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Presentació n
2. Advertencia al lector
3. Primera Parte
1. La paradoja del goce
1. Introducció n
2. Las enigmá ticas lá grimas del goce
3. El deseo y el goce
2. El goce en el origen del psicoaná lisis
1. La primera tesis
2. El Principio del placer y su má s allá
3. Lectura de Lacan del dualismo freudiano
3. Los lazos de Eros y el camino hacia la muerte
1. ¿Puedes perderme?
2. El sentido de la vida
3. El goce del ser viviente
4. Das Ding
5. El “a”: primera localizació n del sujeto en el campo del Otro
6. La categoría del “no-todo”
7. La Cosa de goce, causa del deseo
4. El campo central del goce
1. El goce: satisfacció n de la pulsió n
2. El goce de la pulsió n: realizació n subjetiva de lo imposible
5. Las pulsiones parciales y sus objetos
1. La categoría de objeto parcial
2. Los “objetos a” de las pulsiones parciales
6. Recuperació n del goce perdido y repetició n de la pé rdida de goce
1. El circuito de la pulsió n
2. La pé rdida del objeto y la afá nisis del sujeto
3. El matema de la pulsió n: D
4. La funció n de la pé rdida y el plus de goce
5. Una puntuació n terminoló gica
6. La representació n del objeto caído y su caída en lo real
7. El goce sexual
1. La funció n del falo y el goce sexual
2. El orgasmo y el plus de goce
3. El orgasmo y la caída del falo
4. La angustia y el goce
5. Los tres campos del goce sexual y sus fracasos
6. Los tres campos del Goce Sexual
7. Lugares de fracaso del goce sexual implicados con la funció n del plus de Goce
4. Segunda parte
1. El inconsciente y el goce de la verdad
1. El goce del síntoma
2. Efectos de significado y efectos de escritura
3. El saber, la verdad y la revelació n de la verdad
4. Lo real pulsional y lo real del síntoma
5. La afá nisis del sujeto y el desfallecimiento del Otro
6. El goce del Otro y el Øtro goce de la verdad
7. Relaciones ló gicas entre los diferentes campos del goce
2. El deseo y las marcas del goce
1. El deseo y el acto
2. La letra de goce como causa del deseo
3. Acró polis: Freud ante un deseo imposible
4. La insistencia de la Verdad o el pecado de existir
3. La sublimació n del goce
1. La sublimació n y la é tica analítica
2. El acto creativo
3. Sublimació n y pulsió n
4. Sublimació n y síntoma
5. Tercera parte
1. Juanito entre goces y sombras
1. Freud corrige su explicació n de las fobias
2. El padre como agente de la castració n
3. Antecedentes de la crisis
4. El descubrimiento de la castració n en la madre
5. La angustia es lo que no engañ a
6. El sueñ o traumá tico
7. ¿Por qué el caballo?
2. El goce en la perversió n
1. Las perversiones sexuales
2. Lo que Sacher-Masoch enseñ ó del goce
3. La evitació n de la có pula genital
4. Los problemas que el masoquismo le presentaba a Freud
5. ¿El masoquismo femenino?
6. Dos fantasías masoquistas
6. Cuarta parte
1. El goce de L/a mujer
1. La identificació n sexual de la mujer
2. El clítoris y la vagina
3. La carta de amor y el goce de Dios
7. Glosario
Presentación
No llaman la atenció n las lá grimas en la cara de quien ha perdido un ser amado por muerte o
abandono. Es comprensible el llanto impotente de quien es objeto de una violencia arbitraria o
sufre una gran desilusió n. Un intenso dolor de muelas tambié n puede hacer llorar. Nada nos
interroga cuando las lá grimas brotan a causa de una experiencia de sufrimiento evidente.
Pero hay otras lá grimas que, aun cuando nos parecen naturales, no resultan fá cilmente
explicables: son las que surgen en situaciones de intensa dicha. Lá grimas que aparecen, por
ejemplo, en el momento de un reencuentro largamente esperado, o cuando alguna prolongada y
penosa bú squeda se ve coronada con el é xito. Es habitual ver llorar a quien recibe emocionado
la noticia de un embarazo, o a quien ve por primera vez al hijo recié n nacido. Un orgasmo
particularmente intenso, a veces, desencadena el llanto. La lista es extensa. Estas lá grimas se
presentan, entonces, como signos de algú n desgarro ignorado en el seno mismo de una
profunda experiencia de satisfacció n. Las llamaremos “lá grimas de lo real”.
Las lá grimas de lo real constituyen una buena vía de entrada para nuestra interrogació n,
porque ponen de manifiesto la estructura bifronte (placer y sufrimiento) de aquello que Lacan
ha definido y nombrado como “goce”.
1° edición 1998, 2° edición 2005 Homo Sapiens Ediciones. Colección: Clínica de los bordes
Lágrimas de lo real: un estudio sobre el goce. –3° ed.– Buenos Aires: Psicolibro Ediciones, 2013.
Edición de autor, e-book, 2017. Rabinovich, Norberto. Lágrimas de lo real. Un estudio sobre el
goce.
Agradezco a Raúl Yafar por la gran ayuda que significó su atenta y critica lectura de los
manuscritos y a Laura Cagnoni por su colaboración en la ardua tarea de corrección.
También quiero agradecer a Rubén Cusati, amigo de siempre, que me haya brindado su talento
para definir cuestiones de estilo.
Advertencia al lector
Mi propó sito en este libro fue identificar y desentrañ ar una de las cuestiones que má s
dificultades y confusiones ha engendrado en la teoría y prá ctica del psicoaná lisis: el “goce”,
té rmino que adquirió su estatuto conceptual, preciso y riguroso, en la obra de Lacan.
Es un hecho aceptado por todos que Lacan colaboró bastante para que no fuera fá cil penetrar
en su enseñ anza, y muchas veces explicó su tá ctica. La mía es diferente. Pretendí ser tan claro y
simple como me lo permitieran la complejidad del tema y mi propia comprensió n del mismo.
Pero buscando ese objetivo percibo, al finalizar la tarea, que algunos temas quedaron
demasiado amordazados, achatados, forzados y finalmente oscuros. No descarto tampoco la
incidencia negativa que pudieran sumar al asunto mis lagunas o puntos mal comprendidos.
Prevengo al lector acerca de estos bretes, añ adiendo otro, tal vez el má s importante, aquel
que deriva de la perspectiva de lectura que propongo y que es, en muchos puntos,
significativamente diferente de la visió n predominante que circula sobre el tema.
Norberto Rabinovich
Buenos Aires, febrero de 2007
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1.1
La paradoja del goce
Introducción
En lo que respecta al campo del goce, que lamentablemente no se llamará nunca –
porque seguramente no voy a tener tiempo ni para esbozar su bases– que no se llamará
nunca el campo lacaniano como yo hubiera anhelado…1
J. Lacan
El goce no constituye sólo un capítulo de la teoría analítica, ocupa un lugar de fundamento; los
conceptos centrales del psicoanálisis únicamente pueden ser comprendidos en función de la
lógica del goce.
El psicoanálisis nació cuando Freud descubrió que los síntomas neuróticos constituían un
lugar donde el enfermo gozaba. Gozaba sin saberlo. Esos síntomas que producían tanto
sufrimiento eran a su vez modos encubiertos de alcanzar una satisfacción esencial que de otra
manera hubiera quedado reprimida. ¿Por qué tanto trabajo y dolor para gozar? Ese goce debía
contener la razón de su ocultamiento por parte de la conciencia y también la razón de la
angustia que genera su ignorada proximidad. El rasgo principal de la tendencia al goce
descubierto por el psicoanálisis es ir a contramano de los deseos y aspiraciones de la conciencia
del sujeto, de sus intereses, de sus ideales, de su seguridad, y cuando logra imponerse, no lo
hace sin producir una herida en la superficie subjetiva. Con un dejo de ironía Lacan comentó:
Puedo decirles que es muy probablemente eso, en efecto, lo que especifica a esta
especie animal [el ser hablante] es una relación totalmente anómala y rara con su
goce.2
Debo aquí recordar que lo que he desarrollado largamente en un año —que he evocado
en uno de nuestros últimos encuentros— bajo el titulo de “La ética del psicoanálisis”
articula que la dialéctica misma del placer, a saber, lo que ella comporta de un nivel de
estimulación, es a la vez búsqueda y evitación, un justo límite de un umbral que implica
la centralidad de una zona interdicta, digamos, porque el placer sería allí demasiado
intenso. Que esta centralidad es lo que designo como el campo del goce,3 el goce,
definiéndose él mismo, como siendo todo lo que realiza de la distribución del placer en
el cuerpo.4
En la medida que el Principio del placer conserve el control sobre las satisfacciones, el goce —
en el sentido que estamos delineando— permanecerá excluido de la experiencia subjetiva. Por
el contrario, el acceso del sujeto a esa zona prohibida llevará la marca del descontrol, de algo
ingobernable, y arrojará al sujeto a lo desconocido, sin la garantía del Principio del placer.
Si hay algo que nos indica el Principio del placer es que si hay un temor es el temor de
gozar, siendo el goce, hablando con propiedad, una abertura de la que no se ve el
límite y de la que no se ve tampoco la definición.5
El deseo y el goce
No resulta posible definir el estatuto del goce sin ponerlo en relación con la estructura del
deseo. Deseo y goce están lógicamente empalmados, pero en una relación que resulta difícil de
advertir.
El deseo se traduce subjetivamente como búsqueda, esperanza, proyecto, promesa. Surge de
un sentimiento de carencia del ser y ese sentimiento lo impulsa a la búsqueda de aquello que lo
colme. Lo que falta al deseante en el ámbito de la estructura subjetiva, aquello que se localiza
como la causa última de su deseo, es, precisamente, el goce tal como lo estamos definiendo.
Lograr que “ese goce deje de faltar” se presenta al deseante como el objetivo al que apunta la
satisfacción del deseo. Pero aquí empiezan los problemas, porque el deseo se muestra
profundamente interesado en persistir como deseo incumplido, en preservar un espacio donde
el goce siga faltando:
El neurótico encontrará excusas que justifiquen su involuntaria insatisfacción, pero cuando está
“en condiciones de satisfacerlo, es decir no marcado por la impotencia, el sujeto teme mucho la
satisfacción de su deseo”.7 Esta posición subjetiva ante el goce, constituye uno de los rasgos
esenciales del comportamiento neurótico.
Sucede a menudo que cuando alguien está por alcanzar la meta de su deseo, queda invadido
por una extraña inquietud que lo paraliza o lo lleva a encontrar inmensas dificultades en
cuestiones que antes le eran indiferentes, lo que termina por anclarlo en la frustración y la
impotencia. En otros casos la conquista de lo deseado, en vez de aportarle la dicha prometida
termina generando un profundo derrumbe físico o psíquico. También están quienes evidencian
comportamientos destinados a impedir, no ya el acto conclusivo de un deseo, sino la propia
búsqueda del deseo. Por lo general, los neuróticos encuentran razones para justificar la
necesidad de permanecer alejados del camino señalado por sus deseos más centrales e, incluso,
se sienten enaltecidos al sacrificar su satisfacción personal para atender las obligaciones de la
vida. Aceptan resignadamente que esa dicha no les está destinada y admiten con hidalguía la
renuncia a cualquier “exceso”. Sucede también que ciertos deseos llegan a convertirse en
objeto de la más exaltada condena moral.
El obsesivo se comporta de manera inversa a la zorra de Esopo: apetece las uvas cuando le
resulta imposible alcanzarlas, pero cuando el impedimento se esfuma, dice: “No quiero esas
uvas porque están verdes”. La histérica, por su parte, podrá destinar tremendos esfuerzos en
reclamar a su amo lo que desea, pero reaccionará luego con violencia si su demanda es
complacida. Al distinguir las diversas tácticas defensivas del sujeto en la preservación de su
deseo como deseo incumplido, Lacan llegó a construir una especie de nosografía psicoanalítica:
en la histeria la defensa reside en mantener el deseo insatisfecho, el neurótico obsesivo sitúa su
deseo como imposible, mientras que el fóbico emplea técnicas evitativas para alejarse del
objeto o situación deseada.
Todos estos ejemplos ponen de manifiesto lo mismo: que el deseo parece encerrar algún
peligro para el sujeto. Pero si miramos más de cerca, advertiremos que el deseo como tal no
representa ningún peligro; la angustia surge ante la posibilidad de realizarlo. Desear, desear y
nunca acabar de desear… algo que se mantiene como imposible de alcanzar es, finalmente, una
instancia de protección contra el goce:
En las situaciones descriptas al principio de este capítulo, el signo de algún dolor aparecía de la
mano de una satisfacción plena. Todas ellas tienen en común el hecho de circunscribir
experiencias puntuales en las que el sujeto logra alcanzar lo más deseado, sin que quede ningún
resto de insatisfacción. Esto nos indica que la barrera protectora ante el goce fue transgredida.
Con ello el sujeto algo pierde. No sabe lo que pierde, pero llora.
CAPÍTULO 2.1
El goce en el origen del psicoanálisis
La primera tesis
Transcurría 1895 y Freud, en plena ebullición creativa, estaba ingresando en dominios que
habían permanecido cerrados al conocimiento científico. Avanzaba solo, aunque confiaba en
que su amigo, el Dr. Wilhelm Fliess, le aportaría cierta garantía de verdad a sus
descubrimientos. El 25 de mayo de 1895 le escribió a Fliess:
El principal obstáculo epistemológico con el que se enfrentó Freud, giró en torno al estatuto de
la Sexualtrieb. Muchos datos extraídos de la clínica le indicaban que la sexualidad humana
contenía algún elemento traumático para el yo, razón por la cual era rechazada por los
procesos defensivos. ¿Pero cuál era el factor traumático de la sexualidad? ¿Cómo entender que
la energía sexual, la libido, algo tan profundamente articulado con la búsqueda de uniones, de
lazos, de acoplamientos, pudiera ser a su vez portadora de la repetición traumática, o sea,
instrumento de la desligadura? Freud intentó justificar de muchas formas el montaje que
estableció entre la función sexual y la función traumática y, a nuestro juicio, la explicación
sostenida por él con mayor fuerza fue que el carácter peligroso o traumático de la pulsión
sexual no se debía tanto a la estructura interna de esa tendencia sino a que ella, por estar
“fijada a las primeras cargas de objeto incestuosas”, chocaba contra la barrera cultural de la
prohibición del incesto. La defensa contra las pulsiones sexuales no se originaba en el hecho de
que su descarga fuera en sí misma traumática, sino en que esa descarga llevaba al yo a
enfrentarse con un peligro exterior.
En “Más allá del Principio del placer” Freud confesó su derrota en el intento, largamente
perseguido y frustrado, por cohesionar en una misma tendencia dos principios opuestos:
Ligadura Desligadura
Principio de constancia. Principio de inercia.
Principio de realidad. Principio del placer.
Pulsiones del yo. Pulsiones sexuales.
Eros/Principio del placer/ Pulsión de vida (pulsiones del Tánatos/Automatismo de
yo y pulsiones sexuales). repetición/Pulsión de muerte.
En el “Mas allá…” Freud dice que tenemos que tener en cuenta esa función que se
llama repetición. Veamos lo que articula: lo que necesita la repetición es el goce.13
La repetición del goce, en las diferentes modalidades que iremos abordando, signa en el orden
de la experiencia subjetiva un punto de ruptura, de corte de las ligaduras, una trasgresión del
límite estructural impuesto por el Principio del placer.
Es lo que se llama el Principio del placer: no nos quedemos allí donde gozamos porque
¡Dios sabe a dónde nos puede conducir!16
¿A dónde nos puede conducir? Freud afirmó que nos conduce a la muerte. Y Lacan no lo
contradijo sino que reforzó esta tesis. Refiriéndose a la pulsión de muerte freudiana, dijo Lacan:
Y en tercer lugar no hay síntesis, a menos que ustedes llamen síntesis a esta
observación: que no hay más goce que el de morir.17
CAPÍTULO 3.1
Los lazos de Eros y el camino hacia la muerte
Puesto que el camino hacia la muerte, no es nada más que lo que llamamos goce.18
¿Puedes perderme?
Freud y Lacan ubican el pináculo del goce del ser hablante en la muerte. Éste, insistimos, es el
punto más oscuro e incomprendido que ha planteado el psicoanálisis y también el punto donde
radica su mayor originalidad.
Ciertos rodeos especulativos hechos por Freud para fundamentar la existencia de la pulsión
de muerte (Todestrieb), tal como asentarla en una supuesta tendencia de lo viviente a volver a
un estado anterior, inorgánico, no sólo no son pertinentes con el campo de su investigación sino
que se desvían y entorpecen la comprensión del problema.
La pulsión, según él mismo explicó, es una tendencia específica de un sujeto y no debe ser
confundida con una tendencia del organismo.
Por consiguiente, cuando la muerte es planteada como el fin de goce de la pulsión, a dicha
muerte es preciso concebirla en el ámbito de la subjetividad. Lo que la caracteriza no se apoya
en el cese de los signos vitales, sino en una experiencia subjetiva traumática del orden del
desfallecimiento o disolución de los límites del ser, es decir, una experiencia que implica la
pérdida de la consistencia imaginaria del yo o, como un equivalente menor, la pérdida
subjetiva de la integridad del ser corporal.
Uno de los principios del funcionamiento de la pulsión es la repetición. La pulsión siempre
busca reencontrar o repetir un goce que, en el origen, por más mítico que lo postulemos,
ingresó al terreno del sujeto, y desde allí se erige en la matriz de la repetición. El proceso de
muerte biológica individual se refleja, sin duda, en el campo subjetivo, pero no habría después
de la muerte ningún sujeto para hacer de ello la meta de su búsqueda. La muerte, dijo Freud, no
tiene inscripción psíquica y sólo hay registro de la castración como equivalente de la muerte.
Por consiguiente, sólo en el ámbito de la repetición de un trauma, que por definición está
adscrito a la lógica subjetiva de la castración, es que puede hablarse de pulsión de muerte.
Es preciso entonces postular, en el origen de la repetición de la pulsión llamada “de muerte”
por Freud, un trauma, un trauma propio de la estructura del sujeto y no del viviente. Lo que la
pulsión busca reeditar es un trauma originario y, por consiguiente, cernimos el ámbito del
automatismo de repetición (Wiederholungszwang), en la reedición de un evento subjetivo del
orden de una castración.
Mucho más claro hubiera resultado si, en vez de hablar de “pulsión de muerte”, Freud
hubiera hablado de “pulsión de castración”, pues permitiría comprender más fácilmente que
en dicha pulsión se trata de la efectuación de un trauma en el registro del ser y no del cuerpo
real. Los fenómenos que llevaron a Freud a conjeturar la función de “desligadura”
(Entbindung) característica de los fenómenos de la repetición traumática, no se referían
centralmente a actos autodestructivos, sino al trauma psíquico, presente por lo general de
manera encubierta en el origen de los síntomas neuróticos tanto como en su repetición; incluso
en actos sintomáticos tan triviales como perder el paraguas o los anteojos, o en sueños en que
el soñante padece una situación adversa a su seguridad o su conveniencia, la dimensión
traumática del fenómeno es evidente. Cuando las cosas llegan al extremo de pasajes al acto
autodestructivos, el referente último a destruir sigue siendo el ser del sujeto: con el fin de
“desapare–ser” el sujeto borra de la escena su cuerpo o corta, arranca o lesiona una parte del
cuerpo o sus prolongaciones objetales que simbolizan a ese ser. De todas maneras, que
sustituyamos la noción de muerte por el concepto de trauma sólo nos permite precisar mejor
los términos del problema: pero ¿por qué el trauma es el referente último del goce?
En todos los casos, el sujeto que padece el trauma no es sino una mitad del sujeto, aquella
donde está implicada la consistencia imaginaria del yo inserta en las redes simbólicas de su
singular realidad subjetiva; mientras que la otra mitad del sujeto, desde donde parte el
impulso a la repetición traumática, queda “complacida” con la repetición traumática.
El goce, en sentido estricto, tal como lo encontramos definido en la obra de Lacan, se
erige como el gran enemigo del ser del sujeto y no de la vida real. A su vez, el ser tiene sus
propias aspiraciones libidinales.
La estructura imaginaria del yo y la organización narcisista del sujeto se constituyen en el
lugar del Otro, y el niño reconoce e identifica su ser corporal como siendo un objeto libidinal de
la madre. El estatuto lógico de todo objeto del deseo sólo puede ser comprendido por referencia
a la experiencia subjetiva de una carencia. Aunque el deseante nunca llegue a saber de qué
carece, la dimensión subjetiva de la falta —algo diferente de cualquier necesidad orgánica—
engendra el sentimiento de incompletud y la sed del complemento. A ese lugar de complemento
del ser materno es convocado el niño por el deseo de la madre y es allí donde adquiere su
primera identidad: ser el falo de la madre.
Las tendencias reguladas por la función del Eros se orientan, pues, en una búsqueda que
implica alcanzar la Bindung, la “ligadura” entre “el todo” (representado inicialmente por la
madre) afectado por una carencia y “la parte” faltante. El goce al que apunta el Eros estriba, en
último término, en la conquista imaginaria de la completud, la unificación, la totalización entre
el ser y el Otro. Pero lo que estamos definiendo con el término goce, en sentido estricto, no es
aquello hacia lo que se dirige el Eros sino lo opuesto, el goce articulado a la función primaria
de desligar, el goce en tanto portador del factor letal, el goce como agente separador universal.
Porque el ser se constituye simbólicamente como parte del Otro, la primera intrusión del goce
en el seno de los lazos eróticos adquiere la forma de la desaparición del ser.
El primer objeto que propone [el sujeto] a este deseo parental cuyo objeto [el falo] es
desconocido, es su propia pérdida19 –¿Puedes perderme?–. El fantasma de su muerte,
de su desaparición, es el primer objeto que el sujeto tiene que poner en juego en esta
dialéctica, y en efecto lo pone, por mil razones lo sabemos aunque solo sea por la
anorexia mental. También sabemos que la fantasía de su muerte es comúnmente
esgrimida por el niño en sus relaciones de amor con sus padres.20
Nuestra lectura del principio dualista en la perspectiva elaborada por Lacan nos lleva a situar
la estructura del deseo como vehículo de la Bindung, mientras que la pulsión es oficiante de la
Entbindung, de un corte que busca restituir algo separado. En esta perspectiva, el deseo
quedará adscripto bajo la égida de Eros, y la pulsion es pulsión de muerte o castración. Entre
ambos, se ubica la frontera donde se asienta la función de la angustia. El modelo dualista en
Lacan no confronta dos pulsiones sino que se refiere al contrapunto entre deseo y pulsión.
El sentido de la vida
Muchas madres se sienten con derecho a castigar a sus hijos si ellos, accidental o
intencionalmente, se lastiman. Los chicos aprenden desde muy temprano que no les está
permitido atentar contra su integridad física, su salud o su bienestar. Si evitan, por ejemplo, el
peligroso y tentador juego de poner los dedos en los agujeros del enchufe, no es para impedir el
golpe de la electricidad, sino el de los padres. La madre italiana, cuenta un conocido chiste,
amenaza a su hijo: “si te pasa algo te mato”. Mientras que la madre judía lo amedrenta
diciendo: “si te pasa algo me muero”. En los dos casos, cuidar la propia vida es, para el niño,
cuidarla siempre como propiedad del Otro.
La forma original y universal que adquiere la demanda materna dirigida a su cría es demanda
de presencia. El requisito de la vida es la condición de todo lo demás. La incorporación de esta
demanda en el niño, da lugar a la más primitiva conformación del superyó. Vivir, en el inicio, se
impone como un imperativo al sujeto que responde a la demanda de no faltarle al Otro. El
propio deseo del niño es el de ser aquello que le hace falta a la madre.
En el interior de esta primera estructura donde se constituye la realidad del sujeto, la
posibilidad de desaparición del yo se anuncia al sujeto como una doble amenaza: dejar de ser —
el falo—, y que el Otro pierda su objeto deseado. La pulsión llamada de muerte, desde el inicio,
ataca la ligadura imaginaria entre el sujeto y el Otro materno.
Como el derecho a la vida ocupa un primer plano en el reinado de la ley jurídica, poco
se advierte que proteger su vida, para el ser hablante, es algo que responde a la demanda
del Otro. Las sociedades modernas establecen que la vida de sus ciudadanos es un bien
que el estado debe tutelar, cuando no directamente un bien de Dios.
El vocablo “suicidio” es de aparición tardía —aproximadamente 1700—, y deriva de la palabra
inglesa homicidio. Anteriormente se utilizaban expresiones tales como “auto homicidio”, “auto
asesinato”, que denotaban la dimensión delictiva atribuida al acto. En el Concilio Vaticano de
Arlés del año 452, se calificó al acto de quitarse la vida como “obra del demonio”. En el Concilio
de Praga, unos años después, se establecieron sanciones penales para los suicidas que
sobrevivieran al intento. En Europa, durante el medioevo, el suicida estaba considerado como
un vil criminal. Los cadáveres de aquellos que habían transgredido esta prohibición eran
mancillados, sometidos a brutales degradaciones y arrojados a basureros públicos. En Francia,
hasta fines del siglo XIX, subsistían leyes de confiscación de bienes del suicida y prácticas de
difamación. En Inglaterra los sobrevivientes de un intento suicida fueron castigados con cárcel
y azotes… hasta 1962.21
Aunque no en todas las culturas ni en todos los períodos de una misma cultura la elección de
la propia muerte ha sido un acto tan sistemática y severamente castigado, la significación
pecaminosa del acto suicida está presente en todas las religiones cuando está desligada de una
finalidad religiosa o altruista. Lacan explica que, cuando el viviente ingresa al lenguaje, su vida
queda significada por el Otro, es decir, sujetada o sometida a las vacilaciones del deseo
del Otro. Consecuentemente, la muerte aparece para el sujeto parlante como el designio
de su libertad.
El goce no puede ser para nosotros sino idéntico a toda presencia del cuerpo. El goce
no se aprehende, ni se concibe sino por lo que es cuerpo.22
¿Dónde yace el goce? ¿Qué hace falta ahí? Un cuerpo. Para gozar hace falta un cuerpo.
Aun quienes prometen beatitudes eternas, no pueden hacerlo más que suponiendo que
ahí el cuerpo se vehiculiza, glorioso o no, tiene que estar. Hace falta un cuerpo. ¿Por
qué? Porque la dimensión del goce para el cuerpo, es la dimensión del descenso hacia
la muerte.24
La paradoja que plantea Lacan, por la cual “gozar del cuerpo”, es decir, gozar de la vida, puede
definirse como un descenso del sujeto hacia la muerte, se aclara si, como ya dijimos,
consideramos que la muerte en cuestión remite a la desconsistencia del ser y no a su condición
de viviente. Para alcanzar el goce de su cuerpo, el sujeto deberá ingresar en un campo exterior
al de la realidad subjetiva, o lo que es lo mismo, ausentarse del campo del Otro. Esta salida
hacia lo real conjuga el goce de la vida con la dimensión subjetiva de la muerte. Por ello
corregiremos la afirmación de Freud en este punto, para sostener que lo que él denominó
“pulsión de muerte” es aquello que en el ser hablante se relaciona más estrechamente con lo
que podemos llamar su instinto de vida (instinto y no pulsión), en vez de ser su antagonista.
En uno de los primeros Escritos, Lacan afirmó:
No es en efecto una perversión del instinto, sino esa afirmación desesperada de la vida
que es la forma más pura en que reconocemos a la pulsión de muerte.25
Reubicada la problemática general del goce en el ser hablante a partir de su relación a un goce
vital y lógicamente anterior al advenimiento del sujeto al mundo, nos preguntamos: ¿de qué
modo se establece la conexión entre estos dos órdenes heterogéneos, orgánico y subjetivo, si,
por definición, el cuerpo real no entra en la estructura del sujeto sino por medio de la imagen
del cuerpo y los efectos del significante?
Freud abordó la relación entre soma y psique postulando que era la pulsión la que ejercía la
función de conectora entre ellos. Lacan, por su parte, precisando el valor de la conjetura
freudiana, postulará que el empalme entre “carne y significante”, entre “naturaleza y cultura”,
no se asienta en la anatomía ni en el lenguaje, sino en un agujero real situado en la superficie
topológica del sujeto, aquel que Freud identificó como “el objeto profundamente perdido” y
que
Lacan escribió “a”. Es un conector estructural entre la vida y la subjetividad en la medida que
es real como el organismo y, al mismo tiempo, forma parte del campo del sujeto. Es una especie
de testaferro del goce del viviente en la superficie del sujeto.
Das Ding
Ya en sus primeras elaboraciones acerca de la génesis del aparato psíquico, Freud había
planteado la cuestión del goce perdido, del goce añorado como causa de toda búsqueda de
satisfacción. Conjeturó la existencia del tiempo mítico en la constitución del sujeto de una
“primera experiencia de satisfacción” coincidente con la primera mamada. El goce
experimentado, dijo, engendra la primera inscripción mnémica, y el objeto dador de satisfacción
permanece exterior al lugar de la inscripción, es decir, al aparato psíquico. Este objeto se
constituye entonces en la sede absoluta del goce a reconquistar, en el referente primordial de la
recuperación subjetiva del goce, y se comporta para el sujeto como un polo atractor de todas
sus tendencias. Freud afirmó que para el ser humano la búsqueda del goce es un intento de
repetir un goce ya experimentado y, en último término, recuperar (alucinatoriamente) la
primera huella perceptiva de la primera experiencia de satisfacción, equivalente al reencuentro
imposible del objeto profundamente perdido. En el Seminario VII, Lacan dice:
Das Ding, en efecto, debe ser identificada con el Wiederzufinden, la tendencia a volver
a encontrar, que para Freud, funda la orientación del sujeto humano hacia el objeto.26
Para Freud das Ding estaba ubicado afuera (Äusseres) del sistema de las Vorstellungen o
representaciones psíquicas. Sin embargo, posee propiedades que la distinguen de los objetos
del mundo externo, pues, aunque radicalmente ignorada, al mismo tiempo, mantiene una
íntima relación con el sujeto. No se trataría de un objeto de la realidad fuera del alcance de los
sentidos, sino de algo radicalmente incognoscible. Este registro de lo imposible de conocer es
la exacta definición lacaniana de lo real.
Que la Cosa esté excluida de la red de los signos y símbolos mnémicos significaba para Freud
que se situaba en el exterior del campo del sujeto. Lacan introdujo una reformulación
conceptual al estatuto de la Cosa al plantear que ella no es externa a la superficie topológica del
sujeto, sino que forma parte de ella. Postuló así un fundamento diferente en la comprensión del
estatuto del campo del goce cuyas consecuencias teóricas y clínicas son decisivas.
Por referir la primera experiencia de satisfacción al primer contacto del bebé con el pecho de
la madre, la Cosa de goce perdida queda ubicada por Freud como un referente materno. La
nostalgia por el goce experimentado por primera vez, orientaría al sujeto hacia un goce de
carácter incestuoso. Desde esta perspectiva, recuperar el goce perdido, quiere decir recuperar
el instante mítico de fusión entre el sujeto y el objeto materno. Estaríamos definiendo el
terreno de la búsqueda de una ligadura sexual. Para Lacan, en cambio, la Cosa (que escribe
simplemente con la letra “a”), es la pata real del sujeto que ingresa a la vida psíquica en calidad
de ausente de su estructura simbólica e imaginaria.
Das Ding localiza así esa parte mitad del sujeto donde éste aparece como desaparecido del
campo del Otro. El Otro queda así definido como un campo sin goce, donde el goce está en
falta. Dijo Lacan:
[…]aquello que, en mi discurso, yo aíslo y distingo como el goce, siendo el goce este
término que no se instituye más que por su evacuación del campo de Otro […].28
Se desprende así un principio básico: si para el ser alienado al lenguaje, el goce es lo que se
establece como excluido, ese goce solo podrá ser alcanzado recorriendo el camino inverso al de
pérdida inicial de la operación de alienación; lo realiza en el acto de repetir la exclusión
inaugural del campo del Otro, es decir, desapareciendo de la representación.
Un analista lo notó, a otro nivel, e intentó representarlo con un término que era nuevo,
y después nunca ha sido aprovechado en el campo del análisis: la afánisis, la
desaparición. Jones, que la inventó, la tomó por algo bastante absurdo, el miedo a ver
desaparecer el deseo. Ahora bien, la afánisis hay que situarla de una manera más
radical al nivel en el que el sujeto se manifiesta en ese movimiento de desaparición que
he calificado de letal. Incluso de otra manera, a ese movimiento le he llamado el
fading del sujeto.29
Este “a” en tanto que, aquí lo ven, representa, soporta, presentifica, al comienzo, al
sujeto mismo. 31
Aquí, la expresión “el sujeto mismo” realza la posición de Lacan que sostiene que la función
“sujeto” se sitúa siempre en la dimensión del corte afanísico con el Otro. A este sujeto lo escribe
con el matema . Pero también emplea el término “sujeto” para referirse a la otra mitad, el
sujeto sujetado en los efectos de sentido generados por el discurso del Otro.
En tanto real, el “a” sitúa estructuralmente al sujeto en tanto caído, excluido, forcluido,
separado del Otro y, al mismo tiempo, como la parte que falta al ser del sujeto. Por esta razón,
el goce, la Cosa de goce, se convierte en el operador estructural de la Entbindung.32 Por su
parte, la función de ligadura está centrada en la tarea de obturar el a–gujero y reunir las partes
separadas.
Es de esencia: pues el deseo viene del Otro, y el goce está del lado de la Cosa.34
Para realizar el deseo y conquistar el goce sería preciso al deseante ir más allá del mundo de las
representaciones de lo deseado, más allá de su realidad subjetiva y atravesar la frontera de la
angustia que lo separa de la Cosa. Esta trasgresión, sin embargo, ya no es asunto del deseo,
sino de la pulsión. La realización subjetiva del goce implica un acto transgresivo a la ley del
Principio del placer que es la ley del deseo.
Saben ya por cierto número de abordajes, y especialmente el que realicé en aquel año
[1960, el seminario de la Ética], que a ese goce es preciso concebirlo tan míticamente
que deberíamos situar su punto como profundamente independiente de la articulación
del deseo, esto porque el deseo se constituye más acá de esa zona que separa uno de
otro, goce y deseo, y que es la falla donde se produce la angustia.35
Por estar causado por la Cosa pero orientado hacia objetos sustitutos, el deseo contiene un
límite interno respecto al goce y adquiere el carácter de una defensa contra él.
CAPÍTULO 4.1
El campo central del goce
El problema del goce, en tanto éste se presenta como hundido en un campo central de
inaccesibilidad, de oscuridad, de opacidad, en un campo cercado por una barrera que
hace difícil su acceso, tal vez imposible, en la medida que el goce se presenta no pura y
simplemente como la satisfacción de una necesidad, sino como satisfacción de una
pulsión, en la medida que este término necesita la elaboración compleja que trato de
articular ante ustedes.36
En este pasaje Lacan hace referencia a los dos sentidos de la palabra “goce” que hemos
distinguido. Un sentido objetivo: el goce “se presenta como hundido en un campo central de
inaccesibilidad, de oscuridad, de opacidad”, es decir, el lugar topológico de la Cosa; y un
segundo sentido que se refiere a una experiencia subjetiva alcanzada específicamente en la
“satisfacción de una pulsión”.
En sus primeros seminarios, Lacan se dedicó a distinguir tres grandes categorías vinculadas
a la tendencia: necesidad, demanda y deseo. La pulsión no figura en esa tríada ni se identifica
con ninguna de las tres. Por esa época, lo concerniente a la satisfacción de la pulsión era
mencionado como “el más allá del deseo”. Ahora bien, en el pasaje del Seminario VII que
estamos analizando introduce una definición crucial: la pulsión obtiene su satisfacción al
penetrar en ese “campo central” incognoscible y transgrediendo el cercado impuesto por la
defensa. Dado que el mencionado campo oscuro e inaccesible es donde está alojada das Ding,
se deduce que la pulsión se satisface en el “encuentro”, definido como imposible, del sujeto con
la Cosa de goce.
Lacan define el lugar topológico de la Cosa como el “campo central del goce”, alojada en la
más extraña intimidad del sujeto. Este campo del goce, lo real primordial del sujeto, está
protegido por el Principio del placer.
La función misma del Principio del placer es algo que se impone a la transferencia de
cantidad [de energía] de Vorstellung en Vorstellung, para que siempre la mantenga en
la periferia, a cierta distancia de eso alrededor de lo cual en suma gira, ese objeto [das
Ding] a reencontrar… Ese retorno es una suerte de retorno mantenido a distancia.37
El Principio del placer gobierna la búsqueda del objeto [das Ding] y le impone sus
rodeos, que conservan su distancia en relación a su fin.38
Lo que está en juego en la pulsión se revela por fin aquí; el camino de la pulsión es la
única forma de trasgresión permitida al sujeto con respecto al Principio del placer. El
sujeto advertirá que su deseo es sólo un vano rodeo que busca pescar, enganchar el
goce del Otro, por cuanto que al intervenir el Otro, advertirá que hay un goce más allá
del Principio del placer.39
La ley del Principio del placer se conjuga con la ley del deseo del Otro. Pero hay otra ley de un
orden diferente, la ley de repetición de lo real, cuyo dispositivo de base es la pulsión. En el
Seminario XI, Lacan explica:
Lo real se distingue, como dije la última vez, por su separación del Principio del Placer,
por su desexualización, por el hecho de que su economía, en consecuencia, admite algo
nuevo, que es precisamente lo imposible.40
En el mismo seminario profundiza el vínculo entre lo real, como lugar de lo imposible, con la
Befriedigung del sujeto alcanzada a través de la pulsión:
Esta satisfacción es paradójica. Cuando la miramos de cerca, nos damos cuenta que
entra en juego algo nuevo, la categoría de lo imposible, la cual es, en los fundamentos
de las concepciones freudianas, absolutamente radical. El camino del sujeto –para
pronunciar aquí el término sólo en relación al cual puede situarse la satisfacción–, el
camino del sujeto pasa entre dos murallas de lo imposible.41
Una primera muralla es subjetiva, sitúa el goce como una dicha excepcional de la cual el sujeto
se encuentra privado y considera imposible de conquistar. Aquí, la imposibilidad se traduce
como impotencia subjetiva. “Es demasiado para mí”, “eso no es posible” dirá el neurótico
cuando pone su mira detrás de la frontera. La segunda barrera de lo imposible es de estructura:
la Cosa es lo imposible de apresar, imposible de hacerla entrar en la realidad simbolizada. El
ser hablante teme cuando se aproxima demasiado a ese “más allá”, pues intuye que allí hay
algo desconocido, peligroso, sin límites, loco. A veces, cuando un acto lleva al sujeto más allá de
la realidad fantasmática, el fugaz encuentro del sujeto con su real de goce le genera una
sensación de extrañeza: “¡No puedo creerlo!”, “¡Me parece imposible!”
Hay una diversidad de campos de recuperación del goce dentro del Principio del placer. El
resorte que orienta su multifacética búsqueda se sostiene en la aspiración general de remediar
una carencia, llenar alguna falta; se traduce subjetivamente como “lo que hace falta”. Este
“goce que hace falta” se presenta habitualmente como un imperativo al que el sujeto no debe
faltar, porque si falla allí, lo cual sucede cuando goza con “lo que no hace falta”, queda en falta
con el Otro. Gozar, en sentido estricto, se refiere a “el goce que no hace falta”, el que se
presenta como un exceso, el que no tiene ninguna utilidad, goce liberado de la atadura a la
demanda del Otro. Por ello, la realización de este goce conlleva una pérdida narcisista en la
medida que el sujeto se excluye de tapón de la falta en el Otro y queda en posición de
inservible. El “goce que no hace falta” constituye un extravío a la exigencia neurótica de
asegurar el goce del Otro. Por ello se lo imagina como un goce pernicioso, con el rostro del
exceso, perjudicial, fuera de lo esperable.
La categoría lacaniana de “goce del fantasma”, sostén central de la ilusión del goce del Otro,
está inscripta en la lógica del Principio del placer.
Llamativamente se trata de una referencia conceptual que inunda la literatura lacaniana
sobre el goce y muchas veces es considerada como “el Goce”. Para Lacan, sin embargo,
constituye una variante defensiva frente a lo que estamos precisando como goce en sentido
estricto.
Los fantasmas representan para nosotros la misma barrera con respecto al goce […].42
La mujer sabe un poquito más que nosotros en lo que concierne al hecho que el
fantasma y el deseo son precisamente barreras al goce.43
CAPÍTULO 5.1
Las pulsiones parciales y sus objetos
Desde el momento en que se sabe, que algo de lo real llega al saber, hay algo perdido
[la Cosa], y el modo más certero de abordar ese algo perdido es concebirlo como un
pedazo de cuerpo.46
La expresión “pedazo de cuerpo” es solo metafórica, ya que si bien puede resultar apropiada
para designar la estructura anatómica del pecho o las heces, resulta poco clara en lo
concerniente a la mirada y la voz. Lo que importa es que estos objetos están lógicamente
implicados como partes escindidas o escindibles del cuerpo del sujeto. Incluso en lo
concerniente al pecho.
Una parte del cuerpo puede erigirse en representante del objeto perdido en la medida que
haya una línea de corte por donde la parte pueda desprenderse. A su vez, estos objetos
mantienen una estrecha vinculación con ciertos orificios anatómicos de la superficie corporal
que sirven de soporte para la localización de una falta o una falla en la imagen especular. En
estos agujeros (boca, ano, cavidad ocular, tubo auricular) Lacan enseña a reconocer la función
esencial de las llamadas, por Freud, “zonas erógenas”, a las que definió como la “fuente” y la
sede del goce pulsional. Hay una vinculación lógica de complementariedad entre la partecita
separada de la superficie corporal y el agujero que da testimonio de una falla en ella.
Ahí está el hueco, la hiancia que de entrada llenarán sin duda, cierto número de
objetos que, en cierto modo, están adaptados de antemano, hechos para servir de
tapón.47
El primer objeto que el sujeto eleva a la función de objeto parcial es el pecho. Desde un punto
de vista anatómico, el pecho no forma parte del cuerpo del niño sino de la madre. Sin embargo,
Lacan destacó el hecho de que, durante la fase de la lactancia, el niño toma el pecho como una
parte de sí mismo, algo propio que está asentado en el cuerpo de la madre.
De un lado están el niño y la mama, y que la mama, en cierto modo, está adherida a la
madre, implantada sobre ella; esto es lo que permite a la mama funcionar
estructuralmente a nivel del “a”.
En el caso del objeto oral podemos reconocer no una, sino dos líneas de corte: aquellas líneas
que circunscriben los labios de la boca por donde se produce la unión y separación entre el
niño y el pecho, y la línea virtual por donde se sostiene el enganche del pecho al cuerpo de la
madre. El sujeto, identificado al objeto, se capta a sí mismo como pegado a la madre; podrá
rechazar o tragar ese objeto con el fin de despegarlo de allí.
En una perspectiva diferente la concepción de Freud acerca de la estructura de la pulsión oral
se asienta en la idea de que el pecho es un representante de la madre y no del sujeto. En 1923,
algunos años después de haber introducido el último modelo dualista de las pulsiones, retomó
en “El Yo y el Ello” la génesis de la pulsión sexual en estos términos:
El niño lleva muy tempranamente una carga de objeto que recae sobre la madre y tiene
su punto de partida en el seno materno49
El objeto oral es postulado aquí como un sustituto del cuerpo de la madre. Esto propone que
habría continuidad entre gozar de la parte (pecho) y gozar del todo (madre), punto en que se
sostiene la definición freudiana acerca de la naturaleza incestuosa del goce pulsional. Otra
perspectiva teórica surge si entendemos que, dirigiéndose al seno, el sujeto no apunta al Otro,
sino a esa parte de sí mismo ligada al Otro y que el ejercicio de la pulsión permite desprender.
Hasta tal punto le resultaba importante a Lacan aislar el estatuto y la función lógica de los
“objetos a” de las pulsiones como efecto de un desdoblamiento interior al ámbito del sujeto, que
reinterpretó de manera completamente original el simbolismo castrativo que se articula en el
trauma del nacimiento. Es indiscutible, como ya lo había adelantado Freud, que el parto implica
el desprendimiento de algo que formó parte del cuerpo materno y simboliza, por consiguiente,
una castración para la madre. Lacan retoma esta afirmación, pero desdobla el análisis al
considerar la singularidad del tipo de corte que el nacimiento implica para el niño. Lo que el
niño pierde al nacer, dice, no es su unión con la madre, sino con la placenta, esa suerte de
caparazón envolvente alojado en el interior del cuerpo de la madre al cual el feto estuvo unido
hasta el parto. Lejos de afirmar que el recién nacido disponga de un aparato subjetivo para
registrarlo y menos para simbolizar con ello alguna castración, Lacan sostiene que dicho
acontecimiento constituye un modelo sobre el que se asienta la más profunda simbolización del
objeto perdido, perdido del campo del Otro.
En otras especies animales el huevo se desprende del recinto materno antes del momento del
nacimiento; la gallina, podríamos decir, pierde su objeto mucho antes que, con el nacimiento, el
pollito se separe del huevo. Son dos cortes y no uno.
El bolo fecal se ajusta de una manera más natural para representar un objeto separable del
cuerpo del sujeto y ubicado en un espacio transaccional con el Otro. El valor que el excremento
adquiere en la economía libidinal no está dado por la función fisiológica, sino porque ese
excremento es demandado por el Otro. Durante el período de la educación de esfínteres la
madre le demanda que lo retenga y luego que lo expulse en un tiempo reglado por ella. El
objeto fecal, que es parte del sujeto, ingresa así bajo el control y dominio del Otro; es él y al
mismo tiempo pertenece al Otro. El deseo anal se edifica como deseo de retener, controlar y
poseer el objeto; el punto de corte se manifiesta centralmente en la pérdida del control
esfinteriano sobre el que se apoyan múltiples metáforas referidas a la antesala del goce
pulsional, como el temor al desborde, al descontrol, al empuje irrefrenable, etcétera.
Para indagar acerca de la génesis del objeto de la pulsión escópica, nos remitimos
nuevamente al momento de la constitución de la imagen especular. El sujeto se captura como
cuerpo unitario en el campo del Otro al amparo de la mirada del Otro. Se instituye como objeto
mirado desde un lugar diferente de aquel desde donde se mira. Por este hecho su mirada queda
separada, elidida de su imagen especular. Así se produce el desdoblamiento entre el lugar
donde el sujeto se reconoce a sí mismo como objeto mirado, y la propia mirada escindida de la
unidad imaginaria. Caído del campo de lo visible, el objeto mirada circunscribe un punto ciego
para el Otro. En una dirección, el sujeto puede aportar su mirada para tapar el agujero en el
Otro, y en otra, toda afirmación del “punto de vista” del sujeto está destinada a ejercer una
función separativa en el campo escópico.
La alienación del sujeto al lenguaje se teje a través del discurso concreto expresado a viva voz
por el Otro. Este hecho determina la antecedencia lógica de la voz del Otro en la asunción, por
parte del sujeto, del ejercicio de la palabra hablada. La voz queda recortada como una pieza
intermediaria entre el sujeto y el Otro. Se manifiesta fundamentalmente como una voz intima, la
voz de la conciencia, experimentada como ajena, imperativa, que reclama obediencia,
convicción y sometimiento. La voz del superyó funciona como el soporte de la consistencia
imaginaria del Otro y, desde allí, ejerce su función de ligadura. Cuanto más incuestionable y
sometedora se presente la voz del mandato, más solidamente queda el sujeto sujetado al Otro,
al goce del Otro. Por ello, en los momentos de caída de este objeto, el vacío que se revela en el
lugar del Otro confronta al sujeto con el más profundo sentimiento de desamparo. En sus
últimas obras Freud subrayó que en la alianza entre el yo y el superyó reside la más importante
resistencia a la finalización de la cura analítica. Lacan agregó que dicho final sólo es posible en
la medida que se efectúe la evacuación definitiva de la función de la voz como tapón de la
castración en el Otro.
Como habíamos anticipado, en la lista de objetos pulsionales confeccionada por Lacan no
figura el pene, aunque también tiene el estatuto de “objeto a”. Pero en este caso se introduce
una variable: del mismo modo que los objetos pulsionales, el pene es un apéndice, una parte
recortada del cuerpo, pero sólo en el varón. El orificio que cierne la zona erógena
correspondiente no está localizado en su propio cuerpo, sino en el de la nena. Por eso, en el
nivel de la organización genital, el pene en tanto objeto parcial ingresa en una dialéctica
diferente a la que caracteriza al circuito de las pulsiones parciales. En la fase fálica la pieza
separada y el todo al que esa parte le falta se complementan en el espacio de la relación entre
dos cuerpos de sexos diferentes. Es el momento en que se instituye el campo subjetivo
reservado a la relación sexual del sujeto con el Otro sexo. En esa relación los roles están
repartidos: el varón se identifica con el apéndice fálico que aporta el complemento faltante al
cuerpo de la mujer, quien, dentro de esta lógica fálica, encarna el lugar del Otro. Esta cuestión
será retomada más adelante. Por el momento, ahondaremos en la estructura y circuito de las
pulsiones parciales.
CAPÍTULO 6.1
Recuperación del goce perdido y repetición de la pérdida
de goce
El circuito de la pulsión
Los objetos “a” de las pulsiones están destinados a cubrir el lugar vacío que ocupa la Cosa de
goce perdida. Ellos encarnan lo que quedó deyectado, lo caído, lo ausente, para dar cuerpo al
goce perdido. El objeto de la pulsión se comporta como un equivalente del goce perdido pero, al
asumir esa función, muta la naturaleza del goce en cuestión: la Cosa a–sexual se re–presenta
como objeto sexual. La posesión o usufructo del objeto señuelo, es decir, en el decir de Freud, lo
concerniente al registro del “hallazgo del objeto”, se inscribe en un campo sexual del goce. Pero
este hallazgo del objeto no sitúa el punto por donde la pulsión alcanza su fin. Circunscribe una
faceta de la pulsión, la cara sexual y engañosa de la pulsión de muerte.
En un intento por aportar a su audiencia un soporte imaginario para comprender el circuito
de la pulsión, en el transcurso del Seminario XI, Lacan hizo un gráfico que reproducimos con
inclusión de algunos términos a fin de aclarar el desarrollo posterior.
El circuito dibujado indica que la pulsión en la primera parte de su recorrido se dirige hacia el
“objeto a”, el semblante sexual del “a”. Más la pulsión no se detiene allí, y prosigue su
recorrido. Nuevamente, Freud aporta una clave para dilucidar el problema cuando afirma que
la pulsión parcial no se satisface con el objeto parcial, sino cuando retorna al punto de donde
partió; es decir, a su fuente emplazada en la zona erógena correspondiente. O sea que el objeto
pulsional constituiría una especie de pretexto para alcanzar finalmente el “placer de órgano”
en el propio cuerpo. Por esta característica, definió el goce pulsional como “autoerótico”
¿Cómo entender esta indicación freudiana? El gráfico del recorrido de la pulsión
confeccionado por Lacan reafirma el circuito planteado por Freud:
Pero, como de costumbre, Lacan introduce en la lectura de Freud una torsión teórica de
importantes consecuencias. La pulsión, acuerdan ambos autores, alcanza su fin al volver a su
fuente (Quelle). ¿Se trata de una modificación a la hipótesis sobre la que veníamos
trabajando, puesto que Lacan había sostenido que el fin de la pulsión era alcanzado a nivel de
das Ding? Y la Cosa no tiene ninguna localización anatómica.
A diferencia de Freud, que destacó el valor de la zona erógena acentuando las propiedades de
alta sensibilidad al placer corporal localizado, Lacan señaló que el rasgo esencial de toda zona
erógena lo aporta el agujero que circunscriben, y su valor en el goce reside en sus propiedades
lógicas y no fisiológicas.
Lo que sabemos y que he articulado es que en la pulsión interviene lo que en la
topología se llama “estructura de borde”; es la única manera de explicar algunas
huellas. Vale decir que lo que allí funciona es esencialmente algo que siempre es
caracterizado groseramente por orificios donde se encuentra la estructura de borde.51
Aunque son muchos los accidentes o hiancias de la geografía corporal que pueden desempeñar
el papel de borde, los agujeros que esos bordes circundan son topológicamente iguales entre sí,
y cualquiera de ellos contiene los requisitos lógicos para “presentificar” de manera real el
agujero central que ocupa la Cosa en la superficie del sujeto. Así, al regresar a la fuente, la
pulsión se encuentra con un orificio real, un apéndice de la Cosa. El sujeto es “sensible”, por así
decir, a la función lógica del agujero. No es la plenitud del cierre que aporta el objeto
complementario, sino el encuentro del sujeto con el vacío, aquello que señala la especificidad
de la satisfacción subjetiva que conlleva la pulsión.
Como no ver que no hay nada más fácil, que ver la pulsión satisfacerse fuera de su fin
sexual.53
A dar vueltas en torno a estos objetos (pecho, heces, etc.) para en ellos recuperar, en el
restaurar su pérdida original, es a lo que se dedica esa actividad que llamamos pulsión,
Trieb.54
El punto central, aunque oculto, donde se articula la función lógica del objeto de la pulsión en la
satisfacción que le concierne reside en que, para recuperar el objeto profundamente perdido, la
pulsión requiere “repetir una pérdida”. Lo que se pierde es la promesa de goce sexual que
sostiene el “objeto a”. El fin último de la pulsión es algo bien diferente de gozar sexualmente del
objeto señuelo: apunta a que el semblante sea tragado, destruido, expulsado, perdido de vista,
silenciado; que el objeto sexual se desvanezca de la escena donde sirve a la función de tapón de
la falta. El tapón cae y deja sin velos un vacío real. El instante “de la pérdida” del objeto señuelo
abre paso al encuentro del sujeto con lo real.
Habíamos subrayado dos rasgos esenciales del “objeto a”: que representa al sujeto y que es
amboceptor. En consecuencia, el momento de caída del objeto simboliza al mismo tiempo la
desaparición del ser del sujeto de la escena sexual, y por consiguiente una separación con el
Otro.
El conocido juego del Fort-Da, que le sirvió a Freud como ilustración del modo de operar de la
pulsión de muerte, nos muestra en forma prístina la manera en que la desaparición del “objeto
a”, encarnado en el carretel, interviene en la operatoria de la pulsión. Al hacer desaparecer del
campo escópico su pequeño objeto con cada lanzamiento, el niño ponía en acto su propia caída
del mundo gobernado por la madre. Esta última dimensión del juego fue consignada por Freud
en una nota al pie de página: el día que descubrió que logró hacer desaparecer su imagen del
espejo donde podía mirarse tal como era visto por el Otro, le expresó exultante a su madre
“nene Fort”. Borrarse de la escena por intermedio de la desaparición del objeto parcial
constituye el fin de goce pulsional, que, en este juego del carretel, se alcanza de manera
sublimada. Se trata en el fondo, como alegó Freud, de repetir un acto de separación con la
madre.
El matema de la pulsión: D
En su apuesta por trasladar los conceptos del psicoanálisis a una escritura lógica Lacan elaboró
el matema de la pulsión a lo largo de su quinto seminario: D, que leemos “sujeto barrado
losange demanda”.
Que haya desarrollado sólo una fórmula para la pulsión pone nuevamente en evidencia que
desecha la concepción freudiana del dualismo pulsional.
La letra D, a la derecha de la fórmula, designa el conjunto de los significantes de la demanda
del Otro primordial, ya incorporados, integrados en el sujeto. Podríamos traducirlo así: “me
pido lo que me demandas”. Este enunciado debemos articularlo con la dimensión del deseo,
pues el Otro, inicialmente la madre, articula en términos de demanda su deseo de falo. Por lo
tanto, podemos traducir el alcance de la letra D del matema de la pulsión con la fórmula: “yo
me pido lo que tú me quieres”, lo que a su vez implica “tú me quieres lo que a ti te falta”. La
respuesta adecuada, complaciente, del sujeto a esta demanda lo lleva por los carriles de su
alienación al deseo del Otro. Insistimos, no es ésta la repuesta pulsional. El deseo es el deseo
del Otro, pero la pulsión es del sujeto barrado.
El símbolo del medio, losange, indica la relación lógica entre la D que viene del Otro y la
respuesta pulsional del sujeto; ésta última figura en el matema con la , que se lee “sujeto
barrado”. La barra sobre el sujeto indica que esa respuesta pone en juego su desvanecimiento o
borramiento del lugar al que lo convoca la demanda; es decir que se desvanece su consistencia
imaginaria de semblante de “a” de la madre. Esta operación de corte indica el punto donde se
realiza el fin de la pulsión.
Lacan nos propone leer en el símbolo del losange la articulación lógica de estos términos
del matema de la siguiente manera: a) La mitad inferior del rombo es correlativa de la
operación de “alienación” al significante, uno de cuyos efectos está consignado por la letra D;
b) La mitad superior designa la operación de “separación”. Es la que introduce el factor letal,
sello específico del acto pulsional.
Lejos de identificar el goce de la pulsión con la satisfacción de la demanda materna, como lo
han hecho muchos autores, nuestra lectura de Lacan, tanto como nuestra comprobación clínica,
nos permite afirmar que, por medio de la pulsión, el sujeto dice “No” a la demanda del Otro. No
lo dice en palabras, lo lleva a cabo poniendo en acto su propia desaparición. La notación
dentro de la fórmula de la pulsión no significa entonces que el sujeto queda fagocitado por la
demanda materna, como suele decirse (lo que implicaría la consumación del incesto). Por el
contrario, la barra sobre el sujeto indica que éste se sustrae del campo del Otro. La afánisis del
sujeto es el modo más elemental de que dispone el sujeto para poner coto a la demanda de goce
del Otro. Ciertas expresiones casi infaltables en momentos en que el sujeto se siente abrumado
por la demanda del Otro, traducen aquello que efectuaría el acto pulsional: “¡trágame tierra!”,
“¡me voy a la mierda!”, “¡no me van a ver más el pelo!”…
Podemos hacer dos lecturas concordantes del matema de la pulsión. Por una parte, la
fórmula escribe la “estructura” original en la que el sujeto, en el mismo movimiento por el cual
apareció en el lugar del Otro como significante (D), aparece al mismo tiempo en lo real, “a”,
desaparecido del campo del Otro ( ). A su vez, la fórmula de la pulsión escribe la “operación
de repetición del corte original”; el sujeto capturado por la demanda repite su propia pérdida,
reproduce el momento constitutivo de caída en lo real. El ejercicio de la pulsión es desunir lo
que el lenguaje liga.55
Dado que el sujeto se instaura como caído del campo del Otro, toda aparición posterior del
sujeto en el lugar del Otro repetirá el modelo de su aparición afanísica original. Una y mil veces
Lacan insistió:
Esto es lo que hay en esa relación del sujeto al significante, este impasse esencial,
como acabo de formular: no hay otro signo del sujeto que el signo de su abolición como
sujeto.56
Por ello Lacan planteó que el suicidio constituye el modelo paradigmático, absoluto, radical, al
que apunta todo acto. Esta afirmación pierde su carácter tenebroso si traducimos la palabra
“suicidio” por “afánisis” del ser del sujeto. El pasaje al acto suicida sería un caso particular e
indica que hubo algún corto circuito en los procesos de simbolización; para arrebatar su ser,
férreamente apresado al servicio del Otro, pasa al acto destruyendo su condición de viviente.
El goce pulsional implica una salida subjetiva de la alineación.
Podemos imaginarnos al sujeto de la pulsión como un sujeto mudo, un sujeto que no se sirve
de la palabra para realizar su acto. La respuesta pulsional equivale a una retirada del sujeto
hacia el silencio y la soledad absoluta. Cuando la pulsión hace alianza con el síntoma, éste le da
letra al sujeto para introducir la hiancia de su verdad en el lugar del Otro. Otra modalidad de la
que dispone el sujeto para decir “No” a la demanda del Otro.
El trauma psíquico designa una herida en la superficie imaginaria del yo. A su vez, una herida
real en el cuerpo también se inscribe como un trauma narcisista. De este modo, una lesión
corporal provocada por un accidente fortuito o el desgarro subjetivo ocasionado por la pérdida
de un ser amado por ejemplo, resulta luego capturada como modelo prototípico y puesta al
servicio de la compulsión repetitiva para repetir un acto de satisfacción pulsional. Así, por
ejemplo, la temprana pérdida de un diente a causa de un golpe retorna en un sueño a edad
adulta para realizar simbólicamente la separación del cónyuge.
En el año 1968, durante la primera clase del seminario llamado “De otro al Otro”, Lacan
introdujo el concepto plus de jouir, traducido alternativamente como “plus de gozar” o “plus de
goce”. Esta expresión no designa una nueva categoría del goce, sino una nueva manera de
nombrar el goce en sentido estricto, cuyo fundamento es el goce pulsional.
Usaremos la expresión “plus de goce” para referirnos al lugar topológico donde ese goce se
localiza, el “a”, el consabido campo central del goce, y emplearemos la expresión “plus de
gozar” para referirnos al plus de jouir como experiencia subjetiva articulada a la realización
del fin de la pulsión.
Con esta nueva versión, Lacan aportó una mayor precisión a la función de la pérdida en el
acceso al goce. Al subrayar que en el ser hablante la repetición de un evento traumático, de una
falla o de un fracaso, es el camino obligado para alcanzar su real, puntualizó que el acceso al
goce está estructuralmente implicado en la función de la pérdida. Las lágrimas, de vez en
cuando, nos informan de ello.
En estas citas Lacan articula la repetición del goce con la pérdida de goce. Evidentemente, no
es el mismo goce el que se repite y el que se pierde. La siguiente cita presenta la misma
relación desde otro ángulo:
Ese saber es medio de goce y, lo repito, cuando trabaja, lo que produce es la entropía,
y esta entropía es el único punto regular, el punto de pérdida por donde tenemos
acceso al goce.60
Como los brazos de una balanza, cuando un extremo sube, el otro baja. El acceso al plus de
goce implica un fracaso del Principio del placer o a la inversa, un funcionamiento exitoso del
Principio del placer conlleva una renuncia al plus de goce.
Un alcance diferente tiene la siguiente frase de Lacan, paradójicamente elevada por muchos
analistas como principio de su accionar:
[…]es preciso que el goce sea perdido para que pueda ser recuperado según la ley del
deseo.61
¿Por qué es tan fácil de olvidar? Es sobre lo que insistiré siempre, está ahí [en la
Befriedigung] todo el resorte de lo satisfactorio, en lo que por otra parte
subjetivamente se traduce como castración.62
[…]goce único, unario, unificante, se trata propiamente de lo que hace uno del goce en
la conjunción de sujetos de sexo opuesto, es decir sobre lo que insistí el año pasado
marcando que no hay realización subjetiva posible del sujeto como elemento, como
partenaire sexuado en lo que él imagina como unificación en el acto sexual.64
En esta cita se articulan dos postulados: a) la meta del goce sexual estriba en la conquista
imaginada de la unidad entre dos seres de diferente sexo, y b) dicha meta de goce es imaginaria
y por consiguiente no se consuma nunca. ¿Se deduce de ello que el acto sexual es
estructuralmente insatisfactorio? ¿Y el orgasmo? ¿No sitúa el punto de agotamiento de la
demanda y vaciamiento del deseo? ¿No se emplaza allí el campo anhelado del goce fusional? La
respuesta de Lacan fue clara: la unificación gozosa figura como horizonte de la búsqueda
sexual, pero el orgasmo no es el goce fusional esperado:
Entonces convendría mirar dos veces antes de hacer equivaler el orgasmo y el goce
sexual.65
Pero esto no tiene absolutamente nada que ver con la cuestión de la relación sexual,
por cuanto es muy seguro que, en el ser parlante, hay alrededor de esta relación, en
tanto fundada sobre el goce, un abanico totalmente admirable en su despliegue, y que
dos cosas resultaron puestas en evidencia, por Freud y por el discurso analítico, es que
toda la gama del goce, quiero decir todo lo que se puede hacer tratando
convenientemente a un cuerpo, incluso su cuerpo, todo esto, en cierto grado, participa
del goce sexual. Pero el goce sexual mismo, cuando quieren ponerle la mano encima, si
puedo expresarme así, ya no es para nada sexual, se pierde.66
En este “se pierde” encontramos un indicio seguro de la vinculación del orgasmo con la función
del plus de goce o, lo que es lo mismo, el punto por donde se pone de manifiesto la
desintrincación entre la sexualidad y la pulsión.
¿Como es vivida la cópula entre el hombre y la mujer? Esto nos lleva a [situar] la
función de la castración, es decir, al hecho de que el falo es más significativo por su
caída, por la posibilidad de ser objeto caído, que por su presencia; esto es lo que
designa la posibilidad de la castración en la historia del deseo.68
La función, si se puede decir ideal e ingenua del orgasmo, para quien quiera que
intente definirla a partir de datos introspectivos, es este corto momento de
aniquilación, momento por otra parte puntiforme y fugitivo, que representa la
dimensión de todo lo que puede ser el sujeto en su desgarramiento, en su división, que
este momento del orgasmo se sitúa.69
Con esta tesis, Lacan sentó las bases de un verdadero estallido en la noción de sexualidad: el
orgasmo, cima del goce considerado sexual, constituye una experiencia subjetiva de castración
o de muerte, una petite morte:
[…]por la función del goce precisamente sexual en tanto que éste aparece como esa
especie de punto de espejismo del cual en algún lugar Freud mismo da la nota como
del goce absoluto. Pero es que precisamente no lo es, absoluto. No lo es en ningún
sentido, porque, como tal, está destinado a esas diferentes formas de fracaso que
constituyen la castración.70
El psicoanálisis nos confronta con esto, que todo depende del punto pivote que se
llama goce sexual […] que resulta no poder articularse en un acoplamiento poco
prolongado, aun fugaz, más que exigiendo encontrar esto que no tiene otra dimensión
que la de “lalengua” y que se llama castración.71
Que el goce, entre nosotros el orgasmo, coincida con la puesta fuera de combate o la
puesta fuera de juego del instrumento por la detumescencia, es algo que bien merece
no ser tenido por algo que está, como se expresa Goldstein, la Wesenheit, en la
esencialidad del organismo.72
El punto de corte por donde el sujeto tiene acceso al plus de goce se apoya en la pérdida de la
función subjetiva de enganche entre el sujeto y el Otro que tiene el falo.
La angustia y el goce
Habiendo señalado la función capital que tiene la pérdida del objeto fálico en el orgasmo, no
podemos dejar de deducir que dicha experiencia subjetiva se corresponde puntualmente con el
“momento traumático” de la angustia en su más plena expresión de angustia de castración.
El año pasado he insistido sobre todo esto, que todo lo que Freud ha dicho nos muestra
que el orgasmo no es solamente lo que los psicobiologicistas de su época han llamado
el mecanismo de la detumescencia. Es necesario saber articular que lo que cuenta del
orgasmo representa exactamente la misma función, en cuanto al sujeto, que la
angustia. El orgasmo es en sí mismo angustia, por cuanto por una hendidura contra el
deseo, queda [el deseo] radicalmente separado del goce [del plus de goce].74
En varios momentos de su enseñanza, Lacan afirmó que la señal de angustia es una reacción
en el yo ante la presencia del deseo del Otro. Esto fácilmente nos conduce a deducir que lo
temido por el yo sería quedar absorbido en el Otro. Desde esta óptica, la angustia queda
definida, según una fórmula de Oscar Masotta, como “la posibilidad de la imposibilidad del
corte”. Esta comprensión, que parece ajustarse a la observación de muchos fenómenos, se
contradice con la explicación central que dio Lacan del mecanismo de la angustia, la de ser una
señal ante la posibilidad de un encuentro con lo real, lo desligado. A nuestro juicio, el resorte
de la angustia no puede comprenderse sino como el temor del yo a perder su ligadura con el
deseo del Otro, o sea, simplemente temor a una castración y no ante una posible fusión. Por
ello, y aunque encontramos afirmaciones contradictorias de Lacan en torno al mecanismo de
la angustia, nos inclinamos por definirla como una “reacción del yo ante la posibilidad del
corte”. La angustia, como decía Freud, se desencadena ante el empuje de la pulsión, porque,
agrega Lacan, ella entraña el peligro de la castración. Si la clínica nos muestra muchas veces
que la angustia emerge cuando el sujeto experimenta haber quedado sin recursos a merced del
goce del Otro, es precisamente porque esa situación despierta en él la pulsación de lo real
como recurso para borrarse de su sujeción.
Desde esta perspectiva, Lacan se preocupa por dilucidar la relación entre el orgasmo y el
momento traumático de la angustia:
Si la función del orgasmo puede alcanzar esa eminencia, ¿no será porque en el fondo
del orgasmo realizado hay algo que llamé la certeza ligada a la angustia?, ¿no será
porque en la medida en que constituye la realización misma de lo que la angustia
indica como localización, como dirección del lugar de la certeza, que el orgasmo de
todas las angustias es la única que realmente se completa?75
Para abonar su tesis, Lacan recurrió también a los primeros estudios de Freud acerca de las
perturbaciones de la función sexual en la neurosis de angustia y neurastenia:
El goce sexual en tanto fálico, se encuadra lógicamente como un goce preliminar, preliminar
de una fusión que no se consuma jamás. Lo que se consuma es el fracaso de la relación sexual
y el acceso a la función del plus de goce.77
Este pasaje contiene algunas ambigüedades que conciernen al nudo teórico de este capítulo.
Nos referimos al lugar que oficia el Otro en las producciones del inconsciente. El síntoma
neurótico, dijo Lacan en varias oportunidades, se dirige a personne, que en francés significa
“nadie”, pero también “alguien”. No esta dirigido a ninguna persona en particular, lo cual no
evita que se dirija a personne, a un sujeto impersonal que no es sino ese Otro donde el saber es
supuesto. ¿Qué valor podría tener la verdad “mediodicha”en el síntoma si no apuntara a
insertarse en el sistema del Otro? El efecto de verdad sólo puede definirse por relación al saber.
En el caso del chiste, resulta evidente que para realizarse plenamente requiere que resuene en
el Otro. En el síntoma histérico, obsesivo o fóbico, aunque ese Otro no esté encarnado, figura
imaginariamente para el sujeto como lugar de destino del mensaje inconsciente. Porque incluyó
al Otro en la realización del síntoma, Lacan escribió con el matema S( ), “significante de la
castración en el Otro”, el lugar topológico donde se sitúan los efectos de retorno del
inconsciente —consignado en el matema con la S—, en un nivel donde lo no sabido de la verdad
irrumpe como falla en el campo del saber: ( ). La barra recae sobre el Otro como sujeto
supuesto al saber. Lo que subsiste es el Otro como lugar de la lengua.
Es por la vertiente del sentido que los seres hablantes pueden entenderse –tan mal– entre sí,
y es allí donde se establece el enlace imaginario de un significante con el otro y en
consecuencia la relación del sujeto al Otro.
En cuanto a la instancia de la letra, su función se desdobla en dos dimensiones:
Dentro del sistema del significante, el sinsentido de la letra es el instrumento del sujeto en el
ejercicio de la función de corte (Entbindung).
Como el impacto de una piedra sobre las calmas aguas de un lago, los efectos de verdad
horadan la superficie del saber y la remueven, la alteran. Lentamente, lo inédito, lo novedoso,
lo original y extraño del efecto de verdad se amalgama con el saber y se aquietan las aguas. La
revelación de la verdad ejercida por la interpretación analítica conlleva esta lógica.
Refiriéndose a la técnica de la interpretación analítica, en sus conferencias en EEUU Lacan se
expresó en los siguientes términos:
[El analista]debe tener siempre en cuenta que en eso que está dicho, existe lo sonoro y
eso sonoro debe consonar con lo que es el inconciente.81
Al sujeto, no hay más que un significante [el significante Uno] que lo represente ante el
saber.83
Volvemos ahora a la cuestión del goce. En los primeros capítulos, planteamos que el Principio
del placer ejercía su potestad en el territorio del significante, mientras que das Ding, por estar
excluida del lenguaje, quedaba fuera de su dominio, enrolada en el ejercicio de la repetición
compulsiva. A partir de ahora, estamos en condiciones de introducir al Uno en una posición
homóloga al “a”, pues ambos entran en la regla de juego de la repetición de lo real: “lo que no
cesa de no escribirse”, lo real de la Cosa y “lo que no cesa de escribirse”, el Uno del
inconsciente. Por ello, no podemos identificar lisa y llanamente la Wiederholungszwang con la
repetición de la pulsión, ya que también interviene, montada sobre ella, la repetición del
significante Uno. Del mismo modo, tampoco podemos equiparar el Principio del placer con el
goce del lenguaje, sino estrictamente con el goce semántico:
¿Lo real del síntoma es el mismo real que el de la pulsión? A ésta pregunta bien podría
responderse con otra: ¿qué diferencia hay entre un agujero y otro agujero? Topológicamente
todos los agujeros son equivalentes. Por consiguiente, si el síntoma pudo ser definido por Lacan
como algo que viene de lo real, podríamos evitar molestas distinciones y decir que el síntoma y
la pulsión comparten una misma fuente. Pero esta respuesta simplifica algo un poco más
complejo. Una pregunta acerca de este problema la formuló Marcel Ritter a Lacan en la
conferencia del día 26 de enero de 1976. La respuesta de Lacan fue la siguiente:
Hay dos reales en este juego y, según nuestro desarrollo, los podemos identificar como lo real
pulsional, la Cosa de goce, y el significante asemántico, agujero en el sentido.
Todo lo que yo escucho sobre otra cama, sobre el famoso diván donde se me cuenta de
ello, es que hay un lazo estrecho del síntoma con algo, que se trata de situarlo, que
tiene que ver con lo real, con lo real del inconsciente […].88
Por haber comprendido que el síntoma histérico reproducía un evento traumático, Freud
necesitó conjeturar la existencia de un trauma anterior. En su intento de explicar el carozo
etiológico del síntoma neurótico, se sirvió para ilustrarlo de la estructura en capas de la cebolla.
Explicó que el análisis del síntoma partía desde la superficie, es decir, del enunciado del
síntoma, y luego, por medio de las conexiones asociativas, atravesaba las distintas capas hasta
llegar al centro, el “núcleo traumático” o “núcleo patógeno”. La clínica llevaba a Freud una y
otra vez a postular un trauma en el punto de partida y de llegada de todo lo que circulaba por
las vías del inconsciente. Ese núcleo, dice Lacan, es del orden de un agujero, y nuestra pregunta
es lo que divide y vincula el agujero del inconsciente con ese otro agujero, el de la pulsión.
A fin de dar un soporte imaginario a la relación entre los dos reales que estamos trabajando,
nos permitimos retomar la metáfora freudiana de la cebolla. Sirviéndonos de nuestras
herramientas teóricas, distinguimos en el núcleo de la cebolla no uno sino dos elementos:
habremos de suponer que la primera capa, la más profunda, envuelve un huequito central, un
vacío interno en la estructura concéntrica de las capas que no contiene las propiedades de la
cebolla. Este vacío central nos sugiere el lugar del “a”. Envolviendo ese vacío, tenemos la
primera capa de la cebolla, la que inicia la serie. Por su localización, esta capa posee la
propiedad lógica excepcional de constituir un borde entre el vacío real y el conjunto de las
capas de cebolla. Esta primera capa nos sirve así para imaginar el significante Uno,
particularmente su función de borde entre la Cosa real y el campo del saber.
En el “Seminario XX”, Lacan definió al Uno como el “significante del goce”. Poco tiempo
después, en “Lituraterre,” habló de la “letra de goce”, que por su estructura de borde hace de
“litoral entre saber y goce”. En la séptima clase del Seminario XVIII, agregó:
Entre centro y ausencia, entre saber y goce, no hay litoral que no vire a lo literal
[…].89
La Cosa de goce, forcluida del significante, va de la mano con la letra de goce, reprimida del
saber. Comparten, como dijimos, su estructura topológica de hiancia, lo que las homóloga
en relación al goce.
En un aforismo bastante conocido, aunque por lo general no bien comprendido, Lacan afirma
la familiaridad de la verdad con el goce de la Cosa
Ya les dije que la verdad es la hermanita del goce, habrá que volver sobre esto.90
Podemos darle a este enunciado una nueva vuelta: el goce de la verdad es la hermanita del plus
de goce. Ambos pertenecen a la familia de la Wiederholungszwang.
La letra de goce es transportada por las palabras corrientes, pero por fuera del registro
significativo. Retomando nuestro p/a/t/o, que situamos ahora como letra de goce, podemos
imaginar un retorno sintomático en una obsesión por los zapatos. El significante zapato, es un
sustituto contingente de pato, pero no tiene relación significativa con él; no significa al pato,
sino que lo reescribe letra por letra.
El efecto de verdad es producto de torsiones ejercidas sobre el significante que terminan por
erradicarlo de la función fálica y lo precipitan en lo real del goce.
Lo que se escribe, depurado de saber, es lo que resuena. El sentido es algo con lo que se goza
fálicamente, pero el “efecto de sentido”, sinónimo del “efecto de verdad”, es de lo real. Sin que
intervenga la comprensión, el efecto de sentido se hace oír en el registro de la asonancia o la
consonancia del juego de las letras. Eso repercute en el cuerpo dando lugar a un goce
específico que Lacan nombró “jouisens”, condensación de “oigo sentido” y “gozo sentido”.
Es común observar el pasaje subjetivo de un campo al otro, del goce del Otro al Øtro goce y,
nuevamente, al goce del Otro. Así, por ejemplo, un autor que supo ganarse el reconocimiento
del público con un estilo irritante y desafiante, ya famoso, puede convertirse en esclavo
complaciente de lo que su público espera de él.
La descripción del circuito de goce del síntoma o del synthoma entre el Uno y el Otro, puede
leerse como metáfora de la relación sexual: el sujeto penetra al Otro por medio de su verdad.
Lacan no se cansaba de repetir que la relación sexual con el Otro es imposible pues se sostiene
en el fantasma y desemboca en el autoerotismo. Pese a todo, por el lado del goce del síntoma,
los seres hablantes tienen la chance de “suplir” la no-relación sexual. El Øtro goce es un “goce
suplementario” de la imposible relación sexual, un goce situado por fuera de la lógica de la
relación complementaria.
El deseo y el acto
Una buena parte del proceso analítico consiste en confrontar al sujeto con las trampas que le
tienden sus deseos. El ser hablante suele no distinguir con claridad lo que quiere de lo
considera que debe querer. Desea conseguir lo que considera útil, lo que sirve, lo que es
necesario, etc. Y así, va cercenando de su vida cotidiana ciertos deseos para los que no
encuentra justificativos suficientes. De ahí que el campo de sus deseos, por lo general, se halle
separado en dos grandes clases: los deseos que responden a la exigencia de cumplir con los
compromisos resultantes de los lazos de amor, las demandas familiares, sociales, laborales,
las exigencias emanadas de sus ideales, etc., y aquellos otros deseos que critica y condena
como indebidos o que descarta como imposibles de lograr. Estos últimos, muchas veces, se le
hurtan casi completamente a la conciencia o quedan recortados como pálidos recuerdos de
intensos deseos de épocas pasadas. ¿Podríamos identificar a estos últimos como deseos
propios, deseos que no quedarían comprendidos en la clásica definición lacaniana del deseo
como deseo del Otro?
En la última clase del “Seminario VII”, Lacan planteó que aquello que permitiría inscribir o no
un acto en el campo de la ética promovida por el psicoanálisis gira en torno a la pregunta:
“¿Has actuado conforme a tu deseo?”; o su formulación negativa: “¿Has cedido en tu deseo?”.
Pero se nos presenta el problema de saber qué quiere decir en estos enunciados “tu deseo”.
En estas fórmulas, Lacan no habla de deseo a secas, sino de la implicación del deseo y el acto
de su realización. No dijo: “¿has deseado según tus propios deseos?”. En la dimensión del acto –
no de la acción o el comportamiento–, del acto en tanto implica una trasgresión al deber ser o al
desear como es debido, donde reside la clave del problema. Siendo así, no presenta objeciones
considerar el acto como “acto del sujeto”; pero, en el terreno del deseo, el deseo del Otro está
necesariamente involucrado y es ambigua la fórmula “el deseo del sujeto”.
El análisis del fantasma nos permite reconocer la dimensión alienada del deseo del sujeto y, al
mismo tiempo, poner de relieve un campo de deseos generalmente evitados, soslayados,
postergados, desacreditados. Ese espacio vedado es imaginado como el lugar de un goce
desatinado, desmedido, extravagante, irracional, impropio, y polariza aquellos deseos que el
sujeto considera irrealizables. Parafraseando a Freud, diremos que el yo renuncia a ese goce
indebido pues, de otro modo, no cumpliría con los mandatos del superyó o el ideal del yo.
Los deseos no justificados en el cumplimiento de alguna demanda del Otro, por lo general
despiertan inquietud en el sujeto. En ocasiones, sostener una renuncia pertinaz respecto a esos
deseos prohibidos puede aportarle al yo la satisfacción narcisista de sentirse actor de un gesto
de hidalguía o generosa abnegación.
En su misma formulación, el neurótico testimonia que ir detrás del “goce que hace falta”,
responde a una exigencia que viene del Otro, impersonal o personalizado. Es secundario si se
queja ante semejante atadura, si se rebela, si la cumple con complacencia o con resignación.
Pero se sentirá culpable si encamina su acto en dirección al “goce que no hace falta”. Ya se
trate de la atracción experimentada por una bella secretaria que lo convertiría a él en marido
infiel, o el interés despertado por algún curso de decoración que llevaría a una madre a
descuidar su hogar, o la aparición de una oportunidad laboral que convertiría al buen
empleado en traidor a su empresa, etc.; la característica general de estas situaciones de deseo
es la de despertar un conflicto. Si el sujeto desiste ante la tentación surgirá luego una cuota de
malestar, frustración y odio, pero si avanza en su acto aparecerá en primer plano un oscuro
sentimiento, mezcla de peligro y de pecado.
No es preciso llegar al fin del análisis para “no ceder en el propio deseo”. Si es un buen
neurótico, lo más probable es que la misma escena fantasmática que acaba de franquear se
reinstale al poco tiempo de manera similar: la secretaria se convertirá en la caprichosa
esclavizadora del pobre amante, el curso de decoración en una obligación que aumenta la
demanda de sacrificios a la sufrida madre, o la nueva empresa pasará a ocupar el lugar de un
nuevo amo que le exige mayores esfuerzos y privaciones al fiel empleado. Entonces, cuando el
deseo que comandó el acto ya dejó de ser un deseo propio, la artificio neurótico consistirá en
trasladar el deseo propio hacia otro objetivo más o menos lejano. Aquello que en un tiempo
precedente podíamos identificar como un deseo propio, en un tiempo posterior se convierte en
una demanda del Otro. Al reinstalar el deseo en su dependencia al Otro, el sujeto recupera las
garantías del Otro que por un breve tiempo había arriesgado. El neurótico parece una
hormiguita caminando sobre una cinta de Moebius; siempre experimenta que sus más
genuinos e íntimos deseos están en la cara opuesta de aquella por donde circula.
En un pasaje del “Seminario XXI” luego de referirse a la ética de Aristóteles, Lacan reafirmó
la suya en estos simples términos:
[…]o sea que sólo aquél que puede hacer lo que quiere, —sólo ése tiene una ética.
Sí.93
Pero, nuevamente, ¿cuál es el alcance de ese “hacer lo que quiere”? Esta fórmula es aplicable
sólo es en el caso que el sujeto esté en condiciones de autorizarse por sí mismo. Aún así,
prescindiendo de la garantía del Otro, el sujeto sigue dividido. ¿Quién autoriza el acto? ¿Quién
es su autor? ¿El yo? ¿El sujeto del inconsciente? El acto fallido es un acto donde el yo no se
reconoce su autor, y, sin mediar un largo entrenamiento analítico, lo más probable es que se
avergüence de él y lo condene. El inconsciente pulsa por pasar al acto, al acto de escribirse en
el lugar del Otro. Al yo le corresponde autorizar lo que en él insiste, o no.
Yo soy aquel que quiere ser perdonado de haber osado comenzar a curar estos
enfermos que hasta ahora nadie había comprendido. Soy aquel que quiere ser
perdonado por eso. Soy quien no quiere ser culpable porque siempre se es culpable de
transgredir un límite impuesto a la actividad humana.
Ese sueño de Freud no está destinado solamente a disculparse, sino que, como todo sueño,
implica fundamentalmente, como el mismo Freud enseñó, el cumplimiento de un deseo
inconsciente. En este sueño, es la escena final la que contiene el instante clave de la Tyché
donde alcanza la Wunscherfüllung alucinatoria que despierta al soñante. Fue transcripta así por
Freud:
Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una
inyección con un preparado a base de propil, propileno…, ácido propiónico…
trimetilamina, cuya fórmula veo impresa en gruesos caracteres.97
Lo que tiene bajo su mirada, en este caso, es una fórmula química que se nombra
“trimetilamina”. Lacan dijo respecto a este elemento del sueño:
¿Por qué? Siguiendo la regla básica en la interpretación de los sueños, tomamos la imagen del
sueño no por sus caracteres imaginarios, sino como una palabra a ser descifrada. El significante
“trimetilamina” es un punto de confluencia de múltiples cadenas inconscientes, varias de las
cuales fueron perseguidas por Freud en su trabajo interpretativo que, como él mismo advirtió,
no expuso sino parcialmente. Nosotros pondremos la lupa en un solo elemento de repetición,
“trimetilamina”, donde reconocemos el ombligo literal de este sueño.
La primera referencia que Freud consigna de la fórmula de la trimetilamina está asociada a
un resto diurno: la tarde anterior al sueño su mujer abrió un licor que le había regalado su
amigo Otto, en cuya etiqueta se leía la palabra “Ananás”. Cuando Freud, por la noche abrió la
botella sintió un olor amílico que le despertó el recuerdo de la serie química amil, propil, metil,
que fue trasladada al contenido manifiesto del sueño.
El cuerpo final del significante Try–methil–amin, presenta una sutil relación fonológica con el
significante “Ananá”, la cual resultaría irrelevante si no fuera porque insiste en ella un grupo
literal de gran relevancia.
Freud escribe en una nota a pie de página:
Por una cuestión de discreción, Freud distorsionó un poco este dato. Hoy sabemos que no era
el apellido sino el nombre de la paciente el que guardaba una equivalencia homofónica con la
palabra Ananás, pues el verdadero nombre de Irma era Anna, Anna Hamerschlag.100 Se trata
pues del “sueño de la inyección de Anna”, donde el resto diurno, Ananás, que redobla ese
nombre, queda transpuesto al contenido manifiesto del sueño en el significante
“trimetilamina”.
La cifra amin también condensa anagramáticamente el nombre de Mina, la cuñadita y amiga
íntima de Sigmund que desempeñó, a lo largo de muchos años de convivencia en casa de los
Freud, un femenino papel aún no suficientemente claro para los biógrafos del maestro. Es muy
posible que Freud haya omitido intencionalmente incorporar esta cadena asociativa en el
análisis del sueño.
El sueño de Anna y su desciframiento interpretativo marcó en la vida de Freud un momento
clave, decisivo en el advenimiento de su más original criatura, a la que más tarde bautizó
Psycho-ana-lyse. Precisamente, en la misma época en que tuvo ese sueño estaba esperando el
nacimiento de quien sería su última hija, a la que también llamó Anna, Anna Freud.
Otro nombre de esta serie, también fechado en un momento fundante de lo que llegó a ser el
campo freudiano, fue la publicación sobre el caso de Anna O, seudónimo con el que bautizó a
Berta Papenheim, la paciente de Breuer sobre la cual se basó el escrito compartido.
Al primer niño del psicoanálisis, que se llamaba Herbert Graf, Freud lo apodó Hans. Un dato
llamativo del historial publicado es que la hermanita menor de Juanito, quien desempeñó un
importante papel en la observación, figura con su verdadero nombre y no, como era de uso
habitual, con un seudónimo. Ese nombre era, precisamente, Anna.
A/n/a también estaba oculto en los nombres de dos de sus héroes más profundamente
admirados en su edad escolar: Aníbal Barca y Alejandro Magno. En Psicopatología de la vida
cotidiana, Freud hace mención, como ejemplo de errores de la memoria, al lapsus que tuvo en el
análisis de un sueño publicado en “La interpretación de los sueños”, donde en vez de Aníbal
escribió Asdrúbal. Estaba muy sorprendido de la fuerza de tal confusión porque no pudo
detectarla en ninguna de las tres cuidadosas correcciones que hizo de la obra.
Cuando tenía 10 años de edad, Sigmund fue quién eligió el nombre de su hermano recién
nacido, el mismo que lo acompañó en su travesía por Atenas. Optó en esa ocasión por el nombre
de idolatrado conquistador, Alexander.
A/n/a se repite en los retornos síntomáticos tanto como en la actividad sublimatoria; se
comporta como la marca de una identidad secreta con la que el sujeto Freud rubrica sus actos.
Se trata de una cifra literal que, por su modo de operar, nos lleva a evocar la instancia
inconsciente de la función del nombre propio.
La interpretación que acabamos de hacer se limita a seguir las huellas de una repetición
significante, sin saber de dónde viene. Las conjeturas acerca de los antecedentes de este
significante primordial pueden ser muchas, pero lo que no necesita ser explicado es el hecho
de su repetición. Este registro interpretativo, el más radical en lo que concierne a la
interpretación analítica, apunta a hacer aparecer la letra reprimida por fuera del sentido o
significación a la que está anudada en cada presentación contingente.
De todos modos podemos avanzar un paso más en nuestra investigación, y dirigirnos a datos
más tempranos de la historia de Freud. Entonces encontramos un dato relevante, Anna era el
nombre de su hermana cuatro años menor. Un poquito más atrás, y posiblemente en el punto de
partida de esta marca identificatoria, encontramos el mismo agrupamiento literal en el apellido
materno de Freud: Nathanson.101 En función de la serie de repeticiones, singularmente
resaltada en la equivalencia letra por letra entre Atenas y Nathan, podemos conjeturar con
suficiente confianza que la palabra Atenas poseía para Freud su inquietante y enigmática
atracción porque era un destino contingente de una letra de goce.
CAPÍTULO 3.2
La sublimación del goce
El acto creativo
Aunque la sublimación abarca un amplio ámbito de la actividad humana, ella ha sido abordada
por la teoría analítica particularmente en el campo de las artes. La sublimación no es definible
por la índole de la actividad o la naturaleza de su producto sino por la estructura lógica del
acto del que surge, acto que pone en juego el ejercicio de la función creativa:
Si un pájaro pintase, ¿no lo haría dejando caer sus plumas, una serpiente sus escamas,
un árbol desorugándose y haciendo llover sus hojas?103
Un pintor desprende un pedazo de su ser con cada pincelada, pero el cuadro, como toda obra,
está hecho para captar al Otro, al Øtro goce suplementario de la imposibilidad del goce sexual.
La pulsión, en cambio, es autoerótica.
Sublimación y síntoma
En los capítulos dedicados al goce del inconsciente, habíamos planteado que el goce del
síntoma constituye la estructura de base del goce sublimatorio, aunque la implicación
subjetiva es diferente en cada uno de ellos.
La función creadora en los seres parlantes se sostiene, se apoya, se sitúa en el plano del Uno
del inconsciente: Él es el Creador, el Dios escondido. Pero a Dios también se lo imagina como
el garante de lo creado y queda proyectado al lugar del sujeto supuesto saber. El acto creativo
se despliega en el seno de una dialéctica en la que la manifestación de Uno se revela como
fisura del Otro, en el que la virtud creadora de la letra produce un desfallecimiento en la
consistencia
del saber.
El efecto de verdad que determina la repetición de la letra es del mismo orden que la
creación poética. En “Interpretación de los sueños”, cuando Freud plantea la técnica de la
asociación libre, destaca el paralelismo que hay entre la creación poética y los procesos
primarios inconscientes. Cuando se le pide al sujeto que hable sin preocuparse por el sentido,
es decir que suelte sus amarras con el Otro del saber, el hilo del discurso queda comandado por
la lógica del inconsciente. En ese ámbito donde reina la asociación homofónica, insensata,
absurda, ilógica, el poeta reconoce su fuente inspiradora. Freud cita al respecto una carta del
filósofo y poeta F. Schiller en respuesta a un amigo que se quejaba de su propia falta de
creatividad:
El motivo de tus quejas reside, a mi juicio, en la coerción que tu razón ejerce sobre tus
facultades imaginativas. Expresaré mi pensamiento por medio de una comparación
plástica. No parece ser provechoso para la obra creadora del alma el que la razón
examine demasiado penetrantemente, y en el momento en que llegan ante la puerta,
las ideas que van acudiendo. […] En los cerebros creadores sospecho que la razón ha
retirado su vigilancia de las puertas de entrada; deja que las ideas se precipiten pêle–
mêle al interior, y entonces es cuando advierte y examina el considerable montón que
han formado. Vosotros, los señores críticos, o como queráis llamaros, os avergonzáis o
asustáis del desvarío propio de todo creador original […].104
Pero no sólo los críticos de profesión se fascinan al mismo tiempo que temen las implicaciones
del acto creativo; el conflicto en cada sujeto entre el inconsciente y el saber es universal y
cotidiano. La incidencia de un goce que no conviene es inmanente al despliegue del acto
creativo; aun cuando no recaiga sobre él ninguna sanción social o prohibición explícita, las
barreras que opone el Principio del placer siguen en pié. Aunque el impulso creativo se haya
plasmado en un deseo primordial, esencial del sujeto, y el sujeto lo asuma con convicción, sin
embargo, se defiende de él: preámbulos, digresiones y rodeos que terminan muchas veces por
hacer naufragar total o parcialmente el propósito.
El camino que sigue el sujeto comprometido con el acto creativo incide en el modo en que se
integra a su grupo social. No pretende ser reconocido como igual a todos, decir lo que todos
dicen, hacer lo que ellos hacen. Por el contrario, se ofrece a un reconocimiento por parte del
Otro en su identidad de Uno, autorizándose en aquello que lo identifica como sujeto en el orden
de la pura diferencia. Esta vía, transgresiva por definición, lo sitúa en una posición que Lacan
llamó de “atopía”. Dicha atopía reproduce en el nivel del lazo social lo que acontece en el nivel
de la estructura: existe al menos Uno que es la excepción a la regla. En el acto sublimatorio, el
sujeto ocupa el lugar del Creador. Parafraseando a Freud podemos concluir que el secreto en la
realización de todo acto creador reside en que arroja al sujeto más allá del padre.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO 1.3
Juanito entre goces y sombras
Aunque no nos es agradable recordarlo, de nada serviría silenciar ahora que hemos
sostenido repetidamente la opinión de que por medio de la represión quedaba la
representación de la pulsión deformada, esto es desplazada, etc., y transformado el
impulso instintivo en angustia. Ahora bien, como acabamos de ver, la investigación de
las fobias, que creíamos habría de probar tales afirmaciones nuestras, no sólo no las
confirma, sino que parece contradecirlas directamente. El miedo angustioso de las
zoofobias es el miedo del yo a la castración.105
Las ideas angustiosas de ser mordido por el caballo y devorado por el lobo [referido al
Hombre de los Lobos] son sustitutivos deformados de la de ser castrados por el padre.
Esta idea es la que verdaderamente ha experimentado la represión.106
He aquí el meollo de la cuestión: lo que se reprime concierne a un deseo de ser castrado por el
padre y el yo se angustia ante la posibilidad que se cumpla. El miedo a la castración, que
figuraba en el historial como consecuencia de la amenaza punitiva por la tendencia incestuosa
prohibida, pasa a ser explicado como temor a un impulso reprimido de signo opuesto. La
revisión del análisis del caso hecha por Freud se apoya en la necesidad de explicar las razones
de tal impulso inconsciente, aunque la clave del problema (que la castración es la condición
del goce y no una consecuencia de éste) se le escurría entre las manos cada vez que lograba
atraparla.
En 1923, Freud intentó explicar por qué el síntoma de Juanito satisface fundamentalmente el
impulso de ser mordido –castrado– por el caballo, representante del padre. La explicación
consta de tres pasos. El primero se refiere al primitivo impulso hostil de Juanito hacia su padre
rival, por considerarlo un obstáculo para sus satisfacciones incestuosas. En segundo lugar, este
impulso agresivo, puesto al servicio de la tendencia sexual e incestuosa, es rechazado de la
conciencia y permanece en el inconsciente. El síntoma fóbico satisface de manera disfrazada
esta tendencia agresiva reprimida, sustituyendo al padre por el caballo. Finalmente, el caballo
pasa a ser una representación del padre agresor, y Juanito, el agredido. ¿Cómo explica Freud
que dicho acto castrativo transferido al caballo conlleve la satisfacción de un deseo
inconsciente? Lo hace apelando a su noción de “masoquismo primordial”, en función de la cual
la tendencia tanática se mezcla con la sexual dando lugar al deseo de ser castrado por el padre
como un equivalente al de ser poseído sexualmente por él.
Interpretadas las distintas deformaciones del material significante del síntoma zoofóbico de
Juanito, Freud propone entonces que su núcleo es el de aportar al sujeto una satisfacción
sustitutiva del impulso reprimido de gozar como una mujer (castrada) al ser poseído
sexualmente por el padre. Aclaró, a su vez, que esta interpretación no desmentía la existencia
de un impulso reprimido anterior hacia la madre, pero el mismo quedaba absorbido y
transformado en el impulso femenino, pasivo y masoquista manifestado con poca deformación
en el síntoma fóbico. Esta conclusión, que no figuraba para nada en las consideraciones hechas
en 1909, se apoya, entre otras cosas, en elaboraciones posteriores a esa fecha acerca de una
disposición universal en los varones, surgida del complejo de Edipo invertido, a buscar en el
pene del padre el instrumento del goce.
A un resultado similar lo condujo la revisión de la zoofobia infantil del Hombre de los Lobos,
que figura en el mismo capítulo de “Inhibición, síntoma y angustia” que estamos comentando.
El motivo de la fobia a los lobos también fue comprendido a partir de la existencia del impulso
reprimido a ser devorado–penetrado sexualmente por el padre–lobo.
Pero a diferencia del anterior, este paciente no presentaba ningún vestigio de una inclinación
anterior hacia la madre.
Por encima de las complejidades y diferencias entre ambos casos de zoofobia infantil, Freud
termina explicando el meollo de la cuestión: los síntomas fóbicos de ambos apuntan
centralmente a satisfacer una tendencia femenina (reprimida) cuya satisfacción atenta contra el
narcisismo fálico del sujeto.
A una conclusión similar llega también Lacan, aunque por carriles teóricos diferentes, al
establecer una equivalencia, nunca antes conceptualizada en el psicoanálisis, entre el goce del
síntoma y el goce femenino.
¿A que padre? Lacan distinguió en ese seminario tres registros del padre: imaginario, simbólico
y real, y formuló con insistencia que la función central del síntoma fóbico consistía en implantar
en la estructura subjetiva del niño al padre real al que definió como “agente de la castración”.
Este padre aporta al sujeto una ley diferente a la ley del deseo de la madre.
El punto teórico decisivo en la formulación de Lacan reside en establecer que existe una
continuidad estructural entre el síntoma y el padre real. El caballo del síntoma es una especie
de funcionario del padre real. ¿Pero qué es un padre real?
Los desarrollos que hizo Lacan durante el Seminario IV para cernir el estatuto de este “padre
real como agente de la castración” fueron sinuosos, oscuros, escurridizos, como siempre
sucedía cada vez que adelantaba alguna punta sobre la urticante cuestión del Nombre del
Padre. De todas formas, nada se puede comprender del análisis hecho por Lacan sobre la fobia
de Juanito sin esta referencia capital: si el caballo del síntoma es un significante metafórico,
eso quiere decir que hay otro significante primordial al que sustituye, el cual, por su parte,
estaría alojado en el terreno de lo reprimido. Eso es lo que quiere decir que el síntoma es un
retorno de lo reprimido. Tendríamos que agregar que dicho padre-significante es de lo real, es
decir, totalmente desprovisto de sentido y por fuera de cualquier significación. Como siempre
en la conceptualización de Lacan, lo real especifica una imposibilidad lógica:
El padre, el padre real, no es otra cosa que el agente de la castración, y esto es lo que
la afirmación del padre real como imposible, está destinado a enmascararnos.108
Antecedentes de la crisis
La primera parte del historial freudiano de Juanito está centrada en el período comprendido
entre los tres y cuatro años y medio de su vida, poco antes de la eclosión de la fobia. El padre
de Juanito proveía el material de observación para que su maestro y amigo, Sigmund Freud,
pudiera confrontar su teoría de la sexualidad infantil con datos extraídos de la observación
directa, y no inferidos a través de análisis de pacientes adultos. Sólo después de la aparición de
la fobia el intercambio epistolar se convirtió en una consulta.
Durante el período inicial, los comentarios del padre giran en torno a la tenaz investigación
del pequeño acerca de la presencia o ausencia del falo. El informe comienza con la pregunta del
niño: “Mamá ¿tú también tienes la cosita de hacer pipi?”. La pregunta misma ya es un
testimonio de que Juanito había dejado atrás la etapa en la cual la diferencia anatómica de los
sexos no reviste importancia para los niños. La pregunta es también el testimonio indirecto de
otro dato observable, que su pene había empezado a cobrar vida propia y concentrar intensas y
singulares sensaciones de placer. Había ingresado a la fase fálica.
Las puntillosas anotaciones del padre nos informan cómo el niño durante ese período, entre
los tres y cuatro años de edad, oscilaba entre el conocimiento y la renegación de que las
mujeres no tenían pene. La percepción de la desnudez de la madre, así como la de la
hermanita o sus amiguitas, no le resultaba suficiente para convencerlo completamente. Su
investigación estaba sometida a un vaivén permanente entre lo que sabía y lo que renegaba de
lo que ya sabía.
Cierto día durante una conversación con el padre acerca del tamaño del pene comentó: “Y
todos los hombre tienen la cosita. Y la mía crecerá conforme yo vaya creciendo. Para eso la
tengo pegada al cuerpo”. Significativa reflexión. Se imagina al pene como pieza adherida al
cuerpo, algo que, por consiguiente, podría volver a despegarse. Clara indicación de que el pene
ya había ingresado a funcionar como un objeto parcial.
Durante este período Juanito no mostraba patentes signos de angustia. Se esforzaba por
domesticar la realidad de la castración femenina por medio de una serie de “teorías sexuales”.
La teoría dominante, según la cual el falo estaba universalmente presente en todos los seres, le
permitía imaginarlo en la locomotora, la vaca, la hermanita, etc. En un pasaje Freud escribe:
[…]por el historial del infantil sujeto habíamos de suponer que su libido se hallaba
adherida al deseo de ver la cosita de la madre.109
Pasados los tres años, Juanito ya tenía sobradas pruebas de que la cosita no estaba en el cuerpo
de las mujeres, pero aún se aferraba a su creencia. Pero si la investigación sostenida sobre el
asunto podía finalmente derrumbar su creencia en el falo materno, ¿por qué Juanito husmeaba,
espiaba e inquiría sin cesar? No hay mejor modo de mantener incuestionable una creencia que
no curiosear demasiado y hacerse el desentendido frente a la duda que engendran ciertos datos
perceptivos o explicaciones de autorizadas.
Es evidente que el deseo de ver la cosita de la madre estaba comandado por una tendencia
más oculta de signo opuesto: el impulso de descubrir finalmente la castración en la madre.
Este impulso habremos de ponerlo a cuenta de la pulsión escoptofílica, en franca oposición al
deseo de ver el falo. La pulsión sería la responsable del impulso a meter las narices donde no le
convenía. Freud nombró Wissentrieb, traducida como “pulsión de saber”, a este oculto motor
que impulsaba la investigación del niño. La misma investigación está comprometida en la
búsqueda de goce. El término Trieb con que nombra Freud a esta tendencia, da cuenta
también del carácter compulsivo de la investigación, algo que en última instancia, y si tuviera
éxito, acarrearía una herida narcisista.
La apetencia de Juanito, como la de todo voyeurista, lo conducía hacia la zona de peligro.
En referencia a la finalidad del acto voyeurista, dijo Lacan durante el mismo seminario que
dedicó a Juanito:
Lo que busca no es, como se dice, el falo, sino precisamente su ausencia. Lo que mira
es lo que no se puede ver.110
El deseo y la pulsión son las dos caras opuestas y entrelazadas en el mismo comportamiento
investigativo de Juanito. El fin de la pulsión escópica es el de encontrarse con el agujero, lo
imposible de ver o saber. El falo, en tanto objeto deseado, es el que debería estar presente como
obturador del agujero.
Juanito, dijo Freud, “desea ver la cosita de la madre”; mientras que Lacan afirmó que Juanito
“reclama imperiosamente una herida”, una castración. Ambas afirmaciones no son excluyentes.
Hablan del mismo Juanito que, como todo ser hablante, es un sujeto dividido.
Estamos aún analizando el período anterior a la aparición del síntoma, antes de que aparezca
el caballo-castrador. Como se puede constatar, su llegada estaba preanunciada; antes del
síntoma ya operaba el empuje pulsional a ir más allá del deseo de la madre. El síntoma se hará
solidario con la dirección que imprime la pulsión en dirección al acto.
No ven cómo se introduce aquí, cuando aparece en Juanito bajo la forma de una
pulsión en el sentido más elemental del término, algo que se menea, el pene real, y el
niño empieza a ver como una trampa, lo que durante mucho tiempo para él había sido
el paraíso, la felicidad, o sea aquel juego en el que se es lo que no se es [el falo] se es
para la madre todo lo que la madre quiere.114
Como habíamos mencionado antes, Lacan descartó hablar de pulsión genital o pulsión fálica,
pero el goce concentrado en ese órgano, en cierto modo autónomo de la unidad y control de la
imagen corporal, queda recortado del goce narcisista. Habrá de pasar un tiempo para que ese
goce autoerótico pueda intervenir en el intercambio con el otro sexo.
El segundo factor que hizo tambalear la estabilidad de la identificación imaginaria de Juanito
con el falo materno fue, ciertamente, el nacimiento de Ana. El nacimiento de un hermanito es
una de las situaciones prototípicas del trauma narcisista infantil. El niño traduce la supuesta
infidelidad de la madre como signo de su propia insuficiencia. El idilio se fisura y el pequeño
aprovechará la hiancia abierta en el acoplamiento incestuoso como punto de fuga de su captura
en el deseo de la madre. El trauma padecido le servirá como “prototipo” en las posteriores
repeticiones sintomáticas del trauma.
El sueño traumático
El comienzo de la masturbación y el nacimiento de Ana fueron dos acontecimientos que no
despertaron la angustia sino “a posteriori”. El pequeño deambuló alegremente durante un año y
medio más, creyendo y dudando de su creencia en el falo materno. Este período culmina con la
irrupción de la angustia traumática filtrada a través de una pesadilla.
El informe del padre consignó lo siguiente:
Juanito (4 años y 9 meses) se levanta llorando. Interrogado por su madre sobre las
causas de su llanto, responde: “Mientras dormía he pensado que te habías ido y que no
tenía mamá que me hiciera mimitos”.115
O, lo que es su contraparte, que la madre había perdido a su niñofalo. Hasta ese momento
nada había alcanzado un peso tan decisivo como desencadenante de la angustia como esta
pesadilla. Ella le aportó a Juanito la certeza subjetiva de una castración que antes sólo se
presentaba como una posibilidad imaginada. “La angustia es lo que no engaña”, dice Lacan,
porque su causa es del orden de lo real.
¿Qué satisface este sueño que presenta sin velos el traumático acontecimiento en el que el
niño queda separado de su madre? Freud no dio ninguna explicación al respecto, pero resulta
lo suficientemente claro como para entender que el sueño realiza un corte castrativo.
Reconocemos allí, en el corazón de esa pérdida, tanto el desencadenamiento de la angustia
como el acceso al plus de goce.
A partir de esa noche la angustia invadió la vida del niño, y las preocupaciones científicas del
padre, que marcaban el objetivo primero de su comunicación con Freud, se transformaron en
el pedido de ayuda de un padre por el sufrimiento de su hijo.
En relación con el contenido de la pesadilla, el padre comentó que el verano anterior Juanito
ya había tenido, durante la vigilia, pensamientos similares aunque todavía sin angustia; decía
despreocupadamente cosas como “Cuando ya no tenga mamá”, “Si mamá se marchara”. La
posibilidad del corte ya estaba anticipada imaginariamente, pero la dimensión del acto que
realiza la pesadilla confronta a Juanito de modo real con el agujero. Como siempre sucede, el
sujeto del sueño transfiere al Otro la responsabilidad del evento traumático, como si dijera “yo
no soy el culpable de querer esa pérdida”.
La mañana siguiente a la pesadilla, Juanito tuvo miedo de salir a la calle y se negó a hacerlo
acompañado de su niñera como lo hacía habitualmente. Explicó que “temía quedarse sin la
mamá que le hiciera mimitos”. Esta agorafobia transitoria retoma el contenido de la pesadilla
de la noche anterior. Poco a poco, una línea imperceptible empieza a funcionar en la realidad
del niño como una barrera que no conviene atravesar. En el centro de esa zona, el abismo de un
goce ignorado. Pocos días después el inconsciente de Juanito instala allí, en el lugar del agujero,
al caballo, ahora responsable del peligro de la castración.
Nosotros no hemos podido identificar los tres circuitos a los que se refiere Lacan, pero en
cambio pudimos reconocer algo diferente, tres significantes claves, articulados todos con la
elección del caballo como significante del síntoma.
El primero de dichos significantes nos orienta en dirección a la fantasía o sueño de las dos
jirafas. El 28 de marzo a la madrugada Juanito, seguramente angustiado aunque
posteriormente lo negó, se pasó a la cama de sus padres. A la mañana siguiente le contó a su
padre el motivo de
su traslado:
Por la noche había en mi cuarto una jirafa muy grande y otra toda arrugada: y la
grande empezó a gritar porque yo le quité la arrugada. Luego dejó de gritar y entonces
yo me senté arriba de la jirafa arrugada.118
[…]el fantasma de las dos jirafas, en el que se realiza lo esencial, o sea la simbolización
del falo materno, netamente representado por la jirafa pequeña.119
La primera lectura del material hecha por Lacan, diferente de la interpretación dada por el
padre y por Freud, plantea que la jirafa pequeña representa al mismo Juanito en calidad de
objeto parcial, que en la primera fase de la ensoñación está junto a la jirafa grande que
simboliza a la madre. El acto allí efectuado se divide en dos tiempos: por un lado “arranca” la
pequeña jirafa del lado de su madre, quien se pone a gritar disgustada por el despojo sufrido.
El segundo momento consiste en que Juanito, luego de haber separado a la pequeña jirafa y
arrugarla como un pedazo de papel, se sienta sobre ella, como muestra de “apropiación” y
dominio.
Con estos comentarios no sólo no hemos respondido a la pregunta por la determinación del
significante caballo, sino que hemos agregado una nueva opacidad al problema ¿Por qué el
significante jirafa interviene en la operación que finalmente queda referida al caballo? ¿De qué
se apropia Juanito? La solución a este enigma la encontró una psicoanalista francesa, Mayette
Vitard.120 Advirtió que el significante jirafa, Giraffe en alemán, la lengua de Juanito, contiene
“Graf”, el apellido paterno del niño. Esta relación homofónica habría comandado la elección de
la jirafa. Así, jirafa es un sustituto del Nombre del Padre Simbólico decantado por medio de una
lectura a la letra que ponemos a cuenta del sujeto. La fantasía en su conjunto realiza el acto de
arrebatarle a la madre su criatura imaginaria y apropiarse del significante del Nombre del
Padre. La identificación del sujeto con el significante del Nombre del Padre, en el ámbito de una
cadena de letras, se convierte en un sostén identificatorio muy diferente de la identificación
imaginaria con el falo materno.
En el “Seminario de la Identificación”, Lacan volvió sobre la fantasía de las dos jirafas, esta
vez para explicar las raíces de la función del escrito en el lenguaje. Explicó que la fantasía
denotaba el advenimiento del dominio de la escritura en Juanito. Si el objeto jirafa es despojado
de todas sus cualidades imaginarias, expresado en el hecho de arrugar el dibujo de la jirafa,
sigue siendo la misma jirafa, letra por letra.
La jirafa sólo aparece en un par de oportunidades más en el diálogo de Juanito con su padre,
pero hay un dato relevante que figura en el historial aunque pasó inadvertido, y es que Juanito
tenía pegado en la cabecera de su cama el dibujo de una Giraffe, lo que nos indica que tenía con
este animal, es decir, con ese significante, una relación privilegiada.
Esta interpretación al pie de la letra localiza en la jirafa un ciframiento del apellido paterno;
pero Juanito no desarrolló una fobia a las jirafas, sino a los caballos. ¿Hay alguna conexión
interna entre la jirafa y el caballo, o siguen vías independientes? El segundo referente literal
está indicado en una breve puntuación a pie de página que Freud incluyó en el historial. Cuando
Juanito intentaba explicarle al padre cómo había empezado su miedo, reiteraba una fórmula
cerrada, precisa, monótona, “a causa del caballo”. Freud encontró en este detalle la clave de la
elección del significante caballo. Subrayó que la repetida fórmula del niño “a causa del caballo”,
wegen dem Pferd, denotaba la presencia de los procesos primarios inconscientes articulados en
la equivalencia sonora entre wegen, “a causa” y Wägen, que significa “carros”. Lacan reafirma
esta interpretación del siguiente modo:
[…]Es porque el peso de este wegen está enteramente velado y transferido a lo que
está justo a continuación: dem Pferd, que el término toma valor articulatorio. En ese
momento asume en él todas las esperanzas de solución.121
Dicho de otra manera, el caballo habría sido elegido por su enlace metonímico con el carro. En
este caso el elemento material, literal, original estaría presente en la serie wegen/Wägen y
transferido luego a Pferd. Al respecto el único antecendente literal que podemos situar en la
historia del niño se refiere a la inmensa importancia que tuvo el renombrado músico Wagner
en la vida del padre de Juanito. Había mantenido con él una relación de corte personal e hizo
varios trabajos sobre la obra del eminente músico. La influencia indirecta que alcanzó este
personaje idealizado en el ámbito familiar llegó a oídos de Juanito, cuyo primer texto
publicado
siendo ya adulto, fue precisamente también sobre Wagner.
La tercera hipótesis acerca de la determinación del significante del síntoma nos pertenece.
Está basada en una equivalencia literal simple y evidente: el significante Pferd repite en
anagrama y de modo casi completo al significante Freud. Muchos pasajes del historial y
biográficos, demuestran que Freud desempeñaba para Juanito la función de un “super–padre”.
En el libro “La fobia en la enseñanza de Lacan”, Raúl Yafar señala la presencia destacada que
la persona de Freud tenía en el seno de la familia donde nació y se crió Juanito:
Yafar consigna también que Freud participaba calurosamente de todos los eventos familiares de
los Graf, y que consideraba a su discípulo Max Graf, padre del pequeño Juanito, un amigo
cercano. Se había interesado particularmente en la educación del niño y sus consejos tenían un
gran peso para los padres. “Cuando [el padre de Juanito] le enviaba materiales sobre su hijo a
Freud, se refería a él como, nuestro pequeño”.123
Todo estaba confeccionado en esta familia de forma tal que Juanito encontrara en Freud los
elementos capitales para forjar su padre imaginario, todopoderoso, omnisciente y cuidador del
orden del mundo.
El padre de Juanito no tenía gran ascendencia sobre su esposa, pero en cambio la palabra de
Freud era valorada y respetada por ella. De esta manera la madre del chico pudo haber sido
una mala pasadora del Nombre del Padre en lo concerniente al papá, pero buena pasadora
respecto al nombre de Freud; es decir, capaz de transmitirle al niño que la ley de su deseo, el de
ella, no reinaba con absoluta potestad puesto que había un gran Otro, Freud, portador de una
autoridad que la trascendía. La destacada presencia que tenía Freud en el discurso de la madre
se veía reforzada porque el padre de Juanito, muy atento a la educación de su hijo,
desempeñaba también el papel de pasador de la palabra sagrada de Freud. A esta red
discursiva tejida por los padres se añadía un detalle por demás significativo: Freud mismo
sentía por el pequeño Herbert, verdadero nombre de Juanito, un entrañable cariño y tenía con
él una actitud muy paternal.
Cuenta Raúl Yafar un detalle de gran peso en cuanto a la determinación del significante
caballo. Cuando Juanito cumplió tres años de edad, Freud le regaló un inmenso Pferd de
madera, al que, con más entusiasmo que fuerza, cargó tres pisos hasta el departamento de los
Graf, a fin de entregarle personalmente el regalo al niño. Según este dato, el Pferd de Freud
estuvo a disposición de Juanito desde sus tres años.
Más de un año y medio después, apeló a esa combinatoria de letras para producir la metáfora
del síntoma. Este proceso se realizó íntegramente de manera inconsciente; lo único que Juanito
sabía era que el caballo tenía para él un inmenso y amenazante poder.
Este es el tercero y, a nuestro juicio, el más importante determinante de la selección del
significante del síntoma. Nada nos impide conjeturar una sobredeterminación del significante
caballo en función de los tres circuitos significantes mencionados.
Reconociendo que el caballo de la fobia es una creación metafórica del sujeto, pues hasta
entonces “caballo” no portaba la singular significación que le inyecta Juanito, aislamos el efecto
subyacente consistente en que, por medio del síntoma y sin saberlo, “el sujeto introduce su
verdad en el lugar del Otro”. Esto lo sitúa en posición de sujeto creador del orden del
significante, quebrando así su sujeción anterior.
Cada vez que en un sujeto joven se enfrenten Uds. con una fobia, podrán advertir que
el objeto de dicha fobia, es siempre un significante […].
No es otra cosa la función del caballo, en la poesía que es este caso de fobia. Es el
elemento alrededor del cual van a gravitar toda clase de significaciones, formando a fin
de cuentas un elemento que suple lo que le faltó al desarrollo del sujeto.
[…]las perversiones sólo pueden ser comprendidas por referencia al acto sexual.125
Pero el “acto sexual” no es una referencia simple en su discurso. Alejados del reino animal, la
satisfacción subjetiva que provee el acoplamiento genital a los seres hablantes dista de ser algo
natural. Para comprender las perversiones no es suficiente tomar como referencia la evitación
del mecanismo del coito, sino que debemos examinar la implicación del sujeto en el mismo.
La estimulación de distintas zonas erógenas del cuerpo no sólo aportan placer erógeno, sino
que promueven y acompañan el desarrollo del deseo sexual que precede al orgasmo, el cual
señala el punto de vaciamiento del deseo y extenuación de la demanda de goce.
Freud caracterizó el goce perverso como aquel que permanecía en el terreno de las
satisfacciones preliminares. ¿Preliminares a qué? Las prácticas perversas no se detienen ante el
orgasmo, con lo cual, lo preliminar estaría referido a la consumación del orgasmo en el interior
del acto hetero-sexual. Pero:
[…]el gran secreto que revela el psicoanálisis es que el acto sexual no existe.126
La relación sexual, eso que se llama seguramente con ese nombre, no puede ser hecha
más que por un acto. Esto es lo que me ha permitido anticipar estos dos términos: que
no hay acto sexual, en el sentido en que este acto sería aquel de una justa relación y
que, inversamente, no hay más que el acto para hacer la relación. Lo que el
psicoanálisis nos revela es que la dimensión del acto, del acto sexual en todo caso,
pero al mismo tiempo de todos los actos, lo que sería evidente después de mucho
tiempo, es que su dimensión propia es el fracaso. Es por eso que en el corazón de la
relación sexual, el psicoanálisis descubre que, existe un signo que se llama
castración.127
Podemos conjeturar entonces, que el perverso teme dirigirse al lugar predestinado del
acoplamiento sexual, para evitar confrontarse con el fracaso de la relación sexual. Porque “si
hay acto, no hay relación sexual”.128
No hay acto sexual, en el sentido que lo articulo, que no comporte, cosa extraña, la
castración.129
En función de estas coordenadas teóricas el deseo sexual en el perverso no se distingue del que
caracteriza al del neurótico.
El perverso es aquel que se consagra a obturar ese agujero en el Otro, aquel que, hasta
un cierto punto –para poner aquí los colores que dan a las cosas su relieve– diré que
está del lado de que el Otro existe, que es un defensor de la fe. Por otra parte, al mirar
un poco más de cerca las observaciones, se verá –bajo esta luz que hace del perverso
un singular auxiliar de Dios– esclarecerse bizarrías que son anticipadas bajo plumas
que calificaría de inocentes.131
De todas maneras, no hay un detalle en esta descripción que no pueda trasladarse al plano de la
neurosis. La diferencia es, en principio, una cuestión de acentos.
Así es como sueñan ustedes [los hombres] a la mujer moderna, mujercitas histéricas
que en su camino de sonámbulas hacia un hombre ideal soñado no llegan a estimar al
hombre mejor, y que, por medio de sus lágrimas y sus luchas, faltan diariamente a sus
deberes cristianos, hoy engañadas y engañadoras mañana, siempre buscadas y siempre
fracasadas en la elección de su amor. Esas mujeres no son nunca dichosas ni dan la
felicidad, acusando a la fatalidad siempre, en tanto que yo, para estar tranquila, quiero
amar y vivir como Helena y Aspasia vivieron. La naturaleza no ha hecho durables las
relaciones del hombre y la mujer.132
Si no quieres ser mía, toda mía para siempre, quiero ser tu esclavo, servirte, soportarlo
todo de ti […].135
Ser maltratado y engañado por la mujer amada, cuanto más cruelmente mejor. Es un
verdadero goce.136
Para alcanzar el goce del Otro, Severino no elige el camino de ser deseado ofreciendo sus
atractivos fálicos ni su propio deseo, sino que arma una escena donde busca quedar convertido
en instrumento de su goce; un utensilio que, como una zapatilla, nada reclama para sí.
Desistiendo de su condición de sujeto de deseo ofrece su presencia reducida al estado de una
cosa puesta al arbitrio de su diosa. No demanda más que ser gozado por ella. Dice Lacan en el
seminario del fantasma:
El goce masoquista es la expresión más patente de la función del “objeto a” como sostén de la
ligadura entre el sujeto y el Otro. La demanda de Severino está formulada bajo la forma de
una ofrenda: “si no quieres ser mía para siempre… entonces seré tu esclavo y así podré
conservarte”.
Aunque en la representación de la escena masoquista el sujeto parece dejar en manos del Otro
la potestad sobre el goce, el verdadero dueño de la escena es el masoquista. No siempre
encuentra fácilmente quien acepte su juego. En esta historia, inicialmente Wanda se niega
terminantemente a participar de la propuesta de Severino, pues no la encuentra nada
divertida. Sin embargo, la persistencia, la abnegación y la sutileza de aquel consiguen
despertar en ella el
deseo del deseo de Severino. La novela muestra que el sufrimiento y la humillación de Severino,
no aportan mayor voluptuosidad a Wanda. Es el esclavo quien goza imaginando el goce del Otro.
Perdí el conocimiento.140
Este pasaje nos enseña algunas cosas. En primer lugar que Severino, no por ser masoquista
dejó de estar habitado por el impulso de consumar el acto sexual con su amada. Pero no quería
saber nada de eso.
Sólo cuando su defensa queda sobrepasada por la insistencia de Wanda, ya sin control
sobre la escena, un incontenible impulso se adueña de su voluntad, y Severino acepta el dolor
de perderla… a consecuencia de poseerla sexualmente.
De todas maneras, su paso al acto no llega muy lejos, pues se desmaya en la puerta de
entrada. ¿Cómo entender este fading del sujeto? En la cima de la angustia, Severino cae de la
escena del acoplamiento sexual. Todo parece indicar que se trata de un equivalente del
orgasmo, del más común orgasmo masculino, sólo que, podemos agregar, en este caso es el
orgasmo de un eyaculador precoz. No es la detumescencia del falo que simboliza el
desvanecimiento del sujeto, sino que el desvanecimiento del sujeto indica una más radical
identificación narcisista con el objeto parcial. El gozoso dolor de perderse a sí mismo como
objeto de su dama parece un sufrimiento menor que el de verla perderse en su propio orgasmo.
El desmayo puede ponerse a cuenta de la función del plus de goce, pero manteniendo una
distancia prudencial del goce de la mujer. Se desprende de lo dicho que con la expresión “goce
de la mujer” hacemos referencia a una categoría de goce que no se identifica con la del goce del
Otro. Suponer que Wanda goce de su objeto, aunque sea mujer, se inscribe en el campo del
goce fálico. El goce de la mujer que mencionamos, es de otra especie, un goce que no conviene
para que haya relación sexual.
En algún pasaje anterior, Severino ha confesado que desde chico tiene pánico a las mujeres,
horror mezclado con una intensa atracción hacia ellas. Se trata de una reacción típica de los
niños. Lo que ahora estamos describiendo es que el miedo a la castración femenina es
estructuralmente análogo al miedo al goce femenino. El orgasmo, como dijimos, está
presente en todos los actos perversos, pero en condiciones tales que permanece a distancia
del goce de la mujer.
El hecho de que el dolor y el displacer puedan dejar de ser una mera señal de alarma y
constituir un fin, supone una paralización del Principio del Placer: el guardián de
nuestra vida anímica habría sido narcotizado.141
El goce masoquista estaría más allá del Principio del placer. Esta interpretación dista mucho
de la lectura que acabamos de hacer.
Desde sus primeros escritos y seminarios, Lacan criticó la hipótesis freudiana del
“masoquismo primordial” que afirmaba el temprano momento constitutivo de “una amalgama
entre pulsión de muerte y Eros”142. La hipótesis de un masoquismo primordial identificaba
como masoquismo algo que es radicalmente diferente al masoquismo: el displacer que
engendra el automatismo de la repetición. Dijo Lacan:
El goce masoquista lejos de ser un goce pulsional es un gran aliado del Principio del placer. El
concepto freudiano que sitúa al masoquismo como referente primordial del goce es coherente
sólo si lo atribuimos a la estructura fundamental del fantasma.
Los pasajes al acto autodestructivos no realizan un fin masoquista, sino que apuntan a
introducir un corte con el Otro. Pero los castigos corporales, las laceraciones que el masoquista
puede demandar a su pareja constituyen, para el sujeto, la más perfecta prueba de estar en
manos del Otro omnipotente.
Ahora bien, cuando tenemos ocasión de estudiar algunos casos en donde la fantasía
masoquista ha pasado por una elaboración especialmente amplia, descubrimos
fácilmente que el sujeto se transfiere en ellas a una situación característica de la
femineidad: ser castrado, soportar el coito o parir. Por esta razón he calificado a
posteriori de femenina esta forma de masoquismo, aunque muchos elementos nos
orientan hacia la vida infantil.144
Es llamativo que Freud haya establecido una continuidad entre parir, soportar el coito y ser
castrada como situaciones prototípicas del goce femenino. No concuerda con la línea dominante
que tenía acerca del goce de la mujer, centrada en la recuperación del falo. Nos detendremos en
las particularidades de cada caso de los mencionados por Freud.
En “Inhibición síntoma y angustia”, al preguntarse por la génesis de la angustia, Freud
menciona que el nacimiento de un hijo representa una experiencia de castración para la madre.
En contraste con período de gestación, que es un tiempo de completamiento narcisista, el
nacimiento constituye un corte traumático. El dolor físico que acarrea el trabajo de parto, que
va de la mano con la gozosa emoción que la mujer obtiene en esa experiencia de separación, es
ajeno a la lógica masoquista.
El momento del parto simboliza para la mujer la pérdida del “objeto a” que la colmaba
durante el embarazo, además, y esencialmente, el parto es un símbolo universal del acto
creativo. El goce de parir no está implicado con el campo del goce del Otro, propio del
masoquismo, sino del O/tro goce.
¿Por qué Freud escribió “soportar el coito”? Una expresión así estaría bien aplicada cuando
una mujer es tomada por la fuerza o se siente obligada para cumplir con sus compromisos
matrimoniales. Nuestras abuelas enseñaban a sus hijas que una buena esposa debía estar
siempre dispuesta a sacrificarse para satisfacer las necesidades del marido.
Pero las mujeres también desean y demandan el coito, y si recurren a las fantasías de ser
tomadas por una puta, maltratadas, forzadas, violadas, etc., éstas forman parte, por decirlo así,
de las satisfacciones preliminares.
Sólo podríamos clasificarlas de masoquistas si se detuvieran allí, es decir, cuando la
subjetividad de la mujer está consagrada cabalmente a desempeñarse como instrumento de
goce del hombre, sin permitirse ser al mismo tiempo el bocado y el gourmet.
Hay ciertas fantasías de las mujeres que resulta difícil delimitar de las anteriores, en las que
le piden al compañero ser atravesada, reventada, perforada con la penetración. Estas fantasías
implican más claramente la demanda de ser castradas como premisa de su goce y no del goce
del Otro. Aquí el falo dista mucho de estar al servicio de la función apaciguadora y colmante,
es demandado como instrumento de castración.
A nuestro juicio, con estas referencias al goce femenino Freud alcanzó a vislumbrar la
dimensión de un goce de la mujer más allá del goce fálico, un goce específico que está inmerso
en el corazón de la castración, pero que lo llevó a emparentarlo erradamente con el goce
masoquista.
El ser sexuado de las mujeres, no todas, no pasa por el cuerpo sino por lo que resulta
de una exigencia lógica de la palabra.145
Además, dado que su identificación como ser sexuado se soporta en algo imposible de
representar, “no existe” en el campo del Otro ninguna representación de la mujer. Estas
consideraciones llevaron a Lacan a proponer el enigmático aforismo: “La mujer no existe” y
habría entonces que escribirla como “L/A mujer”. Que el sexo de las mujeres no figure en la
mansión del lenguaje no significa que sólo haya seres sexuados fálicos. Su sexo es real y tiene
por ello una relación más directa con el goce. En cambio la identificación sexuada del hombre
se asienta en un símbolo.
Con este punto de partida, Lacan se interroga acerca de la naturaleza del goce de L/A
mujer. Es preciso tener en cuenta que L/A mujer designa una mitad de la sexualidad de las
mujeres, pues la otra mitad está organizada en torno a la función fálica.
A diferencia del varón, como ser sexuado, a La mujer no le falta el “a”, si se puede decir así,
ella lo es. La consecuencia lógica de ello es que la carencia de “a” no opera como causa de su
deseo sexual. Por eso, a la pregunta de Freud “¿Qué quiere una mujer?”, agregaríamos esta
precisión: ¿Qué desea L/Amujer si su deseo no está causado por la Cosa de goce ausente? ¿Con
qué goza L/A mujer?
El clítoris y la vagina
Las mujeres disponen de un órgano de goce corporal, el clítoris, que desde el punto de vista
estrictamente orgánico tiene una localización, una estructura anatómica y un grado de
excitabilidad similares al pene. A nuestro juicio, el clítoris, en lo que respecta al goce del
órgano, no tiene nada que envidiar al que proporciona el pene a los varones.
La gran diferencia entre ambos estriba en que el clítoris no es capturable en la imagen
especular y no se presenta como perdible, lo que lo torna inepto para funcionar en la relación
sexual en calidad de objeto amboceptor como el pene.
Freud, subrayó con insistencia la importancia del clítoris como fuente de placer
masturbatorio en el desarrollo de la sexualidad femenina, pero entendió que era preciso que la
niña abandonara ese goce, al que consideró fálico, para dar lugar al desarrollo de su sexualidad
adulta, oscuramente referida a la función de la vagina.
Como contrapartida, resulta sorprendente que Lacan, a lo largo de más de treinta años de
enseñanza, sólo haya mencionado al clítoris o el goce clitoridiano en escasísimas
oportunidades y, por lo general, desestimando su gravitación en el goce de las mujeres.
A nuestro juicio, la renuncia al goce clitoridiano, o su escasa importancia en la sexualidad de
la mujer adulta, no se corresponde con los hechos. Por lo general, la excitabilidad clitoridiana es
un camino fundamental hacia el orgasmo en la mujer, y no sólo al orgasmo llamado
“clitoridiano”. La penetración del pene, por ejemplo, actúa también como un estímulo indirecto
del clítoris, puesto que en las paredes de la cavidad vaginal se localiza una zona de
terminaciones nerviosas conectada desde adentro con él. Sea como sea el circuito neuronal, de
todas formas no es el placer de órgano lo que decide la divisoria de aguas del orgasmo en las
mujeres. El órgano, para decirlo de alguna forma, donde se localiza el Otro goce de L/A mujer,
como dijimos, no es anatómico, es un órgano lógico.
Para el hombre, su pene es la sede de un placer de órgano privilegiado y marcadamente
recortado del placer del cuerpo. Este goce localizado en el pene lo predestina a funcionar
subjetivamente como el complemento del goce del Otro, del cuerpo del Otro que simboliza la
mujer. En este sentido, el goce sexual del hombre se mantiene dentro del orden del fantasma.
Pero más allá del Otro que ella representa, lo que busca el hombre es alcanzar el “a”. El plus de
goce es el punto terminal donde fracasa la finalidad fantasmática de la relación sexual.
L/A mujer no desea el “a” y no busca el objeto-semblante en su pareja sexuada, pero las
mujeres, como ya dijimos, no dejan de participar de la sexualidad fálica, haciendo honor al falo.
En su deseo de ser el objeto del deseo del hombre, se ocupan de cultivar el poder de sus
encantos. Sucede muchas veces que para preservar el lugar de deseada, la mujer controla la
manifestación de su propio goce. No es cierto que por no tener pene las mujeres no tengan
nada que perder en la conjunción sexual; las convulsiones del éxtasis le hacen perder su
mascarada y mancillar su narcisismo femenino. En esta dimensión las mujeres fallan al goce
fálico de manera análoga a como lo hacen los hombres.
George Bataille se adelantó a Lacan en descorrer algunos velos que encubrían la dimensión
traumática del goce en el pretendido campo de la genitalidad adulta, madura y generosa. El
filósofo francés observó que la experiencia subjetiva del orgasmo es una transmutación de un
estado del ser, caracterizado por la consistencia y permanencia imaginaria, hacia otro estado de
radical inconsistencia.
Este último no ingresa como tal en la representación de los sujetos implicados, pero sí lo
hace el camino que conduce a cruzar el umbral que separa un estado del otro. Dicho pasaje
subjetivo, se transita —dice Bataille— poniendo en juego una compleja simbolización de la
violencia.
El poder cautivante de la letra a veces se pone en evidencia en ciertas mujeres que contabilizan
una larga lista de historias de amor en las que se reencuentra siempre un mismo rasgo literal.
Por ejemplo, una mujer contaba que su primer amor fue Gerardo, que cambió luego por
Germán, luego vino Gervasio, que abandonó al enamorarse de Jerónimo, a quien sustituyó
cuando apareció Jorge, que casualmente conoció cuando estaba saliendo con otro Jorge, etc.
En dirección al goce, L/A mujer resulta cautivada por la resonancia poética de ciertas marcas
significantes de su hombre, mientras que la dimensión fálica de las mujeres orienta la brújula
de su deseo en dirección a los signos de la potencia viril. La distinción de estos vectores del
goce no se refiere tanto a dos clases de mujeres, sino a la implicación de dos registros del goce
en la sexualidad femenina.
Dado que la dimensión de la verdad está implicada en el goce de L/A mujer, este goce circula
por el mismo camino que el goce del síntoma.
Por ello Lacan se refiere a ambos con el mismo matema, S( ):
Si este S( ) no designa sino el goce de la mujer, es seguramente porque allí es donde
puntúo que Dios no ha hecho su salida.149
No hay sino una manera de poder escribir L/a mujer sin tener que barrar el La, es a
nivel de que la mujer es la verdad. Y es por eso que no se puede sino medio
decirla.150
Sin embargo esta puesta en equivalencia entre el goce de L/A mujer y el goce del síntoma es
parcial. Ella no escribe la relación sino que se hace superficie de escritura; el estallido de su ser
corporal, que despierta el goce del cuerpo, ocupa, en la escena sexual, el lugar del
desfallecimiento del Otro.
El repudio de lo femenino En cierta oportunidad, Kardiner le preguntó a Freud qué juicio le
merecía su propia práctica., obteniendo la siguiente confesión: “Me satisface que me haga la
pregunta —respondió Freud— porque, para hablar francamente, los problemas terapéuticos no
me interesan mucho.
Ahora soy demasiado impaciente. Padezco algunas dificultades que me impiden ser un gran
analista. Además, soy demasiado padre”.151
Freud no podía prescindir del padre protector, ni en su teoría ni en la función de garante
transferencial de sus pacientes. ¿Por qué no suponer que esta demanda paterna que Freud
sostenía tan fuertemente en su práctica pudiera ser la razón principal de la interminabilidad de
sus análisis? El neurótico asume fácilmente sus propias insuficiencias en la vida para no correr
el riesgo de perder al Otro. La “roca viva de la castración” es finalmente una defensa ante la
castración en el Otro.
Dado que el Øtro goce de la mujer contiene esa castración del Otro como premisa, la roca
viva adquiere la forma del temor a lo femenino: