trampas que le
tienden sus deseos. El ser hablante suele no distinguir con claridad lo que quiere de lo
considera que debe querer. Desea conseguir lo que considera útil, lo que sirve, lo que es
necesario, etc. Y así, va cercenando de su vida cotidiana ciertos deseos para los que no
encuentra justificativos suficientes. De ahí que el campo de sus deseos, por lo general, se halle
separado en dos grandes clases: los deseos que responden a la exigencia de cumplir con los
compromisos resultantes de los lazos de amor, las demandas familiares, sociales, laborales,
las exigencias emanadas de sus ideales, etc., y aquellos otros deseos que critica y condena
como indebidos o que descarta como imposibles de lograr. Estos últimos, muchas veces, se le
hurtan casi completamente a la conciencia o quedan recortados como pálidos recuerdos de
intensos deseos de épocas pasadas. ¿Podríamos identificar a estos últimos como deseos
propios, deseos que no quedarían comprendidos en la clásica definición lacaniana del deseo
como deseo del Otro?
En la última clase del “Seminario VII”, Lacan planteó que aquello que permitiría inscribir o no
un acto en el campo de la ética promovida por el psicoanálisis gira en torno a la pregunta:
“¿Has actuado conforme a tu deseo?”; o su formulación negativa: “¿Has cedido en tu deseo?”.
Pero se nos presenta el problema de saber qué quiere decir en estos enunciados “tu deseo”.
En estas fórmulas, Lacan no habla de deseo a secas, sino de la implicación del deseo y el acto
de su realización. No dijo: “¿has deseado según tus propios deseos?”. En la dimensión del acto –
no de la acción o el comportamiento–, del acto en tanto implica una trasgresión al deber ser o al
desear como es debido, donde reside la clave del problema. Siendo así, no presenta objeciones
considerar el acto como “acto del sujeto”; pero, en el terreno del deseo, el deseo del Otro está
necesariamente involucrado y es ambigua la fórmula “el deseo del sujeto”.
El análisis del fantasma nos permite reconocer la dimensión alienada del deseo del sujeto y, al
mismo tiempo, poner de relieve un campo de deseos generalmente evitados, soslayados,
postergados, desacreditados. Ese espacio vedado es imaginado como el lugar de un goce
desatinado, desmedido, extravagante, irracional, impropio, y polariza aquellos deseos que el
sujeto considera irrealizables. Parafraseando a Freud, diremos que el yo renuncia a ese goce
indebido pues, de otro modo, no cumpliría con los mandatos del superyó o el ideal del yo.
Los deseos no justificados en el cumplimiento de alguna demanda del Otro, por lo general
despiertan inquietud en el sujeto. En ocasiones, sostener una renuncia pertinaz respecto a esos
deseos prohibidos puede aportarle al yo la satisfacción narcisista de sentirse actor de un gesto
de hidalguía o generosa abnegación.
En su misma formulación, el neurótico testimonia que ir detrás del “goce que hace falta”,
responde a una exigencia que viene del Otro, impersonal o personalizado. Es secundario si se
queja ante semejante atadura, si se rebela, si la cumple con complacencia o con resignación.
Pero se sentirá culpable si encamina su acto en dirección al “goce que no hace falta”. Ya se
trate de la atracción experimentada por una bella secretaria que lo convertiría a él en marido
infiel, o el interés despertado por algún curso de decoración que llevaría a una madre a
descuidar su hogar, o la aparición de una oportunidad laboral que convertiría al buen
empleado en traidor a su empresa, etc.; la característica general de estas situaciones de deseo
es la de despertar un conflicto. Si el sujeto desiste ante la tentación surgirá luego una cuota de
malestar, frustración y odio, pero si avanza en su acto aparecerá en primer plano un oscuro
sentimiento, mezcla de peligro y de pecado.
No es preciso llegar al fin del análisis para “no ceder en el propio deseo”. Si es un buen
neurótico, lo más probable es que la misma escena fantasmática que acaba de franquear se
reinstale al poco tiempo de manera similar: la secretaria se convertirá en la caprichosa
esclavizadora del pobre amante, el curso de decoración en una obligación que aumenta la
demanda de sacrificios a la sufrida madre, o la nueva empresa pasará a ocupar el lugar de un
nuevo amo que le exige mayores esfuerzos y privaciones al fiel empleado. Entonces, cuando el
deseo que comandó el acto ya dejó de ser un deseo propio, la artificio neurótico consistirá en
trasladar el deseo propio hacia otro objetivo más o menos lejano. Aquello que en un tiempo
precedente podíamos identificar como un deseo propio, en un tiempo posterior se convierte en
una demanda del Otro. Al reinstalar el deseo en su dependencia al Otro, el sujeto recupera las
garantías del Otro que por un breve tiempo había arriesgado. El neurótico parece una
hormiguita caminando sobre una cinta de Moebius; siempre experimenta que sus más
genuinos e íntimos deseos están en la cara opuesta de aquella por donde circula.
En un pasaje del “Seminario XXI” luego de referirse a la ética de Aristóteles, Lacan reafirmó
la suya en estos simples términos:

[…]o sea que sólo aquél que puede hacer lo que quiere, —sólo ése tiene una ética.
Sí.93

Pero, nuevamente, ¿cuál es el alcance de ese “hacer lo que quiere”? Esta fórmula es aplicable
sólo es en el caso que el sujeto esté en condiciones de autorizarse por sí mismo. Aún así,
prescindiendo de la garantía del Otro, el sujeto sigue dividido. ¿Quién autoriza el acto? ¿Quién
es su autor? ¿El yo? ¿El sujeto del inconsciente? El acto fallido es un acto donde el yo no se
reconoce su autor, y, sin mediar un largo entrenamiento analítico, lo más probable es que se
avergüence de él y lo condene. El inconsciente pulsa por pasar al acto, al acto de escribirse en
el lugar del Otro. Al yo le corresponde autorizar lo que en él insiste, o no.

La letra de goce como causa del deseo


Hay deseos que podemos calificar de “vacíos de verdad”, como por ejemplo aquellos que se
moldean a la luz de identificaciones imaginarias a un personaje admirado o en función de
parámetros familiares o sociales. Pero hay otra clase de deseos, los que están causados por la
letra de goce del sujeto. Estos se caracterizan por su permanencia a lo largo de la vida; ellos
insisten aunque no sean atendidos. A ésta clase es a la que se refiere la noción freudiana de
deseos inconscientes; ellos, decía, son “indestructibles”. En verdad, lo indestructible no son los
deseos inconscientes sino ciertos significantes privilegiados sobre los que ellos se edifican.
El neurótico busca amos por todas partes pero teme quedar sometido por el significante amo
que lo habita. Un mecanismo común en la elección amorosa de la histérica, consiste en amar al
hombre que porta las marcas de su goce. Así, la joven pianista se casa con su profesor de piano
creyendo que de ese modo el maitre podrá asegurarle el goce de la música. Pasa entonces a
ocupar el lugar de promotora de las realizaciones del marido y quedará en posición de
demandarle lo que ella desea, ahorrándose el costo del acto.
En la confrontación del analizante con las letras non sensical que determinan y orientan sus
deseos tanto como sus síntomas, en la identificación con esas marcas donde el sujeto
reconoce lo más “genuino”, “propio”,“auténtico”,“verdadero” de sí, y en la posibilidad de
savoir y faire (saber hacer) con ellas, reconocemos el circuito central por donde circula el
análisis.

Acrópolis: Freud ante un deseo imposible


Atenas fue un lugar por el cual Freud sintió una poderosa y temprana atracción, pero que no
visitó hasta sus cuarenta y ocho años de edad. En una carta a Romain Rolland, Freud le
describe las vicisitudes que atravesó cuando, finalmente, ese antiguo deseo fue realizado.
Durante un viaje de vacaciones con su hermano menor, Alexander, Freud se encontró por
casualidad con un conocido que le recomendó, dada la cercanía con el lugar donde estaban,
visitar Atenas, en lugar del destino programado, la isla de Corfú. La idea de llegar a la soñada
Atenas le resultaba a Freud muy seductora, pero en lugar de entusiasmarse ante esa
posibilidad, fue invadido por una extraña inquietud, un estado intenso de malhumor, y sólo
encontró, en el proyecto de llegar por fin a tan amado destino, un sin fin de obstáculos y
dificultades prácticas que impedían su concreción. Convencido de que, pese a las favorables
circunstancias, sería imposible cumplir ese deseo se mantuvo un tiempo indeciso, huraño y
amargado, hasta que, movido por un impulso, se dirigió por fin a comprar los pasajes para
llegar al anhelado destino. En la carta Freud se pregunta a qué se habría debido el malestar
generalizado que le despertó la proximidad del cumplimiento de un deseo tanto tiempo
postergado. Como si algo le hubiera advertido años antes, y sin que lo supiera, acerca de un
peligro ignorado en la realización de dicha empresa. La señal de angustia se hizo patente
cuando se aproximó la hora de la verdad. Semejante reacción de malestar antes del viaje
resultaba comprensible si anticipaba un evento desgraciado, “pero, ¿por qué una incredulidad
de esta especie frente a algo que, por el contrario, promete tan gran placer [Lust]? Se trata de
un caso de too good to be true [demasiado bueno para ser cierto]. Un caso de incredulidad
[Unglauben] que se presenta frecuentemente cuando uno es sorprendido por una noticia
feliz.94 Estas reacciones son indicadoras de la proximidad de un goce que excede los límites
del Principio del placer. Nos preguntamos qué secreto contenía para Freud el cumplimiento de
un deseo tan anodino si lo comparamos con las grandiosas conquistas que signaron su vida. Lo
único que podemos afirmar por el momento es que, en su conjunto, la anécdota relatada a
Romain Rolland, constituye una clara descripción un comportamiento neurótico de Freud.
En el siguiente párrafo de la misma carta, Freud evoca a “los que fracasan al triunfar”,
personas que sucumben a la enfermedad o quedan destruidas “por el hecho que un poderoso y
potente deseo ha sido cumplido [Wunsch erfüllt worden ist]”. Freud utiliza aquí una expresión
derivada de la Wunscherfüllung, traducida como “realización o cumplimiento del deseo”, y
definida por Freud como la estación terminal donde un deseo inconsciente y reprimido alcanza
la satisfacción. Esta realización, aclara, no se produce cuando el deseo obtiene el objeto de la
realidad externa, sino en la reproducción alucinada de una experiencia de satisfacción anterior.
En términos de Lacan, la Wunscherfüllung designa un punto de repetición o de encuentro del
sujeto con lo real del inconsciente. Esta referencia conceptual es de suma importancia para
aclarar la naturaleza del fenómeno producido y estudiado por Freud, puesto que nos invita a
buscar el elemento literal de la repetición.
Luego Freud explica que de similar modo se comportan aquellos que al ver alcanzada una
meta muy deseada quedan invadidos por “un sentimiento de culpabilidad o inferioridad que
podría traducirse así: no soy digno de tal felicidad, no la merezco”.
A fin de explicar estas comunes reacciones, Freud apela en primer lugar a la severa instancia
superyoica, ese Otro implacable del cual –dice– “sólo esperamos ser maltratados”. Acceder a
algo tan intensamente deseado nunca podría ser algo que complazca al superyó; él nos
demanda sacrificios, renuncias, nos impone obligaciones. Al transgredir sus mandamientos, le
estaríamos fallando al superyó y por ello no nos sentimos dignos de disfrutar lo conquistado.
Cuando el viejo sueño por fin se cumplió, la primera reacción de Freud fue la de perder el
sentido de la realidad: “Realmente no hubiera creído posible que me fuere dado contemplar
Atenas con mis propios ojos como ahora lo hago sin duda alguna”. En otro pasaje se expresa
así: “según el testimonio de mis sentidos, me encuentro ahora en la Acrópolis, pero no puedo
creerlo”. Freud pone especial atención en la intensidad que tomó la no–creencia [Unglauben]
de lo que, sin embargo, estaba ante sus ojos. Este desajuste entre lo percibido y lo conocido,
esa sensación de no poder creer en lo que, sin embargo, estaba mirando nos indica que en el
acto de contemplar Atenas Freud se confrontaba con algo de lo real, algo resistente a entrar en
las mallas del saber. Ello le generó un perturbador sentimiento de extrañeza e irrealidad.
Todo aquello que es pasible de entrar en el campo del saber, es creíble. Esto es así por
estructura, ya que el saber no aporta certeza, el saber es supuesto En cambio, el encuentro del
sujeto con lo real se le presenta con un rasgo de irrealidad, como increíble, es decir como
insabible. De lo real puede tener certeza sin saber de donde surge. Freud da cuenta de que el
acto de posar su mirada en Atenas se tradujo en una experiencia de goce que superaba la
barrera del Principio del placer, como si su mirada hubiera entrado en una hiancia “entre
percepción y conciencia”, generando un desarreglo en la identidad de su ser y la consistencia
de su entorno.
Freud comparó ese momento puntual de su experiencia con las conocidas descripciones que
la psiquiatría ya había aislado en términos de “desrealización” y “despersonalización”.
Nosotros reconocemos allí el signo de una afánisis del sujeto.
Luego, Freud definió el fenómeno como una variedad incluida en la categoría de los “actos
fallidos” [Fehlleistungen], aunque no realizó ese acto por “error”, no llegó a Atenas
equivocadamente, sino que, pese a las vacilaciones precedentes y guiado por su impulso,
asumió voluntariamente la decisión de llegar a la meta anhelada. Si en virtud de las
consecuencias subjetivas detalladas, Freud puso el acto de contemplar el objeto deseado en
equivalencia con un acto sintomático, es porque reconoció que en ese acto se confrontó con un
retorno de lo reprimido.
La estructura del fenómeno, como ya dijimos, es del orden de un encuentro con lo real
–Tyché–, cuya singularidad aún permanece oscura el sujeto.
Con exquisita finesse, Freud continúa disecando la estructura de la experiencia para
arrancarle sus secretos. Plantea así la analogía entre lo que le sucedió en la Acrópolis y ciertos
“fenómenos alucinatorios” tal como se presentan en los sueños, en algunos episodios
neuróticos o en estados psicóticos. Cabe recordar que una de las primeras localizaciones que
hizo Lacan de la “aparición de lo real” fue en el fenómeno alucinatorio de la psicosis. En el caso
de los síntomas neuróticos, lo que viene de lo real es del orden de la letra reprimida.
Freud avanza con absoluta rigurosidad en la explicación del fenómeno y establece el
parangón de su perturbación con el grupo de fenómenos conocidos como déjà vù, déjà raconté
y fausse reconnaissence, en los que también pueden medirse las consecuencias de la
intromisión de un real en el registro mnémico.
Sobre los párrafos finales avanza una explicación del fenómeno de carácter estructural. En
relación del acto realizado Freud escribió: “Me parecía estar más allá de los límites de lo
posible el que yo pudiera viajar tan lejos, que llegara tan lejos”. Es una clara referencia a la
categoría lacaniana de “lo imposible”, es decir, lo real, como lo que se sitúa más allá de lo
posible, más allá de la realidad, más allá del Principio del placer. Sin decirlo con estas palabras,
la “realización del deseo” [Wunscherfüllung] es definida por Freud como una realización de lo
imposible.95 En el instante de posar su mirada sobre la Acróplis algo no reconocido ni percibido
le aportó a Freud lo que había definido en términos de una “satisfacción alucinatoria del deseo”.
La carta finaliza con una reflexión donde generaliza las implicancias de todo acto de
realización del sujeto: “Parecería que lo esencial del éxito consistiera en llegar más lejos que el
propio padre, y que tratar de superarlo fuese siempre algo prohibido”. Freud identifica aquí al
padre con el guardián de la frontera del Principio del placer.
“Éxito” es la palabra empleada por López Ballesteros para traducir el vocablo alemán Erfolg.
Nosotros la hubiéramos traducido como “realización” para subrayar su matiz subjetivo y no
contaminarla con el significado de coronación y reconocimiento social que connota la palabra
“éxito”. A nuestro entender, Freud busca explicar la significación estructural de la satisfacción
subjetiva que entraña el acto, como trasgresión al límite de gozar impuesto por el padre. Pero
¿qué padre?, ¿qué goce?
El padre al que debemos seguir, incluso tomar como modelo, pero que nos estaría prohibido
superar, es evidentemente el Otro fantasmático en su faz de ideal o superyó. Él es nuestro techo
imaginario, en el doble sentido de protección y límite. Por ello, “llegar mas lejos que el padre”
no significa superarlo en talento o éxitos, sino atravesar el límite del fantasma donde reina su
deseo e ingresar en un ámbito subjetivo vacío de garantías. Éste es el punto clave sobre el que
gira la figura del parricidio mítico de Tótem y Tabú. Allí, el asesinato del padre original sitúa el
pasaje más allá del padre omnipotente, pero inmediatamente después la conquista queda
ensombrecida por el sentimiento de desamparo. A lo largo de la existencia humana, el acto del
sujeto implica pasar por la castración en el Otro y perder la salvaguarda narcisista. El goce
prohibido o peligroso se especifica en la dimensión del Øtro goce de la verdad.
El pase subjetivo más allá del padre fantasmático que conlleva el acto abre la hiancia de la
inexistencia del Otro para volver a cerrarse luego. Otra cuestión plantea la problemática del
pase por el final del análisis pues conlleva la evacuación estructural de la función del Otro
garante. No se trataría en este caso de un atravesamiento más de las fronteras del fantasma,
sino de una disolución de su consistencia imaginaria.

La insistencia de la Verdad o el pecado de existir


Planteada la relación interna entre la realización de la verdad e ir más allá del padre, nos
preguntamos cuales son los significantes inconscientes con los que Freud se confrontó en el
episodio de la Acrópolis.
¿Qué secreta verdad contenía la Acrópolis para Freud? Si leemos con atención el texto de la
carta advertiremos una cierta vacilación a la hora de describir el instante culminante de su
experiencia. En una oportunidad Freud dice que el sentimiento de irrealidad se despertó
cuando su mirada se posó sobre las ruinas de la Acrópolis, y en otra, al contemplar por
primera vez la ciudad de Atenas. Dado que intentamos leer el síntoma a la letra, no resulta lo
mismo que el objeto percibido sea uno u otro.
Las ruinas de la Acrópolis convergen hacia el Partenon en el cual se encuentra una escultura
de Palas Atenea, la diosa que dio su nombre a la ciudad. Freud era un apasionado coleccionista
de piezas arqueológicas y fue acumulando, a lo largo de su vida, cientos de ellas. De entre todas
las piezas de su amplio tesoro tenía, justamente, una particular predilección por las que
representaban a Palas Atenea. No faltaba nunca en su escritorio una pequeña escultura de la
diosa. Marie Bonaparte, que conocía la devoción de Freud por esa divinidad se preocupó
especialmente por enviárselas a Londres cuando el maestro tuvo que exiliarse. Cuenta la
Princesa que cierto día en una animada conversación que tenía a solas con el maestro,
autodeclarado ateo, éste exclamó como en broma: “Ah, que sería de nosotros si no tuviéramos
la protección de Palas Atenea”.
Con estos datos podemos conjeturar que no era el deseo de ver las ruinas de Acrópolis la
causa de su angustia, sino el de ver con sus propios ojos el sitio donde estaba, Palas Atenea.
Recortamos entonces, Atenas o Atenea como el elemento significante clave del antiguo deseo
de Freud. Esta hipótesis no se basa en el escueto material que brinda este ejemplo, sino en la
insistente repetición de esas mismas letras en otros actos de su vida. Al finalizar el análisis del
sueño de la “Inyección de Irma”, Freud interpretó que sostenía en él una larga justificación
frente al sentimiento de culpa que le causaba “haber llegado tan lejos” con su descubrimiento
del psicoanálisis. En un hermoso pasaje de la clase trece del Seminario II dedicada al análisis de
este sueño, Lacan, hablando en nombre de Freud, se expresó así:

Yo soy aquel que quiere ser perdonado de haber osado comenzar a curar estos
enfermos que hasta ahora nadie había comprendido. Soy aquel que quiere ser
perdonado por eso. Soy quien no quiere ser culpable porque siempre se es culpable de
transgredir un límite impuesto a la actividad humana.

Es en la medida que he deseado demasiado, que yo he participado en esta acción, que


he querido ser su creador […] pero yo no soy el creador, el creador es algo más grande
que yo. Es mi inconsciente, es esta palabra que habla en mí, más allá de mí.96

Ese sueño de Freud no está destinado solamente a disculparse, sino que, como todo sueño,
implica fundamentalmente, como el mismo Freud enseñó, el cumplimiento de un deseo
inconsciente. En este sueño, es la escena final la que contiene el instante clave de la Tyché
donde alcanza la Wunscherfüllung alucinatoria que despierta al soñante. Fue transcripta así por
Freud:

Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una
inyección con un preparado a base de propil, propileno…, ácido propiónico…
trimetilamina, cuya fórmula veo impresa en gruesos caracteres.97

Lo que tiene bajo su mirada, en este caso, es una fórmula química que se nombra
“trimetilamina”. Lacan dijo respecto a este elemento del sueño:

[…]en la fórmula “trimetilamina” está la última palabra de este sueño.

[…]Es allí donde está, en este sueño, el inconsciente.98

¿Por qué? Siguiendo la regla básica en la interpretación de los sueños, tomamos la imagen del
sueño no por sus caracteres imaginarios, sino como una palabra a ser descifrada. El significante
“trimetilamina” es un punto de confluencia de múltiples cadenas inconscientes, varias de las
cuales fueron perseguidas por Freud en su trabajo interpretativo que, como él mismo advirtió,
no expuso sino parcialmente. Nosotros pondremos la lupa en un solo elemento de repetición,
“trimetilamina”, donde reconocemos el ombligo literal de este sueño.
La primera referencia que Freud consigna de la fórmula de la trimetilamina está asociada a
un resto diurno: la tarde anterior al sueño su mujer abrió un licor que le había regalado su
amigo Otto, en cuya etiqueta se leía la palabra “Ananás”. Cuando Freud, por la noche abrió la
botella sintió un olor amílico que le despertó el recuerdo de la serie química amil, propil, metil,
que fue trasladada al contenido manifiesto del sueño.
El cuerpo final del significante Try–methil–amin, presenta una sutil relación fonológica con el
significante “Ananá”, la cual resultaría irrelevante si no fuera porque insiste en ella un grupo
literal de gran relevancia.
Freud escribe en una nota a pie de página:

La palabra “ananás” muestra, además, cierta semejanza con el apellido de la


paciente.99

Por una cuestión de discreción, Freud distorsionó un poco este dato. Hoy sabemos que no era
el apellido sino el nombre de la paciente el que guardaba una equivalencia homofónica con la
palabra Ananás, pues el verdadero nombre de Irma era Anna, Anna Hamerschlag.100 Se trata
pues del “sueño de la inyección de Anna”, donde el resto diurno, Ananás, que redobla ese
nombre, queda transpuesto al contenido manifiesto del sueño en el significante
“trimetilamina”.
La cifra amin también condensa anagramáticamente el nombre de Mina, la cuñadita y amiga
íntima de Sigmund que desempeñó, a lo largo de muchos años de convivencia en casa de los
Freud, un femenino papel aún no suficientemente claro para los biógrafos del maestro. Es muy
posible que Freud haya omitido intencionalmente incorporar esta cadena asociativa en el
análisis del sueño.
El sueño de Anna y su desciframiento interpretativo marcó en la vida de Freud un momento
clave, decisivo en el advenimiento de su más original criatura, a la que más tarde bautizó
Psycho-ana-lyse. Precisamente, en la misma época en que tuvo ese sueño estaba esperando el
nacimiento de quien sería su última hija, a la que también llamó Anna, Anna Freud.
Otro nombre de esta serie, también fechado en un momento fundante de lo que llegó a ser el
campo freudiano, fue la publicación sobre el caso de Anna O, seudónimo con el que bautizó a
Berta Papenheim, la paciente de Breuer sobre la cual se basó el escrito compartido.
Al primer niño del psicoanálisis, que se llamaba Herbert Graf, Freud lo apodó Hans. Un dato
llamativo del historial publicado es que la hermanita menor de Juanito, quien desempeñó un
importante papel en la observación, figura con su verdadero nombre y no, como era de uso
habitual, con un seudónimo. Ese nombre era, precisamente, Anna.
A/n/a también estaba oculto en los nombres de dos de sus héroes más profundamente
admirados en su edad escolar: Aníbal Barca y Alejandro Magno. En Psicopatología de la vida
cotidiana, Freud hace mención, como ejemplo de errores de la memoria, al lapsus que tuvo en el
análisis de un sueño publicado en “La interpretación de los sueños”, donde en vez de Aníbal
escribió Asdrúbal. Estaba muy sorprendido de la fuerza de tal confusión porque no pudo
detectarla en ninguna de las tres cuidadosas correcciones que hizo de la obra.
Cuando tenía 10 años de edad, Sigmund fue quién eligió el nombre de su hermano recién
nacido, el mismo que lo acompañó en su travesía por Atenas. Optó en esa ocasión por el nombre
de idolatrado conquistador, Alexander.
A/n/a se repite en los retornos síntomáticos tanto como en la actividad sublimatoria; se
comporta como la marca de una identidad secreta con la que el sujeto Freud rubrica sus actos.
Se trata de una cifra literal que, por su modo de operar, nos lleva a evocar la instancia
inconsciente de la función del nombre propio.
La interpretación que acabamos de hacer se limita a seguir las huellas de una repetición
significante, sin saber de dónde viene. Las conjeturas acerca de los antecedentes de este
significante primordial pueden ser muchas, pero lo que no necesita ser explicado es el hecho
de su repetición. Este registro interpretativo, el más radical en lo que concierne a la
interpretación analítica, apunta a hacer aparecer la letra reprimida por fuera del sentido o
significación a la que está anudada en cada presentación contingente.
De todos modos podemos avanzar un paso más en nuestra investigación, y dirigirnos a datos
más tempranos de la historia de Freud. Entonces encontramos un dato relevante, Anna era el
nombre de su hermana cuatro años menor. Un poquito más atrás, y posiblemente en el punto de
partida de esta marca identificatoria, encontramos el mismo agrupamiento literal en el apellido
materno de Freud: Nathanson.101 En función de la serie de repeticiones, singularmente
resaltada en la equivalencia letra por letra entre Atenas y Nathan, podemos conjeturar con
suficiente confianza que la palabra Atenas poseía para Freud su inquietante y enigmática
atracción porque era un destino contingente de una letra de goce.
CAPÍTULO 3.2
La sublimación del goce

La sublimación y la ética analítica


En los dos últimos capítulos hemos subrayado y mostrado la afinidad y, más aún, la estricta
correspondencia estructural entre el goce del síntoma y el goce sublimatorio. Por ello, en este
capítulo nos limitaremos a ahondar en estas relaciones, volviendo a recorrer las coordenadas
lógicas ya trazadas.
La mayoría de los psicoanalistas reconoce que la adherencia del sujeto al goce fantasmático
es una de las mayores razones del padecimiento neurótico y uno de los más poderosos
obstáculos para la cura. De ahí que muchos se plantean como lema central del trabajo analítico
“acotar el goce”. Pero esta consigna acarrea problemas toda vez que se concibe el goce como
una entidad unívoca en la que se confunden los dos campos opuestos: goce fantasmático con
goce pulsional, o bien goce fálico con goce del síntoma. Cuando así sucede, la tarea analítica
cobra la forma de una conquista moralizadora sobre el paciente. El analista embiste contra el
“dañino” goce procurando que el analizante comprenda de una buena vez que eso no le
conviene. El análisis planteado en estos términos se desliza hacia una confrontación entre la
razón (del analista) y el goce (del paciente). Por suerte los neuróticos son cabeza dura y su
compulsión repetitiva no entra en razones, en virtud de lo cual, son acusados de sabotear el
análisis.
Por otra parte, tampoco llegaríamos muy lejos si, en oposición a la postura anterior de acotar
el goce, nos contentáramos con legitimar la incidencia de la compulsión repetitiva porque
reconocemos allí una vía de salida subjetiva de la alienación al fantasma.
Indudablemente, acotar el goce del fantasma es un objetivo del tratamiento analítico, pero
una renuncia tal por parte del sujeto tiene patas cortas si no redunda en una mayor satisfacción
de otro orden. La división del sujeto y el conflicto que suscita entre sus partes es siempre una
cuestión de goces, por ello debemos añadir que, junto con el acotamiento de una modalidad del
goce, el tratamiento analítico busca ampliar la capacidad de otro goce. De todos modos, nuestro
legítimo aliado en la cura lo hallamos del lado donde lo real del goce no cesa de repetirse. Este
era, por otra parte, el objetivo explícito de Freud al centrar su trabajo en el levantamiento de
las represiones e inhibiciones del goce pulsional. Para ello se enfrentaba a la resistencia que
oponía el yo narcisista, cuyas fuerzas se nutrían de las demandas de goce del superyó e ideal
del yo.
Pero ¿adónde puede conducir el levantamiento de las barreras al goce de la pulsión? Aquí es
donde el problema de la sublimación adquiere un carácter central en lo concerniente a la
orientación de la cura y por ende, a la ética del psicoanálisis.

El acto creativo
Aunque la sublimación abarca un amplio ámbito de la actividad humana, ella ha sido abordada
por la teoría analítica particularmente en el campo de las artes. La sublimación no es definible
por la índole de la actividad o la naturaleza de su producto sino por la estructura lógica del
acto del que surge, acto que pone en juego el ejercicio de la función creativa:

Esta noción de creación, con lo que implica de un saber de la criatura y de su creador,


debe ser promovida ahora, llevada, porque es completamente central, no sólo en
nuestro tema, el motivo de la sublimación, sino al de la ética en el sentido más amplio,
al del problema que conduce en la ética, la cuestión freudiana.102

La capacidad creativa del hombre es inseparable de la estructura significante a partir de la cual


se instituye como sujeto. La primera creación humana en el mundo, la creación por excelencia,
es el lenguaje. Pero no podemos situar al hombre como antecedente lógico en el nacimiento
del lenguaje, porque, en tanto sujeto, él mismo es un efecto de lenguaje. A menos que
aceptemos a Dios como sujeto Creador del verbo, el origen del orden del significante en el
mundo sólo puede plantearse en sincronía con el advenimiento del animal humano a su
condición de ser hablante. Sea como sea la cuestión de los orígenes, lo que podemos constatar
con regularidad es que la génesis de seres parlantes se realiza si y sólo si la lengua acoge al
individuo desde su nacimiento biológico. El proceso de alienación al lenguaje es la condición
de su parición del sujeto. Por ello, situarse allí, en la lengua, como sujeto creador, implica una
pérdida, la de su condición de criatura del lenguaje. En el ser hablante, el ejercicio de la
función creativa implica la efectuación de un corte separativo, y es por ello que figura como
uno de los destinos de la pulsión.
Sublimación y pulsión
Freud planteó que la sublimación era uno de los destinos de la pulsión. La sublimación, dijo,
opera con la pulsión, y en el goce sublimatorio está involucrada la satisfacción de la pulsión.
Dado que en estas afirmaciones Freud se refería a la pulsión sexual, necesitó aclarar que el
goce sexual resultaba elidido, inhibido o desviado en la satisfacción sublimatoria. Para nosotros
no hay nada que explicar sobre este dato, pues entendemos que el fin del goce pulsional no es
sexual, y por consiguiente la sublimación no se desvía de ese fin sino que, por el contrario, lo
realiza. Dicho de otro modo, la sublimación hinca sus dientes en el campo de la Cosa, más allá
del Principio del Placer.
Del proceso alienatorio en el significante, que instituye el campo del sujeto, surge un
producto real totalmente nuevo, algo que no existía antes ni en la naturaleza ni en el lenguaje:
el vacío real de la Cosa. Este real, creado por la incidencia del significante, funda en el sujeto
un punto de partida absolutamente original, radicalmente extraño a todo lo que se acuña en el
campo del Otro. Por ello, y a posteriori, la estructura de todo acto creativo del sujeto contendrá
la exigencia lógica de volver al punto cero de su creación, es decir, la creación de un vacío. La
sublimación, entonces, y siguiendo las vías trazadas por la pulsión, surge de una falta, y su
meta final es recrear la misma falta que estaba al principio.
A fin de ilustrar este oscuro nódulo del proceso creativo, en el seminario sobre la ética Lacan
tomó como referencia alegórica el trabajo del alfarero en la producción de una vasija. Sostuvo
que, más allá del servicio que pueda brindar la vasija como contenedor, la esencia de lo que el
alfarero crea con su vasija es el vacío que ella contiene en su centro. Si Lacan lo ubica como
modelo de la sublimación, es porque pone de relieve el hecho de que creando un vacío el sujeto
encuentra un modo de acceder a la Cosa de goce. El vacío irrepresentable (y no lo pleno, la
forma, la materia) es por excelencia un equivalente de la Cosa. La sublimación pretende
encontrar la misma Cosa que la pulsión.
¿Qué papel cumple el objeto, no la Cosa sino la obra, en la sublimación? Evidentemente no
se trata de demandarlo, encontrarlo o poseerlo, sino de crearlo. En el “Seminario VII” Lacan
plantea que en la sublimación “el objeto es elevado a la dignidad de la Cosa”. Así definido, este
objeto presenta cierta analogía con el objeto señuelo de la pulsión, que también funciona como
un semblante del goce. Sin embargo, la diferencia entre ambos es radical. El objeto señuelo
contiene la promesa sexual de colmar la falta de goce en el ser, y por ello, es su pérdida y no su
presencia la que interviene en la producción del goce a-sexual de la pulsión. El objeto
sublimado, por el contrario, no sirve al fin de colmar la falta, sino de realizarla, por ello se
presenta ya despojado de su función fálica y es ofrecido al consumo de un goce que no hace
falta. Este funcionamiento del objeto es particularmente patente en ciertas creaciones
artísticas en las que se emplean con fines estéticos desechos del consumo de bienes. Aquí, el
objeto no es lo que cae, se pierde, se disipa, sino lo que ingresa en la escena ya transformado,
reinscrito en un registro desarticulado de su función utilitaria de complemento del goce. En la
dimensión de la pérdida de goce fálico que conlleva la sublimación del objeto, la pulsión se
satisface.
El escíbalo es por excelencia el modelo primero de la obra, y el psicoanálisis ha descubierto la
profunda implicación existente entre la pulsión anal y la creación. En el registro de la
sublimación, el objeto elaborado también es una parte del sujeto y tiene la función de
representarlo como separado de su función instrumental. En este sentido, en el acto creativo el
sujeto recrea su propia pérdida. Con una hermosa imagen poética, en el “Seminario XI” Lacan
aludió al resorte lógico de esta operación en los siguientes términos:

Si un pájaro pintase, ¿no lo haría dejando caer sus plumas, una serpiente sus escamas,
un árbol desorugándose y haciendo llover sus hojas?103

Un pintor desprende un pedazo de su ser con cada pincelada, pero el cuadro, como toda obra,
está hecho para captar al Otro, al Øtro goce suplementario de la imposibilidad del goce sexual.
La pulsión, en cambio, es autoerótica.

Sublimación y síntoma
En los capítulos dedicados al goce del inconsciente, habíamos planteado que el goce del
síntoma constituye la estructura de base del goce sublimatorio, aunque la implicación
subjetiva es diferente en cada uno de ellos.
La función creadora en los seres parlantes se sostiene, se apoya, se sitúa en el plano del Uno
del inconsciente: Él es el Creador, el Dios escondido. Pero a Dios también se lo imagina como
el garante de lo creado y queda proyectado al lugar del sujeto supuesto saber. El acto creativo
se despliega en el seno de una dialéctica en la que la manifestación de Uno se revela como
fisura del Otro, en el que la virtud creadora de la letra produce un desfallecimiento en la
consistencia
del saber.
El efecto de verdad que determina la repetición de la letra es del mismo orden que la
creación poética. En “Interpretación de los sueños”, cuando Freud plantea la técnica de la
asociación libre, destaca el paralelismo que hay entre la creación poética y los procesos
primarios inconscientes. Cuando se le pide al sujeto que hable sin preocuparse por el sentido,
es decir que suelte sus amarras con el Otro del saber, el hilo del discurso queda comandado por
la lógica del inconsciente. En ese ámbito donde reina la asociación homofónica, insensata,
absurda, ilógica, el poeta reconoce su fuente inspiradora. Freud cita al respecto una carta del
filósofo y poeta F. Schiller en respuesta a un amigo que se quejaba de su propia falta de
creatividad:

El motivo de tus quejas reside, a mi juicio, en la coerción que tu razón ejerce sobre tus
facultades imaginativas. Expresaré mi pensamiento por medio de una comparación
plástica. No parece ser provechoso para la obra creadora del alma el que la razón
examine demasiado penetrantemente, y en el momento en que llegan ante la puerta,
las ideas que van acudiendo. […] En los cerebros creadores sospecho que la razón ha
retirado su vigilancia de las puertas de entrada; deja que las ideas se precipiten pêle–
mêle al interior, y entonces es cuando advierte y examina el considerable montón que
han formado. Vosotros, los señores críticos, o como queráis llamaros, os avergonzáis o
asustáis del desvarío propio de todo creador original […].104

Pero no sólo los críticos de profesión se fascinan al mismo tiempo que temen las implicaciones
del acto creativo; el conflicto en cada sujeto entre el inconsciente y el saber es universal y
cotidiano. La incidencia de un goce que no conviene es inmanente al despliegue del acto
creativo; aun cuando no recaiga sobre él ninguna sanción social o prohibición explícita, las
barreras que opone el Principio del placer siguen en pié. Aunque el impulso creativo se haya
plasmado en un deseo primordial, esencial del sujeto, y el sujeto lo asuma con convicción, sin
embargo, se defiende de él: preámbulos, digresiones y rodeos que terminan muchas veces por
hacer naufragar total o parcialmente el propósito.
El camino que sigue el sujeto comprometido con el acto creativo incide en el modo en que se
integra a su grupo social. No pretende ser reconocido como igual a todos, decir lo que todos
dicen, hacer lo que ellos hacen. Por el contrario, se ofrece a un reconocimiento por parte del
Otro en su identidad de Uno, autorizándose en aquello que lo identifica como sujeto en el orden
de la pura diferencia. Esta vía, transgresiva por definición, lo sitúa en una posición que Lacan
llamó de “atopía”. Dicha atopía reproduce en el nivel del lazo social lo que acontece en el nivel
de la estructura: existe al menos Uno que es la excepción a la regla. En el acto sublimatorio, el
sujeto ocupa el lugar del Creador. Parafraseando a Freud podemos concluir que el secreto en la
realización de todo acto creador reside en que arroja al sujeto más allá del padre.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO 1.3
Juanito entre goces y sombras

En este capítulo y el siguiente nos detendremos en la lectura y comprensión de dos estructuras


clínicas, la fobia de Juanito y la perversión masoquista de Severino, el personaje forjado por
Sader Masoch en su novela “La venus de las pieles”. El análisis no pretende ser exhaustivo, sólo
intentaremos poner de relieve las distinciones y relaciones lógicas entre los diferentes campos
del goce.

Freud corrige su explicación de las fobias


En “Inhibición, síntoma y angustia”, casi veinte años después de haber publicado el historial de
Juanito, Freud retomó el problema de las zoofobias y corrigió el mecanismo de la formación del
síntoma que había propuesto inicialmente en función de la oposición entre las pulsiones
sexuales y las pulsiones del yo. El descubrimiento de la pulsión de muerte lo condujo a
replantear muchas de sus afirmaciones anteriores, y la revisión que hizo en “Inhibición, síntoma
y angustia” acerca de las zoofobias responde parcialmente a una exigencia teórica mayor que se
le imponía:

Aunque no nos es agradable recordarlo, de nada serviría silenciar ahora que hemos
sostenido repetidamente la opinión de que por medio de la represión quedaba la
representación de la pulsión deformada, esto es desplazada, etc., y transformado el
impulso instintivo en angustia. Ahora bien, como acabamos de ver, la investigación de
las fobias, que creíamos habría de probar tales afirmaciones nuestras, no sólo no las
confirma, sino que parece contradecirlas directamente. El miedo angustioso de las
zoofobias es el miedo del yo a la castración.105

Pocos párrafos después podemos leer:

Las ideas angustiosas de ser mordido por el caballo y devorado por el lobo [referido al
Hombre de los Lobos] son sustitutivos deformados de la de ser castrados por el padre.
Esta idea es la que verdaderamente ha experimentado la represión.106

He aquí el meollo de la cuestión: lo que se reprime concierne a un deseo de ser castrado por el
padre y el yo se angustia ante la posibilidad que se cumpla. El miedo a la castración, que
figuraba en el historial como consecuencia de la amenaza punitiva por la tendencia incestuosa
prohibida, pasa a ser explicado como temor a un impulso reprimido de signo opuesto. La
revisión del análisis del caso hecha por Freud se apoya en la necesidad de explicar las razones
de tal impulso inconsciente, aunque la clave del problema (que la castración es la condición
del goce y no una consecuencia de éste) se le escurría entre las manos cada vez que lograba
atraparla.
En 1923, Freud intentó explicar por qué el síntoma de Juanito satisface fundamentalmente el
impulso de ser mordido –castrado– por el caballo, representante del padre. La explicación
consta de tres pasos. El primero se refiere al primitivo impulso hostil de Juanito hacia su padre
rival, por considerarlo un obstáculo para sus satisfacciones incestuosas. En segundo lugar, este
impulso agresivo, puesto al servicio de la tendencia sexual e incestuosa, es rechazado de la
conciencia y permanece en el inconsciente. El síntoma fóbico satisface de manera disfrazada
esta tendencia agresiva reprimida, sustituyendo al padre por el caballo. Finalmente, el caballo
pasa a ser una representación del padre agresor, y Juanito, el agredido. ¿Cómo explica Freud
que dicho acto castrativo transferido al caballo conlleve la satisfacción de un deseo
inconsciente? Lo hace apelando a su noción de “masoquismo primordial”, en función de la cual
la tendencia tanática se mezcla con la sexual dando lugar al deseo de ser castrado por el padre
como un equivalente al de ser poseído sexualmente por él.
Interpretadas las distintas deformaciones del material significante del síntoma zoofóbico de
Juanito, Freud propone entonces que su núcleo es el de aportar al sujeto una satisfacción
sustitutiva del impulso reprimido de gozar como una mujer (castrada) al ser poseído
sexualmente por el padre. Aclaró, a su vez, que esta interpretación no desmentía la existencia
de un impulso reprimido anterior hacia la madre, pero el mismo quedaba absorbido y
transformado en el impulso femenino, pasivo y masoquista manifestado con poca deformación
en el síntoma fóbico. Esta conclusión, que no figuraba para nada en las consideraciones hechas
en 1909, se apoya, entre otras cosas, en elaboraciones posteriores a esa fecha acerca de una
disposición universal en los varones, surgida del complejo de Edipo invertido, a buscar en el
pene del padre el instrumento del goce.
A un resultado similar lo condujo la revisión de la zoofobia infantil del Hombre de los Lobos,
que figura en el mismo capítulo de “Inhibición, síntoma y angustia” que estamos comentando.
El motivo de la fobia a los lobos también fue comprendido a partir de la existencia del impulso
reprimido a ser devorado–penetrado sexualmente por el padre–lobo.
Pero a diferencia del anterior, este paciente no presentaba ningún vestigio de una inclinación
anterior hacia la madre.
Por encima de las complejidades y diferencias entre ambos casos de zoofobia infantil, Freud
termina explicando el meollo de la cuestión: los síntomas fóbicos de ambos apuntan
centralmente a satisfacer una tendencia femenina (reprimida) cuya satisfacción atenta contra el
narcisismo fálico del sujeto.
A una conclusión similar llega también Lacan, aunque por carriles teóricos diferentes, al
establecer una equivalencia, nunca antes conceptualizada en el psicoanálisis, entre el goce del
síntoma y el goce femenino.

El padre como agente de la castración


El largo y minucioso análisis que hizo Lacan sobre el historial de Juanito durante una parte de
su cuarto seminario está atravesado por una tesis central: la fobia de Juanito tiene la función
de introducir en su vida un corte castrativo, siendo el caballo, en calidad de representante del
padre, el agente de dicha castración.

Ese significante [caballo] está allí, en la medida que sustituye metafóricamente al


padre […].107

¿A que padre? Lacan distinguió en ese seminario tres registros del padre: imaginario, simbólico
y real, y formuló con insistencia que la función central del síntoma fóbico consistía en implantar
en la estructura subjetiva del niño al padre real al que definió como “agente de la castración”.
Este padre aporta al sujeto una ley diferente a la ley del deseo de la madre.
El punto teórico decisivo en la formulación de Lacan reside en establecer que existe una
continuidad estructural entre el síntoma y el padre real. El caballo del síntoma es una especie
de funcionario del padre real. ¿Pero qué es un padre real?
Los desarrollos que hizo Lacan durante el Seminario IV para cernir el estatuto de este “padre
real como agente de la castración” fueron sinuosos, oscuros, escurridizos, como siempre
sucedía cada vez que adelantaba alguna punta sobre la urticante cuestión del Nombre del
Padre. De todas formas, nada se puede comprender del análisis hecho por Lacan sobre la fobia
de Juanito sin esta referencia capital: si el caballo del síntoma es un significante metafórico,
eso quiere decir que hay otro significante primordial al que sustituye, el cual, por su parte,
estaría alojado en el terreno de lo reprimido. Eso es lo que quiere decir que el síntoma es un
retorno de lo reprimido. Tendríamos que agregar que dicho padre-significante es de lo real, es
decir, totalmente desprovisto de sentido y por fuera de cualquier significación. Como siempre
en la conceptualización de Lacan, lo real especifica una imposibilidad lógica:

El padre, el padre real, no es otra cosa que el agente de la castración, y esto es lo que
la afirmación del padre real como imposible, está destinado a enmascararnos.108

Este significante primordial, excepcional e incognoscible, según Lacan, es el pivote de la


función del padre. Acorde al modelo teórico de la estructura del síntoma como retorno de lo
reprimido, el significante Pferd, caballo, irrumpe en la superficie psíquica en calidad de
representante del primer significante desconocido. Pferd es el S( ) donde hemos identificado
el vehículo del goce de la verdad. El padre real, finalmente, es el modo que empleó Lacan en
este seminario para designar al Uno de la excepción, que, tal como lo planteamos en el capítulo
anterior, luego calificó de “significante del goce”.

Antecedentes de la crisis
La primera parte del historial freudiano de Juanito está centrada en el período comprendido
entre los tres y cuatro años y medio de su vida, poco antes de la eclosión de la fobia. El padre
de Juanito proveía el material de observación para que su maestro y amigo, Sigmund Freud,
pudiera confrontar su teoría de la sexualidad infantil con datos extraídos de la observación
directa, y no inferidos a través de análisis de pacientes adultos. Sólo después de la aparición de
la fobia el intercambio epistolar se convirtió en una consulta.
Durante el período inicial, los comentarios del padre giran en torno a la tenaz investigación
del pequeño acerca de la presencia o ausencia del falo. El informe comienza con la pregunta del
niño: “Mamá ¿tú también tienes la cosita de hacer pipi?”. La pregunta misma ya es un
testimonio de que Juanito había dejado atrás la etapa en la cual la diferencia anatómica de los
sexos no reviste importancia para los niños. La pregunta es también el testimonio indirecto de
otro dato observable, que su pene había empezado a cobrar vida propia y concentrar intensas y
singulares sensaciones de placer. Había ingresado a la fase fálica.
Las puntillosas anotaciones del padre nos informan cómo el niño durante ese período, entre
los tres y cuatro años de edad, oscilaba entre el conocimiento y la renegación de que las
mujeres no tenían pene. La percepción de la desnudez de la madre, así como la de la
hermanita o sus amiguitas, no le resultaba suficiente para convencerlo completamente. Su
investigación estaba sometida a un vaivén permanente entre lo que sabía y lo que renegaba de
lo que ya sabía.
Cierto día durante una conversación con el padre acerca del tamaño del pene comentó: “Y
todos los hombre tienen la cosita. Y la mía crecerá conforme yo vaya creciendo. Para eso la
tengo pegada al cuerpo”. Significativa reflexión. Se imagina al pene como pieza adherida al
cuerpo, algo que, por consiguiente, podría volver a despegarse. Clara indicación de que el pene
ya había ingresado a funcionar como un objeto parcial.
Durante este período Juanito no mostraba patentes signos de angustia. Se esforzaba por
domesticar la realidad de la castración femenina por medio de una serie de “teorías sexuales”.
La teoría dominante, según la cual el falo estaba universalmente presente en todos los seres, le
permitía imaginarlo en la locomotora, la vaca, la hermanita, etc. En un pasaje Freud escribe:

[…]por el historial del infantil sujeto habíamos de suponer que su libido se hallaba
adherida al deseo de ver la cosita de la madre.109

Pasados los tres años, Juanito ya tenía sobradas pruebas de que la cosita no estaba en el cuerpo
de las mujeres, pero aún se aferraba a su creencia. Pero si la investigación sostenida sobre el
asunto podía finalmente derrumbar su creencia en el falo materno, ¿por qué Juanito husmeaba,
espiaba e inquiría sin cesar? No hay mejor modo de mantener incuestionable una creencia que
no curiosear demasiado y hacerse el desentendido frente a la duda que engendran ciertos datos
perceptivos o explicaciones de autorizadas.
Es evidente que el deseo de ver la cosita de la madre estaba comandado por una tendencia
más oculta de signo opuesto: el impulso de descubrir finalmente la castración en la madre.
Este impulso habremos de ponerlo a cuenta de la pulsión escoptofílica, en franca oposición al
deseo de ver el falo. La pulsión sería la responsable del impulso a meter las narices donde no le
convenía. Freud nombró Wissentrieb, traducida como “pulsión de saber”, a este oculto motor
que impulsaba la investigación del niño. La misma investigación está comprometida en la
búsqueda de goce. El término Trieb con que nombra Freud a esta tendencia, da cuenta
también del carácter compulsivo de la investigación, algo que en última instancia, y si tuviera
éxito, acarrearía una herida narcisista.
La apetencia de Juanito, como la de todo voyeurista, lo conducía hacia la zona de peligro.
En referencia a la finalidad del acto voyeurista, dijo Lacan durante el mismo seminario que
dedicó a Juanito:

Lo que busca no es, como se dice, el falo, sino precisamente su ausencia. Lo que mira
es lo que no se puede ver.110

El deseo y la pulsión son las dos caras opuestas y entrelazadas en el mismo comportamiento
investigativo de Juanito. El fin de la pulsión escópica es el de encontrarse con el agujero, lo
imposible de ver o saber. El falo, en tanto objeto deseado, es el que debería estar presente como
obturador del agujero.

El descubrimiento de la castración en la madre


La comprensión del caso se simplifica cuando se pone de relieve que Juanito estaba
imaginariamente identificado con la cosita de la madre. En definitiva, se preguntaba si todavía
estaba pegado a ella. Lo que está en el horizonte de la pulsión es expulsar al sujeto de su
identificación al falo y por consiguiente que el Otro materno pierda su objeto.
Al mismo tiempo, todo su ser se resistía a que el dramático acontecimiento sucediera:

De hecho a través de la observación, no se ve aparecer nada que represente la


estructuración, la realización, la vivencia, ni siquiera fantasmática de algo que se llame
una castración. Juanito reclama imperiosamente una herida.111

El niño escucha la amenaza de castración, yo diría, casi, de forma conveniente.


Como verán, acaba resultando que a un niño no se le puede decir nada más, y esto
le servirá como material para construir lo que necesita, es decir, el complejo de
castración.112
Lo mejor que puede hacer el niño, en la trampa a la que se introduce para ser objeto
de la madre, es ir más allá de este punto y darse cuenta poco a poco, por así decir, de
lo que él es en verdad.113

Juanito, dijo Freud, “desea ver la cosita de la madre”; mientras que Lacan afirmó que Juanito
“reclama imperiosamente una herida”, una castración. Ambas afirmaciones no son excluyentes.
Hablan del mismo Juanito que, como todo ser hablante, es un sujeto dividido.
Estamos aún analizando el período anterior a la aparición del síntoma, antes de que aparezca
el caballo-castrador. Como se puede constatar, su llegada estaba preanunciada; antes del
síntoma ya operaba el empuje pulsional a ir más allá del deseo de la madre. El síntoma se hará
solidario con la dirección que imprime la pulsión en dirección al acto.

La angustia es lo que no engaña


Hubo dos factores claves que determinaron el ingreso de Juanito al complejo de castración
propiamente dicho. Por un lado, el comienzo de la actividad masturbatoria aproximadamente a
los tres años de edad, y por el otro, el nacimiento de la hermanita cuando Juanito tenía tres
años y nueve meses.
Estos dos eventos se refuerzan mutuamente y ayudan al sujeto en su necesidad de un corte
respecto a su sujeción al deseo de la madre. El comienzo del goce masturbatorio lo ponía en
falta en relación a la demanda de la madre. Pese a que ella lo censuraba, Juanito no cedió en
ese punto. El goce masturbatorio entreabrió una puerta subjetiva de salida de la célula
narcisista.
A lo largo de las clases dedicadas a Juanito, Lacan empleó el término pulsión sólo en
referencia a la masturbación del pequeño:

No ven cómo se introduce aquí, cuando aparece en Juanito bajo la forma de una
pulsión en el sentido más elemental del término, algo que se menea, el pene real, y el
niño empieza a ver como una trampa, lo que durante mucho tiempo para él había sido
el paraíso, la felicidad, o sea aquel juego en el que se es lo que no se es [el falo] se es
para la madre todo lo que la madre quiere.114

Como habíamos mencionado antes, Lacan descartó hablar de pulsión genital o pulsión fálica,
pero el goce concentrado en ese órgano, en cierto modo autónomo de la unidad y control de la
imagen corporal, queda recortado del goce narcisista. Habrá de pasar un tiempo para que ese
goce autoerótico pueda intervenir en el intercambio con el otro sexo.
El segundo factor que hizo tambalear la estabilidad de la identificación imaginaria de Juanito
con el falo materno fue, ciertamente, el nacimiento de Ana. El nacimiento de un hermanito es
una de las situaciones prototípicas del trauma narcisista infantil. El niño traduce la supuesta
infidelidad de la madre como signo de su propia insuficiencia. El idilio se fisura y el pequeño
aprovechará la hiancia abierta en el acoplamiento incestuoso como punto de fuga de su captura
en el deseo de la madre. El trauma padecido le servirá como “prototipo” en las posteriores
repeticiones sintomáticas del trauma.

El sueño traumático
El comienzo de la masturbación y el nacimiento de Ana fueron dos acontecimientos que no
despertaron la angustia sino “a posteriori”. El pequeño deambuló alegremente durante un año y
medio más, creyendo y dudando de su creencia en el falo materno. Este período culmina con la
irrupción de la angustia traumática filtrada a través de una pesadilla.
El informe del padre consignó lo siguiente:

Juanito (4 años y 9 meses) se levanta llorando. Interrogado por su madre sobre las
causas de su llanto, responde: “Mientras dormía he pensado que te habías ido y que no
tenía mamá que me hiciera mimitos”.115

O, lo que es su contraparte, que la madre había perdido a su niñofalo. Hasta ese momento
nada había alcanzado un peso tan decisivo como desencadenante de la angustia como esta
pesadilla. Ella le aportó a Juanito la certeza subjetiva de una castración que antes sólo se
presentaba como una posibilidad imaginada. “La angustia es lo que no engaña”, dice Lacan,
porque su causa es del orden de lo real.
¿Qué satisface este sueño que presenta sin velos el traumático acontecimiento en el que el
niño queda separado de su madre? Freud no dio ninguna explicación al respecto, pero resulta
lo suficientemente claro como para entender que el sueño realiza un corte castrativo.
Reconocemos allí, en el corazón de esa pérdida, tanto el desencadenamiento de la angustia
como el acceso al plus de goce.
A partir de esa noche la angustia invadió la vida del niño, y las preocupaciones científicas del
padre, que marcaban el objetivo primero de su comunicación con Freud, se transformaron en
el pedido de ayuda de un padre por el sufrimiento de su hijo.
En relación con el contenido de la pesadilla, el padre comentó que el verano anterior Juanito
ya había tenido, durante la vigilia, pensamientos similares aunque todavía sin angustia; decía
despreocupadamente cosas como “Cuando ya no tenga mamá”, “Si mamá se marchara”. La
posibilidad del corte ya estaba anticipada imaginariamente, pero la dimensión del acto que
realiza la pesadilla confronta a Juanito de modo real con el agujero. Como siempre sucede, el
sujeto del sueño transfiere al Otro la responsabilidad del evento traumático, como si dijera “yo
no soy el culpable de querer esa pérdida”.
La mañana siguiente a la pesadilla, Juanito tuvo miedo de salir a la calle y se negó a hacerlo
acompañado de su niñera como lo hacía habitualmente. Explicó que “temía quedarse sin la
mamá que le hiciera mimitos”. Esta agorafobia transitoria retoma el contenido de la pesadilla
de la noche anterior. Poco a poco, una línea imperceptible empieza a funcionar en la realidad
del niño como una barrera que no conviene atravesar. En el centro de esa zona, el abismo de un
goce ignorado. Pocos días después el inconsciente de Juanito instala allí, en el lugar del agujero,
al caballo, ahora responsable del peligro de la castración.

¿Por qué el caballo?


El 8 de octubre [escribe el padre] su madre se propone salir con él para ver por sí
misma qué le pasa. Quiere llevarlo a Schönbrunn, lugar que siempre le ha gustado
mucho. Juanito no quiere salir, llora de nuevo y tiene miedo. Por fin lo convence y sale
con su madre: pero en la calle se le advierte visiblemente atemorizado. Al regresar de
Schörbrunn y después de mucho resistir, confiesa a su madre la causa de sus temores.
“Tenía miedo que me mordiese un caballo.” 116

Ésta fue la primera aparición del significante “caballo” ya capturado en el síntoma. Es el


momento inaugural donde ese real de goce innombrable, el “a”, causa de la angustia, queda
reemplazado por un significante amenazante. De este modo, el síntoma toma a su cargo el
empuje al goce que viene de la pulsión. La función de la metáfora del síntoma reside en las
virtudes del pas de sens para modificar, reordenar, innovar el sentido de su vida, de sus
acciones, de su mundo moldeado a la luz del discurso materno. De esta forma el sujeto puede
quebrar las invisibles ataduras de su alienación a la demanda y el deseo de la madre.
¿Por qué el caballo? ¿Por qué justamente un caballo para hacerlo desempeñar como
emisario de la castración? Freud dio respuestas muy generales, basadas en hechos
contingentes de la vida de Juanito, en las que el caballo aparecía siempre como el factor
común. Pero la creación metafórica del significante del síntoma no es puramente contingente,
sino que está enlazada a un elemento del orden de lo necesario.
Lacan buscó vivamente las razones que llevaron al niño a la elección del significante caballo
en sustitución del padre de la castración. Dio a esta pregunta una serie de respuestas diferentes
a lo largo de los años y, pese a todo, dejó sin resolver la cuestión.
Durante el seminario traducido como “Los no incautos yerran”, más de veinte años después
de aquel donde dedicó varias clases al caso Juanito, retomó la pregunta en estos términos:

Y no sé si alguno de Uds. lo recuerda, en una época escribí algo sobre la fobia de


Juanito. Es muy curioso, pero nunca vi a nadie valorizar ese signo, que no solamente he
escrito sino que he repetido, machacado,¿no es cierto?, no he visto a ningún otro
buscando qué era esa sagrada historia del caballo, porque desde luego, yo me
preguntaba como todo el mundo: ¿por qué el caballo? ¿por qué le daban miedo los
caballos? La explicación que yo encontré, pues lo he trabajado, he insistido, es que el
caballo era el representante, hasta puedo decir […] de tres circuitos. No señalé de
verdad que eran tres, esos circuitos, pero el caballo representaba cierto número de
circuitos; incluso he ido a buscar un mapa de Viena para marcarlos bien, porque ante
todo está en el texto de Freud, ¿cómo los hubiera encontrado yo de otra manera?117

Nosotros no hemos podido identificar los tres circuitos a los que se refiere Lacan, pero en
cambio pudimos reconocer algo diferente, tres significantes claves, articulados todos con la
elección del caballo como significante del síntoma.
El primero de dichos significantes nos orienta en dirección a la fantasía o sueño de las dos
jirafas. El 28 de marzo a la madrugada Juanito, seguramente angustiado aunque
posteriormente lo negó, se pasó a la cama de sus padres. A la mañana siguiente le contó a su
padre el motivo de
su traslado:

Por la noche había en mi cuarto una jirafa muy grande y otra toda arrugada: y la
grande empezó a gritar porque yo le quité la arrugada. Luego dejó de gritar y entonces
yo me senté arriba de la jirafa arrugada.118

Lacan subrayó la importancia de esta fantasía onírica de Juanito:

[…]el fantasma de las dos jirafas, en el que se realiza lo esencial, o sea la simbolización
del falo materno, netamente representado por la jirafa pequeña.119

La primera lectura del material hecha por Lacan, diferente de la interpretación dada por el
padre y por Freud, plantea que la jirafa pequeña representa al mismo Juanito en calidad de
objeto parcial, que en la primera fase de la ensoñación está junto a la jirafa grande que
simboliza a la madre. El acto allí efectuado se divide en dos tiempos: por un lado “arranca” la
pequeña jirafa del lado de su madre, quien se pone a gritar disgustada por el despojo sufrido.
El segundo momento consiste en que Juanito, luego de haber separado a la pequeña jirafa y
arrugarla como un pedazo de papel, se sienta sobre ella, como muestra de “apropiación” y
dominio.
Con estos comentarios no sólo no hemos respondido a la pregunta por la determinación del
significante caballo, sino que hemos agregado una nueva opacidad al problema ¿Por qué el
significante jirafa interviene en la operación que finalmente queda referida al caballo? ¿De qué
se apropia Juanito? La solución a este enigma la encontró una psicoanalista francesa, Mayette
Vitard.120 Advirtió que el significante jirafa, Giraffe en alemán, la lengua de Juanito, contiene
“Graf”, el apellido paterno del niño. Esta relación homofónica habría comandado la elección de
la jirafa. Así, jirafa es un sustituto del Nombre del Padre Simbólico decantado por medio de una
lectura a la letra que ponemos a cuenta del sujeto. La fantasía en su conjunto realiza el acto de
arrebatarle a la madre su criatura imaginaria y apropiarse del significante del Nombre del
Padre. La identificación del sujeto con el significante del Nombre del Padre, en el ámbito de una
cadena de letras, se convierte en un sostén identificatorio muy diferente de la identificación
imaginaria con el falo materno.
En el “Seminario de la Identificación”, Lacan volvió sobre la fantasía de las dos jirafas, esta
vez para explicar las raíces de la función del escrito en el lenguaje. Explicó que la fantasía
denotaba el advenimiento del dominio de la escritura en Juanito. Si el objeto jirafa es despojado
de todas sus cualidades imaginarias, expresado en el hecho de arrugar el dibujo de la jirafa,
sigue siendo la misma jirafa, letra por letra.
La jirafa sólo aparece en un par de oportunidades más en el diálogo de Juanito con su padre,
pero hay un dato relevante que figura en el historial aunque pasó inadvertido, y es que Juanito
tenía pegado en la cabecera de su cama el dibujo de una Giraffe, lo que nos indica que tenía con
este animal, es decir, con ese significante, una relación privilegiada.
Esta interpretación al pie de la letra localiza en la jirafa un ciframiento del apellido paterno;
pero Juanito no desarrolló una fobia a las jirafas, sino a los caballos. ¿Hay alguna conexión
interna entre la jirafa y el caballo, o siguen vías independientes? El segundo referente literal
está indicado en una breve puntuación a pie de página que Freud incluyó en el historial. Cuando
Juanito intentaba explicarle al padre cómo había empezado su miedo, reiteraba una fórmula
cerrada, precisa, monótona, “a causa del caballo”. Freud encontró en este detalle la clave de la
elección del significante caballo. Subrayó que la repetida fórmula del niño “a causa del caballo”,
wegen dem Pferd, denotaba la presencia de los procesos primarios inconscientes articulados en
la equivalencia sonora entre wegen, “a causa” y Wägen, que significa “carros”. Lacan reafirma
esta interpretación del siguiente modo:

En otros términos, el caballo arrastra el carro, exactamente de la misma manera que


arrastra tras de sí al término wegen.

[…]Es porque el peso de este wegen está enteramente velado y transferido a lo que
está justo a continuación: dem Pferd, que el término toma valor articulatorio. En ese
momento asume en él todas las esperanzas de solución.121

Dicho de otra manera, el caballo habría sido elegido por su enlace metonímico con el carro. En
este caso el elemento material, literal, original estaría presente en la serie wegen/Wägen y
transferido luego a Pferd. Al respecto el único antecendente literal que podemos situar en la
historia del niño se refiere a la inmensa importancia que tuvo el renombrado músico Wagner
en la vida del padre de Juanito. Había mantenido con él una relación de corte personal e hizo
varios trabajos sobre la obra del eminente músico. La influencia indirecta que alcanzó este
personaje idealizado en el ámbito familiar llegó a oídos de Juanito, cuyo primer texto
publicado
siendo ya adulto, fue precisamente también sobre Wagner.
La tercera hipótesis acerca de la determinación del significante del síntoma nos pertenece.
Está basada en una equivalencia literal simple y evidente: el significante Pferd repite en
anagrama y de modo casi completo al significante Freud. Muchos pasajes del historial y
biográficos, demuestran que Freud desempeñaba para Juanito la función de un “super–padre”.
En el libro “La fobia en la enseñanza de Lacan”, Raúl Yafar señala la presencia destacada que
la persona de Freud tenía en el seno de la familia donde nació y se crió Juanito:

La familia Graf, próxima a él [a Freud] identificada a sus teorías, convino en educar a


su hijo con el mínimo de coerciones posibles, es decir, sólo las necesarias para
conservar “las buenas costumbres” de su época. Lo que equivale a hacer notar que
antes de la fobia, antes del nacimiento inclusive, existe ya una transferencia instalada
hacia Freud. Además, la madre del niño, Olga Hönig, había realizado un tratamiento
con Freud, antes de casarse, quedando embarazada muy poco después de abandonar
sus sesiones.122

Yafar consigna también que Freud participaba calurosamente de todos los eventos familiares de
los Graf, y que consideraba a su discípulo Max Graf, padre del pequeño Juanito, un amigo
cercano. Se había interesado particularmente en la educación del niño y sus consejos tenían un
gran peso para los padres. “Cuando [el padre de Juanito] le enviaba materiales sobre su hijo a
Freud, se refería a él como, nuestro pequeño”.123
Todo estaba confeccionado en esta familia de forma tal que Juanito encontrara en Freud los
elementos capitales para forjar su padre imaginario, todopoderoso, omnisciente y cuidador del
orden del mundo.
El padre de Juanito no tenía gran ascendencia sobre su esposa, pero en cambio la palabra de
Freud era valorada y respetada por ella. De esta manera la madre del chico pudo haber sido
una mala pasadora del Nombre del Padre en lo concerniente al papá, pero buena pasadora
respecto al nombre de Freud; es decir, capaz de transmitirle al niño que la ley de su deseo, el de
ella, no reinaba con absoluta potestad puesto que había un gran Otro, Freud, portador de una
autoridad que la trascendía. La destacada presencia que tenía Freud en el discurso de la madre
se veía reforzada porque el padre de Juanito, muy atento a la educación de su hijo,
desempeñaba también el papel de pasador de la palabra sagrada de Freud. A esta red
discursiva tejida por los padres se añadía un detalle por demás significativo: Freud mismo
sentía por el pequeño Herbert, verdadero nombre de Juanito, un entrañable cariño y tenía con
él una actitud muy paternal.
Cuenta Raúl Yafar un detalle de gran peso en cuanto a la determinación del significante
caballo. Cuando Juanito cumplió tres años de edad, Freud le regaló un inmenso Pferd de
madera, al que, con más entusiasmo que fuerza, cargó tres pisos hasta el departamento de los
Graf, a fin de entregarle personalmente el regalo al niño. Según este dato, el Pferd de Freud
estuvo a disposición de Juanito desde sus tres años.
Más de un año y medio después, apeló a esa combinatoria de letras para producir la metáfora
del síntoma. Este proceso se realizó íntegramente de manera inconsciente; lo único que Juanito
sabía era que el caballo tenía para él un inmenso y amenazante poder.
Este es el tercero y, a nuestro juicio, el más importante determinante de la selección del
significante del síntoma. Nada nos impide conjeturar una sobredeterminación del significante
caballo en función de los tres circuitos significantes mencionados.
Reconociendo que el caballo de la fobia es una creación metafórica del sujeto, pues hasta
entonces “caballo” no portaba la singular significación que le inyecta Juanito, aislamos el efecto
subyacente consistente en que, por medio del síntoma y sin saberlo, “el sujeto introduce su
verdad en el lugar del Otro”. Esto lo sitúa en posición de sujeto creador del orden del
significante, quebrando así su sujeción anterior.

Cada vez que en un sujeto joven se enfrenten Uds. con una fobia, podrán advertir que
el objeto de dicha fobia, es siempre un significante […].

No es otra cosa la función del caballo, en la poesía que es este caso de fobia. Es el
elemento alrededor del cual van a gravitar toda clase de significaciones, formando a fin
de cuentas un elemento que suple lo que le faltó al desarrollo del sujeto.

Todo el progreso del análisis consiste en extraer, en poner de manifiesto, las


virtualidades que nos ofrece el uso, por parte del niño, de ese significante esencial,
para remediar su crisis.124
CAPÍTULO 2.3
El goce en la perversión

Las perversiones sexuales


Todo parece indicar que el perverso, en la búsqueda de goce sexual, no retrocede ante ciertas
barreras que intimidan al neurótico y muchas veces despliega una mostración desafiante de su
voluntad de gozar.
Este panorama, que sugeriría una mayor libertad y coraje en el despliegue de la sexualidad,
sin embargo, entra en contradicción con uno de los pilares del descubrimiento hecho por Freud
al respecto: que las perversiones sexuales surgían a consecuencia de una marcada renegación
de la castración, la cual despertaba en ellos un temor, por lo menos un poco mayor que en los
neuróticos.
La clasificación nosográfica tradicional de las perversiones sexuales está centrada en ciertas
singularidades del comportamiento sexual dominante, aunque muchas de ellas forman parte del
bagaje universal en la búsqueda de goce sexual, en calidad de placeres preliminares. El punto
sobresaliente que permite identificar con mayor rigor los cuadros perversos recae en la
evitación del acoplamiento genital heterosexual. Éste sería el rasgo común presente en los dos
grandes grupos de perversiones sexuales que diferenció Freud: las desviadas con respecto al
“objeto sexual normal” tales como la homosexualidad, el fetichismo, el bestialismo, la paidofilia,
etc., y las desviadas respecto al “fin sexual” tales como el sadismo, el masoquismo, el
vouyeurismo y la escoptofilia.
En esta perspectiva Lacan centró la clave para entrar en la inteligencia de las perversiones:

[…]las perversiones sólo pueden ser comprendidas por referencia al acto sexual.125

Pero el “acto sexual” no es una referencia simple en su discurso. Alejados del reino animal, la
satisfacción subjetiva que provee el acoplamiento genital a los seres hablantes dista de ser algo
natural. Para comprender las perversiones no es suficiente tomar como referencia la evitación
del mecanismo del coito, sino que debemos examinar la implicación del sujeto en el mismo.
La estimulación de distintas zonas erógenas del cuerpo no sólo aportan placer erógeno, sino
que promueven y acompañan el desarrollo del deseo sexual que precede al orgasmo, el cual
señala el punto de vaciamiento del deseo y extenuación de la demanda de goce.
Freud caracterizó el goce perverso como aquel que permanecía en el terreno de las
satisfacciones preliminares. ¿Preliminares a qué? Las prácticas perversas no se detienen ante el
orgasmo, con lo cual, lo preliminar estaría referido a la consumación del orgasmo en el interior
del acto hetero-sexual. Pero:

[…]el gran secreto que revela el psicoanálisis es que el acto sexual no existe.126

Como habíamos desarrollado en capítulos anteriores, la meta de goce esperada en el acto


sexual nunca es alcanzada, y cuando se la alcanza ya no es sexual, sino castrativa.
Lo significativo en todo esto es que si el acto sexual existiera, sería la más perfecta forma de
alcanzar remedio a la castración, la imagen misma del logro de la completud unificante entre el
sujeto y el Otro. Lacan hizo una distinción entre dos términos que en el lenguaje común se
intercambian:

La relación sexual, eso que se llama seguramente con ese nombre, no puede ser hecha
más que por un acto. Esto es lo que me ha permitido anticipar estos dos términos: que
no hay acto sexual, en el sentido en que este acto sería aquel de una justa relación y
que, inversamente, no hay más que el acto para hacer la relación. Lo que el
psicoanálisis nos revela es que la dimensión del acto, del acto sexual en todo caso,
pero al mismo tiempo de todos los actos, lo que sería evidente después de mucho
tiempo, es que su dimensión propia es el fracaso. Es por eso que en el corazón de la
relación sexual, el psicoanálisis descubre que, existe un signo que se llama
castración.127

Podemos conjeturar entonces, que el perverso teme dirigirse al lugar predestinado del
acoplamiento sexual, para evitar confrontarse con el fracaso de la relación sexual. Porque “si
hay acto, no hay relación sexual”.128

No hay acto sexual, en el sentido que lo articulo, que no comporte, cosa extraña, la
castración.129

En función de estas coordenadas teóricas el deseo sexual en el perverso no se distingue del que
caracteriza al del neurótico.

Les he indicado suficientemente que lo que liga la neurosis a la perversión no es otra


cosa que este fantasma, que en el interior de su campo (el de la neurosis) cumple una
función muy especial sobre lo que parece jamás nadie se ha interrogado.130

El deseo sexual se sostiene en el fantasma perverso, pero lo que no puede denominarse


perverso, ni siquiera en la perversión, es lo que viene del lado de la pulsión. No hacemos sino
continuar con nuestra comprensión de la pulsión como operador subjetivo del corte con el Otro,
y por ende, transgresora de las fronteras del fantasma. Esa perspectiva resulta muy distinta del
planteo clásico freudiano que define las pulsiones parciales como perversas.
Cuando Lacan abordó la problemática de las perversiones sexuales en el seminario IV,
señaló que en ellas no se manifiestan, como llegó a decirse, las pulsiones al desnudo. Los
cuadros perversos constituyen estructuras subjetivas complejas donde la defensa contra la
satisfacción pulsional está a la orden del día. Su voluntad de gozar no es expresión de la
comunión del yo con las pulsiones, sino al contrario, una comunión más abnegada del yo con
lo que se figura como el goce del Otro.
En el seminario sobre el fantasma, Lacan propone la siguiente descripción de la subjetividad
del perverso:

El perverso es aquel que se consagra a obturar ese agujero en el Otro, aquel que, hasta
un cierto punto –para poner aquí los colores que dan a las cosas su relieve– diré que
está del lado de que el Otro existe, que es un defensor de la fe. Por otra parte, al mirar
un poco más de cerca las observaciones, se verá –bajo esta luz que hace del perverso
un singular auxiliar de Dios– esclarecerse bizarrías que son anticipadas bajo plumas
que calificaría de inocentes.131

De todas maneras, no hay un detalle en esta descripción que no pueda trasladarse al plano de la
neurosis. La diferencia es, en principio, una cuestión de acentos.

Lo que Sacher-Masoch enseñó del goce


Para ejemplificar la lógica concerniente al goce perverso y su función defensiva ante el goce
que no conviene a la relación sexual, y sin pretender abarcar más que algunas puntas de un
amplio y complejo campo, nos detendremos en el análisis de un caso ejemplar de masoquismo
sexual. Nos referimos a Severino, el personaje central de la novela de Sacher-Masoch “La
venus de las pieles”, a través del cual el autor contó las desdichadas delicias, o las deliciosas
desdichas de la que fue su propia historia de amor.
La novela cuenta que Wanda, la dama de esta historia, cautiva a Severino al instante de
conocerla. Su imagen queda inmediatamente enlazada con una estatua de Venus que,
casualmente, Severino ha estado contemplando antes del encuentro. La imagen de Wanda
queda fijada en su memoria sobre la impronta del duro y frío mármol de la escultura de la diosa
que, por otra parte, admira desde pequeño. Wanda, tan bella e imperturbable como su diosa,
está sin embargo manchada por una imperfección: es un ser deseante.
Masoch retrata a Wanda como una mujer de convicciones, alguien que no se deja llevar por
la hipocresía en las cuestiones del amor y del goce. Durante la primera conversación que
mantiene con Severino expresa así sus ideas poco convencionales para su época:

Así es como sueñan ustedes [los hombres] a la mujer moderna, mujercitas histéricas
que en su camino de sonámbulas hacia un hombre ideal soñado no llegan a estimar al
hombre mejor, y que, por medio de sus lágrimas y sus luchas, faltan diariamente a sus
deberes cristianos, hoy engañadas y engañadoras mañana, siempre buscadas y siempre
fracasadas en la elección de su amor. Esas mujeres no son nunca dichosas ni dan la
felicidad, acusando a la fatalidad siempre, en tanto que yo, para estar tranquila, quiero
amar y vivir como Helena y Aspasia vivieron. La naturaleza no ha hecho durables las
relaciones del hombre y la mujer.132

El perfil de una heroína moderna, mujer asumida en su deseo, e implacable en sus


convicciones, que no se amilana a la hora de reconocer y aceptar las reglas del juego del amor,
del deseo y el goce. La conclusión de este discurso inaugural respecto a la fragilidad de los
lazos que Eros construye entre el hombre y la mujer es el tema central que obsesiona a
Severino, y la novela es una puesta en escena de su intento por rehusarse a aceptar semejante
fatalidad. De ahí que, con el fin de establecer una firme relación con su amada, Severino
desterrará de sí la poderosa atracción sexual que le despertó inicialmente la bella dama.
Tengo una curiosa sensación. Me parece que no estoy enamorado de Wanda. Por lo
menos en nuestra primera entrevista no experimenté ninguna pasión por sus ojos
abrasadores. Pero también experimento que su belleza extraordinaria, verdaderamente
divina, me tiende magníficas emboscadas. No es esto una atracción del corazón que
nazca en mí; es sujeción física, lenta, pero, por lo mismo, completa.133

Un deseo que ya se anuncia acompañado de cierta inquietud. Si Severino sigue el camino


señalado, éste puede llevarlo a un despeñadero. Es así que este deseo sucumbe
tempranamente, y queda transformado en un exaltado y aparentemente abnegado amor. Al
cabo de unos días durante los cuales se afianza el lazo entre ellos, en medio de una de las
conversaciones interesantes y formales que vienen manteniendo, de pronto Severino la toma
de la mano e irrumpe con una desatinada demanda de amor:
— ¿Podría usted amarme? –¿Por qué no? –replica descansando sobre mí su mirada
tranquila. Un instante después me arrodillo ante ella y oprimo mi rostro arrebatado sobre la
muselina perfumada de su traje.
— Pero Severino, esto es inconveniente.
Con todo me apodero de su menudo pie y pego en él mis labios.
— ¡Cada vez peor! – exclama desprendiéndose y huyendo precipitadamente a casa, mientras su
deliciosa zapatilla queda entre mis manos.
¿Será un presagio?134
Wanda, que había empezado a considerar la propuesta de su educado seductor, se siente
molesta ante el gesto servil de Severino de arrodillarse ante ella, y queda francamente
disgustada cuando él besa su pie. En las conversaciones anteriores a esta escena, ella ya le
había expresado que le desagradaban los hombres demasiado serviciales con las mujeres,
puesto que perdían en ello sus atractivos viriles. Finalmente, sale espantada de la escena,
resignando su zapatilla en manos del obsecuente pretendiente.
¿Qué pudo presagiarle a Severino retener la zapatilla de Wanda? Se trata de un objeto
común, insignificante que por haber sido desprendido del cuerpo de la amada, se erige en un
“objeto a”, adecuada encarnación del objeto perdido. Retener el objeto que falta a su dama, y
convertirlo en un fetiche encantado, puede ser la clave para adueñarse del goce. Pero Severino
no es un fetichista y, en vez de rendirle culto privado al objeto caído, se identificó
imaginariamente con él. Al demandarle amor, ya se había echado a los pies de su dama. El
masoquista pretende ser semblante de la Cosa de goce ausente, pero presente y puesto a
disposición del Otro.

Si no quieres ser mía, toda mía para siempre, quiero ser tu esclavo, servirte, soportarlo
todo de ti […].135

Ser maltratado y engañado por la mujer amada, cuanto más cruelmente mejor. Es un
verdadero goce.136

Para alcanzar el goce del Otro, Severino no elige el camino de ser deseado ofreciendo sus
atractivos fálicos ni su propio deseo, sino que arma una escena donde busca quedar convertido
en instrumento de su goce; un utensilio que, como una zapatilla, nada reclama para sí.
Desistiendo de su condición de sujeto de deseo ofrece su presencia reducida al estado de una
cosa puesta al arbitrio de su diosa. No demanda más que ser gozado por ella. Dice Lacan en el
seminario del fantasma:

Esta búsqueda, esta construcción de alguna manera encarnizada de la identificación


imposible con lo que se reduce al más extremo desecho y que esta ligado a la captación
del goce, he aquí donde aparece de manera ejemplar la economía de la que se
trata.137

El goce masoquista es la expresión más patente de la función del “objeto a” como sostén de la
ligadura entre el sujeto y el Otro. La demanda de Severino está formulada bajo la forma de
una ofrenda: “si no quieres ser mía para siempre… entonces seré tu esclavo y así podré
conservarte”.

El pensamiento de perderla o de que realmente usted quedara perdida para mi, me


atormenta día y noche. […] Moriré si te separas de mí.138

Aunque en la representación de la escena masoquista el sujeto parece dejar en manos del Otro
la potestad sobre el goce, el verdadero dueño de la escena es el masoquista. No siempre
encuentra fácilmente quien acepte su juego. En esta historia, inicialmente Wanda se niega
terminantemente a participar de la propuesta de Severino, pues no la encuentra nada
divertida. Sin embargo, la persistencia, la abnegación y la sutileza de aquel consiguen
despertar en ella el
deseo del deseo de Severino. La novela muestra que el sufrimiento y la humillación de Severino,
no aportan mayor voluptuosidad a Wanda. Es el esclavo quien goza imaginando el goce del Otro.

La evitación de la cópula genital


Sacher-Masoch describe a Severino como un caso “puro” de masoquismo sexual, pues nunca
había llegado al coito con una mujer:

Además en el amor soy todavía un diletante que no ha pasado nunca de los


preliminares del primer acto.139

Severino le va imponiendo sutilmente a su dueña la demanda de gozar de él como se le antoje,


pero con la única condición de que busque el goce por fuera de la unión genital. En medio de
esta extravagante historia hay un pasaje excepcional en el que Severino, por única vez, intenta
quebrar el cerco que lo separa del acoplamiento sexual. Durante uno de sus habituales
encuentros, harta de tanta mojigatería, Wanda toma bruscamente su cabeza y la aplasta contra
sus pechos. Asustado, Severino exclama:
— ¡Wanda! –¿De manera que te gusta sufrir? –volvió a
reír–. Espera que pronto te haré razonable.
— ¡No! No quiero pedir nada…
Responde Severino. Pero un instante después, abandona su ropaje masoquista y avanza
virilmente hacia ella:
— Quiero gozar de mi felicidad. Sé ahora mía, prefiero perderte a no poseerte jamás.
— Ahora eres razonable –dijo Wanda, oprimiéndome con sus labios asesinos.
Yo desgarré de una vez sus pieles y encajes, su garganta desnuda palpitó contra la mía […].
Y en la antesala de la consumación del acto:

Perdí el conocimiento.140

Este pasaje nos enseña algunas cosas. En primer lugar que Severino, no por ser masoquista
dejó de estar habitado por el impulso de consumar el acto sexual con su amada. Pero no quería
saber nada de eso.
Sólo cuando su defensa queda sobrepasada por la insistencia de Wanda, ya sin control
sobre la escena, un incontenible impulso se adueña de su voluntad, y Severino acepta el dolor
de perderla… a consecuencia de poseerla sexualmente.
De todas maneras, su paso al acto no llega muy lejos, pues se desmaya en la puerta de
entrada. ¿Cómo entender este fading del sujeto? En la cima de la angustia, Severino cae de la
escena del acoplamiento sexual. Todo parece indicar que se trata de un equivalente del
orgasmo, del más común orgasmo masculino, sólo que, podemos agregar, en este caso es el
orgasmo de un eyaculador precoz. No es la detumescencia del falo que simboliza el
desvanecimiento del sujeto, sino que el desvanecimiento del sujeto indica una más radical
identificación narcisista con el objeto parcial. El gozoso dolor de perderse a sí mismo como
objeto de su dama parece un sufrimiento menor que el de verla perderse en su propio orgasmo.
El desmayo puede ponerse a cuenta de la función del plus de goce, pero manteniendo una
distancia prudencial del goce de la mujer. Se desprende de lo dicho que con la expresión “goce
de la mujer” hacemos referencia a una categoría de goce que no se identifica con la del goce del
Otro. Suponer que Wanda goce de su objeto, aunque sea mujer, se inscribe en el campo del
goce fálico. El goce de la mujer que mencionamos, es de otra especie, un goce que no conviene
para que haya relación sexual.
En algún pasaje anterior, Severino ha confesado que desde chico tiene pánico a las mujeres,
horror mezclado con una intensa atracción hacia ellas. Se trata de una reacción típica de los
niños. Lo que ahora estamos describiendo es que el miedo a la castración femenina es
estructuralmente análogo al miedo al goce femenino. El orgasmo, como dijimos, está
presente en todos los actos perversos, pero en condiciones tales que permanece a distancia
del goce de la mujer.

Los problemas que el masoquismo le presentaba a Freud


En “Problemas económicos del masoquismo”, Freud planteó que el masoquismo, en cualquiera
de los ordenes donde él lo reconoció (masoquismo moral, primordial y erógeno o femenino),
constituye siempre la expresión de un fracaso del Principio del placer. En ese texto podemos
leer:

El hecho de que el dolor y el displacer puedan dejar de ser una mera señal de alarma y
constituir un fin, supone una paralización del Principio del Placer: el guardián de
nuestra vida anímica habría sido narcotizado.141

El goce masoquista estaría más allá del Principio del placer. Esta interpretación dista mucho
de la lectura que acabamos de hacer.
Desde sus primeros escritos y seminarios, Lacan criticó la hipótesis freudiana del
“masoquismo primordial” que afirmaba el temprano momento constitutivo de “una amalgama
entre pulsión de muerte y Eros”142. La hipótesis de un masoquismo primordial identificaba
como masoquismo algo que es radicalmente diferente al masoquismo: el displacer que
engendra el automatismo de la repetición. Dijo Lacan:

Entonces ya no es necesario recurrir a la noción caduca del masoquismo primordial


para comprender la razón de los juegos repetitivos en que la subjetividad fomenta
juntamente el dominio de su abandono y el nacimiento del símbolo.143

El goce masoquista lejos de ser un goce pulsional es un gran aliado del Principio del placer. El
concepto freudiano que sitúa al masoquismo como referente primordial del goce es coherente
sólo si lo atribuimos a la estructura fundamental del fantasma.
Los pasajes al acto autodestructivos no realizan un fin masoquista, sino que apuntan a
introducir un corte con el Otro. Pero los castigos corporales, las laceraciones que el masoquista
puede demandar a su pareja constituyen, para el sujeto, la más perfecta prueba de estar en
manos del Otro omnipotente.

¿El masoquismo femenino?


En “Problemas económicos del masoquismo”, Freud calificó la perversión sexual masoquista
como femenina. Explicó que el masoquista quiere gozar como lo hacen las mujeres.
Comparación nada fácil de entender, puesto que Freud nunca terminó de responderse a la
pregunta de cómo gozan las mujeres. En este texto, sin embargo, aporta algunos elementos
nuevos sobre la cuestión, aunque no suficientemente explicados. Luego de enumerar los
detalles del contenido manifiesto de las fantasías masoquistas “ser amordazado, fustigado,
maltratado en una forma cualquiera, obligado a una obediencia incondicional, ensuciado o
humillado” concluye lo siguiente:

Ahora bien, cuando tenemos ocasión de estudiar algunos casos en donde la fantasía
masoquista ha pasado por una elaboración especialmente amplia, descubrimos
fácilmente que el sujeto se transfiere en ellas a una situación característica de la
femineidad: ser castrado, soportar el coito o parir. Por esta razón he calificado a
posteriori de femenina esta forma de masoquismo, aunque muchos elementos nos
orientan hacia la vida infantil.144

Es llamativo que Freud haya establecido una continuidad entre parir, soportar el coito y ser
castrada como situaciones prototípicas del goce femenino. No concuerda con la línea dominante
que tenía acerca del goce de la mujer, centrada en la recuperación del falo. Nos detendremos en
las particularidades de cada caso de los mencionados por Freud.
En “Inhibición síntoma y angustia”, al preguntarse por la génesis de la angustia, Freud
menciona que el nacimiento de un hijo representa una experiencia de castración para la madre.
En contraste con período de gestación, que es un tiempo de completamiento narcisista, el
nacimiento constituye un corte traumático. El dolor físico que acarrea el trabajo de parto, que
va de la mano con la gozosa emoción que la mujer obtiene en esa experiencia de separación, es
ajeno a la lógica masoquista.
El momento del parto simboliza para la mujer la pérdida del “objeto a” que la colmaba
durante el embarazo, además, y esencialmente, el parto es un símbolo universal del acto
creativo. El goce de parir no está implicado con el campo del goce del Otro, propio del
masoquismo, sino del O/tro goce.
¿Por qué Freud escribió “soportar el coito”? Una expresión así estaría bien aplicada cuando
una mujer es tomada por la fuerza o se siente obligada para cumplir con sus compromisos
matrimoniales. Nuestras abuelas enseñaban a sus hijas que una buena esposa debía estar
siempre dispuesta a sacrificarse para satisfacer las necesidades del marido.
Pero las mujeres también desean y demandan el coito, y si recurren a las fantasías de ser
tomadas por una puta, maltratadas, forzadas, violadas, etc., éstas forman parte, por decirlo así,
de las satisfacciones preliminares.
Sólo podríamos clasificarlas de masoquistas si se detuvieran allí, es decir, cuando la
subjetividad de la mujer está consagrada cabalmente a desempeñarse como instrumento de
goce del hombre, sin permitirse ser al mismo tiempo el bocado y el gourmet.
Hay ciertas fantasías de las mujeres que resulta difícil delimitar de las anteriores, en las que
le piden al compañero ser atravesada, reventada, perforada con la penetración. Estas fantasías
implican más claramente la demanda de ser castradas como premisa de su goce y no del goce
del Otro. Aquí el falo dista mucho de estar al servicio de la función apaciguadora y colmante,
es demandado como instrumento de castración.
A nuestro juicio, con estas referencias al goce femenino Freud alcanzó a vislumbrar la
dimensión de un goce de la mujer más allá del goce fálico, un goce específico que está inmerso
en el corazón de la castración, pero que lo llevó a emparentarlo erradamente con el goce
masoquista.

Dos fantasías masoquistas


En las primeras páginas de su libro “El masoquismo en los tiempos modernos”, Theodor Reik
analiza dos ejemplos de fantasías masoquistas, una de una mujer y otra de un hombre. Estas
fantasías concentran los resortes esenciales presentes en el goce masoquista y su punto de
fracaso.
La fantasía del varón escenifica un ritual sacrificial en el que el rey de la tribu exige la muerte
de algunos jóvenes prisioneros mediante la mutilación de los genitales. Las víctimas son todos
muchachos jóvenes, musculosos y bellos. Están atados a un poste y van siendo ejecutados uno
por uno. El sujeto de la fantasía no figura en la escena, pero su identificación recae sobre el
último prisionero de la fila. Con dramático suspenso observa cómo sucumben mutilados, uno
tras otro, hasta que llega el turno del último. En el momento en que el filo del cuchillo cae
sobre el pene de la víctima, el autor de la fantasía alcanza el orgasmo. El instante del goce
supremo es alcanzado en el momento en que se produce la pérdida del órgano fálico. La
castración coincide con la emergencia del goce. Pero ¿cuál? Esta fantasía presenta de manera
manifiesta los mismos resortes simbólicos que, con la detumescencia, intervienen en el
orgasmo masculino durante la cópula. A lo largo del montaje imaginario, el sujeto se encuentra
atado, enteramente sujetado al servicio del goce del Otro. Pero el acto final en el cual
desemboca la fantasía, realiza un goce de otro orden, un goce ligado a la afánisis del sujeto
identificado con la caída del falo amboceptor. El goce masoquista se sostiene mientras persiste
la atadura al Otro; el acto de corte, catapulta al sujeto al más allá del Principio del placer.
La fantasía masoquista de la mujer que relata Reik también contiene el rasgo característico
de la espera, el suspenso, un prolongado tiempo del deseo que prepara al sujeto para la
ejecución del acto. En este caso el personaje central de la fantasía representa al sujeto. Entra
en una carnicería y luego de ciertas tramitaciones efectuadas en ritmo pausado y sereno, el
carnicero cuelga a la mujer de un gancho y ella queda alineada en la misma fila con otras reses.
Cumpliendo con su rutinario oficio, el carnicero va despedazando las piezas hasta que le llega
la hora.
La manipula como si fuera un pedazo de carne de un animal muerto, estira algunas partes de
su cuerpo para hacer mejor los cortes y, en el momento en que la cuchilla va a atravesar a la
víctima, el carnicero le mete un dedo en la vagina. En ese instante la mujer llega al orgasmo.
El orgasmo también aquí va de la mano del acto de corte que es de despedazamiento del
cuerpo en su totalidad. Esta fantasía muestra la conjunción, en el caso de la mujer, entre ser
penetrada y ser castrada.
Esta fue precisamente la vía que interrogó Lacan en la elucidación del goce de la mujer.
CUARTA PARTE
CAPÍTULO 1.4
El goce de L/A mujer

La identificación sexual de la mujer


En el año 1970, durante el dictado del “Seminario Aún”, Lacan abordó una dimensión del goce
en la mujer que, según sus propias palabras, nunca antes había sido tratado por el psicoanálisis.
Planteó que el goce específico de la mujer no está adscrito a la lógica fálica propia del goce
sexual. Ella, dijo, participa como el hombre del goce sexual fálico, pero su goce singular, no está
allí.
La libido sexual, dijo Freud, para ambos sexos, es masculina, vale decir, fálica. Sostuvo que el
epicentro de la sexualidad femenina reside en la recuperación fálica del goce. Lo que propone
Lacan es que hay Otro goce de la mujer, uno que circula por los carriles estructurales del goce
de la Verdad. Es por eso que no encaramos este capítulo en continuidad con el goce sexual y
sus fracasos en el hombre; necesitábamos antes trazar el circuito del goce del inconsciente, sin
lo cual no podrían ser comprendidos sus fundamentos conceptuales.
También ubicamos este capítulo al final del libro porque consideramos que reviste una
importancia teórica y clínica que aún no fue puesta en el lugar central que le corresponde. Es
en referencia a este goce de la mujer que, bajo el rubro de “repudio de lo femenino”, Freud
consideró que el psicoanálisis llegaba a una vía muerta; que el neurótico, macho o hembra, no
podía superar ese temor, ese rechazo, esas conductas compensatorias, en fin, esa posición
defensiva frente al peligro de padecer un goce femenino cuya premisa es la aceptación de la
castración. Si este goce femenino se le apareció como el obstáculo insalvable a la terminación
del análisis, debemos deducir que allí se encuentra una clave mayor de la estructura neurótica.
Para “ser hombre” el ser hablante macho se identifica con el pene que posee. Los otros
caracteres de la masculinidad, la contextura corporal, la musculatura, la barba, etc., son
atributos secundarios. Por más delicada o femenina que fuera la conformación física de un
varón, el sólo hecho de tener pene lo incluye en la clase llamada “hombre”.
Aunque la cirugía actual posibilite a ciertos hombres disponer de protuberantes pechos y
muchos otros atributos corporales femeninos, no dejan de ser hombres vestidos de mujer, y
se les dice “travestidos”. En cambio, cuando la transformación operada alcanza la extirpación
del pene, se los llamará “transexuales”.
¿Dónde reposa la identificación de la mujer con su sexo? Los caracteres sexuales secundarios
tampoco le proveen soporte a su identidad de mujer más que en un registro subsidiario
respecto a su sexo anatómico.
Como ser sexuado, el fundamento esencial de la identificación de la mujer es con su sexo
anatómico. Pero ahí comienzan las oscuridades y los misterios que a lo largo de la historia han
caracterizado el enigma femenino.
¿La mujer “tiene” el órgano sexual? Decir que ella tiene vagina no resuelve adecuadamente el
asunto, pues lo esencial de su función en la conjunción sexual está dado por su naturaleza de
agujero. Puede ver, palpar y sentir las zonas externas o interiores que bordean la cavidad
vaginal, pero el hueco como tal es imposible de conocer. Ella puede reconocerse como mujer e
identificarse como tal por muchos atributos anatómicos que no son su sexo, pero en cuanto a
su sexo, él no ingresa en la imagen especular y no tiene idea de él.
Freud supo sacar conclusiones importantes de un dato que parecía natural por ser tan común:
la primera aprehensión que tienen los niños de la diferencia de los sexos, divide las clases
“hombre” y “mujer” entre los que tienen pene y los que no tienen pene o están castrados.
Planteó entonces que, tanto para el varón como para la nena, no hay inscripción psíquica de
la vagina como órgano sexual distintivo de las mujeres. Siendo así, la identificación sexuada de
las mujeres quedaría reducida a las dos vertientes mayores que aporta el patrón fálico: por una
parte la “mascarada femenina” asentada en la identificación de su imagen corporal con el falo, y
por otra, su condición de madre, detentadora del falo en calidad de hijo.
Lacan no niega la importancia que tienen los atributos compensatorios de su carencia de pene
en la identificación sexual de la mujer, pero reconoce una diferente y más fundamental
identificación con el agujero en tanto tiene existencia lógica y no anatómica. No es que la
cavidad vaginal no entre en el registro subjetivo como parte de la mujer, ingresa con la
categoría del no-todo, un sucedáneo de das Ding.

El ser sexuado de las mujeres, no todas, no pasa por el cuerpo sino por lo que resulta
de una exigencia lógica de la palabra.145

Además, dado que su identificación como ser sexuado se soporta en algo imposible de
representar, “no existe” en el campo del Otro ninguna representación de la mujer. Estas
consideraciones llevaron a Lacan a proponer el enigmático aforismo: “La mujer no existe” y
habría entonces que escribirla como “L/A mujer”. Que el sexo de las mujeres no figure en la
mansión del lenguaje no significa que sólo haya seres sexuados fálicos. Su sexo es real y tiene
por ello una relación más directa con el goce. En cambio la identificación sexuada del hombre
se asienta en un símbolo.
Con este punto de partida, Lacan se interroga acerca de la naturaleza del goce de L/A
mujer. Es preciso tener en cuenta que L/A mujer designa una mitad de la sexualidad de las
mujeres, pues la otra mitad está organizada en torno a la función fálica.
A diferencia del varón, como ser sexuado, a La mujer no le falta el “a”, si se puede decir así,
ella lo es. La consecuencia lógica de ello es que la carencia de “a” no opera como causa de su
deseo sexual. Por eso, a la pregunta de Freud “¿Qué quiere una mujer?”, agregaríamos esta
precisión: ¿Qué desea L/Amujer si su deseo no está causado por la Cosa de goce ausente? ¿Con
qué goza L/A mujer?

El clítoris y la vagina
Las mujeres disponen de un órgano de goce corporal, el clítoris, que desde el punto de vista
estrictamente orgánico tiene una localización, una estructura anatómica y un grado de
excitabilidad similares al pene. A nuestro juicio, el clítoris, en lo que respecta al goce del
órgano, no tiene nada que envidiar al que proporciona el pene a los varones.
La gran diferencia entre ambos estriba en que el clítoris no es capturable en la imagen
especular y no se presenta como perdible, lo que lo torna inepto para funcionar en la relación
sexual en calidad de objeto amboceptor como el pene.
Freud, subrayó con insistencia la importancia del clítoris como fuente de placer
masturbatorio en el desarrollo de la sexualidad femenina, pero entendió que era preciso que la
niña abandonara ese goce, al que consideró fálico, para dar lugar al desarrollo de su sexualidad
adulta, oscuramente referida a la función de la vagina.
Como contrapartida, resulta sorprendente que Lacan, a lo largo de más de treinta años de
enseñanza, sólo haya mencionado al clítoris o el goce clitoridiano en escasísimas
oportunidades y, por lo general, desestimando su gravitación en el goce de las mujeres.
A nuestro juicio, la renuncia al goce clitoridiano, o su escasa importancia en la sexualidad de
la mujer adulta, no se corresponde con los hechos. Por lo general, la excitabilidad clitoridiana es
un camino fundamental hacia el orgasmo en la mujer, y no sólo al orgasmo llamado
“clitoridiano”. La penetración del pene, por ejemplo, actúa también como un estímulo indirecto
del clítoris, puesto que en las paredes de la cavidad vaginal se localiza una zona de
terminaciones nerviosas conectada desde adentro con él. Sea como sea el circuito neuronal, de
todas formas no es el placer de órgano lo que decide la divisoria de aguas del orgasmo en las
mujeres. El órgano, para decirlo de alguna forma, donde se localiza el Otro goce de L/A mujer,
como dijimos, no es anatómico, es un órgano lógico.
Para el hombre, su pene es la sede de un placer de órgano privilegiado y marcadamente
recortado del placer del cuerpo. Este goce localizado en el pene lo predestina a funcionar
subjetivamente como el complemento del goce del Otro, del cuerpo del Otro que simboliza la
mujer. En este sentido, el goce sexual del hombre se mantiene dentro del orden del fantasma.
Pero más allá del Otro que ella representa, lo que busca el hombre es alcanzar el “a”. El plus de
goce es el punto terminal donde fracasa la finalidad fantasmática de la relación sexual.
L/A mujer no desea el “a” y no busca el objeto-semblante en su pareja sexuada, pero las
mujeres, como ya dijimos, no dejan de participar de la sexualidad fálica, haciendo honor al falo.
En su deseo de ser el objeto del deseo del hombre, se ocupan de cultivar el poder de sus
encantos. Sucede muchas veces que para preservar el lugar de deseada, la mujer controla la
manifestación de su propio goce. No es cierto que por no tener pene las mujeres no tengan
nada que perder en la conjunción sexual; las convulsiones del éxtasis le hacen perder su
mascarada y mancillar su narcisismo femenino. En esta dimensión las mujeres fallan al goce
fálico de manera análoga a como lo hacen los hombres.
George Bataille se adelantó a Lacan en descorrer algunos velos que encubrían la dimensión
traumática del goce en el pretendido campo de la genitalidad adulta, madura y generosa. El
filósofo francés observó que la experiencia subjetiva del orgasmo es una transmutación de un
estado del ser, caracterizado por la consistencia y permanencia imaginaria, hacia otro estado de
radical inconsistencia.
Este último no ingresa como tal en la representación de los sujetos implicados, pero sí lo
hace el camino que conduce a cruzar el umbral que separa un estado del otro. Dicho pasaje
subjetivo, se transita —dice Bataille— poniendo en juego una compleja simbolización de la
violencia.

El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación.146


¿Qué significa el erotismo de los cuerpos sino una violación del ser de los que toman
parte en él? Una violación que confina con la muerte.147

La meta afanísica está oculta en el horizonte de la conjunción. Pero lo que estamos


interrogando en este capítulo concierne a la manera específica que tiene L/A mujer de hacer
fallar la relación sexual.

La carta de amor y el goce de Dios


En los capítulos del “Seminario Aún” centrados en responder a la pregunta por el goce de L/A
mujer, Lacan menciona a menudo a Dios. Sostiene que en el momento del encuentro sexual
entre la mujer y el hombre, en el medio está Dios. Es con Él, dice Lacan, con quien La mujer
goza. La sabiduría popular dice que, durante el orgasmo, las mujeres “le ven la cara a Dios”.
Aunque esto no sucede muy a menudo, nos indica una vía en la interrogación del Øtro goce de
L/A mujer.
Habíamos dejado en pié la pregunta: ¿Qué desea L/A mujer si su deseo no está causado por
el “a”? La respuesta que da Lacan es que la causa real de su deseo es el Falo. Pero si aquí
escribimos al Falo con mayúscula, aquél que Lacan anota con la letra ?, es porque estamos
hablando del significante Falo y no del falo en tanto objeto imaginario.
En el código de Lacan, el Falo es otro de los nombres del Uno, el significante innombrable en
el cual, según la tradición judía, se sostiene la existencia de Dios. Este Dios con el que ella goza
no es la figura paterna del gran Otro, es el padre en tanto Uno, significante de la excepción y
absolutamente inconsistente. Ella puede buscar en su compañero un ser excepcional, único, o
puede convertirlo en tal, pero el camino de su goce apunta más allá de su hombre, al
significante Falo, capaz de hacer estallar la consistencia de su ser.
La afirmación hecha por Freud acerca de que la mujer no busca al hombre sino por el falo que
puede proveerle, contiene una verdad que trasciende la lógica fálica. El pene puede encarnar al
significante Falo, y en esta dimensión el pene se comporta como herramienta de corte. En el
trabajo titulado el “Tabú de la virginidad”, Freud observó que la penetración peniana en el coito
tiene, para las mujeres, una profunda significación castratoria que el desgarro del himen sirve
para simbolizar.
En la dimensión del Øtro goce femenino, la detumescencia del pene no es un factor
determinante del clímax. Por ello, en esta vertiente del goce, las mujeres no experimentan el
orgasmo como una caída abrupta, sino como una elevación a un espacio abierto sin límites ni
horizontes.
Hay una profunda analogía entre el goce de L/a mujer con ciertos estados intensos de
emoción estética y, como lo señaló Lacan, con el éxtasis místico; también, esta vez con el signo
de la angustia agorafóbica, emerge en situaciones cotidianas donde se pierden de vista hacia el
infinito los limites geográficos de un paisaje conocido.
El goce de L/A mujer constituye un referente importante en el goce del hombre durante el
coito. Las prostitutas, advertidas de la importancia que los signos de su goce tienen en la
satisfacción de sus clientes, aprenden a simularlos con habilidad. Como contrapartida, muchos
hombres se angustian cuando la mujer amada se le va de las manos por gozar
desmedidamente, por lo cual ellas aprenden a ocultarlo.
El hombre intenta seducir a una mujer haciendo alarde de su viril caballerosidad y de los
emblemas de su poder porque la supone deseosa del falo, pero La mujer buscará el Falo en los
dichos, así como en los síntomas de su pareja, vehículos del medio-decir la verdad. Espera
que el hombre le hable, le “haga el verso”, le entregue la lettre d’amour.

El goce de la mujer no marcha sin decir, o sea sin el decir de la verdad.148

El poder cautivante de la letra a veces se pone en evidencia en ciertas mujeres que contabilizan
una larga lista de historias de amor en las que se reencuentra siempre un mismo rasgo literal.
Por ejemplo, una mujer contaba que su primer amor fue Gerardo, que cambió luego por
Germán, luego vino Gervasio, que abandonó al enamorarse de Jerónimo, a quien sustituyó
cuando apareció Jorge, que casualmente conoció cuando estaba saliendo con otro Jorge, etc.
En dirección al goce, L/A mujer resulta cautivada por la resonancia poética de ciertas marcas
significantes de su hombre, mientras que la dimensión fálica de las mujeres orienta la brújula
de su deseo en dirección a los signos de la potencia viril. La distinción de estos vectores del
goce no se refiere tanto a dos clases de mujeres, sino a la implicación de dos registros del goce
en la sexualidad femenina.
Dado que la dimensión de la verdad está implicada en el goce de L/A mujer, este goce circula
por el mismo camino que el goce del síntoma.
Por ello Lacan se refiere a ambos con el mismo matema, S( ):
Si este S( ) no designa sino el goce de la mujer, es seguramente porque allí es donde
puntúo que Dios no ha hecho su salida.149

No hay sino una manera de poder escribir L/a mujer sin tener que barrar el La, es a
nivel de que la mujer es la verdad. Y es por eso que no se puede sino medio
decirla.150

Sin embargo esta puesta en equivalencia entre el goce de L/A mujer y el goce del síntoma es
parcial. Ella no escribe la relación sino que se hace superficie de escritura; el estallido de su ser
corporal, que despierta el goce del cuerpo, ocupa, en la escena sexual, el lugar del
desfallecimiento del Otro.
El repudio de lo femenino En cierta oportunidad, Kardiner le preguntó a Freud qué juicio le
merecía su propia práctica., obteniendo la siguiente confesión: “Me satisface que me haga la
pregunta —respondió Freud— porque, para hablar francamente, los problemas terapéuticos no
me interesan mucho.
Ahora soy demasiado impaciente. Padezco algunas dificultades que me impiden ser un gran
analista. Además, soy demasiado padre”.151
Freud no podía prescindir del padre protector, ni en su teoría ni en la función de garante
transferencial de sus pacientes. ¿Por qué no suponer que esta demanda paterna que Freud
sostenía tan fuertemente en su práctica pudiera ser la razón principal de la interminabilidad de
sus análisis? El neurótico asume fácilmente sus propias insuficiencias en la vida para no correr
el riesgo de perder al Otro. La “roca viva de la castración” es finalmente una defensa ante la
castración en el Otro.
Dado que el Øtro goce de la mujer contiene esa castración del Otro como premisa, la roca
viva adquiere la forma del temor a lo femenino:

Con frecuencia tenemos la impresión de que con el deseo de pene y la protesta


masculina, hemos penetrado a través de todos los estratos psicológicos y hemos
llegado a la roca viva, y que, por lo tanto nuestras actividades han llegado a su fin. Esto
es probablemente verdad, puesto que para el campo psíquico el territorio biológico
desempeña la parte de la roca viva subyacente. La repudiación de la femineidad
puede no ser otra cosa que un hecho biológico.152

Evidentemente, lo no comprendido por Freud del complejo de castración lo remitía a


desconocidos hechos biológicos. El penis neid de las mujeres o, expresado de otra forma, la
fijeza del deseo del falo, es una defensa de la mujer al Øtro goce, no fálico. Del mismo modo, el
temor de los hombres a quedar en posición pasiva y femenina, no ante la “figura” paterna, sino
ante el padre como Uno, expresa también el temor a perder la seguridad narcisista que le
otorga la dominancia del goce fálico donde afirma su posición viril. El rechazo a lo femenino
en ambos sexos es el rechazo al Øtro goce de la mujer, equivalente al rechazo al inconsciente.
La imbricación entre el Øtro goce femenino y el goce del inconsciente no fue descubierta por
Lacan en los años setenta. En el “Escrito” de “La carta robada” ya había escrito que la
carta/letra, que iba circulando de mano en mano, feminizaba al personaje que la poseía. Pero la
verdad del inconsciente no es femenina, y no homosexualiza a los hombres; si queda adscripta
al campo de lo femenino es porque la mujer, como ser sexuado, hace el amor con la verdad. Y
cuanto más relación tiene el ser hablante con su verdad, menos ama al garante del goce fálico;
algo poco soportable para quien es demasiado paternalista.
El análisis lleva al sujeto a mantenerse en consonancia con su verdad y, por ende, desinvestir
al Otro de la transferencia. En el límite, lo que adviene al fin del análisis es una verdad
incurable junto al vaciamiento de la función del Otro. Antes de llegar a este punto, se detienen
la mayoría de los análisis, y sería de gran trascendencia interrogar cuánto colabora la
resistencia del analista para que ese límite no sea cruzado.
Glosario
C
cosa de goce 41, 43, 45, 48, 63, 74, 76, 102, 103, 130, 163,
178 G
goce asexual 76
goce-ausencia 74
goce de borde 66
goce de la letra 110
goce de la mujer 167, 169, 170, 172, 175, 182, 183, 184, 185
goce de la pulsió n 31, 49, 55, 66, 69, 100, 105, 128
goce de la verdad 43, 91, 92, 93, 100, 104, 105, 120, 141, 175
goce de la vida 37, 38, 45
goce del cuerpo 37, 183
goce del fantasma 51, 128
goce del Otro u Otro goce 50, 51, 61, 69, 75, 76, 78, 84, 86, 93, 94, 105, 106, 107, 108, 110,
160, 164, 165, 167, 170, 171, 179
goce del saber 110
goce del ser 31, 36, 86
goce del síntoma 91, 92, 94, 105, 108, 127, 132, 140, 183
goce fá lico 74, 77, 86, 100, 110, 127, 131, 167, 170, 180, 185
goce masoquista 164, 168, 171
goce narcisista 86, 146
gocentido (jouisens) 110
goce perverso 86, 158, 161
Goce (plus de) 71, 72, 73, 74, 76, 79, 80, 83, 84, 85, 86, 87, 93, 100, 104, 105, 109, 110, 148,
166, 179
goce semá ntico 100
goce sexual 66, 67, 72, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 85, 86, 87, 129, 131, 157, 175, 179
goce sublimatorio 127, 129, 132
L
letra de goce o Significante del goce 103, 104, 107, 114, 126
S
semblante del goce 131
Notas
1 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Editorial Paidós,
Buenos Aires, 1992. Texto de la clase Nº 6, del 18/02/1970.
2 Jacques Lacan, El saber del psicoanalista. Seminario XVII bis (1971-1972). Traducción:
ENAPSI. Inédito. Texto de la clase Nº 2, del 02/12/1971
3 Las negritas en esta cita, como en todas donde aparezcan, son subrayados nuestros.
4 Jacques Lacan, De un otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 14, del 12/03/1969.
5 Jacques Lacan, El objeto del psicoanálisis. Seminario XIII (1965-1966). Traducción: Pablo
Román. Inédito. Texto de la clase Nº 15, del 27/04/1966.
6 Jacques Lacan, El deseo y su interpretación. Seminario VI (1958-1959). Traducción: A.
Calzetta, H. Levín, J. Reises, D. Weindichansky y A. Jozami. Inédito. Texto de la clase Nº 6, del
17/12/1958.
7 Ibídem.
8 Jacques Lacan, El deseo y su interpretación. Seminario VI (1958-1959). Traducción: A.
Calzetta, H. Levín, J. Reises, D. Weindichansky y A. Jozami. Inédito. Texto de la clase Nº 25, del
17/06/1959.
9 Sigmund Freud, “Carta 24”, en: Obra Completa, Tomo IX, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974,
p. 2516.
10 Sigmund Freud, “Proyecto de una psicología para neurólogos” (1895), Obra Completa,
Tomo I, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 213.
11 Jacques Lacan, “El seminario sobre “La carta robada”, en: Escritos I, Siglo XXI, Buenos
Aires, 1985
12 Sigmund Freud, “Más allá del Principio del placer”, en: Obra Completa, Tomo VII, op. cit., p.
2537.
13 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Paidós, Buenos
Aires, 1992. Texto de la clase Nº 5, del 14/01/1970.
14 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 17, del 23/04/1969.
15 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Op cit.
16 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970). Paidós, Buenos
Aires, 1992. Texto de la clase Nº 7, del 11/02/1970.
17 Jacques Lacan, El saber del psicoanalista. Seminario XVIII bis (1971-1972). Traducción:
ENAPSI. Inédito. Texto de la clase Nº 1, del 04/11/1971.
18 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Paidós, Buenos
Aires, 1992. Texto de la clase Nº 1, del 26/11/1969.
19 La traducción al castellano de esta primera oración, se ajusta literalmente al original
francés, y ambos resultan, así formulados, incomprensibles. A modo de solución propongo la
siguiente variante: “La primera objeción que antepone [el sujeto] a este deseo parental…”.
20 Jacques Lacan, “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Capítulo XV, en:
Seminario XI, (1964-1965) Barral Editores, España, 1977, p. 220. Traductor Francisco
Monge. 21 Gisela Farías, “Capítulo 2”, en: Muerte voluntaria, Astrea, Buenos Aires, 2007, p.
29.
22 Jacques Lacan, El objeto del psicoanálisis. Seminario XIII (1965-1966). Traducción: Pablo
Román. Inédito. Texto de la clase Nº 15, del 27/04/1966.
23 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV. Versión: EFA. Inédito. Texto de la
clase Nº 11, del 22/02/1967.
24 Jacques Lacan, El saber del psicoanalista. Seminario XVIII bis (1971-1972). Traducción:
ENAPSI. Inédito. Texto de la clase Nº 1, del 04/11/1971, p. 21.
25 Jacques Lacan, “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”, en: Escritos
I, Siglo XXI, Lugar, 1971, p. 137. Traducción T. Zegovia.
26 Jacques Lacan, La ética del psicoanálisis. Seminario VII (1959-1960). Paidós, Buenos Aires,
1988. Texto de la clase Nº 5, del 16/12/1959, p. 74.
27 Jacques Lacan, Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis (1964), Barral, Madrid,
1977, p. 216.
28 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 16, del 26/03/1969.
29 Jacques Lacan, Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis (1964), Barral, Madrid,
1977. Clase Nº 16, del 27/05/1964, p. 214.
30 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967). Versión: Nassif.
Traducción: Pablo Kania. Inédito. Texto de la clase Nº 1, del 16/11/1966.
31 Ibídem.
32 El “a” es la piedra basal de lo real del sujeto, pero, en un segundo tiempo de la estructura, se
monta sobre él otro operador real del corte, el S1. Por el momento, atendiendo a una cuestión de
orden expositivo, nos centraremos en el estatuto del “a”, y dejaremos para la segunda parte del
libro su vinculación con el Uno del inconsciente, donde se asienta el campo del goce de la
Verdad.
33 Jorge L. Borges, El otro tigre, poema del libro “El hacedor”, en: Obras Completas
1923/72, Emecé, Buenos Aires, 1974.
34 Jacques Lacan, “Del Trieb de Freud y del deseo del psicoanalista” (1964), en: Escritos
II, Siglo XXI, México, 1971, pp. 830-833.
35 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-1963). Traducción: Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 15, del 20/03/1963.
36 Jacques Lacan, La ética del psicoanálisis. Seminario VII (1959-1960), Paidós, Buenos Aires,
1988. Texto de la clase Nº 7, del 13/01/1960.
37 Jacques Lacan, La ética del psicoanálisis. Seminario VII (1959-1960), Paidós, Buenos Aires,
1988. Texto de la clase Nº 5, del 16/12/1959, p. 73.
38 Ibídem.
39 Jacques Lacan, Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis (1964), Barral, Madrid,
1977, p. 188.
40 Jacques Lacan, Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis (1964), Barral, Madrid,
1977, p. 173.
41 Jacques Lacan, op. cit.
42 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 22, del 04/05/1969.
43 Jacques Lacan: El objeto del psicoanálisis: Seminario XIII (1965-1966). Traducción: Pablo
Román —Inédito—. Clase Nro 21 (08/06/1966).
44 Jacques Lacan, “Capítulo VIII”, en: Aún. Seminario XX (1972-73), Paidós, Buenos Aires,
1995, p.112.
45 Una prueba de ello la encontramos en Nestor Braunstein, en su libro Goce, uno de los
trabajos más exhaustivos —o tal vez el más exhaustivo— acerca de la problemática del goce en
Lacan. El autor dedica largos pasajes para discutir el alcance de la frase de Lacan que nosotros
también analizamos al comienzo del capítulo anterior, donde afirma que el goce “[…] es la
satisfacción de una pulsión”. El autor no está de acuerdo con esa afirmación y alega varias
razones, como por ejemplo que “La pulsión no se satisface, insiste, se repite, tiende al blanco al
que siempre falla, […]” sin tener idea de que es en la falla donde ella se satisface; pero el carozo
de su argumento reside en que para el autor no es correcto hablar de “una pulsión” porque hay
más de una. Transcribimos: “[…] como efectivamente lo dijo Lacan, que el goce es la
satisfacción de una pulsión, si pero de una muy precisa, la pulsión de muerte, que no es aquella
en la que se piensa en principio cuando se habla en general de la pulsión y, mucho menos, es la
satisfacción de toda o de cualquier pulsión, de una indefinida en el conjunto pulsional” (Néstor
Braunstein, Goce, Siglo XXI, México, 1999, p.48.
En la página siguiente atribuye a Lacan haber articulado “los tres sentidos del termino pulsión
según se considere su nivel energético, […], el nivel de la pulsión como es descrita en ‘Pulsiones
y destinos de la pulsión’ cuyo eje es la pulsión sexual, siempre parcial […] y la pulsión de
muerte […]”. Ibídem, p. 49.
46 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-63). Traducción Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 10, del 30/01/63.
47 Jacques Lacan, “Capítulo III”, en: El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-70),
Paidós, Buenos Aires, 1992, p. 53.
48 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-63). Traducción Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 18, del 15/5/63.
49 Sigmund Freud, “El yo y el ello” (1923), en: Obra Completa, Tomo VII, Biblioteca Nueva,
Madrid, 1974, p. 2712.
50 Jacques Lacan, Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis (1964), Barral, Madrid,
1977, p. 184.
51 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 14, del 12/03/1969, p. 9.
52 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 14, del 12/03/1969, p. 10.
53 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 13, del 05/03/1969.
54 Jacques Lacan, “Posición del inconsciente: Congreso de Bonneval reanudada desde 1960 en
1964” (1964), en: Escritos II, Siglo XXI, México, 1971.
55 La misma alternativa lógica, alienación y separación se redobla en otro nivel, interno al
campo del significante, entre S1 y S2, entre el sin sentido de la letra como operador del corte y
sentido como sostén de la alienación. Abordaremos esta estructura en la segunda parte del
libro.
56 Jacques Lacan, El acto psicoanalítico: Seminario XV (1967-1968). Traducción: Silvia García
Espil. Inédito. Texto de la clase Nº 14, del 15/05/1968.
57 Sigmund Freud, “Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis”, en: Obra Completa, Tomo
VIII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 3166.
58 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 7, del 15/01/1969.
59 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Paidós, Buenos
Aires, 1992. Texto de la clase Nº 4, del 14/01/1970
60 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Paidós, Buenos
Aires, 1992. Texto de la clase Nº 1, del 26/11/1969.
61 Jacques Lacan, Posición del inconsciente: Congreso de Bonneval reanudada desde 1960 en
1964 (1964), en: Escritos II, Siglo XXI, México, 1971.
62 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967). Versión: Nassif.
Traducción: Pablo Kania. Inédito. Texto de la clase Nº 13, del 08/03/1967.
63 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967). Versión: Nassif.
Traducción: Pablo Kania. Inédito. Texto de la clase Nº 8, del 25/01/1967.
64 Jacques Lacan, El acto psicoanalítico: Seminario XV (1967-1968). Traducción: Silvia García
Espil. Inédito. Texto de la clase Nº 6, del 17/01/1968.
65 Jacques Lacan, El objeto del psicoanálisis. Seminario XIII (1965-1966). Traducción: Pablo
Román. Inédito. Texto de la clase Nº 15, del 27/04/1966
66 Jacques Lacan, El saber del psicoanalista. Seminario XVII bis (1971-1972). Traducción:
ENAPSI. Inédito. Texto de la clase Nº 1, del 04/11/1971.
67 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994.
68 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-1963). Traducción: Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Clase Nº 13, del 06/03/1963.
69 Jacques Lacan, El objeto del psicoanálisis. Seminario XIII (1965-1966). Traducción: Pablo
Román. Inédito. Texto de la clase Nº 5, del 05/01/1966.
70 Jacques Lacan, El saber del psicoanalista. Seminario XVII bis (1971-1972). Traducción:
ENAPSI. Inédito. Texto de la clase Nº 1, del 04/11/71.
71 Jacques Lacan, El saber del psicoanalista. Seminario XVII bis (1971-1972). Traducción:
ENAPSI. Inédito. Texto de la clase Nº 2, del 02/12/1971.
72 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-1963). Traducción: Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 13, del 06/03/1963.
73 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967). Versión: Nassif.
Traducción: Pablo Kania. Inédito. Texto de la clase Nº 12, del 01/03/1967.
74 Jacques Lacan, “Seminario Los Nombres del Padre”, en: Petits ecrits et conferences.
Traducción J. Jamschom y H. Rupolo. Inédito. Clase única, del 12/04/67.
75 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-1963). Traducción: Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 18, del 15/05/1963.
76 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-1963). Traducción: Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 11, del 06/03/1963.
77 Citamos nuevamente a Nestor Braunstein. Su lectura puntillosa acerca de la función del
orgasmo lo llevó, sin embargo, a una conclusión desatinada. Dice así: “Se trata, sí, [en el
orgasmo] de un desvanecimiento del ser del sujeto, identificado con el apéndice fálico, de un
dejar de gozar que, por eso, es una pequeña muerte” (Néstor Braunstein, El goce, op. cit.,
p.100). Braunstein entendió que el orgasmo es un “dejar de gozar”. El lector podrá suponer
que quiere decir “dejar de gozar sexualmente”, pero no, dice y repite que el orgasmo es simple
y llanamente “dejar de gozar”. Se ve llevado a contradecir un dato contundente de la
experiencia humana, que no es necesario ser psicoanalista para conocer, a fin de mantener en
pie sus equivocadas premisas teóricas. Más adelante redondea así su idea: “Lejos de toda
recuperación de la unidad, no hay reencuentro del varón con la madre, ni reencuentro de la
niña con el pene, el goce se ha revelado como imposible, sometido a la castración” (Ibídem).
Como sucede con muchos otros autores, su comprensión del estatuto del goce en la obra de
Lacan está mutilada de lo esencial, a saber, que la repetición de la castración no designa una
pérdida absoluta de goce sino específicamente una pérdida de goce sexual.
78 Jacques Lacan, R.S.I Seminario XXII (1974-1975). Traducción: Ricardo Rodríguez Ponte.
Inédito. Texto de la clase Nº 6, del 18/02/1975.
79 Jacques Lacan, La angustia. Seminario X (1962-1963). Traducción: Irene Agoff y Evaristo
Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 9, del 23/01/1963.
80 Jacques Lacan, “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”, en:
Escritos I, Siglo XXI, México, 1971, p. 194.
81 Jacques Lacan, “Conferencias en las Universidades de Estados Unidos”, 1975. Tercera
conferencia. Trad. Ana Maria Gomes y Sergio Recheetti. Ficha circulación interna de la
Escuela Freudiana de Buenos Aires.
82 Jacques Lacan, “Conferencias en las Universidades de Estados Unidos”, 1975.
Segunda conferencia. Trad. Ana Maria Gomez y Sergio Recheetti. Ficha de circulación
interna de la Escuela Freudiana de Buenos Aires.
83 Jacques Lacan, “La tercera”, en: Intervenciones y textos II, Manantial, Buenos Aires, 1988, p.
7.
84 Jacques Lacan, Los no-incautos yerran. Seminario XXI (1976/1977). Traducción Irene Argot y
Evaristo Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 15, del 11/06/74.
85 Jacques Lacan, La ética del psicoanálisis. Seminario VII (1959-1960), Paidós, Buenos Aires,
1988. Texto de la clase Nº 8, del 20/01/1960.
86 Jacques Lacan, “La tercera”. En: Intervenciones y textos II. Editorial Manantial, Buenos
Aires, 1988, p. 9.
87 Jacques Lacan, “Respuesta de Jacques Lacan a una pregunta de Marcel Ritter”
(Conferencia del 25 de febrero de 1975), en: Suplemento de las Notas de la EFBA, N° 1,
noviembre de 1980, Buenos Aires, p. 127.
88 Jacques Lacan, El Sinthoma. Seminario XXIII (1975-1976). Traducción: Ricardo Rodríguez
Ponte. Inédito. Texto de la clase 7, del 17/02/1976.
89 Jacques Lacan, De un discurso que no sería de la apariencia. Seminario XVIII (1971)
Traducción: Hugo Savino. Inédito. Texto de la clase Nº 7, del 12/05/1971.
90 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Paidós, Buenos
Aires, 1992. Texto de la clase Nº 8, del 11/03/1970.
91 Jacques Lacan, R.S.I. Seminario XXII (1974-1975). Traducción: Ricardo Rodríguez Ponte.
Inédito. Texto de la clase Nº 2, del 17/12/1974.
92 Jacques Lacan, O… peor. Seminario XIX. (1971-1972). Versión: Anónima. Inédito. Texto de la
clase Nº 6, del 08/03/1972.
93 Jacques Lacan, Los no incautos yerran. Seminario XXI. (1976-1977). Traducción: Irene Agoff.
Inédito. Texto de la clase Nº 15, del 11/06/1974.
94 Sigmund Freud, “Un trastorno de la memoria en la Acrópolis”, en: Obras Completas,
Tomo IX, Biblioteca Nueva, Madrid, 1975. Todas las citas de este texto provienen de la misma
fuente bibliográfica.
95 Definir lo real como imposible subsume bajo un solo término dos categorías lógicas de lo
real, sobre cuyas diferencias y parentescos venimos trabajando desde el capítulo anterior. En
función de las categorías nodales, Lacan nombró a lo Imposible con la fórmula “ ”, que se
lee: “no existe ningún x que niegue la función fálica”, enunciado lógico del estatuto del “a”. Es
el punto de partida de la repetición de lo real, “lo que no cesa de no escribirse”. Lacan define al
significante Uno, punto de inicio de la repetición de lo real del inconsciente, con la categoría
de lo Necesario, que vierte en la formula: “ ”: “existe al menos Uno que dice no a la
función fálica”.
Con la categoría de lo Posible –“ ”, cuya lectura es “para Todo x de x”–definió al Todo
formado por el conjunto de los significantes afectados por la función semántica del lenguaje.
El
Uno que ex-siste por fuera de todos los que amazan el sentido, ocupa el lugar de la excepción
del Todo; mientras que el “a”, por no ser significante, encarna la función del No-Todo.
La cuarta y última de las categorías que consignó Lacan fue la de lo “Contingente” –“ ”,
“no todo x está incluido en la función fálica”–. Ubicó allí al síntoma, lo que viene de lo real y
“no cesa por escribirse”. Designa el punto de quiebre en el Todo que introduce la repetición de
la letra.
96 Jacques Lacan, El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Seminario II (1954-
1955), Paidós, Barcelona, 1983. Textos de la clase Nº 13, del 09/03/1955).
97 Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños” (1900), en Obra Completa, Tomo II,
Bibliteca Nueva., Madrid, 1974, p. 413.
98 Jacques Lacan, El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Seminario II (1954-
1955), Paidós, Barcelona, 1983. Texto de la clase Nº 13, del 09/03/1955.
99 Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños” (1900), en: Obra Completa, Tomo II,
Bibliteca Nueva, Madrid, 1974. pág. 418.
100 Agradezco a Mario Beira, psicoanalista residente en Miami, EE.UU., el haberme
facilitado este y otros datos de la biografía de Freud.
101 Un estudio más exhaustivo sobre estas relaciones significantes figura en el trabajo,
inédito, de Pedro Reyes: “Subjekterfüllung” (Realización del sujeto). Santiago de Chile. 2006.
102 Jacques Lacan, La ética del psicoanálisis. Seminario VII (1959-1960), Paidós, Buenos Aires,
1988. Clase Nº 9.
103 Jacques Lacan, “Capítulo 9”, en: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.
Seminario XI. ( 1964-1965) Editorial Barral, España, 1977. Traductor Francisco Monge.
104 Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños”, Capítulo III, en: Obra Completa, Tomo
IX, Biblioteca Nueva, Madrid, 1975.
105 Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños” (1900), en: Obra Completa, Tomo II,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.
106 Sigmund Freud, “Inhibición, síntoma y angustia” (1926), en: Obra Completa, Tomo III,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 2846.
107 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 23, del 26/06/1957, p. 403.
108 Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. Seminario XVII (1969-1970), Paidós, Buenos
Aires, 1992. Texto de la clase Nº 8, del 18/03/1970, p. 132.
109 Sigmund Freud, “Análisis de la fobia de un niño de cinco años” (1909), en: Obra Completa,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.
110 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 23, del 26/06/1957.
111 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 21, del 05/06/1957, p. 367.
112 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 13, del 13/03/1957, p. 224.
113 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 14, p. 245
114 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 13, del 13/03/1957, p. 228.
115 Sigmund Freud, “Análisis de la fobia de un niño de cinco años” (1909), op. cit.
116 Sigmund Freud, “Análisis de la fobia de un niño de cinco años” (1909), op. cit.
117 Jacques Lacan, Los no incautos yerran. Seminario XXI. (1976-1977). Traducción: Irene
Agoff. Inédito. Texto de la clase Nº 3, del 11/12/1973.
118 Sigmund Freud, “Análisis de la fobia de un niño de cinco años” (1909), op. cit., p. 1381.
119 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 13, del 13/03/1957, p. 343.
120 Mayette Vitard, “Arrugar la palabra”, en: Revista Litoral, Nº 13, El niño y el psicoanálisis,
Epel, octubre de 1991.
121 Jacques Lacan, Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957), Paidós, Barcelona, 1994. Texto de la clase Nº 13, del 13/03/1957, p. 346 y ss.
122 Raúl A. Yafar, Fobia en la enseñanza de Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2004, p. 273.
123 Ibídem, p. 275.
124 Jacques Lacan. Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas. Seminario IV (1956-
1957). Barcelona: Paidós; 1994. Clase N° 23 (26/06/1957).
125 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967). Versión: Nassif.
Traducción: Pablo Kania. Inédito. Texto de la clase Nº 15, del 12/04/1967.
126 Ibídem.
127 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 22, el 04/05/1969.
128 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967), Op cit.
129 Ibídem.
130 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967). Versión: Nassif.
Traducción: Pablo Kania. Inédito. Texto de la clase Nº 14, del 15/03/1967.
131 Jacques Lacan, De otro al Otro. Seminario XVI (1968-1969). Traducción: Grupo VERBUM.
Inédito. Texto de la clase Nº 16, del 16/06/1969.
132 Sacher-Masoch, La venus de las pieles, Alianza Editorial, Madrid, 1973, p. 103.
133 Ibídem, p. 106.
134 Ibídem, p. 108.
135 Ibídem, p. 111.
136 Ibídem, p. 112.
137 Jacques Lacan, La lógica del fantasma. Seminario XIV (1966-1967). Versión: Nassif.
Traducción: Pablo Kania. Inédito. Texto de la clase Nº 22, del 14/06/1967.
138 Sacher-Masoch, La venus de las pieles, Alianza Editorial, Madrid, 1973, p. 111.
139 Ibídem, p. 97.
140 Ibídem, p. 127.
141 Sigmund Freud, Problemas económicos del masoquismo (1924), en: Obra Completa, Tomo
VII, Biblioteca Nueva, Madrid, p. 2752.
142 Ibídem, p. 2755.
143 Jacques Lacan, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1953), en:
Escritos I, Siglo XXI, Buenos Aires, p. 227.
144 Sigmund Freud, Problemas económicos del masoquismo (1924), en: Obra Completa, Tomo
VII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 2754.
145 Jacques Lacan, Aún. Seminario XX (1972-1973), Paidós, Barcelona, 1981. Texto de la
clase Nº 1, del 21/11/1972, p. 15.
146 Georges Bataille, El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1992, p. 21-22.
147 Jacques Lacan, Aún. Seminario XX (1972-1973), Paidós, Barcelona, 1981. Texto de la clase
Nº 7, del 13/03/1973.
148 Jacques Lacan, Los no incautos yerran. Seminario XXI (1976-1977). Traducción: Irene Agoff
y Evaristo Ramos. Inédito. Texto de la clase Nº 7, del 12/02/1974.
149 Jacques Lacan, Aún. Seminario XX (1972-1973), Paidós, Barcelona, 1981. Texto de la clase
Nº 7, del 13/03/1973.
150 Jacques Lacan, Aún. Seminario XX (1972-1973), Paidós, Barcelona, 1981. Texto del
Complemento a la clase Nº 8, del 10/04/1973, p. 125.
151 Elisabeth Roudinesco y Michel Plon, Diccionario de Psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires,
1999. Entrada: “Kardiner Abram (1891-1981)”.
152 Sigmund Freud. Análisis terminable e interminable. O.C. Madrid: Biblioteca Nueva. 1974.
Tomo IX. p. 3364.

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